Quimera Revista de Literatura | Número 473 | Mayo 2023

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ColaborAN en este número:

José Abad, Oriol Alonso Cano, Noni Benegas, Manuel Rico, Jorge Canals Piñas, Jesús Cárdenas, Bel Carrasco, Pepe Cervera, Carmen Cordero, Vicente Ferrer, Albert Ferrer Flamarich, Moisés Galindo, Andrés García Cerdán, Jean Christophe García Vaquero Lavezzi, Alberto García-Teresa, Ainhoa Gomà, Alberto Gordo, Grupo Hotusa, Agustín Monsreal, Ale Oseguera, Sergi Pàmies, Erasmo Rejón, Nana Rodríguez Romero, Miquel Rof, José de María Romero Barea, Anna Rossell, Ana Sánchez Tordera, Alberto Santamaría, Juan Ramón Santos, Eduardo Suárez Fernández-Miranda Fotografía de portada y Dossier:

Alexander Ant (Unsplash) Editor: Miguel Riera DirectorES: Fernando Clemot, Álex Chico, Ginés S. Cutillas y Jordi Gol

QUIMERA. REVISTA DE LITERATURA – Mayo 2023

En mayo de 2013, con un paraguas clavado en la arena de la playa como portada y con la inestimable presencia de nuestros queridos Juan Vico (como Jefe de Redacción) e Iván Humanes, el presente Consejo de Redacción comenzó su andadura en Quimera. Revista de Literatura. Ya ha pasado una década y aún mantenemos intacta la ilusión por este fascinante y longevo proyecto que hoy, como en sus comienzos, trata de acercar la mejor creación, crítica y reflexión literaria al público en castellano. No queremos hacer alarde: lo celebramos ni más ni menos que con un número más. Pero queremos dar las gracias a Quimera por seguir confiando en nosotros después de tantos años y tantos números (¡ciento veinte!) y, sobre todo, daros las gracias a vosotros, subscriptores y lectores, por seguir siendo fieles a una forma de entender la literatura y la cultura que es también una forma de resistencia frente a la presión de la sociedad de la información y del mercado. ¡Va por ustedes! JORDI GOL - JEFE DE REDACCIÓN Y CODIRECTOR DE QUIMERA

JEFE DE REDACCIÓN: Jordi Gol Diseño: Xavier Balaguer Maquetación y cubierta: Jordi Gol Corrección: Cinta Moreso Web y redes sociales: Eva Díaz Riobello ISSN: 0211-3325 DL: B 38779 /1980 Edita: Ediciones de Intervención Cultural S. L. C/Juan de la Cierva, 6. 08339 - Vilassar de Dalt (BCN) 937 550 832 www.revistaquimera.com redacciondequimera@gmail.com publicidad@revistaquimera.com pedidos@edic.es Imprime: Gráficas Gómez Boj

El salón de los espejos

Jesús Cárdenas:

Entrevista a Alberto Gordo – 8

Brillando bajo el agua, de Ricardo Virtanen – 50

Entrevista a Vicente Ferrer (Media Vaca) – 11

La vida breve Los pescadores de perlas

Vengo de ese miedo, de Miguel Ángel Oeste – 53

Jean Christophe García Vaquero Lavezzi:

Microrrelato inédito

Jorge Canals Piñas:

de Nana Rodríguez Romero – 23

Las perfecciones, de Vincenzo Latronico – 54

Microrrelatos inéditos

Pepe Cervera: No estoy acostumbrada a la esperanza, de

de Agustín Monsreal – 24

Everilda Ferriols – 55 Ale Oseguera: Lejos, de Santiago Roncagliolo – 56 José de María Romero Barea: Cuentos escogidos, de Virginia Woolf – 57

de Andrés García Cerdán – 26

Albert Ferrer Flamarich: Las rutas de la música clásica.

Poemas inéditos

Guía para melómanos viajeros, de David Puertas Esteve – 58

de Alberto Santamaría – 29

ción total o parcial de este número, sea por o electrónicos, sin la autorización del editor.

Erasmo Rejón: Material de construcción, de Eider Rodríguez – 52

Poemas inéditos

medios mecánicos, químicos, fotomecánicos

Juan Ramón Santos: Las primeras cosas, de Bruno Vieira Amaral – 51

Ana Sánchez Tordera. El dios pellejo – 15

El castillo de Barba Azul

Derechos reservados. Prohibida la reproduc-

El ambigú

Entrevista a Sergi Pàmies – 4

Einstein on the Beach

Anna Rossell: En memoria de la memoria, de María Stepánova – 59 Alberto García-Teresa: Falla la noche, de Noni Benegas – 60

Quimera no retribuye las colaboraciones. Los

Ginés S. Cutillas. Lo bueno, si breve, etc.

colaboradores aceptan que sus aportaciones

Decálogo práctico del microrrelato – 31

José Abad:

Claudia Torres. ¿Cómo hacer buena crítica

La mujer y el vampiro, de Luis Alberto de Cuenca – 61

aparezcan tanto en soporte impreso como en digital. La redacción no devuelve los originales no solicitados ni mantiene corresponden-

de una ya buena critica? – 35

Noni Benegas:

cia sobre los mismos. La revista no comparte

José de María Romero Barea.

No es a mí a quién lees, de Adriana Hoyos – 62

necesariamente las opiniones firmadas por sus colaboradores. Esta revista ha recibido una ayuda a la edición del Ministerio de Educación, Cultura y Deporte.

José Luis Garci: creador de sueños – 39

Manuel Rico: De magos y mineros

Oriol Alonso Cano. La letra infectada de imagen:

(Una historia de Plutón), de Mateo Rello – 63

David Cronenberg y su relación con la literatura – 43

El holandés errante Álex Chico. La vida en el aire (Primer descenso) – 48

Moisés Galindo: Apuntes del natural, de Walt Whitman – 64

Recomendaciones 3


E l s a l ón d e l o s e s p e j o s

Entrevista a Sergi Pàmies Texto: Eduardo Suárez Fernández-Miranda Fotografía: Ainhoa Gomà ©

Sergi Pàmies (París, 1960), reconocido cuentista, ha permanecido fiel a sus editoriales de siempre: Quaderns Crema y Anagrama. Libros de cuentos como T’hauria de caure la cara de vergonya, La gran novel·la sobre Barcelona (Premi de la Crítica Serra d’Or), Si menges una llimona sense fer ganyotes (Premi Ciutat de Barcelona y Premi Lletra d’Or) o las novelas La primera pedra (Premio Ícaro), L’instint (Premi Prudenci Bertrana) y Sentimental han cimentado su merecido éxito. Su labor como narrador la compagina con sus colaboraciones en el diario La Vanguardia.

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Su obra forma parte del catálogo de Quaderns Crema desde 1986. ¿Qué nos puede contar de Jaume Vallcorba como editor de sus libros? Es una pregunta demasiado genérica. Fue un editor muy importante que, desde finales de los setenta, aportó inteligencia, sensibilidad, buen gusto y el punto justo de irreverencia al mundo editorial. Más adelante, cuando pudo desarrollar la editorial Acantilado, encontró la velocidad de crucero que necesitaba para pasar de ser un brillante editor en catalán a una referencia de las publicaciones europeas. ¿Cree que la esencia de la editorial se ha seguido manteniendo hasta ahora? Todo evoluciona, también el mundo cultural en el que las editoriales desarrollan su actividad. En los setenta y los ochenta no había tanta competencia como hoy y el prestigio del libro aún pervivía. Hoy el libro ha perdido buena parte de su prestigio y se potencian otras actividades que pasan a través de las pantallas y, demasiado a menudo, de la piratería.

los instrumentos que tengo a mi alcance sin condenarme a ningún patrón preestablecido. Cuando escribe cuentos, ¿lo hace pensando que van a formar parte de un libro o es posteriormente cuando los elige entre los que ya tiene escritos? Todo el proceso está sujeto a una especie de paréntesis temporal. Los cuentos que acaban conformando el libro deben tener un aire de familia, más intuitivo que tangible. Durante este proceso suelo escribir otros cuentos y enseguida me doy cuenta de si pertenecen a la familia o no. Me convierto en una especie de portero de discoteca que aplica un arbitrario y caprichoso derecho de admisión que responde a intuiciones íntimas.

En 2022 se cumplieron veinticinco años de la publicación de La gran novel·la sobre Barcelona. Quaderns Crema ha vuelto a reeditarla y aparece en su página web como novedad. ¿Ha revisado alguno de los cuentos? No he revisado nada. Es una idea de la editora Sandra Ollo que he intentado no sabotear. Solo he añadido un postfacio para darle un poco más de contexto. Pero no me pareció necesario ni oportuno revisar nada.

Después de su libro de relatos Infecció, publicó tres novelas —La primera pedra, L’instint y Sentimental—, antes de regresar al cuento con La gran novel·la sobre Barcelona. ¿A qué se debió ese paréntesis, en la publicación de cuentos, de once años? A que disponía de las condiciones idóneas para poder escribir novelas. Estas condiciones desaparecieron cuando nacieron mis hijos (mellizos) y a partir de entonces pasé un largo periodo (veinte años) en el que plantearme escribir una novela era totalmente incompatible con una paternidad más o menos responsable. Desde entonces, digamos que vuelvo a estar en el mercado de los novelistas, aunque, hasta hoy, sigo escribiendo cuentos.

En muchas ocasiones, el título de un libro de cuentos se elige entre los títulos de los cuentos que lo forman. ¿A qué se debe? En el caso de La gran novel·la sobre Barcelona se eligió el último cuento. En mi caso no es «en muchas ocasiones». Ponerle al libro el título de uno de los cuentos es una posibilidad. Otras veces he optado por títulos ajenos a cualquier cuento (La bicicleta estática, Infección, Canciones de amor y de lluvia, El último libro de Sergi Pàmies o El arte de llevar gabardina). Digamos que intento aprovechar todos

En el libro Cançons d’amor i de pluja introduce elementos autobiográficos. ¿Qué aporta al cuento este hecho, respecto a otros relatos donde se presentan situaciones abstractas y personajes que nada tienen que ver con usted? En libros anteriores también había referencias autobiográficas. Pero estaban más disimuladas. A partir de Si menges una llimona sense fer ganyotes, pierdo el pudor a hablar de mí o de mi familia y experimento con el placer de llevarme la contraria a mí mismo y transgredir mis propias normas.

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E l s a l ón d e l o s e s p e j o s

Entrevista a Sergi Pàmies

En un artículo de La Vanguardia de 1988 se decía que Gabriel Galmés era el miembro que «completaba», por así decirlo, el trío de ases del editor, junto a Quim Monzó y a Sergi Pàmies. ¿Qué nos puede contar del escritor manaconí y de su obra? Esas clasificaciones y etiquetajes son un pasatiempo del entorno y, por fortuna, nada tienen que ver con la realidad. Galmés era un gran escritor, con un humor cáustico y un sentido de la ironía que conectaba con la literatura sarcástica inglesa. Tenía un gran talento que, por desgracia, su muerte prematura truncó. Desde su primer libro de cuentos, T’hauria de caure la cara de vergonya, hasta ahora, ha permanecido fiel a una misma editorial. ¿Cuáles han sido los motivos? Soy fiel en general y, si no me dan motivos para cambiar, suelo preferir la continuidad a la aventura. Hay una excepción: el libro Confessions d’un culer defectuós, que publiqué en Empúries y que fue un libro de encargo. Me sentí cómodo con esta variedad del libro de encargo y no descarto volver a practicarla. También es cierto que durante años fui fiel a Quaderns Crema porque ninguna editorial me propuso cambiar de aires, ese es otro factor que también hay que tener en cuenta. Anagrama ha publicado sus libros en traducciones de Joaquín Jordá, Marcelo Cohen y Javier Cercas. Sin embargo, El último libro de Sergi Pàmies, en la página de créditos, aparece como «versión del autor». ¿Por qué quiso hacerse cargo de verter al castellano sus propios libros? Ese cambio fue una iniciativa de Jorge Herralde, que observó que los libros traducidos al castellano de escritores catalanes podían ofender a según qué libreros y lectores, mientras que la versión del autor recuperaba una fórmula que, en los años setenta, habían practicado autores como Baltasar Porcel, Robert Saladrigas o incluso Terenci Moix. A partir de entonces, traducir mis propios libros se convirtió, además de en un placer, en un hábito. ¿Cree que es fundamental, para el escritor que escribe en catalán, que su obra sea traducida al castellano, para propiciar su traducción a otras lenguas? Fundamental si el libro tiene aspiraciones de, digamos, exportación. En todas las editoriales del mundo hay

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lectores de castellano mientras que tropezarse con un lector en catalán resulta mucho más excepcional. Siguiendo con el tema de la traducción, usted ha sido el traductor de Amélie Nothomb en Anagrama. ¿Cree que es importante, para dar coherencia a la voz del autor, que se mantenga el mismo traductor en toda la obra? En mi caso, he tenido la suerte de que mi traductor al francés, por ejemplo, sea Edmond Raillard, que ha traducido todos mis libros; supongo que esa comodidad y confianza son positivas. ¿Cómo surgió esta colaboración con Amélie Nothomb? Mi exmujer, Sílvia Lluís, fue la primera editora de Nothomb en España, con la publicación de Higiene del asesino. Entonces, para echarle una mano, lo traduje con seudónimo. Fue el inicio de una aventura que, cuando Herralde asumió la traducción anual del libro anual de Amélie, recuperé. Es un privilegio absoluto y una encantadora extravagancia a la que, mientras pueda, no quiero renunciar. También me ayuda a que mi conocimiento del francés no se pervierta tan deprisa y me regala algunos grandes momentos cuando Amélie nos


No solo radica en eso. Quim Monzó es un escritor excepcional más allá de su prodigiosa capacidad energética. Su aportación a la ficción en catalán ha influido en varias generaciones de nuevos escritores y tiene el mérito de poderse leer con una absoluta naturalidad pese a todos los intentos de manipulación o mitificación. Haber tenido la oportunidad de publicar en la misma editorial y compartir años de actividad editorial y literaria es otro de los privilegios que podré contarles a los nietos que todavía no tengo.

visita para presentar sus libros. Es uno de los tesoros que me ha regalado este imprevisible oficio. En el año 2007 la literatura en catalán fue la invitada en la Feria de Frankfurt. Han pasado dieciséis años. ¿Se ha notado algún cambio en la percepción, o el reconocimiento, de la literatura en catalán fuera de Cataluña? No tengo el conocimiento suficiente para apreciarlo. Pero, sin duda, el conocimiento de la lengua y la literatura catalanas en el mundo literario es mucho mayor a partir de Frankfurt que antes. Yo no participé por discrepancias que hoy quizá me replantearía, pero sin duda, en un caso como el de la literatura en catalán, el empuje de las instituciones ayuda, por imperfecto y criticable que pueda parecernos. En el artículo de la Révue d’Études Catalanes titulado «L’escriptor que sopava dues vegades», habla de Quim Monzó y dice: «Aquesta voracitat es tradueix en una necessitat permanent de pensar, de donar voltes a arguments que s’entrecreuen amb personatges, de dubtar i de consumir la benzina creativa necessària perquè aquest motor de cinquanta mil vàlvules continuï avançant a una velocitat acceptable». ¿Ahí radica la calidad de su obra?

Colaboró con Quim Monzó en alguna ocasión, como en la radionovela Sang bruta, historia de «un amor imposible entre Estefanía de Mónaco y un mosso d’esquadra». ¿Qué supuso para la literatura la irrupción, en los años ochenta, de Quim Monzó? Ya lo he respondido: supuso una aportación monumental que amplió los horizontes a través de una lengua viva, asequible y eficaz y de un mundo literario absolutamente propio que huía de los sermones y las pretensiones propias de algunos de sus antepasados. Usted escribe de forma regular para el diario barcelonés La Vanguardia. En sus artículos periodísticos, ¿hay elementos comunes con sus cuentos? Es una contaminación felizmente recíproca. Los cuentos tienen elementos columnísticos y las columnas tienen elementos de cuento. Es un tráfico tolerado por las autoridades —que soy yo— y que no solo tolero sino que propicio.

Confessions d’un culer defectuós es un libro de reflexiones y recuerdos de su barcelonismo. ¿Cómo surgió esta obra? Fue un encargo y me dio la oportunidad de explicar mi experiencia como culé desde una perspectiva casi biográfica. También me permitió hablar de lo que más me interesa: el fútbol, Johan Cruyff y el Barça. En la revista Quimera estamos interesados en conocer sus futuros proyectos literarios. ¿Qué nos puede contar? Que acabo de terminar un libro de cuentos y que estoy en esa fase en la que hay que dejarlo unas semanas descansando en la nevera, porque no acabas de saber si estás enamorado o si, por el contrario, estás harto.

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E l s a l ón d e l o s e s p e j o s

Entrevista a Alberto Gordo Texto: Ginés S. Cutillas Fotografía: Carmen Cordero © ¿Cada época debe traducir de nuevo a sus clásicos? Sí, estoy convencido de ello. Las traducciones, a diferencia de los textos originales, tienen fecha de caducidad; esto tiene una consecuencia indudablemente positiva: un hispanohablante dispone de mil versiones de Zweig; un germanófono, el pobre, ha de conformarse con la versión del autor. Me parece un argumento muy potente en favor de la traducción continua de los clásicos. Disponemos de un sinfín de versiones de Goethe, por ejemplo, desde las de Cansinos Assens —poco respetuosas con la forma estética, pero escritas en un castellano imbatible— a las de Helena Cortés o Rosa Sala Rose, impecablemente actuales. Con los años cambia el lenguaje, pero sobre todo cambia la forma de traducir. Esto no significa que en las traducciones de hoy los personajes de Zweig vayan a la discoteca en lugar de al café cantante; me refiero a que tenemos más medios que antes y a que se pide al traductor un rigor y un respeto al original mayores.

Hace ochenta y un años, cansados de la larga huida que los había llevado por multitud de países en diez años, se suicidaron el autor austríaco Stefan Zweig y su esposa en Petrópolis (Brasil), convencidos de que los nazis acabarían por dominar el mundo. Lo ridículo del acto es que la pareja había conseguido escapar de Europa y del Holocausto para morir en un país neutral. Sus ideas de una Europa destruyéndose a sí misma siguen vigentes hoy en día. En enero de este año —a ochenta años de su muerte—, la obra de Zweig ha pasado a ser de dominio público y se traduce para Páginas de Espuma por primera vez toda su narrativa breve por un solo traductor, Alberto Gordo, quien en 2019 ganó el Premio Complutense de Traducción Universitaria Valentín García Yebra por su versión de El otro, de Arthur Schnitzler. Hablamos con él para que nos desentrañe la enigmática personalidad de este (por fin) consagrado autor que tuvo una larga carrera literaria de cuarenta años de escritura continuada.

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¿Qué diferencias podemos encontrar con traducciones anteriores? Las traducciones antiguas —digamos las de los años cuarenta y algunas posteriores— suelen ser poco fieles al estilo del autor: el traductor lee la frase, la interpreta y la reformula en español. Era la forma de traducir de entonces. ¿Qué obras nos vamos a encontrar en esta nueva traducción? Están todos los cuentos, algunos de ellos poco conocidos, y todas las novelas breves, que tanta fama dieron a Zweig. El criterio para armar el libro ha sido la extensión, así que se han quedado fuera las novelas extensas, como Impaciencia del corazón o Clarissa. A cambio, el lector accederá a las grandes obras maestras de Zweig, como «Veinticuatro horas en la vida de una mujer», «Carta de una desconocida», «Mendel, el de los libros» o «Ardiente secreto». ¿Qué ha significado para usted esta traducción? Para mí era una oportunidad y un reto. Supongo que habrá traductores que tuerzan el gesto ante la idea de


pasarse ocho o nueve horas al día, durante un año entero, traduciendo al mismo autor, pero para mí ha sido toda una experiencia de la que, sin duda, salgo siendo mejor traductor. Estoy muy agradecido a Juan Casamayor, el editor de Páginas de Espuma, por pensar en mí para el proyecto. Recordemos el reciente caso de Dahl, esas nuevas traducciones que endulzan el propósito original de su obra. ¿Qué cree de este tipo de actuaciones sobre una obra concebida en otro tiempo? ¿Cómo lo aplica a su propia traducción? Es evidente que el traductor no tiene derecho a mejorar ni a cambiar nada. Ha de encontrar un equilibrio que es más difícil de lo que parece: tiene que dominar su vanidad y no intentar mejorar al autor (es un mandato ético, pero es que además resulta ridículo creer que uno va a mejorar a Shakespeare), pero también sabe que

cualquier posible error o negligencia se le achacará a él, aunque esté en el original. No he seguido de cerca el caso de Dahl, pero entiendo que esas «actuaciones» a las que se refiere van encaminadas a congraciarlo con cierto tipo de ideología dominante. Una cosa son las versiones abreviadas y adaptadas para niños, que siempre las ha habido, y otra es tocar unos textos para cambiar su sentido original en nombre de no se sabe qué. Esto último, por supuesto, es una aberración. El escritor español de origen alemán Mauricio Wiesenthal afirma que Zweig era un narrador dotado de ritmo, musicalidad e imágenes… Estoy de acuerdo. Zweig tiene una prosa muy ágil y a la vez nada simple. Despoja a sus textos de todo lo prescindible, los deja limpios, y esto hace que fluyan veloces y que resulten muy naturales al oído. Al traducir hay que trabajar mucho el texto, pero a mí me obsesionaba conseguir esa naturalidad, que no se notara todo el trabajo que hay detrás del texto final en castellano, y esa elegancia que en Zweig parece surgir de forma espontánea. Me ayudó mucho leer en voz alta. Cuéntenos cómo enfocó esta titánica empresa. ¿Comenzó a traducir en orden de creación o…? ¿Cuánto tiempo le ha llevado? Primero traduje el primer cuento, «Sueños olvidados», y se lo envié a Juan Casamayor como prueba. Recuerdo que tardé bastante tiempo en traducirlo; luego la cosa fue mejor. Ya entonces decidí no traducir de forma cronológica. Terminaba un cuento y en ese momento decidía, según lo que me apeteciera entonces, qué traduciría a continuación. Fue una forma de mantener el entusiasmo. Traduje siempre de las obras completas de la editorial Fischer. En total, ha sido un año de trabajo ininterrumpido, sin vacaciones, para un total de cuatro entregas. Zweig fue amigo de Joseph Roth, Thomas Mann, Herman Hesse, Sigmund Freud y Rainer

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E l s a l ón d e l o s e s p e j o s

Entrevista a Alberto Gordo

María Rilke. ¿Cree que dichas amistades aportaron algo a su obra? Klaus Mann decía que, para Zweig, la amistad era una forma de religión. Era un hombre muy generoso y compasivo con sus amigos y a muchos de ellos los ayudó durante los años de exilio. Creo que esta manera de ser sí se traslada a su obra y se ve en su mirada a menudo tierna y piadosa sobre los personajes. ¿Qué tienen las obras de Zweig para incluir quince ellas en la lista de libros a destruir por la Alemania nazi? En primer lugar, era judío. Así que el exabrupto de Goebbels («el judío, cuando escribe en alemán, miente») le afectaba de lleno. Además, pertenecía a esa intelectualidad vienesa que repugnaba a Hitler. Y era antinacionalista. Sus libros defienden unos valores totalmente opuestos a los de cualquier régimen fascista, no digamos ya el nazi: pacifismo, cosmopolitismo, humanitarismo, democracia… Zweig era un coleccionista incansable de manuscritos, llegó a poseer más de un millar, desde Balzac a Goethe pasando por Lope de Vega o Kafka. ¿Esto se retrata en su obra? Sí, está esa pulsión mitómana, por ejemplo a través de la presencia, a menudo explícita, de los grandes maestros, de Balzac a Shakespeare o a Tolstói. Algunos de sus personajes son también coleccionistas; pienso en el protagonista de ese maravilloso relato titulado «La colección invisible». También atesoró partituras… Stefan Zweig en su omicilio de Salzburg. Fotografía: autor desconocido.

Sí, y trabajaba en el escritorio de Beethoven, que llegó a sacar de Austria cuando se exilió. En la obra de Zweig es posible rastrear su melomanía, por ejemplo en el relato sobre el Mesías de Händel incluido en Momentos estelares de la humanidad o, por citar uno de estos Cuentos completos, en la pianista de «El amor de Erika Ewald». Se le conoce como un viajero incansable, no siempre por placer. ¿Cómo se refleja en sus escritos? Como hombre de familia muy adinerada, pudo permitirse viajar desde bien joven. En sus cuentos se ve ese interés por lo exótico, por otras culturas, véase «Amok», por ejemplo, o la leyenda oriental «Los ojos del hermano eterno». El mismo «Mendel, el de los libros», con ese judío oriental que tiene la biblioteca de Alejandría en la cabeza, es un homenaje a una cultura que —para qué vamos a negarlo— él consideraba ajena, la de los judíos askenazíes del este de Europa. Durante años, Zweig permaneció en segundo plano. No fue hasta 2002, con una nueva traducción de El mundo de ayer en Acantilado, que se proclamó una referencia imprescindible de la literatura del siglo XX… En realidad, no estaba olvidado del todo: sus biografías fueron muy populares en España en los años setenta y antes se le había traducido y leído bastante. La labor de Acantilado con Zweig, sin embargo, es y ha sido admirable, sobre todo porque, a través de traducciones de gran calidad —Carlos Fortea, Isabel García Adánez, Roberto Bravo de la Varga, Joan Fontcuberta, Berta Vias, entre otros—, consiguió quitar a Zweig ese aire de autor sentimental que tenía ya en vida, convirtiéndole en el autor de culto que es hoy y haciendo justicia a su obra. Esto es como preguntarle a un árbitro por su equipo favorito, pero ¿qué obra de Zweig ha disfrutado más traduciendo? ¿Coincide con su obra favorita como lector? Antes de empezar a traducir, tenía «Amok» por mi relato favorito, pero al traducirlo me dio algún quebradero de cabeza, así que ya no me gusta tanto… (Es broma, es una novelita magistral.) Me encanta «Mendel, el de los libros», pero esto no es original, es un cuento perfecto que gusta mucho. Así que citaré otros dos, tal vez menos conocidos, para que queden a modo de recomendación final: «Una boda en Lyon», realmente conmovedor, y «Leporella», donde se despliega la ironía de Zweig, que creo que es un rasgo con el que no se le suele asociar.

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Entrevista a Vicente Ferrer (Media Vaca) Texto: Bel Carrasco Fotografía: Grupo Hotusa ©

En el campo de las editoriales independientes, una destaca a simple vista. Una que sabe mugir y matar moscas de aburrimiento con el rabo, que rumia a fondo sus ideas, sabe escoger los mejores pastos para producir una leche altamente nutritiva y tiene la piel manchada de imaginativas ilustraciones. ¿Se trata acaso de una vaca...? ¡Caliente, caliente! Hablamos de Media Vaca, la editorial valenciana creada por Begoña Lobo y Vicente Ferrer que cumple veinticinco años el próximo diciembre con un nutrido catálogo y un sólido prestigio avalado por premios nacionales y extranjeros. Tras luchar largo tiempo contra maliciosas humedades de un local de su propiedad, lograron por fin convertirlo, a principios de 2023, en un espacio híbrido entre librería y taller creativo, donde organizan talleres de edición para niños y otras actividades. Para entender el amor a los libros de esta pareja basta decir que pusieron su lista de boda en una librería, concretamente en Railowsky, que, a la sazón, acababa de abrir sus puertas.

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E l s a l ón d e l o s e s p e j o s

Entrevista a Vicente Ferrer (Media Vaca)

Habéis inaugurado un espacio taller/librería y en diciembre celebraréis el 25 aniversario. ¿Cómo vais a gestionar tantas emociones? La apertura de un local destinado a la venta de nuestros libros y al encuentro con los lectores era algo que estaba previsto desde hace más de veinte años. Nos ilusiona mucho disponer de este espacio, y nos gustaría darle una vida interesante. El hecho de que la editorial cumpla este año su vigésimo quinto aniversario es algo que nos ha pillado completamente por sorpresa, porque parece que fue ayer cuando celebramos el vigésimo. Algo haremos para celebrarlo, aunque lo fundamental es sobrevivir a los aniversarios. Además de organizar talleres de edición para niños, ¿qué más planes tenéis? La idea es que se convierta en un lugar de encuentro para amigos y lectores, donde poder hablar de los libros que hacemos y de los libros en general, y realizar exposiciones dedicadas a los proyectos realizados y a los que están en curso, para dar a conocer esa vida secreta que siempre se queda fuera de los libros. ¿Cómo funcionan esos talleres y cuál es su objetivo? Hemos hecho ya varios con niños, aunque solamente uno, muy recientemente, en nuestro local. Tenemos ganas de probarlo más, a ver qué tal laboratorio resulta ser. Como siempre son niños nuevos, de edades diferentes, en número variable y en un escenario cambiante, cada vez el experimento da un resultado distinto. Así debe ser, pienso; es preferible no ponerse a trabajar con demasiadas premisas y no esperar milagros. El objetivo inmediato es pasar un buen rato dibujando y pensando qué clase de libros nos gustaría hacer. A más largo plazo, interiorizar la idea de que cualquiera puede participar en la realización de un libro y convertirse, por consiguiente, en autor de libros. Para ello es necesario aprender cuáles son los elementos que los componen, qué recursos y habilidades hay que poner en juego y cuál debe ser nuestra actitud con respecto a ellos. ¿Cuando la Vaca empezó a pastar en el prado de papel, imaginabais que el paseo iba a ser tan largo? No sé si es largo o corto, y no sé lo que durará. ¿Para qué pensar en ello? No depende solo de nosotros. Hay que tener en cuenta que en nuestro catálogo conviven obras realizadas en épocas muy distintas. El arroyo, de

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Élisée Reclus, se publicó en 1869; A través del espejo, de Lewis Carroll, en 1871; la serie Libros para Mañana, del Equipo Plantel, en 1977 y 1978. El último libro que acabamos de publicar, Trasmundo de Goya, trata de los Caprichos de Goya, una colección de estampas fechada en 1799. ¿Se imaginaba Goya que tendría tantos editores doscientos veinticinco años después? No creo que se lo planteara, pero estoy seguro de que tenía imaginación de sobra para imaginárselo. ¿Cuáles son los principales escollos que habéis tenido que superar para llegar hasta aquí? Todos los editores tienen que superar innumerables escollos, no es una profesión en la que pueda seguirse una rutina. O no debería serlo. Encontrar soluciones a los múltiples problemas que van surgiendo es, por otra parte, lo que hace más interesante este trabajo. «Escollo» sería un buen nombre para una editorial. Si se nos pide un ranquin, este es el que doy en este momento: En el puesto 5: Los libros ilustrados requieren un cuidado en la edición que poca gente valora (papeles especiales, trabajos de preimpresión, manipulados) y que muchas veces no es posible repercutir económicamente en el objeto. 4: Es muy difícil competir con las grandes compañías, que gastan tanto en promoción como en los libros. 3: No hay forma de sortear el mercado de la novedad, en el que la mayor parte de los editores, libreros, distribuidores y otros agentes del libro parecen firmemente instalados. Nosotros nos hemos mantenido fieles a los tres libros por año que somos capaces de atender, pero esa decisión nos invisibiliza. 2: El propio oficio de editor es prácticamente un misterio. No existe gran interés por dar a conocer la tarea de los editores y lo que hay detrás de las decisiones que toman. Como resultado, vemos que un libro de producción propia que ha requerido un extraordinario esfuerzo y que aporta algo original y nuevo es recibido por el público, en el mejor de los casos, con el mismo interés que una traducción que es fruto de una compra de derechos. 1: Debido a la superproducción y al atolondrado mercado de novedades, la distribución racional ha sido sustituida por la logística, es decir, por el mero transporte y almacenamiento. No hemos encontrado una solución eficaz para este problema, que afecta a la mayoría de los pequeños editores. Lo que solemos hacer es contactar directamente con librerías interesadas en disponer de nuestro fondo; de esa forma nos aseguramos una cierta tranquilidad, si bien las ventas son escasas.


bautizada Extrañeza y maravilla o un libro que recoge testimonios sobre el final de la guerra civil que lleva por título La guerra ha terminado. Alicante, 1939. Últimamente hemos iniciado otra colección, que se llama Jicotea, dedicada a la poesía y la música, cuyo primer título es Poemas sin libro, del cantante cubano Pedro Luis Ferrer.

Media Vaca se asocia a la literatura infantil, pero también tenéis colecciones de otro tipo. Lo que hacemos son libros ilustrados para lectores de todas las edades. Sin embargo, no tenemos libros infantiles para niños menores de siete años que todavía no leen, que es precisamente el tipo de libro que se asocia principalmente con la producción infantil. Tampoco tenemos libros-juguete, que son la clase de libros que mejor se venden, ni esos libros asociados a la vida escolar que tratan los temas que al parecer interesan más a los lectores niños y jóvenes. Sí que tenemos libros para niños y niñas de once años, ya que alguien de esa edad debería poder leer prácticamente cualquier cosa. Aunque quizá eso es cada vez es menos verdad, porque en la actualidad, con respecto a varias décadas atrás, se le dedica a la lectura menos atención y esfuerzo. Aparte de los libros que hemos llamado Libros para Niños, que, con la excepción de Los niños tontos, de Ana María Matute (que ella insistía en apartar de las manos de los niños), están dirigidos a lectores niños o jóvenes, o los de Últimas Lecturas, que son para no-niños y para no-lectores, tenemos una colección que se llama Grandes y Pequeños, donde la diferencia la marcan el tamaño y el formato. Mi Hermosa Ciudad se refiere a ciudades del mundo; los autores son ilustradores que residen en ellas y tiene la forma de un alfabeto: la B es Buenos Aires, la M es Milán, la Z es Zaragoza… El Mapa de mi Cuerpo es una colección de libros japoneses escritos y dibujados por Genichiro Yagyu que está dedicada a partes interesantes del cuerpo humano: los agujeros de la nariz, el ombligo, las tetas, etc. Son los únicos libros que hemos comprado a otra editorial extranjera y, de de alguna manera, son el mayor éxito comercial de la nuestra. Los Libros para Mañana son libros de política para niños. Los publicó por primera vez, en la época de la Transición, La Gaya Ciencia, y nosotros los recuperamos en 2015 manteniendo los textos y sustituyendo las ilustraciones. Solo unos pocos títulos de Media Vaca son encargos: la Declaración de Derechos Humanos, una enciclopedia

Vuestra filosofía es rescatar textos ya publicados y darles nueva vida ilustrada. ¿Cómo los elegís? Ese es, en efecto, un camino por el que determinados textos han venido a formar parte de nuestro catálogo, pero no es el único ni el principal. Cuando hemos leído algo que nos ha interesado mucho y que no estaba disponible para la mayoría de los lectores, y nos ha parecido que merecía estarlo, en esos casos, hemos hecho el esfuerzo por localizar a los propietarios de los derechos y dar una nueva vida a ese libro, con frecuencia acompañando el texto de nuevas ilustraciones. El camino para llegar a esos libros tiene todo que ver con el orden desordenado de nuestras lecturas. Vuestra nómina de ilustradores es muy heterogénea. ¿Se ha ido configurando según unas directrices específicas o sobre la marcha? Hay algunas decisiones que están en el inicio de nuestra actividad como editores, como, por ejemplo, la variada procedencia de los ilustradores, que no son en muchos casos autores habituales de literatura infantil, sino cartelistas, humoristas gráficos o historietistas. Cuando empezamos, la mayoría de los libros para niños los ilustraban profesionales que prácticamente no hacían otro tipo de trabajos. En muchos casos, hemos llegado a algunos ilustradores a través de otras obras suyas realizadas por encargo o como un proyecto personal, y que podían no tener en apariencia ninguna relación con el tema que les proponíamos. Las conversaciones con estos ilustradores han sido determinantes para lograr un resultado al gusto de las dos partes que no siempre, o casi nunca, era el previsto. ¿Qué ilustradores están más vinculados a Media Vaca? Antes de empezar nuestra colección de libros, a finales de 1998, ya teníamos relación con muchos ilustradores. Durante diez años, entre 1990 y 1999, nos dedicamos a producir unos cuadernitos llamados «½ Vaca» (escrito como fracción), de los que hacíamos una tirada media de trescientos ejemplares. Consistía en un folio de

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E l s a l ón d e l o s e s p e j o s

Entrevista a Vicente Ferrer (Media Vaca)

papel verjurado, impreso por ambas caras, doblado dos veces y grapado en el centro que, al abrirlo por la parte superior, daba un librito de ocho páginas. Esta colección de cuadernillos fue nuestro banco de pruebas para los libros en cuanto a la selección de textos, el uso de las dos tintas, la aplicación de la tipografía, etc. Por contestar directamente a la pregunta, diría que los ilustradores más vinculados a la editorial históricamente serían aquellos que ya nos acompañaban en aquella época de los cuadernillos, es decir, Arnal Ballester, Gabriela Rubio, Carlos Ortin, Javier Olivares, César Fernández Arias, Isol, Mariana Chiesa y otros. Parece que la literatura infantil vive un momento dulce en España. ¿Cuál es vuestra opinión al respecto? Como editor poco preocupado por la vida comercial de los libros y por lo que es infantil y lo que no, creo que no soy la persona adecuada para contestar a esta pregunta. En los últimos años hemos visto descender las ventas de nuestros libros hasta extremos preocupantes, mientras nos llegaban noticias de otros colegas en un sentido completamente opuesto. Como observador de las librerías, sé que han aparecido editoriales nuevas, incluso en tiempos de pandemia, y que algunas realizan trabajos que tienen un gran mérito. Consideradas todas en conjunto, sin embargo, mi opinión ya no es tan positiva. Parece que se apuesta más por seguir las modas y asegurar las ventas, y no por el riesgo y por la diversidad. No, al menos, por la verdadera diversidad, que necesariamente ha de incluir muchas más cosas de las que suelen considerarse. No me reconozco en este panorama de la edición actual. ¿Os habéis sentido apoyados por las instituciones y la sociedad valenciana? La respuesta corta es sí. A partir de ahí, habría muchos matices que hacer. No vivimos fuera del mundo y, como otras empresas, también nos beneficiamos de las ayudas a la industria editorial que han establecido las instituciones, ya que cumplimos con los requerimientos exigidos. Esas ayudas se refieren, sobre todo, a la participación en ferias, a la producción de libros y a la compra de ejemplares de títulos que han resultado premiados. Nuestros libros tienen un coste de producción tan alto que a veces esa ayuda es testimonial, pero igualmente es bienvenida. Como no dedicamos muchos recursos a la promoción, el respaldo en ese sentido también se

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agradece. Esos apoyos, desde luego, no mantienen viva una editorial, ni deben hacerlo. Nuestra empresa es una apuesta personal y un proyecto de vida, y depende únicamente de nosotros el que salga adelante. Tenemos lectores y compradores en Valencia y en España, y eso nos alegra. Algunos son muy fieles. No son la sociedad valenciana, que en general no es una sociedad muy amiga de comprar libros, sino grupos y hermosas individualidades con quienes estamos diariamente en contacto. ¿Cómo vais a celebrar las bodas de plata? De ninguna manera especial. Reuniremos a nuestros amigos en nuestro local y alrededor de una paella, y aprovecharemos la ocasión para tratar de ver a algunas personas a quienes hace tiempo que no vemos, y celebrar con ellas el haber llegado hasta aquí. Por otra parte, intentaremos terminar algunos proyectos pendientes, ya que el año pasado no publicamos ningún libro y es preciso ir cerrando cosas. ¿De qué forma os repartís el trabajo Begoña y tú? Aparte de las ocupaciones de la editorial, Begoña Lobo trabaja veinticinco horas a la semana en Cruz Roja como abogada de asilo y refugio. Parece mentira que le quede tiempo para hacer algo más, porque el trabajo es tan exigente y tan intenso que no concluye en el horario de oficina. En Media Vaca se ocupa de todo lo que tiene que ver con la administración: facturas, contratos, gestión de ayudas, impuestos, ferias, etc. Es habitual que apile cajas de libros en el almacén y que prepare envíos para exportación. También opina sobre los textos y sobre las ilustraciones, y hace comentarios muy atinados sobre tipografía. Un buen número de libros del catálogo se han publicado por iniciativa suya. Vicente Ferrer hace menos cosas pero es quien ha contestado a estas preguntas.


La vida breve

El dios pellejo Ana Sánchez Tordera

Imaginaba que el agua de la piscina entraba en su sexo y mitigaba el escozor. Aunque a cada batir de piernas podía notar el ardor en su vulva y a cada brazada la tirantez de las cicatrices del pecho y de la axila. Joana contenía la respiración para no sacar la cabeza del agua. Todo azul. Las grietas en el fondo, las siluetas de los otros nadadores. La sonoridad de una piscina cubierta. Cuatro brazadas más y respiro, pensaba. Giraba la cabeza, aspiraba. Volvía a meter la cabeza. Seis brazadas más. Sentía su cuerpo palpitar sangre. Al límite. Le faltaba oxígeno. Pero su organismo podía aguantar más: se lo debía. Cogió aire y volvió a sumergir la cabeza. El sonido de un silbato retumbó por el techo de la piscina cubierta; Joana oyó las ondas del pitido amortiguadas por el agua. Ya empieza la clase de waterpolo, pensó sin dejar de nadar, ya están aquí los machitos. Llegó hasta el final del carril y se agarró a la corchera para poder mirar al otro lado de la piscina. Ahí estaba todo el equipo del club: el entrenador se movía entre los jugadores con camiseta amarilla sin dejar de tocar el silbato. Los chicos estiraban los músculos antes de tirarse al agua, gritaban. No debían tener más de diecisiete años y tenían unas espaldas enormes y un culo pequeño metido en un bañador negro. Un año atrás le habría dado apuro salir de la piscina, pero ahora miraba a aquellos traseros y le daban igual. El tratamiento hormonal la estaba convirtiendo en una muerta viviente. Qué suerte has tenido, le había dicho el médico. Muy pequeño y localizado. Joana salió del agua, se quitó las gafas y cogió su toalla. Sentía el cuerpo relajado. Era el mejor momento de ir a nadar: salir de la piscina. Se calzó las playeras y se dirigió a los vestuarios. La pesada puerta metálica era la barrera entre el olor a cloro de la piscina al cemento frío y las duchas femeninas. Se adentró por el laberinto de taquillas para poder encontrar su armario. Igual aparece el minotauro, había pensado más de una vez. Número quinientos diez: siempre escogía la misma taquilla. Fue la que utilizó el primer día y era la que debía usar siempre. Quedaba escondida, al final de un largo corredor de armarios. Si aparecía el minotauro no tendría escapatoria. Llegó frente a su taquilla y se sentó en el banco para poder secarse el pelo. Qué frío estaba aquel banco. Y el metal de los armarios y el cemento de las paredes. La zona de la

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La vida breve

Ana Sánchez Tordera. El dios pellejo

piscina era cálida, pero los vestuarios eran gélidos. Sentía la piel encogida y sensible. Le dolía la cicatriz de la axila. Antes de la operación siempre pensó que sería la del pecho la que le daría más problemas. Pero no fue así. El pequeño corte que le practicaron para hurgar en su carne y arrancar tres ganglios centinelas resultó ser la peor herida. Abrió la taquilla para coger el neceser. —¿Ahora vienes al mediodía? —gritó una mujer desde el final de uno de los pasillos. Era una voz de vieja. Aquella hora era ideal para nadar tranquila, pero el vestuario estaba lleno de ancianas. —Sí, pero me voy que he dejado la olla exprés en el fuego —contestó otra vieja. —No sé si te veo corriendo con el bastón —gritó una tercera. —¿Qué has dejado en la olla? ¿Por qué gritaban?, pensaba Joana. Sus voces llegaban desde un pasillo de taquillas cerca del suyo. —¡Estofado! —¿Estofado de qué? —¡De bebé! Las mujeres rieron. Joana cogió su neceser, cerró la taquilla y caminó por el pasillo hacia las duchas. Ríen como urracas, pensó. La risa también envejece y cambia a algo patético. Y el humor. Y el ingenio. Oía las carcajadas en el corredor de al lado. Se imaginó el aliento caliente de las ancianas. Su olor corporal rancio que intentaban esconder con perfumes añejos. Ellas también debían tener la vagina seca. Pero seguro que no se les secó a los cuarenta y cinco años. Felicidades, te vas a librar de la quimio, le había dicho el médico. Pero no se libró de un tratamiento hormonal que duraría cinco años. Sí, qué suerte había tenido. El suelo de baldosas grises y la luz de los fluorescentes hacían que la zona de las duchas fuera más fría que la del vestuario. Escogió la ducha frente a la de una chica joven. La mujer se enjabonaba el cuerpo sin pudor. Acariciaba sus piernas, su torso con movimientos suaves. No podía dejar de mirarla. La zona del baño eran ocho duchas abiertas, una hilera de cuatro frente a las otras cuatro, separadas por una mampara. La chica se frotaba la melena llena de espuma. El jabón caía por sus axilas y por sus pechos jóvenes. Eran perfectos. Ni muy grandes ni muy pequeños, con los pezones

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rosados. Joana también se frotaba sus senos, pero con prisa. Por lo menos ahora podía tocarse la mama. Recordaba el día en que delante del espejo se quitó el vendaje del pecho izquierdo. No le habían practicado una mastectomía, porque tuvo mucha suerte, pequeño y localizado, pero a medida que retiraba los paños se preguntaba cómo sería su nuevo cuerpo. ¿La cicatriz pasaría por encima del pezón? Quizás al coser habían ido con prisas y en unos segundos vería una mama desfigurada. ¿Y mi marido? ¿Cómo lo verá él? ¿Lo volverá a tocar? La chica cerró la ducha, cogió su toalla y empezó a secarse con los mismos movimientos suaves. Estaba orgullosa de su cuerpo, le gustaba tocarlo, enseñarlo. Joana dejó de mirarla y se frotó las piernas. Podía ver su pecho izquierdo. Había quedado más hinchado, con el pezón mirando hacia abajo por la tirantez de la cicatriz que partía su seno en dos. Siempre había pensado que sería el derecho el que la traicionaría; era el que siempre había tenido más quistes. Ahora lo veía deshinchado e inocente. Cerró la ducha, cogió la toalla y se secó el cuerpo con urgencia. No entendía cómo la chica podía tardar tanto en secarse. ¿Qué hacía a aquellas horas en el gimnasio? Seguro que no había entrado en la universidad. Trabajaría en una tienda de ropa y tenía el mediodía libre. ¿Qué sentiría su marido si la viera? Sacó la crema hidratante del neceser. Un ligero tufo emergió de entre el olor a jabón y crema. Lo primero en que pensó Joana fue en lluvia y tuberías. Pero el olor subió de intensidad y se convirtió en un fuerte hedor que se apoderó de toda la zona de las duchas. Y entonces oyó el jadeo. Un soplido regular que cada vez sonaba más cerca. La vieja apareció en las duchas desnuda. Cargaba una toalla y el neceser. Lo primero que pensó fue por qué no se cubría con la toalla, que el olor era cada vez más pestilente, que el jadeo era muy ronco. Notó la cicatriz de su pecho y un leve dolor tirante. La vieja escogió la ducha al lado de la joven. Tenía un cuerpo raquítico y una espesa melena gris: Joana podía adivinar todos sus huesos abrigados por la piel que caía lacia. Veía sus vertebras, su esternón. Las clavículas sobresalían tanto que formaban un hueco a cada lado del cuello donde el pellejo se hundía. Parece que tenga agallas, se dijo. La vieja se movía con torpeza; colgó la toalla, dejó el neceser en el suelo y entró en la ducha con pasos de muñeca y las piernas ligeramente flexionadas. Abrió el grifo y un chorro de agua le cayó encima. Vio cómo se agachaba para abrir el neceser y sacar un pequeño bote

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de gel. No tiene ni un pelo en todo el cuerpo, pensó, solo le ha quedado la melena. Es un conejo desollado. La anciana se enjabonó el cuerpo, se frotó la cabellera y el jabón recorrió sus axilas, hasta llegar a sus pechos caídos de pezones oscuros. A su lado la joven seguía secándose con la toalla. Bajo la luz blanca de los fluorescentes la vieja y la joven se manoseaban el cuerpo con la misma lentitud y los ojos cerrados. Joana acabó de untarse la crema y se cepilló el pelo. La joven se enfundó en su toalla y salió de las duchas dejándola a solas con la vieja. Aquel hedor no desaparecía. No puede ser que la mujer apeste así, pensaba. ¿Olía a pescado? Se la imaginó sola en casa, con la misma ropa cada día, con las mismas bragas. Pero puede que sea su aroma, pensó, que su esencia haya envejecido, fermentado. Oler a viejo, siempre decía su abuelo: el tufo a muerto. Ella también había notado un cambio en su olor corporal. Sudaba mucho por los sofocos de la menopausia. Cada vez que sentía el calor se imaginaba el tratamiento hormonal atacando a su estrógeno, reduciendo sus niveles de juventud. También notaba su mirada más cansada y su piel más arrugada. Su marido le decía que exageraba, pero era indiscutible que su olor había cambiado. Era agrio y fuerte. No llevaba mucho tiempo con él; se conocieron tarde y llevaban conviviendo siete años, no veinticinco, como la mayoría de las parejas que conocían. Antes del tratamiento, cuando a ella le apetecía el sexo, una mañana en la cama él le había dicho: ¿Sabes por qué estoy contigo? Por tu olor. Se enrolló la toalla al cuerpo, recogió el neceser y se calzó sus zapatillas para salir de las duchas. Y fue entonces cuando la vieja resbaló y cayó al suelo. Joana no vio la caída, solo oyó un golpe que sonó como una palmada. Se giró y vio a la anciana sobre las baldosas grises. Estaba panza arriba y retorcía su cuerpo mojado. La mujer la miró y alargó una mano hacia ella. —Nena —le dijo con voz suave. Joana dio un paso hacia ella, pero vio la mano de la vieja: frágil con piel traslúcida y dedos torcidos. No quería tocar aquella mano; podía romperla con solo rozarla. Le dio la espalda y se dirigió a la salida. —¡Nena! —gritó la mujer, con la misma voz dulce y desamparada. Volvió a mirarla. La vieja en el suelo seguía alzando la mano. Podía ver cómo le temblaba el pellejo colgante del brazo; pensó que si quisiera podría romper aquella piel de un tirón. La mujer la miraba con una sonrisa y Joana pensó: cree que le

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he dado la espalda porque no me he dado cuenta de que está en el suelo, que es un malentendido, algo de lo que nos vamos a reír luego. Pero no la voy a ayudar. No puedo. Se quedó mirando un instante a la vieja sin hacer nada. Muchos años atrás, cuando era estudiante y compartía piso en la ciudad, una noche vio cómo atropellaban a un gato. Era una tarde de invierno, ya no había luz y la calle solo estaba iluminada por el tráfico. Cargaba con la compra de la semana y esperaba en el paso de peatones. Fue entonces cuando vio al gato bajar a la calzada desde la acera de enfrente. El animal bordeó los vehículos con la seguridad de un felino callejero; sin correr, con calma. Pero no tuvo suerte: uno de los coches que bordeó, dio marcha atrás y le aplastó una de las patas traseras. Joana no pudo oír los gritos del animal por el ruido de motores y bocinas, pero sí pudo ver cómo el gato saltaba entre los coches. Daba piruetas de dolor. Como con la vieja, su primera intención fue ayudar. Bajó un pie a la calzada para intentar parar el tráfico, pero el primer coche que llegaba no frenó y el gato no dejaba de pegar saltos, y ay que viene otro coche y pobre animal y me arañará o veré cómo le pasa algo. Y no pudo soportarlo. Cogió las bolsas de la compra y se fue. Seguro que le ayuda alguien, pensó. Aquella imagen del gato la persiguió durante semanas: tardó mucho tiempo en cruzar la calle por el mismo paso de peatones. La vieja la miraba y Joana no quería acercarse a aquel olor. Intentar levantarla y que resbalara. Agarrarla de un brazo y que se le rompiera. La anciana dejó de sonreír. Apoyó las manos en el suelo e intentó levantarse, pero no tenía fuerza ni destreza suficientes. Los pechos le caían a cada costado; veía la carne de su panza arrugada balancearse, los tendones del cuello tensionados. No quería tocarla, pero tampoco se podía quedar ahí mirando. Vete, se decía. ¡Muévete! —Ay, hija, que me he caído. —La anciana volvió a alzar la mano. Esta vez sin sonreír, ni mirarla. Como si pensara: acabemos rápido, pero ayúdame, por favor. Pero Joana dio media vuelta y salió de las duchas. Correteó hasta su taquilla con la toalla mal enrollada y el neceser abierto. No se acordaba en qué corredor estaba su armario. ¿El tercero desde las duchas? Un ardor empapaba su cuerpo. Debe ser un sofoco, pensó. Giró en el tercer pasillo. Dos ancianas se desnudaban frente a sus taquillas. Pasó por su lado disculpándose, con la cara roja y sudor por todo el cuerpo. Encontró su armario. No oyó ningún grito de socorro; no vio a nadie correr

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La vida breve

Ana Sánchez Tordera. El dios pellejo

hacia las duchas. Su pecho y su cara ardían. Abrió la taquilla. Los tejanos. La camiseta. Guardó el neceser en la mochila. Seguro que ha podido levantarse sola, pensó. Se calzó. Quizás podría ir a ver. Aún podía dar una excusa y ayudarla. Se cargó la mochila a la espalda y salió del vestuario. Después del incidente con la anciana encadenó toda una serie de pretextos para no pisar el gimnasio. Pero a lo largo de aquellos días de inactividad, notó que su cuerpo necesitaba volver a ir a nadar. Se despertaba en plena noche; algunas veces por un sofoco, pero otras veces simplemente se despertaba. Y en cuanto abría los ojos la abrumaba la tristeza; un peso que la hundía aún más en el colchón. Volteaba junto al cuerpo sudoroso de su marido, apartaba el edredón y poco a poco su cabeza se aceleraba, siempre con ideas o recuerdos dolorosos. Pensaba en las sesiones de radioterapia donde le pedían que aguantara la respiración o la sala de espera de oncología con un listado de preguntas para la doctora: si aparece un tumor en el otro pecho, ¿me practicaréis una mastectomía? ¿Y si aparece en la misma mama? Cada mañana me levanto con ganas de llorar, pero sí, ya lo sé, he tenido mucha suerte. Pequeño y localizado. Aunque en lo que más pensaba era en la anciana. En plena noche la despertaba el recuerdo del olor que emanaba aquella vieja. Y a los pocos minutos llegaba la ira. ¿Cómo se le ocurría plantarse en las duchas sin ni siquiera unas chanclas? ¡Y sola! Si no podía ni moverse. Que la acompañara alguien a la piscina, una hija, un monitor. No tenía por qué ser ella su cuidadora. Si te caes, te levantas. Pero poco a poco empezó a imaginar que igual se había roto algo, pero no podía ser, porque sonreía; pero ¿y si había estado en el suelo durante horas? Sin poder levantarse. Pero seguro que alguien la ayudó; pero a aquella hora no había mucha gente en el gimnasio. Pero ¿estaría bien? Y llenaba la cabeza de más peros, hasta llegar a la conclusión de que una caída a aquella edad podía complicarse. Y ella la había dejado en el suelo. Volvió a la piscina a las dos semanas. Los primeros días entraba en el vestuario sin alzar la vista del suelo. Taquilla quinientos diez. Guardaba su ropa en el armario, se vestía el traje de baño y recorría los largos pasillos de cemento hasta llegar a la puerta de entrada a la piscina. Una vez en el agua batía las piernas y remaba con los brazos como si estuviera huyen-

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do de alguna bestia marina. Y a los pocos metros ya sentía que su cuerpo necesitaba oxígeno. Pero ella no paraba. No se detenía, aunque notara el bañador mal colocado en el trasero o le entrara agua en las gafas. Pretendía llegar a aquel estado de dolor, porque para ella el deporte era agonía. Era liberador. A la media hora salía del agua y entraba en los vestuarios, pero sin pasar por las duchas. Se cruzaba con otras mujeres. No miraba a nadie, pero siempre estaba buscando a la vieja. Se secaba el pelo con la toalla y salía del gimnasio con la piel tirante, oliendo a cloro. Los primeros días iba a nadar dos veces por semana, pero al cabo de un tiempo decidió ir tres días para, al cabo de un mes, acabar yendo a diario. Y la fatiga la ayudó a alejarse cada vez más de su marido, a no querer hablar con nadie, a marchitar el ánimo. Y no dejaba de buscar a la anciana. De nadar media hora, pasó a nadar una; solo quería estar dentro del agua. Sentir cómo a su cuerpo, el traidor, le faltaba oxígeno y vivir la soledad que se merecía alguien que no recogía a una vieja del suelo. Hasta que llegó aquel día. Tenía la piscina para ella sola. Ni equipo de waterpolo, ni silbatos ni nadadores. Calma. El agua estaba tan quieta que meter un pie dentro era como pisar nieve virgen. La piscina la esperaba para tragársela. Joana miraba el agua y pensaba que le gustaría entrar y no tener que salir. Siempre se tiraba al agua desde la escalerilla o sentada en el borde, pero aquella vez prefirió subir a una de las banquetas de salida. Miró al agua, al techo, se tiró a la piscina y empezó a nadar. Mantenía la cabeza bajo el agua y veía aquel azul absoluto. Era como estar en el vientre materno; muerta antes de nacer. Se fijó en las grietas del fondo. Les había asignado formas, como si fueran nubes. Al inicio del carril aparecía la primera grieta, larga y ovalada, que le recordaba un zepelín; seguía la que parecía la silueta de un perro de espaldas, aquella ya le marcaba la mitad del recorrido. Y antes de llegar al final del carril podía ver lo que no eran grietas sino el cemento roto. Dio la vuelta en su calle y pensó que la piscina también fue nueva un día, sin rajas ni deterioro. Como creía que era ella unos segundos antes de que le detectaran el tumor: aquel día, tendida en la camilla, con los brazos en alto en una habitación a oscuras. La doctora pasaba el ecógrafo por sus pechos, se detenía y volvía a deslizarlo. Todo está bien, ya casi ha acabado el derecho. Ahora el izquierdo. Y la doctora empezó a barrer el ecógrafo por la otra mama. Lo movía. Se detenía. Lo movía. Hasta que Joana oyó un ay. La doctora apretó el ecógrafo bajo su pecho izquierdo. Ay, ay. No, por favor. La

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La vida breve

Ana Sánchez Tordera. El dios pellejo

doctora llamó a la enfermera. La sala parecía más oscura. Prepara la sala de mamografía, le dijo. Mis padres. ¿Te realizas palpación en casa? Mi marido. ¿Habías palpado este bulto? Mi vida. Y en aquel momento descubrió sus grietas, sus rotos y el terror. Sacó la cabeza del agua para tomar una bocanada de aire y se hundió hasta el fondo de la piscina. Quería acariciar el suelo. Quedarse allí quieta. Dormir. Metió los dedos en las hendiduras del fondo y se agarró al cemento. A los pocos segundos su cuerpo necesitaba oxígeno: su boca se abrió en busca de aire y tragó agua. Pero ella seguía aferrada al fondo. Apareció el pánico, el me voy a soltar, quiero llorar, necesito respirar. Y algo la agarró de un brazo y la subió a la superficie. Apoyada en la corchera vomitó toda el agua que había tragado. Notaba que alguien le acariciaba la cabeza y la cara. —Ya está. Respira. La vieja de la ducha estaba a su lado. Un gorro de nado le cubría la cabeza y las gafas de natación agrandaban sus ojos de párpados caídos. —Solo te has asustado. No pasa nada —le dijo sin dejar de acariciarla. Joana sintió el suave roce de aquellas manos de dedos deformes en su cara. Escupió la poca agua que le quedaba en la boca. Respiró. Notó el olor de la vieja, pero esta vez no era hedor, sino un aroma suave, maternal. —Lo siento —le contestó Joana. Quería que la mujer la abrazara. —Lo siento —repitió. La anciana le sonrió y se apartó de la corchera para empezar a nadar. Vio cómo la espalda de la mujer se arqueaba en el agua, cómo su cuerpo decrépito se volvía elástico. Poderoso. Y Joana sintió que no quería que se alejara. No quería que la dejara sola. —¿Qué hago ahora? —le gritó, agarrada aún a la corchera. La anciana paró y la miró. —Seguir nadando. La vieja se alejó. Joana vio cómo su cuerpo raquítico se movía con agilidad en el agua.

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Ana Sánchez Tordera (Blanes, 1974) cursó el máster en Guion de Cine y Televisión en la universidad UC3M de Madrid. Trabajó como guionista en Cuarzo producciones con José Luís Acosta. Fue ganadora de una beca del curso de proyectos cinematográficos iberoamericanos 2013 de casa América. Trabaja como diseñadora en Barcelona y cursa el tercer año en el taller de escritura del Ateneu Barcelonès.


Los pescadores de perlas

Microrrelato inédito

Nana Rodríguez Romero Los circuitos de la filosofía Con la soga en su cuello, cavila el estudiante acerca de su mentor Mailander, quien tenía una concepción bien particular acerca del origen del universo. Consideraba que Dios, hastiado de su grandeza y poder, decide su propio suicidio a partir de una descarga energética que tiende hacia la nada. Por tanto, el destino de cada persona en este mundo es el suicidio, para que la obra del dios creador sea perfecta. Entonces, aparece un Pepe Grillo que le dice al oído sobre la maravilla de la vida y sus placeres. Les pregunto, queridos lectores conectados a sus aparatos energéticos, ¿voluntad de vivir o voluntad de morir? Big bang, musita el estudiante, y tumba el butaco que usa para pensar.

Nana Rodríguez Romero (Colombia), premio Nacional de poesía Ciro Mendía (2008), es becaria del Ministerio de Cultura en el programa Residencias artísticas en el exterior. Sus minificciones han sido publicadas en numerosas antologías en España, Colombia, México, Argentina y Chile. Entre sus obras de minificción publicadas están El sabor del tiempo, La casa ciega y otras ficciones y Los elementos. Es docente de la Universidad Pedagógica y Tecnológica de Colombia.

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Los pescadores de perlas

Microrrelatos inéditos

Agustín Monsreal

Los soñadores de lo obsoleto La cuestión es que sí nos habíamos hecho un montón de ilusiones, aunque ninguno sabíamos lo que esperábamos, si un milagro o una excentricidad o el anuncio de que nuestro equipo había ganado por fin un partido. ¿Y ahora qué pasará?, nos decíamos sin hablar, mitad intrigados mitad divertidos. El cadáver, excéntrico, muy vanidoso dentro de su elegante estuche, seguía en el centro de la capilla ardiente sin darnos la menor señal, un minúsculo gesto de impudor, una leve exclamación de desparpajo, un algo que contuviese cierta dosis de cinismo y alentara nuestro entusiasmo. Pero nada. Y las fuerzas y los ánimos comenzaban a fragilizarse, cierta lágrima insolente asomó a alguno de nuestros ojos. Hubiésemos querido abrazarnos, cantar una tonada alegre, a grito pelado, heroicamente, estilo tenores y bajos wagnerianos. Un resto de esperanza nos contuvo y nos acompañó hasta el anuncio del alba, cuando un primer desafío amistoso del sol canceló la expectativa: no se presentaría jamás el asombro, el espectáculo insólito que habíamos esperado. Sólo quedaban la cámara mortuoria, el féretro sin sorpresa, feísimos posos de café en vasos desechables y, en cada uno de nuestros rostros, la decepción, la huella incrédula de la espantosa verdad

Hacedores de deseos Estar solo era lo único que hacía; lo único que sabía hacer; hasta que un atardecer pensó que a su soledad no le vendría mal una compañera de carne y hueso; se aplicó entonces a la tarea de fabricarla, a como su memoria le dictó que la hiciera; cuando estuvo lista, con los aditamentos necesarios en su lugar, la puso en pie y, después de admirarla de cuerpo entero, se felicitó, orgulloso de su obra, y se presentó con ella; ella, sorprendida, ansiosa, podría decirse incluso que fastidiada, molesta, sospechó que evidentemente había un error en todo aquello, que era víctima de un mal sueño: eso que estaba parado ahí, como tonto, como idiotizado, era un simple caballo, y en el ánfora de sus deseos ella había solicitado un unicornio.

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Pigmeísmos El momento más memorable de mi vida fue cuando la partera le dijo a mi madre: Es un hombrecito, y me dio tremenda nalgada. Me emocioné tan magníficamente que los ojos se me abundaron de lágrimas. Fue la primera vez que lloré por causa de una mujer. * Frente al espejo, alguien que se parece a mí se finge el distraído, el que no me ve, se mueve ligeramente, y queda de perfil, modifica la semejanza, gira otro poco y ahora está de espaldas, su nuca sonríe, amigable, sonrío yo también, me separo del espejo, me voy, me miro irse. * Mi vida, vuelta zozobra, se ha convertido en un vano juego de espejos, en una manía triste, tristísima, porque no se trata sólo de olvidarte, exorcizarte, si fuera tan fácil, pero no, es preciso desamarte, desglorificarte, desacralizarte, desidolatrarte, y luego, entonces sí, ¡viva la pepa sin ti! * ¿Qué tanta memoria tiene el árbol de los pájaros que estuvieron en sus ramas y se han ido para no regresar jamás? ¿Qué tanto reconoce o distingue que los pájaros que hoy descansan sobre sus ramas son otros, que nunca son los mismos que se fueron ayer? ¿Qué tanto sabe el árbol que es árbol? ¿Qué tanto los pájaros lo saben?

Agustín Monsreal es autor de los libros de minificción Los hermanos menores de los pigmeos, Mínimas minificciones mínimas, Breveridades y breverismos, Los pigmeos vuelven a casa, Antología personal de Minificciones y La mujer de tu prójimo. En el 2018 obtuvo el Premio Iberoamericano de Minificción «Juan José Arreola».

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El castillo de barba azul

Poemas inéditos

Andrés García Cerdán

Casi nada Qué poco has aprendido de lo que quiso enseñarte el verano. Nada de su provecho, apenas algo de su luz, poco, casi nada de la altivez que desborda las olas. No has seguido el ejemplo de esas olas. Sobre bosques de posidonia perseguir los cometas y arder sobre la arena egipcia, sobre el canto del mirlo que anida en las costas de Ibiza.

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Los últimos Nadie nos ganaba en salir los últimos de la fiesta. Nos daba igual que fuera un bar o la casa de algún amigo que quisiera enseñarnos las vistas de su ático. Mientras moría el mundo en los portales, nosotros encendíamos las luces del nuevo amanecer o bajábamos hasta el fondo las persianas para no despertar a quienes ya se habían despertado. Esas horas sin fin de comunión y de música radical y espuma, de huellas blancas sobre las fotos de los ex eran el triunfo de nuestra ilustración. Poco a poco iban cayendo unos, iban durmiéndose otros, se iban acabando los cigarros, los restos de las últimas botellas. Y, sin embargo, lo creáis o no, siempre había una copa más y luego otra más y un último cigarro y otro y un último suspiro. Todo era nuestro —lo sabíamos— y nunca había sido de nadie más y aquello que acababa no era más que otro principio. La música regaba los restos encharcados de la noche y se hacía la luz de pronto. A veces, incluso nos bañábamos desnudos en las piscinas venenosas de alguna discoteca en las afueras.

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El castillo de barba azul

Rodillas No soy Ulises. Ya lo sabes. Me llamo Andrés como mi abuelo y creo que no es momento de entrevistas. Tampoco sé lo que podría decirte que no imagines. ¿Algo en latín, tal vez? He ido olvidando aquellas declinaciones de la gramática. Por más que lo intentara, apenas podría rezarte aquello de: Aequo pede mors pulsat tabernas pauperum regumque turres y quizá alguna frase deslustrada de Cicerón, Ovidio o Salustio. Amé, aunque no lo creas, las palabras como pocas otras cosas en mi vida. Recuerdo a Cicerón excusándose por su ingenio ante los jueces. Recuerdo un pretérito perfecto acabado en -ere. Recuerdo el genitivo partitivo y el chasquido de la ambición en César. Ahora, mientras calla la ciudad del siglo XXI, enciendo un cigarrillo —uno de los últimos— y me absuelvo de todo lo perdido. La memoria no es más que una metáfora. Pero pienso en Ulises, en sus rodillas, en la carne del héroe. No flaqueó su alma —ni flaquea la mía— ante los muros bien construidos de Troya. ¿A qué canteros encargarían la labor? Desde aquí huelo el humo de todas las hogueras y no me gusta. Malvive la ceniza en este pobre margen de cartílagos y hueso y músculo en los que todo está ya escrito. Sólo una última cosa añadiría: desde que te conozco soy el hombre más fuerte del mundo.

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Andrés García Cerdán. Poemas inéditos

Andrés García Cerdán (Fuenteálamo, Albacete, 1972) compagina la escritura, la música y la docencia universitaria. Es autor de poemarios como Los nombres del enemigo (Universidad de Murcia, 1997), Carmina (Nausícaä, 2012), Barbarie (Rialp, 2015), Defensa de las excepciones (Visor, 2018), Grunge. Poesía 19972022 (Reino de Cordelia, 2022) y Químicamente puro (Pre-Textos, 2022). Como crítico, es autor de La mirada salvaje. Poética del espejo y el espejismo (Pre-Textos, 2023), El árbol del lenguaje. Desde la poesía de Julio Cortázar (Visor, 2021) y La muerte del lenguaje. Para una poética de lo desconocido (Libros del aire, 2019). Su obra ha sido reconocida con premios internacionales como San Juan de la Cruz, Francisco Brines, Alegría, Hermanos Argensola... Ha sido ganador del Premio Amado Alonso 2022 de Crítica Literaria. Es colaborador habitual en medios como Cuadernos Hispanoamericanos, Revista Turia, Barcarola, El coloquio de los perros o ABC Cultural. Con The Rimbaud Company he editado los discos Tyson (2020) y El horizonte circular (2022).


Poemas inéditos

Alberto Santamaría

Las voces de los vecinos son huellas de animales que perseguimos inútilmente. Como magos incapaces de controlar las potencias infernales que hemos conjurado defendemos este vacío. Y nuestro miedo madura como la fruta en lo oscuro. El hechizo era simplemente estar. Porque estar es todo. La espontaneidad deja su rastro en los dedos virtuosos de quien ama.

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El castillo de barba azul

Alberto Santamaría. Poemas inéditos

Escribo en el margen de este libro: cada ilusión posee su sombra. Aprovecho la mañana leyendo el viejo libro sobre los fantasmas, mientras mi hija a mi lado hace ranitas de papel. Algunas saltan ferozmente, otras nos observan, detenidas en su mundo, buscando una explicación a nuestra quietud. La espontaneidad deja su rastro en los dedos virtuosos de quien ama.

Alberto Santamaría es escritor y filósofo. Entre sus últimos libros se encuentran ensayos como Un lugar sin límites. Música, nihilismo y políticas del desastre en tiempos del amanecer neoliberal (Akal, 2022) o Lukács y los fantasmas. Una aproximación a «Historia y conciencia de clase» (Sylone, 2023). Recientemente ha publicado la novela Barrio Venecia (Lengua de Trapo, 2023). Su último libro de poemas se publicó en 2020: Lo superfluo y otros poemas (La Bella Varsovia).

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E i n s t e i n o n t h e b e a ch

Lo bueno, si breve, etc. Decálogo práctico del microrrelato. Por Ginés S. Cutillas Ilustraciones de Miquel Rof Los decálogos1 no son nada nuevo. Famosos son los de Horacio Quiroga o Gabriel García Márquez en torno al cuento y la crónica respectivamente. Presento aquí una poética propia del microrrelato en diez reglas básicas. No son infalibles. El lector las puede aplicar a la perfección y malograr un texto o, por el contrario, ignorarlas al completo y alumbrar uno más que correcto. Ahí reside la belleza del acto de escribir y su gran misterio: la literatura no se puede normalizar. I – Antes de escribir nada, lee todo. Es imposible escribir nada de calidad sin haber leído a los grandes. Busca las obras de los maestros en la materia — Borges, Cortázar, Monterroso, Aub, Denevi...—, apréndetelas de memoria y olvídalas. Solo entonces, cuando hayas dejado de imitarles, escribirás algo auténtico. II – No escribas nada que no aporte nada nuevo. Esta rotunda afirmación es extensible al resto de las artes, pero en literatura es una verdad absoluta. Busca una idea innovadora y llévala hasta el final. Shakespeare ya se nos adelantó al escribir cada una de sus obras 1. El presente decálogo está incluido y desarrollado en el libro Lo bueno, si breve, etc. Decálogo práctico del microrrelato (Editorial Base).

sobre un sentimiento primigenio distinto. Como no vamos a superar al maestro, será mejor que busquemos cómo contar los celos de una forma distinta a Otelo, el amor de una forma distinta a Romeo y Julieta y la venganza de una forma distinta a Hamlet. III – Elige con sumo cuidado cada una de las palabras. El matiz de cada vocablo es fundamental. No es lo mismo atrapar que apresar o coger. La primera es detener a quien huye o engañar a alguien para que caiga en una trampa, la segunda tiene connotación animal —hacer presa con colmillos o garras— o naval —apoderarse de una nave— y la tercera es la forma genérica que engloba a las dos primeras, además de tener connotaciones sexuales en algunos países latinoamericanos. Evita adjetivar. Si existe un adjetivo débil para describirlo, seguro que un sustantivo fuerte se acerca más a la idea que queremos transmitir y sus connotaciones despiertan en la biblioteca cognitiva del lector estímulos que de otra forma no lo harían. Un «coche rápido» no aporta ninguna información adicional; sin embargo, un «bólido» es rojo, descapotable, está en marcha —no a cincuenta, sino a doscientos por hora—, su tapicería es de cuero —marrón para algunos, negro para otros— y lo conduce un hombre de cincuenta años con la crisis típica de su edad. Seguramente lo acompañe de copiloto una rubia de melena al viento; de la misma manera que un «pupitre» —«mesa escolar»— en el imaginario

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Ginés S. Cutillas. Lo bueno, si breve, etc.

común es de color verde, tiene cierta pendiente y guarda bajo su tablero un compartimento donde dejar los libros, aunque siempre hayamos estudiado en otros marrones y lisos. IV – En la primera frase te juegas al lector. No es lo mismo empezar un texto con «Era una calurosa tarde de abril» que con «Me enamoré de un pez». Como lector deseo conocer las circunstancias del personaje que le llevan a enamorarse de un pez, me despierta la curiosidad saber si es un pez real o si es una metáfora; y si es real, se me plantea qué cualidades tiene este pez para que sea susceptible de enamorar a alguien. El principio ha de ser contundente, una sola frase que plantee un misterio o acertijo que al lector le apetezca resolver. Terminantemente prohibidos los partes meteorológicos para comenzar un microrrelato —«Llovía», «Hacía calor»…— o cualquier fórmula que indique el comienzo de unidad temporal o escénica —«Sonó el despertador», «Abrí un ojo», «Llamaron a la puerta», «Sonó el teléfono», «Me desperté»…—, a no ser que seas Monterroso, si eres Monterroso haz lo que quieras. El microrrelato comienza in media res. V – Haz que el título forme parte de la historia. Las funciones del título son tres. Sugerir: Al igual que la primera frase, debe ser insinuante e invocar en la imaginación del lector la historia que se presenta a continuación de forma atractiva. Un título es la tentativa de suplantar al texto que designa. Es nuestro primer contacto con el microrrelato para nosotros y quizá sea el único. De la mayoría de ellos no llegaremos a leer más que el nombre. Situar: Bien en el espacio, tiempo o temática. Existen pequeños trucos, como utilizar otros idiomas para este cometido. De esta manera, un título en latín nos trans-

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portará de inmediato a la antigua Roma, a la época medieval, al mundo eclesiástico o a un entorno culto —como el Veritas odium parit de Denevi—, mientras que un título en inglés nos trasladará al mundo anglosajón y quizá también a un tiempo determinado. Utilizando «Make love, not war», por ejemplo, nos situaremos en el mundo jipi de los sesenta y en su revolución sexual; el título «Go West!» de Borges nos llevará irremediablemente al tiempo de los colonos del Oeste americano. Complementar el significado: El lector de microrrelatos se comporta ante un título de la siguiente manera. Lo lee, le sugiere su lectura, también el espacio, tiempo y temática de la historia en la que está a punto de sumergirse. A continuación, lee la primera línea del texto y decide si seguirá leyendo. En ese preciso momento ya ha olvidado el título. Al llegar a la última frase todo el texto previo adquiere sentido. Entonces volverá al título para recordarlo y lo leerá por segunda vez. Es ahí donde debemos añadir la información necesaria para confirmarle que ha entendido el texto. VI – Una imagen vale más que mil palabras. Tenemos una cultura visual adquirida del cine que desconocemos. Haz que las acciones del personaje digan cómo es: si corre, será joven; si corre y es viejo, tendrá una urgencia. No pintar la cosa, sino el efecto que produce. La imagen base debe sorprender para llamar la atención. A continuación, tenemos dos procedimientos para dirigir al lector: el primero, ampliar el plano y describir lo que hay alrededor; el segundo, apoyarla con otra imagen posterior. VII – La elipsis es la reina. En la literatura en general y en el microrrelato en particular la figura de la elipsis es fundamental. Nunca menosprecies al lector. Juega con sus conocimientos, aprovéchalos y evita exponer información que ya sepa. Todo el mundo sabe que el fruto prohibido fue una manzana: ¿para qué nombrarla entonces?


Somos equilibristas del silencio: gestionamos la elipsis como un escultor los vacíos, pues un microrrelato también se compone de omisiones, como una estatua de oquedades. VIII – Parte de situaciones y personajes conocidos. Utiliza personajes y localizaciones de la cultura universal. La biblioteca cognitiva del lector es la cancha donde tenemos que jugar con él. Si nombras «Adán y Eva», lo transportarás al principio de los tiempos, si nombras «Auschwitz» lo situarás en el Holocausto y nos ahorraremos explicar que está nublado y hace frío. Un microrrelato ha de ser universal y atemporal: un lector de nuestras antípodas debería entender el texto dentro de cinco siglos. IX – Aplica sin complejos toda la literatura anterior. La literatura se nutre de literatura. Si nombras a un escarabajo llevarás al lector al escritorio de Kafka y esperará el desenlace en el plano oculto de las cosas; si nombras a Caperucita, todo el mundo estará esperando a que el lobo salte desde detrás de algún arbusto, quizá también una moraleja final, y si apoyas una pipa en el microrrelato, Sherlock Holmes estará llamando a tu puerta con un nuevo misterio por resolver. X – Golpea sin piedad en el punto final. Un buen microrrelato es como una partida de ajedrez, donde hay finales tan obvios que son los propios jugadores los que rinden el rey antes de que se materialice el jaque mate. En el microrrelato deberemos evitar a toda costa esa intuición prematura del final. El subtexto aparece con la última palabra. Es ahí cuando todo el microrrelato toma forma, cuando todo adquiere sentido. El punto álgido no puede estar al principio, pues perderíamos la atención del lector, ni tampoco en medio, porque defraudaríamos sus expectativas. Es justo en el punto final cuando el lector espera ser noqueado. XI – Ignora estas reglas. Encuentra tu propia voz.

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Ginés S. Cutillas. Lo bueno, si breve, etc.

Concluimos con un microrrelato que sigue el decálogo a la perfección, escrito por José Diego Castro Mateo — alumno de 2° de ESO del IES López de Arenas de Marchena—, que fue ganador del II Certamen de Microrrelatos en la modalidad «menor de quince años» que el curso pasado organizó el IES al que pertenece y en el que participaron alumnos de toda España. Todo por mi hijo Con doce años maté a mi mejor amigo, fue sin pensar, simplemente surgió. Lancé su cuerpo al pozo que estaba junto a mi casa y al día siguiente, bajo mi sorpresa,

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el cuerpo había desaparecido. Con dieciséis años maté a mi profesora, me humillaba con frecuencia y yo no era precisamente su favorito, arrojé su cuerpo al pozo y de nuevo al día siguiente el cuerpo había desaparecido. Con veinticinco años maté a mi jefe, llevaba un tiempo explotándome y ya estaba cansado de que siempre tuviera la última palabra, tiré su cuerpo al pozo y, como ya era costumbre, al día siguiente el cuerpo ya no estaba allí. Con treinta años maté a mi madre, fue tan íntimo y especial como siempre había imaginado, la arrojé al pozo esperando que hiciera su magia de nuevo, pero al día siguiente el cuerpo aún seguía allí.


¿Cómo hacer buena crítica de una ya buena critica? Texto y fotografías: Claudia Torres ¿Cómo hacer buena crítica de una ya buena critica? ¿Acaso no es generar ensayos otra forma más de simular que todo va andando bajo control y se tiene absoluto dominio sobre un tema? Tampoco conocemos hasta qué punto nuestras neuronas podrán entenderse, espabilarse y enlazarse mutuamente para llegar a la altura de nuestras expectativas. Pese a ello y ante la duda, podríamos imaginar que lo importante es ser consciente de la capa, pelarla y ponerse con la capa siguiente. O creer que pelamos, o simular que pelamos, para intentar pelar algo. Baudrillard, en el panfleto Cultura y simulacro, introduce su percepción del mundo; anulando incluso la percepción que una vez tuvo Borges. Como si nuestro dios literario, al igual que el cristiano, hubiese muerto. Según menciona, el sentido de la realidad actual (su actualidad de 1978) se encuentra tan sobrecargado de estímulos y acontecimientos que ha vuelto a mutar. De la misma forma que ha ido ocurriendo en la cadencia de la historia. Pero ocurre en este momento que las fronteras entre realidad y ficción han quedado enlazadas de tal forma que nos recuerdan a aquellos versos de Cesar Simón. Entonces resulta imposible saber ya «… en qué lugar del tiempo y el espacio, / de la realidad y el sueño, / sucede nuestra vida». La modernidad ha colapsado y la realidad se ha vuelto, según Baudrillard, una hiperrealidad. Como cuando dos placas tectónicas se mueven hacia la misma dirección, colisionando y al-

zándose hacia el cielo, convirtiéndose en un volcán que podría estallar en cualquier momento. Un volcán que, en efecto, estalla. Cubriendo la totalidad del terreno de un nuevo terreno, fruto de ambas placas. Pongamos que una constituye la realidad y otra la ficción. Pongamos que la unión de ambas es la lava que invade todo, sin dejar claro dónde está el pasado anterior (porque es capaz de pulverizarlo), creando un resultado convulso: un ¿nuevo? lugar. Esto es la postmodernidad. Para llegar aquí, Baudrillard repasa diversas áreas: sociales, políticas,

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Claudia Torres. ¿Cómo hacer buena crítica de una ya buena critica?

culturales…, poniendo numerosos ejemplos con los que afirma que la realidad, tal y como se conocía, ahora se ha vuelto un simulacro. Aquí simular es el siguiente paso de fingir. Como si simular fuese fingir con matices suficientes que hagan difícil, incluso para el actor, saber hasta qué punto se encuentra actuando. ¿Cómo es posible pulverizar el palimpsesto de la historia? Frente a esta exageración nihilista, cabe asombrarse por la lucidez de sus palabras, su capacidad de convicción y la precisa traducción de un mundo que se desmorona. Pero vayamos poco a poco. ¿Y si ligásemos la exageración nihilista con la capacidad de convicción?

Días más tarde, en una nueva relectura, como quien siente alterado su sistema corporal con el cambio de estación, leer sobre el nihilismo que desprendía el texto me iba generando un tal almacén de sensaciones que cualquiera de los temas que retratar aquí me resonaban como insustanciales, sin ningún tipo de valor o sentido certeros. Puesto que, si la realidad, tal y como se conoce, no es más que un simulacro, también esto debe serlo.

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Un minisimulacro, una rama minúscula de simulacro, surgida de las miles de ramas simuladas anteriores. Qué irónico, por tanto, ser consciente de la inutilidad de estas líneas, pese a continuar creándolas. ¿Acaso no es lo real —nuestra visión de lo real— lo que intentamos hacer creer a los demás cuando hablamos? Me pregunto entonces si mis palabras surgen de una necesidad por exponer una verdad (la mía) o una verosimilitud (¿la mía?). El surgimiento de estas inquietudes debería demostrar que lo expuesto por el autor tiene algo de ¿cierto?: «la sociedad entera está irremediablemente contaminada por el espejo de la locura que ella misma ha colocado ante sí». Y nunca mejor dicho, dado que los locos fingen y los espejos distorsionan. Aquí, como en aquel cuadro de Magritte, el espejo se ha quebrado: ¡distorsiones a montones! Más aún, ya que incluso la ciencia se ha retorcido hasta el infinito: «la evolución lógica de la ciencia consiste en alejarse cada vez más de su objeto hasta prescindir de él». Y aunque Baudrillard no profundiza en esta rama de realidad, para acceder al conocimiento de lo real tal y como suponemos, se necesita profundizar. Esta apertura de campo se va volviendo tan compleja que nos descubre miopes: nuestros sentidos más primarios no alcanzan. Por eso se recurre a lo hiperreal: no podemos entrar, ver, el universo cuántico. Menos tocar sus partículas, palparlo. Sin embargo, ¿ahí está? Ahí están las investigaciones… Y ahí están las matemáticas puras afirmando que dos más dos no dan cuatro… Y continuamos, ¿cómo cogemos los objetos? ¿Acaso somos capaces de palpar algo realmente? Si nuestras manos estuviesen totalmente en contacto con cualquier superficie, se fusionarían con la misma. Pero hay algo que nos separa, manteniéndonos constantemente en la frontera de una realidad originaria, céntrica, a la que somos incapaces de acceder ya. Porque lo que nos sorprende en realidad es si a lo largo de la historia, a través de la representación aristotélica, alguien lo ha conseguido. Ahora sabemos que no es posible, que ya no es posible. Y no solo nos reímos de ello, sino que nos reímos de nosotros mismos mientras seguimos intentándolo. O nos reímos de intentarlo, o nos reímos a secas, sin saber ya de qué. De la lógica llevada al extremo, al absurdo. Como aquel chiste: el paciente de un psiquiátrico se encuentra en el lavabo, con una caña de pescar introducida en la bañe-


ra. El enfermero se le acerca y le pregunta si ha pescado algo. El paciente responde: «Cómo voy a pescar algo, si es una bañera». Esa es la hiperrealidad, el cambio de las reglas del juego, el absurdo que conduce al humor. Porque quizá no sabemos que las reglas cambian, pero intuimos que lo anterior muere, eso siempre se intuye. Retomo una frase anterior: «la sociedad entera está irremediablemente contaminada por el espejo de la locura que ella misma ha colocado ante sí». Quién es la sociedad entera y quién es ella misma. ¿Mismo sujeto? No solo eso, porque vuelve a ser redundante. ¿Quién es «sí»? Entonces me invade la duda de si es necesario desvelarlo, o el lector podría llegar por sí mismo a sus conclusiones sin que yo lo advierta de antemano. Armar y desarmar este artefacto es lo único que le puede otorgar un sentido en fuga, porque esto es la postmodernidad. Aunque esta, según Baudrillard, también implica la muerte de cualquier intención. De modo que ¿cómo tenerlas? Nada hay claro, y seguimos jugando. Porque, de nuevo, el filósofo tiene razón: Disneyland (como la literatura) nos recuerda que llevamos dentro un ser infantil. Esto es: «el verdadero infantilismo está en todas partes y es el infantilismo de los adultos que viene a jugar a ser niños para convertir en ilusión su infantilismo real». Y así escondemos la libertad de un juego infinito, como infinitas son sus normas y conclusiones. Y así, alguien, leyéndome, podría aportar conclusiones a las que yo no he sido capaz de llegar, al menos conscientemente. Una de las que recuerdo, por ejemplo: la exageración no está mal como técnica disuasoria, pero es agotadora. Al igual que, en cierta forma, el panfleto de Baudrillard. De acuerdo, no hay mayor técnica que habilite el recuerdo que leer, decir o actuar infinidad de veces una misma cosa. Pero tanta repetición evade. Lleva la mente hacia otros lugares, despierta la curiosidad de la novedad sobre las mismas ideas de siempre. Casi parece que él mismo, a través de la repetición constante sobre qué es la postmodernidad y cómo inunda diversos sectores sociales, estuviese esperando que otra persona ajena, externa, al leerlo, coja sus ideas y les dé otro giro. ¡Pero cuántos giros son posibles! El mareo nos ha bloqueado, desorientado. Estamos acomodados en las nuevas y efímeras simulaciones, hambrientos de más. Y a nadie parece importarle. ¿Qué debe haber tras la superficie? Miedo al vacío, quizá.

Miedo a un espacio paradójicamente vacío, sin nada ya a lo que agarrarnos. Buscamos un sentido global de cada palabra, de cada signo; porque asusta verse reducido frente a la incomprensión de un lenguaje ajeno. Más aún: cuando ese lenguaje está construido a partir de palabras que crees conocer, que forman parte de tu propia lengua… No admitimos que incluso la palabra más trivial o fútil variará de significado dependiendo de la persona que la conjugue. Sin embargo, nos replegamos hacia nosotros mismos y nuestros círculos cerrados, porque ingenuamente creemos ser capaces de sentirnos comprendidos

allí. Porque es demasiado abrumador pensar que no. Y en el caso de que no lo hiciesen, ante el abismo de expresar una verdad propia y no ser comprendido, aceptado, se opta por el mutismo… O peor (para la moral), la mentira. O mejor (para la literatura), la mentira. El ser humano se ha vuelto cobarde, apelmazado, no tiene ganas de entender: la pasividad de una simulación aparentemente estable, aunque en constante cambio,

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Claudia Torres. ¿Cómo hacer buena crítica de una ya buena critica?

genera tranquilidad. Hay que ver las noticias, las guerras a miles de kilómetros de nuestro sofá y nuestra sopa caliente. Y con el cansancio del día, nos iremos a dormir asumiendo que, pese a todo, no estamos tan mal. La realidad que nos ha tocado puede que sea una simulación, pero qué importa, es mejor que otras. Podría ser peor. Pobres ucranianos, sí… De este modo, levantarse al día siguiente a las seis de la mañana para ir a trabajar, perdiendo ese descanso que el capitalismo ha robado, no tendría por qué hacernos sentir del todo mal, tan solo un poco, lo suficiente para que el mundo nos engulla mientras continuamos caminando con una máscara de oreja a oreja. Sonrisa, quería decir sonrisa. En la actualidad, el cansancio de algunos recurre al pasado: mitos, leyendas, astrología... Ahora, todo aquello que había muerto se alza en esta multiplicación de ficciones y propone su propia realidad verdadera, como bálsamo contra dolencias.

Nos conformamos. Vamos a clases y encontramos refugio, escuchamos canciones y buscamos confort, rebuscamos entre lo que nadie consume para sentirnos distintos, mejores, interesantes. Pero es inevitable, estamos atravesados por nuestra cultura maniquea y popular. Incluso pensar que todo lo anterior nos hace distintos, nos iguala. Incluso saber y entender cansa. De qué sirve percibir la realidad con mayor intensidad. De acuerdo, ha ocurrido un problema. De acuerdo, hay infinidad de razones que lo explican e infinidad de interpretaciones a las que poner infinidad de soluciones: «todo es verdad al mismo tiempo […] y la objetividad de los hechos no es capaz de detener el vértigo interpretativo», que de-

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cía Baudrillard. De modo que, si se ensancha mucho la mente, todo es posible. Perfecto, sí, pero tremendas agujetas. Ergo, qué dolor de cabeza, qué agotada. Y qué ganas tenía de ver la tele tranquila mientras tomaba mi sopa caliente. Mejor no pensar. Que piense el poder. Al menos a ellos les pagan más que a un escritor, que a un filósofo, que a un profesor, que a un qué sé yo. Al menos a ellos alguien les escucha. Parece que dicen cosas con sentido, cosas reales. Qué inteligentes. Aunque ya no creamos en su simulación de segundo orden, nos tienen amarrados a la rutina de las necesidades y el cansancio. Cuántos superhombres deben invertir su tiempo de ocio en hacer algo al respecto (superhombres porque ¿saben? qué hacer al respecto), en lugar de sacar algo de tiempo y hablar sobre hacer algo al respecto, con cualquier colega, con una cerveza, en un bar barato del centro de la ciudad. Porque esa tarde ha conseguido adelantar trabajo, tener algo de tiempo para descansar. Y HA COINCIDIDO que su colega igual. ¿Somos nosotros «la sociedad, ella misma, sí» o es el poder el que se ha escondido entre nombres, pronombres y sinónimos? Era una pregunta que lancé antes, sobre una frase puesta varias veces. Lo dejé allí, sin responder. Qué difícil retomar las cosas que se dejan colgando, cuando forman parte del pasado. Y qué pereza releer algo que ya ha quedado atrás. Pero qué difícil también dejar atrás la culpa judeocristiana. Qué paradoja y qué divertido sería elegir lo que heredamos. Para. Igual estoy siendo demasiado rotunda, demasiado exagerada. Y, sinceramente, no de forma irónica, no tengo muy claro hasta qué punto era esa mi intención. Ya no sé por qué capa voy. ¿Se asemejará mi significado de los signos a los de las personas que me leen? Podría no importarme. En ese caso, qué tranquilidad finalizar algo. Sea lo que sea. Con la ingenuidad que permite saber que el final de mis palabras es el principio de las siguientes. Así sucesivamente. Qué alivio, a fin de cuentas, que cualquiera de estas ideas pueda morir. Baudrillard debía ser alguien tranquilo. Si no, no me explico cómo se sobrevive a una muerte tras otra; al final de cada una de las cosas que experimentamos, hacemos, decimos, vivimos, escribimos. Qué difícil reprimir el luto y la memoria. Creo que, en el fondo, lo que alegaba era que nos tomásemos el mundo con calma. O igual no. Qué sé yo. Podría ser esta mi convicción, mi intento de persuasión. Total, en pleno siglo XXI su panfleto es ya un simulacro enterrado. Qué otra cosa podemos hacer con todo este presente inmediato.


José Luis Garci: creador de sueños Por José de María Romero Barea Algunos libros dan ganas de acurrucarse en la acogedora tiniebla de una sala de cine. Otros nos convencen para volver afuera. En este volumen, la claridad se proyecta no solo sobre el proceso de creación de una existencia, sino también sobre el aprendizaje de un descubridor. En el estudio Una vida de repuesto1 (Hatari! Books, 2022) se nos revela la educación sentimental del director cinematográfico José Luis Garci (Madrid, 1944), cuyos largometrajes trazan una historia alternativa de España. El artista, escritor y crítico bilbaíno Andrés Moret Urdampilleta analiza, escruta y resume las películas del crítico madrileño porque cree que poseen algo de lo 1. Una vida de repuesto: El cine de José Luis Garci ha sido reconocido en marzo de 2023 con el Premio Muñoz Suay 2022 de la Academia de Cine

que carecen las actuales: amenidad, emoción, personalidad. Se nos recuerda, al mismo tiempo, la maravilla o el peligro de filmar, una experiencia que el exégeta trata de replicar acercándose al artífice de El crack (1981) o El crack II (1983) en un trabajo que encapsula su periplo vital y profesional. Traduce el compilador sus ideas en una larga carta de amor cuando se celebra, en abril de 2023, el 40 aniversario del Oscar a la película Volver a empezar (1982), el primero para una producción española en la categoría de habla no inglesa. El resultado es una visión vigorosa y documentada de «un estado puro de emoción superior, que es en sí mismo el cine», según su ejecutor, a merced de los cambiantes tiempos de la industria del celuloide, lamentablemente no para mejor. Esta tentativa impenitente de totalidad examina astutamente la forma en que ciertos cineastas intercambian ideas con sus procedimentales padres en

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José de María Romero Barea. José Luis Garci: creador de sueños

«un libro escrito en primera persona», se afirma en la «Introducción» de este, «pero en la primera persona de otras personas». El guionista que emerge de sus páginas no es indiferente a su propia e intransferible mecánica. El inventor de La herida luminosa (1997) o El abuelo (1998) está constantemente persiguiendo el próximo proyecto que regenere el conjunto, reacio a hacer concesiones a la pública consideración. Se asevera que un filme es una incógnita que solo se nos revela en la oscuridad, al «reproducir los caracteres humanos, las pasiones, las debilidades, lo grande y lo pequeño», parafraseando al escritor español Benito Pérez Galdós, en el episodio «Apuntes biográficos rodados en el plano medio», «sin olvidar que debe existir el perfecto fiel de la balanza entre la exactitud y la belleza de la reproducción». Se nos recuerda que el autor de You’re the One (una historia de entonces) (2000) o Historia de un beso (2002) es, sobre todo, un escritor, cuya labia es transferible no solo a los fuegos de artificio de la exégesis, sino a los componentes básicos de una inventiva que avanza contra los éxitos de taquilla que adormecen la mente, ahora omnipresentes. Se nos ofrece mucho más que el análisis pormenorizado de toda una filmografía en este monumental examen de una inventiva intemporal. Combina el experto detalles propios con críticas ajenas; «se trata de comenzar por una imposibilidad [conocer el porqué del cine] para que, de aquí en adelante, todo sea más sencillo y así poder seguir conversando», se promulga en «Humanista del futuro. Bosquejos de un cine de autor». Determinado a que no haya nada superfluo o redundante, todo en el encuadre está ahí por una razón, tanto la experiencia práctica de rodar como los aspectos prácticos de la misma. Se traza la peculiar trayectoria del filmador de Tiovivo c. 1950 (2004) y Ninette (2005), sus filias y sus fobias, sus logros y errores profesionales, «un punto de vista autobiográfico», se matiza en la sección «Cementerio de ilusiones», «que hace bueno aquello de que toda historia que merece la pena ser contada tiene su origen en la infancia [...] llena de lugares comunes para toda una generación que vivió un momento de alta incertidumbre con la ilusión de un niño que se enfrenta a las Navidades sin saber qué es lo que van a deparar». Es el brillo de su talento para diseccionar el tema e in-

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fundirle empatía imaginativa lo que hace que el lector salga de esta semblanza listo para ver al mago de la gran pantalla con mirada renovada. Se nos insta a orientarnos en el callejón sin salida de la mezcla de géneros que es un filme; se examinan rigurosamente contornos, bordes y precipicios que no logran ocultar que la figura central, el objeto de escrutinio, sigue siendo un misterio impenetrable, a merced de «los muchos estamentos y profesiones de la sociedad», según el apartado «Madrid, bajos fondos», «envuelto en las truculentas tramas que un mundo podrido proporciona». Sin pasar por alto la naturaleza primigenia de lo que se disecciona, se argumenta el holístico panorama de un soñador que gusta de mostrar sus pesadillas al gran público, en un subgénero, el cine negro, «que extiende sus tentáculos a otros géneros como el western, películas de acción o incluso melodramas». Al igual que con sus imágenes, el premio Nacional de Cinematografía 1992 se muestra agudo, locuaz, prolijo. Pero también sabe ser sincero, rebosa vitalidad, se muestra activa y adictivamente legible en sus propios términos; sus secciones digresivas encadenan interminables riffs acerca del nefando vicio de imaginar: «Recordar es vivir», se nos asegura en «Retorno a la estación de pasado con olor a tango de Gardel», parafraseando al pensador hispano Julián Marías: «Al rememorar el pasado venturoso, se rehace el movimiento temporal hacia el futuro, se renueva la situación originaria». Arremete el que fuera presentador del programa ¡Qué grande es el cine! durante las décadas finales del siglo pasado contra las tecnologías digitales que progresivamente nos han ido alejando a unos de otros, mientras reflexiona, analógicamente, sobre los renovados desafíos a los que nos someten (internet, streaming, HBO) los omnicomprensivos estudios propiedad de los impersonales conglomerados internacionales. Se evita, sin embargo, la mera selección de emblemas. Fascinado por las vísceras de la creación, el ensayo se obsesiona con las texturas de cada entrega del anfitrión del magazín televisivo Classics (13 TV); forcejea con cada elemento que el medalla de Oro al Mérito de las Bellas Artes 1997 entrelaza, «un personaje con una cierta incapacidad para vivir el momento de la historia


Rodaje de El crack cero. Fotografía cedida por el autor.

en el que le ha tocado desarrollarse», se confiesa en el episodio «Soledad al borde del infranqueable abismo generacional», «por considerarse una especie de reprimido de las circunstancias sociales y políticas del momento». Un torrente de informaciones y opiniones, alimentado por un entusiasmo sin retóricas, avanza evitando digresiones, mezclando certidumbres con las sombras que parpadean en la cueva cinematográfica. Sus intervenciones, minuciosamente detalladas, exigentes, vívidas, alteran radicalmente las palabras como las mentalidades con las que el progenitor de Luz de domingo (2007) o Sangre de mayo (2008) las aborda; no se eluden, sin embargo, las discrepancias: las frecuencias hagiográficas compiten con las disquisiciones casuales que adquieren su significado pleno en esta colección de proposiciones aleatorias y pensamientos lapidarios, que cumplen «el anhelo del joven Bradbury/Garci por formar parte de estos creadores de realidades alternativas, de vidas de repuesto… En definitiva, creadores de sueños» («El Scalextric de la Ciencia Ficción»). Biógrafo y biografiado adoptan cursos paralelos, con la intención de acentuar lo positivo de cada oportunidad que tienen de llevar a cabo un viaje de placer a través de una educación cinemática, mientras pasan

de los reconocidos pesos pesados de ​​ Hollywood a los artistas locales, alquimizando afanes en oro cinematográfico: «Garci nos indica que “saber mirar es saber amar” [se lee en “El nido iluminado”] y a través de esa mirada, nos recuerda que el amor nos hace libres». Con el éxtasis del conocedor, el grafómano noveliza exámenes pormenorizados dirigidos a aquellos que deseamos una forma de revivir la posibilidad de una reevaluación del séptimo arte. Hoy que el marketing autopromocional se ha convertido en un negocio a través de las redes sociales, la mercadotecnia dicta qué cintas merecen ser filmadas y cuáles no; oportunamente, este vademécum alternativo nos conduce al legado de un productor esencial, que ha logrado conformar nuestro sentido patrio de posibilidad, de energía estética, cuya perspectiva moral se complace en reflejar una época dorada que nunca volverá, la que tuvo lugar a finales del siglo XX. Interviene el pintor de paisajes para agregar colores y detalles personales al efecto final. Gusta Andrés Moret de mirar debajo de las alfombras rojas de nuestros prejuicios, se complace en mostrarnos cómo se arma un entramado de reflejos y perspectivas. Mapea el terreno no trillado el periodista, entrevistando al

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José de María Romero Barea. José Luis Garci: creador de sueños

protagonista y sus acólitos, esbozando con todo ello una Historia nacional, como el «traductor y condensador de la imagen de una España al borde del cambio social», se afirma en el capítulo «Honorable crepúsculo», «en la que las antiguas ordenanzas tendrán que dejar paso al nuevo mañana». El retratista trata al retratado como un personaje más dentro del bildungsroman de grandes esperanzas que ha tramado. Explora el erudito emocionado el formato de la tesis doctoral para abundar en anécdotas y detalles de esa «España que se quiere recuperar de todo lo pasado», según la sección «Retrato del alma»: «Ilusión porque las cosas van a ir a mejor, ilusión por el futuro [...] visión de una nueva vida, de la esperanza. Suponen el aspecto futurible de la vida, una carga de aire no contaminado para los pulmones de un pueblo enfermo». Se aleja el fotógrafo de la mera melancolía para armar toda una cinematografía de índole intergeneracional, formativa de una colectividad universal en sus puntos de vista multidisciplinares. Se nos muestra al artista inmerso en su arte, en productiva compenetración, recordándonos al mismo tiempo que el cine no es sino una forma de escritura iluminada, una fotografía fija del instante que pasa, en «ese cine negro de sombras amenazantes que cercenan la luz de cualquier esperanza de vida honesta», se apostilla en el aparte «La vida tomada con humor», «de atmósfera tan densa que ni siquiera conduciendo un descapotable por los acantilados del Big Sur californiano podemos respirar aire puro». Leemos en la penumbra, encerrados entre los blancos muros de unas páginas que nos hacen soñar con los ojos abiertos con esa bruma de felices abstracciones. Salimos de esta biografía gráfica pensando que hemos coincidido con el hacedor de Holmes & Watson. Madrid Days (2012) o El crack cero (2019), representante de «un cine que se forjó en las sesiones dobles matinales y en los cines de aquella Gran Vía», apostilla el estudioso vasco, a modo de colofón, «una religión que proporcionaba [a Garci], cada vez que acudía al culto, una vida de repuesto». Abandonamos la lectura siendo conscientes de que el contertulio de Cowboys de medianoche (programa de esRadio) sigue buscando la luz exacta, mientras se enfrenta a los resplandores de la realidad.

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La obra del miembro de la Academia de Artes y Ciencias Cinematográficas de Hollywood se define por sus reescrituras, sometidas a las reacciones de la posteridad, como un espectáculo más, compuesto por «vidas de repuesto que él mismo ha ido proporcionándonos a los que nos hemos ido sintiendo protagonistas de sus películas», concluye Moret, «traspasándonos esa nostalgia por las experiencias no vividas». Una memoria colectiva se vierte en las remembranzas transcritas de esta miscelánea, depositadas aquí para el aprovechamiento de futuras promociones. A partir de ellas, será posible hilvanar no solo el devenir de nuestro país, sino la deriva un planeta a merced de sus propias alienaciones. El crack cero. Fotografía cedida por el autor.


La letra infectada de imagen: David Cronenberg y su relación con la literatura Por Oriol Alonso Cano Cronenberg siempre quiso ser escritor. Desde pequeño, relatar historias, escribirlas, encarnar en un folio sus inquietudes y (per)versiones de lo real fue su deseo. Más que un deseo, un imperativo. Tal vez esa exigencia le vino de un ámbito familiar extremadamente culto y sofisticado. Su padre, Milton Cronenberg, bibliófilo desatado (su hijo cuenta como su casa estaba formada, literalmente, de paredes de libros), escritor ocasional en algunas revistas como True Detective o Reader’s Digest, más asiduo en otras publicaciones (Toronto Telegram), cuya relación con el mundo pasaba necesariamente por la intermediación de la palabra escrita. Su madre, Esther Cronenberg, pianista, lectora insaciable y profesora, contribuyó también decisivamente a que David fuese gestando, como si de una infección se tratase, el virus de la escritura desde bien pequeño. Y es que esa infección fue muy incipiente, prematura podría decirse. Tanto es así que continuamente afirma que desde que tiene memoria siempre recuerda escribir o bien que su primera novela la redactó a los diez años. En realidad, más que una novela deberíamos hablar de relato, ya que la extensión de la misma era aproximadamente de tres folios. Sin embargo, lo importante fue el impacto subjetivo que ese acontecimiento tuvo para Cronenberg (David). Fue su primera novela. Sin apelaciones. Radical, sin márgenes para la discusión y especulación, Cronenberg (David) concibe esa redacción como el momento inaugural de su actividad escritural. Obvia-

mente ahí hay imperfecciones, errores e ingenuidades, las fantasías desbocadas de una reconstrucción mitológica del propio pasado (todo pasado, o todo ejercicio de memoria, tiende a construir mitos), pero para Cronenberg aquello fue el punto de inicio incubado previamente en multitud de garabatos y lecturas. A partir de ahí, no paró de escribir y, sobre todo, de tener la voluntad de ser leído. No cesó de recibir negativas ante lo que escribía, no obstante. Cuando fue adolescente, mandó relatos a diferentes revistas, como por ejemplo Magazine of Fantasy and Science Fiction. Las respuestas fueron el silencio o la negación. El silencio le frustraba. Ahora bien, para él, fue muy importante que el jefe de redacción de la Magazine of Fantasy and Science Fiction le enviase una amable carta, a los dieciséis años, comentándole que, pese a que su relato no había sido seleccionado para publicarse, sí que había estado muy cerca y, sobre todo, le exhortaba a que no se frustrase y a que enviara más textos. Por fin una respuesta. Y además positiva. Alguien le decía, sin decírselo, que tenía talento y que lo que verdaderamente necesitaba era depurarlo a través del trabajo, del empeño, de la precisión que se adquiere a medida que las palabras se van esculpiendo en la interacción entre pensamiento, fantasía, estilográfica y papel. Pero ahí Cronenberg paró. Hasta la universidad, no volvió a escribir nada. ¿Por qué?, ¿qué razones había para que David, que comenzaba a tener respuestas de gente prestigiosa del mundillo, abandonase la tentativa? Por un lado, sus múltiples inquietudes, sobre todo la científica. En

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Oriol Alonso Cano. La letra infectada de imagen

segundo lugar, la impresión de que no tenía una voz propia, que su lugar de enunciación estaba engullido por las psicofonías literarias de Burroughs y Nabokov, principalmente. En tercer lugar, por su personalidad poliédrica, compleja, que rechaza el reconocimiento y se centra en un trabajo propio, íntimo, intransferible, que se escabulle perpetuamente de los laureles o del juicio ajeno. Cronenberg leía, devoraba, mejor dicho, a Burroughs, su escritor predilecto desde la adolescencia. Pero también le chiflaban Nabokov, T. S. Eliot o Henry Miller. Sentía adoración por Asimov, sobre todo en su primera etapa universitaria, en Biología, ya que era capaz de aunar las dos vertientes que le atravesaron a él desde adolescente: la ciencia y la literatura. Cronenberg es un híbrido, un mutante cultural, que necesita infectar mundos, realidades, espacios. Nada es puro, todo está corrompido y corroído por agentes externos que vienen a parasitar y dislocar la estabilidad de los géneros. La ciencia tiene que ser literaria, alocada, viva. Eso es lo que se le hacía insoportable en su primer y único curso en la Universidad de Toronto en los estudios de Biología. Heredero indirecto e inconsciente de las ideas románticas de Alexander von Humboldt, Goethe, Novalis o Schelling, la ciencia debía estar poseída por la poesía. Más aún, lo científico es poético. Ahora bien, aunque estuviese enamorado de la locura y la ausencia de grilletes culturales, porque era el estado que encajaba mejor con su personalidad, ello no significa que no precisase del orden, de la precisión, del experimentalismo propio de la cientificidad. Escribir es experimentar, mover variables, manipularlas para ver hacia dónde (no) van las cosas. Relatar es como un experimento donde los límites se desbordan, pero en el que cierto espíritu cientificista, en sentido romántico, debe realzarse y llevarse a la praxis. Por ello, más allá del cambio de estudios (pasa a estudiar la carrera de Lengua y Literatura Inglesa), Cronenberg estará poseído, marcado, estigmatizado por ambas potencias de una manera indisoluble. De ahí que el cine, como medio de expresión audiovisual y artístico, pero que se gesta primordialmente por la arquitectura y escritura precisa de un guion, se erigiese en un dispositivo fundamental para la expresividad de sus inquietudes y (per)versiones de la realidad. El cine se

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adaptó a la perfección a su personalidad transversal y dialógica. Sus tentativas de novela habían sido un fracaso, según su parecer. No conseguía separarse de las voces de sus ídolos, y además su temperamento rehuía la paciencia, la tenacidad y el ensimismamiento necesarios para articular un discurso, una narrativa, desde un lugar de enunciación propia y radical. En cambio, el cine, el hecho de que la palabra no estuviese aislada, circulando en su soledad a través de las páginas de un libro, flotando, nomadeando, posteriormente en la imaginería idiosincrásica y subjetiva de cada lector, y que además estuviese concebida (casi) siempre como acompañamiento y modelaje de una imagen, le dio una seguridad expresiva y artística a Cronenberg. A partir de ahí, todos los proyectos que lleva al cine hasta Videodrome (1982), exceptuando el caso Fast Company (1979) (pero este caso daría para otro artículo y, por ello, no podemos adentrarnos en él), son guiones originales suyos. Textos atravesados, entre múltiples confluencias y ejes, por sus inquietudes intelectuales (Shivers, en 1975, Rabid, en 1976), circunstancias personales (Cromosoma 3, 1979), desafíos subjetivos (Scanners, 1980), narraciones en las que se confunden vida y obra, y en las que vuelca sus concepciones sobre lo humano de una manera cruda, agresiva, convirtiéndose en el Rey de la Enfermedad Venérea. Su escritura, hasta Videodrome, es orgánica y palpitante. Tanto por lo que pone en juego en sus tramas como por lo que se refiere a las implicaciones subjetivas de su autor. La infección, parasitación, pulsión (de muerte) son algunos de los temas que estructuran su obra y escritura. Incluso podría decirse que sus películas son infecciones para el espectador que las contempla. Se produce un juego que, más que ser especular, refractario, es de penetración, contagio, parasitismo. El espectador siente que lo que contempla no es una simple imagen cargada de violencia y exceso. No. Es una imagen que trasciende la pantalla y pasa a colonizar su mente y su cuerpo, haciéndolo cómplice de la contaminación constante de narrativas. Los discursos se infectan mutuamente: el psicoanálisis de Freud, y algo de Lacan, parasita la biología y la obra de Burroughs; a su vez, Nabokov interacciona de tal manera con Asimov o Von Uexküll que acaban fusionándose y haciéndose indistinguibles. Todo se convierte, para


Cronenberg, en influjos que dinamitan la solidez de los discursos encajonados en la validez e imperio de un área determinada. Y, obviamente, el espectador no puede escapar de esta dinámica parasitaria. Con Videodrome, sin embargo, Cronenberg alcanza el paroxismo creativo en esa lógica de la infección. Ahí pone en circulación todas las ideas que, hasta entonces, lo habían asediado: la separación (ficticia) de cuerpo y mente, la capacidad de generar alteraciones fisiológicas con consecuencias cognitivo-experienciales, la ruptura de los límites entre virtual y real, la construcción fantasmática de la realidad… todo ello amenizado por una potente crítica sociopolítica de gestión y burocratización de la experiencia subjetiva por parte del poder. El contagio alcanza niveles superestructurales e infraestructurales, cósmicos y subatómicos. Nadie

puede eludir esa lógica. Estamos atrapados en la reproducción infinita de la infección. Ahí Cronenberg queda exhausto. Ya no puede escribir más. O, dicho de otra manera, virará en su manera de expresarse simbólicamente. Ahora su escritura será otra, tendrá una naturaleza distinta, algo anómala para los puristas de las letras, pero será (re)escritura a partir de la imagen, deformación, moldeamiento de la palabra a través de su cámara y puesta en escena. Da la primacía al discurso del Otro para hacerlo suyo a través de una atmósfera compartida. Eso comenzará en 1983, con la adaptación de la novela de Stephen King La zona muerta, escrita en 1979. Alianza de mentes malévolas, hermandad de los que bucean las cloacas de la psique, Cronenberg se servirá de la escritura de King para, por un lado, desarrollar una escritura dialógica y, por el otro, profundizar en un punto de su obra que, hasta entonces, parecía algo limitado: el poder de lo mental sobre lo orgánico. La Nueva Carne se espiritualiza, el cuerpo pasa a ser interrogado por sus cogitaciones, el pensamiento reclama sus tributos. Long Live the New Flesh es algo mucho más complejo que la simple mutación física hacia un orden de realidad superior. La Nueva Carne implica la disolución de lo orgánico, la adopción de lo virtual, el ciberespacio contemporáneo, como el nuevo modo de vida. Y en ello, lo mental y el Otro jugarán un papel trascendental. La zona muerta, con sus limitaciones y problemáticas, puede leerse como un paso atrás, por lo que concierne a la radicalidad del discurso y a la carga filosófica de Videodrome, pero, a nivel de contenido, se adentra en la problemática del dualismo psicofísico una vez más, enfatizando, en esta ocasión, como ya lo hiciera en Scanners, en el papel de lo mental sobre lo corpóreo. Más allá de esto, su carrera, hasta 1999, estará construida a base de adaptaciones, la mayoría de ellas con un éxito (no siempre de público, pero hay muchos tipos de éxito) arrollador: The Fly, en 1986, que recoge el relato corto de Georges Langelaan (1957); Dead Ringers (1988), que traslada la obra Twins de Jack Geasland y Bari Wood (1977); Naked Lunch, que adapta a su mito y héroe William S. Burroughs con su novela homónima (1959); M. Butterfly, basada en la obra de teatro de David Henry Hwang, que a su vez versiona la obra de Puccini, y Crash, que lleva a imagen la maravillosa

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locura tecnoerótica de J. G. Ballard (1973). ¿Qué es lo que se puede observar de ellas como propio, exclusivo, idiosincrásico de la escritura cronenbergiana? La atmosfera, lo invisible, que dirá Merleau-Ponty, que estructura cualquier realidad, pero que es imposible de cartografiar o tipificar. Cronenberg aporta una novedad radical en la adaptación de obras como Naked Lunch o Crash. Ballard dirá, por ejemplo, que la película va más allá que el libro, es más transgresora, virulenta, kamikaze que su escritura. El libro desarrolla la pulsión de muerte hasta las últimas consecuencias, pero es que la propuesta de Cronenberg es la encarnación implacable de dicha pulsión. De ahí que Ballard, nuevamente, añadiendo a lo dicho, afirmará que la obra de Cronenberg se dirige hacia donde acaba su novela, se encara y posiciona donde su escritura no puede penetrar. La película empieza donde acaba la novela. Pero, si miramos bien las cosas, ¿dónde están los límites de la novela?, ¿y los del cine? De nuevo, volvemos a la lógica de la infección... Ya no digamos su versión de Naked Lunch. Su obra predilecta, su grial literario, el tótem de su vida intelectual y personal desde que tiene conciencia. Virajes, deslizamientos, reescrituras, pero sobre todo conseguir ofrecer el punto intangible capaz de absorber la atmosfera de la obra de Burroughs para esculpirla en un lenguaje híbrido, mutante, repleto de vísceras, lo que hace indiscernible la letra y el espíritu de Burroughs de la imaginería cronenbergiana. Hay algo propio de Cronenberg, pero también de Burroughs, en la película. La voz que ya no asedia, perturba o invalida el lugar de enunciación del autor, sino que se ha fagocitado, deglutido y fusionando de una manera paradójica, oblicua, multidimensional, preservando siempre la alteridad de todos los agentes implicados en la infección. Cronenberg, después de este diálogo con ídolos y monstruos, de su conciencia y del mundo (cultural), retorna a un guion propio, vuelve a la necesidad de escribir sus propias historias. Tras Crash, una vez alcanzada la cúspide de esta fusión perfecta de voces, la suya parece destilarse ahora de una manera más pura, subjetiva, íntima. Con eXistenZ Cronenberg vuelve a la Nueva Carne de forma explícita, ahí donde lo dejó en 1983 con Videodrome. Las preguntas siguen siendo las mismas, aunque mejor perfiladas ahora, mientras que

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las formas de abordarlas viran considerablemente. El cuerpo se transmuta en virtualidad, lo mental se desdibuja en un universo en el que el simulacro es real y lo real, simulacro. La verdad, como dijo Lacan, tiene estructura de ficción y esta, a su vez, tiene su estatuto de verdad. Cronenberg nos sitúa en un universo que es efectivamente multiverso: somos nuestros seres-posibles y perpetuamente estamos reconstruyendo nuestra


existencia hasta el punto de hacer imposible cualquier estabilidad e identidad (mental, física…). A partir de aquí vuelve a la escritura dialógica, a la necesidad de adaptar material ajeno. Spider, A History of Violence, Eastern Promises, A Dangerous Method, Cosmopolis o Maps to the Stars son adaptaciones, «a la Cronenberg», de novelas (Spider, Cosmopolis), obras de teatro (A Dangerous Method), novelas gráficas (A History of Violence), guiones de otros guionistas (Eastern Promises, Maps to the Stars —este caso es algo ambiguo, ya que el guion fue escrito por Bruce Wagner, quien redactó una novela titulada Dead Stars basada en el libreto de esta película, después de que el plan inicial para hacer la película con Cronenberg fracasara—). En ellas se permuta la simbiosis, se destila la infección. Siguen los temas del cuerpo, la carne y su imbricación con lo mental, de la vinculación de la tecnología y la subjetividad, sin embargo ahora el estilo es más sobrio, la narrativa se ha purificado, sofisticado y encriptado, por momentos; sutilizado, en otros. Esta dinámica se truncó en 2014 cuando Cronenberg publicó su primera, y de momento única, novela: Consumed. Por fin se consumó el proyecto de su vida, por fin puede decir con propiedad que es un escritor. A través de una narrativa laberíntica, compleja, repleta de referencias a sus pasiones y perversiones, pero en la que es imposible discernir su imaginería audiovisual de su prosa, acomete el exorcismo definitivo de sus fantasmas y voces. La polifonía de espectros, asediándolo desde las catacumbas de su conciencia, se aplacó, su temperamento, que rehuía en el pasado el ensimismamiento, el temple y la parsimonia, propias y necesarias del tempo y disposición de una escritura más o menos novelística, se ajustó con el trascurrir de los años, la experiencia y la adquisición de una seguridad como artista, como genio creador, posibilitándole, todo ello y al fin, la disposición subjetiva, las condiciones de posibilidad necesarias, para escribir sin la imposición de traducir la palabra a imagen. Sin embargo, la infección ya estaba en curso, la metástasis era inapelable. La obra de Cronenberg, por mucho que buscase la ruptura entre cine y palabra, supura imágenes en cada renglón, cada página traduce mentalmente la puesta en escena de la potencial película Consumed. Y

tanto es así que Cronenberg ha intentado (y continuará intentando) trasladar la novela a imagen (en formato de serie, en esta ocasión, por no hablar de algún que otro corto inspirado o basado en la obra que ya rodó en su momento…). A partir de ahí hay un parón de más de nueve años hasta que, en 2022, retorna al cine con un guion original, Crimes of the Future (proyecto que nace, por cierto, aunque no lo quiera reconocer, de su mediometraje homónimo de 1970; concretamente, la idea de la película del 2022 la lanza uno de los personajes de la trama, en un monólogo), su último proyecto hasta la fecha de hoy. No obstante, hay que matizar. Verdaderamente la película fue escrita varios años atrás, allá a finales de los noventa, en la época de eXistenZ, cuando sus preocupaciones sobre los desv(ar)íos de la Nueva Carne lo consumían vorazmente, cuando en el imaginario flotaban toda una serie de propuestas sobre el cuerpo, y su relación con lo psíquico y lo tecnológico, que lo tomaban a él como una de las referencias clave, pero que, realmente, eran propuestas fallidas al tomar su discurso desde un plano superficial o erróneo, al extirpar toda la dimensión teórica, toda la densidad epistemológica y lírica de su propuesta. Cronenberg, con Crimes of the Future, alcanza un nuevo nivel de escritura radical y superior: paradójica, sutil, fina, compleja, metafórica, pausada, atmosférica y, sobre todo, mutante.

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El holandés errante

La vida en el aire (Primer descenso)

Texto y fotografía: Álex Chico Algunos viajes no se miden únicamente por coordenadas físicas. Guardan, más bien, las trazas de trayectos emocionales. No nos hacen desplazarnos de un sitio a otro, sino que nos mueven por diferentes estados de ánimo. Llegar a ellos supone adentrarse en una zona de nuestro interior, un ahondamiento de esos ángulos oscuros que en ocasiones forja el carácter de quien los visita. Cuando el avión planea poco antes de tomar tierra, desde la ventanilla comenzamos a saber que una vez que pisemos ese nuevo país estaremos en un territorio que nos atañe, que nos interpela. No nos dirigimos hacia un territorio ignoto. Descendemos hacia una profundidad personal. Nuestro carácter se prolonga en colinas escarpadas, cráteres lunares, excavaciones arqueológicas y valles salpicados de casas a punto de precipitarse. Esa es la primera imagen que conservo de La Paz, un lugar suspendido en el aire, firme a pesar de su volatilidad. Una geografía entre paréntesis, aferrada al mundo y, al mismo tiempo, a mucha distancia de cualquier parte. La tierra tiembla a determinada altura. Bajamos del avión, nos encaminamos hacia la terminal y la pasarela que conecta un no-lugar con un lugar fijo y estable comienza a moverse. Es un puente levadizo que se tambalea, a la espera de que una ráfaga de viento nos haga perder el paso y amenace con lanzarnos al suelo. El conocido como mal de altura, a más de cuatro mil metros en El Alto, solo tuvo incidencia en mí durante las dos primeras horas tras el aterrizaje: presión en la cabeza, falta de oxígeno y sobre todo impresión de que caminaba lento por una tierra movediza. Un zigzagueo constante que me acompañó minutos después, mientras bajaba en coche hacia La Paz. Así llegamos a ciertas ciudades: de lado, con vistas que aparecen y desaparecen, como si cruzáramos constantemente líneas que nos hicieran pasar de la vigilia al sueño y volvieran

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a situarnos en un territorio intermedio, a medio camino entre la ficción y la realidad. Como me sucedió en colinas que caprichosamente asemejé a estas: las que me rodearon, tiempo atrás, en Loja, en el sur de Ecuador. La Paz también se desplegaba frente a mí, estaba cada vez más presente y, sin embargo, el aturdimiento y el mareo la ocultaban. De esa forma trascurrieron los primeros momentos allí, con la convicción de que había llegado, pero con la duda constante de no saber adónde exactamente. El mate de coca que bebí en cuanto llegué al hotel permitió que comenzara a situarme. Ignoro si fue autosugestión, si aquel mate, más que terapéutico, fue simple placebo, pero sé que me ofreció lo que necesitaba: que me hiciera a la idea de que pisaba tierra firme y que esa tierra firme se encontraba en el centro de la ciudad. En un hotel decadente, el Ritz, en la plaza Isabel la Católica. Esperar en el hall, mientras ingresaban los datos, subir luego en el ascensor y entrar más tarde a la habitación supuso un nuevo descenso. Retrocedía muchos años atrás, a una época remota de la que solo quedaban vestigios vagos. Recuerdos de una época ya clausurada. Durante los viajes, la rutina se comienza a asentar en la primera acción de la mañana. Un impulso inicial, guiado por el azar, acaba convirtiéndose en costumbre. Me ha pasado muchas veces en otros viajes. El café para llevar en un puesto callejero de Nueva York, un banco a la orilla del río Iowa, mientras amanecía, o una lectura tranquila en el restaurante de un hotel en Oslo. Acciones que, por casualidad, se trasforman en asideros, como puntos de partida para afrontar lo que me deparará el día. En La Paz esa rutina me llevaba cada mañana al centro de la plaza Isabel la Católica, con el mate de coca en una mano y el diario de viaje en la otra. Allí escribía, planificaba la jornada, tomaba notas frente a la estatua de una reina que alguien, en un grafiti en el pedestal, había rebautizado con otro nombre: ahora era la plaza de la chola globalizadora. Un revisionismo


histórico con el que casi nunca me siento identificado, porque el juicio en la distancia siempre elude matices fundamentales. Somos, para bien o para mal, productos de un tiempo concreto, así que cualquier intento por descontextualizarnos supone, me parece, un ejercicio tramposo. Por otra parte, qué lugar no es un organismo vivo. Debe serlo si quiere continuar entre nosotros. Quizás no sea adecuado rebautizar topónimos y, sin embargo, los territorios no crecen si alguien no los pone en tela de juicio. Puede que ese sea el motivo por el que las ciudades son un asunto tan complejo. Paradójico, conflictivo y siempre estimulante.

No todas las ciudades generan los mismos conflictos. O no dan pie a tantas discusiones. La Paz sí. Y eso se percibe desde el inicio. Existen lugares que motivan la discusión, una discusión entrañable, en el sentido que le otorgó Josep Pla en su libro sobre Barcelona. Desde los primeros paseos, uno sabe que La Paz genera reflexiones, amables en ocasiones y contradictorias la mayoría de las veces. Algo similar a lo que le sucede a todo el país. Así lo explica Gabriel Mamani en un fragmento de la novela Seúl, São Paulo: «… creo que todos los países latinoamericanos somos el intento fallido de

algo». Mamani pone varios ejemplos: Argentina es el intento fallido de ser Europa; Brasil, de Estados Unidos. Una lista a la que sumo un nombre propio: también para mí Barcelona resulta en ocasiones el intento fallido de ser París. La paradoja viene unas páginas más adelante. El autor se pregunta de qué o de quién es un intento fallido Bolivia. «Bolivia es un intento fallido de no ser Bolivia», responde. De nuevo, la literatura escribe los lugares. Le otorga lenguaje a su fisonomía. Convierte en carácter su ubicación en el mundo. La escritura es una nota a pie de página del territorio, solo que esa nota al margen, oculta en las últimas líneas de una página, encierra una clave geográfica que, de otra forma, nos sería imposible descifrar. Los libros sobre una ciudad son la constatación de que esa ciudad ha existido. La única forma de prolongarse si, llegado el caso, ya no quedara nada de ellas. Por eso hay ciertas palabras que no dejarán de resonar cuando el lugar esté en apuros. Uno de esos versos pertenece a Jaime Sáenz, de su libro Imágenes paceñas: «Esta ciudad no se verá desvirtuada, no dejará de ser lo que es. No morirá», escribe. Ese es su alegato. Con esa misma convicción la transitaba yo cada día. Su confianza era mi entusiasmo al pasearla. Así surgió de nuevo una dicotomía que me acompañaba desde que descubrí, tiempo atrás, Valparaíso. De este lugar podría decir lo mismo: la única ciudad parecida a La Paz era La Paz. Pocas veces uno tiene la oportunidad de conocer ciudades tan excepcionales y únicas. Intransferibles, exclusivas por su disparidad. No habían trascurrido más de dos días desde mi llegada y ya sabía que no me encontraba en un espacio cualquiera. La visita al lago Titicaca confirmó que este lugar interpretaba la vida de otro modo. Un mar de aguas detenidas y colinas lejanas que dio paso a un segundo descenso. Mientras cruzaba el Altiplano, sabía que estaba llegando a un espacio fascinante. Ese descenso necesitará un nuevo abordaje.

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Brillando bajo el agua Ricardo Virtanen Lastura: Madrid, 2022 242 págs.

Amor y música de los noventa Por Jesús Cárdenas Tan solo un escritor inconformista tiene la voluntad creadora de explorar por diferentes ámbitos y hallar obras con una mixtura de muy diferentes estratos literarios. Ricardo Virtanen (Madrid, 1964) ha sondeado, entre otros, los pozos del verso libre (Intervalo; Premio José Luis Hidalgo), del haiku (Llama de luna; Polibea), del aforismo (El funambulista ciego; Amargord), de las ediciones críticas de Corredor-Matheos y De Cuenca (Cátedra), de la música (componente de la banda ochentera Lobos negros) y ahora, además, de la novela (Brillando bajo el agua). Se trata de una entretenida y bien construida narración que se inicia el 14 de febrero de 1996 y termina el 21 de febrero, más un breve epílogo o episodio que tiene lugar un 22 de diciembre en 2001. A lo largo de quince capítulos, a excepción del último, transita la sensibilidad de Carlo Lee, un joven alocado, concertista de piano en el barrio de Malasaña (Madrid). En el desarrollo argumental el encuentro con una de las estatuas del Retiro tendrá su relevancia. Dentro del mismo, la música tiene una presencia tan destacada que devendrá en un símbolo, la sinécdoque del ser. Así, hablando del piano de su salón se lee: «Los dos somos la misma idea que antes, la misma materia. Hemos mutado lentísimamente dentro de nuestros universos mínimos». Una novela que nos invita a recorrer diferentes espacios del Madrid de los noventa con una atmósfera húmeda y opresiva, dominada por instintos. Y la lluvia será otro símbolo: lo vemos en el título, que, por cierto, aparece al final del penúltimo capítulo cuando Carlo entiende la salida: «Si abro esta puerta al fin, dejará de llover

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de una santa vez. Algo brillando debajo del agua. Y solo puedo hacer una cosa. Solo una». Y su enamoramiento o despedida suele venir precedida por ella: «La lluvia no existe, pero existió. La lluvia es como un viejo sueño». Brillando bajo el agua se nos aparece como una novela de suspense que se mantiene con la única voz narrativa del protagonista (él mismo se siente centro de todo), solitario («todo el mundo se olvida de mí»), bebedor (vodka, whisky o lo que sea), fumador («fumar me salva de los tiempos muertos»), que vive con la creencia de que el tiempo es cíclico («El día transcurre y dodo vuelve a ser lo mismo»), confuso y ensoñador, que, habiendo tomado malas decisiones, se ve inmerso en encuentros fugaces con distintas mujeres (Sonia, Tamara, Leonor, Irina…) hasta que se cruza con Dora «(o cómo se llame)» en torno a un local de rusos, La bañera. Conforme se acerca el final del libro, con una acción más loca, el personaje evidencia mayor su incertidumbre. Sobre la lluvia se proyecta el sonido de los clásicos (Bach, Tchaikovsky, Mozart, Bartók...). Oye en su cabeza el piano orquestal, en oposición al jazz (de su padre) y al rock (de su hermano), géneros calificados como «ruido endemoniado», al afirmar incluso: «si me hice músico, fue en efecto para eso, para huir del ruido». Igualmente su acervo cultural, que es una forma de recordar al padre como lo es el jazz (Bill Evans, Chet Baker…), es amplio en literatura (Virgilio y Catulo, entre otros), como demuestra recitándoselo a la taxista. En conclusión, a través de Carlo Lee, Ricardo Virtanen nos muestra un mundo tan vital como corrompido ya en los noventa. Con una prosa sencilla y clara, contribuye al ritmo acelerado del relato, que da rienda suelta a la entrada de rasgos coloquiales (expresiones malsonantes y frases hechas de época), junto a ciertos fragmentos líricos, preguntas retóricas, humor… Todo diseñado en pequeños fragmentos que dosifican tanto la tensión narrativa como los pensamientos del personaje volcados en reflexiones al lector.


Las primeras cosas Bruno Vieira Amaral (Traducción de Juan Ramón Santos) La Umbría y la Solana: Azuqueca de Henares, 2022 348 págs.

Memoria del suburbio Por Juan Ramón Santos Que no todo lo dantesco es infernal, que también puede contener parte del cielo, lo sabe de sobra el escritor portugués Bruno Vieira Amaral, que decidió dialogar con la Commedia al organizar el pequeño laberinto que es Las primeras cosas, su primera novela, por la que recibió en 2015 el prestigioso Premio José Saramago y que ha sido publicada recientemente por la editorial La Umbría y la Solana, que tanto y tan bien está haciendo estos últimos años por la divulgación de la literatura lusa en nuestro país. Su narrador, Bruno, nel mezzo del cammin di nostra vita, se ha quedado sin trabajo y sin su mujer, Sara, de la que se acaba de separar, y se ve obligado a volver a casa de su madre, en el lugar en el que vivió su infancia y su adolescencia, el Barrio Amélia, un barrio imaginario que podría ser cualquiera de los que rodean Lisboa, a los que fueron a parar primero miles de personas procedentes del interior, de la província, en el éxodo rural que Portugal —como España— vivió en los sesenta y los setenta, y luego, de golpe, muchos de los retornados, de los también miles de portugueses que se vieron obligados a regresar de forma precipitada a la metrópolis tras la abrupta descolonización que sucedió a la Revolución de los Claveles en 1974. Sintiéndose fracasado, el personaje entra en una honda depresión de la que comienza a salir gracias a un proyecto repentino, el de recuperar por escrito la memoria del barrio. Lo hará de la mano de un misterioso fotógrafo llamado, no por causalidad, Virgílio, con el que emprenderá una suerte de viaje a lo más profundo del recuerdo, en un recorrido enciclopédico por las vidas de personajes unas veces tiernos, otras dramáticos, otras esperpénticos, que es, en gran medida, un descenso a los infiernos, al infierno que fue la vida de mucha de esa gente, encerrada para siempre —a menudo en

contra de su voluntad o de sus sueños— en las difusas fronteras del suburbio, y a la que el autor parece redimir por medio de la literatura, como si la ficción, ese lugar en el que quedan proyectadas, fijadas para siempre sus sombras, fuese una forma exorcismo, pero también porque le sirve para descubrir que, después de todo, a pesar de sus muchas sombras, el lugar no dejaba de ser un pequeño paraíso, un paraíso precario y un tanto peculiar, pero un paraíso a fin de cuentas. Las primeras cosas, que podríamos encuadrar dentro de la autoficción, es un libro escrito con una enorme fuerza narrativa, con frecuentes hallazgos verbales y con un extraordinario dominio de los más diversos registros, desde la jerga que emplean los muchos personajes marginales, casi delincuentes, que pueblan la novela hasta la parodia que el autor hace, por ejemplo, del periodismo deportivo en la crónica de un partido de fútbol que lleva a cabo en el capítulo «El guardameta», o del lenguaje burocrático, administrativo, en la sarcástica narración de «La gran pintura de 1990». Un libro potente en el que, a través de numerosas biografías, pero también de la evocación de ambientes, sonidos, olores o de viejas marcas comerciales, un poco al modo de los je me souviens de Georges Perec, Bruno Vieira Amaral acaba por proyectar, con gran talento, su pasado y, con él, la extensa radiografía de un lugar y de un tiempo, la de los suburbios de la capital portuguesa y de unos años, también allí, turbulentos, los ochenta y parte de los noventa, un libro en definitiva estupendo para acercarse a la narrativa de este excelente escritor luso.

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Material de construcción

Eider Rodríguez Penguin Random House: Barcelona, 2023 208 págs.

Material de demolición Por Erasmo Rejón «Contar la propia experiencia con palabras que son de todos, he ahí un verdadero proyecto político.» Eider Rodríguez presenta una narración que pone palabras a lo que durante demasiado tiempo ha estado en silencio en la ZEN, enmarcada en lo que podríamos llamar Euskal Herria, año cero, parafraseando aquella película del año 48. Esa niña es Eider, y el espacio, Euskal Herria, mas no la Euskal Herria que se nos ha contado desde el estático/antiestético relato oficial, sino una Euskal Herria solo constatada hasta ahora con silencios. Estamos ante una narración de la intrahistoria, de la verdadera realidad en su incesante dinamismo, demoledora para la narradora pero también para el lector, que deberá esforzarse en dar sentido a una multiplicidad de saltos aparentemente caóticos entre estilos literarios y juegos del lenguaje/ruido/silencio que dan como resultado, empero, una materia narrativa muy bien meditada. Y es que en Euskal Herria ya no podemos normalizar durante más tiempo la invisibilidad intrahistórica, ya no podemos mantener el suelo ético actual, porque esta política de no ostentar de las mujeres de la obra está en un subterráneo/subterfugio. La poética de Eider Rodríguez del desastre/desengaño, del desarraigo/desencanto que contrarresta el auténtico sufrimiento que se entrecuela en verdaderos fotogramas, como en un documental, comunes a todos los vascos, no deja lugar dudas: en Euskal Herria empezamos a escribir nuestra propia literatura, re-volvemos el tema de España desde una nueva óptica marcadamente federalista. Una vez bajada la persiana del miedo al terrorismo, descubrimos que ha habido otros miedos/medios para articularlos, o como cantaba Laredo en una excelente traducción de Miguel Bosé: «Soy un

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pobre diablo y de mí nada sabréis, malgasté todas mis fuerzas en montones de promesas que eran burlas». La intrahistoria de la narradora, una vasca valiente, centrada en medio del desaguisado mental/social del entorno que la circunda/castra, que persigue obsesivamente una ataraxia taxativa en principio imposible de conseguir en tan hostiles circunstancias, descubre desde una voluntad férrea la vida y la muerte, y su solapamiento ambivalente, no a través de los bombazos a la casa del pueblo cercana a su «hogar», ni mediante el estado de sitio de las tanquetas de la policía en respuesta, sino a través de la figura de un padre alcohólico. La protagonista, una inteligencia que despunta en un ambiente que despinta, sin claudicar, va tomando conciencia mientras crece de la progresiva degeneración física/mental de un padre alcohólico al que no puede reconocer en su mirada equina. Traicionera suerte/ muerte, nacida en el infierno y crecida en el invierno. Desnudez/verosimilitud de la autora que no cae en el espectáculo que la rodea, lo que hace que el lector la escuche con honestidad: «Hay cosas que sólo llego a comprender a través de la escritura». Deconstrucción de la destrucción, personal y colectiva, en un ajuste de cuentas sensato. Dolor interno sin bilis. Hay que leer este diario, esta novela, este ensayo, esta epístola a un padre. Ante tragedia de vida, capacidad metabolizadora de lectoescritura. Sólido material de construcción humana para demoler las cuatro paredes del endeble edificio de realidades en el que estamos condenados a habitar. Padre que muere, Euskal Herria que nace. Duelo com-partido de toda una vida. Aceptación de la ambivalencia: querer con recelo, materiales conductores/aislantes. Contestación positiva: derribar estigma. Transformar decadencia en verdad/belleza. «Cemento, cal y arena.» Paces. Vergüenza (rabia replegada) como potencial transformador/revolucionario, como iluminador tránsito afectivo entre la derrota y la resistencia. «Seguros y perfumados como buenos ciudadanos, ahora nuestro único deber consiste en ser felices.»


Vengo de ese miedo

Miguel Ángel Oeste Tusquets: Barcelona, 2022 304 págs.

Un monstruo en tu habitación Por Jean Christophe García Vaquero Lavezzi En Vengo de ese miedo, Miguel Ángel Oeste se enfrenta a sus demonios familiares, imbuido de la autoridad moral que le confiere su estatuto de narrador y víctima, en un relato espeluznante dotado de una fuerza y lirismo que trascienden el propio horror para, así, convertirlo en un gran ejercicio literario. Vengo de ese miedo nombra la violencia infantil en el seno familiar, los abusos constantes a los que el autor fue sometido por su padre, consentidos por la madre. La violencia ejercida contra los niños es aún algo, por mucho que nos escandalice, normalizado en la sociedad. Cuando un padre o una madre pegan a su hijo en plena calle, la reacción es de mirar a otro lado y culpar al niño. Con esta actitud callamos nuestros propios abusos sufridos. Respetamos la autoridad de ese padre honrando la autoridad ejercida en nosotros de niños. Por todo ello, este libro remueve. El título confesional de la novela ya es revelador de su temática: el miedo que aún atenaza al autor por los abusos sufridos y la herencia podrida que intenta superar mediante la escritura. Oeste carga contra el padre desde su condición de hijo y a su vez de padre que no quiere transmitir a sus propias hijas el legado sufrido. Al leer la novela, resuenan las enseñanzas de la psicóloga infantil Alice Miller en sus libros sobre el abuso o maltrato en los niños y sus consecuencias en adultos rotos. Miguel Ángel Oeste no esconde sus referencias y cita a Delphine de Vigan y su libro Nada se opone a la noche. Pero Oeste no guarda la distancia con los hechos que De Vigan destila en sus páginas. Para Oeste es imposible; relata los terribles abusos sufridos con rencor en un estilo duro, crudo y, a la par, logra unas altas cuotas de poesía en metáforas y comparaciones que vapulean al lector. Es imposible no empatizar con aquel niño, y luego joven, aterrado. Podemos sentir los

golpes, las vejaciones y, por supuesto, podemos llorar al leer. El autor no parece guardarse nada. Por ello mismo, a veces es tal la fuerza de las emociones y sensaciones transmitidas que sobrepasan a la voluntad de estilo del autor. El padre representa un mal tan absoluto como aleatorio en su conducta. El retrato del padre resulta la antítesis del que podemos encontrar en La carretera de McCarthy. Es un padre más cercano al descrito en la Carta al padre de Kafka o similar al que encontramos en la terrorífica Da igual de St. Aubyn. No hay búsqueda de un perdón, aunque sí de comprensión. Oeste no se queda solo en la narración de su vida; narra la juventud de sus padres para intentar entender de dónde viene. Bajo estas páginas hay una cierta crónica de la transición, de la toma de unas libertades, mal asumidas y gestionadas. Ante la normalización de la violencia infantil, Oeste hace una labor de búsqueda y se interesa por cómo veían los amigos o familiares cercanos a su propia familia desde fuera. Algunos testimonios sorprenden. En estas páginas hay una loa a esas abuelas que recogen los destrozos provocados por los hijos maltratadores. Aunque con referencias escuetas, Oeste describe la importancia del cine, el surf, la literatura y los cómics como botes salvavidas de su realidad tan inconcebible. Pero esta novela es algo más que una durísima autobiografía. Oeste también recrea el propio proceso de escritura de la novela, que otorga a la misma un prisma metaliterario, desnudando sus dudas y las enormes dificultades que plantea narrar lo vivido cuando cualquier ficción sórdida, en este caso, no alcanza la realidad descrita. En este sentido, cuando el libro llega a su clímax, el autor encuentra algunas dificultades para cerrarlo. Tiene sentido, la herida sigue abierta. Leer este libro es un acto mayor de empatía y también de catarsis. Les recordará episodios desagradables de su niñez, olvidados u obviados, que hay que limpiar a pesar de que no hayan sufrido la terrible infancia del autor. Ese es uno de los grandes poderes de la verdadera literatura.

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Las perfecciones

Vincenzo Latronico (Traducción de Carmen García-Beamud) Anagrama: Barcelona, 2023 168 págs.

Los pasos y las huellas Por Jorge Canals Piñas Si bien la novela es proclive a las secuelas (algunas tan chuscas como la continuación de La Regenta que en su día intentó Ramón Tamames), se diría que dicho género es, en cambio, refractario a la estrategia del remake con el que acometer la reescritura de obras que se juzga necesario ajustar al advenimiento de nuevos tiempos y nuevos contextos. De modo que ya de entrada la última obra de Vincenzo Latronico, que recién ha aterrizado en las librerías españolas al año escaso de que se publicara su edición original en Italia, se erige como texto con personalidad muy propia. Las perfecciones supone un sugestivo experimento narrativo en el que paso a paso el escritor romano sigue, con milimétrica precisión, el dechado de Les choses (1965) de Georges Perec. Parte, para ello, de los modelos de Jérôme y Sylvie para insuflar autonomía a Tom y Anna, que se erigen así en paradigma de los nómadas digitales del siglo XXI bajo el signo del cosmopolitismo. Esta pareja protagonista de jóvenes web designers, que dejó Italia para echar raíces en Berlín, pasará en el curso de sus peripecias narrativas por Lisboa, Sicilia y una indefinida localidad costera final, a la manera de avatares que van dejando tras de sí huellas efímeras. Siguiendo el patrón de Perec, incorpora Latronico a su texto vistosos motivos formales. Como son la estructuración del texto en cuatro partes, cada una de las cuales pivota respectivamente en torno a un tiempo verbal; o también la carencia de diálogos en un texto narrativo que, con mirada casi cinematográfica, busca aproximarse al género ensayístico. Pero son solo coincidencias superficiales, pues Las perfecciones enfrenta al lector a interrogantes de muy distinto cariz: allí donde Les choses tejía y destejía una trama en la que los protagonistas se resistían a una asimilación alienante impuesta por un orden burgués ante el que terminarían

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claudicando, para los actores de Latronico el sistema va ya incluido en el lote existencial y no genera oposición, ni el más mínimo replanteamiento crítico. Aunque del relato de las peripecias de sus personajes se desprende un verosímil retrato robot de esos millennials que contemplan con distanciamiento las mallas metropolitanas que les dan cobijo fugaz, no cabe reducir la obra a una mera caricatura generacional. Tom y Anna encarnan a expatriados de identidad problematizada a los que el manejo cotidiano de la virtualidad como herramienta de trabajo y de ocio (a lo que se agrega el consumo ocasional de drogas sintéticas), les enajena de la realidad cruda y amarga con la que apenas consiguen ya interaccionar. Como si de un espejismo se tratara, el mundo pasa ante ellos y terminan sucumbiendo a la impotencia del individuo incapacitado para afrontar, con los debidos pertrechos existenciales, la lucha encarnizada por la vida. Al respecto, uno de los capítulos clave de la novela hace que aflore este conflicto a la superficie. El inicial entusiasmo que los había llevado a sumarse a la campaña con la que brindar acogida solidaria a la oleada de inmigrantes que en 2015 se abatió sobre las fronteras de Alemania termina por poner al descubierto su irrelevancia frente a las grandes crisis de nuestra era. Inermes y abatidos, Tom y Anna se limitarán entonces a contemplar a los miles de prófugos de heterogéneas razas, lenguas y religiones que viven hacinados en los hangares que permanecen aún en pie en el recinto del desmantelado aeropuerto de Tempelhof. Sin capacidad para la acción. Como Quijotes bajo el influjo de un sortilegio que les incapacita para afrontar los retos de mayor trascendencia. La singular obra de Vincenzo Latronico constituye, en definitiva, una metáfora perspicaz con la que interpretar nuestra época, tan marcada por la frustración y la felicidad ilusoria.


No estoy acostumbrada a la esperanza Everilda Ferriols Shangrila Ediciones, 2023 172 págs.

Domesticar el aire Por Pepe Cervera «El trabajo que quería hacer, más parecido en mi visión a arrebatarle algo al aire que a construir historias.» Aunque la cita que antecede pertenece a Alice Munro, quiero pensar que a ese mismo propósito aspira Eve Ferriols con el libro que ahora comento; sí, tengo la impresión de que idéntica búsqueda la movió a escribirlo. En el primero de los cuentos, de una belleza sobrecogedora —y duro, también muy duro—, me ha parecido intuir una declaración de intenciones. En esas dos páginas está el libro entero. Está el personaje y están, bien visibles, sus cicatrices; alguien que lo ha sacrificado todo y a cambio ha recibido demasiados palos; alguien que todavía se empeña en resistir, que empieza a vislumbrar quién le causó tan profunda herida; alguien que recurre a la urgencia y la convierte en rutina —ese lugar y tiempo en el que buscan refugio los solitarios, «bendita prisa», nos dice más adelante— para engañar al aburrimiento. Se me ocurre una palabra para describir este libro, una sola palabra que lo sintetiza: dolor. «Sentada en una incómoda silla, pensaba en las palabras fundamentales de su vida. Dolor, pensó, dolor era una palabra esencial.» Esto lo dejó escrito el portugués Gonçalo M. Tavares; también le va como anillo al dedo a No estoy acostumbrada a la esperanza. Una de las mujeres que se mueven por estas páginas nos cuenta que no tiene espejos en casa. Es razonable. La entiendo. Los espejos no respiran, carecen de alma y de sentimientos. Los espejos mienten —el engaño está en su naturaleza, también el fingimiento y la hipocresía, no

es real la imagen que se refleja en ellos—, se limitan a la superficie, a lo que nos envuelve, y a Eve Ferriols le atrae lo que nos va por dentro; le importa el temblor, lo que vibra. Eve nos habla del latido. Los argumentos que plantea son tímidos, como si no se atrevieran a asomar a la superficie. El aire basta, para qué más. Solo aire. Fogonazos con los que, en un momento u otro, seguro, cualquiera de nosotros nos hemos visto deslumbrados. Se me ocurre otra palabra: desaliento. Y otra: cansancio. Y qué me dices de esta: resignación. «Me gusta refugiarme en sitios en penumbra», afirma otra de las mujeres de este libro que prefiere situarse fuera de foco, mirar desde la sombra a los demás. Justo ahí imagino a Eve mientras escribe, balanceándose al ritmo suave de sus palabras, siguiendo la cadencia de la madera que cruje sobre el mármol y el roce de las viejas cuerdas que trenzan el asiento de una mecedora. Soledad. Soledad es otra palabra con la que tropiezo. Y aflicción. Y una más: espera… Pero esperar qué, esperar a quién. Arrebatarle algo al aire. De eso se trata. Contar lo que no se ve, lo que no se puede tocar. Hablar de sensaciones, de sentimientos, de formas de estar, formas de vivir. Este es un libro de atmósfera, de entorno, de largos paseos por las calles de una ciudad vacía un domingo por la tarde. Son cuentos que se leen con la misma facilidad con que se respira. Aire. Ahí es nada. ¿Cómo domesticar el aire? ¿Cómo darle forma? ¿Cómo una persona es capaz de coger el dolor, el desaliento, la soledad y la resignación y construir algo hermoso? ¿Cómo demonios se consigue eso? Quién sabe. Ese es uno de los misterios de la literatura. Si yo poseyera la respuesta, si dominara el conocimiento, si tuviera acceso a ese secreto, ahora mismo me sentaría a escribir un libro, os lo aseguro, este libro, por ejemplo.

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Lejos. Historias de gente que se va Santiago Roncagliolo Alfaguara: Madrid, 2022 244 págs.

Todos somos extranjeros Por Ale Oseguera En un artículo de 2007 titulado «Los que son de aquí: literatura e inmigración en la España del siglo XXI», Santiago Roncagliolo afirma que hay únicamente una novela escrita en español que trate el tema de la inmigración hispanoamericana: Una tarde con campanas (2004), del venezolano Juan Carlos Méndez Guédez. Si bien ya existían, a principios de siglo, textos sobre la inmigración, todos eran de autoría española y, según Kunz, tenían una baja calidad literaria, un punto de vista hispanocentrista y reproducían los estereotipos difundidos en los medios. Desde 2007 se han escrito y publicado textos en los que autores inmigrantes dejan constancia, desde la ficción, de la condición migrante. Por ejemplo, La invasión del pueblo del espíritu (2020) de J. P. Villalobos o Salsa (2018) de C. Obligado. Roncagliolo, por su parte, ya había tratado el tema del desarraigo, la emigración y el retorno en Y líbranos del mal (2021). Sin embargo, en Lejos (2022) estos temas son motivo e hilo conductor. En este libro, el autor de origen peruano nos entrega doce relatos en los que la memoria, madurez y la experiencia de lo desconocido se enmarcan en el contexto de la distancia. Casi todos los personajes están fuera de sus lugares de origen, la mayoría son peruanos y una gran mayoría vive en Madrid. El autor plantea los choques culturales entre la sociedad española y la peruana (las anécdotas policiales en «A la cama con Tony» son hilarantes), o las numerosas desventajas de ser blanco y peruano (en un gran ejercicio de poscolonialidad, Roncagliolo plantea el problema de la etnia y los estereotipos en «Sólo me dices que me quieres cuando estás borracho»). Sin embargo, los personajes no se encuentran únicamente lejos en el sentido geográfico. En «Hombre al agua», por ejemplo, la pareja protagonista no pueden encontrarse más lejos el uno del otro a pesar

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de que acaban de casarse. O los personajes de «Barras y estrellas», dos jóvenes que idealizan Estados Unidos al grado de alejarse de los juegos en la calle con los chicos del barrio. La distancia en Roncagliolo es física, se mide en kilómetros; pero también se cuenta en años, elecciones, piel. La voz narrativa ofrece intimidad y tintes de confesión. Roncagliolo narra las vidas y desencuentros de sus personajes como el amigo que te cuenta sus desventuras en la barra de un bar. En este sentido, Roncagliolo apuesta por el humor propio. Tal vez porque en medio de la precariedad (laboral, social o amorosa) sólo queda el abrazo. Y avanzar. Roncagliolo cuenta «historias de gente que se va», así se especifica en la portada. Es interesante la decisión de referirse a «gente que se va» y no a inmigrantes o emigrantes. Marketing aparte, creo que así se expresa la universalidad del desarraigo y la nostalgia por el hogar no encontrado. Al fin y al cabo, todos hemos sentido la necesidad de encontrar un lugar propio. Lejos narra la condición extranjera desde su esencia, las emociones, y no desde los símbolos políticos dados a una geografía. Así, el autor parece apelar a lo mismo que Julia Kristeva en Extranjeros para nosotros mismos (1991): encontrarnos en la extranjeridad. Escribe Kristeva: «… es a partir del momento en que el ciudadano-individuo deja de considerarse unido y gloriso y descubre sus incoherencias y sus abismos —sus “extranjerías”, en suma—, cuando la cuestión se plantea de nuevo: fin de la acogida del extranjero en el interior de un sistema que lo anula para dar paso a la cohabitación de los extranjeros que todos reconocemos ser».


Cuentos escogidos Virginia Woolf (Traducción de Amelia Pérez de Villar) Firmamento: Cádiz, 2022 264 págs.

Ideas que son casi sentimientos Por José de María Romero Barea Con estructural empeño se abren espacios para albergar disquisiciones y peripecias, «voces sin palabras», leemos en «Kew Gardens», «que rompen el silencio de repente llenas de un hondo contento, de un deseo apasionado». Sencilla la forma de proceder de la creadora; apenas te das cuenta de lo que está sucediendo hasta que te golpea: «De las profundidades de marfil suben las palabras ya despojadas de su negrura, florecen y penetran. Se ha caído el libro» («Objetos materiales»). Se alternan las claridades de la percepción con las oscuridades del concepto en las rutinas de estos Cuentos escogidos (selección y prólogo de Menchu Gutiérrez). La escritora Virginia Woolf (Londres, 1882-Lewes, Sussex, 1941) nos permite escuchar, mientras intenta dar sentido a los distintos timbres que se encuentran en la caja de resonancia de la página, donde las tensiones se abren paso en esta selección que nos arroja al interior de nosotros mismos: «¿Y la verdad?», concluye «Objetos materiales»: «¿Hay que conformarse con lo que tenemos más cerca?». Cada uno de estos apólogos está completo en sí mismo. Retiros espirituales invitan a la autorreflexión mediante la translúcida prosa de la escritora británica, llena de «estrépito y estruendo. Apoyo firme. Cimientos sólidos. Desfile de miríadas. Caos y confusión que recorren la tierra» («La casa embrujada»). Mucho tiene que mostrarnos la creadora protofeminista sobre esos pasados que ​​ siguen regresando a unas vidas que continúan, estemos pendientes de ellas o no. Desafiantemente antilineal es la narrativa de la novelista de La señora Dalloway (1925), Al faro (1927) u Orlando: una biografía (1928), filtrada a través de la observadora voz que oye «ideas que ascienden burbujeando hasta el cerebro de uno. Ideas que son casi sentimientos, pues tienen esa misma cualidad emocional.

Es imposible analizarlas, decir si son felices o infelices, alegres o tristes» («Una sencilla melodía»). Las intimidades desean permanecer ocultas en estos monólogos secuencia, que leemos abriéndonos paso entre pistas perdidas, conexiones sutiles, bromas internas. El libro de la ensayista de Una habitación propia (1929) se centra en personas públicas que tienen que aislarse para encontrar noticias de sí mismas, haciéndonos eco de «la voz de lo efímero y perecedero, que iba y venía como un suspiro humano, mientras en el espejo las cosas habían dejado de respirar, y permanecían inmóviles, en el trance de la inmortalidad» («Reflejo de señora en un espejo»). Lo que se nos cuenta es una confesión inmisericorde, una parábola tensa, una viñeta con la calidad de una xilografía ineludible en su simplicidad, fiel a los contornos nítidos de sus discretos encuentros. Sin complacencia, se apunta de forma oblicua a una ficción que se convierte en un acto de testimonio ritual mientras se reflexiona sobre terribles historias, peligrosos presentes, hasta que «una imagen de felicidad […] logra aplastarlo todo y silenciarlo, anulándolo, hasta que deja de existir» («Tres imágenes»). Los argumentos van y vienen de la cronología del recuento, dan vueltas, vuelven para alejarse de los acontecimientos: «La mujer [protagonista] cae en un trance parecido al sueño», sostiene la escritora Menchu Gutiérrez (Madrid, 1957) en la introducción, «o se aleja de la escena». Los progresos de la cronista anglosajona, representante del modernismo del siglo XX, presuponen cosas no vistas, no dichas u olvidadas. Lentamente, el conocimiento de la situación se abre paso. Las ráfagas de perspicacia repentina se vierten en una comprensión más amplia de incidentes que apenas recordamos: «La enfermedad le ofrece una visión más amplia de la realidad», concluye la traductora de J. Austen, Joseph Brodsky o W. H. Auden, entre otros autores, «agranda el espectro de sus emociones y le ayuda a entender el padecimiento y la duda ajena».

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Las rutas de la música clásica. Guía para melómanos viajeros

David Puertas Esteve Ma non troppo: Barcelona, 2022 246 págs.

Viajar la música Por Albert Ferrer Flamarich Después de algunas incursiones francamente decepcionantes, como Otra historia de la ópera de Fernando Sáez Aldana, el sello barcelonés Redbook ha acertado con su última novedad bibliográfica. En esta ocasión, la aportación del profesor, divulgador y musicólogo David Puertas Esteve (Barcelona, 1969) presenta un itinerario por diversas ciudades repartidas en catorce capítulos que repasan algunos de sus vínculos y hechos musicales particulares. Todas son europeas, excepto Nueva York y Buenos Aires. De este modo el autor entreteje una guía centrada en el vector geográfico con los principales sucesos, personajes y obras vinculadas a estos lugares. Hasta cierto punto, elabora una historia de la música sui generis a partir de aspectos secundarios, tangenciales y pinceladas sobre cuestiones sociales, históricas y económicas, ya que ilustra todos los periodos de los últimos siglos; así como salas de concierto, teatros, inventos o el resto de las disciplinas artísticas en una mezcla llena de anécdotas, curiosidades y hechos puntualmente sazonadas con ingenio o la actualidad no musical, como la de los tifosi de La Scala (pág. 104). En los detalles concretos, por ejemplo, se agradecen los incisos sobre la música en Barcelona con referencias a Joan Manén, el Palau Güell y el órgano de Gaudí, la estancia de Schöenberg y una sardana de Gerhard; y particularmente, una mención al Contrapunctum Lucis (2012) de Xavier Pagès-Corella, uno de los grandes compositores catalanes de nuestro presente. Y también a compositores poco frecuentes en propuestas editoriales de este calibre, como Stradella, Brunetti, Marín y Soler. El gancho principal de estas rutas recae en un planteamiento creativo y en un sano espíritu sintético, a partir de pequeñas historietas, presentadas en epígrafes y subdivididas en apartados de perfil pseudoperiodístico, que funcionan por la experiencia y amplios co-

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nocimientos que destilan. No solo lo hacen desde una sólida formación cultural y humanista, sino también rezumando aquella pasión de quien se sabe reinventar y hallar las dosis de amenidad, imprevisibilidad y variedad; sin banalizarse y sirviéndose de una redacción llana, expositiva y alejada de giros retóricos o incursiones pedantes. En este sentido, Puertas Esteve sigue uno de los modelos que han modernizado la fisonomía de este tipo de publicaciones de consumo durante la última década, reconvirtiendo el modelo comercial y divulgativo «para dummies» durante los últimos años. Y es cierto que, en general, no aporta nada que no se haya escrito antes —incluso en el estilo de la distribución temática—, pero condensa suficientemente muchos focos temáticos que lo convierten en una herramienta productiva que ofrece una lectura entretenida para melómanos y para el público en general. Resumiendo, se trata de uno de aquellos «libros de quiosco» tanto del gusto de Ma non troppo, en el cual el amplísimo bagaje de erudición que aporta el autor sabe equiparse con atuendos de accesibilidad disimulando la esencia. Además, el considerable número de audiciones enlazadas en códigos QR —también indexadas en un listado final— suponen un estímulo que redondea la utilidad, a pesar de la lamentable maquetación y diseño gráfico: una caja de texto demasiado grande, con poco margen respecto a los límites de la página, rebaja el atractivo visual que aportan las viñetas de información complementaria y las ilustraciones. Una de ellas, por cierto, equivocada, ya que la foto de la página 16 no corresponde a Johann Strauss hijo, sino al padre. Peccata minuta: el único reproche significativo es que un libro como este no se haya editado (también) en catalán.


En memoria de la memoria

María Stepánova (Traducción de Jorge Ferrer Díaz) Acantilado: Barcelona, 2022 512 págs.

Imposibilidad de la memoria Por Anna Rossell Inteligente, curioso y extraordinario este ensayo de la escritora, poeta, ensayista y periodista María Stepánova (*Moscú, 1972), que ostenta un lugar destacado en la literatura rusa de su generación. Es innegable que el texto que nos ocupa versa sobre la memoria; su título lo anuncia por partida doble. Pero memoria de la memoria también advierte que la reflexión sobre el tema tiene sus repliegues. Y no solo por lo que ya sabemos: aquello de que los recuerdos personales son selectivos y por tanto interesados, sino también por otras mil razones. Lo que su autora nos transmite es, de hecho, la imposibilidad de la memoria. Y lo hace de originalísima manera: no escribe directamente sobre los mecanismos de la memoria, sino que, escribiendo sobre infinidad diversa de temas, viene a demostrarlo. Stepánova declara que intenta «… reunir aquí diversos esquemas y variantes de operar con el pasado», un pasado que según afirma está sujeto a «negociaciones» El punto de partida es la tarea a la que se enfrenta Stepánova, quien a sus poco más de cuarenta años, a la muerte de su tía, se ve confrontada con los recuerdos que la casa de su pariente encierra (fotos, diarios, otros documentos y objetos varios…) que pueden servir a la escritora para reconstruir el puzle de la historia personal y familiar judía. Sin embargo el camino de investigación que emprende se ve truncado por mil y una razones caprichosas: porque faltan eslabones, por lo que no se dice o no se sabe, por omisión, porque en la familia hay versiones diferentes de los mismos personajes, porque no se encuentra en internet información veraz, porque en los centros de documentación consultados se han omitido datos interesadamente en ciertas épocas históricas, por la «injusticia contenida en la propia idea de una selección, la separación de la población humana en diferentes ejemplares agrupados en

dos categorías: los individuos interesantes y los carentes de interés, los que son aptos para el relato y los que solo merecen el olvido», o porque nuestra imaginación saca conclusiones precipitadas a partir de escasos trazos. Y no es que Stepánova no alcance en cierto modo su propósito; la autora consuma con éxito buena parte de sus pesquisas: no solo transmite las adversidades de su linaje judío personal, sino las del antijudaísmo europeo y la persecución de los judíos en general desde el siglo XIX. Sin embargo la argamasa de este libro no se agota en la (re)construcción de la saga familiar; en el transcurso de la escritura la memoria se distrae y va saltando a otros asuntos de lo más diverso: reflexiones sobre el selfie y sus consecuencias, el Google Maps, consideraciones sobre la Biblia y los textos sagrados judíos, visitas a museos y evocaciones variopintas, la trayectoria de personajes de la cultura universal, pintores, escritores, poetas, dramaturgos, interpretaciones distintas y hasta contrarias de las fotografías de Francesca Woodman o del retablo Singspiel de Charlotte Salomon… El texto está repleto de erudición y de observaciones interesantes que, en último término y sin mencionarlo directamente, vienen a demostrar por sí mismas las sutiles e infinitas veleidades a las que está sometida la memoria, lo que trasciende y permanece para la posteridad y lo que queda enterrado en el olvido. Así se producen saltos en cascada: Chéjov, Sebald, Nabokov, Joseph Cornell, Ósip Mandelshtam, Rimbaud, William Lorenzo Carter, Hans Christian Andersen, Orhan Pamuk, Salinger, Dalí o Joyce, por mencionar solo a unos pocos. Y en su modo de diseñar la arquitectura de su texto subyace la intención de (de)mostrar que están los hechos pero también sus contrarios: así escribe los capítulos contra los no capítulos, los por un lado versus por el otro lado (los anversos y los reversos), dibujando el frágil basamento en el que se sustenta la memoria. En definitiva, el libro no tiene desperdicio.

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El ambigú

Falla la noche

Noni Benegas Bartleby: Madrid, 2022 76 págs.

El desvelo Por Alberto García-Teresa Fruto de una noche de insomnio es este poemario. La bonaerense afincada en Madrid Noni Benegas ha transcrito en estas páginas los versos que se le iban cruzando mientras intentaba conciliar el sueño, en una larga duermevela, en la propia cama. Sin poner trabas a ese registro de escritura automática, los poemas que componen Falla la noche laten con especial intensidad si los ubicamos y los recibimos en ese doblez de la noche. Imágenes oníricas y un ritmo muy singular marcan estos textos. La potencia imaginativa se articula fluidamente, aunque sin repetir una mera estructura de enumeración de imágenes. En ese río de conciencia, surge también el pensamiento crítico y un posicionamiento antagonista. Su denuncia tiene que ver, especialmente, con el desvelamiento de aspectos de la realidad que la problematizan, que la ponen en cuestión y que, finalmente, al ser hechos públicos, terminan por excluir (represión política, presión social, ostracismo cultural…): «Lo que puedo decir y no digo, / porque el decir no me atañe, // lo que puedo decir… y no me sale / porque salir me expulsa». Resulta llamativo como, en muchas de las piezas, el yo se observa desde fuera. Ese elemento refuerza el aspecto visual de los versos, pues no se posicionan en la subjetividad, sino en la contemplación objetivista. La percepción del temblor también es recurrente. Por un lado, apela a un estado de conciencia más permeable a lo innombrable, a cierta dimensión trascendente del conocimiento. Por otro, a una sensibilidad especial a lo que percibe el propio cuerpo, y que transcribe en forma de escenas de movimiento o en alusión a verbos que aluden a transformaciones (propias o en el espacio). El ejercicio de la escritura o esa misma transcripción constituye el tema de algunos de los poemas. Entonces, darse cuenta del recorrido que está realizando

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en ese momento tan singular le lleva a una revelación (consoladora, por otra parte): «Así, de frase en frase, / haber dicho por ímpetu / lo imposible de transmitir». En última instancia, la agudeza en la percepción le lleva a las puertas de un estado de trance mediante el cual inicia un proceso de indagación cognitiva y filosófica. En esa duermevela, mientras se caen barreras racionales y autocontrol, la relación entre objetos y discursos cobra un nuevo sentido. Es esa distensión de la lógica la que, en gran parte, otorga potencia y trascendencia a estas piezas, seguramente dentro de los movimientos indagatorios planteados por el surrealismo: «Lo que está debajo del discurso» es su centro, no en vano. Explícitamente, la autora alude a lo subterráneo como fuente de verdad o misterio que aspira a descubrir y a la tarea de perforar, igualmente, como medio para acceder a ello (esto es, ejerciendo una fuerza, incluso una violencia que rompa lo superficial). En ese sentido, este proceso de escritura consigue que surja lo inefable con mayor claridad, o quizá en mejores condiciones para su recepción, pues la mirada está limpia de prejuicios y expectativas. Benegas se acerca a ello sin tratar de aprehenderlo, sino solo de comunicar su presencia y las sensaciones que le genera su proximidad. La poeta reconoce ese plano especial de percepción y disfruta placenteramente de ello. Con la comunicación de ese goce, se abre en el lector una ventana de anhelo, una proyección que termina por convertir este texto, esa propia experiencia de insomnio revelador, también en un acto de deseo. Finalmente, cierra el volumen un largo poema donde la mirada se conduce a la introspección, y que explora las consecuencias de haber interiorizado ese sentimiento de culpa que bebe de la educación católica y del patriarcado a partes iguales. En esos versos, la dirección discursiva parece más orientada, aunque contiene pasajes verdaderamente potentes y dialogan varios planos textuales de manera brillante.


La mujer y el vampiro

Luis Alberto de Cuenca Ilustraciones de Manuel Alcorlo Reino de Cordelia: Madrid, 2023 64 págs.

El deseo y la melancolía Por José Abad Al principio no fue la palabra, no esta vez; al principio fue la imagen. Lo reconoce el propio Luis Alberto de Cuenca en la nota preliminar a La mujer y el vampiro: todo empezó cuando el editor Jesús Egido le pasó un cuaderno con dibujos de Manuel Alcorlo —pintor, académico de Bellas Artes, grabador, ilustrador, etc.—; aquellas imágenes de mujeres abandonadas a su propia desnudez ejercieron una fuerte atracción en él, que escribió una serie de apuntes poéticos inspirados en ellas. El libro resultante, editado en el año 2010 y hoy felizmente recuperado, deviene un sugerente juego de espejos en el que la poesía se mira en el dibujo y el dibujo en la poesía. Los versos giran en torno a las dos figuras del título: la mujer —reina absoluta de los dibujos de Manuel Alcorlo— y el vampiro, que Luis Alberto de Cuenca no duda en presentar como un alter ego. A partir de ellos, este poemario, publicado en formato apaisado para singularizarlo aún más, consigna en sus páginas la fórmula mágica que ha de invocar las fuerzas del deseo; unas fuerzas que se presentan con unos modos tan exquisitos como contundentes ya desde la primera composición: «Estas palabras fueron para ti. / Las disfracé de lluvia y paraíso. / Vuelven hoy de la tumba, como Drácula, / para engarzar heridas en tu cuello / y sembrar de rubíes tu blancura». El conde transilvano es un viejo conocido de Luis Alberto de Cuenca. José Gutiérrez, que se ha encargado de esta edición, señala en el prólogo: «El vampiro aparece por primera vez en su obra en el poema “Rumbo a Londres, el conde Drácula resucita un pasado sentimental”, de su libro Scholia (1978)». En esta preciosa pieza, Drácula se nos presentaba «lejos de Transilvania, de los ojos / tan suaves, del cabello, de las manos / que tanto amé y se han ido para siempre». Un Don Juan de ultratumba, no una alimaña. Desde entonces, la sombra

de estos hijos de las sombras se alarga y entrevé en numerosos versos del autor (y no solo en versos), como un radical epítome del deseo y la melancolía. La voluntad narrativa que singulariza el quehacer poético luisalbertiano también hace acto de presencia en La mujer y el vampiro, quizás con más motivo que nunca, pues en estos apuntes poéticos hay una historia de amor cifrada, una historia ya extinta, que ha ido quedándose irremisiblemente atrás. La mujer tiene un nombre, aunque no lo conozcamos, y el recuerdo no muerto de aquel amor es la sangre que alimenta al vampiro: «Vivo en el pozo de un silencio íntimo, / soñando con el sueño de tu sombra», leemos en el segundo epigrama del libro. La imposibilidad de prolongar esta historia provoca en el amante (en el poeta, el vampiro) una profunda desazón: «en la corteza / de ese árbol, intento escribir siempre / y una mano invisible escribe nunca». Esta desazón conlleva una sutil melancolía, que no debiera confundirse con el desapego o la resignación, sino con la añoranza de lo que pudo ser y no fue; esta melancolía no se percibe en los dibujos de Manuel Alcorlo, pero es una corriente subterránea en la poesía luisalbertiana. El happy end no ha lugar: «Estas palabras fueron para ti. / Las pensé para ti, que eres el reino / donde hubiesen querido vivir siempre. / Ya no existen. Ya he vuelto a amortajarlas», sentencia el último epigrama. Para describir la poesía de Luis Alberto de Cuenca, el también poeta José Gutiérrez se sirve de un verso de Rubén Darío —«sentimental, sensible, sensitiva»— y añade a la tríada un cuarto elemento ineludible, incontestable —el adjetivo sensual—, que resume bien la atmósfera del libro.

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El ambigú

No es a mí a quien lees

Adriana Hoyos Huerga & Fierro: Madrid, 2022 110 págs.

El arte de la fuga Por Noni Benegas Ya desde el título, No es a mí a quien lees, el libro de Adriana Hoyos habla de alguien en fuga, en cambio permanente: «No es a mí a quien lees… sino a la que fui, o tal vez seré», parece decirnos. Sacude e inquieta y empuja a averiguar más de esta persona lírica que se desdobla y escapa. Dibuja a una mujer partida por el rayo: el rayo del «transtierro». Abierta en canal y tironeada entre dos orillas. Riberas de universos simbólicos nutridos por vivencias infantiles, evocadas en las cadencias y acentos de una misma lengua que es a la vez otra. «Otros mundos», decía Paul Éluard, «que sin embargo están en éste». Pautado en cinco partes, el libro es una suerte de ascesis que comienza con un no saber sabiendo, que diría Juan de la Cruz, apoyado en una respiración que apunta al canto, y cristaliza en música. A tientas, los tonos modulan un sujeto lírico en fuga, que en su huida alza una topografía personal del no-lugar en que se halla ya desde el primer apartado: «Geografías del desasosiego». El epígrafe, tomado de la novela Lenz de George Büchner —«narraba y recitaba poesía con la peor de las angustias hasta volver en sí»—, nombra a quien para reconocerse recurre, gracias a un poderoso instinto de supervivencia, a las cosas sencillas mediante el poema. De ese modo, la composición inaugural del libro habla de «esa que canta hacia adentro y ausculta los sonidos… pregunta, cree, descifra y se levanta desde la gracia de su linaje». En el siguiente poema entra la música que aclara la tarde y en ese comenzar a cantar «defiende lo sentido en el borde de las palabras». Lo limítrofe, pues, lo que linda con las fronteras entre carne y sueño. La voz afila como Lenz las percepciones, tal como los músicos en el foso de la orquesta afinan sus instrumentos.

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Toda esa primera parte pinta el desasosiego de la voz que se agita como llama al viento con el temor de apagarse y no volver a arder. Las atmósferas se suceden desde la infancia a la madurez. Cortejan los espejos y las desapariciones. Pero también, está atenta y es muy consciente de un novísimo tipo de enajenación provocada por las actuales tecnologías, que nos hacen dependientes de sus efectos especiales, como si de otras drogas de diseño se tratase. La segunda parte, titulada «Otras voces», habla desde otras almas en las cuales la persona lírica se instala momentáneamente a través del amor. Hay algo sagrado en esa operación en la que el desasosiego se trastoca en un dueto amoroso y un zambullirse en busca de armonía. La tercera parte, «Escenas de familia», es una galería de espejos constitutivos. Más allá del retrato visible, son recuperaciones oídas: «esta música nos lleva a habitar un mar hondo», comienza el poema al padre. «Un mar hondo como la eternidad», continúa con palabras del tío oculista, que espera hallarlo en la indagación del ojo, pero acaba «vislumbrando, como un eremita, lo efímero en la retina». Y tras esa recreación auditiva llega la cuarta parte, «Anuencia de las imágenes». Aquí se busca, como consigna el epígrafe del pintor Magritte, «lo que está escondido detrás de lo que vemos y hacer visible el pensamiento». Los títulos responden a cuadros conocidos o nombran a artistas: Magritte, Dalí, Millet, Hooper, Modigliani, Hammershøi. Hay en este apartado un «arte de la écfrasis» llevado a su esplendor. La quinta parte, «Parábola del Zigurat», alude a la torre de Babel y es un ambicioso y muy logrado poema largo escrito en las varias lenguas que imprimieron sentido a la autora desde niña. Lenguas que declinaron sus emociones a lo largo de su vida y que no pueden ser evocadas sino con esos vocablos, y su peculiar entonación y ritmo. Por último, «Zigurat» es una hermosa pieza musical que recoge ese caudal y lo vierte para voz de contralto, violín y arpa céltica, escrita por Leonardo Hoyos, hermano de la autora, y cuya notación musical se transcribe en el final del libro.


De magos y mineros (Una historia de Plutón) Mateo Rello Libros de Aldarán: Barcelona, 2022 96 págs.

Crónica lírica del inframundo Por Manuel Rico En toda sociedad hay una trastienda. Es el reverso y vive en los márgenes. Manuel Vázquez Montalbán, en su poemario Praga, escribió: «os pedí prestados aire y agua / en barrios que os sobraban». Definía así una suerte de ciudad complementaria, la de los barrios que les «sobran» a los sectores privilegiados. En 1954, Rafael Morales publicó un libro muy especial, titulado Canción sobre el asfalto. El cubo de la basura, los zapatos viejos, el suburbio, los traperos y barrenderos aparecían en él como objetos directos del poema. Salvando las distancias temporales y sociológicas, entre el libro de Morales y el último de Mateo Rello (Badalona, 1968), De magos y mineros, hay un curioso paralelismo: la indagación en un mundo desahuciado, en los bordes de la ciudad. El libro, escrito con un lenguaje brillante, que no rehúye la metáfora ni el giro lingüístico alejado de cualquier realismo plano, es un viaje por esas realidades, por las sevicias y las alcantarillas que un siglo XXI atrapado por las redes sociales, el mundo virtual y la realidad edulcorada que suelen mostrar los grandes medios esconde. El poeta aborda la complejidad de ese universo desde cuatro perspectivas: la basura, los materiales sobrantes que quedan, ocultos o visibles, como residuos de la vida cotidiana; los seres humanos que conviven con esos materiales entre la dignidad y la resignación; la ciudad condenada, los espacios urbanos que lindan con el mundo rural pero que pueblan seres marginales, barrios humildes, lugares a los que o no llegan los servicios o lo hacen de manera muy precaria, y, por último, la experiencia de quienes, en forma de inmigrantes, escapan de una miseria aún más miserable, de las guerras o de las persecuciones. Es una apuesta valiente que tiene escasos paralelismos en el mundo poético actual. En la basura está, para Rello, el termómetro que mide la salud de una sociedad, el pulso de la psico-

logía de los sectores más humildes y abandonados: «No es el diván, son las excavaciones, / maestro Sigmund, lo que mejor ilustra / nuestra psicopatología cotidiana». El poeta, así, se convierte en arqueólogo del desperdicio, en buscador de extraños tesoros en los desagües de un mundo opulento, en minero de la desolación traducida en materiales inservibles y abandonados. Así lo advertimos en el primer apartado, «Donde la basura». Será en el segundo, «Sobre los cuerpos», donde lo objetual encuentre en los seres humanos, en quienes viven y mueren en los espacios donde fermenta la basura, sus protagonistas. Son los desheredados, los dueños de una única riqueza: la supervivencia («la propiedad cabe en la bolsa de la piel», escribe Rello), el soporte físico de la vida, para el que el poeta cuenta con duras y certeras metáforas: «mundos de hueso, ciudadelas de piel», «sois la vigencia de los folletines», «El sol es otra angustia / de animal», entre otras. En «De la ciudad extraña», tercera parte del libro, el autor despliega una poliédrica realidad cuyas caras tienen como denominador común el mundo al que remite un título emblemático de Francisco Candel, Donde la ciudad pierde su nombre: «Los encantes viejos», las barracas derribadas por un nuevo urbanismo son recintos de un inframundo, sótanos de la ciudad que se encuentran en los más diversos lugares del planeta: «son siempre las afueras / de una urbe hostil, que enseña sus muros / de cemento armado». Esa «ciudad extraña», o del extrañamiento, es la antesala del último apartado del libro, «Naufragios», en el que el poeta se interna en la asoladora subjetividad de las víctimas de esos desarrollos, del imparable flujo migratorio en todas sus versiones. Desde las víctimas del «corralito» o los desahucios, hasta los acorralados en Lampedusa, desde los jornaleros del campo hasta los habitantes en los bordes de la pandemia. Para Rello, aunque estén al lado, «Siempre vienen de lejos / y más lejos se van». Un libro con afán totalizador al que merece la pena prestar una muy especial atención. Civilmente duro y necesario, e innovador y riguroso desde el punto de vista lingüístico. Poesía sin reservas.

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Apuntes del natural

Walt Whitman (Edición y traducción de Christian T. Arjona) Libros de Aldarán: Barcelona, 2023 160 págs.

Lecciones de la naturaleza Por Moisés Galindo Apuntes del natural de Walt Whitman, la selección de observaciones y notas dedicadas a la naturaleza que aparecen en su libro de prosa Specimen Days (1882) y que ahora Christian T. Arjona recopila en edición bilingüe, es una ocasión de oro para apreciar, gozar y meditar sobre la escritura y el pensamiento que el autor de Hojas de hierba (1855) tiene del mundo natural. Whitman, que sobrellevaba las secuelas físicas y mentales como consecuencia de un derrame cerebral y de la muerte de su madre, intentará restablecerse en la granja de la familia Stafford —cerca de Camden, su lugar de residencia—, donde pasará temporadas en un entorno rural privilegiado. Apuntes del natural son las fantásticas y terapéuticas anotaciones a vuela pluma de esos días —1876/1877—, donde aparecen condensadas muchas de las obsesiones y temas que cruzan su literatura. El arroyo Timber Creek y sus alrededores serán, pues, el epicentro de unas observaciones y pensamientos que sorprenden por su espontaneidad, vitalidad, profundidad y belleza. En el poema «Camden, 1892» Borges hace hablar a Whitman en los siguientes términos: «… mis versos ritman / la vida y su esplendor». Si lo traspasamos a su prosa, es justamente eso lo que aparece constantemente en Apuntes del natural: el gozo, la exaltación, la fuerza de una personalidad indómita; la fusión con el entorno, la maravilla de estar vivo y compartir con todas las criaturas un destino común. La concepción poética de la existencia que aparece constantemente en sus mejores poesías tiene aquí

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su correlato en la atención, delicadeza y hondura con que contempla todo lo que le rodea y así mismo: animales de todo tipo, flores, árboles, campos, cielos, lluvia, nieve, viento... «El cuerpo del mundo», de Eduardo Moga, es el título del espléndido prólogo que introduce el volumen; donde «el yo no se limita a estar en la naturaleza, sino que se funde con ella». Y eso recuerda a aquella afirmación de Julio Cortázar refiriéndose a la poesía de John Keats, en la que afirmaba que «el poeta es lo menos poético de todo lo que existe; pues como no tiene identidad, continuamente tiende a encarnarse en otros cuerpos». Es esa inclinación, ese encaramarse al límite quebrando las fronteras del yo, lo que sustenta su escritura y aparece también en más de una ocasión en este libro. No es por casualidad que en sus páginas Walt Whitman anteponga el arrobo del momento al apunte de la escritura. Una cierta sensibilidad mística —en el sentido en que lo entiende Salvador Pániker como «la fuerza misma del caos, aquello que hace que el hombre pueda asombrarse sin límites, o desear sin límites»— recorre las páginas de un volumen donde la naturaleza adquiere la forma de una «presencia» invisible, vigorizante y sanadora —resistente a la razón, pero vinculada radicalmente a nuestra corporalidad—, que conecta con nuestros orígenes más remotos y toma la forma de un principio inmanente donde la divinidad o lo sagrado parecen finalmente insinuarse. Lo auténtico, lo verdadero, lo que está henchido de ser y experimenta Whitman —de forma gozosa, desnuda, libérrima, solitaria y silenciosa— al caminar, bañarse, oír el canto de los pájaros o sentir la paciente mansedumbre de un árbol, se opone al vano aparentar, la bulliciosa inhumanidad y triste aceleración de las ciudades. No podemos acabar este breve recorrido por Apuntes del natural de Walt Whitman sin constatar la necesidad e idoneidad del proyecto —a tenor de las muchas inexactitudes de lo editado con anterioridad—, y la gran labor de su traductor —y editor—, Christian T. Arjona, que con tanta sensibilidad y esfuerzo —pensemos en las extensas listas de árboles, pájaros o flores que aparecen y cuya terminología resuelve y traslada con suma precisión— ha logrado hacer de estas notas una verdadera joya que no deberían dejar de leer.


Recomendaciones de Quimera Matrioska Anoxia

Miguel Ángel Hernández Anagrama, 2023

Anoxia es la historia de una pérdida, o de la suma de pérdidas por las que trascurre nuestra vida. Una historia sobre cómo atrapar los recuerdos un instante antes de que desaparezcan, mientras cargamos con un pasado que no pasa. Es la novela de una fotografía que justo en el momento de revelarse se vela. Y es, en definitiva, la nueva obra de un autor ya esencial en la literatura española contemporánea.

Selena Millares El sastre de Apollinaire, 2023

Selena Millares ya nos había cautivado con su libro anterior, la novela La isla del fin del mundo, y ha redoblado el hechizo con los tres cuentos largos, bastante cohesionados, que componen el volumen Matrioska. El título ya acude a la ligazón entre las situaciones de las mujeres protagonistas, concierto polifónico a tres voces, lo denomina María José Bruña en su introducción, y no se nos ocurre una descripción mejor. En los relatos del libro, la mirada de la autora aborda la deshumanización de lo femenino en una atmósfera letal, claustrofóbica. Una voz intensa y profunda y unos relatos llenos de angustia y pasión. Excelente libro que convendría poner en valor.

Saga de Kormákr

Traducción al catalán de Inés García López Adesiara, 2023

La editorial Adesiara nos ofrece la primera traducción de una saga islandesa al catalán directamente del original en norreno, realizada por la profesora Inés García López. La Saga de Kormákr narra las aventuras y los amores imposibles del héroe poeta Kormákr Ögmundarson y la hermosa dama Steingerðr, con una exquisita combinación de prosa y poesía en la que destacan las famosas kenningar: metáforas escáldicas como «tempestad de escudos» por «batalla» o «serpiente de la sangre» por «espada». El volumen se completa con una reveladora introducción de la propia traductora y un glosario de kenningar y de términos en norreno que amplían la comprensión del texto.

La verdad sobre el amor José María Conget Pre-Textos, 2023

Este veterano autor, cuya extensa obra está publicada principalmente en Pre-Textos, vuelve a la carga con esta colección de cuentos que hablan del amor en todas sus facetas en el tono autobiográfico y humorístico al que nos tiene acostumbrados, con referencias constantes a la biblioteca cognitiva del lector que harán que este se sumerja de lleno en estas páginas que irradian frescura. Diez cuentos que recorren todas las facetas del amor, desde el enamoramiento hasta su extinción, pasando por los secretos y la rememoración de lo que ya no es. Puerta de entrada perfecta al riquísimo imaginario de Conget.

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Recomendaciones

La elocuencia del francotirador Eduard Márquez Firmamento, 2023

Traducción del catalán al castellano de la mano de Cristian Crusat de uno de los autores de microrrelato más desconocidos del panorama nacional. Las más de treinta piezas incluidas en el libro, con un mirada analítica propia del francotirador que le da título, no dejan indiferente al lector, que encontrará, si también es escritor del género, un rico semillero de ideas a explotar por sí mismo, pues este libro abre decenas de puertas a nuevos mundos sin salir de este, para volver de forma magistral al texto que se está escribiendo y acabarlo de la manera que este exige, siempre sorprendente. Uno de los libros, sin duda, a tener en cuenta este año.

A propósito de Ferlosio

Viaje a Italia

Hippolyte Taine Confluencias, 2022

Con el Viaje a Italia de Taine nos situamos ante una gran obra, rescatada con fortuna por el sello almeriense Confluencias. En sus más de seiscientas páginas obtenemos una de las miradas más complejas y, ya en 1864, también la más crepuscular, sobre el mito del Grand Tour. Taine, uno de los grandes teóricos del Naturalismo, es más minucioso, sofisticado, y va más allá, que las miradas sobre el viaje de Montaigne, Sterne o Goethe, y eso es ya decir mucho sobre un libro. Un verdadero disfrute en una edición bien traducida y muy cuidada. Felicitar y agradecer a la editorial el haber emprendido un trabajo tan complejo y meritorio.

Carlos Femenías Ferrà Alianza, 2023

Situado entre la historia literaria y la intelectual, este ensayo hace honor a su subtítulo: Ensayo de interpretación cultural. En él, Femenías interpreta la trayectoria de esa rara avis (ese «tótem cultural», como lo llama Jordi Gracia en su prólogo) dentro de su contexto histórico y social a través de sus características más evidentes: la culpa heredada, sus contradicciones, su anhelo de ruptura con los valores caducos, su anhelo de perfección. Un libro inteligente y riguroso que nos acerca a una de las figuras más fascinantes e influyentes y menos conocidas del panorama literario español del siglo XX.

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Sobre el azar del mapa Álvaro Valverde Tusquets, 2023

Cualquier libro es un viaje. Algunos los son, además, en el sentido más literal del término. Con la sencillez de un militante en la observancia, Álvaro Valverde nos regala un tránsito por Sofía y Suiza. Como suele suceder en la obra del autor placentino, leer sus poemas es habitar cada rincón que nombra. Sobre el azar del mapa nos propone un puñado de humildes impresiones que nos hacen amar un poco más la vida.




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