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ColaborAN en este número:
José Abad, Jorge Alderete, David Barajas, Biblioteca Nacional, Jorge Canals Piñas, F. Javier Cano Santa Bárbara, Jesús Cárdenas, Bel Carrasco, Joana Casanovas, José Daniel Espejo, Farisor, Elisa Ferrer, Albert Ferrer Flamarich, Jordi Fibla, Fundación Francisco Ayala, Noemi Galindo Sacristán, Alberto García-Teresa, Francisco J. Lastra, Luca Nicoletti, Beatriz Patraca Dibildox, Juan Peregrina Martín, Javier Helgueta Manso, Carmen Pujante, Silvia Rins, Juan Pablo Roa, Miquel Rof, Rocío Rojas-Marcos, José de María Romero Barea, Miguel Sanfeliu, Eduardo Suárez Fernández-Miranda, Thomas Bernhard Nachlaßverwaltung. Fotografía de portada:
Luca Nicoletti (Unsplash) Edito: Miguel Riera DirectorES: Fernando Clemot, Álex Chico, Ginés S. Cutillas y Jordi Gol JEFE DE REDACCIÓN: Jordi Gol Diseño: Xavier Balaguer Maquetación y cubierta: Jordi Gol Corrección: Cinta Moreso Galiana Web y redes sociales: Eva Díaz Riobello ISSN: 0211-3325 DL: B 38779 /1980 Edita: Ediciones de Intervención Cultural S. L. C/Juan de la Cierva, 6. 08339 - Vilassar de Dalt (BCN) 937 550 832 www.revistaquimera.com redacciondequimera@gmail.com publicidad@revistaquimera.com pedidos@edic.es Imprime: Gráficas Gómez Boj
QUIMERA. REVISTA DE LITERATURA – Marzo 2024
En Quimera estamos de enhorabuena porque acabamos este atípico invierno con una magnífica noticia: un convenio con la Escuela de Escritores de Madrid con el que tanto alumnos como lectores de la revista disfrutarán de múltiples ventajas. Para empezar, los suscriptores de Quimera gozarán de un 10 % de descuento en la matrícula en cualquiera de los cursos de escritura creativa de la Escuela de Escritores (de forma que, con el descuento, para alguna de las matrículas la suscripción a Quimera sale completamente gratis). Recíprocamente, los alumnos de la escuela disfrutarán de un descuento del 20 % en la suscripción anual a Quimera. Además, este convenio abre las puertas a la colaboración en la revista por parte del equipo docente de la escuela, lo que significa que los lectores de Quimera podrán disfrutar de artículos y piezas de algunos de los más destacados talentos del panorama literario en lengua española. Y mientras llegan, podemos disfrutar de este número 483, que cuenta con cinco interesantes entrevistas a Elisa Ferrer, José Daniel Espejo, Jordi Fibla, Joana Casanovas y Jorge Alderete; dos relatos de Francisco J. Lastra y Noemi Galindo Sacristán; microrrelatos inéditos de F. Javier Cano Santa Bárbara; poemas de Beatriz Patraca Dibildox; tres artículos sobre tres magníficos autores: Bernhard, Hierro y Bolaño; diez reseñas, una nueva entrega del cómic «La letra suicida» y nuestras recomendaciones sobre los libros que más nos han interesado este mes. ¡A disfrutarlo! JORDI GOL - JEFE DE REDACCIÓN Y CODIRECTOR DE QUIMERA
El salón de los espejos
El ambigú
Entrevista a Elisa Ferrer – 4
Miguel Sanfeliu: Las dos Adelaidas, de Elena Casero – 54
Entrevista a José Daniel Espejo – 8
Silvia Rins: Lector que rumia, de Eduardo Moga – 55
Entrevista a Jordi Fibla – 13
José de María Romero Barea:
Entrevista a Joana Casanovas – 21
Muy al norte en el turbio mar, de Toni Montesinos – 56
Entrevista a Jorge Alderete – 26
Albert Ferrer Flamarich: Cancionero de Les Planes
La vida breve
ción total o parcial de este número, sea por medios mecánicos, químicos, fotomecánicos o electrónicos, sin la autorización del editor. Quimera no retribuye las colaboraciones. Los
José Abad: Asentir o desestabilizar. Crónica
Noemi Galindo Sacristán.
contracultural de la Transición, de Rafael Chirbes – 58
Los pescadores de perlas Microrrelatos inéditos de F. Javier Cano Santa Bárbara – 38
colaboradores aceptan que sus aportaciones aparezcan tanto en soporte impreso como en digital. La redacción no devuelve los originales no solicitados ni mantiene correspondencia sobre los mismos. La revista no comparte necesariamente las opiniones firmadas por sus colaboradores. Esta revista ha recibido una ayuda a la edición del Ministerio de Educación, Cultura y Deporte.
Figueres i Bautista (editores) – 57
Francisco J. Lastra. Alergia – 30 Terrorífica e innombrable – 33 Derechos reservados. Prohibida la reproduc-
d’Hostoles, 1922, de Liliana Tomàs i Roch, Joan
El castillo de Barba Azul Poemas inéditos de Beatriz Patraca Dibildox – 40
Einstein on the Beach José de María Romero Barea.
Jorge Canals Piñas: Diarios. A ratos perdidos 5 y 6, de Rafael Chirbes – 59 Juan Peregrina Martín: Nada en la vida es isla, de Diego Castillo – 60 Javier Helgueta Manso: Lapidaria, de Paulo Gatica Cote – 61 Jesús Cárdenas: El agua entre las piedras: Antología 1984-2022, de Víctor Jiménez – 62 Rocío Rojas-Marcos: Sin fin. Antología personal (1993-2023), de Antonio Orihuela – 63
Irrealidades paralelas de Thomas Bernhard – 43
Cómic
Alberto García-Teresa. Notas para una lectura de la
La letra suicida. Miquel Rof – 64
«poesía social» de José Hierro – 46 Álex Chico. Contra Roberto Bolaño – 51
Recomendaciones
Fe de erratas: el autor de la reseña de la página 55 del número 482 es Jorge Canals Piñas y no José Abad.
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E l s a l ón d e l o s e s p e j o s
«A veces, me encuentro con una voz y la sigo. Seguirla, diría, es sinónimo de comenzar a escribirla para conocer de quién es, quién habla.»
Entrevista a Elisa Ferrer Texto: Bel Carrasco Fotografías: cedidas por la entrevistada ©
Benidorm no deja a nadie indiferente. Una especie de Las Vegas del Mediterráneo con sol y playa en vez de ruletas, un «súper» lugar, paraíso terrenal para unos y círculo del infierno en la tierra para otros. También el protagonista de El Holandés (Tusquets 2023), última novela de Elisa Ferrer, despierta sentimientos encontrados. ¿Un estafador que en los ochenta vendió un solar de esta ciudad alicantina que no era suyo por cuatrocientos millones de pesetas, o un astuto emprendedor capaz de esquilmar a los ricos? Entre la realidad y la ficción, la escritora valenciana ganadora del Premio Tusquets 2019 con Temporada de avispas levanta un edificio literario que destaca en el skyline de la narrativa contemporánea por su original estructura y solidez de sus cimientos.
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Tu novela habla de una gran estafa inmobiliaria pero también de cómo el escritor se enamora de una historia. ¿Qué es lo que te sedujo de esta? A veces, me encuentro con una voz y la sigo. Seguirla, diría, es sinónimo de comenzar a escribirla para conocer de quién es, quién habla. De hecho, persigo la voz para encontrarme con el personaje, con su historia. Así sucedió con Temporada de avispas, mi primera novela. En el caso de El holandés, fue al contrario: el personaje y su historia me persiguieron a mí. Había escuchado hablar sobre esta estafa que se pergeñó en el Benidorm de finales de los ochenta porque es muy conocida en L’Alcúdia de Crespins, mi pueblo, ya que quien vendió el último terreno que quedaba en primera línea de la playa de Poniente es de la zona y está casado con una amiga de mi madre. Y hablamos de estafa porque ese solar no le pertenecía. Este señor, el cabecilla del timo, fue quien me inspiró para crear al protagonista de mi novela, Rafael. Un día del verano de 2017 que yo estaba en casa de mis padres, Rafael se plantó allí y me dijo que, si yo era guionista, tenía una historia que contarme, la suya, e insistió en que, si la convertía en una serie, nos íbamos a forrar. En ese primer momento la idea no me sedujo. Pero supongo que las historias tienen su manera de seducir y esta me rondaba de manera insistente. Por eso, cuando en enero de 2018 comencé un taller de no ficción en Iowa, en lugar de lanzarme a contar mi vida, tuve claro que era el momento de rescatar la conversación con Rafael y volví a contactar con él. Entonces comencé a escribir una versión muy temprana de El holandés. La novela habla, además de la expectación, de los miedos e inseguridades que siente el escritor antes de emprender una obra, así como de la excitación que ello supone. ¿Existe cierta erótica literaria como la que se atribuye al poder? Desde fuera puede parecer que hay una especie de erótica literaria, pero desde dentro, aunque sí, es obvio que hay excitación, ganas de contar, incluso diría que hay una especie de affaire con la historia que nos comienza
a absorber, a obsesionar, en realidad se trata de algo mucho más íntimo, más personal, que nos lleva a sufrir en exceso, pero también, claro, a pasarlo demasiado bien. Y lo que hay, sobre todo, es muchísimo trabajo, muchas dudas, mucha inseguridad y quería que Alba, la narradora de El holandés, una especie de alter ego, también pasase por todas estas fases a medida que es seducida por la historia de Rafael, la historia que acepta contar y termina, de algún modo, por fagocitarla. Cuatro años has invertido en este proyecto. ¿Qué proceso has seguido? Al principio, fue difícil encontrar la voz con la que narrar la novela, un proceso largo de prueba y error hasta que di con Alba. Creo que siempre empiezo por ahí, por encontrar una voz que domar, ya que es cuando consigo, de algún modo, dominarla. Otra batalla con la que tuve que lidiar fue la de decidir qué me interesaba y qué no de la historia real, porque, si al principio decidí escribir una novela de no ficción, pronto deseché la idea. El juego de espejos entre la realidad y la mentira me permitía remar a favor de la historia y darle más capas de profundidad a la reflexión sobre la creación literaria. Cuando escribo, pongo muchos andamios que me ayudan a levantar la construcción, pero cuando termino el texto me doy cuenta de aquello que no sirve, aquello que ya puedo eliminar porque cuando lo quito, sorprendentemente, el edificio de la novela no se desmorona.
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E l s a l ón d e l o s e s p e j o s
Entrevista a Elisa Ferrer
Rafael comparte protagonismo con Alba, la guionista y narradora. ¿Cómo elaboraste ese personaje? Tenía claro que quería contar la historia en dos líneas temporales, el momento de finales de los ochenta, cuando Rafael se vio obligado a huir; en contraste con el momento presente, en el que Rafael se ha convertido en un héroe crepuscular. Para narrar estas dos líneas, di vueltas, como ya he dicho, a la búsqueda de una narradora que hiciera aún más potente ese contraste. Podríamos decir que Alba es mi alter ego, pero somos muy distintas en otros aspectos. Alba es una construcción para la que me he basado en experiencias propias, en experiencias de gente conocida, por lo que entiendo su pelea por vivir en Madrid de manera digna, su deseo de regresar a una profesión que hace tiempo que le da la espalda, y la sensación de que ya no se es joven y hay que tomar decisiones emocionales que son difíciles. Este cúmulo de conflictos personales la abocan a escapar y, para ello, para huir de su realidad, comienza a obsesionarse con la historia de la estafa. Rafael es el perfecto pícaro levantino. Un tipo atractivo, simpático, narcisista, fanfarrón... ¿Que la persona en la que te inspiras esté viva te condicionó de alguna manera? Al principio se me hizo muy duro construir un personaje a partir de un material tan inflamable como es la realidad. Me daba miedo que la persona real en la que se basa Rafael se sintiera ofendida, iba con pies de plomo y así era imposible avanzar, me sentía paralizada cada vez que me sentaba a escribir. Hasta que decidí que era un personaje, mi personaje, y que iba a hacer con él lo que me diera la gana para que fuera a favor de la historia. Para ello, cogí los rasgos más característicos de la persona real y con ellos construí a mi Rafael de ficción. Por un lado es un triunfador, pero no deja de ser un pringao al que todo le sale mal. Ese contraste le da una dimensión más real y humana. Por supuesto. De ahí surge también la necesidad de contar la historia desde el presente haciendo uso de flashbacks para narrar la estafa. Porque mostrar a Rafael ya mayor, años después de su «gran gesta», con la sensación de que aún es capaz de pegar un palo, pro-
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voca cierta ternura, lo tiñe de una capa de vulnerabilidad y, sin duda, es más fácil empatizar con él que si solo se mostrara el Rafael joven, el estafador sin escrúpulos. Otro de los factores que ayudan a darle una dimensión más humana al personaje, al menos eso me han hecho llegar algunos lectores, es el hecho de que Rafael sea de clase obrera y estafe a personas de clase alta. Desde ahí es mucho más fácil empatizar con él, le da ese punto Robin Hood. Gracias a una beca pudiste pasar un tiempo en Utrecht para ambientar la historia. ¿Por qué Rafael eligió esta ciudad? Rafael eligió Utrecht porque, después de varios viajes por diversos países de Latinoamérica, sintió que algunos no eran lugares seguros para mudarse con su familia, y otros le ponían problemas para abrir una cuenta bancaria y mover el dinero. Él ya había pasado temporadas en Utrecht huyendo de la justicia por delitos menores, tenía allí a varios conocidos, holandeses que veraneaban en Benidorm, y pensó que la ciudad era cómoda y agradable. Fue una suerte conseguir esa beca porque pasearme por Utrecht, estar en los lugares en los que estuvo el Rafael real, conocer a
gente que lo conoció, todo ello le dio otra dimensión a mi escritura. Además, el dedicarme las veinticuatro horas del día a la novela me permitió reflexionar sobre hacia dónde iba la historia, sobre qué quería hacer con ella, dónde era necesario inventar, dónde tirar de la historia real. Lola, la esposa de Rafael, se mantiene en un segundo plano, pero es clave para comprender su conducta. El personaje de Lola es complejo y he querido, desde el principio, narrarla desde la ausencia, desde el respeto, mostrarla en un par de situaciones clave, situaciones duras que evidenciaran lo que supone estar casada con un pieza como Rafael, que fueran momentos que dejaran huella y, a partir de ahí, los lectores pensaran en ella cada vez que Rafael lía una de las suyas. Creo que está cegada por el amor que siente por Rafael y eso, a veces, la lleva a no tomar las mejores decisiones. Pero su objetivo, lo que la mueve, es sin duda su familia, que esté unida, algo que se vuelve imposible por las acciones de Rafael y, sobre todo, por la muerte de dos de sus cuatro hijos. Es un personaje dolido, que arrastra traumas y que sobrevive como puede y lo hace a pesar del amor que siente por Rafael. Creo que es un acierto que en ningún momento se cuestione la honradez o la moral del timador, pero tal vez otros lectores no lo vean así y reprochen tu indulgencia con él. Uno de los referentes que tuve a la hora de escribir esta novela fue la serie Los Soprano (David Chase, 1999), que siempre me fascinó porque sentí que tomaba a su público por espectadores inteligentes y lo hacía, entre otras muchas cosas, porque nunca juzgaba a Tony. La literatura o el audiovisual que juzga a sus personajes y nos transmite una especie de moralina no me interesa. Yo dejo unos hechos, un modo de actuar del personaje, un modo de hablar, y quien lee la novela ya ve que hace cosas moralmente reprobables, ya le juzga por sí mismo. ¿Qué significa para ti Benidorm? Antes de empezar a documentarme para escribir la novela, no tenía una idea demasiado formada sobre Benidorm, pero cuando descubrí su historia, que pasó de
ser un pueblo de apenas cinco mil habitantes a la ciudad de vacaciones por excelencia, aluciné. Me parece un personaje literario perfecto. Para mí es, sin duda, un lugar muy especial, único. No diría que es una pesadilla, algo que quizá pude pensar antes de conocer la ciudad más a fondo, y tampoco un paraíso, pero sí un lugar que permitió democratizar las vacaciones, que las hizo posibles para gente sin mucha holgura económica. Me da mucha pena, claro, que haya perdido ese paisaje idílico que quedaría inmortalizado en poemas y cartas de Sylvia Plath, pues la poeta pasó allí su luna de miel, pero es verdad que, dentro de la locura que encierran sus grandes avenidas, su skyline, hay una idea que ya ondeaba por bandera el alcalde Pedro Zaragoza, quien puso en pie el plan de urbanismo que la transformó: la de la sostenibilidad. Puede resultar un lugar feo, o de una belleza nada convencional, pero estropea poco espacio mientras alberga a mucha gente. Gente que, por cierto, no sé si es por la gran ingesta de alcohol, siempre pasea con una sonrisa en los labios.
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E l s a l ón d e l o s e s p e j o s
Entrevista a José Daniel Espejo Texto: Carmen Pujante Fotografía: cedida por el entrevistado ©
Un filólogo que, en su último libro de poemas, Perro fantasma, tensa todo respeto a la sintaxis y la puntuación hasta poner a prueba, incluso, el verso libre predominante desde hace casi un par de siglos. Un librero que convoca textos, propios y ajenos, de primera y segunda mano, en ese nuevo libro en el que ya solo cabe ir en círculos y que no puede no terminar con un poema de vuelta a empezar a pesar de todo. Un activista que no puede-quiere-debe dejar de serlo en su poesía de conciencia crítica. Un columnista que nos pone en guardia ante los espejismos de la sociedad, de la murciana especialmente, en sus artículos findesemanales que bien podrían empezar a leerse más allá de su región. Un entrevistador de escritores que pasa aquí a ser entrevistado con motivo de su reciente publicación, a un tiempo íntima y pública, críptica y comprensible, expresión de un mundo interior en tensión con un mundo exterior igual de agitado, monstruo y garza. Ese podría ser José Daniel Espejo.
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Con una considerable experiencia poética a las espaldas —desde 2000 hasta hoy, con Perro fantasma, pasando por Quemando a los idiotas en plazas, finalista del I Premio de Poesía Dionisia García en 2001, o Los lagos de Norteamérica, I Premio Internacional de Poesía Juan Rejano-Puente Genil y Premio Libro Murciano del año en 2019—, lo cierto es que no pocos lectores tenían ganas de más Joseda Espejo. Publicado en septiembre de 2023 a manos de la editorial Candaya (en la que publica por primera vez), el último libro ha coincidido con la Feria del Libro de Murcia, donde se agotaba a un ritmo vertiginoso. Algunos poemas del volumen, explícitamente o no, se refieren a la vida urbana y provinciana, de forma particular pero también general. ¿Has sentido esas ganas de volver a leerte en tu ciudad? ¿Crees que este podría ser el libro con el que fidelizar a más lectores fuera de ella e incluso afianzar una tendencia poética entre escritores? Sí, este libro se apoya en topónimos claros y las voces que lo recorren tienen siempre detrás un escenario y un paisaje concretos, que son los desiertos de Murcia y Almería, nuestras pequeñas ciudades recalentadas, nuestros polígonos, nuestro extrarradio. Tenía que haber un correlato entre la fantasmatización que sufren quienes pueblan el texto y los lugares degradados en que habitan. Creo que tienes razón al detectar una tendencia hacia la localización en la literatura contemporánea, esos textos deliberadamente ambiguos «que podrían desarrollarse en cualquier parte» tal vez ya no nos son tan útiles o no nos sirven de anclaje para nuestras identidades difusas. Tal vez sea una señal literaria de la crisis de la globalización. Y sí, estoy muy feliz de la acogida en Murcia, el libro se está vendiendo muy bien, las presentaciones se han llenado de gente y las primeras respuestas están siendo muy buenas. No está nada mal para un poeta a contrapelo como yo.
En Perro fantasma (en la cubierta aparecen las dos palabras separadas, mientras que en la portadilla forman una sola, opción esta última de mi preferencia, si se me permite) se oyen ecos, mitad ladridos mitad psicofonías, de libros anteriores tuyos. De hecho, el perro lleva ladrando desde «Dogtown», poema incluido en la miscelánea del 2015 habla con medusas, como también «el cojo de los cuadernos» lleva merodeando desde el poema al que da título, incluido en la plaquette del 2014 Psycho killer qu’est-ce que c’est?. Como bien señala Begoña Méndez en el prólogo, se alternan una primera, una segunda y una tercera persona (incluso en femenino), lo que también aporta cierta teatralidad en una composición como en escenas. Superado ya, al menos en el terreno de la teoría literaria, el debate sobre la ficcionalización o la identificación necesaria de la voz poética con el poeta o autor, quería preguntar por qué esta poesía necesita de esa suerte de personajes y juego de voces. ¡Sí, me alegro mucho de que te hayas fijado en ese perrofantasma que ha quedado por ahí! Mi idea era fantasmatizar al máximo el poemario, eliminando todas las apoyaturas textuales y tipográficas que sueles encontrar en un libro, dejarlo en el ectoplasma, digamos. Aún quedan rastros en el texto del proceso de edición, el ajuste entre marcianadas y resultado final, del que he aprendido mucho y que me hace querer todavía más si cabe a Candaya. Perro fantasma es una obra coral, compuesta por muchas voces, una psicofonía-polifonía si quieres. De ahí lo de extrañar el texto, retirar las pistas que nos ayudan normalmente a distinguir entre distintas voces: el proyecto necesitaba un cardumen, un colectivo fantasmal del que el lector se pudiera sentir parte. Eso sí: lo único que homogeneiza al coro es la presencia de algún tipo de violencia sistémica que envenena cada poema.
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Entrevista a José Daniel Espejo
«La poesía es la tecnología literaria más avanzada que tenemos para penetrar en la interioridad de cada cual, allá donde los dolores y los anhelos no tienen la forma de la prosa, de hecho no tienen aún ni palabra que les dé forma.» En este libro especialmente se observa el abismo interior de una persona, al fin y al cabo pública, activa, política. No pudiendo hoy hablar tanto de poesía comprometida, sí podríamos ver en esta una «poesía activista» en la que, no obstante, late fuerte una tensión entre el mundo interior y exterior, por ejemplo a través del contraste de dos espacios recurrentes en estos poemas: la casa frente a la calle, y dentro de la casa, entre el lugar de los que viven fantasmalmente en ella y el no lugar de los que viven dentro de uno haciendo resonar sus voces. Con todo, el objetivo se va ampliando desde la habitación para encuadrar ampliamente la casa, el barrio, la ciudad (frente a la playa). Además, uno de los poemas se refiere a los «lugares de tránsito», esto es, el autobús, el hipermercado, el cercanías, el extrarradio. Ello también podría enlazar con otro leitmotiv de esta poesía, el tema de la familia y la vida en sociedad, que ha ido cobrando cada vez más importancia en la escritura. Y es que en este libro también se pueden leer otras maneras de cantar al hogar, a la familia (como la relación de un joven yonqui y la abuela amorosa), en paralelo con tópicos perennes tales como el paso del tiempo, la naturaleza, el desamor,
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la cotidianeidad, pero también la que no se ha poetizado tanto, como la de los problemas para dormir, la corrupción, la salud mental, los desastres naturales como el del Mar Menor. ¿El poeta José Daniel Espejo de hace veinte años hubiera imaginado que estos serían sus temas, sus necesidades, sus recurrencias poéticas en este punto de su vida y su escritura? ¿Y al revés, qué le dicen los temas que antes trataba más o de otro modo? Perro fantasma es ante todo un libro político. Los problemas, las violencias, la oscuridad que pasean por él son de naturaleza estrictamente política. ¿Por qué no he escrito entonces un libro de teoría crítica o un ensayo sociológico? Por dos motivos: el primero es que no soy politólogo ni sociólogo sino poeta y trabajador social; el segundo, el más importante, que la poesía es la tecnología literaria más avanzada que tenemos para penetrar en la interioridad de cada cual, allá donde los dolores y los anhelos no tienen la forma de la prosa, de hecho no tienen aún ni palabra que les dé forma. En ese lugar al que solo la poesía puede llegar es donde actúa en primer lugar la máquina de marginación que es la sociedad en que vivimos. La interioridad de cada cual no es exclusiva de cada cual, es porosa, constituye un territorio en disputa (Durkheim). Sin poesía seríamos ciegos a esa disputa. Por eso las voces de este libro están batidas y son múltiples, como invitando al lector a mezclarse. El tema de la familia es central en Perro fantasma como lo es en nuestro contexto sociocultural: la nostalgia por los vínculos perdidos es un veneno que intoxica la vida de muchas de las voces que aparecen en estos poemas. Padres, madres e hijos se transmiten pobrezas y dolores y luego parecen huir de sí mismos en Perro fantasma. Algún día espero poder hablar de la posibilidad de recomponer estos vínculos de formas nuevas. Hace veinte años, y alguno más, cuando empecé a publicar mi poesía, me interesaban cosas que ahora me aburren soberanamente. Qué horror debe de ser quedarse toda la vida en el mismo repertorio y en los mismos lenguajes. Creo que habría dejado de escribir
hace años si tuviese que darle vueltas todo el tiempo a variaciones de lo de siempre. El poeta joven que yo fui en los noventa ya sabía esto y lo sabía a fuego. Si sigo aquí sacando libros tres décadas después es gracias a esa iluminación inicial. En ese «renovarse o morir» literariamente podemos suponer que ocupan un espacio importante las posibles influencias. En un texto de Perro fantasma leemos el eco de Jorge Manrique o de Eliot con su Tierra baldía y el diálogo con los vivos y los muertos, e incluso algún parecido con Huidobro en la idea de hacer florecer la rosa en el poema («hablar con la acacia y que la acacia responda») o con Ro-
ger Wolfe y su realismo sucio. Seguramente habrá otros ecos. Supongo que algo de la Antología de Spoon River de Edgar Lee Masters anda por ahí, así como Puerto oscuro de Mark Strand. Al Jorge Riechmann de Rengo Wrongo le debo ciertos tonos, ciertos lenguajes y el personaje del Cojo. A Jim Jarmusch el título. También hay un poema, «el mes que viene lo voy a intentar», que se basa en «Mi padre», de José María Cumbreño. Ah, y la crudeza militante de Isla Correyero, Cristina Morano y Brane Mozetic. Y la conexión absoluta con el paisaje y la naturaleza de Australia que impregna la poesía de Coral Hull. En muchos sentidos Perro fantasma es un libro de segunda mano, un collage, y para construirlo he ido husmeando, como buen trapero, aquí y allá, y me he apropiado de todo lo que me ha parecido interesante. Algunos saben de mi gusto por las «preguntas bumerán», así que se rescatarán algunas que tú planteaste recientemente en una entrevista a un escritor como Diego Sánchez Aguilar. A propósito de debates como el del cambio climático y la lógica cultural del colapso, ¿por qué crees que estos asuntos están tardando tanto en llegar a la literatura, frente al arte contemporáneo, que los aborda con mucha más naturalidad y frecuencia? Por otro lado, ¿cómo se construye una obra tan radicalmente política (en el buen sentido, el amplio) pero al mismo tiempo tan escrupulosamente no panfletaria? ¡Me encanta esto de las preguntas bumerán! Lo que pasa es que Diego Sánchez las contestó demasiado bien y ahora lo que yo pueda decir va a cojear. ¿Por qué esa impermeabilidad —o al menos ese retraso— de la literatura española a los grandes conflictos de su tiempo? Es una pregunta que me obsesiona y que no consigo responderme del todo. Por un lado, percibo cierto atasco por parte de la Academia española, que no termina de superar el estructuralismo. Esa idea de obra literaria que solo se refiere a sí misma y a su tradición nacional es un zombi con sorprendente vigor en ciertos ámbitos.
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Entrevista a José Daniel Espejo
Pero por otro lado también detecto una ansiedad asimétrica por apuntalar esa óptica, una insistencia en delimitar de qué puede hablar una obra y de qué no. Y esa delimitación me parece netamente conservadora: un poemario sobre la juventud perdida escrito en la cafetería de un hotel es literatura pura, pero uno sobre la miseria en los polígonos es «panfletario» o «manipula». Es un debate que da muchísima pereza porque solo sigue vivo en el campo de la literatura; las artes y la música lo superaron ya hace décadas. Como a Diego Sánchez, a mí no me disgusta la literatura declaradamente panfletaria. Le debo mucho a la poesía didáctica de Brecht o —una vez más— Jorge Riechmann. Pero me parece que nos lanzamos ese adjetivo a la cabeza con demasiada alegría. Panfletario como sinónimo de superficial, de fácil, de propagandístico, de manipulativo. En ese sentido estoy por decir que todos esos libros de poesía de señores que se hacen mayores y echan de menos sus amores de juventud en la casa de veraneo de su familia son panfletos: herramientas de agitprop de la vida acomodada, desconflictualizada y pánfila de la burguesía de provincias. ¿Añadiré que «la literatura es otra cosa»? Lo añadiré: la literatura es otra cosa. Para terminar, me gustaría preguntarte quién te gustaría que leyera este libro. Los del mundillo literario no solemos ser de los que claman en un desierto: quien asiste a un recital, a la presentación de un libro o a un taller literario lo suele hacer convencido, hasta con la «pasión» de un converso. Enamorados distraídos por la calle, guapos y trajeados, hijosde con dientes arreglados y futuro, frente a los feos, los del barrio, los del polígono, los que no pueden pagar el veterinario para su gato… El lector que se enfrente con Perro fantasma se topará con tipos así en los que se reconocerá (o no) a su pesar, al menos en parte. ¿A quién te gustaría convencer y provocar (la lectura)? Desde luego ese tema al que apuntas es central para mí, no solo como escritor sino también como librero y microgestor. En Libros Traperos siempre estamos maquinando formas nuevas de embarcar a públicos más amplios, luchamos contra esa manera de entender la literatura en términos de acumulación de prestigio / ca-
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«En muchos sentidos Perro fantasma es un libro de segunda mano, un collage, y para construirlo he ido husmeando, como buen trapero...» pital cultural. Detesto esa práctica que se ha puesto de moda últimamente de hacer ostentación de los libros: publicaciones en redes sobre comprarse muchos libros, leer muchos libros, tener muchos libros, estar a la última con las editoriales más prestigiosas, etc. Es como si quisiéramos servirnos de la literatura para marcar no sé qué superioridad, cuantificar no sé qué para ganar la competición de la cultura no sé cuántos. Yo vengo de una familia muy pobre, monomarental. Mi madre tenía tres trabajos y uno de ellos era el de kiosquera de prensa, salimos adelante vendiendo aquellas ediciones baratas de kiosco de los ochenta y fue con aquellos libros —que nos compraba todo el barrio, desde profes a tenderos— con los que empecé a leer. Ahora soy yo quien los vende de segunda mano: lecturas de las que no presumes en Insta pero que se pueden sobar, prestar, perder, subrayar y disfrutar sin culpabilidad ni presunción. Qué suerte tengo de haber heredado (¡gracias, mama!) esa forma de vivir la literatura, no como una medalla sino como un juego, un placer y una curiosidad. En ese sentido, claro que me gustaría que Perro fantasma, que habla de regiones de la vida que no son las que habitan quienes se dedican a atorrar con cuántos libros tienen, se leyese más allá de esos círculos. En el Polígono de la Paz, Murcia, donde crecí, que es uno de los escenarios del libro, por ejemplo. Con mi poemario anterior, Los lagos de Norteamérica, tuve mucha suerte y la crítica lo recibió muy bien, cosa que agradezco un montón, pero tal vez la respuesta más emocionante fue la que me devolvieron desde la Asociación Autismo Huesca, que se pasaron el libro unos a otros y hablaban de él en unos términos nada académicos, llenándolo de significado y conectándolo a sus propias vidas. Ojalá ocurriese algo parecido con Perro fantasma. Haré lo posible. Una de las lecturas que más me gusta hacer es en institutos, ver cómo reacciona la zagalada a mi poesía. Estoy deseando empezar con estas visitas, ojalá les interese este Perro.
Entrevista a Jordi Fibla Texto: Eduardo Suárez Fernández-Miranda Fotografía: cedida por el entrevistado ©
Jordi Fibla Feito (Barcelona, 1946) es uno de los traductores más prestigiosos de nuestro país. Tras realizar estudios en Filosofía y Letras, se inicia en el mundo de la edición como corrector de estilo y redactor en las editoriales Noguer y Plaza & Janés. En el año 2015 obtuvo el Premio Nacional a la Obra de un Traductor por «su larga trayectoria como traductor profesional, su versatilidad y la calidad de su obra». Entre los autores que ha traducido figuran Philip Roth, Saul Bellow, Lawrence Durrell o Henry James. Son destacadas sus traducciones del japonés junto a Keiko Takahashi. En los años ochenta colaboró con la revista Quimera como traductor.
Decía Don Quijote, sobre el ejercicio del traductor, que «en otras cosas peores se podría ocupar el hombre, y que menos provecho le trujesen». ¿Qué le impulsó a ejercer esta profesión? Tenía una vocación latente que descubrí al comienzo de la juventud. Desde muy niño me apasionaba la lectura y a menudo me preguntaba cómo sería lo que estaba leyendo traducido en su lengua original. Era un estudiante bastante irregular, pero sacaba las mejores notas en las asignaturas relacionadas con el lenguaje. Muy pronto me disgustó que las películas extranjeras estuvieran dobladas. Tenía necesidad de saber cómo sonaba la lengua verdadera de Burlan Caster (así llamábamos los chicos de la Barceloneta a Burt Lancaster), y en aquel entonces satisfacer esa necesidad era imposible. A los dieciocho años, cuando empecé a trabajar en una editorial, soñaba con llegar a ser escritor, pero tropezaba con una capacidad creativa demasiado limitada. En la editorial conocí a Andrés Bosch, un novelista que también traducía, o más bien un traductor que también escribía, y me pareció que esa forma de enfocar la vida era la ideal: escribes un libro y luego te dedicas a traducir hasta que has concebido una nueva idea para ponerte a escribir el siguiente. Bosch no me dio ningún consejo sobre la escritura, pero sí que me aleccionó acerca de la traducción. Transcurrió una década, durante la que compatibilicé trabajo y estudio, hasta que intenté llevar a la práctica ese ideal, cuya realización ha resultado cojitranca: he sido traductor profesional durante treinta y cinco años, pero no he escrito nada creativo digno de publicación. ¿Cuáles son, desde su punto de vista, las principales virtudes de un buen traductor? Pasión por la lectura, curiosidad por las lenguas en general, lo cual no significa que uno trate de ser políglota, sino que el hecho de que los seres humanos hablemos
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de maneras tan distintas siempre le intriga, y cuando lee una novela de Márkaris, por ejemplo, se dice: «Cuánto me gustaría poder leer esto en griego moderno. A lo mejor, si llego a los cien años…». El estoicismo es una virtud importante para el traductor, puesto que la suya sigue siendo una profesión muy mal pagada y en la que se plantean muchas exigencias únicamente a cambio de seguir teniendo trabajo eternamente mal pagado. El reconocimiento a su labor por parte de la crítica y el público, que ha sido inexistente durante siglos, actualmente empieza a ser una realidad. Pero, aunque ahora esté más reconocido, el traductor debe ser humilde, y esa es otra virtud necesaria. La traducción perfecta es imposible, tanto como la corrección de estilo perfecta, y el traductor ha de ser consciente de que el valor de su trasvase de un texto escrito en otra lengua a la suya propia estribará en el grado de aproximación al original. Su texto, aunque a primera vista parezca indiscernible del original, siempre será aproximado. La paciencia, la tenacidad y la disciplina completan, a mi juicio, la serie de virtudes que ha de tener un traductor literario. Joaquim Mallafrè recuerda en su ensayo Llengua de tribu i llengua de polis: Bases d’una traducció literaria, que «un altre traductor que prescindirà de la literalitat per refiar-se de la intuïció és Ezra Pound. “More sense and less syntax” eren les seves paraules». ¿Es importante para usted la intuición de la que habla Mallafré? Creo que Mallafrè debería haber profundizado más en esta cuestión en su excelente ensayo. Nos dice que hay lectores chinos que subrayan la fidelidad de Pound a la lengua china, aunque el gran poeta la desconocía. A pesar de que el asunto es extraordinario y merecedor de un estudio a fondo, Mallafrè se limita a decir que «el caso no deja de ser curioso», que es un «caso singular». A mi modo de ver, es absolutamente imposible hacer una traducción directa sin conocer la lengua de partida. Es evidente que la intuición no puede bastar para adivinar sin error las relaciones, los matices, los modismos, las alusiones, las referencias que se establecen entre millares de ideogramas. Una cosa es aprender el significado y la pronunciación de unos cuantos ideogramas para incrustarlos en un poema propio y
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otra tener el don mágico de traducir fielmente el gran poema El templo, de Po Chü-i, sin haber estudiado en serio el chino clásico. Esa tarea la realizó Arthur Waley, que fue autodidacta y tradujo del japonés y el chino clásicos sin haber estado jamás ni en Japón ni en China, ni haberse ocupado de las lenguas modernas de esos países. No voy a negarle el beneficio de la duda, pero, aunque la prosa y la poesía inglesas de Waley son deliciosas, me temo que los chinos que se maravillan de su fidelidad a la lengua china son buenos conocedores del inglés que en realidad se maravillan de la belleza que es capaz de crear un británico en su idioma partiendo de la lengua china. Hay una intuición que actúa automáticamente y que te hace saber que la elección que tomas es la correcta. En esto mi opinión coincide con la de Conrad. Aniela Zagórska, sobrina de Conrad, tradujo sus obras. Un caso curioso: la sobrina polaca traduce al polaco las novelas que su tío polaco ha escrito en inglés. Pues bien, Conrad le dijo que la traducción, al igual que otras artes, requiere elegir, y elegir supone interpretar. Le aconsejó: «No te empeñes en ser demasiado escrupulosa. En mi opinión es mejor interpretar que traducir. Se trata de encontrar las expresiones equivalentes, y para ello te ruego que te dejes guiar más por tu temperamento que por una conciencia estricta». No ser demasiado escrupulosa significa no ser literal. Es mejor interpretar que traducir significa que el sentido prevalece por encima de las palabras con que se exprese una idea. Dejarte guiar por tu temperamento significa dejarte llevar por tu intuición automática, que te indica por qué dirección has de buscar las equivalencias. Además de esa intuición automática, existe una intuición más honda, lo que coloquialmente llamamos «estrujarte los sesos», que uno pone a trabajar conscientemente cuando se encuentra ante una dificultad de tal envergadura que no ve la manera de conservar el sentido, aunque utilice unas palabras totalmente distintas a las del original. Es el hábito de estrujarte los sesos lo que posibilita que, casi siempre, acabes por encontrar una solución de la dificultad más o menos satisfactoria. El sentido es lo que en ningún caso puede alterarse, pues si se hace el resultado no es una traducción sino un texto creativo paralelo al del original. En definitiva, la intuición es fundamental, pero nadie posee el don mágico de traducir exclusivamen-
Nunca me he encontrado con autores cuyos textos requieran una traducción literal. La verdad es que entiendo por «traducción literal» un primer borrador, porque en cada lengua las cosas se expresan de distinto modo y traducir no consiste en sacar garbanzos del saco A para meterlos en el saco B, sino en decir en tu lengua lo dicho en otra sin que, en la medida de lo posible, se note que ha sido dicho en otra lengua, lo cual excluye la literalidad. Cierto agente literario nos dijo a los traductores de uno de sus autores estrella que teníamos que traducir exactamente lo que el autor había escrito o atenernos a las consecuencias. Esto no pasaba de ser una confesión de que la única lengua que conocía el agente era la suya, el inglés, y no tenía ni zorra idea de lo que se hace al traducir.
te a base de intuición. En el caso de las lenguas muy próximas, como las romances, en ocasiones, e incluso a menudo, el contexto permite suplir el desconocimiento de determinadas palabras, de ciertos giros y modismos, pero eso se debe más a la pura lógica que a la intuición. Por otro lado, Feliu Formosa señala en su libro El gest i la paraula que Bernhard «demana literalitat, al marge de la reordenació que la sintaxi alemanya fa inevitable». ¿Se ha encontrado, en su labor como traductor, con autores donde esa literalidad sea la mejor opción a la hora de abordar la traducción? Creo que Bernhard está pidiendo que si él fuerza, por razones creativas, la sintaxis alemana, los traductores hagan lo mismo en sus lenguas respectivas. En principio el traductor debe plegarse a los deseos del autor, siempre que no exija algo que no puede o no debe hacerse en la lengua de llegada. Puede darse el caso de que la capacidad de los lectores del original para asumir las libertades que se tome el autor con la gramática y el léxico no se correspondan con las de quienes leen la obra en su propia lengua. Finnegan’s Wake debe de tener muy pocos lectores en inglés, pero con toda seguridad son muchísimos más que los lectores de la traducción española de la obra. Y los libros se editan para ser vendidos. El medio en el que surge la traducción es una realidad que no se puede perder de vista.
A propósito de Thomas Bernhard, fue un escritor que se mantuvo al margen de la traducción de su obra. ¿Qué relación ha mantenido con los autores que ha traducido? ¿Han colaborado con usted? He traducido demasiado para haber podido relacionarme siquiera con una parte de los autores. Tengo dos currículums, el presentable y el otro. Para este último usé tres seudónimos. Mi interés por relacionarme con los autores de los libros de ese segundo currículum fue nulo. En cuanto al primero, algunos a los que hubiera querido conocer personalmente habían muerto o estaban a punto de desaparecer, como es el caso del incomparable Patrick Leigh Fermor, con quien apenas tuve tiempo de intercambiar un par de cartas antes de que falleciera. La relación que tuve con alguno de los vivos fue breve, en general agradable y, en los casos en los que me he dirigido a ellos planteándoles mis dudas sobre alguna frase, de escasa utilidad. No es conveniente tratar de resolver dificultades abordando a los autores. Si son anglosajones, por lo menos en mi experiencia, no tienen ni idea de español, y a algunos la traducción les parece una empresa quijotesca. No recuerdo qué me dijo exactamente William Kennedy cuando le planteé mis dudas sobre ciertas frases sin aparente sentido en una de sus novelas, pero creo que una traducción libre que conservara intacto el sentido sería: «Ni aunque me amenazaran con atarme a la cola de un caballo desbocado que me arrastrara por
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una llanura cubierta de espinos en Nuevo México me dedicaría a un trabajo como el tuyo». En el discurso para la Real Academia Española titulado Servidumbre y grandeza de la traducción, Miguel Sáenz se preguntaba: «¿Por qué son incapaces de aceptar que una traducción tenga el acento de algún país de América? Y a la inversa: ¿por qué a veces, en América Latina, se califica a una traducción de mala, simplemente por ser española, sin atender más razones?». Tal vez nosotros tengamos cierto complejo de superioridad porque el español nació aquí y ello bastaría para que el castellano peninsular fuese el normativo. Por otro lado, los latinoamericanos argumentan que ellos constituyen el noventa por ciento de los hablantes de la lengua, así que menos humos. Naturalmente, ellos preferirían leer traducciones escritas con las particularidades lingüísticas de sus respectivos países, pero la industria editorial peninsular es demasiado potente e inunda sus librerías de traducciones llenas de «gilipollas», «coger» y otros términos que les producen dentera. Yo solo leo traducciones de los idiomas que desconozco, es decir, todos los que no forman parte de la familia romance, exceptuando el rumano, y el inglés. Acabo de leer La guarida, de Norman Manea, novela editada en España. Me he encontrado con un par de americanismos y me han parecido bien, de la misma manera que me gusta llamarle al cruasán «medialuna». En el remoto pasado no fue así. Apenas salido de la adolescencia, cuando me apasioné por Henry Miller, no podía leer en inglés y, como aquí sufríamos una dictadura que impedía publicar determinados libros, tenía que leer sus obras en traducciones latinoamericanas. La «lapicera fuente», la «pollera», la «frazada» y tantos otros términos me sacaban de quicio. Por eso cuando un lector mexicano se mostró indignado en un blog por ciertas palabras en una de mis traducciones, me pareció justo. Donde las dan las toman. Dicho esto, no usaría jamás «medialuna» en lugar de «cruasán» en una de mis traducciones, por más que «cruasán» sea un galicismo adaptado al castellano. Soy europeo y hablo y escribo en el español de Europa, aunque apenas seamos el diez por ciento de la lengua de los seiscientos millones.
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Alianza Editorial ha publicado el libro de relatos Mi marido es de otra especie, de Yukiko Motoya, y la novela Si los gatos desaparecieran del mundo, de Genki Kawamura. Son libros traducidos por usted y por Keiko Takahashi. ¿Cómo se plantea la colaboración con otro traductor? En el apartado de mis traducciones del japonés no puedo hablar simplemente de «colaboración con otro traductor». Digamos que he tenido la ayuda generosa y paciente, porque a veces me ponía muy pesado al no aceptar sin más las soluciones que, mi mujer, Keiko Takahashi, me proponía. Como nos conocimos hace medio siglo, como ella habló a nuestros hijos en japonés desde el primer momento y esa lengua sigue siendo la segunda en nuestro hogar, como hemos visitado Japón una infinidad de veces a lo largo de ese medio siglo y he tenido una buena relación con su familia, que solo habla japonés pero es condescendiente conmigo cuando les hablo como Tarzán hablaba el inglés, como he pasado por épocas en las que he hincado los codos tratando de aprender a fondo la lengua, pero me ha faltado constancia, tengo un conocimiento que me permite ver un texto y saber de qué va, leer perfectamente los silabarios hiragana y katakana, entender un número de kanjis notable pero insuficiente, de modo que, si bien sigo expresándome en japonés como un principiante, tengo una clara habilidad para descifrar un texto, todo lo que acabo de decir más la imprescindible ayuda de Keiko me ha permitido traducir unas cuantas obras en su lengua. El último libro de Yukiko Motoya, Selección automática, ha sido traducido por Emilio Masiá. ¿Qué motivó el cambio? ¿Es preferible, para el lector, que el mismo traductor se ocupe de toda la obra de un escritor? Tampoco he traducido lo último de Colum McCann ni de Richard Powers ni de Coetzee, etc. Tuve que jubilarme debido a que mi estado físico era incompatible con las obligaciones que comporta la traducción por encargo. Problemas vertebrales y un trastorno importante de la vista. No he dejado de traducir, con el placer de elegir los textos y la tranquilidad de no estar sometido a las fechas de entrega, porque me gusta y porque es una manera extraordinaria de mantener las neuronas en
ebullición, pero en el aspecto material es como si no estuviera haciendo nada, porque soy reacio a embarcarme en penosos peregrinajes por las editoriales tratando de vender mi «producto». No es imprescindible que a un autor le traduzca siempre el mismo traductor, pero lo cierto es que pueden crearse profundas simpatías que dificultan la aceptación de un nuevo traductor. Así me sucedió, por ejemplo, con La montaña mágica. Hace años que tengo sobre la mesa de los libros pendientes de lectura la nueva traducción de Isabel García Adánez, pero, a pesar de que, cuatro años antes de que apareciera, había leído en una revista literaria que «la versión muy antigua de Mario Verdaguer se reedita constantemente y pide a gritos un pase a la licencia», esa fue la versión que leí en mi adolescencia, una traducción de la que tengo un recuerdo imborrable y, aunque le pido disculpas a Isabel, todavía no he podido licenciarla. En ocasiones, es el propio traductor quien propone la publicación de un autor extranjero.
¿Qué escritores ha introducido usted a nuestra lengua? De las pocas ofertas que he hecho, solo me han aceptado una. Como me cuesta mucho asumir los rechazos, lo cual enlaza con lo que he dicho en una respuesta anterior, no estoy seguro de si me decidiré a seguir tratando de colocar las traducciones que hago por mi cuenta, sin prisa y con pausas, o si las dejaré en los cajones para que mis hijos hagan con ellas lo que quieran cuando ya no esté. En el año 2005, Atalanta editó La historia de Genji, de Murasaki Shikibu, uno de los grandes clásicos de la literatura universal. Usted fue el encargado de traducir esta obra. ¿Cómo afrontó una labor de tanta magnitud? Quien afrontó realmente la traducción de una obra gigantesca, escrita antes del Cantar de Mío Cid, para situarnos en el tiempo, y en un lenguaje que los japoneses, excepto los eruditos, no pueden entender desde hace siglos, por lo que requieren una traducción al japonés moderno, fue Royall Tyler, experto en la lengua de la era Heian (siglo XI). Yo me limité a traducir su texto en inglés. No es que esto fuese coser y cantar, puesto que es necesario mantener el tono apropiado y utilizar un lenguaje lo más atemporal posible, que en ningún momento parezca demasiado actual ni demasiado anacrónico. Tyler lo consigue, en contraste con los traductores de la obra que le precedieron, Arthur Waley, que con una prosa encantadora describe aquel mundo remoto en un tono que podría usar para describir la aristocracia de la época victoriana, y Edward Seidensticker, cuya versión, un tanto pedestre, carece del tono poético que tiene la de Tyler. Este incluso tradujo los poemas waka de manera que las sílabas en inglés coincidieran con las del japonés. Al igual que el haiku, el waka carece de rima, pero el número de sílabas, 5-75-7-7, ha de ser exacto. Aunque los poemas están colocados en dos líneas porque de lo contrario el volumen sería todavía más grueso de lo que es, si cualquiera de ellos se divide en segmentos con el número de sílabas que he indicado, tenemos un auténtico waka en inglés. No sucede lo mismo con mi versión. La obra contiene ochocientos poemas, y obtener auténticos waka en castellano traduciendo los ingleses era imposible de por sí, aparte de que disponía de poco más de un año
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para entregar el trabajo en la fecha asignada. Así pues, prescindí de esa exquisita minuciosidad de Tyler y me concentré en transmitir el tono poético de los waka, dejando de lado la métrica. Ese mismo año la editorial Destino publicó La novela de Genji. Surgieron en ese momento ciertas suspicacias por la coincidencia de las dos traducciones. En estos casos, donde se pueden tardar años en realizar el trabajo, ¿se le exige al traductor una especial discreción? El señor Roca-Ferrer, encargado de la versión de Destino, es un notario aficionado a traducir clásicos orientales y escribir biografías. Es decir, se trata de un diletante, no de un traductor profesional. Mi teoría, de imposible verificación, es que había traducido por su cuenta, como yo mismo traduzco ahora otras obras, el Genji de Arthur Waley. Debía de conocer a alguien de Destino y ofreció el libro a esa editorial. Allí vieron que se trataba de un texto viejuno, un mamotreto japonés del siglo XI, nada menos, y de una extensión excesiva. Tal vez en aquella época todavía había alguien en la editorial con conocimientos de literatura y recordó lo que José María Valverde dice del Genji en su Historia de la literatura universal (1959): «La expresión es sencilla, y ha contribuido a su secular popularidad, testimoniada en nuestros días por una versión cinematográfica, aunque tal vez el lector occidental no resista la cerrada atmósfera de invernadero de esta narración». ¿Alguien había visto la película en cuestión? Nadie. Alguno de esos insoportables tostones japoneses. Y, al margen de lo que Roca-Ferrer hubiera hecho con el texto, a este debía de ocurrirle como a la proverbial mona vestida de seda. Aunque el ambiente sea aireado con toques de modernidad por el polivalente notario, con cerrada atmósfera de invernadero se queda. De modo que metieron la traducción en el limbo de los manuscritos ni admitidos ni rechazados, y allí permaneció, hasta que a alguien le dijeron que un hijo de la duquesa de Alba iba a inaugurar una editorial y que esta iba a ser su primera obra. ¡Diablos, tal vez el invernadero no sea tan inaguantable! Así que los encarregats del negoci tocaron a zafarrancho de combate y comenzó la competencia entre dos editoriales por conseguir el público más amplio para el mismo libro. Ni que decir tiene, quien consiguió el público más
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amplio fue el notario. Resultó que este había aireado a fondo el invernadero, lo había modernizado y llenado de bibelots de corta y pega pescados en los ricos caladeros de Google. Valverde se había equivocado. Nuestros lectores occidentales resistían de maravilla. La crítica atacaba al osado aireador, pero ¿a quién le importa la crítica? Puede que las cosas no fuesen así, sino de un modo totalmente distinto, pero tampoco importa, porque todo lo relacionado con la aparición simultánea de dos traducciones indirectas de una obra tan singular da alas a la imaginación. ¿Por qué se decidió a traducir La historia de Genji de la versión inglesa de Royall Tyler, y no directamente del japonés? En primer lugar, la decisión de traducir la obra del inglés la tomó el editor. En segundo lugar, ninguna editorial española podría costear la traducción de la obra directamente del japonés original de la era Heian. En todo caso, podría utilizar una de las varias versiones existentes al japonés moderno, probablemente la de la novelista y monja budista Jakuchō Setouchi, quien hizo una versión que, parafraseando al No-Do del franquismo, ponía el relato de Genji al alcance de todos los japoneses. Su idea era que gran número de estos llevaran encima la obra, editada en varios volúmenes pequeños, para leerla en los largos trayectos en tren de casa al trabajo. Eso le saldría al editor mucho más costoso que la traducción del inglés, aunque asumible para algunos, pero seguiría siendo una trampa, una traducción indirecta. Hoy existe una versión directa del Genji al español, obra de Hiroko Izumi e Iván Pinto Román, publicada por el Fondo Editorial de la Asociación Peruano Japonesa. No se trata de una editorial comercial. Es una versión realizada en el ámbito académico y, por lo tanto, la cuestión económica no representa un problema. La señora Izumi es doctora en literatura japonesa y el señor Pinto es un abogado y diplomático estudioso de la historia cultural japonesa, que enseña en una universidad peruana. Todo esto no permite saber si el original que han usado es el de la era Heian o una de las versiones modernas no tan populares como la de Setouchi, las de Akiko Yosano, Fumiko Enchi o Tanizaki. Cuando tenga la seguridad de que se trata de una traducción del
japonés antiguo, procuraré hacerme con ella y la leeré, aunque sea con lupa. Lo prometo. ¿Qué opina de las traducciones a través de una lengua interpuesta? ¿Cree que en algunos idiomas es inevitable? Al contrario que el «pecado nefando» del pasado, que en nuestros días, por lo menos en países como España, afortunadamente ha desaparecido, las traducciones a través de una lengua interpuesta siguen siendo un pecado nefando de la cultura. Cada vez se cometen menos, ciertamente, pero cuando se cometen no tienen perdón de Dios. El pecador principal es el editor, que decide traducir un libro de un idioma distinto al del original. El traductor vive en precario, necesita trabajo, no está en condiciones de negarse a aceptar un encargo, una negativa que puede salirle cara. En su caso se trata de un pecado venial. Yo he hecho varias traducciones indirectas, de obras japonesas y chinas, y solo una de ellas, la del Genji, lo ha sido por propia voluntad. Ese es mi único pecado nefando. Podía haberme negado sin ninguna repercusión, porque la editorial aún no se había constituido y en aquella época no me faltaba trabajo. Pero no me resistí a la oportunidad que se me brindaba
de leer el Genji con la profundidad lectora que conlleva la traducción: lees, traduces, relees y vuelves a leer, todo ello demasiado rápido, es cierto, porque tienes una fecha de entrega y otros asuntos a los que atender, pero cuando traduces un libro lo lees a conciencia, desde la primera a la última palabra y tres veces como mínimo, aunque cuatro es el número ideal. La inevitabilidad de la traducción indirecta de obras escritas en idiomas considerados exóticos obedece a la economía. Hasta hace relativamente poco, el japonés era uno de esos idiomas y a nadie le extrañaba que Andrés Bosch, a quien he mencionado antes, tradujera Confesiones de una máscara del inglés y Juan Marsé El pabellón dorado del francés. Eso terminó y ahora el japonés se codea con las principales lenguas de cultura occidentales. Ahora bien, ¿algún editor publicaría directamente del vietnamita El canto de Kieu, una obra en verso escrita por Nguyen Du en 1820 y considerada la principal obra maestra de la literatura de Vietnam? Supongo que si alguno se interesa por esta obra propondrá a un traductor de inglés que le traduzca la versión de Timothy Allen. Aquí se traduce mucho y en el mundo anglosajón no, pero no hay obra maestra de ningún país que no tenga su traducción al inglés. Encontrar esta es fácil: la ha publicado Penguin Classics. Muchnick Editores publicó su traducción de La llave, de Junichiro Tanizaki —editada más tarde por Siruela—, también en colaboración con Keiko Takahashi. Parece tener una predilección especial por la literatura japonesa, ¿es así? En efecto, me interesa la cultura japonesa en general y su literatura en particular. Supongo que fui uno de los primeros lectores españoles que descubrieron a Haruki Murakami, ya que leí El fin del mundo y un despiadado país de las maravillas en inglés casi veinte años antes de que lo publicara Tusquets. En 1976 pasé seis meses en Osaka, donde frecuentaba la biblioteca municipal de Nakanoshima y leía en inglés obras de Shusaku Endo, Osamu Dazai, Soseki Natsume, Seicho Matsumoto, Akiyuki Nozaka, Kobo Abe… Mi cuñado es un gran lector y sosteníamos interesantes charlas sobre literatura, con mi mujer como intérprete. Es una lástima que tantos años después, cuando viajamos allá y nos vemos, la situación siga siendo la misma. Ni él habla más de
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media docena de palabras en español ni yo soy capaz de ir más allá de un intercambio de frases sencillas, pero seguimos charlando de literatura y Keiko sigue haciendo de intérprete. Ha traducido gran parte de la narrativa de Philip Roth. ¿Qué nos puede contar del escritor estadounidense? De toda su obra, ¿qué novelas destacaría? Con Philip Roth me sucede como con Thomas Mann, André Gide, Henry Miller, Patrick Modiano, Julio Cortázar o Vila-Matas: me interesa su obra en bloque. Sé que con todos los autores sucede que unos libros son obras maestras, otros no están tan logrados y algunos son prescindibles, pero eso no me importa en el caso de los citados. Hagan lo que hagan (o hayan hecho) voy a leerlo y disfrutarlo sea cual sea su calidad objetiva, si es que en arte se puede hablar de calidad objetiva. Podría decir que la obra que el mismo Roth prefiere entre todas las suyas, El teatro de Sabbath, es también mi preferida. Por lo menos es la novela que traduje con un regocijo, a pesar de que en realidad se trata de una narración trágica, solo comparable al que me produjo otra obra no traducida por mí, El profesor del deseo. Pero si he de destacar una de sus obras, me inclino por otra que no tuve la suerte de traducir, Mi vida como hombre, por una cuestión personal, una coincidencia peculiar. A medida que leía, observé que no solo había leído todos los libros mencionados en la novela, y no son pocos, sino que en mis ejemplares, desde Retrato de mí mismo, de Thomas Mann, hasta Psicoanálisis del arte y del artista, de Ernst Kris, había subrayado a lápiz cuando los leí, mucho antes de que leyera la obra de Roth, exactamente las mismas citas que aparecen en esta. Yo diría que esto es una coincidencia como las que solo ocurren en las novelas de Vila-Matas. John Updike, Thomas Pynchon o Saul Bellow son otros de los escritores norteamericanos de los que se ha ocupado. ¿Ha sido complicado encontrar una voz para cada uno de ellos? La verdad es que cuando abordas un libro no te pones previamente a buscar la voz, el tono, el estilo o como quiera llamarse. Como dije antes, la intuición actúa por sí sola, mientras que la elección de tal giro de frase,
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tal adjetivo, tal equivalencia de una metáfora depende del sentido del idioma y de la experiencia que uno tenga. Es lo que llamo la intuición profunda para diferenciarla de la automática. Se produce algo similar a lo que sucede con las neuronas espejo: la voz de la lengua de partida hace que aparezca la voz de la lengua de llegada, eso sí, adaptada a las peculiaridades lingüísticas del nuevo medio. Para finalizar, me gustaría saber si hay algún escritor o alguna obra que le gustaría especialmente traducir. Me habría gustado traducir todo lo que se ha publicado de y sobre Philip Roth después de su muerte. Acabo de leer Baumgartner, de Paul Auster, y lamento profundamente no tener la oportunidad de traducirla (sin prisas, pero sin pausas). Me habría encantado traducir El banquete anual de la cofradía de los sepultureros, de Mathias Enard. Hay una infinidad de libros que me habría gustado traducir. Leo mucho en inglés y francés (aunque no tanto como quisiera porque me flaquea la vista), y con cada obra que me satisface experimento el deseo de traducirla. Pero, de hecho, la lectura en la lengua original de una obra extranjera es ya la primera fase de una traducción.
Entrevista a Joana Casanovas Texto: Juan pablo Roa Fotografía: cedida por la entrevistada ©
Joana Casanovas (Barcelona, 1966) es poeta, artista visual y terapeuta licenciada en Historia del Arte (Barcelona) y en Restauración de Pintura Mural y Transportable (Roma y Florencia, respectivamente). Después de trabajar unos años como restauradora dentro del ámbito del coleccionismo privado y formarse como psicoanalista, se ha dedicado hasta el día de hoy al trabajo clínico, actividad que combina con el trabajo plástico. Charlamos con ella sobre su libro Poética de las estructuras (Animal Sospechoso Editor, 2024), que nace de su última exposición de 2023: Mínima intervención, pues, paralelamente a la preparación de las piezas, la poeta escribió dos poemarios: Poética de las estructuras y Climatología extrema (inédito). Se trata de un volumen en el que se halla muy presente la intervención del error, de la ruptura y del desgarramiento como algo inherente al ser humano. La misma autora lo pone de manifiesto ya desde el epígrafe con el que da comienzo a su libro: «Persiste en lo quebrado / una armonía que nos cuida». Es decir, una toma de partido a ultranza por la vida, en la que la poesía es interioridad y pensamiento, búsqueda de una concreción expresiva capaz de alumbrar la realidad. Una realidad que tiene como espejo la palabra viva. Por eso no resulta extraño que Poética de las estructuras haga de lo feo, del zarpazo de lo brutal en la vida, una condición insoslayable de la belleza del mundo. Como si nos dijera sin temor: «no hay belleza sin el contrapeso del mal».
Para llegar a este libro (Poética de las estructuras), en mi opinión es necesario haber es-
crito o publicado antes algún poema. En mi auxilio tenemos la cita de Rubén Darío de que «el genio no nace, sino que se hace», o la célebre frase de Picasso en una entrevista con la revista francesa Les Soirées de Paris de que «La inspiración existe, pero tiene que encontrarte trabajando». Conservo recuerdos muy lejanos en el tiempo sobre mi deseo de escribir; deseo que fácilmente se veía frustrado con todo tipo de inseguridades y vacilaciones. Hubo alguna tentativa de armar un poemario mientras estudiaba Historia del Arte y, al regresar de Roma, incluso me presenté a un premio con una amiga. Luego, tras un largo período dedicada a la restauración de pintura primero, y a mi formación y trabajo como terapeuta después, retomé la escritura de forma disciplinada, armando hasta tres novelas; ninguna llegó a publicarse, aunque la tercera estuvo cerca. Cuando volví a escribir poesía, fue de la forma más espontánea: en mi primera cuenta de Twitter disfruté de una pequeña comunidad interesada en cuestiones de pensamiento crítico, filosofía, arte y poesía. Con ciertos perfiles se estableció un rico diálogo que coincidió con los inicios de mi proyecto visual de Mínima intervención, al punto de que se solaparon las dos pulsiones creativas: la del imaginario poético del trabajo plástico y la del imaginario poético en la escritura. Me interesaba generar dentro de mí misma una vibración que, a su vez, causara una resonancia en el lector, en beneficio de la palabra como «materia viva». Todo ello bien aderezado con ese componente lúdico que llevo conmigo, que introducía un juego interesante del pensamiento dentro de lo lírico.
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Entrevista a Joana Casanovas
Si me permites seguir citando autoridades, existe una cita relacionada con el hecho de que la familia no nace, sino que se hace: dice el sociólogo y antropólogo francés David Le Breton que «La familia es una construcción social más que un hecho biológico. La familia no se trata solo de compartir la misma sangre, sino de quienes están dispuestos a mantenerse unidos, a pesar de las diferencias y dificultades». Te la traigo a colación porque uno de tus antepasados fue el poeta Tomàs Garcés i Miravet1 y, antes de especular, te pregunto si esta «presencia tutelar» tiene que ver algo con tu poesía. No puedo decir que mi abuelo haya sido una figura tutelar. Respeto su poesía, pero nunca me sentí interpelada por ella. La suya es una poesía elegante, claramente más paisajística que introspectiva. Mientras que para mí la poesía es netamente un asunto de interioridad y pensamiento, en búsqueda de una concreción expresiva que engendre direcciones de sentido ético. Tus años de Roma, tu formación como terapeuta, tu oficio de restauradora dentro del ámbito del coleccionismo privado, tu actividad en las artes plásticas y la poesía visual dejan un espectro muy amplio para uno preguntarse por la adolescente que, de alguna manera, salta en pedazos para dar origen a otra piel. ¿Cómo surgió una persona tan ocupada? Todo ha tenido su momento y se ha ido conjugando de forma coherente. En verdad podríamos decir que son distintos planos y niveles de poner en marcha la creatividad, que se concreta de forma expresiva en lo plástico y lo poético, pero también en el trabajo clínico, que no deja de ser intervenir de una forma ex1. Tomàs Garcés i Miravet (Barcelona, 9 de octubre de 1901 Barcelona, 16 de noviembre de 1993) fue un abogado, poeta y profesor universitario, fundador de Quaderns de Poesia (revista catalana de poesía publicada entre 1935-1936, año en que fue interrumpida por la Guerra Civil Española). El equipo director de esta revista estaba conformado por J. V. Foix, Tomàs Garcés, Marià Manent, Carles Riba y Joan Teixidor.
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«Persiste en lo
quebrado una armonía que nos cuida»
presivamente concreta, con el objetivo profesional de provocar abreacción2 y cambio. En una palabra, todas ellas actividades relacionadas íntimamente con el poder transformador y trascendente de la palabra. Me viene a la cabeza una cita de Nietzsche, en El ocaso de los ídolos, que dice: «La poesía no trata sobre las cosas, sino sobre las palabras que utilizamos para hablar de ellas». Por cuanto a mí respecta, eso es ya parte sustancial del planteamiento de todo poema. Esa cita remite a la naturaleza simbólica del lenguaje como transmisor de subjetividad, siempre susceptible de interpretación. Se me ocurre ahora que la psicología profunda la aborda desde una demanda específica de restitución de salud y la poesía la procura por su propia esencia constitutiva, y tanto desde el lado creador como del receptor. En alguna de nuestras conversaciones dije que «Has llevado por ósmosis las fricciones de la vida a la lengua del poema», a propósito de mi temprana reseña «El verbo contra la nada, o la poesía de Joana Casanovas», publicada en línea en la Revisita Abril el 24 de abril de 2023. Sé que tu historia personal te ha llevado a la introspección artística y a tu formación como terapeuta en el campo del psicoanálisis, y por eso vuelvo a citarla para que me ayudes a le2. Abreacción: En la terapia psicoanalítica, proceso de descargar la tensión psíquica generada por una experiencia traumática, reviviéndola mediante su verbalización o a través de actos, en general, en presencia del terapeuta. Es un término utilizado por Breuer y por Freud (1895).
gitimar esa afirmación. ¿Cuánto hay de cierto en esta intuición? No es raro que la historia personal, precisamente en sus momentos de mayor tensión o dificultad, haga mella en nuestra manera de afrontar el mundo. En mi caso ha determinado que la expresión poética, sea visual o
escrita, se afiance como vía de respuesta, incluso como «solución». Claro está que no se trata de una solución práctica a las dificultades concretas del vivir, pero sí una solución en el orden de poner a respirar de forma satisfactoria la presencia en la realidad: satisfactorio es poder pensar de forma creativa para intervenir adecuadamente sobre el discurso sintomático del paciente; como satisfactorio es poner a pensar o jugar un imaginario plástico o poético a través del que ir conformando la manifestación real de una interioridad soberana. Y entiendo por interioridad soberana un estar ético en el mundo que, desde el punto de vista de la responsabilidad, me llama a clarificar y aportar algo del orden de la verdad y la belleza. Sé que algo de ese orden se ha conseguido cuando por efecto de alguna intervención el paciente mejora, o cuando un lector me expresa un determinado placer en la lectura de alguno de mis poemas. Esa es mi pequeña gran ambición y también parte esencial del gozo de estar aquí, del vivir. Por otra parte, al mismo tiempo, como afirmaste más arriba, has escrito tres novelas — una de ellas con el título muy sugerente de La vida secreta de Nuño Garona—, de manera que te pregunto: ¿qué relación tienen tus novelas con la poesía? Un autor clásico de la teoría del arte, Rudolf Arnheim, en su libro Pensamiento visual, dice que «una persona que pinta, escribe, compone o danza piensa con sus sentidos». Eso explicaría, en parte, mi facilidad para pasar de un género a otro. O, dicho de otro modo, desde lo perceptivo se comprende bien qué sería esa versatilidad que me permite pasar de un género a otro, pero también esa facilidad bilingüe cuando paso de un lenguaje hilvanado con palabras a otro construido con materiales. Volviendo a lo concreto de la pregunta, cuando afronto la narrativa, no me siento para nada desgajada de lo poético. De hecho, Nuño Garona es un personaje pasionalmente entregado a cierta suerte de razón filosófica y de la forma más rebeldemente poética. ¿Tu experiencia de la pulsión creativa, en poesía, tiene que ver con el funcionamiento de la
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Entrevista a Joana Casanovas
lengua como artefacto, o más bien de estructuras de pensamiento que subyacen en la lengua? Vivencia de la pulsión creativa y pensamiento coexisten, necesariamente. Y solo puede decirse algo al respecto a posteriori, en la reflexión de la vivencia ya concluida. En el caso concreto de este primer poemario, el descubrimiento de las estructuras vino de la mano del uso del lenguaje en los devaneos del pensamiento, en general muy ocupado y preocupado en las relaciones de las cosas con el acontecer humano. En toda realidad hay estructuración y en lo humano viene dada por nuestro origen, fruto de la vinculación de dos seres humanos generadores de un nuevo ser. Al principio, de forma inconsciente, quise movilizar mi búsqueda de sentido poético en esas relaciones que, durante el proceso, se hicieron visibles por su vinculación estructural. Primero fue desde lo más arcaico, la materia viva. De hecho, el poemario arranca —no porque sí— desde lo animal: «Enterizo», «Nortes», «Remansa, no remansa»..., hasta que despunta «Algo» ya diferenciado, que comienza a estructurar lo vivo en modo diverso, un pie en lo humano. A partir de ahí se van desplegando conceptos que me interesaba abordar y anclar por la palabra, tratando esos hallazgos del pensamiento como imágenes poéticas: «Anclaje», «Fundamento», «Desecho», «Intersticio», «Urdimbre»... En otros poemas y en otro plano, aparece un discurso más personal, el yo que experimenta y se constituye como punto de referencia hablante respecto al acontecimiento de esas estructuras en movimiento. A comienzos de 2023, cuando tuve oportunidad de leer tu poemario, que es el mismo momento en el que decidí apostar por él, te propuse un orden diferente para presentar tus poemas —el editor siempre quiere opinar a propósito de la obra de su autor o, en general, del libro que está montando—, y tu respuesta fue un tajante no, precisamente como de quien tiene muy claro lo que hace y propone con su obra. Ese ordenamiento, sin duda, tiene su validez desde un punto de vista temático, pero perjudicaba un orden más interno, justamente el del descubrimiento de esa
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manifestación poética de las estructuras implícitas en el discurrir expresivo, a su vez deudor de algunos hallazgos lingüísticos. Respetar ese tempo era no caer en una especie de paráfrasis de comprensión avant la lettre que, indefectiblemente, hubiera restado significación a esos hallazgos de la lengua —a veces deslenguada—, que irrumpía de forma espontánea. El ordenamiento es entonces el dado por la pulsión creativa en sus incursiones en los andares del pensamiento y
del corazón, pero también en sus tropiezos y coartadas, en el encuentro de algunos imposibles o trances balbuceantes, que se deja que queden expuestos tal y como surgieron. En este sentido, no ceder a ese ordenamiento temático implica permanecer leal al proceso, pero también privilegiar el resultado parcial, torpe o dubitativo. Así somos en nuestra relación con el Otro y con el mundo, donde las estructuras van tejiendo una imagen especular pertinente. De ahí que, llegando al poema «Desecho», escribo: «Tenemos que hablar del desecho [...]»; es la manifestación del proceso vivo de un concepto que irrumpe en esa secuencia de revelación de las estructuras y que tiene que hablarse —tratarse éticamente, absolutamente e imperativamente—. No podemos demorarnos en eso, quiere decir ese verso..., y ese imperativo ético pide respetar su irrupción en el discurso poético. De hecho, ese componente de revelación es esencial a la cosa poética porque plantea las tensiones y paradojas de nuestra condición: somos de tal forma que producimos un daño, pero también un bien. Y quizás el mayor hallazgo de sentido al que me ha llevado ese viaje de la Poética de las estructuras es que, en la misma coyuntura del daño que somos, nos sigue sosteniendo un don generador que subyace y apunta al misterio insondable del amor. Para cerrar, déjame traer a cuento una cita de Jurij Lotman sobre la poesía en La estructura del texto artístico (1970), que encaja como anillo al dedo para lo que hemos hablado: «La poesía es un sistema de signos autónomo que crea su propio mundo, cerrado y autocontenido, que se rige por sus propias leyes y principios. La poesía no se limita a imitar la realidad, sino que utiliza el lenguaje para crear un mundo imaginario que desafía las convenciones culturales y sociales. En este sentido, la poesía puede ser vista como una forma de resistencia contra las normas establecidas, y como una búsqueda de nuevas formas de significado y expresión» (pág. 233). Viene al caso mencionar a Jacob Böhme (1575-1624), el filósofo y místico alemán que, en su obra más relevan-
«Entiendo por interioridad soberana un estar ético en el mundo que, desde el punto de vista de la responsabilidad, me llama a clarificar y aportar algo del orden de la verdad y la belleza» te, Aurora, escribió «mirad al fundamento; al corazón» y que en mi libro aparece como primer epígrafe. No soy especialista en la materia ni mucho menos, pero me doy cuenta de que Poética de las estructuras le debe mucho a Böhme. Por su concepción del ser: se es desde el centro y concéntricamente, por una relación de principios y fundamentos que van de lo que él llama la «dura comprensibilidad» que se fija en la exterioridad, hasta ese centro fundamental, inherente a lo divino desde «lo creatural»; me han interesado esas relaciones, puestas de manifiesto por el mismo lenguaje; lenguaje que afecta —baña, inunda— toda su cosmogonía. Se diría que su escritura es creacionista, cierta suerte de ejercicio alquímico que, de algún modo, interioricé desde el mismo pulso creativo, como una especie de posesión. Para mí la escritura ha de generar vibración y entraña una eclosión expresiva que compromete forma y sentido, buscando una elevación o trascendencia que el mismo lenguaje nos brinda, si no nos dejamos constreñir por todo lo que pueda achatarlo y, por lo tanto, fijarlo a un nivel más superficial. El camino por recorrer hacia ese se es céntrico y concéntrico exige el mismo ejercicio del poema en cuanto «creatura» en su ir siendo y mostrándose. Hay otro aspecto de Böhme que he incorporado a mi manera: la connivencia de los opuestos en la manifestación de la inmediatez, no por ello menos en pugna en la voluntad de devenir en una ética que, en Böhme, claramente se expresa como Bondad. De ahí, se comprenderá mejor la voluntad que imaginó el segundo epígrafe del poemario: «Persiste en lo quebrado / una armonía que nos cuida».
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Entrevista a Jorge Alderete Texto: Eduardo Suárez Fernández-Miranda Fotografía: David Barajas ©
Desde la lejana Patagonia, Jorge Alderete (Santa Cruz, 1971) se trasladó a La Plata para estudiar Diseño en la Facultad de Bellas Artes de la Universidad Nacional. Su labor como diseñador gráfico le ha llevado a crear portadas de discos de músicos como Los Fabulosos Cadillacs, Andrés Calamaro o Los Straitjackets, y portadas de libros, como la de la novela Blanco nocturno, de Ricardo Piglia. Es autor de la novela Olot, publicada por la editorial Autsaiders, El año de la rata, editada por Libros del Zorro Rojo, en colaboración con Mariana Enríquez, y la novela gráfica Black is Beltza. Es cofundador del sello discográfico Isotonic Records. Su obra como ilustrador ha sido expuesta en galerías y museos de Europa y América.
Junto a Mariana Enríquez ha publicado el libro El año de la rata, una «singular propuesta que invita al lector a reflexionar sobre el momento crítico que atravesamos como humanidad». ¿Cómo surgió esta colaboración con la escritora argentina? Cuando empezó la pandemia me encerré a dibujar, fue una especie de terapia. Dibujaba a diario, sin rumbo, sin guion, sin nada en particular que contar. Iba juntando esas imágenes, que al término de una temporada y estando todas juntas empezaron a tener un sentido conjunto. Me di cuenta de que, de alguna manera, esas imágenes se habían convertido en una especie de crónica; no contaban la realidad tal cual la estábamos viviendo, pero sí se encontraban atravesadas por ella. Cuando tenía alrededor de sesenta o setenta imágenes empecé a pensar en un formato libro, un libro que estaba contado en imágenes, pero no tenía texto. Ahí empecé a pensar quién podría poner palabras a esas imágenes y la primera persona que me vino a la mente fue Mariana. Con ella nos conocimos en la época de la universidad en la ciudad de La Plata, en Argentina. Y más o menos frecuentemente habíamos seguido en contacto. Así que El año de la rata, que nació en solitario en la pandemia
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y en la Ciudad de México, se convirtió en un proyecto colaborativo con la voz de Mariana de Buenos Aires. Es usted artista gráfico, diseñador e ilustrador. En un libro como El año de la rata, ¿cuál de estas tres facetas predomina? El diseño del libro lo hizo Clarisa Moura. El ilustrador existe en la medida que acotemos el proyecto solo al
formato libro. En este caso, el proyecto creció más allá, aunque el libro es por ahora lo más visible. También surgió una colaboración con la bailarina y coreógrafa Dalel Bacre, desde Los Ángeles, quien realizó una pieza de videodanza que contó con la colaboración musical de The Legendary Tigerman desde Lisboa. Con Dalel, actualmente estamos trabajando en un proyecto multidisciplinar de danza contemporánea, ilustración en vivo, música, video y nuevas tecnologías, también llamado El año de la rata, porque surge a raíz de las mismas imágenes. El libro se articula en torno a una serie de imágenes de monstruos, criaturas mitológicas, aliens y personajes reales. Junto a los textos de Enríquez, se crea una incertidumbre sobre la veracidad de lo narrado. Pensemos en el Museo Itinerante de los Placeres Raros. ¿Se ha querido plantear este juego con el lector? ¿Qué fueron primero, sus ilustraciones o los textos de Mariana Enríquez? Como te decía, primero sucedieron las imágenes. Luego Mariana aleatoriamente escribía estas crónicas a medio camino entre ficción y realidad. Lo hicimos de manera muy lúdica y sin muchos condicionantes, queríamos sobre todo disfrutar el proceso de creación. Por lo mismo solo acordamos algunas reglas básicas: no hablar explícitamente de la pandemia que estábamos viviendo… y decidí no contarle (salvo en unas pocas ocasiones que lo ameritaba) de dónde habían surgido esas imágenes, o qué significado tenían para mí. Dejar la libre interpretación de Mariana era fundamental. Y Mariana reunió imágenes que no nacieron juntas para escribir algunos textos, yuxtapuso otras, las mezcló y barajó de nuevo. Según consta en el colofón del libro, se han utilizado las fuentes tipográficas Beastly, Type Company y Source Sans Pro. Como diseñador, ¿fue usted el encargado de elegir estos tipos? ¿Por qué estos, precisamente?
Las fuentes las escogió Clarisa, lo conversamos y lo acordamos, pero fue su decisión. La editorial Autsaider Cómics publicó en 2022 Olot. En la portada del libro se dice que es una novela de Dr. Alderete. ¿Por qué se ha utilizado el término novela sin hacer mención a su carácter ilustrado? Cuando se publicó el El año de la Rata me vi dando muchas veces explicaciones de que también era «autor» del libro, no solo el ilustrador. Que desde la imagen también se podía narrar. Me vi dando esta explicación en lugares impensados y me causó mucho asombro por decir lo menos. Entonces, cuando escribí y dibujé Olot jugué un poco con eso… Es una «novela» en la medida que escribí la historia, es «gráfica» por obvias razones. Y como son obvias razones decidí omitirlo de la portada. Lo importante para mí siempre es contar una buena historia, el resto es anecdótico. ¿Cómo surgió su relación con Autsaider Cómic? Nos conocimos a la distancia unos años antes, cuando se hizo el Festival de Cómics Nostrum en Palama de Mallorca y ellos fueron los encargados de editar el catálogo que acompañó mi exposición allá. En Olot, el protagonista de la novela visita la ciudad de la comarca de La Garrotxa en varias ocasiones. ¿Qué papel juega este personaje?
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Entrevista a Jorge Alderete
El personaje principal de la novela vive en Olot, tiene una vida rutinaria y monótona y repetitiva que va discurriendo lo largo de los años, quizás un reflejo de un proyecto que también nació en la pandemia, que había vuelto nuestras vidas repetitivas, rutinarias y quizás monótonas. Es el encargado de ir hilando una historia de ficción que transcurre a lo largo de muchos años y que es interferida por microrrelatos, más cercanos a lo documental.
Twin Peaks y Expediente X son dos series de televisión legendarias de los años noventa. ¿Encontró inspiración en ellas a la hora de crear esta novela? Totalmente, ambas son series que en su momento fueron muy importantes para mí, por eso el homenaje a David Lynch y a Chris Carter en Olot. En el prólogo del libro, titulado «De cómo llegué a Olot», recuerda que se encontró «con un lugar enigmático, lleno de absurdos, deliciosa comida volcánica […] e historias reales que desafiaban cualquier ficción». ¿Puede contarnos, más detenidamente, qué encontró en Olot para que se convirtiera en escenario de su novela? La verdad, prefiero no contarlo acá [ríe]. Lo cuento más o menos detalladamente en el libro y básicamente se trata de moais, misterios, crímenes, ovnis, hechos reales, conjeturas y sexo telepático. Fui a Olot buscando el Moai de la Isla de Pascua que allí existe; cuando llegué sentí que las cosas que allí habían pasado, las anécdotas de personas reales que habían sucedido allí, le daban el entorno ideal a la historia de ficción. Más que darle un marco real en donde fuera lógico que la ficción sucediera, le daban un marco tan irreal que cualquier ficción (por ilógica que fuera) podía ser tomada por cierta. En 2014 se publica su primera novela gráfica, Black is Beltza, en colaboración con Harkaitz Cano y el músico Fermín Muguruza. ¿Qué puede contarnos de este libro? Black is Beltza es un proyecto de Fermín. Él y Harkaitz estuvieron colaborando durante un par de años
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en la escritura del guion de una película de animación. Cuando lo tuvieron listo vieron la necesidad de realizar la novela gráfica antes que la película y en ese momento me sumaron al proyecto. Un amigo en común, el mánager de Los Fabulosos Cadillacs en Estados Unidos, nos presentó cuando Fermín le contó que estaba en la búsqueda de un dibujante para Black is Beltza. Así que me encargue de adaptar el guion al formato novela gráfica, de la creación de los personajes y del desarrollo de la gráfica del proyecto. La mayoría de sus obras están firmadas como Dr. Alderete. ¿Por qué este pseudónimo? Un pseudónimo que nació como personaje para un proyecto de MTV, que nunca vio la luz porque lo atravesó la crisis post-Torres-Gemelas en Estados Unidos. Ha expuesto en museos del Reino Unido, España o México. ¿Qué influencia considera que ha recibido su obra de otros artistas? Muchísima influencia de otros artistas y en general de artistas que rara vez pasan por museos.
Ha diseñado la portada de la novela Blanco nocturno, del escritor argentino Ricardo Piglia, editado por Anagrama. Una ilustración más esquemática de lo que nos tiene acostumbrados en sus libros. ¿Hay una lectura previa de la obra de Piglia para llegar a este diseño? No de la obra en general de Piglia, pero sí de ese libro en particular, y es de esos casos, que en mi carrera se han repetido mucho, donde el diseñador toma el lugar del ilustrador quizás. Artistas como Los Straitjackets, Fabulosos Cadillacs o Andrés Calamaro han contado con usted para diseñar la portada de sus discos. ¿El planteamiento de estos trabajos es similar al de la portada de un libro? No, es bastante distinto, al menos en mi experiencia y en cómo yo trabajo las portadas de los discos. Trabajo las portadas de los discos en contacto directo con los músicos, siento que de alguna manera hablamos lenguajes similares y que tienen que ver con la parte artística y conceptual de esos álbumes. Nunca trabajo la parte artística con las disqueras y en general ellas están más preocupadas por la parte comercial del disco. Y ahí surge el conflicto en general. En la industria editorial está bastante estipulado que las portadas de los libros las decide la editorial y muy rara vez surge el contacto con el autor, salvo a través de su obra. La música es una parte importante de su vida. Es cofundador del sello discográfico Isotonic Records y, además, es miembro del
grupo Sonido Gallo Negro. Con la gira que realizó con Los Fabulosos Cadillacs aunó la música y la ilustración. ¿Puede hablarnos de esta experiencia? Si bien siempre tuve la certeza de que imagen y sonido iban de la mano, no fue hasta empezar a hacer estas participaciones con Sonido Gallo Negro y los Fabulosos Cadillacs cuando eso quedó explicitado y no solo para mí, sino para la audiencia de esos espectáculos. Dibujar en vivo significó un cambio en la manera de concebir mi trabajo, porque entraron en juego factores que hasta el momento no tenía contemplados. El instante en que hago una línea, el ritmo con que se hace esa línea pasó a ser incluso más importante que su perfección. O en todo caso puse en duda el término perfecto. Dejé de pensar el error mismo como una equivocación o una falla, porque ahora era parte sustancial de ese momento efímero que sucedía en cada canción. No hay error ni perfección en los términos tradicionales de pensar la imagen: ese, quizás, fue el más grande hallazgo de la experiencia. Ha trabajado en MTV, Nickelodeon o Canal Fox. ¿Cómo es el trabajo de un ilustrador y diseñador en medios audiovisuales? [Ríe] Eso es historia antigua, creo, y estoy casi seguro de que las cosas cambiaron muchísimo desde aquella época (fines de los años noventa, principios de la década del 2000) en que colaboraba con esos medios. Las comunicaciones cambiaron radicalmente, la tecnología lo mismo. Para terminar, me gustaría saber qué proyectos tiene para el futuro. Estamos preparando las primeras funciones en México del espectáculo El año de la Rata junto a Dalel Bacre y un equipo enfocado en el medio de las artes escénicas, que esperamos suceda entre fines del 23 y principios del 24. Contamos con un apoyo del Fondo Nacional para la Cultura y las Artes de México. También empezando con la adaptación de Olot, para realizar la película. Este año Olot se edita en Francia de la mano de Ediciones Tanibis. A fin de año vamos de gira a Estados Unidos y Colombia con Sonido Gallo Negro y esperamos el año próximo estar por Europa.
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La vida breve
Alergia Francisco J. Lastra
Mi problema con los estornudos comenzó un día de verano rarísimo, donde las nubes de pronto oscurecieron el cielo. Algo estaba mal, porque había sido un día caluroso, un día de piscina, gritos y hielos flotando en jarras con jugo en polvo. Mi intención nunca fue comenzar con un ataque de estornudos crónico. Creo que lo que quería hacer era llorar. Quería llorar porque fue el día en que Quiquito murió. «Se fue al cielo», dijo uno. «Al cielo se fue», dijo otro. «Está con los angelitos», añadió uno. «Con los angelitos está», dijo el otro. Mis padres decían lo mismo de muchas formas distintas, tratando de cubrir todas las posibilidades. Me acuerdo porque fueron días donde nos quedábamos en una casa que no era la nuestra, con olores que no eran los nuestros, escuchando sonidos que no eran los de un día de piscina. Nos llamaban de a uno al gran salón de aquella casa y nos decían aquello, que Quiquito, el cuarto de cuatro, se fue al cielo. Era un salón imponente, de esos a la antigua, donde todavía resonaban los grandes anuncios de otras épocas. El único elemento amigable en aquel salón era un acuario, algo que nunca tendríamos en nuestra casa, porque mamá decía que las mascotas vivían muy poco y a nadie le gustaba decir adiós. Fue detrás de aquel acuario donde me escondí mientras mis padres seguían redundando la muerte de Quiquito. Quieren una respuesta, pensé, mirando el rectángulo de agua. Detrás de una piedra salió un pez amarillo con forma de bumerang y otro rojo más pequeño. Ambos se pegaron al vidrio con sus bocas abiertas en una O. Entonces sí que sentí presión por hacer o decir algo, porque una cosa es decepcionar a tus padres y otra muy distinta es decepcionar a todo el reino animal. Algo comenzó a surgir en mi garganta, pasó de mi boca rápido y salió por mi nariz antes de que pudiera cubrirla. Así comenzó el problema. En el funeral estornudaba tanto que apenas terminaba uno ya comenzaba a elevar la cabeza para encadenarlo con otro. Más que nariz o pulmones, lo que me dolía era el cuello. La gente, que no suele distinguir entre fluidos, pensaba que estaba llorando y hundían sus manos en mis hombros o acariciaban distraídamente mi cabeza mientras decían cosas como «ay, mi niño…» y «está con Dios…». Yo trataba de ocultar mis palmas cubiertas de moco transparente para luego limpiarlas en el pasto. Una tía había traído su radio a pilas y sonaba de fondo un grupo evangélico que cantaba silbando sus eses. Mi iaia, siempre española pero nunca evangélica, sentía la necesidad de defender ella misma los dogmas marianos y repetía al mi lado tras cada estrofa «Virgen María»,
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con las lágrimas corriendo por la cara. Ver a tantas personas llorar me hacía sentir envidia. ¿Cómo les era tan fácil? Pensé en las cosas que me habían hecho llorar antes (la rodilla raspada, el cochayuyo que forcé por mi garganta, esa vez que olí una botella de amoniaco y pensé que moría), pero nada: mis ojos estaban húmedos, pero se negaban a producir algo más convincente. Busqué a mis hermanos con la mirada y vi que también ellos habían estrenado sus lagrimales entre las piernas de otros familiares. ¿Qué era de la solidaridad fraternal? Finalmente trajeron el ataúd y comencé a reír en los pequeños descansos que me permitían los estornudos. «Iaia», dije, tirándole de su falda negra con la mano cubierta con una pátina de moco, «¿Enterramos a Quiquito o a un violín?». Mis padres solo comenzaron a preocuparse días después, cuando descartaron que fuese un simple juego infantil o una fase como la de dibujar círculos en las paredes con excremento. Pasamos por el pediatra, el neurólogo y el psiquiatra —«por si caso», dijo papá—, y ninguno logró dar con aquello que disparaba mis estornudos; mis pulmones estaban sanos y mis interpretaciones al test de Rorschach, si bien algo excéntricas, caían dentro del rango neurotípico. El polvo sirvió entonces como el chivo expiatorio ideal, pues reunía las cualidades del mal omnipresente e invisible que satisfacía a mis padres. Así, cada partícula intrusa se convirtió en el enemigo. Desarrollaron un método inspirado por los Cazafantasmas: papá iluminaba la superficie con una linterna y mamá apuntaba lentamente con la boca de la aspiradora. Era una caza en cámara lenta, pues cualquier movimiento brusco no hacía sino multiplicar la amenaza. Estuvieron así algunos días, hasta que, cansados de ver enemigos por todas partes, renovaron mi pieza con artículos hipoalergénicos y vendieron nuestra Nintendo para comprar un purificador de aire carísimo. Eso tampoco funcionó. Mamá ya no decía «Salud» luego de cada ataque, sino «Basta», «Para» y un par de veces «Ya no puedo más». Yo la veía llevarse las manos a la cabeza y pensé en coserme la boca. Como he dicho: nunca quise comenzar a estornudar ni mucho menos causar tantos problemas. La parte más crítica continuó por un par de semanas, hasta que mi hermano mayor, cansado de mis explosiones de saliva y moco y aún dolido por lo de la Nintendo, me apuntó a la cara con su Super Soaker 200. Quizá fue la sorpresa de tener el extremo de ese juguete naranjo frente a mí o quizá fue el chorro de agua recalentado en la cámara plástica que entró por mi nariz. Lo cierto es que resultó, al menos por un rato.
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La vida breve
Francisco J. Lastra. Alergia
Como ir a todas partes con la Super Soaker daba una idea incorrecta de la familia nuclear, mamá decidió que un balde con agua era la opción más sensata y efectiva. No es que anduviéramos por la ciudad con bolsas de compra en una mano y un balde con agua en la otra. Mamá no era nada estúpida y se hizo con un recipiente plegable en caso de que no tuviésemos acceso a un baño. Así, cada vez que yo comenzaba con un ataque de estornudos, fuera donde fuera, ella sacaba el recipiente de su cartera, lo llenaba con agua o jugo de naranja sin azúcar de una botella de litro y medio, y yo, obediente, hundía la cabeza hasta mis orejas. Era una cosa de pocos segundos, porque si me quedaba bajo el agua mucho más se ponían nerviosos. Después de todo, Quiquito se había ahogado. Falté al colegio por una semana en lo que fue mi primer encuentro con la palabra «duelo». Al volver, el profesor me llevó a un costado y me dijo que había hablado con mis compañeros antes de empezar la clase. De qué hablaron no lo supe hasta que mi compañera de puesto se giró y me dijo con su cara congestionada que lo sentía, lo sentía muchísimo. Me dio tanta rabia que la evité en los recreos por meses. ¿Cómo podía llorar si nunca había visto a Quiquito? ¿Qué le daba el permiso de llorar las lágrimas que debían haber sido mías? Mis recuerdos de esa época tienen una cualidad líquida que atribuyo a todos esos baños nasales con agua clorada. Puedo nombrar los hechos, pero no fijarlos dentro de una línea temporal. Flotan, van de un lado a otro, se superponen. En el colegio tenía problemas para aprender. Cada vez que me pedían escribir una y griega, hacía una i latina. Me tuvieron que enviar a una clase especial con un compañero que no sabía usar las tijeras, donde me gradué luego de un par de semanas con un diploma bajo el brazo y una tableta de chocolate en la boca. Seguí con mis ataques de estornudos. Los que no me conocían pero habían oído de mí me llamaban «el achú», que me pareció mejor que «el del hermano muerto». Íbamos al cementerio a menudo, donde Quiquito era (y sigue siendo) el alma más joven de su sección. Cambiábamos las flores y volvíamos a escribir el nombre de mi hermano que el tiempo iba borrando (para eso es el marcador que la gente trae al cementerio). Pasaron meses, años. Una vez mamá olvidó poner el freno y el auto se fue colina abajo mientras rezábamos el Padrenuestro. Un otoño alguien tomó un molino de viento que le habíamos dejado a Quiquito y lo dejó sobre la lápida de una vecina. Se llamaba Consuelo y había tenido ocho años. El balde con agua desapareció y con él la alergia. Detrás de todas estas puertas no queda nada. No recuerdo a Quiquito. No puedo llorar por él, pero a veces sí lloro por ese recuerdo que no existe. La muerte es una cosa rarísima cuando no sabes ni qué es la vida.
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Francisco J. Lastra (Concepción, Chile, 1990) escribe desde los cuatro años, siendo su primera obra la palabra «Feo», escrita en la mugre de la luneta trasera del auto de su madre. Actualmente vive en Alemania, donde dedica sus ratos libres a Los idiotas, su primera colección de relatos. «Alergia» resultó finalista del premio Energheia 2023.
Terrorífica e innombrable Noemí Galindo Sacristán
Tess notó como el aire caliente le daba una bofetada al salir por la puerta principal del hospital. Cogió fuerte el bolso y miró la hora en su viejo reloj de pulsera: eran las once tocadas. La habían hecho esperar más de una hora y media en aquella salita sin ventanas, con olor a desinfectante, y ahora llegaría tarde a casa de la señora. Se sentía débil y tuvo que cogerse a la barandilla para bajar los cinco escalones que la separaban de la calle. Pensó en tomar un taxi, pero se acordó de que no llevaba dinero. Esa misma mañana su hijo había ido a casa a decirle que se había quedado sin empleo y Tess le había dado lo poco que llevaba en el monedero. Por suerte, era día treinta y la señora le pagaría el mes. Bajó al metro. La pantalla del andén indicaba que tendría ocho minutos de espera. Como había poca gente, pudo sentarse en uno de los bancos de piedra. Una pareja joven se acercó y se sentó a su lado. Tess apoyó el bolso sobre sus rodillas: lo aguantaba con las dos manos. Dentro de él, además de la bata de limpiar, llevaba el sobre con los resultados. No había entendido las palabras técnicas que le había dicho la doctora, pero la enfermedad la conocía: terrorífica e innombrable. No sabía cómo iba a contárselo a su hijo, ni a la señora. Sus pies temblaban. Las rodillas y el bolso, también. Cuando la pantalla indicó que faltaba un minuto para que llegara el metro, se levantó del banco. Se acercó a las vías, abocó el cuerpo y miró abajo. Oyó el silbato. Pensó si aquella señal sonora indicaba el momento exacto de tirarse. No podía ser demasiado pronto, no fuera que hubiera algún héroe en el andén que socorriera a la persona que se tiraba, tampoco demasiado tarde porque un adulto no cabe en el espacio que queda entre el metro y el andén. De pronto, vio algo marrón correr por las vías, era una rata. Le dio asco, giró la cabeza en dirección al túnel y vio el primer vagón de metro que entraba en la estación. Siguieron los otros vagones. Se preguntó si la rata se habría escondido en algún agujero de la pared o si se habría quedado quieta sobre el cemento y el metro le habría pasado por encima sin tocarla. Escuchó el chillido de las ruedas al frenar. Después, las puertas se abrieron, subió al vagón y se sentó en uno de los asientos
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La vida breve
Noemí Galindo. Terrorífica e innombrable
libres. Por la ventana vio como la parejita seguía besándose en el banco. Les envidió. No lograba acordarse del último día en que había estado libre de obligaciones y ahora, aunque no tuviera ánimos, le tocaría cumplir con una más: debía llegar cuanto antes a casa de la señora. A ver si podía hablar con ella porque los martes era el día que quedaba con sus amigas del club para tomar un aperitivo. Necesitaba explicarle lo que le había dicho la doctora: «Tratamiento y reposo. Durante una temporada tendrás que dejar de trabajar.» Hacía treinta y dos años que iba a casa de la señora. Cuando Tess empezó, a la señora la llamaba Inés. Al principio iba tres veces por semana, limpiaba la casa y hacía la compra. Al cabo de un par de años, cuando llegaron las gemelas, la señora necesitó más ayuda y le prometió que en cuanto pudiera la contrataría. En ese momento, Tess amplió su horario a seis horas al día de lunes a sábado y fue entonces cuando la señora le pidió que, en lugar de Inés, la llamara señora. Pasó a preparar biberones y papillas y fue la encargada de dar de comer a las gemelas y de bañarlas. «Tata», la llamaban cuando empezaron a hablar. De niñas, las llevaba al colegio, al médico y a las actividades. Le encantaba acompañarlas a la escuela de danza. Las ayudaba a cambiarse, les hacía el moño y, después, esperaba en la recepción mientras las niñas tenían la clase de ballet. Adoraba la música de piano de fondo, aunque de vez en cuando quedaba interrumpida por algún grito de aquella estirada profesora holandesa. El año antes de que abandonaran las clases de ballet, la señora la invitó al festival de final de curso: «Tienes que venir a ver a las niñas. Tú eres una más de la familia.» ¿Y las familias que hacían? Contarse los problemas y ayudarse. Debía hablar con la señora cuanto antes. Al salir del metro, Tess notó, de nuevo, el desagradable aire caliente. Se recogió la melena larga y oscura con una goma y empezó a caminar. Había recorrido muchas veces aquel trayecto: por la mañana, lo hacía acompañada de las niñas hasta el colegio y sola cuando regresaba para la casa. Por la tarde era al revés. Hasta el día que las gemelas dijeron que ya eran mayores y que les daba vergüenza ir por la calle con una niñera. Durante un tiempo, echó de menos el paseo, los chistes de Paula y los silencios de Marta. Había pasado más tiempo con aquellas niñas que con su propio hijo. A ver cómo iban a encajar todos ellos lo de su enfermedad. Lo que más la inquietaba era cómo reaccionaría la señora. Pensó en lo que tenía que decirle: que se iba a curar, que por favor le guardara el puesto de trabajo. Y que necesitaría que le avanzara el dinero, pero que estu-
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viera tranquila porque recuperaría hasta la última hora. Cruzó la calle, giró a la derecha y caminó hasta llegar a la finca de la esquina. Saludó a Juan, el propietario del local de abajo, que barría la acera. Cuando se paró frente al portal, vio que había una chica con un cochecito a punto de salir. La chica se esperó y le cedió el paso a Tess. Ella se extrañó: no la había visto antes por la finca y no estaba acostumbrada a que nadie le cediera el paso. Tess cogió el ascensor y subió hasta el ático. Introdujo la llave en el bombín y abrió la puerta. Se encontró a la señora de frente, como si la estuviera esperando. —Me tenías preocupada, Tess —dijo la señora apartándose a un lado para dejarla pasar. —Buenos días. Discúlpeme, la visita del médico se ha retrasado. —No te preocupes. Otro día recuperas las horas. Mira… ahora mismo me iba. Hay una lavadora en la máquina. Como no llegabas, al final la he puesto yo. —Cuando termine la cuelgo —dijo Tess dejando el bolso en el suelo. —Saca el polvo y friega el suelo. Después ponte con el comedor a fondo, que ayer tuvimos una celebración familiar. Tess hizo una mueca de sorpresa. El día anterior había estado, con ella, en la casa y no le había contado nada de ninguna celebración familiar. La señora siguió: —Los mayores de Marta están muy movidos, parecen terremotos... Tienen celitos del bebé. ¿Cómo que los mayores tenían celitos del bebé? ¿De qué bebé? ¿El bebé ya había nacido? No le habían dicho que Marta ya había dado a luz. Abrió el bolso para coger la bata y vio el sobre con los resultados. Tragó saliva y preguntó: —¿La veré después? Quería comentarle algo… —No creo que llegue antes de la dos, pero dime, Tess. —Pues verá… quería decirle que… Calló cuando vio que la señora abría el armario del recibidor y, de una de las perchas de madera, descolgaba un fular. Era hermoso y no lo había visto antes. Se quedó observando cómo se lo ponía, elegante, sobre los hombros. Pensó que las gemelas ya no vivían en casa, que la señora ya no tenía tanto trabajo y que, para hacer la limpieza, fácilmente podía encontrar a otra persona. ¿Y si la señora le decía que no le guardaba el trabajo? ¿Y si le reservaba el empleo, pero no le adelantaba el dinero? Entonces, ¿ella qué haría?
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La vida breve
Noemí Galindo. Terrorífica e innombrable
—Tess, tengo un poco de prisa. Me esperan en el club. Dime. —Verá… pues que… ¡que hace unos días que encuentro serrín en el comedor! —¿Serrín? ¿Dónde? —dijo la señora abriendo los ojos. —En el suelo del comedor, bajo las vigas. Hace unos días que encuentro polvillo, como de la madera. —Pues ya me fijaré. ¿Y has visto algún bicho? Cuando vea al presidente de la escalera, se lo comentaré. Ahora me voy, que no quiero llegar tarde. Acuérdate de fregar el suelo con lejía. Y no te preocupes, que si la comunidad tiene que arreglar algo, ya lo arreglarán. La señora dio media vuelta y cerró la puerta tras ella. Tess se quedó mirando hacia el lugar donde unos segundos antes había estado la señora y se acordó de la paga. La señora no le había comentado nada. Seguro que le habría dejado el dinero en el sitio de siempre, en la caja de la librería del comedor. Sacó la bata del bolso y una vez más vio el sobre con los resultados. Llevaba días nerviosa, sin descansar bien por las noches. Se preguntó si ahora que se lo habían confirmado dormiría mejor. Se puso la bata y lentamente se abrochó los botones. ¡Tenía que quitar el polvo y fregar el suelo! Fue hacia el lavadero, cogió los trapos, llenó el cubo de agua y tiró en el interior medio bote de lejía. ¿No quería lejía? Cogió el cubo y lo llevó hacia el comedor. La puerta estaba cerrada, así que lo dejó en el suelo: pesaba mucho. Cuando abrió la puerta, se sorprendió. Había globos de colores atados a una cinta enganchada alrededor del comedor. Habían movido de sitio los sofás y la mesita de centro. Entorno a la mesa del comedor, además del juego habitual de las seis sillas de madera, había un montón de sillas de plástico, de las plegables. Tenía que bajarlas al trastero. No entendía cómo, el día anterior, la señora no le había dicho que había una celebración familiar. El suelo estaba lleno de confeti y purpurina. ¿Cómo que no le habían comentado que Marta ya había tenido el bebé? ¿Había sido un niño o una niña? Se acercó a la librería del comedor donde colgaban unas banderolas de colores pastel: «Welcome», ponía. Repasó las fotografías que había en los estantes: los señores de viaje de novios en las Canarias, los señores con las gemelas recién nacidas en brazos, la señora con las niñas en el apartamento de la playa. Tess no aparecía en ninguna. Ni siquiera en la fotografía que tomaron a las gemelas cuando cumplieron dieciocho años, mientras se arreglaban para la fiesta. Fue ella quien las ayudó a peinarse y las maquilló. Cuando, meses más tarde, Tess pidió a la señora una copia de aquella fotografía, ella le contestó lo mismo que con el contrato: que sí, que claro, que más adelante. Al lado de la fotografía, había la caja con su nombre escrito encima, estaba prácticamente borrado.
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La abrió y vio que no había nada dentro. Tess apretó los dientes con rabia. ¡Otra vez se había olvidado! Caminó arrastrando los pies hasta el dormitorio principal y se detuvo frente al tocador. Siempre le había gustado el tapizado de flores de aquella banqueta. Se sentó y pensó, una vez más, que era cómoda. Se miró en el espejo, se soltó la goma de pelo y dejó que la larga melena negra y lisa cayera sobre sus hombros. La acarició con sus dedos. Se había puesto tan nerviosa en la consulta que no se había acordado de preguntar a la doctora qué le pasaría a su pelo. Abrió el primer cajón del tocador y vio el pequeño neceser con los dos mil euros que la señora guardaba. Por si un día pasa algo. Por si alguien de la familia los necesita. Al lado, estaba el joyero. Levantó la tapa y admiró los objetos del interior. Empezó por los anillos. Tomó el de oro con un rubí y se lo probó en el anular. Le iba grande y se lo cambió al dedo corazón. Se fue probando, uno a uno, los anillos. Cada vez que se ponía uno hacía el mismo movimiento: alejaba la mano y apartaba la cabeza para ver cómo lucía de lejos. Después, lo devolvía a su sitio. Resaltaban sobre su piel oscura. Cuando acabó con los anillos, cogió el collar de diamantes y, con cuidado, se lo puso alrededor del cuello. Brillaba. Observó los broches. Se colgó los dos que más le gustaban, uno con piedras incrustadas y, el otro, un medallón de oro macizo. Éste último pesaba, con razón la señora nunca se lo ponía. Se miró de nuevo en el espejo y le vino a la cabeza la protagonista de la película que había visto la noche anterior. Estaba sentada, como ella, delante del tocador. Vestía un traje chaqueta con una blusa escotada. La actriz se probó muchos collares mientras se tomaba una copa. Dudó un buen rato sobre cuál era el más adecuado para su cita. A Tess le entró la risa al mirarse en el espejo y ver las joyas sobre su bata.
Noemí Galindo Sacristán (Barcelona, 1979) es economista, aficionada a la danza y amante de la literatura. Ha sido alumna de la Escuela de Escritores y de la Escuela de Escritura del Ateneu Barcelonés durante varios años en cursos de Escritura Creativa, Narrativa y Relato. Actualmente trabaja en su primer recopilatorio de cuentos.
Ya no reía cuando cerró la puerta de casa de un golpe. El viejo reloj de pulsera marcaba las doce y cuarto cuando Tess salió del portal y emprendió el camino en dirección al metro. Se notaba débil, pero agarraba el bolso con fuerza. Dentro había los resultados médicos y el dinero. El de por si un día pasa algo y alguien de la familia lo necesita. También la bata, que envolvía el collar de diamantes. Estaba triste porque sabía que nunca volvería a hacer aquel recorrido. Al menos, tenía dinero para pagar los gastos durante cinco o seis meses y una fotografía de las niñas para poner en su salón.
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Los pescadores de perlas
Microrrelatos inéditos de
F. Javier Cano Santa Bárbara
Hoja de servicios Nos divertíamos con espadas de madera a la salida del colegio y disparábamos pistolas de agua en el río. En el salón de casa batallábamos para derribar el mayor número de soldaditos y los domingos nos dejábamos la paga en los recreativos, en una máquina de matar marcianos. Hasta hace unos días, éramos incapaces de acostarnos sin una buena guerra de almohadas y cosquillas. Eso es todo lo que sabíamos antes de llegar a esta trinchera.
La plaga Vivíamos en el lugar más bonito del mundo hasta que llegó el enjambre de tierras lejanas. El silencio y la tranquilidad dieron paso a hordas dispuestas a arrasarlo todo. Eran ellos o nosotros. Pese a que nos superaban en número, conseguimos conservar nuestra tierra a costa de sacrificar parte de la belleza del entorno. Poco a poco se llenó la fosa de parásitos. Un día al año la visitamos para no olvidar lo ocurrido. Entre los restos aún asoma alguna vieja cámara de fotos.
Dominado
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Encajonado Harto de que me llamaran desordenado, me hice unos compartimentos en el cuerpo para guardar lo importante. Coloqué una imagen de mis padres cerca del corazón y una revista prohibida en el costado. En el estante que tenía junto a la garganta situé el nudo que sentía al llorar y reservé el espacio de la cabeza para los pájaros que me revoloteaban a menudo. Con el paso del tiempo llené esos huecos con libros, cartas, discos y fotos de las diferentes novias. Todo pasó a ser imprescindible hasta el punto de que no me cabía nada más dentro y empecé a invadir la casa. En cuanto quise pedir ayuda para organizar aquel caos, la puerta del corazón estaba atorada por el resto de trastos, los pájaros habían anidado y el nudo era demasiado grande.
F. Javier Cano Santa Bárbara (Soria, 1978) es ingeniero de profesión. En 2022 fue seleccionado para representar a España en el concurso internacional de la asociación EACWP (European Association of Creative Writing Programmes), categoría en castellano, en el que resultó segundo a nivel europeo. Ha sido finalista en varios concursos, entre los que destacan Relatos en Cadena, Relatos con Banda Sonora de la Cadena SER y La Microbiblioteca. También ha aparecido en antologías como Equilibristas. Nuevos autores del microrrelato en español (Editorial Trea), Historias mínimas (Dendro Ediciones), Mundo iracundo (Editorial Minificción), ¡Basta! Microrrelatos contra la violencia de género, La minúscula cuerda floja (Brevilla), entre otras, y en la revista Quimera. Por la vida rápida (Editorial Nazarí) es su primer libro.
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El Castillo de Barba Azul
Poemas inéditos de
Beatriz Patraca Dibildox
Agosto Pasará también agosto. Cubrirás con cal la historia y caerá tranquilo un párpado sobre todos los continuos. Pasará agosto. Lo sabrás: las arañas que anidaron en los verbos que dejaste tejerán un coro de ecos mascullando en lengua intrusa. Marchará breve la memoria con sus notas a pie de árbol y sentirás crujir las hojas con ese gesto negro: el mismo de marchitar las cartas cuando termina el verano. Pasará también agosto como una forma de vida en la que puedes herir y jugar a ser herido. Eso ya se sabía. Y también, de alguna forma, pasará.
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Mentimientos Dormirás en el lado ambidiestro de la cama. Llorarás siete veces los mismos vicios. Esquivarás mi nombre como esquivas las miradas que rasgan tus pretextos. Santificarás los hijos que no nacieron. Honrarás a tu madre, siempre a tu madre, a las ruinas de su espalda, a su cobijo asfixiante del estío. Sepultarás mi tierra bajo otra tierra. Desobedecerás al instinto, a tu furia tan muerta o tan dormida. No abandonarás la apatía de tu suelo. No lucharás. Y tampoco te amarás a ti mismo.
Aeropuerto Guantes de blanco rígido espulgan mi equipaje: Mire, señor, sólo tengo paja en un pajar, dientes de un cepillo, letras ovilladas en la bolsa y un racimo de pastillas que rellenan los vacíos del olvido. Adéu, fins aviat se va la semprevinguda y la huida es un mármol manchado de bendiciones que conduce a la antesala del tiovivo. Volveré en temporada baja con las alas matando demonios, volveré el ninguno de marzo cuando el clima sea estéril y por la esquina no asome la patria fallida de la que me despedí mil veces.
Para B Mi problema es existir de una forma tan rotunda, tan territorial, tan manifiesta, que no siempre soy palabra donde solo soy palabra. Mi problema es cavar hoyos cuando quiero escribir noche e insistir en laberintos donde sólo habrá llanura. Te rescato de mi espalda extensa como agonía y de mis dedos que enroscan letras en tus oídos de piedra Te rescato con tibieza de la culpa: hay historias que no cuajan en las cuencas de tus ojos y van dejando un rastro de jardines solitarios. Te libero de la pena de encontrarte con la musa inabarcable, con el truco que no cupo en su cajita de mago, con el sueño malogrado, con la trama derramada sobre las pocas palabras en las que fui solo palabra.
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El Castillo de Barba Azul
Beatriz Patraca Dibildox. Poemas inéditos
Ubi Sunt Tengo un dolor tan cínico que casi parece tuyo será que me estás doliendo a sorbitos de cianuro, será que llevo tu muerte cosida con raíces de noche ajena y este olor a pozo calmo, a martes del demonio, a carcajada tinta de los sábados sin gloria. He tapiado la ventana con hilos largos para que acaricien la distancia como hacían tus dedos de árbol. He cerrado los oídos a todas las abejas que llevaban y traían músicas de arena y hiedra. ¿Y ahora qué? ¿En dónde quedaron las crónicas del dios de juguete que te cuajó el espanto? ¿Y ahora qué? ¿Cómo salgo de la órbita oxidada que trazaron los renglones alrededor de tu cuello? Y ahora, a veces, desiertos coagulados en el tiempo, recuerdos flotando en cielos baldíos, esquirlas bailando en los dientes de una sonrisa torva que ya nunca volverá.
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Beatriz Patraca Dibildox (México D. F., 1976) es doctora en Antropología por la Universidad Autónoma de Barcelona. En 2006 ganó el premio Jocs Florals de Santa Coloma con el poemario Listo para entrar a vivir. Ha publicado en revistas literarias de España, México y Argentina. Coordinó el libro de cuentos de diversos autores hispanoamericanos El cuerpo remendado y participó en la antología de minificciones Cien fictimínimos: Microrrelatario de Ficticia.
E i n s t e i n o n t h e b e a ch
Irrealidades paralelas de Thomas Bernhard Por José de María Romero Barea Al afrontar la propia experiencia se evita la sobreexposición a la ajena. Es el miedo a parecer digno de lástima, o peor aún, de entregarse a la autocompasión, lo que mantiene callado al interlocutor, firme en la creencia de que nadie más que él se encuentra irremediablemente aislado: «Los hechos son siempre aterradores, y no debemos cubrirlos con nuestro miedo a los hechos […] falsificando toda la historia natural como una historia humana». Fluye segmentada la narratividad de Thomas Bernhard (Heerlen, 1931 - Gmunden, 1989) entre imágenes originales y detalles impostados. Subterráneo, el clímax introduce notas de extrañeza; el final se siente irresuelto, en una suerte de tira de möbius en la que el intricado duelo no permite un cierre ordenado: «Yo y mi ciudad [de origen] tenemos una relación perpetua, inseparable, aunque también horrible». Prolijas las capas de significado que cubren una miríada de temas relacionados de manera tan lúcida como procaz. Se toma su tiempo el novelista, dramaturgo y poeta austriaco, con el aplomo elegante de una acumulación de detalles refrescantemente añeja. Penetra en nosotros su ficticio afán, nos transforma con facsímiles de no ficción, autobiografías que arman artefactos de irrealidades paralelas.
Puede que su lectura no logre cambiar nada, pero nos cambia para siempre. De las dolencias del siglo XXI nos cura la literatura del Literaturpreis der Stadt Bremen (1965), de nuestro aburrimiento en línea, de nuestra digital autocomplacencia, de nuestra ajetreada convicción de fracasar: «Crecimos intelectualmente encajados entre el catolicismo y el nacionalsocialismo y fuimos finalmente aplastados entre Hitler y Jesucristo, meras calcomanías para idiotizar al pueblo». En la literatura de Bernhard el autor ajusta cuentas con su otro yo, abriendo el objetivo para mostrar la fotografía familiar de un hecho extraordinario, plagada de afectuosas intimaciones de una soledad en serie traducida en una avalancha de diatribas. Invasiones de significado se entrelazan en relatos alienígenas, afanados en buscar la intimidad más allá de los confines de palabra escrita. El origen, el sótano Excepcionales estados de lucidez llegan al acomodo práctico con los estigmas hablados, lidian con la frustración espaciotemporal, con el duelo por la vida no vivida: «La sociedad, como comunidad, solo encuentra su diversión en la deformidad de uno o de algunos individuos de su seno». Frente a las catarsis de la expresión, las celebraciones del mutismo. Extrapolaciones del
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José de María Romero Barea. Irrealidades paralelas de Thomas Bernhard
desconsuelo, estilos mutuamente incomprensibles no son motivo de polémica, sino de descubrimiento. Vínculos entre el especulativo afán y el victimismo utópico permean las escenas intermitentes de la saga El origen (1975), al que pertenecen las citas anteriores, episodios de una peripecia continuada, la del creador de El sobrino de Wittgenstein (1982), que vislumbra las amenazas que nos asolan al emprender la lectura. No distinguen la cronología de los incidentes, sino que se relatan en el presente continuo de la actualidad rememorada. Los momentos de disociación de la narración El sótano (1976) son comunes a la escritura que adquiere la forma de un guion teatral: «Siempre he tomado las palabras grandilocuentes y las frases altisonantes por lo que son: manifestaciones de incompetencia que no deben ser ignoradas». Hay opacidad en las aclaraciones, las referencias lingüísticas son escasas, la sensación de exclusión es plena: «No he recorrido un camino, tal vez porque siempre he tenido miedo de tomar un camino interminable y, por lo tanto, sin sentido». Exiliado al país de su infancia, la legitimidad de su pertenencia se resiente por lo nunca confesado. Prevalece el tono mordaz, los impulsos traviesos, obsesionados por su propia resistencia, del Anton Wildgans Prize (1967), que interroga su comprensión participando en sus propios recuerdos: «Hablo un idioma que solo yo entiendo, nadie más, del mismo modo que cualquiera habla su propio idioma, y los que creen haber entendido son charlatanes o imbéciles». Entrelaza rupturas, redacta uniendo los puntos de divergencia para explorar su contemporaneidad. El resultado es, como el propio Austrian Promotional Prize for Literature (1967), una obra de temblor posmoderno: «Cada hombre, independientemente de lo que sea o lo que haga, se siente de continuo empujado hacia sí mismo, pues cada hombre es una pesadilla abandonada a su suerte». Vaga el premio Georg Büchner (1970) entre las trincheras embarradas de las políticas de identidad. Dispara a todas las ortodoxias, sobreviviendo a la tendencia a apostrofar acerca de los enigmas del amor, el arte o la identidad. Su valiente reconstrucción transmite estos y otros temas sin necesidad de florituras adicionales.
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El aliento, el frío Introspectiva, la búsqueda no de aquello que falta al hacedor, sino de lo que este pasa por alto. Abierto a las infinitas variaciones de la identidad, el Franz-Grillparzer-Preis (1971) privilegia las perplejidades a cualquier otra forma de certeza: «Dejé de tener dolores, no tuve ya ninguna angustia, todo lo que había en mí era tranquilidad e indiferencia». Se enhebran hitos transicionales, del matrimonio a la paternidad, se asocian al interminable encono: «Entre los dos caminos posibles, me decidí esa noche por el camino de la vida». El narrador de El aliento (1978) se abandona a las vívidas remembranzas con la claridad del que regresa a una vergüenza pueril, nos la presenta con la inmediatez de un descenso a los infiernos: «En ese círculo del pensamiento alcanzamos lo que jamás podríamos alcanzar afuera: la conciencia de nosotros mismos y de todo lo que existe». Hábil en su descripción del abuso doméstico, Bernhard rara vez nos lo muestra de forma directa, redundando en el potencial del arrebato mientras reconoce las señales de advertencia. Con brillante especificidad, evoca ese hostil averno de amigos y familiares. Destinadas al sacrificio, se amontonan las sombras, pasan desapercibidas y sin duelo en «un mundo reducido a escombros […] donde dejarme herir sin defensa, hasta en el centro de mi ser, por ese mundo totalmente reducido a escombros». Recirculan castigos en el aire viciado de reticencias, intuiciones de lo siniestro, frente al juego insistente de las posibilidades. A medida que la epopeya El frío (1981) descubre detalles, nos obliga a reevaluar nuestro desasosiego, pleno de divergencias: «El lenguaje es inútil cuando se trata de decir la verdad, de comunicar algo, el lenguaje permite al escritor sólo la aproximación, siempre y sólo la aproximación desesperada y por lo tanto también dudosa al objeto». La exploración de la negativa a dejarnos confinar por una única identidad se muestra a la luz de una entelequia virtualmente desigual: «El lenguaje sólo reproduce una falsificada autenticidad, una imagen terriblemente deformada, aunque el escritor se esfuerza mucho, las palabras pisotean y deforman todo, y sobre el papel transforman la verdad absoluta en mentira». Controvertido hasta el final, el premio Grimme (1972)
agita conciencias, mientras defiende vigorosamente su derecho a discrepar. Avanza hacia su conclusión inesperada la línea entre verdad y ficción, amenazadoramente tensa: «La vida es una cárcel con escasa libertad de movimiento. En ella, las esperanzas resultan malentendidos». Cambia de género la inquietante peripecia, investiga identidades urdiendo góticas fábulas del ser anónimo cuyas ansiedades reflejan las fracturas del ente ajeno: «Posponemos las cuestiones decisivas haciéndonos preguntas ridículas, inútiles y mezquinas, una y otra Thomas Bernhard en Sintra (Portugal). Fotografía: Thomas Bernhard Nachlaßverwaltung
vez: cuando nos hacemos las preguntas decisivas ya es demasiado tarde». Un niño Una investigación sobre el solipsismo proporciona catalizadores para discusiones malgastadas por su propio aislamiento: «Las escuelas son fábricas de imbecilidad y depravación». Falible la avalancha conmemorativa, identificable en la verborrea que ensarta incomodidades, exponiendo los marcos patriarcales impuestos, reivindicando la hermandad de las mentes afines: «Odiaba a la tropa, aborrecía a la multitud, y todos aquellos gritos repetidos cien, mil veces por la misma boca». En el relato Un niño (1982), por último, se intentan explicar los motivos biológicos que nos impelen a la escritura, subrayando las rarezas estructurales de dicho impulso. En líneas espaciotemporales, eventos alternativos: «La vulgaridad está en todas partes, a nuestro alrededor, todos los días; inevitablemente, nos ahogamos en la imbecilidad». Una teocracia dictatorial se completa con su propia policía moral en la lista de deseos de una esperanza que se niega a desembocar en utopía: «Si miramos a nuestro alrededor, encontramos que estamos rodeados de ridiculez y mezquindad. Lo que importa es escapar de esa ridiculez y esa mezquindad. ¡Fija para ello tu mirada en lo exaltado!». Expertas en manejar la comedia y la tragedia, o los límites borrosos entre ellas, estas memorias, recién reeditadas por Anagrama en canónica versión de Miguel Sáenz, investigan el periplo familiar, al mismo tiempo que incurren en apátridas argumentos. Metáfora del descenso del héroe al inframundo local para enfrentarse al monstruo alterno, la hilaridad del del premio Feltrinelli (1987) ensarta las pretensiones de un abuso atravesado de ingenio. La compasión resultante consigue que no se diferencien los avatares reales de los imaginarios. Navega el creador de El malogrado (1983) a través de la unión de lo político y lo personal, llevándonos a las profundidades de la voz protagonista que abre ventanas a la diaria desafección. Al reflexionar sobre los límites del agotamiento en situaciones desesperadas, el premio Médicis Extranjero (1988) se alinea con las reivindicaciones opresivas que desafían la opresión escribiendo novelas.
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Notas para una lectura de la «poesía social» de José Hierro Por Alberto García-Teresa Con el afán taxonómico en el que nos han educado en el ámbito académico (aquel que gusta de separar en cajones cualquier manifestación artística, sin fijarse en los agujeros de esos compartimentos ni en si hay que recortar lo que se quiere meter allí para que encaje), se suele incluir una parte de la obra de José Hierro en el movimiento de «poesía social» de mediados del siglo pasado. En concreto, sus primeros libros: desde Tierra sin nosotros (1947) hasta Cuanto sé de mí (1957). Buena parte de los textos más conocidos del poeta pertenecen a ese tramo. Sin embargo, el propio Hierro mostró reticencias a que su obra fuera catalogada como tal y varios estudiosos han matizado o incluso han rechazado esa adscripción. Quizá sea interesante, entonces, volver a reflexionar sobre el asunto y acercarnos a los poemarios de ese momento para puntualizar y comprender mejor tanto los textos como su recepción. Apuntes teóricos previos Como sabemos, tras la Guerra Civil, con la imposición del franquismo, se oficializó una poesía de corte clásico, idealista, que intentaba emular la del pasado imperial de los Siglos de Oro y que se articulaba alrededor de medios como la revista Garcilaso. Sin embargo, otro conjunto de poetas comenzó a escribir una poesía con mayor atención a lo que estaba aconteciendo. Con hondura existencial, aquella «poesía desarraigada» (que creció, sobre todo, en la revista Espadaña), reconocía y enunciaba la angustia de su presente. Fue calificada de «tremendista» y constituyó el germen de la «poesía social». Como «poesía social» denominamos, a grandes rasgos, a una corriente de poesía española que se desarrolló entre 1950 y 1965 y que documenta y testimonia
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la desigualdad, la injusticia, la pobreza, la devastación tras la guerra, el peso de los asesinados, el sufrimiento de su entorno inmediato y una preocupación por la situación general del país. Se suman, así, una conciencia de la historicidad (del presente) y una preocupación humanista (desde una perspectiva del humanismo cristiano). Irrumpe, entonces, «lo social» como tema del poema. La denuncia se lanza de acuerdo a las posibilidades que ofrece el contexto dictatorial: de ahí que no se realicen ataques explícitos al Gobierno ni a los militares sino que se efectúe una exposición de sus consecuencias; especialmente, de la miseria y del dolor ante la muerte y el ambiente de desolación (económica y psicológica) en el cual se vive. A partir de ese punto, se apela significativamente a la fraternidad y a la solidaridad. Se utiliza un registro figurativo y realista, de talante documental, que antepone la percepción sin ambigüedades de lo retratado y la comprensión del discurso. Con él, se plasma la cotidianeidad en todos sus ámbitos (incluido, especialmente, el laboral —agrícola e industrial—), la penuria y la desolación de la vida de la clase trabajadora en esa época y una perspectiva de angustia existencial ante el presente. Cuando nos acercamos hoy a estos poemarios, que han sido el gran nudo en el largo hilo de poesía crítica española a lo largo de los siglos, quizá se pierda de vista ese entorno contextual. Sobre todo, a la luz de la fortaleza de una corriente específica de poesía crítica contemporánea (la «poesía de la conciencia crítica») y la diversidad de enfoques de esa propia práctica poética crítica, con una potencia discursiva más explícita, un enfoque más abierto y un repertorio estético y retórico muy amplio. Ser conscientes de las dificultades en las que se estaban escribiendo y haciéndose públicos aquellos poemas; del terror a una represión obcecada en aniquilar (física e intelectualmente) a todo lo que se
consideraba «enemigo», siguiendo una política y una estrategia militar aun décadas después de la victoria bélica; reconocer el riesgo al que se estaban exponiendo y las secuelas del traumático acontecimiento de la guerra y la derrota nos ayuda a comprender la dimensión y el recorrido de sus palabras. En cualquier caso, me parece relevante subrayar que Johannes Lechner, uno de los principales estudiosos de la «poesía social», constata que se trató de una corriente ubicada en una coyuntura y en un período concreto. Así, documenta que ese tipo de poesía no fue una constante en sus autores (que, de hecho, solo llegaron a publicar uno o dos libros dentro de esa tendencia), incluso en los más icónicos del movimiento. Por tanto, debemos entender qué caminos pudieron abrir y cuáles eran inalcanzables en ese paisaje terriblemente ceniciento. A día de hoy, con una abundante producción de poesía crítica y una variada nómina de poetas que han levantado completamente su obra desde la expresión del conflicto social, necesitamos leer históricamente aquellos poemas para comprender su verdadera magnitud y la valía de las semillas que depositaron en esos campos de sal. En la Antología consultada de la joven poesía española de Ribes, en 1952, donde fue recogido, José Hierro explicó: «El poeta es obra y artífice de su tiempo. El signo del nuestro es colectivo, social». De ahí que titulase Quinta del 42 (1952) con la alusión a un conjunto (frente a la individualización que se suele señalar en el título Cuanto sé de mí). Ilustrativamente, sus dos primeros libros se reeditaron en 1957 bajo el nombre unitario de Poesía del momento. Sin embargo, Ricardo Gullón, en una reseña de Con las piedras, con el viento…, en 1950, expuso que Hierro teóricamente planteaba «un tipo de poesía militante y civil que por ahora no ha conseguido». Por otra parte, Gonzalo Corona Marzol, con sus
robustos estudios sobre Hierro, ha especificado que su poesía no es «poesía social» sino una «fusión de historia y vida» que encaja mejor con el rótulo «poesía testimonial», puesto que habla de las «consecuencias de la historia en el hombre». El propio Hierro, en el texto de introducción a su práctica poética de la antología Poesía social española contemporánea, de Leopoldo de Luis (el volumen canónico de la tendencia), firmado en 1965, expresó sus dudas sobre si su obra era social o intimista. Para ir más allá, en 1974, el propio José Hierro aseveró: «… lo mío no es propiamente poesía social. Yo doy, antes que nada, testimonio de mí». Sin embargo, especificó: «… pero no puedo evitar, ni quiero, el retrato del ambiente en que surjo y vivo». Como sabemos desde aquella acertadísima expresión de la poeta Isabel Pérez Montalbán, esa disyuntiva entre lo personal y lo social es errónea, pues lo político se nos revela cuando se expresa «lo íntimo colectivo». La formulación «lo personal es político» de la segunda ola del feminismo, de amplias resonancias, nos resitúa para no caer en lecturas simplificadoras ni en trampas desmovilizadoras. Debemos entender que la enunciación de los efectos sobre el sujeto es una expresión política, pues provienen de unas relaciones sociales concretas e históricas, que no actúan sobre ese individuo singular, sino sobre el conjunto social al que pertenece. Cuando José Hierro escribe, lo hace con unos dedos tensionados por su temprana experiencia carcelaria a causa de sus ideas. Lo hace con unas manos que han sufrido la represión fascista. Con un cuerpo golpeado y un corazón herido por no haber podido acompañar a su padre en sus últimos años de vida a causa del encarcelamiento de ambos. La poesía política no es una cuestión de temas, sino de punto de vista, de lugar de enunciación. Si obviamos
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ese enfoque y nos reducimos a contemplar los motivos del poema, realizamos una lectura muy superficial de los versos. Pero, al mismo tiempo, estamos participando en un meditado ejercicio que cubre de despolitización el arte para esconder, reorientar y, en última instancia, desactivar su potencia transformadora y, así, perpetuar una imagen de aconflictividad. En cualquier caso, existe una gran confusión a la hora de referirnos y de acotar el concepto abstracto de «poesía social» y, por otro lado, el movimiento denominado «poesía social» española. No paso por alto las implicaciones ideológicas de esa imprecisión (más o menos intencionada) ni la voluntad de algunos escritores de no querer ser encuadrados en una corriente cuidadosamente desprestigiada. Al descrédito de la «poesía social» han contribuido los desaciertos de los poemas menos logrados de la tendencia (aunque, ilustrativamente, estos han influido mucho más que los efectos que deberían causar, por ejemplo, las toneladas de malos poemas de amor para el concepto de poesía amorosa…) y también, no seamos ingenuos, una intencionalidad política. Tanto por rigor filológico como por respeto (a los autores que se expusieron de aquella manera por elaborar y difundir esta poesía y a los propios libros) e, igualmente, por honestidad ideológica, necesitamos, a día de hoy, seguir indagando y releyendo ese conjunto de poemarios y afrontar la tarea de acercarnos a los textos desde abajo, no desde la verticalidad taxonómica. En ese sentido, el problema principal radica en que se utiliza «poesía social» como un sustantivo con un adjetivo, y no como un nombre propio para referirnos a esa corriente literaria específica. Considero que de ahí nacen buena parte de los malentendidos, que, finalmente, terminan por disolver la fuerza política de ese tipo de poesía (pues se concluye que todo es social si acontece dentro de una sociedad, al mismo tiempo que todo es político si sucede dentro de una comunidad, etimológicamente hablando). Por todo ello, me parece más interesante fijarse en la perspectiva política que aparece en los textos, desde la que se expresan los versos (debemos remitirnos y hablar desde los poemas, no desde las poéticas o las ideas expresadas en declaraciones, pues estamos analizando precisamente los poemas, no las hipotéticas intenciones que tienen detrás), y no tanto en sus temas. Ahí es donde verdaderamente se manifiesta que estamos ante
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una poesía de denuncia (más o menos velada) de la organización social y de la represión frente a la propaganda y el ideal nacionalcatólico del franquismo. Los dos polos de su poesía José Hierro tenía pocas razones para llevarse bien con el Régimen. Su primer poema, «Una bala le ha matado», apareció en la revista de la CNT de Gijón el 26 de enero de 1937. Su padre estuvo preso desde 1937 a 1941 (murió en 1942). El propio José Hierro fue detenido en septiembre de 1939 (recordemos, ya tras la victoria franquista), acusado de apoyar y de financiar al PCE y al Socorro Rojo Internacional. Así, estuvo encarcelado desde los diecisiete años hasta los veintidós, pues salió en 1944 (en efecto, vivió la excarcelación y la muerte de su padre estando preso). En la calle, comenzó a escribir los materiales que conformarían Tierra sin nosotros (desechó todo lo anterior). Esos poemas fueron apareciendo en revistas de distintas tendencias, incluso contrapuestas: Garcilaso, Espadaña, Proel, Corcel… Su obra se estaba construyendo en esos momentos y recorría un proceso de formación que no podía ser ajeno a las diferentes voces poéticas que recomponían el panorama cultural tras la guerra. En 1962, José Hierro explicó que su poesía seguía dos caminos: el de los «reportajes» y el de las «alucinaciones». Al primero es al que se suelen remitir las composiciones de «poesía social». No en vano, sobre esos «reportajes», aclaró que, en ellos, «trato de manera directa, narrativa, un tema. Si el resultado se salva de la prosa ha de ser gracias al ritmo, oculto y sostenido, que pone emoción en unas palabras fríamente objetivas». Me parece relevante ese contraste entre un acercamiento al mundo más «realista» y otro más «irracional» porque constituyen dos polos que imantan su pulsión creativa sin ser antagónicos. Muchos poemas contienen características de ambos. De hecho, Aurora de Albornoz los denominó «reportajes alucinados». Aunque otros críticos han señalado la importancia de la dicotomía, del dualismo, como estructura en muchos otros aspectos de su poesía, planteo una lectura que los entienda como dos puntos en un espectro con su respectiva fuerza magnética, pero siempre dentro de un único arco. Con ese esquema, podremos acercarnos sin el alfiler del entomólogo a sus poemas y situar la tensión política que atraviesa sus textos.
José Hierro. Fotografía: Biblioteca Nacional.
Como he señalado, se encuadra dentro de la «poesía social» la primera etapa de su producción poética; hasta 1957. Sin embargo, dos de los siete poemas que recogió Leopoldo de Luis en la mencionada antología Poesía social española contemporánea pertenecen a Libro de las alucinaciones (1964). De ahí que yo insista en leer los poemas de Hierro rompiendo la dicotomía reportaje/alucinación e integrándolos en un ecosistema más fluido. La dicción de un expresidiario En la citada Antología consultada de la joven poesía española de Ribes, afirmó: «… nunca como hoy necesitó el poeta ser tan narrativo, porque los males que nos acechan, los que nos modelan, proceden de hechos». En efecto, los poemas imantados hacia ese polo de «reportaje» están construidos mediante un registro narrativo y un lenguaje sencillos; un «canto llano» (como titula una de las secciones de su libro Quinta del 42). El autor emplea conscientemente un léxico reconocible, que venga a ser una «vasija de finísimo cristal» como continente, según expuso, pues «es preciso hablar claro». No en vano,
puntualizó que escribía «objetivamente. Sin vuelo / en el verso. Objetivamente». Para comprender la dimensión de su opción retórica, especificó que «como todas las cosas / que hablan hondo, será / mi palabra sencilla», aunque, seguidamente, matizó: «no te pidan / luz». En los poemas calificados como «reportaje», encontramos un afán de documentar, de no intervenir sobre lo contemplado por parte del autor. Se caracterizan por la claridad expresiva y por un flujo discursivo muy enfocado a un tema específico. Asimismo, están sostenidos por un ritmo vibrante sobre construcciones circulares, que se apoyan en paralelismos y repeticiones. A su vez, destacan los encabalgamientos continuos que rompen el ritmo fluido de oraciones con sintaxis sencilla. La yuxtaposición temporal y de imágenes, incluso generando una superposición o un desdoblamiento, diluye la expresión lineal de lo narrado y abre al lector a una comprensión más compleja de la realidad. Igualmente, le permite suturar la pretendida escisión histórica de la Guerra Civil que mantenía el franquismo para sepultar el periodo republicano. Así, casi subversivamente, reivindica la continuidad de la historia sin saltos, como un proceso, que se evidencia en el desarrollo vital de cada individuo o en la evolución de un paisaje concreto, en cuya suma se conforma la comunidad. El tema central de estos textos es la muerte, singularizada en los muertos. La muerte constituye una presencia abrumadora y sobrecogedora en su poesía. Literalmente, está relacionada con la represión política en un sentido amplio y con la prisión de un modo específico, que vivió Hierro en primera persona. Aparecen personas asesinadas concretas, incluso con nombres, en los versos, como alusiones, referentes o como parte de la integridad del yo (en cuanto que asume que ese yo está imbricado en la historia y el entorno). Pero también la muerte se manifiesta a través de la imposibilidad del amor por el trauma de la guerra; un aspecto que nos muestra la afectación en el sujeto del conflicto social. Esa constatación de la muerte cierra toda posibilidad de esperanza y aplasta un presente desolador ya de por sí: «Quiero ver flores, mas solo / veo piedras, y cenizas». Es la evocación nostálgica del pasado o la propia ensoñación lo que lo saca de allí y le permite no enloquecer. En ese clima de desolación y terror, Hierro habla de y desde las víctimas, como parte de ellas, en un canto solidario. Se centra en quienes sufren, en abstracto, con cierta
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perspectiva esencialista («el hombre»), pero dentro de los parámetros habituales de la época (reitero la perspectiva del humanismo cristiano). La angustia resulta uno de los ejes de esos textos por la resistencia del sujeto lírico al autoengaño y a las ilusiones. De hecho, Ricardo Gullón apuntó que «Angustia» habría sido un título más representativo para su segundo trabajo que Alegría. Así, se manifiesta un interés por abordar «el problema del hombre actual», como el mismo Hierro explicó en 1960 (y que se vincula, por otra parte, con una nostalgia por el paraíso perdido, lo que nos lleva a otros terrenos).
José Hierro con Ayala y Aurora de Albornoz (años 80). Foto: Fundación Francisco Ayala.
La «vasta mirada» que esgrime el autor (tal y como titula la segunda sección de Quinta del 42) es la que le permite atender no únicamente a lo inmediato ni a sí mismo, ni al mero presente. Desde ahí, Hierro trata el «tema de España»; la preocupación y el desasosiego por la situación social de la patria (recordemos que todos ellos provenían de una construcción de patria que sentían propia, que había conquistado el pueblo, y que pretendía respetar la autonomía de otros sentimientos territoriales: la republicana). La denuncia se expresa a través del testimonio, no de la exposición discursiva. Además, hay que remarcar la habilidad con la cual Hierro fue capaz de burlar la censura con poemas antifascistas a través de símbolos no necesariamente crípticos (águila, azul, rojo), la imprecisión de los pronombres y la ambigüedad temporal y (como en «Pasos», «Ellos» o «Madrugada con niebla»). O incluso poder hablar de la revolución socialista gracias a esos recursos (en «El rezagado»). La rebelión la tiene que presentar ante elementos ajenos y no vinculados al
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hombre: ante elementos naturales como la noche o la niebla. Asimismo, la repulsa de la muerte, que encajaba perfectamente en cualquier lamento vital atemporal, se corresponde como sinécdoque de muerte por la represión franquista y de la asfixia ideológica de la época. El desdoblamiento que encontramos en estas piezas otorga perspectiva. Constituye un distanciamiento que permite juzgar críticamente el entorno, extraer una emoción y devolverla amplificada sobre lo observado: la privación de libertad, la aflicción ante la pobreza… Pero Hierro no se desliza por el tremendismo ni el feísmo. Sabe despegar los sentimientos y darles la vuelta para levantar emociones positivas (ternura, sobre todo). En esa tensión se mueve la oposición básica que figura en sus versos (dualismo, para algunos críticos): cárcel y naturaleza; frente a la muerte en vida en la cárcel, el bullicio y la libertad de la naturaleza. De ahí que el paisaje y el mar, en concreto, aparezcan como proyección del yo o de un deseo, como símbolo de una aspiración de realización existencial libre. Y más allá Más allá de las composiciones encuadradas específicamente en ese movimiento de «poesía social», me parece relevante animar a una lectura atenta a la crítica sociológica en su obra posterior. Así, por ejemplo, en Cuaderno de Nueva York, muy lejano de la retórica de esa primera etapa, pero quizá no tanto en lo ideológico, podemos descubrir a un José Hierro que toma Nueva York como la quintaesencia de la urbe industrializada y consumista y que critica lo que esta genera en las personas: deshumanización, anulación por la tecnolatría, masificación, desorden y confusión… Igualmente, la muerte seguirá presente como denuncia de la pena capital en esas páginas. Así, los trabajos de José Hierro ubicados dentro de la «poesía social», con esa óptica de la enunciación del sujeto afectado por el contexto histórico, del testimonio individual como muestra del conflicto social, han podido ser simiente para enfoques de poesía crítica posteriores: desde las posiciones teóricas iniciales de «la otra sentimentalidad» hasta los fundamentos de la «poesía de la conciencia crítica». Su relectura, por tanto, sigue arrojándonos luz; la luz de quien vivió y miró la poesía y el mundo con el cuerpo y el alma heridos por el dolor propio y de los que le rodearon.
Contra Roberto Bolaño Por Álex Chico La fotografía es de 1977. En primer plano, un hombre baja las últimas escaleras de un avión que acaba de tomar tierra. Se le ve con el rostro cansado, casi exhausto. Su gesto nos hace pensar que incluso le desagrada poner un pie en el país al que acaba de llegar. De alguna forma es la imagen de alguien que ya ha comenzado a marcharse hacia otra parte. Tengo frente a mí esa fotografía de Roberto Bolaño aterrizando por primera vez en España. La he vuelto a mirar justo hoy, 15 de julio de 2023, veinte años después de su muerte. Entre las formas de homenaje ha sido esa la que he elegido, porque esa instantánea, en cierta manera, concentra el eco que sigue proyectando en mi biblioteca. La desidia y el aturdimiento que se reflejan en su cara se confunden con la esperanza, y viceversa. Volver a observarlo de esa forma me hace verbalizar algo que no he hecho hasta el momento: que aún no sé quién fue Roberto Bolaño. Quizás nadie lo sepa y quizás el hecho de no saberlo, de no poder desentrañar esa incógnita perpetua, convierta a un hombre en un símbolo cargado de matices. Puede que así se construya una mitología literaria, cuando no sabemos si amamos u odiamos al héroe que nos acompaña página a página. Como otros muchos, amé a Roberto Bolaño después de leer dos de sus libros, Estrella distante y Los detectives salvajes. Un amor que rozó en la veneración, como si estuviera frente a un dios pagano al que había que santificar en cada esquina. En una ocasión, llegué a
encender una vela en un altar que alguien había montado en un local de Barcelona, L´Horiginal. Cuatro o cinco años después de su muerte ahí seguía, en el rincón de un bar del barrio del Raval. Recuerdo que ese homenaje no me sorprendió. Me parecía un acto de justicia ante uno de los autores más importantes que había dado la lengua castellana en el último siglo. Por eso encendí una vela, con la misma reverencia que mostraba Antoine Doinel frente el altar que había erigido en honor a Balzac, en una de las escenas más memorables de Los cuatrocientos golpes. Si pienso ahora en esa película, me viene a la memoria algo que acaba sucediendo en el filme de Truffaut. Una de las velas de Doinel hace que se incendie su casa. La veneración da paso a un desastre mayor. Al fin y al cabo, toda conmoción conduce al derrumbe. Eso mismo me ocurrió, tiempo después, con aquellos dos libros de Bolaño. Supe que Carlos Wieder, el personaje de Estrella distante que escribía con humo versículos de la Biblia, pilotando un avión de la Segunda Guerra Mundial, podría ser una parodia de algo que ya había hecho Raúl Zurita sobre el cielo de Nueva York. Bolaño, no obstante, lo desmintió en alguna entrevista. Nos dice que aquello fue fruto de un sueño que tuvo antes de que Zurita escribiera sus versos en el cielo neoyorquino. Además, añade, Zurita no era piloto. Solo alguien que pagó a otros para que lo hicieran. Así, le restaba valor a su acción poética, porque, concluye, Zurita es simplemente un escritor mesiánico que busca la salvación o redención de Chile.
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Álex Chico. Contra Roberto Bolaño
Varios años después, tuve la oportunidad de hablar de todo eso con Zurita, en Santiago de Chile. Recuerdo algo que me dijo: «Hay autores que son extraordinarios, pero cuya limitación es que tienen la obsesión por lo literario. No salen nunca de ahí, como si el universo se agotara en lo literario». «¿Se refiere a Borges?», pregunté. Él me corrigió: «Pienso en Borges, pero recientemente pienso más en Bolaño. Todo en él es referencia literaria». Después de aquella conversación, salí de su casa confuso, plagado de contradicciones. ¿Podría amar a Zurita y seguir amando a Bolaño? ¿No era algo incompatible? ¿La fidelidad a un autor no implicaba también asumir que sus enemigos son también nuestros adversarios? Como el apartamento de Doinel, mi casa también comenzaba a derrumbarse. Y se terminó de incendiar mientras me documentaba para una novela que publiqué hace un par de años, Los nombres impares. Esa novela tiene un personaje central, Damián Gallego, trasunto de Darío Galicia, un poeta que coincidió con Bolaño en aquel núcleo literario del DF, durante la década de los setenta. En Los detectives salvajes Bolaño lo rebautiza con el nombre de Ernesto San Epifanio. Durante ese proceso de acopio de materiales para la elaboración de mi novela, descubrí algunos testimonios que, de alguna forma, me enemistaron con Bolaño. En Los detectives salvajes el autor nos dice que San Epifanio, es decir, Darío Galicia, iba a fundar el primer partido homosexual comunista mexicano. Pensé que era cierto, lo que engrosaba aún más mi intención por rescatar a Galicia. Bruno Montané (amigo de Bolaño, Felipe Müller en Los detectives salvajes) me comentó que aquello había sido una broma de Roberto. Una broma que enfadó a Darío Galicia. Harrington, otro de los poetas infrarrealistas que Bolaño convierte en realvisceralista en su novela, comenta que Bolaño era el menos salvaje de todos. Cero aventura, cero alcohol, cero mota, es decir, cero marihuana y otro tipo de opiáceos. Bolaño se dedicaba a observar y a echar y readmitir a quien le daba la gana en aquel grupo de poetas. Creo
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que fue el mismo Harrington quien defendía que todos los poetas de aquella generación deberían haber tenido la oportunidad de explicar su propia historia. Porque, en cierta forma, Bolaño se arrogó el mérito de los infras y luego estuvo a punto de destruirlo. Lo que para Roberto Bolaño fue un chiste gris, para otros fue modelo de conducta, no solo el material de una novela. De igual modo, Guadalupe Ochoa nos habla de aquella generación como un grupo machista, en donde a las mujeres apenas se las tenía en cuenta. Por otra parte, hablar de generación es extralimitar lo que significaron los infrarrealistas. Al final no eran más que una banda, una pandilla de muchachos inconformistas que practicaban chiquilladas más que actos revolucionarios. Lo suyo eran los happenings, más próximos a los situacionistas franceses, los angry young man británicos o los hippies norteamericanos que a las guerrillas latinoamericanas en busca de una revolución definitiva. Aquí surgió una nueva confusión. ¿Tendría razón Zurita? ¿El universo de Bolaño era exclusivamente literario? ¿No había verdad, sino solo manipulación, engaño, tergiversación? ¿Más que un poeta había sido un simple usurpador? ¿Su obsesión por generar la nueva gran obra latinoamericana le había encaminado a manejar a su antojo la realidad aunque por el camino dejara un reguero de falsificaciones? ¿Es lícito que un escritor se crea un dios todopoderoso? Una de las frases paradigmáticas del manifiesto infrarrealista es esta: «Déjenlo todo, nuevamente. Láncense a los caminos». ¿Cómo iba a lanzarme a los caminos si su propio autor no había sido capaz de dar ni medio paso? Porque para Roberto Bolaño aquella novela había sido una enorme broma, una broma descomunal, una obra que le hubiera gustado leer junto a su amigo Mario Santiago para partirse de risa. De aquel humor nos quedó el drama: un chiste gris que se acabó convirtiendo a mis ojos de lector en una broma pesada. Fui uno de tantos que se tomó al pie de la letra lo que contaba. Reconozco que aquello me enfadó: ¿por qué había sido tan ingenuo? Por supuesto, no me cul-
Esténcil de Roberto Bolaño en Barcelona (2012, barrio de Sant Antoni). Foto: Farisori.
pé a mí, sino a Bolaño. Pensaba que el escritor tenía un compromiso con la verdad y que cualquiera que la manipulara estaba practicando un ejercicio de soberbia y narcisismo, cuando no una egolatría descomunal cuyo precio siempre resulta demasiado alto. Pensé en todo eso, en la manipulación de Los detectives salvajes, en las palabras de Zurita y en el piloto de Estrella distante. Pensé que desde ese momento debería aprender a que me gustaran menos 2666,
Nocturno de Chile, El Tercer Reich o La literatura nazi en América. Pensé también que sus cuentos y sus poemas, salvo dos o tres, no eran gran cosa. No más que una antesala de textos que podrían haberse trasformado en obras mayores. Sin embargo, ha pasado el tiempo y ahora, en lugar de seguir incendiando esa casa de Doinel, opto por ser yo quien baja las escaleras de aquel avión que le trajo a España. Tengo el mismo rostro, apesadumbrado, exhausto, no sé si descreído. Y me digo que, entre tanta confusión, se esconde algo que, si no es verdad, sí me resulta verdadero. Es decir, ahora sé que me había equivocado. Y me alegra saberlo, porque admitir nuestros errores es un síntoma de que vamos por el buen camino. He comprendido que la discrepancia es una forma de afecto. Que, como Robbe-Grillet, escribimos sobre personajes que no saben que son culpables y que quizás por eso nos resulta más difícil hablar de ellos, porque todos estamos cargados de fantasmas y remordimientos. He entendido que la parodia es la reacción de un adulto al que le gustaría recuperar la libertad de un niño cuando es capaz de llorar en público. He sabido que la crítica furibunda hacia algo nos vuelve más frágiles, porque no sabemos a quién nos dirigimos exactamente. Que la contradicción genera movimiento y combate el estatismo. Y lo más importante: sé que ahora no tengo que elegir entre Zurita o Bolaño, entre Los detectives salvajes y Rayuela, igual que he aprendido a no tener que decantarme por Truffaut en lugar de Godard o entre, qué sé yo, Paul McCartney y John Lennon. O, por seguir en aquel contexto mexicano, sé que puedo disfrutar a partes iguales de Octavio Paz y Efraín Huerta. Y, sobre todo, he comprendido que toda literatura es ficción, una ficción que nos salva y nos permite conocer un poco mejor la realidad, porque, como dijo Jorge Carrión una vez, sin artificio literario no se puede descubrir el secreto de una persona. En algún lugar Bolaño dejó escrito que los muertos siempre nos miran. Quizás vaya siendo hora de ser capaces de mirarlos también a la cara.
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El ambigú
Las dos Adelaidas
Elena Casero Sargantana: Paterna, 2023 224 págs.
Mujeres encerradas Por Miguel Sanfeliu Hubo un tiempo en que la realidad se recuerda en blanco y negro. Un tiempo de sombras, de secretos, de casas viejas, del qué dirán. Un tiempo de mujeres encerradas en hogares con las persianas bajadas y de maridos encargados de mantener a sus familias, tanto económica como moralmente. Había muchas cosas que una «buena mujer» no podía hacer y, si las hacía, el marido estaba en su derecho de reprenderla. Los asuntos familiares que no cumplían con la norma estaban destinados a olvidarse en un cajón cerrado con llave. La vida transcurría de puertas adentro, por mucho que algunas quisieran escudriñarla a través de las mirillas. De todo ese mundo, de esos secretos, de recuerdos arrinconados, de lazos familiares, va la última novela de la escritora valenciana Elena Casero. La narradora tiene una hermana que vive en Australia con su marido y sus hijas, en una ciudad llamada Adelaida. Y tiene una madre enferma que requiere de sus cuidados, por lo que decide abandonar el piso compartido en el que se había emancipado y volver al hogar materno, a cuidar de una madre que va perdiendo la memoria paulatinamente y también la vida. Para ayudarla, contrata a una mujer colombiana llamada Berta, que se convertirá en una más de la familia. La novela se centra en la relación de estas mujeres, encerradas en un piso viejo de un edificio en obras. Un cajón lleno de viejas fotografías y unos cuadernos a modo de diario escritos por la madre son las herramientas en las que se apoya la acción para ir rescatando viejas historias y recuerdos. Luego, aparecerán también los fantasmas del pasado que empiezan a poblar el hogar. Es el momento en que una hija debe convertirse en madre de su madre, y en el que las rencillas que la distancian de su hermana deben quedar a un lado y dar paso a la reconciliación. La personalidad de la anciana
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es fuerte, incluso hiriente en algunos momentos, pero se impone ese lazo invisible que une a los miembros de una familia, los recuerdos compartidos, el mismo sentido del humor y, por encima de todo, el cariño. La memoria es el tema central del libro. De hecho, lo que nos cuenta es la memoria de una mujer de sesenta años, la misma edad que tenía su madre entonces. La mujer se sumerge en la época en que tenía veinticinco y compartió los últimos días de su madre. La memoria que preserva los hechos pasados que nos han convertido en quienes somos. El libro no cae nunca en el dramatismo efectista ni en la elegía poética, todo lo contrario. Gracias al humor que emplea la autora como elemento distanciador y a su pericia en la narración, la lectura transcurre con un ritmo ágil y podríamos decir que amable, pese a la dureza de lo que se nos está contando. Estamos ante un libro honesto, una historia que se nota que está narrada desde muy adentro, en la que la autora ha volcado sus sentimientos y la reivindicación del papel que les tocó vivir a las mujeres de la posguerra. Con ecos del magnífico Apegos feroces, de Vivian Gornick, los diálogos entre la hija y esa mujer dura que sin embargo se lamenta de no haber tenido el valor suficiente para cambiar su destino se suceden entre las sombras de la casa y los destellos del pasado. El tío díscolo o la tía soltera, historias de personajes que quedaron atrás, vidas que pasaron sin pena ni gloria y que solo la memoria puede rescatar. Las dos Adelaidas, editado por Sargantana, es el octavo libro de Elena Casero. Una historia de personajes bien definidos, en la que se dosifica la información para tener enganchado al lector desde el principio. Uno de esos libros que, cuando se terminan, tiene uno ganas de volverlos a empezar para continuar acompañado de esas mujeres y sus historias.
Lector que rumia
Eduardo Moga Polibea: Madrid 2023 455 págs.
El arte de reseñar Por Silvia Rins El reseñismo es un arte sutil, en apariencia humilde, pero que puede alcanzar altas cotas; una forma de literatura, como demostró Jorge Luis Borges. En esta línea, Lector que rumia ofrece una selección de reseñas sobre libros singulares o heterodoxos, y una serie de inspirados artículos centrados en el mundo literario, escritos por el poeta, ensayista y traductor Eduardo Moga, la mayoría publicados en revistas, suplementos de prensa y en su blog Corónicas de Españia durante los últimos tres años. El compendio consta de cuatro partes. En la primera, la más extensa, Moga difunde sus felices hallazgos —poemarios, biografías, memorias inclasificables—, algunos publicados por pequeñas editoriales y fuera del circuito comercial, susceptibles de pasar inadvertidos al lector, con lo cual sus aportaciones resultan, si cabe, más valiosas. La segunda se centra en autores relevantes del siglo XX: Delibes, Eliot, Hemingway, M. L. Mencken, Saint-John Perse, Proust, W. S. Stevens y César Vallejo; mientras que la tercera gira alrededor de clásicos atemporales como San Juan de la Cruz, Quevedo, Shelley y Tennison. La última parte comprende una veintena de artículos que exploran asuntos de lo más interesante y variopinto, desde los versos del viril y sentimental Mario Cabré, la prolijidad de la obra de César Aria o el arte poético de Stalin antes de sobresalir en el homicidio, hasta la epidemia de ego de la que adolecen ciertos poetas actuales. La riqueza lingüística, la vehemencia persuasiva y el sentido del humor —en ocasiones burlón, otras ve-
ces sarcástico— caracterizan las piezas de este volumen. No en balde, el autor escribió Los versos satíricos, una memorable antología de poesía satírica universal, así que domina el dardo mordaz y la estocada hilarante. Pero su objetividad y rigor en el quehacer crítico es encomiable, cuando subraya lo que le irrita de la ideología o el estilo de un texto, al tiempo que admite su valía literaria, defiende la audacia de su juicio o resalta su coherencia, haciendo gala de perspicacia y honestidad. Lo cortés no quita lo valiente, ni en la vida ni en la crítica literaria. Su grandeza se trasluce cuando él mismo es blanco de sus inclementes zarpazos, al hablar sin reparos de la «vastedad» de su ignorancia. Como destaca Antonio Ortega en el prólogo introductorio, y parafraseando al Ricardo Piglia de Formas breves, nos hallamos también ante «un testimonio personal de vida y de poesía». Moga no solo se retrata en las preferencias de autores y temas a la hora de acometer su labor. Aquí y allá encontramos pinceladas del hombre y el escritor, tanto en el marco biográfico como en las influencias literarias, sean los volúmenes que componen su biblioteca personal, las aventuras y desventuras de su oficio de traductor o su admiración por la «comicidad genética» de la literatura inglesa, en la que fue iniciado por su padre y que impregna las páginas de este libro. Lector que rumia valora, en definitiva, las obras que huyen del academicismo, las convenciones y la estulticia. Nada que ver con el adocenado columnismo que prolifera en nuestro país. En unos momentos en que se impone lo políticamente correcto, la neolengua identitaria y la cultura de la cancelación, ejercer el pensamiento crítico con elegancia y jocosidad es un lujo y una osadía. Y todo ello con la brillante y contundente prosa, el tono irónico e incisivo, y la mirada ingeniosa y reflexiva a la cual el autor nos tiene acostumbrados.
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El ambigú
Muy al norte en el turbio mar
Toni Montesinos Guillermo Escolar: Madrid, 2022 608 págs.
Inglés, insular, universal Por José de María Romero Barea Un ensayo es, en esencia, una criatura frankensteiniana, hecha de partes dispares: carne y hueso, cosidos por actos de reproducción verbal. Este tratado pretende trazar «un recorrido recto y compacto, interconectado, de las letras inglesas – y de las vidas de los hombres y mujeres que las han compuesto». Podemos leer el proceloso estudio Muy al norte en el turbio mar como una historia alternativa de la literatura inglesa, la que lleva a cabo el escritor catalán Toni Montesinos (Barcelona, 1972). Emergen de las oscuridades desprejuiciadas creadores extraordinarios del tamaño de Jonathan Swift: «El autoritarismo de la ficción de Los viajes de Gulliver tiene su telón de fondo real: el control y la vigilancia de la Isla Flotante sobre los territorios que domina es el reflejo de cómo Inglaterra se cernía sobre una Irlanda que explotaba económicamente». Es la de la cultura anglosajona una posteridad nacida del conocimiento que promulgan los mass media: no en vano la frecuentación de las películas basadas en novelas de Jane Austen, en opinión del colaborador de «El Viajero» (de El País), nos cambia para siempre, con su «trasfondo y razón de ser: el amor noble, el orgullo y el prejuicio y una ascendencia familiar tan trágica como sorprendente». Este homenaje a toda una tradición, la angloparlante, fusiona crítica, historia e intrahistoria para explorar nuestra relación con lo que creíamos conocer gracias a la gran pantalla, adquiriendo nuevos sentidos con las herramientas que el crítico literario de La Razón nos entrega: «El corazón de Dickens era crítico: atacaba a los políticos en el poder, a los reformistas, a la Constitución y a la democracia, al gobierno representativo, a la aristocracia política con una fuerza satírica demoledora». A pesar de la virtual experiencia que promulga los tecnológicos avatares, buceamos en la autenticidad de
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la mejor escritura británica: «Joseph Conrad, con el viaje de Kurtz y Marlow, lleno de paisajes de tinieblas, en el fondo, y con solo un puñado de páginas, llega al corazón del alma humana». La revelación comparece al calor de los hallazgos líricos de este vademécum, un largo poema idóneo para nuestros tiempos de polémicas virtuales y globales calentamientos. Relacionada con sus experiencias lectoras, nos devuelve la presencia de la escritora Virginia Woolf, que «tras llegar a la excelsitud en su narrativa, buscó qué diferencia había entre vivir y morir. Y un río y una piedra en el bolsillo le respondieron eternamente». Su empresa consiste en revelar, provisto de sentido y sensibilidad, las extrañas peculiaridades de un internacional espíritu insular: «Rushdie aborda las hipocresías humanas, las gentes que, por voluntad íntima, eligen la superficialidad en vez de la profundidad». Inmersiones continuas en historias humanas y no humanas arrojan una variedad de personajes coloridos que aparecen y luego desaparecen Muy al norte en el turbio mar: «Decía Novalis que cada inglés es una isla, como solía recordar uno de los mejores lectores que ha tenido la literatura inglesa, Jorge Luis Borges». Ya desde el prólogo, alude a dos leviatanes de las letras mundiales el colaborador de Clarín y Cuadernos Hispanoamericanos, antes de urdir un intrincado trabajo de metaficción cuyas fuerzas se forjan en el crisol de lo extraordinario. «Inglaterra, aposentada muy al norte en el turbio mar, ahora visita mis sueños […]. En mi infancia, ella era el universo para mí», confiesa Mary Shelley, no la de Frankenstein, sino la de El último hombre, en una cita al comienzo de libro. Turbulentas se muestran las aguas de esta exégesis, en la que conviven el Doctor Johnson, Wilde y Yeats. Frustrados por los límites del lenguaje como cualquiera, ansiosos de que sus enunciados no sean malinterpretados, estos monstruos literarios defienden su derecho a la supervivencia.
Cancionero de Les Planes d’Hostoles, 1922
Liliana Tomàs i Roch, Joan Figueres i Bautista (editores) Ajuntament de Les Planes d’Hostoles, 2023 305 págs.
Folklore y tradición Por Albert Ferrer Flamarich En la ingente labor del etnomusicógrafo Joan Tomàs i Parés (1896-1967) destacan las canciones recogidas junto a su amigo Joan Llongueres i Badia por lugares como Santa Coloma de Farners, Brunyola, Sant Martí Sapresa, Anglès, Sant Pere d’Osor, les Planes d’Olot, la Cellera y el Pasteral. En conjunto, tomaron nota de ochocientas veintiocho piezas, de las cuales ciento ochenta y seis pertenecían a la zona de la actual Planes d’Hostoles, donde estuvieron entre el 24 de agosto y el 1 de septiembre de 1922, quedando registradas entre la número 356 y la 550. Esta era la segunda misión de la Obra del Cançoner Popular de Catalunya financiada por Rafael Patxot con la voluntad de recopilar canciones y tonadas populares que, ahora, un siglo después, aparecen en forma de libro, como fruto del centenario de esta gesta el 2022 y del 125 aniversario del nacimiento de Joan Tomàs el 2021. En este sentido, hay que resaltar la labor tenaz en la intervención de Liliana Tomàs i Roch, nieta de Joan Tomàs, y del músico y maestro Joan Figueres i Bautista. Ambos han elaborado la investigación, la elección y transcripción de todos los documentos (crónica de trabajo de campo, fotografías, partituras y letras de canciones, relación y descripción de los cantores) con la colaboración del Ajuntament de les Planes d’Hostoles y la Diputació de Girona, que han sufragado los gastos de impresión. Como explican los editores en la introducción, donde abordan los criterios de publicación de esta recopilación, las matrices documentales consultadas partían de tres tipologías: música, fotografías y texto, que, en este último caso, podían ser tanto las letras de las canciones como la memoria o diario de campo de la misión. Además, incluyen fotografías ya centenarias y la transcripción de la excursión de Joan Tomàs y Joan
Llongueres, que es un episodio de gran interés por su crónica vivencial del ambiente, las personas, los hábitos y las circunstancias de la época. También rememoran la iniciativa de Jaume Arnella, estudioso de la música tradicional y trovador, posibilitando su interpretación en seis ediciones como conciertos, bautizados «Les Planes 1922» entre los años 2006 y 2011. No falta una indexación comentada y ordenada alfabéticamente del considerable grupo de cantores de quienes los dos etnomusicógrafos tomaron las tonadas. Estas aparecen con los datos elementales básicos: el número de la canción, título, la transcripción del texto y de la tonada; que son complementadas por dos tablas anexionadas. Si una es un sumario según el título de las tonadas, la otra condensa los parámetros del número de canción, el título, el íncipit, la temática, la ubicación de la melodía y de la letra en la recopilación original, el cantor y la página de esta presente edición donde se puede localizar. Por último, el lector también dispone de un QR que enlaza con un vídeo del canal de You Tube abierto sobre el maestro Joan Tomàs para la difusión de archivos de conciertos y audios en forma de documental. De esta forma se remarca la voluntad de poner al alcance de todos estos materiales que, a pesar de no tener una declaración oficial de la UNESCO, son patrimonio inmaterial de la Humanidad y una herramienta de gran interés para etnomusicólogos (así como musicólogos y etnólogos), antropólogos y otros estudiosos del amplio campo de las humanidades como la literatura y la sociología.
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El ambigú
Asentir o desestabilizar. Crónica contracultural de la Transición Rafael Chirbes Altamarea: Madrid, 2023 344 págs.
Crónicas de años difíciles Por José Abad En mayo de 1975, a punto de cumplir veintiséis años, Rafael Chirbes publicó un artículo sobre El recurso del método de Alejo Carpentier en el primer número de Ozono. Revista de música y muchas otras cosas. A pesar de su juventud, hay mucha trastienda detrás de estas pocas páginas: muchas lecturas, mucha escritura, mucha reescritura (que escribir es corregir, corregir, corregir, como dijera aquel). Lo que el joven Chirbes aplaude en esta novela es lo que él pone en su escritura: el gusto por la palabra, el amor a la cultura, la reflexión histórica, etc. En el artículo se percibe asimismo un posicionamiento político sutil, pero manifiesto. Chirbes recuerda al lector que el protagonista de El recurso del método es un dictador «sanguinario y culto»… ¿Fue casual la reseña de esta novela? Si lo fue inicialmente —aunque debemos advertir que había sido editada en 1974—, si pudo serlo al principio, repito, no lo fue en último término y cuando Chirbes escribe: «La nada es el fin que espera al dictador», pondría la mano en el fuego, no está pensando en el personaje de Carpentier, sino en nuestro propio dictador, ya en sus últimos días. El artículo sobre El recurso del método encabeza el volumen Asentir o desestabilizar, una amplia y muy sugerente recopilación de textos críticos publicados por el autor valenciano entre 1975 y 1980 en distintas publicaciones de la época: Ozono, Saida, La calle o Reseña de literatura, arte y espectáculos, entre otras. La antología, a cargo de Álvaro Díaz Ventas, lleva el muy oportuno subtítulo de Crónica contracultural de la Transición, un período de nuestra historia reciente malamente cicatrizado, que hay que intentar comprender en toda su amplitud y aceptar con sus luces y sus sombras; no en vano nuestra democracia —el ruidoso edificio que hoy nos alberga— se cimienta en aquellos años decisivos. La Transición se ha visto como transacción —todo cambió para que todo siguiera igual,
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ya saben— sin tener en cuenta que fueron años difíciles, muy difíciles. En un artículo de mayo de 1976, Chirbes se hace eco de estas tensiones: «Lo de siempre: han amenazado alguna librería, han golpeado a algún periodista, le han prohibido un libro a [Teresa] Pàmies y varios recitales a Lluis Llach y Raimon». En otro texto, Chirbes hace referencia a «la interminable enfermedad del gobernante eterno». No fueron años fáciles, en absoluto, y no conviene ni celebrarlos como un éxito sin paliativos ni hundirlos sin más en el pozo de la ignominia. El valor histórico de esta antología es incuestionable: Chirbes documenta la lenta entrada en España de libros hasta entonces prohibidos, como Si te dicen que caí de Juan Marsé, publicado en México en 1973: «La señorita censura —escribe con retranca—, tras babear durante algunos años sobre esta maravillosa y envenenada flor, abandonó su presa, y la dejó entre nosotros»; o Reivindicación del conde don Julián de Juan Goytisolo: «Seis años de prohibición han hecho que su llegada sea casi como la llegada de un clásico»; o The Buenos Aires Affair de Manuel Puig, que, advierte, «nos había llegado de un modo clandestino, porque estaba prohibida (¡enfermos!)», para añadir con amargura: «y, entonces, después de que había visto la luz, van y (¡maníacos!) la secuestran». (Y estamos ya en octubre de 1977). Al valor histórico de estas crónicas ha de sumarse el valor literario: Rafael Chirbes se tomaba muy en serio este artesanado antiguo de la escritura y no bajaba el grado de exigencia ni siquiera cuando las reseñas no pasaban de unas pocas líneas. Así debiera ser siempre, pero se olvida.
Diarios. A ratos perdidos 5 y 6 Rafael Chirbes Anagrama: Barcelona: 2023 968 págs.
Autorretrato con fondo azul Por Jorge Canals Piñas Con la entrega editorial del tercer tomo de los cuadernos personales de Rafael Chirbes concluye la ambiciosa edición de un material memorialístico que estaba destinado a publicarse póstumamente. Para ello el autor seleccionó, revisó, limó y pasó a limpio las notas que había confiado a su dietario. Cubren en conjunto un arco temporal que va desde el mes de abril de 1984 (este tercer volumen arranca, por su parte, en la fecha de 8 de enero de 2007) hasta llegar a la postrera nota del 28 de junio de 2015. Concluye, pues, pocas semanas antes de la muerte acaecida en agosto de aquel año. Los volúmenes contienen una construcción meditada de la imagen que el escritor alicantino quiso legar de sí mismo ad posterum. Y aunque pudiera haberse sospechado que en estos Diarios iba a hallar el lector noticias pormenorizadas sobre las tribulaciones que marcaron el proceso creativo de sus obras de ficción, las expectativas resultan vanas. Salvo en el curso del primer tomo, donde se hallan recogidas cavilaciones que arrojan luz sobre la búsqueda del «tono narrativo» al hallarse inmerso en la construcción redaccional de Mimoun (1988), su novela de exordio. Escasos asideros útiles encontrará, en cambio, el lector en las entregas sucesivas; al menos por lo que se refiere a cuanto llevó a la escritura de Crematorio (2007) o de En la orilla (2013). Los cuadernos traspasan la reflexión metaliteraria vacua y onanística que pudiera haber excitado el orgullo por la propia obra. Sus páginas, y especialmente las de este tercer volumen, vehiculan por su parte una imagen descarnada y realista del autor. Constituyen un autorretrato nada idealizado, generado a partir de brochazos verbales de escuela expresionista. Y es que Chirbes sabe ser despiadado consigo mismo, no obstaculizando que afloren a la superficie del papel sus paranoias y desasosiegos existenciales, contra los que arremete deliberada-
mente en esta última entrega. En ella comunica al lector su insatisfacción, así como los temores por no haber sabido labrar de manera adecuada la materia verbal. Teme el veredicto de los confidentes a los que ha anticipado el borrador definitivo, de ahí el desconcierto que le causará la acogida positiva de sus últimas novelas y ante la que reacciona con la vergüenza de quien teme estar encarnando una impostura: «Como los lectores —van seis— de la novela [Crematorio] me dicen que les gusta mucho, desconfío de ellos. A mí no me gusta, qué se le va a hacer. Es un libro fallido. Releo trozos y los soporto a duras penas. Retórica. No es la novela que a mí me gustaría leer, la que querría haber escrito» (Diarios: Tomo III, 2023, pág. 79). Más allá de la imagen que se desprende de la lectura de las notas en sus años finales (acorralado el escritor en su propio laberinto de Beniarbeig, solo ante los azotes de los achaques que desequilibran su precaria existencia, asediado por plagas de ratas y avispones que en los momentos más críticos le llevan incluso a recluirse en la habitación más recóndita de la casita aislada a los pies del macizo del Montgó), el lector seguirá con interés las observaciones que disemina en los cuadernos sobre obras ajenas que tan compulsivamente devoró con mirada sagaz y crítica. Por lo demás, la lectura de los Diarios permite entender la evolución de quien, curtido en el materialismo histórico (que consiguió, eso sí, conciliar con el espíritu historiográfico con el que los representantes de la Escuela de los Annales afrontaron el análisis social), se adentra progresivamente en el desencanto que le suscita el contacto con la realidad. Es, en definitiva, la vía de acceso al «bosque enterrado» —así definió Chirbes los Cuadernos de todo de la añorada Carmen Martín Gaite— sobre el que se levanta una obra total que refleja un mundo en descomposición.
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Nada en la vida es isla Diego Castillo Nazarí, 2023 88 págs.
Belleza y verdad Por Juan Peregrina Martín Escribía Rafael Pérez Estrada, recordando a Gracián, que lo bueno, si breve, catastrófico o telegráfico. Destilamos una consecuencia de la frase que es el humor; otra, la belleza de la esencia y, por último, la exactitud de lo manifestado: estas tres características podrían ser cuerpo, mente y corazón del aforismo. Diego Castillo aprovecha lo mejor del género y, como Pessoa, que decía aquello de «sé plural como el universo», desgrana en un volumen heterogéneo de ideas temas tan diversos como la mentira, la envidia, la cobardía o la vanidad. Lichtenberg decía que el hombre razonable vuelve atrás y utiliza el instinto para slucionar problemas: eso parece hacer el autor, que tiene claro que la persona se diferencia de otras especies porque piensa, y, es más, de otras personas porque piensa críticamente y este es quizá el matiz más importante de todo el volumen. Ese pensar en crítico, de manera personal, sin temer consecuencias derivadas de una posible contracrítica, lleva a Castillo a sentirse conectado, a formar parte de, a ser uno con, el resto de seres pensantes que se cruzan en su vida. El rigor intelectual, la lírica o el desvelamiento de algo oculto tras un razonamiento escrito le llevan a reflexionar sobre ganancias y pérdidas: «Tanto reflexionar por lo perdido puede dejar sin aliento», o a matizar que «La infancia señala el camino», provocando un misterio a la vez que crea una machadiana sentencia, porque «El hombre es voz y conciencia de un animal extraviado». Critica el fanatismo, la ignorancia y la crueldad: aboga en cambio por la educación, la cultura, los libros. No comprende la necedad y su guerra constante contra la inteligencia y puede recordar que el viaje interior es tan importante como el que hacemos fuera: ser conocedor de uno mismo, no turista, para conocerse mejor y soportar, entre otras cosas, los embates del tiempo, que no perdona ni juzga ni se puede pal-
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par, pero sí marchita el cuerpo, destruye la memoria y continúa su labor sin más. Hay un verdadero elogio a la noche, a la dignidad, a la palabra y al pensamiento: sucede la vida con sus sombras y luces, parece decirnos el aforista, pero es mejor aceptar esa dualidad y necesitar poco, ya que, quien así hace, reduce el malestar de no conseguir lo que quiere, acercándonos algo a la filosofía zen cuando esta nos habla del desapego; a la vez, sin que provque ruptura, nos habla de que cualquier persona está interconectada con las demás, volviendo a lo complementario como medio de comunicación y vivencia de las ideas que se exponen. El saber frente a la violencia; la formación frente a la simpleza; la memoria frente al olvido: los presupuestos ilustrados, es decir, la razón, el conocimiento y la crítica a supersticiones podemos encontralas en el volumen rastreando su contenido con detenimiento. El autor busca la verdad mediante la investigación de la palabra y su sentido. Y además, no camina lejos de lo lírico el discurso cuando afirma: «Habitar un corazón sediento de auroras posiblemente sea morir de frío en lo profundo»; esa búsqueda de la verdad es aliada de la belleza cuando se abraza a la poesía y el relámpago metafórico deja paso al trueno de la reflexión cuando, después de leer, nos detenemos y pensamos. Nada en la vida es isla es un libro cargado de esperanza en el futuro y en quienes lo leemos: el autor confía en las personas y en que el buen juicio nos lleve a un mejor lugar que donde estamos ahora, que la verdad nos salve de nuestro malestar personal y la belleza nos redima de nuestro salvajismo, porque «Olvidada la poesía, no le queda a la vida más que instinto y prisión».
Lapidaria
Paulo Gatica Cote Trea: Gijón, 2023 58 págs.
Una mirada al mar interior Por Javier Helgueta Manso Al igual que el cuerpo, también la memoria y la conciencia parecen gozar de una naturaleza líquida; por ello resulta tan evocadora la contemplación del océano. No solo esta, sino, «más acá», una mirada a nuestro mar interior es lo que nos propone Paulo Gatica en Lapidaria: bucear para rescatar perlas, minerales y otras piedras de sentido en forma de aforismos o preguntas. Lapidaria es palabra 'que se aplica al arte que trata del conocimiento, medida y estimación de las piedras preciosas', según el primer diccionario de la Real Academia Española. Este es sin duda el tratamiento de orfebre que ha querido dar a cada aforismo Paulo Gatica Cote: «Trabajo la verdad con paciencia y escoplo. Descarto la materia sobrante y pulo los vértices más agudos. Finalmente, contemplo extasiado su perfil vacío sobre el pedestal: la plena ausencia y posibilidad» (pág. 16). Con esta obra, el autor gaditano indaga desde una nueva perspectiva en la modalidad genérica de las formas breves que tanto ha estudiado en la última década. Si el concepto de «poeta profesor» tiene largo alcance en la tradición española, va siendo hora de acuñar el de
«aforista profesor», con los excelentes ejemplos de Rafael Argullol, Carmen Camacho y ahora Paulo Gatica, entre otros. Si Jorge Guillén, paradigma del poeta profesor, subrayó que «no hay creación sin crítica», también se puede aplicar esto a Paulo Gatica, como avala José Ramón González en su prólogo a Lapidaria. Sin abandonar esta vertiente, me pareció interesante comprobar si sus aforismos se enmarcarían en los moldes taxonómicos que el propio autor ha diseñado para las manifestaciones microtextuales en lengua española. Por ejemplo, aunque no abunden, en Lapidaria hay aforismos de clara línea moralista, si bien aplicada fundamentalmente a su propia ética existencial: «Mis muertos me preceden, pero tampoco saben el camino» (pág. 20); «Ante la erguida sombra de la plenitud, una demolición controlada» (pág. 27). Asimismo, algunos pertenecen a la tendencia humorística, pero de tono trágico y contenido por una sutil ironía: «Unos buenos cimientos garantizan la perdurabilidad de las ruinas» (pág. 17); «La biografía —propia o ajena— es género de rencorosos», (pág. 33); «El silencio es oficio de sepultureros» (pág. 49). No obstante, y aun cuando estos dos veneros son los menos explorados, poseen un ingrediente genuino del talante de Paulo Gatica: conceptista y estoico en expresión y atmósfera, respectivamente. Más hollada es la variante poética: «El insomnio es una piedra interior» (pág. 17); «El horizonte: refugio de pintores y marinos» (pág. 23); «Ver en las aceras la posibilidad de un precipicio» (pág. 44); «Inexperiencia: cicatriz sin herida» (pág. 44). Excelentes a la hora de construir e imaginar acciones y deseos, aprecio en buena parte de estos poemaforismos una proyección visual que me recuerda a los experimentos de artistas como Gómez de la Serna, Brossa o Madoz. ¿Cómo pensar, si no, algunas paradójicas visiones propuestas en Lapidaria, tales como: «Utopía del espejo: la transparencia» (pág. 31) o «Todo muro respira a través de sus grietas» (pág. 27)? Al intentar pensar a Paulo desde Gatica Cote, al poetaforista desde el investigador, me he percatado sobre todo de una cualidad indiscutible: el dominio de múltiples temas y modos de expresión evidencia una flexibilidad y madurez impropias de una trayectoria literaria incipiente. La adaptabilidad del poeta es antes la del profesor que viaja entre países y textos, la del joven que migra y retorna para sacar «apuntes náuticos» en las arenas, a veces movedizas, de la playa de la infancia: «la escritura como dolor reflejo» (pág. 31). Gracias a todo ello, Lapidaria nos entrega palabras-gema pulidas por el tiempo y la inteligencia.
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El agua entre las piedras: Antología 1984-2022 Víctor Jiménez Valparaíso: Granada, 2023 198 págs.
Tradición y permanencia Por Jesús Cárdenas No hay poeta si no se ve inmerso dentro de una larga tradición literaria, la misma que siente la piedra en la corriente de agua. Con este título, El agua entre las piedras, quiere aglutinar Víctor Jiménez doce entregas poéticas que van desde La singladura (1984) hasta Cuando eran una vida los veranos (2022). Los motivos recogidos en estas hermosas composiciones son los habitualmente tratados por el poeta sevillano en sus obras: el fluir inexorable del tiempo, la infancia, el amor, el recuento de la vida y la poesía. Tal y como recoge en el prólogo su paisano Juan Lamillar, «heredero de una renovada escuela sevillana, con los Machado, Cernuda, Rafael Montesinos o Aquilino Duque». Jiménez retoma en su libro inicial los sonetos, una composición que ya no abandonaría, con aire de los mejores sonetos de Miguel Hernández, Blas de Otero y Góngora. Uno de los tercetos consonantados nos conduce al ideario barroco del cordobés: «así la noche —su hora ya cumplida— / al cabo se abandona al frío inerte / de la dura, desierta madrugada». Una de las muestras de poesía amorosa de esta antología la hallamos en el instante efímero que dura el enamoramiento, como puede leerse al final del poema en verso libre «Desconocida»: «Se acaba todo / amor. Ya ves, se acerca ya tu última / parada y nada queda / que alumbre este silencio». Puede comprobarse el tono entre juguetón e irónico, más cercano a Luis Alberto de Cuenca, que distingue ese momento que deviene en aflicción. En esa línea continúa Apenas si tu nombre: «Dime, amor, si no vuelves, cómo voy / a tomarlo mañana tan amargo, / cuando hoy me pusiste tú el azúcar». Con el regreso a la infancia como tema, el cultivo de un verso sonoro y las metáforas temporales —variante de uno de los tópicos latinos con más fortuna, tempus fugit—, cierran los versos de un primer período con Las
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cosas por su sombra. Así, en los alejandrinos de «Piedra en el agua»: «Emigraron los años lo mismo que las aves. / De aquellos días tibios, serenos de la infancia». El segundo período en la trayectoria de Jiménez abarca Tango para engañar a la tristeza, Taberna inglesa y Al pie de la letra. En su recuento de recuerdos descubre el equilibrio del pasado en el cine, las canciones y la educación. A ellos se alían el humor, la ironía, el tono cercano y el lenguaje directo. Son atemporales los versos que describen la estampida laboral en «Cantos de sirena»: «comprendo que celebres cada viernes / la puerta que se abre al horizonte / de un tranquilo y azul fin de semana». Relean antes de las evaluaciones «Los buenos estudiantes». La selección de las siguientes publicaciones nos lleva a la memoria como eje del poema. Evocación del teatro y del cine en La mesa italiana, la música en Frecuencia modulada, la lucha contra el tiempo en Con todas las de perder y la infancia en Cuando eran una vida los veranos. Ya en sonetillos, ya en soleares, e incluso en poemas de verso libre, Víctor Jiménez se hace eco del arte popular: «Lo tuyo no tiene arreglo. / La vida se va con otros / y tú escribiéndole versos». El gracejo hallado, el juego de conducir al lector por un lugar y reconducirlo a otro a base de sugerir (mediante frases hechas, juegos de palabras y dilogías), siguiendo la estirpe de Bécquer, desde lo más profundo se muestra simple, cercano. Se halla en esta antología una poesía directa, laboriosa, donde la voz poética no escatima en dotar al poema de base musical y de intensidad.
Sin fin. Antología personal 1993-2023 Antonio Orihuela Gato Encerrado: Toledo, 2023 218 págs.
La palabra o un tiro en la boca Por Rocío Rojas-Marcos Una antología es la recopilación ordenada y justificada de obras de un género artístico, en este caso una serie de poemas. Si a eso le añadimos que la que tenemos entre manos está realizada por el propio autor —es una Antología personal, como reza el título—, entonces sabemos que los poemas seleccionados suponen un punto de inflexión en la trayectoria del escritor y por eso han sido elegidos, pues nos permiten conocer la trayectoria poética de su autor en los términos que él mismo desea, sin intervención externa, sin nadie más toqueteando entre sus versos. Así pues, esta antología personal es un ejercicio de buceo en los versos que Orihuela quiere que leamos, esos imprescindibles para comprender su mirada poética de aquello que lo rodea. Avanzar por un camino Sin fin, pues la palabra poética como resultado tiende a infinito siempre. Orihuela es un autor enmarcado en el movimiento de la poesía de la conciencia, pero al leer estos poemas reconocemos que la etiqueta necesita adoptar cada uno de los matices que la palabra conciencia pueda tener para abarcar todos los versos de este autor. Se adueña de cada posible matiz de significado para componer versos cargados de verdades en las que no se juega con eufemismos. Las metáforas se adaptan a
la crudeza cristalina alcanzada por Orihuela y las composiciones cantan, con un tono irónico en algunas ocasiones, las verdades más vergonzantes. La subida del IPC, el precio de la luz, las hipotecas o simplemente no poder comprar más que unas naranjas y un litro de aceite, algo que hoy es casi imposible, se convierten en la pluma de Antonio Orihuela en asunto poético. Todo esto sin perder de vista el grito por la paz constante que se expande de forma transversal en toda la antología. Es un grito contra la guerra: contra todas las guerras, pero, más allá de eso, es un grito por la paz. Un lamento, una súplica, pues sin paz no se pueden arreglar ninguno de los problemas anteriores sobre los que se desgañita escribiendo versos. Hay un elemento más que no podemos dejar de leer en estos poemas, pues en ellos hay un sinfín, como reza el título, de versos en los que el amor es la fuerza catalizadora, la esencia que los articula. El reflejo de la mujer amada pasa a ser aglutinador necesario para dar forma a esta antología personal. Así, podemos reconocer al autor entre estos poemas que ha seleccionado: la vida cotidiana, el lamento por las injusticias y, por tanto, la constante súplica por justicia se trenzan de forma inevitable con el amor por la persona que camina a su lado: «Había felicidad / y no pesaba el mundo / Eras una mano tendida / y todo ocurría por primera vez», escribe Orihuela. Ahora bien, el autor es muy consciente de cuál es el arma más poderosa que tiene entre manos. Él, que grita por la paz, que suplica y ruega por el fin de todas las guerras, por el equilibrio de una vida justa para todos, sabe que su única arma es la palabra. Un arma poderosa si se la deja actuar, pero inútil contra el estruendo de los cañones. Desde hace décadas, pues estos poemas aquí seleccionados van desde 1993 a 2023, Orihuela ha entendido que la palabra es lo único que tiene en su poder para enfrentarse a esos dragones que unos días se disfrazan de presidentes de grandes compañías, otros de impuestos o incluso de tarifas de la luz. Todos son el mismo dragón al que tiene que hacer frente Orihuela con sus poemas. Ahora bien, es consciente de que muchas veces no alcanza aquello que anhela y eso lo lleva a escribir poemas como el que aparece en la contraportada del libro: «Escribo / por no pegarme un tiro en la boca. / Y hasta escribir / se ha vuelto a veces / un tiro en la boca». Lamento último de quien no quiere perder la esperanza, pues es capaz de reconocer que sus fuerzas no alcanzan, que las palabras resisten, se estiran y recuperan su forma, pero a veces el agotamiento se apodera incluso de las más resistentes.
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¡Oh, fíjate!
Este tío es el pelmazo de ayer por la noche.
¡BUF! Todo el rato dando la turra con que era escritor y su mierda de novela.
¿Cómo se llamaba? ¿Augusto?
¡Qué va! Era Augusto.
Me parece que era Alonso.
Yo e staba muy borracha... Igual dijo Constancio.
No, era Adolfo. Mira, me juego diez euros a que era Adolfo.
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¡Hecho! Voy y se lo pregunto.
¡Oh!
Qué lástima, ya se ha ido.
Recomendaciones de Quimera
Los ríos profundos José María Arguedas Alfaguara, 2023
Alfaguara recupera esta obra fundamental de la literatura hispanoamericana en una cuidadísima edición de la Real Academia Española. Novela precursora del realismo mágico, Los ríos profundos narra parte de la infancia de Ernesto de la mano de su padre, por los caminos del Perú andino, y del Padre Linares y los compañeros de colegio, en Abancay; una formación en la que lo humano y lo telúrico se confunden creando un mundo maravilloso en el que los elementos toman vida. Acompañan a la novela ocho ensayos interpretativos, los dos primeros del premio Nobel Vargas Llosa y del premio Cervantes Sergio Ramírez, respectivamente.
Cervantina
René Fuentes Pre-Textos, 2024
Este autor cubano nos sorprende con el reciente Premio Ciudad de Valencia con la reunión incompleta de las novelas escritas por Nandito, poeta provinciano, sin otra posesión que una máquina de escribir llamada Juanita y una bicicleta vieja que heredó de su padre, con la que recorre La Habana y narra de los vivos y de los muertos. En la última parte, se abre una novela coral donde los vecinos, amigos y enemigos de Nandito dan fe de quién fue este personaje.
Trilogía
Jon Fosse Traducción de Cristina Gómez Baggethun y Kirsti Baggethun De Conatus, 2023
Publicada originalmente como tres novelas independientes —Vigilia (2007), Los sueños de Olav (2012) y Desaliento (2017)—, Trilogía reúne estas tres obras, íntimamente ligadas por el tema y por los personajes, que narran el devenir de Asle, Alida y su bebé Sigvald en una desesperada y violenta huida de la pobreza y la necesidad. Con una prosa osada muy cercana al registro oral, Jon Fosse (premio Nobel 2023) consigue sumergirnos en un mundo salvaje y espectral que ahonda en un nuevo género: el realismo mágico escandinavo.
Mateo perdió su empleo
Gonçalo M. Tavares Traducción de Rosa Martínez Alfaro Seix Barral, 2023
¿Cómo definimos este libro? Más aún: ¿cómo encaramos la obra de Gonçalo M. Tavares? Tal vez no haga falta buscarle etiqueta alguna. Porque lo adecuado, cuando estamos frente a este autor portugués, es dejarnos llevar, como sucede en este libro. Mateo perdió su empleo es un juego, un rompecabezas, un laberinto que nos habla de las innumerables posibilidades que nos concede la vida y las infinitas conexiones que nos rodean.
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Recomendaciones
MANIAC
Benjamín Labatut Anagrama, 2023
¿Hasta dónde está dispuesto a llegar el ser humano para conquistar lo que había deseado? ¿Está capacitado para pagar un precio que, en ocasiones, le puede encaminar a la locura y la enfermedad? MANIAC aborda esta y otras cuestiones en un ejemplo de cómo la ciencia y la tecnología se convierten en materiales literarios de primer orden. Con una atmósfera trepidante y un ritmo que va en aumento, estas historias nos permiten leer nuestro presente (y el aterrador futuro que se nos viene encima).
Napoléon. Un retrato imparcial Walter Scott Traducción de José Ferrer de Orga Fórcola, 2024
En 1827, apenas seis años después de la muerte del emperador francés, Walter Scott publicó una de las primeras biografías sobre su figura escritas fuera de Francia. La voz de Scott suena en todo momento fascinada por esta personalidad, sin duda la más determinante del siglo XIX. Trata de radiografiar sus deseos, ambiciones, una vez que su figura ya no supone un peligro directo. Excelente edición acompañada además por dos prólogos de excepción: de Ignacio Peyró y del editor Javier Jiménez.
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El emperador filósofo. Marco Aurelio y su legado cultural Ignacio Pajón Leyra Fórcola, 2024
El reinado de Marco Aurelio representa uno de los momentos de esplendor de la Roma imperial, su último gran destello. Un postrero deseo de unir el buen gobierno con el desarrollo de la cultura y el arte, como también trataron de enraizar antes Adriano o su predecesor Trajano. En el volumen el filósofo Ignacio Pajón hace un retrato certero de este tiempo, en profundidad, con todas sus derivadas que incluyen las lecturas modernas que se han hecho en el mundo del cine, el teatro o la literatura de la figura del emperador. Un recorrido, en fin, delicioso.
La risa de las mujeres
Sabine Melchior-Bonnet Traducción de Lucía Alba Martínez Alianza, 2023
El humor ha estado vetado para las mujeres durante mucho tiempo. Solo los hombres eran susceptibles de generar risas. Sabine Melchior-Bonnet investiga las causas históricas de esta prohibición y cuenta cómo las mujeres han ido ganando poco a poco los espacios del humor. Relato de conquista de derechos y análisis del tabú, que recorre las normas del buen gusto desde la antigüedad hasta nuestros días.