Quimera Revista de Literatura | Número 465 | Septiembre 2022

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ColaborAN en este número:

José Abad, Jordi Amat, Raúl Brasca, Guillermo Carnero, Bel Carrasco, Graciela Chaar, Verónica Durán, Lorena Esmorís, Xènia Fuentes Lozano, José María García Linares, Jean Christophe García-Baquero Lavezzi, Alberto García-Teresa, Javier Helgueta Manso, Jeosm, Jr. Korpa, Carmen María López López, Sarah Martín, Massimiliano Minocri, Daniel Mordzinski, Leandro Pérez, César Rodríguez de Sepúlveda, José de María Romero Barea, Guillermo Sánchez Ungidos, Kathy Serrano, Ana María Shua, Eduardo Suárez Fernández-Miranda, David Torrella Hoyos, Álvaro Valverde, Carl Van Vechten Fotografía de portada y Dossier:

Jr. Korpa (Unsplash) Editor:

Miguel Riera

QUIMERA. REVISTA DE LITERATURA – Septiembre 2022

Ya fuera desde una perspectiva culturalista o desde una mirada pop y contracultural, Nueve novísimos poetas españoles fue una antología que cambió la mirada sobre la poesía española del último tercio del siglo XX. La preocupación por el lenguaje, la absoluta libertad formal, la inserción del collage o de las referencias al cine o a los mass media fueron sus signos de identidad. Su relevancia fue grande y por ello desde Quimera hemos querido publicar, a modo de dossier, un artículo de uno de sus integrantes más jóvenes, Guillermo Carnero, que relata a través de sus recuerdos y de cartas (con corresponsales como Rosa Chacel o Vicente Aleixandre) la estrecha relación que mantuvo con otros dos de sus miembros: Pere Gimferrer y Ana María Moix. Un relato revelador sobre una época y unos personajes fascinantes. JORDI GOL - JEFE DE REDACCIÓN Y CODIRECTOR DE QUIMERA

Fernando Clemot, Álex Chico, Ginés S. Cutillas y Jordi Gol DirectorES:

JEFE DE REDACCIÓN:

Jordi Gol

Diseño: Xavier Balaguer Maquetación y cubierta: Jordi Gol Corrección: Cinta Moreso Web y redes sociales: Eva Díaz Riobello ISSN: 0211-3325 DL:

B 38779 /1980

Ediciones de Intervención Cultural S. L. C/Juan de la Cierva, 6. 08339 - Vilassar de Dalt (BCN) 937 550 832 www.revistaquimera.com redacciondequimera@gmail.com publicidad@revistaquimera.com pedidos@edic.es Edita:

Imprime:

Gráficas Gómez Boj

Derechos reservados. Prohibida la reproducción total o parcial de este número, sea por medios mecánicos, químicos, fotomecánicos o electrónicos, sin la autorización del editor.

El salón de los espejos

El ambigú

Entrevista a Raúl Brasca – 4

Carmen María López López:

Entrevista a Jordi Amat – 10

Qué hacer con estos pedazos, de Piedad Bonnett – 52

Entrevista a Leandro Pérez – 14

El cielo raso Correspondencias

José María García Linares: Yo, Tituba, la bruja negra de Salem, de Maryse Condé – 55

Barcelona de los novísimos:

Jean Christophe García-Baquero Lavezzi:

fábula y mito de Ana María Moix – 18

Aniquilación, de Michel Houellebecq – 56

La vida breve

Emerge, memoria (conversaciones con W. G. Sebald),

Xènia Fuentes Lozano.

de Lynne Sharon Schwartz (ed.) – 57

Todos los muertos que me construyen

Alberto García-Teresa:

(pasajes de un álbum fotográfico) – 30

A qué afuera, de Ramón Campos Barreda – 58

Los pescadores de perlas

Soliloquio soterrado, de Izaskun Gracia Quintana – 59

Microrrelatos inéditos de Kathy Serrano – 37

César Rodríguez de Sepúlveda:

colaboradores aceptan que sus aportaciones

Poemas inéditos de Álvaro Valverde – 39

les no solicitados ni mantiene corresponden-

Einstein on the Beach

cia sobre los mismos. La revista no comparte

José de María Romero Barea.

necesariamente las opiniones firmadas por sus colaboradores. Esta revista ha recibido una ayuda a la edición del Ministerio de Educación, Cultura y Deporte.

Quédate más tiempo, de David Viñas Piquer – 54

El síndrome de Peter Pan en la

El castillo de Barba Azul

digital. La redacción no devuelve los origina-

Guillermo Sánchez Ungidos:

Guillermo Carnero.

Quimera no retribuye las colaboraciones. Los aparezcan tanto en soporte impreso como en

José Abad: El castillo de Barbazul, de Javier Cercas – 53

José de María Romero Barea:

Lorena Esmorís y Sarah Martín:

Es tiempo, de Alfonso Brezmes – 60 Javier Helgueta Manso: El sol de los ciegos, de Alfredo Pérez Alencart – 61 José María García Linares: Entrevista a Albert Einstein, de Tirso Priscilo Vallecillos – 62

Vicente Núñez, orfebre de la palabra – 42

Verónica Durán:

David Torrella Hoyos.

Desde la hierba, de Dafne Benjumea – 63

Larva como provocación

Eduardo Suárez Fernández-Miranda:

de la historia literaria española – 45

El regreso del Caballero Oscuro, de Frank Miller – 64

Sergio Silva. Faulkner vs. Hemingway: enemigos íntimos – 49

Recomendaciones – 97 3


E l s a l ón d e l o s e s p e j o s

Entrevista a Raúl Brasca Texto: Ana María Shua Fotografías: Graciela Chaar ©

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Editorial Milenio ha publicado la Obra reunida del escritor argentino Raúl Brasca y Quimera me pide que lo entreviste. No es la primera vez que vengo a la casa de Brasca, cálida y hospitalaria como su dueño. Mientras toco el timbre, trato de recordar la época en que no sabía nada de su casa ni de su sonrisa siempre amable, incluso cuando despliega su inteligente ironía. Porque lo conocí de la mejor manera en que se puede conocer a un escritor: leyéndolo. Primero fue Maniático Textual, esa revista literaria de los noventa que él editaba con irreverencia y calidad literaria. Después, por consejo de buenos lectores, leí Las aguas madres, un gran libro de cuentos. Antes de la publicación de su primer libro de microficciones, Todo tiempo pasado fue peor, ya había leído muchos de sus textos y admiraba su trabajo como autor y también como crítico y difusor de este género al que amamos. Los cuentos de Últimos juegos y las microficciones de Las gemas del falsario vinieron a confirmar que Brasca es un escritor de raza… y a darnos placer y alegría a sus lectores. En su famoso texto «Inmovilidad, dramatismo y belleza» y en «Perplejidad» (microficción que se puede leer al final de la entrevista), Brasca capta el horror de una muerte inconclusa y la belleza de la eternidad: esa percepción se expande al resto de su obra. «Un instante de perplejidad universal» es la frase que resuena en toda su escritura. Como el cazador, el león y la cierva mirándose en el bosque, desconcertados, todos sus microrrelatos captan ese instante mínimo, justo antes del disparo. Brasca vislumbra un orden en el caos y el caos en el orden, un matiz de sentido en la fugacidad, y la fugacidad en el sentido. Sus microrrelatos son capaces, contra toda lógica, de captar al caballo inmóvil en su actitud de carrera, el pájaro congelado en pleno vuelo, la lluvia detenida en el aire. Y la plasticidad de su lenguaje... Solo él se puede permitir tomar alguna vez los tópicos del género y renovarlos a fuerza de amor por las palabras y espesor literario. Todo está ajustadísimo. Todo tiene música y filo. Por eso el efecto no depende del juego de ingenio: la textura semántica y sonora les da vida. Y más allá de la superficie significante,

Brasca profundiza en la reflexión y se permite hondura filosófica sin dejar de ser cien por ciento narrativo. Su fauna es siempre sorprendente: un pez resuelto al suicidio, una mariposa enamorada del fuego, lechuzas de noche que son palomas de día… Pero además están los saltos de tiempo y espacio. El mundo al revés. El solipsismo de rutas imaginadas, de espacios que se abren proyectados por la mente y el deseo. El borde entre la realidad y la fantasía o la apariencia es aquí finísimo, ambiguo, brillante, por momentos inexistente. Hay todo tipo de procesos: traslados, transformaciones, reemplazos, desapariciones, duplicaciones, como en una física cuántica del microrrelato. Otra constante que me fascina es la relación paradójica, inestable y mutable entre materia y forma. En un abrir y cerrar de ojos, el mundo cambia, se disloca, se multiplica. Se trata de una manera de pensar la realidad y la imaginación, es un sistema profundo y orgánico que recorre toda la obra, que tiene raíces y por eso se permite crecer por encima de la ocurrencia. Entonces Graciela, su maravillosa mujer, me abre la puerta. Me espera mi querido y admirado amigo Brasca. Con un café y una copita de licor, comenzamos la entrevista. ¿Qué significa para vos la publicación de tu Obra reunida en España? Para mí, España es una especie de segunda patria. Por alguna razón misteriosa, los escritores entablamos una relación especial, casi de amistad, con determinados lectores. A mí me sucede con los españoles. Con ellos me ha pasado todo, menos la indiferencia, lo que es muy bueno. Desde la formulación casual de una opinión sobre mi escritura que superaba en mucho lo que yo sabía de ella hasta el planteo de una estudiante indignada a causa de un personaje tremendo con el que ella me identificaba. Pero todo me seducía, incluso el planteo de la estudiante. Porque ¿qué cosa hay más gratificante para un escritor que los lectores que se le acercan con la emoción de la lectura todavía viva? También en las relaciones interpersonales tuve que aprender a los españoles, creo que los sigo aprendiendo.

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E l s a l ón d e l o s e s p e j o s

Entrevista a Raúl Brasca

La primera experiencia con ellos me dejó la sensación de que no me querían. Pero enseguida me di cuenta de que solo son más cautelosos. Nosotros nos abrazamos casi sin conocernos como si nos conociéramos de toda la vida y, por ahí, todo empieza y termina en la primera vez. Ellos se van haciendo amigos con el tiempo, pero cuando te quieren, te quieren (y, cuando no te quieren, también). Me enorgullezco de los muchos amigos españoles que tengo. Me alegra enormemente que mi Obra reunida se haya publicado en España, me parece una especie de justa ratificación del afecto que nos une. ¿Descubriste al microrrelato o el microrrelato te descubrió a vos? ¿Cómo pasaste del cuento al microrrelato? Cómo saberlo. Cuando leí los Cuentos breves y extraordinarios, la famosa antología de Borges y Bioy Casares, tenía menos de veinte años y me pareció un dislate, aunque me dejó pensando largo tiempo. Muchos años después, cansado de corregir «El hedonista», el cuento que luego indignó a la estudiante de la Complutense, hice un intervalo y, para despejarme, escribí «Salmónidos», mi primera microficción (no digo microrrelato porque está configurada en base a un argumento). Lo curioso es que yo no sabía qué era eso que había escrito y tampoco lo relacioné con los Cuentos breves y extraordinarios. Solamente mucho después, junté las dos cosas. Así que no sé qué fue primero, si la ignorada pero persistente impresión que me produjo la antología de Borges y Bioy o la escritura casual de un «formato libre» que intenté para descansar del cuento. No es frecuente que un autor sea también un crítico reconocido. ¿Qué es lo que más te interesa de la labor crítica? Pertenezco a la clase de escritores que reflexionan sobre lo que escriben. No creo en aquello de «la literatura es como el amor: se hace y no se piensa en ello», frase con la que algunos escritores eluden hablar de su escritura. Quiero decir que soy crítico con lo mío y con lo de los otros; de hecho, me he dedicado durante años a la crítica periodística de libros. Pero creo que tu pregunta viene a cuento de los artículos y ponencias teóricos que reuní en mi libro Microficción: cuando el silencio toma la palabra. Es un libro de reflexiones sobre la microficción enfocada desde el lugar del autor, es decir desde la es-

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critura, y desde el ángulo del antólogo, o sea desde el de un lector que compila ejemplos afines en su naturaleza para componer un corpus que represente lo que los lectores, él mismo y otros antólogos, llaman microficción o microrrelato. He compilado quince antologías, imagínate. El objeto que estudio es el mismo que estudian los académicos, lo que es diferente es el ángulo desde donde se lo enfoca. Pero considero que ambos enfoques son complementarios. ¿Qué es lo que más me interesa de la labor crítica? Es como si me preguntaras qué es lo que más me interesa de mi trabajo como químico (soy químico). Es sencillo: frente a cualquier cosa que me interesa, me asombra o me da placer, lo primero que se me ocurre pensar es: ¿cómo estará hecho? Eso pone en funcionamiento mi maquinaria mental. Siempre está la cosa que pide una teoría que la explique, nunca la teoría que busca algo a lo que sea aplicable. Practicás la ironía, tanto en la conversación como en tu escritura. ¿Qué importancia le das? ¿Encontrás alguna particularidad en tu humor que lo diferencie del humor irónico a secas? La ironía en general y el humor irónico en particular tienen la mayor importancia en la microficción. Son formas del silencio constitutivo que, para mí, la define. Cuando se ironiza se dice una cosa queriendo significar otra. Es una forma de distanciamiento que, simultáneamente, valga la paradoja, exige complicidad. La microficción pide de su lector que sea desconfiado y que antes de aceptar la letra del texto piense un poco y lo intervenga. Si es suficientemente avispado para ser cómplice, muy bien. Si es de los que siempre creen lo que les dicen, no entiende nada y se queda fuera, desconcertado. Es difícil estudiarse a sí mismo, se es mucho más lúcido estudiando a los otros. En un breve prólogo, hace ya unos cuantos años, la investigadora Violeta Rojo escribió algo que me impresionó y no pude olvidar: «... campea en ellos [mis textos] un humor sigiloso que convive con cierta tristeza constante». Debe de ser verdad, porque por algo lo recuerdo al cabo de los años. Aunque quizá no sea algo tan particular de mi personalidad. En definitiva, soy argentino. Abelardo Castillo, uno de nuestros mayores escritores, dijo: «El argentino no se ríe de contento, se ríe, digámoslo así, por instinto de conservación. Si dejara de tomarse la realidad en


broma sería un perfecto amargado, cosa que suele pasarle, en cuanto se descuida un poco». ¿En qué género te sentís más cómodo? Soy un lector impaciente. Y como escritor me sucede lo mismo. Jamás sería un Romain Rolland (Juan Cristóbal, diez tomos), moriría de claustrofobia. Además, soy desconfiado. No logro interesarme en la narrativa que se ajusta a la afirmación de Stendhal: «Un libro es un espejo que pasea por una gran avenida». Desconfío de los espejos y de la realidad de las avenidas. Me importan los personajes más que las peripecias que viven. Soy devoto de Madame Bovary y de Ana Karenina, porque

en el fondo cuentan lo que los espejos no reflejan, esto es, la naturaleza profunda de sus personajes. En el cuento me siento cómodo, porque su extensión no me impacienta y porque me interesa mucho la forma. Cuando oigo hablar a quienes descalifican la forma, siempre digo que no hay cuentos sin forma sino cuentos deformes. Mal que les pese, todo tiene forma de algo. En mi opinión, los mejores cuentos que he escrito son cuentos de personajes. Me apasiona lograr que las acciones, las palabras y los silencios de un personaje lo cuenten por dentro. Y el cuento lo permite. Pero mi forma natural de expresión es la microficción. Porque da cauce al humor, a la ironía, a mi

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Entrevista a Raúl Brasca

inclinación por el trabajo minucioso con el sentido y con el sonido. Mientras la novela es hospitalaria y nos invita a que la habitemos, a que nos introduzcamos en ella sin apuro y vivamos abrigados en su seno hasta el final, en el cuento estamos de paso y avanzamos atentos a todos los detalles del camino a cambio de alcanzar una meta. Y la microficción, en razón de su propia naturaleza, no solo exige que la consideremos desde fuera, que permanezcamos a la intemperie, sino que nos desafía con continuos sobreentendidos y compite con nuestra inteligencia. La meta es ella misma, su sentido. ¿Tu microrrelato «La participación del público» (microficción que se puede leer al final de la entrevista) es un ejemplo de esa competencia? Me parece que el tema último de ese microrrelato y de muchas otras piezas que hay en el libro es el carácter elusivo de la realidad. En principio, el texto desmonta los hábitos mentales con que juzgamos lo que sucede: cuando el lector piensa que las muchachas levantan la mano por arrojo o ignorancia sucede que lo hacen por elección; cuando piensa que no las levantan por temor a la muerte, sucede que no lo hacen por temor a sufrir. La ficción parece significar que los humanos nos acostumbramos a todo y que podemos aceptar lo atroz como corriente y natural y afanarnos solamente por los matices, también que las cosas no son buenas o malas sino mejores o peores, según con qué se las compare. En cualquier orden de la vida, preferimos caer en manos de un profesional y no en las de un aficionado, trátese de médico, asesino o autor de ficciones. Es más seguro, nada peor que quedar a merced de alguien que no sabe hacer bien lo que hace. La línea final, creo, provoca una sonrisa porque, aunque deje pensando en los significados apuntados y en otros, es también la culminación de una travesura que consiste en haber saboteado todos los intentos del lector de darle un sentido al microrrelato hasta que leyó la última palabra. En «Adánico» contás el pecado original sin mencionar a Eva. ¿Cómo hay que entender esa prescindencia? ¿La culpa tuvo madre, padre o ambos? ¿Hay ahí resonancias filosóficas? Creo que sí: el pecado no es comer la manzana sino perder la inocencia. Eva no tuvo que ver. La inocencia es la

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aceptación ciega del mandato, sin preguntas ni cuestionamientos, es lo que se pide a los niños pequeños y a los monos amaestrados. La desobediencia es en sí misma intrascendente; lo grave es la conciencia de la desobediencia, haberla elegido, atreverse a pensar fuera de la ley divina: pensar todo desde el principio con la única ayuda de las leyes de la lógica y sin pedirle permiso a nadie. ¿Qué otra cosa es filosofar? ¿Tenés algún cuento o microrrelato preferido? ¿Por qué? Acá sí caigo en el lugar común: los quiero a todos porque son mis hijos. Pero me duele que haya algunos hijos, que a mí me parecen muy atendibles, a los que lectores, críticos y antólogos no les prestan la menor atención. Y no acierto a explicarme por qué (lo que no me duele pero me inquieta terriblemente). Uno de ellos es «El zahorí», que junta mis dos vocaciones, la literatura y la química.


ron sus frutos. Sé que he dejado parte de mi vida en las páginas de Obra reunida. Porque, aunque nada es autobiográfico, de alguna manera, todo lo es. La leo y me reconozco, pero como si tuviera que aprenderme de nuevo. Se ha dicho que el presente modifica el pasado. Es verdad, salvo que se lo haya dejado escrito. Microficciones

¿Hay algo de lo que te arrepientas en tu vida literaria? Uno puede arrepentirse de no haber vivido. Pero yo viví, me arriesgué mucho, en la vida literaria y en la otra, con buenos y malos resultados. Y sigo arriesgándome, a veces sin proponérmelo. Digo cosas que no conviene decir y tengo algunas actitudes que me perjudican. Ya sé, me conocés y se te están ocurriendo cataratas de ejemplos. No es que me considere virtuoso por ser así, todo lo contrario, simplemente me resulta insoportable estar siempre midiendo lo que sale de mi boca. No me arrepiento de nada. En fin, la gente buena como vos me quiere igual. ¿La escritura te hace sufrir o te divierte? Imaginar me divierte mucho, me libera, me produce alegría. Organizar lo imaginado y llevarlo al papel es un trabajo esforzado que se renueva con cada obra. Poner punto final a un texto y sentir que dice exactamente lo que imaginé, que lo dice de la mejor manera y que suena como los dioses, es el placer supremo. Lo alcanzo una vez cada dos o tres años. Conclusión: la escritura tiene sus momentos. Por suerte, tuve muchos y muy intensos momentos que die-

La participación del público Cuando salió al escenario aquel famoso lanzador de cuchillos y pidió al público una ayudante, todas las muchachas levantaron la mano. La elegida se paró contra la placa de madera con los brazos en cruz y el lanzador preparó cinco cuchillos que lanzó con inaudita velocidad. Los dos primeros clavaron a la madera las manos de la muchacha; otros dos le cortaron las orejas con la precisión de un cirujano, y el quinto le atravesó limpiamente el corazón. El público aplaudió a rabiar, pero cuando el siguiente lanzador requirió también una asistente, las muchachas se hundieron en sus butacas procurando desaparecer. Sabían que era un principiante. Perplejidad La cierva pasta con sus crías. El león se arroja sobre la cierva, que logra huir. El cazador sorprende al león y a la cierva en su carrera y prepara el fusil. Piensa: si mato al león tendré un buen trofeo, pero si mato a la cierva tendré trofeo y podré comerme su exquisita pata a la cazadora. De golpe, algo ha sobrecogido a la cierva. Piensa: si el león no me alcanza ¿volverá y se comerá a mis hijos? Precisamente el león está pensando: ¿para qué me canso con la madre cuando, sin ningún esfuerzo, podría comerme a las crías? Cierva, león y cazador se han detenido simultáneamente. Desconcertados, se miran. No saben que, por una coincidencia sumamente improbable, participan de un instante de perplejidad universal. Peces suspendidos a media agua, aves quietas como colgadas del cielo, todo ser animado que habita sobre la Tierra duda sin atinar a hacer un movimiento. Es el único, brevísimo hueco que se ha producido en la historia del mundo. Con el disparo del cazador se reanuda la vida.

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Entrevista a Jordi Amat Texto: Eduardo Suárez Fernández-Miranda Fotografía: Massimiliano Minocri ©

Se cumple este año el centenario del nacimiento de uno de los grandes intelectuales catalanes de la segunda mitad del siglo XX, el poeta Gabriel Ferrater. ¿Qué le impulsó a escribir un libro sobre su figura y su obra? A finales de la década de los noventa del siglo pasado empecé a investigar para escribir mi primera biografía.

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Entre los papeles personales del protagonista apareció el nombre de Juan Ferraté, el hermano de Gabriel. Lo llamé, lo entrevisté y mantuve una cierta relación de amistad y fascinación intelectual por él. Quedé atrapado en los misterios de esa familia. Después estuve estudiando durante años la reconstrucción de la cultura en la Cataluña de postguerra. Y en 2018 Jordi Cornudella


y Edicions 62 me propusieron escribir la biografía. Imposible decir que no. En la «Nota del autor» usted reconoce su deuda con los libros de Ramon Gomis y Eduard Bonet, o con el Àlbum Ferrater, de Jordi Cornudella y Núria Perpinyà. ¿Qué aporta su nuevo libro al conocimiento de Ferrater? Aporta, de entrada, documentación. Alguna poco conocida y mucha inédita. Correspondencia no publicada con su madre, algunas cartas cruzadas con Helena Valentí y toda la intercambiada entre él y Jill Jarell, su única esposa. Muchísimas más cartas inéditas con escritores y editoriales. E información biográfica que va desde los diseños de maquinaria que hizo su familia (y que la arruinaron) hasta el listado de compras de libros de información que hizo durante la segunda mitad de los sesenta (y que lo arruinó). O datos que estaban enterrados en la prensa y que las hemerotecas digitales permiten rescatar: entrevistas, crónicas o artículos. Cruzando información creo haber podido aclarar el episodio de su detención, la relación con Helena Valentí o cuáles fueron sus tratos con Gombrowicz. Y también doy noticia de la segunda novela —en este caso inacabada— que escribió con su amigo pintor José María de Martín. Esa información nueva, junto a la ya conocida, está al servicio del intento de construir la «identidad narrativa» del poeta Ferrater. Dicho con otras palabras, construir una «ilusión biográfica» para imaginar quién fue ese hombre. Por eso me interesa tanto explicar cómo se formó la burguesía de Reus, por ejemplo, o explorar las implicaciones éticas de su poesía confrontada con la moral de la época y, en especial, fijar su interpretación de la literatura que estudió antes de escribir poesía: Ausiàs March, Shakespeare y Carner. Al trabajar con documentos inéditos o desconocidos sobre estos tres autores, que leyó a fondo a mediados de la década de los cincuenta, creo que se aclara por qué apareció esa voz tan conectada con la lírica inglesa

y tan enraizada con la poesía catalana y que cambió la dicción de la poesía catalana y propuso una moral digamos contemporánea para fundamentar una cultura que así pudo ser de su tiempo. Y me gustaría pensar que mi práctica del género — esta es la séptima biografía que escribo— me ha dado un oficio que permite aportar conocimiento biográfico (la expresión de Anna Caballé) a través de Ferrater. Pero eso debería decidirlo el lector de buena fe.

Vencer el miedo ha salido de forma simultánea en castellano (Tusquets) y catalán (Edicions 62). ¿Cree que la biografía tiene un interés adicional para el lector en castellano, quizás más desconocedor de la obra de Gabriel Ferrater? No es fácil que una biografía encuentre lectores si el biografiado no forma parte del sistema de referencias de una cultura. ¿Forma parte Gabriel Ferrater del sistema de referencias de la cultura española? Diría que para muy poca gente. Y creo que es una lástima porque la obra de Ferrater es inmensa —la poesía, la crítica—, pero además su personalidad es fascinante. Es hacia él como personaje, como gran intelectual y al mismo tiempo como ser radicalmente frágil, que me gustaría generar interés en los lectores que nunca habían oído hablar de él. Su ensayo se inicia con estas palabras: «El día que Carles Riba murió, Gabriel Ferrater tenía treinta y siete años y casi dos meses». ¿Cómo influyó el gran poeta barcelonés en la poética de Ferrater? No tengo el conocimiento para decirte si influyó en su poética. Hay paralelismos entre poesías de uno y otro que han sido estudiados. Pienso en artículos de Jordi Malé, la persona que mejor podría responder a tu pregunta. Pero hay otra dimensión que sí me interesa más. No solo la de Ferrater como lector de Riba, como uno de sus mejores lectores cuya mirada conocemos gracias al Curs de literatura catalana contemporània. Lo que me

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Entrevista a Jordi Amat

impresiona es el ejemplo de exigencia que, a partir de 1955 más o menos, Ferrater aprendió en Riba: la radicalidad de la literatura como experiencia vital, la conciencia de que las verdades de la vida pueden buscarse a través de la forma literaria. No hay mejor concreción de ello que una lectura que compartieron en los últimos años de la vida de Riba: Kavafis. Jaime Salinas recuerda en «Evocación de Gabriel Ferrater», recogido en el libro editado por Dolors Oller y Jaume Subirana en memoria del poeta de Reus, que «el reducido número de escritores catalanes que habían seguido fieles a su lengua formaban un mundo aparte y tenían pocos deseos de relacionarse con los castellanos escribientes». ¿Qué idea tenía Ferrater del catalanismo? Usted ha tratado este tema en uno de sus anteriores trabajos: Largo proceso, amargo sueño. El núcleo de la literatura de Ferrater es su poesía y Ferrater fue un poeta que decidió escribir en catalán en pleno franquismo. ¿Fue una decisión política? No podía dejar de serlo, pero fundamentalmente era una decisión coherente con la tradición literaria que sentía como propia. Que esa pertenencia le llevase a un compromiso con el catalanismo me parece más dudoso. El principal compromiso de Ferrater era con la lucidez y la libertad individual. Por eso no estoy cómodo caracterizándolo como un intelectual. En su tiempo muchos asumieron ese papel y arriesgaron al comprometerse como intelectuales del catalanismo. No es su caso. O lo fue tangencialmente, al participar en plataformas del antifranquismo al final de sus días —el Festival del Price, el encierro de Montserrat, la Universitat Catalana d’Estiu—. En cualquier caso, su idea del catalanismo, cuando la expuso, y lo hizo en esos cursos que antes le comentaba, fue muy crítica. Pero era una crítica que debe explicarse: era crítico con el catalanismo histórico de derechas porque consideraba que había sido «una máquina de tortura» para los escritores, una palanca de políticos para limar la libertad y lucidez de los intelectuales. Lo ejemplificó con Verdaguer, Maragall, Carner y Riba. Y lo hizo en un momento en que el catalanismo de postguerra elaboraba una crítica muy fuerte a ese catalanismo. En una entrevista recogida en el libro Opinions a la carta, Joan Ferraté se muestra muy crítico con algunos artículos que hablan de su herma-

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no: «Les animalades que he vist escrites sobre en Gabriel, com que jo les contrasto amb el que sé…». Y califica de «repugnant» un artículo de Benet i Jornet. ¿La figura de Gabriel Ferrater ha sido tratada injustamente por algunos críticos? Ya en vida Ferrater era un personaje digamos legendario, mitificado, porque era un seductor y, al mismo tiempo, porque era un alcohólico. Era inevitable que, con los años, las anécdotas sobre ese mito se multiplicasen. Anécdotas ciertas, exageradas o falaces. Pero esa no es la crítica sobre Ferrater. La crítica es otra cosa. Desde los textos pioneros de Arthur Terry o Segimon Serrallonga hasta los análisis de Dolors Oller o Salvador Oliva o Cornudella pasando por monografías académicas como las de Laureano Bonet, Núria Perpinyà, Jordi Julià o Carlota Casas (y podría citar muchos más nombres), la realidad es que Ferrater ha sido uno de los autores mejor estudiados de la literatura catalana del siglo XX. De Vencer el miedo se desprende que Gabriel Ferrater estuvo rodeado de personas que intentaron ayudarle, si no económicamente, sí ofreciéndole trabajos que pudieran dar estabilidad a su vida. Sin embargo, siempre pareció vivir a salto de mata. ¿Cuál era el verdadero


interés de Ferrater, por el que hubiera podido encontrar una estabilidad laboral? El título del libro que reúne su poesía establece los intereses vitales de Ferrater: las mujeres, los días. Las mujeres son el deseo como la posibilidad de una vida en constante plenitud. ¿Los días? Los días son la realidad y, por tanto, lo son todo, es decir, Ferrater era un hombre que se sabía vivió amando y apasionado por saber. Podía saber más que nadie —sobre literatura, en parte sobre lingüística o matemáticas—, pero ese saber extraordinario no encontró el modo de profesionalizarlo o de hacerlo compatible con el tipo de vida que quería vivir. Y que se parecía a la vida de un adolescente eterno, es decir, de un adulto irresponsable. En este sentido Joan Ferraté, al recordar su adolescencia y la de su hermano, señalaba que «en les nostres relacions fora de casa tampoc no hi va haver mai cap vigilància. La llibertat vol dir també que no teníem guía, ni consell ni ajut». ¿Cree que la vida que llevó Gabriel Ferrater, tan poco convencional, pudo haberse visto influida por este hecho? Cuando la biografía adquiere valor literario, hace ahora un siglo, una de las claves del cambio es la consideración de la infancia y juventud de los biografiados como una etapa que los determina. Los hermanos Ferrater crecieron en un ambiente liberal, sin disciplina, pero con mucha cultura. Crecieron en un hogar burgués de una ciudad burguesa de tamaño medio. Pero que había entrado ya en una cierta decadencia. Y esa suma de factores creo que sí que explican o ayudan a explicar su libertad radical, tan extrema que integró la autodestrucción para poder vivirla. O para poder soportarla. En las deliberaciones del Prix Formentor, donde defendía a Witold Gombrowicz, o en sus conversaciones sobre literatura, se mostraba muy brillante. Sin embargo, no existen entrevistas, ni documentos sonoros o audiovisuales, que permitan recordarlo. Solo conozco su aclamada intervención en el Primer Festival Popular de Poesía Catalana, que se celebró el 25 de abril de 1970. ¿Ha podido consultar otros materiales de este tipo? ¿Te refieres a materiales audiovisuales? Es bastante sorprendente que se haya conservado documentación de ese tipo. No visual, pero sí sonora. Una lectura del «Poema inacabat», una breve conferencia en la radio

francesa, otra sobre Pompeu Fabra, algunas sobre literatura y en especial ese diamante en bruto que son algunas de las lecciones del curso de literatura catalana. Ese patrimonio sonoro puedes escucharlo ahora mismo: en la Càtedra Màrius Torres1. Y también, como bola extra, es interesantísimo el ejemplar de Da nuces pueris lleno de claves de interpretación escritas por Ferrater2. Mario Vargas Llosa, que le conoció a mediados de los años sesenta, le recuerda como «un cosmopolita, para mí muy representativo de la mejor tradición catalana, de sus grandes cosmopolitas, un poco enloquecidos en sus visiones, en sus entusiasmos, en sus pasiones y en su creatividad. Y la poesía de Gabriel es eso también, es una poesía muy poco condicionada por lo local, por la provincia. [...] Era una persona tremendamente vulnerable, muy poco preparado para eso que se llama la lucha por la vida». ¿Qué visión tiene usted de Gabriel Ferrater después de haber escrito Vencer el miedo? Para responder a esta pregunta he escrito casi cuatrocientas páginas y no sabía concentrarlo en una fórmula sencilla. Ferrater es una inteligencia privilegiada y un hombre marcado por la vulnerabilidad; pocas personas conocían mejor la mecánica de la vida y, al mismo tiempo, ese saber no sabía aplicarlo a su vida concreta. Él era perfectamente consciente de esas tensiones que atravesaban su vida y las resolvía, cuando podía, estudiando, escribiendo o amando. O bebiendo. Pero esas tensiones no siempre podía resolverlas y entonces se sentía asediado por el medio. Esa es la falla íntima a la que se refirió en su día Helena Valentí. Ella, que fue el eje moral de su reflexión sobre la moral, dijo que necesitaría pensar más para concretar qué era esa falla. Yo he intentado comprenderla. Y mi sensación es que, después del fin de la relación con Jarrell, aunque tuvo instantes de felicidad, empezó un hundimiento que él ni supo ni quiso evitar. 1. Càtedra Màrius Torres (UdL): http://www.catedramariustorres.udl.cat/materials/fonoteca/_autors/ferg/index.php 2. Ferrater, Gabriel. Da nuces pueris [amb anotacions autògrafes]. Barcelona: Els llibres de l’Óssa Menor, 1960. http:// www.catedramariustorres.udl.cat/materials/manuscrits/visor2.php?tipus=cont&autor=ferr014&codi=650&pos=33&zoom=normal&ordre=edicio

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Entrevista a Leandro Pérez Texto: Bel Carrasco Fotografía: Jeosm ©

Más de un escritor ha sucumbido a la tentación de cambiar a su antojo el rumbo de la historia. Como guardagujas de una estación imaginaria, tiraron de la palanca que desvía la dirección del tren, llegando incluso a invertir el sentido

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de su marcha. Existen numerosos ejemplos de lo que se llaman novelas ucrónicas o históricas alternativas. En El día de hoy, Premio Planeta de 1976, Jesús Torbado planteaba la victoria de las fuerzas republicanas en la guerra civil


española y en La conjura contra América, convertida en serie por HBO, Philip Roth implanta el nazismo en el corazón de Estados Unidos. Watchmen, de Alan Moor, La máquina diferencial, de William Gibson, o Roma eterna, de Robert Siverberg, son solo algunos títulos incluidos en la biblioteca del «Y si...» a la que se añadió, recientemente, La última noche de Libertad Guerra (Planeta), del escritor y periodista burgalés Leandro Pérez. La historia arranca en marzo de 1981 tras el éxito del golpe militar del 23-F, durante el cual, en vez de disparar al aire, el teniente coronel Antonio Tejero asesina al presidente Adolfo Suárez, al general Gutiérrez Mellado y al dirigente comunista Santiago Carrillo. El rey Juan Carlos I acaba de pasar a la historia como el Breve, pues ha sido eliminado, mientras su esposa e hijos se han exiliado a Nueva York. «Imagina que España no es un infierno. [...] Imagina que no llevamos un mes en estado de excepción y que en las cárceles no se hacinan miles y miles de españoles». Es la voz de Libertad Guerra, protagonista y narradora de esta historia que pudo ser real y que por fortuna no llegó a ser. En el multiverso literario que habita Libertad se produce una brutal involución desde una democracia incipiente a una dictadura todavía peor que el franquismo. Pero no nos encontramos ante un relato político, sino de amor. Un amor fogoso y juvenil, el búnker más resistente frente a las adversidades de la existencia, que infunde energía para luchar en defensa de los ideales y creencias. Ella es Libertad y es Guerra, un nombre nada fortuito para una mujer batalladora que lucha sobre todo para proteger a su amado, un joven aspirante actor recién llegado a la capital que se ve envuelto en un torbellino de terror del que no saldrá inmune. ¿Huir del espanto o enfrentarse a él? La respuesta se dilata a lo largo de las peripecias y vicisitudes que vive la pareja en Madrid, Lerma y Barakaldo, mientras el lector aprende a quererlos y conoce a sus respectivas familias y antepasados. Un viaje peligroso acechados por un individuo siniestro, Bogart, hasta que llega la hora de la verdad, el

momento de la decisión final. Esa será, realmente la última noche de Libertad Guerra. Leandro Pérez (Burgos, 1972) es escritor y periodista, pero, ante todo, como subraya en su biografía, padre de dos hijos. Trabajó en El Mundo en secciones dedicadas a libros y es uno de los creadores de Trestristestigres, empresa que ha puesto en marcha numerosos proyectos en Internet, tanto periodísticos como culturales. Escribe en blogs desde el siglo pasado. Al casarse decidió tomarse un respiro del frenético ritmo madrileño e instalado en su ciudad natal dirige la web literaria Zenda, donde se ocupa del espacio «Otras vidas». Ha escrito un par de narraciones que, según dice, jamás publicará y varios primeros capítulos que quizá retome algún día. En algunos de ellos figura Juan Torca, personaje protagonista de Las Cuatro Torres (2014) y La sirena de Gibraltar (2017). En Kolia (2019) se pone en la piel de un adolescente apasionado por el balonmano. Todos sus títulos han sido editados por Planeta. ¿Dónde estabas y qué hacías aquella jornada fatídica del 23-F? En el cole, supongo, porque tenía nueve años. No recuerdo el 23-F, aunque sí el día siguiente, porque era el cumpleaños de mi abuela Primi y estábamos en su casa, pendientes de la televisión. Gente de las ideologías más diversas ha fantaseado sobre la posibilidad de que el golpe militar hubiera triunfado. Tú has convertido esa posibilidad en novela ucrónica. ¿Cuándo surgió la idea de este libro? Surgió con Libertad, con Libertad Guerra, la protagonista y narradora del libro. Al imaginar su historia caí en la cuenta de que vivía en una España que no era nuestra, una España alternativa, distinta por la muerte de Juan Carlos I el Breve y el presidente Adolfo Suárez.

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E l s a l ón d e l o s e s p e j o s

Entrevista a Leandro Pérez

Libertad Guerra, una veinteañera progre, periodista cultural de Pueblo, lanzada, sensible y tierna, es la narradora y absoluta protagonista. ¿Qué te ha resultado más difícil a la hora de adoptar esa voz femenina? ¿Tal vez las escenas eróticas? Me ha resultado tan sencillo, o tan complejo, como adoptar la tercera persona en mis dos primeras novelas o como adoptar la voz de un adolescente de catorce años en la tercera, Kolia. En contraste con la fortaleza de Libertad, su gran amor, el actor vasco Imanol, vagamente inspirado en el de nuestro cine, se presenta como un hombre algo débil, lógicamente traumatizado por el duro trato que sufre. ¿Querías transgredir la imagen del macho dominante, todavía muy común en la sociedad española de esos años? Imanol, además de otras cosas, es una víctima, pero yo no tenía una intención previa. Hay hombres y mujeres dominantes y, por desgracia, víctimas de ambos sexos. Libertad está arropada por un batallón de mujeres: su refinada madre, la simpar Jacinta, su hermana, la de Imanol, sus compañeras y amigas. Parece que te mueves cual pez en el agua en los universos femeninos. Bueno, me muevo en este mundo, en un mundo poblado por hombres y mujeres; y crear personajes creíbles, de cualquier edad y sexo, es uno de los principales retos para un escritor. A la trama principal se suma la historia de la familia de Libertad, la conflictiva relación de su padre con su abuelo, la figura de su tía Remedios... ¿Se trata de una evocación de tus propios orígenes o una forma de abordar las secuelas de la guerra civil? Apenas he buceado en mi pasado o el de mi familia para contar esta historia. Todo parte de Libertad: al crearla imaginé no solo su presente, en 1981, sino que también tuve que echar la vista atrás y, a partir de su pasado, surgieron más personajes y llegué a la posguerra y a la guerra civil.

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La última noche es sobre todo una novela de amor. Un tipo de amor fogoso y juvenil en tiempos turbulentos que logra prevalecer ante la adversidad. ¿Es el amor el único refugio ante los vaivenes de la historia? Aunque el amor quizá no sea el único refugio, porque por ejemplo la amistad también nos mueve, es un «motor» muy poderoso. Nino Bravo, Víctor Manuel, Julio Iglesias, las películas de Garci, Alfredo Landa... Hay numerosas referencias a la cultura popular de los inicios de los ochenta. ¿Has recurrido a tus padres o hermanos mayores para documentarte? No he tenido que documentarme, porque la música de los ochenta, y la anterior, no he dejado de escucharla desde entonces. De todas formas, los gustos de Libertad no son los míos: ella es más roquera y al mismo tiempo tiene una percepción musical más afinada o atinada que la mía. Por otro lado, una película como El crack, que sin destripar la novela Libertad e Imanol ven en un cine, la he visto dos o tres veces en la tele; Libertad y yo apenas nos llevamos unos años de diferencia, ella es joven a principios de los ochenta y yo a finales de esa década, y las referencias culturetas son bastante similares. La acción transcurre en el eje vertical: Madrid-Bilbao (Barakaldo) pasando por la villa de Lerma. ¿Es tu territorio habitual o elegiste esos escenarios por otros motivos? Es en parte mi territorio. Vivo en Burgos y he vivido en Madrid. Ella trabaja en los ochenta en Pueblo, en la sección de «Cultura», y yo pasé por la sección de «Cultura» de El Mundo en los noventa. Y conozco bien Lerma y el País Vasco. ¿La siniestra figura de Bogart está inspirada en alguno de los psicópatas que durante el franquismo actuaron impunemente en las llamadas fuerzas del orden público? Bogart es un personaje ficticio, pero en la novela, algún personaje, al mentar su nombre, se acuerda también de Billy el Niño, un policía por desgracia muy conocido durante la Transición.


permitió dar pasos adelante, parece que se ha desvanecido bajo la dictadura del consumismo y capitalismo feroz. Bueno, yo quiero creer que avanzamos, que, aunque vivimos un periodo turbulento, aunque nos enfrentamos a muchos problemas, avanzamos. Con la Covid vimos cómo nos confinaban durante semanas y coartaban derechos y libertades que se consideran inviolables. ¿Los ciudadanos nos convertimos mansamente en rebaño manipulable? Los ciudadanos podemos ser muchas cosas. Me cuesta generalizar, pero diría que la mayoría no nos dejamos manipular, y que durante la pandemia fuimos bastante responsables y que muchas personas, pienso sobre todo en los sanitarios, hicieron un trabajo magnífico.

Se hace mención a Doy fe, un libro escrito por Antonio Ruiz Vilaplana que recoge algunas de las atrocidades cometidas en la guerra civil. ¿Nos puedes hablar de esa obra? Es un libro donde Antonio Ruiz Vilaplana, secretario del Juzgado de Burgos en el 36, da fe de la represión cometida en mi ciudad. Durante la guerra civil, esta obra tuvo gran repercusión fuera de nuestras fronteras y en España no ha dejado de reeditarse. Cuando Libertad se entera de la existencia del libro, piensa que también ella o más personas pueden contar qué está pasando. Parece que involucionar es mucho más sencillo que evolucionar. De hecho, un sector de la población española se resiste tozudamente a entrar en el siglo XXI. Avanzamos, retrocedemos, nos equivocamos, acertamos... Nuestra historia y la de cualquier otro lugar está repleta de tropiezos y aciertos. Tu novela refleja cómo la mayoría de la sociedad se pliega a los caprichos y vaivenes del poder, mientras una minoría se resiste. Esa tensión, que en algunas encrucijadas históricas

Un golpe militar resulta hoy impensable, pero hay otras muchas amenazas que ensombrecen el futuro de la democracia. El ascenso de la extrema derecha en Europa y a más largo plazo una posible hegemonía del islamismo. ¿Qué te parece más preocupante? Ahora mismo sobre todo me preocupa la invasión de Rusia a Ucrania y las consecuencias que la guerra tiene y tendrá en Europa. Aunque te sientes más escritor que periodista, compaginas ambos oficios. ¿Son vasos comunicantes o compartimentos estancos? Son oficios muy cercanos, aunque cuando escribo novela intento olvidar al periodista que fui. Como director de Zenda debes estar muy puesto sobre la literatura contemporánea. ¿Por dónde van los tiros? Siento decir que no sé por dónde van los tiros, quizá porque hay muchos tiros. Y debo reconocer que no estoy tan puesto: soy un lector desordenado y, desde hace años, me ha dado por releer. ¿Cómo te imaginas el mundo en el que tus hijos serán padres? Quiero creer que será un mundo mejor. Ojalá.

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El síndrome de Peter Pan en la Barcelona de los novísimos: fábula y mito de Ana María Moix Por Guillermo Carnero Para Ana María Moix y Pedro Gimferrer, siempre en el recuerdo.

Disparatada niña fue un cuadernito no venal que yo hice imprimir, en Valencia y en muy pocos ejemplares, como regalo para Ana María en su vigésimo cumpleaños (12 de abril de 1967); así el colofón lo fecha, con antelación suficiente, el 16 de febrero. Consta de veintiséis páginas sin numerar y diez poemas («Petite fille en deuil», «Deauville», «Café-concierto», «Maillot», «Casino», «San Sebastián», «Rigodón», «Ballet», «Proscenio» y «Parada»). Vicente Aleixandre los llamaba acertadamente «funambulescos»1 por su tono voluntariamente manierista y esperpéntico, con ecos y tinte de Valle-Inclán, Antonio de Hoyos y Vinent, Aubrey Beardsley, el decadentismo y el art nouveau de fines del XIX. Iban precedidos por un «prologuillo» en el que yo describía a Ana María como «apariencia de ser [...] sobre cuya cabeza cabalgan todas las constelaciones y universos de la ficción», «uno de esos seres mistéricos, milagrosamente vivo entre nosotros», y decía: «Rea1. Me escribió en carta de 3 de octubre de 1966: «Verdaderamente debe de hechizar esa niña disparatada y disparatable a la que inventas una infancia, en una rociada de poemas funambulescos». A esta carta debo el título de la colección.

lidad y ficción son en ella deliciosamente equívocas: ficción desprovista de la serenidad de que todo mundo interior goza; ficción-realidad de hoy distinta de la de mañana». Los poemas se sucedían a modo de álbum de estampas de una Ana María lolitesca situada en un mundo de lujosa opereta y decorados de circo, music hall y parque de atracciones, todo ambientado en el período de entresiglos y comienzos del XX. Tanto Vicente Aleixandre como Carlos Bousoño2 insistieron en que lo retuviera hasta haberse difundido Dibujo de la muerte, que salió de las prensas malagueñas doce días después, el 28 de febrero. Tenían razón al considerar que iba a desmerecer junto al tono mayor de Dibujo y a obstaculizar su percepción por los lectores. Sin embargo, actuaron con guante de seda porque sabían que el cuadernillo, más que un libro de poemas al uso destinado al público, era una offrande du coeur, diciéndolo con el título de un espléndido tapiz bajomedieval (hacia 1400) del Museo del Louvre. En aquella época yo estudiaba en Barcelona y mi familia vivía en Valencia. Un periodista amigo de mi padre recomendó la mendosa imprenta donde se confeccionaba el periódico en que trabajaba. El cuadernito 2. En carta de abril de 1967, Bousoño me escribía a ese respecto: «Disparatada niña tiene huellas —bien asimiladas— de Vicente». Se trata de «Bomba en la ópera», de En un vasto dominio, y algún otro poema de Aleixandre. Volveremos a ello y a los reparos de Aleixandre.

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El Cielo Raso

Guillermo Carnero. El síndrome de Peter Pan en la Barcelona...

está directamente relacionado, como el lector verá, con 3 poemas de Pedro Gimferrer, n.º XXXIII de la serie de Cuadernos de María José, que editaba en Málaga Ángel Caffarena, que se imprimió, según su colofón, el 20 de marzo de 1967, y que contenía «Sombras de invierno», «Veraneantes» y «Hotel», este último dedicado explícitamente a Ana María. Lleva el folleto una «Nota epilogal» de Alfonso Canales que da cuenta de la próxima aparición de un libro del mismo autor, y hemos de entender que de semejante ambientación en «el feérico ambiente que precedió a la guerra del 14». Si ponemos este anuncio en relación con la definición de madrigal que abre el cuaderno, tenemos una referencia a esos futuros Madrigales de Gimferrer que nunca llegaron a publicarse, que yo sepa, ni en forma de folleto ni de libro. No es por otra parte menos curioso que Canales, en la «Nota» mencionada, considere los «vocablos» usados por Gimferrer — en este trío y en Arde el mar— «no ajenos a cierto sector de la poesía andaluza contemporánea, pero sí inconcebibles hoy día al norte de Despeñaperros», es decir, el Grupo Cántico de Córdoba. Estamos pues ante una anticipación del poema «Homenaje a Pablo García Baena», que el mismo Canales publicó, después de aparecida en 1970 la antología Nueve novísimos poetas españoles de José María Castellet, en página 3 del número 304 de Ínsula (marzo de 1972): Antes de que la lámina de plata entallara su aguzado perfil en la caoba, antes de que la peste cundiera en Spoletto y de que Montreux fuera un rosetón de ópalos lacustres; antes de que la noche en Venecia promoviera disturbios de humo azul y alcanfor, mucho antes incluso de que muriera Kublai Khan en Barcelona, había rosas rojas que, en bárbaros esmaltes, estofaban los corroídos mármoles paganos, y una música nacía, como lilas trémulas, por las flautas, e incendiaba, dalia ópima [sic], el ofertorio de las tubas [...]

Canales recuerda los versos 4.º y 5.º de mi poema «Tras el cerco de Ímola» («La lámina de plata / entalla su aguzado perfil en la caoba»)3, la última frase de 3. Dibujo de la muerte. Málaga: El Guadalhorce, 1967, 53; Novísimos, 211.

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Offrande du coeur (circa 1400). Museo del Louvre.

la prosa «El poema del Che» («La peste había llegado a Spoletto» [sic]) de Leopoldo María Panero4, los versos 1.º y 2.º de «Cascabeles» («Aquí en Montreux, / rosetón de los ópalos lacustres»), los 44.º y 45.º de «Oda a Venecia ante el mar de los teatros» («el aire / promovía disturbios de humo azul y alcanfor») y el último de «Mazurca en este día» («Kublai Khan ha muerto») de Pedro Gimferrer5. Los cuatro últimos del citado poema de Canales se refieren a la estética distintiva de Cántico, y en concreto a un poema de Óleo de Pablo García Baena: «Cántico de los santos en honor de Nuestra Señora de los Dolores de Córdoba», reproduciendo casi literalmente sus versos 64.º a 66.º y 80.º a 82.º, que rezan —nunca mejor dicho— como sigue: «Rosas rojas que en bárbaros esmaltes / estofan, venas tibias destilando, / los corroídos mármoles paganos [...] / esa música / que nace como lilas trémulas por las flautas / e incendia, dalia opima, el ofertorio de las tubas...»6. Sobre este 4. Así se fundó Carnaby Street. Barcelona: Llibres de Sinera, 1970, 29; Novísimos, 248. 5. Arde el mar. Barcelona: El Bardo, 1966, 12, 14 y 16; Novísimos, 160, 162. 6. Canales acentúa erróneamente ópimas, convirtiendo en


asunto y su contexto puede verse el capítulo «Un asunto de familia», en mi reciente antología de la obra poética de Pablo titulada Un navío cargado de palomas y especias7. Disparatada niña es una obrita juvenil, ciertamente menor y de circunstancias, testigo del fracaso en los terrenos de donde procedía, el amor y la amistad, y no carente de interés desde el punto de vista del anecdotario y la psicología literaria colectiva de la Barcelona de la séptima década del siglo XX, en la que los tres implicados estuvimos llamados a desempeñar algún papel. El episodio, que he podido reconstruir a través de la memoria, de los epistolarios y de las plaquettes que menciono, podría ser un capítulo de la novela de Vicente Molina Foix El joven sin alma8. Esta tesela biobibliográfica, en lo que a mí respecta, ha estado olvidada durante décadas salvo en las ocasiones en que ha resurgido a propósito de la correspondencia que mantuve con Rosa Chacel en 1966 y 1967. Más de una vez se han dirigido a mí investigadores que se ocupaban de la obra de Rosa, y a cuantos me lo pidieron proporcioné reproducción de sus cartas, en alguna de las cuales se alude al asunto. Sin embargo, al no haber sido publicadas, aunque bien lo merecen, no he tenido que anotarlas con las necesarias aclaraciones, algunas de las cuales se anticipan en estas páginas. Pero en mayo de 2022 ocurrió una novedad relevante que me ha inducido a escribir lo que sigue. A mediados de ese mes se puso en contacto conmigo D.ª Laura Cristina Palomo Alepuz, una investigadora que me hizo llegar ocho cartas mías a Rosa Chacel, fechadas entre el 21 de septiembre de 1966 y el 21 de julio de 1967, depositadas en su legado en la vallisoletana Fundación Jorge Guillén. Dichas cartas, que yo creía perdidas, documentan la relación entre Ana María Moix, Pedro Gimferrer y yo en aquel momento de formación literaria de los tres y conciernen especialmente a dos cosas. La primera, mi temprana conciencia de lo que

luego se ha llamado «culturalismo» y el alcance que ya entonces tenía para mí el empleo, por analogía o procuración, de personajes históricos, literarios o pintados, y de obras literarias o de arte. La segunda, esa Disparatada niña, título que ha dado lugar a algún equívoco en la bibliografía y en sí no tiene más valor que reflejar la relación de intercambio e influencia mutua —afectiva y literaria— entre Ana María, Pedro y yo. Me ocupo aquí exclusivamente de lo segundo. Esa comunidad de afecto y de literatura la documenta mi primera carta a Rosa, escrita en Valencia el 21 de septiembre de 1966: «Vd. comparte el universo de Ana María y de Pedro, los dos seres a quienes más quiero en este mundo. [...] La vaciedad cotidiana de mi vida se ve repleta por la presencia también cotidiana de Pedro y Ana María, y por la amplísima y cálida humanidad de Vicente Aleixandre, con quien me escribo todas las semanas. Pedro, Ana María y yo nos comunicamos, y también nuestros escritos. No tuviera más público que ellos dos, y para ellos escribiría. [...] Mi vida consiste en ver varias veces a la semana My Fair Lady, a la que tengo asociado buen número de traumas en los que están presentes esos dos disolutos...»9. Nuestra relación a tres era sumamente peculiar. Si lo fundamental en ella era la imaginación mutuamente alimentada, yo sentía amor, en el pleno sentido de la palabra, por Ana María, al que ella nunca pudo corresponder más allá de la amistad porque se lo impedía su naturaleza andrófoba, cosa que en un primer momento yo ignoraba. No era yo el único en quererla. En carta a Rosa Chacel de 15 de febrero [sin año, pero supongo que de 1966] Pedro escribe, después de haber descrito una incapacidad a integrarse en la vida real semejante a la que confiesa mi carta de 21 de septiembre: «Ana M[aría], de quien —alguna vez tenía que decírselo, y además Vd. ya lo habrá supuesto— estoy perdidamente enamorado...»10. Yo sentía gran admiración por Pedro, y él

esdrújulo el adjetivo opimas, errata que procede de la primera edición de Óleo (Madrid: Ágora, 1958, 43). 7. García Baena, Pablo. Un navío cargado de palomas y especias (antología). Sevilla: Agencia Andaluza de Instituciones Culturales & Consejería de Cultura & Centro Andaluz de las Letras, 2018; 2ª ed. Ibíd. 2020. 8. Molina Foix, Vicente. El joven sin alma. Novela romántica. Barcelona: Anagrama, 2017. En cierto modo ya lo es: véanse sus páginas 226-239, 275, 341 sq.

9. Fundación Jorge Guillén, legado Rosa Chacel, signatura RCH 02/116, 1v.-2r. La película musical de 1964 My Fair Lady, dirigida por George Cukor, basada en Pygmalion de George Bernard Shaw (a través de una comedia musical estrenada en Broadway en 1956) y protagonizada por Rex Harrison y Audrey Hepburn, actriz en quien yo encontraba, como en Jean Seberg, un gran parecido con Ana María. 10. Fundación Jorge Guillén, legado Rosa Chacel, signatura RCH 05/121, 1r.

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El Cielo Raso

Guillermo Carnero. El síndrome de Peter Pan en la Barcelona...

escribió a Rosa Chacel el 27 de julio [de 1966] que los mejores amigos de Ana María y suyos éramos Gonzalo Suárez y yo. Copio: «Guillermo Carnero, 19 años [...] es un chico maravilloso, de una pureza cegadora, y creo que es o será mucho mejor poeta que yo [...] Aleixandre está tan entusiasmado con él como nosotros»11. Los tres constituíamos, pues, una burbuja de cariño y comunicación que sin duda amplificaba, en la mirada de cada uno, los méritos de los otros, a lo cual hay que añadir el amor que Ana María despertaba12. En mi caso no fue correspondido, si bien ella me había dejado claro que yo no le producía repugnancia física. Digo que mi amor por ella no fue correspondido aunque llegamos un día a esa situación en que una mujer se dejaría hacer, sin oposición pero sin participación. Aunque no estaba borracha ni drogada, no proseguí por ese camino, que solo indignamente puede recorrer un hombre. Aquel que tenga autoestima necesita algo más que concesión amistosa y pasiva: respuesta activa, entusiasmo, iniciativa, todo lo que convierte a la mujer en una compañía plena y la aleja de la condición de objeto. En la práctica, entre Pedro y yo confeccionamos un personaje imaginario al que dábamos diversos nombres (La Tortuga, el Jabalí de Trebisonda, El Perezoso de tres dedos, El Unicornio de Madagascar, el Animal de Hungría13, el Animalot, la Abuelita, el Behemoth, el Catoblepas14), bajo los cuales nos referíamos a ella. Lo confirma 11. Fundación Jorge Guillén, legado Rosa Chacel, signatura RCH 05/116, 2r. 12. También en Leopoldo María Panero, pero en una dimensión propia, con más tragedia y menos juego: véase J. Benito Fernández. El contorno del abismo. Vida y leyenda de Leopoldo María Panero, Barcelona, Tusquets, 1999, págs. 92-93, 98101, 111-113, 126-130, 198. 13. Comedia de Lope de Vega del mismo título, donde la ex reina Teodosia, abandonada en descampado tras ser desposeída de la corona, sobrevive, es tenida por una fiera selvática y finalmente recupera su identidad y su reino. No se trata de Santa Isabel de Hungría. 14. El behemoth es un paquidermo monstruoso mencionado en el Libro de Job; el catoblepas, otro monstruo, descrito por Plinio el Viejo. Fueron aportación de Gimferrer, procedente, si no recuerdo mal, del Manual de zoología fantástica de Borges. Yo escribí en honor de Ana María unos sketches dramáticos a la manera del teatro de T. S. Eliot, dos de cuyos títulos recuerdo: El cumpleaños de la tortuga y La guisa del Behemoth.

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la misma Ana María en carta a Rosa Chacel de agosto de 196615: «¿Has leído a Salinger? Pues imagínate al cazador oculto, metido en el cuerpo de Guillermito (lo llamamos así, a sus espaldas). Es de una inmadurez conmovedora y hace cosas correspondientes a un niño de tres años y luego se te presenta con una carpeta de poesías que hace tumbar de espaldas [...] Se hablará mucho de este chico, lo mismo que de Pedro. Yo me siento muy orgullosa de los dos. [...] Estos niños barbudos me llaman abuela hipótesis (bautizo de Guillermito) y tienen una lista de insultos en común que ya pasan de los veinte (depravada, acumulación de datos dispersos, etc.)». Rosa, en carta de 8 de septiembre, encuentra conmovedora «vuestra unión, armonía, concordancia o como quieras llamarla»16. Sin embargo, en carta de 12 de octubre, Ana María dice preferir su sólida amistad con Carmen Kurtz a «la atmósfera caótica, carnavalesca y casi casi fantasmal» que mantiene con Pedro y conmigo17. Con todo, Rosa le escribe el 20 de enero de 1967: «La primera vez que Pedro me habló de Guillermo me dijo que era un chico “de una pureza cegadora”, cosa que me pareció un poco ditirámbica, pero llegaron sus poemas y me pareció la definición exacta [...] Así pues, vuestro trío llenó para mí un número sagrado [...] Y me gusta que seáis una plé-

Menciona el segundo Vicente Molina en El joven sin alma, pág. 231-232, y añade equivocadamente uno, El animal de todos, título demasiado burdo que no cabe en el espíritu de refinamiento y sutileza propio del caso. También escribí, entre otros, el soneto neogongorino que Molina copia en parte en las págs. 226-227, y que he logrado rememorar. Dice así completo: «Prestidigitatoria malandanza / en caja de sorpresas colmilludo, / torvo, huraño, feroz, crespipeludo, / para espanto, terror, pasmo y mudanza / a alivio no sujetos ni a templanza / del humano vivir, manso y lanudo / el que libio domara melenudo / domeña en oropel, si oprimió lanza. / Si catoblepa hircana renaciera / en el fantasmagórico peluche / de pelo mal cortado a la garçon / oprima cepo y blándase tijera, / y sea alpiste escarnio de su buche, / y pueble velintónico jaulón». El jaulón es el que tenía Vicente Aleixandre en su chalet de Velintonia, como gallinero. 15. Rosa Chacel y Ana María Moix. De mar a mar. Epistolario. Edición de Ana Rodríguez Fischer. Barcelona: Comba, 2015, 135-136. 16. De mar a mar, 141. 17. Íbid., 159.


yade, que os mováis dentro de un orden de trabajo, de pensamiento, de amistad, de amor...»18. Disparatada niña fue mi aportación escrita a un juego de la palabra y la imaginación inventado por Pedro Gimferrer y Ana María, y al que me uní en cuanto los conocí al poco de llegar a Barcelona, a donde me trasladé en otoño de 1964. Un juego que tenía tanto de cariño como de competencia en la exhibición de ingenio y de homenaje a Ana María, pues la mitificaba convirtiéndola en un ser irreal y mítico. Pedro Gimferrer iba asimismo componiendo poemas dedicados a esa mitificación. Empezaron llamándose madrigales, y finalmente tres de ellos se publicaron, como ya he dicho, con el nombre de 3 poemas. En carta a Rosa Chacel sin fecha (solo día 26), Pedro escribe: «He terminado “Madrigales”. Es un libro corto, de transición o paréntesis. Muy trabajado formalmente. Son doce poemas, unos 400 versos en total, todos de carácter erótico (aunque no mío, sino objetivo: narran historias) y en endecasílabo libre»19. En carta de 8 de agosto de 1966, Pedro me dice que «el libro [Madrigales] quiero que vaya dedicado a Ana María y a ti». Similar, mutatis mutandis, era mi intención con Disparatada niña, título que se le ocurrió a Vicente Aleixandre, como hemos visto en su carta de 3 de octubre de 1966. Un detalle de aquella pintoresca relación a tres: en carta de 5 de julio de 1966 Pedro me adjunta un sobrecito con pelo de Ana María, y me dice: «Veo a diario a la abuelita [Ana María] y nos escarnecemos mutuamente, lloriqueando alguna que otra vez al evocar tu perfil de doncel encantado. [...] Como habrás ya visto con horror, aquí te van las cerdas prometidas». Desde Barcelona escribí a Rosa Chacel el 18 de octubre de 1966: «Mis relaciones con ellos son un ejercicio de irrealidad. Sobre todo Ana María [...] tiene sobre sí un ingrediente o una cuarta dimensión que la conectan con lo fantástico [...] Seres quiméricos como Ana María hay bastantes, aunque no demasiados: en los museos de Historia Natural y en los de Zoología, en casa de los taxidermistas, en los Museos de Figuras de Cera, en los circos, en las representaciones de guignol. Luego en el cine Alcázar de aquí, donde proyectan My Fair Lady, aunque después de haber visto 15 veces la película Audrey ya casi no me sorprende —en lo que la cin18. Íbid., 211. 19. Fundación Jorge Guillén, legado Rosa Chacel, signatura RCH 05/114, 1r.

ta contiene, naturalmente, siempre queda el ejercicio mental— y por lo tanto Ana María, como personaje de fábula, misterioso, desconocido y sorprendente, tiene una única y singular importancia»20. El 6 de noviembre, también desde Barcelona, escribí de nuevo a Rosa adjuntando lo que parece la colección, anunciada el 18 de octubre, de Disparatada niña: «Te mando la Infancia de ese animal fantástico [...] y ya me dirás qué te parece. No lo rechaces a la primera por su aspecto grotesco, y advierte cómo el haber construido todo un mundo de cartón piedra, bambalinas, un mundo de decoración teatral, tiene para mí una gran importancia, ya que contradice, como lo que imagino en Wilde o Brummel, una radical apetencia de realidad»21. De la colección escribió Rosa Chacel a Ana María el 15 de diciembre de 1966: «Guillermo me manda [...] TU INFANCIA poemática. Si te hablase de esa fantasía como de un poema te diría que es encantadora [...] pero si te hablase de ella como retrato tuyo, como documento de información creadora, tendría que decirte que es una quintaesencia o extracto obtenido a una presión incalculable. Es la presión de la mirada poética, que te ve así, y así tienes que ser»22. Y el 15 de mayo de 1967 se refiere a un cuento de Ana María en estos términos: «tiene toda tu gracia de DISPARATADA NIÑA»23. Habiendo marchado yo a Valencia para pasar en familia las vacaciones navideñas de 1966, hice a Rosa, con fecha 11 y 22 de diciembre, una confesión cuya desbordante fantasía es tan llamativa como su ingenuidad infantil: «Durante el último día de estancia en Barcelona, el domingo 9, pude por fin llevar a buen término una de las más esplendorosas carnavaladas que hayamos nosotros tres encarnado nunca: visitar las atracciones del Tibidabo, subir en el trenecito encantado —que recorre la Alhambra, el claustro de Silos, las cuevas del Drach, el Pueblo Español, todo de dos metros de altura, y termina en una sala de espejos poligonales y miríadas de bombillas parpadeando en todos los colores— e introducirnos en un mundo a la medida de los niños, como en los libros de Lewis Carroll o las aventuras 20. Fundación Jorge Guillén, legado Rosa Chacel, signatura RCH 05/091, 1v.-2r. 21. Fundación Jorge Guillén, legado Rosa Chacel, signatura RCH 05/090, 3r. 22. De mar a mar, 178. 23. Íbid., 256.

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Guillermo Carnero. El síndrome de Peter Pan en la Barcelona...

de Peter Pan, que son nuestras lecturas favoritas. Visitar la sala de los espejos deformantes, la Casa de los Misterios, y utilizar todas las distracciones para niños de 6 ó 7 años, hechas a su medida: columpios, subeibajas, balansés, estructuras de tubo de hierro para hacer contorsiones gimnásticas... Ni siquiera nos faltó el tren cremallera con su estación y sala de espera, todo a la medida de una personilla de 6 ó 7 años. Y logré que mis dos personajes favoritos posaran en la foto que te mando: es la imagen más real que de nosotros pueda darse. [...] Así es que yo siento como lo más real —y también, dolorosamente, como lo más fantasmal, intangible e inmaterial— aquellas ficciones que me permiten elaborar, destruyendo así la pasividad que necesitamos tener ante las cosas para que nos parezcan auténticas, el mundo exterior tal y como yo lo hubiera querido. La sensación física —no la especulación solo— de la existencia de estos dos universos, el interior y mental, en el que uno es dueño y señor y donde todo le es fiel, y el exterior, donde somos extraños e incapaces de certeza, pero que es para nosotros el ansiado salir-de-nosotros-mismos, ha sido siempre mi obsesión...»24. Sobre este episodio escribió Rosa Chacel a Ana María el 26 de diciembre de 1966: «¡Tengo sobre la mesa vuestra foto del Tibidabo! Guillermo me hace una descripción de vuestras andanzas por el parque [...] Pedro y Guillermo están posesionados de su papel; tú estás un poco escéptica, mientras ellos agitan y condimentan el guiso [...] Lo de la madurez de Guillermo no se apoya únicamente en su opinión sobre La sinrazón, sino en unos poemas fenomenales que me manda; riqueza y perfección de lenguaje insuperables...»25. 24. Fundación Jorge Guillén, legado Rosa Chacel, signatura RCH 05/089, 1r. Encuentro en esta carta el mismo espíritu que en dos poemas de la plaquette Modo y canciones del amor ficticio (Málaga: El Guadalhorce, 1969. Cuadernos de María José n.º LX): «Minerva y el centauro», y «Luna Park». Los dos versos finales del primero (página 11) coinciden directamente con la carta: «parece más real aquel amor de entonces, / solo, pero señor de sus fantasmas». Buena parte de esta plaquette y de la titulada Barcelona, mon amour (Ibíd., 1970, Cuadernos de María Isabel n.º II) tratan entre líneas de mi amor frustrado por Ana María, reconocible asimismo en Disparatada niña. El poema «Luna Park», parque de atracciones inaugurado en 1903 en Coney Island, es trasunto del Tibidabo. 25. De mar a mar, 190-191.

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Se trataba evidentemente de una manifestación del llamado «síndrome de Peter Pan», motivado por la inaccesibilidad de Ana María. No sé qué opinión daría Rosa a Ana María y Pedro acerca del ejercicio de irrealidad y transustanciación esperpéntica a que nos entregábamos, ni qué versión del mismo habría recibido de ellos. Si en las cartas que me escribió Rosa dedicó numerosos párrafos repletos de entusiasmo —que no vienen a cuento aquí— a los poemas de Dibujo de la muerte, en cuanto a la imaginaria infancia de Ana María fue siempre parca, y si alabó más de una vez la habilidad literaria y el despliegue imaginativo del ejercicio, en última instancia le parecía una forma extraña, si no morbosa y absurda, de manifestarle cariño, y un alejamiento de su humanidad y de los problemas que eran inherentes a su naturaleza atormentada, de los cuales sin duda sabía más que yo. Así me escribió, por ejemplo, el 30 de septiembre de 1966: «Si yo no he visto a Ana María como animal fantástico ha sido porque en la inevitable fraternidad femenina lo que prima es lo animal. Ana María me parece un ser tan... valioso, una criatura de tan incontestable excelencia humana, que lo que más me inspira es el deseo de custodiar su animalidad. ¿Comprendes lo que quiero decir?... Lo que me inspira es el deseo de afianzar la tierra a su alrededor para que nada pueda desequilibrarla. Pero, claro está, vosotros no podéis sentir lo mismo y veis en ella principalmente lo fantástico. Perfecto, así tiene que ser. El poema es como si hubieras encontrado en un viejo armario joyas y adornos de otras épocas y países, y se los fueras probando y adaptando a su figura...». La mitificación de Ana María nos indujo a Pedro y a mí a plasmar nuestras visiones imaginarias en poemas que constituían una especie de álbum de retratos fantásticos. Sin embargo, el proyecto inicial —¿dos colecciones publicadas simultáneamente, un volumen conjunto?— no acabó de cuajar, probablemente por las reservas de Aleixandre y Paz y porque Pedro acabó considerando la imaginería belle époque asunto privativo, aunque formaba parte de la convención que él mismo había creado para uso y disfrute patológico de los tres, y que yo secundé como regla de un juego al que me incorporaba estando ya empezado. Por otra parte, yo devoraba y coleccionaba en aquella época novela rosa y erótica de comienzos de siglo26, y leía a Proust, D’Annunzio, Pierre 26. Afición que nunca me abandonó: siendo codirector,


Loti, Villiers de l’Isle, Valle-Inclán, Antonio de Hoyos y Vinent, José Asunción Silva, Joaquín Belda, Artemio Precioso y otros semejantes. En carta de 23 de septiembre de 1966 Pedro me recomendaba limitarme al Renacimiento —de donde procede parte, no toda, de la inspiración de Dibujo de la muerte27— y dejarle a él el fin de siglo28. Cuando el proyecto inicial de ofrenda doble a Ana María se deshizo, y ante su cumpleaños ya próximo (el 12 de abril), yo decidí ofrecerle mi parte del regalo. Así escribí a Rosa desde Barcelona, el 20 de febrero de 1967: «Por mi cuenta y riesgo, y aprovechando la influencia que un periodista amigo de la familia tiene en una imprenta valenciana [...] se está imprimiendo en estos días la Infancia de Ana María, con un prologuillo mío. [...] Espero que te guste cómo haya quedado. [...] A propósito de este libro —que se llama Disparatada niña; el título me lo sugirió una carta de Vicente en la que aludía a Ana en estos términos— se nos ha planteado a Pedro y a mí el problema de hacerlo aparecer a la vez que uno que él tiene escrito y llama Madrigales. Los escribimos poco más o menos a la vez, y hay ciertas similitudes en la factura del endecasílabo en que están escritos. Aunque no es verso que hayamos inventado ni él ni yo, pues, en mi caso al menos, y supongo que también en el suyo, procede de las «Claves líricas» de Valle-Inclán, para evitar el desagradable asunto de las supuestas influencias o imitaciones, hemos pensajunto a Alberto Blecua y Pedro Cátedra, de la colección de Clásicos Taurus, encargué a Lily Litvak la Antología de la novela corta erótica española de entreguerras 1918-1936, que se publicó en 1994. 27. No es el caso de «Muerte en Venecia», «Primer día de verano en Wragby Hall», «Brummel», «Les charmes de la vie», «Watteau en Nogent-sur-Marne», «Óscar Wilde en París», «Capricho en Aranjuez» y «El Serenísimo Príncipe Ludovico Manin…», limitándonos a la primera edición (21 poemas). 28. Sin embargo, en carta a Rosa Chacel de 4 de julio (sin año; Fundación Jorge Guillén, legado Rosa Chacel, signatura RCH 05/123, 1v.), Pedro escribe: «Tengo escritos tres poemas de lo que puede ser un nuevo libro a redactar en el término de un año como máximo, y que se titularía “Madrigales”. Son poemas breves (unos treinta versos) en endecasílabos blancos, muy trabajados y limados. Los temas: la Venus de Mëdicis, Lucrecia Borgia y un recuerdo de mi adolescencia». Así pues, el Renacimiento; ¿en qué quedamos?

do en que se conozcan a la vez. Aunque solo a un lector superficial le parecerían similares. Pedro recrea su mundo con una enorme dosis de buena fe, mientras que para mí todo recurso al artificio es una forma de autotortura. Yo deseo que mi mundo ideal sea el que estoy viviendo en cada momento. Yo te decía en una carta anterior que para mí realidad es aquello en lo que me siento inmerso porque coincide con mis apetencias estéticas o simplemente humanas; pero no olvidemos que realidad es asimismo aquello con lo que me encuentro cada día al salir a la calle. El conflicto que resulta de que ambas formas de realidad no sean una y la misma puede resolverse —y se resuelve— refugiándonos en nuestra realidad soñada. Pero el carácter equívoco que una realidad así entendida tiene (EL EXISTIR SÓLO EN LA INTIMIDAD DE NUESTRA MENTE) es un doloroso aviso, una continua sensación de fraude y falsificación. Por eso el mundo de Disparatada niña es conscientemente grotesco, caricaturesco y estrambótico. Para que el lector se dé cuenta, muchas veces utilizo las más burdas técnicas del pastiche y el poncif. Como esas ilustraciones de los libros de imágenes que sirven para aprender inglés, acumulo y acumulo sin orden objetos de un tiempo perdido que pueden coexistir en cualquier orden porque están muertos, y ya no tienen que actuar ni que relacionarse los unos con los otros. Que sólo tienen que clamar: he aquí la obra de quien se da cuenta de que sólo su propio tiempo puede ser vivido, que todo mundo soñado es una anticipación de la muerte, y que, con todo, persiste en la ambigüedad, como haciéndose chivo expiatorio de los pecados del tiempo que le ha tocado vivir»29. Pedro, Ana María y yo nos veíamos casi a diario para leernos en voz alta o intercambiar copias de lo último que habíamos escrito. Cuando yo estaba en Valencia, por vacaciones estivales o navideñas, el intercambio continuaba por correo. En nuestras reuniones Ana María solía traer algunas cuartillas resultado de su vocación por la narrativa, mientras Pedro y yo acudíamos generalmente con poemas, algunos de los cuales correspondían 29. Fundación Jorge Guillén, legado Rosa Chacel, signatura 05/086, 1r. y v. Todo esto no deja de tener, curiosamente, una gran semejanza con la mentalidad camp que poco después se iba a adjudicar a la fracción más joven de Nueve novísimos.

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al ya descrito juego del «disparate», cuyo objeto y víctima era ella. Pero no solo eso, pues sus cartas30 demuestran que aceptaba el juego, lo atizaba y participaba en él. En julio de 1966 me escribió, después de advertirme que «verte convertido en un casigordo [sic] como Pedro no me gustaría»: «Lo que sí debes procurar es ser un niño inteligente y bien desarrollado para orgullo de tu abuela y demás familia». La «abuela» era, claro, ella misma. Sigue refiriendo que Pedro sufre «cosas propias de todos los viejos: tienen lumbago, se vuelven sordos, han de hablar siempre de cosas serias y no les está permitido subirse a los tiovivos», y a continuación inserta la caricatura que reproduzco aquí , con su rótulo al pie:.

«Pedrito, enorme y sosegado, disfrutando de su nuevo babero y sus botitas blancas». Dibujo cedido por el autor.

El 7 de julio me reprendía burlonamente diciendo: «No hay derecho que los nietos se ensañen de este modo con sus abuelitas», a propósito de un poema y un cuento míos, que no identifica. Califica el cuento de «muy cruel» y dice de él: «Ese cuento, todo el cuento, sólo lo entendemos nosotros tres». Luego, de uno suyo 30. No les ponía fecha, así que la considero cercana a la del matasellas, cuando es legible, total o parcialmente, y esta es la que cito. Solo puedo hablar de las cartas escritas a Rosa Chacel y a mí.

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escribe: «Me puse muy contenta cuando comprendiste tan bien Una piedra en el camino (y esto que eres tan pequeño), porque incluso Pedro, con toda su carnaza, no lo entendió». Termina así: «Sólo quiero recordar a mi nieto que su abuela espera su cartita». Otra sin fecha, pero de 1966, lo hace con estas palabras: «Siento no poder darte el alpiste y acabar bien el festejo...». El 1 de noviembre de 1967: «Imagínate que hemos estado en la verbena, y lo hemos pasado bomba. Hemos tirado al blanco en un carromato verde en cuyas estanterías se exhibían figuras burlonas representando a todo un carnaval que debe quedar. ¡Hemos acertado el ombligo de Pedro!». A continuación me copia la letra de «La niña de la estación» tal como la había oído cantar a Concha Piquer. Pero Ana María era consciente de que, por muy juego que aquello fuera, involucraba y enmascaraba sentimientos más profundos y cruzados hacia ella. En mi caso lo revela la larga carta que me escribió el 21 de febrero de 1970. Imposible reproducirla por entero, aunque lo merece por ser un testimonio irrenunciable de su insuperable calidad humana. Está mecanografiada nerviosamente, llena de tachaduras, lapsus, repeticiones y faltas de sintaxis y ortografía, y fue evidentemente escrita durante una borrachera: Que sí, Guillermo, que sigo siendo llorona y sentimental. [...] ¿Cómo voy a ser cruel si yo, que conozco la historia, la cuento un día? [...] Me ha quedado un dolor, no de corazón como diría Gloria Fuertes, es más adentro. Con «Gato escaldado...»31 me he vuelto a sentir como siempre me sentí, ¿avergonzada por mi comportamiento? No, seguro que no, volvería a ser la misma, pequeño gato escaldado [...] ¿Fui, he sido, soy dañina? Quizá, a pesar mío. No fueron días felices, pero hicimos una historia. [...] Al leer el libro por el taxi he llorado como una loca (el taxista ha preguntado: «¿Señora, la ha dejado el novio? No hay para tanto») y también estoy llorando ahora. Al taxista le he dicho que sí, que me ha dejado el novio. Porque lo he leído en Barcelona, mon amour. «¿Por otra?», el taxista no dejaba de preguntar. «No, he dicho, por otra no. Es que antes le dejé yo». [...] Nuestra histo31. «Gato escaldado del agua fría huye», de mi plaquette Barcelona, mon amour.


ria es muy sencilla, pequeño gato escaldado: fuimos El Príncipe y la Corista32. [...] Ahora no me odias, ¿me odiaste un día? No lo hagas, olvídame si quieres [...] Recuerda la verdad, sin rencor, sin crueldad [...] Una chica, medio gato medio humana, vivía en una casa oscura llena de gatos y telarañas, comía tortillas por las noches y bebía gin al despertar. [...] Volver a estudiar Comunes, volver a que me explicaras Historia en Rocafort33, atracándome con tus merendolas, escribir a Rosa Chacel, volver a ver My Fair Lady [...] Yo sé que me has querido mucho, sé que me has querido más que nadie [...] Que seas todo lo feliz que puedas ser. Aquella chica era muy tonta, muy borracha. Si tuvo algún interés tú, pequeño gato escaldado que fuiste, que sabes toda la historia, no seas cruel cuando la cuentes34. Con todo el cariño que nunca te di, Ana María.

Retrocedamos unos años. Yo debí sin duda de reconocer y agradecer a Pedro estímulos o préstamos luego aprovechados en mi aportación a la etopeya de Ana María, en la que él llevaba la voz cantante. De hecho se trataba de eso: de construir por juego un común mundo imaginario. En carta de 5 de julio de 1966, citada más arriba por contener un mechón de pelo de Ana María, Pedro se refiere a tres poemas de la serie «Madrigales», que dice ya conozco. El 27 de julio me manda el titulado «Veraneantes», en el que admite la posible influencia de Jaime Gil de Biedma. Yo le escribo el 29 de julio con gran elogio de «Veraneantes» (uno de los integrantes de Madrigales y luego de 3 poemas). El 8 de 32. Film de 1957 protagonizado por Marilyn Monroe y Laurence Olivier, que asimismo lo dirigió. 33. La vivienda en la calle Rocafort n.º 198, que mi padre me compró cuando me expulsaron del Colegio Mayor San Raimundo de Peñafort por haber participado en 1966 en la «Caputxinada» y otros desórdenes estudiantiles. Todo lo he recordado cumplidamente en «Mayo del 68: París y Barcelona», Revista de Libros, 2ª época, n.º 198 (2018), 189-198, y «Barcelona en tiempos de los novísimos, y hoy», Cuadernos Hispanoamericanos nº 823 (enero de 2019), 104-113. 34. Ana María recuerda el film Té y simpatía (1956) de Vincent Minelli, y así quizás alude a su homosexualidad, que le impidió corresponder a mis sugerencias y que acaso la había ya —no creo que por mí— inducido a pensar en el suicidio, porque no acababa de despejar su indefinición sexual.

agosto me manda nuevos «madrigales», y da su listado, en número de nueve. El 24 de agosto me manda manuscrito un nuevo poema de la serie, incorporado luego a 3 poemas, «Hotel», y me pide mi opinión. En carta de 30 de agosto comenta dicha opinión, que debí de enviarle en una carta que no poseo, y reconoce haberse «inspirado» en algún poema mío para uno de los pasajes del suyo («Las flores del jarrón vienen directa y conscientemente de ti»). Estábamos pues en contacto frecuente, y circulaban entre nosotros los inéditos, en ambos sentidos. ¿Pudo servirle a Pedro de inspiración —como él afirma a propósito de «Hotel»— algún poema mío publicado, o algún inédito que yo le hubiera dejado leer? Puede ser, pero no lo necesitaba; yo tampoco los suyos, habiendo tantas fuentes comunes. Aunque a nadie le amarga un dulce, ni le perjudica un poema bien escrito. Al margen de estas cominerías, nuestros padres tutelares, Vicente Aleixandre en mi caso, él y Octavio Paz en el de Gimferrer, nos daban sus consejos, hasta donde se me alcanza coincidentes acerca de la improcedencia y menor calidad de los poemas funambulescos dedicados a Ana María. Digo esto con la reserva de no conocer de primera mano las reservas de Paz ni las de Vicente en lo tocante a los poemas de Pedro. Me detendré en las de Vicente que me conciernen. El 3 de octubre de 1966 me escribe: «Pedro me decía si su poema “Hotel” no tendría demasiado influjo de “Bomba en la Ópera”, concretamente35. Le dije que no, pues no importa cualquier proximidad si se insufla de evidente espíritu personal, como es el caso. Como te pasa a ti, de otro modo [...]. Tú razonas bien la diferente situación, impulso y origen en que te mueves, y estoy del todo conforme». El 23 de febrero de 1967, 35. «Hotel» es el último de los 3 poemas que componen el Cuaderno XXXIII de María José, publicado por Ángel Caffarena en 1967 («La señorita del paraguas verde / de madrugada vuelve ebria al hotel…»). «Bomba en la ópera» forma parte de En un vasto dominio, de Vicente Aleixandre (1962). Otros poemas de este libro («Ciudad viva, ciudad muerta», «Escena V» y sobre todo «Dúo»), junto a «El vals», de Espadas como labios (1932), parecen fuentes de «Hotel» y del ciclo de «Madrigales» de Pedro Gimferrer. También de mi Disparatada niña, quizá junto a su procesamiento en los mismos «madrigales».

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Vicente me recomienda no repartir a la crítica Dibujo de la muerte y Disparatada niña unidos: «El mandarlo con tu libro malagueño le perjudicaría a éste ante los críticos. Dibujo debe ir solo. A las personas de tu intimidad sí puedes mandarle los dos a un tiempo». El 1 de marzo me reitera el consejo, si bien, añade: «Tu Disparatada niña puedes, en su día, repartirla. No es veneno ni desdoro, ni te rebaja en nada». El 21 de marzo considera el folletito «un conjunto encantador». El 29 me escribe: «Ya te he dicho que este librito me parece tener su encanto clarísimo. Cierto que no debes mandarlo con el otro, para darle a Dibujo su importancia. Pero dentro de un mes puedes repartirlo a amigos y conocidos, y en general a poetas». En cuanto a Pedro Gimferrer, me confirmó en noviembre de 2009 que entre sus colecciones poéticas publicadas no hubo, ni ha habido después, ninguna titulada Madrigales, pues Octavio Paz lo disuadió de darlos a la imprenta; aunque sí existe el libro inédito de ese título, del cual extrajo en su día el cuaderno 3 poemas36. Creo que las dudas de Pedro con respecto a Madrigales explican que no los publicara, tanto como las reservas de Paz, siempre en el terreno de la conjetura y salvo mejor opinión que la mía. Véanse las cartas de Octavio Paz de 23 de abril y 27 de mayo de 196737. Si la primera carta de Paz a Gimferrer es de abril de 1966, y la primera que habla de Madrigales y 3 poemas de abril de 1967, y 3 poemas se imprimió, según su colofón, el 20 de marzo de 1967, no parece que pudiera ser Paz quien hiciera dudar a Gimferrer de la oportunidad o calidad del ciclo de Madrigales, y quien lo disuadiera de publicarlo. Mientras no aparezcan documentos que indiquen otra cosa, Madrigales no se

36. «Madrigales. A Vicente le gustaba y a Octavio no. Las razones de éste me decidieron a no publicar más que algunos poemas del libro». En «Entrevista a Pere Gimferrer» de Víctor García de la Concha, Ínsula 505 (1989), 28 y 27 (páginas numeradas por error en este orden inverso). Lo citado, en 28. 37. Paz, Octavio. Memorias y palabras. Cartas a Pere Gimferrer, 1966-1997. Edición de Pere Gimferrer. Barcelona: Seix Barral, 1999, 19-25.

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publicó en 1966 por las reservas del propio Gimferrer, o acaso las de Aleixandre. Las de Octavio Paz resultan un tanto brumosas, seguramente por el exquisito cuidado que ponía —idéntico en eso al de Aleixandre conmigo— para no herir o desalentar a alguien a quien apreciaba, pero quería disuadir: «Quiere Vd. contar —escribe en abril— emociones o descubrimientos psíquicos dentro de un contexto real, preciso, prosaico». El intento de Gimferrer le recuerda cierta poesía inglesa, como la de Lowell. «Ese género de poesía reclama objetividad extrema», que Paz no encuentra en 3 poemas ni en la poesía realista española del momento, sea o no social. «Yo veo en la actual poesía española —sigue— dos notas que no son modernas: el sentimentalismo y el didactismo»; con Arde el mar «rompía Vd. precisamente con esa poesía a la que ahora regresa, y con la que estoy en desacuerdo». En la carta de mayo habla Paz de excesivo desarrollo verbal, falta de concentración y densidad, adjetivación tópica y esperable. «[Yo] buscaría un lenguaje más ascético [...], más rápido y menos explicativo [...] No se deje dominar por el tema, deje que las cosas y los hechos (las palabras) hablen por sí solos [...] El comentario debe ser invisible, y la voz del autor debe aparecer más como un gesto (si es irónico tanto mejor) que como formulación expresa.» En tanto que deshojaba su propia margarita, Gimferrer consideró, con gran decepción y desconcierto por mi parte, improcedente mi regalo de cumpleaños a Ana María. Al haber yo escrito los poemas como un juego aprendido y compartido, y una prueba del cariño supuestamente reinante entre los tres —y me consta el infantilismo de todo este asunto, que solo disculpan la extrema juventud y la sobredosis de literatura—, unos meses después, en el jardín del chalet donde mis padres y yo veraneábamos por entonces, hice una hoguera con la edición de Disparatada niña, ceremonia de la que solo se salvaron los pocos ejemplares que había previa e ingenuamente enviado a amigos muy cercanos, y a alguien a quien no conocía directamente pero que, por lo dicho y en palabras de Manuel Machado, estaba en el secreto: Octavio Paz, residente entonces en Nueva Delhi. Peter Pan, Wendy y el hada Campanilla se habían desvanecido sin remedio.


Bibliografía Aleixandre, Vicente (1932). Espadas como labios. Madrid: Espasa-Calpe. ----- (1962). En un vasto dominio. Madrid: Revista de Occidente. Borges, Jorge Luis (1957). Manual de zoología fantástica. Méjico & Buenos Aires: Fondo de Cultura Económica. Canales, Alfonso (1972). «Homenaje a Pablo García Baena». Ínsula 304, 3. Carnero, Guillermo (1967a). Disparatada niña. Ed. del autor. Valencia: Tipografía Doménech, 16 de febrero. ----- (1967b). Dibujo de la muerte. Málaga: Librería Anticuaria El Guadalhorce, 28 de febrero. ----- (1969). Modo y canciones del amor ficticio. Málaga: Librería Anticuaria El Guadalhorce, Cuadernos de María José nº LX. ----- (1970). Barcelona, mon amour. Málaga: Librería Anticuaria El Guadalhorce, Cuadernos de María

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La vida breve

Todos los muertos que me construyen (pasajes de un álbum fotográfico) Xènia Fuentes Lozano

«Ese segundo elemento que viene a perturbar el studium lo llamaré punctum; pues punctum es también: pinchazo, agujerito, pequeña mancha, pequeño corte y también casualidad. El punctum de una foto es ese azar que en ella me despunta (pero que también me lastima, me punza).» Roland Barthes «Un amigo vino a verme de lejos en un sueño, y en el sueño le pregunté: ¿Has venido en fotografía o en tren? Todas las fotografías son un medio de transporte y una expresión de ausencia.» John Berger

Fotografía n.º 1 Es la primera imagen (al menos que yo tenga constancia) en la que aparezco. Todavía no se me ve, vivo oculta dentro de la barriga de mi madre. A oscuras, bajo capas de epidermis. En la fotografía mi madre, Pepi, aparece de perfil, medio desnuda. Es un retrato en blanco y negro. Se le ve el vientre abultado, la piel tersa. Los pechos se le han puesto grandes, los pezones oscuros. Está junto a una ventana con doble cortina. Una de ellas está recogida y hace el efecto de ser un teatro donde se ha levantado el telón. Como una función que está a punto de comenzar. Tal vez sea la mía, la función de una vida que se abre camino. Ella con delicadeza sujeta un visillo blanco y vislumbra la calle. La luz suave entra por la ventana y perfila sus rasgos: su nariz puntiaguda, las mejillas algo más regordetas de lo habitual, el pelo castaño ondulado. Toda la escena parece de ensueño, si no fuera por la expresión de ella, entre ensimismada y melancólica, como ausente. Una vez leí en una agenda de mi madre: «Hoy hace veinte años que cometí el error más grande de mi vida: casarme con Domingo. Suerte que tuve a Xènia». Así de contundente era la nota, así de descarnada. Suerte que tuve a Xènia; de alguna manera, en mi naturaleza intrínseca, además de una serie de genes heredados, venía arraigada esa frase. Mi misión, pues, era clara: enmendar un error, proporcionar alivio, ayudar a sobrellevar algo que no debería haber ocurrido. El resultado de una fórmula D+P=X, donde la X soy yo, Xènia, la solución a

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un matrimonio fracasado, la recompensa a siete años de relación insatisfecha, el pequeño acontecimiento positivo después de largos periodos de pesadumbre. Pero en el momento de la foto yo no soy consciente de nada de todo eso. Apenas tengo el tamaño de una sandía, floto feliz en líquido amniótico. Aislada del frío, del ruido, del dolor. Vivo despreocupada en mi mundo esférico, alimentada a través de un cordón, aferrada a un instinto primario que prevalece por encima de todo: sobrevivir.

Fotografía n.º 2 Si mi madre supiera que he escogido esta foto, con toda probabilidad me odiaría. En ella salimos las dos en la playa: mi madre, medio tumbada mirando a cámara; yo recogida, sentada en sus pantorrillas. A juzgar por mi aspecto, y el chupete que reposa en la toalla, debo tener unos dos años. Las piernas de mi madre llenas de cicatrices relucen al sol. Tiene dos cicatrices largas como lombrices, una en cada pierna. Como dividiéndolas por la mitad, como marcando una anomalía en su cuerpo, en su vida, ya de entrada. El relato sobre cómo se hizo aquellas heridas todavía guarda rincones oscuros. La única historia que subyace entre mis recuerdos de niñez es extraña e inverosímil, pero la expondré de todos modos. Mi madre me contó, o tal vez yo imaginé, que cuando ella tenía dos años, unas niñas mayores que ella la tiraron, lanzaron, empujaron por un terraplén. Abajo habían preparado una cama para amortiguar el golpe; el problema es que estaba hecha de ladrillos, cubierta por encima con unos hierbajos. Evidentemente la caída destrozó las piernas de mi madre. Aquello derivó en multitud de operaciones y largas temporadas en el hospital, con las piernas escayoladas. Pero lejos de arreglarla, cada operación no hizo sino empeorar el asunto.

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La vida breve

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Con el paso de los años, este es el relato que ha quedado en mí. Cuando hoy pienso en esta historia me resulta demasiado descabellada: ¿por qué iban a lanzarla unas niñas? ¿Y cómo, en qué momento, se les ocurriría poner una cama de ladrillos para amortiguar el golpe? No, no tiene sentido. Mi madre, mujer de gran belleza, siempre tuvo un terrible complejo de sus cicatrices, y a menudo trataba de ocultarlas vistiendo medias de color carne. Y siempre, a su vez, estaba muy pendiente de que yo no me cayera, de que, a mí, su bien más preciado, no me sucediera lo mismo. Esto lo sé a ciencia cierta, porque he encontrado cartas mías, llenas de faltas de ortografía, enviadas desde alguna de las colonias donde solía mandarme en verano, donde le detallo: la comida está buena, me lo paso bien, y mamá, no te preocupes, solo me he caído cinco veces. Después apostillo entre numerosos signos de exclamación: pero casi no tengo heridas. Aunque en ocasiones, precisamente, aquello que quieres alejar, evitar, viene directo hacia ti. Como si existiera una fuerza oculta en el rechazo que lo atrajera. Y así fue que, a la edad de nueve años, me caí en el patio del colegio. Mi rodilla golpeó con fuerza contra un bordillo punzante y se abrió, quedó colgando. La herida era tan profunda que apenas sangraba. Tan solo recuerdo mis pantalones verde botella rajados, el hueso que asomaba y la cara de espanto de mi madre ante el destrozo, la fatalidad estética a la que había quedado condenada mi

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rodilla. El resultado: cinco puntos por dentro, quince por fuera y una marca con forma de herradura estampada para siempre en mi pierna. Mientras escribo estas líneas, se me ocurren frases que le diría hoy a mi madre, dieciséis años después de su muerte. Le diría que me gusta mi cicatriz: con forma de media luna, extraña, escamosa, suave. Le diría también que me parece bonito que las dos estemos marcadas del mismo modo. Como si fuéramos de un equipo especial, el equipo de las cicatrices en las piernas: hermosas, brillantes, que relucen bajo el sol del verano y se vuelven de color caramelo.

Fotografía n.º 3 Tengo unos siete años. Aparezco cogida de la mano de mi abuela en una playa de Blanes. Bueno, no es exactamente una playa, es una zona arenosa del puerto donde desembarcan a los turistas que llegan con las golondrinas. Mi abuela odiaba ir a allí porque las barcas echaban la gasolina al mar y el agua quedaba cubierta de una capa aceitosa. Luego le daba repelús bañarse. A ella le gustaba más ir a la cala de Santa Anna, un paraje lleno de rocas donde el agua estaba limpia. Pero hacía el esfuerzo para contentar a una amiga suya: la

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Tona. Una mujer teñida de rubia platino, con la piel del color del Café Frappé, tostada por el sol. La recuerdo con su pelo liso y sedoso, media melena dorada y las uñas de los pies pintadas de un rojo mercromina. Tenía la voz quebrada de tanto fumar. La Tona insistía siempre en ir a la playita de las barcas, decía que era la que le quedaba más cerca de casa. Supongo que cuando lo que te gusta es fumar ducados sin parar y freírte al sol, lo de bañarte en un mar lleno de aceite es lo de menos. Así que, aunque mi abuela cada mañana solía hacerse la remolona, allí acabábamos las tres: la Tona, mi abuela y yo. A mí me gustaba ir con ellas a la playa porque eran atentas conmigo; siempre me decían piropos y nunca me ponían pegas cuando les pedía que jugáramos a las cartas. Recuerdo, además, que me divertía el hecho de que ninguna de las dos dijera bien mi nombre (Xènia). Me llamaban Senia, como la tienda de muebles. Senia esto, Senia lo otro, Senia quédate en el agua donde te veamos, no vaya a venir una de esas barcas chuchú y te atropelle. La fotografía está ligeramente desenfocada, pero eso no le resta encanto, más bien al contrario. Mi abuela de pie sonríe divertida. Lleva una diadema de toalla amarilla que le empaca todo el pelo y un biquini verde de flores que combina con un collar de coral blanco. Con la mano derecha se atusa el pelo por detrás y tiene una pierna semiflexionada con el pie en punta, como si hiciera una postura de ballet. Yo llevo un bañador de color rosa chicle y una coleta voladora capturada a medio giro. Detrás nuestro se ve la popa de un barco con dos cubiertas. En el nivel de arriba hay dos turistas con pinta de alemanes, la piel quemada de color cangrejo y camisetas de talla extragrande. También aparece una señora con pamela y un vestido azul con volantes. Pienso en mi coleta al viento y la postura bailarina de mi abuela y me imagino que las dos nos ponemos a bailar al ritmo de «La bamba». Mi abuela contonea las caderas. Izquierda, derecha, izquierda, derecha. «Para bailar la bamba se necesita una poca de gracia.» Yo también me muevo, aunque de forma más anárquica y sacudo la coleta al ritmo de la música. Ahora los turistas del barco chuchú nos hacen el coro: «Bamba, bamba, tururú...» Mueven los brazos y se chocan apretujados unos contra otros. La señora del vestido azul baila y los volantes se mueven como si tuviera espasmos. La Tona también canta con su voz grave: «Yo no soy marinero, soy capitán, soy capitán». Mi abuela y yo terminamos de bailar entre aplausos y nos zambullimos en el agua aceitosa. Todo el cuerpo nos brilla como si fuéramos mujeres galácticas. Chapoteamos y sonreímos felices en nuestro paraíso de burbujas de gasolina.

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Fotografía n.º 4 La fotografía es la de mi puesta de largo. Sí, fui a uno de esos colegios en los que al cumplir dieciocho años se celebraban puestas de largo. Que básicamente consistían en que un grupo de adolescentes trajeados picara cuatro croquetas y se emborrachara en un local alquilado. A día de hoy me parece muy descabellada la idea, la de celebrar una puesta de largo. Pero en aquella época me hacía ilusión. Recuerdo que lo del vestido y el maquillaje fue un drama. Para conseguir el vestido mamá recurrió a un exnovio suyo: Luis. Un tío majo. A mí me caía bien, aunque discutíamos mucho y eso a mi madre no le gustaba. Así que un buen día decidió eliminarlo de la ecuación. Los intereses de Luis eran el esquí y la ropa: diría que por ese orden. Era monitor de esquí, eso siempre ayuda a conocer gente; así fue como se ligó a mi madre, dándole clases. Cuando terminaba la temporada de esquí intentaba conseguir ingresos por otra vía. En una ocasión lanzó una marca de ropa con un socio, pero no tuvo éxito. Por eso tenía contactos en el mundo textil y me consiguió un vestido. Me lo regaló por mi puesta de largo, aunque seguía resentido conmigo porque me hacía responsable de la ruptura con mi madre. El vestido era largo, como marcaba la ocasión, de color entre naranja clarito y amarillo. Era de raso hasta la altura del pecho y luego la tela estaba cubierta de brillantes del mismo color con forma de lunas y estrellitas. Enfundada en él parecía una sirena de color mandarina con piedrecitas que chispeaban. También fui a la peluquería a que me peinaran y maquillaran. Nunca antes había ido a una peluquería para prepararme para una fiesta. Recuerdo que después de que la peluquera me maquillara y me hiciera un moño, me preguntó si me podía sacar una foto para mostrársela a las clientas. Le dije que sí. Para mi sorpresa, su intención era hacerme la fotografía de espaldas. Quería que se viera el moño, claro, aunque yo me quedé desinflada. Mi madre empezó a hacerle gestos de forma disimulada, como para que me sacara otra de frente, pero que pareciera que era idea suya. Aquello fue aún peor, porque yo ya me había dado

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La vida breve

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cuenta de todo. Deberían saber que no está bien, que no se debe jugar con los sentimientos de una adolescente horas antes de su puesta de largo. Que es un asunto peligroso, es como una bola de fuego que se les puede volver en contra. Pero ellas no tenían ni idea; así que, por una cuestión de inercia social, las tres seguimos con la pantomima: la peluquera haciendo como que me quería sacar la foto de frente, yo con mi sonrisa forzada aparentando no haberme enterado de nada y mi madre satisfecha creyendo que lo tenía todo bajo control. Esa fotografía nunca la llegué a ver; de hecho: nunca más en mi vida he vuelto a ir a una peluquería a que me peinen y me maquillen. En la otra fotografía, en la del álbum, aparezco junto a mis abuelos maternos y mi madre. Y además del supervestido y el moño, llevo una corona de plástico que me parece el colmo de la cursilería. Pero qué le vamos hacer, ahí está la prueba fehaciente de que durante un tiempo en mi vida estuve muy a fondo con el rollo princesa. Mi abuelo, regordete y bien mudado, ríe bajo el bigote. La luz del flash centellea en la ventana que hay detrás nuestro y despide rayos en el reloj de mi madre, que mira distraída fuera de campo. Mi abuela lleva una camiseta de vestir negra con transparencias y sonríe con los ojos cerrados. La imagen no tiene interés si no fuera porque salen ellos: los ausentes. Han transcurrido veintidós años desde el momento del disparo y ya están todos muertos, incluido el fotógrafo, mi padre. Solo quedo yo, como una princesa perdida en un baile de fantasmas. Atrapada en un trozo de papel fotográfico que me transporta a un tiempo de felicidad inocente, donde mantengo la expresión ingenua de quien desconoce el dolor y tiene preocupaciones banales. Como el grano que me salió aquella mañana y trato de ocultar de forma torpe con un corrector de color carne. Sigo mirando la foto y siento que algo falla. Que si ya no están en este mundo tal vez deberían desaparecer también de la imagen. Borrarse por arte de magia, como en Regreso al futuro, cuando Marty McFly toca la guitarra en el baile final y siente que se desvanece porque sus padres del pasado no se han enrollado y si no lo hacen él nunca existirá. Se evapora poco a poco y le cuesta tocar el instrumento y desafina. Tal vez es eso, pienso que tienen que desvanecerse. No acabo de entender que sigan ahí tan campantes cuando ya no existen en la vida real.

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Xènia Fuentes. (Barcelona, 1981) es una artista multidisciplinar. Se ha encargado de la dirección fotográfica de varios documentales en coproducción con TVC y TVE. Trabaja en proyectos donde se mezclan la escritura y la fotografía. Su obra fotográfica ha sido expuesta en diversos festivales y galerías de arte.


Los pescadores de perlas

Microrrelatos inéditos

Kathy Serrano Mara A mi amiga Mara siempre le ha ido bien. Se casó con un cirujano plástico guapísimo que la llevó a vivir a ese penthhouse en el piso 22 con piscina incluida. Su bebé ya tiene un año. Gracias al marido, ahora tiene cintura de avispa, unas tetas de catálogo y el culo de una Kardashian. También maneja una camioneta de ensueño y siempre anda sonriendo, mostrando la sonrisa de treinta mil dólares que le regaló el esposo por su aniversario. No la soporto. Tanta felicidad me desespera. Hoy iré a visitarla. La empleada ha pedido permiso. Nos quedaremos solas. Me asomaré a la terraza, miraré hacia abajo. Hermosa vista, le diré. Ella me sonreirá. Por el intercomunicador le avisarán de que la buscan en la planta baja. Extrañada, me pedirá que le mire a la bebé, que tiene que bajar a recibir algo. Tal vez sea una sorpresa de mi amor, me dirá sonriendo. Mara saldrá hacia el ascensor. Desde la puerta la observaré. Como si presintiera algo volteará a mirarme. Creeré ver un destello de tristeza en sus ojos. Alzaré a la bebé. Me sonreirá. Calcularé el tiempo que Mara tardará en llegar al primer piso para recibir un ramo de flores que yo misma encargué enviar. Avanzaré a la baranda. La bebé me recordará la cara de Mara, la abrazaré más fuerte y saltaré.

Tacones Echado en su sofá, el hombre recién instalado en el apartamento disfruta de una película que encontró en un viejo disco la noche que se mudó. Un taconeo retumba desde el piso superior: un, dos, tres, un, dos, tres. El hombre toma una escoba y golpea el techo con fuerza. Grita ¡Silencio! Pero el taconeo arremete. Abre la ventana y lanza un alarido recordándole, a quien hace tanto ruido, que ya es más de la medianoche. Un silencio breve se instala. El hombre vuelve al sillón y sube el volumen de la televisión. Un cuerpo desnudo de mujer se enreda con otro en una escena de película porno. El hombre restriega su sexo mientras la mujer gime en la pantalla. El taconeo inicia con mayor furia. El hombre maldice, se levanta y sale rumbo al piso de arriba. Golpea la puerta del apartamento. Una mujer con tacos y totalmente desnuda abre la puerta. Al hombre su rostro se le hace conocido. La mujer deja escapar un dulce pasa, Alberto. El hombre se pregunta de dónde sabe ella su nombre, y recuerda el rostro de la actriz de la película porno. El hombre no puede quitar la mirada de sus senos encrespados y de su pubis imberbe. La mujer le tiende la mano, sus dedos finos lo atraen y el hombre atraviesa la puerta del apartamento. Un taconeo retumba sobre el techo. La puerta se cierra.

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Los pescadores de perlas

Kathy Serrano. Microrrelatos inéditos

Madre Creo en mi madre, aunque ella no crea en sus hijas a las que nunca quiso tener. Creo en las oraciones que me obliga a repetir mientras camino de rodillas por el patio empedrado. Creo en su amor, aunque no entienda por qué me encierra en el sótano. Creo en las ratas, los piojos, las serpientes del jardín. Sí, madre, creo en tu Dios, lo juro, lo juro, lo juro. Creo en tu palabra y en tu látigo y, ahora, creo en tu decisión. Que pase el sacerdote, Madre. Cerraré los ojos.

El oso La casa la consiguió Gilberto, por una aplicación. El aviso decía que tenía capacidad para doce personas, ocho carros, piscina, área de parrilla y gimnasio. En los alrededores, terrenos vacíos. Plantas. Silencio. Solo irían él, su mujer y su hijo de cinco años. Las primeras noches la señal de internet funcionó a la perfección. El cable les permitió disfrutar de series y películas y durante el día la piscina estuvo soleada. Todo comenzó con el peluche en el sótano. El niño diría después que escuchó la voz del osito, que le pedía auxilio y por eso bajó en un descuido de los padres. Cuando se percataron de la ausencia del hijo, pensaron que estaba jugando a las escondidas y buscaron al niño llamándolo una y otra vez. Luego intentaron llamar a los dueños, a la policía, pero los teléfonos, la internet y el cable dejaron de funcionar. Revisaron la casa y no encontraron al niño. Cuando quisieron abrir la mampara para salir hacia la piscina no pudieron hacerlo. Las ventanas se cerraron al igual que las puertas. Tampoco pudieron movilizarse hacia el sótano. Entonces intentaron subir las escaleras hacia la azotea. Allí sucedió todo, las gradas se movieron y dieron paso a un agujero negro como una boca hambrienta. La casa se tragó a Gilberto y a su mujer. Dicen que al niño lo encontraron los dueños de la casa junto a un osito, que, aseguraba, lo había cuidado los últimos días.

Kathy Serrano escritora peruano-venezolana y máster en Artes por el Instituto Estatal Ruso de Artes Escénicas de San Petersburgo, dirige laboratorios de escritura creativa en La Isla Escuela de Escritura Creativa. Su primer libro, Húmedos, sucios y violentos (Estruendomudo, 2020), fue nominado a mejor libro de cuentos en el Premio Luces 2020, del diario El Comercio. El dolor de la sangre (Planeta, 2022) es su primera novela.

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El castillo de barba azul

Poemas inéditos

Álvaro Valverde Olmo No es el viejo olmo hendido por el rayo que cantara Machado en su poema, pero se le asemeja lo bastante como para evocar aquel del Duero. Este enfermó y en consecuencia le han podado las ramas por cautela. Permanece su tronco centenario y en él sus cinco brazos cercenados. Se le recordará por lo que fue. Su sombra no será. Como sus hojas. Pero el canto de un ave en él posada le volverá a la vida de momento.

Paraíso Dijo Borges: «No pasa un día en que no estemos, un instante, en el paraíso». Yo ya lo he estado hoy. Esta mañana —era aún muy temprano— he visto todo el Valle ante mis ojos. En la solana, el sol iluminaba las montañas. Hacia la umbría, la noche dominaba en el paisaje. En medio, el río. Majestuoso, el panorama era proclive a imaginar la inexistencia del infierno.

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El castillo de barba azul

Álvaro Valverde. Poemas inéditos

La palmera Con Montse, Yolanda, Salvador y Alberto

Fue el último verano. Un día caluroso de finales de julio. Pedro Bernardo, arriba, suspenso en la ladera, se asemejaba a un pueblo tibetano. Ya en la finca, mitigaron los árboles la flama. La luz de la calima cedió a un azul más vivo. Allí nos esperaban los amigos. La piedra de la casa —levantada hace tanto— aportó la frescura que la conversación exige. Comimos y bebimos en la fraternidad. Antes, el agua enfrió nuestros cuerpos y gozamos la sombra de una vieja palmera que lucía solemne al pie de la piscina. Cuarenta años cumplió antes de que el picudo acabara con ella. Nos queda su recuerdo, unas fotografías que guardarán memoria de la feliz jornada. Para quien la plantó y quienes la vieron crecer durante décadas, la pérdida es más dura. Con sus ramas vistosas y su tronco robusto se marchan mil imágenes de momentos vividos que su sola presencia sin querer evocaba. Fue hermoso contemplarla. Aportó compañía. Dio belleza a un lugar que ha fijado su paso.

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A poniente Entonces poseía un cuarto propio. Casi nunca lo usaba para escribir. A ratos, era el lugar de la lectura. Pero al caer la tarde —la persiana subida, las cortinas echadas— acudía hasta él para una cita ineludible: me sentaba a esperar que el sol, tras el balcón, se fuera lentamente. La luz anaranjada ocupaba el espacio. En las estanterías, los libros alineados cobraban nueva vida y yo los contemplaba con amor infinito. Aunque a solas, no me sentía solo. Era aquel un proceso en un tiempo que no puede medirse como éste. Si me esfuerzo, todavía lo alcanzo. En la penumbra, aún oigo los susurros de esa conversación.

Álvaro Valverde (Plasencia, 1959) ha publicado, entre otros, los libros de poesía Las aguas detenidas, Una oculta razón (Premio Loewe), A debida distancia, Plasencias, Ensayando círculos, Mecánica terrestre, Desde fuera, Más allá, Tánger y El cuarto del siroco (Premio «Meléndez Valdés» al mejor libro publicado en 2017 y 2018), los cinco últimos en la colección Nuevos Textos Sagrados de Tusquets. Es autor de dos novelas (Las murallas del mundo y Alguien que no existe), un libro de artículos (El lector invisible), uno de viajes (Lejos de aquí) y otro de diarios (Porque olvido. Diario 2005-2019). También de las antologías Un centro fugitivo, con selección y prólogo de Jordi Doce (con el que codirige la colección Voces sin tiempo de la Fundación Ortega Muñoz), que reúne poemas escritos entre 1985 y 2010, y Álvaro Valverde. Antología poética (1985-2015), con ilustraciones de Esteban Navarro. En la actualidad es crítico de poesía de El Cultural y colabora con asiduidad en las revistas Turia, Clarín y Cuadernos Hispanoamericanos. Desde 2005, edita un blog: http://mayora.blogspot.com.es/.

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E i n s t e i n o n Th e B e a ch

Vicente Núñez, orfebre de la palabra Por José de María Romero Barea Un movimiento sencillo pero lleno de detalles informa la sucesión imprevista de acontecimientos: no se puede predecir lo que sucederá a continuación, pero cuando tiene lugar, todo adquiere sentido. A expensas de la conexión, el texto se fractura: cada gesto, cada entonación surge al servicio de una interpretación que acepta la alegría que mora en su núcleo. El énfasis radica en ceder a las expresiones de las ansiedades del erudito escritor, del místico inmerso. Precisa inteligencia, pasión, entrega. A cambio, «permite al yo poético recrease en el recuerdo placentero de instantes dichosos». Nos ayuda a sobrevivir a estos tiempos oscuros la luminosa poesía de Vicente Núñez (Aguilar de la Frontera, Córdoba, 1926 - 2002). La peculiaridad del tratado Poley de mi pasión (Córdoba, UCO Press, 2021), que a la obra del vate andaluz dedica la crítica cordobesa Beatriz Martínez Serrano, supone una experiencia que desemboca en el acto de amor a una figura «que ha superado las fronteras temporales y espaciales, adquiriendo la categoría correspondiente a un clásico de la literatura». Es la combinación de imagen expansiva y precisa prosodia lo que constituye el corazón del discurso, la delicada habilidad con la que se transmite el mensaje, al tiempo que se promueve una celebración del bien equilibrado en la felicidad sin restricciones de una profunda sobriedad poética, que recrea con precisión de miniaturista las calles poco frecuentadas de una sensualidad que nunca se torna callejón sin salida. La magia de su complejidad alterna «emoción, añoranza, melancolía, tristeza, amargura y dolor». Al escribir sobre el poeta adscrito al grupo Cántico —junto a Pablo García Baena, Ricardo Molina, Julio Aumente—, la exégeta logra capturar el poder casi incomprensible de la creación, percibir lo eterno en el ahora. Tiene lugar una conversación entre el autor y su alter ego, el

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lector. Se expresa, en este breve volumen, una amalgama que «se aferra constantemente al pasado y conserva la esperanza de que este regrese algún día, aunque es consciente del fracaso de su propósito». Late el júbilo junto al humanismo de un optimismo transmitido de forma sensual, como un placer tomado directamente de los elementos. Se regocija el cordobés en lo que mira, alza una nota de desafiante euforia imprevista. La respuesta imaginativa de su recuento tiene lugar a través de una empatía basada en una comunicación con lo que está del otro lado. En libros como Ocaso en Poley (1982), el deleite humano se transmite a través de un placer estrictamente sensitivo, que evita las trampas del reduccionismo carnal al evocar la belleza. Entiende la doctora en Filología Hispánica por la Universidad de Córdoba cómo esta lírica, al ir contra la corriente principal, nos orienta: a base de evocar la atmósfera de una época, evoca un mapa mental que nos conduce a un «magistral orfebre de la palabra con la que pinta las teselas-textos del mosaico-poemario». Nos permite Martínez Serrano orientarnos dentro de las composiciones del aforista de Sofismas (1994), acceder a toda la exuberancia de su pensamiento, su mitología de objetos oscuros pero resonantes, su presente casado con un territorio mítico en «el sujeto lírico [que] regresa mediante el recuerdo al paraíso perdido de la infancia». Interrogante, la profesora de Lengua Castellana y Literatura busca desentrañar los misterios del trastierro clarividente que conjura de la nada un paisaje cargado de significado, «musicalidad y ritmo, fluidez y sentenciosidad, cierta suntuosidad y sencillez de lo primigenio». Entre juegos de manos, actos de desaparición. No hay nudo del que Núñez no pueda zafarse, mientras alumbra «estampas que vienen a ser fotografías de sentimientos, instantes, personas y recuerdos». Inhala y exhala la grafomanía sus astillas. No faltan la


meticulosa indisciplina, el valor extraliterario con que se aborda la tarea. Se cumplen veinte años del fallecimiento del pensador aguilarense y esta novedad literaria, entre otras, demuestra que sus disquisiciones, atentas al deseo de mapear los sentimientos, son los documentos de una vitalidad palpable. Sirva este aniversario para recordar a una comunidad terriblemente aislada que el ardor es lo que nos conecta: entre nosotros mismos, con todo lo demás. Pertenece este libro, premio de Investigación Poética Pablo García Baena, a ese espacio híbrido que entrelaza «amor, vida, poesía y muerte». Nos permite analizar cómo lo experimentamos, cómo reconfiguramos nuestra relación con él. Se trazan aquí las conexiones entre la primera generación de posguerra y la generación del 50, la cultura local y el cosmopolitismo. Colapsan las categorías («Es imposible separar al poeta del filósofo»), pero el poder de conexión sigue incólume en este raudo libro épico, que hace zoom sobre la red particular que une estas entidades a otras, mientras se mueve entre el ayer y el hoy, mostrando al premio Andalucía de las Letras 2002 en su centro. Indiferente a los furiosos embates de la locuacidad La correspondencia de un poeta nos ayuda a completar ese retrato fragmentado, que culmina, en última instancia, en sus libros de poemas. Desesperados como estamos por dejar atrás la propia versión de nosotros mismos que nos ofrecen las redes sociales, con ganas de volver al ajetreo, merece la pena regresar, de la mano de este opúsculo, a la obra del poeta sureño, una lírica ajena al resplandeciente artificio del glamur, al tiempo que incisiva sobre los melodramas de nuestra existencia. Estas esquelas, en concreto, dan fe de su relación con el también poeta Pablo García Baena (Córdoba, 1921​2018), aportan un punto de vista distinto, a través de las emociones intensificadas en recuerdos compartidos,

lazos inquebrantables de una atracción que nunca se pierde del todo, «desdeñando, desde la soberbia de su visible indemnidad, los cuadrados cofres cristalinos en que yacen las frías mariposas del olvido» (28-VII-55). La argumentación reflexiva que acompaña a cada sentencia de estas Cartas (selección subtitulada Unos guantes de sencilla emoción; Rafael Inglada ediciones, Colección Arroyo de la Manía, Málaga, 2021) eleva «los tácitos saludos que abocan al descenso amistoso y dialogado» (11-IX-56) a la categoría de arte. En nuestra actualidad moldeada por el cortoplacismo, este mínimo volumen nos ofrece una amplia perspectiva de ambos escritor​es. Los atisbos más allá, así como las brechas en las categorías, informan el desarrollo de una prosa preocupada por las transformaciones y sus ecos. El aura de satisfacción física es tan intensa en ellas que no sorprende encontrarla derramada en líneas físicamente satisfactorias. Un entretejido sensual permea una interconexión que fluye en hilos de intención. Enemigo profético del yo, la mirada fugaz del autor de Elegía a un amigo muerto (1954) es diversa: su objetivo parece ser capturar la textura elusiva del tiempo en un daguerrotipo urgente, que asume «una ejemplaridad siniestra de futuro comentarista, de aclarador de los distintos momentos de apelmazamiento» (22-I-57). Su método aplica una atención claustrofóbica al detalle, se demora en la miríada de factores del momento y el lugar: «Se puso el tren en marcha y los grupos se agitaron, se disolvieron en silencio como en una maquinal magnitud perfecta de disciplina y tristeza». La prosa nos lleva en un viaje moral, sin falsas promesas de redención, hacia una humanidad honesta, que no cae en la desesperación. No se intenta disimular la hostilidad de un universo en el que impera el caos. Dulces momentos de deshielo se traducen a un compañerismo vislumbrado oblicuamente. Consigue el vate que lo cotidiano luzca extraordinario en el habitáculo

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Vicente Núñez (1996). Fotograma del programa Al sur núm. 51, Canal Sur Televisión ©

que aprovecha las distracciones habituales. La obsesión de estas misivas es la cronología, «en el instante de la mirada misma que se hace rápida, como si usara una brújula miserable, caótica y melancólica» (27-I-57). Se desdeña el pasado que nos hace confiar en «una miserable nostalgia que nos pertenece a medias solo y que acusa su fortaleza compartida, su solidaria esencia minúscula» (4-III-57). Una reflexión sobre el devenir subraya las peripecias: «Descendía la luz desde una altura desacostumbrada, festiva y solidaria, enredándose barrocamente en los modillones postizos de las fachadas con una coruscante e hilvanada evanescencia de tarde de Corpus» (3-V-57). Regresa el hacedor de Teselas para un mosaico (1985) a las escenas de la memoria, las redacta, dejando a un lado las certezas, las borra para evocar «la realidad hecha manifiesta en su pasajera sencillez indiferente a los furiosos embates de la locuacidad» (14-XI-57). Las minucias se sienten significativas en una exploración laberíntica de la conciencia que parece advertirnos de la inutilidad de nuestras nociones preconcebidas: «Disimular es adoptar formas hueras, y todo disimulo tiene un límite formal, sobrepasado el cual todo viene a nada». Contiene esta breve compilación formulaciones embrionarias de algunos de los temas más importantes por venir. Gracias a la Fundación Vicente Núñez, así como a los herederos de García Baena, el centenario de cuyo nacimiento celebramos hace un año, podemos rescatar este diario de una intimidad compartida, una celebración de la amistad a cargo del prosista de El suicidio de las literaturas (2002).

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Se cumplen veinte años de la póstuma reputación del miembro del grupo Caracola, junto a representantes de la literatura andaluza como María Victoria Atencia, Alfonso Canales o Bernabé Fernández-Canivell, en la Málaga de los años cincuenta. Su espíritu de introspección lo convierte en el héroe apropiado para nuestra era de autoaislamiento interconectado. El descubrimiento de estas formas de interlocución enriquece nuestro entendimiento: nos invita a regresar al resto de su producción porque es en ella, además de en estos documentos incidentales, donde sigue presente. Sostiene T. S. Eliot que no es necesario entender la poesía para disfrutarla: tal vez por ello, atenerse a los detalles que han quedado fuera del texto ayuda a comprenderlo. Nos permite precipitarnos hacia nosotros mismos, a pesar de los esfuerzos por atender el proyecto del intérprete. La experiencia de leer estas dos novedades literarias nos llena de ideas e imágenes, podemos deslizarnos entre sus capas para comprender que, frente a la muerte, el premio de la Crítica de poesía castellana 1982 se posiciona en favor de la vida. En el vigésimo aniversario de su desaparición, su literatura sigue presente en los académicos que han rastreado sus libros con la esperanza de vislumbrar su verdadera naturaleza, cuestionando si las consideraciones parciales, sesgadas o en contradicción, son capaces de llegar a la verdad de nuestras experiencias. Es su capacidad total de reconocer las formas en que estas nos definen, de prestar atención a las consideraciones emocionales y estéticas, lo que otorga a la escritura de Vicente Núñez su preciosa pertinencia.


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Larva

como provocación de la historia literaria española Por David Torrella Hoyos Ríos barroquistas Hans-Robert Jauss, en «La historia de la literatura como provocación de la ciencia literaria», afirmaba que las teorías estrictamente marxistas y formalistas, que habían dominado los estudios literarios durante prácticamente toda la primera mitad del siglo XX, habían acabado cada una a su manera por desatender lo que el erudito alemán consideraba era el verdadero «problema de la historia de la literatura»; esto es, «superar el abismo existente entre literatura e historia, entre conocimiento histórico y conocimiento estético». Como discurso crítico que se ocupaba del hecho literario, la estética de la recepción sugería, refutando en parte esos paradigmas, que el sentido de la obra cabía buscarlo no ya en las estructuras económicas o materiales que condicionaban su gestación, ni en los procedimientos constructivos que le daban forma, sino más bien en la recepción que sus lectores presentes y futuros le brindarían al pasar los años. Al fin y al cabo, una gran obra (un clásico) era aquella que habría interesado (e interpelado) a diferentes generaciones de lectores en diferentes momentos históricos. Si atendemos a lo propuesto por Jauss, Iser y demás estetas de la recepción, quizás no podamos asegurar todavía con certeza que Larva. Babel de una noche de San Juan de Julián Ríos sea un clásico. Aún habrán de pasar algunos años para poder sopesar de forma cabal lo que esa obra habría supuesto para el ecosistema literario español e internacional en el momento de su apa-

rición. Con todo, lo que sí que podemos decir hoy es que su publicación hace ahora casi cuatro décadas «supuso, muy probablemente», en palabras de Max Hidalgo Nácher, «la última gran batalla literaria de nuestro país». Ya que Larva propició desde su publicación en Llibres del Mall posturas y lecturas muy diversas cuando no encontradas. Un año después de su aparición, la pequeña pero influyente editorial catalana iba a lanzar un volumen de ensayos críticos, reseñas y conferencias que intentaba ser un compendio de algunas de las más destacadas reacciones que el texto habría suscitado en los ámbitos de habla hispana. La antología servía además para situar a Larva en una tradición —de la ruptura la llamaría Octavio Paz— que, en el contexto español en concreto, no había acabado de arraigar ni trascender ese estado larvario que el título de la obra de Ríos evocaba. Aquel volumen, Palabras para Larva, arrancaba, después de una «Nota preliminar» de los editores Andrés Sánchez Robayna y Gonzalo Díaz-Migoyo, con un texto escrito por otro autor «polilingüe» como Ríos: el brasileño Haroldo de Campos, que en «Larvario barroquista» recogía unas sorprendentes declaraciones de Jorge Luis Borges, en las que el argentino, poniendo como excusa al Finnegans Wake de James Joyce, opinaba que en «español no se podría hacer algo semejante», ya que este «no se [prestaba] a juegos verbales demasiado complejos». Su «virtud especial» radicaba más bien, según Borges, «en un cierto carácter directo. Una cierta fuerza», a partir de la cual tan solo se podría aspirar a «expresar algunos sentimientos elementales».

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David Torrella Hoyos. Larva como provocación de la historiA...

Aun a riesgo de simplificar, podemos decir que, en líneas generales, la obra de Julián Ríos —así como la de otros autores «barroquistas» como Vicente Huidobro, César Vallejo, Oliverio Girondo, Julio Cortázar, Guillermo Cabrera Infante, José Lezama Lima, Severo Sarduy o Juan Goytisolo— se habría construido a contrapelo de esa boutade del genio argentino. El artículo de Haroldo que abría el volumen de homenaje a Larva no era sino una reivindicación de toda esa cofradía de escritores que, según el poeta paulista, habrían encarado su quehacer literario ignorando, en gran medida, «la actitud tendenciosa y deliberadamente despistadora de Borges», guiados por el convencimiento de que el castellano no tenía por qué quedar subordinado a «un rígido patrón de casticismo ascético, cuyos trazos fundamentales serían la sequedad y la continencia». Sobre cánones y vanguardias Esa tradición que Haroldo revisaba, y que luego Ríos iba a reivindicar en muchos de sus libros y artículos, en España se iba a ver truncada por la guerra civil, la dictadura y el exilio; hasta que, en palabras de este último, un «francotirador» como Luis Martín-Santos se empeñase en recuperarla —consiguiendo en el proceso «que el fantasma del caballero de la Triste Figura, curiosamente de la mano de James Joyce, viniera a rondar por su tierra»—. Una tradición que además estaría apuntando, por un lado, a un gran contexto — siguiendo la formulación de Milan Kundera—, que se situaría por encima del pequeño contexto nacional; y, por otro, a una modernidad crítica que contaría, para el caso del gallego, según Haroldo, con dos referentes ineludibles: Luis de Góngora y, de nuevo, no podía ser de otra manera, James Joyce. El caso de este último, como figura tutelar para Ríos, era especialmente relevante, en cuanto que el irlandés hacía visible toda una línea de escritores y artistas que nos llevaba de la sátira menipea a Rabelais, Cervantes y Sterne, pasaba por Flaubert, y Lewis Carroll, y llegaba hasta Cortázar, Cabrera Infante, Martín-Santos, Goytisolo y Arno Schmidt, entre otros. Así pues, la singularidad, la originalidad y la voluntad estéticamente combativa de la escritura de Julián Ríos podría ser constatada atendiendo a la problemática recepción que su obra ha tenido —incluso ahora, después de los cambios que se han ido dando a nivel

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político-cultural durante la última década y media en el país— en el campo literario español, desde la Transición hasta la actualidad. Y no estaríamos diciendo nada nuevo si sostenemos que esa obra —acusada de un «experimentalismo extremoso», calificada como representativa de una «vanguardia tardía»— no habría encontrado un fácil acomodo en ninguna de las historias, discursos o relatos que se han desplegado en torno a la literatura española de los últimos veinte años. Aunque los libros de Ríos han sido leídos con interés, algunas de las lecturas que se han hecho de ellos han sido, creemos, estratégicas a la hora de proponer y establecer por parte de la crítica oficial un canon consensuado de la novelística española reciente. A mi entender eso explicaría algunas de las vicisitudes que Ríos habría tenido que enfrentar a lo largo de su carrera, en lo que se refiere a su particular propuesta estético-literaria: las acusaciones de un excesivo «vanguardismo», una presencia relativa en los medios especializados y el hecho de que muchos de sus libros se encuentren actualmente descatalogados o sean muy difíciles de encontrar tanto en librerías como en bibliotecas. Algo que se podría dilucidar si atendemos a algunas de las iniciativas y decisiones (conscientes o no) que el escritor habría tomado a lo largo de su carrera, a saber: su voluntad de entablar un diálogo con una parte destacada de los autores que en aquel momento estaban publicando en el ámbito literario latinoamericano, su gran cercanía y afinidad con artistas plásticos como Antonio Saura o Ronald Kitaj —a los que dedicará sendos volúmenes—, y, en definitiva, su voluntad de participar en la configuración de un canon literario alternativo, a partir de otros referentes, eminentemente internacionales, apostando por la Literatura (así, en mayúsculas), como manera de esquivar las encorsetadas propuestas que por aquel entonces se estaban realizando en nuestro país. La otra España En La expulsión de lo distinto, Byung-Chul Han hacía una aproximación crítica a un fenómeno que el filósofo identificaba con la desaparición de la alteridad en sus diversas manifestaciones en nuestras sociedades contemporáneas. Esa desaparición del «otro» venía además acompañada por lo que Han denominaba la «proliferación de lo igual».


Julián Ríos. Fotografía de Daniel Mordzinski ©

Lo que el pensador surcoreano veía como un acontecimiento a escala global, producto de un neoliberalismo omnipresente y desbocado, no era sino la encarnación última, ampliada y patológica de un proceso que se habría repetido de manera constante a lo largo de nuestra historia. Un proceso que hundía sus raíces, según José María Ridao, en la antigüedad clásica, y luego en los momentos de expansión y diferenciación de las tres religiones monoteístas, con sus respectivas culturas y lenguas «oficiales» muchas veces en conflicto. Algo que se podría relacionar con un impulso «reterritorializador» presente en todos aquellos grupos humanos que se han constituido mediante la no integración (y posterior expulsión) de aquellos cuerpos (sociales) que fuesen considerados extraños a la ideología hegemónica. En el caso español, como es sabido, a un nacionalismo católico de tintes reaccionarios que habría conseguido desterrar a los españoles musulmanes y a los españoles judíos; y más tarde, en un episodio todavía muy reciente de nuestra historia nacional, a separatistas, homosexuales, rojos o demócratas en general. Una constante y obstinada reacción por parte de algunos de nuestros sectores hegemónicos dirigida contra todas aquellas corrientes que Eduardo Subirats ha considerado en alguno de sus ensayos como modernizadoras: la reforma protestante, la Ilustración, la Revolución burguesa, las vanguardias históricas, etc. Una clase dirigente (y los intelectuales que la legitiman)

que, a la postre, habría acabado defendiendo una idea de España poco permeable a filosofías y corrientes que fueran percibidas como extrañas, foráneas o, en definitiva, «heterodoxas». Subirats iba a resumir de esta manera el proyecto intelectual de aquellos que, como él, defendían una España más abierta y plural: «Diluir la estructura sólida de una identidad española mítica y quimérica. Romper sus fronteras históricas y desplazamientos semánticos de culturas y comunidades negadas. Deshacer el entuerto de una larga historia de mentiras y oprobios. Reconocer una realidad histórica española entre fronteras de identidades conflictivas pero no excluyentes, atravesando formas plurales de vida, creencias y conocimientos. Todo ello significa también recuperar, reconstruir y desarrollar una perdida tradición cosmopolita en lugar de castiza, polémica en lugar de intolerante, y crítica en lugar de dogmática. La otra España». Ese acceso a una tradición cosmopolita, que también sería la de Ríos, la iba a encontrar Ridao, por su lado, a despecho del legado cristiano reivindicado por los «hombres del quattrocento y del cinquecento» —que iban a extirpar de forma sistemática «aquella parte que tiene difícil acomodo con la visión cristiana de un mundo creado a imagen y semejanza de Dios, regido por leyes imperecederas e inmutables»—, en Mijaíl Bajtín y la lectura que el teórico ruso haría, sin pasar por alto lo grotesco y lo mestizo que anidaría en su seno, de la mezcla de creencias, costumbres y tradiciones que llamamos cultura occidental. Una cultura que, al fin y al cabo, se habría forjado en los intercambios y en el diálogo que se habría producido entre las tradiciones cristiana, judía y musulmana, que habrían coexistido de manera inevitable y fecunda durante siglos.

Larva: Back in Black Y quizás —si exceptuamos la obra última de Juan Goytisolo— no encontraríamos en la narrativa española contemporánea un ejemplo que condense e ilustre de forma tan manifiesta todo lo dicho hasta ahora como Larva. Babel de una noche de San Juan de Julián Ríos. Una obra que, como el propio Ríos dejaba entrever en muchos de sus textos críticos, se habría engendrado a partir de la voluntad del escritor de sumarse —y con él un pedazo de la literatura española de la segunda mitad del siglo XX; siguiendo el magisterio de

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Rabelais, Cervantes y Sterne (en este orden)— en una tradición crítica que hundiría sus raíces en Apuleyo y en Petronio, y llegaría, como ya hemos apuntado, hasta nuestra contemporaneidad. Si Cervantes, como centro vertebrador de esa carrera de relevos de la historia de la literatura, era el autor que había introducido el «principio de incertidumbre» en la novela —en el que «la lectura de aventuras [implicaba] también las aventuras de la lectura»—, quizás fuera Joyce —a quien la crítica no se cansa de emparentar con Ríos, obviando en gran parte el resto de nombres que aparecerían en esa larga genealogía de escritores en la que este se integraría— quien con más ambición habría abordado el intento de conseguir una «literatura total», que, «al forzarnos a aguzar el ingenio, acaba transformando de forma muy similar nuestros viejos hábitos de lectura meramente pasiva, baldía». De ahí que al encarar una lectura crítica de la obra de Julián Ríos nos pueda surgir de entrada la siguiente pregunta: ¿qué papel le tocaría jugar al gallego en todo ese entramado que él mismo se habría encargado de urdir? Como esbozo de respuesta podríamos decir que, como mínimo, el de conseguir que la literatura española, después de la ruina que supuso la dictadura, el exilio y el expolio cultural, al que se vieron abocados escritores e intelectuales como María Zambrano, Rosa Chacel, Francisco Ayala o Max Aub, volviera a la senda del presente. A la senda de la «presencia» —si hacemos caso de nuevo a lo dicho por Octavio Paz—, en un contexto literario global, que desde hacía ya unos años había virado irremediablemente hacia otros paisajes ya dominados por un mercado literario y una cultural global (la cultura de «lo igual») de signo eminentemente capitalista; contraria a cualquier obra de esa «rara estirpe» que, según Andrés Sánchez Robayna en «Palabras para Larva», hubiese sabido «ir más allá de los patrones acomodaticios de la prosa de ficción y hacer “renacer” un género asesinado por la rutina para situarlo en una nueva frontera creadora». Y todo ello «en el contexto de una literatura y de una lengua», la española, «que desconoce aún en gran medida “trastornos” de esta modernidad y radicalidad creadora». Sea como fuere, lo cierto es que Larva iba a granjearle a su autor una temprana, longeva y no sabemos si merecida fama de autor «vanguardista» y «posmoderno»; y, sea cierto o no esto último, lo que sí que

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queda claro es que esa obra iba a cubrir un vacío editorial manifiesto en aquella España de finales de la Transición, en la que parafraseando al filósofo íbamos a recuperar nuestra infancia y afán por contar «historias». Una falta aquella como la que la reedición de Jekyll & Jill de hace unos meses vino de nuevo a subsanar, después de que la novela hubiese estado descatalogada durante años y tan solo pudiese encontrarse en librerías de viejo. La portada de la primera edición de Larva —que la nueva recupera—, obra de Antonio Saura, representaba un ojo a punto de desaparecer engullido por una mancha de tinta negra que prefiguraba esa página central, apagón o black out, en la que confluían todos los libros que eran (y son) Larva. Se erigía esta como un verdadero agujero negro que engullía todos los textos, referencias y citas que el «mamutreto» movilizaba: toda una tradición. Poniendo de relieve, como nos recordaban los estetas de la recepción al inicio de este artículo, que la literatura no tiene principio ni fin, sino que se asienta más bien en los continuos desplazamientos e intercambios (en el diálogo, en definitiva) que se dan entre la lectura y la escritura (o viceversa), que siguen un movimiento en espiral, en el que todo vuelve, pero nunca nada es igual.


Faulkner vs. Hemingway: enemigos íntimos Por Sergio Silva Uno llevaba consigo la impronta de su caos y es probablemente el patriarca mentor de nuestro realismo mágico. El único gen de unos cuantos. El árbol infinito del que se nutrieron los íconos del boom que desataría el fenómeno de narrar como nunca se había hecho en América Latina. El comienzo del siglo XX no parecía dejar resquicio dentro de la literatura para el barroquismo. Pero un tal William Faulkner construyó desde el condado de Yoknapatawpha un mundo inagotable donde germinaría la semilla de Comala y Macondo, las comarcas más ilustres de las letras latinoamericanas. El otro, también norteamericano, también ganador del Nobel de literatura como Faulkner, se llamaba Ernest Hemingway y fue un gigante de tiro corto, un inspirado de pulso quirúrgico, desbaratado apenas en la ingeniería de sus cuentos consagratorios como «La breve vida feliz de Francis Macomber» o «Gato bajo la lluvia». Gabriel García Márquez lo acusaba, sin embargo, de haberse tragado el anzuelo de su enorme ego mientras «se adueñaba de todo cuanto escribía» y de llevar este ego más allá del límite de lo razonable. Esos límites eran los suyos propios: sus novelas no le darían el nombre por el que pasaría a la inmortalidad, como bien sostiene el Nobel colombiano en el prólogo de los Cuentos completos de Hemingway de editorial Lumen. En Los Diarios de Emilio Renzi, publicado en 2015 por

Ricardo Piglia, el autor argentino, en un notable repaso de sus años de iniciación, le dedica un párrafo hermoso: «Me acuerdo donde estaba cuando leí los cuentos de Hemingway [...] volví a casa [...] y empecé a leerlo y seguí y seguí mientras la luz cambiaba y terminé casi a oscuras, al fin de la tarde, alumbrado por el reflejo pálido de la luz de la calle que entraba por los visillos de la ventana. No me había movido, no había querido levantarme para encender la lámpara porque temía quebrar el sortilegio de esa prosa». El texto de Piglia es una caricia que solo entiende el alma de quien se ha sumergido en esos relatos. Es el sello distintivo que recogieron algunos de los grandes autores norteamericanos, como John Cheever o Raymond Carver, o los llamados a llevar la bandera del nuevo periodismo a finales de los años sesenta. Un ojo entrenado puede ver el registro de su ADN en la construcción que Gay Talese hace de su «Frank Sinatra está resfriado» o en los artículos de Tom Wolfe, que, curiosamente, acuñó la expresión «nuevo periodismo» después de la aparición de Operación Masacre de Rodolfo Walsh. Y sin embargo, ni Faulkner ni Hemingway salieron de un repollo. Cada uno llevaba consigo las influencias de otros grandes que los precedieron, aunque ellos prefirieran desconocerlo. Después de la fulgurante aparición en 1929 de El ruido y la furia, a Faulkner le preguntaron si había leído el Ulises de James Joyce. Él lo negó pese a tener un ejemplar de la novela del irlandés de la

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Sergio Silva. Faulkner vs. Hemingway: enemigos íntimos

edición de 1924 en su mesita de luz. El maestro sureño apenas si reconocía como influencia sus lecturas del Antiguo Testamento, pese a que los estudiosos olfatean similitudes en la compleja psicología de sus personajes con Nathaniel Hawthorne, Herman Melville y Joseph Conrad y, desde luego, con el propio Joyce y su contemporánea Virginia Woolf en el arte de perfeccionar la técnica del monólogo interior o fluido de conciencia, donde los pensamientos del personaje o su mundo interior son distribuidos estratégicamente en el texto. Hemingway, que era otro gran simulador, tenía sus puentes fundacionales tendidos con los ya mencionados Melville y Conrad, además de con Mark Twain y el poeta Walt Whitman, a decir del afamado crítico literario Harold Bloom. Pero más allá de lo que ambos fueron influenciados, uno tiene la impresión de que todo cuanto se escribe y se escribirá en el futuro proviene de estos dos faros que alumbran en dirección opuesta pero también se complementan abarcándolo todo. Los dos eran más conscientes que nadie de eso, por como entendían la técnica de la escritura. En Faulkner, una eximia pieza de relojería suiza, donde un hilo argumental bien podía enlazarse con otro encontrado páginas después y el río de su historia se despeñaba en párrafos de veinte renglones sin puntos aparte, poblados de múltiples voces. En materia de estilo, Faulkner derribó casi todo cuanto existía para edificar de nuevo con una voz (o varias) definitivamente lograda en Mientras agonizo, publicada en 1930. Hemingway, que se sentía intimidado por aquel grandísimo rival, descolló siempre por el demoledor estilo sencillo y directo de sus relatos cortos (como un uppercut) donde era capaz de dejar en la lona a cualquier retador. Prueba de esa rivalidad son las chanzas que estos dos gigantes se enviaban más como vedettes indignadas que como dos pesos pesados en una imaginaria pelea del siglo. Si el primero decía del segundo que «nunca ha sido conocido por usar una palabra que pudiera enviar a un lector al diccionario», el segundo le contestaba: «Pobre Faulkner. ¿Realmente piensa que las grandes emociones provienen de las palabras largas?».

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William Faulkner (1954). Fotografía: Carl Van Vechten.

¿Hay un ganador definitivo? ¿Uno de los dos se ha ido antes de la Casa? Un primer veredicto pareció darlo el propio García Márquez, un antiguo devoto de Faulkner, cuando lo destripó en seco en un reportaje que le hizo Osvaldo Soriano. «El New York Times me ha pedido, después de mi artículo sobre Hemingway, otro sobre Faulkner. Me he puesto a releerlo, pero me cuesta horrores y me aburre; además, para un artículo tendría que sistematizarlo y no hay nada más difícil que sistematizar a Faulkner», contesta el Gabo en la hermosa crónica de Soriano recopilada para el libro Rebeldes, soñadores y fugitivos. Los años, en efecto, no han sido tan generosos con Faulkner, al que se mira como el portador de un genio sacralizado pero olvidado en la biblioteca. ¿Quedan huellas de su legado en la actualidad? En la contrata-


pa de la premiada novela Todos los hermosos caballos del norteamericano Cormac McCarthy (autor de otra novela sobre la que se basa la película Sin lugar para los débiles, ganadora del Oscar) hay un enorme mimo a McCarthy al compararlo con el creador de Mississippi, pero a modo de una moraleja descorazonadora: «Le sucede lo que a Faulkner; no acaba nunca uno de leerlo…», dice la crítica de El País. Una buena síntesis de estos tiempos, donde lo efímero mata la perdurabilidad de una buena y larga historia. McCarthy parece ser a Faulkner lo más cercano a su perfectibilidad. Por su propensión a la experimentación y el logro de su propio universo a través de los oscuros personajes de sus primeros libros. Un autor enorme y respetado por la crítica, pero nunca leído lo suficiente y que pierde terreno en la consideración de los lectores frente a otros novelistas inesperados como Haruki Murakami. En el otro rincón, lejos del claustro solemne, inmerso en su propia aventura, obsesionado con el mito de su propia masculinidad, Hemingway elegía celebrar la vida y escribir su obra desprovista de artificios, acelerando sus medidas de Johnnie Walker Black Label mientras Faulkner parecía hacerlo desde la genialidad incomprensible de sus personajes atormentados, desde un púlpito inalcanzable o, mejor dicho, al que pocos llegarían a subirse. Dos formas de narrar. Dos maneras de entender un oficio. Dos estilos que se repelen como agua y aceite y donde se fundieron, probablemente, las únicas maneras posibles de hacer literatura durante la primera mitad del siglo XX. «Escribir una sola frase que fuera real» se hizo una obsesión para muchos escritores que tomaron a Hemingway como el único sumo sacerdote posible. Crónica de una muerte anunciada es una prueba irrefutable de eso. Un remanso en el que García Márquez se vería casi obligado a abrevar luego de parir ese monumento en palabras llamado Cien años de soledad. La novela icónica y más popular de América Latina (y casi ilegible hoy, dice el siempre caustico Jorge Asís) fue atravesada de cuajo por la influencia demoledora de Faulkner, como antes había tomado posesión de los fantasmas que pueblan la hipnótica Pedro Páramo de Juan Rulfo o como

Ernst Hemingway (1923). Fotografía de su pasaporte (autor desconocido).

después ayudaría a tejer la intrincada respiración de los personajes que dialogan en tiempos diferentes en La casa verde de Mario Vargas Llosa o en La vida breve de Juan Carlos Onetti. Todos los maestros de la Patria Grande parecen haber sucumbido ante estos dos moldes incomparables. Hasta creo que las formas de Faulkner y Hemingway se repiten como únicas recetas posibles en cualquier otra expresión del arte. Después de la obra maestra de diseño de tapa de un disco como Sgt. Pepper’s (que bien hubiera podido aplaudir Faulkner), los Beatles se vieron obligados a buscar la simpleza en la cubierta de su siguiente álbum. Uno que llevaría como título apenas el nombre del grupo: The Beatles, se lee torcido sobre un fondo enteramente blanco. Como le hubiera gustado a Papa Hemingway.

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El ambigú

Qué hacer con estos pedazos Piedad Bonnett Alfaguara: Madrid, 2022 168 págs.

Imperceptible grieta Por Carmen María López López Soberbia, íntima, desgarradora, en Qué hacer con estos pedazos (2022) la escritora colombiana Piedad Bonnett construye una fábula familiar, un drama de lo cotidiano donde la herida de existir es la fuerza motriz del edificio literario. Presiden la obra tres citas emblemáticas sobre el infierno y los demonios internos del yo, nudos desencadenantes del drama interior de Emilia: la primera, «el infierno son los otros», de Sartre (A puerta cerrada); la segunda, «el infierno soy yo / y aquí no hay nadie», de Robert Lowell («La hora de las mofetas») y la tercera, «Mejor aún. Pregúntate ¿quién demonios eres?», un pensamiento de los diarios de Susan Sontag. Entre el yo y los otros, surge la pregunta crucial de la existencia y, con ella, la voz de Emilia se abre paso entre las páginas para contar su dolor, su herida inconsolable, su imperceptible grieta. Los pedazos que dan título al libro, con la elocuente portada de cáscaras de huevos rotas inspirada en un diseño de Enric Satué, preludia otro derrumbamiento: el del yo femenino. «A veces basta tirar una piedra sobre un tejado para que una casa se desmorone» (pág. 11). Y sí, la casa de Emilia parece desmoronarse, no solo en sentido tangible, arquitectónico, sino en su dimensión afectiva, íntima, moral. El hecho en apariencia anodino de la remodelación de la cocina del apartamento, reforma que instiga su marido, desencadena la trama, desvela las desavenencias del matrimonio, la confrontación entre «la paz de lo mismo» anhelada por Emilia frente al cambio propiciado por la novedad. Cruzada con la línea familiar, la novela destila en sus páginas el amor a las palabras, la devoción por los libros. Bonnett atesora para sí (y para sus lectores) reflexiones borgesianas sobre las metamorfosis de una biblioteca: «... a los veinte, una biblioteca es una ilusión, a los cuarenta un lugar de plenitud y a los sesenta un recordatorio permanente de que la vida no te va

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a alcanzar para leerlos todos» (pág. 12). Se impregna todo de una textura poética en pasajes de gran lirismo, dinamitando los límites discursivos, subvirtiendo las convenciones narrativas: «A veces el olor es eléctrico. Como una descarga que atraviesa la carne» (pág. 100). De la poesía al dolor anuda Bonnett lazos familiares (los suyos propios) para trazar la genealogía de quienes le precedieron (su madre ya muerta, su padre en las postrimerías de la vida), quienes le acompañaron en línea cronológica (sus hermanos, Angélica y Luciano) y quienes le habrían de suceder (el que ya no está, Pablo, su hijo muerto, su gran pérdida, su dolor irreparable al que dedicara la bellísima Lo que no tiene nombre; la que todavía sigue ahí, su hija Pilar, a la que quiere con ese amor que, más allá de un sentimiento deslumbrante, toca las fibras de la desolación). Y el anhelo de perpetuarse más allá, ese patético deseo de Emilia de perduración post mortem, de dejar una huella, una impronta en su nieta: «Es el deseo de que Sara se recuerde amada por ella» (pág. 94). Clausuran la novela dos pérdidas: la muerte del padre, broche de cierre presentido a lo largo de la obra por sus achaques de salud constantes; y el asesinato de Betsy a manos de un hombre, homicidio que denuncia la violencia contra las mujeres. Con ella erige Bonnett una furibunda crítica contra el patriarcado. «La muerte no es algo natural, con lo que podamos pactar» (pág. 159), concluye Emilia. Sin embargo, siempre llama a la puerta para sesgar vidas. ¿Qué queda entonces de Emilia? Muerto el padre, sufrido el terrible homicidio de Betsy, acaso haya logrado desterrar la culpa, no así el desasosiego, ni la inestabilidad mental, ni el torbellino interior, porque hay corrientes que nacen de más adentro. Y ahí están, como el dolor, enquistadas en la piel, haciéndolo todo pedazos.


El castillo de Barbazul

Javier Cercas Tusquets: Barcelona, 2022 400 págs.

Los opresores y los oprimidos Por José Abad El paso del tiempo es determinante en El castillo de Barbazul. Han transcurrido catorce años desde los hechos narrados en Terra Alta, primera aventura de Melchor Marín, y cuatro años desde que este último abandonara el cuerpo de policía por un empleo más borgiano, el de bibliotecario, que le ha permitido poner distancia entre él y el mundo. La hija de Melchor, Cosette, es ahora una adolescente de diecisiete años, una edad con algo de nudo gordiano que la espada del tiempo no tardará en cortar, aunque entre tanto aprieta, aprieta, aprieta. Las relaciones entre padre e hija se han deteriorado: Cosette lo culpa de la muerte de su madre —quizás la parte más endeble del entramado emocional— y se marcha con una amiga de vacaciones a Mallorca. La amiga regresa; Cosette, no. Y ya tenemos a Melchor Marín de nuevo en el disparadero. Sirviéndose de sus amistades

y de antiguos contactos en la policía, Melchor fuerza la búsqueda y Cosette reaparece, sí, pero no diré cómo ni en qué estado para no aguarle la fiesta al lector. En primer lugar, hay que decir que Melchor Marín aguanta bastante bien la pérdida de su rasgo diferenciador: su condición de policía proveniente de la periferia del sistema o, más justamente, de los bajos fondos en donde suelen escarbar los agentes del orden. Haber sido cocinero antes que fraile lo singularizaba. Javier Cercas acentúa su condición de lector impenitente, una pasión descubierta durante su estancia en la cárcel, episodio narrado en Terra Alta. Ahora anda con Iván Turguénev, una posible clave de lectura a tener en cuenta, aunque el protagonista ande con Humo, Nido de hidalgos o Relatos de un cazador, y no con Padres e hijos, un título a priori más afín. No es así. Los protagonistas de El castillo de Barbazul no son los padres y sus vástagos, sino los opresores y los oprimidos. Que no vivimos en el mejor de los mundos posibles es algo que no se cansa de repetirnos la narrativa criminal desde que abandonara el calor de la chimenea de la escuela inglesa —las «novelas policíacas preconciliares» las llamó Manuel Vázquez Montalbán— para echarse a la calle tras las huellas del hard-boiled. Los hay que nacen arriba y arriba se quedan, y los hay que nacen abajo y abajo se quedarán el resto de su vida, esta es la moraleja. Que el crimen no siempre paga también es cosa sabida. Y tal como sucedía en Independencia, Melchor Marín decide actuar al margen de la ley en un desesperado intento de hacer justicia: el objetivo es Rafael Mattson, un multimillonario sueco protegido por sus muchos millones y una tupida red clientelar, que ha convertido Mallorca en su particular coto de caza. Mattson es un depredador sexual a la manera del productor Harvey Weinstein, citado explícitamente en la novela, para quien las mujeres serían solamente trofeos que exhibir ante otros de su misma calaña. Este abandono de la legalidad —bien planteado y desarrollado desde el punto de vista narrativo— introduce El castillo de Barbazul en una zona de turbulencias éticas muy sugestiva. En vista del estado de corrupción imperante, ¿no queda sino tomarnos la justicia por nuestra mano? Discrepo de la presencia del propio Javier Cercas en la ficción, como autor de las novelas que cuentan las peripecias de Melchor Marín, un recurso metanarrativo debidamente saneado por el humor: «... ese cabrón se ha informado bastante, por lo menos para escribir la segunda», comenta un personaje a propósito de Cercas. Terra Alta y Melchor Marín no necesitan de esos ardides para imponerse al lector.

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Quédate más tiempo

David Viñas Piquer Destino: Barcelona, 2022 216 págs.

It’s alright, Ma, it’s life, and life only Por Guillermo Sánchez Ungidos Quédate más tiempo es el debut novelesco de David Viñas Piquer y, amén de la calidad y la honestidad, destaca por su capacidad para repensar la eterna lucha —siempre violenta— entre literatura y vida; o, mejor, el conflicto interno de la literatura como experiencia. Íntimamente ligada a la vida de su autor, la novela despliega una ingeniosa reflexión autoconsciente sobre la conversión estética de la enfermedad de su madre, haciendo del discurso literario un contenedor de vivencias e historias únicas. El lector, a través de los ojos de un narrador acongojado por la experiencia del alzhéimer vivida por su madre, asiste a la multiplicación afectiva de lo no recordado, al terror de los límites del tiempo, a la constatación de habitar más lejos en lugar de más cerca. Su forma fragmentaria favorece la imbricación del discurso de la memoria en la ficción, incrementando el desconcierto a la hora de valorar la relación entre sujeto y enfermedad; y, a la sazón, al desdibujar las fronteras entre la realidad y la ficción. Viñas Piquer nos invita a mirar fijamente la memoria pixelada de la cubierta, con la intención de que en su interior esos píxeles no nos dejen olvidar que lo contemplado (no) es solamente una fotografía. Motiva una reflexión actualizada en torno al referente de un mundo externo: en la producción de la memoria, como una fotografía, siempre tiene lugar una dimensión selectiva, constructiva, de la realidad. La escritura nos va dando claves para una narración fragmentaria hecha de recuerdos, de olvidos, de deshechos, de esperanzas rotas, de duelos irresueltos, de fracasos personales e intentos de reconstrucción, de jirones del pasado que desdibujan el presente, que se hace impreciso, un espacio sin espacio, un tiempo sin tiempo, un breve e inasible momento que tan pronto deja de ser futuro para convertirse en pasado.

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La memoria encuentra en el olvido la manera de ahorrarnos un esfuerzo innecesario, y de firmar cada día la paz con las contradicciones que nos tensan y que amenazan con desgarrarnos, y lo hace además mediante la palabra desmesurada, libre. Por ello, la memoria se explora en la novela desde la potencialidad de su carencia. Pues para Pepita Piquer Peñaranda —y también quien la escribe— no es cuestión de involuntariedades ni de inconscientes, sino una molestia; y, sin embargo, en su comprensión se materializa la literatura como realidad posible. La «vida» aparece en la construcción de una red de relaciones, un sistema de cohesiones (y confesiones) ficcionales, como una estructura de confabulaciones e intrigas en las que hay intencionalidad, manipulación y vivencias, producto de una elaboración abierta, ligada al devenir temporal de la conciencia de la enfermedad, de su lógica. Los relatos amorosos de las residencias, que nunca debieron de existir en la historia de Pepita Piquer, o el relato médico, creados por el hijo, el escritor y el profesor, como si de subgéneros literarios se tratase, subrayan el doble grado de imaginación de la obra, pues no solo la vida ya no es, sino que la escritura la reinventa y, en este sentido, la vuelve más real. De la broma metaficcional al juego intertextual, del «chiste lacaniano» a las autorreferencias, el teórico de la literatura, reconvertido en escritor, o viceversa, va desgranando todos los mecanismos discursivos de la novela para cuestionar todos sus límites y vencer, con ello, las desazones de una realidad «muy puta». Lo que pone en juego Quédate más tiempo es una hábil estrategia retórica que apunta hacia la sospecha de que la realidad existe como efecto de una colisión violenta de discursos, en cuya erosión se abre un pequeño espacio para otra experiencia en cuya anulación de realidad existe una verdad. De ahí la imposibilidad de un final inscrito en la última página.


Yo, Tituba, la bruja negra de Salem

Maryse Condé (Traducción de Martha Asunción Alonso) Impedimenta: Madrid, 2022 304 págs.

Tituba y yo Por José María García Linares Quizás, para leer Yo, Tituba, la bruja negra de Salem, debamos empezar por el final, por la «Nota histórica». Los conocidos juicios contra las brujas de Salem comenzaron en 1692 con la detención Sarah Good, Sarah Osborne y Tituba, pero las acusaciones se extendieron posteriormente a otras localidades cercanas. La historia es de sobra conocida. Diecinueve mujeres ahorcadas y otras muchas encarceladas siguen hoy dando testimonio de ese fanatismo religioso que apesta desde los confines de la historia a machismo y a dominación. Por los datos que se conservan de los juicios, sabemos que, en 1693, un año después, Tituba, que había sido encarcelada, es vendida como esclava a cambio de que su comprador se ocupe de los gastos de su encarcelamiento. A partir de ahí, le perdemos la pista. Y creemos que era importante empezar esta reseña por el final porque ahora entenderemos mejor las palabras que Maryse Condé (1937) sitúa incluso antes de la cita del poeta John Harrington. Condé escribe que «Tituba y yo convivimos en la más estrecha intimidad durante un año. En el transcurso de nuestras interminables conversaciones me contó todas estas cosas. Nunca se las había confesado a nadie». Es decir, la autora ha construido una biografía ficticia para dar voz a un personaje histórico del que desconocíamos casi todo. Originalmente, Yo, Tituba… fue publicada en francés en 1986. Aunque Maryse Condé, premio Nobel Alternativo en 2018, es de sobra conocida por textos como La deseada (1997), Corazón que ríe, corazón que llora (1999) o La vida sin maquillaje (2012), la historia de Tituba la consolida para los lectores españoles como una de las figuras más relevantes de la literatura contemporánea. Con muy pocos años de edad, Tituba descubre, primero, que su madre nunca la ha querido y, seguidamen-

te, que tiene la capacidad de conectar con los muertos. Ambos hallazgos van a ser determinantes para su futuro. El relato está inteligentemente construido a partir de la oposición de contrarios: amor/desamor, blanco/ negro, vida/muerte, esclavitud/libertad, cristianismo/ paganismo, Barbados/Boston, que no son sino materializaciones de ese vínculo entre el protestantismo y el capitalismo, esto es, de la lógica moderna de la explotación. El mundo natural, indígena, autóctono de Tituba mantiene un pulso desesperado contra la (i)racionalidad colonial que lo va arrasando todo. A pesar de la derrota, de las violaciones, del sufrimiento y los asesinatos, la mirada de Tituba es demoledora en tanto en cuanto va desmontando con su testimonio toda argumentación legitimadora del gran relato del capitalismo: «Los blancos arrancaban a miles y miles de nuestros hermanos de las tierras de África. Y no éramos el único pueblo esclavizado: los blancos también sometieron a los indios […]. No te imaginas la manera en la que los tratan. Me han contado cómo los blancos los desposeyeron de sus tierras, cómo diezmaron sus rebaños y repartieron entre su gente “el agua de fuego”, que acaba con cualquiera en un abrir y cerrar de ojos. […] Al haber hecho tanto daño a sus semejantes, a unos por tener la piel negra y a otros por tenerla roja, ¿es posible que sea esa la razón por la que los blancos andan tan obsesionados con el pecado?». Conforme avanza la lectura, y pese al sufrimiento de la protagonista, tiene uno la sensación de que la verdad de Tituba ilumina, resignifica, religa al ser humano con el alma de una naturaleza olvidada que tanto necesita de la memoria perdida. El amor y la pasión de Tituba, su resistencia honesta, su capacidad para conectar con los invisibles, las arboledas mágicas o la inolvidable Man Yaya funcionan como contrapunto a uno de los episodios más vergonzantes de la historia y ofrecen al lector, aunque débil, un rayo de esperanza.

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Aniquilación Michel Houellebecq (Traducción de Jaime Zulaika) Anagrama: Barcelona, 2022 608 págs.

¿Una elegía occidental? Por Jean Christophe García-Baquero Lavezzi Michel Houellebecq es un autor que siempre ha tenido una intuición muy certera del mundo en el que vive. En sus obras se han novelizado e incluso anticipado muchos de los fenómenos que han marcado los últimos treinta años y que giran todos en torno a la decadencia del mundo occidental actual y la incapacidad del individuo para cambiar dicho destino. En ese sentido, podríamos considerarlo un escritor «fin de siglo» y se podría afirmar que sus obras manifiestan «la melancolía de la impotencia», expresión que acuñó Nietzche sobre las obras de Johannes Brahms, músico de fin de siglo por excelencia; una impotencia que asumen los personajes houellebecquianos sepultados por su época, antítesis de hombres de acción y convertidos en meros espectadores de su propia destrucción tranquila. Aniquilación es una novela de ambiciones decimonónicas en cuanto a su extensión y a su intento de reflejar múltiples facetas de la sociedad francesa y occidental; la novela se sustenta sobre tres tramas a través del personaje principal, un tecnócrata llamado Paul Raison (razón en francés): unos actos de terrorismo con tintes esotéricos, una campaña electoral a la presidencia francesa y una trama familiar iniciada por la enfermedad del padre del protagonista, siendo esta última la que vehicula gran parte del peso dramático e ideológico de la novela alrededor de la familia occidental (objeto de estudio en pensadores como Emmanuel Todd). Houellebecq ha sido siempre un escritor polemista y de vocación moral. En Aniquilación el trato a los ancianos enfermos (recordemos La soledad de los moribundos de Norbert Elías), la relación entre ecología radical y fascismo, el empobrecimiento y radicalización ideológica (hacia la extrema derecha) de la clase media, la defensa del mundo rural, la muerte de la izquierda o la libre elección de la propia muerte son temas, entre

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otros, que Houellebecq presenta con mayor o menor profundidad y que siempre suscitan debate. Pero lejos parecen haber quedado sus páginas más polémicas y virulentas. Si bien muchas obsesiones y el pesimismo marca de la casa permanecen, existe un claro intento de reconciliación con la familia, la pareja (a pesar de unas reflexiones demoledoras sobre los hijos) y los profesionales bien formados y protectores de Francia (los últimos hijos de la república). Mención especial merece la salvación de la pareja, que parecía estar abocada al fracaso por el neoliberalismo aplicado a las relaciones personales. Houellebecq defiende la supervivencia del matrimonio sin hijos y bajo una visión del sexo un tanto falócrata (no es cuestión de perder el morbo que han suscitado muchos de sus libros). Es indudable que la novela se presta a múltiples lecturas y mueve a formularse infinidad de preguntas. Ante todas las desigualdades que conlleva el mundo globalizado, ¿está trasladando occidente otra vez su dimensión identitaria de la esfera cultural a la esfera política con todos los riesgos de extremismo que conlleva? ¿Puede considerarse la reivindicación del trabajo, la familia y la patria (lema, por cierto, de la Francia de Vichy) el eje sobre el que reposa la novela? Entre tanta descomposición moral y social producto del neoliberalismo, ¿se puede atisbar en la novela una ligera esperanza en los seres humanos, no para que las cosas cambien sino para que se acompañen en la contemplación de la lenta descomposición, sin grandes estridencias, del mundo conocido? Si bien Houellebecq homenajea a los grandes novelistas franceses del siglo XIX en su intento de ser un espejo del momento, la novela carece del pulso narrativo necesario a lo largo de sus numerosas páginas. La novela sufre de muchas escenas reiterativas, tramas y subtramas resueltas de forma brusca y bajadas de intensidad narrativa. La lectura de Aniquilación es estimulante pero también susceptible de producir una cierta pesadumbre incluso en los devotos más entregados al autor. Lean y juzguen por sí mismos; más de un lector puede quedarse en el camino.


Emerge, memoria (conversaciones con W. G. Sebald) Lynne Sharon Schwartz (ed.) (Traducción de Cristian Crusat) KRK Ediciones: Oviedo, 2021 316 págs.

La importancia de la memoria Por José de María Romero Barea Capaz de empatizar con el pasado, el alemán W. G. Sebald (Wertach, Baviera, 1944 - Norfolk, Reino Unido, 2001) perfecciona avisos visuales que dejan constancia de nuestros esfuerzos por comprender a los ancestros, al enmarcar los sueños que hermanan deseo humano y cultura material: «Si viajas por una carretera y en las orillas van apareciendo cosas que se te ofrecen», afirma el escritor en una charla con Carole Angier, «entonces vas en la dirección correcta. Si no aparece nada, andas descaminado». Frente a la rapidez con la que se evaporan las historias de los que nos precedieron, Sebald comprende qué deben haber sentido, logra captar sus miedos, sus ambiciones a través de las generaciones. En ese páramo de pesadilla, la compilación de entrevistas y ensayos sobre el autor germano, a cargo de la editora Lynne Sharon Schwartz, traza abismos para denunciar «la destrucción del mundo natural y las agrestes incursiones de la tecnología», según Schwartz, resaltando «la importancia primordial de la memoria». Se trata de explicar de dónde venimos para saber quiénes somos, se nos ofrecen espacios para explorar la controvertida cuestión de los orígenes. Para ello, se registran distinciones de idioma, educación, peripecia; se eluden las similitudes predeterminadas: «Las incitaciones literarias de Sebald», sostiene Tim Parks, «buscan alcanzar una intimidad que no resulta tan destructiva como otros aturdimientos: el enfrentamiento directo, el cuchillo del cazador». Momentos de redención personal fomentan esperanzas colectivas: «Vivimos en la frontera entre el mun-

do natural del que hemos sido expulsados», confiesa el propio Sebald, en una entrevista con Eleanor Wachtel, «y ese otro mundo creado por nuestras neuronas». Se teje una narrativa coral a base de identidades disímiles, una catarsis fiel a sus conflictos no resueltos: «Crecí con la sensación de que en algún lugar hay una especie de vacío», confiesa a Michael Silverblatt, «que debe ser ocupado con relatos de testigos en los que uno puede confiar». Alimentada por la búsqueda permanente de raíces, la literatura del que fuera profesor de escritura creativa en la Universidad de East Anglia supone un proceso simultáneo de descubrimiento y desapego, un entramado que escruta pretéritos para habilitar presentes, «como encastrar literatura en una niebla casera», según Michael Hoffmann, «o quizás en una elaborada niebla decimonónica». El creador de Los emigrados (1992) nos enfrenta al caos del Tercer Reich para ayudarnos a abordar el momento actual, al tiempo que denuncia nuestro sistema construido sobre la injusticia. En estas conmemoraciones habladas, se agregan colores a un retrato familiar marcado por la opacidad: «Cuando se carece de memoria», argumenta Ruth Franklin, «el arte es suficiente; pero el arte es un atajo, no un sustituto. Sebald estetiza la historia, pero nunca la confunde con el arte». Aborda el Premio Heinrich Böll 1997 el abismo que nos desborda, traza el curso a través de la historia material, los silencios incómodos, que no se desvanecen. «Quienes sobrevivan», concluye Charles Simic, «se enfrentarán de nuevo con el mismo problema: cómo expresar lo inexpresable y encontrarle algún tipo de sentido al sinsentido». La redención se vuelve maleable para amoldarse a los argumentos migrantes que huyen para encajar con lo que los rodea. Ahonda el Literaturpreis der Stadt Bremen 2002 en la Alemania de la década de 1940, para denunciar nuestra tendencia a desdeñar lo que fue, nuestro empeño en progresar a base de mitos solipsistas: «Juntaba sus recuerdos, no como caídos del cielo, sino a través de una solícita labor de dragado y extracción. Concebía el recuerdo como un acto moral y político», apostilla Arthur Lubow. Para ello, Sebald confronta los traumas no examinados, los relaciona con eventos de nuestra propia experiencia, para poner en valor el legado que llevamos dentro.

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A qué afuera Ramón Campos Barreda Lastura: Madrid, 2021 94 págs.

Decir el mundo con lengua fracturada Por Alberto García-Teresa Desde y con las víctimas de las injusticias se enuncia, siendo consciente de la diversidad y complejidad de realidades que les afectan, y trasladándolas a la construcción y disposición del poema, el ambicioso y estimulante poemario A qué afuera, de Ramón Campos Barreda. Cada una de las composiciones del libro se centra en un conjunto de ellas: las víctimas de bombardeos de una guerra, los refugiados y migrantes, los represaliados y los desaparecidos de la guerra civil española, de violencia de género, menores que sufrieron de abusos por parte del clero… Esta serie de textos singulares se combina con otras piezas donde aparecen las víctimas desde un enfoque más genérico. Sin embargo, la inespecificidad de estos últimos permite cubrir ámbitos que los primeros pudieran no reflejar. El anclaje material de todos ellos se constata con las referencias que constan en los propios poemas a noticias, testimonios y estadísticas en notas y códigos QR (listados al final del volumen), pues en los versos no se recogen nombres propios. Es la realidad lo que genera los textos, no una intención abstracta de escribir con una orientación. Es la conciencia de lo real lo que empuja a la escritura. Se explora, de esta manera, el dolor, la incomprensión ante la muerte y la falta de empatía desde un plano lírico de quien asiste apabullado por la violencia al campo devastado que se presenta ante él. Por eso, surge la desolación y cierta impotencia ante la frustración de observar lo que está aconteciendo. Entonces, queda patente lo evanescente de las grandes declaraciones, pues, lejos de aliviar las heridas y apoyar a las víctimas, agravan su situación con exclusión y rechazo. Sin embargo, a pesar de la crudeza, el autor termina proclamando la esperanza: «henos aquí contra todo pronóstico». Porque la conciencia lleva a la acción, no a la contemplación resignada.

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Para hablar de ello, Campos Barreda emplea un lenguaje expresionista que tensa para abrir espacios de resonancia que miran de frente, nunca de reojo, los sucesos con los que comenzaron a caminar. Este trabajo resulta una de las principales aportaciones del autor y se sitúa en el camino de autores contemporáneos como Enrique Falcón, que asumen trasladar a la dicción la violencia que sufren los de abajo sin ensimismarse en el sonido de las sílabas. Así, ese lenguaje fracturado recoge todo el daño, la afonía y la dificultad de expresarse en medio del horror de la guerra y de la miseria. Las ilustraciones de Amparo Sellés (hermosas e impactantes) completan los continuos juegos tipográficos a dos tintas que lanzan el poema hacia un nuevo espacio textual. Pues, en efecto, el poeta espolea al lector para que abandone la pasividad en todas las esferas de su vida. Por eso, le plantea puzles de versos ante los que demanda explícitamente al lector que intervenga para ordenarlos. La dislocación tipográfica, los tachados y emborronados, así como la superposición de planos (con poemas de otros autores que se cruzan), rompen con un intento de comprensión lineal (simplista, podríamos decir) de lo que sucede. De esta manera, Campos crea un tejido textual que, más allá del impacto visual o de un acercamiento lúdico, logra un efecto de avasallamiento que coincide con la densidad de la tragedia. Por otra parte, en otros poemas, despliega un registro narrativo que cuenta en presente esas agresiones. También introduce textos con un discurrir más tradicional, en los que abusa de las anáforas. En ellos, habla de la ciudad, de la alienación, contando desde dentro el cruce de contradicciones, ansiedades y aspiraciones de la realidad urbana. Ahí, deja constancia de un desengaño, también de la herida, de la cicatriz, de la herencia de los vencidos. De esta manera, Ramón Campos Barreda escribe sobre el dolor de la injusticia para proyectarlo y construir nuevas formas de relación lingüística.


Soliloquio soterrado Izaskun Gracia Quintana Libros de la Resistencia: Madrid, 2021 96 págs.

La otra cara de la luz Por Lorena Esmorís y Sarah Martín Existe un lugar entre el recogimiento y la intemperie que escapa a la lógica binaria y a su subterfugio. Ese espacio, de lucidez y penumbra, se parece, en realidad, a un instante: a ese momento en la noche en que nos quedamos a solas plantando cara a nuestras verdades o, mejor, a nuestras mentiras, a nuestras ficciones, a nuestros miedos; allí, entonces, encaramos aquello que nos negamos, nos callamos y, en vez de eso, nos decimos: algo así como un relato capaz de confortar el día. Esa conciencia estallada en la noche, desnuda y sola, podría establecer un lugar de enunciación para este libro. Es mucho más que un ajuste de cuentas o una conclusión: es la visibilización y la apertura de un horizonte de posibilidades a otros sujetos, a otros discursos, a otras formas de vida. La propuesta poética y política de Soliloquio soterrado, último poemario de Izaskun Gracia Quintana, parte de una escritura ex imo, que deja sin embargo al descubierto la ristra de coartadas que tramamos para sobrevivir. Frente a la buena conciencia y el cielo estrellado kantiano, la poeta nos abisma en la mala conciencia y el cielo soterrado. Paradójicamente, el soterramiento de este soliloquio nos pasa por encima. Los relatos diurnos, luminosos, nos justifican y nos permiten sobrevivir, pero al precio de blanquear una realidad opaca. Así, se denuncia la exigencia y el suplicio del doble discurso, que desemboca en la falacia existencial: «eres carne de leyenda / pasto y residuo de lo que en secreto adoras y ante otros denostas […] que no descubran que / también tú / eres mentira».

No obstante, ante la amenaza del reduccionismo de un dualismo simplificador, el libro reivindica la singularidad del multitudinario sujeto whitmaniano, enmarcado por dos citas de Pilgrim at Tinker Creek de Annie Dilliard. El poemario se abre detonando la unicidad y la univocidad del yo desde su conciencia de muerte: «I myself am not one, but legion. And we all are going to die». La cita también abre la posibilidad a un diálogo soterrado con el libro de Dilliard, a modos de vida alternativos, estableciendo una relación con la propia alteridad y la ajena que es condición misma de posibilidad, de existencia. Pero hay boicot continuo, quiebra. En cuanto a su cierre, «This is what we know. The rest is gravy», el adjetivo, intraducible, remite a la densidad de un jugo anglosajón, aderezo con tufo a ganga pero también a fosa, como si el libro se insertase en la circularidad de lo infinito e incitase a seguir escribiéndose, escarbando o acompañando, contradiciendo ecos shakespearianos. De hecho, se extravía y reencuentra cierta poética del bucle, casi en un eterno retorno: «volver una vez más a la casilla de salida / reconocerse en la derrota que nunca abandona». Los versos se extienden e interrumpen en una poesía esencial en su forma, justa, con deseo de precisión transformado en precisión de deseo, ritmo o pulso que origina y desemboca en una voz vívida, honda. Periférica, la escritura de Gracia Quintana se construye por medio de espacios-frontera que permiten constatar los estrechos márgenes de la representación al tiempo que evidencian las fracturas o grietas que le son propios. A través de estas, Soliloquio soterrado transmuta nuestras creencias: ya no guarecen. Las reafirmaciones de nuestras imágenes apenas condensan aquello que nos censuramos, al igual que la vivencia de lo que no es incumbe a todo lo que es, y viceversa. En la voz, bajo la tierra, lo inexistente e irrealizado deja rastro. Sobre esa huella, sobre esa desaparición, despunta una poética cada vez más necesaria.

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Es tiempo Alfonso Brezmes La Garúa: Santa Coloma de Gramenet, 2022 76 págs.

Mi voz ajena Por César Rodríguez de Sepúlveda

En el prólogo al primer libro de Alfonso Brezmes, La noche tatuada (2013), Luis Alberto de Cuenca daba con alborozo la bienvenida a «un estupendo poeta tardío». Nueve años después, Brezmes ha publicado cinco poemarios más (Don de lenguas, Ultramor, Vicios ocultos, Sed y este último, Es tiempo); ha sido traducido al inglés y al italiano; y, sobre todo, fiel a sí mismo, ha perseverado en una voz poética personalísima, al margen de los cantos de sirena de ciertas modas tan seductoras como efímeras. Para Brezmes, como para Ángel González o Gil de Biedma, la poesía es ante todo comunicación; Brezmes, sin embargo, no pone el énfasis en la creación. Hay en su obra —y eso, me parece a mí, es una de las principales señas de identidad de este poeta— una poética de la lectura, una preocupación por el destino de la voz una vez que, desprendida del emisor, se vuelve ajena, y es recuperada —resucitada— por el eventual lector. Los poemas de este libro exigen lectores atentos. Aunque sencillos en apariencia, en realidad albergan una complejidad que el lector debe aprender a descifrar. Como una Marie Kondo de la poesía (perdóneseme el símil), su diseñador concentra el máximo sentido en el mínimo espacio. No son herméticos en el sentido habitual del término: no requieren claves secretas ni un conocimiento exhaustivo de la tradición literaria; únicamente la reflexión creativa de un lector capaz de sentirse interpelado por el poema. En este libro se logra una admirable unidad a través de la diversidad. Hay muchos temas característicos de

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Brezmes: la condición del poeta («Nunca todo», «Faros»), la identidad individual y colectiva («Patrias», «Plenitud»), el misterio de la poesía («Metáforas», «Desobediencia»), la posteridad («Mi voz ajena», «Time After Time»). Lo personal aflora rara vez, como en el delicado «Dicen que has vuelto a dolerme», porque, como se afirma en «El corazón delator», el poeta elige la ocultación: «Por eso tacho tanto, para huir / de las palabras culpables / que evita el sospechoso / ante la máquina de la verdad». No hay en esta poesía ni un gramo del exhibicionismo sentimental que nos prodiga esa pseudopoesía que ha conquistado las redes sociales y, por desgracia, también muchos concursos. Ninguno de los poemas de concisión extrema de este libro llega a superar la página y pocos son los que la ocupan en su totalidad. Es perceptible la constante labor de tachadura. Como dijo Rulfo, «se escribe por la otra punta del lápiz, la que tiene la goma de borrar, pero, ante todo, debe cortarse con el hacha». El afilamiento constante de la expresión desemboca a veces en el aforismo, como deteniéndose al borde mismo de la no existencia. No sin ironía nos dice Brezmes que «a todo poema le sobran, / al menos dos versos» (en un poema que consta, significativamente, de esos dos únicos versos). Junto a su característica concisión, Brezmes utiliza una retórica casi invisible: antítesis, paradojas, construcciones paralelísticas. Y la elipsis, por supuesto, manejada con tremenda eficacia, empezando por los títulos del libro y de sus secciones. Y sutiles referencias intertextuales que orientan y desvelan nuevas posibilidades de lectura: Ulises y Tiresias, Gil de Biedma y Milosz, Pessoa y Rimbaud. Antes hablábamos de la importancia del diálogo, de la comunicación. Este diálogo puede proyectarse por encima del espacio y del tiempo. El poema es un privilegiado lugar de encuentro, a salvo del devenir. En el conmovedor «Libro de familia», texto nacido de la contemplación de una fotografía del padre, se sugiere: «Tal vez exista un lugar / a medio camino —responde— / como una posada del hombre / donde se pueda vivir y al tiempo / darte cuenta que vives». Una poesía, la de Alfonso Brezmes, que, pese a las urgencias de lo cotidiano, nos invita a detenernos y reflexionar sobre quiénes y qué somos.


El sol de los ciegos

Alfredo Pérez Alencart Vaso Roto: Madrid, 2021 128 págs.

Carpintero de la palabra serena Por Javier Helgueta Manso La poesía de Alfredo Pérez Alencart (Perú, 1962) pretende transmitir un mensaje sereno y atemporal, ajeno al supuesto envejecimiento lírico de palabras y tonos, pero también a las modas culturales y económicas que imponen una visión del mundo. Seguramente sea porque su escritura comienza en la madurez y no tiene deudas más que con su propia voz. Que su obra invisible fue nutriéndose con la misma paciencia que constancia, durante muchos años, lo demuestra el hecho de que en estas dos décadas de publicación hayan visto la luz hasta veinte libros de poesía, que lo han convertido en un autor respetado con diversos premios internacionales en América y Europa. En El sol de los ciegos (Vaso Roto, 2021), Pérez Alencart muestra e interpreta experiencias humanas cotidianas desde un «anclaje cristiano», como gusta afirmar el autor, pero plantea perspectivas éticas que sobrepasan toda confesión. En esto último, pertenece a la tradición de maestros clásicos de Oriente y Occidente: las composiciones «Consejo para envidiosos» o «Humildad» son buenos ejemplos de ello, como otros escritos con sensibilidad social del talante de «Invocación»: «Hermano, / estés donde estés, / abre los puños / y que no vuelvan las armas a tus manos» (pág. 20). Las exhortaciones en segunda persona evocan la tradición epistolar sagrada y profana, bíblica y grecolatina, dos de las fuentes principales de su producción literaria, aunque muchas de ellas no están dirigidas a un prójimo, sino a sí mismo, para obtener una esperanza tras la muerte del ser amado. Estos poemas representan, en definitiva, luz para el ciego, herramientas para vivir: «Se tiene o no / la Parábola sirviéndote / de horizonte» (pág. 115). No constituyendo un proyecto devocional, conforme lo fueron sus anteriores Cristo del alma (2009) o Cartografía de las revelaciones (2011), este libro cuenta con

un repertorio de formas de poesía religiosa: poemas de amor espiritual a la amada; exégesis líricas de pasajes bíblicos, entre las que sobresalen los versos de «La última cena» (pág. 102); o accesos trascendentes: «Como ángel / posible para mi carne [...] // Busco no alzar / más los ojos / y que me dejes dentro / sin límites» (pág. 115). Particularmente, destacan las composiciones metapoéticas donde la presencia religiosa se desarrolla de un modo sutil, ligada a la inspiración y creación poéticas; así reza «Taller», el poema pórtico del libro: «Vi cosas / que no se ven / y me revestí / de lo justo, // amando en carne / y en espíritu, // cual señales / de lo que aconteció / en mí. // Y más que / repetir palabras, // las lijé, / como humilde / carpintero // en su taller» (pág. 11). El tono concentrado, sereno y solemne se logra a través de la brevedad y el cálculo de la pausa: hay, por un lado, una atención y respeto sagrado al Logos y, por otro, una preocupación por apaciguar el ritmo de la vida actual; sosiego, además de palabra frecuente en el libro, es título de otro poema en que aconseja a su lector: «Recuéstate / sobre un campo de trigo / enverdecido // y celebra / bajo tus párpados / que no pugnas / por lujos o prebendas» (pág. 59). Ciertamente, el poeta peruano-español Pérez Alencart es uno de los poetas cristianos vivos más reconocidos en nuestro panorama panhispánico, junto a Javier Sicilia (México) o Hugo Mujica (Argentina), entre otros, pero también es leído desde la no confesionalidad. En pleno proceso de desdibujamiento de los límites entre lo religioso y lo laico, lo sacro y lo profano, el individuo, creyente o no, está buscando respuestas en nuevas manifestaciones espirituales y en prácticas como la propia experiencia estética. En El sol de los ciegos encontrarán algunas para protegerse de la aceleración de la vida, la ausencia de esquemas morales, la desubicación existencial y otras incertidumbres que apremian a las personas de toda condición.

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Entrevista a Albert Einstein Tirso Priscilo Vallecillos Trea: Gijón, 2022 124 págs.

Vivir en las esferas Por José María García Linares El nuevo libro de poemas de Tirso Priscilo Vallecillos se abre con una cita de Albert Einstein a propósito del círculo: «El círculo es la figura geométrica que mejor representa la naturaleza humana: con un centro equidistante, permite que todo fluya y, a la vez, que todo se comparta […] mi círculo está conformado por tres vértices en cada uno de los cuales domina una relación de pareja: el mundo y yo; la ciencia y yo; y la siempre compleja relación que mantengo conmigo mismo. Cada pareja representa una incógnita poliédrica y tan perfecta que jamás será resuelta: hablamos de la paradoja de lo soluble irresoluble». Es decir, es la figura del círculo o la esfera la que mejor retrato realiza de la condición humana. Como señaló Peter Sloterdijk en Esferas, la filosofía de la esfera nos recuerda ese mundo desaparecido de la vieja metafísica, un país encantado de certezas e inquietudes, consolador a la vez que angustioso. Para el filósofo la esfera no es un espacio neutro, sino uno animado y vivido, un receptáculo en el que el ser humano está inmerso. Sin esferas no habría vida. La clave del pensamiento que Sloterdijk desarrolla aquí es que en la comprensión de uno mismo y del mundo, eso que denominamos filosofía, no hay un centro neutral en el que ponerse de acuerdo. La unidad de la razón, del pensamiento, consiste, de esta forma, en la multiplicidad de sus voces. Lo que apuntan tanto Einstein como Sloterdijk es que la perfección formal de la figura posibilita la fluidez, la contradicción y la multiplicidad en su interior, y

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esa es, precisamente, una de las claves para acercarse a la lectura de Entrevista a Albert Einstein. En la primera parte, «Albert Einstein y el mundo», el poeta echa mano de distintos personajes que comparten un discurso alejado de la grandilocuencia. Las distintas voces que hablan en estos textos se acercan a lo que Laura Scarano denomina la poética de lo menor, tan arraigada a lo cotidiano. El mundo, para Leila Slimani, está lleno de cicatrices. La literatura consiste precisamente en buscar en esas cicatrices, en los objetos triviales de la vida diaria, el recuerdo y el testimonio verdadero, vital. Estos poemas dejan sitio a la crítica del neoliberalismo, a la reivindicación de la voz propia como seña de identidad o al recuerdo inmarcesible de la madre. ¿Habrá mayor y mejor esfera que la maternidad? La segunda parte, «La ciencia y Albert Einstein», es un diálogo entre el yo y su interlocutor. Todos los textos giran en torno al amor, quizá la ciencia más demostrable para un sujeto que desea, que ama y que sufre. Lo erótico y lo carnal, como siempre en Vallecillos, se llena de matices, de ironía, de contradicción, de humor, de desengaño. Textos como «Ahí» o «El amor en los tiempos de Pompeya» conforman un discurso amoroso que no es sino otra pieza más del proyecto de escritura que el poeta lleva desarrollando desde hace años. Finalmente, en «Albert frente a Albert» el yo se enfrenta a sí mismo, jugándose el todo por el todo en textos tan relevantes como «El hombre-naturaleza», dedicado al recuerdo de un padre que ha ido pasando por diferentes etapas hasta convertirse en pura comprensión, en pura naturaleza. El ejercicio de rememoración continúa en otros poemas como «Ortigas» o «De sucedáneos y otros sustitutos». En «Acantilados» estaría otra de las claves del libro. Bastan algunos versos para justificar lo que decimos: «Soy la grieta que avanza por su propio cuerpo / […] Me es imposible existir sin mi debilidad». Slimani defiende que la escritura es la experiencia de un fracaso continuo, de una frustración insalvable, de una imposibilidad y, aún así, desde esa certeza, se sigue escribiendo, lo que recuerda aquello de Bolaños de que había que tener valor para escribir sabiendo previamente que uno va a ser derrotado. Eso es pelear, eso es la literatura. En sus manos tiene el lector el último combate, por ahora, de Tirso Priscilo Vallecillos.


El ambigú

Desde la hierba

Dafne Benjumea RIL Editores: Santiago de Chile, 2021 76 págs.

¡Oye cómo crecen! Por Verónica Durán Que existimos: como único apoyo. Como caída en reverso saludando a Altazor desde aquella menta de jardín. Aquí la mirada retoña. Y el avatar de cada imagen conjuga un tremendo sonido de lluvia. La sola Belleza es: que existimos. Y que, Desde la hierba, Dafne inflame dicha intuición. Enigmático carcaj. La grupa extrema de los vocablos. Prenden «por ese punto grisáceo en el que observamos la salvación oscura de un sauce». Prenden con ferocidad azul: «no nieve no agua no mar en los verdes amazónicos […] Realmente». Y por cada hipótesis sobrevuelan. Y no es «confesión» su mirto ramoso. «¡Un milagro! ¡un milagro! (quizás)». Obstina el misterio. Ella que «todo lo intuye desde la hierba». Publicado en RIL Editores, el debut de Dafne germina como una espora en el medio adecuado. Una espora del ser. Cuyo ímpetu nos obsequia con un triple matiz: flujo y plasticidad; esmero hacia el microcosmos. Oí que para asimilar el mundo deberíamos situarnos a ras de suelo y contemplar entonces el apareamiento de lo escondido. Algo similar se deduce de esta escritura. La voz de su autora se funde con lo natural. Con una elegancia semejante al interior de una geoda. «¡Oye cómo crecen!», reza Björk en la ciudad mineral. Unicidad que no podría existir sin ellos («eyos»). Nos adentramos pues en un libro de potentes sensaciones. Su hado paciente reanima el lenguaje. Así el texto se divide en tres etapas: «Otro día»; «Otro día»; «Todos los días (Sinaí)» y tras la primera, la «frena-

da». Brevísima. Como «Un zorzal que se posa en el costado» y que contra una piedra quiebra el eco para alimentarse. Se suceden de nuevo instantáneas que son salmos de arrolladora inteligencia. También el óxido de los mitos que nos preceden. Corazón de Dafne. Delirio. Delirio pausado. No ficción. Mas como dice, tampoco confesión sino incógnita. Que no hay rumor efectista. Ni el morbo solemne tan en boga. Que ausculta el miedo como piel capaz. Capiteles con su flora en acción, los enunciados no rehúyen el cambio estacional. «Y yo dormiré algo si puedo / cansada de cultivar / sin nada que ofrecer.» No rehúyen tales esperas. El tono que cada palabra merece. Ni el límite: «tocar / tocar con las manos el suelo». La muerte que renueva los ciclos. «Oye cómo crecen / conquistando la claustrofobia». Decía que no hay rumor efectista. Pues el viaje simbólico confiere al léxico: aire, goce, reflexión. Y no depende de lo escabroso para plantear lo terrible. Aquí lo personal se desdobla en calidad del nosotros. Como aliseda pulmonar. O el arquetipo de un helecho. «Yo sé que ya eres». Y que deseaba este libro (sin saberlo).

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El ambigú

El regreso del Caballero Oscuro

Frank Miller (Traducción de Felip Tobar Pastor) ECC: Barcelona, 2021 240 págs.

Aún luchando contra el crimen Por Eduardo Suárez Fernández-Miranda A mediados de los años ochenta, DC Comics decidió revitalizar a gran parte de sus personajes, entre ellos, Superman o Wonder Woman. En la editorial pensaron que los mejores años de Batman ya habían quedado atrás y que su figura se veía eclipsada por otros superhéroes. En ese momento aparece Frank Miller, dibujante e historietista, que llegaba con el prestigio de haber trabajado en Daredevil. Su visión era presentar a un Batman envejecido, lejos de su mejor momento. Una idea arriesgada, si tenemos en cuenta cuál había sido la imagen del héroe hasta ese momento. Batman surge en 1939 de la imaginación del dibujante Bob Kane y del guionista Bill Finger. Ambos decidieron unir sus fuerzas para lanzar, en el número 27 de la revista Detective Comics, la primera aventura de «The BAT-MAN, a mysterious and adventurous figure, fighting for righteousness and apprehending the wrong doer, in his lone battle against the evil forces of society… His identity remains unknown». Al crear The case of the chemical syndicate, en seis páginas a todo color, no querían que «Batman fuese un superhombre; querían que pudiese resultar herido. Que solo hiciese las cosas que pude hacer un atleta entrenado y que utilizase la astucia, la inteligencia y la observación», como recuerda Andrew Farago, autor de Batman. La historia definitiva del Caballero Oscuro en el cómic, el cine y más allá. En 1986, DC publicó Batman: The Dark Knight returns, escrito y dibujado por Frank Miller. El cómic supuso, ya desde su portada —un Batman a contraluz atravesado por un rayo, en el cielo nocturno de Gotham—, una revolución en la mitología del icónico personaje. Nos encontramos a un Bruce Wayne diez años después de haberse enfundado el traje de Batman por última vez, motivado por la muerte de Robin. Ahora tiene cincuenta y cinco años. Ya han desaparecido de las ca-

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lles los coloristas villanos que amedrentaban Gotham: Enigma, Hiedra Venenosa, Pigüino; un catatónico Joker pasa sus días en el psiquiátrico de Arkham. Ahora una nueva generación de malhechores se adueña de las calles, la organización conocida como los Mutantes. Gotham «parece haberse rendido, sumiéndose en la decadencia y el descontrol». Esa visión de Gotham que aparece en el cómic de Miller refleja aquello que vivió el propio dibujante: «Me inspiré directamente en mi experiencia neoyorquina con el crimen. [...] Estaba extremadamente furioso, inmerso en las películas de Harry el Sucio, e hice que Batman se comportase de la manera más indignada que pude imaginar». Esa atmósfera de oscuridad y violencia, unida a una técnica muy meditada —«el tamaño de las viñetas, el número de viñetas por página, la secuencia, la relación visual entre viñetas…», como recuerda Klaus Janson, colaborador de Miller—, convirtió a El regreso del Caballero Oscuro, en una de las obras más influyentes nunca antes publicadas en el mundo del cómic. Otro de los elementos novedosos fue convertir a Robin en el personaje femenino Carrie Kelley. Como recuerda Miller «el uniforme de Robin le sienta mejor a una chica que a un chico». Alan Moore, que ese mismo año había creado su mítico Watchmen, señala que «la diferencia más inmediata y abrumadora radica, obviamente, en la forma en que muestra tanto a Batman como a Bruce Wayne, el hombre tras la máscara. [...] Cada sutileza de sus expresiones, cada matiz de su lenguaje corporal, nos muestra a un Batman que por fin se ha convertido en lo que siempre debió ser: una leyenda». El siguiente trabajo de Frank Miller, esta vez con David Mazzucchelli como dibujante, fue Batman: año uno, donde da forma al origen de Batman definitivamente y se inicia la relación de «respeto, camaradería y colaboración entre Batman y James Gordon».


Recomendaciones de Quimera

El combate interminable Juan José Flores Navona, 2022

Juan José Flores fabula en esta magnífica novela con el posible encuentro entre Jorge Luis Borges y su chofer, el expúgil Germán, durante la visita del vate a Barcelona en 1980. En ella, un Borges ya ciego pasea en coche por la ciudad escuchando y grabando la historia de la gloria y la tragedia de Josep Gironès, el Crack de Gràcia, de donde extraerá material para un relato que nunca llegará a publicar. Narrado con una singular combinación de tramas y planos, la amistad, la admiración, los reveses de la vida y la literatura como refugio y como acicate son los grandes temas de un hermoso libro.

Umbilical

Andrés Neuman Alfaguara, 2022

Neuman nos ha regalado un libro intenso y emocionante. Y, sobre todo, bello. El punto de partida es una paternidad recién estrenada, desde la conciencia del hijo en el útero materno hasta los días después del parto. Sin embargo, no se engañen: este es solo el motor que hace arrancar la escritura. Lo que vamos a encontrar no es solo un canto de amor a su hijo, sino a la propia vida. Una obra narrativa que funciona como un libro de poemas en prosa. Más allá de adscripciones genéricas, Umbilical es una celebración de lo que una y otra vez renace.

Veinte años de sol

Eva Cruz Alianza de Novelas, 2022

Eva Cruz nos presenta una historia coral en su primera novela, que atrapa desde el primer momento. Contada con una interesante estructura de saltos temporales, la autora nos pone delante de un espejo para lanzarnos la pregunta que recorre todo el libro: ¿qué sacrificarías por borrar un mal recuerdo? La neurocientífica Catalina Tagle sabe cómo hacerlo, pero ¿hasta dónde es lícito manejar la mente humana? Interesante obra prima que nos invita a reflexionar qué pasa cuando a nuestro primer amor le caen veinte años encima de golpe.

Amargosa

Isolda Patrón-Costas Tres Hermanas, 2022

Siempre resulta de interés ver la primera novela de un nuevo autor. En el caso de Amargosa, Tres Hermanas y la autora nos permiten descubrir una nueva voz que brilla con luz propia. Cuesta desentrañar en Amargosa lo que es real y lo que es sueño. El escenario principal es un viejo hotel-teatro situado en mitad de un desierto. Allí llegará la protagonista, Marta, casi por azar. Con este planteamiento, la autora muestra un gran trabajo de estilo, que en ningún momento deja atrás una trama apasionante. Un fantástico debut. Esperamos más..

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Recomendaciones

La Quinta de Goya y sus Pinturas Negras (2ª edición) Alondra

Dezsö Kosztolányi Xordica, 2022

Xordica recupera una joya de Dezso Kosztolányi, uno de los mejores escritores húngaros del siglo XX, admirado por Thomas Mann y Sándor Márai. En una pequeña ciudad húngara a finales del siglo XIX, Alondra se va de vacaciones con sus tíos. Sus padres, desolados por la separación, poco a poco van redescubriendo los placeres que olvidaron al centrar su vida en su hija, pero ello les hará replantearse muchas de las certezas en torno a las cuales han organizado su existencia. Un libro sobre el hastío y el vacío vital, de una sensibilidad exquisita.

Hospital del aire Ernesto García López Candaya, 2022

Estamos ante un libro intenso, magnético. Un libro cuya escritura, es decir, su tono, su planteamiento, su estructura, su voz, su atmósfera, nos atrapa. A partir de un conocido accidente aéreo, García López despliega una poética envolvente. No culturalista, sino aferrada a la vida. Por eso resulta tan intenso y emocionante. Porque se le va la vida en él. En la entrada del 2 de abril de 2018, el autor escribe: «Este libro empieza a comportarse como un agujero negro. Se lo traga todo, lo absorbe todo […] Estoy metido en él las veinticuatro horas del día». Nosotros, los lectores, lo percibimos y lo festejamos.

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Miguel Hervás León Casimiro Libros, 2021

Se trata de una ampliación del estudio publicado en 2019 y mejorado en muchos aspectos. Estamos ante la obra más completa y profunda publicada sobre la Quinta del Sordo y las Pinturas Negras que Francisco de Goya pintó en ella, muy probablemente entre 1820 y 1822. Se trata de un estudio minucioso, bien fundamentado, que aporta una información decisiva no solo sobre la distribución de las pinturas sino también sobre la suerte del edificio: su situación exacta, su recorrido vital y el azar que hizo que desapareciera a finales del siglo XIX. Libro imprescindible para los admiradores de la obra de Goya y del sanctasanctórum de la pintura contemporánea.

Stefan Zweig / Richard Strauss: Correspondencia (1931-1935) Acantilado, 2022

En 1931, Stefan Zweig se comprometió a escribir el libreto de la siguiente ópera de Strauss tras la muerte en 1929 de Hugo von Hofmannsthal, el que había sido su libretista los últimos años. Esta es la historia de superación de dos genios en tiempos adversos, en los que la Gestapo instaba constantemente al músico que dejara de colaborar con el escritor judío; tan distintos entre sí pero tan iguales a la hora de entender la independencia creativa. Estas son las cartas que precedieron al estreno en 1935 de La mujer silenciosa en Dresde.



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