Quimera Revista de Literatura | Número 460 | Abril 2022

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ColaborAN en este número:

José Abad, Arantxa Álvaro, Emile Blanche, Jordi Bosch, José Manuel Chico, Esteban Dublín, EDR archives, Luc Fraisse, Sheila Franch, Rubén Gallo, José María García Linares, Rebeca García Nieto, Alberto García-Teresa, Rodolfo Häsler, Javier Helgueta Manso, Max Hidalgo, Antoni Martí Monterde, Mario Martín Gijón, Paul Nadar, Andreu Navarra, Daniela Nicolaescu, Juan Peregrina Martín, Josep Maria Pinto, Sílvia Poch, J.-Y. Populu, Juan Pedro Quiñonero, Paz Monserrat Revillo, Andrea Reyes, Paco Roca, José de María Romero Barea, Eduardo Suárez Fernández-Miranda, José Antonio Vila, Otto Wegener Fotografía de portada y Dossier:

Marcel Proust en Venecia, sentado en la terraza del Hotel Europa (autor desconocido) Editor:

Miguel Riera

DirectorES: Fernando Clemot, Álex Chico, Ginés S. Cutillas y Jordi Gol JEFE DE REDACCIÓN:

QUIMERA. REVISTA DE LITERATURA – Abril 2022

Pese a su muerte prematura —casi la mitad de su obra publicada es póstuma—, Marcel Proust (París, 1871-1922) supo construir un corpus abundante y sólido que le ha convertido sin duda uno de los puntales de la literatura occidental del siglo XX. El peculiar estilo de los siete tomos de su monumental En busca del tiempo perdido, subjetivo, impresionista, moroso, de párrafo extenso y propensión barroca, que enfoca cada detalle hasta expandirlo y desarrollarlo ampliamente, supuso un revulsivo frente a los epígonos del realismo y los excesos naturalistas e inauguró una nueva forma de concebir la novela. Cuando se cumplen cien años de su muerte, su obra sigue estando vigente tanto para la academia como para los lectores y se sigue reeditando frecuentemente con nuevas traducciones y aparato crítico. En Quimera no hemos querido quedarnos al margen del centenario y por ello publicamos un magnífico dossier, coordinado por Sheila Franch, en el que algunos expertos en la obra del maestro francés analizan diferentes aristas de su poliédrica obra. ¡Larga vida a Proust! JORDI GOL - JEFE DE REDACCIÓN DE QUIMERA

Jordi Gol

Diseño: Xavier Balaguer Maquetación y cubierta: Jordi Gol Corrección: Cinta Moreso Web y redes sociales: Eva Díaz Riobello ISSN: 0211-3325 DL:

B 38779 /1980

Edita: Ediciones de Intervención Cultural S. L. C/Juan de la Cierva, 6. 08339 - Vilassar de Dalt (BCN) 937 550 832 www.revistaquimera.com redacciondequimera@gmail.com publicidad@revistaquimera.com pedidos@edic.es Imprime:

Gráficas Gómez Boj

El salón de los espejos

Andreu Navarra.

Entrevista a Paco Roca – 4

En la casilla de salida: España invertebrada,

Sobre La Pasión de Rafael Alconétar (Novelaberinto).

de Ortega y Gasset, cumple cien años – 52

Max Hidalgo conversa con Mario Martín Gijón – 10

José de María Romero Barea:

Proust

El valor desconocido, de Hermann Broch – 54

Entrevista a Jordi Bosch – 14

José Abad: 1985, de Anthony Burgess – 55

Luc Fraisse. Proust entre tres siglos – 18

Eduardo Suárez Fernández-Miranda:

Antoni Martí Monterde.

El color que cayó del cielo, de H. P. Lovecraft – 56

Josep Pla en busca de Marcel Proust – 26

Paz Monserrat Revillo:

Rubén Gallo.

La magia de lo común, de Araceli Esteves – 57

Mal de amores: ¿quién mató a Charlus? – 32

Juan Peregrina Martín:

Juan Pedro Quiñonero.

Melvill, de Rodrigo Fresán – 58

Proust y el libro que vendrá – 35 Derechos reservados. Prohibida la reproducción total o parcial de este número, sea por medios mecánicos, químicos, fotomecánicos o electrónicos, sin la autorización del editor. Quimera no retribuye las colaboraciones. Los colaboradores aceptan que sus aportaciones aparezcan tanto en soporte impreso como en digital. La redacción no devuelve los originales no solicitados ni mantiene correspondencia sobre los mismos. La revista no comparte necesariamente las opiniones firmadas por sus colaboradores. Esta revista ha recibido una ayuda a la edición del Ministerio de Educación, Cultura y Deporte.

El ambigú

El cielo raso

La vida breve

José Antonio Vila: Herta Müller, de Rebeca García Nieto – 59 Javier Helgueta Manso:

Arantxa Álvaro. Lo que no tiene nombre – 40

No, de Francisco José Martínez Morán – 60

Los pescadores de perlas

Periférica interior, de Laia López Manrique – 61

Microrrelatos inéditos de Esteban Dublín – 43

Alberto García-Teresa:

El castillo de Barba Azul Daniela Nicolaescu. Tres poemas – 44

Rodolfo Häsler:

Edificio Nautilus, de Inma Luna– 62 Rebeca García Nieto: Música que escucharé cuando hayas muerto, de Ismael Cabezas – 63

Einstein on the Beach

José María García Linares:

José Manuel Chico. La Ciudad de las Damas: del objeto

Poesía Esencial, de Mircea Cărtărescu – 64

escrito al sujeto escritor. La literatura como instrumento de emancipación en la obra de Christine de Pizan – 48

Recomendaciones – 65 3


E l s a l ón d e l o s e s p e j o s

Entrevista a Paco Roca Texto: Ginés S. Cutillas Fotografía e ilustraciones cedidas por el entrevistado ©

Le acaban de otorgar la Medalla de Oro al Mérito en las Bellas Artes a Paco Roca. Una semana antes de la gran noticia, quiso la casualidad que le escribiera para entrevistarlo, y no tanto por su excelente y sencillo trazo, que hace tan atractivas sus historias, sino por la trayectoria de su obra narrativa, tan pensada, sólida y coherente. Lo que más me interesa de su obra es la hibridación de géneros que practica, siempre desde el cómic, con el ensayo, la biografía, la autoficción y la memoria. Si a la admiración le sumamos lo afable de su talante, estoy en el punto de afirmar que quizá sea esta una de las entrevistas que más me haya gustado realizar, por la cercanía del entrevistado y por las similitudes encontradas en la conversación a la hora de entender ambos lo que es contar una historia.

Historietista, ilustrador, autor de novela gráfica, publicista, artista fallero, tertuliano radiofónico... Al final lo que a mí me gusta es contar historias. Es como intentar coger la realidad o parte de la realidad y ordenarla de cierta forma para que tenga cierto interés. Mi herramienta para hacer eso es el dibujo, pero tampoco es que me guste dibujar especialmente. Dibujar me gusta, pero lo que me motiva es contar historias. Con el tiempo he ido descubriendo que las puedo contar de otras maneras. He empezado a prescindir del dibujo, a tener pequeños textos que puedan funcionar por sí solos, también he descubierto la palabra en la radio, colaborando en programas como el de Pepa Fernández en Radio Nacional o en esa forma más espontánea de tertulia junto a Ramón Palomar donde no hay casi guion. Me encanta porque es otra forma de narrar. Disfruto de la improvisación porque es algo que normalmente en el mundo del cómic o de la novela no puedes hacer. Todas esas aportaciones al final van en la misma dirección, que es contar una historia. Todas te cubren una pequeña parte, todo está unido y todos los géneros se enriquecen entre ellos.

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Me parece muy interesante que consideres el dibujo como mera herramienta para contar historias. No es falsa modestia, pero no me considero un gran dibujante, lo que me gusta es contar historias y es verdad que cómo las dibujes también es parte de lo que estás contando: sería difícil separar el guion de la narración del dibujo. Para mí va todo unido porque en mi caso lo hago todo. Sería incapaz de dedicarme sólo a la ilustración o a las artes plásticas. Para mí el dibujo tiene sentido cuando tiene algo narrativo. No me interesa el dibujo por el dibujo. ¿Cómo llevas entonces cuando ilustras el guion de otro? Solo lo he hecho recientemente un par de veces. Es verdad que, cuando empecé, trabajé con un guionista, escritor de ciencia ficción, llamado Juan Miguel Aguilera. Yo soy autodidacta, no en el dibujo porque he estudiado Artes y Oficios, pero sí en lo de contar una historia. Me dio miedo empezar y por eso lo hice con este compañero, del cual aprendí mucho de su oficio. A partir de ahí he ido aprendiendo por mi cuenta y no suelo trabajar con guionistas. Dibujar el guion de otro lo he hecho dos veces. Una con El ángel de la retirada, con un escritor francés [Serguei Dounovetz], y la verdad es que no me gustó nada la experiencia. No por él, simplemente no me llenaba estar dibujando algo ya muy cerrado con el guion técnico, donde se te dice qué tiene que ir en cada viñeta. Me lo tomé como un encargo y no estaba muy motivado. La segunda vez fue con Guillermo Corral, en El tesoro del Cisne Negro, quien me contó la historia del Odissey. Como diplomático había vivido el caso de cerca y quería hacer el guion. Me echó un poco para atrás. No quería que me pasara lo mismo, así que le pedí que no fuera un guion técnico, sino que escribiera un relato y me diera la libertad para interpretarlo gráficamente. Ahí empezó un diálogo entre los dos donde mutuamente nos cambiábamos detalles. Al final de la historia ya no sabíamos muy bien de dón-


mil o finales de los noventa no había muchos manuales de cómo escribir las historias. Había en cambio muchos sobre cine. Mi forma de contar historias está muy unida al guion cinematográfico. Mis dos primeras obras están muy relacionadas con esta forma de contar las cosas, El juego lúgubre e Hijos de la Alhambra, incluso Arrugas o El invierno del dibujante son fruto de seguir estos libros de teoría cinematográfica a rajatabla. Luego ya me he ido relajando y he intentado huir de ello, porque el cómic está más cercano a la literatura que a lo audiovisual.

de salían las cosas, pero me hizo sentir partícipe de lo que estábamos contando y no solo la mano ejecutora. ¿Quiénes son entonces tus maestros en la manera de contar las cosas? Me refiero a lo literario y no a lo gráfico. Antes de autor eres siempre lector, claro. De niño solo leía cómics. Para mí es algo natural contar las historias con viñetas. Jugaba a hacer mis propios cómics. La literatura llegó un poco tarde. Recuerdo las novelas de aventuras, Julio Verne sobre todo, en la editorial Bruguera. Stevenson, Salgari... Fueron mis primeras lecturas. De hecho, El tesoro del Cisne Negro es un homenaje a este tipo de novelas: La isla del tesoro, las de Sandokán... Cuando eres lector te vas formando en cómo tiene que contarse una historia de una forma inconsciente: descubres cuál es el ritmo, cómo ordenar las cosas, lo que funciona y lo que no. Allá por el principio de los dos

Lo primero que publicas es tema erótico, allá por el 1994 en Kiss Comix y El Víbora, como muchos dibujantes de la época que no encontraban nada más en España, y que si querían hacer algo más tenían que irse a Francia o Bélgica para algo más realista, o a Estados Unidos o Canadá si era más de superhéroes. ¿Fue este tu caso? Había de todo. Había gente a la que le gustaba el erótico. Yo comencé a trabajar en publicidad con diecisiete años y fue mi principal fuente de ingresos hasta Arrugas. Estuve viviendo de la publicidad muy bien durante veinte años, pero me llegó a cansar. Mi sueño infantil era contar historias con viñetas, pero en el momento que decidí hacerlo habían desaparecido prácticamente todas las revistas donde me hubiera gustado publicar: El Cairo, Zona 84... Solo quedaban El Víbora, donde estaban publicando lo mejor de España y de fuera de España: Max, Gallardo, Miguel Ángel Martín... La misma editorial tenía Kiss Comix, que era esta revista pornográfica donde publicamos los que no teníamos donde publicar. Era muy rentable. Se notaba a quién le gustaba el porno: cuanto menos texto tuviera la historia más se notaba que le gustaba. Luego estábamos los que poníamos textos porque queríamos hacer otras cosas. La pornografía era un gran negocio. De hecho, era mucho más rentable publicar en Kiss Comix que en El Víbora. Yo empecé haciendo pornografía. Como bien dices, Arrugas, la obra que te libera del trabajo publicitario, se publica originalmente en Francia. España, desde los noventa más o menos, fue un desierto. No había público. Los ochenta fue un buen momento para las revistas, vendían mucho, se pagaba bien... En los noventa desaparecieron casi todas. El Víbora acabó cerrando. Subsistió un poco más gracias a la pornografía: lo que sacaba el Kiss Comix servía para pagar a los dibujantes de El Víbora.

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Entrevista a Paco Roca

Los autores durante los noventa vivían de publicar fuera de España, sobre todo en el mercado francés. A día de hoy sigue siendo muy normal vivir de un mercado que no es el tuyo. Así es como publiqué Arrugas en Francia en el 2006. Todavía no había un mercado fuerte en España. Arrugas fue elegido como uno de los veinte mejores cómics del año en Francia y a partir de ahí fue publicado en España por Astiberri.

Y llegaron los premios. ¿Cuál es el que realmente te cambió la vida? Yo creo que fue el premio del Salón del Cómic de Barcelona. Ya en el 2006 la crisis económica se dejaba notar. Yo trabajaba por la mañana y por la tarde me dedicaba a dibujar, que ya empezaba a dar algo de dinero. Fue Arrugas quien me puso en el mercado. A partir de ahí todo lo que he hecho se ha vendido bien, pero también hacia atrás. Al poco llegó el Premio Nacional del Cómic. Eso me puso en otro mercado: el de charlas en las universidades, el de los viajes, el de la cultura... Desde entonces no ha habido una semana en la que no haya hecho una entrevista o una presentación o no haya tenido un viaje. Se tradujo a otros idiomas, apareció un productor que quería hacer una película. De repente se desencadenaron un montón de cosas que no han parado hasta hoy. Mi vida ya no ha vuelto a ser igual. Y el Eisner en 2020 como colofón perfecto. Sí, vivimos en una globalización en la que la cultura americana tiene mucha importancia. Si no pasas por allí, no llegas a todo el mundo. Es un poco como hacer una gira

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de conciertos por Estados Unidos a lo Rolling Stones o a lo Beatles: tenían que hacerla para ponerse en el mapa. La casa, por ejemplo, que había funcionado muy bien y había obtenido algún premio en Francia, y se había publicado en Japón o Corea, a partir del Eisner tuvo una segunda vida. El País, por decir algo, hizo un listado con los mejores veinte cómics de España y La casa no estaba. Después del Eisner se hizo otra y aparecía como el cuarto o quinto. Este fue uno de los premios que notas que tiene repercusiones inmediatas.

La casa es un buen ejemplo para hablar de la autoficción que impregna tu obra. Desde Memorias de un hombre en pijama pasando por Regreso al Edén, utilizas tu propia vida para contar la historia. Necesitaba una voz en primera persona. En el mundo del cómic, hasta la novela gráfica, había poco espacio para la voz del autor, no como en el cine o la literatura. Evidentemente, si conocías al autor, podías ver su personalidad entre líneas, pero no quedaba claro, quizá hasta Contrato con Dios, de Will Eisner, o Art Spiegelman, cuando se dibuja entrevistando a su padre, el autor no estaba presente. Es bastante reciente. Cuando me encargaron esta tira de prensa [«Memorias de un hombre en pijama»], primero en Las Provincias y luego en El País Semanal, me pareció interesante investigar ese camino, para no aburrirme y para tener siempre cosas que contar. Miré qué estaban haciendo Cercas, Pérez Reverte o Millás en sus columnas de prensa. ¿Por qué no hacer esto en el mundo del cómic? Puedo contar las cosas que me interesan desde mi voz. Por la invasión del cine en la viñeta es como un tipo hablando a cámara. Puede ser la realidad o no, y desde ahí hablar de cosas más abstractas y exponer todo tipo de reflexiones. Es verdad que te expones, pero solo hasta donde tú quieres, como cualquiera de los escritores que hemos citado. Confundir al lector le da verosimilitud a lo que estás contando. Por ejemplo, Los surcos del azar es una trampa: es una entrevista ficticia que creo a partir de un personaje real desaparecido. La mejor manera que encontré para contar aquello fue dibujarme a mí mismo y meterme en la historia para hacer creer al lector que lo estaba viviendo. En este caso era un truco narrativo y una reflexión de cómo el entrevistador puede manipular la historia a su antojo. También he utilizado el yo de otras maneras. En La encrucijada es un yo más desnudo. En Memorias de un


hombre en pijama se cuentan las cosas desde una exageración y un humor, pero La encrucijada es más un ensayo, sin nada de ficción, y ahí sí que expuse más determinados miedos. No te puedes quedar a medias cuando estás escribiendo historias, tienes que lanzarte con todo. Si te desnudas más, pues te desnudas más. Hay que ser honesto: no puedes contar lo que quieres contar y al mismo tiempo intentar cubrirte para no mostrar más allá de lo que quieres. Tienes que hacerlo y ya está. A veces el problema no es conmigo sino con los demás: mi mujer, mis hermanos en el caso de La casa, mi madre en el caso de Regreso al Edén. Ahí sí que me da cierto pudor. Entonces le pongo una pátina de ficción para que no se sientan tan vulnerables. Como Cercas y el ensayo-ficción que practica, tú también mientes para decir la verdad. Miento en lo que necesito mentir. Por ejemplo, en Los surcos del azar miento en el truco narrativo, pero no en lo que cuento. Digamos que es el antirrelato de memoria histórica. En lugar de construir una historia a partir de un testimonio, con todas las falsedades en las que la memoria pueda incurrir, yo lo hago al revés: con toda la documentación construyo un personaje que por su boca dice todo esto. Es el caso contrario al testimonio. Necesitas de ese truco: el truco es mentira, pero lo que estás contando es verdad. Pero el personaje sí que existió... Existió, pero no lo conocí. Todo lo que se sabe sobre La Nueve viene de un libro escrito por Raymond Dronne, que era el capitán de la compañía. En los ochenta amplió el diario de guerra que llevaban todos los oficiales, lo pulió y lo publicó en un par de volúmenes. El primero está dedicado a La Nueve. Habla de sus componentes y cita a muchos, pero se detiene bastante en Miguel Campos, un hombre excepcional que era el típico héroe, valiente, aguerrido, anarquista... Cuenta sobre todo los actos de sabotaje que hacía, se infiltraba en las líneas enemigas para hacer volar por los aires un Panzer, por ejemplo. En una de esas despareció, nunca se encontró el cuerpo. Lo que dio paso a la especulación, porque coincidió con la invasión del Valle de Arán. Otros dicen que desertó porque estaban tratando a La Nueve como carne de cañón y que se había ido al norte de África para cuando comenzara la invasión participar en ella. Cuando leí todo esto, me encajó perfectamente como personaje de una historia. Se

puede especular con él porque no hay una muerte certera y se le pueden poner encima un montón de atributos. Cuando yo hice esta historia quedaban solo cuatro vivos de La Nueve, pero sus historias ya eran muy conocidas. Prefería a alguien con quien pudiera ficcionar. Muchos de los investigadores anteriores que habían intentado localizar a su familia, como Robert Coale, habían fracasado, no conseguían pasar nunca de cierto punto.

Dentro de La Nueve había gente muy joven que venía de la quinta del biberón, que ya tenían por entonces unos veinte años, otros que venían de Argelia, también jóvenes. Había otros de treinta o cuarenta años, como Campos, que se habían alistado muy comprometidos con la causa. Estos entendí que podían tener familia, por eso le inventé que podía estar casado, haber tenido hijos... Cuando se publicó Los surcos del azar recibí a los pocos meses el correo de la nieta de Miguel Campos. Una amiga que sabía la historia de su abuelo se lo había regalado. Me decía que su madre no había llegado a conocer a su abuelo, que su abuela estaba embarazada de ella cuando Miguel Campos se tuvo que ir a la guerra. Me preguntó dónde estaba su abuelo y que a su madre le iba a dar un infarto cuando supiera que su padre seguía vivo. Lo último que había sabido su madre sobre él es que se había alistado al Ejército francés en el norte de África y que había muerto en combate. Tuve que admitir la ficción. Sin embargo, había creado un personaje que coincidía. Menos mal que ella no se

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Entrevista a Paco Roca

había atrevido todavía a decirle nada a su madre. Al principio fue una desilusión para ella, pero luego ha sido increíble todo lo que ha pasado. Le puse en contacto con el historiador Robert Coale y a partir de ahí comenzaron a reconstruir su historia. Su hija se dio cuenta entonces de que su padre había sido un héroe de guerra. La invitaron a todos los actos que hay en Francia, y hay muchos, de homenaje al ejército de liberación, incluso le dieron una medalla póstuma a Miguel Campos en el ayuntamiento de París de la mano de Ana Hidalgo, que la invitó al desfile de ese año. La hija pasó de no saber nada de su padre a ir a todos lados como la hija de un héroe de guerra. Fíjate cómo los caminos de la ficción alteran la realidad. Eso me pasó también en El invierno del dibujante, donde cuento la historia de cinco dibujantes que se van de Bruguera. Tú coges de la realidad lo que te interesa. La historia real es que la empresa que montan fracasa por varios motivos y la editorial les da un suculento incentivo de cincuenta mil pesetas de la época para que vuelvan, y lo hacen encantados. Esa es la realidad. En la ficción me interesa la historia de que Bruguera se encarga de hacerles la vida imposible para que no tengan más remedio que regresar, y lo hacen, pero esta vez no de buena fe, sino como unos fracasados. Cuento de la realidad lo que me interesa para que funcione la historia. Días después de publicarse, quedé con el nieto de Escobar y me dijo que ahora entendía por qué su abuelo jamás hablaba de la revista, de su amargura. Acaban comprando la realidad de la ficción. Es una manipulación de la realidad, pero encaja mucho mejor. La ficción te ayuda a comprender mejor la realidad. Le das mucha importancia también a la memoria. La casa es un homenaje a tu padre y Regreso al Edén a tu madre. Sabemos que la memoria es fragmentaria, subjetiva y mentirosa. ¿Cómo la trabajas en tus proyectos? Las dos historias van unidas. Hasta La casa no había hecho nunca una historia tan personal, aunque fuera ficción. La hice porque mi padre acababa de morir. Cuando cuentas una historia partes de unos hechos, por ejemplo los de La Nueve. Encima añades unas emociones, unos personajes y un tema, como puede ser la frustración de estos personajes. Normalmente yo trabajo así. En el caso de La casa fue al revés: quería hacer una historia con lo que estaba sintiendo en ese momento y

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tenía que ser entonces, a los pocos meses de morir mi padre, porque si no hubiera sido muy diferente. Quería explorar hacerlo en caliente. Partía de unos sentimientos, pero no sabía lo que quería contar. Fue una manera diferente de trabajar y a la vez muy complicada, porque no sabía si aquello tenía interés para alguien. Un mal paso y todo se hubiera caído, porque no había una estructura debajo. Me di cuenta entonces de que sabía muy poco sobre mi padre, que nunca me había sentado con él. Era una generación que contaba poco. Esa espinita clavada me despertó el interés por la historia familiar. Se había perdido la memoria de mi padre porque no había sido capaz de asesorarla. Lo que intenté es reconstruir su vida hablando con su hermano, su hermana y otros familiares. Empecé a grabarles en entrevistas, y entre estas entrevistas grabé también, claro, a mi madre, para que no me pasara lo mismo que me había pasado con mi padre. Cuántas historias interesantes se han perdido porque nadie las ha escuchado. Ninguno de mis familiares tiene una vida aparentemente excepcional, son currantes de clase media. Mientras grababa a mi madre me pregunté por qué esta gente no podía ser protagonista de una historia, cuando precisamente su mérito radica en haber sobrevivido como podían. Eso es lo me decidió a contar la historia de mi madre. La misma que podía haber tenido cualquier mujer de esa época. De repente la normalidad tiene un interés y se convierte en algo extraordinario. De ahí nace Regreso al Edén. Yo tengo dos niñas pequeñas que si en algún momento tienen interés podrán ir a unos videos y a unos audios en los que su abuela cuenta la época que le tocó vivir. También fue muy enriquecedor para el resto de familiares octogenarios que durante unos días fueran protagonistas de un relato en el que nadie los interrumpía. A veces los juntaba y salían cosas que jamás habían contado. Creo que fue muy importante para ellos sentirse escuchados. La casa para mí fue una especie de duelo. Mientras la estaba haciendo mi padre estaba vivo y podía dialogar con él. Podía poner cosas en su boca que nunca dijo pero que me hubiera gustado que dijese. Pude reflexionar, entenderlo. Había momentos que trabajaba con lágrimas en los ojos, pero tuvo un efecto sanador. Cuanto menos te expones, menos sanador es. Si no eres honesto, ¿de qué te sirve hacer este tipo de obras? Cuando te enfrentas a un tema es porque quieres saber de él: quiero saber cómo voy a soportar la ausen-


cia, quiero saber por qué esta fotografía es importante para mi madre. Empieza a crecer una pregunta sin saber muy bien a dónde te va a llevar. Las historias que empiezas desde una curiosidad o una reflexión son las que te hacen crecer: no te pueden dejar igual desde que las empiezas hasta que las acabas. Si no te cambian es que no has entendido nada por el camino. La casa es sin duda el cómic que más me ha cambiado y seguramente Regreso al Edén el segundo. Hablando de la fotografía que provoca Regreso al Edén, veo que utilizas los documentos gráficos como retratos o mapas en la propia obra. Ese material, que se suele poner al final del álbum como apéndice de documentación o simple curiosidad, tú lo utilizas en la propia obra como catalizador de la ficción. Muchas veces tienes que recrear cosas que nadie ha visto. Ahora, por ejemplo, que estoy trabajando en otra obra sobre la memoria, me llegan testimonios de la gente, en muchos casos testimonios de segundo nivel, no directos. Cuando tienes que dibujar esos testimonios te das cuenta de que hay cosas que no cuadran, de que la memoria es falsa. De pronto te ves reconstruyendo la escena de un crimen, muchas veces eres el primero que lo hace. Cuando partes de la fotografía ya tienes ahí el material, en una fotografía de época puedes ver cómo anda un personaje, cómo se comporta, de alguna manera. Esa fotografía le aporta al lector un sello de realidad. Utilizas entonces el documento en dos sentidos: el primero, en lo que se llama la docuficción, a partir del documento creas la ficción; pero también al revés, la ficción la apoyas en el documento para darle verosimilitud al relato.

Sí, pero no me preocupo de esa documentación a priori. Primero cuento la historia como creo que se tiene que contar. Sí que es verdad que me leo libros de historiadores o lo que necesite para crear los bocetos. Solo en la fase final intento encontrar fotografías para dibujar un camión según como fuera en la época que estoy recreando. Si en ese proceso encuentro una fotografía que refleja perfectamente lo que quiero contar, la pongo sin más. En el dibujo hay detalles que no puedes inventar. Me baso también mucho en películas españolas de la época, ya que las fotografías de los cuarenta para atrás solo reflejan momentos importantes como bodas; no se retrata la vida cotidiana del ama de casa, por ejemplo. Esas escenas íntimas aparecen mucho en las películas. Me he dado cuenta de que saco mucho material del canal Somos, ese canal que solo emite películas españolas antiguas. También saco mucho material de las novelas de la época. Para El invierno del dibujante me vino muy bien La colmena, también las novelas de Azcona. Allí encuentras expresiones que ya no se utilizan pero que a veces te vienen muy bien, como «este tabaco de picadura huele a uña quemada». Jamás se te ocurriría decir algo así. Y hablando de cine, ¿cómo ha sido tu experiencia del paso a este medio de tus obras? Hasta ahora se ha hecho Arrugas, Memorias de un hombre en pijama y ahora se está pasando El secreto del cisne negro a una serie dirigida por Amenábar. El proyecto de una película de animación del hombre en pijama en principio lo iba a dirigir yo, pero no me acabó convenciendo y me salí. La de Amenábar es la primera que se hace en imagen real de algo que yo he hecho. Hay dos proyectos más. Uno es La casa, también en imagen real, dirigido por un director valenciano llamado Álex Montoya, y Daniel Monzón tiene los derechos para Los surcos del azar. En Arrugas y Memorias de un hombre en pijama estuve como guionista, aunque básicamente en Arrugas pasé un story board y fue el director, Ignacio Ferreras, quien mediante conversaciones lo fue ajustando. En el segundo caso, sí escribí un guion, y me di cuenta de que no estoy acostumbrado a trabajar en equipo. Tú estás preocupado por contar una historia y otros están más preocupados de lo que tiene que ocurrir en el minuto tal, reutilizando la fórmula del cine. Es poner una fórmula a lo que no lo tiene: la creatividad.

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Sobre La Pasión de Rafael Alconétar (Novelaberinto) Max Hidalgo conversa con Mario Martín Gijón Por Max Hidalgo Nácher Max Hidalgo Nácher: La Pasión de Rafael Alconétar. Novelaberinto es un libro excesivo, monumental: en sus setecientas cincuenta páginas, escritas durante unos ocho años, se retoma el género bíblico para narrar, a modo de unos nuevos evangelios, la vida de un personaje en torno al cual se hizo posible una comunidad en la que convergían vida y escritura. ¿De dónde surge esta fabulación? ¿Qué te lleva a escribir este «novelaberinto»? Mario Martín Gijón: Pues ni yo mismo lo sé. Todo partió de imaginar qué pasaría si alguien intentara enseñar literatura de otra forma, como una forma de vida, en el marco de una universidad tan estrecha como suelen serlo las de este país nuestro. No sé si a ti te pasaría, pero cuando uno empieza una carrera como Filología Hispánica por vocación y amor a la literatura y se encuentra con lo que se encuentra… pues la decepción es muy grande. Luego con los años uno lo ve con perspectiva y achaca esas ilusiones a la ingenuidad adolescente, pero a la vez siente nostalgia de esa ingenuidad, consustancial a la juventud que se va perdiendo. Ya dice el más cínico (o el más realista) de los personajes, Jaime Becerril, que la literatura es la prolongación de la adolescencia por otros medios… M. H. N.: En ella se aprecia además cómo convergen otras de tus pasiones: la poesía (de la que aparecen fragmentos a lo largo de la novela, no solo en castellano) y la investigación (pues todo el relato tiene la estructura de una indagación). La novela construye una intriga que se va tejiendo y destejiendo a partir de un vacío central condensado en un nombre propio: Rafael Alconétar. Los testimonios de los personajes constituyen una visión caleidoscópica de un personaje huidizo y ausente. Su muerte, desaparición, suicidio o asesinato es el motivo que permite urdir una trama en la que

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se entrecruzan los más variados puntos de vista dando pie a las más diversas hipótesis. Alconétar es, en cierto sentido, esa tercera persona de Benveniste (la no-persona, el ausente) que se contrapone en nuestras lenguas al yo y al tú de la enunciación, el cual vive en la boca de los demás, y sólo emerge en primera persona en algunos fragmentos de escritura, en las Sangradas Escriaturas de Alconétar, como sujeto de escritura. Su personaje y su obra hacen posible contar otra historia, abrir un nuevo espacio de experiencia que habría quedado elidido hasta el momento. Sara Gutiérrez, investigadora del futuro, lo presenta como «el mayor desconocido de nuestra literatura», abriendo de ese modo la posibilidad de un porvenir. ¿Qué representa para ti la existencia, hipotética o potencial, de Alconétar? M. M. G.: Lo dicho antes: una vida extrema, un cuestionamiento de todas las certezas, una radicalidad en la vivencia que echo de menos en la literatura actual. También una enseñanza que enlaza con la de Pier Paolo Pasolini en su «Gennariello» y sus Cartas luteranas, no una didáctica sino una di-táctica, táctil e ideadora de estratagemas lúdicas tramadas con sus alborotados discípulos. M. H. N.: La novela combina personajes reales y ficticios. Podríamos preguntarnos, con relación a los primeros (aunque, ¿por qué no?, también respecto al resto), qué hay en un nombre: Dolors Cavalls (el dolor y los caballos), Susana Cordero (cordero de Dios que quitas el pecado del mundo)… Por las páginas de la novela desfilan también, entre otros, Fernando Valls, Giorgio Agamben, Slavoj Zizek, Félix Rodríguez de la Fuente, Macario Vargas Losa y Clarice Lispector, esta última escribiendo en portugués en una novela que incluye poemas en alemán y fragmentos en catalán, además de referencias —no siempre amables— a representantes locales de la cultura. Te he escuchado


Mario Martín Gijón. Fotografía cedida por el autor ©

decir en ocasiones que escribes a partir de voces, voces que escuchas y a las que das cauce a través de la escritura. En esta novela, este procedimiento se torna literal. ¿Qué es lo que te ha llevado a dejarte poseer por voces tan diversas? ¿Cuáles han sido las dificultades? ¿Cómo ha sido la experiencia? M. M. G.: Pues ha sido una experiencia única. Para mí, que soy de distancias cortas (poemas breves, artículos, relatos o novelas cortas hasta ahora) fue un privilegio que estos personajes me acompañaran durante tanto tiempo y tantas páginas, que dieran tanto de sí. La escritura de esta novela, o lo que sea, me sirvió de refugio también en épocas difíciles y de justificación en medio de otras tareas y labores menos gratas. Por absurdo que pueda sonar tratándose de seres ficticios, les estoy agradecido, y cuando puse punto final a la obra, me invadió la melancolía. A veces añoro esa época de escritura, la echo de menos. Rafa, Dolors, Pedrito, Jaime… Os echo de menos. M. H. N.: La novela fabula un rescate arqueológico: introduce a un autor inexistente en la historia literaria para transformarla de raíz. La estrategia consiste en tomar un elemento excluido (generalmente tomado como periférico o marginal) para, colocándolo en el centro, reformular un paradigma. Este ejercicio me parece que tendría uno de sus paradigmas en los trabajos

que has hecho sobre autores exiliados como José Herrera Petere o Máximo José Kahn. Giorgio Agamben, que en alguna ocasión presentó a José Bergamín —un tercer exiliado— como su maestro, dice en tu ficción: «Rafael Alconétar, el escritor español que más me ha interesado después de Pepe Bergamín». Por otro lado, el colofón de tu libro está dedicado a Unamuno, que aparece como el «autor de Cómo se hace una novela», libro que habla, entre otras cosas, del nexo de intimidad entre vida y literatura. Con todo ello, pienso que tu libro plantea una relación viva con la tradición, ni autoritaria ni tradicionalista. O dicho en otros términos: la necesidad de darse una tradición. ¿Cuál piensas que es la importancia de la tradición en una novela como la tuya y, más en general, en la literatura? M. M. G.: Está claro que la tradición es una labor de criba. Es criba lo que prefiera cada uno. No se puede ni debe leer todo, y dependiendo de si nos merece más atención Cela o Cortázar, Celaya o Celan, Lispector o el último inspector de moda, estaremos domesticando o rebelando las mentes y los cuerpos. Yo opto por lo segundo, por arriesgado que resulte. M. H. N.: Leyendo tu libro no puedo evitar pensar en una vida que no fue. La vida de Alconétar aparece aquí como la remisión a un pasado intenso y heterodoxo; y la desaparición del personaje, a una suerte de cierre de época. Parecería que en ese proceso estaría en juego la promesa de otra vida, que se abría con la literatura, y su cierre. Lo que me hace pensar, por analogía, en la transición política española y en un libro como Culpables por la literatura, de Germán Labrador, así como en la trayectoria de intelectuales como Fernando Savater, que tuvo como maestro a Agustín García Calvo. Dolors se refiere a este cierre de época: «Dejar los estudios y volver a Barcelona, poniendo tierra de por medio. Cambiar mi corte de pelo, mi estilo de vestir y de vivir. Buscar un trabajo y acomodarme en esa agencia de viajes donde organizo los sueños de otros, planeando las escapadas que nos quedaron por hacer […]. Y así, cuando veo mis fotos de adolescente, reconozco que antes de conocerlo era una chica airada y malencarada, infeliz por no poder cumplir mis deseos y ser como quería. Pero ahora, al sorprender el rictus amargo de mis labios y las patas de gallo cada vez más aferradas a mis ojos cansados, comprendo que soy una mujer infeliz porque ya no tengo deseos que cumplir, y que bajo mí crece la cólera como un tumor invisible frente

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E l s a l ón d e l o s e s p e j o s

al que prefiero seguir viviendo como si nada ocurriera. Y es que nada ocurre. Desde que él se marchó, nada ha ocurrido». Es la propia Dolors quien añade: «Los que te asesinaron, asesinaron a la literatura». ¿Cuál es el lugar de la política y de la literatura para ti en todo esto? M. M. G.: Creo que esta novela no gustará a los dogmáticos de ningún bando. A algunos les rechinará la faceta donjuanesca de Rafael Alconétar (¡machista!) y a otros su panfleto «Enaltecimiento del terrorismo» o la sátira que hace del conserbasurismo español. Alconétar ensalza a Gabriel Matzneff y Drieu La Rochelle, pero también a Elfriede Jelinek o Chantal Maillard. Para él, la verdad no está del todo en ningún lado. Pero si leemos sus «escriaturas» con una mente más abierta, veremos que en realidad lo que cuestiona es el adocenamiento y doma de todas nuestras quimeras a través de los dispositivos de control que nos sorben el cerebro desde las pantallas de nuestros móviles. En ese sentido, como dice Pedrito, era un revolucionario. Aunque tampoco hay que descartar que, como dice Jaime, sea un farsante, y quizás nos merezcan más afecto y respeto Dolors Cavalls o el propio Pedrito, tan entrañable. O el desencantado maestro Josué Pérez Williams, imaginario cabalista, o el librero Antonio Tejedor, o la oriental Yumiko, que orientó a Rafael hacia el sol naciente, o tantos otros y otras. M. H. N.: La novela bascula entre dos polos constitutivos de la literatura moderna: la transgresión y el juego. En el primer polo ocupan un lugar importante las experiencias sexuales, que en la novela gravitan en torno a Alconétar, quien afirma en la novela: «El sexo es lo único que puede salvarnos de nuestros propios límites, enseñarnos otra manera de vivir. ¿Cómo, si no, hallaremos la calma? ¿Cómo, si no, dejaremos descansar el corazón? ¿Cómo olvidar cada uno de nuestros fracasos? El sexo, Dolors, se basta para ofrecer una tregua al mundo, pues solo las pasiones intensas fijan el destino de las personas. Sólo entrando en lo angosto se puede vencer la angustia…». El segundo polo remitiría a la materialidad de la literatura, a los paragramas y los juegos de palabras. Así, se lee —en un ejercicio cercano al de tu poesía— «En lo negro, era apedreada. Yo te la pido. Esa piedra del co(n)razón me la pidáis. No podía ver quiénes eran mis verdugos enmarañados, enmascarados en lo oscuro más abso-luto por mi muerte, luto gozoso e insultante-ando mi sangre. No saber quiénes acaban contigo, conmigo. ¿Lo supiste tú, en la cegadora luz de agosto, angosto túnel de luz hacia la des aparición que no llega?».

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Mario Martín Gijón. Fotografía cedida por el autor ©

Ahí veo dos tradiciones de la literatura moderna, que podrían remitir —por decirlo rápido— respectivamente a los nombres de Georges Bataille y de Lewis Carroll. ¿Piensas que tu obra se deja leer desde esta tensión? Para orientar a los lectores, ¿podrías indicar un paideuma a partir del cual se construye tu escritura? M. M. G.: No sé si podría, pero, como diría Bartleby, preferiría no hacerlo. James Joyce dijo que esperaba que su Finnegans Wake, que al fin y al cabo le costó diecisiete años escribir, tuviera ocupados a los críticos durante trescientos años. Yo no aspiro a tanto, pero tampoco voy a poner anteojeras para un libro que lo que pretende es abrir los ojos. M. H. N.: La obra está plagada de parodias y de homenajes. Uno de estos homenajes es el que dedicas a Julián Ríos, a través de invenciones como «Spain is pain», «yo soy el que es hoy» o «escrivivíamos», provenientes del escritor gallego. De hecho, además de emplear invenciones de este tipo y de poner en práctica algunos de sus procedimientos, lo nombras en una enumeración referida a Alconétar, de quien dices que era «más enigmático que Pynchon, más lascivo que Kundera, más innovador que Julián Ríos y más desazonado que Franz Kafka». En estos días Jekyll & Jill acaba de reeditar Larva. Babel de una noche de San Juan, libro publicado por vez primera en enero de 1984... ¿Cuál piensas que es el lugar de Ríos en la literatura contemporánea? ¿Qué relación tienes con su obra? M. M. G.: Julián Ríos es para mí uno de los escritores que cuentan, aunque a veces no cuente nada, pero nos maravilla con el juego de su escritura. Y me siento en empatía con la tradición que reivindica ese gran gallego, con James Joyce o con Arno Schmidt, el autor del maravilloso (e intraducible) Zettels Traum, solo por el cual valdría la pena aprender alemán, un escritor al que han reivindicado Ríos y Goytisolo. Esos intertextos que mencionas eran para mí, también, una manera de que esos Ríos de escritura sirvieran como afluentes que vivificaran la fantasía de mis protagonistas. Una suerte de homenaje, desde luego.


Proust Entrevista a Jordi Bosch – 14 Proust entre tres siglos Luc Fraisse – 18

Josep Pla en busca de Marcel Proust Antoni Martí Monterde – 26

Mal de amores: ¿quién mató a Charlus? Rubén Gallo – 32

Proust y el libro que vendrá Juan Pedro Quiñonero – 35

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Entrevista a Jordi Bosch Texto: Sheila Franch Fotografía: Sílvia Poch ©

Jordi Bosch (Mataró, 1956) es un reconocido actor y director teatral en Cataluña. Ha participado en obras tan prestigiosas como Els gegants de la muntanya (1990), El jardín de los cerezos (2000) o El rey Lear (2015). También ha protagonizado papeles en la televisión y en la gran pantalla. El pasado marzo estrenó en el Teatre Lliure el recital dedicado a En busca del tiempo perdido de Marcel Proust, interpretado por Claudia Benito, Jordi Boixaderas, Mario Gas y Emma Vilarasau.

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A lo largo de tu carrera como actor y director teatral has representado a muchos personajes que pertenecen a grandes obras de la literatura universal. ¿Cuál es tu relación con la literatura desde la perspectiva de actor y director teatral? Creo que los actores —intérpretes—, cuando nos enfrentamos a esta cantidad de textos extraordinarios, ya no de la historia de la literatura sino de la historia teatral, nos damos cuenta de la grandeza de estos textos. Y esto está relacionado con mis carencias personales: yo vengo de medicina, y de medicina acabé pasando a ser actor. En medicina tan solo estuve un año y luego fui a parar directamente al mundo de la interpretación, sin pasar por una escuela especializada. Entonces, ya como adulto, me di cuenta de que quería conocer un poco más la base de la literatura, de la palabra. Y gracias a la Universitat Oberta de Catalunya (UOC) pude estudiar Lengua y Literatura. ¿En la UOC? ¡Qué interesante! Sí, gracias a la UOC. Era como si fuera una Filología, pero con la reforma de Bolonia se eliminó la filología y se fundó lo que posteriormente se llamó Lengua y Literatura catalana. Es lo que me permitió abrir esta pequeña ventana para conocer a todas estas «bestias», como digo yo. Viniendo del mundo de la ciencia, yo no era una persona muy acostumbrada a leer, por lo que el estudio posterior me ha abierto un amplio abanico de grandes autores y me ha permitido entrar con más profundidad en la palabra. Hay que sostener aquello que realmente defiendes encima de un escenario a través de la palabra. Y te das cuenta de la importancia que tiene explorar más la literatura. Es el punto de vista que me ha servido como interprete y como actor, porque pienso que la palabra sigue siendo muy importante en el escenario. Yo, como director, soy un principiante, prácticamente virgen: me he limitado a organizar espectáculos, sobre todo de poesía. Yo soy un amante de la poesía que me tropiezo con Marcel Proust y me pregunto por qué me provoca lo que me provoca, porque él trasciende la línea de la poesía. Parece que sea un

poeta entre líneas, por eso conecto tanto con él. Vestir un poco la palabra para que luzca por ella misma y tire hacia adelante: esta es mi única experiencia como director. Humildemente, no creo que pueda definirme como director, ¡ni mucho menos! Y la obra sobre Marcel Proust consistirá simplemente en organizar sus palabras para que estén acompañadas de música, de pequeñas imágenes… La intención es que quien la vea perciba la ráfaga de Proust. ¿El estreno en el Teatre Lliure sobre los siete volúmenes de En busca del tiempo perdido es tu primera aproximación a la figura de Proust o ya lo habías leído anteriormente? Yo lo descubrí hace unos diez años. Hace una década que lo conozco y me acompaña. Fue gracias a una gran fan de Proust, que me dijo: «Lo tienes que conocer, a este autor lo tienes que conocer». Entonces cogí el primer libro y allí se me abrió el mundo de Proust, que me emociona; y al primer libro sucedieron el segundo y el tercero y el cuarto… hasta el séptimo. Notaba que franqueaba una barrera, que era un poco como aventurarse en un desierto. ¡Somos cuatro los que lo leemos! [Risas]. He revuelto libros y libros que hablan sobre Proust y parece que todos se quedan en el primer y el segundo volumen y después saltan al último, El tiempo recobrado. ¿Y qué hay de los cuatro restantes, que son tan importantes? Sí, totalmente de acuerdo. Y esta es mi historia. Fue entonces cuando me percaté de que nos acercábamos a un centenario y pensé: ¡qué mejor que llevarlo al teatro! No es que su obra hable mucho de teatro, pero habla de arte y qué mejor lugar para hablar de Proust que un lugar donde se exhibe el arte con mayúsculas, como el Teatre Lliure. ¿Fuiste tú quien lo planteó, entonces? Sí, vine al Lliure, expliqué el proyecto y tuvieron la sensibilidad de acogerlo. Sobre todo con motivo del centenario; evidentemente, siempre es bueno montar algo sobre Proust, pero decidimos aprovechar esta efeméride para que se escuche su palabra.

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Entrevista a Jordi Bosch

Claro. De hecho, hace poco han reeditado el libro Máximas y pensamientos de Marcel Proust, donde extraen de los siete volúmenes las máximas de su pensamiento. Esto lo quería relacionar con los siete recitales sobre En busca del tiempo perdido en el Teatre Lliure, ya que también son fragmentos seleccionados de su obra. ¿Crees que esta manera fragmentada de leer los textos puede sesgar la mirada del lector? ¿El público se podría quedar solo con estas máximas sin acudir a la propia obra? Un aforismo, un pensamiento, siempre es bonito. Si esto, tal y como tú dices, despierta el impulso de conocer mejor al autor, pues perfecto. Es cierto que si se queda solo con este pequeño pensamiento es como recortarlo un poco, pero esto es algo aplicable a todos los autores. Es como decir de repente: «Ser o no ser». De Shakespeare nos podríamos quedar con pequeños fragmentos: «Mi reino por un caballo», por ejemplo. Pero es al ponerlo dentro de su contexto cuando todo el conjunto tiene sentido. Si te quedas con esto como pensamiento es diferente. Sí, el fragmento está bien siempre y cuando estimule la lectura de este autor. Pero, en el caso de Proust, me parece que es un poco más complicado de por sí. Creo que es una apuesta arriesgada tomar la decisión de delimitar los fragmentos y decidir cuáles se seleccionan y cuáles no. Y también muy valiente. Sí, es verdad. La principal dificultad que tenemos es esta. Pero pensé en Josep Maria Pinto, que ha traducido toda la obra al catalán (justo ahora saldrán los últimos volúmenes en la editorial Viena). Le pedí si veía factible hacer una cata de una hora y media. Queremos que la gente se aproxime a lo que puede ser un soplo de Proust, pero no recortaremos fragmentos. En cada libro, Proust quiere hablar sobre un tema: el primero (Por la parte de Swann), por ejemplo, es un pequeño prólogo sobre lo que será toda la obra; el segundo libro (A la sombra de las muchachas en flor), nos habla de la juventud, etc. A partir de este concepto, toda la distribución del texto es para que dentro de este pequeño recorrido la gente se haga una idea del libro que Proust tenía en la cabeza. Además, no recita una sola voz, sino que son cuatro voces diferentes. A partir de un tema central se nutren las diversas ideas.

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Sí, y Josep Maria Pinto tiene muy claro de qué va cada tomo y qué es lo más importante seleccionar para que la gente se haga una idea acerca de lo que trata cada volumen. No solo se leerán fragmentos de la obra sino que se respetará cada libro. Me gustaría saber por qué escogiste que las cuatro voces fueran de actores. ¿Han recibido alguna formación especial para este espectáculo? ¿No podrían ser especialistas sobre Proust, por ejemplo? Son actores porque es una necesidad de plantear a Proust desde el teatro y el intérprete no deja de ser el profesional de la voz, el que domina la palabra. ¿Quién mejor para defender la palabra que el actor? No imagino a nadie mejor para poder leer estos textos que los actores. ¿Cabría otra opción? Yo pensaba más en especialistas en Proust, pero entonces serían especialistas en el tema y no en la palabra. Exacto. No todos los poetas leen bien sus propios textos. El intérprete, en cambio, está acostumbrado a darle algún tipo de vida a la palabra. Por eso tienen que ser actores los intérpretes de Proust. Entiendo. Lo comentaba porque estamos acostumbrados a que los actores interpreten un personaje, no una voz o una palabra. Para mí, los actores son personas que interpretan un personaje en una escena teatral, por eso me sorprendió que fueran actores los que reciten un texto literario. Sí, pero es la palabra la que está en el centro. Aparte de la lectura de los actores, también habrá un acompañamiento musical (piano y violín). ¿Esto guarda relación con la sonata de Vinteuil o es solo una cuestión ornamental? No, está muy relacionado. Evidentemente que es muy importante la sonata de Vinteuil porque el piano y el violín tienen una connotación muy clara de Proust. Podría haber elegido otra música, porque todas acompañan, pero serán el piano y el violín quienes lo harán en este recital. ¿Habrá alguna escenificación concreta para cada recital?


No, siempre habrá lectura, música y una proyección de detrás. No cambiaremos el formato en los distintos recitales. ¿Cómo será exactamente la proyección? Se proyectarán imágenes que sugieren de lo que se está hablando. No será una proyección continua sino en momentos puntuales. Serán imágenes o pinturas que evocan lo que se está recitando, siempre como acompañamiento. No será una referencia directa a lo que se recita, que resulta más interesante imaginártelo que verlo. Claro, algo que no esté en el centro pero que acabe acompañando la narración. Sí. Por ejemplo, hay una serie de pinturas referentes a Balbec. Al final todo ello acaba ayudando y acompañando el recital. ¿Cómo se puede pensar En busca del tiempo perdido —una obra literaria de siete volúmenes, muy extensa—, en el siglo XXI, profundamente tecnológico, donde constantemente estamos recibiendo estímulos y pasamos horas delante de una pantalla? ¿Cómo podemos conjugar esta sociedad con la obra de Proust? Vale la pena parar, darle preferencia a la palabra y decir «lee», y la palabra conseguirá llevarte a un estado personal donde puedas disfrutar el tiempo por ti mismo. La palabra y tu reflexión personal: esto es lo más bonito que te proporcionan los grandes autores. También, cuando una persona paga una entrada de teatro y se sienta en la butaca, disfruta de una hora y media donde se congela el tiempo. Es el placer de escuchar y Proust requiere tiempo. Pienso que este es un gran tesoro que tenemos: el placer de escuchar. Relacionado con la pregunta que te acabo de hacer, ¿crees que es más importante una obra teatral que una obra literaria? Se puede disfrutar igualmente tanto de una como de otra. No pienso que haya ninguna diferencia si ambas están bien creadas. En esta temporada el Teatre Lliure está apostando por una vuelta a los clásicos. ¿Crees que es algo concreto de nuestro tiempo (pospandemia, siglo XXI, etc.) o forma parte de la marca del Teatre Lliure?

Creo que los clásicos no se han de olvidar nunca. Siempre deben estar presentes. Eso no es sello de nadie, siempre han de estar ahí. Pero es singular aventurarse a montar un ciclo de recitales sobre una obra literaria en prosa. La gente está más acostumbrada a los recitales de poesía. No obstante, es importante dar este pequeño paso para, por un lado, homenajear a este autor por su centenario, y por otro lado, para dar a conocer a un autor para quien el arte era algo muy importante. De En busca del tiempo perdido dicen que es el gran monumento de la literatura, y es porque habla de todo, también del mundo del arte. Es un buen momento para que el teatro le dedique este espacio. La literatura se puede leer u oír en voz alta. Esta es su gran magia. Para acabar, ¿si tuvieras que escoger una escena o un fragmento de En busca del tiempo perdido, cuál sería? Ya contaba con esta pregunta, pero no tengo ninguno favorito. Son tantos y tantos los momentos que me emocionan... Pero sí que hay una reflexión que me gusta bastante: hablando del tiempo perdido, Proust dice que no es que se haya perdido, sino que es un tiempo presente. La vida es presente porque tenemos un pasado y este pasado aparece cuando menos nos lo esperamos y de formas imprevistas: con un olor, con un golpe, con un sonido. Ese es uno de los pasajes que más me impactaron. ¿Cuántas veces has ido por la calle y un olor te ha transportado al pasado? Proust entra en la narración y detiene el tiempo. Es una cosa tan intangible que cuesta de explicarlo, pero apela directamente a la emoción y esto es lo más importante. ¡Me gustaría darte otro ejemplo, pero me cuesta escoger! Por supuesto, ¡es normal! Yo, por ejemplo, sí que tengo uno: el capítulo «Intermitencias del corazón». Es mi favorito. Es fantástico que tengas uno. Sí, aunque me ha costado muchos años llegar a él, porque todo es tan grande y significativo… Sí, pero ya verás como con los años, por edad y por experiencia, llegarás a otro. Esto es lo que Proust busca. ¡Esta es su grandeza! Y seguro que cuando tengas ochenta años, releyendo un fragmento después de veinte veces, ves algo que te emociona. Estas obras te acompañan también con lo que tú estás viviendo en cada momento y entonces recordarás el por qué.

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Proust entre tres siglos Por Luc Fraisse En 1989, Antoine Compagnon publicaba en las Éditions du Seuil un conjunto de estudios consagrados a Proust titulado Proust entre dos siglos. El ensayista quería significar que, incluso más allá del hecho biográfico en sí, según el cual Proust nació en 1871 y murió en 1922, el autor de En busca del tiempo perdido nutrió su potencia creadora a base de recoger numerosos legados del siglo XIX fundando al mismo tiempo, bajo muchos puntos de vista, la modernidad del siglo XX. Al situar hoy a Proust entre tres siglos, lo que pretendo es intentar comprender cómo y por qué este escritor enciclopédico, que como Atlas parece llevar toda la civilización occidental sobre los hombros, cuya posteridad en el siglo XX lo ha convertido en un monumento de la literatura francesa, y podríamos decir incluso que de la literatura mundial, recaba en el siglo XXI, es decir, actualmente y desde hace unos años, un aumento tan extraordinario de interés, una tal renovación de la pasión. En efecto, ¿cómo explicar esta especie de preponderancia que Proust se labra en la vida literaria, en la cultura de nuestro tiempo? Este es el enigma que me gustaría abordar. Pero para no caer en el punto de vista simplista, según el cual Proust es un gran escritor solamente porque nos habla de nosotros hoy, procederé a un rápido barrido que permita percibir de qué modo su obra vehicula en su prosa esta herencia completa de Occidente, antes de mostrar las manifestaciones de este interés bastante nuevo que suscita hoy en día y de intentar comprender de dónde proviene la capacidad que tiene su obra de actualizarse de manera tan incansable. Un buen número de circunstancias en la formación de Proust explican que sea capaz de transportar consigo el bagaje de toda la cultura occidental. A veces nos planteamos la difícil cuestión de definir en qué consiste un gran escritor. Una de las respuestas posibles seria decir que el gran escritor es aquel en el

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que puede reconocerse una civilización. Y este es el caso de Marcel Proust. El autor francés metamorfoseará en su obra toda la civilización antigua en primer lugar porque, en su época, no había más Letras que las Letras Clásicas. Si bien el Lycée Condorcet, en París, donde cursó sus estudios, estaba particularmente orientado hacia la literatura contemporánea (Mallarmé impartía clases de inglés, aunque Proust no fue alumno suyo) y hacia las literaturas extranjeras asimismo contemporáneas, también, como en todas partes, se preparaba a los alumnos para la disertación latina, y nada en absoluto de las civilizaciones griega y romana, incluida la riqueza de los relatos mitológicos, les resultaba extraño. Y en el último año, la clase de Filosofía, la de Alphonse Darlu, que resulta una revelación para Proust, una revelación de consecuencias definitivas, no vacila en retomar las doctrinas de toda la filosofía occidental desde los albores del pensamiento griego, desde aquellos presocráticos a quienes los maestros de entonces llamaban más ajustadamente los antesocráticos. Aquella sólida cultura se verá reforzada hasta el enciclopedismo, en favor de la licenciatura llamada entonces de Letras con opción de Filosofía, que prepara con éxito Proust en la Sorbona de 1893 a 1895. Se podría demostrar, y yo lo he demostrado particularmente en El eclecticismo filosófico de Marcel Proust, que la prosa de En busca del tiempo perdido dialoga, a menudo sin decirlo, con toda la filosofía occidental. Cuando el protagonista, que se encuentra en Balbec, en la costa normanda, en A la sombra de las muchachas en flor, termina por constatar que de un día para otro no habrá visto jamás dos veces el mismo mar, está repitiendo una máxima célebre de Heráclito. Y cuando el narrador de La prisionera medita sobre la música de Vinteuil, sobre aquel septeto que el compositor ficticio dejó a su muerte y que se ha podido reconstituir años más tarde a título póstumo, resucita el mito platónico de la caverna, subrayando que cada


artista parece recalar en la tierra viniendo de una patria perdida, que no obstante recuerda. Una carta de Proust señala que el papel de la mitología es solemnizar la vida. De hecho, numerosos mitos entretejen los episodios del ciclo novelesco de manera subterránea. Todo el episodio de «Un amor de Swann», que describe la persecución celosa de Odette por parte de Charles Swann, está sustentado por el mito de Orfeo y Eurídice. Y de modo muy evidente, la homosexualidad entra en escena, en el cuarto volumen, Sodoma y Gomorra, en referencia a la destrucción de Sodoma relatada en el Génesis, por medio de este epígrafe: «Aparición de los hombres-mujeres, descendientes de los habitantes de Sodoma cuyas vidas fueron perdonadas por el fuego del Cielo». No olvidemos que Proust, cuya madre, Jeanne Weil, es judía, recibe bautismo católico como su hermano y su padre, de modo que las dos herencias —como dirá él mismo, las del Antiguo y el Nuevo Testamento— se conjugan en él. El mito de Ester, por ejemplo, vinculado a su madre, entreteje su obra de cabo a rabo. Pero el modelo que predominará, en el momento de construir el ciclo novelesco, a partir de 1908, el primer volumen, Por la parte de Swann, que aparece en 1913, es el de las catedrales. Los recursos de la catedral, en materia de construcción y de simbolismo, salvaron la empresa literaria de Proust, quien, de 1895 a 1899, no logró finalizar, es decir, componer en primer lugar, la novela Jean Santeuil, que no se publicará, y a título póstumo, hasta 1952, esto es, a treinta años de su muerte. Legajos de hojas sueltas, fragmentos narrativos, a los que falta el tema general que unirá sólidamente todos los episodios de las tres mil páginas de En busca del tiempo perdido, la teoría de la memoria involuntaria y la historia de su vocación como escritor. En el momento en que, desalentado, Proust ha abandonado su primera novela, que cae en ruinas incluso antes de haber existido, el descubrimiento del esteta inglés John Ruskin lo lleva a estudiar a fondo las

catedrales medievales, para traducir al francés La Biblia de Amiens, un ciclo de conferencias sobre esta catedral de estilo gótico flamígero del norte de Francia, traducción de Proust que se publica en 1904 en el Mercure de France. La Biblia de Amiens es el libro de piedra abierto sobre la ciudad, que dispensa al pueblo medieval que no sabe leer (salvo el clero) lo esencial de lo que se debe conocer, esculpido en la piedra o pintado en una vidriera. Para anotar abundantemente su traducción, el traductor llevó a cabo lecturas considerables, principalmente el gran diccionario de arquitectura de Viollet-le-Duc, y las hermosas obras del historiador del arte cristiano Émile Mâle (El arte religioso del siglo XIII en Francia). De manera muy evidente, la catedral ofrece el recurso de otorgar a cada piedra su lugar en el edificio, pero también de descansar sobre todo un universo de símbolos, es decir, de hablar un lenguaje implícito (aunque no oculto), sobre todo el de las simetrías, que serán innumerables en el ciclo novelesco, simetrías entre los volúmenes (parte de Swann y parte de Guermantes, prisionera y fugitiva), entre los lugares (Combray y Balbec, por ejemplo), entre las situaciones (amor de Swann por Odette, del protagonista por Albertine), entre los personajes (los tres artistas de la obra, Bergotte, Elstir y Vinteuil), entre las frases a menudo alejadas («¿Muerto para siempre?», se pregunta en el umbral de la obra el narrador, a propósito del recuerdo; «¿Muerto para siempre?», se preguntará cinco volúmenes después, en el momento de la muerte del escritor Bergotte), e incluso entre las primeras y las últimas palabras de estas tres mil páginas, el Longtemps («Durante mucho tiempo») del principio al que responde el dans le Temps («en el tiempo») del final. A lo que se suma para terminar el recurso de la inmensidad de una catedral, imposible de abarcar de un solo vistazo, de modo que al observar un aspecto obliga a situar fuera del campo visual todo el resto del edificio. Así se halla el lector avanzando en la Recherche, sumergido en este relato vasto y continuo, y sin duda,

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Luc Fraisse. Proust entre tres siglos

a cada etapa, midiendo más lo que se le escapa que lo que percibe. Así, el novelista puede responder, con cierto triunfalismo, a un lector que en 1919 le sugiere que su obra en curso de publicación le evoca una catedral: «Y cuando me habla de catedrales, no puedo dejar de sentirme conmovido por una intuición que le permite adivinar lo que yo no he dicho jamás a nadie y que escribo aquí por primera vez: el hecho de que he querido dar a cada parte de mi libro sendos títulos: Pórtico I, Vidrieras del ábside, etc., para responder de antemano a la crítica estúpida que me dedican cuando hablan de falta de construcción en estos libros en los que le mostraré que el único mérito se halla en la solidez de las más mínimas partes». A menudo se compara la Recherche con los Ensayos de Montaigne y las Confesiones de Jean-Jacques Rousseau. Pero cabe decir que la literatura de los siglos XVI y XVIII no es necesariamente la más presente ni la más influyente, bajo la pluma de Proust, debido a que la enseñanza secundaria de la época (principio de la Tercera República) se concentraba esencialmente en los autores de la generación clásica, es decir, de la segunda mitad del siglo XVII. Porque, en efecto, la literatura del Renacimiento opondría a su lector la dificultad de su lenguaje, y porque el Siglo de las Luces se dirige hacia una Revolución frente a la cual los profesores de la época prefieren un clasicismo que es fuente de claridad y de orden, que a ser posible no violentara ninguna de las creencias de los alumnos y de sus familias. Ciertamente, Saint-Simon, de quien Proust ha leído enteramente las inmensas Memorias, pertenece, como Montesquieu o Marivaux, a los que visita menos, a la primera mitad del siglo XVIII. Pero esto es así para evocar, de manera crítica (por lo cual esta evocación es aún más interesante), y en una lengua del todo pintoresca, la corte de Luís XIV. Y Proust, escenificando, en su gran fresco de la Belle Époque, un mundo aristocrático que se sobrevive a sí mismo a través de su fasto, resulta ser, como lo sugiere en El tiempo recobrado, el Saint-Simon de otra época. De entrada, ha querido reencarnar, en la familia aristocrática de los Guermantes, creada en su novela, la historia del todo real de los Mortemart, reprochando a Saint-Simon que siempre hable del ingenio tan particular de los Mortemart, pero sin dar en ningún momento ejemplos de ello, por lo cual Proust, por el contrario, hace hablar a sus Guermantes, en conversaciones ingeniosas, a menudo con la presen-

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cia de Swann, gran burgués admitido en este círculo del Faubourg Saint-Germain. Lo cual permite a este brillante dialoguista que, entre otras cosas, es el Proust novelista, reescribir y por así decir perfeccionar con fasto a Saint-Simon. Pero son los moralistas clásicos, como Pascal, La Rochefoucauld, La Bruyère, a los que cabe añadir Madame de Sévigné y los tres dramaturgos, sobre todo Racine, que son objeto de un culto en la familia materna de Proust, los que impregnan profundamente el universo y el estilo de En busca del tiempo perdido, desde la reflexión moral hasta la gracia molieresca más cómica. Son los moralistas los que inspiran a Proust las máximas tan numerosas que se engarzan en su prosa fluvial como otras tantas piedras preciosas: «El amor es el espacio y el tiempo convertidos en sensibles para el corazón»; «Una hora no es tan solo una hora, es un jarrón lleno de perfumes, de sonidos, de proyectos y de climas». Los moralistas interesan a este novelista filósofo sobre todo por la posición intermedia en la que se mantienen, en sus máximas, pensamientos y caracteres, intermedia precisamente entre el relato y la filosofía. No escriben tratados de filosofía, puesto que todo su pensamiento pasa por retratos o pequeñas escenas. Pero, por otro lado, estos cortos fragmentos de relatos no tienen nada de anecdótico, están concebidos, como dirá Proust a propósito de él mismo, «con un objetivo de significado», orientados hacia la lección general que el ideal clásico busca en todas partes. Y esta posición intermedia ayuda mucho al novelista filósofo a encontrar su camino, aunque en su caso en un relato muy largo. Gran clásico, en el sentido histórico del término, aunque para nosotros también en un sentido general, Proust podría ser considerado al mismo nivel como un gran escritor romántico. Acabamos de oír cómo exalta, en una de sus máximas, el corazón, palabra clave del romanticismo que podríamos encontrar en todas partes a lo largo de la prosa novelesca de Proust. La marquesa de Villeparisis, que aparece en la segunda entrega del ciclo, A la sombra de las muchachas en flor, cambia de opinión criticando sin réplica a los escritores de la generación romántica, bajo el pretexto de que a casi todos los recibían antaño en casa de su padre y se mostraban allí poco brillantes en sociedad. Representando en este caso el punto de vista biográfico de Sainte-Beuve, que Proust recusa, la marquesa se sitúa en las antípodas del novelista, nutrido por toda la obra de los poetas ro-


Marcel Proust. Retrato de Emile Blanche (1892).

mánticos, de Lamartine a Hugo, pasando por Musset o Vigny. Se ha sugerido en ocasiones que En busca del tiempo perdido se abre a dos «lados» literarios, el lado de Swann, con sus paisajes poéticos, que forma la vertiente nervaliana de la novela, y el lado de Guermantes, fresco social, el lado balzaquiano. Porque si Proust, como sin duda su familia y la gran burguesía de finales del siglo XIX, da la espalda en buena parte a la obra de Zola, las de Balzac, Stendhal y Flaubert dejan una fuerte huella en los episodios y en la prosa de la Recherche. Las grandes escenas mundanas son deudoras de la puesta en escena que hace Balzac del Faubourg Saint-Germain, con sus ascensiones sociales —la de Gilberte Swann convirtiéndose en marquesa de Saint-Loup en Albertine desaparecida— y sus descensos espectaculares —la ejecución pública del barón de Charlus en casa de los Verdurin en La prisionera—. Este aspecto incitará, a mediados del siglo XX, a pensadores como Sartre o a ciertos representantes del Nouveau Roman, como Robbe-Grillet, a considerar a Proust como el último escritor del siglo XIX antes que como un novelista adelantado a su tiempo. De hecho, La prisionera contiene una hermosa conversación sobre Stendhal entre el protagonista y Albertine, y En busca del tiempo perdido es una nueva Educación senti-

mental de Flaubert ampliada y sobre todo ideada para que termine de manera optimista y positiva a través de su suntuosa conclusión, donde vemos al protagonista realizándose plenamente y cimentándose en una gran obra literaria. Este panorama de Homero a Flaubert, que podríamos bosquejar paralelamente de Heráclito a Bergson, proporciona todo el fondo a la cuestión de evaluar, si es posible, la relación de Proust con la modernidad. Me gustaría consagrar el tiempo que me resta a esta cuestión, que es esencial. Se podría demostrar que Proust no persiguió la modernidad, como si no la necesitara. Se puede interpretar esta actitud bien como el signo de sus límites, o bien, al contrario, como una lección que nos administra. Proust no dialoga con los grandes escritores de su tiempo. No se confronta con Claudel, con Valéry, y no discute con Gide más que de la cuestión de saber cómo escenificar la homosexualidad en una obra novelesca, y en realidad, más bien sobre si es necesario que el autor confiese la suya o la disfrace. Su esfera social y, por ello, literaria lo empareja con escritores olvidados hoy en día: la esposa de Alphonse Daudet, que firmaba como Pampille, o la señora de Pierrebourg, que publicaba novelas bajo el nombre de Claude Ferval. En los volúmenes de En busca del tiempo perdido, si el compositor Vinteuil revoluciona el arte musical mediante su sonata, y luego mediante su septeto inspirado en el boceto sinfónico de Debussy La mer, Proust convierte al pintor Elstir en un gran maestro del impresionismo, porque necesita describir una pintura todavía figurativa para definir qué es la visión de un artista, lo cual le lleva a dar la espalda a las tendencias más contemporáneas, como el cubismo. Aunque... Veamos al protagonista de La prisionera mientras observa cómo duerme Albertine y medita sobre el misterio de los seres: «Pero hasta qué punto es más extraño que una mujer esté unida, como Rosita a Doodica, a otra mujer cuya belleza diferente hace suponer otro carácter, y que para ver a la una sea preciso ponerse de perfil, y de cara para ver a la otra». Porque Proust conoce la técnica cubista de la proyección de planos, puesto que el narrador de A la sombra de las muchachas en flor medita sobre «lo que está inmediatamente delante de nosotros, impresionismo, búsqueda de la disonancia, empleo exclusivo de la gama china, cubismo, futurismo».

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Pero al contrario que su contemporáneo Apollinaire, Proust no cree en las vanguardias a la hora de encontrar su vocación de escritor. Al principio de Por el camino de Swann, un episodio lo sugiere discretamente, la página sobre los campanarios de Martinville que escribe el protagonista. Su primera página como escritor, un poema en prosa que no tiene nada de llamativo, lo escribe el niño sin que nadie lo sepa, sentado junto al cochero del doctor Percepied, que le ha dado un trozo de papel para que pueda garabatear, en una calesa que recorre la campiña al caer la noche. No hay, pues, grupo literario, ni programa escandaloso, sino una experiencia estrictamente individual. Y sin embargo, Por el camino de Swann sorprendió al lector de 1913 por su modernidad, puesto que incluso su editor, Bernard Grasset, afirmaba, a quien lo quisiera oír: «Es ilegible; lo hemos publicado a cuenta del autor». Cuando Proust se una al grupo de la NRF, acordará una gran importancia al reconocimiento de este grupo que se halla en el centro de la literatura moderna que se está haciendo. Pero incluso en este caso, no es un hombre de la NRF; es un gran escritor publicado por la NRF. La medida de la modernidad de Proust vendrá dada, pues, por la reacción del público, y por la evolución de su posteridad. El rechazo de varios editores que recabó el manuscrito de Por el camino de Swann nos enseña que esta novela no la reconocen ni los editores de la novela naturalista, ni el círculo simbolista: porque es otra cosa. A los lectores de Balzac les molesta la ausencia de ambición social del protagonista, la ausencia de profesionales ejerciendo su oficio. Muchos deploran una novela en la que no pasa nada, como sucede ya a veces en Flaubert, una novela que ya es, como se diría hoy, de la posmodernidad, en la que las preguntas se quedan sin respuesta, en la que la acción se ve reemplazada por la espera, en la que se estira la descripción de un mundo que se está acabando, cuyos valores se derrumban. Por este motivo hoy glorificamos a Proust por lo que hace cien años le valió un auténtico linchamiento mediático, por aquel premio Goncourt obtenido cuando no era Roland Dorgelès, que había estado en las trincheras y era el autor de Les croix de bois, y cuando su novela no servía para una causa identificable. A través de estos signos se mide la distancia que separa a Proust de lo que esperaba su época, es decir, su originalidad. Para acotar la Recherche se emparenta a Proust con Flaubert ya desde bastante pronto, eligiendo juiciosa-

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mente a este novelista realista del siglo XIX que transita al margen del realismo, al margen de las reglas que se esperaban de la novela. Y cuando ciertos contemporáneos califican la obra de Proust de novela impresionista, poco importa que la denominación sea o no exacta, porque significa reconocer que se trata de una nueva forma de novela, en ruptura con los cánones en vigor. Por el contrario, Sartre reprocha a Proust que no sea Faulkner, es decir, que su novela, juzgada demasiado clásica, no esté a la altura de su estética, no se muestre apta para convertir en realidad sus audacias, para ponerlas en práctica. Pero por su parte, un filósofo como Vincent Descombes, en su Proust. Filosofía de la novela, de 1987, quiere subrayar con este título que la filosofía de Proust se expresa mejor a través de las audacias de la novela que en los pasajes teóricos de la misma novela; es decir, que la filosofía, en este caso, va más lejos en la novela que en la filosofía. Marcel Proust frente a Jeanne Ponquet (Bulevar Bineau, 1892). Foto: EDR archives.


El hecho de ir a buscar en la novela de Proust los gérmenes de modernidad que de entrada no se podían percibir es una práctica que pertenece, pues, al curso del siglo XX. Se percibirán cuando se escriban novelas de la novela, novelas del novelista (comenzando por Los monederos falsos, de André Gide), y a partir de entonces todo el siglo extraerá de Proust el recurso de la mise en abyme (el término es de Gide), como también el recurso de estas obras que revelan en su final los principios que las han regido desde el principio. Descubrimos entonces en Proust lo que en su época se le habría reprochado, las fisuras, los huecos en la narración. Swann se libera finalmente de su amor celoso por Odette; aparece entonces casado con ella. ¿Por qué? No lo sabremos jamás. Cuanto más investiga el protagonista sobre Albertine, más se escabullen las respuestas. Es decir, cuanto menos logremos delimitar un personaje, acotarlo, más grosor adquiere, y paradójicamente más existencia. Y este personaje central anónimo al que nos vemos obligados a denominar el protagonista cuando aparece en acción, y el narrador cuando la relata retrospectivamente, este hombre sin atributos como diría Robert Musil, para el que todo el universo de la Recherche existe en rotación a su alrededor, ¿quién es? ¿Qué relación mantiene con Proust, que lo llama «el señor que dice: Yo», para añadir en otra parte, «que no siempre soy yo»? El fin del siglo XX estará dominado, tras la estela de Serge Doubrovsky, por la noción de autoficción, esta construcción de un universo a partir del autor que se reinventa y se transforma al hilo de su escritura. La autoficción estaba contenida en la estructura de En busca del tiempo perdido, que de todos modos permanece en desfase en relación con este concepto. Lapsus, negaciones de la realidad, contradicciones irracionales, interpretaciones de sueños han atraído la atención de los psicoanalistas hacia En busca del tiempo perdido. Proust se enfrenta al inconsciente de la filosofía alemana, el que Kant hace recaer en lo desconocido, el que explora la Filosofía del inconsciente de Eduard von Hartmann, con intuición freudiana (el nombre de Percepied [«perfora», «penetra el pie»] es eminentemente edipiano). Esta exploración en la obra de Proust todavía no ha terminado. Como tampoco la psicología de las profundidades, que enlaza al novelista con su tiempo, y que conduce a la fenomenología a llevar la contraria y a subrayar que la originalidad de Proust quizás sería más bien meditar sobre el en-

foque del mundo sensible y de los seres limitado a la aprehensión de las superficies. Ha sido preciso mucho tiempo para divisar esta antiprofundidad, y Maurice Merleau-Ponty, que publica su Fenomenología de la percepción en 1945, recurre a menudo a Proust en sus clases en el Collège de France. La publicación, por parte de Bernard de Fallois, en 1954, de un ensayo al que se da el título de Contra Sainte-Beuve, hallado en cuadernos manuscritos entre los papeles de Proust, viene a coincidir en esta fecha con la corriente de la nouvelle critique, que pretende deshacerse de ciertos engorros de la historia literaria. Este ensayo afirma en efecto que la documentación acumulada sobre la biografía de un escritor es mucho menos relevante, para comprender su creación, que una inmersión en la estructura de su obra. Al mismo tiempo que esta doctrina acompaña, treinta años después de la muerte de Proust, el auge del estructuralismo, la tesis de una disociación de la personalidad artística en un yo social (el yo que conocen los contemporáneos) y un yo profundo (el yo que se recoge en sí mismo para componer su obra) se apoya en los casos de desdoblamientos de personalidad observados, ya hacia finales del siglo XIX, por la psicología experimental, y sobre todo en la Salpêtrière por Charcot, junto al cual pudo trabajar el padre del escritor, Adrien Proust. Esta pérdida de la unidad de la personalidad en una multiplicidad de «yoes» no solo suscita una renovación de las formas de la novela, sino que llega a interesar incluso a la antropología. Poco tiempo después, en 1961, se depositarán en la Biblioteca Nacional de Francia los manuscritos de la Recherche, en una recopilación, más tarde completada, de un centenar de cuadernos. Los manuscritos del ciclo novelesco de Proust se hallan entre los más complejos de la literatura francesa (cuando menos en los siglos recientes, cuando se comenzaron a conservar documentos de este tipo), y la exploración de este laberinto de palabras, a través de las adiciones que se prolongaban en paperoles («tiras de papel», el término empleado por Proust ha entrado en los diccionarios), ha suscitado el auge de la crítica llamada genética, dotada de un protocolo metódico para etiquetar, transcribir e interpretar todo manuscrito de un escritor. Este tipo de estudios, impulsado a principios de la década de 1970, marcó el inicio de la gloria plena de Proust. El centenario de su nacimiento, en 1971, y

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luego el cincuenta aniversario de su muerte, en 1972, suscitaron la aparición de centenares de estudios en todo el mundo. El editor de la correspondencia (cinco mil cartas en veintiún volúmenes), Philip Kolb, era estadounidense; y las universidades japonesas crearon centros de estudio de los manuscritos. La mayor parte de los países, europeos y del resto del mundo, bajo un nombre u otro, poseen una sociedad de estudios de este autor. En Francia, la Société des Amis de Marcel Proust, que centraliza y difunde en el mundo entero todas las informaciones relativas a Proust, se creó en 1947. Hoy en día, cuando se lee a Proust en el mundo entero, se le estudia en todas las universidades y es objeto de numerosas publicaciones, de todos los niveles y sobre todos los temas, renovadas cada año, podría parecer que se ha alcanzado el apogeo, e incluso que podría iniciarse un declive lógico. Pero esto no ha sucedido. Para terminar, podemos intentar acotar por qué motivo. Para empezar, la obra de Proust no cuenta con muchos enemigos. A veces se le reprochan sus largas frases; se invoca el esnobismo de su autor, que nos asalta con sus duquesas; ciertamente, todo esto no es suficiente para suscitar vivas pasiones hostiles. Por otra parte, contrariamente a Malraux, Bernanos o Sartre, por no hablar de Céline, Proust es apolítico. Todo aquel que lo desee, sea de izquierda o de derecha, tendrá otras tantas buenas razones para apuntalar su punto de vista. Proust adoptó públicamente, desde el primer momento, la defensa de Alfred Dreyfus en el Caso que lleva su nombre. Unos años más tarde, y de modo totalmente diferente, tomará posición contra la separación de la Iglesia y del Estado que expulsa a las congregaciones y amenaza el patrimonio religioso. Por su parte, es agnóstico, y resulta muy delicado delimitar su situación exacta en relación con la idea o las creencias religiosas: los ateos lo ven ateo, los creyentes lo consideran casi creyente. Así que Proust no escandaliza a nadie. La parte de su obra que gira en torno a Sodoma y Gomorra, cuarto volumen del ciclo de novelas, pudo llegar a hacerlo, pero por el contrario, esta escenificación y la doctrina que la acompaña atraen la atención de nuestra sociedad, en la época de los gender studies. Las nouvelles de juventud, que acaban de ser publicadas este año, en las que se ve al escritor de veinte años transponiendo ya su homosexualidad bajo la luz más trágica de la agonía y de la muerte, aunque, como más tarde, sin alegato ni

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militancia, favorecen una rica reflexión sobre lo que para nosotros se ha convertido en un debate social. La complejidad de la obra, tanto de su concepción, como testimonian los manuscritos, como de su lectura, atrae a nuestra época, tanto en la universidad como entre la juventud. En el centro del siglo XX, la imagen del laberinto acabó resultando apremiante en la creación de los escritores, y la de Proust, en el umbral del siglo, fue la que marcó el paso. Por todas estas razones, pareciera como si todo se hubiera ya visto, hecho y dicho en relación con Proust en el umbral del siglo XXI. Ahora bien, en las dos primeras décadas que se terminan se ha producido una renovación inesperada, cuyas manifestaciones podemos explorar en unas pocas palabras. Este auge más reciente se relaciona en buena parte con las nuevas tecnologías. De un lado, los manuscritos de Proust han sido digitalizados por la Biblioteca Nacional de Francia, y se han introducido en el sitio web Gallica, donde pueden ser consultados a voluntad, descargados, observados al detalle. Lo mismo sucede con la prensa de la época de Proust, con la que descubrimos que el novelista, en su obra, dialoga casi cada día, desde los artículos de crítica que alimentan su estética hasta las crónicas militares que le permiten erigir, durante el primer conflicto mundial, la estrategia militar como un gran símbolo de la creación artística. En razón del carácter relativamente reciente de estos medios tecnológicos, un tipo de estudios como este se encuentra en vías de desarrollo y acompaña a un redescubrimiento más general de las relaciones tan diversas entre la literatura y la prensa. La explotación de la obra de Proust por medio de las nuevas tecnologías enlaza con el hecho de que, en nuestra época, En busca del tiempo perdido recibe la visita de las ciencias. Ya hemos visto cómo las ciencias humanas, como la filosofía y el psicoanálisis, se asoman a la novela para encontrar en ella recursos ignorados. En este terreno cabe añadir las investigaciones de los historiadores, ya que Proust disimula reflejos de su época en una infinidad de detalles, pero sobre todo sugiere una reflexión profunda acerca del fenómeno mismo de la Belle Époque. Por otra parte, recibió una fuerte influencia del sociólogo, desde entonces en el olvido, Gabriel Tarde, que exponía su teoría de la imitación social en la École Libre des Sciences Politiques que Proust frecuentaba y ante un público numeroso en el Collè-


ge de France. Por este motivo, la sociología de nuestro tiempo se ha interesado mucho en la reflexión acerca de los sistemas de exclusión y de asimilación entre clases sociales (sobre todo la burguesía y la aristocracia, sin olvidar que también se ha llamado a Proust el novelista de los sirvientes). Pero Proust ha comenzado a interesar a otros investigadores, relacionados en mayor medida con las ciencias exactas. Durante estas dos últimas décadas, los neurocientíficos han subrayado la aportación cognitiva que representa para nosotros, hoy en día, la Recherche, a través, por supuesto, de la teoría de la memoria involuntaria, escenificada en el célebre episodio de la magdalena (comparado, en la época de Proust, con las dos memorias distinguidas por Bergson en Materia y memoria), y se ha podido hablar de un Proust neurólogo, y cuestionar si quizás fue el primer neurocientífico, hasta el punto de que, en torno al año 2000, se comenzó a testear el síndrome proustiano de la memoria en un laboratorio de Liverpool, el de Simon Chu y John Downes. Pero al mismo tiempo, un historiador de las teorías matemáticas, Jean-Claude Dumoncel, ha podido exponer recientemente lo que él denomina la mathesis de Marcel Proust (su obra se publicó en 2016), con la que ha impulsado lo bastante lejos el paralelismo entre el proceso de análisis que encarna el narrador proustiano y varios modelos célebres de razonamiento matemático. Por otra parte, la obra de Proust conoce una nueva expansión bajo la forma de exposiciones, espectáculos, conciertos y festivales. Si las exposiciones consagradas a Proust comenzaron en las décadas de 1950 y 1960, coronadas por la gran exposición en la Biblioteca Nacional (observemos el símbolo de las fechas) de 19992000, el número de manifestaciones de este tipo ha eclosionado literalmente en estos últimos años, al encajar la obra de Proust con el gusto de nuestra época por las artes visuales y las actividades culturales. Testimonia esta coincidencia el inmenso éxito del cómic de alta calidad, realizado por Stéphane Heuet, traducido a varios idiomas y publicado en unos cuarenta países. En 2012 comenzaban en Cabourg las Jornadas Musicales Marcel Proust, aprovechando el emplazamiento fastuoso del Gran Hôtel que inspiró el de Balbec en A la sombra de las muchachas en flor, donde cada dos años se programan conciertos, exposiciones, conferencias y espectáculos ante un público numeroso. Los escenarios

parisinos y de provincias proponen incesantemente a un público extenso recitales o adaptaciones de fragmentos de la Recherche, y en este año de 2019 ha comenzado, para celebrar el centenario del premio Goncourt concedido a A la sombra de las muchachas en flor, la Primavera Proustiana, un festival de unos diez días en el que se proponen actividades culturales que van desde un salón del libro hasta visitas turísticas guiadas, pasando por animaciones en trajes de época. El gusto de nuestro tiempo por la Belle Époque favorece ciertamente el interés de un público cada vez más amplio por manifestaciones de este tipo; la Belle Époque, de la que esta novela acaba siendo un escaparate excepcional. Cada vez que el cine, con Un amor de Swann, de Volker Schlöndorff y El tiempo recobrado, de Raoul Ruiz, o la televisión, con el telefilme de Nina Companeez emitido en 2011, popularizan bajo una forma nueva esta obra a priori difícil, el espectador espera del cineasta la suntuosidad de la puesta en escena (la que soñaba Luchino Visconti) y se pregunta qué actores y actrices habrán sido elegidos para ciertos personajes (el barón de Charlus, Robert de Saint-Loup, la duquesa de Guermantes o la señora Verdurin) que se convierten en estrellas de la pantalla. Un investigador canadiense, Thomas Carrier-Lafleur, nos reveló lo que, en una obra de 2016, denominó «el ojo cinematográfico de Proust», es decir, el hecho de que por intuición sensible y filosófica la mirada que el Proust novelista nos suscita hacia el mundo es una mirada precinematográfica. Ello explica que grandes cineastas hayan querido confrontar los recursos de su arte con un montaje y una puesta en escena de todo el ciclo novelesco o de parte de este. Las investigaciones en este terreno actualmente se encuentran en su apogeo. ¿Pero cuántas obras, a decir verdad, soportarían siquiera esta explotación cultural excepcionalmente polivalente? Ahí descansa el misterio de esta obra, en la que podemos hallar tanto los aromas del pasado como descubrir las primicias de la modernidad. Mediante un milagro renovado sin cesar, y que no podemos prever ni explicar completamente, cuanto más evoluciona nuestra época, cuanto más se transforma, más encuentra la obra de Proust nuevas razones de ser, una nueva fuerza; en definitiva, más estrechamente contemporánea deviene. Traducción del francés por Josep Maria Pinto.

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Josep Pla en busca de Marcel Proust Por Antoni Martí Monterde En una entrevista con Baltasar Porcel en la revista Destino, a finales de los años sesenta, Josep Pla afirmaba que su escritura es un esfuerzo para «testimoniar la realidad que nos envuelve, reflejar la existencia del paisaje de por aquí o de donde sea. No calcar ni hacerse el naturalista. Por ello hay que matizar, prestar atención a los detalles, a su riqueza y a su poesía. Ya sabe usted que lo de la categoria del señor Ors no tiene ni pies ni cabeza. Es la anécdota, el detalle, lo que cuenta…». Por eso, con unos márgenes tan difusos como los que le proponía el periódico, Pla encontraba en sus artículos madrileños un espacio tan habitable, pues podía preguntarse constantemente sobre la insignificancia de las cosas que lo ocupaban, y es en la descripción de esta insignificancia donde se encuentra el testimonio de lo importante. No en los sucesos llamativos, sino en la textura del silencio, en el color del espacio, nos explica Pla una época. La cuestión —escribe Pla en Prosperitat i rauxa de Catalunya [Prosperidad y arrebato de Catalunya]— es proyectar sobre aquello por lo que hay que hacer cierto esfuerzo, una determinada observación, porque siempre es diferente lo que se mira con tranquilidad que lo que se mira de simple revuelo. Poner un punto de atención en las cosas que uno tiene delante: ese es el periodismo real y responsable. El periodismo —o el reportaje— de simple revuelo es un trabajo perdido, la absoluta y total inanidad. El periodismo observado, sobre todo si es conscientemente observado, puede dar origen, un día u otro, a un fragmeento de prosa aprovechable.

Esta particular atención sobre las cosas resultará decisiva en los artículos sobre Madrid. Cuando su her-

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mano Pere se los hace llegar, minuciosamente recortados y recopilados según habían ido publicándose, Pla tiene ya mucho trabajo hecho precisamente por el rigor de aquella escritura inicial y por las coordenadas en las que pudo desarrollarla. A diferencia de lo que suele decirse, seguramente la elección de los artículos que habrían de integrar el futuro libro no se hizo en función del interés que sus contenidos de actualidad pudieran tener aún —no se entenderían algunos remarcables destierros—, sino que responde a la densidad de la mirada y del mirar mismo. El trabajo hecho contenía la promesa de todo un trabajo por hacer, que se reclamaba imperiosamente. Maurice Blanchot señala que el autor del diario escribe para recordarse a sí mismo. Quizá lo que Pla hace con aquellas anotaciones de diario añade un matiz importante. Pla decide no solo traducirlos a su lengua, sino reescribirlas de arriba abajo. Así, podríamos decir que habían sido escritos no para recordar quién era, sino para no olvidarlo. Y es en el tiempo de la reescritura —un diario no deja de reescribirse; solo cuenta con instantes en los que su trama se interrumpe para fijar una inflexión provisional en forma de tipografía—, es en el instante de constatar la contigüidad con el destino actual de aquella rúbrica, cuando se puede decir que el dietarista escribe para recordar quién era, haciendo estallar todos los límites, ya bastante imprecisos, entre diario, autobiografía, memorias… En este sentido, aquel libro de 1929, hecho sobre artículos de 1921, es importante para entender cómo están elaborados sus libros. Como ha señalado Philippe Hamon, la descripción es metaclasificación; es texto de clasificación que clasifica y organiza una materia ya segmentada por otros discursos. Antes de clasificar el mundo, antes de ser escritura del mundo, la descripción es re-escritura de otros sistemas de clasificación. Reticulación textual,


reticulación del léxico, antes que nada la descripción es la reticulación de un extratexto (clasificaciones, discursos enciclopédicos, vocabularios especializados, los diferentes textos del saber oficial sobre el mundo, categorías ideológicas…) ya reticulado y racionalizado. Pla, a mi parecer, considera que su única esperanza es redescribir el mundo que le ha tocado vivir y, como resultado de este esfuerzo, el mundo mismo permanecería intacto físicamente: «Si yo pudiera imitar, crear otro mundo, imaginaría este mismo mundo». Esto concilia el hecho de que la actividad memorialística sea necesariamente reescritura de la realidad que rodea al individuo y, al mismo tiempo, guarde intactos fragmentos de esta realidad, rescatados por la redescripción de manera ensayística. Como escribe Adorno, el pensamiento ensayista tiene su profundidad en la profundidad con la que penetra en las cosas, no en la profundidad con la que las reduce a otras cosas. Partir de lo real, en busca de la emoción entrañable y, una vez señalada, dejar lo real nuevamente a disposición del que lo quiera encontrar en sus páginas, hechas realidad. Ahí donde la descripción encuentra su límite, y desde ese mismo punto, empieza la narración. La relación con las cosas es radicalmente subjetiva: es lo que Pla llama «realismo sintético». Una voluntad de realismo que es consciente de estar eligiendo de la realidad unos fragmentos en los que condensar la visión y situar el esfuerzo de la palabra, con la mayor gracia posible. Un esfuerzo que, sin embargo, también delante de las cosas, así como de la intimidad, puede a menudo hallarse impotente: «Tema literario: dibujar, en una raya y media, el vuelo de un pájaro». La utilidad detrás de la literatura ya solo puede ser íntima: penetrar en las cosas y, al mismo tiempo, dejarse penetrar por ellas; fecundar las cosas, dejarse fecundar por ellas, siempre en busca de un acontecimiento donde no todo esté perdido: la escritura. Y, en el fondo, el pensamiento:

«Generalmente se oye decir que, cuando uno se pone a escribir, las blancas cuartillas pierden la virginidad. Pero la virginidad de las cuartillas no tiene ninguna importancia. […] Lo que al ponernos a escribir pierde notoriamente la virginidad es el pensamiento que hipotéticamente pensábamos tener y los medios de expresión de los que ilusoriamente pensábamos disponer. Estas son pérdidas de virginidad irreparables». En el calendario sin fechas de Pla, las unidades de medida son las palabras: las palabras dichas son los instantes, las palabras escritas son los días, las leídas, releídas o recordadas son los años, las palabras reescritas son las décadas. Pero toda palabra es siempre contemporánea. Pero, ¿cómo se sustenta este sentido contemporáneo de la escritura reanudada? Y cómo afecta, esta reanudación, a la descripción. ¿Cómo se describe un recuerdo, cuando aquello recordado ya ha sido descrito —por uno mismo— antes, mucho antes? En 1921 Josep Pla había publicado, como corresponsal en Madrid, unos artículos muy interesantes, pero que habían quedado olvidados en un cajón. El libro resultante de aquella carpeta cubierta de polvo es Madrid. Un dietari, publicado en 1929 en La Nova Revista. La operación de reelaboración de los artículos sobre Madrid se repetiría, esta vez sin cambio de lengua, de manera igualmente abrupta y no menos sustancial, los años 1957 y 1966, al incluirlos en las Obres Completes. No se trata solo del paso de una versión arrebatada y a vuelapluma de los días a una menos espontánea y urgente: las implicaciones de todo orden —incluso políticas— de esta reescritura no se cifran solo en los detalles formales del hecho de que una impresión como la editada en La Publicidad el día 10 de marzo: Cuando me he levantado, esta mañana, me he dado cuenta de que había dormido en una habitación

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Antoni Martí Monterde. Josep Pla en busca de Marcel Proust

infecta y mugrienta. He dormido en La Perla, casa de viajeros de la calle de Preciados. En la habitación había dos camas, una de ellas desvencijada y rota y esto es ya una cosa muy triste. Dudo que se pueda inventar algo más densamente sobado, manoseado i sudado que una casa de viajeros con vistas a la Puerta del Sol.

Se convierte, en 1929, en Madrid. Un dietari, en: Cuando me he despertado esta mañana me he dado cuenta claramente de que había dormido en una habitación grasa y horrible. He dormido en La Perla, una casa de viajeros de la calle Preciados. En la habitación había dos camas: la mía y otra. Esta otra era una cama rota y desarticulada, sin colchón, con unos muelles antiguos de somier que formaban unos bultos terribles en la rejilla. Esto es muy triste. Dudo que se pueda inventar algo más densamente sudado, manchado y aceitoso que una casa de viajeros con vistas más o menos lejanas a la Puerta del Sol.

Para finalmente, el 1957 y el 1966, en Madrid 1921. Un dietari derivar en: Es evidente: esta mañana, al levantarme, he tenido la plena confirmación de lo que anoche, al llegar, tan cansado, me pareció vago e incierto. He dormido en La Perla, una casa de viajeros de la calle Preciados. En la habitación había dos camas: la mía y otra. Esta otra era una cama rota y desarticulada, sin colchón, y con unos muelles antiguos de somier que formaban unos bultos terribles en la rejilla. Y la palangana. Esto, si queréis, es triste. Pero resulta que ya no es tan triste si uno piensa en el prestigio que puede llegar a tener una casa de viajeros con vistas más o menos lejanas a la Puerta del Sol. ¡Se dice pronto! La situación es la situación y la calidad es la calidad.

Ciertamente, la voluntad de realismo no puede ser la única justificación de la existencia o no de una palangana en una pensión madrileña, hoy desaparecida pero por la cual, en su momento, sudaron tinta algunos

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de los escritores catalanes más importantes de la época. Resulta difícil pensar que este objeto, nombrado de manera tan y tan precisa, pero en cambio sin presencia en las páginas originales, esta palangana aislada en el texto, no sea algo más que un receptáculo para el agua con la cual limpiarse. Si alguien había leído las dos versiones anteriores del libro y tenía cierta memoria de su propia lectura, sin duda sentiría una cierta indignación al ver que los severos juicios sobre la capital de España quedaban suavizados; pero esta manipulación tan evidente, al ser subrayada por este nuevo objeto, daba a entender a este lector, dotado de memoria moral de su propia lectura, que era una manipulación en una escritura constreñida por las mismas poderosas razones por las que no podía, en 1957 y en 1966, construirse en España ningún edificio más alto que la Torre de Madrid. Como todo ensayista, Pla se explica a sí mismo; al escribir sobre lo que mira, da la medida de su mirada, no de las cosas. En este sentido, Fuster considera que la sociedad, al reflejarse en el escritor —al fin y al cabo como en cualquier otro de sus contemporáneos—, se está reflejando en una parte viva de esta sociedad: la diferente huella que queda de este reflejo es lo que pondrá en valor este mismo reflejo, que Fuster prefiere llamar testimoniatge, noción que incluye el testimonio dentro de la contemporaneidad intemporal de la escritura y, a la vez, remarca su radical actualidad. Esta cuestión es fundamental para no confundir verosimilitud con realismo, realismo con realidad y realidad con verdad. Ha tenido cierta fortuna crítica la idea de que las descripciones de Pla constituyen verdaderas definiciones. Pero, ¿puede haber algo más subjetivo que una definición? Al fin y al cabo, toda definición no es sino una manera provisional de no olvidar una cosa. Y, como señala Habermas pensando en Walter Benjamin, la tarea de aquel que se sitúa entre el lenguaje y la memoria para rescatar fragmentos de existencia consiste en la descripción de una imagen abrumadora del mundo que sea capaz de salvar, esotéricamente, aquello amenazado por el decaimiento inexorable de un tiempo homogéneo y vacío. No era otra la intención de Josep Pla cuando afirmaba: «me hubiera gustado vivir en un ambiente literario caracterizado por una gran profusión de documentos personales: memorias de re-


cuerdos, reminiscencias —que son las sombras de las sombras de los recuerdos—, biografías, correspondencias, retratos literarios. […] La literatura no es más que un esfuerzo contra el olvido. […] El gran problema de un escritor arraigado en un país es contribuir a la lucha contra el olvido». De hecho, no deja de sorprender la forma en que se expresa este deseo, porque, en definitiva, gran parte de la literatura catalana de principios del siglo XX se caracteriza precisamente por no ser más que esto, con una especial preminencia del periodismo literario, tal y como lo concibe el mismo Pla en el prefacio a La vida amarga: Este es un libro de literatura narrativa, que es la literatura que me habría gustado cultivar si no me hubiera dedicado al periodismo. […] El periodismo tiene una cosa buena: abre un campo extenso a la observación y provoca contactos humanos muy variados, alguna vez llenos de interés.

Quizá una clave interpretativa de esta aparente contradicción la encontramos en la comparación entre el primer gran libro de reportajes literarios de Pla, el ya mencionado Madrid. Un dietari, y el resultado de su primer gran viaje a París, las crónicas del cual son un indicio bastante esclarecedor de las distinciones que hace Pla. Hay que tener presente la diferente naturaleza de estos dos viajes, uno realizado en 1921, el otro en 1920. Tanto el viaje a Madrid como el viaje a París —de los muchos que llevó a cabo y explicó a lo largo de su vida— los realiza como corresponsal. Pero mientras el viaje a la capital de España se realiza bajo el símbolo de la prioridad política, o intelectual-política, en el caso del viaje a la capital de Francia su carácter es intelectual-literario. En el caso de Madrid, la descripción forma parte de una discusión —que las versiones de los años cincuenta y sesenta actualizarían—, mientras que en el caso de París, el debate intelectual se articula con el descubrimiento de nuevas formas literarias y la confirmación de lo que la lectura de la prensa y la literatura francesa le habían ido sugiriendo en los años anteriores; con estas formas se establece un diálogo que, por mucha curiosidad que produjeran en su ánimo

algunas páginas de Azorín o de Baroja, no podía desarrollarse en el caso del viaje a Madrid. Además, había en la corresponsalía en París un sentimiento de continuidad literaria con Desde el molino, de Santiago Rusiñol, que había que respetar y superar al mismo tiempo. El impresionismo de Rusiñol había abierto una puerta que Pla, necesariamente, había dejado atrás; pero cabe señalar, en ambos casos, el hecho de escribir sobre París como periodistas singulares, en un momento también singular de sus trayectorias: Rusiñol en un momento en el que descubre su escritura periodística como una interrogación fundacional sobre el campo literario e intelectual catalán a partir de la experiencia del campo artístico parisino; en el caso de Pla, a partir de la conciencia de la existencia de un campo literario plenamente construido en Cataluña, que le permite incidir en la importancia de las letras francesas sin tener que entretenerse para presentarlas. A Gaziel, por razones diferentes —la Gran Guerra— le había ocurrido algo similar, pero que la fuerza de los acontecimientos organiza de otra manera en Diario de un estudiante en París. Una de las cosas más importantes que le pasó a Pla en aquel primer viaje a París fue asistir al debate sobre Marcel Proust, una lectura que resultó determinante en su idea del memorialismo, pero también del periodismo. Sin esa lectura, su idea de estar haciendo literatura contra el olvido no resulta comprensible. Los diarios de día —el periodismo— hicieron posible los diarios de noche —el memorialismo—, a la vez que los diarios de noche daban una forma de mirada especial a los diarios de día. En este aspecto, la lectura de Proust se tiene que considerar un punto de inflexión. Ya en la primera corresponsalía en París, en 1920, Pla había podido constatar el debate entorno a Marcel Proust en la prensa. En ese momento, lo que escribió en La Publicidad no fue muy brillante. Años más tarde, con motivo de la publicación del cuarto volumen de las Obras Completas, Sobre París y Francia, rehace aquellas crónicas del año literario 1920 y los comentarios que hace de Proust, como los que podemos leer también en El cuaderno gris, son muy tardíos respecto a lo que nos interesa ahora, pero no menos interesantes… En cambio, poco más tarde sí que reacciona: el 19 de diciembre de 1928, con «Marcel Proust viejo y nuevo»; Proust

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El cielo raso

Antoni Martí Monterde. Josep Pla en busca de Marcel Proust

ya está muerto y en 1927 se publica el último volumen de La Recherche…; el debate sobre Proust ha hecho un gran recorrido en Francia y lo está haciendo en Europa, hasta el punto que le permite afirmar que «de aquí veinte años todo el mundo verá claro, probablemente, que Proust es el más grande novelista europeo aparecido después de Tolstói. En Francia, para encontrar un novelista parecido, hay que saltar hasta Stendhal». Para entender la importancia de esta afirmación hay que relacionarla con la reticencia a la novela en Pla, que unas líneas más abajo lo lleva a considerar que, entre estos dos autores, «Flaubert queda como un estilista y Balzac como un creador de autómatas en el agua de rosas», a parte de considerar que, en cuanto a la técnica literaria, su oficio supera a los rusos, Joseph Conrad y Samuel Butler. De hecho, prácticamente la mitad del articulo es un ensañamiento contra la novela rusa, especialmente contra Dostoyevski, y un poco también contra los narradores nórdicos: el primero, por haber hecho creer a toda una generación de lectores que, para que una novela sea interesante, tiene que aparecer un asesino, un desequilibrado y un anormal, mientras que los segundos, por lo menos, no habían sido tan pesimistas y se limitaban a una institutriz, un profesor raro y un señor más o menos enfermo. Proust, partiendo de la relativa respetabilidad de un salón distinguido de París, hace que ocurran en él, al entender de Pla, «cosas tan interesantes y tan dignas de ser explicadas como en una cárcel o en un ambiente incierto y mal visto». Ciertamente, puede parecer que Pla todavía no había leído todos los volúmenes de la Recherche; por ejemplo, Sodome et Gomorrhe no le hubiera permitido hacer estas afirmaciones sin añadir algún reparo. La vehemencia de estas palabras debe entenderse por la absoluta convicción —en 1928— de que lo que él esperaba de la prosa —no de la novela, de la cual esperaba bien poco— podía situarse en el espacio que habían construido Stendhal y Proust. Refiriéndose a este, escribe: ... la ambición del escritor es la misma que la de todos los descriptivos que han existido hasta ahora: llegar a hacer el retrato de un hombre viviente y ponerlo sobre un paisaje y dentro de una atmosfera operante y real. […] No tenéis más que recordar el relieve enorme que poseen ciertas figuras de Proust: Charlus,

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Françoise, la cocinera, Odette Swann… Leed el libro y sentid estas figuras que respiran a vuestro lado.

Si tenemos presente que, en aquel momento, Pla se dedica fundamentalmente a escribir libros a partir de la experiencia periodística, de las cosas vistas y del reportaje de las circunstancias, y que ya tiene unas cuantas páginas escondidas que, reescritas hasta la extenuación, resultarán en El cuaderno gris, se entiende que Stendhal y Proust le interesan tanto porque le permiten una refundación periodística del memorialismo literario y una refundación narrativa del periodismo. En el caso de Stendhal, por las Promenades, en el caso de Proust, por la manera en que su prosa se relaciona con la materia: «La gran novedad de Proust —la única, quizá, de su obra— se encuentra en el material humano que manipula»; pero en esta afirmación, tan importante es la idea de material como la idea de manipulación. Esta manipulación no es meramente técnica, de oficio, sino que parte de un hecho completamente diferente, que es la gran aportación de Proust que Pla resalta: Proust crea interferencias de realidad imaginada o soñada y de realidad sensorial. Tiene un trazo prodigioso que nos deja boquiabiertos. Por eso el aspecto exterior que tiene la obra de este novelista, un tanto confuso, desdibujado y largo, nos resulta, una vez hemos entrado dentro, puramente aparente; quedamos, de hecho, encarados como estamos frente a la obra, iluminados por la precisión, el dibujo y la justeza de lo que tenemos delante.

La idea de la ensoñación, importantísima en Proust, evidentemente, no es exactamente lo que Pla necesita, no es lo que deja más huella en su escritura. En cambio, en la descripción que hace de la forma de los libros de Proust —forma que había sido, precisamente, una de las claves del debate en torno al premio Goncourt—, se encuentra la clave de una pregunta abierta que Pla lanza a sus propios lectores, al debate sobre sus libros y sobre la prosa en Cataluña. En Proust, esta precisión es inseparable del carácter difuso; aquello que se dibuja no puede ser sino desdibujado, la desmesura es justeza y todo ello exige la creación interior en el lector de una actitud de lectura, que ya no es la que cotejaba los


libros durante el realismo del siglo XIX, sino su hundimiento en otro tipo de relación con la realidad. Cuando reescribe los artículos sobre París de 1920, en los años sesenta, ya lo tiene mucho más claro: Marcel Proust no es un realista de la realidad directa y cruda y a veces poetizada. Es un realista de recuerdos de la realidad —el tiempo recobrado—, cosa sensiblemente diferente, a menudo más complicada. La realidad de los recuerdos le da con un realismo mucho más rico que el realismo directo e inmediato. En la base de la obra de Proust hay un onanismo escalofriante, microfónico persistente, deliberado, continuado, infinitamente pequeño, infinitamente grande, trascendental.

Pero también la idea de memoria moral: el realismo de los recuerdos de la realidad se integra, de esta manera, en la poética de Pla: si en Proust «no hay ninguna frase que no tenga un origen concreto ni un párrafo que no tenga su historia», en Pla podríamos apreciar lo mismo. Pero, para la alegría de Joan Fuster —expresada con un entusiasmo escéptico en el prólogo a El cuaderno gris— y decepción de los historiadores marxistas de los años sesenta, esta historia es de otro tipo: Proust resuelve el esquematismo pueril del realismo de su tiempo poniendo de manifiesto, con una agudeza única y con medios expresivos literalmente fabulosos, una realidad infinitamente más rica de elementos espirituales y sensibles.

La memoria del memorialista es una memoria moral que se ensaya en la materia de los días, en los días entendidos como materia y en la materialidad de la vida; una materialidad fragmentaria, reconocida en su fragmentariedad por el escritor. Pero, como dice Pla sobre Proust, en este sentido no se puede decir que Proust sea puramente memorialista. [...] Hay fragmentos de su obra que son de un realismo apabullante, de un naturalismo realista al que ningún escritor de esta escuela (los conozco un poco) podrá llegar en sus mejores momentos. En este sentido, se podría afirmar que Proust es uno de los más grandes escritores realistas de todos los tiempos. Pero además del realismo hay

todo un mundo de pensamientos y de ideas sugeridas a veces por el contacto físico, a veces por el contacto espiritual, del mundo exterior, a veces por la sociedad u otras por el arte y que constituyen su complemento. Proust es un gran escritor realista, pero un realista superior, mucho más completo e infinitamente más complejo que esta clase de escritores.

Pero, ¿en qué se basa esta superioridad de realismo de Proust respecto a la gran tradición literaria que culmina y hunde al mismo tiempo? Pla lo explica con lo que se convertirá en una pieza clave de su propia poética: los detalles. Los detalles, entendidos como la unidad mínima imposible de reducir y, a la vez, capaz de concentrar la medida de la misma capacidad de mirar el mundo e, incluso, la posibilidad de la literatura. Pla se dice, sobre todo, a través de las cosas insignificantes, banales, en cuanto que en una prosa literaria —como ha señalado Roland Barthes—, la insignificancia del más pequeño detalle nos obliga a interrogarnos, precisamente, sobre la propia insignificancia de las cosas, en una interrogación que desvelará su vital importancia. El realismo de Pla, como el de Proust en su lectura, aguanta todo el peso del mundo en esos detalles: La acumulación de detalles, en los escritores estrictamente realistas, es tan grande que llega a fatigar. Llegan al naturalismo, al fotografismo. En la obra de Proust, la cantidad de detalles es aún más grande que en estos escritores. A veces hay tantos que causan el efecto de un derrumbe que se nos viene encima — un derrumbe copioso, abundantísimo—. Los detalles son la quintaesencia de toda obra escrita. El interés de toda obra literaria —interés diríamos básico, primario— se encuentra en los detalles.

Un realismo de los detalles, que acumula palabras, millones de palabras innecesarias para poder salvar el mundo en una descripción que se le parezca. Lo que, con el tiempo, Pla denominaría realismo sintético, tiene aquí uno de sus orígenes. Y, sin embargo, estos detalles son los que escapan de la Historia. Un realismo que le permitirá afirmar, en El cuaderno gris, que «Si yo pudiera imitar, crear otro mundo, imaginaría este mismo mundo».

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Mal de amores: ¿quién mató a Charlus? Por Rubén Gallo Marcel Proust, junto con Sigmund Freud, es un de los grandes teóricos de la psicología del amor. El ejemplo más comentado de En busca del tiempo perdido es el del personaje de Charles Swann, uno de los hombres más refinados y admirados de París, que pierde su posición en la sociedad al enamorarse de Odette, una démi-mondaine a la que todos le dan la espalda. Mientras dura el enamoramiento, a Swann no le importa que le hayan cerrado las puertas del París elegante; pero al final de su vida, una vez que ha pasado el amor, el dandi envejecido lamenta su error en una de las frases más citadas de la novela: «¡Pensar que he malgastado años de mi vida, que he querido morir, que he tenido mi más grande amor por una mujer que no me gustaba, que no era mi tipo!». Además de Swann —que al final ve la luz y se arrepiente de la ceguera en la que vivió—, hay otro personaje que al enamorarse termina, por razones muy distintas, destruyendo su vida: el Barón de Charlus. Este caso ha sido menos comentado que el de Swann y merece la pena estudiarlo en detalle. Charlus es uno de los grandes personajes de la novela de Proust: inspirado en la figura de Robert de Montesquiou, es uno de los hombres más ricos, aristocráticos, refinados y cultos del Faubourg Saint-Germain. A diferencia de Swann, pertenece a una de las familias más antiguas de Francia, y en varios pasajes de la novela lo vemos menospreciar a la llamada «nobleza del Imperio» —creada por Napoleón— y alegando que «mil años valen más que cien». Swann es cortés, encantador y generoso; Charlus es soberbio, despiadado y sádico. Practica con gran destreza eso

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que Borges llamó «el arte de injuriar» y a lo largo de cientos de páginas lo vemos destruir, con una palabra, con un gesto, con una mirada, a amigos y enemigos. Es uno de los hombres más admirados y también más temidos de la belle époque. Charlus es también un gran seductor: le gustan los muchachos jóvenes y de preferencia de clase trabajadora. Se mete con sastres, con choferes de tranvía y con sirvientes. Unos le piden dinero, pero otros —como Jupien— están con él porque pertenecen a esa minoría ínfima de jovencitos que se sienten atraídos por los hombres maduros. El barón seduce y desecha hasta que un día se enamora de un violinista llamado Charlie Morel. Con él hace lo que no había hecho con nadie más: le da dinero, lo lleva a vivir a su casa, se desvive por presentarle a sus parientes ilustres. En uno de los pasajes más famosos de la novela —recogido en La prisionera— Charlus organiza un recital de Morel en casa de los Verdurin al que invita a todas las duquesas, marquesas y princesas del Faubourg Saint-Germain. Y es allí donde ocurre su desgracia. El recital de Morel es todo un éxito. Al final de la velada, los invitados se despiden de Charlus, como si fuera él el anfitrión, y le pasan al lado a Madame Verdurin, la dueña de la casa, sin mirarla ni hablarle. La señora Verdurin, que sueña con ser una mujer elegante pero que en el fondo es una harpía, trina de rabia y conspira con su marido para vengarse de Charlus. Deciden pegarle donde más le duele: buscan a Morel, lo apartan de la fiesta y le dicen que se cuide de Charlus porque es un criminal buscado por la policía, que ha corrompido a muchos jovencitos, que ha estado preso y que si sigue viéndolo pondrá en peligro su carrera. Morel, que no es muy sofisticado, se cree todas las mentiras de los


Verdurin. Y cuando el Barón se acerca para felicitarlo por el éxito del recital, el violinista le grita, frente a los invitados: «¡Déjeme! Le prohíbo acercarse a mí… Esto no debe de ser para usted un ensayo, no soy el primero que intenta pervertir». Todo el mundo espera que Charlus responda a ese insulto con una se sus venganzas despiadadas y que destruya —con una palabra, con un gesto— a Morel. Pero lo que ocurre es todo lo contrario: Charlus se queda inmóvil, sin poder decir palabra, mientras Morel y los Verdurin se alejan de él. Apenas se atreve a preguntar: «¿Cómo? ¿Qué significa esto?», con una voz casi inaudible. Ha quedado aniquilado. La escena termina con un episodio conmovedor: la Reina de Nápoles, prima del Barón y una de las mujeres más elegantes de su época, le ofrece su brazo y lo saca de casa de los Verdurin: es una anciana, pero tiene más fuerza que el pobre Charlus. El barón no se recupera nunca de ese golpe: contrae una neumonía y pasa varios días entre la vida y la muerte. En el último volumen de la novela lo volvemos a encontrar en el burdel de Jupien, pidiendo que un malandro lo azote con un látigo hasta sacarle sangre. En su glosa a esta escena terrible, el narrador la presenta como otro ejemplo de una enfermedad provocada por el amor. «Desgraciadamente llevamos en nosotros ese pequeño órgano que llamamos corazón sujeto a ciertas enfermedades en el curso de las cuales es infinitamente impresionable en todo lo que se refiere a la vida de una determinada persona». Uno de los síntomas de esa enfermedad es que la presencia, las palabras de la persona amada «producen crisis intolerables en ese pequeño corazón, que debería ser posible extirpar quirúrgicamente». El narrador ofrece otro comentario más sobre el mal de amores —este con el típico humor proustia-

no—: «Ese día, el día en que el corazón se ha tornado tan frágil, los amigos que nos admiran sufren porque tales naderías, porque ciertos seres pueden hacernos daño, hacernos morir. ¿Pero qué pueden hacer? Si un poeta se está muriendo de una neumonía infecciosa, ¿nos imaginamos a esos amigos explicando al neumococo que ese poeta tiene talento y que debe dejarle que se cure?». Charlus enferma primero de amor y después de neumonía. Y el agente infeccioso es Morel, ese neumococo del mundo parisino. Proust escribió estas frases pocos años antes del descubrimiento de la penicilina, cuando la neumonía era, en muchos casos, una condena a muerte. Hoy en día los antibióticos curan la neumonía, pero aún no se ha descubierto el bacilo que alivie el mal de amores. Más allá de la glosa del narrador, este episodio revela la teoría proustiana sobre el amor. A diferencia de Freud, que en sus escritos explicó el amor como un estado psíquico producido por el ser amado —es decir, como una relación entre dos personas—, Proust siempre piensa en el amor como un fenómeno social. Tanto Swann como Charlus se enamoran sobre el escenario de un gran teatro de la sociedad parisina y sus acciones y sus sentimientos están determinados no solamente por el ser amado sino también por los otros miembros de la sociedad. Para enamorar a Morel, Charlus convoca a los miembros más aristocráticos de su familia, y todos ellos forman parte de su estrategia de seducción. Morel se distancia del Barón no por ideas o sentimientos propios sino por las falsedades que cuentan los Verdurin. La relación de Charlus con Morel tiene cientos de intermediarios, que apenas caben en el salón de Madame Verdurin.

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Marcel Proust (1895). Fotografía: Otto Wegener.

La ruptura de Morel con Charlus es muy teatral y tiene una dimensión lacaniana, por lo que saben y no saben los distintos personajes: Charlus no sabe por qué Morel lo rechaza —ignora el complot de los Verdurin—. Morel sabe lo que le dijeron los Verdurin, pero ignora que se trata de una sarta de mentiras, cuyo único propósito es enemistarlo con el Barón. Los invitados a la fiesta solo saben lo que escuchan de boca de Morel: ignoran la relación entre el violinista y Charlus pero también la jugada de la Verdurin. Solo los Verdurin parecen saberlo todo: el amor de Charlus por Morel, la ingenuidad del joven músico, el efecto que una ruptura produciría en el barón. Quizá el único personaje que

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sabe más que los Verdurin es el narrador, que entiende la crueldad de la treta y la vulnerabilidad de Charlus. Y por supuesto el lector sabe aún más porque tiene el lujo de poseer una perspectiva panorámica sobre todas las historias de amor y desamor narradas en la novela. Al final de la novela, volvemos a encontrarnos con Charlus: es un viejo en silla de ruedas. Ha sufrido un aneurisma y apenas y reconoce a las personas. Luego muere y no sería exagerado concluir que lo mató Morel, porque nunca se recuperó del golpe que le dio el joven violinista al humillarlo, en público, en el gran teatro del salón de la Verdurin. Moraleja: si uno se enamora de un joven músico, mejor no presentarlo en sociedad.


Proust y el libro que vendrá Por Juan Pedro Quiñonero Hacia 1924, Valery Larbaud afirmaba en La Revue européenne y el Teatro del Vieux-Colombier: «Los tres escritores europeos más grandes de este siglo son Joyce, Proust y Ramón Gómez de la Serna». Borges y Julio Cortázar también estimaban que Ramón era una de las fuentes bautismales de la literatura contemporánea, en lengua castellana, tras la gran revolución de los cisnes modernistas de Rubén Darío. El libro mudo (1911) exploraba el yo —¿subconsciente? ¿inconsciente?— cuatro años antes que La metamorfosis de Kafka, diez años antes de que Joyce escribiese el monólogo de Molly Bloom, trece años antes del primer Manifiesto surrealista de André Breton. Un siglo más tarde, la sentencia sumarísima de Larbaud sorprende por su precisión visionaria, recordando tres de las numerosas vías roturadas por los grandes maestros de la novela europea del siglo XX, explorando todos, con distinta sensibilidad, el mismo proceso saturnal: la crisis y agonía del Verbo, las lenguas, las culturas, las literaturas y el arte de nuestra civilización… Ante tales crisis, pertrechados con «las armas de la desesperación y la angustia» (como dijo Borges), los creadores escriben numerosas profecías sobre el incierto destino de Europa.

Y en ese marco, Marcel Proust ocupa un puesto quizá único. Tras La metamorfosis (1915), las grandes novelas de Kafka construyen un gigantesco universo onírico sin salida conocida. El hombre kafkiano vive su interminable agonía en un laberíntico castillo que pudiera confundirse con la morada amenazada del hombre europeo. Tras evocar la gloria, tentaciones, ocaso y decadencia de las grandes familias de una Europa difunta (Los Buddenbrook, 1901), Thomas Mann contempla la tentación del abismo de la civilización europea en La montaña mágica (1913-1924) y Doctor Faustus (1943-1947). A juicio de Mann, la Torre de Babel de las ideas, la tentadora seducción de músicas endemoniadas, herederas de Circe y las sirenas homéricas, podía socavar la matriz de la vieja civilización angustiada, dudando de su incierto futuro. Ernst Jünger ilumina las grandes catástrofes iniciáticas de la Primera Guerra Mundial (1914-1919) en Tormentas de acero (1920). Sobre los acantilados de mármol (1939) recuerda las semillas carnívoras y cainitas, estrictamente alemanas, llamadas a precipitar la Segunda guerra mundial. Heliópolis (1949) reconstruye un mundo «utópico» (distópico), dominado por inquietantes fuerzas ciegas, quizá sometidas a la tiranía sonámbula

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Juan Pedro Quiñonero. Proust y el libro que vendrá

de la Técnica, que él mismo había teorizado con su hermano Friedrich Georg. El hombre sin atributos (1930-1933) de Robert Musil quizá sea una suerte de oración fúnebre a la memoria de los difuntos imperios danubianos, desmembrados y perdidos en la tierra baldía de la historia: ese hombre sin atributos es el hombre centroeuropeo, víctima de su sonambulismo ciego. Los sonámbulos (1931) es el título de la célebre trilogía de Hermann Broch, que cuenta la misma historia. Desterrado en los Estados Unidos, Broch publicó La muerte de Virgilio (1945): rememorando la historia de la caída y el fin de Roma, a través de la agonía de Virgilio, el novelista habla de la agonía de la Europa de su tiempo. La conciencia de Zeno (1923) de Italo Svevo evoca la caída del Imperio austrohúngaro desde la óptica de una Italia en guerra contra la Viena imperial. En la lejana Castalia de El juego de los abalorios (19311943), de Hermann Hesse, en el siglo XXV, el maestro y guía espiritual Joseph Valet trabaja en una síntesis de sabidurías orientales y occidentales que pudieran combatir el riesgo del fin de otras civilizaciones (la de Hesse, la nuestra) amenazadas por músicas demoníacas, semejantes a las encantadoras furias a las que tuvo que resistir Ulises para evitar su perdición fatal. El Ulises (1922) de Joyce, por su parte, culmina con el legendario monólogo o soliloquio de Molly Bloom: setenta páginas, más de quince mil palabras, «divididas» en ocho interminables «párrafos», sin ninguna puntuación. La alfaguara seminal de la palabra fluye de manera torrencial arrasando todos los órdenes establecidos, abandonándose al «desorden» de una memoria que ha renunciado a construir nada para dejarse arrastrar por la fuerza ciega de pulsiones carnales y emocionales, de origen y fin desconocidos. A partir de esa técnica, Joyce escribió Finnegans Wake (1939), un libro tan hermético como «estéril»: puede tener tantas lecturas como lectores; pero su sentido (de tenerlo) quizá escape a unos y otros, errantes en una Torre de Babel lingüística, que puede ser tan genial como incomprensible. El monólogo de Molly Bloom ha suscitado incontables lecturas y versiones teatrales, radiofónicas, audiovisuales. Al mismo tiempo, ese triunfo aparente de la apoteosis final del Ulises ha tenido pocos sucesores,

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entre los que pudiera destacar Samuel Beckett, cuya obra novelística se confunde, así mismo, con la «muerte» de la literatura. El relato, en su caso, es un monólogo sin principio ni fin de una mujer o un hombre, una voz sin rostro conocido, que repite su monótona agonía en un escenario vacío, contando algo parecido a la historia del idiota shakesperiano. El almuerzo desnudo (1959) de William S. Burroughs acomete un proyecto semejante o paralelo al último Joyce, con unos frutos muy semejantes. Cenando en su casa mexicana, Octavio Paz me confesó, hace años, que, en verdad, a su modo de ver, el Joyce más atractivo era el de Los muertos, el último relato de Dublineses (1914). Me atrevería a recordar que el Joyce del monólogo final del Ulises y Finnegans Wake traiciona al Ulises del Retrato del artista adolescente (1916). Joyce y el protagonista de ese relato, Stephen Dedalus, aspiran a conferir un sentido a las palabras de la tribu. Aspiración mesiánica traicionada a través del nihilismo retórico de un monólogo interior sin puntuaciones, errante en la oscuridad impenetrable de un alma atormentada, perdida en una oscuridad sin mañana. Joyce ha tenido una influencia considerable en la historia de la novela. Pero los grandes creadores posteriores tomaron muy otros rumbos. André Malraux afirmaba en 1933 que Faulkner introduce la tragedia griega en la historia de la novela norteamericana. Faulkner escribió muchos monólogos interiores. Pero lo esencial, en su caso, es la matriz trágica que su obra instala en el corazón de la historia literaria de los Estados Unidos. Los personajes de las grandes novelas de Henry James, Los europeos (1878), Las bostonianas (1886), La princesa Casamassima (1886), son norteamericanos de la costa Este, cuyas referencias culturales son esencialmente europeas. Manhattan Transfer (1925), de John Dos Passos, es una epopeya lírica sobre la gran ciudad moderna, que anuncia, a juicio de Sinclair Lewis, «una nueva escuela de escritura», que debería mostrar a los europeos «la América que descubrirán cuando visiten Manhattan», a juicio de Hemingway. Faulkner, por su parte, es el continuador genuino de Mark Twain. El viaje iniciático de Huckleberry Finn culmina con el descubrimiento de la tragedia fundacional de los héroes faulknerianos. Los monólogos de


Marcel Proust a la edad de 15 años (1887). Fotografía: Paul Nadar.

El ruido y la furia (1929) y otras grandes novelas de su autor están alejadísimos de Molly Bloom: son la voz de héroes y antihéroes que recuerdan las raíces trágicas y ensangrentadas de su identidad nacional o plurinacional, quizá, más bien. Los sucesivos monólogos de Las olas, de Virgina Woolf, también están muy alejados del Ulises: se inscriben en una historia íntima y colectiva, cuya construcción es una parábola catedralicia. En el caso de Vladimir Nabokov, muchos de sus «juegos» verbales pueden venir de Joyce y de Andrei Biely, el autor de Petesburgo (1913), el novelista ruso más importante de su tiempo, a juicio del autor de Lolita (1955) y Ada o el ardor (1969). Sin embargo, Habla, memoria (1951) confirma definitivamente la importancia esencial del legado proustiano en la obra Nabokov. Joyce quizá descubrió nuevos territorios por explorar. Pero la Recherche (1913 - 1927) proustiana comienza a

percibirse como una de las matrices de la novela y las literaturas que vendrán. En lengua francesa, la gran literatura del siglo XX oscila entre la summa proustiana y los dos monumentos escritos por Louis-Ferdinand Céline, Viaje al final de la noche (1932) y Muerte a crédito (1936), fúnebres profecías sobre el destino de Europa. Céline llega a pensar que el incendio de la parisina catedral de Notre Dame anunciará el fin fáustico de la vieja Europa. Nosotros conocimos ese incendio, accidental, la tarde-noche del 15 y el 16 de abril del 2019. Un año más tarde se había propagado por todo el planeta la pandemia atroz del Covid-19. En sus novelas posteriores a Muerte a crédito, Céline también se abandona al nihilismo retórico de atormentados monólogos sin puntuación, cabalgando entre exclamaciones alucinadas hacia una noche oscura, sin estrellas ni mañana. En los antípodas del nihilismo retórico del Joyce del final del Ulises y de Finnegans Wake, en los antípodas del nihilismo retórico de Céline y muchos de sus contemporáneos, la frase proustiana, la frase de la Recherche, rotura y construye una arquitectura espiritual. Cómo Sherezade, el narrador de la Recherche salva y gana su vida contando cuentos, fábulas y leyendas nocturnas, hilando el tejido áureo cuya trama refuta el tiempo saturnal de la historia y permite crear la matriz de una realidad nueva. El huso donde se teje el paño inmortal de finísimos hilos trabaja insomne con las cosas muertas del pasado, las cosas por venir fraguadas por nuestra ilusión, y las cosas bien inmediatas de nuestra dolorida incertidumbre. Trabados tales materiales con los flecos del sudario de una vida sin sentido, antes de llegar a descubrirse la arquitectura espiritual que confiere una razón de ser definitiva a nuestra historia personal, errante en la noche oscura de la marcha general de la historia; todavía insepulta nuestra atormentada existencia en la tumba de las naderías abandonadas, como conchas vacías, en las desérticas playas donde agonizamos con dolor, perdidos entre los restos de incontables naufragios. Esa trama de cosas materiales e inmateriales compone el paño con el que se visten nuestras vidas. Esa materia propia de nuestros sueños y tribulaciones nos permite reconocer los elementos

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El cielo raso

Juan Pedro Quiñonero. Proust y el libro que vendrá

de una arquitectura espiritual por construir a través de las palabras, ayudándonos a imaginar y concebir un mundo nuevo, otros mundos por venir y construir, tocados con las gracias del amor, la pasión amorosa, Eros y Logos. En Las mil y una noches, esos materiales de trabajo tienen muy diversa procedencia (persa, árabe, etcétera). Y no siempre se articulan con el mismo fin: las fábulas del libro, en definitiva, tienen muy distintos orígenes y nos sugieren alegorías de muy distinta naturaleza. Sherezade, por su parte, tiene muchos rostros, sin ser la narradora única. En la Recherche, por el contrario, toda la materia esencial de la misma y única fábula es presentada en las primeras páginas del primer capítulo del primer libro de la summa proustiana, Du côté de chez Swann (Por el camino de Swann). La obra inicia con esta famosa frase: «Longtemps, je me suis couché de bonne heure». Y el autor único del libro, forzosamente inconcluso, busca en sus entrañas y su memoria —los territorios carnales y espirituales donde se cruzan todas las cosas materiales e inmateriales que componen la vida de un hombre— las semillas, argamasa y materiales de acarreo con los que construirá un monumento verbal muy semejante a una catedral. Esa construcción fabulosa será, al mismo tiempo, una morada íntima —la arquitectura espiritual que le permite reconocerse y dar un sentido a su vida— y una casa compartida con otros hombres —la arquitectura espiritual que confiere un sentido a la tragedia ciega de la historia—, con quienes comparte los misterios de la palabra, el pan y el vino, los frutos gloriosos de Eros y Logos, justamente. Como el niño de todos los cuentos de hadas, a quien la madre-hilandera dirige las palabras primordiales, «érase una vez...», el narrador de la Recherche también tarda en dormirse, cuando llega a conseguirlo, antes de llegar a confundir el sueño y la vigilia, la realidad histórica, material e inmaterial —una iglesia, un cuarteto musical, la rivalidad entre François I y Carlos V—, con la realidad más íntima, carnal y espiritual, de un hombre perseguido por sus pesadillas y las furias de la historia. En el relato proustiano, las primeras palabras —«bésame», «embrasse-moi une fois encore», «bé-

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same de nuevo»— se confunden con la ilusión y los más íntimos anhelos. A lo largo de toda una vida, esa relación entre el deseo y las palabras («la realidad y el deseo», dice Luis Cernuda) sufre incontables metamorfosis, sin que se altere nunca su íntima relación seminal; de ahí que, finalmente, siendo el beso y el abrazo de amor una de sus matrices, la Recherche también puede leerse como un tratado amoroso que narra, a su manera, la historia de los orígenes y el descarrío mortal de las nociones de amor que contribuyeron a fundar nuestra civilización. Las fuentes más antiguas de las distintas nociones del amor trabadas a lo largo de la Recherche quizá sean de origen arábigo andaluz, mozárabe: la primera y esencial es evocada, en escorzo, a través del tema clásico de las aves pareadas («les oiseaux accouplés»), una parábola sobre la muerte, resurrección y epifanía del amor. En la Recherche, los protagonistas de la historia de amor más importante del libro, la del narrador y Albertine, quedan unidos más allá de la muerte (tema central en la Égloga III de Garcilaso) a través de esa metáfora de las aves pareadas, que Proust descubrió en los tejidos de Fortuny, cuya fuente directa es el gran arte andaluz y mozárabe de los siglos IX al XIII. A través de su legendaria colección de tejidos, Fortuny retomó e hizo suyo un tema que Manuel Gómez Moreno había estudiado en su ensayo sobre las iglesias y el arte español de los siglos IX al XI, insistiendo con precisión en la importancia del tema de las aves pareadas en los capiteles de las columnas de algunas iglesias asturianas y leonesas del siglo XII. Tema de origen muy anterior en la geografía de al-Ándalus, tierra de tránsito entre el oriente persa y árabe y el occidente cristiano, cuyo amor cortés también estuvo precedido e influenciado, en cierta medida, por las nociones del amor fraguadas en el crisol de la lírica amorosa arábigo andaluza, que comienza con las jarchas y culmina con la síntesis conceptual del primero de los grandes tratados amorosos de nuestra civilización, El collar de la paloma (siglo XI), muy anterior a la Comedia dantesca (siglo XIV). Los primeros anhelos del niño de la Recherche, esperando un nuevo beso nocturno; el descubrimiento de Gilberte en los Campos Elíseos; las tribulaciones de


Marcel Proust. Fotografía: J.-Y. Populu ©.

Swann persiguiendo a Odette, una mujer que no es de su condición; las pasiones sadomasoquistas de Charlus; el tormento y la agonía del narrador ante las intermitencias del corazón de Albertine y el suyo, entre otras historias de amor y pasiones amorosas, de muy distinta naturaleza, componen un viaje del infierno de la soledad al paraíso de la revelación del arte, una epopeya alegórica, como es definida tradicionalmente la Comedia dantesca.

En el caso de Dante, es Virgilio quien guía los pasos del viajero a través de los caminos del Infierno, el Purgatorio y el Paraíso, donde se consuma la celebración definitiva del amor, que une todas las cosas materiales e inmateriales, terrenales y celestes. El narrador de la Recherche está solo en su angustiada búsqueda. Su aprendizaje, sus descubrimientos y liberación / revelación final, en la legendaria «Matinée chez la Princesse de Guermantes», son una aventura solitaria: la aventura de la construcción del libro, la aventura del aprendizaje sin fin de la construcción de la frase proustiana. Cuando su obra culmina, al fin, iluminando los más remotos senderos perdidos en la bóveda sin estrellas del tiempo pasado —al fin recuperado, a través de la palabra, iluminando la oscuridad impenetrable del ayer con las piedras preciosas que jalonan el camino recorrido, dándole un sentido—, el narrador descubre que aquella agonía infantil que lo atormentaba, esperando el beso amado de la madre, era una primera forma de morir, en vida, como una flor, una planta o un árbol que mueren sin recibir el agua que les da la vida. A lo largo de su existencia, el narrador descubrirá una y otra vez esa misma sensación de vacío que anticipa la muerte en vida de los seres privados de amor, como las plantas y los seres vivos privados de agua. Hasta que, al fin, el polvo áureo de los muertos le recuerda que las cenizas del amor tienen sentido. «Serán ceniza», dice de sus restos mortales el Quevedo de «Amor constante, más allá de la muerte», «más tendrán sentido». «Polvo serán, más polvo enamorado». El amor es un fuego y un manantial. Una llama que alumbra nuestras vidas. Y un venero que nos siembra con sus jugos y semillas. En la zarza ardiendo del lecho amoroso, los amantes ofician la celebración del amor. En la soledad de una noche oscura, Sherezade y el narrador de la Recherche se salvan y nos salvan contando historias, hilando un tejido inmaterial que construye la arquitectura espiritual donde moran los vivos y los muertos, dando cobijo y sentido al espíritu, el alma de lo que fuimos, somos y seremos, polvo iluminado por la llama de un fuego que perdura después de la muerte, a través de la palabra, semilla de Eros y Logos.

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La vida breve

Lo que no tiene nombre Arantxa Álvaro

Antes del salto no sé si hay red, si alguien cogerá mi mano cuando llegue el dolor o si habrá un trapecio para sujetarme. No espero la grada llena, solo te espero a ti. Han pasado cinco días desde que me dijiste por teléfono que era imposible, que tú no podías, que estabas tranquilo, mientras yo sostenía un papel que temblaba y que decía que sí. ¿Estás segura?, preguntaste. Es el sábado a las once. Esperaba que tu butaca no estuviera vacía. No te dije nada, eso no se pide. Es sábado, son las once, es junio y siento cómo mi sangre se esconde, cómo se endurece la piel, cómo mi cuerpo se mueve en pequeños espasmos sin querer. Estoy todavía entre bastidores y no he visto la plataforma desde la que saltaré. Mi móvil no ha sonado con tu nombre en cinco días y ahora estoy en una sala vacía, esperando que me llamen. No hay ventanas, huele a lejía, es todo aséptico y lleno de eufemismos. Un hilo musical hace que los segundos laman las paredes, infinitos entre ventanas y desinfectante. Alguien abre la puerta de la sala, interrumpe la música y pronuncia mi nombre. Camino detrás de la tramoyista de bata blanca hacia una habitación. Me tumbo y siento el frío del gel sobre mi tripa. Tres milímetros y un pequeño hematoma, dice. ¿Cómo sería? Me tiene que dar igual, te fastidia la vida, quiero terminar. El procedimiento es muy sencillo. No te preocupes. Noto un pinchazo en el brazo y mi sangre sale y se la llevan en un tubo. Simple rutina, pienso. Todavía no duele. ¿Qué método has utilizado? Ninguno, él no podía, pienso. Tres milímetros para dejar la base. Tres milímetros para ser libre. Solo tres. Otra vez mi nombre, es hora de pagar, pero tengo la certeza de que el precio es otro. Lo sabes, es hoy, esperas a que termine todo, a que salte, para preguntar. Lo sé, es imposible que huyas. Es imposible que dudes. Soy una estadística, una chica más que firma dando su sí. Baja a la sala junto a la entrada y te llamarán, me dicen. Soy la acróbata protagonista, tengo que saltar y no sé lo que hay al otro lado. ¿Estarás ahí para atrapar mis manos? ¿Estarás entre el público cuando salga? Desde la sala de abajo se ve la calle, aunque siento que está a miles de puertas. Una chica llora abrazada a un chico. Zapatillas iguales, cortinas amarillentas, suelo blanco. Un cuadro de un paisaje, una casa y un columpio vacío. No, mi nombre no, mi nombre no. Que vaya rápido, que no empiece, que digan mi nombre ya. Zapatillas, cortinas, suelo, columpio vacío. Nos llaman a las dos. Pienso en cogerla de la mano, pero si lo hago sé que

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no me podré contener. Todavía no, aguanta un poco más. Quiero quedarme en la base, quiero ejecutar ese mortal. No la cojo de la mano y cruzamos una puerta, caminamos por un pasillo con habitaciones a los lados y llegamos a unos baños. A cada una nos asignan uno. Una pastilla. Basta dejarla debajo de la lengua y que se deshaga. Otra tramoyista nos da una bata azul marino de papel y unos patucos de plástico. Ya soy una acróbata más, llevo el uniforme de las acróbatas silenciosas, de las que sabes que existen, pero nunca hablas de ellas. Al cerrar la puerta del baño, un sollozo escala por mi garganta y suena raro, como si saliera de otra persona. Quizás cuando vuelva, cuando todo haya terminado, ya estés ahí. No controlo mi cuerpo, camina y tiembla solo. Veo chicas dormidas en camas paralelas. Parece un matadero, ordenado y perfectamente limpio. Déjame ver si sangras, ¿estás mareada?, levántate y anda un poco. Las tramoyistas dan órdenes con tono de madre dando consejos. Me siento en una cama cubierta por una manta gorda y azul. No sé para qué sirve, ni que no me dará calor. A mi lado, una chica con el pelo rojo y un tatuaje de una mariposa, no logra abrir los ojos y se queja. ¿Voy a estar así dentro de un rato? Saltar, saltar, salta ya. Una mano me empuja para que me tumbe. Pienso que hasta que no lo haga todo va bien, no hay dolor y me resisto un poco. Un pinchazo en el brazo derecho para ponerme una vía me avisa de que ya no se puede parar. Alguien me coge del brazo y me acompaña por el pasillo hasta otra habitación, es el quirófano y lo llaman sala de operaciones. Aquí todo tiene otro nombre. Salgo al escenario. El suelo sigue bajo mis pies, aunque me acerco al borde de la escalera. Veo unas cintas de cuero enormes que sobresalen de unos soportes metálicos. Van a atrapar mis tobillos. Ponte en el borde, cariño. Te voy a poner paracetamol. Ahora médico, anestesia, intervención y a casa. Voy a estar contigo, no te preocupes. Todo por un poco de sexo. Solo están las cintas de cuero. Subo la escalera, mientras restriego mis manos con un polvo blanco, que está en mi piel, en mi ropa, en los guantes que me tocan. Evito mirar alrededor, sé que si miro caeré. Mis pies se agarran a cada peldaño y suben. Ya estoy en la plataforma y levanto despacio la vista. Las gradas están vacías, hileras de butacas sin abrir, silencio, oscuridad, lejía, azulejos verdes. Un foco sobre mí. Soy la protagonista, la acróbata que vuela, la que da la cara porque no tiene opción.

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La vida breve

Arantxa Álvaro. Lo que no tiene nombre

Entra el médico, necesito cinco minutos para el procedimiento, nada más, me dice desde el otro lado de la plataforma. Ella está allí, a mi lado, a través del guante siento su calor. Las piernas tiemblan sin que pueda controlarlas. Una aspiración y pierdo tres milímetros, o pierdo mucho más o gano mi libertad. Siento como si arrancaran mi intestino y es una parte ínfima, tres milímetros, solo tres, ahora estás y ahora no estás, me dice el médico. Pulsaciones en una línea verde, oscilaciones de vida. He saltado, atravesando el aire, sostenida por el trapecio, en una sala en la que nadie dice lo que ocurre, en la que el secreto queda en un cubo y se quema sin que nadie aplauda. Lo que no se nombra, no existe. Salgo del quirófano y me sorprendo de poder caminar. ¿Qué pasa si te desangras? ¿Estoy viva? He volado, he dado un salto, un salto mortal, sin manos, sin red, sin público, sin ti. Solo tú lo sabes y no estabas mirando. Estás trabajando, estás ocupado, no puedes venir, el trabajo es importante, necesitas el dinero. Después del salto, me sientan en una habitación sola, con un sobre con el alta y unos caramelos de frutas. Suelo de plástico, patucos azules. Espera un rato, hasta que no estés bien no te vas. Me duele mucho. Intento concentrarme en no vomitar, no quiero hacerlo. La manta azul cubre mis hombros y siento como si estuviera desnuda en una nevera. Mi móvil sigue en el armario del baño, tiene cobertura, es hoy, ya lo sabes, pero tu trabajo es lo primero. La chica del pelo rojo y la mariposa aparece en la puerta, con la llave de una taquilla blanca que hay en mi habitación. La veo como si no fuera la misma persona, camina y sonríe. Coge su ropa, se marcha al baño y al rato sale como si estuviera dando un paseo un sábado cualquiera. ¿Lo sabrá su él, estará fuera, le habrá enviado un mensaje? No quiero vomitar, tengo muchas ganas de hacerlo, me levanto. Entra una de las tramoyistas y me encuentra dando unos pasos por el pasillo con un tubo que va desde mi brazo a una botella colgada de una percha. Tu chico está ahí fuera y pregunta por ti. Sí, ya... Sonrío con una mueca. Estás caminando, bien, se lo voy a decir. Odio los tres milímetros, los saltos al vacío. Quiero verlo. Quiero salir de aquí, sacar mi móvil y leer que preguntas por mí: ¿Cómo estás, cielo? Entre emoticonos de corazones y besos. Decido marcharme y la tramoyista me dice que me acompaña a la salida. Entro en el baño, me pongo mi ropa, no voy a olvidar lo que llevo puesto ese día. El pasillo que recorrí en unos segundos al entrar, ahora me parece que no termina, cada baldosa es un pinchazo. Meto la mano en el bolso, miro de lejos, la pantalla está oscura, no hay una luz que parpadea. Casi no puedo andar, duele el hueco que deja lo que no se nombra. He saltado, tres milímetros, sin público, sin aplausos, sin que nadie lo sepa.

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Arantxa Álvaro (Madrid, 1973) es licenciada en Derecho y ejerció la abogacía durante once años. En 2014 cambió su rumbo profesional para convertirse en redactora especializada en emprendimiento y temas jurídicos. Ha impartido cursos de iniciación al relato breve y ha asistido a cursos de escritura creativa desde 2015. Participó con el relato «Mariposas caníbales» en la antología Doce maneras de mentir. Actualmente, publica en diversos blogs y trabaja en su primer libro de relatos.


Los pescadores de perlas

Microrrelatos inéditos

Esteban Dublín La tienda del desamor Hay un espacio que contribuye de manera definitiva al anecdotario servio. En el centro de la ciudad, se ubica una tienda que les brinda a los residentes la posibilidad de amar a quien no les corresponde. Cada cliente solo debe llevar una fotografía del ser amado y la tienda se encarga de moldearlo en términos de fisionomía, conversación y, no menos importante, correspondencia del cariño. Cada cliente se da a la tarea de salir con su compra para realizar los planes que la realidad no le permite. Salen a cenar, se besan antes de lo que establecen los protocolos y —por supuesto— terminan entre sábanas finiquitando el mayor deseo del comprador. La respuesta de satisfacción del cliente es del ciento por ciento, pero lo curioso es lo que pasa posterior a su experiencia. Llena de confianza ante la evidencia de su éxito, cada persona visita al amor no correspondido, que detalla en el interesado una nueva luz, inexistente en el pasado. Con el tiempo, se activa la sorpresa ante la transformación del pretendiente, que antes era un manojo de nervios y, sin advertirlo, el desinterés deriva en atención, la atención en admiración, la admiración en cariño, el cariño el amor, el amor en obsesión. Se invierten los papeles entre pretendiente y pretendido y el desafecto da un inesperado giro, porque la apatía también se transfiere entre los implicados. Es así que llegan nuevos clientes a la tienda e inicia un nuevo ciclo de desamor que los encadena hasta la vejez. La rareza de los sepultados En Santa Servia de los Fuegos, la muerte está supeditada a todo tipo de anomalías. Sin embargo, entre la partida de los que sucumben danzando, la incineración del corazón a raíz de las secuelas del olvido y las alternancias que permite el canje de planos, hay una que merece mención detenida. Cuando un servio es enterrado, los días le siguen pasando a su cuerpo. No solo le crecen las uñas y el cabello, como dicta lo establecido en un deceso, sino que también crecen, engordan, adelgazan, se encogen, envejecen. Sus extremidades siguen el curso normal del desarrollo y las facciones del rostro se van modificando a medida que pasan los años. Los servios no se descomponen hasta quedar hechos una pilastra de huesos, sino que avanzan fisionómicamente conforme les pasa el tiempo. Pero un factor aún más atípico se da en los fallecidos. Así como su cuerpo mantiene la vigencia, el curso de los sentimientos también sigue su proceso, lo que permite concluir que aquellos que dejaron el plano terrenal siguen amando, soñando, recordando, olvidando. Así, aunque suceda bajo tierra y sin testigos de por medio, el servio que fue enterrado con un lamento en la cara puede verse años después con el esbozo de una sonrisa; o al que sepultaron feliz, con el rostro cubierto de lágrimas.

Esteban Dublín (Bogotá, 1983) ha publicado los libros de microrrelatos Preludios, interludios y minificciones (Adéer Lyinad, 2010), Tácticas contra el olvido (TBWA Colombia, 2014), Las narraciones alternas (Micrópolis, 2017) e Historias de camiseta (Micrópolis, 2018) como antólogo. Es miembro fundador de La Internacional Microcuentista. Daniel Ávila es su verdadero nombre.

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El castillo de barba azul

Tres poemas

Daniela Nicolaescu Traducción de Mario Martín Gijón

M En cualquier lengua que me permita nombrarla, comienza por M. Майка Moeder Mare Mati Moeder Мати Mãe Mère Madre Pero yo prefiero el rumano «MAMA». Puesto que «ma» en francés significa «ma» doblado por otra «ma» sugiere que mi madre es mía dos veces y cuando susurro su nombre en la oración, es mía cientos de veces. Da igual la lengua en que la llame, ella me responde y me dice que preste atención que me abrigue bien que no hable con extraños que no me quede hasta muy tarde que llore menos. «M» se parece al ruido de una ambulancia que sueña los perros que amenazan con morderme. Ella cura mis heridas antes de que sangre.

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«M» es también el sonido de la desesperación cuando siento sus manos cada vez más frías y su pecho, con una cánula en el lugar del corazón. Todo comienza con la letra «M» y los doctores dicen que el fin, la muerte, empieza también por la letra «M» Les digo que son imbéciles, que no entienden nada. Para mí, Ma Ma es infinita No entienden nada, les sigo diciendo en mitad de mis insultos.

Petrificada en la caída. Embotada, un nudo en su garganta con la columna doblada. M. es ahora un trozo de plastilina. Enraizada en la cama como un árbol sin corteza y cuando se mira en el espejo sus ojos nievan y de sus párpados se forman estalactitas. M. es ahora un ser hiperbóreo, brillante en la noche. Blanco y frío. Infinito.

No saben nada, sigo diciéndoles, a través de mis sollozos.

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El castillo de barba azul

Daniela Nicolaescu. Tres poemas

La VID————A no se pronuncia hasta el final El espacio en el que injerto mi silencio desde luego inapropiado. En un laboratorio siniestro, gentes enmascaradas fabrican el primer reactor de poesía. Esta separación —quería decírtelo después de tantos años— era también una especie de Chernóbil que he mirado durante horas sin comprenderlo. ¿Por qué ha explotado? ¿Por qué ha explotado? ¿Por qué el increíblemente bello reactor de poesía explotó?

Mi cabeza es el cubo con el que saco agua del pozo Tengo suficiente para abrevar a 20 camellos sedientos que han atravesado el desierto del Sáhara. Cuando estaba triste, me inclinaba sobre el pozo y gritaba con todas mis fuerzas en mi cabeza, podía escuchar mi eco golpearme de vuelta. Durante años aprendí a responder a mis preguntas con otras preguntas. La bailarina en la caja musical es también un Sísifo que tiene que bailar en el mismo lugar la misma canción mientras se mira en el espejo. Con el tiempo aprendí a llevar mi tristeza como un camisón demasiado largo. Soy como una sala de cine vacía (y sin asientos) donde te invito a mirar la misma escena en la que un niño rompe una ventana y Charlot la repara.

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«en este cine vacío, tu aliento en mi nuca, es tan erótico» me dijiste. Sé que soy la mujer a la que persiguen los trenes que venden un llavero, un bolígrafo, una baraja de naipes. La sordomuda de la que te enamoraste y que no tiene eco sobre la cual un cubo amenazante una guillotina imprecisa se columpia.

Dejaré la puerta entreabierta por si cambias de opinión la puerta sin cerrojo indica un espacio —una posible libertad—. Cuando era niña, pensaba que los vestidos crecerían sobre mí que las cosas a mí alrededor encogían cuando lloraba. Las manos encogidas en el agua se imponían como la prueba de esa evidencia. Mi corazón una pelota antiestrés que tiembla entre tus manos Tu corazón un despertador al que sigo apretando: a dormir a dormir.

Daniela Nicolaescu (Rumanía, 1993). Tras licenciarse en Psicología y Literatura Comparada por la Universidad de Bucarest, ha vivido en Italia, Francia y Reino Unido. Actualmente realiza en la Universidad de Leeds su tesis doctoral sobre la poesía de tres poetas rumanos bilingües: Tristan Tzara, Isidore Isou y Gherasim Luca. Este interés está relacionado con su propia escritura. Daniela Nicolaescu escribe en rumano, francés e inglés, y su obra ha sido incluida en la importante antología Le blues roumain. Anthologie imprévue des poesies roumaines (2020). Próximamente se publicará su primer libro en inglés, Hyperborean, que reúne poemas escritos a lo largo de los últimos diez años.

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E i n s t e i n o n Th e B e a ch

La Ciudad de las Damas: del objeto escrito al sujeto escritor La literatura como instrumento de emancipación en la obra de Christine de Pizan Por José Manuel Chico No es por azar que en nuestro imaginario siga perdurando una concepción del período de la Edad Media como una fase sombría y antagónica a las formas más puras de la razón moderna, sino que es el fruto de la dinámica en la que se fue forjando el esqueleto de la modernidad. El pasaje de la Edad Media a la Edad Moderna se ha representado habitualmente como el tránsito de un espacio oscuro a un terreno iluminado. Una dicotomía entre dos eras históricas que nace precisamente del ímpetu desmesurado con que se vislumbraron los nuevos horizontes del racionalismo cartesiano. Esta nueva construcción no solo implicaba la superación de un período anterior, sino la demolición de este. Una forma de progreso, a menudo, injusta con la multiplicidad de formas en las que se desplegaron el pensamiento y la literatura medieval. No nos resulta extraño que, como consecuencia de este olvido, autoras como Christine de Pizan no hayan sido lo suficientemente analizadas como para comprender que su obra, de algún modo, forma parte de nuestro propio presente. Es esta constatación la que nos permite presentar una de las grandes virtudes de la obra de Pizan: ser más justos con nuestro pasado implica una labor de revisión constante; ser más justos con el futuro implica no precipitarse. Christine de Pizan (1364 – 1430) no solo pasó a la historia de la literatura como una de las pioneras del feminismo europeo, sino que ella misma es consciente de que la construcción de una nueva ciudad compren-

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de necesariamente el estudio minucioso de la anterior. De ahí el entusiasmo con que Simone de Beauvoir leerá la obra de Pizan: «El éxito de Christine de Pisan es una suerte sorprendente, pero tuvo que quedarse viuda y cargada de hijos para decidirse a ganarse la vida con la pluma»1. Esta es la labor que se encomendó a la hora de escribir La Ciudad de las Damas (1405), una de sus obras más populares y que se erigió como una de las grandes armas intelectuales para combatir la misoginia que se desprendía de Le Roman de la Rose, entre otras referencias. Esta última obra poética, iniciada por Guillaume de Lorris y completada por Jean de Meung a finales del siglo XIII, constituirá un objeto de controversia a lo largo de los siguientes siglos, especialmente los versos que correspondían al segundo autor. Pizan será una de las primeras voces que reconocen en público el carácter ampliamente misógino de los escritos de Jean de Meung. Estas respuestas, recogidas principalmente en La Ciudad de las Damas, establecerán el primer punto de partida de la llamada «Querelle des femmes», una suma de voces femeninas que alegaban la necesidad de abandonar, de una vez por todas, un sistema político, social e intelectual que relegaba a las mujeres a un espacio de absoluta pasividad. Gracias a esta entereza, Christine de Pizan no solo acepta el reto de combatir una postura nociva en la historia de la humanidad, sino de coger su propia pluma y asumir un papel activo dentro de la historia de la literatura. Una entereza que también 1. Beauvoir, S., El segundo sexo, Madrid, Ediciones Cátedra (Edición de Kindle), 2017, pág. 181.


apasionó a Beauvoir con su célebre cita en El segundo sexo: «por primera vez, vemos a una mujer coger su pluma para defender a su sexo»2. Por ello, no podemos entender la emancipación de la identidad de Pizan sin atender al mismo tiempo a su emancipación como escritora. Identidad y literatura, mujer y escritura son, en este caso, dos núcleos inseparables en su obra y que constituyen el objeto mismo de La Ciudad de las Damas. A pesar de las vicisitudes que Pizan tendrá que sortear para hacer de la escritura su oficio (pérdida del padre, temprana viudez, origen extranjero, etc.), consiguió su propósito, y es precisamente esta perseverancia la que indicó a la sociedad francesa de manera contundente que la mujer dejaba de ser un personaje representado para convertirse en un sujeto escritor. Poemarios como Cien baladas de Amante y Dama, escrito en la primera década del siglo XV, constataban, bajo las formas de la lírica medieval francesa, que las desigualdades entre ambos géneros no se debían tanto a una cuestión puramente natural, sino que una serie de factores sociales, culturales y políticos intervenían directamente en la disimetría de las funciones atribuidas al hombre y aquellas que quedaban reservadas para la mujer. Sin embargo, La Ciudad de las Damas es la expresión máxima del pasaje del rol pasivo de la mujer a su dimensión activa. La obra está dividida en tres partes, en función de las Damas que se le presentan a la autora, a saber: Dama Razón, Dama Rectitud y Dama Justicia. En el diálogo que se constituye con estas tres damas, Christine de Pizan analiza y examina de cerca algunas de las cuestiones que atañen directamente a la mujer a lo largo de la historia: la fidelidad matrimonial, el origen y las causas de las prohibiciones impuestas a las mujeres, la capacidad de amar, la castidad, etc. La autora sustenta este diálogo con la referencia constante a un gran número de mujeres, pertenecientes a distintos períodos históricos, así como aquellas que forman parte del imaginario mítico o bíblico: Isolda, Safo, la Reina de Saba, las Amazonas, Isis, la duquesa de Anjou, Helena de Troya, Isabel de Baviera, Blanca de Castilla, Penélope. Estas son algunas de las numerosas referencias que Pizan ilustra en su obra para revelar que, si la identidad femenina ha sido relegada a las funciones 2. Ibídem., pág. 177

pasivas de la sociedad, no se debe tanto a un designio azaroso de la Naturaleza, sino a un desplazamiento intencionado por parte de los pensadores: ¡Que se callen para siempre los clérigos que hablan mal de las mujeres, esos autores que las desprecian en sus libros y tratados, y que se mueran de vergüenza todos sus aliados y cómplices por lo que se han atrevido a decir, al ver cómo la verdad contradice lo que sostienen!3

La poeta somete a juicio la verdad heredada por la tradición filosófica y literaria. Una revisión que no solo implica una nueva observación de la historia, sino que está admitiendo con ello que la verdad también puede ser un concepto maleable en función del desarrollo del pensamiento humano. Es en este sentido en el que podemos ubicar uno de los engranajes del pensamiento de Pizan y que nos anticipa un imaginario propiamente moderno: la duda. Si Descartes hizo de la duda el punto de partida de su base metodológica, Pizan lo convirtió en un instrumento esencial de su discurso. Solo a través de la revisión de los dogmas heredados podemos analizar la verdad en su sentido más pleno. Se trata, en definitiva, de determinar hacia dónde dirigimos la mirada y bajo qué intereses estudiamos nuestro pasado. Según afirma, si el público desconoce a las pintoras Timareta, Irene y Marcia la Romana, no se debe a una ausencia de talento o intelecto en estas artistas, sino que es fruto del desinterés con que se observa el trabajo de las mujeres. Esta desviación de la mirada histórica nos conduce irremediablemente a la omisión de un género y a consolidar una falacia que no nace de los proyectos de la Naturaleza, sino de una problemática que brota de la experiencia y de la educación: «... si la costumbre fuera mandar a las niñas a la escuela y enseñarles las ciencias con método, como se hace con los niños, aprenderían y entenderían las dificultades y sutilizas de todas las artes y ciencias tan bien como ellos»4. En este fragmento, podemos comprobar que no son los designios divinos ni el poder natural, sino la educación 3. Pizán, C., La Ciudad de las Damas (traducción de Marie-José Lemarchand), Madrid, Ediciones Siruela, 2020, pág. 91 4. Ibídem, pág. 77

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E i n s t e i n o n Th e B e a ch

José Manuel Chico. La Ciudad de las Damas: del objeto escrito...

humana, lo que determina las diferentes ocupaciones de los géneros, especialmente en lo relativo a la ciencia, al arte y a la escritura. Esto nos lleva a preguntarnos, al mismo tiempo, si aquellas verdades asentadas en nuestro imaginario no son sino el fruto de la historia de un error, como el devenir del propio pensamiento humano. En el segundo capítulo, una de las tres Damas afirma a la poeta que incluso las teorías construidas por los grandes pensadores se mueven por la misma superficie de incertidumbre y error: «... ¿no ves que incluso los más grandes filósofos cuyo testimonio alegas en contra de tu propio sexo no han logrado determinar qué es lo verdadero o lo falso, sino que se corrigen los unos a los otros en una disputa sin fin?»5. El conjunto de la obra poética de Pizan no solo se enmarca en las formas y temáticas arquetípicas de la lírica francesa de finales del siglo XIV y comienzos del siglo XV, sino que añade un componente que conciliará su pensamiento con su poesía: la consciencia de que todo poema o producto artístico se inscribe dentro de unos parámetros sociales concretos. Ningún poema de Pizan es ajeno a su tiempo y a las normas socioculturales de su época. En Cien baladas de Amante y Dama, dentro del contexto del amor cortés, es la Dama quien advierte a las mujeres de las artimañas y engaños del Amante: «a través del texto denuncia Christine de Pizan el divorcio existente entre la ideología amorosa del discurso literario y lo que ocurría, ocultándose tras ese discurso, en la realidad»6. Christine de Pizan concibió la escritura de La Ciudad de las Damas como la construcción de una ciudad. Esta asociación entre libro y ciudad nos sugiere una enorme cantidad de interpretaciones y nos presenta, nuevamente, una analogía avanzada a su época: ¿no es la autora, Christine de Pizan, junto al conjunto de referencias femeninas que aparecen en el libro, la constructora de una nueva ciudad? El recurso analógico de la ciudad responde a la misma lógica con que el «yo poético» de Pizan se construye a sí mismo: «Ahora te toca a ti asentar con grandes y hermosas piedras los cimientos de los muros de la Ciudad de las Damas. Coge ya tu 5. Ibídem, pág. 28, 29 6. De Casas Fernández, F., «La Lírica», en Del Prado, J. (ed.), Historia de la literatura francesa, Madrid, Ediciones Cátedra, 2010, pág. 171

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pluma como si fuera una pala de allanar el mortero y date prisa para llevar a cabo con ardor esta obra»7. La ciudad no es solo una alegoría que nos remite a la proyección de una sociedad en donde las mujeres tienen un papel activo en las «ciencias, las artes y las letras», sino que es una proyección de sí misma, de la identidad de un sujeto escritor. Las numerosas referencias al proceso de construcción de la ciudad sirven, al mismo tiempo, para ilustrarnos el proceso de edificación de su propia obra. Con ello, Pizan nos está indicando que las mujeres han dejado de ser un elemento decorativo de la historia para convertirse en las verdaderas artesanas de una nueva construcción, aunque, a menudo, esta haya quedado eclipsada. Si para Pizan el proceso de escritura puede asociarse al levantamiento de una ciudad, la vocación literaria de la autora emerge como una necesidad que sobrepasa los límites de la vida. Su necesidad de volcarse hacia el oficio de escritora, sumada a las dificultades que se le fueron presentando, hacen que tenga que lidiar con una contradicción. Una sucesión de muertes —la de su padre, la de su marido y la de Carlos V— hará que Christine de Pizan se quede sola ante un mundo hostil, como explica en una de sus obras autobiográficas, L´Avision de Christine (1405). En primer lugar, por su condición de extranjera y, en segundo lugar, por su condición de mujer. En este sentido, Victoria Cirlot, en su «Prólogo» a la edición en español de la Ciudad de las Damas, publicado por Siruela, aclara con gran acierto: Tiene lugar entonces la metamorfosis: Cristina se convierte en hombre («Fort et hardi cuer me trouvay / Dont m’esbahi, mais j’esprouvay / que vray homme fus devenu», vv. 1359-1361). La lectura del último verso produce estupefacción, pero hay que entenderlo bien. La autora de La Ciudad de las Damas no está renunciando a su femineidad, pero huérfana y viuda solo le queda asumir un rol masculino que sin duda fue el que paradójicamente hizo posible la construcción de una obra feminista.8

7. Pizán, C., Opus cit., pág. 55 8. Cirlot, V., «Prólogo», en Pizán, C., La Ciudad de las Damas, Madrid, Ediciones Siruela, 2020, pág. 91


Christine de Pizan. Ilustración: Andrea Reyes.

La primera escena con la que sea abre el primer libro de La Ciudad de las Damas nos muestra la imagen de la autora en su cuarto de estudio, rodeada de libros. Esta puerta de acceso al tratado nos indica, en primer lugar, que Pizan no solo constituye el sujeto escritor de la obra, sino que ella misma, dentro de un juego autorreferencial, forma parte del objeto de la obra. Por cuestiones estilísticas, cronológicas y formales, caeríamos en un error si introducimos esta obra dentro de los parámetros de la literatura autobiográfica o, incluso, de una autoficción primitiva. No es intención de la autora ser el referente principal del texto, sin embargo, sí podemos constatar una voluntad de configurar el tratado desde su experiencia personal, de revelarnos que un sujeto particular —un individuo, en su sentido más pleno— ha de ser el encargado de instalar los cimientos de las nuevas formas del pensamiento. Este es, sin duda, otro de sus rasgos más relevantes que nos permite hablar de Pizan como de una auténtica pionera de la modernidad. Su conocimiento no deriva sino de la experiencia, del ensayo y del error, y es por ello precisamente que las Damas se presentarán como el arma metodológica precisa que fundamente las conclusiones establecidas en el tratado. Dentro de esta primera escena de La Ciudad de las Damas, narrada en primera

persona, Christine de Pizan nos cuenta cómo su primer punto de partida, el que la hizo reflexionar sobre la ausencia de las mujeres en el poder social y en el ámbito intelectual, no es otro que un libro en concreto: «... cayó en mis manos cierto extraño opúsculo […] que tenía como título Libro de las Lamentaciones de Mateolo. Me hizo sonreír, porque, pese a no haberlo leído, sabía que ese libro tenía fama de discutir sobre el respeto hacia las mujeres»9. Este encuentro con el opúsculo citado se presenta como una señal del devenir de la autora, la revelación de que la misoginia no solo aparecía en casos aislados, sino que formaba parte de la propia historia del pensamiento: «... me preguntaba cuáles podrían ser las razones que llevan a tantos hombres, clérigos y laicos, a vituperar a las mujeres […] No hay texto que no esté exento de misoginia»10. La misoginia que se desprende de estas lecturas empujará a la propia Pizan a la consciencia de su propia identidad, fundada en dos componentes fundamentales, su condición de escritora y su condición de mujer. El libro no se detiene, sin embargo, en una dimensión puramente autorreferencial, ni en una enumeración de referencias históricas y contemporáneas, sino que va dirigido, esencialmente, a las futuras lectoras, a las futuras habitantes de una nueva ciudad. El capítulo XIX, que concluye La Ciudad de las Damas y que se presenta bajo el título «Aquí acaba el libro. Cristina se dirige a todas las mujeres», nos muestra el pasaje hacia una voz colectiva. Este tránsito de la primera persona del singular a la segunda persona del plural es uno de los ingredientes más sugerentes de la obra de Pizan. Con ello, aúna en una misma dimensión, en una misma ciudad, pasado, presente y futuro. El conjunto de referencias históricas que se citan en la ciudad de Pizan, así como su propia participación, no son, en definitiva, más que la anticipación de un cambio de paradigma. Del mismo modo que Villon hará magistralmente en la Balada de los ahorcados, en la segunda mitad del siglo XV, la participación del lector es indispensable para completar el mensaje de la obra. En virtud de este pasaje hacia lo colectivo, Christine de Pizan no pretende proyectar el arquetipo de una lectora, sino el de una escritora universal, el de un sujeto que escribe. 9. Pizán, C., Opus cit., pág. 25 10. Ibídem, pág. 26

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E i n s t e i n o n Th e B e a ch

En la casilla de salida: España invertebrada, de Ortega y Gasset, cumple cien años Por Andreu Navarra Aunque se trata de un texto sobradamente conocido y analizado, España invertebrada presenta algunos pequeños problemas de datación. Si bien vio la luz por primera vez en el periódico El Sol entre el 16 de diciembre de 1920 y el 5 de abril de 1922, en la portada de la primera edición en libro figura el año de 1921. En cambio, en la cubierta se indica, de nuevo, 1922. La fecha de escritura y publicación de este opúsculo, pues, es algo líquida. Sin embargo, su contenido y fondo parten de unos presupuestos bien asentados, de premisas muy perfiladas: «Las naciones se forman y viven de tener un programa para mañana», por ejemplo; la nación, pues, es un ente proyectivo, que no se basa en el análisis historicista y, aún menos, tradicionalista, sino que se vertebra a través de empresas futuras. Como ha demostrado Juan Bagur, esta dimensión proyectiva del concepto de nación procede del pensamiento de Fichte (Revista de Estudios Orteguianos, Núm. 33, 2016, págs. 169-196). Atrás quedan acercamientos ditirámbicos y jeremiadas tristonas. Ortega bascula en este texto entre la lucidez y la indignación, pero no cae nunca ni en la quejumbre ni en la celebración gratuita de viejas glorias. Más bien despacha con desdén algunos puntos álgidos del nacionalismo liberal estatalista: los visigodos eran un pueblo degenerado y el Siglo de Oro no fue tampoco una etapa tan dorada como podía haberse pensado. Un examen honrado de las bases culturales nacionales causa cierta decepción en el ánimo de nuestro pensador. Desde los tiempos de los Reyes Católicos, España padece una especie de déficit de proyecto. Los Estados y los imperios se forman a través de la Incorporación, es decir, de la «organización de muchas unidades sociales preexistentes en una nue-

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va estructura», unidades que ni pierden su carácter ni tienen por qué fundirse en una sola modalidad. La unidad ha de renovarse y ha de tomar nuevas formas sugestivas a través del tiempo, como recomendaba Renan. El Estado no puede dormirse y esperar que sus instituciones garanticen por sí solas la unidad: hace falta que el núcleo aglutinador sepa imperar y persuadir a sus comunidades internas renovando el proyecto común de convivencia. Sin ese significado común, la incorporación no es posible y empieza a ganar terreno el particularismo, el factor de división. Lo que le ha ocurrido a España, por consiguiente, y a ello dedica la segunda parte del librito, es que se ha quedado sin élites rectoras, y como ha renunciado a modelarse está perdiendo vigencia y legitimidad. Este particularismo puede ser étnico o social. Puede ser una decadencia cultural o una renuncia voluntaria, es decir, acomodaticia. Puede producirse cuando una región desea erigirse en nación y abandonar el barco, o puede darse también cuando una clase o gremio o profesión no desee ya rozarse con las demás y piense que posee las verdades suficientes como para no desear la vecindad de otras. Son aportaciones importantes, originales. Faltando un poder real en el núcleo del Estado, la Iglesia, el Ejército, los bizcaitarras, los políticos catalanes o los obreros empiezan a ofrecer signos de querer vivir sin todo el resto de cuerpo social, que queda de este modo dramáticamente cuarteado y disociado. La «dispersión» no es en principio mala siempre que estimule el instinto de «totalización» del núcleo estatal. Escribe Ortega: «Sin este estimulante, la cohesión se atrofia, la unidad nacional se disuelve, las partes se despegan, flotan aisladas y tienen que volver a vivir cada una como un todo independiente». La dialéctica fortalece al centro, a la


Ortega y Gasset en un fotografía tomada por la prensa en los años 20.

musculatura que ha de aglutinar al Estado, que si no se ejercita se oxida y se estropea. La culpa de ello es el centro, no la periferia, y tan particularistas son los centralistas que proponen eliminar las unidades constitutivas de un Estado como los propios nacionalistas periféricos, puesto que si olvidamos que los Estados y los imperios se mantienen a través de la Incorporación, lo único que consiguen los centralistas es estimular a las fuerzas de dispersión. La «potencia de nacionalización», a la cual dedica Ortega una subsección entera de su libro, «es un saber querer y un saber mandar». Como Castilla ha renunciado a mandar, España se desmorona. Esa es la invertebración que denuncia el pensador: haber renunciado a la vertebración a través de una empresa aglutinadora: «La potencia verdaderamente substancial que impulsa y nutre el proceso es siempre un dogma nacional, un proyecto sugestivo de vida en común». Sin anhelos comunes, las colectividades se distancian y se consideran autosuficientes. Solo una mezcla de fuerza y persuasión puede remediarlo. Se trata de un giro copernicano en los juicios y argumentaciones teóricas sobre España: la culpa de que se produzca ese particularismo es de Castilla y no de los vectores de división. Como Madrid y Castilla se niegan a mandar y a presentar un proyecto común, las partes toman las

de Villadiego y se niegan a participar de una propuesta sin prestigio o decadente. España ya no es esa «Mater Dolorosa» liberal estudiada por Álvarez Junco, vilipendiada y saqueada por sus hijos ingratos, sino que es la culpable de sus propios males, y lo seguirá siendo hasta que Castilla no vuelva a presentar un proyecto viable de construcción imperial. En todo el libro, Ortega utiliza la noción de imperio de un modo muy similar al que Eugenio d’Ors llevaba quince años utilizando desde su tribuna barcelonesa. La tesis fundamental podría resumirse del siguiente modo: si Castilla no conseguía volverse a imaginar como un imperio, no llegaría ni a nación, y mucho menos podría continuar aguantando el peso de un Estado. Esto no significa que tuviera que aplastar o uniformizar a las demás regiones del Estado, nada de eso. Precisamente contra esta tentación escribe Ortega su libro: su propuesta es que los castellanos sean tan avispados como los romanos y sepan construir de nuevo una unidad en la diversidad. Invitando a participar en empresas poderosas, fuente de prestigio; y evitando la mala imagen de un centro indolente o acomplejado. Si Ortega escribiera hoy, quizás nos señalaría que hemos vuelto a la casilla de salida. En el centro, la prensa defiende que los nacionalismos periféricos son obra original de cuatro perturbados separatistas. El centro mismo se ha erigido en fuerza debilitadora, boicoteadora de la sabia troncal, algo que a Ortega y Gasset le causaría una invencible repugnancia. Pero Ortega volvería a señalar que los particularismos territoriales no vienen de la nada, y que llevan quinientos años perviviendo en una estructura que ya no convence ni divierte ni estimula. Ortega invitaría a construir una política fuerte en la capital del Estado, antes de ejercer de plañidera o de rasgarse las vestiduras.

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El valor desconocido

Hermann Broch (Traducción de Isabel García Adánez) Sexto Piso: Madrid, 2020 170 págs.

Paralizante veracidad Por José de María Romero Barea A través de una masa sumergida de documentos de investigación, de «esa compleja, infinita y siempre inabarcable construcción en equilibrio que está hecha de relaciones vacías, y, a pesar de todo, constituye el milagro de las matemáticas», se abre paso la trama. Arrastrados a un futuro lingüísticamente inapropiado, los términos traicionan a su material inconsistente para convertirse en narrativa hermética, «una repentina suspensión del ruido, una repentina suspensión de lo normal [...] un agradable descalabro del mundo hacia su interior, un punto de discontinuidad en una curva continua». El relato resultante nos obliga a reafirmarnos ante cada serie de contratiempos. Polifónica, la novela El valor desconocido (1933; Sexto Piso, 2020) convoca a las múltiples voces en el paisaje sonoro de un libro dominado por los movimientos sísmicos «del pecado de no saber, la cerrazón de no querer saber». Propenso al lirismo, el esplendor de la narrativa de Hermann Broch (Viena, 1886 - New Haven, 1951) despliega su impulso austeramente pragmático mientras cede, ocasionalmente, al sentido de lo sublime. Se instala el dramaturgo y filósofo austriaco de lleno en la narración para explorar sus rincones sombríos; al tiempo que nos hace respirar sus dulces aires enrarecidos, desenmascara los fantasmas del detalle, aunque «indescriptible sigue siendo el paisaje de cristal de la muerte y la inmortalidad, jamás habrá palabra que lo alcance». Acumula los conocimientos y las habilidades encarnadas en la heroica renuencia del investigador Richard Hieck. Indicios de una tentadora red de complicidades ceden a las paranoicas especulaciones del aspirante a doctor en Matemáticas. Fiel al inescrutable misterio de lo que conoce, o cree conocer, sus certezas están trenzadas con los detalles de una veracidad paralizante, la del «amor —o lo que hubiera en su lugar— [...] una curva

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que se abría hacia la infinitud y que tiende eternamente a infinito, pero no lo alcanza nunca». A medida que el viaje de vuelta se vuelve extraño, el registro del autor de la trilogía Los sonámbulos (19311932) entrelaza una crónica inexorable de observaciones astronómicas, donde el pasado es una zona de violencia que bordea con su peligro al presente. La de Richard (y sus hermanos Otto y Susanne) es una lucha por deshacerse de un legado de metáforas, que es la forma en que la violencia histórica acecha la búsqueda de cada nueva identidad. A través del «Te amo. Instante de libertad entre la servidumbre del pasado y la servidumbre del futuro», las consideraciones del hacedor de La muerte de Virgilio (1946) penetran un mundo de belleza ajena y en constante cambio en el que lo fantásticamente real se convierte en la irrealidad de un espejismo que atrae al lector, lo vuelve cómplice con una intimidad que incomoda. Pero también despierta el contrario interno, «una forma de consciencia que no forma parte de ningún sistema [...] completamente aislada, pero es consciencia y es vida de todas formas, y la alimentan en igual medida lo animal y el conocimiento». Ahora que sucumbimos a la nostalgia del encierro, la hipermodernidad de El valor desconocido, inédita hasta ahora en castellano, llega de la mano de la renuncia a la peripecia. De ahí la pertinencia de esta fantasía de luces intermitentes e inventos, que reexamina la actualidad desde ángulos inusuales, mostrándonos un afilado borde del horror, porque «negro es el fondo sobre el que brillan las estrellas, y las estrellas se deslizarán hacia la superficie de un agua oscura para emerger con la grandeza y la sublimidad de la muerte». Heredero de las técnicas de Robert Musil o James Joyce, Broch es capaz de hacer zoom en un instante, un momento atascado en la asfixiante inmediatez doméstica, que nos permite contemplar la vasta sombra de la tragedia.


1985

Anthony Burgess (Traducción de Juan Pascual Martínez Fernández) Minotauro: Barcelona, 2021 284 págs.

Una sátira cáustica Por José Abad Anthony Burgess leyó 1984 nada más llegar a las librerías, en 1949, y convirtió al autor en una fijación personal. Andrew Biswell cuenta que en la biblioteca de Burgess había numerosas obras de George Orwell, varias biografías de este último, así como diversas traducciones al francés y al italiano de la susodicha 1984. Su obsesión no termina aquí. Burgess escribió en su autobiografía que había conocido a Orwell después de terminada la guerra y que habían salido de copas juntos en más de una ocasión. Biswell no acaba de creérselo, pero, en todo caso, la mentira revela una verdad recóndita y confirma la fortísima influencia de Orwell en su obra; la novela más famosa de Burgess, La naranja mecánica (1962) —una novela no demasiado buena, según el propio autor—, habría sido inconcebible sin el ejemplo previo de 1984: la neolengua propugnada en la distopía de Orwell tiene un reflejo distorsionado en el nadsat, la jerga apocalíptica que Burgess inventó para sus protagonistas adolescentes. No es necesario haber estudiado Filología para intuir que toda nueva realidad introduce

nuevos rudimentos en el idioma y que la posesión de estos determinará tu pertenencia o no a dicha realidad. A finales de la década de 1970, en plena crisis mundial, Burgess propuso una continuación/contestación del clásico de Orwell de título revelador: 1985, inclasificable, desconcertante. El libro está dividido en dos partes: la primera (titulada «1984») es un agudo análisis del libro homónimo en el cual Burgess insiste en un aspecto que cualquier lector de hoy consideraría superado: los fallos en las predicciones de Orwell; no obstante, esto tenía un interés evidente en 1978, cuando 1985 salió a la calle, unos pocos años antes de la fatídica fecha. Estamos de acuerdo con la tesis principal de Burgess —que Orwell no pretendía retratar el futuro, sino su presente—, pero sorprenden algunas propuestas secundarias: según Burgess, Orwell no tenía en mente el estalinismo soviético, sino el socialismo británico de posguerra, y 1984 no sería un acto de denuncia, sino una simple burla: Orwell apuntaba a la literatura satírica de Jonathan Swift (a quien admiraba sobremanera) y no a la distopía, aunque su novela vistiera los ropajes de la distopía. La segunda parte del libro (titulada «1985») es justo esto: una sátira cáustica e impertinente en continuo coqueteo con el astracán. Burgess imagina un futuro inmediato en manos de un Estado socialista que ha convertido el Reino Unido en el paraíso del sindicalismo (y el islam). En esta distopía se aplica una igualdad programática, se defiende a ultranza al trabajador, se nacionalizan los medios de producción y se convoca una huelga tras otra, un día sí, otro también. El protagonista, Bev Jones, pierde a su esposa en el incendio de un hospital porque los bomberos no acuden a apagarlo por estar en huelga. Jones decide «salirse de la fila» y emprender una cruzada en defensa de la singularidad innegociable del individuo, que creee en peligro. El escritor se hacía eco de los temores más arraigados en los sectores conservadores de entonces, que eran los suyos. Unos temores infundados, he de añadir. Recuérdese: la década de 1980 no trajo la dictadura del proletariado, sino el gobierno de Margaret Thatcher y, a la larga, el neoliberalismo feroz propugnado por Mrs. Thatcher y sus acólitos ha sido más pernicioso para la sociedad que aquel socialismo tan temido.

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El ambigú

El color que cayó del cielo

H. P. Lovecraft (Traducción de Elvio E. Gandolfo) Libros del Zorro Rojo: Barcelona, 2021 72 págs.

Colores que matan Por Eduardo Suárez Fernández-Miranda A mediados de los años cincuenta, el escritor barcelonés Joan Perucho descubrió una traducción francesa del relato The Colour Out of Space. Impresionado por su lectura, y como homenaje a su autor, escribió Amb la tècnica de Lovecraft. Carlos Pujol definió esta obra como «un universo turbador, extrañísimo, que no es reflejo inmediato del vivir, sino que, como indica su título, sale de la lectura [...]. El horror descrito como presencia abominable que no se hace visible, del que sólo tenemos testimonios esquivos e inconcretos, “algo parecido a una corriente de aire”, pero “sólido y opaco” que flota sobre la realidad». Estas palabras del poeta catalán muy bien podrían aplicarse a la sensación que produce la lectura de El color que cayó del cielo. Howard Phillips Lovecraft (Providence, 1890-1937) convirtió Arkham en un lugar mítico dentro de su extraordinaria obra narrativa. Un espacio lúgubre y misterioso que cobra protagonismo en una de sus historias más terribles, El color que cayó del cielo: «Al oeste de Arkham las colinas se alzan salvajes y hay valles con bosques profundos que ningún hacha ha cortado jamás. Hay cañadas oscuras donde los árboles se inclinan fantásticamente, y donde delgados arroyuelos se escurren sin haber recibido nunca los destellos del sol. [...] El lugar no es bueno para la imaginación ni provoca sueños tranquilos por la noche. Debe de ser esto lo que mantiene alejados a los extranjeros». El relato fue escrito por Lovecraft en 1927, a los pocos meses de haber terminado una de sus obras más tenebrosas: El caso de Charles Dexter Ward. El maestro de Providence vuelve su mirada en El color que cayó del cielo hacia el firmamento y sus inciertos peligros. Como recuerda uno de los moradores de ese territorio maldito: «Vino de aquella piedra… creció ahí abajo… se apodera de todo lo que vive… se alimenta de ellos, de la

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mente y del cuerpo…». Agustín Conde de Boeck, en su libro H.P. Lovecrart. Vida y obra ilustradas, indica cómo en «la sutiliza con que describe la ajenidad cósmica de aquel color venido de más allá del espacio, así como los cambios siniestros que opera sobre las cosas vivas, Lovecraft sugiere cierta malignidad». Con esta obra, el escritor norteamericano inicia lo que se dará en llamar el «horror cósmico». H. P. Lovecraft es, desde hace años, un autor muy popular. Su obra no ha deja de reeditarse y su influencia ha llegado al cine, el teatro o el cómic. Fue durante su vida un escritor secreto con una muy escasa corte de seguidores. Todos sus relatos aparecieron en revistas pulp —revistas baratas e impresas en papel de poca calidad, que agrupaban los relatos por género; fueron muy populares en los años veinte y treinta en Estados Unidos—, lo que hacía que su vida fuera efímera. Tras la desaparición de Lovecraft, y gracias a la labor de unos cuantos fervientes admiradores, su obra fue recopilándose en diversos volúmenes. El reconocimiento literario le llegaría cuando, a comienzos del siglo XXI, la prestigiosa Library of America publicó una recopilación de sus relatos con el título de Tales. La edición de Libros del Zorro Rojo cuenta con las ilustraciones del dibujante argentino Salvador Sanz, quien ha sido capaz de imaginar aquellos sucesos misteriosos y terribles que tienen lugar en El color que cayó del cielo. La editorial incluye en su catálogo El horror de Dunwich o En las montañas de la locura, entre otros libros del autor. H. P. Lovecraft fue un escritor que, como señaló Jorge Luis Borges, no solo fue capaz de generar sucesores, sino que creó a sus predecesores, los levantó de sus tumbas justificándolos, como en el caso de su admirado Edgar Allan Poe. Joan Perucho le rinde tributo en su relato con estas palabras: «A la memòria de Lovecraft, escriptor de science-fiction, que morí perseguit pels éssers invisibles».


La magia de lo común

Araceli Esteves Talentura: Madrid, 2021 136 págs.

Explosión de magia nada común Por Paz Monserrat Revillo Abrir un libro de microrrelatos es como aproximarse a una estrella muy antigua justo antes de estallar. Me atrevo a usar este símil astronómico en el caso del libro de Araceli Esteves, La magia de lo común, por lo apabullante de la energía concentrada en argumentos, temas y miradas que contiene. Esta formidable densidad precede a la explosión, a la que nos exponemos con el sencillo gesto de entrar en este libro, un artefacto solo en apariencia inofensivo. Pero ¿cómo organizar el caos del universo? ¿Cómo clasificar todas las partículas desprendidas por una supernova? Para atravesar el vacío, Araceli usa la ironía fina y menopáusica de quien no tiene nada que perder (una aspirante a catedrática decide que arrancarse un pelo de la barbilla es mucho más importante que defender su plaza ante el jurado), metáforas hechas de agua (una mujer que es toda nubes granizo y brisas) o de tinta (las letras de los libros de texto se desmadran en cuanto salen del entorno académico), juegos metalingüísticos (cómo construir un texto orgánico si las palabras fueran los vecinos de una comunidad), paradojas espaciotemporales en el salón de la casa, la reducción al absurdo (un viaje espacial en el que tras una larga búsqueda han olvidado cuál era la pregunta) y algunas imágenes de una originalidad rara y contundente (el ombligo como una puerta al cuerpo, un recién nacido con cola de rata, sueños que se heredan o un error fatal en la selección de buenos recuerdos para antes de morir). Una vez las esquirlas de polvo estelar llegan a su objetivo, se enquistan en el interior programadas para

una última detonación con efectos retardados. El impacto rasga fibras nerviosas y emocionales cuando aborda temas como el proceso creativo (una almohada guarda las grandes obras de un escritor al que se le ocurren las mejores ideas justo antes de dormir), el dolor que infligimos a los otros, los espejismos de la fusión, la imposibilidad de dejarnos atrás, la invisibilidad de lo que no sirve o la compasión enfrentada a la transgresión. Galaxias enteras, bien encapsuladas, en tramas que aparentan una cosa pero que son otra. Parodias políticas, puñetazos de ciencia ficción, humor negro y sueños, muchos sueños. De todo hay, en este universo que se expande. Destacan dos elementos que reflejan la tensión constante entre lo cotidiano y lo extraordinario que recorre todo el libro: el agua fría y los fantasmas. Hay unos cuantos fantasmas ahí adentro. Reto a los futuros lectores a que encuentren los cinco variopintos espectros que habitan este castillo: uno compasivo, otro vengativo, un tercero aburrido, otro necesitado de cariño y el último que no se resigna a dejar de gritar. Pero me da la impresión de que el tema «estrella» del libro es la mismísima realidad. Las palabras la husmean, le dan la vuelta, la retuercen, le levantan las faldas y acaban encontrando su escondrijo en este minucioso y audaz juego del escondite, para finalmente desenmascararla. La magia de lo común es una máquina trituradora de lugares comunes y de autoengaños, un tablero de juegos de mesa que esgrime a la vez una mirada política y una gran sensibilidad poética. Y un singular tratado de las relaciones y las reacciones humanas. No se puede pedir mayor concentración de ideas a ciento treinta y dos páginas con ochenta y seis relatos ilustrados. Porque, para colmo, los dibujos de Llorenç Pubill complementan los textos con sutileza y acierto. Se sabe que casi todos los elementos de la tabla periódica, y la mayoría de los átomos que nos conforman, no proceden de nuestro sol sino de la explosión de una de esas estrellas gigantes, una supernova semejante a la que ahora nos ocupa y que con tan escasas herramientas no podemos abarcar. Les propongo un estupendo y económico viaje espacial para que puedan recibir el impacto de estas magníficas esquirlas procedentes de un mundo antiguo y profundo. El mundo interior de Araceli Esteves.

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El ambigú

Melvill Rodrigo Fresán Literatura Random House: Barcelona, 2022 296 págs.

La emoción de ser Ismael Por Juan Peregrina Martín «Llamadme Ismael», comienza la novela Moby Dick, esa ballena que se convertirá en el Gran Delirio Blanco del capitán Ahab, una persecución enloquecida que va más allá de dar caza a un animal, que animaliza toda caza, que, en realidad, nos habla de una de las grandes cacerías que posteriormente viviremos: la caza de la persona, la persona como animal herido por sí mismo: la gran búsqueda del yo y del significado de estar aquí y ahora —como recordaba Bolaño citando a Pascal («porque no existe ninguna razón de estar aquí y no allí, ahora y no en otro tiempo»)—. Digamos que a todo esto —y aún más cosas— dedica Rodrigo Fresán su nuevo libro, titulado Melvill y que nos cuenta la historia entre un padre, Allan, y un hijo, Herman. Uno es Melvill y el otro será Melville: uno no escribirá nada y fracasará mucho y el otro escribirá bastante y no triunfará nada, en su tiempo: porque de eso trata la novela de Fresán, del tiempo. El tiempo manipulado y contado y el tiempo estático y real. De que Melville fue tan raro que escribía como le daba la gana y no terminaba nada o de que su padre viajó muchísimo, conoció mundo y regresó a su casa prácticamente sin conocerse. Un futuro escritor escribe la historia que jamás vivirán él y su padre y por eso decide que el pasado es cierto y tanto más real cuanto él más lo narra, inventa, organiza en la fantasía que su cabeza le permite y se vuelve raro, extraño, borderline, un aparte en la historia de la literatura y por eso consigue escribir libros y libros como Moby Dick, donde una persecución y blablá. Una de las características de los libros de Fresán que además consigue con soltura lingüística suficiente —pienso en Ana María Shua, por ejemplo— es el casi total agotamiento del tema por él mismo propuesto: para ello, en este caso hace gala del conocimiento de

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la vida, obra y milagros de los Melvill(e)-Gansevoort (padre-madre) y, cómo no, de Herman Melville, sus libros, sus relaciones familiares, la historia de los Estados Unidos del momento, el siglo XIX —todo comienza (o termina) el sábado 10 de diciembre de 1831— y las ciudades de Albany, Nueva York… Cómo cambia todo —o cambiará— para que el autor, mediante narradores diferentes —el padre, el hijo— nos hable de las experiencias que fueron o pudieron ser para llegar a contarnos maravillosamente lo que no podrá suceder y que por eso, quizá, es más verdadero que lo que de verdad sucedió. Fresán domina los flashbacks como nadie, las transiciones son suaves, entretenidas y divertidísimas, con ese toque Vonnegut que tanto apasiona al argentino: «Este libro es navokovianamente tralfamadoriano», diría Martín Mantra, otro de sus personajes que deambulan veladamente por ahí, como tantas obras suyas —la autorreferencia es marca de la casa— y ajenas, donde aparecerán los escritores que apasionan a alguien ya de por sí apasionado al escribir, y esa es otra de las constantes vitales de la literatura fresaniana: debido a querer abarcar todo, como los diferentes puntos de vista, los narradores con tanta personalidad y la ambientación espectacular de sus historias, consigue un hito fundamental para que un libro cuaje en la memoria y el corazón de quienes lo lean: la emoción. Emocionante es cuando nos habla del fracaso, la infancia y la juventud desde una posición madura de quien se sabe con las armas retóricas perfectas para convencernos de que la historia que nos está contando puede no ser real pero qué maravillosa historia acabamos de leer, nos decimos, qué importa si esto pasó así, si ni siquiera sucedió, si se cruzaron datos… para eso existen la historia y la estadística. Lo que Fresán nos regala es una amplia meditación sobre las relaciones paternofiliales y la maravilla vampírica hecha carne, una ficción como ensayo sobre las novelas de Herman Melville y un logro más en su trayectoria novelística. Por allí resopla, sí, y escribe: llamadlo Rodrigo, Rodrigo Fresán.


Herta Müller

Rebeca García Nieto Zut Ediciones: Málaga, 2021 164 págs.

Las cicatrices de la memoria Por José Antonio Vila Se diría que la concesión del premio Nobel a un escritor es una garantía para que este entre en el parnaso literario y figure con letras doradas en la Historia de la Literatura, pero lo cierto es que, en realidad, no pocos de los galardonados han caído en un olvido que desdice el aura de inmortalidad que parece conllevar el prestigioso galardón sueco. Nombres como los de Frans Eemil Sillanpää, Henrik Pontoppidan o Karl Adolph Gjellerup figuran en la excelsa lista de laureados, y, sin embargo, pocos serán los lectores que hayan oído hablar de ellos fuera del reducido ámbito de los especialistas en las literaturas finlandesa y danesa. Veremos qué futuro aguarda al reciente ganador Abdulrazak Gurnah, escritor tanzano-británico del que apenas habíamos tenido noticia en España antes de que la Academia Sueca le diese fama mundial. En 2009, el Nobel lo ganaba Herta Müller, escritora rumano-alemana que, a pesar de haber sido distinguida con ese importante galardón, y de contar también con gran parte de su obra traducida a nuestro idioma, sigue siendo una autora muy poco leída, casi clandestina, en España. Ahora, sin embargo, la escritora Rebeca García Nieto publica una interesante biografía «literaturizada» que tal vez ayude a que algunos lectores curiosos quieran acercarse a la vida y la obra de esa escritora que ha reflejado en sus libros los traumas de la Historia, con mayúscula, en la Europa de la segunda mitad del siglo XX. La obra de Herta Müller es ya notablemente autobiografía y, según atestigua su biógrafa, «casi todo lo

narrado en sus novelas es cierto». Sin duda, la historia de la escritora se construye sobre algunas de las heridas más terribles que ha padecido el continente europeo. Müller pertenecía a la minoría sueva —los oriundos de una región de la moderna Rumanía que durante siglos formó parte del imperio austrohúngaro y que por eso tienen como lengua materna el alemán—; su padre y su tío tuvieron relaciones con los nazis y, después, hubieron de padecer el estigma de la germanofilia bajo la dictadura comunista de Ceaușescu. La vida de Herta Müller es así un recorrido por las cicatrices de la memoria de una gran parte de Europa, de la misma forma que su escritura se erige en una fuente de cordura y salvación en un mundo regido por la siniestra Securitate, cuyas prácticas hicieron de la vida de millones de rumanos un mundo ciertamente kafkiano; aunque sea un tópico decirlo. Eso fue lo que le pasó a Herta Müller; sobre todo a raíz de la notoriedad literaria y la repercusión de su obra más allá de la frontera con Alemania, circunstancia que le trajo problemas en su país y la puso en el centro de las miradas del Gobierno y de sus servicios secretos. A los problemas políticos habría que sumar también los de naturaleza personal y familiar, porque la autora tuvo una relación conflictiva con sus padres y con las gentes de su región natal, de los que no da, precisamente, una imagen bucólica en sus novelas. Rebeca García Nieto ha conseguido con este libro poner de manifiesto que la biografía y el relato son dos caras de una misma moneda, y ninguna de esas dos superficies cuenta con menos realidad que la otra; por mucho que el relato parezca tender a lo imaginario y la biografía, como la crónica o las memorias, a los hechos realmente acontecidos. Biografía y relato son, pues, ambos necesarios: dos constructos mentales imprescindibles para abarcar la totalidad de la experiencia humana. Porque no es tanto un distinto principio de realidad lo que los separa cuanto una diferente manera de enfocar los acontecimientos. Esta biografía, en definitiva, escribe a Herta Müller como esta se escribe a sí misma, es decir, con mimbres esencialmente literarios. Así, leer esta biografía es un excelente punto de introducción para entrar en la obra de esta peculiar e interesante escritora, y también para no olvidar los horrores del siglo XX.

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El ambigú

No Francisco José Martínez Morán Pre-Textos: Valencia, 2021 88 págs.

«En mitad del camino claroscuro» Por Javier Helgueta Manso La sólida trayectoria literaria de Francisco José Martínez Morán (Madrid, 1981) se ha confirmado con un nuevo reconocimiento: el primer Premio de Poesía Francisco Brines (2021) en la modalidad de lengua castellana. Tras otros galardones prestigiosos (Premio Nacional de Poesía Joven Félix Grande, 2006; Premio Hiperión, 2009) ahora presenta No en la editorial Pre-Textos. Esta obra de madurez, que se suma a otros cinco volúmenes poéticos y otros tantos narrativos — un libro de relatos y dos novelas, una de ellas de literatura infantil—, muestra a un creador constante, dedicado al minucioso trabajo con la palabra, y versátil, que también se ha atrevido con la creación de heterónimos. En el poemario No, Martínez Morán prolonga y culmina alguno de los rasgos más reconocibles de su poética, como la precisión y belleza expresiva: eufonía, medida, cadencia. Pocos miembros del campo lírico actual se mantienen tan fieles a las posibilidades literarias que los recursos tradicionales de la composición ofrecen. Esto ha sido valorado por los miembros del tribunal del citado premio: «... más que un libro reflexivo al uso, un libro contemplativo, de poesía concentrada, breve, con limpieza de dicción y gran sentido de la música y el ritmo». Además de tratarse de un maestro versificador, Martínez Morán se encuentra entre los principales poetaforistas de nuestra literatura, esto es, entre los líricos que cierran con lucidez y contundencia de aforismo la última estrofa de sus poemas: «hay siempre en la belleza negación, / no queda en el que observa más que sed» concluye en «Propiedades», un poema clave de No. Al igual que en Tras la puerta tapiada (Hiperión, 2009) y Obligación (Polibea, 2013), existe en No una paradoja entre el equilibrio de la métrica y la inarmonía del espacio simbólico que se vive. Ciertos poemas recuerdan la contemplación de un templo del Renaci-

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miento que, sin embargo, contiene en su interior frescos expresionistas —seguramente por influencia de Kakfa y Rilke—. Más que una negación, los tres primeros apartados de No devienen una «indefinición». En el primero, el espacio está en «penumbra», constituye un «erial» dominado por el «barro» y la «ceniza»; posteriormente, se llena de oscuras figuras metaliterarias de un «Teatro para sombras» —nombre de la segunda sección—; en la tercera parte acontece el clímax, una pira simbólica en que se destruyen el yo, el recuerdo y el lenguaje: «Y sí, que sea fuego / que arda cada inflexión de la palabra, / que las llamas recojan, / en gesto de ceniza, / mis huesos y las médulas del hueso, / mi lengua y la estrechez de los sentidos. // Que se lleve el incendio la memoria, / que arrase con la ruina / y deje tras de sí solo silencio». Solo entonces se va aclarando la presencia (amorosa) de los personajes del poema, un yo y tú antes ambiguos, y perfilando el mundo a través de entidades de la naturaleza: árboles, aves; senderos; cauces, torrentes. La evolución más interesante la protagoniza la luz: primero destructora, se recupera en el último apartado, «Coronación», su imagen beatífica y pura. No obstante, la transformación personal se ve truncada desde la raíz temporal y el libro queda en claroscuro. Con angustia, el poeta se contempla «en la mitad del camino de la vida» evocando, con el poema «Nel mezzo», el famoso pasaje iniciático de la Divina Comedia, justo el año en que se celebraba el setecientos aniversario del genio florentino. El yo lírico de No se siente en «un punto sin retorno», insatisfecho por una «sed» existencial que atraviesa todo el libro. También en Tacha (Renacimiento, 2018), un libro principalmente metapoético, se apreciaba similar análisis y diagnóstico; como aquí, se da una aceptación incompleta, en construcción, según reza el poema «Andamios». De nuevo, la continuidad —«caminas, no te queda otro remedio»— de la «penumbra».


Periférica interior Laia López Manrique Stendhal Books: Barcelona, 2021 164 págs.

Fragmentos dispersos Por Rodolfo Häsler En esta nueva entrega, la poeta barcelonesa Laia López Manrique lleva a cabo un giro en su poesía hacia una radicalidad más pronunciada, más visible, ahondando en una mayor introspección en una obra que desde el inicio viene marcada por la misma, permitiendo que el lenguaje sea el vehículo para hablar de la dificultad en la comunicación, el quiebre de la lengua cuando no logra cumplir su primer mandato y el resultado en el ser humano de esa incapacidad. La conciencia de la soledad, elegida o impuesta, la confusión y hasta malentendido que pueden producir las palabras, la intencionalidad de la expresión y cómo recibe el interlocutor el mensaje son el eje de una escritura cercana a la filosofía, a la sociología, como aspectos inseparables del pensamiento: «salíamos a buscar las cosas “bellas”, las cazábamos: las cosíamos entre sí: las estirábamos como una cinta de raso manchada de angostura:». Hay múltiples interrogantes, preguntas que no esperan respuesta, solo cuestionamientos que no son otra cosa que el meollo de la existencia, irresoluble, angustiante, y así aparece una figura que acompaña a la autora como una doble sobre la que recaen las posibilidades, esa otra que es una misma, o la hermana, la madre y también un símbolo de la alteridad que nos acompaña y nos representa. Tomar conciencia de la Imposibilidad, de la alteridad y de la fragmentación real del ser contemporáneo, al que solo aceptando como el ser compartimentado que es, puede salvarnos de la ansiedad que todo cono-

cimiento conlleva. Es una lucha puede que perdida, ahí la poeta no entra, pero sabiendo que en ese camino de búsqueda es que vamos uniendo los fragmentos dispersos que nos definen y que, al nombrarlos, es decir, creándolos, podemos dilucidar alguna solución. La existencia nos mutila por el solo hecho de avanzar en el tiempo, y esas heridas, sus cicatrices, en su dolor nos curan y hacen avanzar: «pero usted no azuzaba ese fuego para provocar un incendio sino para avivar un rescoldo, una llamita leve». Hay «yo», hay «tú» donde podemos constatar esa multiplicidad del ser que escribe para conocer. Estamos ante una escritura con algunos puntos de contacto con la mística, en el aspecto de la renuncia absoluta como sola posibilidad para volverse a erguir, como en el fin unionista que permite la plena identificación entre lo que se piensa, se expresa y se comunica. Ese proceso completo es el hilo que desde los primeros poemas de Periférica interior ejerce de hilo del que tirar; no hay soluciones, no hay propuestas, hay búsqueda y camino, pero sabiendo en todo momento que ese camino no tiene final, se trata de un recorrido en el que vamos encontrando y completando partes de nosotros mismos: «Por eso, para deshacerse, para vigilar, para desaparecer, existe la distancia». En la parte final del libro, «Telegrama», se acaba asumiendo la fatuidad de todo intento, de todo empeño. Solo queda decir, dar, pasar un instante de unos a otros y escribir para iniciar un sendero.

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Edificio Nautilus Inma Luna Baile del Sol: Tenerife, 2020 108 págs.

Otro vivir Por Alberto García-Teresa El vitalismo, levantado desde la humildad y la asunción de la complejidad desnuda de la existencia, ha sido la columna vertebral de toda la poesía de Inma Luna (Madrid, 1966). La mirada sencilla y cercana al entorno, reconociendo y recogiendo las contradicciones, las faltas y la posibilidad de enmienda de los errores («No estoy limpia», escribió en el título de uno de sus anteriores trabajos), constituye el vehículo de expresión de una obra que conjuga lo confesional con la postulación de un deseo de mundo, la expresión subjetiva de raíces autobiográficas con la colisión ante una realidad hiriente, la manifestación de las ganas de vivir y de la angustia ante no poder llevar a cabo una vida plena. Edificio Nautilus está organizado por pisos, en donde cada planta nos ofrece una de las vetas o de las líneas de trabajo de la autora. Pero, como toda sólida construcción, está apuntalada y atravesada por esas vigas que constituyen la base de la literatura de Inma Luna. El propio collage del mural callejero retratado en la cubierta (fotografiado por Tito Expósito) nos ubica ya en las coordenadas que van a orientar el recorrido por esa ubicación. Nautilus también nos puede referenciar a un trabajo continuo de inmersión, de búsqueda personal, al tiempo que se toma descansos y respiros para emerger y no perder de vista la realidad; la luz del sol aunque se sumerja en sí misma. La autora reitera esa idea en la pieza que abre el volumen: «capitán Nemo / soy cangreja ermitaña / en tu Nautilus». La combinación de un espacio de protección o de seguridad donde refugiarse o encontrar serenidad mientras accede al exterior libremente, al que puede recurrir en cualquier momento, se presenta como un recurso fundamental para poder encarar la hostilidad del entorno y la necesidad de reflexión y construcción personal de manera positiva.

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Desde esos presupuestos, el libro nos va ofreciendo series de haikus, poemas líricos, textos críticos y piezas narrativas. Luna agrupa los materiales en los siete pisos de este edificio no tanto por la temática sino por su estructura y el por el impulso que late en ellos, el cual, en última instancia, como ya he indicado, apunta a un mismo horizonte. De ahí que cobren unidad en su conjunto y que no resulte el volumen una mera amalgama de bloques. La sensualidad y la reivindicación de la carnalidad de la expresión amorosa, igualmente, ha resultado una constante en buena parte de su trayectoria. En esta ocasión, se presenta con gran delicadeza y con una contención exquisita en los haikus y piezas breves de la primera sección del libro. Pero se despliegan desde ahí por el resto del volumen. El ámbito del litoral marino es el marco de referencias donde se mira y se potencia esa relación amorosa. A su vez, se constata una proyección paisajística interesante en cuanto que se resalta el lirismo de su dicción clara, de ritmo sosegado, y la reflexión filosófica. Abundan las piezas de observación en las que se busca la inmersión en el momento, en busca del paladeo de la plenitud en una doble conexión: con el ambiente natural y con la pareja. Desde ahí, la atención, el cuidado y la lentitud de la respiración que inhala todos esos vínculos abren la perspectiva ética y existencial de los versos aquí contenidos. En efecto, la reflexión se materializa en aprender a vivir con dignidad y respeto hacia lo otro y los otros. En última instancia, por otra parte, esa pretensión bebe de una mirada insumisa, que exalta la resistencia de lo vivo y de lo sencillo, y que se eriza ante la fragilidad o el peligro de ruptura de las calmadas atmósferas que construye y en las que se desenvuelve el yo. Edificio Nautilus, pues, ahonda en la serenidad y en la vivencia de una otra vida en la que la intensidad tiene más que ver con el espesor de la experiencia y de lo sensorial que con el volumen de las mismas.


Música que escucharé cuando hayas muerto

Ismael Cabezas La Garúa: Santa Coloma de Gramenet, 2021 80 págs.

Ser o no ser (parte del abismo) Por Rebeca García Nieto Aunque terminé hace semanas este poemario de Ismael Cabezas, hay un poema que me sigue rondando en la cabeza. Intuyo que cuando en un futuro eche la vista atrás y recuerde este libro, la imagen que evoca, las palabras en las que se condensa serán lo primero que me vengan a la mente. El poema en cuestión, «El último funambulista», yuxtapone la imagen del equilibrista que tensa la cuerda con la que trata de salvar el abismo con la del suicida de manos temblorosas que la tensa para dejarse caer en él. «Es una simple cuestión de elección», dice el poema: «Cruzar el abismo o ser parte del abismo». «El último funambulista» refleja bien el tono del resto del libro, una mezcla de lucidez y melancolía. ¿Significa eso que nos encontramos ante un puñado de poemas deprimentes? Sin duda, habrá lectores a los que así se lo parezca. El autor parece ser consciente de ello y al final del libro incluye un poema, «Declaración», en el que se dice: «Quisiera ser un hombre que pudiera escribir / sobre esa luz limpia que entra / en cierto preciso instante / por la ventana abierta en un mes de junio [...] Mas, con franqueza, no puedo [...] Solo puedo escribir historias tristes / sobre fluoxetina y valium ...». La poesía de Cabezas es, digámoslo ya, de corte «confesional», un tipo de poesía que desde sus inicios —Lowell, Berryman, Sexton— acumuló entusiastas y detractores por igual. Algunos vieron en ella una especie de terapia de autoayuda, en la línea de buena parte de la autoficción que se practica en la actualidad. Para poetas como Richard Wilbur, por ejemplo, «la labor de

la poesía es hacer soportable lo insoportable, no mediante la falsedad, sino mediante una confrontación clara y precisa. Incluso el poeta más alegre tiene que afrontar el dolor como parte de la suerte humana; lo que no debería hacer es quejarse y pensar en su desgracia personal». Otros, en cambio, encuentran este tipo de poemas muy valiosos, pues no dejan de ser retratos de un ave fénix renaciendo de sus cenizas. En este sentido, la cita de Caballero Bonald que abre el poemario es toda una declaración de intenciones: «Porque logré sobrevivir lo escribo». El libro, no obstante, no se agota en el yo —lo que me parece un acierto—. Cabezas practica también una poesía más narrativa y el poemario incluye un buen número de poemas que cuentan la historia de alguien —un travesti, una actriz, una camarera o una de esas mujeres llamadas María Auxiliadora o Angustias, o uno de esos hombres llamados Máximo o Eustaquio, vidas minúsculas retratadas por un instante antes de caer definitivamente en el olvido—. El Adriano de Marguerite Yourcenar se quejaba de que «los poetas nos transportan a un mundo más vasto o más hermoso, más ardiente o más dulce, que el que nos ha sido dado, diferente de él y casi inhabitable en la práctica». Desde luego, esto no es algo que podamos achacarle a este poemario. El mundo al que nos transporta la poesía de Cabezas no es distinto al que habitamos, está poblado por personas como tú y como yo. Ahora que la felicidad es poco menos que un mandato social y se nos ve tan radiantes en las redes sociales, no está de más recordar que el ser humano también sufre, cosa que la humanidad al completo parece haberse empeñado en ocultar. La melancolía no es solo inherente al hombre, sino que, como decía Baudelaire, es la fuente de toda poesía sincera. Y este poemario, sin duda, lo es.

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El ambigú

Poesía Esencial

Mircea Cărtărescu (Traducción y edición de Marian Ochoa de Eribe y Eta Hrubaru) Impedimenta: Madrid, 2021 520 págs.

Hablar con todas las palabras Por José María García Linares «Soy todos los espacios a la vez / soy tanto la existencia como todas las posibilidades / hablo con todas las palabras». Quizás esta imagen de la totalidad sea la que mejor representa la escritura poética de Mircea Cărtărescu. Ser a la vez espacio, tiempo y palabra para la creación y comprensión de un universo propio que va creciendo, ramificándose, replicándose en el exceso de lo que nunca finaliza, de lo que respira, precisamente, en el ejercicio de la propia composición literaria. La maestría de Cărtărescu es indiscutible, ya había podido comprobarlo el lector en español en obras anteriores como El ruletista (2010), Nostalgia (2012), Solenoide (2017), El ala izquierda. Cegador I (2018) o El cuerpo. Cegador II (2020). La extrañeza, la originalidad, los desvíos y las multiplicidades convertían el acto de leer en un ejercicio de privacidad y disfrute, y sin embargo podría dar la sensación de que faltaba algo. ¿Desde dónde surge todo este imaginario?, se han preguntado muchos lectores, ¿cómo es posible una voz y una mirada como la de los narradores y personajes? Poesía Esencial (2021), creemos, es la respuesta. Se trata de la primera antología bilingüe (rumano-español) en la que el propio poeta ha escogido los textos más relevantes de los libros publicados entre 1980 y 2010, esto es, Faros, escaparates, fotografías (1980), Poemas de amor (1980), Todo (1984), Amor (1994) y Nada (2010), todos ellos, como puede verse por las fechas, anteriores a la obra narrativa traducida y publicada en español, de ahí la relevancia de contar desde este momento también con su poesía. Desde los primeros poemas resuenan los ecos de la generación Beat. Cărtărescu y sus compañeros del llamado Cenáculo del Lunes (grupo nacido en la Universidad de Bucarest en 1977) pretenden adaptar el mensaje de los poetas americanos al contexto literario

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rumano, hacerse con esos mismos aires de libertad y superación de las férreas convenciones sociales para posibilitar una nueva conciencia poética e, igualmente, una nueva manera de relacionarse con el pasado. Saben que están haciendo una poesía diferente y que entre la suya y la de sus predecesores existen diferencias considerables. Por tanto, el lector de esta Poesía esencial se encontrará con una obra radicalmente histórica, es decir, aferrada a un tiempo histórico determinado, testimonio alegre de un cambio generacional de primera magnitud. Sin embargo, no se trata de un mero trasvase entre países. Los autores del Cenáculo del Lunes se autodenominan «los ochentistas» para distinguir este nuevo movimiento rumano del postmodernismo de raigambre americana. Quien mejor detalla en qué consiste esta nueva estética es el propio Cărtărescu, cuando declara que «Cada poema tiende a convertirse en un mundo en el que suceden muchas cosas, en el que se plantean todos los efectos especiales, en el que se pasa revista a un montón de historias. En el poema se concentran, con una fabulosa opulencia, toda la sustancia y todo el espíritu posibles». En su poesía se conjugan la oralidad, el coloquialismo, el gusto por el humor urbano y el goce de narrar las situaciones cotidianas del día a día con la parodia, la ironía y el juego intertextual. Traducidos y editados por Marian Ochoa de Eribe y Eta Hrubaru, estos poemas esenciales de Mircea Cărtărescu son una oportunidad no solo para conocer el origen de un universo fascinante en el que tantos lectores han quedado gustosamente atrapados, sino también una apuesta infalible por el disfrute y el placer lector.


Recomendaciones de Quimera Inglaterra salvaje

Richard Jefferies Aristas Martínez, 2022

En 1885, en pleno esplendor del Imperio británico, el naturalista Ricahrd Jefferies escribió esta audaz distopía en que, tras un cataclismo, Gran Bretaña queda despoblada y desaparece el modo de vida industrial. Una enorme ciénaga, tóxica en la antigua ubicación de la capital, ocupa buena parte de la isla. La naturaleza no ha restituido la armonía social; todo lo contrario: reina la barbarie y la esclavitud. Estamos, sin duda, ante uno de los libros más curiosos, enloquecidos y visionarios de este final del siglo XIX. A la altura de otras maravillosas fantasías como Drácula o La máquina del tiempo. Gran trabajo el de los editores rescatando esta obra tan bella y valiosa.

Obra reunida Raúl Brasca Milenio, 2022

Después de arduas negociaciones para conseguir todos los derechos sobre la obra del gran maestro argentino de la minificción, la editorial Milenio publica su compilación completa en las distancias cortas. Encontraremos aquí sus tres libros Últimos juegos (2005), Todo tiempo futuro fue peor (2007) y Las gemas del falsario (2012). Además hay material inédito bajo el epígrafe Otras imposturas. Los textos que aquí aparecen fueron personalmente revisados y corregidos por el autor para esta edición. Imprescindible.

Cosas

Alfonso Daniel Rodríguez Castelao Libros del Asteroide, 2021

Libros del Asteroide recupera, en una nueva traducción de Domingo Villar y Luis Solano, esta pequeña joya de una de las figuras más relevantes de la cultura gallega del siglo XX. El volumen (una de las pocas obras literarias de Castelao) consta de cuarenta y cinco pequeñas prosas —poéticas, costumbristas, humorísticas, casi mágicas en ocasiones, de una sensibilidad exquisita— acompañadas de los dibujos junto a los que fueron publicadas en la prensa periódica (en ocasiones muy cercanos al expresionismo mitteleuropeo) que reflejan la realidad de una época marcada por la miseria y la emigración y que hoy en día mantienen su vigencia.

Los extraños casos

David Vivancos Allepuz Pez de Plata, 2022

El autor de minificciones nos vuelve a sorprender con un libro que es todo un juego metaliterario. Lester Mortimer, biógrafo de Watson, encuentra sesenta y cinco casos nuevos de Holmes que no están escritos, como el resto, en primera persona. Vivancos arranca así esta obra de muñecas rusas donde los homenajes literarios y el humor son constantes y se da una profundidad al personaje de la señora Hudson que no tenía en los relatos anteriores. Todo ello ilustrado exquisitamente por Sergi Cambrils.

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Recomendaciones

París siempre valía la pena Alejandro Padrón Kálathos, 2021

No es tarea fácil describir a vuelapluma este libro. Por un lado, hay un autor que nos explica; por otro, un personaje que nos narra, y más allá una crónica de primera mano y un documentalista o comisario de exposiciones que intenta convertir el material que tiene entre manos en un objeto artístico. Lo que encontraremos, en definitiva, es un enfoque sumamente original, un juego creativo que nos acerca a una de las figuras más apasionantes de la literatura universal, Ernest Hemingway, durante su estancia en una ciudad que marcó un punto de inflexión en el arte contemporáneo, París.

Mundo intermedio

Javier Sánchez Menéndez Trea, 2021

Leer y alzar la vista. Eso es lo que sucede mientras nos enfrentamos a cada uno de los aforismos que se recogen en Mundo intermedio. Es justo ese momento en suspenso el que provoca la lectura. Javier Sánchez Menéndez aborda un retrato poliédrico del ser humano, de la sociedad en la que vive, de las esperanzas que le consumen. Una visión que no renuncia al humor, porque nos descubre un mundo que resulta cómico y dramático a partes iguales. Esa es una de las paradojas que encontraremos en el libro. Sánchez Menéndez vuelve a regalarnos un libro lleno de aristas y nos demuestra, de paso, el buen momento que vive el aforismo español contemporáneo.

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Muertes imaginarias Michel Schneider EDA Libros, 2021

EDA Libros nos hace llegar esta joya inédita en España del escritor y psicoanalista francés Michel Schneider con la que obtuvo el prestigioso Premio Médicis en 2003. En este ensayo, haciendo un alarde de erudición y conocimientos biográficos, Schneider fabula sobre la muerte y, ante todo, sobre las últimas palabras de treinta y siete de los escritores más famosos de la literatura occidental, desde Montaigne a Capote pasando por Goethe, Kant, Flaubert, Dumas, Tolstói, Chéjov o Rilke. Un ejercicio de audacia literaria que, aunando rigor e imaginación, satisfará al lector más curioso.

El cuaderno negro. Textos de la Ocupación François Mauriac Fórcola, 2022

Estamos ante un magnífico libro, revelador de una de las voces más bellas e intensas de la literatura francesa de mediados del siglo XX. La angustia, la incertidumbre, la necesidad de resistir aparecen en los textos de El cuaderno negro. En forma de artículos exaltados, hermosos, en la poesía, cartas a Charles Morgan... El propio Mauriac volvió a encontrar este cuaderno en 1954, diez años después de que dejara de anotar en él. El volumen está, además, reforzado por una soberbia introducción de José Carlos Llop y fotografías de Mauriac y de las diferentes ediciones. Magnífico trabajo y una lectura imprescindible para los tiempos que corren.




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