Quimera Revista de literatura | Número 448 | Abril 2021

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ColaborAN en este número:

Pablo

Audouard

Nacional

de

Deglaire,

España,

Biblioteca

Arturo

Borra,

Carmen Canet, Castanardo, Alfonsina Fantín, Gustavo Faverón Patriau, Fundación Miguel Delibes, Concha García, Alicia

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QUIMERA. REVISTA DE LITERATURA – Abril 2021

García-Herrera, Alberto García-Teresa, José Ramón González, Yurena González Herrera, Rosa Jiménez, Sandro Luna, Juan de Marsilio, Mario Martín Gijón, Carmen Morán Rodríguez, José Antonio Olmedo López-Amor, Pablo Sp, Alizia Pallás, Juan Peregrina Martín, Sebastián Roa, César Rodríguez de Sepúlveda, José de María Romero Barea, Fiona Sampson, Dolores Thion Soriano-Mollá, José Antonio Vila Fotografía de portada y Dossier:

Pablo Sp © Editor:

Miguel Riera

Fernando Clemot, Álex Chico, Ginés S. Cutillas y Jordi Gol DirectorES:

JEFE DE REDACCIÓN:

Jordi Gol

Diseño: Xavier Balaguer Maquetación y cubierta: Jordi Gol Corrección: Cinta Moreso Web y redes sociales: Eva Díaz Riobello ISSN: 0211-3325 DL:

Miguel Delibes es un referente ineludible de la literatura española de la segunda mitad del siglo XX. Su obra, enmarcada en el realismo social, corriente imperante en la posguerra, trató de dignificar a los derrotados y expresó como pocas las duras condiciones del mundo rural castellano. Los que hemos nacido en la generación de los setenta, leímos en la escuela obras como El camino (1950), Las ratas (1962) o El príncipe destronado (1973), que en muchos casos despertaron nuestra pasión por los libros. A partir de su arranque fulgurante con La sombra del ciprés es alargada (Premio Nadal 1947) no ha dejado de acumular galardones y reconocimientos como el Premio Cervantes (1993), el Premio Príncipe de Asturias de las Letras (1982), el Premio Nacional de las Letras Españolas (1991), dos Premios Nacionales de Narrativa (por Diario de un cazador en 1955 y por El hereje en 1999) o el Premio de la Critica (1962, por Las ratas), entre otros. Cuando se cumplen algo más de once años de su fallecimiento, en Quimera hemos querido rendir homenaje a su legado literario con un dossier que analiza diferentes aspectos de su obra. JORDI GOL - JEFE DE REDACCIÓN DE QUIMERA

B 38779 /1980

Ediciones de Intervención Cultural S. L. C/Juan de la Cierva, 6. 08339 - Vilassar de Dalt (BCN) 937 550 832 www.revistaquimera.com redacciondequimera@gmail.com publicidad@revistaquimera.com pedidos@edic.es Edita:

Imprime:

Gráficas Gómez Boj

Derechos reservados. Prohibida la reproducción total o parcial de este número, sea por medios mecánicos, químicos, fotomecánicos o electrónicos, sin la autorización del editor.

El salón de los espejos

El holandés errante

Entrevista a Rubén Abella– 4

Álex Chico. Vivir enfrente (Primer edificio) – 50

Entrevista a Sebastián Roa – 6

Gustavo Faverón Patriau:

Especial Miguel delibes

La ciudad que el diablo se llevó, de David Toscana – 53

La realidad. José Antonio Vila – 13

José Antonio Vila:

Miguel Delibes o el arte de contar historias.

Tercer acto, de Félix de Azúa – 54

José Ramón González – 15

Francisco Arbós:

Aún es de día de Miguel Delibes, una novela de

Eterno retorno, de Juan Tallón – 55

postguerra. Dolores Thion Soriano-Mollá – 20

José de María Romero Barea:

Delibes y el pudor. Carmen Morán Rodríguez – 25

Absalón, Absalón, de William Faulkner – 56

La vida breve

Volar a casa, de Daniel Monedero – 57

Alizia Pallás. Los días que tiemblan – 30

Alberto García-Teresa:

Quimera no retribuye las colaboraciones. Los

Los pescadores de perlas

colaboradores aceptan que sus aportaciones

Microrrelatos inéditos de Yurena González Herrera – 34

aparezcan tanto en soporte impreso como en digital. La redacción no devuelve los origina-

El ambigú

El cielo raso

Juan Peregrina Martín:

ex vivo, de Sara G. Gallardo – 58 Sandro Luna: Realidad, de José Manuel Benítez Ariza – 59 Concha García: Antonov, de Antonio Luís Ginés – 60

les no solicitados ni mantiene corresponden-

El castillo de Barba Azul

cia sobre los mismos. La revista no comparte

Fiona Sampson. Tres poemas – 35

Antología inventada, de Rafael Courtoisie – 61

Einstein on the Beach

Carmen Canet: La nave roja, de Trinidad Gan – 63

necesariamente las opiniones firmadas por sus colaboradores. Esta revista ha recibido una ayuda a la edición del Ministerio de Educación, Cultura y Deporte.

Juan de Marsilio: Arturo Borra: Vena Amoris, de Rafael Saravia – 62

José Antonio Olmedo López-Amor.

César Rodríguez de Sepúlveda:

50 años de los novísimos: una mirada atrás – 40

El monstruo de las galletas, de Sandro Luna – 64

José de María Romero Barea. Cosmovisiones antropocéntricas de Benito Pérez Galdós – 46

Recomendaciones – 65

Fe de erratas: La autora de la entrevista a Franco Chiaravalloti de la página 6 del número 447 (marzo), atribuida a Ginés S. Cutillas, es Verónica Nieto. Los autores de las reseñas de la página 61 y de la página 63 del número 447 (marzo), atribuidas a José Enrique Martínez, son Ale Oseguera y Mario Martín Gijón, respectivamente.

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E l s a l ón d e l o s e s p e j o s

Entrevista a Rubén Abella Texto: Eva Álvarez Ramos Fotografía: Rosa Jiménez ©

Rubén Abella irrumpió en el panorama literario en 2003 con su novela La sombra del escapista (Ediciones Lea), ganadora del Premio Torrente Ballester de Narrativa. Maestro en iluminar la fragilidad de la vida, Abella conmociona al lector al poner en evidencia cómo un acontecimiento fútil o la más banal de las decisiones pueden desatar la fatalidad y la tragedia. Su manera fragmentaria de narrar, la transparencia de un lenguaje escueto pero infalible y el tratamiento de personajes comunes, que podían ser cualquiera, configuran la voz de uno de los más destacados narradores actuales. Cumplida la mayoría de edad en el oficio, hablamos con él sobre su trayectoria y sobre su reciente libro de cuentos, Quince llamadas perdidas (Algaida, 2020), galardonado con el Premio Kutxa Ciudad de San Sebastián.

Además de los dos premios arriba mencionados, has recibido el Vargas Llosa NH de Relatos (2007) y resultado finalista, entre otros, del Nadal (2009), del Setenil (2011) y del Premio de la Crítica de Castilla y León en tres ocasiones (2011, 2012 y 2018). ¿Qué suponen los galardones en tu obra? ¿Sientes vértigo ante tantas credenciales? Los premios dan alegría y visibilidad. Gracias a ellos mis ficciones captan la atención de lectores que, de otra forma, quizás no habrían llegado hasta ellas. Vértigo, en ese sentido, no tengo ninguno. Decía Flaubert que, una vez terminada una obra, él no tenía reparo en venderla ni en recibir aplausos si la obra era buena. Lo interesante de esa afirmación es la nítida frontera que el autor establece entre la esfera pública —el mercado, el reconocimiento, la crítica— y la burbuja íntima e inexpugnable de la escritura, que para él siempre fue sacrosanta. Puedo pecar de romántico, pero, humildemente, yo comparto esa actitud. La exigencia al escribir me viene de dentro, no de fuera. Mis vértigos son íntimos y tienen que ver con las incertidumbres de la creación. Si luego, «una vez terminada» la obra, llegan

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las palmadas en el hombro, perfecto, pero no pienso en ellas cuando trabajo. Te lanzaste a la arena pública con una novela, continuaste con el libro de microrrelatos No habría sido igual sin la lluvia (NH Hoteles, 2008; Cuadernos del Vigía, 2017), para volver de nuevo a la novela con El libro del amor esquivo (Destino, 2009). A partir de ahí has ido alternando géneros con una cadencia casi constante. Ahora te enfrentas al cuento, en el que te mueves como pez en el agua. Parece no haber género que se te resista, pero ¿hay alguno en el que te sientas más cómodo? Escribir es un acto de funambulismo, un precario caminar por un cable a merced de los vientos opuestos del instinto y la razón. A la hora de elegir género, yo me dejo llevar por lo primero. Cortázar decía que la novela es al cine lo que el cuento es a la fotografía. Podría usarse también una analogía atlética: la novela es al maratón lo que el cuento es a los cuatrocientos metros lisos. Son dos distancias muy distintas que precisan musculaturas narrativas diferentes. La novela es una guerra de trincheras que requiere paciencia y mucha disciplina. El cuento, sin embargo, es un ataque por sorpresa, una emboscada. La novela es un combate de boxeo que se gana por puntos. El cuento —al igual que el microrrelato— ha de ganarse por KO. Cada género tiene sus propias reglas y busca efectos diversos en los lectores. Para mí la elección de uno u otro no es una cuestión de comodidad —la comodidad entumece al escritor—. Depende de la historia que quiero contar. Hay historias que te piden doscientas palabras. A otras les hacen falta noventa mil. El secreto está en saber escucharlas.

Baruc en el río (Destino, 2011; Círculo de Lectores, 2012) es una referencia obligada entre tus novelas, por su lenguaje sagaz —ya atisbado en trabajos anteriores—, la exploración que en ella se hace de la memoria y la inclusión de


un acontecimiento fatal sugerido sin ambages en el magistral inicio. ¿Qué representa en tu trayectoria? ¿Consideras que ha sido tratada como se merece? Baruc en el río es un punto de inflexión en mi continuo aprendizaje como escritor porque con ella llegué a mi voz, a mi estilo. Fue el inicio, también, de una obsesiva indagación en la familia y en los mecanismos de la memoria que se prolongó a lo largo de dos novelas más: California y Dice la sangre, esta última todavía inédita. Funcionó bien a nivel comercial y recibió críticas muy positivas. Hoy, sin embargo, es una novela inencontrable, a no ser que uno bucee con paciencia en el mercado de segunda mano. No sé qué tratamiento merece, pero me queda la sensación de que podía haber llegado un poco más lejos, de que podía haber conectado con más lectores. Imagino que todos los escritores sienten lo mismo sobre alguna de sus obras.

Me gustaría que nos detuviéramos en los elementos clave de una de tus recientes publicaciones, Quince llamadas perdidas, puesto que son constantes en tu narrativa y se constituyen como firma de autor. Comencemos por el uso del lenguaje, tan «marca registrada» y tan lejano del propio barroco español. En narrativa no hay una jerarquía del estilo. Tan válido es el barroquismo selvático de Gabriel García Márquez como la esquelética esencialidad de Agota Kristof. Lo que cuenta es el decoro en su sentido retórico; es decir, la adecuación del lenguaje al género, al tema y a la condición de los personajes de una obra. En otras palabras: el ensamblado de la forma y el fondo. Yo busco la transparencia en la expresión y la hondura en el contenido. A mi estilo actual —el de Ictus y Quince llamadas perdidas— he llegado por un proceso de decantación, de despojamiento, similar al de muchos poetas y pintores. Poco a poco, libro tras libro, he ido erradicando de mi escritura todo elemento cosmético, toda palabra o frase que brille pero no queme. Me ha traído hasta aquí mi propio carácter —temo aburrir y quizás por ello tiendo a lo sustancial—, pero por el camino me han guiado otros escritores con los que, salvando las distancias, confluyo estéticamente. Hablo, por poner algún ejemplo, del Rulfo de Pedro Páramo, del Hemingway de «Colinas como elefantes blancos», del Doctorow de Ragtime, del Chéjov de «Enemigos» o del Faulkner de Mientras agonizo y «Una rosa para Emily». Me gustaría añadir que, al contrario de lo que mucha gente cree, detrás de la transparencia hay siempre mucho trabajo. En sus cartas y diarios, Kafka —poseedor de uno de los estilos más cristalinos que ha dado la literatura— comenta a menudo lo que cuesta —y el placer que da— escribir una frase perfecta. En una carta a Paul Auster, Coetzee dice que el lector nunca debe sospechar las horas de intensa labor que se esconden tras un párrafo nítido. La claridad requiere oficio. La mayoría de tus trabajos se construyen de manera fragmentaria. Pasa en tus novelas, pero también en la narrativa breve. ¿Qué te empuja a practicar el arte de la inconclusión? ¿Estimas que concebimos la realidad como un compendio de fragmentos? Troceo las historias porque la realidad es poliédrica y porque me interesa que el lector se involucre y complete en su mente el mosaico de la trama. No le dejo

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Entrevista a Rubén Abella

solo en esa tarea. Le ayudo un poco. Todos mis libros, incluidos los de microrrelatos, los concibo como seres orgánicos, dotados de una morfología interna que les proporciona unidad, cohesión y, en última instancia, sentido. Los cuentos de Quince llamadas perdidas están enlazados unos con otros mediante un sistema de vasos comunicantes. Hay protagonistas que reaparecen como personajes secundarios en historias que no son las suyas. Hay hilos narrativos que se interrumpen para resurgir y resolverse varios cuentos más adelante. Hay acciones cuyos efectos se descubren en relatos distintos de aquellos en los que se llevan a cabo. Y luego está Madrid, que imprime sobre el conjunto una textura rugosa y, al mismo tiempo, esperanzadora. Otra de tus facetas, la fotografía, hace aparición en tus últimas publicaciones: Ictus y Quince llamadas perdidas llevan en la portada imágenes tuyas. No sé si eres consciente de que fuiste pionero en lo que hoy se denomina microrrelato hipermedial con tu proyecto —experimental y visionario— Fábulas del lagarto verde (2001), y de la importancia del tándem palabra-imagen en tu prosa. Empecé a escribir microrrelatos por intuición, sin saber que existía el género. Acababa de volver de La Habana y, revisando las fotografías que había tomado, me llamó la atención una en la que aparecía uno de esos destartalados coches norteamericanos que ya sólo se ven en Cuba. Tras él, dándole la espalda, se alzaba una silla blanca de hierro forjado. Se me ocurrió que ahí había una historia, y la escribí. Seguí tirando del hilo, imaginando relatos muy breves a partir de otras imágenes de aquel viaje, hasta completar una serie formada por diecinueve historias y más de setenta fotos. De ese germen bicéfalo surgirían más tarde los dos libros de microrrelatos que he escrito hasta la fecha: No habría sido igual sin la lluvia y Los ojos de los peces. No tengo conciencia de haber sido pionero en nada, pero sí de cómo la imagen y la palabra se abrazan en mi obra. Mis fotos narran y mis ficciones cosen instantáneas en la retina del lector. En Quince llamadas perdidas vuelves a mostrar la inestabilidad de la existencia. Optas por horadar la llaga y noquear al lector, sumirlo en un cúmulo de dudas. ¿No te interesa la literatura como bálsamo?

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Todos los cuentos del libro se articulan alrededor de un conflicto. La protagonista de «Escúchame, Claudia» —el primer cuento— trata con todas sus fuerzas de enmendar sus desaciertos, pero la vida no se lo pone fácil. El de «Por eso estoy aquí» —el último— se entera de golpe de que no es quien siempre ha creído ser y remueve Roma con Santiago para descubrir su verdadera identidad. Tal y como yo la concibo, mi labor de escritor consiste en observar el mundo y formular preguntas, no en contestarlas. Planteo problemas y dudas —no hay nada que más miedo me dé que la gente que no duda—, pero rara vez los resuelvo. Eso no quiere decir que no haya luz al otro lado de estas Quince llamadas perdidas. Los conflictos que vertebran el libro son de distinta naturaleza —entre los protagonistas hay ludópatas, padres sobrepasados, atracadores, parejas precarias, sintechos, adolescentes desnortados, hombres y mujeres atrapados en la telaraña de los errores propios y ajenos—, pero podrían resumirse en uno: la búsqueda de la felicidad. Los personajes sufren —¿acaso no sufrimos todos?—, pero no por ello dejan de luchar a brazo partido por desempeñar de la mejor forma posible lo que Cesare Pavese llamaba «el oficio de vivir». Ahí reside, creo yo, su grandeza.


Entrevista a Sebastián Roa Texto: Alicia García-Herrera Fotografía: Castanardo ©

Sebastián Roa (Teruel, 1968) es licenciado en Derecho por la Universidad Nacional de Educación a Distancia y en Ciencias Policiales por la Universidad de Salamanca. Desde hace más de treinta años trabaja en el Cuerpo Nacional de Policía, labor que compagina con la escritura, con tareas de jurado en certámenes literarios y con talleres de narrativa. Ha escrito, entre otras novelas, Casus Belli, El caballero del alba, Venganza de sangre, El ejército de Dios o Las cadenas del destino. En 2010 obtuvo el premio Hislibris al mejor autor español de novela histórica. Recientemente, ha publicado Némesis (HarperCollins Ibérica SL, 2020), novela en la que profundiza en el género histórico bélico, con incursiones en novela policíaca.

Nuestra primera pregunta tiene que ver con su último libro. Acaba de publicar Némesis, una novela que sitúa a una mujer, Artemisia de Halicarnaso, como protagonista. Es una de las novelas de la temporada, tal como indica Librotea, recomendador de libros de El País. Hemos visto críticas favorables en prestigiosos medios, como La Vanguardia, su suplemento de libros, Revista de Letras, y muchos otros. ¿Cómo está recibiendo la buena acogida de público y crítica que está teniendo Némesis? Con precaución. Némesis ha coincidido en su lanzamiento con obras de autores reconocidos; las editoriales han usado su artillería pesada en los meses previos a la Navidad y tras una nefasta temporada editorial por culpa de la pandemia. Las limitaciones en el aforo han dificultado los encuentros entre autores y lectores y han convertido a Internet en el principal canal de difusión, con presentaciones vía Zoom. Por mucho que la novela guste a quien la lea, es difícil plantar bandera en esas condiciones.

Némesis es una novela de género histórico. ¿Influye esta condición en su buena acogida o, por el contrario, cree que puede suponer una dificultad añadida? La novela histórica sigue siendo un género muy aceptado —al menos relativamente, tal y como van los índices de lectura españoles—, pero es cierto que también sufre el ya tradicional desprecio por su presunta baja calidad literaria. A veces está justificado este desprecio, lo reconozco; pero se ha convertido en un lastre para quienes pretendemos hacer algo nuevo. Usted se ha consolidado como escritor de novela histórica. ¿Qué ingredientes ha de tener una novela ambientada en otras épocas para que funcione y se abra paso, como sucede en el caso de Némesis? Puede que la clave esté en la innovación y en la rebeldía. Yo mismo leo cada vez menos novela histórica, y creo que es porque, salvo excepciones, se repite el mismo esquema desde hace años. Mientras los novelistas

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Entrevista a SebastiÁn Roa

históricos se resignen a entretener y a educar con sus novelas, seguiremos anclados en ese puerto conformista y pseudoacadémico, y presentando las novelas como si fuéramos ponentes en un congreso histórico. Entonces, ¿la novela histórica no está llamada a rescatar la historia? No, salvo que nos conformemos con una historia de marca blanca. Imaginemos una novela en la que el protagonista desarrolla una vacuna infalible y nos salva a todos de la pandemia. Muy bonito todo, pero en la realidad, si esa vacuna infalible se desarrolla, será en un laboratorio, usando el método científico y por parte de gente capaz y muy especializada. A la historia tienen que rescatarla los historiadores. La literatura sirve para otras cosas. Verosimilitud o apariencia de realidad frente a realidad histórica. ¿Cómo se conjugan en una novela histórica? Con sentido común y compromiso con el arte. La realidad histórica, es decir, el contexto temporal, se ha convertido en un elemento esencial del género, relegando a meras comparsas al tema, a los personajes o a la trama. Pero tema, personajes y trama son capaces en otros géneros de cargar con el peso de la verosimilitud. En Némesis, como en el resto de mis novelas, devuelvo las cosas a su sitio. La realidad histórica no debe gobernar sobre una obra literaria. Sin embargo, es usted un escritor que se documenta de forma concienzuda y que maneja con soltura las fuentes. Valoro la documentación porque me agrada aprender. En el caso de Némesis me ha servido para descubrir valiosos datos sobre el imperio persa aqueménida. La documentación también se convierte en una mina de ideas. Es frecuente que, mientras me documento, encuentre anécdotas revestidas de historicidad a las que puedo dar uso dramático, o incluso pueden influir decisivamente en pasajes enteros. Releer a Heródoto, por ejemplo, me brindó la ocasión de encajar en Némesis la historia de dos célebres personajes relacionados con la castración de esclavos: Hermótimo y Panonio. Su última novela sorprende porque desmonta algunas creencias sobre los persas fomentadas por el cine y la literatura. Digamos que en Némesis los persas son los «buenos». La his-

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toria ¿es relativa? ¿Qué credibilidad hay que dar a las fuentes? Las crónicas que hablan de los persas están escritas por sus enemigos. Podemos creerlos si confiamos en que son sinceros y objetivos, pero confiar ciegamente en la sinceridad y en la objetividad de los hombres es propio de quienes desconocen la naturaleza humana. Y, por otra parte, estamos viendo incluso hoy cómo se modifica el relato histórico que nos habla de hechos muy recientes y se ajusta a los intereses ideológicos. Si yo fuera académico, tendría que ceñirme a lo que tenemos, por muy débil argumento que sea lo historiográfico. Por fortuna yo soy novelista, y algo conozco por propia experiencia de la bondad y la maldad humanas. Así que puedo permitirme que los persas sean los buenos, o incluso que no haya buenos ni malos. ¿Tienen entonces importancia la empatía y el saber mirar a la hora de escribir novela histórica? No creo que un personaje vívido pueda desarrollarse sin entrar en su mente y comprender sus razones. Si el novelista no empatiza con su personaje, ¿cómo va a esperar que el lector lo haga? Además es todo un reto adentrarse en una personalidad distinta, nadar contra tu propia corriente. Este esfuerzo es especialmente necesario en novela histórica, porque los personajes acartonados, los que simplemente sirven a los hechos históricos, son un clásico del género. Así que, si preten-


demos dignificarlo, no queda más remedio que fijarse más en la naturaleza humana y no depender tanto de lo que diga una crónica. ¿Y el presentismo? ¿Cómo logra sortear un escritor de novela histórica este problema de pensar como pensaban hace cientos o miles de años y conectar al mismo tiempo con el lector actual? Nadie sabe cómo se pensaba hace cientos o miles de años. Sin embargo, siento la necesidad de que mis lectores, que viven en el siglo XXI, sean capaces de comprender a mis personajes, empatizar con ellos, compartir sus emociones y sus reflexiones. Que el presentismo sea un problema en la novela histórica es algo que se han inventado algunos porque, incapaces de crear, se limitan a novelar lo que alguien escribió hace cinco, diez o quince siglos. No es el único canon artificioso que viene bien para disimular la falta de talento creativo. En novela histórica, el tiempo narrativo suele ser muy lineal, lo que puede parecer desalentador. ¿De qué recursos se sirve para jugar con el tiempo y romper la monotonía sin romper la unidad temporal de sus obras? En novela histórica es habitual no jugar mucho con el tiempo diegético. Los saltos en el tiempo pueden confundir al lector, que por definición ya se ha visto obligado a trasladar su atención a un momento temporal distinto al suyo. Otra cosa es diseñar tramas paralelas en el presente y en el pasado, algo que se ha hecho bastante en el thriller histórico y hierbas similares. Sí que se puede jugar con las elipsis o cambiar la velocidad. Personalmente intento acercarme al «tiempo real» en las escenas de acción, y en algunas novelas llego incluso a cambiar el tiempo de la narración del pasado al presente, sólo para escenas especialmente tensas, normalmente batallas o duelos. Algunas de mis novelas (Venganza de sangre o Enemigos de Esparta) abarcan periodos relativamente largos, por lo que no queda más remedio que usar elipsis, o condensar el tiempo en sumarios —lo que en el ámbito cinematográfico llaman «secuencias elaboradas»—. Algo que intento dosificar e incluso evitar son las digresiones, muy habituales en el género junto con las descripciones prolijas y, generalmente, desconectadas del contenido dramático. ¿Qué me dice de las acciones simultáneas en novela histórica?

Esto también puede resultar confuso. En lo relativo al tiempo, mi máxima es ponérselo fácil al lector, pero en ocasiones (como las batallas) resultan casi inevitables, así que se pueden usar los encabezamientos de capítulo, sección o escena, tipo «al mismo tiempo, ala derecha almohade». Estos encabezamientos también son socorridos post elipsis, para situar al lector, y si llevan añadida una ubicación geográfica, puedes evitártelas en el texto descriptivo para entrar en materia enseguida. Es frecuente que sus obras vengan acompañadas de prefacio y a veces también epílogo. ¿Por qué? No recuerdo por qué empecé a usarlos, el caso es que me aficioné a ellos, especialmente a los prefacios. Tanto unos como otros los incluyo en el tiempo diegético, por lo que en puridad serían primeros y últimos capítulos del relato. Los prefacios son buenos continentes para el detonante, mientras que uso los epílogos para los descensos emocionales tras el clímax. Otro recurso que utilizo siempre es el apéndice histórico. Una especie de aclaración final que suelo titular «Lo que fue y lo que no fue», y en la que explico dónde me he separado de lo aceptado históricamente, así como algunos datos complementarios. Esto es una concesión para aquellos que piensan —erróneamente a mi juicio— que se puede aprender historia con una novela. Los valores del presente no son los valores del pasado. Hay una tendencia muy común a hacer juicios de valor de obras literarias desde el presente, por ejemplo desde la perspectiva de los roles de género. ¿Cómo ha logrado sortear este obstáculo para evitar ser etiquetado o que sus personajes lo sean? Aunque reconozco que lo pensé a menudo mientras escribía Némesis, no es algo que me quite el sueño. El lector hace suya la novela, la interpreta según sus experiencias, sus deseos, sus expectativas… Habrá quien lea Némesis como una simple novela de aventuras, otros querrán ver una crónica novelada, algunos se fijarán más en el simbolismo, y no faltará quien viva dentro de Artemisia. Soy consciente de todas esas posibilidades cuando escribo y también de que es imposible evitar etiquetas, acertadas o erróneas. Si pretenden analizarse los roles de género, la idoneidad de la geoestrategia helénica o los factores macroeconómicos del imperio

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Entrevista a SebastiÁn Roa

aqueménida, bienvenidos sean esos análisis. Todo lo que induzca a reflexión es un pequeño triunfo. Se ha dicho que la tecnología y los cambios en el sistema editorial han democratizado la literatura. Parece que tanto escribir como publicar están ahora al alcance de muchos. ¿Qué opinión le merece considerar la literatura como arte democrático? No creo que el arte sea democrático, en el sentido de que, aunque todos somos capaces de trabajar para mejorar nuestra técnica, el talento creativo se tiene o no se tiene, y la voluntad para afrontar un proyecto serio tampoco está al alcance de todo el mundo. No creo que el sistema editorial o las facilidades que da la tecnología hayan «democratizado» la literatura, puesto que ahora mismo se apuesta por el potencial mediático o se sondean las redes sociales y los canales de influencia para pescar autores; esas cosas, en realidad, alejan lo editorial de lo literario. Las tendencias en coedición y autoedición sí que han abierto el campo en términos cuantitativos, aunque a costa de lo cualitativo. Hablemos de mujeres. Aunque ellas han sido relevantes en muchas de sus novelas, con personajes históricos tan importantes como Urraca de Haro o María de Montpelier, entre otras, en Némesis sitúa por primera vez a una mujer, Artemisia, como heroína y protagonista absoluta. ¿Razones de interés histórico o moda literaria? ¿Qué ha prevalecido? Ni moda ni interés histórico. Otras veces me he servido de personajes femeninos porque era lo que necesitaba, igual que ocurre con los masculinos. En Némesis, cierto, la protagonista es una mujer, y no sólo eso: las principales secundarias también. ¿Por qué? Porque la escribí principalmente para una mujer, mi hija Yaiza; y ella me ayudó no poco a redondear la trama y a perfilar a Artemisia, o a cobrar conciencia del concepto de «male gaze» en lo literario y lo audiovisual. Artemisia está diegéticamente muy marcada por su condición femenina, ya que se convierte en una inadaptada por esa causa. Las demás mujeres de la novela, además de cumplir una función dramática, sirven para marcar el contraste. Situar ese papel circunscrito al gineceo, al jardín de palacio, al harén o al prostíbulo. Además son ellas las que en mayor medida aportan el simbolismo. En la novela hay mucho, y gran parte llega a través de historias

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antiguas, de cuentos, de mitos. Como confluyen mujeres de varias culturas, cada una aporta una visión que, aunque aparentemente distinta, guarda similitudes con otras. Eso nos devuelve al sentido de la vida. A que las inquietudes humanas que crean los mitos son las mismas aunque estén separadas por océanos o milenios. Y no olvidemos que la narración oral, hasta hace bien poco, ha sido una labor predominantemente femenina. Los mitos, como la literatura, ¿nos ayudan entonces a salir de nuestros laberintos vitales? Los mitos, despojados del elemento ritual, son expresiones antiguas de realidades atemporales. Por ahí va también la definición que me gusta para la novela histórica. Contar una historia antigua, sea real o imaginaria, no sirve de nada si no se proyecta hasta el presente. Del mismo modo, el relato de un mito o de un hecho pretérito puede servir para reconocernos, para hacernos preguntas, tal vez para responderlas. Si este es un papel primordial en literatura, con más razón en novela histórica. De ahí que sea tan necesario dejar de lado los remilgos representados por la exigencia de rigor histórico, la evitación de presentismos y las obsesiones por desmitificar. Estamos usando paños de seda para limpiar caballerizas. Su intención de devolver la novela histórica al lugar que realmente le corresponde, el de la ficción, ¿le ha granjeado detractores? ¿Alguna anécdota al respecto? Aunque no discuto casi nunca con lectores, me encuentro con cosas curiosas leyendo opiniones sobre mis obras. Lo que más gracia me hace en novela histórica es que cada lector tiene su propio concepto del género o de las herramientas de creación; y como el hombre es la medida de todas las cosas, convierte esa opinión en axioma. Así, he visto comentarios de lectores que me explicaban que no puedo tomarme tantas licencias, y si lo hago debo limitarlas a las tramas secundarias (sea lo que sea lo que entiendan por eso). O que inventar demasiados hechos y personajes es indeseable para el género. Una vez me hicieron un reproche directo acerca de mis escenas eróticas: que no hacía falta ser tan explícito, me venían a decir. Y hay algo que me resulta muy curioso acerca de las opiniones de los lectores cuando se trata de ataques muy destructivos: a poco que investigues, encuentras que normalmente se trata de personas que han escrito novelas parecidas o contextualizadas en la misma época.


proceso. ¿De verdad se me puede exigir una lealtad que vaya más allá de lo firmado en un contrato?

Némesis, su última obra, se publica bajo un nuevo sello editorial, Harper Collins, con el que no había trabajado antes. La lealtad del autor hacia su editorial ha sido puesta recientemente en solfa a propósito del caso Glück. ¿Qué puede decirnos sobre eso? Supongo que habrá tantos casos como autores. Yo estoy contento de cómo se trabaja en Harper, los veo muy comprometidos, y también estuve muy a gusto con mi anterior editora, Lucía Luengo. Pero en general, creo que hay que establecer una diferencia de base entre lo literario y lo editorial. El sistema ha vuelto necesarias a las editoriales, eso es cierto, y en ese sentido hacen un trabajo positivo —al menos cuando no se centran exclusivamente en la maximización de beneficios—, pero es también el sistema el que ha trastocado la pirámide creativa y banaliza lo creativo, relegando al autor a la posición de subalterno, coartando su capacidad de decisión o convirtiéndolo en un simple generador de beneficios —la mayor parte ajenos—. Y este sistema, por cierto, tampoco deja mucho margen de acción al editor tradicional, por muy comprometido que esté con la cultura. En fin, pase que, por «soberanía» lectora, cualquier youtuber medio analfabeto firme ante filas inacabables en las ferias del libro o acapare páginas culturales. Pase que las grandes multinacionales disfracen sus estrategias promocionales de grandes premios literarios, o que se sirvan de sus divisiones mediáticas para decirnos qué tenemos que leer. Pero, con todo respeto y cariño a los editores —y sobre todo a las editoras— que he tenido: yo recibo menos de un euro por cada diez de beneficio que genero, y eso tras invertir veinte veces más esfuerzo creativo que cualquier otro de los participantes en el

La mayor parte de su obra se sitúa en la Edad Media: El caballero del alba, Venganza de sangre, la trilogía almohade... En esta novela, como también en Enemigos de Esparta, la precedente, publicada en 2018, vira hacia la Antigüedad clásica, los siglos IV y V antes de Cristo. ¿Qué tiene de atractivo el mundo griego literariamente hablando y qué puede aportarnos a los que vivimos en el siglo XXI? Grecia no se acaba nunca. Desde la mitología hasta la filosofía, pasando por su propia historia, por el teatro, por la política… Mucho de lo que somos se lo debemos a Grecia, directamente o a través de Roma. A mí me cuesta muy poco sentirme identificado con todo lo griego, y estoy seguro de que mi personalidad ha sido forjada, al menos en parte, por el helenismo. Esto quiere decir que, incluso cuando escribo una aventura contextualizada en la Edad Media, lo griego está presente. Si hasta diseño mis esquemas dramáticos siguiendo a Aristóteles... Pero las humanidades parecen estar en crisis, sobre todo ahora que la realidad demuestra que nuestras vidas dependen de la ciencia. ¿Por qué deberíamos rescatarlas? Porque no somos lechugas, supongo, ni simples mecanismos biológicos diseñados para depositar un voto cada cuatro años. No puede ser casualidad que la involución de la sociedad, la polarización creciente o el lamentable nivel de nuestros políticos hayan corrido parejas con el descenso de nivel en nuestro sistema educativo, sistemáticamente ensañado con las humanidades. Obviamente, un corpus ciudadano consciente de su historia, de su bagaje literario o filosófico, de su herencia clásica y de sus principios morales no permitiría que nuestros actuales políticos, sean del signo que sean, estuvieran dándonos este lamentable espectáculo. Si queremos superar este bache de mediocridad tenemos que seguir impulsando la ciencia, pero también recuperar nuestra esencia humana. Una última pregunta. ¿Qué diferencia hay entre la literatura y la vida? Se escriben de distinta forma, pero una está en la otra y, si escribe bien, la otra está en la una.

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Miguel Delibes

La realidad

José Antonio Vila – 13

Miguel Delibes o el arte de contar historias José Ramón González – 15

Aún es de día de Miguel Delibes, una novela de postguerra Dolores Thion Soriano-Mollá – 20

Delibes y el pudor

Carmen Morán Rodríguez – 25

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El cielo raso

La realidad Por José Antonio Vila Durante 2020 se ha estado celebrando el primer centenario del nacimiento de Miguel Delibes. Año en que se ha cumplido también el décimo aniversario de su muerte. 2020 será recordado como el año en que la pandemia del coronavirus se llevó por delante tantísimas vidas en nuestro país, uno de los más azotados por esta funesta plaga. Mientras que 2010 fue el año en que empezaron a hacerse inocultables en España los dolorosos efectos de la crisis económica, resultado de la especulación financiera, que había comenzado en 2007-2008. Uno estaría casi tentado de creer en supersticiones astrológicas o numerológicas, y pensar que las fechas señaladas relativas a la figura de Miguel Delibes coinciden con años malos para todos nosotros. No seamos supersticiosos, y rebobinemos. En 1947, Delibes ganaba el entonces prestigiosísimo premio Nadal con su primera novela: La sombra del ciprés es alargada. El autor, que, ajeno por completo al medio literario, había sido profesor en una escuela de comercio, caricaturista en prensa, y desempeñaría durante décadas el oficio de periodista, se dio a conocer y se hizo popular gracias a haber ganado aquel galardón. Un caso similar a los de José María Gironella,

Carmen Laforet, Ana María Matute, Rafael Sánchez Ferlosio o Carmen Martín Gaite, que alcanzaron celebridad gracias al Nadal en las décadas del cuarenta y del cincuenta. Después vendrían obras como El camino, La hoja roja, Las ratas, Cinco horas con Mario o, ya en democracia, Los santos inocentes y El hereje. Eso por señalar sólo algunas de sus novelas más famosas. Delibes fue siempre severo con sus dos primeras novelas, La sombra del ciprés es alargada y Aún es de día, que consideraba meras tentativas de un aspirante a escritor. Con su tercera novela, El camino, publicada en 1950, cifraba su ingreso en la mayoría de edad literaria. En efecto, en aquella novela se reconocen los principales rasgos que van a definir toda su producción posterior. El retrato del medio rural castellano y de sus gentes, la vida en las pequeñas ciudades de provincias, una visión un tanto bucólica de la naturaleza, que tal vez fuese traslación de una querencia secularizada de inspiración religiosa, las desigualdades sociales y las tensiones soterradas resultado de la Guerra Civil y la posguerra. Inquietud social, observación de la realidad, y angustias existenciales expresadas en un estilo depurado y sobrio. La obra de Miguel Delibes representó una de las líneas fuertes de la corriente principal de la novela española durante por lo menos dos décadas. Tiempos en que las distintas

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El cielo raso

José Antonio Vila. La realidad

Miguel Delibes (1975). Fotografía: Fundación Miguel Delibes ©

modulaciones del realismo se erigieron en la estética narrativa dominante en la literatura española. Siempre dentro de los estrictos límites que marcaba la censura franquista, un motivo central del universo literario de Delibes fue, no obstante, la dignificación de la derrota y los derrotados, una idea que contrastaba con la ostentación triunfalista que siempre fue moneda propagandística corriente del régimen. En este último aspecto la obra del escritor vallisoletano guarda relación con la de otro eximio novelista fallecido el pasado año: el barcelonés Juan Marsé. Vista desde Cataluña, Delibes se me antoja una figura familiar y, al tiempo, a veces extraña. La realidad que recrean sus obras está lo bastante próxima en el tiempo y en la geografía como para que me resulte cercana. Digo también extraña a veces por la riqueza léxica del habla popular castellana que retrató a menudo en su obra. Unos giros y modismos que suenan extraños y exóticos a mis oídos, y que me hacen ver este idioma que compartimos como un lenguaje muy distinto del que empleamos los catalanes que escribimos en castellano. Supongo que

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algo parecido debe de pasarles a los castellanos que leen a Juan Marsé. Ambos escritores fueron también merecidamente galardonados con el premio Cervantes por el reconocimiento al conjunto de su trayectoria. Recuerdo que, en su discurso de aceptación del premio, Marsé comentaba que no era su intención hacer una defensa del realismo, pero, citando una película de Woody Allen, decía que la realidad es el único lugar donde puede uno comerse un buen bistec. Quizá Miguel Delibes habría sido ajeno a la socarronería de Marsé, pero probablemente hubiera estado de acuerdo con el espíritu de esa idea. Por supuesto, hay muchos modos de encarar la realidad, y el concepto de realismo debería entenderse en un sentido elástico y no restrictivo. Lo mismo que la intencionalidad crítica puede articularse de muchas maneras y alcanzar a más de un blanco. Creo que el ejemplo de Delibes puede aún servir de inspiración para los narradores actuales en estos tiempos convulsos. Por eso estoy agradecido a los especialistas en la obra de Delibes que han querido sumarse a este pequeño homenaje que desde Quimera se le dedica.


Miguel Delibes o el arte de contar historias Por José Ramón González Desde principios de los años sesenta, cuando el autor es ya una figura consolidada en el campo de las letras, la obra Miguel Delibes ha venido siendo sometida a un continuo escrutinio por parte de críticos, académicos y estudiosos de todo el mundo. Producto de ese interés, la bibliografía sobre el escritor vallisoletano ha ido creciendo paulatina y sostenidamente y a día de hoy contamos con un amplísimo corpus de trabajos —más de setecientos— que abordan su escritura con enfoques muy diversos: desde aquellos estudios que describen el papel que le corresponde al escritor y a su obra en el contexto literario de su época, hasta los que analizan la ideación y construcción discursiva del espacio y los lugares en su narrativa, pasando por los que se enfocan en el análisis de los personajes, en la importancia del testimonio, el compromiso y la denuncia en su escritura, y en la adaptación cinematográfica o teatral de sus textos, o aquellos otros que profundizan en la singular arquitectura narrativa de sus relatos, por mencionar solamente algunas de las líneas habitualmente transitadas por la crítica más solvente. De esta forma, sustentándose en las aportaciones de quienes han puesto en juego su esfuerzo interpretativo, se ha ido construyendo una imagen global, detallada y comprensiva del escritor, hasta tal punto que parecería que restan ya pocos aspectos de su literatura por explorar. Mi intención en este trabajo es, por lo tanto, limitada: se trataría de contribuir, aunque sólo sea de manera parcial y sin grandes pretensiones de novedad, a la lectura de la obra del escritor vallisoletano. No se trata de inaugurar una vía inédita de indagación sobre Miguel Delibes ni de proponer una visión totalmente original de su literatura, algo que parece difícil a estas alturas, sino de realizar una tarea mucho más modesta: lo que pretendo es retomar un asunto ya abordado por otros estudiosos, pero intentando aportar una mirada ligeramente di-

ferente o desviada que proyecte nueva luz sobre lo ya sabido. Se trataría, dicho en otras palabras, de repensar la obra de Delibes desde otro lugar, desde un locus conceptual no transitado, y para ello voy a servirme de un utillaje interpretativo ligeramente distinto al habitual. Creo que de esta forma podemos iluminar un perfil diferente del escritor. Lo que me interesa en estas páginas es acercarme a una característica muy concreta y específica de la escritura de Delibes: su relación con la palabra hablada, con el lenguaje oral, podríamos decir también, o con lo que he preferido llamar en alguna ocasión, por razones que confío que se hagan evidentes en estas páginas, la «palabra viva». Me parece que esta es una de las singularidades más destacadas de su escritura —algo que lo convierte en un escritor diferente de sus contemporáneos— y uno de los rasgos prominentes que cualquier lector de su obra percibe desde un primer acercamiento, por superficial que este sea. Como es lógico, se trata de un aspecto de su escritura que no ha pasado desapercibido para la crítica y son muchos los estudiosos que han subrayado precisamente la extraordinaria capacidad del escritor para captar y reproducir convincentemente los variados matices del habla coloquial. Gonzalo Sobejano, por poner un ejemplo, destacó en una ocasión la «prodigiosa captación del habla trivial (frases hechas, lugares comunes, coloquialismos y vulgarismos)» que el escritor exhibe en sus novelas, y en la misma línea, y en términos muy similares, se han expresado Carmen Riera, Santos Sanz Villanueva o Janet Pérez, entre otros muchos especialistas de renombre. También un lector cuidadoso como Andrés Trapiello ha subrayado la «cadencia» del discurso de Miguel Delibes, que, de alguna manera, identifica con la capacidad para reproducir el ritmo propio de la oralidad. Pero, en realidad, hay que señalar que muchos años atrás, ya en 1970, un perspicaz Francisco Umbral lo había enunciado con claridad meridiana, al

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El cielo raso

José Ramón González. Miguel Delibes o el arte de contar historias

referirse al «ventriloquismo literario» [sic] del autor, describiéndolo en los siguientes términos: Delibes puede «poner voz» de niño de pueblo, de criada respondona, de señorita de provincias, de paleto castellano, con una eficacia que es su virtud mayor a la hora de novelar. Este «poner voces» no se limita a reelaborar fielmente los diálogos del pueblo, sino que cuando el escritor habla por sí mismo en una novela, cuando describe o narra, lo hace también con un tono neutro, pero inequívoco, de cazurrería refranera que va muy bien con la dialéctica de los personajes y que se identifica con todos ellos en general, sin filiarse a ninguno en particular.

En realidad, es lógico que el escritor sea capaz de reproducir con precisión y eficacia el lenguaje oral, ya que él mismo ha subrayado, al referirse a sus capacidades como novelista, el predominio de la virtud de la observación. Escribía así en el discurso de aceptación del nombramiento como doctor honoris causa por la Universidad de Valladolid, en el año 1983: «De los tres manantiales de donde brota la inspiración —“imaginación, observación y recuerdo”— bien puedo decir que, en mi caso, ha prevalecido la segunda, la observación, lo que equivale a decir que yo he copiado mis fabulaciones del natural, o sea, me ha bastado con tener los ojos abiertos para ver y los oídos alerta para escuchar» (el subrayado es mío). Y precisa, a continuación, con ejemplos concretos: «Lorenzo, el cazador y emigrante, utiliza en sus diarios un lenguaje desgarrado y barriobajero que era el de los barrios vallisoletanos periféricos hace treinta años. Menchu la protagonista de Cinco horas con Mario se confiesa con el tono y los lugares comunes de una mujer burguesa del Valladolid de 1960; lo mismo acontece con los protagonistas adultos del Príncipe destronado, mientras que los tipos que pueblan mis novelas rurales, Las ratas, Viejas historias de Castilla la Vieja, Las guerras de nuestros antepasados y el Disputado voto del señor Cayo, utilizan el habla de los viejos campesinos castellanos, habla, desgraciadamente, hoy en trance de desaparición». Esta capacidad activa está, como es lógico, en relación directa, como el reverso de una moneda, con la voluntad de escuchar lo que los demás tienen que decir y con la virtud de la atención. En el mismo discurso

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que acabo de mencionar, el autor, tras explicar que su esfuerzo se vuelca, esencialmente, en recrear un vocabulario que toma de la propia realidad —«No me esfuerzo en crear un vocabulario sino esencialmente en recrearlo»—, ilustra esta afirmación con dos anécdotas. La primera: «En una charla sobre la sequía con un labrador de Tierra de Campos, éste deslizó en la conversación el vocablo espirar, con s. “Si cae una chaparrada —dijo— quién sabe; lo mismo la planta espira, coge vigor, coge sangre, y la cosecha se salva.” La palabra expirar, con x, significaba para mí todo lo contario de coger “vigor y sangre”, pero consultado el diccionario de la Real Academia, espirar, con s, tal como el campesino la pronunció, significaba exactamente, en su quinta acepción, ‘tomar aliento, alentar’». La segunda anécdota: «En otra ocasión, esta vez en el valle de Esgueva, pregunté a un pueblerino si habían llegado ya las avefrías y, al observar su desconcierto, le hice una aproximada descripción del pájaro, cargando el énfasis en el airoso moño que, como una interrogación, corona su cabeza. “¡Ah! —exclamó mi interlocutor— usted me está preguntando por las quincinetas.” Quincineta es, en efecto, avefría en el Diccionario de la Lengua, según pude comprobar al llegar a casa». Y concluye Delibes a continuación: «Ante esta evidencia, ¿puede afirmarse que el mérito de mi lenguaje sea sólo mío? ¿Merece ser enaltecida una tarea que esencialmente consiste en poner en fila los vocablos que otros me prestan? ¿Radica quizá mi mérito en inventar unas historias que los acojan o en vertebrar y estructurar esas historias? Quizá sea así, pero será un mérito compartido en todo caso. Si el lenguaje es una de las virtudes que se ensalzan en mis escritos, habrá que reconocer que, en buena medida, ese lenguaje no es mío, es del pueblo, lo he tomado prestado». Sobre alguna de estas frases volveré más tarde, pero ahora me interesa aducir un testimonio incluso más claro. En una conferencia impartida en Barcelona, y parcialmente transcrita por Carmen Riera, confesaba también el escritor: «Me gusta mucho, me fascina oír. Cuando la gente está hablando en el autobús o en el metro me divierte mucho. La atracción por la palabra directa se me manifestó por primera vez en una cacería en Villafuerte de Esgueva, hace ya muchos años, por boca de una mujer muy vivaz y muy expresiva, cuyos giros, circunloquios y expresiones recogí luego en un cuento. Ahí fue donde me cazó esa voluntad de captar


tal como es la lengua en sus fuentes y de ahí ha venido luego El diario de un cazador o Cinco horas con Mario». Así pues, el lenguaje oral se convierte en pivote esencial sobre el que se apoya la narrativa del autor vallisoletano, y su habilidad para reproducirlo de forma fiel y verosímil es uno sus logros más elogiados. Ahora bien, limitarse a constatar el uso de expresiones y formas populares, o la recuperación de un vocabulario en riesgo de extinción, como el propio del campesino de Castilla, es quedarse un poco corto. Eso justificaría su incorporación a la Real Academia como experto lexicógrafo, pero no su labor como novelista, como inventor de mundos y creador de historias. Porque lo que Delibes nos ofrece en sus obras no son solamente palabras o expresiones, sino complejos actos de habla. Carolyn Richmond, en su libro Un análisis de la novela «Las guerras de nuestros antepasados», señala algo que parece una obviedad, pero que conviene recordar: «... en la obra hay una diversidad de voces narrativas y

cada una de ellas está dirigida a un destinatario determinable». Quiero decir con ello, y por eso este pequeño detalle al que alude Richmond me parece fundamental, que esos términos, esas expresiones, esas palabras que incorpora en sus novelas, aparecen siempre como parte de un diálogo (explícito o implícito) al que dan cuerpo y del que son vehículo. Porque en realidad la escenografía de enunciación predominante en las novelas de Miguel Delibes —y tomo el término escenografía de enunciación del teórico del discurso francés Dominique Maingueneau— es la de la conversación o el monólogo. Es decir, los protagonistas son fundamentalmente narradores de historias. En algunos casos —Cinco horas con Mario, Viejas historias de Castilla la Vieja— la novela viene a coincidir precisamente con el monólogo, viene a ser esa misma historia contada por su protagonista; en otros casos, sin embargo, esas narraciones están subordinadas a un narrador de orden superior, pero el núcleo narrativo se estructura siempre a través del diálogo y la conversación. Delibes, como él mismo lo declara, sabe observar, escuchar y atender, y esa escucha le permite imaginar y reproducir, en clave de ficción, el discurso de sus personajes. Ahora bien, conviene aquí hacer también una distinción significativa. Cuando el crítico Ramón Buckley habla en sus Problemas formales de la novela española contemporánea de la «omnisciencia selectiva» de Delibes, está apuntando a otra cuestión fundamental que hay que subrayar. La perspectiva que adopta prioritariamente el escritor es la de sus personajes, plegándose a su visión del mundo y sumergiendo al lector en su universo de valores y de sentidos. Por lo tanto, no es solamente cuestión de palabras o de habla, sino del hecho de que estas palabras sirven para trasladar una visión interna del mundo de los protagonistas. No es una mirada desde fuera, sino desde dentro, como parte del universo de sentido de sus personajes. Si pensamos esta dialéctica interno/externo en términos de lo que la antropología cultural y la etnografía han denominado perspectiva emic y perspectiva etic, habría que concluir que el Miguel Delibes observador del mundo que le rodea se ciñe fielmente a la primera de ellas. Para Delibes, el punto crucial consiste en reproducir la realidad desde la perspectiva de sus protagonistas, incorporando su universo de sentido y de valores. Y es curioso que este procedimiento es el mismo que el autor emplea en obras que no son estrictamente

Miguel Delibes (década de 1960). Fotografía: Fundación Miguel Delibes ©

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El cielo raso

José Ramón González. Miguel Delibes o el arte de contar historias

ficcionales, como su famoso libro Castilla habla, al que el autor caracteriza como «libro vivo» y que nace como una versión ligeramente editada y corregida de una serie de artículos aparecidos previamente en la prensa. En ellos el autor recogía el testimonio directo de algunos de los protagonistas de la realidad castellana contemporánea (campesinos, artesanos, hombres de pueblo), que hablaban abiertamente sobre su experiencia personal. El autor escribe en el texto de introducción al libro: «Por supuesto este libro no es una novela pero tampoco un estudio científico, apoyado en datos y estadísticas, sino algo a mi juicio más elocuente: un libro vivo donde la realidad castellana nos es expuesta por sus propios protagonistas, los más humildes vecinos de nuestros pueblos y aldeas». Y a continuación describe la obra como un conjunto de «monólogos» de «supervivientes de un éxodo aún inconcluso». Al igual que sucede en sus novelas, el escritor cede el protagonismo al narrador, o a los narradores, que son las grandes figuras de sus ficciones literarias. Y para conseguir que estos sean creíbles, como hemos visto, el ejercicio de escucha constituye el paso previo. Sin él no se podría construir un discurso de ficción capaz de transmitir, en lo que es un efecto de discurso bien medido, una sensación de frescura y de verosimilitud. Si el autor lo logra cabalmente es porque se nutre, en última instancia, de la experiencia de la narración viva y directa, conocida de primera mano, sin mediaciones artísticas. De ahí que no resulte extraño el que Ramón Buckley, buen conocedor de la obra de escritor vallisoletano, insista perspicazmente en caracterizar al autor —en su biografía intelectual de Delibes publicada en el 2012— como un moderno «cuentacuentos». Es cierto que con esa expresión se refiere concretamente a El camino, pero el crítico español de origen británico la hace extensiva al conjunto de su obra. Se trata sin duda de una apreciación muy valiosa —más allá de lo inadecuado, quizá, de la expresión «cuentacuentos», cargada de connotaciones infantiles—, que abre una nueva vía para acercarnos a las principales obras del escritor. Y es que el cuentacuentos no es otra cosa que el contador de historias o el narrador, y si lo enunciamos en estos términos, ¿cómo no evocar la figura del narrador tal y como la describe Walter Benjamin en su conocido trabajo de los años treinta? Y si lo hacemos, ¿qué nos puede aportar esto a la relectura de Delibes? Vamos a

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verlo, aunque sea de manera somera. Recordemos que el texto de Benjamin, muy conocido, reeditado en múltiples ocasiones y traducido a muy diversas lenguas, aspiraba a ofrecer una caracterización precisa y ajustada de la obra de un escritor un tanto oscuro que, nacido en 1831 en Gorójovo, provincia de Orjol, había publicado el grueso de su obra en la segunda mitad del siglo XIX. Pero poco, o nada, es, en realidad, lo que ahora nos importa Leskov, porque lo verdaderamente interesante no es tanto lo que atañe a este personaje menor, sino a la figura un tanto ideal del narrador o, con más propiedad, a la figura del «contador de historias», que el estudioso va construyendo a lo largo de su argumentación.1 Benjamin comenzaba su trabajo señalando que el arte de contar historias estaba en trance de desaparición. Y añadía: «Cada vez es más raro encontrarse con gente que pueda narrar algo honestamente». La razón de esta pérdida residía, según él, en el hecho de que en las sociedades modernas —en trance de modernización, podríamos precisar nosotros— la experiencia había perdido su valor. «Es como si algo que parecía inalienable, la más segura de nuestras posesiones, nos hubiese sido arrebatada: la capacidad para comunicar o intercambiar experiencias», señala Benjamin. Se trataba, en su opinión, de un proceso secular, pero agravado porque la enorme crisis que el mundo occidental venía sufriendo desde los primeros años del siglo XX había contribuido a poner en cuestión los conocimientos adquiridos y el resultado era que nadie parecía apreciar la sabiduría que se transmitía de boca a oído y que se ofrecía con la inmediatez de lo experimentado por el propio narrador. Para Benjamin, algunos de los más grandes escritores —entendiendo por escritor aquel que registra historias por escrito— eran precisamente aquellos que menos se habían alejado del discurso hablado de los narradores anónimos. El relato de un buen narrador proporciona siempre un material lingüístico fuertemente impregnado de una huella personal y anclado en unas 1. El título del ensayo de Benjamín, publicado originalmente en 1936, ha sido traducido al español, en efecto, como El narrador, pero quizá sería preferible utilizar el título con el que ha sido traducido en algunas ocasiones al inglés, The Storyteller, esto es, el contador de historias, que en mi opinión refleja de manera más precisa y adecuada el fenómeno al que alude el estudioso alemán.


Miguel Delibes (década de 1960). Fotografía: Fundación Miguel Delibes ©

circunstancias concretas, que remiten a un contexto inmediato. Sería, por lo tanto, una forma artesanal y directa de comunicación que no aspira a transmitir una lectura intelectual y abstracta de cualquier asunto del que trate, porque ese asunto ha formado primero parte de la vida del narrador —es texto/tejido vivencial— y sólo en un segundo momento emerge como palabra que se entrega a quien escucha. Podríamos decir así que el discurso del narrador, tal y como lo concibe Benjamin, es siempre palabra encarnada y profundamente vital y por eso quien escucha una historia se siente próximo al narrador, vive en compañía con él (con-vive con él). Y esa intimidad, que no alcanza el novelista, es privilegio del contador de historias o del artista que ha sabido aproximarse en su escritura a la práctica tradicional de la narración, manejando su material —la vida humana— con la habilidad de un artesano capaz de fundir en una amalgama indisoluble palabra, cuerpo y espíritu. Por otra parte, y a diferencia de lo que sucede en la novela, el discurso del narrador no aspira a ofrecer un sentido cerrado a las historias que traslada ni a desvelar

«el sentido de la vida», y los acontecimientos narrados se presentan de forma escueta, sin explicaciones prolijas ni valoraciones psicológicas, y en una estructura abierta y potencialmente ambigua. El resultado final es una forma de sabiduría que nos resulta muy próxima y que sentimos, a la vez, muy profunda, porque es el producto de un arte que acompaña a los hombres desde el más lejano pasado de la humanidad. Como señala Benjamin, el don del narrador consiste en «poder narrar su vida, su dignidad, poder narrar toda su vida»2. Ese es el aura incomparable que le caracteriza, y, por eso, concluye Benjamin, el «narrador es la figura en la que el justo se encuentra consigo mismo». En realidad, toda la obra de Delibes, con algunas excepciones puntuales, va a ser precisamente obra de narrador, en el sentido propuesto por Benjamin. Bien porque el autor cuenta sus historias desde una perspectiva próxima e inmediata, siempre apegada a la experiencia, bien porque construye un mecanismo figurativo en el que son otros los que cuentan, extrayendo la materia prima de su relato de un supuesto fondo vivencial que, aun siendo ficción, el lector identifica como profundamente creíble. Recordemos la cita de Delibes que hemos copiado anteriormente: su trabajo como novelista consistiría, principalmente, en «inventar unas historias que los acojan [se refiere a los vocablos o a las palabras] o en vertebrar y estructurar esas historias». En cualquiera de los casos, lo relevante es que su palabra se nos ofrece casi siempre como producto de la experiencia, como palabra viva —propia o ajena (relatada por otros)—, como constataba Benjamin en el caso de Leskov, y que la capacidad de lograr ese efecto constituye un don al alcance de muy pocos escritores. Y precisamente porque la experiencia viva cuenta aún menos en un mundo como el actual, en el que las fronteras entre lo real y lo virtual —entre lo verdadero y lo falso— se van difuminando, conviene recordar que el verdadero narrador tiene la función de seducir al lector haciéndole sentir que comparte una experiencia profunda y vital, que le religa a los otros a través de la palabra y le hace sentir que se sumerge gozosamente en el seno de lo vivo. Ese es el privilegio del contador de historias. 2. O también, en una traducción alternativa: «poder narrar su vida y su dignidad; la totalidad de su vida».

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Aún es de día de Miguel Delibes, una novela de postguerra Por Dolores Thion Soriano-Mollá

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Se suele afirmar que el que nace como segundo hijo en una familia no siempre lo tiene muy fácil entre sus hermanos. Esto es lo que le ocurrió a Aún es de día (1949), una novela que Miguel Delibes compuso después de La sombra del ciprés es alargada (1948), con la que acababa de recibir el premio Nadal, y antes de El camino (1950) con la que se consagró. Como todo escritor galardonado, elogiado por la crítica y con importante éxito editorial, Delibes tenía un reto difícil en 1948: superar o, al menos, mantener el alto listón que entre unos y otros habían fijado. También el escritor, autoexigente, tenía que tener la seguridad de ofrecer al público una novela que le pareciese semejante o superior a la primera. Tenía entonces veintiocho años y vivía con la premura de afirmarse como escritor no «de una sola novela», según declaraba de manera retrospectiva al reunir sus últimas Obras completas en 20071. Recordemos, antes que nada, en breves pinceladas, el contexto literario en el que vio la luz Aún es de día. El balance que Mariano Baquero Goyanes proponía en «La novela española de 1939 a 1953» resulta altamente esclarecedor. En 1953, el catedrático murciano constataba una gran inestabilidad en el panorama literario ante la falta de una tradición novelística constante en España que sirviese de apoyatura a los jóvenes escritores. Ahora bien, observaba también una franca actitud de rechazo, un deseo de hacer «tabla rasa» de lo que se había producido hasta entonces, por considerarlo caduco desde un punto de vista estético, ideológico o afectivo; o sea, «como inservible», o incluso el deseo de ir «francamente a contrapelo de ello, entendiendo por tal tradición la relativamente próxima que la novela española

del XIX podía suponer»2. No todos compartían esta última idea. Llámese realismo, naturalismo, neorrealismo o tremendismo, muchos escritores se sintieron cercanos a ese modo de contar su entorno ofreciendo anclajes referenciales precisos de una realidad oscura y miserable que el lector tenía que reconocer como tal, al igual que lo habían hecho los grandes novelistas decimonónicos. Tales elecciones conllevan una visión pragmática y didáctica, cuando no propagandista, de la creación literaria, ya fuese ética o política. Otros, al revés, prefirieron relatos más poéticos y subjetivos. Todos estaban intentando rellenar aquel vacío que la Guerra civil y una difícil postguerra habían creado en el género novelesco, puesto que, recogiendo el testimonio de Baquero Goyanes, «todo tuvo que ser rehecho». Es importante, por lo tanto, tener presente la realidad coyuntural a la hora de leer y valorar desde nuestra mirada de presente «la etapa decisiva que para la novela española representan los años que van de 1939»3 a 1953. Aún es de día forma parte del paradigma del Realismo existencial de los cuarenta, una de las décadas más duras del Franquismo4. Se ubica en la estela de La familia de Pascual Duarte (1942) de Camilo José Cela, de Nada (1945) de Carmen Laforet, también premio Nadal en 1944, y de La sombra del ciprés es alargada. En su presente, Delibes eligió la tendencia estética que sobre todo primaba y a la que el público lector se mostraba especialmente sensible. El argumento es sencillo. El protagonista del relato es Sebastián Ferrón, un joven feo, deforme y bajito, que lleva una vida pobre y gris. Sebastián, que heredó las taras de su difunto padre, vive con su madre y su hermanastra. La primera, Aurelia, es una mujer sin sentimientos, autoritaria, despreocupada y alcohólica; una madre que «zahería sin compasión,

1. Delibes, Miguel, Advertencia del autor. Obras completas, Barcelona, Destino, 2007, pág. 805. De ahora en adelante citaremos directamente las páginas de esta obra en el cuerpo de texto.

2. Baquero Goyanes, Mariano, «La novela española de 1939 a 1953», Cuadernos Hispanoamericanos, 67, 1955, pág. 82 (81-95). 3. Ibid., pág. 83. 4. Barrero, Oscar, La novela existencial española de posguerra, Madrid: Gredos, 1987.


embistiendo siempre en los puntos más vulnerables y sensibles» (pág. 810). Orencia, con sólo trece años, es la única que vive con sentido de la realidad. Vive aguantando a una madre despótica que se sirve ella como de criada. Cuando Sebastián consigue entrar como mozo en unos conocidos almacenes de tejidos, imagina que su vida —y la de su familia—, mejorará. Las promesas de futuro del nuevo empleo abren un espacio de esperanza. Sin embargo, no por ello conseguirá mejorar sus relaciones sociales ni vivir con mayor felicidad. Sebastián es víctima del engaño y de la usura de su madre, quien había negociado su boda para encubrir el embarazo de Aurora, una joven con mayores medios; también lo es de sus compañeros de trabajo, crueles con sus burlas y engaños. Y, sin embargo, Sebastián se aferra a sus sueños, el del amor platónico de Irene, una clienta burguesa, icono de la belleza y del bienestar de las clases pudientes de la ciudad, junto con el sueño de ascender a dependiente. Ante su aislamiento y el vacío que siente, Sebastián se refugia en la religiosidad. Con ella consigue pergeñar en sus esfuerzos por ser mejor y para progresar, y al mismo tiempo, encontrar cierto sentido a su vida y a la necesidad de trascendencia. Se puede deducir sin gran dificultad que, para Miguel Delibes, en 1948, lo importante no era el contar una historia, sino el relato de ideas. En consecuencia, no son las acciones, ni las descripciones, ni la redondez de los personajes lo que le interesaban, tampoco las perspectivas del narrador ni la pura introspección psicológica, sino, como ya dijo Simone de Beauvoir en su día, dar cuerpo literario a conceptos existenciales para que el público lector pudiese captar, con facilidad y de manera viva, algunos cuestionamientos metafísicos y ontológicos y los estados de conciencia. Para Beauvoir, exigir al gran público cualquier intento puramente racional estaba siempre abocado al fracaso5. Es decir, consciente o inconscientemente, se trataba de vestir la filosofía y la fotografía de las atmósferas de su presente con ropajes literarios que solicitasen tanto el pensamiento racional como el conocimiento sensible de los lectores. Por ello, escribía Albert Camus: «On ne raconte plus “d’histoires”, on crée son univers» en Le Mythe de Sisife (1942)6. 5. Beauvoir, Simone, «Littérature et métaphysique», Pour une morale de l’ambigüité. Les Temps Modernes, 1946, 1, n° 6-9, págs. 1153-1163, reproducido en L’existentialisme et la sagesse des nations (1948), Paris: Gallimard, 2008, págs. 71-84. 6. Camus, Albert, Le mythe de Sisyphe. Essai sur l’absurde.

Recrear el universo de un hombre deforme amenazado desde su infancia por la falta de cariño y por la insolidaridad, por su talante pasivo, por su limitada inteligencia; amenazado asimismo por «la angustia de la muerte cuando no se cuenta con el consuelo de una Transcendencia dadora de sentido»7 en una ciudad provinciana de posguerra fue el objetivo de Miguel Delibes. Para ello eligió como método un naturalismo, con su determinismo, con su escritura orgánica —como diría Ortega y Gasset— y con su tendencia a la ironía y la caricatura casi esperpéntica, pero sin su irrevocable fatalismo y con resquicios abiertos al optimismo; a imagen del naturalismo que Emilia Pardo Bazán y Benito Pérez Galdós habían afirmado como su personal e hispánico modo de entender el pensamiento estético de Zola8. A Sebastián le veían sus compañeros de trabajo como un «manojo inarmónico de músculos y huesos no tenía razón de sufrir» (pág. 855). Por ello a Sebastián siempre le atormenta «la multitud» (pág. 881), para él «un monstruo» (pág. 881), asimismo, «la reacción de la humanidad circundante» (pág. 973), «un océano de humanidad» entre la que él «se sintió náufrago y abandonado» (pág. 972) pues «era aquel un mar espeso e inextricable, colmado de reconditeces, escollos y arrecifes; un mar difícil, donde suponía un esfuerzo de titanes sostenerse a flote» (pág. 972). Durante la entrevista con la que Sebastián logró su nuevo empleo en los almacenes, a pesar de la cálida benevolencia con la que el jefe le recibió, Sebastián Nouvelle édition augmentée d’une étude sur Franz Kafka, París: Les Éditions Gallimard, 1942, pág. 138-139. 7. Sánchez Pérez, Francisco Javier. El hombre amenazado: hombre, sociedad y educación en la novelística de Miguel Delibes. Salamanca, Universidad Pontificia de Salamanca, 1985, pág. 43. 8. El optimismo del pueblo español, por ejemplo, era uno de los argumentos esgrimidos por Emilia Pardo Bazán para argumentar las diferencias idiosincrásicas respecto del pueblo francés. Obsérvese como Delibes describe el barrio popular en el que vive Sebastián y cómo se percibe a sí mismo en él: «A veces, a Sebastián le hería la alegría un poco insensata de su barrio. Se decía que aquel jolgorio era puro artificio para envolver las penas y las miserias, para eclipsarse la conciencia de una vitalidad efímera. Pero no era cierto; el barrio tenía una alegría natural, fluida y espontánea, y, tal vez, el dolor que producía ese optimismo en el pecho de Sebastián estribaba en la incomprensible incompatibilidad del alma del barrio con su propia alma» (pág. 814).

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Dolores Thion Soriano-Mollá. Aún es de día de Miguel Delibes...

sufría por su acendrada inseguridad y por su incapacidad para saber ser en el mundo. Al establecer relaciones nuevas y, en este caso jerárquicas, con el otro, no era capaz de concentrarse más que en las manchas de su vetusto, sucio y andrajoso traje. Incluso llegó a perder las riendas de sí mismo cuando: advirtió que una moquita, helada con el frío de la calle, empezaba a derretirse en la ventana izquierda de su nariz. Oía la conversación de don Saturnino como un rumor accesorio, como un murmullo lejano, intrascendente, banal. La moquita resbalaba, y allí estaba Sebastián, al acecho, para truncar a tiempo la trayectoria. En último extremo recurría al sorbetón… (pág. 819).

La crudeza natural de algunas de las situaciones, hoy para nosotros nada chocantes, pero tachadas de mal gusto según algunos críticos de su época —por ejemplo, cuando Sebastián vomitó en un orinal en su habitación tras una borrachera—, forma parte de esa realidad cruda y sórdida en la que él y su familia se desenvuelven. Todas ellas contribuyen a reforzar, desde lo feo y lo grotesco, las limitaciones y la soledad del personaje, pero, asimismo, la crueldad y la injusticia de la sociedad. Porque las capacidades de conocimiento de Sebastián eran menguadas, vivía apresado en una realidad que él percibía como extraña a su yo, a imagen de su vida en el barrio en el que se sentía «la excepción; a mí, por mis condiciones, se me ha forzado al aislamiento» (pág. 815). Ese mismo sentimiento lo reproducía Sebastián en numerosas situaciones, fuesen cuales fuesen los entornos en los que se desenvolviese. Cuando Orencia le desveló la trampa que Aurora le había tendido para ocultar el embarazo de otro novio anterior, tras la ruptura: Sebastián daba vueltas y vueltas más vueltas sobre el lecho. Aquellos recuerdos le ocasionaban una desazonadora picazón por todo el cuerpo. Y tanto como su humillación, como la conciencia dolorosa de saberse el hazmerreír del barrio, le afligía su falta de perspicacia al no haber descubierto a tiempo el artero complot; la ingenuidad imperdonable de su conducta, crédula y confiada (pág. 974-97).

En realidad, nos hacía saber el narrador que «nadie reparaba en que tras aquella imagen pequeña y retorcida se ocultaba un alma que sufría y que conservaba eternamente sangrantes las huellas de los impactos» (pág. 855). La única estrategia de que disponía Sebas-

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tián para sobrevivir residía en la resignación ante la humillación, ya sea en la tienda, en el barrio o con su novia Aurora; también en la vida, que era constante fluir sin puertos a los que amarrarse: «Sebastián soportaba las pullas con una frágil sonrisa y de sus amarguras internas sólo él tenía conciencia» (pág. 855). En ese paso de la anécdota externa al sentimiento y toma de conciencia es cuando Delibes empezó a bucear por el alma de sus personajes. No podía, por lo tanto, eludir la introspección y el subjetivismo —siguiendo los modos tradicionales del naturalismo ruso—, por lo que el novelista ocultaba su voz autorial tras un narrador omnisciente y el uso de paréntesis explicativos. Esos choques entre enfoques y perspectivas que van descomponiendo la realidad y los modos de conocimiento estimularon después la experimentación con estrategias narrativas orientadas a la individualización de los caracteres, a la profundización en las voces del yo que paulatinamente fue introduciendo en sus futuras novelas. Por otra parte, Delibes también estaba intentando canalizar su propio compromiso ético y para ello siempre consideró que: La eficacia sobrenatural no puede encerrarse en los límites estrechos y cortos de nuestros patrones meramente humanos que plantea la sociedad contemporánea, yo he optado por los débiles, los pobres seres marginados dentro de un progreso materialista e irracional. Esto significa que, como novelista, he adoptado una actitud ética, siempre unida a mi preocupación estética, con el fin de procurar un perfeccionamiento social. Sin estas inquietudes como estímulo, es muy posible que mi obra literaria no se hubiera realizado9.

En efecto, así lo traducía Sebastián, al escuchar el sermón de un capuchino que le trastornó. Este exhortaba a los fieles a luchar por perfeccionar el alma, ya que ella «redime al cuerpo» (pág. 935). Dichas palabras crearon en Sebastián una «violenta rebelión interior» (pág. 935), por lo que hubiese querido denunciar tales mentiras: Aclararle que el alma era un trasto absurdo en aquellos tiempos […] Le podría hablar del señor Sixto, de 9. Delibes, Miguel, «Los escritores somos seres de una idea obsesiva», Literatura viva. Ciclo de conferencias de la Fundación March, Madrid, 23-10-1975. Archivo Biblioteca Fundación March.


Miguel Delibes (1991). Fotografía: Fundación Miguel Delibes ©

sus especulaciones ilícitas; de la sensualidad desbordada de sus amigos de los Almacenes; de la sádica ironía de los quintos de su reemplazo; de los mozalbetes que ponían letreros audaces y dibujos pornográficos en su portal requiriendo la carne a Pepita, la vecina del segundo; de los maridos que pegaban hasta cansarse a sus mujeres porque el equipo representativo de la ciudad había salido con dos puntos negativos; del recluta que abrazaba entre los juncos a una opulenta marmota, de sus propios y ruines devaneos con el maniquí del Almacén; de la lengua lancinante de Emeterio; etc. (pág. 935).

Por paradójico que parezca, en Aún es de día, Miguel Delibes estaba planteando asuntos existencialistas, éticos, psicológicos y sociales con unas técnicas narrativas realistas, en apariencia, objetivas y empíricas, sin renunciar a la libertad creativa y al subjetivismo que los temas vitales o existenciales conllevan10. Como se ha podido observar en los ejemplos reproducidos, para Delibes el relato de las ideas en Aún es de día se fundamenta en el contraste de planos opuestos, ya sean epistemológicos o gnoseológicos; o sea, en el choque entre las maneras de aprehender y de comprender, pero también de definir la esencia de la realidad. Por suerte, a nosotros, lectores del siglo XXI, aquella mísera y oscura realidad de Postguerra nos queda lejos, 10. La onomástica connota el texto con significativos valores. Por ejemplo, al igual que en la historia de Sebastián mártir, Irene es la que platónicamente le salva por los sentimientos que en él despierta, aunque como amor silenciado e imposible, ello redunde de nuevo en el plano de la realidad en una frustrante e imposible ensoñación. Orencia, su hermana y amiga, simboliza la luz naciente y esa función desempeña en el texto. De Aurelia, madre de Sebastián, da una visión antagónica e irónica, muy distante del oro que debería brillar.

si sólo nos fijamos en los aspectos más referenciales del texto. Menos nos deberían quedar los valores humanos, la férrea voluntad y el paciente optimismo de un Sebastián Ferrón, por muy débil y grotesco que nos parezca. Por ello apostaba Delibes, como bien lo explicaba en la cita anterior, «por una actitud ética, siempre unida a mi preocupación estética, con el fin de procurar un perfeccionamiento social». Por otra parte, desde un punto de vista literario, Migues Delibes estaba contribuyendo a rellenar aquel vacío que las circunstancias históricas habían dejado como legado, enlazando con la última tradición española, la de la Gran novela moderna que nutrió sus lecturas y con dicha estética introdujo en sus relatos, como trasfondo, planteamientos existencialistas. Y ello sin exégesis filosóficas, sino de manera directa, observando el cuerpo de Sebastián, sus reacciones y comportamientos, pero también penetrando por sus emociones y sus pensamientos, al margen de la novela del yo y la de artista a la que tanto se había recurrido desde el modernismo finisecular y de la deshumanización de la novela, tan en boga unas décadas antes. Resulta siempre extraña, cuando no contradictoria, la relación de los escritores con alguno de sus textos, cuando lo crea como una más de sus criaturas y luego lo acaba repudiando como ocurrió con Aún es de día. El 11 de septiembre de 1949, cuando Miguel Delibes acabó de componerla —todavía se titulaba Barrio Nuevo— se dirigió a su editor, José Vergés, para intentar publicarla rápidamente ya que sus objetivos tenían mayor alcance que los de dar a conocer su texto. Según le explicaba a Vergés: Mucho me agradaría la leyesen ustedes rápidamente y me comunicasen su decisión de editarla o no, ya que pretendía presentarla al Premio Nacional de Literatura Miguel de Cervantes de este año. Como ya sabrá, a este premio sólo pueden concurrir obras editadas entre el 1 de diciembre de 1948 y el 1 de diciembre de 1949. Quedan, por tanto, tres meses escasos. Como verá, le expongo mis pretensiones con toda claridad y celebraré que usted me conteste en el mismo tono. Creo que este libro es francamente superior a El «Antracita» —escrito con pie forzado, sin ninguna espontaneidad— y tiene más homogeneidad y cohesión que La sombra del ciprés. Ustedes juzgarán11.

11. Miguel Delibes, José Vergés, Correspondencia, 1948-1986, Barcelona, Destino, 2002, pág. 28.

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A pesar de los esfuerzos de la editorial para sacar a la luz en tan breves plazos la novela, el anhelado galardón de la narrativa española se lo llevó La úlcera, de José Antonio Zunzunegui. Si embargo, «más homogeneidad y cohesión» que La sombra del ciprés es alargada tenía Barrio Nuevo. La novela fue titulándose El guante, El amanecer, Un pobre hombre, Días oscuros, Barro vivo o Todos somos de barro hasta que se determinó su título definitivo dado el optimismo y la esperanza que quería infundir Delibes a sus coetáneos lectores, distanciándose así del inexorable fatalismo del naturalismo zolesco. Ahora bien, una vez los autores entregan sus creaciones al público la novela emprende su propio camino y el margen de maniobra que le queda al escritor es pequeño. En 1949, tras importantes recortes de la censura que obligaron a Delibes a hilvanar numerosos párrafos de sus capítulos12, la crítica inmediata se mostró, en general, favorable y benévola con la novela13. Pasados unos años, Aún es de día fue tachada, entre otros juicios, de error y de retroceso en la trayectoria del escritor, por parte de un sector influyente de la crítica de la época, encabezado por José Entrambasaguas y Juan Luis Alborg. Así se fueron acuñando unas ideas que más tarde se fueron repitiendo hasta la saciedad. Las voces aisladas de otros estudiosos como las de Mariano Baquero Goyanes o de José Luis Cano no consiguieron reequilibrar la balanza porque en los lectores impera, incluso de hoy, el juicio establecido y la lectura anacrónica. Aunque Delibes se mostraba convincente y seguro de sí mismo en la carta a Josep Vergés arriba reproducida, sus puntos de vista fueron cambiando radicalmente de sesgo en los prólogos a las dos ediciones de sus Obras completas, en 1967 y en 2007. Si en el primero explicaba algunos de los remiendos que tuvo que introducir en Aún es de día tras los recortes de la censura y admitía que «paso a paso uno hace un camino y ha de aceptarlo, 12. En aquellos años (mediados del siglo XX) los novelistas solíamos «poner carnaza» en los escritos para atraer a los censores y que dejasen a salvo lo que considerábamos importante. En este punto no conseguí nada por la explosión de tremendismo, mal gusto y brutalidad que introduje en el texto. Delibes, Miguel, «Advertencia del autor», Aún es de día, op. cit., pág. 805. 13. Thion Soriano-Mollá, Dolores, «Aún es de día (1949), condenada de nacimiento», en Renata Londero y Maria Teresa de Pieri (eds.), Miguel Delibes: itinerarios de vida y escritura, Valladolid: Cátedra Miguel Delibes, Universidad de Valladolid, 2014, pág. 83-104.

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Miguel Delibes (1998). Fotografía: Fundación Miguel Delibes ©

aunque alguno de aquéllos le parezca luego torcido»; en 2007, unos sesenta años después de haber escrito la novela y con una importante trayectoria a las espaldas, Delibes volvía a declarar: Mi obsesión, absurda, por no quedarme en novelista de una sola novela me llevó a editarla con todas las consecuencias (todas ellas negativas). En fin, para no hablar más de este asunto desagradable, debo reconocer que un error fue escribir el libro y otro, aún más grave, publicarlo, con cortes o sin ellos. En lo literario no había grave diferencia (pág. 805).

Aunque el novelista repudió su novela14, hemos podido observar que no siempre lo hizo de manera tan abierta y rotunda. Por nada del mundo le hubiese interesado editarla —y constó de más de nueve ediciones en vida del autor—, como tampoco le hubiese interesado convertir en noticia periodística el hallazgo de su manuscrito muchos años después de haberlo extraviado, o ir, pese a todo, introduciéndola en sus dos ediciones de Obras completas; incluso si se dejó convencer por «el argumento de los editores: “Sin esta novela de la Obra nunca estará completa. Verdad inobjetable”» (pág. 805). No es tanto el tremendismo, ni el mal gusto, ni la presencia del narrador omnisciente lo que ha de quedar de ella, o la insatisfacción de no encontrarnos el relato de una historia. En su día, lo que les interesó —recordemos las palabras de Simone de Beauvoir— era que la ideas adquirieran cuerpo literario. También lo es el hecho de que Aún es de día sea una hija de sus circunstancias porque, con ella, Delibes quiso incitar al cambio y aportar un poco de esperanza. Así nació y en esos términos ha de ser entendida, sin anacronismos.

14. Ibid.


Delibes y el pudor Por Carmen Morán Rodríguez Notaba Manuel Vilas, en un artículo de 2018 titulado «Los años del destape literario», que la literatura española ha ido perdiendo en las últimas décadas el pudor a la hora de afrontar lo autobiográfico. El ejemplo del que Vilas partía en su sugerente escrito era precisamente Señora de rojo sobre fondo gris (1991), libro en el que Miguel Delibes narra la enfermedad y muerte de su esposa, Ángeles Castro, pero refugiándose en la levísima, y sin embargo decisiva, máscara de una ficción: el protagonista es un pintor en lugar de un escritor; tras el amigo más joven y algo terrible, Primitivo, es fácil adivinar a Francisco Umbral, y ningún lector dejó de reconocer a Ángeles en Ana, y al propio Miguel Delibes en el desconsolado esposo que se dirige a ella en las páginas de la novela. Indica Vilas que, si en 1991 el pudor del relato no le estorbó su lectura, sí lo hizo al releer la obra en 2018 (año justamente en el que él mismo publica Ordesa): «El pudor se había hecho viejo, pensé» (Vilas, 2018), y los lectores actuales aprecian al escritor en su verdad desnuda, sin máscaras, cuando afrontan el relato del dolor, «porque el temblor de la confesión sigue conservando ese lujo ancestral de la verdad». Apunta Vilas, según creo, a un grado de catarsis que la escritura produce en ambos —escritor y lector— y que no se alcanza sin la magia de los nombres verdaderos: Ángeles y no Ana, Francisco y no Primitivo y un «yo, Miguel Delibes, el abajo firmante», que no venga a refugiarse a medias —sólo a medias— tras el contrafactum de un pintor. Un hecho en apariencia anecdótico confirma ese anhelo de verdad en los lectores. Me refiero a que la editorial Destino sustituyese, a partir de un momento dado, la portada original del libro (un detalle del cuadro de Edgar Degas Melancolía que muestra una mujer vestida de rojo con un fondo también gris) por otra en la que se muestra el retrato de Ángeles de Castro realizado por Eduardo García Benito, que da título al libro1. 1. Más tarde se sucederían otras ediciones con diversos motivos de portada.

Desde el momento en que el libro apareció, en 1991, y fue leído por los primeros lectores, y la clave autobiográfica —tan evidente que ni siquiera es clave— quedó compartida, se hizo necesario enunciar la verdad de lo escrito: en reseñas, en comentarios, en la propia realidad física de un peritexto como la portada, y también en entrevistas al autor, en las que sin embargo él se mostraba reacio a hablar de ese libro en particular. Sabemos que una cosa es la realidad y otra el lenguaje, y que, aunque sólo el segundo nos permite conocer y expresar la primera, su vínculo es extraño e impenetrable. Y sin embargo, o por eso mismo, necesitamos expresar constantemente dicho vínculo: esto es aquello, lo es de verdad. Existen la mentira, los fakes, y una opacidad ontológica radical e irreparable, pero cuanto mayor es la desconfianza en el lenguaje, mayor es también la necesidad desesperada que tenemos de dar a nuestros relatos un valor de verdad. Sin embargo, Delibes eludía esa enunciación: sentía pudor. Un pudor que Vilas, con acierto, interpreta como «una herencia de la larga noche del franquismo y del catolicismo». Algo tiene que ver también en ello la concepción de la figura autorial y su proyección pública como parte de la obra, que encontramos asumida con naturalidad en escritores actuales, y que en Delibes se manifiesta entre la incomodidad y la adopción de una postura algo forzada, entre la modestia y el envaramiento formal, con un añadido de escepticismo: Yo, que soy, como sabéis, partidario de la vida sencilla, poco amigo de honores y pompas, me siento desplazado en esta solemnidad que habéis montado por mi causa. ¿A qué es debida? ¿Qué he hecho yo que remotamente justifique este título y, sobre todo, la multitudinaria adhesión de propios y extraños? ¿Se debe esto a mi condición de escritor, quizá? Pero ¿qué altura de escritor he alcanzado yo que pueda explicar tamaño despliegue de honores y lealtades? (OC, 277)

Esta ambivalencia nada tiene de extraño en discursos como el de agradecimiento al ser nombrado hijo predilecto de su ciudad natal (del que extraigo la cita)

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Carmen Morán Rodríguez. Delibes y el pudor

o el de recepción del premio Cervantes, donde el propio género oratorio determina el tono. Pero permea también otras páginas como las de su diario o sus libros de viajes, en los que necesariamente la recepción está condicionada ab origine por el hecho de que quien escribe esas páginas sea previamente conocido por los lectores como autor de determinados títulos, asociado a unas determinadas posturas éticas y estéticas, a unas declaraciones, unas ideas y hasta a una imagen física divulgada en los medios. Ha sido ya a menudo repetida la siguiente cita, extraída de los párrafos iniciales de su diario, en la que el escritor recuerda cómo el editor de Destino, Josep Vergés, le animó a redactar un diario con impresiones sobre lecturas, acontecimientos políticos, etc.: … en principio, su idea se me antojó descabellada, ya que nada de lo que a mí me ocurra me parecía que pudiera tener importancia para nadie. Estoy muy lejos de cualquier forma de narcisismo y por otra parte soy plenamente consciente de las limitaciones de mi personalidad literaria. […] En mi caso carecía de sentido, y con mayor razón cuanto cualquier desahogo intimista me repugna y cualquier observación en torno a un libro, una película o un hecho político habría de afrontarlo con las naturales prevenciones. (OC, 133)

Con todo, Delibes hará la prueba y quedará sorprendido ante la sucesión de estímulos y la constatación de que «cabía realizar un diario sin incurrir en subjetivismos improcedentes y que esto era posible hacerlo rehuyendo la reiteración» (OC, 133). El resultado fue, como sabemos, el diario Un año de mi vida (1972), que ciertamente esquiva todo desahogo íntimo y se ciñe a las impresiones; en cuanto a las «naturales prevenciones», queda a criterio del lector interpretar si se refiere a la subjetividad que su juicio crítico necesariamente supondría o bien a los equilibrios necesarios para sortear a la censura —me inclino por esta última opción, habida cuenta de que Delibes no elude en sus anotaciones diarias las críticas a la Ley de Prensa, o referencias a «los sucesos de Granada» (se refiere a la muerte de tres albañiles granadinos a los que la policía disparó en el transcurso de la huelga de julio de 1970), la necesidad de reconocer las diferentes lenguas y culturas de España, o el descontento que suscitan las bases militares estadounidenses—. El mismo pudibundo reparo a encarnar una voz autorial abiertamente solidaria de su figura pública como

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escritor lo encontramos en los libros de viajes, donde prefiere transmutarse en «el cronista», «el viajero» o «uno», e incluso —inseguro quizá del estatus literario de sus anotaciones viajeras— señala que «el periodista ha prevalecido sobre el escritor y, por tanto, sería desmedido y necio buscar en ellas literatura» (OC, 381). Esta máscara, aunque pueda parecer un truco ingenuo, un truco que apenas lo es, le resultó a Delibes útil no sólo para evitar la exhibición, sino para deslizar algunas críticas al régimen, hábilmente veladas por un prósopon de castellano paleto pero no tonto, reservado y un punto escéptico. Así lo vemos, por ejemplo, cuando en el libro USA y yo (1966), derivado de su visita a los Estados Unidos, narra su llegada a Nueva York: Jerónimo, el emigrado español, residente en Santa Bárbara (California) desde el año 1913, se siente muy orgulloso de explicarle al viajero: —La estatua de la Libertad, ¿sabe? —¿La Libertad? ¿Ha dicho la Libertad? —Claro, la Libertad. ¿Es que nunca oyó hablar de ella? —¡Como oír!, pero, la verdad, no la conozco.


La estatua de la Libertad, oteada desde la cubierta, da la impresión de más chica de lo que el viajero primerizo imagina. Tal vez la distancia, tal vez la falta de costumbre; cualquiera sabe.2

El tono deliberadamente humilde («¡Como oír!», «Tal vez… tal vez…» «Cualquiera sabe») refuerza, más que encubre, esa ironía doble, que apunta a la dictadura española («no la conozco», «la falta de costumbre»), pero también a la democracia estadounidense, de cuya verdadera libertad el viajero (castellano cachazudo y socarrón) desconfía: «da la impresión de más chica». La ambigüedad a la hora de plasmar su propio rol autorial y su reconocimiento público en este rango de obras con una implicación autorreferencial evidente alcanza el grado máximo en el siguiente pasaje de USA y yo. Como sabemos, Delibes realizó su gira por el país americano en el marco del Programa Fulbright, en el que España fue incluida en 1958, a raíz de los acuerdos bilaterales suscritos en 1953. Objetivo prioritario del programa de intercambio era promover los viajes de intelectuales destacados a Estados Unidos. Delibes, que no cita nunca en su libro ni en entrevistas el Programa Fulbright, sí refiere la peculiar situación de ser tratado como un «líder» al gestionar los trámites en la embajada de EE. UU., donde inicialmente le piden un reconocimiento médico como a un viajero ordinario, para después comunicarle que ese requisito es excusado en su caso: … en el momento de recoger el visado, una señorita de la Embajada le dijo: «Usted no necesita nada de esto; usted es un líder» «¿Que yo soy un líder?», inquirió el viajero estupefacto. «Naturalmente que es usted un líder. ¿Quién le ordenó hacerse un reconocimiento?», insistió. «Ustedes», aclaró el viajero. «¿Nosotros?», dijo la señorita. Y, evidentemente contrariada, llamó a la señorita cónsul, a varios compañeros de negociado y, tras un prolongado debate, concluyeron que el viajero era un líder y no precisaba reconocimiento sanitario. Uno, cada vez más perplejo, preguntó: «Diga usted, ¿y es que los líderes no contagiamos?». La señorita respondió cortante: «Es la ley». Y así, uno se vino sin papeles médicos, y su mujer también, porque era la mujer de un líder, pero 2. DELIBES, Miguel (2007): Obras completas, VII, Barcelona, Galaxia Gutenberg, pág. 691.

el viajero que jamás tuvo conciencia de líder, ni cosa parecida, a la sombra del Empire State se siente más pequeño, menos líder que nunca…3

Hay, como decía, una cierta ambigüedad entre la ironía que se aplica a la situación y a su propia consideración como «líder», y la decisión de plasmar esta escena en el libro (cuando se omite toda referencia concreta al Programa). Hablamos aquí de un pudor que concierne a la proyección pública de su propia personalidad como escritor, que si por una parte asume la implicación cívica de su oficio (incrementada en su caso por el hecho de ser, además, periodista), por otro no puede y no quiere dejar de hacer explícita su incomodidad por ello en sus textos. Por lo que respecta a la dimensión íntima del viaje —los sucesos más personales que le ocurren al cronista, o al viajero, a ese «uno» que resulta ser «en el siglo» el escritor Miguel Delibes— se omiten por completo. Así, no encontraremos en las páginas de USA y yo referencias a la preocupación por el grave accidente sufrido por su hijo Adolfo poco antes de emprender el periplo —de las que, en cambio, el epistolario con Vergés sí da cumplida cuenta—. El pudor vela los sentimientos o vivencias íntimas que, por principios morales propios de una educación, una religión, etc., se considera que no deben ser compartidos (para el pudoroso, su sola muestra es exhibición, y esta se connota negativamente). En Señora de rojo el pudor afecta al duelo, al dolor por la pérdida. En los diarios y los libros de viajes, es la propia posición del escritor en el escenario de las letras la que infunde pudor y obliga a la modestia (no tendría demasiado sentido preguntarnos si auténtica o falsa: en un sistema pudoroso la distinción tiende a neutralizarse, porque ajustarse a esa modestia es inexcusable). Resulta curioso que otro asunto generalmente vedado por el pudor —hablo del dinero— sí aparezca, y no poco, en las páginas del epistolario entre Delibes y Josep Vergés, cuya publicación pudo desconcertar a algunos, que juzgaron aquellos intercambios demasiado explícitos en el tema monetario, aun cuando nos ayudan a comprender verdaderamente la vida literaria de la época en sus engranajes más básicos, los de la escritura como actividad profesional y el negocio editorial. En la contraportada del libro, el propio escritor parece adelantarse —verdadera anticipatio retórica— a las posibles objeciones de 3. Íbid., págs. 693-694.

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Carmen Morán Rodríguez. Delibes y el pudor

los lectores: «Reparé entonces en que nuestra correspondencia no era solamente en enfrentamiento entre un rácano editor catalán y un rácano autor castellano cargado de hijos, como pensé en principio, sino un primer contacto entre dos hombres de buena voluntad unidos por el afecto antes que por los intereses y llamados a sostener una fraternidad vitalicia». Queda aún un ámbito de la vida especialmente afectado por el pudor; de hecho, es quizá el primero que se nos viene a la mente ante la sola mención de la palabra. Me refiero naturalmente al sexo. ¿Es pudoroso Miguel Delibes en sus páginas, al tratarlo? Desde luego, en las páginas autorreferenciales este tema es, sencillamente, inconcebible. Sí aparece, en cambio, en las novelas, naturalmente de manera velada. Pero aquí nos encontramos con un rasgo de verosimilitud imprescindible. Cuando en Los santos inocentes Paco el Bajo fantasea con que en la casa nueva la Niña Chica no tenga que dormir junto a ellos, le dice, ilusionado, a la Régula: «lo mismo la casa nueva tiene una pieza más y podemos volver a ser jóvenes»4 (la cursiva es mía). No es el pudor de Delibes el que se impone aquí, sino el de Paco el Bajo, y es necesario que Paco piense y se exprese así, con esta alusión recatada que a los lectores de 1981 comprenderían sin ningún problema pero que seguramente hoy a los lectores jóvenes —que no viven en ese pudor— les dejará en ayunas. Ahora bien, si hay una novela delibesiana en la que pudor y sexualidad están presentes de una forma recurrente y asfixiante, es Cinco horas con Mario. Como sabemos, el reiterativo monólogo de Carmen Sotillo, que vuelve una y otra vez sobre las mismas afrentas y rencores cotidianos de su vida en común con el difunto Mario, tiene como motivaciones profundas la culpa (al final del soliloquio, en un momento de paroxismo ocasionado por los remordimientos, Carmen confiesa que ha tenido un desliz extramatrimonial), así los efectos de una educación represiva, que ha lastrado de manera evidente las relaciones matrimoniales, y que generan un discurso neurótico y contradictorio en el que ella tan pronto se victimiza como defiende con entusiasmo tal orden de pensamiento. Dicho discurso se replica en la exhibición/opresión de lo corporal: Carmen alude eufemísticamente a los complejos que le ha ocasionado siempre su poitrine —su pecho

abundante— en una actitud psicológica de ambivalencia entre el recato, el orgullo y el desbordamiento de una sexualidad que se reprime (bien representada en las adaptaciones teatrales en el gesto de cruzarse la chaqueta sobre el pecho). Otra de las preocupaciones que afloran de manera recurrente en el monólogo de Carmen es la falta de tacto de Mario para ajustar su iniciativa sexual: «Pero figúrate para mí qué bochorno, todo por puro capricho, porque los días buenos no querías y en los malos, zas, se te antojaba…»5. De nuevo, el autor se muestra respetuoso al dar voz a su personaje, que sólo puede hacer referencia eufemística (días «buenos» y «malos») a los métodos de control de la natalidad llamados «de calendario», popularmente conocidos como «método Ogino», y que eran los únicos de uso común en la España franquista (hasta 1978 no se levantó la prohibición legal de prescribir, vender o utilizar métodos anticonceptivos). Se introduce así, sin traicionar la voz del personaje, un asunto que en el momento de publicarse el libro (1966) era de la mayor actualidad, máxime para un autor cristiano muy atento a las renovaciones de la Iglesia, pues mediado el siglo XX el Vaticano era consciente de que su doctrina antimalthusiana sobre la familia y la procreación (que el propio Delibes había suscrito en Mi idolatrado hijo Sisí) requería de una actualización, y Cinco horas con Mario, de hecho, se adelanta en este punto a la encíclica Humanae Vitae, «sobre la regulación de la natalidad», publicada el 25 de julio de 1968. Precisamente esta novela, a través de su celebérrima adaptación teatral, dará pie a una obra que juzgo de gran interés para conocer qué ocurre con el pudor en la Transición española, y cómo Miguel Delibes llega a convertirse, no malgré lui pero sí de una manera que podemos decir «sobrevenida», en maestro de una nueva educación sentimental. Una educación sentimental que intenta —con el entusiasmo y la ingenuidad propias de lo recién estrenado— sacudirse las ataduras del régimen. Me refiero a Función de noche, película dirigida por Josefina Molina en 1981, con guion de la propia Molina y José Sámano. La directora en 1978 había llevado a cabo la adaptación al formato de serie televisiva de El camino y en 1979 había dirigido la versión teatral de Cinco horas con Mario, bajo la producción de Sámano, con un texto teatral en cuya elaboración participa-

4. DELIBES, Miguel (2009): Obras completas, IV, Barcelona, Galaxia Gutenberg, pág. 22.

5. DELIBES, Miguel (2008): Obras completas, III, Barcelona, Galaxia Gutenberg, pág. 32.


ron, además de Molina y Sámano, Santiago Paredes y el propio Delibes. Como sabemos, Lola Herrera había encarnado entonces a Carmen Sotillo con enorme éxito, que aún se mantenía reciente cuando Molina filma su película. Clasificada como docudrama o cinema verité, se sitúa la estela de El desencanto (1978), la obra con la que quizá comienza el «destape» autobiográfico en la narrativa española. En este caso, Función de noche aborda la educación sexual y emocional de los españoles —y sobre todo de las españolas— a través del siguiente planteamiento: Lola Herrera, que se interpreta a sí misma, atraviesa una mala situación personal motivada por las frustraciones no resueltas de su vida sentimental, reavivada tal vez por haber iniciado los trámites para la anulación de su matrimonio con Daniel Dicenta. Mientras representa Cinco horas con Mario, recibe la visita de su exmarido, y en el descanso entre las dos funciones, en el camerino de la actriz, ambos llevan a cabo un diálogo paralelo al monólogo de Carmen ante Mario, en el que airean pormenores de su vida en común, incurriendo en una impudicia doble, autobiográfica y sexual, que acaso comprendamos mejor hoy que en su estreno. El paralelismo entre el drama de Carmen y Mario y el de Lola Herrera y Daniel Dicenta es subrayado de todas las formas posibles: «Y para mí, pues qué te voy a decir yo. Hacer Carmen Sotillo es hacer un poco de Lola Herrera», le dirá la actriz a su exmarido al comenzar su conversación. Las expresiones propias del habla coloquial, tan trabajadas y apreciadas en la obra de Delibes, caracterizan el discurso de Herrera y Dicenta, aunque para dar una vuelta de tuerca hacia un mayor realismo se establece un marcado contraste entre la dicción de Herrera encarnando a Carmen Sotillo sobre la escena, profunda, pausada, bien modulada y proyectada, y la de la actriz interpretándose a sí misma en el camerino, más relajada y titubeante. De igual modo, la caracterización y la postura corporal de la actriz interpretando a Sotillo (estática, peinada con un moño, siempre en plano frontal frente a los espectadores) contrastan con el pelo suelto y los constantes movimientos y giros de la actriz interpretándose a sí misma en el camerino. Llega a haber una absoluta continuidad entre las palabras de Carmen (en el escenario) y las de Lola (fuera de este), reforzada en algunos momentos por el montaje, con transición directa de las imágenes de Lola en el camerino y en escena. Incluso el motivo del busto —la poitrine de Carmen— tiene su rendimiento sim-

bólico fuera de la escena, ya que en la película vemos un primerísimo plano de los pechos de Lola Herrera mientras visita a un cirujano plástico, dispuesta a someterse a una reducción y elevación de mamas, aunque la película muestra de manera bastante clara que la verdadera operación que necesita Lola es la «extirpación» de una serie de sentimientos enquistados, que finalmente se resuelve en su conversación con Daniel Dicenta. Al igual que en Cinco horas con Mario, existe en esta obra una confesión climática, y también como en la obra de Delibes es de índole sexual, pues Lola confesará a su exesposo no haber experimentado jamás un orgasmo, y haberlos fingido. Las conversaciones en el camerino de Lola Herrera y Daniel Dicenta son la continuación perfecta de Cinco horas con Mario, pues muestran lo que ya se veía en la novela de Delibes y su adaptación teatral, que los veinticinco años de paz se habían sostenido sobre la tensión de unas vidas sometidas, reprimidas y emocionalmente secuestradas, y que quince años después una pareja de edad similar a la de Carmen y Mario se encuentra en una situación heredera de aquella tensión insostenible: algo se ha avanzado, pues ahora existe el divorcio (aprobado el año de la película) y al menos pueden dialogar de verdad, no ha sido precisa la muerte para que la confesión y la catarsis lleguen. Fiel al espíritu dialogante y conciliador que tantas películas y series de la Transición mostraron, Función de noche deposita la esperanza de una educación emocional y sexual más sana y desprejuiciada en los hijos de los actores, que también toman parte en la película interpretándose a sí mismos —en cierto paralelismo, también, con la intervención del hijo de Mario y Carmen al final del soliloquio de esta—. No deja de ser un motivo de reflexión que un autor tan púdico como Miguel Delibes sea el autor de uno de los grandes desnudamientos literarios de la literatura española contemporánea, el de Carmen Sotillo, aunque sea mediante la ficción. Y si bien ante el menor viso de autorreferencialidad el pudor de Delibes se activa, desplegando la coartada ficcional, o refugiándose en «uno», «el cronista» o «el viajero», es muy significativo que sea precisamente una obra suya, Cinco horas con Mario, la que propicie este gran ejercicio de impudor (autobiográfico, sentimental y sexual) de la Transición, una conversación —la de Lola Herrera y Daniel Dicenta— que toda una generación de españoles tenía pendiente.

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La vida breve

Los días que tiemblan Alizia Pallás

Hay tormenta cuando Lucía llega a la residencia, con su maleta morada y su bolsa de revistas. Una vida encerrada en una maleta como un océano en una hucha. Una maleta que nos acompaña a lo largo del recuerdo, la memoria y lo que olvidamos o nos olvida. No se le ve triste bajo su pelo mojado. Se esfuerza en ser amable. Se percibe a sí misma demasiado alta frente a Juana, la directora, que la recibe al llegar, y sin pensar, se agacha para hablarle. Juana le acompaña a su habitación. Pasan por delante de la sala común de televisión, que por un lado mira al río y, por el otro, al patio interior ajardinado en cuyo porche blanco se apilan los andadores. La televisión está encendida con el volumen bajo y, sentado en un sillón, un hombre con los ojos cerrados sostiene el mando. «Es Rafael», le dice Juana, «está muy sordo». Lucía comprueba complacida que Juana le ha destinado una habitación muy agradable desde la que ve los meandros del río. La pintura sencilla de las paredes, las ventanas de doble hoja, el armario de la misma madera blanca que un pequeño escritorio bajo la ventana. En la habitación sólo se oye el sonido de la lluvia. Lucía se sienta en la cama, geriátrica, articulada, eléctrica, y su mirada se dirige al espacio vacío de su izquierda, que antes era su marido colgado de su brazo o pasándole la sal o sirviéndole el café. Pero él ya no está. Toda una vida respirando a su marido. Ese hombre feliz. Hay una intimidad intangible hecha de memorias y deseos. Recuerda prepararle una manzanilla con anís cada tarde tras la comida. Y poner en la mesa un zumo de zanahorias cada desayuno. Recuerda los paseos de novios por el Jardín de invierno y de cómo él se sentaba en un banco a partir nueces. Recuerda las sábanas blancas tendidas en la azotea bajo el sol. Frescas, limpias. Y tomar chocolate caliente en el malecón azotado por las olas, las conchas que recogieron en la playa. Y, sobre todo, recuerda el olor de su marido. Un olor bueno, a nada. Los truenos retumban desde el exterior y Lucía se asoma tímida a la ventana. Ve un grupo de palomas espantadas por el ruido, planeando en círculo como en un laberinto. Y luego, las campanas del mediodía tañendo bajo la lluvia, sosegando el campo. A la hora de comer, la tormenta ha cesado y el sol entra por los ventanales del comedor. Lucía escucha los ruidos de los cubiertos golpeando los platos y no sabe qué hacer, cómo reincorporarse al mundo. Siente la misma intimidad que se siente en un rascacielos de oficinas, y alberga una sensación de extravío, de haberse salido de la realidad del mismo modo que un coche se sale de la carretera. Una mosca solitaria pasa zumbando a la izquierda y sobre la pared del fondo un cartel anuncia el menú. De postre: helado. Lucía necesita que la miren sin saber su nombre y sin esperar nada de ella. Tampoco conoce a esas personas. No sabe de sus historias. Ni de los muertos que las habitan.

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Cuando sus compañeros de mesa le hablan: «pásame la sal, tienes una servilleta de sobras, me pasas tu vaso, qué rico está, quieres un poco más, a mí no me cabe más comida, ¿me das tu helado?», Lucía se agota y se aleja de su plato. El aire y el alimento mantienen la vida. Si te ahogas y te sientes como un alma hambrienta, no puedes mantenerte en nada. Ni junto a nadie. Sale al jardín y se descalza. Sus pies hinchados descansan sobre la hierba. A unos metros, en dos sillas, reposan una mujer y un hombre que no parece estar con nadie. Entre ambos, queda una silla vacía. La luz se apodera de sus siluetas. La mujer lleva un pañuelo de seda turquesa anudado al cuello y con una mano se toca la melena redonda y blanca, que termina debajo de las orejas. Contemplándola, Lucía tiene la sensación de estar en casa. Se fija en su espalda un poco encorvada que no reconoce de nadie, pero sí, esa manera de levantar la mano como si dibujara en el aire. ¡Un momento!, no puede ser… pero… la reconoce, sí, sí, sí, es ella ¡Margarita! No lo puede creer. Margarita reinando sentada en esa silla tal y como recuerda que fue siempre. La reina del barrio cuando eran niñas. Se criaron juntas en la parcela y sus madres eran muy amigas. Lucía la sorprende por la espalda: «¿Margarita?». Margarita se ha convertido en una mujer de tez pálida y marcados huesos, con una nariz afilada que aletea cuando responde: «¿Te conozco?». De repente, Lucía entra en un mundo en el que el olor de los pucheros de su madre y las tardes en el patio común de la parcela están de nuevo allí: «Soy Lucía». La mirada de Margarita vaga como la bruma —«¿Lucía?»—, la expresión en sus ojos está fatigada: «¿Lucía la de la parcela? ¿La misma Lucía con la que me crie, saltaba charcos y robaba cerezas?». Las dos callan por un momento, atravesadas por imágenes de días que tiemblan. Puede ser que callen por lo mismo, por el recuerdo del hogar, no de sus muebles ni de los vecinos, sino de los sueños compartidos. Eso es hogar. Esa intimidad hecha de deseos y de fantasmas. De niñas se abrazaban continuamente, se reían de las mismas cosas, sus madres cocinaban juntas. Llegó un día en que Margarita se marchó, y Lucía fue perezosa cuando recibió las cartas de su amiga para que fuera a visitarla, pero ella tenía querencia de su casa, su barrio, todo aquello de lo que no podía alejarse sin sentirse perdida. Ese territorio físico lleno de pequeñas posesiones: mis vestidos, mi habitación, mi costurero, mi mesa. Luego, se casó e hizo un juramento y un voto con su marido, y esa monotonía inagotable era su fe. Con el tiempo, la lejanía levantó una barrera entre las dos amigas. Como una ráfaga, a Lucía le viene el recuerdo de que cuando su amiga se marchó, no salió de casa para despedirla. Se quedó atisbando desde la ventana el paso resuelto de Margarita cruzando el patio de la parcela hacia la calle, con una maleta verde en la mano. Le embarga la tristeza al recordar que es la última vez que la vio, desde detrás del visillo de la cocina, pero es que nunca le gustaron las despedidas en la puerta. Ni decir adiós con la mano en alto.

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La vida breve

Alizia Pallás. Los días que tiemblan

Lucía está llorando. «No llores, mujer, ven, siéntate», Margarita le indica la silla vacía, sus manos tiemblan un poco. «Todo está bien, Lucía», le dice mirando hacia arriba, «todo está bien mientras cada día podamos salir al jardín y ver el cielo. Como ahora. Porque el cielo pone en marcha el tiempo, ¿lo sabías?», y continúa entusiasmada: «¡No puedo creer que estemos juntas de nuevo, Lucía! ¿No es maravilloso? ¿Recuerdas cuando tu madre nos veía ponernos las cerezas de pendientes y nos decía: “No os empajariquéis, no seáis tontas, no os empajariquéis?”. Tu madre, la recuerdo bien, siempre con su tinte castaño y sus permanentes para ahuecar el pelo». Lucía recibe como un fogonazo el recuerdo de su madre muerta. Pobre mujer, no le tiñeron el pelo y la peinaron con raya en medio cuando murió. Inspira hondo para salir de esa imagen triste y le dice a Margarita: «También yo me acuerdo de tu madre y de su caja de hilos y alfileres. Y de cómo pasábamos las tardes de los viernes, al salir de la escuela, enhebrándole agujas». Margarita la mira con una sonrisa infeliz: «fíjate», dice, «hace poco éramos unas chiquillas que paseaban por la vida con la cabeza alta y se pintaban los labios y de repente nos ha dado por tener ochenta años». Las dos ancianas callan. Muy juntas. Parecen dos pájaros de esos que se amontonan en las mañanas de invierno soleado, de esos pajarillos comunes que de alguna manera saben que cuidarán unos de otros pase lo que pase. Como cuando celebraban juntas las navidades, dormían en la misma cama y el olor mezclado de sus cabellos se quedaba en la almohada. Un recuerdo tan feliz como el de ir en bici por un camino de piedras a coger caracoles tras la lluvia. Para Lucía, encontrar a Margarita restaura el tiempo y abre una brecha por la que puede entrever un haz de vida. Es curioso cómo a veces no terminan los comienzos, y en ese mimbre de las horas que mecen la tarde, las dos amigas se cuentan su vida. Margarita juguetea introduciendo la punta de sus uñas entre el pelo, en un rítmico movimiento de arriba abajo: «Mi marido no era cariñoso», dice, «el amor termina o se refuerza, la pérdida se supera o la confianza se pierde». Y añade: «Además, me había acostumbrado al silencio y a la libertad del campo y el ruido de la ciudad ya no me gustaba». A Lucía le da pena que su amiga no haya sido feliz. Y recuerda cuando de crías iban a jugar a la fuente y Margarita no paraba de reír, le gustaba contar chistes, hacer bromas. Se divertía como una loca y contagiaba a todo el mundo. Su cabello rubio cayendo lacio y fuerte sobre la frente indomable no era lo único que admiraba en ella; adoraba también su risa, como un cascabel de colores. Algunas tardes se sentaban juntas a comer fruta al sol y hablaban de chicos. Luego, se separaron, llegó la vida y borró sus juegos en la fuente, y el camino de los caracoles. Lucía mira el rostro de su amiga con los labios maquillados y se oye decir en voz alta: «Lo siento mucho». Margarita observa la turbación de su amiga y rompe a hablar, con una mirada dirigida a ninguna parte: «Así de triste, así que soy de las que opinan que toda mujer debería

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enviudar para poder empezar a vivir a lo grande». Ríe, pero un gesto de tristeza cruza su cara y confiesa: «Lo que más añoro, Lucía, es el futuro que no viví, no el pasado que ha muerto». Recoloca su melena en un gesto airado y la mira: «¿Y tú, ¿has sido feliz?». Lucía traga saliva y enrojece hasta en las orejas. «Pues… no podría decir si he sabido serlo, pero estoy satisfecha. Pienso que cuando esté bajo tierra no importará si he sido feliz o no». «¿Por qué te casaste con él, Margarita?» Lucía no imagina que una mujer como ella se casara con alguien así. Margarita frunce el ceño, se esfuerza por ser exacta: «Al principio, él no quería ser nadie, sólo amarme, y yo quería un mundo en el que poder ser alguien. Después, pasaron los años y, en el fondo, me entristecía arrepentirme y volver». Interrumpe su charla la imagen de Juana caminando hacia ellas, saludando con la mano abierta. Rompiendo el silencio a gritos: «¡Veo que ya os habéis conocido!». Ambas se miran y están de acuerdo, las preguntas conducen a demasiados sitios, será mejor dar un paseo. Margarita se levanta dando un ligero traspiés y se gira para vocear: «¡Vamos a dar un paseo, Juana!», mira a Lucía con su ojo caído como una hoja de otoño: «¿has visto el estanque?». Caminan cogidas del brazo, como hermanas, hacia el estanque. Margarita se atusa la melena redonda y blanca, de un blanco cegador. «¿Te gusta la residencia?, hay servicio de peluquería, quiero que te sientas como en casa». Se miran habitadas por silencios, por palabras no dichas. Quizá sea mejor callar hasta encontrar palabras que no estén gastadas por el uso. Nombres frescos: Vejez sin que signifique vejez sino otra cosa: descanso, paz, futuro, ¿por qué no? ¿quién de veras comprende el tiempo que no tiene que ver con las agujas del reloj? Ni con los meses. Los años. Las estaciones. La verdad del tiempo, ¿quién la conoce? El propio tiempo; ese movimiento de ida y vuelta que ignora y olvida los días del ayer y los del mañana, en los que las palabras no significan nada: ¿correcto?, ¿familia?, ¿éxito?, ¿muerte? La historia de sus vidas se mueve una vez más como el bosque que se transforma en primavera. Lucía mira hacia ese cielo que pone en marcha el tiempo con sus nubes de algodón veraniego. Siente la presión leve de su amiga apoyada sobre el brazo.

Alizia Pallás nació en zaragoza. Es máster de Narrativa por la EdE en Madrid y Máster de Creación Literaria por la VIU y dedica su tiempo a la escritura y el teatro. Ha publicado en libros de varios autores: Tengo una historia para contarte y Tengo un secreto para contarte de Grafein Ediciones, Doce maneras de mentir, de Paralelo Sur Ediciones, La mancha mínima, libro de alumnos de la Escuela de Escritores de Madrid, y en las revistas literarias La gran belleza y La Rompedora. Actualmente, trabaja en la corrección de su primer libro de relatos y en la escritura de su primera novela.

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Los pescadores de perlas

Microrrelatos inéditos

Yurena González Herrera «Tía Sally» Con una cerveza barata en una mano y un palo en la otra se miraban embriagados de violencia y fanfarronería. ¿Qué tenían aquellos momentos previos? ¿Qué les empujaba a volver cada tarde al pub para golpear su cabeza de madera en el pedestal? Era un blanco fácil, un entretenimiento. El odio rebosaba sus jarras. Se pudrían demasiadas cosas en los barrios obreros. La gente, los trapicheos, los críos, el alcohol. Sus días eran sólo un camino de miserias. Y al final de la jornada, tía Sally en el patio, esperando sus lanzadas para derribarla. La vida es un juego lleno de símbolos.

Sonrisas de Glasgow Ser creativo era un requisito fundamental en su trabajo y Billy era el mejor de la plantilla: ratas hambrientas en una caja, un puño de acero para las largas madrugadas. Tenía de todo. Debías ser rápido si quería que cantaras porque le gustaba dibujar sonrisas en tu cara si sospechaba que escondías algo. Era de esos que caía bien a la primera y los peces gordos siempre le debían favores que valían su peso en oro. Puede que algún día tuviese que desaparecer. Lo que le sobraba de sanguinario le faltaba de desconfiado. Su vida de perros encontró la paz en una madrugada en la que sus deudores saldaron cuentas. Demasiadas pérdidas.

Hombre de paja Siempre quiso un cerebro pero lo único que consiguió fue ser otro soldado con los sueños diluidos en la bruma de las trincheras. Sabía pocas cosas pero eran justo las que le mantenían vivo: el silencio y la disponibilidad son las mejores monedas del bolsillo. Vivía en un cuartucho al final de la calle Harris pero podías encontrarlo en el pub más harapiento del barrio. Con sus propios orines por compañía y la baba cayendo por su chaqueta, las noches eran su momento más bajo. Se chutaba con su escaso sueldo de esfumaproblemas. Cuando Charlie Tate iba a su pocilga para encargarle un trabajito, el contraste entre ambos era dolorosamente evidente. Su pulso y su vista ya no eran lo que habían sido pero él seguía siendo una de esas balas que se guardaba la familia. La Familia era siempre lo primero.

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Yurena González Herrera (Tenerife, 1980) es escritora y gestora cultural. Coordina la sección de narrativa de la revista La salamandra ebria. Imparte talleres de minificción. Ha publicado diversos estudios críticos sobre literatura canaria. Es autora de El diablo se esconde en los detalles (Escritura entre las nubes, 2016) y Carcoma (Baile del sol, 2020). Ha sido incluida en la Audioteca de Literatura Canaria Actual y conduce la sección radiofónica «El gato inventado». Estos textos pertenecen a la serie Peones de barro.


El castillo de Barba azul

Tres poemas

Fiona Sampson Versiones de Mario Martín Gijón

Descendimiento Para mis ancestros inmigrantes Quería conocer la verdadera naturaleza de la «otredad» en la que había nacido. Sidney Nolan

pero la luz se rompe sobre sus rostros alzados desciende mientras todo se desprende a mitad del camino huellas de tractor

Desciende donde se estrecha sobre las últimas praderas donde el valle se aprieta y casi se cierra

un cubo en la puerta huellas de los que se marcharon justo esta mañana hace siglos y es aquí

para abrirse luego desciende en la luz y la oscuridad sístole y diástole sombras moviéndose en el agua

en sagrada pantomima que de repente un caballo se encabrita en silencio fogonazo y frenazo y el dragón atravesado

bajo las hayas y campos escarpados ven y encuentra el lugar que creía que recordabas no está escondido

por la lanza del santo retrocede de las pezuñas que atruenan en silencio su cabeza esa lucha amarrada

entre los árboles sino de pie en un rincón del valle sigue siendo la misma casa aunque no puedas saludar a los extraños

en una piedra donde la mancha roja se extiende como algo que entra en la herida para convertirse en la sangre que galopa en tus oídos

que se congregan en ella entran y salen sus bocas moviéndose en silencio como si estuvieran bajo el agua pero no puedes leer sus labios

o son aquellas pezuñas más allá del río que casi no se ven entre ramas grises y espigas de oro

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El castillo de Barba azul

con muérdago es un rumor o algo te hace mirar con aterrorizados ojos de animal no importa siéntate quítate las botas y lava tus pies en este manso río rojo donde flotan bolsas de plástico se deslizan se fijan como un músculo anciano de sedimento que rompe la superficie como el lomo de un lagarto gigante que descendiera para beber plegando sus alas el tiempo ya estaba llamándolos y las pequeñas nubes blancas surcaban el cielo pero tú no estabas ni aquí ni en ningún sitio el valle no te conocía aún aunque tú siempre conociste la luz que yace sobre el tejado y el jeroglífico del peral porque tú estabas justo fuera del encuadre mirando como si desde alguna costa cuando érase una vez y otra tú como testigo dices un barco se alza quizás y desciende

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Tres poemas. Fiona Sampson

como niebla marina marcada por gaviotas endereza su mástil llevando aromas antiguos entre jirones de luz y chillidos de pájaros de una memoria anterior a las palabras que no es deseo mientras fuera en el agua turbulenta un extranjero zarpa contigo hacia el futuro donde tú y él nunca os encontraréis ni siquiera en el desconocido país esa larga soledad donde él te habla sin que tú entiendas su lengua pero esto es lo que significa ser testigo esto también es pertenecer cogiendo frío mientras la juventud a bordo el barco distante sueña con un niño que flota con su rostro pálido su pelo extendido y enredado como el sueño en el que ella oye el rugido de la sangre navegando lejos muy por debajo del mundo toda la noche cava en la arena creyendo que puede alcanzar Australia si sigue cavando cada vez más y de repente aquí hay una ancha llanura la piedra rojiza el color del hogar y ella es tú y tú ves titubeando como lágrimas en el borde


de la mirada aparecen poco a poco tres niños caminando una inmensidad solos juntos donde el cielo desnudo se une con la carretera y esto también es pertenecer tres niños perdidos midiendo su extrañeza como curiosas criaturas se mueven como una doxología y el tiempo se pliega dentro de otro siglo donde tú llegas caminando junto a ellos hacia el futuro donde ellos no llegarán quédate con ellos en la cabaña entre rosas donde ellos llegan finalmente y dan gracias con himnos sencillos en la lengua antigua mientras el río de la tarde se desliza resplandeciente vuelve al arroyo que nunca viste desciende en la luz y oscuridad el agua se alza naranja rosa terracota en las chozas de madera y una verja de estaño donde caminabas hacia los barrotes recordando que estabas siempre aquí en el presentimiento del cuerpo en todo su peso calor y jugo en la sonrisa

de un extranjero que nunca dirá tu nombre esperando que la lengua materna se vuelva local como la arenisca se ablanda al filtrarse el agua bajo las hayas y los campos que no cambian o cambian absolutamente dependiendo de quien venga cuesta abajo entre débiles constelaciones con olor a ciruela no ancestros sino pioneros tropezando creyendo que el valle sabía ya su taimada luz entre las hojas el musgo y la humedad flotante huele tan antiguo como otro país esto también es pertenecer donde un mirlo llama entre los árboles tan claramente ahora o era hace años cuando eras una niña en un columpio aún extrañas figuras pasan mientras te mueves por el bosque mientras la brisa agita la respiración parece llenar las hojas y mirar a los antepasados que siguen atravesándonos diciendo lo ancho que es el mundo debemos descender juntos en su valle.

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El castillo de Barba azul

Tres poemas. Fiona Sampson

El moderno Prometeo según Mary Shelley

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despierta ruidos nocturnos el corazón como un émbolo una cosa viva aún no separado de lo oscuro calmando su desnudez permitiéndolo todo escucha sin darse cuenta oye un crujido no quiere estar solo cuando la noche escucha su mente luchando con la oscuridad quiere ver si la vista ilumina la mente su pupila se irrita y lo que puede descifrar solo un poco un poco más como un sueño sumérgete entonces en el interior de la noche donde puedas imaginarte el primer hombre donde no tienes nombre y solo tú puedes verte aunque por otra parte no quieres un buen vecino el sueño humano de pertenecer alguien para ser visto quién soy yo no hay respuesta o el silencio es la respuesta – dormir

solo en el laboratorio su aliento rugiendo como una máquina bultos de vida en su pecho en las tinieblas que lo envuelve con el uniforme de la autoridad al menos a la luz del día hay alguien ahí un hombre solo con miedo quiere estar solo pero algo está cambiando entrecierra los ojos trata de comprender si conocimiento es poder si la luz afila la mente su iris se enturbia comprendiendo y equivocándose el mecanismo del universo de conocimiento arrójate ahora en lo desconocido como un pionero sin miedo pero serás pronto famoso justo como quieres quieres ser conocido para poblar la oscuridad hay alguien ahí de hacer compañía un espejo pregunta un hombre solo y el tiempo pasa esa gran negación cero –

hasta que las primeras ovejas lo despiertan y el amanecer revela un hombre no puede saludar

y el temblor de los tubos de ensayo y lo arrancan a la atención lo reconoce a aquel del que huye


Sorda Estás escuchando estás escuchando el mundo eso crees pero solo te oyes a ti una y otra vez la oscura lengua del mundo sus lugares ocultos bajo los árboles más allá de las luces la oscuridad cayendo desde tus pies tan hondo que podrías hundirte en ella para siempre y qué ruidoso es el mundo con la noche entre los árboles como un nido de cacatúas se alza la oscura lengua del mundo alzándose a través de ti como tú caes de lo más alto querida solitaria tú cayendo en silencio articulándote a través del sonido

Fiona Sampson es una poeta y ensayista inglesa. Traducida a treinta y seis lenguas, ha recibido premios en los Estados Unidos, India, Macedonia y Bosnia. Miembro de la Royal Society of Literature, ha publicado veintisiete libros, y recibido el Newdigate Prize, el Cholmondeley Award, la Hawthornden Fellowship y numerosos galardones del Arts Council England y del Arts Council of Wales, la Society of Authors y la Poetry Book Society. En español se publicó hace poco su biografía, En busca de Mary Shelley. La chica que escribió Frankenstein (Galaxia Gutenberg, 2018). Su último poemario es Come Down (Corsair, 2020), del que provienen los poemas traducidos.

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E i n s t e i n o n Th e B e a ch

50 años de los novísimos:

una mirada atrás Por José Antonio Olmedo López-Amor No somos más que una generación que está rompiendo todos los vínculos que la unían a otras distinguidas generaciones.* Francis Scott Fitzgerald

Una mal llamada ruptura Los primeros rasgos de ruptura1 con la poesía social surgieron en la propia generación del 50; poetas como Francisco Brines, Claudio Rodríguez o el propio Jaime Gil de Biedma ya comenzaron a construir una subjetividad enmascarada por una noción culturalista no exenta de reflexiones metapoéticas, prospecciones metafísicas o diversos matices sensistas, irónicos y de síntesis intelectual. Es más, el propio Víctor García de la Concha, quien firmó uno de los mejores estudios sobre el cambio de paradigma en la poesía de los años sesenta2, afirma que ya desde el Equipo Claraboya3 * Con esta controvertida cita encabezó Castellet el prólogo de su célebre antología. 1. Vamos a tomar la noción de ruptura con pinzas, ya que nunca, en ninguna promoción de escritores, habrá una ruptura total con la tradición anterior. 2. «La renovación estética de los años sesenta», Los Cuadernos del Norte. El estado de las poesías, monografía n º. 3, págs. 10-22. 3. En pocas ocasiones hemos tenido el privilegio de conocer de primera mano las motivaciones y objetivos de un grupo literario. Esto ocurrió con el Equipo Claraboya, cuatro poetas leoneses que en los años sesenta del pasado siglo reaccionaron en contra de una poesía dominante que —en opinión de ellos— permanecía anquilosada en una dicotomía poesía social/poesía intimista. Agustín Delgado, Ángel Fierro, José Antonio Llamas y Luis Mateo Díez expresaron a través de la revista literaria Claraboya su oposición a una poesía social manida y de hueca sensibilidad que además estaba adscrita a un partido político concreto. Para saber más información sobre Equipo Claraboya véase Equipo Claraboya. Teoría y

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(1963-1968), uno de los núcleos de la poética defendida por Gabriel Celaya o Blas de Otero, entre otros, se escribieron poemas que podrían haber formado parte de cualquier antología culturalista. Luis Cernuda y Jaime Gil de Biedma leyeron The poetry of Experience (1957), de Robert Lampbaum —Cernuda, desde el exilio—, y ambos pusieron en marcha la técnica de desdoblarse en otro yo para dialogar consigo mismo. Cernuda fue el primero en introducir en un poemario el llamado correlato objetivo, una técnica que permitía al autor la desautomatización del discurso a través de acotaciones prosaicas, juegos léxicos y una amplia gama de recursos. Décadas después, este será uno de los rasgos más personales de la poesía de la experiencia. Otro ejemplo expuesto por García de la Concha que apoya su tesis es la antología de Leopoldo de Luis4 publicada en 1965, cinco años antes de la fecha oficial y fundacional de la llamada generación del 70, donde no sólo algunos poetas seleccionados critican la versificación realista o propagandística, sino que, además, algunos de ellos hacen autocrítica por el mismo motivo. Entre esta antología y la publicada en 1970 por José María Castellet5 se encuentra la de José Batlló6 (1968), membrana necesaria para comprender el aporte de Castellet, si bien este libro no acertó completamente con su aspiración de ser un escaparate de la nueva poesía española, sí lo hizo al anunciar que los nuevos poetas ya no poemas (El Bardo, 1971), de Agustín Delgado. 4. Poesía española contemporánea (1939-1964), Madrid. Alfaguara. Esta antología fue reeditada en dos ocasiones (1969 y 1982), circunstancia que fue aprovechada inteligentemente para que fuera revisada y aumentada. 5. Nueve novísimos poetas españoles, Barral Editores. Libro escogido por la crítica como marcador o eclosión del cambio estético que se produjo en España, aunque, como sabemos, dicho proceso comenzó dos décadas antes. 6. Antología de la Nueva Poesía Española, Barcelona. El Bardo.


se juzgaban como escritores entre sí teniendo en cuenta los bandos ideológicos en que se dividió la Guerra Civil, sino que comenzaron a hacerlo por la valía de sus textos. Un cambio de mentalidad, por tanto, se hacía más visible y mostraba sus primeros efectos sobre la actitud. Dos años después, Martín Pardo amplía la nómina de Castellet, aunque incluye a los novísimos Guillermo Carnero y Pere Gimferrer en una antología7 que trató de buscar los orígenes de una poesía joven que —según él— hundía sus raíces en la tradición española. Antonio Carvajal, José Luis Jover, Antonio Colinas o Jaime Siles fueron algunos de los poetas convocados, poetas que, a diferencia de algunos escogidos por Castellet, no cambiaron de registro literario después y pueden considerarse más novísimos que algunos novísimos. Si Martín Pardo no vio convertirse en un hito a su antología pudo ser debido más a motivos extraliterarios que literarios. Barral disponía de una mayor difusión mediática y distribución y, como sabemos, el uso de la mercadotecnia ya era un factor relevante en la poesía española de los años setenta. Castellet fue muy inteligente y aprovechó el éxito conseguido en Italia por Alfredo Giuliani, quien en 1961 publicó una antología titulada I Novisimi. Poesie per gli anni 608, obra que hoy podemos considerar homóloga a la del crítico catalán debido a que ambas realizaron la misma función, cada una en su contexto sociohistórico. Por tanto, Castellet sólo tuvo que trasladar al español el tan eufónico término novísimo, que le profirió la viral resonancia mediática que hoy todos conocemos. Los nueve novísimos: «raso amarillo a cambio de mi vida» Los nueve novísimos, entre otras cosas, tuvieron en común la circunstancia de haber nacido tras la Guerra Civil, pero no inmediatamente después9, no como les ocurrió a los poetas del 50, considerados los niños de la guerra, quienes vivieron su infancia en pleno conflicto y los recuerdos (o ecos) del mismo se reflejaron 7. Nueva Poesía Española, Madrid. Scorpio. Esta antología supuso una constatación de lo anticipado por el propio Enrique Martín Pardo dos años antes en Antología de la joven poesía española (Pájaro Cascabel, 1967). 8. Fue publicada en el sello editorial Rusconi Paolazzi. 9. Diversos críticos literarios convergen en que para considerar que un poeta se adscribe por edad a la generación del 70 debe haber nacido entre 1939 y 1953, periodo que tiene al año 1946 como eje. Ricardo Bellveser nació en 1948.

en su poesía, y este hecho les evitó padecer los males directos o indirectos de la guerra, pero además, algunos consideran que fueron unos niños privilegiados —de clase burguesa— que vivieron una infancia ajena a la trágica situación social del periodo de posguerra. En esta circunstancia, tanto novísimos como poetas del 50 encuentran un denominador común. Recordemos al propio Gil de Biedma, quien tocó algunos temas sociales en sus poemas, pero también reconocía expresarse desde una conciencia de clase que no cuestionaba a la clase social a la que pertenecía: «Me avergüenzo / de los palos que no me han dado, / señoritos de nacimiento / por mala conciencia escritores / de poesía social10». La nómina completa escogida por Castellet fue: José María Álvarez, Félix de Azúa, Guillermo Carnero, Pere Gimferrer, Antonio Martínez Sarrión, Vicente Molina-Foix, Ana María Moix, Leopoldo María Panero y Manuel Vázquez Montalbán. Una de las críticas más comunes que tuvo que soportar Castellet fue la de reduccionista. A pesar de haber auscultado la poesía española durante años, algo que queda demostrado con la publicación de las antologías Veinte años de poesía española (1960) y Un cuarto de siglo en la poesía española (1965), publicaciones en las que el crítico catalán estudiaba y defendía el realismo, una remarcada necesidad de crear una generación de poetas que rompiese con la tradición anterior le hizo generalizar demasiado y su «generación novísima», en realidad, sólo funcionó como etiqueta comercial. A propósito de este concepto conviene recordar las palabras de Víctor García de la Concha pronunciadas en la presentación de un acto literario en el que participaron algunos poetas de la generación de medio siglo: El error de la metodología histórico-literaria española de este siglo ha consistido en utilizar el método generacional de un modo absolutamente superficial, muy pocas veces exacto y casi siempre de manera convencional; porque entonces es cuando todo se reduce a una etiqueta y esta apenas sirve11.

Es de conocimiento general que todo buen crítico ha debatido alguna vez sobre el término generación y las imprecisiones que conlleva un uso a la ligera del mismo. Fue Carlos Bousoño quien recomendó utilizar 10. Versos de Jaime Gil de Biedma en El nombre de hoy. 11. MONTESINOS, Toni; Experiencia y memoria. Ensayos sobre poesía, Renacimiento, 2006, pág. 260.

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promoción en su lugar, sin duda un vocablo mucho más preciso y pertinente para referirse casi siempre a un grupo de personas que rara vez sobrepasa la decena. El poeta valenciano Jaime Siles escribió un artículo12 en el que negó cualquier atisbo de ruptura de los novísimos con la promoción anterior. En su lugar, el autor de Columnae habla de una transformación parcial debida a las diversas tendencias poéticas que en aquella época coexistían. Recordemos que en los años setenta, además de poetas-isla como Claudio Rodríguez o José Ángel Valente, se encontraban en activo algunos miembros de la generación del 27, como Rafael Alberti o Vicente Aleixandre, quien fue reivindicado —este último— tiempo después por Luis Antonio de Villena. Ello, unido a la variedad de formas en las que se practicaba el hecho literario: los antiguos garcilasistas de la primera escuela de posguerra; la considerada poesía marginal que escribían Manuel Álvarez Ortega y Carlos Edmundo de Ory; toda la poesía social y no social escrita entre 1950 y 1965; además del grupo que orbitaba la famosa revista Cántico13. Con referencia al grupo Cántico y su influencia en los novísimos se pronunció Guillermo Carnero en un libro14 en el que amplió la nómina de referentes a: Vicente Gaos, Luis Rosales, Francisco Brines, Claudio Rodríguez, José Hierro, Álvarez Ortega o el grupo Cántico: «… hubo poetas del inmediato pasado que no rechazamos ni hemos (debería hablar aquí, por simple precaución en primera persona) rechazado luego15». Por tanto, los novísimos no construyeron su arquitectura partiendo de la nada; más que una ruptura16, Castellet puso un debate sobre la mesa, un cambio 12. SILES, Jaime; «Los novísimos: la tradición como ruptura, la ruptura como tradición», Ínsula, nº 505, págs. 9-11 (1989). 13. Cántico fue el nombre de un grupo de artistas, principalmente poetas (aunque también pintores), que en el año 1947 publicaron una revista con dicho título, Cántico, en Córdoba. Los poetas más destacados fueron Pablo García Baena, Ricardo Molina, Julio Aumente, Juan Bernier y Mario López. En cuanto a pintores, Miguel del Moral y Ginés Liébana fueron los más representativos. Posteriormente, poetas como Vicente Núñez y Pepe de Miguel se relacionaron con el grupo. 14. El Grupo «Cántico» de Córdoba. Un episodio clave de la historia de la poesía española de posguerra, Madrid, Editora Nacional, 1976. 15. Idem. 16. Desde un punto de vista pragmático es imposible llevar a cabo una ruptura completa con respecto a la tradición anterior. La noción de vacío gnoseológico sólo puede ser algo teórico en un ámbito en el que todo está influido por todo y

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mental en el que el artista tal vez redefinía su concepto sobre la obra de arte, pero este hecho se debía más a causas extraliterarias, como la economía, la política, los avances científicos y, en general, el contexto social. Si la modernidad consideraba el poema como un artefacto inamovible, cerrado, estructurable y de significado único, los novísimos se mostraron escépticos ante tal planteamiento y blandieron una fe en el lenguaje del que —para ellos— emanaba una literatura suficiente capaz de captar valores absolutos y significados. Por tanto, estamos hablando ya de la posmodernidad. Rasgos principales de una nueva concepción poética Conozcamos algunas de las características formales y no formales que singularizaron a esta promoción. La vindicación de autores consagrados, vivos o no vivos, parece constituirse como un denominador común de todas las promociones literarias, algo demostrado a lo largo del tiempo. A través de la tradición de la Vanguardia, los poetas del 70 conectan con Vicente Aleixandre y Jorge Guillén; por tanto, pueden considerarse neovanguardistas o neomodernistas, para algunos. Estos referentes de la generación del 27 no suponen una ruptura con respecto a la tradición más inmediata. Sin embargo, la relectura de Rimbaud, Mallarmé o Baudelaire, considerados poetas malditos, y la recuperación de algunos autores icono de la modernidad anglosajona como Ungaretti, Pound, Yeats o Eliot sí supondrá una ruptura conceptual significativa. Las influencias culturales de los novísimos fueron muchas y muy variadas, desde los medios de comunicación de masas, denominados mass media, los cuales experimentaban un apogeo en aquella época y representaban la interpretación que hizo la vanguardia de los mitos modernos, hasta el folclore, las culturas folk, hippie o camp, incluyendo diferentes estilos musicales y tradiciones culturales no humanísticas. Incluso les causaba fascinación, y a él se referían en algunos poemas, el cine hollywoodiense de los años cuarenta. Radio, prensa, cómic, publicidad... De todas estas prácticas bebieron los novísimos, pero su modelo fue el extranjero, pues consideraban que la cultura española permanecía estancada y por lo mismo retrasada con respecto a otros países europeos. Otro rasgo de personalidad, de los que José María Álvarez será un claro exponente, es la inclusión de ciudades fascinantes, elementos y lugares exóticos que seducen por su atractivo estético. para baremar lo original se tiene en cuenta lo que no lo es.


Para tratar de aplicar todas estas influencias al texto también les resultó necesario un abanico de recursos igual de rico y polivalente. Vamos a enumerar algunos de estos recursos técnicos en base a las dos etapas creativas que en este grupo se dieron. En primer lugar, durante los años comprendidos entre 1965 y 1970, fueron de uso común los juegos lingüísticos, el decadentismo sui generis, la influencia cinematográfica o el empleo de mitologemas, como el devenido del venecianismo y el universo asociado a Walt Disney. Collage, enumeraciones caóticas, traslaciones temporales y espaciales, escritura automática, elipsis, yuxtaposición de ideas/imágenes... En definitiva, una profusa experimentación que sincopaba técnicas y elementos provocando artificiosidad. Y en segundo lugar, durante los años comprendidos entre 1970 y 1975, una etapa menos radical, donde la metapoesía se oscurecía y complejizaba hasta convertirse en algo muy distinto a la metapoesía practicada en los años cincuenta. Estos son los años de una poesía minimalista, para algunos, «poesía del silencio», que ya no sólo utiliza elementos barrocos o modernistas para construir su identidad. En ambos periodos predominó el uso de combinaciones polimétricas como molde sintáctico y rítmico vertebrador de un respeto por la tradición más clásica, aunque también se utilizó el verso libre e incluso el poema en prosa. Se adoptó una posición con tendencia al irracionalismo como firme oposición al realismo que pretendían combatir. Por tanto, estamos hablando de culturalismo, pero un culturalismo que encuentra una de sus mayores virtudes en no limitarse a lo libresco. Tipos de culturalismo y pautas para detectarlo El término culturalismo es especialmente complejo de definir. De hecho, el propio Castellet no lo pronunció ni una sola vez en su beligerante atrio. Guillermo Carnero estipuló las manifestaciones del culturalismo en cuatro grados o tipos: Culturalismo duro: los poemas se fundan por entero en la sustitución analógica: el yo se expresa representado en una tercera persona (personaje histórico, literario o artístico), o tercera persona cosa (obra literaria o artística). Culturalismo de baja intensidad es el que agrega a un discurso de intimismo directo un componente de referencias culturales en las que enriquece su significado. El Criptoculturalismo deriva del anterior; los elementos culturales (versos ajenos, por caso) no se marcan como ajenos, sino que se integran indistintos en el poema por su carácter clásico y casi automático al aparecer en la conciencia del poeta involuntariamente.

El Culturalismo ficticio consiste en introducir referentes culturales inventados posibles y verosímiles. Falsas citas, falsas obras. «La recreación o invención de la obra de un autor o de la espiritualidad de una época a través de su arte, permite suplir el elemento analógico inexistente o desconocido»17.

Los cinco tipos de transtextualidad que formuló Gérard Genette están íntimamente relacionados con la noción de culturalismo que manejaron los poetas del 70. Eidéticamente, a la coaparición de uno o más textos en otro, Genette la denomina intertextualidad. La cita literal como tema «objeto encontrado» es un recurso muy utilizado por poetas como José María Álvarez, quien se destacó por la gran proliferación de citas en sus poemas y por su extensión. Con estas palabras concedidas a una entrevista se refirió Álvarez a este hecho: «… con todo su aparato de citas que, por ahí me han acusado muchas veces de culturalismo, cuando en realidad las citas para mí eran, eran dos cosas: primero, una diversión; y por otro lado, una manera de encuadrar el libro dentro de una tradición»18. Siguiendo con Genette, el segundo tipo de transtextualidad es el paratexto: «título, subtítulo, intertítulos, prefacios, epílogos, advertencias, prólogos, etc.; notas al margen, a pie de página, finales; epígrafes; ilustraciones; fajas, sobrecubierta, y muchos otros tipos de señales accesorias, autógrafas o alógrafas»19. La estética de la recepción estudiará exhaustivamente la relación entre todo subtexto que orbita alrededor de un texto principal para certificar la influencia que el satélite propicia sobre la interpretación de la obra global. La metatextualidad consiste en el tercer tipo de trascendencia textual para Genette. Y consiste en evocar otro texto sin ni siquiera nombrarlo. A este tipo de relación se la denomina «comentario». Una relación crítica en la que no se nombra ni se cita al texto coexistente; como vemos, existe un rango de sutileza. 17. CARNERO, Guillermo; «Cuatro formas de culturalismo», en Laurel, núm. 1 (2000). 18. OLMEDO LÓPEZ-AMOR, José Antonio; «José María Álvarez: “Europa se está suicidando culturalmente”». Publicado el 4 de julio de 2020 en la edición digital de la revista Turia. Enlace a Internet: http://www.ieturolenses.org/revista_turia/index.php/actualidad_turia/jose-maria-alvarez-europa-se-esta-suicidando-culturalmente 19. GENETTE, Gérard; Madrid, Palimpsestos. La literatura en segundo grado, 1982, Taurus, pág. 11.

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La hipertextualidad, entendida como la «relación que une un texto B, que llamaré hipertexto, a un texto anterior A, al que llamaré hipotexto, en el que se injerta de una manera que no es la del comentario»20, supone esa cuarta trascendencia genettiana. Y por último, encontramos la architextualidad, que es, si cabe, la más implícita o abstracta de todas estas relaciones y por ello la más difícil de detectar. Puede manifestar la relación entre dos textos mediante una notación paratextual o puede no hacerlo. Un título o subtítulo pueden anticipar una architextualidad, pero tanto para recusar algo demasiado evidente como para evitar una detección que se pretende ocultar, este tipo de relación puede estar presente y no manifestarse. Crítica a la nueva poesía Tal fue la renovación lingüística, la apuesta por la potencialidad del signo, que a esta promoción también se la conoce por «generación del lenguaje». En cuanto a su finalidad, el objetivo de estos poetas que pretendían diferenciarse del resto fue su manifiesto rechazo y ataque a la poesía social; se revelaron en contra del realismo, entendiendo que este proponía un modelo agotado. Esta fue la empresa mayor que abordaron, y asociado a este fin podemos deducir su rechazo al objetivismo y a todo concepto realista. La fe en el lenguaje cristalizó en una experimentación, que, a su vez, facilitó la reflexión metapoética. El proceso creativo del poema se convertía en argumento o parte de él y ello repercutía en dotar a los versos de una hondura epistemológica. Pero ni los novísimos hicieron desaparecer la entonces predominante estética realista, ni Castellet — mucho menos— borró la tradición anterior ni el discurso poético de posguerra. Esto, pese a que Castellet fue demasiado homogeneizador en el prólogo de su famosa antología. La recuperación del parnasianismo o el surrealismo, entre otros, por parte de los novísimos supuso un golpe de aire fresco para aquellos que, asfixiados por las consecuencias del régimen franquista que afectaba a España, con todas sus censuras, encontraron un esperado y necesario cambio. Aunque no faltó quien criticara abiertamente la postura estética novísima, como por ejemplo el poeta Ángel González, para quien resucitar culturas extinguidas con la finalidad de adornar reflexiones acerca del lenguaje no era más que una frivolidad. Fue Jaime Siles quien reprodujo en su citado artículo el poema21 con el que Ángel González parodió 20. Idem. 21. En 1977, cuando Ángel González pensaba que la poesía

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el quehacer novísimo en fondo y forma y que reproducimos a continuación. Mucho les importa la poesía. Hablan constantemente de la poesía, y se prueban metáforas como putas sostenes ante el oval espejo de las oes pulidas que la admiración abre en las bocas afines. Aman la intimidad, sus interioridades les producen orgasmos repentinos: entreabren las sedas de su escote, desatan cintas, desanudan lazos, y misteriosamente, con señas enigmáticas que el azar mitifica, llaman a sus adeptos: —Mira, mira… Detrás de las cortinas, en el lujo en penumbra de los viejos salones que los brocados doran con resplandor oscuro, sus adiposidades brillan pálidamente un instante glorioso. Eso les basta. Otras tardes de otoño reconstruyen el esplendor de un tiempo desahuciado por deudas impagables, perdido en la ruleta de un lejano Casino junto a un lago por el que se deslizan cisnes, cisnes cuyo perfil —anotan sonrientes— susurra, intermitente, eses silentes: aliterada letra herida, casi exhalada —puesto que surgida de la aterida pulcritud del ala— en un S. O. S. que resbala y que un peligro inadvertido evoca. ¡Y el cisne-cero-cisne que equivoca

culturalista ya lo había dicho todo, el poeta asturiano publicó Muestra, corregida y aumentada, de algunos procedimientos narrativos y de las actitudes sentimentales que habitualmente comportan, un poemario que se encargó de desacralizar mediante la parodia todo lo canonizado por la tradición. Este poema fue incluido en la sección «Poesías sin sentido». Pero la crítica gonzaliana hacia la tendencia novísima no se limitó a la publicación de este libro, también arremetió contra ellos en un artículo titulado «Poesía española contemporánea» (1980).


Un nuevo horizonte Pere Gimferrer, quien fue premio Nacional de Literatura en 1966 con Arde el mar, publicó su tercer poemario en 1968, La muerte de Beverly Hills, y no sólo tardó veinte años en publicar un nuevo poemario sino que abandonó el castellano para siempre y comenzó a escribir en catalán. Ana María Moix publicó en 1971 No time for flowers y otras historias, su tercer poemario, y se despidió de la poesía para siempre. Los espías del realista (1990) sigue siendo, a día de hoy, el único poemario escrito por Vicente Molina Foix22. Félix de Azúa, con el tiempo, se descubrió más como ensayista que como poeta. Y lo mismo ocurrió con Vázquez Montalbán, quien entre la novela y el ensayo se consagró como escritor de prestigio. Salvando la singularidad lingüística de Gimferrer, Castellet acertó de pleno con el resto de novísimos, aunque con tantas deserciones no resultaría nada fácil sostener en el tiempo la vigencia novísima. Luis Antonio de Villena es uno de los muchos —junto a Luis Alberto de Cuenca, Jaime Siles, Jenaro Talens, Antonio Colinas, etc.— poetas que podría haber sido seleccionado por Castellet, pero no lo fue. Quizás influyese en este hecho que la publicación de su primer poemario, Sublime Solarium, fue en 1971 y apenas unos años antes había conseguido publicar algunos poemas sueltos en algún medio. De manera no oficial se comenta en los círculos literarios que la causa principal que motivó la selección de esos nueve poetas que Castellet hizo pasar a la

historia fue que dicho grupo se reunía a menudo con el crítico catalán, más por motivos de amistad que por causas literarias, lo que explicaría la heterogeneidad literaria del conjunto en su recorrido posterior, y fue la capital española —y no Barcelona— el lugar de esos encuentros. En cualquier caso, Luis Antonio de Villena estudió como pocos esta promoción, a la que él mismo pertenece, y en 1986 publicó su libro Postnovísimos, una antología en la que reunió bajo este marbete continuista de la tradición novísima hasta doce autores: Julio Llamazares, José Gutiérrez, Miguel Mas, Julia Castillo, Luis García Montero, Blanca Andreu, Felipe Benítez Reyes, Illán Paesa (seudónimo del propio Villena),​ Ángel Muñoz Petisme, Rafael Rosado, Jorge Riechmann y Leopoldo Alas Mínguez. Podría parecer que los propios poetas culturalistas fomentasen no sólo la escritura defendida por Castellet, sino también la conciencia de grupo necesaria para prolongar en el tiempo la supremacía de esta corriente estética. La concesión del Premio Adonáis a la poeta Blanca Andreu en 1980 por su libro De una niña de provincias que se vino a vivir en un Chagall puso a Villena tras la pista de una posible nueva hornada de poetas que, habiendo nacido entre 1951 y 1965, publicaron sus primeros libros entre 1976 y 1980, una supuesta continuación de poetas que influidos en cierto grado por los novísimos hacían un uso personalizado de la tradición y cuyos intereses se movían entre la poesía minimalista y poesía pura. Pero Luis Antonio de Villena introdujo en esa selección de doce poetas postnovísimos a Luis García Montero, quien tres años antes ya fue uno de los fundadores —junto a Javier Egea y Álvaro Salvador23— de una nueva concepción poética, la poesía de la experiencia24, una nueva promoción literaria basada en la cotidianidad, la historia y la reflexión moral que, a pesar de la aparición de la poesía de la diferencia25 en la década siguiente, tomaría el relevo de los novísimos y se convertiría en la tendencia estética dominante en la poesía española desde entonces hasta nuestros días. Algunas antologías, como Joven poesía española, la publicada en 1979 por Concepción García Moral y Rosa María Pereda, evidenciaron que una nueva ruta en la poesía española estaba comenzando a ser transitada.

22. Vicente Molina Foix no publica su primer libro de poesía hasta la década de los noventa, cuando aparece Los espías del realista (1990) y ocho años después publica una recopilación de poemas titulada Vanas penas de amor (1998). En 2003 publicó una plaquette no venal en Málaga, Aún llueves, y en 2007 otra, Paisajes con figura (n. º 124 de Els Plecs del Magnànim, Alfonso el Magnánimo), también no venal.

23. Auspiciados por el profesor Juan Carlos Rodríguez Gómez, de quien fue la idea original. 24. Denominada en primera instancia La otra sentimentalidad o Nueva sentimentalidad, conceptos extraídos de Antonio Machado, referente al que rindieron pleitesía. 25. Sus primeras propuestas aparecieron en 1988, pero el movimiento no se consolidó hasta 1993-1996.

al agua antes tranquila y ya alarmada, era tan sólo nada-cisne-nada! Pesados terciopelos sus éxtasis sofocan.

Los Novísimos fueron acusados de frívolos, de propalar un gusto por lo estético exclusivamente para un público aburguesado, de formar camarillas cerradas puramente académicas. El exceso retórico, la artificiosidad de un forzado preciosismo fueron acusaciones blandidas para desenmascarar una —supuesta— oculta vacuidad. Toda promoción poética, en algún momento, debió de encontrar cierta oposición hasta establecerse.

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Cosmovisiones antropocéntricas de Benito Pérez Galdós Por José de María Romero Barea Persiste la literatura en su empeño de unir lo disperso: nos trae noticias sobre mundos desconocidos, nos informa sobre nuestro entorno mientras explora nuestros devaneos, nos lleva con la imaginación a lugares remotos. En tiempos sombríos como estos, los libros redundan en la felicidad de la empatía, no de la misantropía. Es la lectura, una actividad solitaria, no necesariamente antisocial, lo que nos conduce a nuestros semejantes. Contribuye la obra del novelista Benito Pérez Galdós (Las Palmas de Gran Canaria, 1843-Madrid, 1920) al conocimiento y la comprensión mutua. Al reforzar nuestros vínculos colectivos, supone un ejercicio de reconstrucción sentimental. Conocedor de la comedia humana, el que fuera miembro de la Real Academia Española parte de la intuición de todo lo que pueden conseguir las palabras cuando reflejan momentos ignorados de la Historia de un país. El autor de los Episodios nacionales (1873 - 1912) aprovecha las restricciones, fuerza los límites de la peripecia íntima hasta urdir un compendio universal. Plenos de acciones y reacciones, rebosantes de personajes y paisajes, sus pasajes presionan, urgentes, cercanos y específicos, los pulsos delirantes de la experiencia sincronizada. La magia deliberada de novelas como La fontana de oro (1870) o Fortunata y Jacinta (1886-87) nos hacen perder la inocencia lectora. No es posible volver atrás en el tiempo, parecen decir, pero podemos habitar el presente, construir una realidad que se exprese a sí misma. Sus relatos responden al deseo que todos compartimos: el anhelo de ser absorbidos por la narración. Fácil

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ver por qué sus vuelos imaginativos nos siguen atrayendo cien años después de su fallecimiento: en estos tiempos de confinamiento físico y mental, los argumentos del dramaturgo y cronista no sólo consiguen sacarnos de nuestros entornos, sino alejarnos del pánico de los titulares de prensa, mientras nos interesan en las vidas y las peripecias de los avatares inventados. Episodios nacionales Apenas un vistazo a la Primera serie (1873-1875) nos demuestra que la novedad desafía nuestros intentos de descripción de lo que acontece: «No me exija el lector una exactitud que tengo por imposible», promulga el narrador, «tratándose de sucesos ocurridos en la primera edad y narrados en el ocaso de la existencia». Producto de la tensión entre mostrar y ser mostrado, el impulso narrativo de Trafalgar (1873) surge fragmentado en escenas a través de las cuales exploramos el eterno presente: «Mi relato no será tan bello como debiera, pero haré todo lo posible para que sea verdadero». Fuerzas antitéticas desintegran la convención hagiográfica, hacen saltar por los aires el imperialismo lingüístico de la saga desarticulada, su búsqueda de un único fenómeno irrepetible. Irreconocible, lo anónimo se nombra, engendra nuevas convenciones, subgéneros y estereotipos, que se disuelven en la debacle «de un orgullo abatido, de un ánimo esforzado que sucumbe ante fuerzas superiores». La inmediatez de La corte de Carlos IV (1873) aborda secesiones, se ocupa de «esos bobalicones que andan por ahí, abates, petimetres, frailes, covachuelistas y hasta usías muy estirados, que se ríen y se alegran cuando oyen decir que Napoleón se va a embolsar


Portugal, y con tal de ver por tierra al guardia, no les importa que el francés eche el ojo a un bocadito de España», cuestiones pertinentes entonces como ahora; emplea desarrollos pretecnológicos, prefigura conexiones inalámbricas e Internet. Nuestro interlocutor se afana por «retener en la memoria los objetos, las fiGaldós en la finca familiar Los Lirios (Las Palmas, 1890). Fotografía anónima

sonomías, los diálogos […] pudiendo referirlo después puntualísimamente». Aborda eventos no actuales con practicidad inherente, escruta los sujetos exóticos y las virtudes de las voces de otras épocas, «pues todo hombre es autor y actor de algo que, si se contara y escribiera, habría de parecer escrito y contado para entretenimiento de los que buscan recreo en las vidas ajenas». Más que la simple articulación de historias, se fomenta «un acento de vida real y palpitante», la desarticulación que nos separa de la actualidad, esa entidad familiar y a la vez pretérita. Evita Bailén (1873) las trampas de la narrativa tradicional, desprende su energía al medir su distancia con la novela al uso, al dejar constancia de «aquel júbilo, aquella confianza, aquella fe ciega en la superioridad de las heterogéneas y discordes fuerzas populares, aquel esperar siempre, aquel no creer en la derrota» que supuso la retirada del ejército francés. Al expresar su incredulidad, su frustración con la forma, se hace eco de aquel Alonso Quijano y su deriva a través de la llanura castellana, «aquella tierra sin direcciones, pues por ella se va a todas partes, sin ir determinadamente a ninguna; tierras surcadas por las veredas del acaso, de la aventura, y todo cuanto pase ha de parecer obra de la casualidad y de los genios de la fábula». Se anticipan, al mismo tiempo, los ilimitados placeres estéticos del siglo XX, la irreverente deconstrucción del XXI. Se reinterpreta la fatiga del auge, la lucha interna entre el libro de la vigilia y la contabilidad del sueño. Si Don Quijote percibía la mundanidad a través de la caballeresca frivolidad, los Episodios nacionales alimentan con sus molinos de viento la descomunal literatura histórica de la que se nutren, antes de ser consumidos por ella.

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E i n s t e i n o n t h e B e a ch

José de María Romero Barea. Cosmovisiones antropocéntricas...

La guerra de la Independencia La mejor literatura sólo es fiel a sus principios cuando afirma ser lo que no es. Tan pronto como reconoce su naturaleza inventada, una novela se enfrenta a su reflejo, se convierte en su peor enemiga, se abandona a «los acontecimientos, los hombres, las diversas sensaciones […] formando un cuadro inmenso, donde no hay más líneas divisorias que las que ofrecen los mismos grupos, el mayor espanto de un momento, la furia inexplicable o el pánico de otro momento». Persigue Zaragoza (1874) el hechizo de un cuento de hadas que amenaza con transformar sus registros en fragmentos incompletos de «una pesadilla, una de esas luchas angustiosas que a veces trabamos contra seres aborrecidos en las profundas concavidades del sueño». A una alucinógena anatomía de la locura, sucede la justificación de la guerra: «Hombres de poco seso, o sin ninguno en ocasiones», vaticina el narrador, «los españoles darán mil caídas, hoy como siempre, tropezando y levantándose, en la lucha de sus vicios congénitos, de las cualidades eminentes que aún conservan». Halla espacios para lo fantástico-esperpéntico el estilo falsamente periodístico de Cádiz (1874), donde un lord inglés sostiene que «España es el país de la naturaleza desnuda, de las pasiones exaltadas, de los sentimientos enérgicos, del bien y el mal sueltos y libres». Las emociones, hiperclasificadas en estados conscientes, se rechazan en favor de los afectos en una prosa «grave y orgullosa, traviesa y jovial, fecunda en artificios y trazas, tan pronto sublime como vil, llena de imaginación». Sentimientos físicos se unen a incorpóreos nombres, en beneficio de la autenticidad de lo real, de lo factible ausente; siguiendo el rastro de sus avatares, el interlocutor suspende su incredulidad, para ejecutar distracciones de la destrucción, como si de un «Don Quijote degenerado y nacido de cruzamientos» se tratara, «pero que algo conserva de la generosa sangre del padre». Por último, en La batalla de los Arapiles (1875), asistimos al asesinato del sentido. Al estallido de la contienda se incorpora la aullante irracionalidad de la multitud, mapeada desde los márgenes del literario esfuerzo.

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Según la heroína de la saga, la anglosajona Miss Fly, «sólo en España podría encontrarse esto que enciende el corazón, despierta la fantasía y da a la vida el aliciente de vivas pasiones que necesita». A contracorriente de la frivolidad, la crónica se envuelve en la seriedad impostada de la no ficción, se adentra «en aquel laberinto de ruinas, de edificios medio demolidos y revueltos escombros» para dejar constancia de «la multitud que iba y venía y trabajaba en los parapetos, amontonando tierras y piedras, es decir, fabricando la guerra con los restos de la religión». Se sigue el dictum balzaquiano de propagar cosmovisiones antropocéntricas donde «la fuerza que impera no es el empuje brutal de los modernos, sino un aliento poderoso, el resoplido de los pulmones de la sociedad, que son el honor y el amor». Galdós (1904). Fotografía: Pablo Audouard Deglaire


Sus caracteres son una expresión del triunfante individualismo; sus azarosas tramas reflejan las aventuras de la anécdota, «el torbellino, la espiral […] donde el alma no conserva más conocimiento de sí misma que un anhelo vivísimo de matar». Diseñada para transmitir universos indescifrables, la segunda entrega de La guerra de la Independencia descifra sucesos, desentierra incidentes, penetra oscuridades romancescas, cubre las rigurosidades del documento y nos lo descubre terso, a través de las formas renovadas de la peripecia folletinesca, desechados los mitos interesados, presentes en la verdad que prevalece sobre cualquier intento de proyectar significado sobre las falsedades de los hechos, semblanza del instante que cada libro recrea al ser abierto. Contra la literariedad, por la revolución La deriva pandémica fuerza pausas en la rutina que nos enfrentan al triste desfile de horas vacías de acontecimientos. Extrovertida, la peripecia decimonónica nos permite, sin movernos del asiento, disfrutar de los más variados estados de ánimo, del temor al temblor, de la retraída sensibilidad a la prolija privación; en pasajes densos, llenos de disturbios, Galdós nos lleva a través de la furia, la hilaridad o la histeria. Sus libros aportan una lección impagable: nada es tan simple como nos lo cuentan. Su literatura no es un intento de describir la existencia, sino de desmantelar las representaciones de la época. En conflicto con el opuesto que albergan, sagas como Tristana (1892) o El abuelo (1897) abundan en nuestra propensión al romance para delimitarla. «No somos ladrones, ni asesinos, ni falsificadores; somos patriotas», concluye el alter ego del autor en Napoleón en Chamartín (1874), «insurgentes de aquella gran epopeya». Atrapados en casa, aún podemos socializar con los libros, dialogar no con las personas, sino con los personajes de los diez episodios que integran la Primera serie de los Episodios nacionales, reunidos en sendos volúmenes por Alianza editorial, podemos adentrarnos en su panorama social para recrear la hispana peripecia (guerras políticas, reacciones populares) del atribulado siglo XIX. A fuer de panteísta, la na-

Galdós y los hermanos Álvarez Quintero (Mundo Grafico, 1916). Fotografía: Biblioteca Nacional de España

rrativa galdosiana sabe ser asombrosamente específica sobre lo que describe: esencialmente dialéctica, dota de voz y presencia a lo que permanece mudo o invisible. El autor que fuera propuesto al Premio Nobel de Literatura en 1912 puede ser en un mismo párrafo íntimo y universal, al tiempo que nos abruma con detalles sobre los estados emocionales bajo la superficie impertérrita. Más que de las experiencias manifiestas, se ocupa de las impresiones que pasan desapercibidas, los instantes urdidos en el rompecabezas de papel y cartón que culmina con la revelación final que dota de sentido al conjunto, al modo flaubertiano, una epifanía que predice el futuro del artefacto autosuficiente. Benito Pérez Galdós, al igual que sus novelas, no ha muerto. Pasado un siglo de póstuma reputación, seguimos leyéndolo con la esperanza de que sus libros arrojen algo de luz sobre nuestro global (y doméstico) desconcierto. Al igual que hiciera Cervantes, el hijo predilecto de la Isla de Gran Canaria escribe para enfrentarse a la ficción en nombre de la realidad; a la literariedad, opone la revolución verosímil; contra el manierismo académico de fórmulas ideológicas, retorna a la narración para traspasar fronteras.

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El holandés errante

Vivir enfrente (Primer edificio) Texto y fotografías de Álex Chico

Otra vez la misma pregunta: ¿quién funda a quién: el lugar a la literatura o la literatura al lugar? Es una duda recurrente cuando analizamos la relación que existe entre la escritura y el territorio, porque no llegamos a comprender del todo si caminamos por una ciudad a pie de calle o al pie de la letra. El espacio y la ficción se nutren una a otra y nos confunden, como si llegados a un punto ignoráramos por dónde transitamos, si por un territorio que funda un poema o por un poema que ha generado un territorio. Lo pienso de nuevo cuando me desplazo a Santiago de Chile y a Valparaíso y recupero

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unas palabras de José María Memet: «Chile antes de ser un país fue un poema, La Araucana, de Alonso de Ercilla». Es decir, primero la palabra y luego el lugar que construye. Quizás haya un exceso de metáfora, una hipérbole que nos hace confiar demasiado en la literatura. Sin embargo, hay espacios que nacen así en un primer momento: en las páginas de un libro, como una obra que al leerse va añadiendo más capítulos y más calles. La ciudad siempre genera una narración inagotable. Chile es, también, una narración que no se agota. Su mundo propone, como diría Josep Pla, una discu-


sión entrañable. O encarnizada, porque es justo eso lo que provocan muchos territorios. Son espacios que conducen a la reflexión, al cuestionamiento continuo, como si estuvieran siempre a medio hacer y quedaran fragmentos vacíos, a la espera de que alguien los reinvente. Esa es una de las sensaciones más agradables que percibo en varias ciudades hispanoamericanas: que en ellas aún estamos a tiempo y que de una manera o de otra podemos formar parte de ese proceso que ayude a transformarlas. Ojalá tuviera esta misma percepción en algunos lugares de mi entorno, más parecidos a urnas de cristal que a espacios permeables. Sé que un mes no es suficiente para provocar cambios en una ciudad, pero sí es el tiempo adecuado para imaginarlos. Así fueron mis paseos por Santiago, mitad posibles, mitad reales. Porque en ocasiones es inevitable caminar por una ciudad sin acompañarnos de fabulaciones: a qué nos dedicaríamos si residiéramos allí, cuáles serían nuestras rutinas, qué trasformaciones llevaríamos a cabo y, por supuesto, dónde viviríamos. Esta última es la pregunta que solemos hacernos con más frecuencia. Una vez planteada y resuelta tenemos la sensación de que hemos comprendido un poco más el lugar que visitamos. ¿Dónde viviría si tuviera que permanecer por un tiempo en Santiago? ¿En qué piso, en qué barrio? Se me ocurren algunos puntos de la ciudad. El primero que me viene a la cabeza es Lastarria. Por varios motivos: porque está en el centro de la ciudad, cuenta con algunos de sus mejores museos y está repleto de restaurantes, cafés y algunos cines y librerías que merecen la pena. Además, es una zona relativamente transitable, con espacios peatonales que nos evitan tener que ir sorteando coches y nos aíslan algo más del incesante ruido de otras calles. Todo barrio, igual que toda ciudad, tiene su itinerario personal, un tránsito de calles que podemos recorrer con los ojos cerrados, porque hemos dedicado tanto tiempo a interiorizarlos que no precisamos de la vista para ir avanzando de uno a otro. Una ruta que, en mi caso, pasaría por las calles de La Merced o por Estados Unidos y se adentraría en un pasaje sin salida, donde se encuentra, entre edificios y terrazas, la librería Ulises. Cuando la conocí, me recibió con un estante bien visible en la entrada: en varias baldas, se amontonaban los libros de Walter Benjamin y varios estudios sobre su obra. Una muestra de que uno no entra sólo a una librería, sino a su propia biografía. A la capacidad

de ciertos espacios para conectarnos con lo que somos y hemos sido, sin fronteras y sin apenas distancia. Como lo que provoca la lectura de algunos libros adquiridos que abrimos por primera vez en algún bar cercano, o en el patio de un centro de exposiciones. Una de las terrazas a las que más acudí fue la que se encuentra en el patio interior del Museo de Artes Visuales. Su localización es magnífica: un café doblemente aislado, bajo los soportales de un edificio y alejado del tráfico constante de las avenidas.

Las rutinas son caprichosas cuando estamos de viaje, porque no necesitan repetir constantemente acciones para demostrarnos que ya nos hemos acostumbrado a algo. Basta con entrar por segunda vez a mismo lugar y hacer de esa reincidencia una costumbre. Eso supone para mí el bar interior del museo: un punto de referencia que visité varias veces por semana, como un faro que necesitaba para no perder el pulso del viaje. En ocasiones, entraba antes en alguna librería cercana o echaba un vistazo a las propuestas del GAM, el centro cultural dedicado a la primera escritora chilena que ganó el premio Nobel, Gabriela Mistral. Recuerdo algunas de las exposiciones, especialmente la que dedicaron a la historia del jazz en Chile, una relación no sé si fecunda, pero sí suficiente, tanto como para que en Santiago aún perduren dos locales estupendos: el Thelonious y el Jazz Corner. A veces, esas visitas eran sustituidas por paseos previos al aire libre, sobre todo por el cerro Santa Lucía, un parque urbano que mantiene su fisonomía ascendente para que podamos observar la ciudad desde su centro, como una atalaya en plena jungla urbana. Una

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El holandés errante

Álex Chico. Vivir enfrente (Primer edificio)

colina perfectamente integrada en el interior de la ciudad y que, de alguna manera, desafía el contexto que la envuelve, como si nos dijera que hay lugares que no pueden ser domesticados del todo, aunque hoy Santa Lucía tenga una apariencia de parque tranquilo. Durante el día, al menos, porque en sus horas nocturnas me recuerdan a unas palabras de Nicolás Guillén: «Cerro de Santa Lucía, tan culpable de noche, tan inocente de día». Después de tomar algo en la terraza del Museo de Artes Visuales, solía detenerme en los puestos de libros que se esparcen a lo largo de la calle José Victorino Lastarria. No encontré piezas valiosas, primeras ediciones, joyas de bibliófilo, pero sí di con un fotógrafo cuyas imágenes aún me acompañan. Una de ellas preside mi escritorio: la instantánea en penumbra del interior de un edificio, con escaleras que descienden entre paredes carcomidas, ventanas apuntaladas con tablones, cristales rotos, barandillas endebles y puertas cerradas. Es el esqueleto del palacio Walker, una construcción de comienzos del siglo XX, abandonado en una plaza del barrio de Concha y Toro.

Ese es el segundo lugar que elegiría para vivir en Santiago, en un barrio que lleva ya muchos años en declive y que, sin embargo, aún conserva su antigua elegancia. Una elegancia espectral, de otra época, pero de una intensidad enorme, cargado de un aquí y de un ahora que se mantiene pasados los años. Porque

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todo en Concha y Toro nos retrotrae a otras décadas: las ruinas, los edificios abandonados, el silencio, incluso la calma tensa, como les sucede a otras zonas próximas. Hay un emplazamiento que condensa muy bien esos estados intermedios: la plaza Libertad de Prensa. Es ahí, en una de sus calles aledañas, donde se ubica el palacio Walker, muy cerca de otro edificio en el que, según dicen, vivió Vicente Huidobro. Su estado actual nos permite recuperar viejas historias: la familia Walker ocupándolo hasta mediados de siglo; el alquiler por piezas durante los siguientes treinta años; los graves desperfectos que le causó el terremoto de 1985; su abandono y clausura a medias, porque se ocupaba de forma clandestina, incluyendo un prostíbulo que se instaló en su tercera planta; su compra reciente por la editorial LOM. Aún se espera una pronta restauración, pero ya sabemos que rehabilitar un edificio les supone a las autoridades un esfuerzo mayor que construir uno nuevo, como si restituir el pasado pusiera en marcha un mal augurio. Es precisamente ese silencio el que genera un discurso. Nos enseña que la actualidad nunca sabe cómo gestionar su propia memoria. Lo pienso mientras recuerdo otro edificio cercano, el teatro Carrera, en la esquina entre Concha y Toro y Alameda. El que fuera el primer cine sonoro del país parece hoy un edificio abandonado. Su fachada mantiene la elegancia del que, en otro tiempo, debió de ser un punto de encuentro en la ciudad. La historia que siguió desde que echara el cierre también es un buen resumen de lo que les sucede a determinados edificios: un local de repuestos para vehículos, una discoteque under y, ahora, un restaurante chino. Una transición un poco extraña que, a cambio, nos permite desplazarnos al siguiente edificio.


El ambigú

La ciudad que el diablo se llevó David Toscana Candaya: Barcelona, 2020 284 págs.

Una revuelta contra la muerte Por Gustavo Faverón Patriau En La ciudad que el diablo se llevó, cuando el mexicano David Toscana escribe sobre Polonia, lo hace como una encarnación de lo que Borges decía sobre el escritor latinoamericano en relación con la tradición europea: que tenía la potestad de pararse en sus márgenes para observarla como propia y ajena a la vez, desde dentro y desde fuera. Toscana no es un escritor polaco, pero ha consumido literatura polaca toda su vida y vivió allí muchos años; no conoció la Varsovia de la postguerra pero la ha leído y estudiado; no es hablante nativo de polaco pero el polaco es su segunda lengua. Es un polaco no polaco. Y esa duplicidad se multiplica en otra: Polonia es un país tan europeo como cualquiera, pero su rol en la historia europea ha sido fantasmal. País que aparece y desaparece y que sus vecinos condenan al margen cuando no lo devoran por completo. País fantasma que, sobre todo en el periodo del que trata esta novela (los nazis han partido, pero comienza el control soviético), estaba tan poblado de fantasmas como la Comala de Rulfo, cuyos ecos resuenan aquí con tanta pena y tanta voz baja como las alucinaciones de ese otro escritor polaco marginal, admirado por Toscana, que es Bruno Schulz (en quien se inspira uno de los personajes del relato), o los poemas de Miłosz o Szymborska o las películas de Wajda. La ciudad que el diablo se llevó es una novela escrita en dos extremos de la literatura occidental, el mexicano y el polaco, y una de las impresiones más poderosas que sus lectores se llevan de sus páginas es cuán cerca están esos márgenes, y cómo el dolor de la violencia y la muerte y la esperanza ante la muerte expresada en las artes y las literaturas de esos dos mundos se tocan tan de cerca que resulta imposible y acaso inútil decidir si esta es una novela mexicana sobre Polonia o una novela polaca escrita en castellano mexicano.

Novela sobre la esperanza romántica de sobrevivir entre las ruinas de la postguerra, La ciudad que el diablo se llevó también es un homenaje al poder reconstructor y refundador del arte de la narración, casi místico, a la manera de Benjamin, poblada por personajes que constantemente se cuentan historias en las que recuperan el pasado con miras a que exista un futuro: están Feliks y Olga y sus cuentos de hadas, Eugeniusz y la Biblia, Kazimierz y su libro de Copérnico, las historias que cuenta Bojarski, o el mítico cantor de la sinagoga, Gerszon Sirota, con sus himnos que evocan la historia hebrea de Polonia, y está, en el centro de todo, el personaje del Novelista (el inspirado en Schulz), a través del cual entendemos que los relatos sobre Varsovia y Varsovia son una misma cosa y que, si el diablo se ha llevado a la ciudad, el romántico afán de reunirse a hablar sobre Polonia y su historia son el instrumento, casi mágico, que la traerá de regreso. No en vano la escena más memorable (y truculenta) de este hermoso libro es aquella en la que los amigos se reúnen a brindar usando el corazón desenterrado de Chopin, el romántico polaco por excelencia, como cáliz para su misa pagana, mientras siguen contando historias: son el arte y la cultura de Polonia las que afirman que Polonia existe, aunque los mapas insistan en borrarla. Novela de una prosa exquisita y de imágenes memorables, La ciudad que el diablo se llevó es un libro único en esa mezcla rara de lirismo y realismo y en su afán por rescatar el ímpetu ferozmente vital del romanticismo, que, después de todo, fue la literatura fundacional de las naciones modernas, romanticismo que es el espíritu de esta novela: una revuelta contra la muerte, un triunfo de la vida sobre la destrucción. No importa de dónde sea el lector, al final del libro sentirá que es polaco de corazón, y brindará por ello.

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El ambigú

Tercer acto

Félix de Azúa Literatura Random House: Barcelona, 2020 224 págs.

El entierro de la sardina Por José Antonio Vila Desde hace algo más de diez años, Félix de Azúa viene publicando una serie de libros que componen lo que él mismo califica de una «falsa autobiografía», donde la elección del adjetivo «falsa» parece querer recalcar que en este proyecto se enfatiza la veracidad moral por encima del compromiso de referencialidad factual que orienta las autobiografías y memorias convencionales. Una autobiografía cuya estructura puede calificarse de abierta en cuanto a su forma exterior por los distintos géneros a los que pertenecen los libros que la configuran: Autobiografía sin vida es un ensayo sobre arte, Autobiografía de papel es la reelaboración de una serie de conferencias sobre su quehacer como escritor, mientras que Génesis presenta una estructura híbrida que alterna la narración con el ensayo. A pesar de su diversidad, son libros que acaban sin embargo componiendo un mosaico cuyos hilos son reconocibles. Tercer acto es la nueva entrega de esta serie (que a priori ha de completar el ciclo) y la que se ofrece como la más convencionalmente narrativa. La tentación autobiográfica y el retrato generacional siempre han constituido una veta mayor de la narrativa de Azúa, como puede comprobarse en algunas de sus mejores novelas, por ejemplo Historia de un idiota contada por él mismo o Momentos decisivos. Al igual que en la segunda de esas novelas, Félix de Azúa emplea aquí de nuevo abundantemente la técnica de la elipsis para centrar la narración en los episodios más importantes del relato. Así, Tercer acto abarca un abanico temporal que lleva al lector desde el final de los años sesenta hasta la reciente fecha de 2017. Los protagonistas de la historia son una cuadrilla de jóvenes perdidos, algunos de extracción burguesa, otros de origen humilde y proletario, que se arremolinan alrededor del carismático Julio Silvela Silva, con quien van a dar en

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su exilio parisiense (un trasunto claro del excéntrico filósofo y filólogo Agustín García Calvo, que fue expulsado de la universidad franquista). Un histrión que para los muchachos hace las veces de guía espiritual y de figura paterna sustitutiva. La tesitura vital que se representa en el libro es la de la generación que vivió en su juventud los tumultuosos años sesenta y setenta, una generación que, como el propio Azúa describió con esa ironía tan suya, se creyó destinada a dirigir la revolución y acabó dirigiendo un departamento municipal. Los chicos incurren alegremente en todos los tópicos de su tiempo: el radicalismo político, la atracción por las drogas y la promiscuidad sexual. Promesas de paraísos terrenales y símbolos de la rebeldía de una generación que quiso cambiar el mundo. Se narra en la novela su entrada en la vida adulta, la edad de la razón: el segundo acto. Y se anticipa lo que se aparece como el tercer y definitivo acto: la vejez. Poniendo de relieve cómo algunas amistades se mantienen a lo largo de los años, desde la primera juventud hasta la muerte. A despecho del distanciamiento y el enfriamiento que trae consigo la edad. Algunos de aquellos jóvenes serán destruidos por las drogas y la depresión, otros serán rescatados del abismo por la vida universitaria e intelectual, esa clase de mezquina existencia burguesa que finge no serlo. Vidas en el fondo tan insustanciales y fallidas como las de aquellos que sí acabaron en el pozo. No es azaroso que uno de los personajes haya sido lector entusiasta de Heidegger y que Ser y tiempo fuese el libro que marcó su vida: porque la muerte planea sobre todo el relato como un punto de fuga que ordena y da sentido a lo narrado y sucedido. De la misma forma que la imagen del «entierro de la sardina», sobre todo en su representación goyesca, es un motivo que se repite en la novela y que simboliza el triunfo de la idiotez que reinará a partir de comienzos del siglo XXI pero cuya gestación se remonta a décadas atrás. Pese a las ocasionales decaídas del ritmo narrativo, Tercer acto es una buena novela que a buen seguro interesará a los lectores asiduos de Félix de Azúa.


El ambigú

Eterno retorno

Juan Tallón Anagrama: Barcelona, 2020 209 págs.

La muerte como frontera Por Francisco Arbós Quien más quien menos, todos los escritores de cierta relevancia han abordado el tema de la muerte en alguna ocasión. Ya sea como concepto filosófico sometido a estudio a través de la ficción o como misterio que debe resolverse para alcanzar el ideal de justicia, o, como tantas otras cosas, ha sido uno de los temas más recurrentes en la literatura universal. A Juan Tallón, autor de Rewind (Anagrama, 2020), parece interesarle sumamente el propio evento de la muerte, el acto en sí mismo visto desde una perspectiva espaciotemporal, como disrupción de una realidad para dar lugar a otra completamente distinta en cuestión de milésimas de segundo. Como la frontera que separa lo que es de lo que ha dejado de ser. Tal vez por eso, dos de sus últimos libros han puesto el foco en ese instante de tránsito para tratar de visualizar, interpretar y entender cómo se produce y qué queda después. En Fin de poema (Alrevés, 2013), Tallón analizaba los instantes que precedieron al fallecimiento de cuatro poetas capitales (Pavese, Pizarnik, Sexton y Ferrater), como si ello hubiera de proporcionarnos la clave definitiva de su existencia, una última reflexión en ese momento en el que resulta innecesario seguir fingiendo. En Rewind, retrata los instantes finales en la vida de cuatro compañeros de piso a los cuales la muerte sorprende de improviso, con una explosión en apariencia accidental que acaba reduciendo a escombros el edificio en el que viven, así como las funestas consecuencias que ese acto causa en las vidas de quienes sobreviven. Son cuatro jóvenes de su tiempo, de esta posmodernidad interminable en la cual persiste la renuencia de los jóvenes a sentirse comprometidos con una realidad que consideran ajena. Esos compañeros de piso, procedentes de países distintos y que reúnen los intereses más diversos, desde la pintura hasta las matemáticas pasando por la música

pop y el ciclismo, no tienen mayor preocupación que la de acabar de construirse a sí mismos mientras disfrutan intensamente el camino. «Vivíamos los días con descaro […]. Nos horrorizaba el pudor», confiesa Paul, pintor en ciernes, cuando recuerda aquellas horas previas a la explosión. Incluso sus vecinos marroquíes, que parecen constituir una familia plenamente integrada en la sociedad francesa, sugieren un entorno feliz y despreocupado. Y, sin embargo, en un instante todo salta por los aires, liquidando bruscamente las vidas de unos y modificando el rumbo de quienes, muy a pesar suyo, se ven obligados a sobrevivirlos. Ahí es donde comienza ese ejercicio de rebobinado, de volver una y otra vez a ese instante fatal, que acaba tornándose en un reflejo enfermizo y liquida cualquier posibilidad de consuelo. Porque, sin embargo, «tres años después la noche sigue ahí, en presente, llena de polvo». Tallón es un escritor ambicioso, que nos invita a contemplar la realidad con minuciosidad, aplicando un macroobjetivo que nos permite reducir la distancia focal y detenernos cuando nos conviene para escrutar un detalle. En Rewind, nos propone adoptar la perspectiva de cinco personajes cuyas voces narran en primera persona la manera como viven, sufren y tratan de superar ese suceso trágico, hasta ofrecernos una multiplicidad de interpretaciones que, aunque a veces parecen confundirnos, permiten abordar la comprensión de la realidad con mayores argumentos, o cuando menos entender que existen tantas realidades como personajes y que todas ellas son válidas. Con una prosa fresca y honesta, que aborda cada párrafo y cada plano con naturalidad y sin mayores pretensiones que las de cumplir con su objetivo, Tallón nos ofrece una novela poderosa cuya fuerza estriba, precisamente, en la franqueza de unos personajes desprovistos de ambición. Tal vez sea eso lo que más cerca nos coloca de comprender la muerte. Porque, ¿qué pretensiones pueden tenerse cuando ya no queda nada que perder?

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El ambigú

Absalón, Absalón

William Faulkner (Traducción de Bernardo Santano Moreno) Cátedra: Madrid, 2020 528 págs.

Orgullo y gloria de William Faulkner Por José de María Romero Barea Leer es adentrarse en otro mundo, tan parecido al nuestro, tan distinto. Releer, abundar en las casualidades que nos unen. Que nos separan. Volver a la novela Absalón, Absalón (1936; Cátedra, 2020, en versión castellana de Bernardo Santano Moreno) supone regresar al condado inventado de Yoknapatawpha, o lo que es igual, a la locura del lenguaje, la irresolución de «una indignada recapitulación, callada, abstraída e inocua, surgida del polvo residual», aleatoria en las múltiples variantes de una cosmología única, «para mover a quien sueña a la credulidad, al horror, al placer o a la sorpresa», una celebración, en definitiva, a base de citas, epígrafes y homenajes, mediante los cuales su autor, William Faulkner (New Albany, 1897-Byhalia, 1962), intenta comprender la afasia, para desestructurarla. «Era un verano de glicinas», principia el segundo capítulo: «El crepúsculo estaba impregnado de su fragancia y del aroma del puro [del padre de Quentin]». Impersonal, el narrador nunca permite que su presencia se inmiscuya: «Las luciérnagas bullían y pululaban formando un leve revoltijo». El poeta no significa, se vierte en nadas, se aísla en su desmesura enajenada, «comprometiéndose con su sueño y con su ambición como uno debe hacerlo con el caballo con el que cruza un territorio […] por medio de su habilidad para hacer que el animal no se dé cuenta de que lo cierto es que uno no lo controla, de que en realidad el más fuerte es él». Relaticidios ilustran el optimismo sobre lo que puede suceder cuando la inacción se opone a las fuerzas de la linealidad o se diluye en multitudes argumentales «para hurgar, tantear, entender la presencia de esa furibunda protesta, de esa denuncia impuesta por los cielos, de ese desafío lanzado contra el rostro de lo que es». No la pasión por la precisión, sino

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la suposición consistente en ordenar puntuaciones, transmite mensajes sin editar, «una especie de coherencia acelerada, confusa e inerte, como si se tratase de una inútil colección de restos de un naufragio en un río desbordado desplazándose por algún tipo de perversa automotivación». Avanza la saga del autor de El ruido y la furia (1929) vaciando espacios, agrandando plenitudes de un tedio que entra y sale de la misteriosa pero íntima tercera persona, «un destello brillante que se desvaneció y no dejó nada, ni cenizas ni residuos, solo una llanura plana e infinita con la severa forma de su inocencia intacta surgiendo de ella como un monumento». Un candor se desplaza a la deriva a través de las rupturas de la sintaxis, «las pequeñas esquinas superficiales y las aristas de las vidas secretas y solitarias de los hombres», hasta articular una exploración alrededor del yo en diferentes texturas, familiares y ajenas, desgajadas del contexto. Arde la literatura del creador de Las palmeras salvajes (1939), su prolijo, delicuescente autodesprecio, «por encima de la vorágine de seres humanos impredecibles e insensatos», se consuma la poesía ficción, el hablado discurso escrito más allá de la locuacidad, atrapado en la red de las diferentes voces, afanadas en «respirar, el placer y la oscuridad», alteradas en la forma en que nos piden ser leídas. Si la esencia es esencialmente impredecible, parece concluir el premio Nobel de literatura de 1949, la existencia es fortuita, porque siempre logra cambiarnos. Avezado el material en su obstinación comunicativa, las «intimidades planificadas, dispuestas y ejecutadas como las campañas de los generales ya muertos en los libros de texto». Como si de un ensayo sobre un país extranjero se tratara, «una especie de vacío lleno de cólera, de orgullo y de gloria, espectral e indomable, a causa de unos sucesos que tuvieron y acabaron hace cincuenta años», el resultado arroja una cultura ajena, en la imaginaria región de Lafayette, Mississippi, encuentros con uno mismo en esa herencia mixta que nos une o nos separa, mientras extrae lo desconocido o ahonda en las dificultades.


Volar a casa

Daniel Monedero Páginas de Espuma: Madrid, 2020 168 págs.

Epifanía y temblor Por Juan Peregrina Martín Después de alcanzar el cielo de la sorpresa y los sótanos de la emoción con Manual de jardinería (para gente sin jardín), libro deslumbrante que derrochaba literatura por los cuatro costados, Daniel Monedero vuelve al cuento con un volumen titulado Volar a casa. Asistimos al parto de la imaginación, al estupor del logro supremo en cada cuento, a la técnica revelada como si fueran espontáneas esporas que crean pequeñas vidas y una tras otra, a su vez, engendran nuevas flores de colores y aromas que recordarán fábulas, anécdotas y epifanías casi conocidas. Los narradores de Monedero son muy atractivos porque no nos podemos fiar de ellos y eso les concede la libertad máxima para manipular la historia, cómo contar la misma y, sobre todo, para seleccionar qué parte(s) de la misma llegará(n) definitivamente a nuestra lectura.

Personajes que recuerdan a otros y elementos reiterados de una a otra historia harán que una cómoda perplejidad se aposente a nuestro lado, como si conociéramos el relato de otros libros, a sus protagonistas de otras escenas y, así, el escritor compone cinco piezas, cada una memorable a su manera. El mérito de Daniel Monedero es la aparente sencillez que consigue y el alto valor comunicativo que otorga a situaciones complejas de narrar: ya sabemos que los sentimientos, la vejez, la vida y la muerte, la adolescencia, la soledad y todo eso que nos acompaña en mayor o menor grado en esto que venimos llamando «existencia» es complejo explicarlo con palabras. Quizá Monedero lo haga con la literatura. Regalarnos posibles finales. Que son principios. Quizá no lo haga y sólo mire y tenga los ojos llenos de arcoíris que explotan como una lluvia de escritores. Puede ser que un viaje no sea más que ir para volver y si somos capaces de transmitir en tan pocas páginas tanto como lo hace este escritor lleguemos a ser considerados grandes artistas de la palabra. Por lo pronto, Monedero es fulgurante y su literatura es de una belleza latente. Cada cuento destila elegancia, ternura, preciosismo; comprensibles e inauditas metáforas o engarces entre escenas que son sutilísimos engranajes de precisa relojería: esos principios anunciadores, esos finales abiertos que nos dejan «viajando» a algún lugar. Si no me cansé de repetir que Manual era presagio de un magnífico escritor, Volar a casa es la confirmación de ello. La libertad creativa practicada entonces es un absoluto furor libertino de colorido, una prosa sensible y sensitiva que nos atrapa y tomamos con gusto, oído, tacto, olfato, vista y gusto ahora. Qué difícil congregar los sentidos y hacerlo hermoso: Monedero lo consigue sin apenas aspavientos y quizá lo más admirable de estas cinco historias extrañas, entrañables y diversas sea la humildad que parece acompañar a cada argumento, cada mirada de los personajes o abrazo o reflexión que se permite compartir alguno de ellos con el resto del mundo. Las lágrimas que no se pierden al describirlas y las manos que recogen con cariño algo destruido. Tanto este como el anterior libro son dos manuales de felices estallidos literarios, páginas repletas de amor por la palabra y su cuidado. Depositario de verdades que sólo él conoce, Monedero ha conseguido hechizarnos de nuevo, abriendo en canal la realidad y (h)ojeando su interior, y una vez que nos ha maravillado con todas las posibles salidas, siempre nos muestra, al final, una diferente de la que esperábamos: la más literaria.

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El ambigú

ex vivo

Sara G. Gallardo Ya lo Dijo Casimiro Parker: Madrid, 2020 80 págs.

Sucesión de honestidades Por Alberto García-Teresa Con un trabajo de escritura meticuloso y coherente, Sara G. Gallardo (Ponferrada, 1989) continúa incidiendo en su última entrega en las claves de su poesía. Así, ex vivo se suma a sus dos libros previos: Epidermia (El Gaviero, 2011), germen de la obra Pielescallar, llevada a escena por la compañía de Ballet Contemporáneo de Burgos en 2012, y Berlín no se acaba en un círculo (Ya lo dijo Casimiro Parker, 2014). El núcleo de todo ello es la búsqueda del tú en una situación adversa, en la que se lanza afanosamente a buscar un asidero, pero la necesidad de emigrar origina la exigencia de perder los apegos. El viaje, entonces, consta como experiencia traumática, más que un desafío o un estímulo. En ex vivo, esa búsqueda se torna más existencial y más opresiva. De este modo, se origina un fuerte contraste que crea una desasosegante angustia. La soledad, la sensación de sentirse extraña y ajena, contrasta con el anhelo de compañía. Es algo en lo que profundiza en su segundo poemario, Berlín no se acaba en un círculo (libro en el que dio un salto cualitativo importante) pero que es la clave de su primer libro, de Epidermia, y que vuelve a ubicarse en el primer plano es este ex vivo. La formulación del título de este volumen se describe como «Extracción de la piedra de la locura. […] Dícese del tejido que sobrevive fuera del organismo […]. Proceso consistente en la deshumanización del sujeto introducido en el psistema, desposesión de su capacidad de decisión y despersonalización. Culmina con la asimilación del órgano estudiado a través de la escritura y la reescritura de la identidad negada». De hecho, la primera parte del libro se denomina «extracción» y «organismo» la segunda. Ese es el vértice donde se apoya esta obra y el marco sería un supuesto trastorno psiquiátrico (es espléndida una de las dedicatorias del libro al respecto: «a todas las mujeres a las

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que enloquecieron y que son también mi genealogía»). La sensación de sentirse (o saberse) fuera del mundo, fuera de la «normalidad», planea en todas las páginas. Desde lo confesional, Gallardo levanta una poética personal atravesada por lo errante. Los lugares, la cotidianeidad, las referencias urbanas concretas o la plasmación de actividades rutinarias (coger un autobús) parecen presentarse como una especie de anclajes en medio de un vacío existencial. Los recuerdos, finalmente, se reconocen como herramienta para el arraigo en algún territorio y algún entorno, y la familia y los antepasados resultan el hilo más fuerte para ese aferrarse. La escritura también se palpa como una herramienta útil en ese sentido. Con todo, se remarca la materialidad de la existencia, la relevancia del cuerpo. Se constata la degradación y cómo arrastra la desolación con ella. De hecho, parece encaminarse hacia la desolación. En esta obra, rebaja la autora el uso del chorro de conciencia como estructura y sistema de escritura, muy presente en sus textos precedentes. En ese sentido, Gallardo siempre consigue un ritmo muy particular, con unas cadencias marcadas. Un horizonte simbolista también se dibuja en muchas de sus composiciones, que articulan la subjetividad con el entorno y esa urgencia por salir y sobrevivir. Al respecto, caer en el olvido (presentado a través del nombre como metonimia) figura como angustia, pero, también, como hecho ineludible. Por otro lado, hay que incidir en la recuperación original que lleva a cabo de motivos clásicos como la luz o, la más interesante, la naturaleza. Respecto a esta, hacia ella plasma una revinculación, un retorno a una fusión primigenia con ella, a una transformación en elemento natural. No en vano, se podría rastrear en ello una mirada pagana, de ascendencia druida. De esta manera, Gallardo comparte una poesía dolorosa de tono menor y registro cercano, con lo que construye una atmósfera de intimidad hiriente en este espléndido poemario.


Realidad

José Manuel Benítez Ariza La Isla de Siltolá: Sevilla, 2020 86 págs.

El agua primordial Por Sandro Luna En El hombre y lo divino María Zambrano nos alerta: «La realidad es algo anterior a las cosas, es una irradiación de la vida que emana de un fondo de misterio» y José Manuel Benítez Ariza (Cádiz, 1963) parece reafirmar esa aseveración en su última entrega poética hasta la fecha, Realidad. Realidad se divide en cinco apartados o secciones. El tiempo, el espacio, la vida y la muerte vertebran con convicción, sin innecesarios abalorios, el libro. Con una sobriedad que invita a abrir los ojos y mirar esa realidad con otra mirada, el poeta traza un recorrido en pos de lo real. Y lo hace a través de todo lo que le rodea y se yergue en el centro de su vida. Un ramillete de perejil, el espacio de la habitación de su hija, la mirada huérfana del padre, la Madonna de Waterford, la pedrería dilapidada de los cristales rotos o el olor ancestral de la madera podrida son una suerte de viaje iniciático que nos obliga a dejar atrás lo que creímos saber y dimos por sentado tantas veces. Porque «Si la miras con ojos entornados, / si sostienes esa mirada anómala, / pierde la realidad su consistencia sólida» («Realidad»). Y el mundo recobrado ya es otro: «un despliegue puramente auditivo» («Mediodía»), «… otra levedad de lo invisible que sustenta y calla» («Ante un ramillete de perejil»), «la herida más antigua de un cuerpo inmemorial» («7») o esa higuera que «espera recibir un don de las alturas» («La higuera»). Realidad es un libro reflexivo muy cercano a ciertos libros de pensamiento por su lenguaje claro y vivo (pienso en Emerson y en Thoreau) que tienen esta como eje de sus disertaciones. No obstante, Benítez Ariza no se queda en la pura interrogación, sino que, a sabiendas de que la certeza de la realidad puede diluirse en cualquier momento, él pretende retratarla en muchas de sus posibles variantes. Así que estos poemas son

dibujos, trazos, acuarelas, pespuntes, miradas, a veces, rápidas como disparos; siempre certeros. Muy afín a la mirada del poeta y pintor José Saborit, que en su Lo que la pintura da dice: «Al despojar de envoltorios la realidad que dibujamos, somos también nosotros quienes nos quedamos desnudos». R. W. Emerson, en la disertación que hace sobre el lenguaje en su breve ensayo Naturaleza, nos advierte: «¿Quién mira de forma meditativa un río sin pensar en el flujo de todas las cosas?». Y Benítez Ariza parece contestarle: «Debo dejar de ser para fluir» («El baño»). Así todo lo real se manifiesta con una espontaneidad insólita, limpia y primordial; igual que el agua del origen: «También un mar antiguo quedó atrapado aquí, / antes de evaporarse» («7»). Por eso no es de extrañar que también el que lee estos poemas, tras una lectura atenta y minuciosa, se posicione del lado de ese enunciado; «la realidad emana de un fondo de misterio» y todos nuestros días fluyen a ese centro «como el agua que corre al sumidero» («Al fondo»). José Manuel Benítez Ariza da constancia de ello en gran parte del libro y lo hace a través de imágenes poderosas, de gran calado lírico; aunque el libro, en su mayor parte, tenga un decidido tono narrativo en el que abundan las descripciones y observaciones (a veces más propias del novelista que del poeta, aunque esto no debe extrañarnos ya que el autor que a estos versos nos trae cultiva ambos géneros con igual pasión y oficio). Porque el mundo de hoy impone la tiranía del ya sin concesión, el placer sin poso de lo inmediato… Realidad es esa suerte de resistencia que mira de frente este mundo de desvanecimiento, superficie y velocidad y se apropia, a través de su mirar sosegado, del fuego del origen, «Al filo de un espejo que no sé si me invita / a contemplarme en él o arrojarme a su fondo» («Al filo»). La realidad que José Manuel Benítez Ariza nos trae aquí la hemos tenido siempre ante los ojos, sólida como un hito seguro; tan cerca que «Al tocarla he creído sentirla palpitar».

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El ambigú

Antonov

Antonio Luís Ginés Bartleby Editores, Madrid 2020 68 págs.

Tiempo que obliga Por Concha García En enero de 2017 sobrevoló el cielo cordobés, durante varias noches, un avión con bandera ucraniana, el Antonov An-12. El sonido de los cuatro motores causó extrañeza en la ciudad y alguien, un poeta, sintió aquel instante una sacudida de tiempo: «Nada sabemos de lo que sucederá / aunque todo se va escribiendo». Antonov es el título del último poemario de Antonio Luis Ginés (Iznájar, Córdoba, 1967). Siete años después de su anterior poemario, Antonio Luís Ginés regresa con una voz personal entre la reflexión y el asombro. El libro se divide en dos partes: «Un instante, otro» y «Perdura». No es fácil transmitir el escalofrío que produce cualquier momento cotidiano cuando la conciencia está atenta, por ejemplo atenta a la aguja que va a extraer sangre de la vena para una analítica, o al momento en que en Lisboa rechaza ser fotografiado junto al busto de Pessoa, o fijando el recuerdo a la luz de una vela cuya llama se proyecta hacia el futuro en una quietud que llena de extrañamiento. Es esa cualidad, la de acercarnos, mediante engarces que unen las secuencias cotidianas con la percepción del instante, en un proceso de construcción entre el pasado y el presente, vacío de melancolía, hueco de pretensiones líricas que no conducen a parte alguna, con un equilibrio en las imágenes que sostiene, precisamente, la propia fragilidad, no carente de un eje vertebrador en la naturaleza, esa íntima relación al unir al hombre con algunos de sus elementos. Se puede decir que la línea que sostiene este libro es la del tiempo. Un tiempo que obliga al lector a ser percibido dentro del relato, porque está dentro; aunque parezca que no ocurre nada, la llamada de atención es trabajada con maestría en los finales de los poemas cuyos títulos relacionan las secuencias con un leve apunte certero. «Petición», el primer poema, se abre con una

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metáfora acerca de la luna, pero eso basta para que la voz poética comience a barruntar acerca del deseo. Qué le pediría yo a la luna. Qué pedir, y el poema avanza entre el relato y el pensamiento; ese cruce es lo que maneja con maestría, como si no pasara nada, algo tiembla, algo sucede siempre, y son los tiempos percibidos bajo la certeza de que lo nuestro, es decir, nuestra vida y sus espacios llenos, es una parte ínfima, apenas nada de la existencia. Por lo tanto, en este poemario también se unen planteamientos filosóficos cercanos al epicureísmo, el placer justo, no desmedido, de vivir y sentir, aunque a veces no se pueda esquivar el dolor, la pérdida: «Mi vida de antes. Días luminosos mezclándose / con la niebla sobre la tierra, en el mismo intervalo». Los poemas se tensan entre lo observado y el «pensar». Recurre, en algunos poemas, a la imagen de fotografías, testigos de un tiempo con las que dialoga. La perplejidad deja constancia de figuras casi hieráticas que se mueven al compás de la mirada. Para ello las imágenes cincelan la escritura, como intensos relatos que como una foto se quedan en la memoria, presos de la perplejidad que conlleva el hecho de existir y tomar conciencia de ello. Una conciencia que ilumina cada poema, como un peldaño que se adapta a la escalera donde asoma la ternura y el deseo, con algunas imágenes que recuerdan lugares lejanos, como «las playas salvajes del oeste». En estos sucesos quedan, de alguna manera, condensadas las imágenes refulgentes de lo que aconteció y que, por el hecho de haberlo vivido, torna a repetirse, aunque nunca igual, siempre diferente: «Nos observamos. Después / cada uno volverá a sus ritos y costumbres, / al tiempo dentro de otro tiempo, / y no volveremos a cruzarnos», como la paseante del poema de Baudelaire; sabemos que la escritura no cesa, porque la escritura y la vida, en Antonio Luis Ginés son lo mismo.


Antología inventada

Rafael Courtoisie Fondo de Cultura Económica: México, 2020 74 págs.

Rafael Courtoisie: todas las voces Por Juan de Marsilio Rafael Courtoisie (Montevideo, 1958) posee una extensa trayectoria jalonada de galardones: Premio Loewe de Poesía, Premio Casa de América de Poesia Americana, Premio Blas de Otero, Premio Gil de Biedma (España); premios Plural y Jaime Sabines (México); Premio Lezama Lima en Cuba, Premio Nacional de Poesía y Premio Nacional de Narrativa, Premio de la Crítica (Uruguay), entre muchos otros. Courtoisie sabe de sobra que cada escritor llega a ser quien es y a escribir como escribe como resultado de un largo diálogo con otros escritores, músicos, pintores, cineastas, filósofos, científicos, tras más de cuatro décadas haciendo poesía, cimentada en una lectura permanente, variada, profunda y rigurosa. Por eso, en esta Antología inventada, inventa poetas del pasado, del presente y del futuro, les inventa poemas a escritores pasados y actuales, se inventa poemas apócrifos a sí mismo. Aquí comparece un hombre poniendo en juego su oficio, sus lecturas —no todas literarias—, su frecuentación con el lenguaje —que no sólo con el idioma: hay en este libro varios excelentes poemas en inglés—, que le dejan, tras décadas, un bien ganado sedimento de sabiduría estética y técnica. Pero estos poemas son mucho más que una sucesión de interesantes ejercicios de estilo. Hay un montón de homenajes a otros artistas: el poeta bien nacido no se menoscaba elogiando en público a sus maestros, sino que se honra. Estos homenajes no se limitan a tomar la posta del poeta difunto y escribir lo que él no escribió pero hubiese podido (o a desagraviarle de vilipendios disfrazados de homenaje, como le hace escribir a Alfonsina Storni: «Detesto esa canción, Horacio Quiroga, la aborrezco: / «Te vas Alfonsina con tu soledad, qué poemas nuevos / fuiste a buscar. Larará, lará, larará. Lará, lará, larará”»). Es recurrente el arti-

ficio del texto encontrado al azar, en librerías de viejo, en archivos de computadora y otros repositorios, que ya estaba en Cervantes, en Potocki, en Stanislaw Lem. Courtoisie homenajea ese azar, fundamental en la construcción de los distintos cánones literarios, que ha hecho pensar a tantos lectores y críticos en el tesoro de textos excelentes que pudiera haberse perdido, porque el azar les fue adverso. Lo más bello y más fecundo de este libro es que se trate de una antología. En especial para el caso de los poetas que Courtoisie hace venir a la existencia, los textos de este volumen afloran como la parte visible del iceberg, tentando al buceo en procura de lo sumergido. Al lector le vendrán, casi con seguridad, ganas de que Courtoisie escriba y publique completo, por ejemplo, el Libro de las mutaciones populares o I Ching del pueblo llano o de la gleba, de Jim Bei Jim, hecho literario que sería digno de festejo. Si tal no ocurriese, no importaría demasiado: lo que estos textos dejen leudando en sus lectores, y sobre todo en los poetas que los lean, también es un hecho literario digno de festejo, poseedor de esa subterránea y azarosa fertilidad que hace posible que, con tantos milenios de tradición a las espaldas, siga floreciendo nueva poesía.

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El ambigú

Vena Amoris

Rafael Saravia Eolas: León, 2020 76 págs.

¿Qué significa amar en nuestras sociedades del presente? ¿Hasta qué punto esa experiencia puede cambiar nuestras vidas y cómo eludir su recurrente mistificación? Interrogantes semejantes orbitan en el trazado de Vena Amoris del poeta leonés Rafael Saravia, editado por Eolas en 2020. Aunque el título remite a una frondosa tradición latina en la que el «arte de amar» ha sido objeto recurrente de reflexión, a diferencia de Ovidio, Saravia no persigue fórmulas normativas sino que ahonda en una transformación que comienza por el sí mismo y culmina en ese otro singular que se ama. No por azar el poemario tiene como subtítulo Cafuné y revolución: un amor —sea erótico o de otro tipo— que no acaricia o cambia nuestras vidas no deja resquicios para la promesa de un encuentro perdurable, contraria a la caducidad preanunciada de los amores líquidos. Encuentro, dicho sea de paso, que no se confunde con la mítica fusión de amantes inmortales ni con tantas idealizaciones cargadas de preceptos. Situación complicada la que afronta Saravia, por partida doble: escribir sobre un «objeto» saturado y no desistir de ahondar en sus singularidades. La advertencia de Barthes es pertinente: «… el discurso amoroso es hoy de una extrema soledad»1. Expuesto a la risa sarcástica, la articulación de ese discurso colinda con la sospecha de credulidad. Es esa soledad la que hace más apremiante su reivindicación: también en la intimidad se gesta otro mundo posible. Celebrar lo amoroso, así, implica profundizar en una trama de afectos que nos sostienen, sin anudarlos a una mitología de lo Absoluto. Para tal fin, en la segunda parte del poemario, Saravia recurre a un registro prosaico, entre la necesidad de repensar lo amo-

roso y el deseo de entregarse a su fluir. Porque se trata de reflexionar sobre aquello que desborda lo reflexivo: ese temblor compartido que cierra los ojos para ver la verdad y regenerar una esperanza frágil que no esconde el daño. Puede que sea en esas prosas rutilantes en las que el canto alcanza mayor intensidad lírica, sin desistir del trabajo crítico que supone desplazarse de la sobreabundante «imaginería romántica». Antídoto contra el nihilismo, como señala Kristeva2, tal vez se trate de recobrar un corazón para una nueva partida. Vena Amoris se hace así tacto de los cuerpos a oscuras, extrañados de sí mismos, lanzados a la incerteza pero también a una extranjera felicidad que vive del barro que permite construir un hogar. Una intimidad así concebida no impide el juego, el viaje, el extravío dulce en la lluvia de una ciudad ignota, sin temer el silencio como un valor nocturno al que abrazarse. Silencio que abre a una segunda infancia del lenguaje. Porque «[c]reíamos en la palabra»: en su inocencia de querer nombrar. La mano se arriesga pérdida tras pérdida en el reino de lo inédito. No cabe más que una filosofía nocturna, hecha de fragmentos poéticos, que no protege de la desgarradura. En vez de la seguridad de quien se siente libre de riesgo, amar es inmersión en lo imperfecto «como rincón visible de la belleza». Nada que permita arribar a un estadio final que otros llaman «conquista». Como «revolución permanente» —Saravia cita a Max Ernst—, la propia concepción de lo revolucionario muta. ¿Cómo podríamos contribuir a transformar el mundo sin hacer de uno mismo un campo de batalla? Mejor sería hundirse en esa revolución que «parece poca cosa», capaz de conjugar cierta «vocación mesiánica» con la constatación de un núcleo imposible: «Cree que la justicia nunca llega pero es necesario perseguirla, como la belleza». Si la paradoja del exhibicionismo es que ya no hay nada que mostrar, puede que cantar por dentro —tal como susurra Vena Amoris— sea una forma de seguir rescatando esta canción íntima que no se deja aturdir por la estridencia de tanta palabrería vacía sobre el amor. Es esa canción la que invocamos en este tiempo de penuria, justamente, porque «la canción es el lenguaje de los insurrectos».

1. Barthes, Roland (1982): Fragmentos de un discurso amoroso, edición digital Turolero, pág. 6.

2. Kristeva, Julia (1996): Al comienzo era el Amor. Psicoanálisis y fe, Gedisa, Barcelona, pág. 97 y ss.

El lenguaje de la insurrección Por Arturo Borra

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La nave roja

Trinidad Gan Ediciones Juancaballos de Poesía: Jaén, 2020 60 págs.

Lugar propicio para el amor Por Carmen Canet La nave roja es el título y el espacio que ha elegido Trinidad Gan para cobijar a sus poemas. Con esta cita de Emily Dickinson: «y ahora una memoria de amatista / es cuanto me queda», comienza a navegar, y con estos versos del primer poema del libro, inicia la travesía: «Es hora de partir / y llevas esta herida de equipaje. / Mira la larga orilla. / […]. Nunca querrás que el mar termine / su empeño de vida y de derrotas, ni que nuble tu mirada el olvido». Sus poemas nos llevan a un lugar propicio, esta nave que no podría ser de otro color: «Ya este amor nuestro es una nave roja, / lejana, a la deriva». Es por aquí por donde conviven y nadan sus versos, por unos mares profundos en donde se sumergen las emociones, unas veces, y otras salen a flote. Así el amor se enarbola como bandera de libertad en esta embarcación con señas de pirata que se balancea entre la calma y la bravura. Aquí afloran y se dan cita los recuerdos y el paso del tiempo. Trinidad Gan (Granada, 1960) tiene una trayectoria literaria dilatada y segura, con varias obras colectivas, con una antología, Receta para el fuego (Costa Rica, 2014), publicada en edición bilingüe español-alemán con el título Wörterbücher / Diccionarios (Hochroth, Heildelberg, 2018). También Papel ceniza (Valparaíso, 2014) y El tiempo es un león de montaña (Visor, 2018; Premio internacional de Poesía Generación del 27). Con este volumen, La nave roja, Trinidad Gan cierra la trilogía, que ya avanzara con la plaquette Las señas del pirata (Cuadernos del Vigía, 1999), de la que forman parte Fin de fuga (Visor, 2008; Premio de Poesía Ciudad de Cáceres) y Caja de fotos (Renacimiento, 2009; Premio Surcos de Poesía). Veinte años distan entre esta trilogía en torno al tema más universal: el amor, con toda la experiencia y la sabiduría vividas.

Su identidad y fuerza quedan marcadas en su escritura clara, precisa y metapoética. En este poemario evoca a través de unas cuidadísimas imágenes las derrotas cotidianas, la soledad y la esperanza en donde los sentimientos se encabalgan con sus versos. La observación y lo fugaz se convierten en un pulso poético acompasado al que la poeta nos tiene acostumbrados. Así la vida («Sabías que la vida es juego»), el amor, las relaciones, el cuerpo, el sexo y el deseo («A mordiscos, con letras animales, / busco dar nombre a una pasión») están presentes. A modo de sonatas nos envuelve con un lenguaje onírico, surrealista a veces, repleto de sugerencias al son de un ritmo de música clásica, de jazz, que como dice la poeta es una autobiografía ficticia y mestiza. Es una reflexión poética del deseo de matizar y crear un ambiente erótico que se adentra en el detalle y nos ofrece un realismo velado de luces y sombras, ese claroscuro que es el amor y la vida. Entre la realidad, el deseo y la ausencia se debaten estos poemas en unos escenarios que dan cabida a una escritura diarística e intimista: «¿Desde qué piel, / en qué torpes estancias / medirías la ausencia?», «Convertir sus caricias en palabras / y derramar, confesa, impenitente, / este placer y su temblor / justo en el centro del poema». La nave roja está estructurada en cuatro partes: «Fragmento de naufragio», «Del amor, del deseo (mosaico)», «Los sueños de la ahogada» y «Relojes rotos». Tiene una edición esmerada de Ediciones Juancaballos de Poesía, y con el sello de los dibujos de Juan Vida. «Se va quemando el mapa del día y la memoria / en la hoguera tenaz de tiempo en la que ardemos». Así nos entrega Trinidad Gan este cuaderno de bitácora en donde, con ella al timón, coloca su brújula y registra esta alta gama de lo íntimo y sentido. Nos lo deja anotado todo en este atlas de geografía del amor.

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El ambigú

El monstruo de las galletas Sandro Luna Hiperión: Madrid, 2020. 64 págs.

El sueño de Ariadna Por César Rodríguez de Sepúlveda Se abre y se cierra El monstruo de las galletas, la última entrega poética de Sandro Luna, con una misma imagen: en el primer poema y en el último, un poeta —un padre— aparece contemplando los dibujos que está haciendo su hija. En estos textos, llenos de ternura, descubrimos la entrega absoluta de la niña al acto de crear, un don («ese caballo en llamas más que el sol») con el que somos bendecidos en la infancia y del que la vida, sin contemplaciones, nos despoja muy pronto. «Niña pequeña» se titula uno de los poemas más breves y emocionantes del libro: hay en la niñez una plenitud que no precisa de la reflexión ni del aprendizaje («niña pequeña / que no sabes contar / aunque en los dedos lleves / el misterio del mundo»). La pequeña Ana «se da y se recibe / lo mismo que un columpio». Entre la estación de partida y de llegada, que parecen idénticas, lleva a cabo el libro su viaje circular y libra el poeta la batalla contra sus demonios. El más poderoso, la dolorosa conciencia de la caducidad de cuanto ama («Quien ha sabido amar tendrá su premio: / también vendrá la muerte a desnudarle»). La muerte es el principal tema de reflexión de muchos de los primeros poemas del libro, caracterizados por una despiadada introspección, como los memorables «A través del espejo» y «Puños», en que el poeta se interpela desesperadamente a sí mismo, a su pasado y a su inevitable futuro: «Si es que has mirado mal / las infinitas noches, / la postrera es la tuya, / la que nunca te miente». La evocación del padre, recientemente fallecido, está muy presente en estas páginas: el poema «Ariadna» nos presenta al poeta desorientado, como Teseo en el laberinto (imagen que reaparecerá más adelante), necesitado de una Ariadna que le preste su hilo para poder escapar. Impresionante es el texto dedicado al bluesman Howlin’ Wolf («Disco rayado»), en cuya durísima historia reco-

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noce retazos de sí mismo y de su historia familiar. En el desolador final del poema, la aguja encallada «recuerda / ese aullido del lobo y de la luna», hermanando así al poeta con el músico. Los poemas se hacen cada vez más oscuros, más desolados, hasta llegar al texto que marca un punto de inflexión en este viaje: en «Movimiento» afirma: «Y sigo aquí de pie / junto a mi tumba». Asumida la inevitabilidad de la muerte, cabe afirmarse en el goce cotidiano de la luz. Es posible salir del laberinto, gracias a esa Ariadna niña que acompaña sus días, o al ladrido providencial de Dylan, su perro, que hace que un Ulises ensimismado en negros pensamientos, perdido como una vez lo estuvo el poeta durante su infancia, regrese a Ítaca («Ladridos en el laberinto»). Es en lo cotidiano donde se va abriendo paso la luz de la redención: en la belleza de una flor («Movimiento»), en el trabajo diario («¿Cómo hacer el nudo de una horca?»), y también en la simbólica visita del padre fallecido que reconcilia al poeta con la propia mortalidad, en un poema de una radiante belleza («Sol naciente»). De la noche oscura del alma se ha pasado a un nuevo amanecer: el laberinto ciego se ha transformado en belleza visible y radiante, y el libro alcanza una nueva e inesperada luminosidad («y en medio de la noche rompe en luz», se dice en el poema significativamente titulado «Mirar»). Es la mirada del poeta capaz de combatir y aun ahuyentar el vacío existencial y hacer que la vida valga la pena de ser vivida. La misma mirada de José Daniel Espejo en Los lagos de Norteamérica, al que está dedicada otra de las mejores piezas de este poemario. Otro libro excepcional que tiene mucho que ver con el de Sandro Luna, por muchos motivos, entre ellos el tratamiento poético de la paternidad. Es en los últimos poemas donde la hija se muestra como la auténtica Ariadna de este laberinto: son bellísimos aquellos de los que es protagonista involuntaria ante la mirada enamorada de su padre: la niña dormida («Siesta») o —estampa de enorme ternura— tumbada en el suelo, abrazada al perro («Está cantando un pájaro»). Teseo sale del laberinto y Ulises encuentra la paz en una Ítaca en la que «está quieta la luna». Y, finalmente, el libro acaba como empezó, con la niña dibujando, imagen de la felicidad y la creatividad recobradas. A pesar de todo, el mundo está bien hecho: «Dirige mi deriva / el corazón de un niño».


Recomendaciones de Quimera Centroeuropa

Vicente Luis Mora Galaxia Gutenberg, 2020

Centroeuropa es una novela poliédrica. Bajo una aparente trama lineal, se esconden múltiples perspectivas, saltos en el tiempo y en el espacio, superposiciones de vidas en las que importa tanto lo que se cuenta como lo que permanece en silencio. Porque al final ese personaje enigmático que transita por la novela no es una sola persona, sino un compendio de múltiples historias y una metáfora de lo que ha sido, y es, Europa. Una narración apasionante que nos hace comprender, nunca mejor dicho, el suelo que pisamos.

Las manos cerradas Francisco Bescós Sílex Ediciones, 2020

Francisco Bescós es un reconocido autor de novela negra y, desde el 16 de mayo de 2015, padre de una niña con discapacidad, Paulina, que debido a una asfixia perinatal nació con una parálisis cerebral irreversible. Casi seis años después de este momento que marcó su vida, Bescós publica este conmovedor libro, a medio camino entre el testimonio y el ensayo, donde se vale de las herramientas de la ficción para desmontar algunos de los mitos que rodean la discapacidad: la propaganda de la superación, la imprescindible ayuda de los centros de educación especial o la sinrazón de integrar en la escuela ordinaria a los menores con trastornos graves. A través de un diálogo ficticio con la Paulina que pudo ser, Bescós nos ofrece un testimonio que, lejos de intentar dar ejemplo, muestra sin edulcorar las luces y las sombras que implica afrontar la paternidad en circunstancias tan adversas

Una casa lejos de casa

Clara Obligado Ediciones Contrabando, 2020

Este es un libro, para bien, híbrido, múltiple, anfibio, tanto en fondo como en forma. En su estructura, es un ensayo que le debe mucho a la biografía, a la crítica o al cuento. En su contenido se desplaza por un terreno movedizo, el que transitan aquellos que hacen de su lugar un espacio que no queda en parte alguna y, a la vez, pueden residir en cualquier territorio. Una magnífica reflexión sobre el exilio y la escritura que parte de lo concreto y nos ayuda a meditar sobre nuestro lugar en el mundo. Felicitamos también a la editorial valenciana Contrabando por su estupenda edición.

¿Quiénes somos? 55 libros de la literatura española del siglo XX Constantino Bértolo Periférica, 2021

Poco antes del fallecimiento inesperado de Julián Rodríguez, director de la editorial Periférica, encargó que seleccionara cincuenta y cinco libros de literatura en castellano a Constantino Bértolo, un clásico en la edición española, director de la editorial Debate y el sello Caballo de Troya. Aquí el resultado. En apenas dos o tres páginas repasa obras que van desde Unamuno hasta Chirbes, pasando por Ferlosio o Goytisolo. Un buen libro de referencias.

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Recomendaciones

El vientre vacío

Noemí López Trujillo Capitán Swing, 2020

La incertidumbre creada por la crisis económica de 2008 ha marcado a una generación de jóvenes españoles que aterrizó en el mundo laboral en el peor momento posible y que, más de una década después —y crisis del coronavirus mediante—, sigue sin alcanzar unas condiciones económicas que les permitan plantearse formar una familia. ¿Qué ocurre cuando el deseo de tener hijos se ve continuamente pospuesto por una realidad adversa? En este ameno ensayo que combina la autobiografía con los testimonios personales y un recorrido por la historia reciente de nuestro país, la periodista Noemí López Trujillo pone en palabras los dilemas que se esconden tras la decisión de retrasar la maternidad que hoy en día se ven obligadas a tomar tantas mujeres españolas, mientras luchan por salir de la precariedad.

Talleyrand

Xavier Roca-Ferrer Arpa, 2021

Charles Maurice de Talleyrand-Périgord (París, 1754-1838) es uno de los personajes más apasionantes de los siglos XVIII y XIX. Obispo y agente general del clero en Francia, confiscó los bienes de la Iglesia, fue presidente de la Asamblea Constituyente y ocupó ministerios y altos cargos diplomáticos con la Revolución, el Directorio, el Consulado, el Imperio napoleónico, La Restauración borbónica y la revolución de 1830. Con erudición y con una prosa seductora y amena, la biografía de Roca-Ferrer analiza este complejo personaje que, como reza el subtítulo del libro, «dirigió dos revoluciones, engañó a veinte reyes y fundó Europa».

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Hawthorne

Henry James Pre-textos, 2020

Quince años después de la muerte de Nathaniel Hawtorne (Salem, 1804 Plymouth, 1864), Henry James (Nueva York, 1843-Londres, 1916) recibe el encargo de escribir la biografía del autor americano, del que es un rendido admirador. La biografía de James no es un mero recopilatorio de datos históricos y anécdotas, sino una reflexión moral y literaria que explora la psique de Hawthorne (su retraimiento, su solipsismo) para analizar cómo, en una Nueva Inglaterra aislada de los círculos literarios de su época, pudo desarrollar una obra fascinante y compleja que constituye una de las bases de la narrativa angloamericana actual.

El libro de Miguel Delibes. Vida y obra de un escritor

Edición y textos de Jesús Marchamalo y selección de textos de Miguel Delibes a cargo de Amparo Medina-Bocos Destino, 2021

El año pasado fue el cien aniversario de este autor inmortal. Jesús Marchamalo, comisario de la exposición que se le dedicó en la Biblioteca Nacional, y Amparo Medida-Bocos, doctora en Filología Hispánica por la Universidad Complutense, unen esfuerzos para hacernos llegar un libro hermoso con una selección de textos y fotografías exquisitas por los que podremos conocer las costuras del proceso creativo de Delibes. Obra imprescindible para los amantes del autor de El camino, Las ratas, Diario de un cazador, Los santos inocentes y tantas otras inolvidables novelas.




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