Quimera Revista de Literatura | Número 484 | Abril 2024

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ColaborAN en este número:

José Abad, Jesús Cárdenas, Pepe Cervera, Jordi Cornudella, Meric Dagli, Albert Ferrer Flamarich, Moisés Galindo, Laureano Debat, Fernanda García Lao, Antonio Manilla, Mario Martín Gijón, Pilar Martín Gila, Pungui Muller, José Antonio Olmedo López-Amor, Juan Peregrina Martín, Juan Camilo Rincón, Miquel Rof, José de María Romero Barea, Llorenç Soldevila, Eduardo Suárez Fernández-Miranda, Ángela Tabuenca-Meroño, Keyla Vall de la Ville, Tirso Priscilo Vallecillos, Ángel Zapata. Fotografía de portada:

Meric Dagli (Unsplash) EditoR: Miguel Riera DirectorES: Fernando Clemot, Álex Chico, Ginés S. Cutillas y Jordi Gol JEFE DE REDACCIÓN: Jordi Gol Diseño: Xavier Balaguer Maquetación y cubierta: Jordi Gol Corrección: Cinta Moreso Galiana Web y redes sociales: Eva Díaz Riobello ISSN: 0211-3325 DL: B 38779 /1980 Edita: Ediciones de Intervención Cultural S. L. C/Juan de la Cierva, 6. 08339 - Vilassar de Dalt (BCN) 937 550 832 www.revistaquimera.com redacciondequimera@gmail.com publicidad@revistaquimera.com pedidos@edic.es Imprime: Gráficas Gómez Boj

QUIMERA. REVISTA DE LITERATURA – Abril 2024

Tras el invierno más caluroso desde 1870, y una Semana Santa madrugadora, entramos en una primavera que nos tiene preparadas muchas sorpresas, como las tiene también este número 484 de Quimera en el que el equipo de redacción se ha volcado no solo para organizar las piezas que lo componen, sino también para escribir algunas de ellas. Comenzamos con una serie de entrevistas: al maestro Ángel Zapata, uno de los escritores de cuentos más originales y uno de los grandes teóricos de la escritura creativa; a Keila Vall de la Ville, que nos habla en Minerva de una familia poliamorosa en la Caracas conservadora y represora para hacernos repensar el significado de lo «normal»; al poeta y editor, Jordi Fibla, que ha preparado la edición crítica de Les dones i els dies, de Gabriel Ferrater y la obra completa de J. V. Foix; y a Ángela Tabuenca-Meroño, que ha publicado su primera novela, Astoria, en Funambulista. Nuestro director Fernando Clemot nos ofrece una muestra de su talento literario en el cuento «La estación de Coburgo», al que siguen los microrrelatos de Tirso Priscilo Vallecillos, el poema «El universo no existe» de Fernanda García Lao y los ensayos del propio Fernando, de nuestro compañero Ginés S. Cutillas, de Moisés Galindo y de José de María Romero Barea. Y, como siempre, un buen puñado de reseñas y recomendaciones para acercarnos a la actualidad literaria. JORDI GOL - JEFE DE REDACCIÓN Y CODIRECTOR DE QUIMERA

El salón de los espejos

José Abad: Álex de la Iglesia,

Entrevista a Ángel Zapata – 4

de Antonio Santamarina y Jesús Angulo – 54

Entrevista a Keyla Vall de la Ville – 8

Pilar Martín Gila: Dios palpitando entre las tomateras.

Entrevista a Jordi Cornudella – 12

Un diálogo con la poética salvaje de Marosa di Giorgio,

Entrevista a Ángela Tabuenca-Meroño – 19

La vida breve

modernidad, de Marcos Eymar – 56

Los pescadores de perlas

Sobre la vida, l’art i les obres de Johann Sebastian Bach,

Microrrelatos inéditos de Tirso Priscilo Vallecillos – 27

de Johann Nikolaus Forkel – 57

Fernanda García Lao. El universo no existe – 29 ción total o parcial de este número, sea por medios mecánicos, químicos, fotomecánicos

Roberto Bolaño y la religión travestida de la (pos)

Fernando Clemot. La estación de Coburgo – 22

El castillo de Barba Azul Derechos reservados. Prohibida la reproduc-

de Emilia Conejo – 55 Mario Martín Gijón: El infierno de los malos escritores.

Einstein on the Beach

Albert Ferrer Flamarich:

Antonio Manilla: Mañana me voy, de Víctor Colden – 58 José de María Romero Barea: Wish I Was Here, de M. John Harrison – 59 Jesús Cárdenas: La vida en el aire,

José de María Romero Barea.

de Alfonso Brezmes – 60

Quimera no retribuye las colaboraciones. Los

La novela infinita: 175 años de David Copperfield – 32

José Antonio Olmedo López-Amor:

colaboradores aceptan que sus aportaciones

Moisés Galindo. Aben Razin de Sergio Gaspar:

Demasiado cristal para esta piedra, de Rafael Soler – 61

el lenguaje y sus nombres – 35

Juan Peregrina Martín:

les no solicitados ni mantiene corresponden-

Ginés S. Cutillas. La novela híbrida en España – 41

Redención de Pandora, de Juan Carlos Friebe – 62

cia sobre los mismos. La revista no comparte

Fernando Clemot. La reina de las aguas – 45

Eduardo Suárez Fernández-Miranda:

o electrónicos, sin la autorización del editor.

aparezcan tanto en soporte impreso como en digital. La redacción no devuelve los origina-

necesariamente las opiniones firmadas por sus colaboradores. Esta revista ha recibido una ayuda a la edición del Ministerio de Educación, Cultura y Deporte.

El ambigú

Beatless, de Satoshi Hase – 63

Laureano Debat: Teoría del tacto,

Cómic

de Fernanda García Lao – 52

La letra suicida. Miquel Rof – 64

Pepe Cervera: Todo tan fugaz, de Ernesto Calabuig – 53

Recomendaciones 3


E l s a l ón d e l o s e s p e j o s

«Pleroma intenta alcanzar al lector en el plano de la sensibilidad, tocarlo, trastornarlo»

Entrevista a Ángel Zapata Texto: Fernando Clemot Fotografías: cedidas por el entrevistado ©

Cuando hablamos de Ángel Zapata (Madrid, 1960) no solo hablamos de una de las voces más originales del mundo del cuento español (Las buenas intenciones, La materia oscura) sino también de uno de los grandes teóricos del mundo de la creación, con libros como La práctica del relato y El vacío y el centro. La publicación de Pleroma (Pepitas de Calabaza, 2023) no podría ser otra cosa que una gran ocasión de leer de nuevo al maestro.

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Pleroma se despliega como un enigma que hay que abrir desde su mismo título. ¿Qué es Pleroma? Como la mayoría de mis libros, es una búsqueda expresiva radical, en el territorio de la tradición surrealista. Para los gnósticos de la antigüedad, el Pleroma era la totalidad de lo que existe, antes de manifestarse en la materia y el tiempo. Pleroma, pues, es una palabra que nombra una plenitud, un lleno, pero un lleno de nada. El libro, en esta dirección, aspira a reflejar esta época pleromática, este tiempo henchido de su vacuidad. Y aspira a hacerlo en el registro que le corresponde: el del absurdo, la alucinación y el sinsentido. Por eso es también una fiesta del lenguaje —o más bien una partouze: una fiesta libertina al estilo francés—, en donde las palabras buscan abrirse a todo tipo de encuentros, de roces y de acoplamientos insospechados. Si hablamos desde una normativa de géneros costaría definir Pleroma. ¿Dónde lo podríamos situar: aforismo, poesía, microrrelato…? Yo diría que en la intersección de todos ellos. Desde un punto de vista académico, Pleroma sería un libro de poemas surrealistas en prosa. Pero yo creo más bien que se inscribe por su propio impulso en esa corriente plural de escritura inclasificable y transgénero, que — al menos en mi opinión— ha dado algunos de los libros más vivos e intensos de la literatura española en este inicio de siglo. Con todo, no querría dejar de aclarar que la ruptura con los géneros vigentes es para mí una necesidad expresiva, y en ningún caso un «gesto». La matización se debe a que en los últimos tiempos veo a autores que vindican ingenuamente el desacato a los géneros como un alarde originalísimo, vanguardista y ruptural, cuando esto es algo que ha venido teorizándose y practicándose desde los primeros románticos, es decir: desde hace ya dos siglos. El volumen se divide en cinco partes y tiene un epílogo, todos sin título. ¿Qué les diferenciaría? Desde Materia oscura, los libros de creación que he ido publicando tienen algo de diario espiritual y atestiguan

etapas, momentos de vida sensible, que se plasman en sus diferentes secciones. Estas secciones tienen por lo general la misma extensión, once textos, pero su elaboración puede haber ocupado periodos de tiempo muy variables. Por lo mismo, los textos de cada sección suelen estar unidos por cierto parecido de familia, o también por una misma stimmung, un mismo temple anímico: más lúdico, más dramático, más beligerante, según. En el epílogo reúno siempre los textos que aparecen una vez que el libro está cerrado, como los relámpagos de una tormenta que se aleja. ¿Cómo fue la preparación de Pleroma? ¿Tendría algún libro que pudiera servir de precedente? Sí, claro; como el de cualquier artista, mi trabajo es una interminable suma de deudas. En Pleroma está presente la tradición surrealista en su conjunto, ya digo. Pero muy especialmente esa acta fundacional del movimiento que es Los campos magnéticos de André Breton y Philippe Soupault, como están también la respiración visionaria de El hombre aproximativo de Tristan Tzara, el humor delirante de Benjamin Péret o la bella inspiración meditativa de los poemas de Aldo Pellegrini. Tampoco he evitado que se transparente la influencia de Emil Cioran, a cuya sensibilidad a la vez trágica e irónica me siento extremadamente afín. Quería igualmente que la inspiración gnóstica fuera en Pleroma no una mera alusión culterana, sino una atmósfera sensible, y mientras lo escribía me empapé a fondo de los estudios ya clásicos sobre el gnosticismo debidos a Jonas y a Puech, de los tratados originales de la escuela, y disfruté también de un libro singular —Los gnósticos de Jacques Lacarrière— donde se vincula esta corriente de pensamiento a diversas heterodoxias y rebeldías que transitan por la historia de Occidente.

Pleroma se muestra en algunos momentos también como un grito en un océano de desesperanza. ¿Qué sensaciones te gustaría trasladar con él? El tipo de escritura que practico en Pleroma intenta alcanzar al lector en el plano de la sensibilidad, tocarlo,

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Entrevista a Ángel Zapata

trastornarlo, y hacerlo además mediante un rodeo que evite las inercias y las comodidades del significado al uso. No se busca en ella la comunicación, sino el contacto. A su vez, lo que vehicula ese contacto es el extrañamiento del mundo y el rechazo del mundo, y también cierta gnosis de naturaleza poética, a través del «esclarecimiento sin luz» (Blanchot) que puede derivarse de algunas combinaciones de palabras. El océano de desesperanza —estoy de acuerdo en la expresión— al que el libro asoma a sus lectores es en principio el que me inspira la condición humana como tal. Pero es también y sobre todo el de la época oscura, terrible y epilogal que estamos viviendo, con la mutación acelerada del capitalismo en una concurrencia de peligrosas mafias neofeudales en pugna y la clausura de cualquier horizonte utópico. Aun así, no hay que perder de vista que esta desesperanza se expresa en los textos de Pleroma a través del lirismo, el sarcasmo y el humor negro, lo que no deja de apelar a la victoria del principio del placer sobre el acoso de la realidad, ni de implicar, por eso mismo, una cierta moral de rebelión y resistencia. El libro tiene una fuerte base en la imagen surrealista, en el contraste de la voz y el contrasentido, en cadenas de asociaciones de imágenes que percuten al leerlas. ¿Hubo algún esquema previo? ¿Cómo fue el trabajo de corrección sobre un texto tan ajustado y complejo? La escritura de Pleroma se basa en un trabajo de escucha del murmullo preconsciente que subyace al pensamiento de la vigilia, trabajo al que los primeros surrealistas dieron el nombre de «escritura automática». A través de él, tenemos acceso al mismo tipo de frases que nos asaltan en el duermevela, y que muchas veces nos sorprenden tanto por su carácter ilógico como por su extraña coloratura poética o incluso por su humor. Esta inmersión en el flujo mental preconsciente es variable en los textos del libro. Algunas frases están muy próximas a la conciencia. Otras, sin embargo, son sentencias herméticas, compactadas sobre su propio enigma. En estas coordenadas, el trabajo de corrección consiste sobre todo en dos cosas. La primera, eliminar. Eliminar las frases premeditadas, pero también las demasiado opacas, o las ingeniosas, o las manifiestamente retóri-

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cas y «bellas». La segunda operación consiste en componer, en barajar las frases, o mejor aún: en atender a su propio movimiento hasta que por sí mismas cristalizan en una cierta constelación, cuyo efecto de conjunto y cuya consistencia, sin embargo, no les deben nada, o casi nada, a las pautas regladas y previsibles en que se apoya el significado. Este último proceso es especialmente fascinante y tiene mucho, también, de opus alquímico donde se experimenta y se toca la potencia de lo inconsciente textual.


Se diría que Pleroma juega en los márgenes del lenguaje literario, que los amplía siguiendo el rastro del último Joyce (Finegann´s Wake), Guimaraes Rosa o, más recientemente, el Larva de Julián Ríos. ¿Cuesta jugar en estos márgenes? El surrealismo —poco entendido en general desde la institución literaria— no se plantea como una práctica estética, sino como experiencia interior, como aventura interior. Su propósito se resume en una consigna: poner en juego el ser por medio del lenguaje. Por eso el lector que se acerca a una obra surrealista ha de hacerlo con el ánimo de exponerse, pues la obra existe no como objeto ofrecido a un disfrute admirativo que viene a llenar satisfactoriamente un tiempo de ocio, sino como la huella de un momento de experiencia, enfocada a zarandearlo, maravillarlo, perturbarlo y —en la medida que sea— suscitar una transformación en él. En este sentido, si el surrealismo amplía los límites del lenguaje no es tanto para añadir un suplemento de código a la práctica literaria como para ensanchar las posibilidades de lo humano, para lograr —como quería Paul Nougé— que los individuos puedan concebir finalmente este enunciado: «Todo es posible siempre». Por esto mismo, la escritura surrealista es antes que nada una relación con la diferencia, una solicitación a lo otro, una llamada al afuera, en la expectativa de que todos esos nombres de la exterioridad vengan al texto. Es, desde este punto de vista, una vasta operación sensible que aspira a rescatar el excedente utópico alojado desde siempre en el corazón de la literatura. Cuesta, desde luego, jugar en estos márgenes. No es fácil en el caso de los textos y los autores fuertemente experimentales que mencionas, todos ellos formidables. Pero en cierto modo resulta más difícil aún en el caso del surrealismo, ya digo, puesto que, en él, como quería Breton, «se trata de cambiar de juego y no las reglas del juego». Desde Las buenas intenciones tu prosa ha buscado ese camino hacia lo concreto, lo explosivo de la imagen surrealista. Nos interesa conocer cómo ha sido este recorrido. En Las buenas intenciones hay un diálogo muy intenso con la tradición del cuento español —con Medardo Fraile, sobre todo—, pero es verdad que en muchos

de sus relatos afloran texturas netamente surrealistas, aunque atenuadas por la atmósfera amable del libro. Sin embargo —y tal como conté en otro libro posterior: La vida ausente—, para mí el trayecto hacia el surrealismo fue en realidad un viaje de vuelta. En mi caso, el surrealismo había presidido ese segundo nacimiento que es la adolescencia, y lo recuperé, entrando ya en la madurez, quizá como un duelo por la juventud, pero también con el indudable alivio de quien regresa a eso que llamaba Aristóteles su «lugar natural». Por otra parte, no es casual que este reencuentro sensible coincidiera en lo exterior con el aldabonazo que fue la Guerra de Irak en 2003, esa caída de caretas en que el capitalismo se entregaba sin pudor a una nueva apoteosis del expolio, la barbarie y el crimen. En un panorama así, la amabilidad de Las buenas intenciones me parecía insostenible. Y necesitaba, como artista, un estilo de expresión que respondiera a la pendiente de violencia y destrucción del sentido en que la sociedad y la época de las que formo parte habían entrado. Fue en ese momento cuando lo que has llamado «lo explosivo de la imagen surrealista» ganó la partida en mi escritura. También, y sobre todo, porque la potencia de la imagen surrealista no se agota en su carácter convulso. En un libro reciente, el surrealista Joël Gayraud nos recordaba la capacidad de esa explosión que es la imagen visionaria, la imagen-deseo, para abrir una brecha en el mundo exterior al lenguaje y tomar el carácter de una ventana hacia la realidad anhelada, soñada, deseada, que no está en ninguna parte y sin embargo nos solicita y nos espera. Lo cual tiene hoy el carácter de una necesidad casi acuciante en el contexto del control invasivo, omnipresente y claustrofóbico promovido por una «Normalidad» idéntica a sí misma en todos sus momentos y en todos los lugares donde ha conseguido imponerse. En el goteo fúnebre de este presente congelado, refractario a la historia, vacío de auténticos acontecimientos, precisamente lo explosivo de la imagen visionaria nos restituye el tiempo como irrupción de lo inesperado, nos devuelve el latido del futuro como incesante actualización de lo posible. Este es el núcleo incandescente de la sensibilidad surrealista. Y es también la apuesta en la que se juega Pleroma, de la primera palabra a la última.

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E l s a l ón d e l o s e s p e j o s

Entrevista a Keyla Vall de la Ville Texto: Juan Camilo Rincón Fotografías: Pungui Muller ©

Minerva es la sabia diosa romana «de las mil obras», guerrera y protectora de las artes. Minerva es la hija de Diego, Lissa y Martín, una familia poliamorosa en la Caracas conservadora y represora que cada día funciona menos. Minerva es la nueva novela de la escritora venezolana radicada en Estados Unidos, Keila Vall de la Ville. La ganadora del Premio Internacional del Libro Latino en 2018 en la categoría Best Novel Drama/Adventure nos entrega una historia para repensar lo que hemos decidido denominar «normal». En un mundo de certezas y pequeñas verdades, donde defendemos nuestra libertad —pero no siempre la de los demás—, Minerva, una bailarina y modelo de desnudos, busca raíz desde sus «pies magnéticos en movimiento aparente» tras migrar de una convulsa Venezuela a Estados Unidos. Con una narración profundamente afectuosa y con varios cuestionamientos sobre lo que asumimos como lo único válido o legítimo, Vall de la Ville pone sobre la mesa a las familias diversas, la homosexualidad y la migración como lugares donde la identidad se fragmenta y se recompone, en los que caben todas las preguntas por uno mismo y los otros, y donde, al fin, el amor y las amistades son todo eso que puede salvarnos.

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En la novela usted explica el origen del nombre de Minerva, su protagonista. ¿Por qué escogió a esa diosa para ella? Todo nombre propio siempre tiene una razón de ser, aunque no siempre sea prevista o calculada. Minerva es una bailarina inmigrante; para cubrir sus gastos de vida en Nueva York, además de recibir una beca de estudios, trabaja posando para artistas. Es un trabajo difícil, pero ella desde pequeña ha tenido la costumbre de quedarse quieta, como congelada o mirando la nada por minutos. Siendo adulta es muy meditativa y como bailarina está muy en contacto con su propio cuerpo. Además, es disciplinada; posar inmóvil se le hace familiar. Durante el proceso de escritura de Minerva asistí a sesiones de pintura con modelos en vivo en distintos estudios o talleres para aprender de la dinámica y conocer el ambiente. La maestra de uno de ellos se llamaba Minerva. Cuando la protagonista fue madurando y acercándose a sí misma, empezó a pedirme un nombre distinto al inicial. Me dije: este es —Minerva es la diosa de la sabiduría, de las artes y de la guerra, tres elementos presentes en la historia—, ya que mi personaje es desde pequeña muy sabia, habla sobre ver y comprender el mundo, trabaja con artistas y baila, y es una valiente inmigrante latina en Nueva York. Dice que siempre cae de pie. Una de las ideas más valiosas de esta novela gira alrededor de repensar lo que tradicionalmente hemos considerado «normal». ¿Cómo construyó los personajes a partir de esa noción de la normalidad y las rupturas con esta? La noción misma de normalidad es una forma totalitaria y autoritaria de control; se define desde el poder, admite solo una estética, un conjunto de valores, una manera de ser y circular en el mundo. ¿Qué es ser normal? La anormalidad no es más que la normalidad de la esencia humana: cada humano es distinto al otro. La familia de Minerva ofrece una mirada a las ilimitadas maneras de ser y autodefinirse que existen; representa

una faz de la libertad, los mundos posibles por construir o defender y habitar. También habla sobre el valor de —y lo valiente que se debe ser para— recorrer el propio camino y fluctuar en el proceso. A partir de una familia diversa y alternativa conformada por dos hombres homosexuales y una mujer de sexualidad fluida, desde la disidencia política en un país autoritario y antidemocrático, y relatando la experiencia migrante, Minerva explora y se subleva ante la supuesta normalidad desde la diferencia, la diversidad. Respecto a eso, en Minerva se encuentra el valor de respetar lo diferente dentro de lo diferente; es una especie de apuesta por respetar también lo «normal»… No solo desde el centro o desde la norma se intenta controlar la diferencia. A veces desde la disidencia se busca controlar al otro. En el mundo de los diferentes también hay expectativas identitarias y una (otra) supuesta normalidad. ¿Qué ocurre si la persona no está de acuerdo o no puede cumplir con las expectativas autoritarias del mundo periférico o diverso, si descubre que para ser libre ha de diseñar un camino íntimo y personal que no le debe nada a nadie? Esto ocurre a Minerva: viene de una familia no tradicional y liberal, ligada a las artes y muy reñida con el sistema patriarcal y autoritario que los restringe social, política y culturalmente. Al crecer observa que su familia espera de ella ciertos comportamientos o estéticas, y un buen día se descubre como ser único: gracias a que sus padres le enseñaron el valor y el camino de la libertad, se rebela tanto contra la visión homogeneizadora que el sistema pretende imponerles como contra la norma de la periferia que supuestamente le concierne. Se hace un camino aparte que llama el de los diferentes a los diferentes. ¿Hay algo que haya aprendido o desaprendido a partir de la creación de esta familia occidental y de las relaciones familiares como constructo?

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Entrevista a Keyla Vall de la Ville

Me impactó mucho cuando en la escuela de antropología, estudiando relaciones de parentesco, aprendí que las dinámicas que damos por sentado en una familia son culturales, que los comportamientos de sus integrantes poco tienen que ver con la biología. Desde chica conocí familias diversas, no tradicionales, distintas a la mía. Dos de mis tíos eran gays y antes de salir del clóset tuvieron hijos, parejas de amigos divorciados continuaban viviendo juntas para criar a sus niños, dos familias se acompañaban en la crianza de sus pequeños viviendo bajo un mismo techo. Como inmigrantes en Italia durante mi infancia, hija de padres divorciados y viviendo con mi madre y mi segundo padre, ambos ligados a la literatura y el cine, encontré que para algunas personas nosotros éramos particulares. Mi familia

representaba la otredad. Minerva es el resultado de estas inquietudes. Otra constante es el llamado a buscar la raíz, el origen, el arraigo (no solo al país o al terruño, sino también a la vocación, a la familia, al amor…). ¿Dónde surge la necesidad de narrar este aspecto específico de la vida? Creo que viene del yoga. Toda posición de pie requiere arraigo y es imposible mantener una postura de loto sin la columna bien alineada y asentada. El equilibrio solo se logra desde la raíz. También viene de la escalada; para alcanzar un agarre con los dedos de las manos hay que presionar desde los pies. En el baile igual, si no hay pies, no hay movimiento y para saltar hace falta conexión con el piso. Una planta sin raíz muere. Siendo inmigrante, solo te asientas a tu nuevo lugar si sabes de dónde vienes y te arraigas desde allí. Pensé que, siendo bailarina, Minerva debía tener esto claro, que en la dificultad migrante el contacto con la raíz le ofrecería seguridad y determinación al saltar, al cruzar, al establecerse. En un momento Minerva se queja porque «somos libres» pero en su casa están prohibidas las Barbies. Su novela muestra cómo aun en esos espacios «libres» hay contradicciones. ¿Cómo trabajó desde la construcción de sus personajes y el lenguaje mismo esos sinsentidos que ella tanto cuestiona? Los seres humanos somos contradictorios, decimos una cosa pero hacemos otra, a veces lo que creemos ser no es lo que somos. Yo quería mostrar esto. Los padres de Minerva viven muy libremente su sexualidad, públicamente comparten la estructura familiar diferente a la tradicional, disfrutan de su estética sin importar el qué dirán, pero a Minerva la controlan, al ser niña no le dan la autonomía de la que tanto le hablan. Esto es lógico, pero Minerva no lo ve así. Es contestataria y quiere ser autónoma desde chica. En el caso de la Barbie, con una madre diseñadora de modas y un padre diseñador de arte y vestuario para teatro, a Minerva le enseñan que la apariencia es irrelevante, que lo importante es quiénes somos internamente. Buscando protegerla del mainstream, le prohíben la muñeca y coartan su libertad de explorar la propia identidad. Se dicen libres y abiertos, pero a su modo son estrictos, poco flexibles. Esta contradicción bajo la figura de una muñeca la paga Minerva.

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¿Qué tanto de su ser migrante alimentó la historia? Crecí muy en contacto con distintas otredades. Yo vivía en Caracas, mi familia materna era del interior y a la vez era internacional porque mi abuelo trabajó en campos petroleros. Mis otros abuelitos eran catalanes, se conocieron y casaron como exilados en París, y a consecuencia de la guerra civil española y luego de la Segunda Guerra terminaron en un barco que los desembarcó en las costas venezolanas. Mis otros abuelos eran polacos, escaparon antes del Holocausto y terminaron por casualidad desembarcando en Venezuela. Crecí como la mayoría de los venezolanos nacidos en el siglo XX, conviviendo con inmigrantes españoles, portugueses, argentinos, chilenos y colombianos que llegaron al país huyendo de sus tragedias nacionales. Hoy provengo de un país violentado que se volvió violento, que expulsa a los disidentes y esto me hizo emigrar. Me llevo mal con el autoritarismo, tiendo a rebelarme ante sus formas de control. Hoy soy inmigrante en los Estados Unidos, es la periferia que elegí, vivo entre culturas e idiomas, traduzco a otros y me traduzco, y aunque no pertenezco

del todo, Nueva York es mi casa. Todo mi ser migrante alimentó a Minerva. ¿Cómo vive hoy eso de «Hagas lo que hagas, la familia y el país se vienen contigo»? Minerva se va de su país huyendo de una situación política opresiva que no solo restringe sus libertades civiles, sino que además dificulta sus posibilidades profesionales. Deja su país cuando entiende que está en riesgo su seguridad y la de su familia, que no será feliz jamás en un entorno tan controlador y peligroso. En Nueva York entiende que ha logrado dejar atrás lo que la oprimía, y que lo que ama de su país, de sus orígenes y su herencia, no la abandonará nunca. Esto es algo que vivo a diario. Yo no extraño lo que dejé, no me considero una persona nostálgica, mi pasado me integra. Las fronteras son para cruzarlas, las geográficas, las de la piel y las más resistentes: las mentales. Son una ilusión. Qué pena permitir que nos dividan, enfrenten, que lleven a la guerra y la muerte. Como fuere, mi país y mi historia me conforman. Yo soy quien soy gracias a ellos.

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Entrevista a Jordi Cornudella Texto: Eduardo Suárez Fernández-Miranda Fotografía: Llorenç Soldevila ©

Jordi Cornudella (Barcelona, 1962), licenciado en Filología Clásica, ha formado parte del mundo de la edición desde 1986. En la barcelonesa Quaderns Crema dio sus primeros pasos y, posteriormente, en algunas de las editoriales del Grup 62. Autor de una obra poética que ha sido calificada como «elegante e irónica, realista y formalista», con títulos como Felí encès (1985) o El germà de Catul i més coses (1997), ha preparado la edición crítica de Les dones i els dies, de Gabriel Ferrater, o la obra completa de J. V. Foix.

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«Los editores tenemos voluntad creativa, intentamos entusiasmar a los lectores por aquello que nos parece original, valioso desde un punto de vista poético, sin importarnos si es fácil o difícil de entender». ¿Cree que estas palabras de Kurt Wolff son válidas para un editor literario de hoy en día? Solo hasta cierto punto. Creo que la distinción entre editor literario (aquel que publica lo que le gustaría que la gente leyera) y editor comercial (aquel que publica lo que cree que a la gente le gusta leer) quizá es clara en un plano teórico, pero lo es bastante menos en la práctica editorial. Ningún editor publica todo lo que le viene en gana, empezando por el mero hecho de que el número de novedades viables es limitado: unos pocos títulos cada año. O sea que de un modo u otro todos estamos obligados a hacer cálculos sobre las posibilidades reales de que los lectores se interesen por los libros que nos apetece publicar, y decidir «este sí, este no»; nuestro trabajo también conlleva renuncias. Supongo que todos tenemos nuestra lista de deseos incumplidos. Por otro lado, soy partidario de reservar los términos relacionados con la creatividad para los autores; el trabajo que hacemos los editores (como el que hacen los libreros) es apasionante y desde luego tiene su importancia, pero está al servicio de la creación de los escritores. Usted formó parte del equipo de Quaderns Crema. ¿Qué recuerda de esos años en la editorial barcelonesa? Ahí es donde aprendí el oficio. Era una editorial pequeña, con solo tres o cuatro trabajadores, y a todos nos tocaba intervenir un poco en cada una de las tareas que conlleva la edición de un libro, o por lo menos podíamos observarlas muy de cerca. Fue una buena escuela; bastantes editores actualmente en ejercicio pasamos por la editorial de Jaume Vallcorba en nuestra etapa de formación, y a todos nos cundió la experiencia. En mi caso, empecé en setiembre del 86 y tuve la suerte de que uno de los primeros libros de los que me encargué

fuera Papers, cartes, paraules, la miscelánea de Gabriel Ferrater. Porque el editor del volumen era Joan Ferraté, y él me dio las pautas para entrar con buen pie en el mundo de la edición y la tipografía; aprendí un montón y me despertó un interés que conservo muy vivo. También de Martí de Riquer aprendí lecciones que todavía me son útiles, y de Víctor Igual, que tenía un taller de composición con el que he trabajado muchísimos años. Además, la experiencia de editar a autores como Sergi Pàmies o Quim Monzó fue muy provechosa, profesionalmente y también personalmente. En Quaderns Crema hice muy buenos amigos. Sirmio fue el proyecto en castellano de Jaume Vallcorba. ¿Por qué no logró mantenerse en el tiempo, como sí ha permanecido Quaderns Crema o Acantilado, su sucesora? Supongo que se podría explicar por muchos factores, pero uno me parece especialmente relevante. Quaderns Crema era un sello muy personal, tanto en la mezcla de narrativa clásica y contemporánea como en los temas de ensayo, de sesgo muy vallcorbiano. En Sirmio, en cambio, tenían mucho peso una colección que dirigía Francisco Rico (La Caja Negra) y otra que dirigía Cristóbal Pera (Hygieia ante el espejo), que se sumaron a otra ya existente, dirigida por Alberto Blecua (El Festín de Esopo). Cuando nació Acantilado yo ya no estaba en la empresa, pero tengo la sensación de que Vallcorba recuperó el mando único, por decirlo así; si antes él era Quaderns Crema, desde entonces él fue Acantilado (y Quaderns Crema salió perdiendo, claro). El caso es que Vallcorba supo convertir la herencia de La Caja Negra en el eje de Acantilado, y le funcionó (lo que quizá no es de extrañar porque muchos de los títulos que publicó al inicio ya habían funcionado antes en el catálogo de Adelphi). Sirmio no pasaba de ser la sección castellana de la editorial catalana Quaderns Crema; Acantilado se planteó como un proyecto de más entidad, y en poco tiempo Vallcorba, que era un editor de referencia en el

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Entrevista a Jordi Cornudella

mundo cultural catalán, logró convertirse en un editor de referencia en el mundo cultural español. Precisamente fue Edicions dels Quaderns Crema quien publicó su primer libro de poesía, Felí encès. ¿Fue el germen de su colaboración con la editorial? Sí, así fue. Yo conocía a Salvador Oliva y le pasé el original del libro para que lo leyera, y le gustó y decidió moverlo. Entre otras cosas se lo dio a Jaume Vallcorba, y Vallcorba me propuso publicarlo. Y al poco tiempo me ofreció un puesto de trabajo que quedó vacante, y que ocupé durante cuatro años y once meses. Eso se lo debo a Salvador Oliva. Y también le debo que me presentara a Joan Ferraté, que ha sido una persona muy importante para mí. Actualmente es editor dentro del Grup 62. ¿Cómo se gestiona un grupo en el que se encuentran editoriales como Empúries, Proa, Destino o Edicions 62, sin que cada una de ellas pierda su personalidad propia? Además de su tradición particular, reflejada en el catálogo, cada sello tiene su propio editor, que elige los títulos que se publican cada año. Esto asegura que se mantenga en lo esencial la línea de cada casa; el director editorial del grupo ejerce una labor de coordinación y control, sin intervenir directamente en el trabajo de cada editor. Al mismo tiempo hay que decir que, tratándose de editoriales de corte generalista (no especializadas en un tipo concreto de literatura) y de trayectoria muy dilatada, la identidad de las líneas tiende a hacerse difusa. Y en fin... Pienso a menudo en el gran cambio que se produjo con el paso del antiguo director literario, de corte intelectual (el papel que encarnaban, por ejemplo, Josep Maria Castellet en Edicions 62 o Xavier Folch en Empúries), al director editorial de ahora, de corte mucho más ejecutivo. Ya no me sorprende, porque hace muchos años que ha ocurrido, pero es un cambio profundo. Además de su labor como editor y poeta, es usted traductor. Ahora recuerdo su traducción de Buscant l’Emperador, de Roberto Pazzi. ¿Hoy en día se leen más traducciones al catalán de obras extranjeras que hace años? Sí, es indiscutible. Un factor decisivo es la profesionalización del traductor literario: aunque sea todavía precaria, ha permitido que exista un plantel de muy bue-

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nos traductores. Y estos traductores, además, usan un modelo de lengua acorde con los tiempos. Cincuenta años atrás, era muy frecuente que los que se encargaran de traducir fueran los mismos creadores, que muchas veces no dominaban bien la lengua de origen y con frecuencia escribían en un catalán anticuado. Eso, sumado a la decisión de recuperar traducciones viejas (incluso de antes de la guerra) por razones puramente económicas, hizo que durante unos años (entre 1975 y 1990, por poner dos fechas) las librerías del país estuvieran llenas de traducciones que eran malas o que no se dejaban leer con naturalidad. Quedan coletazos (algún editor reedita de vez en cuando alguna traducción obsoleta), pero en general ahora el panorama de la traducción al catalán es mucho mejor que cuando yo empecé a trabajar como editor. Sergi Pàmies me comentó, en una entrevista, que empezó a versionar sus propios libros al castellano porque Jorge Herralde observó que los libros traducidos al castellano de escritores catalanes «podían ofender a según qué libreros y lectores». ¿Comparte esta percepción del editor de Anagrama? Por lo que yo sé, la idea de Herralde sigue vigente. Hace pocos meses me contaron de otro editor, joven en este caso, que sostiene lo mismo: que en el mercado español es más fácil defender un libro de un autor catalán si se supone que lo ha escrito él mismo en castellano; parece que si se supone que lo ha traducido otra persona pierde interés. No tengo ninguna duda de que hay editores que creen que las cosas están así, es decir que el público español está dispuesto a interesarse por un escritor catalán si es bilingüe pero no si es monolingüe. Si es realmente así, la barbaridad me parece tremenda. En 2021 Edicions 62 reeditó el clásico de Víctor Català Solitud. Usted se encargó de esta edición. ¿Qué nos puede contar de esta obra, y de su autora? Solitud se publicó por entregas entre 1904 y 1905, y cuenta la historia de una mujer joven, recién casada, que se traslada a vivir al monte con su marido. El lector va descubriendo que él es impotente y ella virgen, y va viendo cómo esto condiciona su relación con el resto de personajes del drama (el viejo pastor, el chico, el cazador furtivo) y con el mismo lugar donde se encuentran (el monte, la ermita de la que se encargan). El


resultado es una obra maestra, la primera novela catalana moderna perfectamente equiparable a las mejores novelas europeas o americanas de su tiempo (algo que no vuelve a ocurrir, en nuestra literatura, hasta la obra de madurez de Mercè Rodoreda, ya en los años sesenta). La grandeza de Solitud se reconoció enseguida (no solo en Cataluña: en 1907 se tradujo al castellano y en 1909 al alemán), pero durante muchos años se usó para ensombrecer el resto de la obra de Víctor Català. Se tenían algo en cuenta sus narraciones, pero se despreciaban absolutamente su segunda novela, su poesía y su obra dramática. Esta parte digamos oculta de su producción solo muy recientemente ha empezado a llegar a las librerías y a ganarse el interés de los lectores. Creo que ahora somos más conscientes que hace unas décadas de la grandeza de esta escritora. La edición de Solitud que hice en 2021 se propone contribuir a este llamémosle rescate dando valor a las lecciones originales de la autora y tratando de suprimir el rastro de los muchos correctores que, a lo largo de los años, intervinieron en el texto desde la convicción de que ellos sabían escribir mejor que Víctor Català. El intervencionismo de los correctores ha sido durante décadas uno de los grandes lastres de la literatura catalana, y ha dejado huella en muchos textos que siguen difundiéndose desfigurados.

Con ocasión del cincuentenario de Les dones i els dies, Edicions 62 publicó la edición crítica, donde se incluyen, además, otros poemas que Gabriel Ferrater había publicado en revistas. ¿Puede hablarnos de esta edición? Al margen de unos pocos poemas en revistas, Ferrater publicó tres libros entre 1960 y 1966, que en setiembre de 1968 reunió en Les dones i els dies. En 2010 publiqué una «edición definitiva» (la etiqueta la había previsto Joan Ferraté) en la que se añadían, en apéndice, los tres poemas que Gabriel Ferrater dio a conocer después de setiembre de 1968, más un cuarto que es el último que escribió. El planteamiento de la edición crítica de 2018 era simple: comparar todos los poemas de Les dones i els dies con sus versiones previas si las había (en revista o en alguno de los tres libros), registrar las variantes en un aparato crítico, mantener el apéndice de la edición definitiva y añadir, en otros apéndices, los poemas que Ferrater había publicado pero excluyó de Les dones i els dies y los inéditos que se habían dado a conocer después de su muerte. Para preparar la edición, naturalmente, revisé varios fondos documentales, y me encontré con dos sorpresas. En el Archivo General de la Administración, en Alcalá de Henares, se conserva toda la documentación de censura de los cuatro libros de Ferrater; la sorpresa (que antes que yo ya había tenido Anna Perera, de la Universitat de Girona, que había consultado el archivo para su tesis doctoral) fue que, del primer libro, Da nuces pueris, la copia de censura corresponde a un estadio primitivo del libro, con siete poemas que Ferrater descartó y nunca se habían publicado. La segunda sorpresa fue que en el fondo Valentí de la Biblioteca de Catalunya se conservan muchos de los poemas del tercer libro, Teoria dels cossos, en hojas sueltas que Ferrater mandaba a Helena Valentí conforme los escribía; y entre estos poemas había también un inédito. Así que la edición crítica no solo permite reseguir la breve historia de cada uno de los poemas de Les dones i els dies, sino también reconstruir un poco la historia de cada uno de los libros y acceder a una parte de la poesía de Ferrater que él había dado a conocer a unos pocos lectores (José María Valverde, Roser Petit o Helena Valentí) pero no al público general. Jordi Amat publicó, en el centenario del nacimiento de Gabriel Ferrater, la biografía titulada Vèncer la por (Edicions 62) / (Vencer el miedo, Tusquets). Como custodio de la obra

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Entrevista a Jordi Cornudella

de Ferrater que ha sido, ¿qué le parece esta biografía? Necesaria y utilísima. Hacía mucha falta que alguien examinara atentamente toda la documentación relativa a la vida Ferrater, dejando de lado las leyendas y el anecdotario de segunda oreja, para componer el mosaico entero del personaje. Y, para mí, eso es lo que hizo estupendamente Jordi Amat. Su retrato de Ferrater y del mundo (o los mundos) en que se movió me parece muy vívido y muy certero. Muy convincente. Veinte años antes de la publicación de esta biografía, Llengua i Literatura había editado un trabajo de usted sobre Posseït, de Ferrater. Según se dijo era «una “crònica autobiográfica” de Cornudella a través dels vuit versos del poema i de les lectures que, al llarg dels anys, l’han posseït». ¿Cómo surgió su interés por el poeta de Reus? Con mi hermana mayor compartimos siempre muchas músicas y muchas lecturas, también de poesía. Cuando yo era apenas un adolescente, ella hizo que su novio de entonces le regalara Les dones i els dies. Ella tendría dieciocho o diecinueve años; yo, trece o catorce. Me habló enseguida del libro y no tardé mucho en empezar a leerlo. Quedé fascinado a pesar de no entender en absoluto bastantes poemas, y no he dejado de releerlo desde entonces. En el ensayo que salió en Llengua & Literatura traté de dar cuenta de mi relación con la poesía de Ferrater ejemplificándola en el caso de un solo poema. Con el tiempo, muchos comentarios me han confirmado que mis formas sucesivas de leer el poema no eran solo mías, sino que muchos lectores siguen procesos semejantes; eso es lo que da a ese ensayo el pequeño valor que pueda tener. Salvador Oliva, en un artículo del año 2002, señalaba que «el món acadèmic, un món que, en vida seva, amb l’excepció del doctor Antoni Comas, se li va girar d’esquena, no va fer gaire cosa més que ignorar-lo (en el sentit anglès del terme) i actualment continua ignorant-lo». Más de veinte años después de estas declaraciones, ¿cree que la obra de Ferrater despierta en el mundo académico más interés? Cuando me licencié en Filología Clásica decidí salir de la universidad y no formar parte del mundo académi-

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co, y nunca me he arrepentido. Fue una decisión acertada. Por lo tanto, mis impresiones sobre ese mundo son todas de segunda mano, o fruto de una observación lejana. Pero déjeme empezar diciendo que lo que ocurre en el mundo académico cada vez tiene menos trascendencia fuera de él; en la época de Ferrater (hace más de cincuenta años), para el mundo cultural la universidad tenía un peso que hoy no tiene. Dicho esto, en los últimos años he leído con interés algunos trabajos de universitarios jóvenes sobre Ferrater. Tengo la impresión de que sí se le valora. Hace muchos años usted manifestó: «Pel que fa a la literatura, la funció de la universitat consisteix a assassinar-la». ¿Sigue estando de acuerdo con esta reflexión? ¡No está mal! No recuerdo haber dicho tal cosa, pero tampoco me extraña. Mis convicciones iban por ahí. Ahora me parece más bien que la literatura, afortunadamente, está fuera del alcance de la universidad y que sus prácticas forenses no le causan perjuicio alguno. Usted estuvo al cuidado de la edición de la poesía completa de J. V. Foix, editado por Edicions 62. Se trataba de la cuarta edición de las obras completas del poeta de Sarrià. ¿Qué diferencias se pueden apreciar en su edición respecto de las anteriores, incluida la que realizó Jaume Vallcorba para Quaderns Crema? La edición de Obres poètiques de Nauta (1964) y las dos ediciones de Edicions 62 (la poesía en dos volúmenes, 1974-1975, y la obra completa en cuatro volúmenes, 1984-1990) son, hasta cierto punto, «de autor», porque Foix intervino en mayor o menor grado en su organización y en la fijación de los textos. Una diferencia esencial entre Nauta y Edicions 62 es que en Nauta se ordenan cronológicamente todos los libros poéticos sin separarlos según estén el verso o prosa y en cambio en Edicions 62 el verso va en un volumen y la prosa en otro. La edición de Vallcorba (1983-1997), que publica cada libro por separado (quince tomos) y por lo tanto no se plantea el problema de la ordenación, es claramente una edición «de editor», una edición muy intervencionista, especialmente en la puntuación; es, además, una edición crítica, con un aparato de variantes que no siempre es lo suficientemente exhaustivo ni lo suficientemente preciso. En mi edición de 2000 adopté


den, de un interés sin duda vigente. De todas formas, yo no lo plantearía en términos de ser él suficientemente conocido. Foix no pierde nada por el hecho de que no lo conozcan los lectores de poesía en España, en América Latina o en la Romania transpirenaica; los que se lo pierden son esos lectores.

la ordenación de Nauta y fijé el texto a partir de las versiones publicadas por Foix, sin priorizar las propuestas de Vallcorba, que no siempre me parecen acertadas ni justificables. Ahora preparo una nueva edición con el criterio de separar la obra poética en dos volúmenes: uno para el verso y otro para la prosa, porque creo que esa opción es la más favorable para la lectura. A grandes rasgos, ¿qué nos puede contar de J. V. Foix y su poesía? ¿Cree que es un autor lo suficientemente conocido fuera de Cataluña? Si Foix hubiera escrito en francés, sus primeros libros (Gertrudis, de 1927, y KRTU, de 1932) hubieran tenido una repercusión enorme y hoy figurarían en las historias de la literatura como hitos indiscutibles de la vanguardia a escala internacional. Pero por suerte escribió en catalán, y ni aquellos dos primeros libros, ni sus cinco tomos de verso en la posguerra ni el conjunto de su Diari 1918, ni nada más de lo mucho que escribió lo habría escrito de igual modo en otra lengua. Como es habitual en los poetas, más aún que en los narradores, para gustar plenamente su literatura lo idóneo es leerlo en versión original, porque una parte importante de su fuerza reside en su uso idiosincrático del idioma, en su digamos harmonía verbal. Pero no toda la fuerza: traducido al castellano, al francés o al inglés, o a cualquier lengua, Foix sigue siendo un poeta de primerísimo or-

Joan Ferraté es uno de los poetas, críticos y traductores más prestigiosos de la literatura catalana contemporánea. Usted se convirtió en su albacea literario. ¿Cómo conoció a Joan Ferraté? ¿En qué consiste la labor de un albacea literario? A Joan lo conocí en su casa, cuando me lo presentó Salvador Oliva, y en Quaderns Crema, adonde acudía a diario mientras preparábamos la edición, primero, de Papers, cartes, paraules, y después de otros libros suyos o de su hermano. Por las tardes yo solía acudir a su casa, y comíamos todos los sábados; tuvimos una relación muy estrecha hasta el final de su vida. Una de sus preocupaciones era qué iba a suceder con su biblioteca tras su muerte, y finalmente decidió traspasar esa responsabilidad a sus albaceas, que somos los amigos que tuvo más cerca en los últimos años: Manuel Florensa, Manuel Martos y yo. Nuestra función como albaceas literarios es asegurar que el legado de Joan (su obra y su biblioteca) y de su hermano Gabriel (su obra) se preserve y se difunda debidamente. La biblioteca de Joan ya está disponible en la Universitat de Girona, y una parte importante de sus papeles, también; yo sigo custodiando tan solo los papeles que aún me son necesarios para la confección de las ediciones póstumas. También me encargo personalmente de los de Gabriel, a la espera de que sus herederos decidan qué destino darles (que para mí debería ser también la Universitat de Girona). Mientras tanto, mantengo el contacto con los herederos y con la agencia literaria que controla sus derechos, y con las diversas editoriales que publican obras de Joan y de Gabriel. Tras abandonar Carlos Barral la editorial Seix Barral, le sustituyó Joan Ferraté como director literario entre los años 1970 y 1973. ¿Qué supuso para la editorial barcelonesa la incorporación de Joan Ferraté? La labor de Joan como director literario de Seix Barral se refleja naturalmente en el catálogo: en su etapa se

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creó, por ejemplo, la Serie Mayor de la Biblioteca Breve, o se hizo la pequeña incursión catalana de la «Biblioteca Víctor Seix d’estudis de llengua i literatura», aunque apenas dio fruto. No es difícil, tampoco, ver la mano de Joan tras la incorporación de ciertas obras de Max Aub, Francisco Ayala, Julián Ayesta, Ángel Crespo, Emilio García Gómez, Félix Martínez Bonati o Rafael Sánchez Mazas, por decir únicamente unos cuantos nombres. Y hay algún rastro más sutil, como por ejemplo el hecho de que, en algunos libros de Seix Barral de aquellos años, aparecen de vez en cuando líneas viudas (es decir, colas de párrafo que no llegan a ocupar entera la primera línea de una página). Una de las batallas que libró Joan en Seix Barral fue la de los criterios ortotipográficos; pero no siempre se salió con la suya (y por eso tuvo alguna discrepancia con Josep Maria Pujol, que trabajaba a sus órdenes), y al cabo de los años sus criterios dejaron de prevalecer. En una editorial con tanta historia como Seix Barral, un período tan corto como la etapa de Joan es difícil que tenga consecuencias de largo recorrido. En el libro Papers sobre literatura se incluyen los estudios literarios de Gabriel Ferrater. Es un conjunto de artículos, reseñas, prólogos sobre literatura. ¿Muestra este libro su faceta más importante, al margen del Ferrater poeta? ¿Hay prevista una reedición de su libro Noticias de libros, donde realiza informes para distintas editoriales? En la literatura catalana, la influencia de Gabriel Ferrater en el ámbito de la crítica y la historia es capital. Sin sus lecturas de Carner, Riba o Foix es muy probable que nuestra imagen actual de estos poetas fuera distinta, y su posición en el canon quizá tampoco sería la misma. Pero él no quiso ser un crítico ni un historiador de la literatura, como sí quiso ser un poeta o quiso ser un lingüista. Su vocación era antes que nada la lectura y aprendió muy pronto a desconfiar de los métodos preestablecidos de aproximación a las obras. Lo más chocante de los Papers sobre literatura tal vez sea su carácter heterogéneo: artículos, prólogos, reseñas, cartas, anotaciones personales... Publico por primera vez como obra suya las interpolaciones que escribió para una Historia de la literatura universal firmada por Erwin Laaths, en Labor, y su visión de la literatura isabelina o del clasi-

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cismo francés son sorprendentemente profundas. Y el ensayo más largo (las setenta páginas de «Notas sobre la poesía de Josep Carner») lo guardó inédito y así ha permanecido hasta ahora... Desde luego, no tuvo afán alguno por establecerse como crítico literario. En Papers sobre literatura he recogido (que yo sepa) todos sus textos sobre materia literaria, a excepción de los artículos para el malogrado diccionario de literatura universal de Salvat, que aparecieron parcialmente en Escritores en tres lenguas (1994) y habrá que editar pronto en su totalidad. Por lo que respecta a los informes de lectura, en Noticias de libros (2000) se reunieron todos los que entonces conocíamos, traducidos al castellano. Ahora conocemos algunos más, y habrá que editarlos todos en su lengua original (los hay en alemán, en castellano, en catalán y en inglés). A estos dos volúmenes pendientes se añadirán las reediciones ampliadas de los papeles sobre pintura y los papeles de lingüística. ¿Siente que su labor editorial le ha apartado de sus inicios como poeta? No. No he dejado de escribir poesía y si he escrito menos no es por mi trabajo sino porque en un determinado momento, después de publicar mi primer libro, decidí que no quería establecerme como poeta ante mí mismo. Desde entonces escribo solo cuando me apetece realmente. Pero ser editor de la poesía de los demás sí me ha condicionado en un sentido: me ha hecho perder casi del todo el afán por publicar mis versos.


«Sería terrible escribir sin música»

Entrevista a Ángela Tabuenca-Meroño Texto: Redacción Fotografía: cedida por la entrevistada ©

Siempre nos congratula entrevistar a un escritor que aborda su primera novela, y este sería el caso de Ángela Tabuenca-Meroño (Murcia, 1984), que acaba de publicar Astoria en el sello Funambulista. Hablamos con Ángela en los días que siguieron a la presentación de la novela en Madrid, sobre música, Estados Unidos, lo propio, lo ajeno y lo inventado. El resultado fue este.

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Entrevista a Ángela Tabuenca-Meroño

¿Qué es Astoria si tuvieras que resumirla en algunas líneas? Una novela sobre el viaje de una treintañera que rompe con toda su vida y se va sola a la Costa Oeste de Estados Unidos. Allí, en un pueblecito de Oregón llamado Astoria, descubre un secreto sobre su pasado familiar y conoce a un universitario con el que establece una relación especial. Ambos emprenden una búsqueda, que se acaba entrelazando: ella, sobre su pasado; él, sobre el pueblo, donde se rodó la famosa película Los Goonies, por el que es mundialmente famoso y ahora está desbordado de turistas. Cada novela tiene una historia propia, unas vivencias que la impregnan a la hora de escribirla. ¿Cómo fue, en este caso, tu relación con la novela? ¿Tiene algún antecedente o modelo literario en el que te fijaras o tuvieras en mente? La novela surgió tras ver, por enésima vez, Los Goonies, que era una película de mi infancia, que me une a mi familia. Me imaginé realizando un viaje a Astoria y comencé a investigar sobre el pueblo y su relación con la película. A raíz de ello, descubrí todo el impacto que su rodaje tuvo y tiene en la vida de este pequeño lugar frontera entre los estados de Oregón y Washington. El viaje del personaje principal contrastaba con el de muchas personas que la visitan solo porque les recuerda a su infancia. Y, de ello, surgió la pregunta principal: ¿por qué Lucía decide en realidad viajar hasta allí, si no es por Los Goonies? Aunque suene sorprendente, la respuesta llegó al final, cuando ya había elaborado el resto de las tramas. De pronto, todo encajó. Fue un proceso largo, que duró varios años. Y aunque no siempre pude escribir, no lograba quitarme a los personajes de la cabeza. En cierto modo, me dieron el impulso para que finalizase la novela y contase el viaje de Lucía. Hubo dos libros fundamentales que me inspiraron en aquella época. Uno fue Canciones de amor a quemarropa, de Nickolas Butler, que, de hecho, Lucía está leyendo durante su viaje. Como se sabe, el escritor basó el personaje principal de su novela en un cantante indie muy famoso. Me enseñó cómo jugar con la realidad de algo muy conocido, como Los Goonies, y transformarla. La otra novela fue Libertad, de Jonathan Franzen. Me gustaba cómo entremezclaba la vida de los personajes con problemáticas y cuestiones políticas actuales, en su caso, ambientales. Astoria es una novela atravesada por preocupaciones políticas de hoy en día, como la gentrificación, los efectos de la crisis de 2008 o los derechos de las comunidades indígenas.

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Sicilia, Murcia… la vida fuera del lugar de origen. Para los que te conocemos se diría que en el personaje de Lucía también hay algo (o mucho) de Ángela Tabuenca. ¿Tuviste que luchar para alejarte del personaje? Sí. Como comentaba, me imaginé un alter ego viajando a ese lugar y conociendo a la familia que «me acoge», Margaret y Brad. Tuve que inventar todo un pasado diferente y un presente, que es el detonante de la determinación de Lucía de cambiar de vida y realizar ese viaje en solitario. Pero muchas de las decisiones que toma son las que hubiera tomado yo, aunque ella me parecía más valiente y, a veces, más irresponsable. Hasta que yo misma hice su viaje en solitario, después de escribir la novela, y me di cuenta de que también era capaz de vivir una experiencia así. Lo fácil fue que, al no tener casi nada en común con mi propia vida, supe que no le estaría haciendo daño a nadie hablando de los conflictos familiares o de pareja. Hay anécdotas que pueden provocar una sonrisa en quienes me conocen bien. Pero poco más, en realidad. Se diría que Astoria también es una novela de decisiones y de huidas... El personaje principal está constantemente tratando de no enfrentarse a lo que le ocurre, que es una crisis en su vida adulta relacionada con su pareja (un hombre posesivo, con el que ha dejado de tener sentido construir una vida), su duro trabajo con migrantes llegados a las costas de Sicilia, su familia, que esconde más de lo que comparte, etc. Pero también es un redescubrimiento de ella misma, de sus placeres y deseos. Y, en eso, le ayudan las distintas personas con las que se va encontrando en Astoria, principalmente Brad. Él es el segundo personaje, del que sabemos algo menos, pero que nos va guiando por la relación entre Astoria y Los Goonies. Y también tiene que tomar decisiones sobre en qué poner el foco con su tesina universitaria. En la vida, a veces, nos topamos con información que querríamos no haber conocido, y es lo que le va a ocurrir a él. Algo así como levantar una alfombra, o abrir el armario de tus padres. Lucía huye, sí, pero también se enfrenta y se da cuenta de que quienes huyen de la verdad son las personas más cercanas a ella. Y, al final, ella es la única que quiere cambiar. La música tiene un papel importante en la novela, hasta el punto que se diría que la


acompaña una pequeña banda sonora. ¿Cómo afrontaste esta simbiosis? ¿Te permitió acercarte al texto? La música fue imprescindible para escribir esta novela. Tanto, que fue surgiendo de manera natural el contar qué canciones estaban escuchando los personajes en una cafetería o en una fiesta, e, incluso, incorporar varias conversaciones sobre música, para acentuar las claras diferencias entre Lucía y Brad. El meter un código QR en la solapa interior del libro, para poder escuchar la banda sonora, fue una idea genial de los editores de Funambulista, cuando ya estábamos finalizándolo. Siempre recuerdo el eslogan de una famosa radio, en mi juventud, que decía: «Sería terrible vivir sin música». Yo ahora digo: «Sería terrible escribir sin música». También aparece con fuerza la cultura contemporánea a través de esa propia música, de la presencia de los Goonies en el escenario... Me interesa mucho la nostalgia en la cultura contemporánea y cómo esta influye en decisiones sobre cómo nos vestimos, la música que escuchamos o, incluso, qué tipo de eventos culturales se financian a nivel público, que es uno de los conflictos reales del pueblo de Astoria. Y, de hecho, Brad y Lucía tienen una conversación sobre la nostalgia de los ochenta y los noventa en la que se preguntan cómo es posible ser tan nostálgicos de un periodo en el que realmente las cosas no iban tan bien. Utilizar elementos actuales como la música, la literatura, o incluso la forma de vestir, también me permitía mostrar esos contrastes entre un veinteañero estadounidense y una italoespañola diez años mayor que él. Quería acentuar esa tensión, sin perder de vista que ambos son de la generación millennial, y que Lucía ha crecido bajo el imperialismo cultural de Estados Unidos. Nos encontramos también ante un choque entre un mundo antiguo (Murcia, Sicilia), más apegado a lo tradicional, y el moderno que representa los Estados Unidos. ¿Buscaste de una forma consciente este encuentro o colisión de los dos mundos de Lucía? Para muchas personas, por esa influencia cultural estadounidense, existe una mitificación del road trip, de las carreteras solitarias, los moteles, etc. Lucía va en busca de esa aventura y de la desconexión en un lugar totalmente ajeno a ella (en apariencia). Pero también echa de menos su mundo mediterráneo y, de hecho, habla constantemente del contraste entre ambos mares. Y,

aunque pueda parecer que Sicilia o Murcia son lugares tradicionales, con lo que más choca ella es con una sociedad tradicional y patriótica estadounidense, que utiliza símbolos como el himno nacional o la bandera, algo con lo que ella no se reconoce. Hay un escenario muy fuerte en la novela, muy relatado, y es Astoria, Oregón. ¿Cómo te hiciste con él y lo llevaste a la novela? La costa norteamericana del Pacífico y sus bosques son escenarios muy evocadores, además de que se han ambientado allí famosas novelas como Big Sur, de Kerouac. Concretamente, fue muy fácil hacerme con el paisaje de Astoria y Oregón gracias tanto a películas (hay muchas rodadas por el lugar y, de hecho, en ese pueblo hay un museo dedicado al cine) como al uso de mapas y fotografías de la zona. Cuando viajé a Astoria, ya había descrito todos los escenarios, así que solo comprobé que la novela conseguía transmitir la sensación de viajar por un sitio así: la soledad, la inmensidad de los bosques y las playas desiertas, el cruce de los ríos, etc. Pero también la familiaridad de las calles empinadas con bares y tiendas típicamente estadounidenses, o nuevos locales, como cervecerías artesanales o cafeterías hípsters, que son iguales en muchos lugares del mundo. Estoy convencido de que hay nuevos proyectos, pero ¿seguirán la estela de esta primera novela? Hay un par de proyectos, totalmente distintos a Astoria, ambientados en Murcia y alrededores, en los que la dimensión del viaje se pierde. Pero en ellos sigue habiendo referencias a lugares que para mí son evocadores, como pueden ser la huerta o la costa mediterránea. Y a la música. Por lo demás, me interesa seguir adentrándome en conflictos familiares y relaciones afectivas, aunque en la adolescencia, que es una fase de la vida que me fascina. Pero también tengo en mente enfrentarme de nuevo al reto de ambientar una novela en un escenario que desconozco completamente. La labor de documentación y ambientación de Astoria me encantó y me permitió transportar el bagaje sociocultural de una chica española con raíces italianas a un lugar completamente distinto. Ponerla frente a los estereotipos e, incluso, desmontar los suyos propios. Plantearse (y plantearme) cuestiones como el feminismo, la sexualidad o los conflictos generacionales a través de acciones y decisiones fuera de la rutina. Y esto es algo que no perderé en las próximas novelas.

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La vida breve

La estación de Coburgo Fernando Clemot

Del andén número seis de la estación de Coburgo parten dos trenes: uno recorre tus mejores sueños. A su lado, en paralelo, otro te llevará a tus peores pesadillas. Le pregunté a la señorita Tennant a cuál me aconsejaba subir y ella me contestó que no había viajado nunca en aquellos trenes y, con rubor, me dijo que no sabía si le apetecía hacerlo: «Son trenes de obreros, los transportan a las fábricas de las afueras. No tienen buena fama, señor Archer». Intuí una lágrima temblar en la comisura de sus ojos. Rompió su delicada timidez con aquel comentario taciturno. —No deberíamos estar aquí. Son los últimos trenes. Pronto anochecerá. Casi susurró aquellas palabras. Seguía a la defensiva, pero yo insistí y, sin apenas fuerza, me señaló las taquillas mientras negaba con la cabeza. Ella no se movió del centro de los andenes y fui yo quien caminó hacia allí. No había nadie en la cola y una ancha visera de metal escondía la vista del vendedor. Me devoraba la curiosidad, por lo que le pedí que me diera dos billetes para Lang Borte, el destino lejano que prometía un viaje al peor de tus sueños. Insistí a aquella chapa metálica sin que me contestara nadie hasta que, de golpe, aparecieron los billetes bajo mis manos, sin llegar a ver siquiera las manos del que me los dispensaba. Se los enseñé triunfal a miss Tennant, que me preguntó algo afligida: —¿Está seguro, señor Archer? No es una buena idea. Le contesté que llevaba tiempo pensando en hacerlo y ella se limitó a mover el ceño. Le pregunté si deseaba quedarse, pero ella me dijo que debía hacerlo, que era mejor que no me dejara solo en aquel viaje, que aquella era su responsabilidad. Le contesté que se lo agradecía e hice una pequeña broma. Volvió a sonreír y, al poco, la risa desembocó en una pequeña carcajada, tímida. Había algo que me desconcertaba en la risa de la señorita Tennant; ya lo había visto el día que habíamos pasado en Londres y durante el crucero desde Copenhague. Su risa tropezaba y nunca acababa de estallar, la detenía y saltaba de roca en roca, como los Perfectos de Hölderlin. Se partía como si la interrumpiera un hipo. No había visto a nadie reír así, pero durante aquellos breves momentos se iluminaban sus labios, sí, crecían, relucían y se hinchaban como un globo de helio y adquirían el brillo de una sandía abierta. ¿A qué sabrían los labios de la señorita Tennant? Imaginé que a melocotones, a alguna fruta fresca de un paraíso lejano, pero entonces retornó la imagen de Henrrieta, nada terrible, solo una estampa ligera, como un salmo, que me miraba desde la cama y suspiraba. Me avergonzó sentir todavía algo que no

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fuera dolor y alejé mi mirada de la boca de la señorita Tennant. Esperaba un largo viaje y no era tiempo ni lugar para pensar en aquello. Subimos al tren y nos acomodamos en un par de asientos vacíos. Al sentarnos no pude evitar volver a mirarla a los ojos. Había dejado de sonreír y se refugiaba en la posición discreta, con las oscuras enaguas posadas ligeramente en el suelo del vagón, sentadas a un lado y a otro, como lo hubiera hecho un perro fiel. Se mecía ligeramente su falda. Muy poco. Solo pequeños golpes. Uno y otro. Uno y otro. Pensé en la Ópera de la Colonia, en sus funciones pueblerinas. Un abanico abierto con unos ojos oscuros e hirientes detrás. ¿Cuánto tiempo había pasado de aquello? El tren ya estaba en marcha. Habíamos salido ya de la estación de Coburgo y el tren se encaminaba hacia el norte, dejando atrás las chimeneas de las fábricas y los largos y apagados muelles del otro lado del río. Sobre la ciudad estaba posada la noche, pero más allá de sus calles parecía que se abría una tarde luminosa. Por lo que me habían comentado Romaneschi y la propia señorita Tennant, aquello era todo lo que podía brindar Coburgo y las ciudades del norte de Vetlandia: oscuridad, recogimiento y días apagados y melancólicos. En cuanto salimos de la ciudad, las vías buscaron la cercanía del mar. Las playas estaban desiertas y sobre ellas el sol luchaba por desasirse de un velo de nubes y hasta lo conseguía en algún momento y temblaba sobre nosotros como una candela. En el horizonte se distinguía alguna vela de barco que pronto quedaba atrás. El vagón iba lleno de parejas y niños. Alguno de los pequeños correteaba por el pasillo y su padre le reñía ligero y educado, casi con desgana. Todo era suave y abatido allí. Había algunas ventanillas abiertas y afuera olía a tierra y tormenta. Debimos seguir junto al mar un tiempo impreciso. De tarde en tarde, la señorita Tennant me señalaba el nombre de algún villorrio o alguna curiosidad que le parecía relevante: «En esa iglesia predicó Miguel Agrícola antes de que volviera a Finlandia y en aquel puente que cruza el Grosflus hizo San Olavo uno de sus cuarenta milagros». Miraba el lugar que iba quedando atrás. Piedras oscuras, hiedra, chimenea y un río negro como la noche que hacía una curva antes de desembocar en el mar. A lo lejos ya la oscuridad infernal de Coburgo. Ni un alma en las calles. Pronto desaparecieron los pueblos y solo quedó una pradera átona que iba a morir en una interminable cadena de acantilados.

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La vida breve

Fernando Clemot. La estación de Coburgo

De tanto en tanto, en mitad del pasto surgía un camino y en uno de aquellos había un paso a nivel. Frente a las vías, en uno de los senderos, se había detenido una comitiva para dejarnos pasar. Al frente iba un sacerdote con una cruz y tras ellos un pequeño coro de niños que cantaba. Había más gente detrás, creí distinguir unos familiares enlutados y un féretro. El tren silbó fuerte y profundo al pasar entre las barreras. El sonido del coro mezclado con el pitido del tren entró un instante por la ventana, pero volvió a salir de inmediato por la del otro lado del vagón. Sus voces se quedaron atrás, como la silueta de la comitiva. Me embargó una profunda sensación de tristeza. Traté de compartir mi ánimo con la señorita Tennant, pero ella también miraba inmóvil por la ventana. No hacía ningún gesto: parecía dormida con los ojos abiertos. Todos los que nos rodeaban parecían también dormidos o amodorrados. La velocidad del convoy disminuyó. Hacía más calor en el vagón y un abejorro se acercó a zumbar cerca de las ventanas. Observé cómo golpeaba su cabeza oscura y peluda contra el cristal. Una y otra vez, con fiereza. Sentí su dolor, sus diminutas antenas dobladas y rotas, su cerebro quebrado o sacudido; solo un segundo lo noté, hondo y seco, y luego me tranquilicé. Una profunda sensación de sopor me dominaba también a mí y quedé profundamente dormido junto a la ventana. Al despertar sentí que el tren iba más rápido, desbocado, traqueteaba más de la cuenta. Me asusté. No quedaba nadie en el vagón. Las lámparas de gas del coche estaban encendidas y su luz temblaba en la madera de las paredes y el techo. El asiento donde se sentaba miss Tennant estaba también vacío. Me palpé el traje buscando el reloj. Un peso me apretaba en el pecho, estaba mareado. Quedamos casi a oscuras. Ya no nos deslizábamos por praderas insulsas y sí por el interior de un túnel cuyas paredes de roca iluminaba la tenue luz del vagón. ¿Por qué no había nadie en el tren? ¿Y miss Tennant? Un sabor amargo se adhería a mi garganta y la cerraba. Sentí la convicción de que me esperaba una muerte inmediata, el dolor de una colisión, de las maderas y cristales del vehículo clavándose en mi carne, sentí cómo destapaban y rechinaban en la cal de mis huesos. El vapor, el metal convertido en astillas, en flechas que abrían la carne. Intuí que el vagón caía por un barranco, y que mi cuerpo se destrozaba entre las rocas, como lo que ocurrió en Hexthorpe, en todos esos horribles accidentes en París, en Viena, cuyas fotos y grabados se veían a menudo en los periódicos. Tuve ganas de gritar, pero no lo hice y decidí volver a cerrar los ojos. Al volverlos a abrir, el frío y la velocidad del túnel habían desaparecido. Ahora avanzábamos despacio de nuevo por una llanura insulsa. Seguía solo en el vagón, pero me inundaba ahora una sensación de sosiego. El paisaje era muy distinto al de las afueras de Coburgo. El pasto era bajo y estaba agostado; al fondo solo colinas limadas del color del bronce, casi sin relieve. Era el paisaje de la Colonia, sin duda. Los bosques ralos y los

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caminos polvorientos que cortaban las llanuras yermas. De repente, de uno de aquellos senderos surgieron dos jinetes galopando con sus caballos. Cabalgaban algo alejados, pero al acercarse al tren pude distinguir que eran dos críos. Forzaban a los animales y a estos la espuma les blanqueaba la boca. El tren se acercó todavía más a ellos y quedamos en paralelo al camino, y entonces vi aquella ropa, el pelo. Sí, uno de aquellos muchachos era yo, con trece o catorce años; reconocí a la yegua, se llamaba Cindy, y el que galopaba a mi lado era Barry Coover, de la granja Beltana, mi mejor amigo de la infancia. Barry, mi compañero de aventuras. Había muerto ocho años atrás, en Kandahar, luchando contra los afganos con la infantería de Berkshire. Llevaba tiempo sin recordarlo. Verme ahora galopar junto a él me producía una profunda sensación de angustia. Me ahogaba. La ansiedad se sublimaba en mi pecho. Recordaba bien aquel galope: el dolor del momento, mi rostro contraído. El tren giraba en una larga curva que evitaba un cerro y yo deseé que aquellos jóvenes no acabaran nunca de coronarlo: sabía lo que encontraríamos en cuanto se rebasara. El lugar me era íntimamente familiar y conocía los nombres de cada rincón que veía, cada empalizada y abrevadero. Estábamos en Manna Hill, la tierra de mi infancia. Barry Coover y yo galopábamos más rápido que el tren desde el que yo observaba, ya que el convoy flanqueaba ahora las laderas de la colina Week, con su cruz oxidada en lo alto y aquella enorme higuera que había plantado mi padre antes de que yo naciera. Me exasperaba la lentitud del convoy, como si quisiera recrearse en aquella escena que me llevaba a ver de nuevo lo que no quería ver. La silueta de los dos jinetes se perdió en la curva del camino y en aquel momento coronamos el altiplano y dejamos la colina Week a la espalda. En mitad del llano árido brillaban como centellas las llamas de la granja. El rojo sobre el amarillo de la tierra. A lo lejos, en el camino, Barry Coover y yo cruzábamos la empalizada que rodeaba los corrales, descabalgábamos y corríamos hacia la casa. Algunos animales se habían escapado y corrían de un lado para otro aumentando la confusión. En la casa, el fuego había llegado ya al segundo piso y brotaba un humo negro y denso del tejado. Mi habitación y la de mis padres: la habitación de la hija que nunca llegó a nacer. La chimenea era una columna de fuego. No sabía si veía aquello o solo lo recordaba. Si estaba en el tren o corría todavía alrededor de la casa. Un diapasón percutía en mi cabeza. Pensé un instante en el abejorro, en su cabeza molida contra el cristal, en los líquidos vertidos allí, también en la llanura, en el fuego, Cindy encabritándose por la cercanía de las llamas. Veía y recordaba. Sentía el dolor de entonces y el nuevo que había resucitado la escena. Daba vueltas a la casa desesperado, trataba de entrar pero el fuego brotaba ya de todas las puertas y ventanas, torbellinos de llamas que se enredaban y subían hasta más allá del tejado. Intenté entrar por la alacena, pero me quemé el brazo. Barry me recogió del suelo cuando trataba de apagar la llama con la

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La vida breve

Fernando Clemot. La estación de Coburgo

tierra. Él ya cargaba con dos cubos de agua que había sacado del corralillo y que estaba dispuesto a utilizar. Estaba frente al fuego, pero también lo veía de lejos. El tren me alejaba ahora de la granja, de Barry, de Beltana y de mi pasado. Las figuras cada vez más pequeñas, bulliciosas e histriónicas. Todavía estábamos con los cubos, yendo y viniendo al corralillo, tratando de crear un rincón por el que poder entrar a la planta baja. El tren seguía trazando una larga curva y de repente desaparecimos Barry y yo; y solo se veía ya una columna de humo que no tenía fin, que se hilaba y deshilaba en las alturas, como la trenza que solía llevar Mary Vance, la pelirroja del rancho de Silverton. Todavía se podía ver a Cindy trotando enloquecida alrededor de la granja, relinchaba como si también estuviese ardiendo, soltaba alguna coz, pateaba el suelo y lo arrastraba con sus pezuñas. Ya no se veía nada, apenas la columna de humo. Recordé entonces lo que pasaría luego, cuando llegaron los vecinos de las granjas cercanas a ayudar, los Findon, los Wheel y los Vance, los padres de Barry desde el sur de Beltana, y pudimos entrar en la casa y ver la certeza de lo irremediable; Abe Findon abrazándome y alejándome de la escalera y las habitaciones de la planta de arriba. Cuando abrí los ojos todavía balbuceaba, seguía preso de la imagen, aterrado. Lo primero que vi fue a la señorita Tennant: su sonrisa había desaparecido y sus labios amplios mostraban un rictus de preocupación. Era ya de noche. Las lámparas de gas del vagón iluminaban su cara. Un niño lloraba desganado en el fondo. —Debe despertar, señor Archer, ya estamos en la estación. —Y me tendía la mano para que me pudiera levantar del asiento. Todavía confundido le pregunté dónde estábamos, qué estación era aquella. Ella me contestó que era la de Coburgo, de donde habíamos salido. —¿Y Lang Borte? ¿No íbamos a Lang Borte? Ella me contestó que Lang Borte es solo un apeadero que está a las afueras de Coburgo. Nada más. Allí viven los obreros de las fábricas. Me debió ver confuso porque insistió en la explicación. —Es un viaje muy breve, señor Archer, media hora de ida y lo mismo en la vuelta. Hace unos minutos empezó a estar así. Se durmió y hablaba en sueños, deliraba. Me incorporé y empecé a mirar por la ventanilla. El tren traqueteaba ya cerca de la estación de Coburgo. Se distinguía a lo lejos el farol de algún guardagujas. Entrábamos a la ciudad por un barrio casi a oscuras. Se distinguían las columnas verticales de algunas chimeneas que crepitaban al verter al cielo oscuro sus interminables columnas de humo.

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Fernando Clemot (Barcelona, 1970) es escritor y profesor de la Escuela de Escritores y la UAB. Ha publicado tres libros de cuentos y cuatro novelas, la última de ellas Fiume (Pre-Textos, 2021). Con su libro de cuentos Estancos del Chiado (Paralelo Sur, 2009) ganó el premio Setenil al mejor libro de cuentos publicado en España. Su obra ha sido traducida al francés y publicada por la editorial Actes Sud. Ha sido dos veces finalista del Premio Nacional de Narrativa y es director de la revista Quimera.


Los pescadores de perlas

Microrrelatos inéditos de

Tirso Priscilo Vallecillos Sueño infantil Marta es enfermera. Todas las tardes de cuatro a cinco juega con su primo Jaimito. Le pone inyecciones. Jaimito le hace casas siempre que es arquitecto, claro. Luego suben juntos a merendar. Son y serán inseparables. Hoy Marta busca la vena, tiene el cuerpo lleno de pinchazos: en los ojos, en los brazos, en los pies... Se queda dormida en una de las casas que nunca le llegó a hacer Jaimito, que ahora, por cierto, está en otro barrio.

El sueño eterno Siempre había querido tener pelo. Siempre. Desde que cumplió los dieciocho y era el único con problemas capilares en su clase. En dos años se quedó calvo como una cebolla. Y entonces comenzó la obsesión. Y así pasó el tiempo hasta que alguien le relató su exitosa experiencia con aquella clínica. Entonces, hace ocho años ya, se puso a ahorrar. Es cierto que cada uno de esos cabellos significaba una privación: cuando el coche se le paró decidió no arreglarlo, pues el gasto equivaldría a tres o cuatro centímetros cuadrados de cabellera; desde entonces caminó hasta el trabajo. Aunque debido a su complejo salía a comer en contadas ocasiones, calculó que dejar de hacerlo supondría uno o dos centímetros cuadrados más. Dos o tres más si utilizaba marcas blancas. Seis si no viajaba. Siete u ocho si anulaba la suscripción al canal de deportes y al gimnasio. Y algún que otro centímetro más si no cambiaba de teléfono, cada vez más lento y con la pantalla rota, y si dejaba de comprar caprichos en Amazon. Además, las horas extra, aunque mal pagadas, también le proporcionaron un puñado de centímetros cuadrados. Y el empujón final, el préstamo personal, avalado por su hermana, que ahora, con la mirada perdida, se pregunta si le crecerá el pelo allí abajo.

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Los pescadores de perlas

Tirso Priscilo Vallecillos. Microrrelatos inéditos

El marido que regala flores Aunque nunca le regaló flores hoy decide utilizar su única llamada para enviarle un ramo: su sonrisa maliciosa no pierde la ilusión de que le llegue a tiempo.

La luna de miel Ella lleva el vestido de novia y en sus manos una tijera de costura. Él, chaqué y una botella rota de güisqui. Se mueven, sin bajar la guardia, dentro de lo que les permite ir sobre el techo de un tren en movimiento. Es un buen principio, piensa uno que los ve: lo que queda solo puede ir a mejor.

Lo que hay que tragar Mamá, yo nunca voy a comer animales. Muy bien cariño, cómete este trocito. Ni conejos, ni pajaritos. Qué bueno es Alberto, qué bien come. Solo frutita y zanahorias, mamá. Eres el niño más bueno del mundo. Y el más listo, añade el tito, y el que mejor come. Tito, yo no voy a ser cazador. Muy bien, Alberto, eres un campeón. Porque no quiero que mueran animales. Eres un campeón, Alberto. ¿Cómo está la carne? Muy rica, tito. ¿Ves mamá?, el nene es muy bueno: no va a comer animales y, además, se come toda la carne. Hoy Alberto saborea, por primera vez, el estúpido sabor del orgullo.

Tirso Priscilo Vallecillos (1972), profesor y asesor de formación, es autor de los poemarios Subway, Viejos, Los feroces años veinte y Entrevista a Albert Einstein; los libros de aforismos Homo pokémons y Breve catálogo de autoridades [...]; las antologías de relatos Libro de cocina tradicional caníbal y Cartografía urbana del deseo; la novela El discurso, y el álbum infantil El niño de los zapatos rojos. Los textos seleccionados son un adelanto de Área metropolitana (Baile del Sol, 2024).

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El Castillo de Barba Azul

El universo no existe

Fernanda García Lao 1. En este invierno eléctrico volvemos al telescopio. Ese ojo acerca cuerpos que no se dejan tocar. Un infierno muerto sin biografía ni memoria. 2. Voy a extrañarlas a la ciudad y vuelvo, dijo papá hace mucho. Todavía le faltamos. 3. Mamá dijo, se habrá ido al cielo. Hemos recorrido galaxias y por ahora no aparece. 4. Que la luna es un cuerpo natural, dice el libro. De papá, no dice nada. El abismo es pálido o desafina. Una nebulosa florece imitando al níspero. Mamá exprime su jugo sin levantarse de la cama. 5. En la atmósfera infecta de Venus hay señales de vida. Un averno tóxico de criaturas sin tiempo. La apariencia física de la energía no tiene fin. Le rezamos al cometa. Que nos salve le pedimos. Que nos lleve a un mundo donde mamá se cure y papá esté vivo. El hocico de tu galaxia no sabe a leche, dijimos. Nadie habló. 6. Marte es un cementerio de naves rotas, la chatarra asume formas anormales. Ojalá exista algo vivo híbridos seres sin corazón. Las bacterias de acá no conmueven al médico. 7. Ayer vimos un astro errante similar a papá: al pestañear se había ido. Los cielos inertes nos miran como flechas sin deseo. El cosmos se distrae con eternidades nuevas mientras nuestra casa gira sobre sí misma y lo negro permanece.

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El Castillo de Barba Azul

Fernanda García Lao. El universo no existe

8. Antes de la gravedad mamá levitaba a la altura de los árboles, era tenue e imperfecta. Un fruto sin caída. 9. Estrellas arriba y abajo del agua. El mar es un espejo. Las ahogadas imitana las otras. Nunca vimos el mar. Todo se nos da lejos. No hay que ver para saber, dice el libro. Entonces, somos sabias. 10. Hoy mamá se asomó a la ventana para vernos sobre Júpiter, el caballo del vecino que montamos a veces. 11. Queda dicho esto del vacío: tiene poco aire. Un pulmón como la sangre que lavamos cada vez. El cielo pasa a la mano y así agarrado como un bicho por las patas se estampa en el cuaderno. 12. Tiradas en el suelo descubrimos que no gira la casa sino nosotras. El cuerpo del mundo tiene los pies descalzos. Mamá escupe sangre. 13. Horas asomadas a la galaxia, planetas, asteroides, nebulosas y cúmulos. De papá nos pareció ver cierto giro del sombrero. 14. Cada vez más profunda es la distancia entre mamá y el mundo. Asciende como una idea que nace y luego no se ve. 15. En la salita no podemos curarla, dice una enfermera sucia. Quién es el adulto responsable. No tenemos. 16. El cielo no suena, paramos la oreja, callamos a los perros. Y nada. La sábana en la soga es lo único que se agita.

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17. Los cometas son cuerpos compactos que se subliman en las cercanías del Sol igual que los perros junto a la cerca. Las estrellas fugaces ya no nos interesan. 18. Un meteoroide es un cuerpo menor del sistema solar, fragmento de cometas o asteroides, roca eyectada que puede sobrevivir y llegar al suelo. Observamos cada piedra camino a la escuela, por si papá manda un mensaje 19. Un señor bajó del auto más duro que aerolito recién llegado y dijo, soy el padre de ustedes. Me avisaron que la mamita se va pronto al cielo, abran. No tenía sombrero. Nosotras, quietas, lo miramos desde la puerta. Era un tipo vulgar, muy terrestre. No es, dijo mamá al verlo, y un chorro de flujo nada cósmico tiñó de rojo la frase. Fue su última. 20. La vimos metida en su caja desaparecer bajo el suelo. Le pedimos a la luna que saliera. No se animó. 21. Echamos al padre. El sol es un alma ciega, su violencia nos enciende. Somos huérfanas sin culpa. El universo no existe, hay miles de versos ahora. El gran eco se plagia a sí mismo. Es un poema que se escribe sin nosotras.

Fernanda García Lao (Mendoza, Argentina, 1966) es narradora, dramaturga y poeta. Vivió y se formó en España entre 1976 y 1993 debido al exilio de su familia. Ha publicado novela, cuento y poesía en editoriales de Latinoamérica, Norteamérica y Europa. Ha sido traducida al francés, al inglés y al italiano. Colabora en distintas publicaciones a ambos lados del Atlántico y coordina talleres de lectura/escritura. Recibió el primer Premio del Fondo Nacional de las Artes, el tercer Premio Cortázar y la beca Antorchas. Es una de las escritoras más relevantes de la literatura latinoamericana actual. Desde 2022, reside en Barcelona.

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E i n s t e i n o n t h e b e a ch

La novela infinita:

175 años de David Copperfield Por José de María Romero Barea Un intrincado collage incorpora las palabras a una imagen que se abre al retrato vital, necesariamente incompleto, de su creador, el inglés Charles Dickens (1812 - 1870. El minucioso trabajo de defensa que lleva a cabo en la novela David Copperfield (1849) consiste en rescatar el abuso infantil de la ignorancia. En ella, las escenas imaginadas están tan estrechamente entrelazadas con la propia biografía y las reflexiones en primera persona del autor que no sabemos cuál de los dos es el verdadero protagonista. A su vez, las falibles memorias que entrelaza la norteamericana Barbara Kingsolver (1955), tomando como modelo las denuncias de la saga anterior, suponen un recuento acerca de cómo sobrevivir a una sociedad, la nuestra, en la que la represión se ha convertido en la norma y el poder del Estado, sin restricción, campa a sus anchas. Pero sobre todo Demon Copperhead (2022; Faber and Faber Books, Reino Unido, 2023) nos aporta una lección invaluable: cómo negociar entre iguales para abrirnos camino a través de la controvertida herencia familiar. La inmoderada pasión de ambos volúmenes radica en su fortaleza. La tensión discursiva fluye del temor que logran captar sus páginas: el temblor de la insignificancia, el terror de ser minimizados, el desasosiego al que ninguno de los avatares logra sustraerse. Reeditadas ambas en 2024, suponen una guía ideal para viajar entre cronologías dispares: aunque son nativas del mundo que describen, observan imparciales el nuestro. Obligadas a acercarse a su, a nuestra actualidad con evaluador afán, la circunnavegan con éxito. Hoy que las distopías avanzan inexorablemente y lo peor siempre está por suceder, es más que pertinente atender a estas denuncias de la violencia que ejercemos los unos contra los otros, pero sobre todo contra la niñez. La especificidad de su idiosincrasia nos transporta, sin ambigüedades, a nuestra más acuciante sinrazón.

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David Copperfield Se imagina a sí mismo el interlocutor como la víctima de un sistema que lo explota a costa de los demás, porque «son las pequeñas cosas las que hacen la suma de la existencia» [mi traducción, al igual que las restantes]. Su defensa de su alter ego en la ficción, el malogrado David Copperfield, se extiende para cuestionar las dinámicas de poder que subyacen a la hipocresía del patriarcado que arruina cualquier intento de decencia: «Es vano recordar el pasado, a menos que este ejerza alguna influencia sobre el presente». El hecho mismo de ser parte de una colectividad que busca borrar a toda costa su presencia, tanto espiritual como físicamente, convierte la cotidianeidad del héroe en un acto de resistencia. Dejar constancia de su peripecia vital es, al mismo tiempo y necesariamente, un ejercicio de testimonio y resiliencia: «Conozco lo suficiente a la humanidad como para haber perdido del todo la capacidad de que esta me sorprenda». Siguiendo el modelo dieciochesco de las narraciones Joseph Andrews o Tom Jones del novelista y dramaturgo Henry Fielding (Somerset, 1707 - Lisboa, 1754), Dickens nos provee de intricadas peripecias que nadie ha vuelto a igualar jamás. Reflexiona, de paso, sobre las preocupaciones de la infancia por su futuro incierto: «Estas páginas deben demostrar si llegaré a ser el héroe de mi propia aventura o si ese puesto lo ocupará alguien más». Examina el autor la magnitud de la brecha, su amplitud y posibilidad. Navega a través de la inmadurez de Copperfield, hasta llegar a su maduración; nos habla del amor que profesa a Clara, su madre (a la vez optimista y asfixiante) o a su ama de llaves, la infatigable Clara Peggotty; redacta el relato resultante a expensas de «los fantasmas de las muchas esperanzas, de los muchos recuerdos, de los muchos errores, de las muchas penas e inútiles arrepentimientos». Sus pesadillas dan forma a sus días y a la literatura que da cuenta de ellos, permitiendo al hijo huir de la adversidad, personificada en su padrastro, Edward


esperanza, el enorme Bildungsroman de una experiencia inmersiva donde ninguna referencia es demasiado insignificante para no ser descrita, y ningún reflejo es demasiado fugaz para que no quede constancia de que ha tenido lugar.

Murdstone: «Todos aquellos libros eran una forma de escapar a la infelicidad de aquellos tiempos». No es otro el aterrador contexto en que crece David Copperfield, que vuelve ciento setenta y cinco años después de haber sido editada para devolver su esclarecedor mensaje: ser es ser desdichado, sentirse culpable. Esta novela infinita regresa cada generación para dejar constancia, con el paso del tiempo, de su tragicómica recreación de la peripecia de un muchacho que es a la vez todos los muchachos vulnerables que han sido, son y serán: «Solo sé que existió», concluye Dickens, «y luego dejó de ser; y por eso lo he escrito, y ahí lo dejo». Se priorizan la conectividad y el colectivismo sobre el individualismo, se enfatiza la necesidad del afecto de amigos y extraños, particularmente cuando los lazos familiares comienzan a deshilacharse: «Hablamos de la tiranía de las palabras, pero cómo nos gusta tiranizarlas a ellas, cómo ansiamos tener un conjunto superfluo de palabras que nos atiendan en las grandes ocasiones». Por estas y otras razones, David Copperfield sigue siendo una autobiografía ficticia del tamaño de nuestra

Demon Copperhead Considerado uno de los diez mejores de 2022 por The Washington Post, el relato Demon Copperhead supone una mezcla de géneros que permite recuperar parcialmente las semejanzas con el texto de referencia: «A la gente le encanta creer en el peligro, siempre y cuando seas tú quien esté en peligro y sean ellos los que te absuelven». Persiste en resultado una sensación de inagotable desolación. Incontable es el dolor del volumen aplastado por los acontecimientos. Testimonio de la admiración de su autora por la mejor tradición literaria anglosajona y prueba de su supervivencia, la novelista, ensayista y poeta estadounidense reinventa David Copperfield mediante pasajes que completan los vacíos del original, consciente de que «una buena historia no solo copia a la vida, sino que la hace volver sobre sus pasos». Se vuelven a visitar los episodios familiares de la crónica del coetáneo de las hermanas Brontë, Lewis Carroll o Herbert George Wells, y se les cambia la perspectiva, trasladando el argumento a los Apalaches, donde «algunas almas lamentables suelen ver la blancura como el último bien que no ha sido del todo embargado». Prueba de la infinitud del original, se deshace en variaciones sobre hechos ilimitados que juegan con la idea de una contraficción fascinada por las formas en que esta juega con la verdad, escondiéndola. Como el exterior no se encuentra al alcance de las expectativas vitales del narrador («A veces un buen día dura unos escasos diez segundos»), este se ve obligado a replegarse en un solipsismo que, por suerte para él y para nosotros, abre irónicas e insospechadas vías a la creatividad: «Más te vale amar el tiempo que pasa, porque te deja atrás y nunca vuelve». Impregnado de una tristeza que las palabras no logran deshacer, se entrega a «la bondad del musgo, que está por todas partes una vez sales de lo creado. Del suelo de Dios». Ganadora del Pulitzer de Ficción 2023, Demon Copperhead es la anatomía de una sombra que abandona su oscuridad para revelar los secretos de «un niño mayor antes de tiempo, que nunca ha conocido la seguridad, pero al menos intenta que los demás nos sintamos seguros».

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E i n s t e i n o n t h e b e a ch

José de María Romero Barea. La novela infinita...

En toda esa multiplicidad, la autora de The Poisonwood Bible o Animal, Vegetable, Miracle hereda y transforma los tropos victorianos: «La verdad es que se podría construir toda una realidad alternativa con lo que la gente tira». La ganadora del Orange Prize for Fiction 2010 recicla patrones de yuxtaposición, estructuras ventrílocuas. Abre agujeros en el tejido social del Sur estadounidense, parodiando sus rutinas: «Fue en un vertedero donde descubrí una de mis principales filosofías: que todo lo que vive está en proceso de cambiar lo viejo por algo nuevo, y así un día tras otro». Este premio James Tait Back de ficción de 2022 es un complicado mosaico de episodios con tramas intercaladas que se aprovechan del interminable influjo de la saga de referencia: «Los primeros que caen en cualquier guerra son los olvidados. Ningún amor se pierde por el imprudente error de uno solo». Un libro dentro de otro engendra un palimpsesto perenne, que, al igual que la saga dickensiana, rechaza trayectorias únicas, «porque una caída multiplicada por mil tiene por fuerza que significar algo. Necesita su propia marca, para que todo ese sacrificio comunal no haya sido en vano». Entre vislumbres y panoramas, encontramos en el premio Femenino de Ficción 2023 las fibras entrelazadas de una entelequia que vincula al protagonista con su eminente predecesor: «Vive lo suficiente, hijo mío, hasta que veas que todas las cosas que alguna vez amaste cambian y te queman hasta dejarte ciego». El juicioso despliegue de alusiones a la contemporaneidad nos transporta a nuestra era consumista, donde «lo sorprendente es que uno aprenda a vivir del aire, para terminar sin nada y perdiendo tanto en el camino». Un mapa a escala humana de la existencia Hoy que existen miles de formas de recopilar nuestros datos biométricos (huellas dactilares, muestras de sangre, escáneres faciales), nada como la literatura para dejar constancia del asalto cultural consistente en separarnos de nuestros precedentes: «Fue aquel mi único y constante consuelo. Cuando pienso en ello, siempre me viene a la mente la imagen de una tarde de verano, los niños jugando en el cementerio y yo sentado en mi cama, leyendo como si no hubiera mañana». Sentimos, mientras seguimos el meandro aparentemente interminable de los pensamientos de Copperfield, que no estamos frente a un avatar, sino asistiendo al relato de «un tipo firme, con voluntad propia, con resolución, con determinación, con una fuerza de ca-

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rácter no influenciada excepto por la mejor de las razones». Su desarrollo personal se convierte en un proyecto orquestal en crecimiento que nunca muestra signos de desaceleración. A su vez, los fragmentos de la narrativa kingsolveriana se expanden y contraen a placer, haciéndose eco de los temas victorianos originales; sus capítulos son medias escenas elípticas elegidas con posmoderna economía, mientras se mezclan en impredecibles combinaciones espaciotemporales. Pero la preocupación por la justicia social, la biodiversidad y la interacción entre comunidades y entornos de Copperhead redunda en la homogeneidad del conjunto: «Todavía puedo sentir en lo más profundo que estar enojado era lo único que me mantenía alerta». Con estas dos novelas se construye un imperecedero facsímil de la existencia, un mapa a escala descomunal que, cuando lo lees, se vuelve humano. Decididas a permanecer en el presente, ambas sagas nos ponen en guardia contra los atractivos de la nostalgia. En ambas se entremezcla el deleite verbal con una veta satírica que esboza escenas del siglo XIX y de paso el XXI. Suponen una forma de pensar sobre nuestros ancestros que apela a cualquiera que haya crecido tratando de armar un yo a partir de las esquirlas asignadas por el azar al nacer. En otras palabras, todos nosotros.


Aben Razin de Sergio Gaspar:

el lenguaje y sus nombres Por Moisés Galindo En el primer poema de su libro Aben Razin —ciento ocho palabras en apenas doce líneas—, Sergio Gaspar utiliza el término nombre y afines a su realización o recepción —sones, pronuncia, lenguas, oídos, gritarle o labios— en veintiuna ocasiones; casi una quinta parte del texto. Un dato que se irá repitiendo en muchos de los poemas del libro con mayor o menor intensidad. Si traemos a colación esta referencia numérica es para que nos hagamos una idea de la enorme importancia que tiene esta elección en la vertebración y desarrollo de este libro en concreto, y que ya prefiguraba en menor medida su anterior, Revisión de mi naturaleza (1988). En este, lo problemático del nombre y el lenguaje donde se inscribe también aparecía, aunque con menor insistencia, y casi siempre acompañando a la fisura del ser, su división y falta de fundamento. Hay muchos ejemplos de ello, pero basten dos para que nos hagamos una idea: ¿Qué unidad entre la lengua del agonizante / la lista de palabras que todavía puede articular? *** Yo iba hacia las cosas. Presencias. Mas la realidad estaba, estará siempre, detrás de sus significados.

En el caso de Aben Razin, esta desunión o disociación frente a una realidad que, proyectada en su experiencia, lo interpela, se da, principalmente, en el lenguaje y sus nombres. Así empieza y acaba el primer poema del libro: El agua tiene nombre. Jamás consigue pronunciarlo. Se confunde de sílabas. Error de ondas, de sones. No lo pronuncia nunca […]. La piedra tiene nombre. Los montes tienen nombre. Las casas tienen nombre... Yo llego y lo pronuncio: Albarracín, éste es el nombre.

Un yo poético llega a un paisaje, Albarracín —Aben Razin, que toma su nombre actual de la estirpe pobladora bereber de reyes taifas, los Ibn Razin—, y, tras contemplarlo, lo pronuncia y nombra. Como escribe José Ángel Cilleruelo en su magnífico artículo sobre el libro, Albarracín es un correlato del universo, una «metáfora de esa identidad conflictiva entre el mundo y quien lo contempla»1. Una dialéctica que en el caso de Sergio Gaspar y el libro que nos ocupa adquiere tintes obsesivos alrededor de una escritura circular, envolvente y reiterativa que recuerda a determinadas estructuras

1. Cilleruelo, José Ángel, «Las cosas más extrañas. Evocación y lectura de Sergio Gaspar», El balcón de enfrente, blog, 12 de abril de 2010.

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Moisés Galindo. Aben Razin de Sergio Gaspar: el lenguaje y sus nombres

musicales; pero también a la gravedad ceremonial que acompaña al acto litúrgico o al trance. Esta relación inestable de enfrentamiento entre la realidad, el yo y el lenguaje que parece sustentarlos corre paralela a algunos acontecimientos de su vida privada que convendría citar para hacernos una idea, no solo del contenido del libro, sino también de sus repercusiones. Me estoy refiriendo concretamente, como se ha escrito en más de una ocasión2, a que Sergio Gaspar destruyó su obra en el contexto de una grave crisis existencial que habría de durar mucho tiempo. En conversación con la desaparecida Marta Agudo explicaba las circunstancias que favorecieron la publicación de sus escritos: «Revisión de mi naturaleza y Aben Razin [dos libros que, según Cilleruelo, narran dicha crisis] me los publicaron dos amigos de Barcelona: Ángeles Cardona y José Corredor-Mateos. Ellos les buscaron editor, y son la causa de que estos textos se convirtieran en libros. Por aquellas fechas, recién salido de una grave crisis autodestructiva, yo apenas tenía ganas ni ilusión de publicar. Con El caballo en su muro sucedió lo mismo, como tú bien sabes. Si unos cuantos amigos no me hubieseis invitado y animado a publicar ese extenso poema, el libro no existiría. He necesitado veintiún años para recuperar cierta ilusión y publicar(me) Estancia»3. Que podamos tener acceso a la escasa obra publicada de uno de los mejores poetas de los últimos tiempos — como se dice en la contracubierta de Aben Razin, un «autor que ha escrito mucho, que ha destruido mucho y ha publicado poco»—, gracias a la perseverancia y la estima de unos amigos que guardaban copias de sus trabajos, es una auténtica suerte y un legado que deberíamos favorecer y custodiar. Existe una larga tradición de autores que, por diferentes motivos, han destruido su obra o parte de ella. Por ejemplo, Alexander Pushkin y Nicolái Gógol 2. Agudo, Marta, nayagua revista de poesía, II época, n.º 11.12, diciembre de 2009, pág. 96; Moga, Eduardo, «No ser y nombres», recogido en Lecturas nómadas, Candaya: Canet de Mar, 2007, pág. 132; o Cilleruelo, José Ángel, Op. Cit. 3. Agudo, Marta, Op. Cit. pág. 96.

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quemaron las segundas partes de novelas inacabadas. Bulgákov, que bromeaba con ello, lanzó al fuego purificador de su estufa más de un borrador y obra, entre ellas la famosa primera versión de El maestro y Margarita. También, como consecuencia de la implacable persecución política a la que se vieron sometidos, Anna Ajmátova y Osip Mandelshtam debieron renunciar a muchos de sus escritos. Otras veces es la desobediencia de sus albaceas lo que ha permitido que determinadas obras llegaran hasta nosotros, como sucede en el caso de muchos de los poemas de Emily Dickinson recuperados por su hermana, o también los relatos inéditos de Kafka salvados por Max Brod, o la novela inacabada Laura de Nabokov. Hay, en el caso concreto de Sergio Gaspar, en ese gesto de demolición de la propia obra, de amputación de una forma decisiva de expresión con la que se pretende dar cuenta de la propia existencia, como una negación afirmativa; como si el propio acto de renunciar y desprenderse del instrumento con que se relataba una determinada experiencia interior que lo abocaba al callejón sin salida de los propios límites fuese, finalmente, el acto afirmativo y significativo de sus textos. Como si ese «no» constante que martillea, por ejemplo, en Revisión de mi naturaleza como contrapunto heterodoxo al misticismo de San Juan de la Cruz fuese una extensión del final de un itinerario y una exploración: la no-obra como afirmación y derrota de la propia escritura. Y en Aben Razin sucede algo parecido; el eterno retorno de una imposibilidad; el inacabable movimiento circular, a veces laberíntico, de una incapacidad: el de dar sentido a la propia experiencia a través de sus nombres y de una escritura que los abraza. Dividido en tres secciones, Aben Razin construye un itinerario circular alrededor del acto de experimentar y nombrar; tanto del mundo genérico que nace de la mirada como del histórico-concreto que la recorre. Ya en su arranque, ese mundo que se despliega ante la mirada del yo ya está anclado a sus nombres, a un lenguaje, en una especie de oposición jerárquica —objeto/ sujeto— que solo parece cobrar realidad, significado, cuando es pronunciada. En contraposición a los obje-


tos que forman un mundo —agua, piedra, montes— y que carecen de lenguaje, el yo poético cree tener la capacidad de apropiárselo al nombrarlo, y dotarlo así de un sentido: el paisaje de Albarracín. Pero al hacerlo, extiende y dirige el movimiento también hacia sí mismo, colisionando contra una realidad —el paisaje/ mundo, pero también el yo que lo funda— escurridiza e indescifrable. En este viaje desde el aparecer a la consciencia en busca de su significado, llama la atención en los primeros poemas el énfasis reiterado del yo poético en afirmar su voluntad de nombrar como generador de mundo —«Yo llego y lo pronuncio: Albarracín, éste es [el] nombre»—, de inscribirlo seguidamente en un ámbito ya constituido, como se deduce del posesivo en un final prácticamente idéntico —«[...]: Albarracín, éste es [su] nombre»—, para, a continuación, dar ese giro decisivo que es donde yo creo que se encuentra la verdadera novedad de Aben Razin, y uno de los temas cruciales de la poesía moderna; el hecho de que,

en la búsqueda de su propio significado, la voz poética constata la imposibilidad de romper el círculo de la autoreferencia del lenguaje: «[...]: Albarracín, éste es mi nombre» o «Pronuncio: Agua. Y no la nombro. Yo sé que estoy nombrándome». Hay en esa desesperada búsqueda de penetrar en lo real a través de los nombres la marca de un fracaso; la incapacidad de dar consistencia a la propia experiencia a través del lenguaje y, como consecuencia, verse abocado a una especie de idiolecto secreto que es dictado por una conciencia desgraciada confinada en él. Lo que hace interesante a Aben Razin es que todo ese proceso —porque ese es el tema del libro— se desarrolla delante de nuestros ojos, y no como una mera deducción o explicación posterior al relato. De esa impotencia, de la inviabilidad de que el lenguaje, al fin, nos reconcilie con el mundo, de que nos abra las puertas de lo más profundo y real —por más que la excelsa creación artística pueda acompañarnos hasta su frontera—, hay numerosos ejemplos: Hölderlin, Hofmannsthal, Rimbaud, Mallarmé, Kafka, Artaud o Beckett entre los más conocidos4. La locura, la derrota por la palabra, el silencio, la página en blanco, la radicalidad del desamparo, el grito o el balbuceo del clown son algunas de las consecuencias de ese contrato roto; de esa abrupta hendidura entre el mundo y la palabra: «No hay, en las palabras y frases, afinidad preestablecida con los objetos, no hay misterio de consonancia con el mundo»5. Como subraya Jaime Alazraki al estudiar algunas metáforas presentes en los cuentos de Cortázar: «La literatura y demás formas del arte son también símbolos, artificios que intentan lo imposible: superar ese abismo que separa las palabras de las cosas»6. Son significativas algunas de las formas en que se pone de manifiesto esa brecha; por ejemplo, la insistente diferencia entre los seres con lenguaje y los que 4. Steiner, George, Presencias reales, Destino: Barcelona. Vid. Apartado II, «El contrato roto», pág. 69. 5. Ibid. págs. 132-133. 6. Alazraki, Jaime, En busca del unicornio: los cuentos de Julio Cortázar, Gredos: Madrid, 1983, págs.150-151.

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Moisés Galindo. Aben Razin de Sergio Gaspar: el lenguaje y sus nombres

carecen de él: «¿Sabrán ellos su nombre? ¿Sabrá este aire que se llama Albarracín? Y este árbol o ignorancia de sus hojas. Y esta piedra o ignorancia de su peso. Y este río sin rostro, esta hierba sin mente, este polvo sin oídos, ¿saben quizá su nombre...? […] Yo, que amo tanto los nombres, por ese amor, lo reconozco. Pero, ¿es también el nombre de estos seres? Piedra, ¿te llamas como te nombro? Aire, que no acudes a mis gritos, que tengo que respirarte para traerte, ¿te llamas realmente Albarracín... [...]». Interrogaciones que parecen reinterpretar de forma provocativa aquellas tres famosas tesis de Heidegger según las cuales «la piedra es sin mundo», «el animal es pobre en mundo», «el hombre es configurador de mundo»; pues esa configuración del mundo se desplaza ahora al interior de la férrea horma de un lenguaje del que no puede escapar. Preguntas que nos proyectan a esa caída en el tiempo que Cioran considera el causante de los males que nos aquejan: «Desarraigados, incapaces de congeniar con el polvo o con el lodo, hemos logrado la hazaña de romper, no solo con la intimidad de las cosas, sino con su misma superficie»7. Como las fichas de dominó desestabilizándose y cayendo en cadena hasta quedar diseminadas en el tablero de la existencia, la desconfianza hacia el lenguaje y sus espejismos pone en tela de juicio los presupuestos básicos en los que se apuntala el yo poético: «Yo me llamo: El agua tiene nombre», «Realidad sin encuentro: encontré la realidad», «Aquí, ¿para qué vine?», «Nunca en Albarracín. Yo estoy en mi conciencia. […], tela que me separa del encuentro». La desmembración del sujeto, la división de la realidad, la búsqueda de un sentido o el desesperanzado desplazamiento del mundo a la consciencia en una especie de solipsismo que lo sobrevuela son algunas de esas piezas que resultan damnificadas. Y, sin embargo, a pesar de que «todos / los nombres que yo creí que eran comunes (casas, y puertas, y muros), súbitamente, son propios. Sonidos que me apropio. Son mi nombre propio [...]»8; aunque 7. Cioran, Emil, La caída en el tiempo, Planeta-Agostini: Barcelona, pág. 40. 8. Paz, Octavio, El mono gramático, Seix Barral: Barcelona, 1974, pág. 113. Vid. el tratamiento que da a esta idea en su

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intuye esa jaula de símbolos que lo acorrala, la voz del poema insiste —pues «poseo sus nombres»— en la posibilidad de representar el mundo, esta vez, mediante la escritura: «Puedo escribir el mundo. Puedo escribir el mundo. Puedo escribir el mundo». Hay en esta obstinación —que parece reseguir los ecos de la corriente mental— como un atisbo de esperanza que, rápidamente, decae en el siguiente poema, «El mundo, ¿quién podrá escribirlo?»; para, en el posterior, descartarlo definitivamente: «No seré yo. Yo, que irremediablemente soy el ser a quien todos los nombres comunes serán su propio nombre. Quien quiso referir la realidad. Y pronunció: El agua tiene nombre. Y no tenía nombre. Y me llamaba. Yo me llamé: El agua tiene nombre». En esa dialéctica, esa lucha por la representación donde parecen quebrarse los límites; el del sujeto que suma entidades diferentes, pero también el de un discurso que se impugna a sí mismo al alterar las normas de su gramática; finalmente, es la ley de la soledad, su horizonte inexorable, aquello que lo envuelve. Como repetidamente leemos en Aben Razin, entre las palabras y las cosas hay un abismo que no se puede superar, y que constantemente nos interpela; también cuando escribimos: «Se ha deshecho la profunda pertenencia del lenguaje y del mundo. Se ha terminado el primado de la escritura. Desaparece, pues, esta capa uniforme en la que se entrecruzaban indefinidamente lo visto y lo leído, lo visible y lo enunciable. Las cosas y las palabras van a separarse. El ojo será destinado a ver y sólo ver; la oreja sólo a oír. El discurso tendrá desde luego como tarea el decir lo que es, pero no será más que lo que dice»9. En palabras del propio Sergio Gaspar, «Aben Razin nace de la lectura y el ajuste de cuentas con Wittgenstein y Octavio Paz, principalmente. No nos reunireperegrinaje a Galta: «Cada una de estas realidades es única y para decirla realmente necesitaríamos un lenguaje compuesto exclusivamente de nombres propios e irrepetibles, un lenguaje que no fuese lenguaje: el doble del mundo y no su traducción ni su símbolo». 9. Foucault, Michel, Las palabras y las cosas, Cit. en ALAZRAKI, Jaime, La prosa narrativa de Jorge Luis Borges, Gredos: Madrid, 1983, págs. 283-284.


mos, mediante el lenguaje, con las cosas y los seres que no tienen lenguaje o no tienen nuestro lenguaje. Nos será difícil asimismo, usándolo —pero rehusándolo todavía más—, una reunión satisfactoria con los otros seres como nosotros: los lingüísticos. El lenguaje nos confunde, más que nos funde»10. ¿De dónde podría provenir esa cuenta pendiente del autor de Estancia? ¿En relación con qué temas? Como parece desprenderse de la lectura de Aben Razin, diría que las divergencias tienen que ver con las diferentes concepciones en torno al lenguaje; tanto en lo referente a la representación del mundo y su relación con quién lo nombra como por su naturaleza dentro de la escritura y el poema. Hay un poema en concreto en Aben Razin que nos habla de ello, y merece la pena reproducirlo entero por su belleza, importancia y vinculación con lo anteriormente expuesto:

El mundo, ¿quién podrá escribirlo? Me contaron de un hombre que investigaba el oído del aire y sus extrañas morfologías para interrogarle por su secreto nombre verdadero. Supe también de otro que se había propuesto localizar los labios de la luz para escucharles susurrar su nombre. Seres que persiguieron el 10. Agudo, Marta, Op. cit. págs. 96-97.

invisible animal en fuga de la realidad, empuñando el arma del conocimiento. Cazadores de mundo, rastreadores implacables del aire y de la luz. Tal vez la luz les entregase, agotada, su nombre. Tal vez hallasen los labios de la luz y recogiesen finalmente de su humedad su nombre. Con ese nombre, tal vez pudieron escribir el mundo. Con ese nombre, tal vez podrán.

Resulta asombrosa la penetración con que Sergio Gaspar nos sitúa ante uno de los temas fundamentales de la filosofía y la literatura moderna: el estatuto del lenguaje dentro de la teoría del conocimiento y su repercusión en la escritura. Si para el Wittgenstein del Tractatus, lo que podemos decir de forma significativa respecto al mundo obedece a reglas lógico-gramaticales que reflejan su estructura, quedando fuera de sus límites lo que no es objeto de demostración, un callar o silencio estrechamente vinculado a la experiencia estética, ética o religiosa; en las Investigaciones filosóficas, la posibilidad de un sentido se desplaza hacia una visión pragmática del lenguaje orientado a sus usos, los denominados juegos de lenguaje; en ellos la viabilidad del decir pasa, de la abstracción de lo real y su logicismo, a la amalgama y pluralidad de situaciones generadas por cada uno de los contextos lingüísticos. Es posible que la crítica de Sergio Gaspar respecto a Wittgenstein —¿quizás el «hombre que investigaba el oído del aire y sus extrañas morfologías para interrogarle por su secreto nombre verdadero»?— tenga que ver con la insatisfacción de ambas posturas respecto a los límites y el alcance del lenguaje en el acto de significar y comunicar. Que ni sus formas lógicas, ni tampoco el abanico práctico de su utilización puedan decirnos gran cosa sobre un mundo que se resiste a su comprensión. Que por mucho que se rastree y se intente cazar «el invisible animal en fuga de la realidad», nos está vedada su aprehensión por «el arma del conocimiento»; pues, como observa Ernst Cassirer, «el conocimiento no puede reproducir jamás la verdadera naturaleza de las cosas tal como ellas son, sino que está obligado a presentar su esencia en “conceptos”. Pero ¿qué son los conceptos sino formulaciones y creaciones del pensamiento que en lugar de darnos las verdaderas formas de los objetos

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nos muestran en su lugar las formas del pensamiento mismo?»11. Es, sin embargo, el oxímoron del «lenguaje privado» y su imposibilidad —como sostiene Wittgenstein— la idea que más se acerca a esa especie de idiolecto poético que practica la voz de Aben Razin, donde todos los nombres que intentan referir la realidad acaban por reflejarse y desembocar en la autorreferencia y clausura de una conciencia solitaria: «Soledad constantemente repetida en un idioma. Rodeado estoy de nombres: sólo mi nombre me rodea». ¿Y en el caso de Octavio Paz? ¿Dónde se situaría la crítica de Sergio Gaspar? ¿Es quizás el nombre que se esconde tras quien «se había propuesto localizar los labios de la luz para escucharles susurrar su nombre»? En muchos de sus poemas —«Semillas para un himno», «Hacia el poema», «Himno entre ruinas» o «Piedra de sol», por ejemplo— o en libros como El arco y la lira, Corriente alterna o El mono gramático —un peregrinaje hacia y desde el lenguaje— aparecen numerosas reflexiones acerca del significado que Paz otorga al lenguaje — también al lenguaje poético— y la escritura. El lenguaje como lo propio del hombre, como una realidad inseparable en su existir, como el puente simbólico entre el mundo y nosotros, pero también, y en esto Paz coincide con las corrientes modernas que adoptan la crisis del significado como algo inherente al proceso artístico, la prueba de la distancia insuperable que existe entre el mundo y nosotros: «La palabra no es idéntica a la realidad que nombra porque entre el hombre y las cosas —y, más hondamente, entre el hombre y su ser— se interpone la conciencia de sí. La palabra es un puente mediante el cual el hombre trata de salvar la distancia que lo separa de la realidad exterior»12. 11. Cassirer, Ernst, Lenguaje y mito, Cit. en Alazraki, Jaime, La prosa narrativa de Jorge Luis Borges, Op. Cit. pág. 283. 12. Paz, Octavio, El arco y la lira, Fondo de Cultura Económica: México, págs. 35-36. «El hombre es hombre gracias al lenguaje, gracias a la metáfora original que lo hizo ser otro y lo separó del mundo natural», escribe en la pág. 34.

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Hay, sin embargo, en Paz —y esto me parece es lo que se opone a la visión del autor de Revisión de mi naturaleza— una actitud de confianza en la palabra, una tendencia a la visión mágica de los nombres —la posibilidad de reconciliación entre las palabras y las cosas, entre el sujeto y el mundo en el espacio momentáneo del poema— que borraría las dualidades y nos situaría ante una realidad adánica: «[...] La inteligencia al fin encarna, / se reconcilian las dos mitades enemigas / y la conciencia-espejo se licúa, / vuelve a ser fuente, manantial de fábulas: / Hombre, árbol de imágenes, / palabras que son flores que son frutos que son actos» («Himno entre ruinas»). Como Aben Razin, «Piedra de sol» es un poema circular donde el agua y la piedra son símbolos del peregrinaje existencial. La voluntad de fusión con la realidad a través de la palabra —«todos los nombres son un solo nombre»—, pero también consigo mismo y con los otros —«llévame al otro lado de esta noche, / adonde yo soy tú somos nosotros, / al reino de pronombres enlazados»—, es el tema que corre paralelo al poema. El poema como lugar donde el signo encarna, donde las contradicciones se neutralizan, donde por un momento —que dura siempre— la unidad es posible. «Por un instante están los nombres habitados», nos dice Paz al final de «Himno entre ruinas». En el último poema de Aben Razin —que empieza: «Siempre comienzo por la piedra» y acaba: «Siempre comienzo por el agua», que es el primer verso del libro—, Sergio Gaspar escribe: «Los nombres me habitaban». Quizás sea ese casi imperceptible movimiento de adentro a afuera —ese «barco cargado de ini- / ciales / Ávidas de encarnar en imágenes / Instantáneas / Imprevistas cifras del mundo»— y de afuera a adentro —«Al final de los nombres sólo estaba yo. Y, dentro de mí, unos cuantos nombres. Pájaro. Piedra. Agua»— la sutil, pero enorme discrepancia que separa a ambos autores. La esperanza, en el caso de Paz, de la resurrección de los nombres y nuestra reconciliación; en el caso de Sergio Gaspar, el amor hacia ellos y sus espejismos en el laberinto de una conciencia desdichada.


La novela híbrida en España Por Ginés S. Cutillas Ilustración de Miquel Rof © La novela es ese gran combate que libra el escritor consigo mismo porque hay en ella todo un mundo, todo un universo en que se debaten juegos capitales del destino humano. Julio Cortázar

El Quijote está considerado como la primera novela moderna y establece las bases para las obras que se escriben a partir del siglo XVIII, y que alcanzan su punto álgido en el siglo XIX, en las tradiciones inglesa, francesa y rusa, sobre todo. Es entonces cuando se fija lo que se entenderá hasta no hace tanto como la novela canónica. Así, autores como Dickens (1812-1870) o Stevenson (1850-1894) en la tradición inglesa; Flaubert (1821-1880) o Hugo (1802-1885) en la francesa y Tolstói (1828-1910) o Dostoyevski (1821-1881) en la rusa serán los que marquen la pauta de lo que una novela debería ser y, cuanto más se aleje de ese modelo prefijado en la segunda mitad del siglo XIX, más problemas tendremos para acoger una obra bajo dicho paradigma. Los personajes de la tradición realista están fuertemente relacionados con la vida que les ha tocado vivir y suelen ser complejos, muy bien definidos y estereotipados. Ahí tenemos personajes como David Copperfield, Jean Valjean o Anna Karenina, perfectos pilares maestros que aguantan todo el peso de la narración y apelan de forma directa a la empatía del lector, destilando en última instancia, a través de una exploración de la realidad, algún conocimiento moral. Según Antoine Compagnon (1950), las novelas son un medio para ello y nos enseñan lo que está bien y lo que está mal; lo mismo que piensa Carlo Ginzburg (1939), quien ve en las novelas artefactos que aumentan y entrenan la «ima-

ginación moral» de los lectores, permitiéndonos evaluar comportamientos ajenos ante ciertas situaciones y compararlos con los nuestros. A pesar de que hayamos cambiado la forma de narrar las historias, las viejas y nuevas novelas tienen en común la misma característica: son ficciones, aunque utilicen materiales o datos reales para crear la verosimilitud, donde el lector no se siente engañado al suspender su incredulidad durante el proceso de lectura. Sin embargo, sí que podemos detectar una diferencia evidente entre la novela decimonónica y la de finales del siglo XX y principios del XXI. Si antes la novela fracasaba cuando el lector intuía al autor, esto es, lo veía entre líneas —ejemplo claro es El gatopardo de Giuseppe Tomasi di Lampedusa (1896-1957), donde el autor comete errores de principiante al utilizar mal el recurso de la prolepsis para explicar qué pasará en ciertos escenarios de la obra varias décadas después de la acción que está ocurriendo y que no afecta al desarrollo de la trama—, ahora es todo lo contrario: no es tan importante qué se cuenta como quién lo cuenta a la vista de todos —así se explica el auge de la autoficción y del ensayo—, ahí reside el valor de la obra. Se ha pasado de utilizar los alter ego en la segunda mitad del siglo XX —desde Truffaut (1932-1984) en el cine con su actor fetiche Jean Pierre Léaud haciendo de Antoine Doinel, al Chinaski de Bukowski (1920-1994), pasando por el Zuckerman de Philip Roth (1933-2018), el Emilio Renzi de Piglia (1941-2017) o el Arturo Bandini de John Fante (1909-1983)— a utilizarse el propio autor, en todo lo que llevamos de siglo XXI, como protagonista inequívoco para desarrollar su historia. Este cambio en la forma de narrar tiene su origen en La verdad sobre el caso Savolta (1975) de Eduardo Mendoza (1943), considerada por muchos como la

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Ginés S. Cutillas. La novela híbrida en España

primera novela de la transición democrática en España y precursora de los cambios acaecidos en su sociedad. Escrita en Estados Unidos, fuera del influjo vanguardista de Benet (1927-1993) o los hermanos Goytisolo —Juan (1931-2017) y Luis (1935)—, plantea un nuevo paradigma de narratividad al incluir, en una historia policiaca, fragmentos de textos judiciales o periodísticos. Sirve de relevo al boom latinoamericano y da paso a autores como Francisco Umbral (1932-2007), Manuel Vázquez Montalbán (1939-2003), Luis Mateo Díez (1942), Luis Landero (1948), Juan José Millás (1946), Soledad Puértolas (1947), Bernardo Atxaga (1951), Arturo Pérez Reverte (1951) o Antonio Muñoz Molina (1956), quienes vuelven a contar las historias de una forma realista, pero desde un punto de vista posmoderno, utilizando la parodia, en muchas ocasiones, para desdibujar el pasado al que se hace referencia y explicar en el mismo texto el proceso de creación, la famosa «novela en marcha» que acabará germinando en Vila-Matas, Cercas, Marías o Isaac Rosa al amparo del pacto ambiguo de lectura. Son muchos los autores nacidos entre los cuarenta y setenta que reivindican ese cambio necesario en la forma de narrar las historias; por ejemplo, Ricky Moody (1961), célebre por su novela La tormenta de hielo (1994), que afirma: «Resulta extraño decirlo, pero la novela realista necesita una patada en el culo. El género, con sus epifanías, su acción creciente, sus movimientos predecibles, su humanismo convencional, puede entretenernos todavía y conmovernos en ocasiones, pero para mí resulta política y filosóficamente dudoso y a menudo aburrido». Aquí, la nueva forma de relatar las novelas pronto arraiga en los ochenta en una sociedad que necesita distraerse de una época de cambios e incertidumbres. Los lectores quieren evadirse de la realidad, lo que provoca un extraño resurgir de la novela negra, considerada hasta entonces un subgénero, abanderada principalmente por Vázquez Montalbán, que gana el Planeta en 1979 con Los mares del sur, y respaldado, apenas cinco años más tarde, en 1984, por González Ledesma con Crónica sentimental en rojo, que eleva en pocos años el género a un nivel intelectual no conocido hasta entonces y que sirve para retratar una realidad social. Coincide que esa forma de narrar trasciende a los periódicos y publicaciones semanales como Cambio 16, Interviú o Diario 16, cuyos reportajes en profundidad dan paso

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a las nonfiction novel —novela testimonio o novela no ficción—, tan arraigadas ya en el panorama norteamericano y que tuvieron su germen en A sangre fría (1966), de Capote, y continuidad con el nuevo periodismo, ya en los setenta, de la mano de Thomas Wolfe, sin olvidar que el género lo inaugura un latinoamericano, el argentino Rodolfo Walsh (1927-1977), con su Operación Masacre (1957). En España, en esos años de transición, se publica El crimen de Cuenca (1979) de Lola Salvador Maldonado (1938), que aún tiene reverberaciones en obras como El dolor de los demás (2018) de Miguel Ángel Hernández (1977). La no ficción comienza a hibridarse con crónicas, reportajes novelados, informes y ensayos en un intento de reinterpretar el realismo y retratar una época convulsa contada en primera persona desde un punto de vista posmoderno. La literatura simbiótica está en marcha. El marco teórico está fijado, y en él aparecen las primeras novelas no convencionales desde finales de los ochenta hasta los dos mil, como por ejemplo Beatus Ille (1986), de Muñoz Molina, Galíndez (1990), de Manuel Vázquez Montalbán (1939-2003), y, quizá la más evidente, Soldados de Salamina (2001), de Javier Cercas (1962) —que más tarde vendría refrendada en la forma de contar por Anatomía de un instante en 2009 y El impostor en 2014—. Las tres tienen en común que mezclan la ficción y la realidad, y sobre todo que están construidas sobre el pilar de una investigación con tintes políticos llevada a cabo por un escritor-narrador que se va recomponiendo a medida que realiza los descubrimientos: la primera, Beatus Ille, una tesis doctoral de Minaya, una joven estudiante, sobre el poeta republicano Jacinto Solana, condenado a muerte e indultado más tarde para acabar muriendo en un tiroteo a manos de la Guardia Civil; la segunda, Galíndez, narra el secuestro de Jesús Galíndez en Nueva York en 1956, representante del Gobierno vasco en el exilio, y la investigación por parte de otra estudiante, esta vez norteamericana, de los hechos; en la tercera, Soldados de Salamina, es el propio Cercas quien investiga por qué un soldado republicano le perdonó la vida al escritor y líder falangista Rafael Sánchez Mazas en la guerra civil española. En 1985 aparece también la novela Historia abreviada de la literatura portátil de Enrique Vila-Matas (1948), un falso ensayo ficcionado donde el autor intenta fijar los


parámetros de los shandy, una generación de escritores totalmente inventada por él. Y lo cierto es que no hacen más que seguir la estela marcada por la tradición europea de mezclar los géneros trazada por el angloalemán W. G. Sebald (19442001), el italogermánico Claudio Magris (1939), por no hablar de los franceses Perec (1936-1982) y Roussel (1877-1933), o, ya cruzando el Atlántico, mexicanos como Pitol (1933-2018) y argentinos como Piglia (19412017), Aira (1949) o Borges (1899-1986), que a su vez seguían a autores irlandeses como Joyce (1882-1941), Beckett (1906-1989) o Sterne (1713-1768). Con tales libros germinales, aparece en España una generación de escritores nacidos a finales de los sesenta y finales de los setenta que toman el relevo a la hibridación de géneros, esa que creció entre lo analógico y lo digital, pensando que eran mundos

estancos, para descubrir más tarde lo maravilloso de mezclarlos, y que se formó en universidades públicas, de orígenes más modestos de los que se les solían atribuir a los escritores anteriores, burgueses y dueños de su tiempo. Hablamos de los ya citados Vicente Luis Mora, Marta Rebón, Remedios Zafra, Agustín Fernández Mallo, Irene Vallejo, Sergio del Molino, Isaac Rosa, Jorge Carrión o Álex Chico, entre otros, y de algún que otro autor latinoamericano como, por ejemplo, Alejandro Zambra. Pero si de libros germinales del ensayo-ficción debemos hablar, esos son, sin duda, Soldados de Salamina y Anatomía de un instante de Javier Cercas, que desarrollaremos más tarde en el punto dedicado expresamente al ensayo-ficción. Solo adelantaremos que hay novelas cuyo origen es la ficción y se dirigen a lo real, como Soldados de Salamina, y otras que, al contrario, nacen en

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Ginés S. Cutillas. La novela híbrida en España

lo real y no tienen más remedio que transitar la ficción al no haber documentación publicada suficiente como para rellenar los vacíos ensayísticos que plantea. Es el caso de Anatomía de un instante, en la que se hibridan estrategias narrativas de los géneros no ficcionales y de la novela con base en el pacto ambiguo de lectura, donde las tramas ficcionales y no ficcionales se entremezclan para abonar el campo de la fabulación y la reinterpretación de hechos dados por verídicos. Abre así el camino a una nueva forma de narrar, que no género, símbolo de una época en la que la verdad adquiere más importancia que nunca frente a la manipulación de la misma y a la posverdad. Nos encontramos ante un nuevo paradigma de valorar una obra por la forma más que por el contenido. Para los románticos y los modernistas, el sentido del arte no era imitar la vida, sino transformarla. El posmodernismo no valora tanto la originalidad como que la obra sea fruto del reciclaje, la parodia o el versionado de otras obras. En cambio, según Eagleton, la originalidad tiene mucho peso: cuanto más rompa una obra con la tradición e inaugure algo verdaderamente nuevo, más probabilidades tendrá de conseguir una buena valoración, pues todo funciona de acuerdo a un sistema de convenciones basado en unas variables que han ido fluctuando a lo largo del tiempo, desde la profundidad del conocimiento hasta el atractivo universal, pasando por la verosimilitud, la unidad formal y, si forzamos un poco, hasta por las distintas lecturas que se vayan adquiriendo a largo del tiempo. Beckett vio mejor que nadie que los escritores realistas engendran obras discursivas al centrarse en hablar sobre las cosas, sobre un tema, mientras que «el arte auténtico es la cosa y no algo sobre las cosas: Finnegans Wake no es arte sobre algo, es el arte en sí». Sin embargo, Vila-Matas nos advierte: «El arte puro puede que sea como el azúcar puro, insufrible». No todo puede ser forma. Más que nunca, forma y contenido deberían ir de la mano. En 1936 Luis Bagaría entrevista a Lorca para El Sol: «A tu pregunta, grande y tierno Bagaría, tengo que decir que este concepto del arte por el arte es una cosa que sería cruel si no fuera, afortunadamente, cursi. Ningún hombre verdadero cree ya en esta zarandaja del arte puro, arte por el arte mismo. En este momento dramático del mundo, el artista debe llorar y

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reír con su pueblo. Hay que dejar el ramo de azucenas y meterse en el fango hasta la cintura para ayudar a los que buscan las azucenas. Particularmente, yo tengo una ansia verdadera por comunicarme con los demás. Por eso llamé a las puertas del teatro y al teatro consagro toda mi sensibilidad». En cuanto a lo que esta nueva forma de hibridación aprehende de la novela: la existencia de una trama ficcional, ya sea en primer o segundo plano, que vertebra la obra; el que no importe tanto la verdad que se exponga como la manera novelesca de exponer los hechos, una exploración de la realidad en la que se nos permite evaluar comportamientos y experiencias ajenas examinándonos nosotros mismos —la mencionada imaginación moral de Carlo Ginzburg—, y quizá lo más evidente y sin duda útil a la narración: introduce personajes reales o ficticios que a su vez realizan otros tantos actos reales o ficticios siempre al servicio del avance de la trama. Este artículo forma parte de El ensayo-ficción. Una nueva forma narrativa, próximamente en la editorial Sílex.


La reina de las aguas Texto y fotografías: Fernando Clemot Una de las leyendas más hermosas de Roma relata el nacimiento de una de las grandes traídas de agua a la ciudad. En ella se cuenta que, en aquella búsqueda de una fuente o un surgiente cercano a la urbe, los hombres de Agripa1 recibieron la ayuda de una virgen, una joven que les señaló el nacimiento de un manantial de agua clarísima que manaba en Salone, a apenas veinte kilómetros de Roma. El resultado de aquel encuentro fue el Acqua Vergine (Aqua Virgo), el más importante y duradero de los acueductos romanos y que, quince siglos más tarde, abastecería a fuentes tan notables como las de la piazza Navona, Trevi o la Barcaccia2 de plaza de España. No se puede entender Roma sin su relación eterna con el agua. Nació la ciudad de un río y sus leyendas fundacionales están unidas a él también, a las marismas que rodeaban el Palatino y el Capitolino; y desde ese momento el agua se convirtió en una parte sustancial de su carácter. Decía Percy Shelley que el viaje a Roma está justificado solo por sus fuentes y no era aquella afirmación un rapto de romanticismo o una exagera1. Parte de la gran riqueza que acumuló Marco Vipsanio Agripa, yerno y mejor amigo de Augusto, tuvo que ver con el control sobre los acueductos, fuentes y cánones sobre el agua que ostentó durante varias décadas. También inauguró los primeros servicios termales que se crearon con el agua del nuevo acueducto Aqua Virgo en junio del 19 a.C. 2. A este punto de la plaza de España el agua del Acqua Vergine llegaba ya con muy poca presión, y eso tiene mucho que ver con la forma de esta fuente diseñada por Bernini, algo rebajada, que destaca más por su forma de nave inundada que por la violencia, escasa, de sus chorros.

ción. La Barcaccia, el Mosè, el Aqua Paula, el Tritone, Trevi, el Babuino, piazza Colonna, el Nettuno, el Moro y le Quatro Fiume en la plaza Navona; además de las que se erigieron frente al Panteón, la escalinata del Capitolino, San Pedro o Santa Maria in Trastevere. Durante siglos, buena parte de la vida de la ciudad se desarrolló entorno a ellas. Centenares de fuentes —si las contáramos todas, incluidas sus características y sencillas nasoni, narices, que adornan cada cruce de calles, llegarían a las dos mil— dejan en la ciudad un hálito propio; resulta imposible comprender Roma sin sus fuentes, se ha creado una mística sobre ellas, y llegas a la conclusión de que la ciudad no solo está hecha de mármol y travertino, sino que también está erigida sobre el agua. Regina aquarum, la reina de las aguas, fue el nombre con el que bautizaron a la ciudad en el periodo clásico, pero hasta ese primer momento Roma había tenido una relación más compleja con ella. Tras su fundación, y durante los primeros siglos, la población romana simplemente extraía el agua para su consumo, sus industrias o la limpieza de sus calles de su cauce más cercano: el Tíber, pero pronto comprobaron que aquello no era suficiente. La propia ciudad envenenaba el curso del río —también las primeras cloacas y alcantarillas diseñadas durante el gobierno de los reyes etruscos en el Foro y el Capitolino, y más tarde desde el Aventino y el Campo de Marte, vertían su contenido en el río— y eran frecuentes las epidemias de cólera y paludismo3. 3. Durante muchos siglos la ciudad arrastró siempre un déficit poblacional crónico: moría más gente que la que nacía debido al hacinamiento y las malas condiciones higiénicas de muchos de sus barrios. Este déficit solo se compensaba con la continua llegada de población de las zonas rurales y solo se equilibraría, finalmente, ya en el Edad Moderna.

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La ciudad necesitaba una traída de agua que brotara de más lejos, en un lugar más propicio que el río. Así, ya durante la república romana, en el 312 a. C., —bajo el mandato del cónsul Appio Claudio Cecio, de quien tomará su nombre— se inicia la obra del que sería el primer gran acueducto4 de Roma: el Aqua Appia. Esta primera gran canalización de agua hacia la ciudad, antiquísima, ya cumplía con los preceptos que casi tres siglos después resumiría Vitrubio en su De Architectura y que se seguirían fielmente en todos los acueductos en Roma o en cualquier rincón de sus provincias: la fuente o surgiente debía tener un agua limpia y de gran pureza, y el cauce no podía estar sujeto a la estacionalidad; la totalidad del acueducto debía estar cubierto para evitar que el agua se contaminara con la lluvia, el sol o cualquier fenómeno externo; los canales subterráneos debían labrarse en roca virgen y, en caso de que no hubiera ésta, debían cubrirse las paredes con mortero; era necesario evitar una pendiente muy pronunciada5 de la obra para que la propia corriente no dañara las paredes del acueducto; era conveniente el uso de decantadores en los últimos tramos de la obra, las llamadas piscinae limarias; en las canalizaciones urbanas era mejor utilizar tubos de cerámica o madera, ya que el plomo6 podía causar enfermedades. Este primer acueducto, el Aqua Appia, tenía apenas quince kilómetros de longitud, pero en el siguiente, el Aqua Vetus, construido en el 272 a. C., ya se extraía agua de las fuentes del Aniene, a más de sesenta kilómetros de Roma. También en estas primeras traídas de agua a 4. La definición de acueducto no coincide con la que generalmente tenemos de una construcción externa con sus arcos y puentes. El acueducto no comprende solo ese tipo de recursos vistosos pero excepcionales, sino también todas las obras que conllevan una traída de agua desde un manantial o fuente. En su mayoría estas traídas se hacían bajo tierra, en amplios canales, ya que el noventa por ciento de sus recorridos estaban hechos en roca excavada. 5. La pendiente ideal que permitía un buen flujo del agua y evitaba que dañara los canales estaba estimada entre los diez y cincuenta centímetros por kilómetro, una pendiente mínima que hacía los trabajos de traída y diseño de los canales una obra de ingeniería complejísima. 6. Ya se conocían en esta época las enfermedades que podía producir el plomo —saturnismo—, pero también se sabía que si el agua no llegaba a superar los veinte grados y durante el trayecto no se oxigenaba se evitaban estos problemas.

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la ciudad empezó a cumplirse una ley no escrita que señalaba que el final del acueducto debía estar rematado por una fuente urbana monumental. Los restos de una de las más importantes, el Trofeo de Mario7, pueden contemplarse todavía en el centro de la plaza Vittorio Emanuele, ignorados por casi todos. Durante los siglos siguientes Roma llegó a tener hasta once acueductos —el Aqua Marcia, el más largo con más de noventa kilómetros; el Aqua Tepula, el Aqua Augusta, el Aqua Alsietana, el Aqua Iulia, el Aqua Claudia, el Anio Novus, el Aqua Traiana, hasta el último, el Aqua Alexandrina, que se construyó en época imperial, ya en el 226 d. C.— debido a que muchos emperadores consideraban la creación de un nuevo acueducto como la prueba más clara de la bondad del gobernante y de la abundancia de recursos del Estado. Siete de los once acueductos confluían en la ciudad en las cercanías de Porta Maggiore y desembocaban en el mencionado Trofeo de Mario. Todas estas construcciones tuvieron una vida útil que osciló entre los dos y los seis siglos8, pero solo una de ellas, el Aqua Virgo, sobrevivió al tiempo, incluso al fin del Imperio. El curso de este acueducto solo se vio interrumpido tras el saqueo de los godos de Vitigo, en el 537, aunque fue restaurado doscientos años después, en el siglo VIII, antes que cualquier otro, y posteriormente sometido a mejoras y arreglos en los siglos XIII y XV. Durante toda la Edad Media fue el único de los acueductos que permaneció activo y palió en parte la carestía de agua de calidad que la Roma medieval sufría de forma endémica. Ya en el Renacimiento —al calor de un nuevo vigor en la ciudad— el papa Sixto, tras trece siglos sin hacerlo, emprende la construcción de una nueva traída de agua: el Acqua Felice, en 1587, reutilizando así el manantial del Aqua Alexandrina. Y con aquella obra comenzó a renacer en Roma una nueva época de gloria y exaltación del agua. 7. El Trofeo de Mario era una fuente monumental erigida en tiempos de Alejandro Severo, hacia el 225 d. C., y fue la más grande de la ciudad durante muchos siglos. Las estatuas, frisos y el recubrimiento de mármol que la adornaban fueron utilizados para otras construcciones de diferentes épocas, quedando únicamente en nuestros días una enorme mole de ladrillo y tiburtino. 8. Pocos sobrevivieron a los tres saqueos que sufrió la ciudad en el siglo V d.C por pueblos godos —en los años 410, 455 y 472— que dañaron buena parte de ellos de forma irreversible.


Fontana dei cavalli marini.

*** Me gustaría conocer el misterio de la relación de Emma con las fuentes. Esta cercanía surgió de una forma innata, ya que la estableció en cuanto empezó a caminar, con doce o trece meses. Por entonces solíamos visitar cada fin de semana el jardín de El Capricho, el más hermoso de Madrid, pues no solo es parque, sino que también es un laberinto que contiene en su seno infinidad de laberintos. Allí solíamos hacer siempre el mismo recorrido: desde la entrada subíamos la cuesta hacia la Casa de la Vieja y el Casino de Baile y, desde allí, siguiendo el canal, llegábamos hasta el lago. En mitad de este estanque hay una pequeña isla, con un monumento al fundador de la dinastía, el primer duque de Osuna9. A los pies del monolito del duque brota una cascada y frente a ella 9. Pedro Téllez de Girón fue diplomático y embajador de España en Portugal —donde colaboró en la anexión del país y su imperio al reino de España— y en la Santa Sede. Murió en Madrid en 1590.

podíamos estar largo tiempo mientras observábamos la corriente que se estrellaba contra la lámina de agua; llamando a los patos y cisnes desde nuestro mirador, especulábamos sobre lo que nos querían decir con sus gestos, sus sonidos o sus miradas. Pero el embrujo estaba siempre en el agua, en aquel romper, en la espuma que hervía un momento en el rompiente para después deshacerse. Luego caminábamos hasta las praderas que rodean el Fortín y, de allí, hasta el Abejero. Frente a sus puertas mirábamos la Venus de la Alameda y luego coronábamos la estatua de Baco en el Templete. Sin embargo, todo aquello era ya solo una espera antes de llegar al centro de la visita: las fuentes de la parte inferior, más cerca del palacio de los duques de Osuna. La primera fuente en la que nos deteníamos era la de las Ranas10. Nos limitábamos a observarla, ya que hay una reja que impide tocar la lámina de agua. Aquella contemplación era la liturgia que precedía al encuentro con la otra fuente, la nuestra, la del Collar de Perlas, o más bien la suya, la que quedaba entre los parterres de ciclámenes y siemprevivas. La fuente del Collar de Perlas11 era más pequeña, con algo de herrumbre en los bordes, pero allí Emma podía desarrollar todos sus juegos. Solía traer hojas y palos a la pileta. Luego observaba cómo flotaban y se enredaban las hojas y batía el agua con una ramita o trataba de mandar las hojas al fondo. Metía las manos en el agua helada de la fuente y se manchaba toda la ropa con el barro y el verdín que anidaba en los bordes de la taza inferior. Yo contemplaba aquellos juegos en silencio, sentado en un banco, junto a la firmeza del parterre. Era una hermosa fuente. El nombre de Collar de Perlas se debe a la forma en que el agua rebosa en la taza superior y cae hasta la inferior. Gota a gota, a veces un rosario de ellas se precipitaba de golpe, como en un rapto o un impulso que tuviera el agua. Todos aquellos reguerones creaban una sensación muy estética 10. La fuente de las Ranas o de los Delfines es uno de los primeros elementos del parque. Su instalación finalizó en 1786 y es obra de Miguel Gutiérrez, mientras que las ranas de bronce son obra del escultor Domingo Urquiza. 11. Solo luego, después de un año jugando con Emma allí, supe que se llamaba la fuente Octogonal o del Collar de Perlas. La fuente estaba en los patios interiores del palacio y fue trasladada a su actual emplazamiento por los siguientes propietarios del parque, la familia Bauer, a principios del siglo XX.

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sobre el fondo albino del alabastro. Un pequeño mundo de hielo ante nuestros ojos. Miraba caer aquella agua, perla a perla, y la miraba a ella; abría los brazos y me sentaba más profundo en el banco, y deseaba que aquel momento se alargara, despacio, gota a gota, hasta siempre, hasta la eternidad. *** El Acqua Felice, el primer acueducto romano de la época moderna, se acabó en el año 1586, y entraba en Roma por la Puerta Tiburtina, o de San Lorenzo, muy cerca de la casa donde nos hospedábamos, en uno de los condominios de la via dei Ramni. Con el tiempo descubrí que el arco que vimos el primer día al llegar Jordi y yo, con tanto alivio, era parte de aquel acueducto y no un añadido de la muralla Aureliana con la que converge en ese punto. Siguiendo las consignas de las traídas de agua de la época imperial, y especialmente de Vitrubio, el acueducto, tras repartirse en varias fuentes públicas en el Quirinale y el Viminale, debía concluir en una fuente monumental. Debía ser evidente y aparatosa. Se planeó una fuente a la altura de aquella magna obra y esta no fue otra que la fuente del Moisés, erigida en 1587, que se convirtió en una de las obras más discutidas del Barroco romano. El encargado de erigir aquella fuente colosal fue uno de los grandes fontanieri de la época: Giovanni Fontana. El menor de los Fontana no tenía el reconocimiento de su hermano Domenico12 o de su contemporáneo Giacomo della Porta, pero había trabajado ya en obras notables como la restauración del acueducto Trajano o el nuevo palacio de Letrán. Entre los tres arquitectos mencionados erigieron a finales del siglo XVI una gran cantidad de fuentes públicas monumentales —no menos de cuarenta en Roma, de las que más de la mitad son obra de Della Porta, el gran fontanieri del XVI—, si bien la obra del Moisés, la culminación del

12. Domenico Fontana (1543-1607) es uno de los grandes arquitectos del Renacimiento romano. Además de su trabajo en numerosas fuentes, suyas son también obras como el pórtico de la Scala Santa, el palacio de Letrán (diseñado junto a su hermano), el patio del Belvedere en el Vaticano, además de ser el encargado de traer y diseñar las bases de cuatro de los grandes obeliscos de la ciudad: el Obelisco Vaticano, el de la plaza del Popolo, el obelisco de Letrán y el de Santa Maria Maggiore.

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Acqua Felice, debía ser la más importante de todas las construidas hasta entonces por el Papado. Todo era propicio en aquella obra: un buen arquitecto, un emplazamiento excelente en la cima del Viminale y el fondo económico casi ilimitado del papa Pío VI, que se gastó en aquel monumento cerca de trescientos mil escudos. El marco general de la fuente, con tres arcos cerrados de columnas jónicas y un tamaño más que notable, auguraba también una fuente que marcaría el inicio de una época. El problema de aquella obra sería solo uno: la estatua central que preside el monumento, el Moisés. Fontana se había basado para el diseño en el Moisés de Miguel Ángel que hay expuesto en San Pietro in Vincoli, pero el resultado quedó muy lejos del modelo original. La estatua de Giovanni Fontana era tosca, gruesa y desproporcionada, y el rostro del profeta recordaba más bien a un demonio o a un Fontana dei quattri fiume.


sátiro que al patriarca del pueblo de Israel. Pronto se le bautizó como el «Moisés ridículo» o «el Moisés gordo» y fue una de las obras más parodiadas por la plebe durante el renacimiento romano. Dice también la leyenda que el disgusto por el resultado de la fuente y las burlas condujeron a Giovanni Fontana a la depresión y al suicidio, aunque no parece que fuera así, ya que sobrevivió casi treinta años a su desdichado Moisés y desarrolló una carrera —mucho más discreta— lejos de Roma. Pese a la polémica experiencia de la fuente del Moisés, las obras públicas y fuentes sufragadas por las arcas papales no se detuvieron ahí, y la aparición de dos grandes nombres ya en el siglo XVII —Bernini y Borromini, pero especialmente Bernini— contribuirán a crear en Roma gigantescos escenarios monumentales donde el agua tendrá un papel central. La primera de esas grandes empresas, construida a principios de siglo, en 1614, fue un nuevo acueducto, el Acqua Paola. Esta nueva traída aprovechaba el trazado del antiguo Aqua Traiani y llevaba agua de calidad a los barrios del Borgo y el Trastévere, con graves problemas de abastecimiento desde hacía siglos. El diseño de la fuente en el Gianícolo, esta vez sin sorpresas y tan monumental como la fuente del Moisés, fue encomendado a Carlo Maderno y la culminaría Carlo Fontana, descendiente de los primeros Fontana, ya a finales del siglo XVII. Pero antes estuvo Bernini. Él no solo será el virtuoso escultor de obras como Apolo y Dafne, el Éxtasis de Santa Teresa o El rapto de Proserpina, sino que será el gran conductor del urbanismo de la ciudad en un momento clave para la configuración del imaginario de la Roma contemporánea. Además de sus intervenciones en el Coliseo, el teatro de Marcelo, San Pedro del Vaticano, el Panteón o el palacio Barberini, a él le debemos el grupo de fuentes más monumental de la ciudad: las de la plaza Navona. Con ese juego que establece entre las distintas piedras —travertino y mármol de Carrara especialmente— y las dos fuentes principales que erige —la del Moro y los Cuatro Ríos— convierte a la plaza Navona en el gran escenario del barroco romano. Este sería el decorado principal, también el más sublime, pero aparecen muchos otros en diferentes puntos de la ciudad; siempre alrededor de alguna fuente prodigiosa, del agua, que se reafirma en esos años como el elemento central de la imagen pública de Roma. En la fuente del Tritón, frente al palacio Barberini; en las escalinatas del Capitolino, en la plaza del Panteón, en Letrán, en el Pópolo, junto al Corso, en piazza Colonna;

en el Vaticano, en el Foro Boario y en la plaza de España con su célebre Barcaccia. Agua que ruge y tiembla, que se levanta y se vaporiza, que susurra en cada plaza, por todas partes, mientras la vida entera de la ciudad se despliega alrededor de ella. En la Roma barroca se combinarán la dureza de los postulados de la Contrarreforma con la sensualidad de formas y costumbres que se impone en la arquitectura y hasta en la vida diaria de la capital de la Cristiandad. Se crea en Roma un nuevo gran escenario, teatral, excesivo y fascinante. En los años siguientes, monumentos como la Fontana de Trevi, —finalizada en el año 1762 por Nicola Salvi después de treinta años de obras—; nuevas fuentes en Villa Borghese, en la plaza de la República, y nuevos acueductos como el Acqua Pia o el más reciente Peschiera-Capore sellarán una alianza eterna de Roma con el agua y las fuentes. *** No quiero decir que Emma no mostrara interés por otros lugares en nuestra estancia en Roma. No fue así. Le gustaba mucho el Panteón y en las fotografías que le enseñábamos señalaba una y otra vez su enorme óculo. También le gustaba el techo plano y dorado de Santa María Maggiore y lo contemplaba con curiosidad. Fue durante el segundo mes de estancia cuando le regalé una pequeña guía, de las muchas que teníamos, y allí buscaba una y otra vez el Foro, que solo contempló una vez desde el mirador del Capitolino, aunque le prometimos que pronto lo visitaríamos con ella. Todavía hoy, cuando quiero entretenerla, le enseño la guía y le muestro de nuevo las fotos, y ella las señala con ilusión, como hace con las de los caballos o las playas, y le ratifico la idea de que volveremos allí, a esos escenarios que todavía parece anhelar. Ojalá pueda quedar en ella algo de la emoción de estos lugares. Es algo que espero, aunque no tengo ninguna certeza de ello por mucho que me guste pensar que sí, que en algún momento podremos compartir también la memoria de este tiempo. Quizá más adelante, siempre me imagino con ella viéndolos de nuevo, reviviendo todo lo que compartimos. A Emma le gustaron muchos lugares; tengo casi la certeza de que los recuerda y que no es una locura más de padre cincuentón y primerizo. También mostró su pasión por los perros de los vecinos que se reunían entre los viejos columpios de la plaza del 19 de julio de 1943, en San Lorenzo. Le gustaban los seres vivos y de piedra, plástico o madera que ella

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prefiguraba como vivos, pero solo con el agua, con las fuentes, especialmente con los nasoni13, tuvo una unión tan continua y apasionada. Por las mañanas era Eva la que se quedaba con nuestra hija mientras yo estaba en el Cervantes y tenían otras liturgias. Por las tardes, llegaba mi momento con Emma y el agua era el elemento central, sinequanon, de todos nuestros juegos y paseos. Solíamos salir cuando Emma se despertaba de la siesta y se despejaba. Casi nunca antes de las cinco y media, momento en que bajaba algo el calor y se podía salir a la calle. El recorrido de nuestros paseos vespertinos solo tenía dos variantes: o bien íbamos a Santa María Maggiore y acabábamos en el parque infantil de Vittorio Emmanuele, o nos quedábamos en el barrio y seguíamos el que acabé bautizando como «el camino de las fuentes». Este último recorrido es el que más veces realizamos, no menos de tres o cuatro veces por semana. El camino de las fuentes era un ritual estricto e inamovible. Yo me sentía bien con aquella rutina y Emma también parecía disfutarla, ya que se centraba en los lugares próximos a nuestro piso que más le gustaban. La primera parada, al bajar por la via dei Rammni hacia Verano y las universidades, era un nasone situado frente a un bar con estanco, el bar Leonardi, en la esquina con Marruccini. Yo procuraba evitar aquel nasone ya que solía estar sucio, lleno de plásticos y papeles y, aunque a Emma no solía importarle, trataba de que jugara allí el menor tiempo posible. Mientras Emma iba y venía con sus palos o jugaba a cerrar el caño y a que saliera el agua por el orificio superior del metal, yo me fijaba en la terraza, que a partir de la primera semana de septiembre siempre estaba llena de estudiantes. Me recordaban a mis primeros años en la universidad, en la terraza del Estudiantil de plaza Universidad. Aquellos chicos parecían más tranquilos de lo que solíamos ser nosotros en aquellos años. La na13. Los primeros nasoni de la ciudad fueron instalados por el primer Gobierno municipal tras la Unificación, hacia 1874, y se dispusieron en todo el casco antiguo de la ciudad. Aquella primera tanda de nasoni, los más antiguos, suman unos trescientos puntos de agua que, con la ampliación de la ciudad y sus arrabales, llegaron hasta los dos mil quinientos actuales. Los nasoni son unos cilindros de fundición de una altura de un metro diez y unos noventa kilos de peso. La mayoría llevan impresos el escudo de la ciudad y, algunos, también el relieve de un dragón.

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Fontana del tritone.

turaleza italiana es más ruidosa que la nuestra, pero en las escuelas y universidades, todo ese bullicio se diría que se apaga en parte; se carga de un halo de trascendencia que los transforma en unos seres más apagados, más suaves y sensuales, más sofisticados de lo que fuimos nosotros entonces. Cuando convencía a Emma de que debíamos irnos —con cualquier arte o engaño inocente—, seguíamos bajando Rammni hacia la gran parada de nuestro recorrido: el nasone que hay frente a la entrada del cementerio de Verano. Aquel era siempre el momento más feliz del camino de las fuentes. El nasone de Verano solía estar mucho más limpio que el resto; con un cubo debajo del chorro que utilizaban los tres puestos de flores que hay en la entrada del cementerio. En aquel lugar podíamos estar jugando hasta el anochecer. Emma redoblaba allí sus pasatiempos y yo le ayudaba a traer ramas y plantas que dejaba flotar en el cubo de plástico y luego se perdían por el desagüe. Era un trasiego sin fin. Algunos viandantes se detenían de tanto en tanto para beber agua de allí; nos apartábamos y hasta entablábamos alguna breve conversación. Muchos alababan la belleza de la niña y la saludaban o esbozaban un gesto de simpatía. Todos me insistían en que la mejor agua


Fernando Clemot. La reina de las aguas

de Roma es la que mana de sus nasoni. Estaban orgullosos del agua de su ciudad, hablaban de ella como de algo querido y cercano. Un elemento de su cultura. Nunca he visto un respeto igual hacia el agua como el que tiene un romano. En la fuente de Verano pasé con Emma buena parte de mis tardes. Allí nos solía oscurecer y, en más de una ocasión, nos alcanzó una tormenta. Cuando cesaba el embrujo inicial del agua, Emma buscaba otras distracciones. La principal de todas ellas era subir y bajar las escaleras de la columna de San Lorenzo14. Lo hacía de forma incansable; al principio me pedía ayuda, pero luego siempre trataba de hacerlo sola, cada vez más deprisa. Durante ese momento del juego yo solo estaba pendiente de que no se tropezara y tenía tiempo de recordar cómo había empezado todo aquello, la mañana del día en que Emma nació, cuando Eva y yo fuimos a dar un paseo por Alcalá para aliviar la espera. Fue una bonita mañana. Visitamos ese vago remedo que es la Casa de Cervantes; entramos en una exposición en una iglesia, paseamos por la calle Mayor y la calle de la Imagen, donde está la casa natal de Azaña, y donde siempre pensé que el nombre de la calle encerraba un arcano. De regreso, ya en casa, Eva rompió aguas mientras yo hacía la comida. Pensé que era una falsa alarma, pero me equivocaba: nunca se está preparado del todo para ese momento. Cogimos el coche y recuerdo cómo quemaba el sol en el salpicadero en los semáforos de la Avenida de América. Era diez de agosto y estábamos a cuarenta grados. Cuando salí del hospital, muchas horas después, llovía con rabia y corría un viento muy frío por Cea Bermúdez y la plaza del Cristo Rey. Mientras contemplaba a Emma subir y bajar la escalera de la columna de San Lorenzo, pensaba que las aritméticas van a ser siempre difíciles con ella. Ella tiene dos y yo cincuenta y dos. El día en que nació yo tenía cincuenta años y dos meses. La gran pregunta es hasta dónde podré ver qué será de ella. Si todo va bien podré ver su adolescencia, su juventud y, probablemente, su primera edad adulta. A partir de ahí todo se vuelve borroso y es posible que no sea tan terrible o importante lo que ocurra. Pero esa primera parte sí que me gustaría verla, comprobar que hemos hecho bien nuestro

trabajo o regodearme un poco en mis errores. Quizá no vea nada de todo eso y quizá la inmortalidad está simplemente aquí, en ver a Emma subir y recorrer la columna y verla jugar con el agua, en este momento eterno y dichoso. Ella será mi eternidad, mi más allá y mi paraíso, como yo soy ahora el de mis padres muertos. Mi inmortalidad está delante de mí; lo sé, sube y baja, protesta cuando trato de ayudarla en un escalón, animula vagula blandula, mi almita tierna y fugitiva corretea frente a mí. Porque algo mío se resguarda en este ser extraño, tan cercano y ajeno a la vez, el ser vivo más parecido a mí y que ha de ser mi testimonio y el reflejo de algo, todavía no sé del qué, o si este qué siquiera existe. Sus hijos, si los tiene, sabrán de mí, pero ya no me conocerán. Verán fotos y escucharán hablar de mí a su madre como yo escuché hablar de mis abuelos a mi padre y mi madre. Tal vez seamos solo eso: un eco que se va apagando poco a poco, de voz en voz, como las ondas de una piedra en el agua. Pasa un tranvía y luego otro: uno viejo y achacoso, el otro nuevo, van en direcciones opuestas. Todo estos pensamientos se desvanecen lentos y sosegados tras ellos, siguen su estela en el calor del trole y luego se elevan, se evapora el recuerdo de aquel día de nubes y de sol, de juegos frente a la glotona y siempre fresca fuente de Verano. Fontana di Trevi.

14. Fue erigida en 1865 frente a la basílica de San Lorenzo y el cementerio de Verano. Tiene veintiún metros de altura y la figura del santo, de unos tres metros, es obra de Francesco Galletti.

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El ambigú

Teoría del tacto

Fernanda García Lao Candaya: Barcelona, 2023 128 págs.

Lo imposible del lenguaje Por Laureano Debat Fernanda García Lao es una maestra en el manejo de las formas breves. Tanto Nación Vacuna como Sulfuro, sus dos novelas anteriores, están construidas con escenas muy cortas y quirúrgicas, sometidas a una estructura narrativa amplia y propia del género. Ahora vuelve con un libro de cuentos que recuperan texturas de estos dos libros: escenarios asfixiantes, voces en segunda persona que generan esa ambigüedad entre narradores externos e internos y ausencia de diálogos directos a partir de la eterna mediación de los narradores en estilo indirecto o indirecto libre, que casi siempre son los propios personajes y que alimentan una simbiosis trabajada con mucha precisión. La escritora argentina regresa con su habitual prosa magnética, imposible de soltar, llena de tantos matices: poética, conceptual, despojada, cínica. Desde el primer cuento que da título al libro anticipa de qué manera los personajes van a ver lo que ven: la vista se transforma en cálculo, en coordenadas de amor y de desastre, la vista como escudo e ilusión. También nos dice cómo van a escuchar las voces, los sonidos de la calle o los animales, cualquier estímulo sonoro como algo corpóreo que trata de interceder sobre los personajes y hacerlos actuar de una u otra manera, incluidas las voces de sus subconscientes. Y adelanta la concepción que tienen las palabras en todo el libro: algo cercano a lo maleable pero mucho más allá, porque ya no se trata solo de eso sino de algo crudo, ya no es cuestión de la forma sino del daño. Las palabras son cosas vivas y que pueden envenenarnos según como las probemos. Teoría del tacto es un libro sobre el lenguaje llevado al límite, sobre la literatura con capacidad ya no solo de hacernos pensar en las cosas como si las pensásemos por primera vez sino en matarnos, enamorarnos, hacernos reír como locos o provocarnos arcadas. Es un

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escalón más, varios más, los que García Lao consigue subir con su nueva obra. Ya no solo hablamos de generar belleza o incomodidad por separado, sino de buscar la belleza en esa incomodidad, de conseguir que nos sintamos incómodos en medio de la belleza. En torno a este proceso, el trasfondo conceptual es la imposibilidad del lenguaje, lo inasible de las palabras. Y su correlato: el miedo al lenguaje, a que nos mate y a que podamos matar con él. Y la tentación y el morbo que provoca jugar con ese miedo, enfrentarlo con valentía y temor al mismo tiempo. El lenguaje para intentar lo imposible, la búsqueda de las palabras para romper con la postergación de la escritura. Podría decirse que toda la obra de García Lao en un gesto contra la imposibilidad de la escritura, aceptándola y enfrentándola al mismo tiempo. Intentando tantas veces un nuevo fracaso que es, en realidad, un nuevo acierto. Cada libro de Fernanda, de su vasta obra. Escribir para ser suya. En todos los cuentos, el tacto físico y mental es repelente y repugnante, hiere y duele. Es tan violento cuando se abandona la virtualidad y se hace materia o cuando se macera en los pensamientos de los personajes. El tacto también es reescritura o la certificación de la imposibilidad del lenguaje, ratificado en un cuento lleno de tachaduras y que admite dos recorridos posibles de lectura. Y dentro de un libro que admite infinitos caminos y una sola certeza: quien llegue hasta el final de la lectura, no será la misma persona que cuando comenzó. No debe existir mejor regalo que este en literatura.


Todo tan fugaz

Ernesto Calabuig Tres Hermanas: Madrid, 2023 128 págs.

Las cosas de este mundo pasan Por Pepe Cervera Empezaré por el final, por ese último cuento, «Fugaz y meditativa», apenas cinco líneas para asomarse al fondo del abismo, mientras las cosas de este mundo pasan sin detenerse a esperarte, dejando un destello intenso en las páginas de este libro. Esa es la cuestión, no hay otra, el único tema, ese es el todo tan fugaz del que el autor nos habla. El tiempo, la rapidez con que transcurre, su brevedad. El escritor de estos cuentos ha conseguido depurar la musculatura hasta dejarlos en lo imprescindible, en lo que ya no funcionaría si se dijera de otra manera, en ofrecernos un mucho con muy poco. Es uno de los mejores atributos de este volumen: la potencia que el lector advierte en su contención, la capacidad para contar reprimiendo las palabras, la delicadeza de esa voz que nos susurra, la honestidad. El escritor de estos cuentos es un hombre con la edad de los comandantes y los tenientes-coroneles, un cincuentón que mira hacia el pasado para hablarnos de temporalidad y finitud sin dolor ni arrepentimiento, sin pensar que podría haber hecho las cosas de otra manera, que podría, a lo mejor, haberlas dejado de hacer. Sabe que las cosas fueron como fueron y se siente satisfecho de la experiencia vivida. El escritor de estos cuentos —un ser humano en el mundo, resolviendo lo mejor que puede su travesía por la vida—, quiere «saber hacia dónde va todo, por qué, o incluso por qué aún». La pregunta queda en el aire. No hay respuesta. Sí hay cierta nostalgia por lo que ha dejado atrás, cómo no, y hay una mirada llena de esperanza hacia el ancho horizonte que se abre a partir de ahora. No es su propósito arreglar cuentas, el rencor no es una de sus cualidades, más bien

al contrario, todo apunta hacia la gratitud y la celebración. Con pocos ingredientes, muy pocos, un puñado, «un viaje, un vendedor con aspecto de sabio del Mediterráneo, unas canciones, unos dulces…» —para qué más, si no son necesarios—, el escritor de estos cuentos se las apaña para contar el mundo. Le basta lo cotidiano, lo común, lo que está al alcance de nuestras manos, lo normal. El tiempo y el mundo se afianzan día a día y en ese día a día no tienen cabida las proezas. Tiene suficiente con los recuerdos —los propios y los que se inventa a partir de la memoria de un tercero— para construir, por ejemplo, un cuento delicioso como lo es «Memoria de una isla»; no requiere más que un encuentro casual con una agradable vecina en una zona de veraneo para asomarse a una de las calas de Cadaqués y observar la soledad del ser humano en «Carrer de Guergal», o el aviso del fallecimiento de su padre en «Espiritista» para reflexionar sobre la imposibilidad de una reconciliación, lo inútil que resulta a estas alturas colocar cada pieza en el lugar que le corresponde, en ese puzle que ya nunca estará completo. Las veintidós historias que recopila este Todo tan fugaz han sido talladas por el escritor de estos cuentos a la manera de los diamantes. El brillo y el fuego, el destello claroscuro de una época que ya no es posible recuperar, están aquí, en cada una de estas páginas, pura fibra, sólidas, hermosas, muy hermosas. «¡Las rosas serían malas hierbas, y bastante desagradables, si sus flores jamás se marchitaran y murieran: la belleza reside en la conciencia de la fugacidad!». Esto lo ha escrito Abraham Verghese pero lo mismo podría haberlo hecho el escritor de estos cuentos. Ernesto Calabuig lo sabe, sabe que a veces nos es dado contar la hermosura —ese complejo arrebato, ese misterio—, que podemos intentar describirla, cierto, acercarnos antes de que se desvanezca, esforzarnos con palabras para que alguien nos crea cuando afirmamos que la hemos tenido ahí mismo, tan cerca que casi hemos llegado a tocarla; Ernesto Calabuig sabe que en la fugacidad, en la conciencia de la fugacidad, reside la belleza.

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El ambigú

Álex de la Iglesia

Antonio Santamarina y Jesús Angulo Cátedra: Madrid, 2024 450 págs.

Esperpento, crónica, divertimento Por José Abad En la década de 1990, el cine español conoció un importante recambio generacional con la entrada en escena de un número no pequeño de jóvenes promesas. Por desgracia, dada la precariedad perpetua de nuestra industria y la desafección del público español hacia el cine patrio, los desahucios están a la orden del día y, pese a la buena acogida que recibieron sus primeros largometrajes, buena parte de aquellos cineastas ha acabado teniendo una carrera renqueante, cuando no menesterosa. La lista es tristemente larga: recuérdense los casos de Juanma Bajo Ulloa, Mariano Barroso o Julio Medem, directores de relumbrón antaño, arrumbados hogaño a los arrabales de la cartelera. Otros han aguantado en la brecha, contra viento y marea, con mejor o peor fortuna. Aquí podríamos citar a Icíar Bollaín, Alejandro Amenábar, Daniel Calparsoro o Álex de la Iglesia. A este último, Antonio Santamarina y Jesús Angulo han dedicado una muy sustanciosa monografía en la colección «Signo e Imagen / Cineastas». Su interés por el bilbaíno viene de lejos. Ambos autores habían unido sus fuerzas ya para sacar adelante Álex de la Iglesia. La pasión de rodar (2012), publicado por la Filmoteca Vasca. Desde su debut con Acción mutante hasta la serie 30 monedas, su más reciente realización, Álex de la Iglesia ha mostrado una enorme capacidad de trabajo, una no menos grande capacidad de riesgo y una imprescindible capacidad de sobreponerse a los tropiezos y, hoy por hoy, puede presumir de una filmografía con una veintena de títulos en su haber, muy irregular, pero atractiva y personal. ¿Qué lo diferencia de sus compañeros de generación? De todos ellos, De la Iglesia es quien ha tenido más presente la tradición nacional a la hora de cimentar su universo narrativo. En sus películas hay un permanente recurso al esperpento —esa distorsión caricaturesca, esa hipérbole cuasi terrorista— que en

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sus mejores títulos —El día de la bestia, Muertos de risa, La comunidad, Crimen ferpecto, La brujas de Zugarramurdi— ofrece un retrato descarnado, despiadado de nuestro país: la España educada por la televisión basura que presume de no abrir nunca un libro, la España del patio de vecinos y los grandes almacenes, la España del yugo y las flechas, la reaccionaria y supersticiosa, la España que encuentras acodada a la barra del bar viendo el partido de fútbol, esa España. El repaso a la carrera de De la Iglesia permite hacer una panorámica sobre treinta años de la historia reciente. El cine es una fortísima caja de resonancia del tiempo presente, pero es que además a él le gusta aliñar sus historias con temas candentes del momento. Un ejemplo: en Acción mutante (1992), además de mezclar ciencia ficción y comedia costumbrista en la batidora, como señalan Santamarina y Angulo, hay una crítica «a los medios de comunicación y, en especial, a la televisión y a los noticiarios […], a la estética posmoderna de los ochenta y el culto al cuerpo». Otro ejemplo: la denuncia de la especulación inmobiliaria que infló la tristemente famosa «burbuja» que reventaría con la crisis económica del 2008 ya estaba en La comunidad (2000) y 800 balas (2002). En sus últimos trabajos, ha ofrecido un (manido) relato de terror en torno al turismo de masas (Veneciafrenia, 2021), y una (notable) comedia romántica inspirada por las nuevas tecnologías (El cuarto pasajero, 2022). Esa voluntad de levantar acta recorre una película tan personal como exasperante, Balada triste de trompeta (2010), un popurrí donde caben Berlanga y Hitchcock, el Greco y los Chiripitifláuticos. Otro punto caracteriza la obra Álex de la Iglesia: el deseo de divertir. No siempre lo consigue, pero se le agradece.


Dios palpitando entre las tomateras. Un diálogo con la poética salvaje de Marosa di Giorgio Emilia Conejo Godall Edicions: Sant Esteve Ses Rovires, 2023 240 págs.

Escuchar las palabras salvajes Por Pilar Martín Gila Para decir algo de este libro de Emilia Conejo se puede empezar por destacar una condición fundamental con la que está escrito: me refiero a la implicación de la autora. Hay aquí un compromiso con el texto que lleva a percibir una forma de diálogo tan verdadero que, en ocasiones, se tiene la impresión de estar escuchando a la autora no tanto hablar de Marosa di Giorgio como de hacer memoria de su propia vida con la de la poeta. Así, Emilia Conejo no solo compromete su punto de vista, sus conocimientos e interpretación, sino que pone en juego experiencias propias afectadas por la fuerza poética e imaginativa de Di Giorgio. Y en este sentido de diálogo abierto fluye todo el libro, trazando relaciones con innumerables otros creadores, pensadores, visiones del arte en épocas que son presencia, en uno u otro aspecto, en la creación de Marosa, y toda una constelación de nombres contemporáneos que entran en la poderosa poesía y su apasionado mundo. El libro se abre con una serie de instantes biográficos de Marosa, pinceladas impresionistas que no responden a un orden cronológico, pero que dejan ver la huella del lugar de raíz, de la infancia, tan importante en su poética. Esos espacios primeros, originales, tendrán un gran peso a lo largo de su vida, e irán tomando formas y asientos diversos. Tal vez ese mundo original de Di Giorgio se puede ver en el sentido de Benjamin, para quien el origen no se ancla en la raíz, sino que se va haciendo en el pasar. Y en ese origen se encontrará tanto lo luminoso, lo sublime de su poética, como los lugares oscuros, lo siniestro, aun en sus variadas formas

de ser sentido. Ahí asomará su noción de lo infinito, una especie de espiritualidad de lo cotidiano, de amor entre pucheros, podríamos decir con Teresa de Ávila. Así, se habla aquí, por ejemplo, de su vínculo con las beguinas, aquellas mujeres medievales místicas, con su experiencia religiosa corporal, sensitiva, de lo que va más allá, de lo que tal vez podemos nombrar como el ser o como una forma de divinidad o, quizá, de lo que desborda los límites. Aparece el vuelo como manifestación por excelencia de la experiencia mística, de la espiritualidad, junto con el sueño. Es, en la creación de Marosa, una clase de unión entre la sensibilidad de misticismo y poesía la manera, como vería Novalis, de acceder a la verdad. Emilia Conejo recorre la poética afín a Di Giorgio entre el romanticismo y el surrealismo, como poesía que es visión y es inconsciente aflorando como en un batir de luz. La poesía es un hecho del lenguaje en el que cabe hablar de literalidad más que de desplazamientos; sería una percepción súbita del mundo, de la vida, que se vuelca tal cual, que no queda apenas metaforizada, sino que es como se ve, como aparece ante ella. En su escritura, Marosa construye un mundo dionisiaco, que Emilia Conejo aprehende de la visión de la vida que levanta el barroco y trasciende su época histórica. Un universo de lo excesivo, del disparate, que, en Di Giorgio, se da en una trama de intertextualidad. Una imaginación cuajada de paradojas y exageración, donde brota un fuerte erotismo no coincidente necesariamente con la sexualidad. También se ve como logro barroco esa representación del infinito que ya hemos mencionado, el desbordamiento de los límites, los márgenes, apuntar a un más allá siempre misterioso, sensibilidades que posteriormente son retomadas en el neobarroco por escritores como Lezama Lima. Y con lo dionisiaco tiene que ver esa mística salvaje, ese nivel de experiencia al que el espíritu humano se alza, lo primitivo salvaje, eso que no ha pasado por la cultura sino que es primero, inmediato. Ahí está lo que Romain Rolland expresa como el sentimiento oceánico, que, en nuestra poeta, aunque fuertemente ligada al cristianismo, remite a la experiencia religiosa en un sentido amplio: esa noción de lo eterno, de lo ilimitado, que podemos conocer como lo sagrado.

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El infierno de los malos escritores. Roberto Bolaño y la religión travestida de la (pos)modernidad Marcos Eymar Verbum: Madrid, 2023 180 págs.

De Gilgamesh a Ansky Por Mario Martín Gijón Justicia poética. Consagración post mortem. El tiempo pondrá las cosas en su sitio. Lo queramos o no, los escritores nos consolamos con esa idea, sin darnos cuenta de lo que esta tiene de fe contra las evidencias, lo que esta creencia tiene de religioso. En su relato «El poeta y la inmortalidad», recogido en Retorno de Jerjes, Albert Caraco ponía en escena a la Musa que se le aparece al poeta para alentarlo, afirmándole que aquellos cuya fama envidia perecerán y nadie se acordará de ellos, mientras que su nombre, aún ignorado, será inmortal. Menos evidente podría ser la incomodidad que, en el fondo, sienten algunos escritores hoy celebrados, sabedores de que el aplauso de las masas tiene algo de sospechoso, que los best-sellers, por citar a Julián Ríos, suelen ser bête-sellers, y que la mayoría de los escritores que hoy nos resultan imprescindibles, de Kafka o a Pessoa, apenas fueron conocidos en vida. Es la dialéctica que Roberto Bolaño escenificó, en su novela póstuma 2666, entre dos ficticios escritores soviéticos Ansky e Ivanov. Este último, famoso y que se ha aprovechado del genio del primero, vive en un miedo terrible, el miedo a ser malo y «habitar, para siempre jamás, en el infierno de los malos escritores». Esa cita sirve como pista de despegue para el último ensayo de Marcos Eymar (Madrid, 1979), en mi opinión uno de los narradores más interesantes de su edad, tanto en sus libros de relatos como en sus novelas, desde Hendaya a Caravana española, pasando por El último libro. Asentado en Francia desde hace dos décadas y con una formación comparatista, Eymar aborda en su ambicioso

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ensayo el camino por el cual la literatura, surgida para cantar a los dioses, fue convirtiéndose en un fin en sí misma y pudo, entre los siglos XIX y XX, ser para algunos escogidos un sustituto de la religión, y el hecho de encontrarnos hoy en una situación en la cual el amor a la literatura no puede cegarnos a su irrelevancia social. Este ensayo nos propone un viaje a través de las catábasis, es decir, descensos al infierno, más relevantes de la literatura universal, comenzando por el Poema de Gilgamesh y la Ilíada de Homero. En ambas, como señala Eymar, «la experiencia del más allá no conduce a la adquisición de la inmortalidad, sino a la aceptación de la finitud del ser humano». Junto a ellas, el mito de Orfeo vincula desde el principio la poesía con la experiencia liminal del más allá, y su destino trágico lo emparenta con el del héroe por antonomasia, Hércules, quien en las tragedias de Eurípides y Séneca es castigado con la demencia por su pecado de hybris al regresar victorioso del reino de los muertos. Especialmente brillantes son las páginas que se dedican a la Divina Comedia de Dante y los Sueños de Quevedo. En ambas se percibe la tensión que sintieron los autores entre «la vocación poética y la advocación cristiana». Con el Romanticismo se llega a la separación definitiva entre la ética y la estética: Byron escoge a Caín como un héroe y, pocas décadas después, Baudelaire situará en el mal la fuente de la belleza. Sin embargo, «los encantos del horror» del genio francés, aunque escandalizaran al público de su época, palidecen frente a la banalidad del mal industrializado por los nazis. Después de esa experiencia, el infierno podría ser el «oasis de horror en un desierto de aburrimiento» del que habla Bolaño. Frente a la «lógica tranquilizadora» de tantas ficciones sobre el nazismo, Bolaño nos hace ver cómo los totalitarismos terminaron con la última utopía, la que expresaba Ansky cuando creía, en su fervor vanguardista, que la Revolución terminaría aboliendo la muerte.


Sobre la vida, l’art i les obres de Johann Sebastian Bach Johann Nikolaus Forkel (Edición y traducción de Pere-Albert Balcells) Dinsic Publicacions Musicals: Barcelona, 2022 232 págs.

La piedra Roseta sobre Bach Por Albert Ferrer Flamarich La revisión y reedición de biografías de época posibilita una comprensión de la evolución historiográfica y la construcción de los discursos actuales, al tiempo que ofrece un espejo de la génesis de estos. Un ejemplo es el clásico Sobre la vida, l’art i les obres de Johann Sebastian Bach escrito por Johann Nikolaus Forkel y traducido por el musicólogo catalán Pere-Albert Balcells (Barcelona, 1957), que, recordémoslo, es un especialista mozartiano de nivel internacional. Balcells ofrece una traducción cuidadosa empleando un catalán riguroso, fluido y sin giros que denoten la raíz alemana del texto ni en la construcción sintáctica ni en el léxico. La presentación, además, ayuda a la lectura gracias a una edición manejable, de letra cómodamente legible, que se acompaña de la inserción de ejemplos musicales e ilustraciones, y que termina con un listado de las ediciones del libro de Forkel y las principales biografías de un compositor que, por cierto, tiene pocos episodios emocionantes, al menos desde la óptica tradicional y oficial. Por esta razón, y por su vertiente como historiador y profesor de música —lo que entenderíamos como un musicólogo desde la óptica actual—, Forkel expandió y profundizó el conocimiento sobre el compositor huyendo de la mera exposición de hechos vitales, que concentró en dos capítulos sobre los antecedentes familiares y el propio Bach. Forkel planteó una biografía musical dividida en capítulos interesantes como «Bach y el clavicémbalo», «Bach y el órgano» o «Bach compositor», en los que domina una voluntad de análisis no exenta de apreciaciones musicales subjetivas, pero

exponiendo con claridad como, en Bach, nada es banal y sus elementos musicales están determinados por un concentrado inagotable de ramificaciones semánticas y constructivas que parten de un esfuerzo de abstracción y síntesis, estableciendo una dialéctica que evita estancarse en el desarrollo de un único principio, bien sea tonal, rítmico, melódico armónico o textural. Por cierto, otro de los aciertos de Balcells ha sido añadir un subtítulo a cada capítulo, a manera de epígrafe, que aclara el contenido, puesto que el original solo se ordena a partir de la numeración correspondiente. La de Forkel es una disertación sobre el Bach compositor, conjugada moderadamente pero con contenido, y con ejemplos concretos que funcionan como ilustración de obras en su erudición como creador y del espíritu de descubridor que determinó gran parte de su orientación musical; distinguiéndolo de otros compositores precedentes y contemporáneos, tal y como enfatiza en diversas ocasiones. En consecuencia, se trata de un ejercicio de musicología impulsado, en parte, por un incipiente nacionalismo alemán, que se convirtió en el emblema fundacional para estudios y biografías posteriores que lo legitimaron: desde Spitta y Schweitzer a Wolff y Gardiner. Lo recuerda Balcells en la bien planteada introducción, donde calibra su dimensión histórica a partir de un vaciado de información en que pondera los puntos fuertes al tiempo que advierte sobre peligros, errores y la necesaria precaución ante esta aproximación escrita hace poco más de doscientos años. Previamente, el activo musicólogo Oriol Pérez Treviño (Manresa, 1972) firma un prólogo complementario y fresco y escrito sin hiperacademicismo ni pedantería en la exposición de las circunstancias de este libro. Por último, el apéndice incluye la necrológica que Carl Philipp Emanuel Bach y Johann Friedrich Agricola publicaron el 1754, y que fue una de las matrices del trabajo de Forkel, que Pere-Albert Balcells interrelaciona con la obra de este a partir de notas a pie de página. Las otras fuentes de las cuales se nutrió también pertenecen al segundo hijo de Bach: son dos cartas fechadas en 1774 y 1775 que cierran esta introducción a la figura y obra bachianas desde la perspectiva del paso del siglo XVIII al XIX. En resumen, se trata de todo un acierto por parte de Dínsic Publicacions Musicals. Bravo y gracias.

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Mañana me voy Víctor Colden Abada Editores 120 págs.

Una cura de Castilla Por Antonio Manilla Vaya por delante: Mañana me voy (Abada Editores, 2023) es sobre todo un libro cuya redacción ha ayudado al autor a hallar la mejor versión de sí mismo y en cuyas páginas el lector encontrara que no sólo se hace camino al andar, sino también al leer. Y hemos dicho al autor, en vez de al caminante, porque, además de ser la misma persona, somos muy conscientes de que quien toma carretera y manta es tanto un ciudadano agobiado de la urbe como un escritor escéptico, con cierta crisis existencial, pese a que le guardan las espaldas magníficos títulos como Gazeta de la melancolía (Canto y Cuento, 2020) o la novela Tu sonrisa sin temblar (Pre-Textos, 2022). Víctor Colden se sabe un «pasoherido» y un letraherido, alguien que encuentra en el andar y el escribir territorios de libertad. Así, armado de mochila y moleskine, se lanza a una marcha de seis días buscando «una cura de Castilla» por la magnética Soria, concretamente por el tramo norte del Sendero Ibérico Soriano a su paso por la comarca de la Sierra, las llamadas Tierras Altas. De Castilla nos dijo Vicente Risco que es la «patria del realismo». Nuestro viajero lo hace, atendiendo a los consejos del orensano, con los cinco sentidos atentos y «abiertos los poros del alma», en diálogo con quienes le antecedieron en empeños similares y pendiente de los estados de ánimo suyos y del paisaje. Plenamente consciente de que uno huye de sus circunstancias, pero su yo va siempre con él. Aunque, para ir en conversación consigo mismo, a Víctor Colden le bastan sus pensamientos, lo que encontrará en sus andares ese personaje inseguro, algo misántropo y andarín, con el zurrón cargado de lecturas, que, mientras avanza, observa y reflexiona a través de senderos apenas transitados, no siempre será liberación ni hermosura, sino la decepción del paisaje

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contaminado, explotado económicamente, convertido en fuerza de producción a su pesar en la figura de los bosques de repoblación y esos gigantes eólicos que hieren la enorme belleza del entorno. Pero no va solo en ese viaje interior en que al cabo se convierte todo viaje: porta el recuerdo de otros literatos que le precedieron, como Avelino Hernández y Abel Hernández, para hallar refugio contra el frío del mundo y hacer del suyo un recorrido con valor estético a partir del rastro de sus huellas. No se trata, desde luego, de un moderno andariego de Decathlon, sino de alguien que aspira a sumergirse en una tradición que acaso haya caído en desuso —al menos en su versión ajena a las excursiones de los fines de semana—, con la pretensión de «ser uno más en el camino» y evitar en la medida de lo posible que el tiempo termine por borrar la ruta. La disposición en breves entradas, con su ilación, pero también su relativa independencia, nos aproxima el libro a un moderno diario, permitiendo la degustación de su lectura incluso a bocados sueltos. Lo fragmentario se adelgaza en ocasiones incluso hasta lo aforístico, la prosa se mantiene siempre a la altura de la austeridad del paisaje, lo poético sobrevuela el texto con ligeras pinceladas líricas. En todo momento, es un placer dejarse llevar de la mano del autor por el «imán de Soria». Mañana me voy es el libro de un caminante que querría creer en la condición salvífica del camino, el de un escritor a veces descreído de la palabra, el de un hombre que preferiría albergar algo más de fe en la esperanza. El de alguien que, pese a todo, da un paso tras otro, enhebra pensamientos y palabras y lanza su mirada hacia delante. Quizá porque, como él mismo nos recuerda, ya lo dijo Abel Hernández: «Nada será ya lo que fue, pero donde hubo un árbol puede crecer otro». O, de otra manera, ahora en su propia voz: «Algo seguirá germinando, a pesar de que tal vez haya empezado a acabarme». Esta es la lección: no es tarde.


Wish I Was Here

M. John Harrison Serpent’s Tail: Reino Unido, 2023 220 págs.

«Todo se convierte en símbolo» Por José de María Romero Barea En ocasiones, las pérdidas son demasiado terribles para mirarlas a los ojos: apenas podemos valorarlas por las sombras que proyectan: «Una nota en un cuaderno adquiere un aire de desesperación. Propicia, al tiempo que refuta, cualquier acto de entrega». Es este un testimonio de la habilidad de su autor, el británico M. John Harrison (1945), para hacer que una existencia que aparentemente no vale la pena sea inteligible y profundamente plena. Gradual, la peripecia de las antimemorias contenidas en el volumen Wish I Was Here [Ojála estuviera yo aquí, mi traducción] (Serpent’s Tail, Reino Unido, 2023), resistente al enfoque premeditado: «Al final todo se convierte en símbolo, sin que haya necesidad de esforzarse en ello». El estado de ánimo recurrente del interlocutor es el resultado del hecho ineludible de sentirse excluido de los acontecimientos. Si hay esperanza en este documento demediado radica en el hecho de que, a pesar de todo, el alter ego del premio Otherwise (2002) decide seguir adelante, continuar con su cotidianeidad: «Me sentía como si algo se

interpusiera entre la realidad y yo. Algunas luces parecían una ventana, otras un espejo». Contra la aflicción, a contracorriente, emplea la ficción para alejarse, para escapar al interior de sí mismo. Condenado a avanzar, medita tan fría como apasionadamente sobre el significado de su bloqueo: «Quienes miran al mar sufren un dolor tan hondo como inarticulable. Pero tú siempre estás con nosotros. Y nosotros siempre estamos aquí». En el corazón del recuento del colaborador del Times, The Guardian o el Daily Telegraph, hallazgos unidos por pérdidas, esperanzas frente a los nacientes desasosiegos. Se abre paso la progresiva comprensión de que toda forma de control es una ilusión compartida; que nuestras vidas son una serie de accidentes basados en los caminos que no hemos tomado; que el consuelo, de existir, es necesariamente mudo: «Me niego a escribir acertijos que haya que decodificar para encontrar la respuesta correcta». Estratificada, la incómoda sensación de habitar del otro lado de las páginas de estos cuadernos, «nowtbooks» que, en lugar de centrarse en los acontecimientos que desencadenan la acción, privilegian los detalles anodinos, puesto que «lo último que uno necesita escuchar cuando tiene lugar un desastre es una historia de desastres que lo convierta en metáfora». Atiende el Tähtivaeltaja Award (2005) a las consecuencias de manejar el desconcierto, frente a una amortiguadora, omnipresente supervivencia. La escritura despliega todo un desafío logístico: ¿cómo comprimir algo tan prodigioso como la actualidad dentro de las estrecheces de un libro?: «Renuncio al sentimiento que se obtiene de la comprensión y el reconocimiento retrospectivos. No acepto una relación equilibrada con el pasado». En este retrato a base de fragmentos, el premio Arthur C. Clarke (2007) nos ofrece pistas de lo que nos espera si seguimos leyendo: la literatura y las preguntas que plantea, los sacrificios y sublimaciones que exige: «Escribir arruinará todos tus intentos de estar cuerdo si se lo permites […] Cualquier escritura que se precie supone una forma de mantenerse a distancia de ella». Lo que llega con el final de la pasión es la merma de uno mismo: es el dolor por esa pérdida lo que satura silenciosa pero progresivamente esta colección de sentencias del premio Philip K. Dick (2007).

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El ambigú

La vida en el aire

Alfonso Brezmes Renacimiento: Sevilla, 2023 88 págs.

Lo impreciso Por Jesús Cárdenas Con La vida en el aire, Alfonso Brezmes sigue recorriendo el sendero de la reflexión de la fragilidad y de la exploración de la misma poesía que comenzase en La noche tatuada, siguiera en Don de lenguas, Ultramor, Sed, Vicios ocultos y nos dejase con ganas de más en es tiempo. Su objetivo se ha apartado de todo lo indudable que parece ofrecer el mundo, centrándose ahora en la posibilidad, lo azaroso e incierto. El poeta madrileño parece ahora suspendido en el aire con un cable a tierra. Desde que ese instante es celebrado, los lectores se lo agradecemos creando poemas de prodigiosa y contundente belleza. Digamos que va un paso más: avanza en su introspección y saca su voz afuera. Así se nos revela el estar vivo. Compuesto como su predecesor, es tiempo, en tres capítulos cohesionados en perfecto equilibrio, el diseño de la estructura misma de La vida en el aire provoca que el lector levite y vaya en busca del origen del título. De hecho, tan placentera es la lectura lineal como la caprichosa o azarosa. Brezmes sabe captar la atención del lector desde el primero hasta el último poema. Es el misterio de la poesía que no sabemos descifrar, aunque podremos dar algunas pistas. En el primero, el más breve, «Don de la levedad», cuyo poema inaugural, que lleva por título «El que nombra», tras atender a los detalles que sugieren el exterior, todos tan precisos, manifiesta la paradoja del que escribe desde la levitación para que el resto pueda tener una barandilla: «Extraño oficio el del poeta, / amanecer siempre en el aire. / Habrá que ponerse a escribir / y apuntalar de nuevo el mundo, / antes de que todos despierten / y no tengan dónde agarrarse». Mediante un intercambio de composiciones depuradas Brezmes logra crear un himno existencial: «Celébralo: que estemos aquí ahora / es puro azar, lo raro fue saberlo / sin

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replicar humanos extravíos»; o a través del remate de «La música del mundo»: «Porque es la noche ajena y silenciosa, / pero el alba sí es nuestra, y es clamor». En el capítulo nuclear, «Mi voz ajena», afirma tomar palabras al azar (en «Ateología»), aunque el lector intuye un guiño, un juego, pues sabe que tras la sencillez se oculta una labor artesanal. Baste el ejemplo del soneto «Mi voz ajena». Al poeta le asalta su propia identidad cuando se ve escribiendo. Acompañado de la música de Chet Baker y David Bowie, escribe dos hermosas piezas: «Almost Black» y «Wild is the wind». Los versos de este último sugieren la baranda ante la incertidumbre. Son conmovedores: «¿Ves esa roca inmensa suspendida / en el aire como en un Magritte? / la he dibujado yo mientras dormías». Los poemas del último capítulo, «La vida en el aire», suben la intensidad metapoética. En «Poética» apenas traza su perfil casi transparente sobre un cable. De «La ciudad nueva» solo quedaba como sublevación «nuestra sonrisa» imborrable. La condición de ser «tan solo el poema» subsiste a pesar del silencio. La condición cambiante del que antes se miraba y no comprendía en «Los otros». Los materiales con los que se labra «El humo de los días», siempre buscando que nos sostengan. Y todo para llegar al poema clave, con el que acaso iniciar una nueva lectura, donde vemos el incondicional ajuste del amor. Amor hacia su hija Cecilia, a quien dedica el conjunto, correspondido también por la poesía, pues las palabras «alzaron en el aire» el cuerpo del poeta: «¿Por quién diría que es justo el amor / tan sólo porque es ciego?». Poemas estos de La vida en el aire que piden ser leídos en silencio para adentrarnos en la conciencia del poeta y deleitarnos más al detectar su personal uso de la lengua. La minuciosidad en que dispone las palabras en la estrofa suena vigorosamente a Brezmes.


Demasiado cristal para esta piedra

Rafael Soler Nueva York Poetry Press: Nueva York, 2022 180 págs.

Exquisito corolario Por José Antonio Olmedo López-Amor Rafael Soler (Valencia, 1947) es un creador furtivo, un contador anfibio que entre la lírica y la prosa escinde su corazón, su decir bicéfalo, y con la misma hondura, originalidad y pulcritud en ambos feudos, su razón se cuenta. La poética de Rafael Soler no regala nada a los lectores abúlicos, demanda un lector activo, comprometido con una escrilectura que le exige, y del que se espera no solo que sepa relacionar y puntuar con acierto y soltura unos versos aligerados de excedentes, sino que encuentre —sin engañarse en el intento— el hilo conductor de una voz poética genuina consolidada durante más de cuatro décadas. Seis poemarios conforman este exquisito corolario, un volumen antológico (en todas sus acepciones) compilado por Lucia Comba (compañera de viaje) que puede desconcertar a aquellos que no conocen a Rafael Soler como poeta, ya que su estilema aglutina diversas grietas por las que respira y, a su vez, permite que se filtren recursos enriquecedores. Son demasiados para citarlos; tampoco conviene prevenir en demasía al lector, pero a poco que caminemos entre sus páginas encontraremos hallazgos de lo más curiosos. Oralidad, neología, onomatopeyas, interjecciones, intertextualidad, etc., múltiples herramientas que avientan la lectura de

una escritura en desacato a la, pasada de sazón, sobrevalorada concordancia: «[…] la encontraste / sonrió / el mundo se hizo una bolita / de guapa / de reguapa su pelo sigrid de nordenlandia / que varvaridaz / estoi enamorado». Leer a Rafael Soler es siempre estimulante. Arriesga mucho más que la mayoría de poetas más jóvenes y me atrevería a decir, incluso, que es más actual, más original que muchos ruidosos seudovates o, mejor dicho, mudos matachines de escolanías. Los títulos de los poemas, además de ser precisos, son casi propedéuticos. Contienen el tono del poema, son la llave maestra para resolverlos y, además, son redondos, rotundos, memorables. Hay una vocación aforística en los encabezamientos que no pasa desapercibida: «Hay que ser lo que se es, o no ser nada»; «No se detiene la memoria». Y no son menos certeros y puntiagudos algunos versos: «[…] la verdad de un colibrí es suficiente». La existencia, en todas sus dimensiones, es la que propone argumentos, daciones votivas. La variedad temática es profusa, pero ajustada a esa vieja ilusión cotidiana que su aguda e inquieta mirada convierte en algo nuevo («la tristeza es un don malentendido») y no tiene reparos en hacerlo. Soler hace del cliché un lugar no común, pues una de sus especialidades es desactivar la subordinación del ámbito formulario para alfombrarlo de nuevo con paramentos no manidos: «dame los brazos / que tanto necesito para otros». Poemas de combinaciones polimétricas, epistémicos, que producen saberes, o quizás sinsaberes, no acerca de sí mismos, sino de nosotros. Nutrida lengua de policromada vida. No se puede negar en ella una ulterior (y agradecida) vocación de juego. Antonio Gamoneda, Raúl Zurita, Jaime Siles o Javier Lostalé, entre otros, refrendan con breves y acertados comentarios todo lo intuido en la lectura. Sus palabras componen una suerte de epílogo de afectos que da buena cuenta de la talla humana y de la trascendencia que no solo la poesía de Soler, sino su persona huellan como impronta a su paso. La palabra «solería», que en el ámbito de la construcción significa «conjunto de materiales que se emplean para solar o revestir con pavimento», se me antoja ideal para tildar una poética que construye un firme que soporta un firmamento. Solería, también, de estar solo. Cantar por solerías. Soler de tener costumbre o ser frecuente, pero sobre todo porque está relacionado con «dicho[s] de un ser vivo». Todo eso, y seguro que bastante más, es Rafael Soler en verso: el ser como es y, porque es, su tratado ontológico.

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El ambigú

Redención de Pandora

Juan Carlos Friebe Sonámbulos: Granada, 2023 306 págs.

Poesía total Por Juan Peregrina Martín En Redención de Pandora, el poeta granadino Juan Carlos Friebe (Granada, 1968) recoge tres libros de poesía: Poemas perplejos, Las briznas. Poemas para consuelo de Hugo van der Goes y Poemas a quemarropa. Querría destacar que cada obra de Friebe es un acontecimiento: la espera merece la pena, porque el poeta es de una delicadeza extrema al seleccionar lenguaje, elementos, herramientas métricas y retóricas, implicaciones culturales, imbricaciones entre sus libros, meditaciones personales, referencias interartísticas y cultura en general de temas como cultura y mitología griegas, música, escultura, pintura y, cómo no, literatura. Es decir, encontramos a un poeta total —como escribe Alejandro Pedregosa— preocupado por decir la verdad, mostrar la belleza y el horror, reflejar el pasmo que un brote causa o el destrozo de una violación. Para todo esto se necesita un lenguaje paticular —un idioma, como dice Rodrigo Fresán— en cada texto, en cada libro. La poesía de Friebe es compleja no por lo que dice sino por cómo lo dice, por lo que queda después de lo escrito y por lo que ya se ha dicho: Friebe maneja la métrica clásica, lo que permite tener al poeta una soltura y capacidad de decisión mayor que si no conociera ritmos, metros y cadencias; Friebe detenta una sabiduría sobre cultura clásica y música que le permite contarnos una historia dentro de otra historia, enmarcadas ambas en un sistema de referencias que enriquecerán el contexto global de la obra. Los silencios del poeta son inmensos, como inmenso es su trabajo al seleccionar, con una delicadeza extrema, lo escrito: sabe que quienes leemos merecemos lo mejor porque eso es lo que él ha recibido de sus lecturas clásicas, modernas y contemporáneas. El respeto por la palabra escrita es mayor

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que la vanidad que todo poeta mantiene más o menos oculta en su interior. Pandora se redime en unos poemas que de perplejos llegan a unas meditaciones líricas de hondura desgarradora. Pandora exhibe uno de los males y otro de sus bienes a través del pintor flamenco Hugo van der Goes, que insufla vida en detalles que aparentan ser nimios, como las briznas de hierba, de una vivacidad y verdor que se graban en nuestra mirada; y, cómo no, Pandora está presente —más su llanto— al contemplar las ruinas sobre las que reposan los millones de cadáveres, mujeres violadas, vidas de menores segadas que hemos sido capaces de ir coleccionando tras guerras, luchas y trágicos espectáculos lamentables como los Balcanes, nuestra Guerra Civil o la Segunda Guerra Mundial. La poesía interartística —musical, escultórica y pictórica, literaria— de Juan Carlos Friebe nos aporta una visión personal del mundo que trasciende la anécdota, por eso el poeta se siente capaz de compartir versos como los que siguen: «…Y sin embargo un día, / sucede, inesperado: un verso se hace carne, como una voz poema». La métrica y la retórica no tienen misterios para un poeta que conoce y ha leído nuestros clásicos, los griegos, los poetas modernos, la contemporaneidad: hay que conocer lo anterior para, desde el momento en que vivimos, querer formar parte de lo que viene. Por eso, entre otras cosas, Friebe reestructura poemas de corte clásico, como el soneto, y nos ofrece otra cosa, diferente pero de música conocida; de ahí su uso de los dobles sustantivos, concediendo el peso a uno que actúa como receptor de la cualidad del otro y construyendo algo novedoso, como nueva es su forma de contarnos guerras, belleza y meditación. La edición de Sonámbulos es un abrazo a la poesía en general y a la de Friebe en particular, porque, además, se acompaña de comentarios que nos facilitarán la tarea, y notas propias y ajenas que cerrarán el círculo hermoso e importante que supone este libro.


Beatless

Satoshi Hase (Traducción de Alèxia Miravet) Norma Editorial: Barcelona, 2023 852 págs.

Humanos y humanoides Por Eduardo Suárez Fernández-Miranda «La ciencia ficción tal como la entendía H. G. Wells no era un ejercicio de la pura imaginación sino una proyección fantástica de lo que los grandes descubrimientos científicos permitían avizorar como una realidad futura.» Estas palabras de Mario Vargas Llosa son una síntesis de lo que ha significado un género literario surgido a mediados del siglo XIX de manos de intrépidos pioneros. Todo país que se precie debería propugnar la ciencia ficción como un elemento detonante de los avances científicos. En aquellas épocas en las que esta literatura se vio marginada o prohibida, hubo como consecuencia un significativo retroceso en el desarrollo de la tecnología. Dentro del ámbito de la ciencia ficción, Norma Editorial ha publicado Beatless, del escritor japonés Satoshi Hase (Osaka, 1974). Editada en dos volúmenes, su origen está en la serie que publicó el autor en la revista Newtype. Como libro, fue publicada originalmente en los años 2012 y 2018 por Kadokawa Shōten, una de las más prestigiosas editoriales japonesas. La novela, cuyo título en español se podría traduir como «Sin latidos», nos acerca a un futuro no muy lejano donde los robots humanoides denominados EIH (Elementos de Interfaz Humana) son de uso habitual en el ámbito doméstico y profesional. Su aspecto humano y la nube de gestión de su comportamiento les permiten realizar cualquier tipo de tarea de forma similar a como lo haría una persona. Beatless narra la historia de Endo Arato, un estudiante de secundaria que vive solo con su hermana pequeña debido al trabajo de su padre, un profesor e investigador en robótica e IA. Una noche, de regreso a casa después de hacer la compra junto con la EHI de su vecino, Arato se ve sorprendido por una extraña lluvia

de pétalos que hace perder el control de su acompañante y de los vehículos autónomos que hay a su alrededor. Cuando está a punto de morir al ser atacado de forma imprevista, aparece Lacia, una joven y bella EIH que lo salva y que cambiará su vida por completo, mostrándole unas capacidades que no dejarán de sorprenderle. A medida que avanza la trama, irán entrando en escena las hermanas de Lacia, conocidas como EIH clase Lacia: Kouka, Snowdrop, Saturnus y Metode. Por fin han sido liberadas y no pertenecen a ningún dueño, aunque en ocasiones las utilizan para sus propios fines. Arato se siente confuso en la relación que se establece con estas entidades. Su aspecto humano y el hecho de que hayan evolucionado «hasta un punto que los hace casi indistinguibles de nosotros» le harán preguntarse cuál será el futuro de la humanidad, y cuál es el futuro que él mismo desea junto con Lacia. Su confianza en ella se resume en la frase de la portada del anime: «I trust in your smile. I won’t care whether you are souless or not». Satoshi Hase ha desarrollado en Beatless una compleja historia entorno a Arato y Lacia, sus compañeros de clase, las otras EIH clase Lacia, su hermana pequeña y otros varios personajes, humanos y EIH. Su inteligente mirada dota a los acontecimientos de gran realismo y verosimilitud. Resultan sorprendentes las situaciones creadas en torno a la robótica y la Inteligencia Artificial. Norma editorial tiene un catálogo de gran interés, en el que se pueden encontrar los mejores cómics europeos, americanos y japoneses (manga). En el año 2022 fue galardonada con el Premio Nacional a la Mejor Labor Editorial Cultural por su «influencia cultural y social notable y prolongada en el tiempo que ha impactado de manera positiva en toda la cadena de valor del libro». Además, el jurado destacó su «importante trayectoria y presencia internacional, en especial en Latinoamérica».

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¡¿Pero qué dice?!

¿Le pongo una dedicatoria o sólo quiere que le firme?

¡Ya lo sé! ¡Si es para hacerle un favor: una dedicatoria mía será muy valiosa en el futuro!...

¡¿Está usted loco?! ¡Yo soy el autor!

... ¡Seré el famoso autor de “La letra suicida”, la última gran novela aún por escribir!

¡SEGURIDAD!

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¡CRETINO! ¡Estás ciego! ¡¿No ere s capaz de reconocer el verdadero talento?!


Recomendaciones de Quimera Entre Cúbit

Vicente Luis Mora Galaxia Gutenberg, 2024

El autor cordobés nos vuelve a sorprender con el tema elegido para esta novela. Enfoca la atención sobre el papel de los minerales en la tierra, obviando lo que hasta ahora es más habitual en la ficción: lo humano, lo animal, lo vegetal y, últimamente, lo artificial. Cúbit sigue la estela de hibridación que surca toda la obra de Vicente Luis Mora y vuelve a sobrevolar varios géneros literarios sin que haya ninguno predominante. Una obra que varía cada vez que es leída para demostrar al lector que un nuevo tipo de novela es posible.

Amor ciego

Wilkie Collins Traducción de Pedro Horrach Salas Montesinos, 2024

Montesinos recupera esta novela inacabada de Wilkie Collins que concluyó felizmente, bajo sus instrucciones, sir Walter Besant. La joven dama Iris Henley se enamora perdidamente del díscolo y bárbaro Lord Harry, un irlandés que ha deshonrado repetidamente a su noble familia escapando de casa y uniéndose a villanos y malhechores, y que acabará arrastrándola por el camino de la degradación. Con una trama intensa que atrapa al lector desde la primera página, el gran Collins traza una conmovedora y terrible historia de pasión y moral victoriana en la que el amor incondicional resulta un motor fatal que destruye la felicidad y la concordia.

Christine Brooke-Rose Traducción de J. Casri Piel de Zapa, 2024

Piel de Zapa recupera esta breve obra maestra de la literatura inglesa de Christine Brooke-Rose, una de las escritoras más originales y audaces de la segunda mitad del siglo XX. A través de la técnica del flujo de conciencia (o monólogo interior), en la línea que inauguraran Joyce, Faulkner o Virginia Woolf, la protagonista, traductora simultánea, indaga en su pasado y su presente mientras viaja en avión de congreso a congreso. Una exploración personal sobre el papel de la feminidad, el altruismo institucional y la función del lenguaje, que se despliega a través de un torbellino verbal que mezcla tiempos y lenguas.

El estado de la unión

Nick Hornby Traducción de Jaime Zulaika Anagrama, 2023

Esta novela sucede en una antesala, en un pub en el que dos personajes dialogan antes de entrar a una terapia de pareja. Ese es el escenario y el punto de partida. Desde ese lugar se despliega el Hornby que ya conocemos como un maestro de la audacia y la agilidad narrativa: ácido, irónico, lleno de frescura, caricaturesco y conmovedor al mismo tiempo. Hornby vuelve a tomarle el pulso a nuestra realidad más cotidiana y la eleva a un ejercicio de destreza literaria en el que quedan descubiertas nuestras pequeñas manías, esos ínfimos dramas que nos amenazan y divierten día a día.

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Recomendaciones

Un réquiem europeo Javier Sáez de Ibarra Páginas de espuma, 2024

Sorprendente y magistral libro de relatos del Javier Sáez de Ibarra que, con la estructura musical de un Réquiem, propone un paralelismo entre las conductas humanas: rencor, mezquindad, violencia —pero también amor y esperanza—, con los errores políticos (en economía, emigración, religión, etc.) de una Europa que agoniza. Con un estilo soberbio, a veces profundamente lírico, humorístico otras, los relatos de Sáez de Ibarra (algunos, como «La gota», «Cuento sobre el destino» o «Los tesoros», sobresalientes por su lenguaje y su técnica) no dejarán a ningún lector indiferente.

Ibiza. La isla perdida de Walter Benjamin Cecilia Orueta Eolas, 2023

Este magnífico libro de Cecilia Orueta consigue trasladarnos hasta Ibiza para que seamos capaces no solo de ver, sino de escuchar un paisaje y a Walter Benjamin, la voz extranjera que lo habita. Adentrarnos en sus páginas es introducirnos en una intimidad remota y próxima, como los excelentes interiores de casas en los que oímos, incluso, el silencio. Esta obra es una puerta de entrada a un museo. Es una inmersión que roza el prodigio. Es una experiencia y un refugio. Este libro, en fin, es una delicia, como la excelente labor editorial de Eolas, a la que felicitamos desde Quimera.

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Herida fecunda

Sandra Lorenzano Páginas de Espuma, 2024

Una historia sobre la Historia. El relato colectivo acaba conformando el individual para dejarnos marcas en la piel. Los ausentes siguen estando presentes y nos acompañan en nuestro día a día, sus ecos aún reverberan en nuestro presente. El último Premio Málaga de Ensayo nos habla del exilio de su autora desde la dictadura de Argentina a México para retratar la realidad de otros tanto migrantes que no tuvieron más remedio que hacer lo mismo. Aprovecha para estudiar otros movimientos migratorios que actualmente se producen alrededor de todo el mundo.

Contra la actualidad Albert Lladó Galaxia Gutemberg, 2024

Como reza el subtítulo de este volumen: «treinta preguntas ante la robotización del presente», Albert Lladó plantea en él treinta miniensayos que surgen de la reflexión sobre el mundo actual a partir de la lectura de un libro. A través de la filosofía, el teatro, la escritura o el arte, la lúcida mirada de Lladó sobre el periodismo, la política, la espectacularización del juego y el deporte, la inteligencia artificial, la soledad, el suicido, etc., desvela algunas de las claves del mundo posmoderno, tecnificado y burocratizado, y arroja luz sobre posibles soluciones para no perder la capacidad de asombro y de deseo.




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