Quimera Revista de Literatura | Número 470 | Febrero 2023

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ColaborAN en este número:

José Abad, Alexander, Andrea Bajani, Jorge Canals Piñas, Bel Carrasco, Elena Casero, Franco Chiaravalloti, Pere Comellas Casanova, Eva Cruz, Eva Díaz Riobello, Francisco Gálvez, Concha García, Jesús García Cívico, José María García Linares, Alberto García-Teresa, Julià Guillamon, Álvaro Hernando Freile, Silvia Hidalgo, Nathalie Karagiannis, Iris Kiya, Rafael Malpartida, Elena Martín, Faviola Morales, Verónica Nieto, Ana Portnoy, RAE, Rocío del Pilar Rojas-Marcos Albert, José de María Romero Barea, Carmen de la Rosa, Donna Salama, Lisbeth Salas, Eduardo Suárez Fernández-Miranda, Morrosko Vila-San-Juan, Ricardo Virtanen Fotografía de portada y Dossier:

Alexander Ant (Unsplash) Editor:

Miguel Riera

Fernando Clemot, Álex Chico, Ginés S. Cutillas y Jordi Gol DirectorES:

JEFE DE REDACCIÓN:

Jordi Gol

Diseño: Xavier Balaguer Maquetación y cubierta: Jordi Gol

QUIMERA. REVISTA DE LITERATURA – Febero 2023

En este número 470 (número de los llamados redondos) proponemos a nuestros lectores siete entrevistas a siete interesantes autores y autoras que en plena madurez literaria nos hablan de sus últimas obras, de sus trayectorias y de sus nuevos proyectos. Nuestro espacio de creación cuenta con un original relato de Oriol Alonso Cano, microrrelatos inéditos de Carmen de la Rosa y un adelanto editorial, en forma de poema, del próximo poemario de nuestro querido colaborador habitual José de María Romero Barea. Destacamos en la sección de ensayos «Einstein on the Beach» un interesante análisis sobre la influencia de la cultura americana en Italia a lo largo del siglo XX, de nuestro codirector Fernando Clemot, una reflexión de Rafael Malpartida sobre las relaciones entre el cine y el teatro y una original propuesta de la escritora boliviana Iris Kiya sobre un singular género literario: la pouvelle, «hija de su hermana mayor, la nouvelle». Y, como siempre, «El ambigú» nos asoma a la actualidad literaria con doce reseñas dispares sobre novedades editoriales de diferentes géneros. En definitiva, un número con contenidos para todos los gustos que esperamos que disfruten leyendo tanto como nosotros hemos gozado realizándolo. JORDI GOL - JEFE DE REDACCIÓN Y CODIRECTOR DE QUIMERA

Corrección: Cinta Moreso Web y redes sociales: Eva Díaz Riobello ISSN: 0211-3325 DL:

B 38779 /1980

Ediciones de Intervención Cultural S. L. C/Juan de la Cierva, 6. 08339 - Vilassar de Dalt (BCN) 937 550 832 www.revistaquimera.com redacciondequimera@gmail.com publicidad@revistaquimera.com pedidos@edic.es Edita:

Imprime:

Gráficas Gómez Boj

El salón de los espejos Entrevista a Julià Guillamon – 4

Jorge Canals Piñas:

Entrevista a Jesús García Cívico – 11

La aurora cuando surge, de Manuel Astur – 53

Entrevista a Andrea Bajani – 14

Pere Comellas Casanova: Mondego. La anatomía del

Entrevista a Verónica Nieto – 18

fantasma de Joana Ayres, de Rebeca Hernández – 54

Entrevista a Silvia Hidalgo – 20

Faviola Morales: El sonido de la H, de Magela Baudoin – 55

Entrevista a Eva Cruz – 25

José María García Linares:

Entrevista a Francisco Gálvez – 28

El ala derecha. Cegador, 3, de Mircea Cărtărescu – 56

La vida breve Oriol Alonso Cano. Deslizamientos – 31 Derechos reservados. Prohibida la reproducción total o parcial de este número, sea por

El ambigú

Los pescadores de perlas

Elena Casero: El horizonte quimérico, de Martín Llade – 57 José Abad: La prisión de la libertad, de Michael Ende – 58 José de María Romero Barea:

Microrrelatos inéditos de Carmen de la Rosa – 34

Todos somos Leopold Bloom, de Eduardo Lago – 59

Quimera no retribuye las colaboraciones. Los

El castillo de Barba Azul

Al sur de Tánger. Un viaje a las culturas de Marruecos, de

colaboradores aceptan que sus aportaciones

Poema inédito de José de María Romero Barea – 36

medios mecánicos, químicos, fotomecánicos o electrónicos, sin la autorización del editor.

aparezcan tanto en soporte impreso como en digital. La redacción no devuelve los originales no solicitados ni mantiene corresponden-

Einstein on the Beach

cia sobre los mismos. La revista no comparte

Fernando Clemot.

necesariamente las opiniones firmadas por sus colaboradores. Esta revista ha recibido una ayuda a la edición del Ministerio de Educación, Cultura y Deporte.

Rocío del Pilar Rojas-Marcos Albert: Gonzalo Fernández Parrilla – 60 Nathalie Karagiannis: Στα ΔΑΣΗ [En los BOSQUES], de Iordanis Papadopoulos – 61 Ricardo Virtanen: Cipselas, de Carmen Canet – 62

Italia y la fiebre de América – 40

Alberto García-Teresa:

José de María Romero Barea.

¿Quién es se?, de María Ángeles Maeso – 63

Vivian Gornick: francotiradora – 46

Álvaro Hernando Freile:

Rafael Malpartida.

Hueso, de José García Obrero – 64

El teatro y el cine en la espiral – 49 Iris Kiya. Notas sobre la pouvelle – 52

Recomendaciones 3


E l s a l ón d e l o s e s p e j o s

Entrevista a Julià Guillamon Texto: Eduardo Suárez Fernández-Miranda Fotografía: Morrosko Vila-San-Juan ©

Julià Guillamon (Barcelona, 1962), escritor y periodista, desde hace años colabora con el diario La Vanguardia, donde ejerce su labor como crítico literario. Muy interesado con todo lo que tiene que ver con la cultura, ha escrito ensayos sobre Barcelona, La ciutat interrompuda, o biografías, como la dedicada al escritor Joan Perucho. Los recuerdos personales y su visión de la naturaleza están presentes en obras como Les cuques o Les hores noves.

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En el prólogo a su libro Deu entrevistes (Comanegra, 2019) señala: «L’entrevista en profunditat que no ve a tomb de res és un gènere que pràcticament ha desaparegut del mitjans, lligats a la roda de l’actualitat literària». ¿Cree que para un escritor sigue siendo importante, en la actualidad, este tipo de entrevistas? La obra de muchos escritores responde a un plan general y la entrevista en profundidad es el mejor medio para hacer participar de él al lector. En los últimos años me parece advertir un retorno a este tipo de entrevistas, en publicaciones especializadas y revistas digitales, con la excusa de una novedad editorial. Es frecuente que los periodistas, que a menudo son también escritores, te pregunten por otras obras, que busquen conexiones y genealogías. Pero quizás falta un medio o medios de referencia, especializados en el reportaje o la entrevista a fondo, como fueron en su tiempo Destino o, en catalán, Serra d’Or o, en televisión, los programas de Emilio Manzano. Su labor periodística comenzó antes de que finalizaran sus estudios de Filología Catalana. ¿Cómo surgieron sus colaboraciones en la prensa? Pasé la adolescencia rodeado de diarios. Mi familia regentaba un hostal y cada día leía dos o tres de arriba abajo. El suplemento de libros de La Vanguardia, que dirigía Robert Saladrigas, era uno de mis referentes. Y cuando pude escribir en sus páginas fue un premio. Los departamentos de Filología eran muy cerrados. Tenías la sensación de que, por bueno que fuera tu trabajo, nunca te abrirían las puertas. El periodismo, en cambio, era abierto y dinámico, conocías a gente interesante, te daban responsabilidades. A los veintipocos años, siendo el más joven de la redacción del diario Avui, había entrevistado a Borges, a Donoso, a Cela, a Bassani, a Manuel Puig... ¿Era el periodismo su vocación, en aquellos años de universitario?

Me hubiera gustado ser profesor universitario. Pero nunca tuve la oportunidad real. Era demasiado independiente y la universidad de mi época, muy jerárquica. Creo que también hoy lo es. Su primera obra publicada fue Joan Perucho i la literatura fantàstica (Empúries, 2020). El tema del libro formaba parte de su tesina de licenciatura por la Universitat de Barcelona. ¿Qué supuso para usted este primer libro? Perucho se había pasado diez años, entre 1970 y 1980, publicando muy poco. Estaba volviendo a la actividad, le leí, me interesó, escribí un pequeño ensayo, me llamó, le visité en su casa en Barcelona y nos hicimos muy amigos. Perucho había conocido a Joan Miró y a Joan Ponç, a Francesc Català Roca y a Leopoldo Pomés, había sido compañero de fatigas de los pioneros del diseño gráfico y había tenido una época de escritor y editor pop muy interesante. Era coleccionista de arte, bibliófilo, gastrónomo, amante de la magia. A través de Perucho descubrí un mundo. Era imposible no quererle. Años más tarde publicaría la biografía Joan Perucho, cendres i diamants (Galaxia Gutenberg, 2015). ¿Qué ha significado para las letras catalanas una obra tan singular como la de Perucho? Tenía ganas de escribir un libro que fuera al mismo tiempo una biografía psicológica y una revisión a fondo de la cultura de la segunda mitad del siglo XX, a partir de una figura que está presente en todos los movimientos de la posguerra, aunque nunca en primer plano. A Perucho le llegué a conocer tanto que pude profundizar mucho en la construcción de la secuencia de historia cultural y en su interpretación. El reto era escribir un libro de ochocientas páginas que se leyera con gusto. El crítico de arte Daniel Giralt-Miracle me dijo que el capítulo de la revista Destino daba la sensación de que yo estaba allí. Es uno de los mejores elogios que he recibido. Si hubiera tenido que escribir un

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Entrevista a Julià Guillamon

libro así desde la Universidad no hubiera sido posible. Joan Perucho, cendres i diamants demuestra, creo yo, que se puede hacer investigación de alto nivel fuera de la universidad. En una ocasión Joan Perucho recordaba que «tenía la sensación de escribir para mí mismo mientras iba lanzando mi trabajo a un pozo sin fondo y sin resonancias». Fue poeta, narrador, crítico de arte, escribió libros de cocina… En 2020 se celebró l’Any Perucho. ¿Cree que este reconocimiento servirá para mantener viva una escritura tan singular? He tocado todas las teclas: desde la investigación a las exposiciones, libros ilustrados, reediciones, un cómic... Pero hay imponderables. Los cambios en el gusto literario, los nuevos clásicos emergentes... Perucho vuelve a estar sobre las tablas, pero son los lectores los que tienen la última palabra. En 2001 se publicó La ciutat interrompuda (La Magrana), reeditada recientemente por la editorial Anagrama en castellano y en catalán. De ella se dijo que era una «crónica de veinticinco años de Barcelona, desde la contracultura hasta los Juegos Olímpicos, a partir de la arquitectura, el diseño, el periodismo, el arte, el cómic, la fotografía, el cine y las costumbres urbanas». ¿Cómo afrontó la escritura de un libro desde tantas perspectivas? ¿Qué cree que supuso para la visión cultural de Barcelona? A finales de la década de los noventa empecé a experimentar la sensación, que se ha ido extendiendo por todas partes, de que algo no iba bien en Barcelona. Que estábamos en un modelo urbanístico, cultural, que generaba frustración y desapego. Y quise explicar el porqué de esa sensación. Me situé a principios de los años setenta, en una época en la que Barcelona era una ciudad destartalada, y fui explicando las diferentes etapas de su recuperación. La paradoja es que la ciudad caótica de los primeros ochenta era más querida que la que surgió con los Juegos Olímpicos. No lo digo yo: se puede leer en novelas y ensayos, ha sido objeto de cómics, fotografías, instalaciones de arte. La ciutat interrompuda da la voz a los creadores frente al discurso oficial. Es al mismo tiempo una crónica, con voluntad

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de escritura, y un estudio de historia cultural. Cuando se publicó por primera vez en 2001 sorprendió porque la gente pensaba que Barcelona era el mejor de los mundos posibles. Ahora, viendo en que ha terminado la ciudad, con masificación, gentrificación, nomadismo pijo, tengo la sensación de que me quedé corto. Usted es columnista y crítico cultural en La Vanguardia. ¿Cómo es el día a día en la redacción de un periódico? ¿Cuál es su método a la hora de escribir estos artículos?


Voy muy poco a la redacción y lo escribo todo desde casa. Hace un montón de años que trabajo junto a Sergio Vila-Sanjuán en el suplemento Cultura/s y hemos establecido una gran complicidad. Es una crítica que intenta ser ecuánime, no tendenciosa, pensando en los diferentes tipos de lectores. Exigente, pero nunca violenta. Con una presencia importante del contexto cultural y social. Pactamos varias semanas por adelantado y vamos comentando y ajustando. He aprendido un montón con Sergio, que es un gran periodista cultural. Soy un privilegiado: cada semana escribo una columna literaria en la sección de cultura, con una libertad total. En ella trato todo tipo de temas y ha sido un laboratorio de la relación con los lectores, de donde han salido varios libros. El artículo semanal te permite probar cosas, la reacción es inmediata y te permite saber si algo funciona o no. Por ejemplo, cuando empecé a escribir artículos sobre la naturaleza, la gente me los comentaba favorablemente. Me di cuenta de que existía una gran necesidad de una mirada humana al entorno natural. Que se había producido un corte en nuestra relación con campos y montañas y que los lectores agradecían encontrar textos bien escritos, cercanos, que les descubrieran cosas que desconocían, que les transportaran a lugares y ambientes... El punto de partida de mis libros Jamás me verá nadie en un ring. La historia del boxeador Pedro Roca (2014) y L’enigma Arquimbau. Sexe, feminisme i literatura a l’era del flirt (2016) fueron dos series de columnas de La Vanguardia. En libros como Travessar la riera (Comanegra, 2017) o Les cuques (Anagrama, 2020), editado en castellano con el título de Mariposas de invierno y otras historias de la naturaleza (Círculo de Tiza, 2020), usted vuelve su mirada hacia sus recuerdos más personales, su infancia o la naturaleza. ¿Es complicado encontrar un tono literario para libros que tienen una importante componente biográfica? Creo que la primera vez que expliqué una intimidad en un texto fue en una columna de La Vanguardia. Mi madre hacía unos años que había muerto y tracé un retrato de ella en el hostal, en el momento en que, a media mañana, sacaba a la entrada un gran florero con gladiolos: la alegría de ese instante detenido en el tiempo.

Piensas: ¿a la gente le interesa todo esto? Me di cuenta de que sí interesaba. Porque más allá del tema particular, había una dimensión general: estabas hablando del tiempo, de la belleza... Eso me animó a escribir, de cuando en cuando, alguno de esos textos personales. Este tipo de literatura parte de la idea que las experiencias personales tienen una dimensión que transciende lo individual. Hay que ser muy respetuoso con la materia que tienes entre manos y con el lector. No puedas traficar con personas y sentimientos. Tienes que encontrar el justo equilibrio para que aquello que estás contando emocione, sin sobreactuar nunca. Yo me decanto por la frase breve, cortante. Un amigo dice que esas frases contundentes con las que cierro algunos de mis textos le recuerdan a Hemingway. En el año 2011, para celebrar los treinta años de la creación de la editorial barcelonesa Quaderns Crema, se organizó una exposición en la biblioteca Jaume Fuster. ¿Qué puede decirnos de quien fuera su fundador, Jaume Vallcorba? A finales de los setenta había una guerra entre dos grupos de poetas entorno a las editoriales Llibres del Mall y Quaderns Crema. Yo al principio estaba en la órbita del Mall. El punto de inflexión fue una entrevista a Vallcorba, hacia 1986. Pasamos una tarde muy divertida en su casa en la plaça Boston. Le gustaba mucho la música, había sido miembro del Grup de Folk, junto a Pau Riba. Y aquella tarde me estuvo hablando de la Música para aeropuertos de Brian Eno. Y, al terminar, del Te Deum de Carpentier, que era la música de las conexiones de Eurovisión. Al final, se fue a un concierto de Kid Créole and the Coconuts. Era un tipo provocativo y sorprendente. De esa muestra surgió el libro L’estil Quaderns crema. Trenta anys d’edició independent, 19792009 (Quaderns Crema, 2011), en cuya edición usted participó. De este catálogo se ha dicho que es un «ensayo textual y visual sintético ejemplar, permite descifrar algunas de las claves intelectuales y estéticas que configuran el sólido proyecto editorial». ¿Qué papel ha jugado esta prestigiosa editorial barcelonesa desde su creación, en el ámbito cultural catalán?

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Entrevista a Julià Guillamon

Vallcorba tuvo un papel importantísimo a principios de los ochenta en la renovación del mundo editorial catalán. El planteamiento era muy moderno: Quim Monzó y Martí de Riquer, la literatura urbana contemporánea y los estudios románicos. Y junto a ellos el vanguardismo de J. V. Foix o de Josep Maria Junoy, las traducciones de clásicos populares como Edgar Allan Poe y Las metamorfosis de Ovidio. Fue un boom. Un estilo propio, muy personal, que, con un corte más clásico, trasladó a Acantilado. Quim Monzó, Sergi Pàmies, Gabriel Galmés o Ferran Torrent han sido escritores que forman parte del exigente catálogo de Quaderns Crema. ¿Cree que, actualmente, la editorial barcelonesa está aportando nuevos valores a la literatura catalana? Han pasado muchas cosas en el mundo editorial en los últimos años. Han surgido muchas editoriales pequeñas, que han impulsado nuevos autores. El panorama no se parece en nada al de principios de los ochenta. Quaderns Crema habría podido ser una editorial de dimensión media, que creo que está faltando. Estamos entre grandes grupos y editoriales mínimas. El gran escritor Quim Monzó ha sido una pieza fundamental en Quaderns Crema. No solo con sus innovadores relatos de finales de los años setenta, sino también como diseñador gráfico (alguna de las portadas de Quaderns Crema son suyas). Usted ha sido comisario de la exposición sobre el autor de Benzina o La magnitud de la tragèdia. De dicha exposición surgió el libro Monzó. Com triomfar a la vida (Galaxia Gutenberg, 2009). ¿Cómo recuerda aquella exposición? ¿Qué puede contarnos de la colaboración del escritor barcelonés en ella? A Monzó le descubrí hacia 1976 o 1977 a través de las colaboraciones que escribía (y a veces dibujaba u organizaba como un collage) en el semanario Canigó. Y le he visto siempre como a un hermano mayor. Gracias a Monzó, los escritores de mi generación nos dimos cuenta de que se podía escribir narrativa de una manera totalmente distinta. Tenía una idea muy sintética, contundente, provocativa. Nos gustaba la precisión del lenguaje y la modernidad de los temas. Y, a partir de

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El millor dels mons, el giro biográfico, la manera como trata la vida familiar. Más allá de la influencia literaria, Monzó ha sido un referente. Cuando hablaba de un libro, de un bar, de un plato, de un actor, de una película, mucha gente le seguía. Trabajar con él fue muy divertido porque estábamos en la misma onda. Nos gustaba el diseño gráfico y teníamos una idea visual de lo literario. Considerábamos que el humor era un elemento fundamental de la creación. Y nos encantaban los detalles. Un día me dijo: «A la gente a la que le gustan los detallitos esta exposición les volverá locos». De su interés por el diseño gráfico han surgido libros como America Sanchez a Barcelona (Galaxia Gutenberg, 2021). ¿Qué nos puede contar de este libro? ¿Se puede considerar un complemento a La ciutat interrompuda? Cuando trato un tema generalmente no lo acabo en un libro: hay una continuidad hacia otros proyectos. Estuve trabajando unos años sobre el exilio catalán de 1939 y algunas exposiciones posteriores salen de ahí, de temas que todavía tenían recorrido, como la tarea de editor de Antoni López Llausàs, el impulsor de Editorial Sudamericana y creador de Edhasa, que había sido una figura destacada en los años treinta en Barcelona, a través de la Llibreria Catalònia y de las revistas D’Ací i d’Allà y El Be Negre. Con La ciutat interrompuda pasó algo parecido: por un lado, dio pie a Monzó. Com triomfar a la vida. Por el otro, a America Sanchez a Barcelona. Tengo una cultura muy visual, me gusta mucho el diseño gráfico. Para mí, el diseño del libro forma parte de la obra. He intervenido en todas las cubiertas de mis libros, dando la idea o incluso elaborándola, con la complicidad de Albert Planas. A Albert le conocí en la época de Monzó. Com triomfar a la vida y hemos trabajado mucho juntos, en libros gráficos y exposiciones. America es un grandísimo diseñador. Planas colaboró con él durante veinte años. Hicimos un buen equipo, los tres. La idea fue utilizar la obra de America para explicar qué había pasado con la cultura en Barcelona, desde finales de los sesenta. Volviendo a su obra, con El barri de la plata (L’Avenç, 2018) usted se traslada al Poblenou de su infancia. ¿Qué le impulsó a escribir este libro?


El Poblenou postindustrial de mi infancia era un paisaje muy atractivo. Generacionalmente formo parte de la generación postpunk. Una vez los Kraftwerk se estuvieron sacando fotos en el barrio de Icaria, del Poblenou, y alucinaron con aquel paisaje, en el que nos movíamos todos los días. Mis primeros libros de ficción, La fábrica de fred (1991) y La Moràvia (2011), retratan ese mundo con los procedimientos del cine y la literatura experimental. Fábricas abandonadas, playas suburbiales, noches de copas en la ciudad desierta. Me interesaba explicar la quiebra de la idea del progreso, el fin de la utopía y el sueño de confort de nuestros padres, que tenían treinta años en los sesenta. La Moràvia es la historia de un tipo que decide apartarse del mundo y revivir en un piso el mito del progreso. Decora su casa con fórmicas, con muebles plegables,

ampliables y portátiles y se monta una habitación en la que proyectar películas industriales sobre las grandes presas hidroeléctricas y las ventajas del plástico. Es una historia tragicómica que termina con un gran sentimiento de desamparo. En El barri de la Plata (2018) regreso al mismo escenario, pero desde otra perspectiva. Me planteo una parte de mi obra como un juego conceptual. Me gusta contar la historia desde dos perspectivas diferentes: experimental y realista, abstracta y concreta. El barri de la Plata empieza en la calle suburbial, entre las fábricas abandonadas. Pero poco a poco ese paisaje se va poblando. Planteo el tema de las emigraciones a Barcelona a finales del siglo XIX, la presencia de los valencianos, que llegó a ser importantísima (uno de cada diez barceloneses de 1930 era de origen valenciano), hablo del anarquismo y de la substitución de las ideas de lucha social por el individualismo, en la posguerra, a partir de la historia de mi padre, que quiso ser boxeador y torero (dos formas de salvación individual para un obrero que no creía en sindicatos ni partidos). A partir de ahí entro en una historia trágica: la imposibilidad de ser felices de una pareja, entre dos mundos. Él, un baranda, muy fogueado por la vida. Ella una buena chica, desbordada por el alcoholismo del marido y el desamor. Lo que en La Moràvia era emoción contenida en El barri de la Plata estalla con una intensidad devastadora. Últimamente he vuelto a escribir mi primer libro, La fábrica de fred. Lo he tocado tanto, que incluso le he cambiado el título, que ahora es La fábrica de gel (2021). Me divierte que existan dos libros que sean el mismo libro: uno experimental y otro con argumento, uno abstracto y otro figurativo, uno centrado en las atmósferas y ambientes y otro en los personajes y sus dilemas.

Les hores noves (Anagrama, 2022) es, hasta el momento, su último libro publicado. En él habla de las plantas, los animales, la gente que vive de la tierra y del bosque. Parece que la naturaleza es un elemento muy importante en su obra, ¿es así? Mis libros se encadenan unos con otros. La fábrica de gel, La Moràvia, La ciutat interrompuda, El barri de la Plata describen un itinerario urbano postindustrial. Mientras que El sifon de can Sitra, Travessar la riera, Les cuques y Les hores noves proponen un recorrido por

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Entrevista a Julià Guillamon

campos y montañas. Intento escribir una literatura de la naturaleza sin grandilocuencias, sin épica, sin cursilería. Una literatura que mis amigos que trabajan en el campo puedan leer y que se identifiquen con ella. La idea de Les hores noves es contar lo que pasa a lo largo de un año, desde las primeras lluvias de septiembre hasta el final del verano del año siguiente. Describir las flores,

los campos, los bosques, las plantaciones, los arroyos, el río. Una noche de lluvia con salamandras, una mañana en un alcornocal con una cuadrilla de peladores de corcho portugueses, una excursión que permite constatar la decadencia de la idea romántica de la cumbre, en una época de masificación turística. A lo largo del libro aparecen personajes muy interesantes, como Emili Soms, que ha recuperado más de cincuenta especies de manzana tradicionales que se habían ido perdiendo. Se dedicaba a ir por las masías abandonadas y por los antiguos prados de manzanos, hoy cubiertos de bosque, rescatando los árboles frutales que cuida en su finca. Emili, por ejemplo, aparece en el libro en la época de la poda. Parece un jugador de ajedrez capaz de anticipar una docena de jugadas. «Corto aquí y brotará por allí. Esta rama la dejo y el año próximo dará manzanas». ¡Qué sabiduría! Resulta inevitable, en estas circunstancias, que se filtren en el libro opiniones críticas porque estamos viviendo momentos muy graves. El movimiento ecologista tiene muchas dificultades para concretarse, vivimos una indefensión total que se traduce en una aceptación resignada de todo tipo de disparates urbanísticos y medioambientales. De manera que el libro es poético, crítico y documental. Para terminar, nos gustaría conocer su opinión sobre el panorama literario actual. ¿Qué autores le interesan? Hay una gran diversidad de opciones, mucha riqueza. No hago mucha vida literaria. Me relaciono mejor con diseñadores gráficos o con biólogos. Hablando de Les hores noves acostumbro a decir que prefiero hablar con un labrador que con otros escritores. La gente se ríe pensando que es una boutade pero es verdad. Los autores que admiro acaban siendo amigos del alma. Julià de Jòdar, por ejemplo, con quien comparto los orígenes populares, la visión histórica, la libertad de ideas y de estilo. Es uno de los grandes novelistas de los últimos años. O Mercè Ibarz, que ha renovado la visión del campo y de las relaciones familiares y que, a través de sus estudios sobre Luis Buñuel o Mercè Rodoreda, combina con una gran potencia ensayística estudios literarios, cine y arte. Me siento próximo a los autores más iconoclastas, que buscan nuevas maneras de narrar, como Adrià Pujol o Max Besora.

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Entrevista a Jesús García Cívico Texto: Fernando Clemot Fotografías: cedidas por el entrevistado ©

El escritor y filósofo valenciano Jesús García Cívico (Valencia, 1969) muestra en su ensayo La condición despistada (Candaya, 2022) el recorrido histórico y cultural del despiste y el olvido. Desde este factor recorre momentos y personajes desde los tiempos de la Grecia clásica hasta el momento actual. Sobre este ensayo, con una temática tan original, queríamos hablar con Jesús.

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Entrevista a Jesús García Cívico

De inicio el tema del despiste parece algo nuevo, es difícil de imaginar un ensayo sobre él. ¿Cuándo nace la idea de escribir sobre el despiste, ese estar en las nubes? Sí, hasta donde alcanzo no había un trabajo sobre el despiste entendido en su sentido más amplio. Mi idea de escribir un ensayo más o menos exhaustivo que incluyera a los distraídos, a los ensimismados, a los torpes, a los olvidadizos y a la forma en que son cultural e ideológicamente representados se animó, por así decir, precisamente, a partir de esa carencia. ¿Qué es La condición despistada? ¿Qué tipo de ensayo se va a encontrar el lector? Que sea una condición, y no un rasgo específico ni un estado transitorio, es lo que hace del despiste un predicado de lo humano. Todos pasamos la mayor parte del tiempo pensando en otra cosa. Estamos «en otra parte». Por decirlo con el crítico cultural George Steiner, es la habilidad para conjugar las formas verbales en subjuntivo («si tuviera ahora veinte años», «si las cosas no hubiesen sucedido así...») lo que hace del ser humano un animal tan especial. El lector no encontrará una idealización del despiste como seña del ser genial y me he preocupado de incluir, junto al rencor por el pensamiento abstracto (a partir de la caída de Tales de Mileto según Hans Blumenberg), la fantasía criminal en algunos personajes de Nabokov o los «puntos ciegos» de grandes pensadores que no cuestionaron el machismo o el racismo. El ánimo de la exhaustividad, por su parte, es lo que transforma La condición despistada en un ensayo interdisciplinar: hay cine, música dreampop, poesía, filosofía, historia y crítica del presente. Nos gustaría saber cómo desarrollaste el trabajo en La condición despistada. ¿Lo escribiste de corrido, en una única unidad de trabajo, o fue más bien un trabajo más lento, de goteo? Es una buena pregunta porque la metodología es un rasgo no solo formal sino material de este ensayo. Aunque está dividido circularmente en cuatro partes («Un paseo por las nubes», «La otra parte», «Concentración» y «La nube»), avanza por asociación de ideas. Unas cosas llevan a otras: un texto de Macedonio Fernández sobre olvidos de bastón conduce al único despiste que comete Sherlock Holmes en un film de Billy

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Wilder, mi gato cazando una mosca a un episodio de Breaking Bad, la reflexión sobre el carácter individual del ensimismamiento incluye, de forma dialéctica, la idea de despiste colectivo en Marx (como «falsa conciencia»), los equívocos sexuales de personajes de Ian McEwan a los lapsus lingüísticos de Freud. Fui dejando «migas de pan» o «guijarros blancos» como en el cuento de Hansel y Gretel. No lo pude escribir de corrido sino a lo largo de cinco años. Lentamente fui recopilando citas, episodios y personajes que o bien encarnaban esta condición despistada o bien nos decían algo importante acerca de ella. ¿Tenías algún otro ensayo o libro en la cabeza cuando empezaste a escribirlo? ¿Querías que se pareciera a algún tipo de exposición? En la cabeza tenía pájaros y muchas referencias, intereses dispares —de la crítica literaria a la filosofía política— y ganas de que todo convergiera: Sontag y Heidegger, Perros de paja y Mark Fisher, Emily Dickinson y esos jóvenes de Gus Van Sant marcados por la levedad. Tengo predilección por libros inagotables como el Tristram Sandy de Sterne o Saturno y la melancolía de Klibansky, Panofsky y Saxl. Esta pregunta me permite decir que he llevado dos libros a la vez. Los hijos que nunca tuve están regresando a casa es una novela recién terminada que integra un ensayo sobre la naturaleza de la paternidad metafórica en el interior de una historia fantástica. Utilicé una D (de despiste) y una H (de hijos) para marcar a lápiz, desde 2017, en cientos de novelas alusiones a una y a otra cosa. Luego hice una montaña con todos ellos y la «escalé» poco a poco. He tratado de exponer la forma en la que observo mi época y la curiosa crisis de desorientación que caracteriza a una generación deprimida que ha perdido convicciones heredadas junto a la ilusión por el futuro. Siempre se dice que el ensayo ideal debería mostrar a los ojos del lector la revelación de algo que tendría frente a sus ojos y no había sabido ver. ¿Estás de acuerdo con la afirmación? ¿Qué crees que puede aportar La condición despistada de revelación? Claro. De hecho, está presente la teoría platónica de la reminiscencia (saber es recordar) pero también la anagnórisis (el descubrimiento tardío de nuestra


Tu ensayo alterna una descripción más al uso, más académica, con la poesía o el cine, también las series de televisión, ¿qué aportan estos puntos de vista o ejemplos al relato? Parto de mi convicción de que la distinción entre alta cultura y cultura popular es válida pero no significa que la segunda sea de peor calidad (otra cosa es la «cultura de masas» y los productos de la industria cultural). El misterio de la luna y su capacidad ensoñadora es obra de Joyce o de Georges Méliès, de su misteriosa levedad puede escribir un poeta como Leopardi, pero Newton no. Cuando el misticismo judío especula que hubo momentos de distracción del escriba al que Dios dictaba la Torá (la omisión de un acento, el olvido de un signo diacrítico) está advirtiendo algo análogo a la ficción de La mosca, el film de David Cronenberg: la insinuación de lo monstruoso en el génesis podría indicar otros momentos (más allá del Protágoras, claro) de distracción en la actividad creadora. Hoy, hay pensadores que nos advierten del peligro de la desmemoria ante el avance de la extrema derecha en Europa (el ensayo incluye el despiste criminal de un asesino de Allan Poe y el Mitläufer en el nazismo, el ciudadano que miraba a otro lado). Lo mismo ocurre con el remanente culpable de The Leftovers.

identidad), desde Edipo a Luke Skywalker o El corazón del ángel. También la memoria anterógrada en algunas películas de Cristopher Nolan. Como en La condición despistada es vital la lucha entre despistados y «sacudidores» (los climenoles que golpean a los astrónomos de la isla aérea de Jonathan Swift), diría que en la medida en que revela algo que estaba frente a nuestros ojos, este ensayo es como el memento mori o como el tipo que nos pita al cambiar el semáforo: un sacudidor.

Nos ha gustado mucho la variedad de ejemplos: los climenoles, Tales, Epimeteo, Freud, Chaplin... ¿Cómo los encontraste? ¿Qué te llevó a ellos? ¿Había algunos de ellos que te habían sorprendido o prendido hace tiempo? Sí, y el inspector Clouseau, el monólogo interior, Ulises Lima leyendo en la ducha, las «perdidizas» de María Zambrano, los Tenenbaum de Wes Anderson, los estudiantes postmodernos de Foster Wallace, los «desaparecidos» en las dictaduras, la hiperconexión en las redes sociales, «el hombre que se perdió» de Francesc Trabal o los políticos corruptos que declaran ante el juez que «no les constaba nada». Los he encontrado a partir de lecturas hechas con un lápiz en la mano, así pude incluir durante la pandemia los episodios en las nubes de personajes de Flaubert o el nacimiento del flashback en el cine negro. De los protagonistas, los que primero prendieron en mí hace tiempo fueron los personajes de Werner Herzog, incluido el pingüino desorientado en la estupenda cubierta de Francesc Fernández.

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Entrevista a Andrea Bajani Texto: Bel Carrasco Fotografías: Elena Martín ©

Un escritor puede contar su vida de muchas maneras, pero debido al auge de la autoficción tiene pocas probabilidades de hacerlo de una forma original. Andrea Bajani (Roma, 1975) ha dado con una fórmula singular acorde con el estrés inmobiliario de nuestro tiempo, que convierte la aspiración a esa casa soñada en un objetivo imposible,

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una pesadilla financiera, sobre todo para los jóvenes que desean independizarse. En El libro de las casas (Anagrama) plantea un recorrido por las distintas viviendas que ha habitado a lo largo de sus distintas edades, desde su primera infancia en un piso semisótano en Roma a la casa señorial y burguesa tras su ascenso social, pasando por


pisos de estudiantes, de iniciación sexual, de los parientes y un largo etcétera. También incluye en su peculiar catálogo arquitectónico espacios fuera de plano, como un Fiat Panda de color blanco, un cuaderno de apuntes o una cartilla de ahorros. Espacios que funcionan como contenedores complementarios de fragmentos de su vida. Y no solo de la suya, porque aparecen dos casas marcadas por la tragedia pública, las que albergaron el secuestro y asesinato de El Prisionero y el asesinato de El Poeta: Aldo Moro y Pier Paolo Pasolini. Dos crímenes sin esclarecer que ofrecen una imagen en contrapicado de su país. A través de esos escenarios descritos con prolijidad pero sin orden cronológico, a su propio ritmo, Bajani pone en tela de juicio la institución familiar, encarnada en una serie de personajes sin nombre propio que desfilan por ellos como fantasmas de siluetas desdibujadas, difíciles de atrapar. Yo, Padre, Madre, Hermana, Abuela, Esposa, Hija, Chica Virgen, Tortuga... Un padre que sufre raptos violentos y pasa días encerrado en su habitación, una madre pasiva y resignada, los celos de una hermana que grita de noche, la abuela juguetona en su versión niña. La incomunicación entre ambas ramas familiares representantes de mentalidades contrapuestas. Aristocrática en decadencia con ínfulas artísticas por parte del padre y los parientes maternos de extracción social más baja que aspiraban a una existencia ordenada, «a un tedio que fuera garantía de una vida lograda, en la que no tuvieran que improvisar nada ni temieran verse golpeados por el destino». De Roma al pie de los Alpes, Turín y otra vez Roma, con las típicas escapadas de los ochenta a la costa, donde Yo salta la valla que separa la zona gris de las playas de pago: «En realidad, es una especie de empalizada o cañizo que les evita a los romanos ver el cuerpo de los lugareños, sus ensaladeras, sus parmesanas, sus chuletas, sus caras con manchas de salsa». Y, lenta pero segura, Tortuga, una presencia reconfortante que se oculta tras las macetas del patio y que atraviesa el relato resistiendo todo lo que le echen, pues para eso posee un fuerte caparazón.

Andrea Bajani es un autor prolífico y versátil. Ha escrito numerosas novelas, varias de ellas traducidas en diecisiete países, cuentos, reportajes y obras de teatro, además de ser traductor del inglés y del francés. Ha sido galardonado con el Premio Bagutta, el Premio Super Mondello, el Premio Recanati, el Premio Brancati y el Premio Lo Straniero. También tiene una potente faceta periodística y colabora en La Stampa, l’Unità, Il manifesto, Il Sole 24 Ore y Libération. El libro de las casas, finalista de los premios Strega y Campiello, es su tercer título publicado en España tras Saludos cordiales y Mapa de una ausencia, ambos en Salamandra. En la actualidad es escritor residente en la Universidad de Rice, en Houston (Texas) y es padre de un niño de tres años. La última semana de octubre Andea Bajani visitó Barcelona para presentar su último título en dos versiones: en castellano, editado por Anagrama y traducido por Juan Manuel Salmerón Arjona, y en catalán, en Edicions del Periscopi en traducción de Anna Casassas Figueras.

¿Cómo se te ocurrió la idea de contar tu vida (o parte de ella) a través de las casas donde has residido? Crecí mis primeros tres años en un piso de Roma, un semisótano al que le atribuí en la memoria cierta mitología tanto positiva como negativa, como espacio que albergó la felicidad de la infancia y también una historia familiar hecha de dolor. Muchos años después —tenía cuarenta y trabajaba en Roma con una beca— decidí visitarlo. Llamé al timbre, unos señores muy amables me invitaron a ver la casa. Y entonces me di cuenta de que lo que realmente quería no era verla, sino conectar con el niño que había vivido allí a finales de los setenta. Este libro nace de ese sentimiento: el deseo de encontrar todos mis yos en los lugares donde he vivido. Son muchos y muy distintos. No todos se parecen y los

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únicos que saben de verdad cómo son, son las casas. Las casas donde viví saben quiénes son esos yos. ¿El hecho de no dar nombres propios a los personajes te ha ayudado a distanciarte de una historia con más sombras que luces? En realidad, los personajes sí tienen nombre: Yo, Madre, Padre, Hermana, Tortuga... Llamarlos así ha sido una ayuda pero al revés, dos cosas alejadas pero parecidas. «Yo» me acerca a mí, pero también al lector, pues es un pronombre universal. Si lo llamo Andrea excluyo a quienes no se llaman así. Describes los escenarios con todo detalle, a veces con planos incluidos. Sin embargo, los personajes están algo desdibujados, con veladuras que hay que atravesar. Creo profundamente en el lector activo, en la lectura como un proceso de colaboración. No creo en el lector pasivo al que le viene encima toda la historia ya masticada. Mi novela parte de esa lógica. Es como un puzle en el que voy dejando pistas como en un relato policíaco. Por eso los espacios, los lugares, están tan bien descritos y de una forma concreta, para que el lector haga su parte y vaya construyendo a los personajes. También hay otro factor digamos filosófico. Sabemos mucho de los espacios, pero muy poco de las personas. Y no solo me refiero a los desconocidos, sino sobre todo a nosotros mismos. ¿El libro de las casas no es en realidad un Libro de Familia? O de cómo escapar de sus miserias. Se podría decir que El libro de las casas es un intento de destruir el Libro de Familia, de marcar distancias entre el enfoque oficial y burocrático y los valores de calidez y juego que implica un núcleo familiar. La familia no debe ser vivida obligatoriamente como un destino. Se puede escapar de ella. Gracias a la literatura se puede cambiar la historia. El personaje de la Abuela, sobre todo en su versión Niña, es el que inspira más ternura y el que se deja conocer más fácilmente. ¿Extirpar lo anecdótico casi de raíz te liberó de los vínculos con tu pasado? ¿Autoterapia curativa tal vez? A mí también me encanta la Abuela. Tiene un componente de juego, de infancia viva. Representa el vínculo

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familiar perfecto sin toda esa locura y pugna generacional que se establece con los padres. Escribir este libro fue curativo, sí, porque escribir es la fisioterapia del alma. Pero lo que realmente me interesaba era verme a mí mismo en distintas edades. La tortuga es la que mejor resiste el paso del tiempo. ¿Un trasunto de tu yo escritor, protegido y atrapado a la vez por el caparazón de las palabras? La tortuga representa el tiempo y la existencia de los animales que hemos olvidado. Por una parte, destruimos el planeta y, al mismo tiempo, tratamos a perros y gatos como si fueran nuestros hijos. Sí, se podría decir que la tortuga también me representa como escritor. El caparazón de la tortuga es un escudo protector de una belleza y geometría misteriosas. No me protejo cuando escribo, pero las palabras sí lo hacen.


Entrevista a Andrea Bajani

Supongo que, a estas alturas, te consideras un experto en mudanzas. Efectivamente. Después de acabar el libro cambié cuatro veces más de casa, en dos ciudades y distintos continentes. Pasé de vivir en un piso de Roma, donde éramos dos personas, a una casa en Houston (Texas) con un niño de tres años. ¿Crees que las casas conservan la energía de sus habitantes? No sé si conservan esa energía pero sí que ponen límites. En ese sentido las casas son como las novelas, un contenedor que da sentido a lo que tal vez no lo tiene, porque construyen las vidas de sus habitantes. Las cocinas nos obligan a sentarnos a comer y los dormitorios a tumbarnos a descansar. Aportan disciplina y bienestar en la medida de lo posible. ¿Se podría decir que has hecho un experimento literario, una hibridación de lo narrativo y lo teatral? Más que con el teatro, con el cine. En el teatro hay más conexión con los cuerpos y es imposible ver varios escenarios a la vez sin hacer cambios físicos. En el cine, con el montaje sí se puede. Los mediterráneos vivimos mucho en la calle... o vivíamos. Ahora y tras el confinamiento de la pandemia parece que todo lo importante de nuestras vidas transcurre bajo techo y entre cuatro paredes. Es cierto. En Estados Unidos la gente vive en las casas o en los coches. Al llegar a Barcelona me impresionó la cantidad de gente que hay por las calles, algo reconfortante y vital. La pandemia nos hizo cambiar nuestra visión de las casas: como un refugio que limitaba los contagios, pero también como una cárcel que restringía la libertad de movimientos y hacía sufrir mucho. Todavía es pronto para evaluar las consecuencias de ese sufrimiento, sobre todo en los niños pequeños. ¿Por qué elegiste las muertes de Aldo Moro y Pasolini como hitos históricos representativos de la historia de Italia? No pensé en estos acontecimientos como representativos de la historia de Italia, sino de una imagen de ella que rompe los estereotipos. No reflejan un país alegre, lleno de arte y bellos paisajes, sino un lugar de

secretos y violencia subterránea. Han pasado más de cuarenta años desde la muerte de Aldo Moro y Pasolini y todavía no se sabe lo que realmente ocurrió. Esos secretos de Estado dicen algo muy distinto de Italia de lo que habitualmente se dice. ¿Qué temas sueles tratar con mayor frecuencia y énfasis en tus artículos periodísticos? Desde que estoy en Texas escribo sobre lo que ocurre allí con la intención de entender lo que ocurre en el mundo. Es un estado donde el aborto está prohibido, circulan las armas con toda normalidad y existe la censura para ciertos temas como el Holocausto. En mis artículos hablo de los regímenes populistas y la deriva a la derecha que también se da en Italia. ¿Cómo es la casa donde vives actualmente? Es el típico sueño americano, con su jardincito delante y espacio para aparcar el coche. Una casa grande y construida para resistir los huracanes que azotan esa zona cercana a la frontera de México. Allí soy oficialmente un extranjero y, paradójicamente, eso me hace sentirme como en casa, pues la condición de extranjero es la que siento como más mía. A la vista de la magnitud de tu obra da la impresión de que no haces otra cosa que escribir. ¿Tienes, además, alguna afición confesable? Escribo constantemente porque no hacerlo me parecería insensato. Pero lo que más me gusta es la gente. Me encanta sentarme solo en un bar o restaurante y observar a los demás. Si no me equivoco, este es tu tercer título publicado en España. ¿Qué relación tienes con los lectores? ¿Algún escritor español al que admires? Por suerte no tengo relación con los lectores. Creo que escritor y lector solo deben encontrarse en la página. Sin verse. Son dos confesiones, una que se hace escribiendo y otra leyendo, que lo dicen todo de cada uno. Sigo con admiración a varios escritores en lengua castellana, como Enrique Vila-Matas, del que me considero amigo. También he leído a Roberto Bolaño y a Onetti. Cuando me leo en español me suena como si yo fuera un escritor latinoamericano, algo que me gustaría ser pero que no soy. Hay algo en la lengua castellana que hace más grande la literatura universal.

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Entrevista a Verónica Nieto Texto: Franco Chiaravalloti Fotografía: Ana Portnoy ©

Narradora y editora, Verónica Nieto (Villa Carlos Paz, Córdoba, Argentina, 1978) es autora de tres novelas: Qué haces en esta ciudad (Ril Editores, 2019), La camarera de Artaud (Trampa Ediciones, 2018) y Kapatov o el deseo (Balduque, 2015). Ahora reedita Tangos en prosa (Trampa Ediciones, 2022), una recopilación de cuentos que demuestran la versatilidad y elasticidad que ofrece la narrativa breve. Esta exploración de tonos, argumentos, personajes y territorios es un catálogo del amor de Verónica Nieto por la literatura.

¿Cómo nació Tangos en prosa? ¿De cuándo son estos cuentos? ¿Cómo fue el proceso de reedición? Allá por el año 2014, cuando se pensaba que el libro electrónico había llegado para quedarse y que arrasaría con el formato en papel, Javier Blasco, catedrático de Literatura de la Universidad de Valladolid, me preguntó si tenía algún texto para inaugurar una editorial exclusivamente de libro electrónico y que funcionaría como spin-off de la misma universidad. Así nació Tangos en prosa, un libro de cuentos que recopila textos de épocas distintas, desde el año 2006 al 2019. La edición que presentamos ahora, de la mano de Trampa Ediciones, está revisada y bastante corregida: descarté tres cuentos con los que ya no me identificaba e introduje uno de 2019. También cambiamos el orden. Buscamos un recorrido más orgánico, que permitiera una lectura más fluida y que no siguiera un orden cronológico. Por eso casi me parece un libro nuevo. Al leerlos, mi impresión fue la de enfrentarme a un catálogo de tu habilidad para sumergirte en miradas muy diversas, con modos de expresión sumamente variados. ¿Qué significa el cuento para vos? ¿Qué te permite?

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Confieso que soy más de novela que de cuento. Por eso, para mí, los textos cortos son un espacio de completa experimentación, de búsqueda, de laboratorio. Al releer los Tangos ahora, me doy cuenta de que estaba ensayando estilos distintos. Hay cuentos con una prosa más orgánica, musical (le doy muchísima importancia a la prosodia, a la musicalidad de la prosa, que es hacia donde tiende mi escritura), y otros más contenidos, con un lenguaje más neutro y donde importa más la imagen, el concepto. Pienso que cada texto pide un estilo y un tono distintos. En este sentido, me parece que cuando escribo me pongo al servicio de la voz que narra el texto. No la fuerzo, solo escucho su dictado y le hago caso. Sobre todo, lo que no quiero es que se vea al escritor. Intento desaparecer del texto, que no se note mi presencia, que el narrador o narradora no sean la misma persona que soy yo. Me interesa calzarme los zapatos de otro, imaginar otra conciencia y otra mirada del mundo, la que sea que esté contando esa historia. Sin duda que hay una variedad de géneros: humor, terror, drama, histórica, monólogo interior, nostálgico, juvenil... ¿Por qué tangos? ¿A qué responde el título? El título responde a que todos los cuentos nos narran historias que son «un tango», en el sentido de que los personajes se lamentan de lo perdido, sienten nostalgia, se quejan por algo injusto. El título responde al imaginario del tango (en cuanto a las letras), pero también a ese tono a veces nostálgico, a veces pasional de la música del tango. Pero no solo hay drama sino también humor. La ironía, ese humor triste y resignado, siempre termina por aparecer en mi escritura. La ironía es un concepto que viene del coro griego, que comentaba las acciones que transcurrían en la tragedia. La ironía permite eso, alejarse, mirar las cosas desde un costado. El


comentario termina por quitarle hierro al asunto, y eso suele provocarnos como mínimo una sonrisa. Los temas y ambientes son muy diversos también. Desde reescrituras de mitos griegos, cuentos que transcurren en la América precolombina, un cuento de un vampiro músico de jazz, el de una anciana que vive en las sierras de Córdoba con pasado nazi, o ese de las ratas de biblioteca. ¿Cómo nacen los cuentos? Esta pregunta es difícil porque yo soy de esas escritoras que no programan lo que van a escribir. Soy de las que trabajan al dictado de algo misterioso. Algunos lo llaman voz, yo lo llamo simplemente escribir. Es como si al escribir se activara un mecanismo que no necesariamente responde a una idea preconcebida. Sin embargo, sí hay cuentos que nacen de imágenes, como la del vampiro que es pianista de jazz, y que se inspira en una escena que me pasó de verdad: yo estaba en una casa de campo y, al anochecer, un murciélago medio despistado se metió por la ventana y fue a aterrizar encima de un piano. Otro cuento es el del fin del mundo maya, que escribí en 2012, y salió algo raro, porque es un cuento de ciencia ficción narrado con un castellano antiguo. Para conseguir ese estilo, leí crónicas de la conquista. O el cuento de Heliogábalo, que tiene un tono elegíaco, propio de la época en que vivió este noble romano. El

cuento de las ratas, en cambio, nació de un concurso, donde el requisito para presentarse era que la historia transcurriera en una biblioteca. Evidentemente, lo primero que pensé es en la expresión ratón de biblioteca. Ahora me doy cuenta de que parte de la inspiración nace también de la propia literatura, de imitar estilos, del trabajo artesanal con el propio lenguaje. Por último, ¿cuáles son tus referentes? Acá voy a hacer trampa y voy a hablar de cuentos que me gustan mucho. Pero no sé si pueden ser referentes de los míos. Hay un cuento de Carson McCullers, «El aliento del cielo», que cada vez que lo leo me provoca una sensación de fracaso y tristeza enorme: trata de un tipo que solo publicó una novela; está en una fiesta de escritores porque se ha escapado del infierno que vive en su casa con su mujer, con la que se la pasa bebiendo y peleando. Otro cuento que me fascina es «Los carros de fuego», de Mario Levrero, en el que un tipo se empeña en conseguir un gato y, en su búsqueda, se sube a un autobús, llega a un barrio de las afueras y se obsesiona con jugar a la lotería; es un cuento delirante, ese dejarse llevar durante el acto de escribir me fascina y me divierte a raudales. Por último, cito los cuentos de Cynthia Ozick; en realidad admiro todo lo que ella escribe, porque consigue cosas que adoro: conversar con la tradición, una constante ironía, un estilo desenfadado y desparpajo en abundancia.

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Entrevista a Silvia Hidalgo Texto: Eva Díaz Riobello Fotografía: Donna Salama ©

Ingeniera informática de formación y escritora por vocación desde que en el colegio escribía obras de teatro infantiles porque las lecturas obligatorias la aburrían, Silvia Hidalgo (Sevilla, 1978) debutó en la literatura en 2016 con la novela Dejarse flequillo (Ed. Amor de Madre), un road trip donde abordaba de forma cruda temas como el sexo, la muerte o la búsqueda de un lugar en el mundo desde la voz de una adolescente. Ahora, en su segunda novela, Yo, mentira (Tránsito editorial), retrata el conflicto íntimo de una mujer en la cuarentena que, bajo una apariencia estable de esposa, madre y profesional de éxito, vive sumida en una profunda crisis de identidad que nos narra en primera persona con un estilo contundente y adictivo.

En un momento en el que tantas autoras se lanzan a desmitificar la maternidad, tú abordas algo muy cercano: las parejas que se pierden al tener hijos y, en concreto, a las mujeres que pierden su identidad al convertirse en madres. ¿De dónde surge tu interés por ahondar en este tema? No surge tanto de mi propia experiencia, porque yo tuve una gran lucha interna para que eso no me pasara, pero sí lo veía mucho a mi alrededor: mujeres que se convertían en «madres», socialmente por lo menos. Sus conversaciones siempre giraban en torno a sus hijos, a la crianza o a la maternidad. Era muy difícil sacarlas de ahí, porque también es verdad que todo te encamina hacia eso. La gente de tu entorno que te llama ya no te pregunta por el último libro que has leído ni se interesa por tus planes para este año, porque se supone que la maternidad va a ocupar todo eso. En todo caso te preguntan que cuándo vas a ir a por el segundo. Yo personalmente he luchado mucho y de hecho empecé

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esta vocación de la escritura —es decir, añadí otra actividad más a mi vida— cuando mi hija era un bebé, que casi parecía contraproducente. Por eso me interesaba mucho esa transformación social que experimenta la mujer al tener hijos: de tener una vida social y hobbies a ser solo una madre. La gente incluso se sorprende y te pregunta: «¿Cómo alcanzas a hacer todo eso con una niña pequeña, como sigues yendo a la piscina o te da tiempo a escribir?». Son cosas que nunca jamás en la vida se le preguntan a un hombre porque sea padre, que cómo le da tiempo o cómo lo hace. Bueno, pues como todo el mundo: quitándole tiempo a mi maternidad, pero claro, se supone que eso para una mujer es prioritario y nunca le vas a poder quitar tiempo a tus hijos. Eso es impensable, la madre tiene que hacer un sacrificio absoluto y eso me parece algo atroz contra lo que hay que luchar. Y ya está, no pasa nada, los niños no se traumatizan, más bien al revés, yo creo que es bueno que crezcan pensando que su madre, además de madre, es muchas cosas más y no está disponible al cien por cien para ellos. Hay que luchar contra esa culpa que, además, nos imponen. Esa pérdida de identidad de las madres es un proceso muy inconsciente e inasible, pero sin embargo consigues ponerla en palabras con mucho acierto en tu novela. Y es muy sutil porque además parece voluntario, porque a las mujeres casi se las obliga a parecer muy felices con esta situación: cómo no vas a estar contenta si encima tienes una hija sana, que come y duerme bien; cómo no vas a estar contenta si esto ha sido algo que tú has buscado y que tú querías. Ya, bueno, como muchas cosas. Yo me considero una persona muy poco sacrificada, la verdad. Pienso mucho por qué estoy haciendo cualquier tipo de sacrificio y qué sentido tiene. Aparte,


cuando no lo haces, el sacrificio va muy unido a la culpa. Por eso hay que hacer un trabajo interno enorme, porque tenemos unos roles aprendidos desde hace muchas generaciones que han invadido hasta la ficción y, para romper con ellos, tienes que pasar un periodo de culpa. Pero, bueno, al final esto se supera también. Mi personaje empieza ahí: cuando arranca la novela tiene un sentimiento de culpa enorme que le impide comunicarse y el viaje que hace en realidad es sobre eso: aprender a perdonarse. No es una cuestión de culparse, nosotras también tenemos que hacer nuestro trabajo y aprender a perdonarnos por no ser perfectas, aprender que no pasa nada si una tarde estás agotada y en lugar de fruta le das a tu hijo un bollo lleno de azúcar para merendar. No pasa nada, de verdad. Hay mujeres que lo llevan muy mal y que tienen una autoexigencia de perfección con respecto a sus hijos que es muy insana. Quizás en esto tiene algo que ver el hecho de que nuestras madres formaron parte de la primera generación que accedió al mercado laboral y compaginó la maternidad con un empleo, a menudo sacrificando muchísimo y con una autoexigencia enorme que hemos heredado. Mi madre no trabajaba fuera de casa, pero en su caso creo que ni siquiera pudo experimentar esa culpa porque no llegó a romper el rol. Pero sí tenía un gran sentido de sacrificio y de victimización, en el sentido de «esto

es lo que me toca: nací víctima y no puedo hacer nada respecto a eso». Asumió que su vida tenía que ser un sacrificio por sus tres hijos. Esto también es muy horrible. Además no era solo su caso. Yo soy de un barrio obrero de la periferia y la mayoría de mis vecinas no trabajaban fuera de casa. En mi calle había un par de bares y yo veía ahí a los hombres cuando llegaban del trabajo, pero a ellas, nunca. Si las veías, era con sus maridos, pero nunca tomándose un café solas o con otras amigas, eso jamás. Solo las veías solas yendo a la compra o yendo a buscar a sus hijos: cuidados siempre, nada de ocio. Claro, yo al ver esto no quería convertirme en una mujer, quería ser como ellos, yo quería ser un hombre: conducir, tener mi coche, entrar y salir, que nadie me preguntara a dónde iba o a dónde no, poder tomar algo cuando viniera del trabajo... Yo quería eso, que además era un rol perfecto porque tenía una autoridad total impuesta ante sus hijos, pero no tenía que ocuparse de ellos a diario. Antes los hombres tenían esa especie de autoridad fantasma en casa, el famoso «Como se entere tu padre...», pero en realidad apenas estaban ahí. Claro, a mí me parecía maravilloso: tenías toda la autoridad, pero tampoco tenías que currártela mucho porque no estabas en el día a día, nadie te discutía nada y tenías esa independencia para ir a donde quisieras. Por supuesto, este rol traía consigo otros demonios, pero cuando yo era pequeña quería ser como ellos, quería pertenecer a ese club mejor, porque veía que la vida de la mujer era una vida de sacrificio. Nada más empezar, tu protagonista hace esta confesión: «Nunca he sido algo del todo, siempre he sido una cosa provisional a la espera de ser otra». Ella se dedica a una profesión técnica en la que se siente alienada, mientras que su marido es escritor y ella dice de él que «hace tiempo que se convirtió en la persona

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Entrevista a Silvia Hidalgo

que esperaba». Parece que das a entender que el hecho de dedicarse a algo creativo o vocacional facilita alcanzar esa especie de autorrealización que persigue tu personaje. En parte sí, pero para mí también tiene que ver con el género y las diferentes expectativas que tenemos con respecto a los niños y las niñas. En el caso de las mujeres, siempre somos un proyecto, es decir, existe cierta tendencia a la infantilización. En el mundo de la cultura, por ejemplo, ocurre mucho. He leído hace poco una crítica a la última novela de Sara Mesa donde se referían a ella como «la joven escritora Sara Mesa». No, perdona, llámala de doña por lo menos. A Sergio del Molino, que es más joven que ella, a nadie se le ocurre llamarle «el joven escritor Sergio del Molino». No lo vas a oír en la vida. Es un infantilismo que se traduce en un «ya llegarás a ser», o un «a lo mejor lo consigues cuando tengas una edad», como la escritora argentina Aurora Venturini, a quien le dieron un premio ya con ochenta y cuatro años por Las primas. Son estos mensajes de «a lo mejor llegas a ser buena en esto, no tengas prisa», que normalmente también te dicen cuando empiezas en un trabajo: «Hay que ir poquito a poco, ya irás mejorando», pero te lo dicen a ti sola, mientras que a otros enseguida se les ve el talento porque sí. Parece que una mujer joven tiene muy complicado ganarse cierta autoridad en cualquier ámbito. Siempre hay esa sensación de que estás a punto de pertenecer a ese club del poder. Hay ocasiones, cuando eres más joven, en que piensas que casi estás dentro, o incluso que ya lo estás porque cuentan contigo o te dan algún puesto, pero es mentira, después te das cuenta de que no estás ni estarás ahí nunca. Por eso siempre está ahí esa ansiedad de «tengo que ser un poco mejor», «ya casi llego», «voy a ser», que tiene mucho que ver con el género, mientras que los hombres no suelen sentirse así. De hecho, conozco a muchos escritores que ya con cuarenta años están cansados, se encuentran en un punto en el que consideran que han llegado a la cima de su carrera, en cambio eso a mí no me pasa como escritora. Siempre he tenido la sensación de que tengo que llegar a algo más, así que supongo que al final sí que tiene que ver con la autorrealización. En cuanto a lo que me comentas de las profesiones técnicas y las creativas..., bueno, yo he tenido una vida profesional en la que me ha ido bastante bien, he ido consiguiendo los objetivos que me proponía, he saltado a las vertientes de mi carrera o las empresas que quería... Pero para mí nada de esto ha sido comparable a la satisfacción que he sentido, por

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ejemplo, cuando la editorial Tránsito me dijo que sí, o al ver publicada mi novela. No es lo mismo: la literatura va más de compartirte, de hermanarte con las personas, tiene más que ver con el amor. O con una droga peligrosa, si eres una persona que esté acostumbrada a esta autoexigencia de la que hablábamos antes. Yo, por ejemplo, me voy poniendo trampas a mí misma, a ver dónde meto la pata. Si escribo una novela de la que estoy orgullosa, luego quiero hacer otra cosa totalmente distinta, que no tengo ni idea de si saldrá bien o mal. Es como una búsqueda continua del fracaso, pero porque te da más subidón después si lo consigues. Esto es horroroso. Una de las reflexiones que haces en la novela es que «estamos envenenados de ficción» y que, si hay algo más allá del sexo y del cine, «suele ser mentira, doloroso o complicado y siempre peor». ¿Crees que la ficción es la culpable de la frustración moderna? ¿Necesitamos que todo lo que nos ocurre tenga trascendencia? Creo que sí, creo que esta idea de búsqueda de la felicidad casi no existía en la generación de nuestros padres, simplemente se trataba de estar bien. En general la generación de la posguerra lo único a lo que aspiraba era a tener una vida estable y tener todas sus necesidades cubiertas. Entonces no se pensaba en la autorrealización, ni siquiera en la diversión o en la euforia. No estaba en su imaginario ni había referentes alrededor de esa búsqueda de sentirte realizado. Y es cierto que eso empieza a pasar con la ficción. Recuerdo cuando era muy pequeña y aparecieron las primeras cadenas de televisión privadas, que comenzaron a emitir esas series familiares, las típicas sitcom americanas, donde las familias vivían en casas enormes con jardín, una cosa que yo no había visto nunca en mi entorno y que ya se te mete en la cabeza, que se pueda vivir así. Los padres, cuando él llegaba del trabajo, se besaban, expresaban mucho su afecto a sus hijos, cenaban todos juntos y hablaban de cómo habían pasado el día, eran comprensivos, los hijos les contaban sus problemas... Tú veías de pequeña esta realidad alternativa que no habías presenciado en tu vida —porque tus amigos del barrio tenían la misma relación que tú con sus padres, que era de cuidados, sí, pero donde no había esa educación afectiva ni emocional porque ellos tampoco la habían tenido— y entonces la realidad de esas sitcom era una cosa muy loca que entra a formar parte de tu imaginario y empieza a crear


unas expectativas y un deseo de tener eso. Creo que incluso todas las relaciones amorosas que empezamos a tener, más que en lo vivido se basan en lo visto o lo leído, porque queremos eso, queremos esas historias, ese modelo de familia, ese modelo de romance. Meg Ryan ha hecho mucho daño, pero en parte es cierto que queremos sentir ese boom que siente ella cuando se cruza con Tom Hanks, porque si no, no es amor. De jovencitas o de niñas incluso podemos pensar eso: yo no sé si este chico me gusta de verdad, porque hasta que no lo conocí tres meses después no me gustaba, no fue un flechazo como el de Tom Hanks y Meg Ryan en el aeropuerto. Y nos creamos unos líos mentales que al final han salido de otra mente creativa que a saber de dónde viene, pero nos crea un imaginario y con él unas expectativas irreales. Por eso somos una generación bastante más frustrada que la de nuestros padres, aparte de por otros factores de tipo social, pero sobre todo en lo emocional, en lo afectivo, en la

identidad, en las expectativas de fracaso que tenemos sobre nosotros mismos y que antes no teníamos. Es un doble juego.

Yo, mentira está escrita a partir de numerosos fragmentos breves, escenas que pueden leerse casi como relatos que van sucediéndose y, en su evolución, van anticipando la explosión que gesta tu protagonista. ¿Qué te hizo elegir esta estructura y cómo fue el proceso de escritura? La verdad es que la voz de la protagonista me nació de una forma bastante natural, no tenía muy claro sobre qué quería escribir, pero sabía que iba a ser sobre la cotidianidad. Fue una de esas trampas a mí misma de las que hablaba antes, me dije: «Voy a intentar hacer una novela contra las bases de la novela», con un personaje principal que no tenga nada en especial, un personaje bastante mediocre en el buen sentido, es decir, una persona vulgar que puede ser tu hermana, tu vecina o quien sea; que no tuviera una gran tragedia que superar y que tampoco tuviera un gran objetivo. Quería saltarme todos los principios de la novela a ver si aun así se podía hacer literatura, trabajando únicamente con la emoción, el ritmo y el lenguaje. Sobre este último, al ser un discurso interior, quería que fuera cuidado pero muy natural, así que lo he reescrito decenas de veces, para que cada hilo de pensamiento que salía de forma natural se quedara en una frase. Además, lo hacía para que tuviera un ritmo rápido de lectura, pero cada imagen se te grabara sin que tuvieras que volver atrás. Eso al final implica mucho trabajo de escritura, de leer en alto, de no atrancarte. Creo que los libros que ofrecen una lectura rápida y natural tienen detrás mucho más trabajo que los que tienen un estilo más rocambolesco. A veces tiende a pensarse lo contrario, que la narración natural sale mucho más fluida, pero no. De hecho, esta novela tenía doce capítulos anteriores al momento en que comienza, en los que yo iba construyendo al personaje. Fue Sol Salama, la editora de Tránsito, quien me dijo: «Tu novela me ha gustado mucho, pero en realidad empieza en el capítulo doce». Y yo le dije: «Es verdad» y los borré. Es esto que hacemos siempre de «te voy a contar una cosa, pero antes te pongo en contexto». Pero la literatura no tiene por qué ser así. La estructura en capítulos cortos también responde a que pretendía escribir algo que, a mí, como lectora, me gustara leer. Y volvemos un poco a la vida que llevamos: cuando alguien llega a la librería y ve la nueva novela de su autora favorita, que tiene seiscientas páginas, dice:

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E l s a l ón d e l o s e s p e j o s

Entrevista a Silvia Hidalgo

«Bueno, esta para el verano». Somos incapaces de hacer ese compromiso, cuesta muchísimo comprometerse con una historia durante meses si tienes poco tiempo libre. A mí me apetecía escribir algo que pidiera un compromiso corto. Además, por la forma en que surgió este libro, lo llamo «la novela amante», porque yo estaba enfrascada en otra novela-río, de muchos personajes, y un verano me surgió la voz de esta protagonista y pensé en escribir algo corto, un cuento o una nouvelle. Pero me fui entusiasmando con ella y acabé dejando mi compromiso enorme con la otra novela. También responde a mi gusto por la ligereza y a la idea de que las cosas no tienen por qué ser más complicadas o más difíciles para que las podamos disfrutar y tengan calidad. Ha sido un ejercicio para explorar qué tipo de literatura surge cuando puedes jugar con muy pocos elementos. En cierta ocasión colgaste en tus redes una reseña de un suplemento cultural donde el crítico decía que en tu novela «retratas a una mujer sin atributos» y «capta la atención frente a la intrascendente sucesión de anécdotas». Parecía que estaba molesto por haber disfrutado de una historia que en teoría no debía gustarle. ¿Crees que aún existen muchos prejuicios contra la literatura escrita y protagonizada por mujeres? Por supuesto, sobre todo de esa generación que ha tenido tanta autoridad sobre lo que era o no buena literatura, o sobre quién era escritor y quién no. Se sienten un poco agredidos, creo que se acercan para ser más duros o confirmar que llevan razón y, si les gusta lo que leen, no quieren dejar pasar —con perdón— su «meadita», su manera de decirte que bueno, te ha salido bien, pero casi por casualidad. Al final conmigo la reseña era buena, pero casi me dolió más por mi personaje, a la que llamaba «una mujer sin atributos». Es que no sé de qué tipo de mujeres se rodean estas personas, qué mujeres tienen a su lado, quiénes son sus esposas, sus hijas, sus vecinas o sus compañeras de trabajo... qué idea tienen de lo que es una mujer interesante. ¿Es la femme fatale que han visto en el cine? Porque, hablando de la ficción, hasta hace relativamente poco las mujeres interesantes eran estas femmes fatales que te llevaban al destrozo, pero el resto de los personajes femeninos escritos e imaginados eran simplemente un apoyo, un bulto en cámara para rellenar. Y si alguna de ellas era el objetivo del protagonista, pues tenía que ser algo así, algún tipo de mujer fatal o de artefacto autodestructivo. En este

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contexto, parece que relatar a una mujer normal, sin grandes estridencias, se considera una mujer sin atributos, como si la literatura no estuviera llena de protagonistas masculinos sin atributo ninguno protagonizando anécdotas totalmente intrascendentes. Al final la vida de una persona no me parece intrascendente. También he tenido algún club de lectura en el que los lectores masculinos de cierta edad llegaban a enfadarse bastante porque la protagonista hacía lo que le daba la gana, y encima según ellos yo la retrataba como si hiciera algo bueno, la excusaba y, resumiendo, les parecía horrible que una mujer actuara así. Incluso sentían que entraba en su terreno personal, porque con un libro sobre un asesino en serie no te planteas estos dilemas morales, pero cuando la protagonista es una mujer que podría ser tu esposa la cosa cambia. Creo que cuando los hombres de cierta generación piensan en una mujer corriente —en una madre del cole, por ejemplo, una de las mujeres de ese enjambre que no tienen ni nombre—, piensan de verdad que no son personas completas con una vida interior rica y que no tienen sus expectativas, sus anhelos o su sensación de fracaso. Piensan: «Mi mujer sería incapaz de algo así» y no, perdona, tú no tienes ni idea de lo que tu mujer es capaz, tú te has hecho tu idea y piensas que esa chavalita que tú conociste, como ahora es madre, se ha convertido en tu madre y pertenece al colectivo en el que tú metías a la tuya. Pero tampoco tu madre era «solo» tu madre. Por otro lado, a nosotras también nos han forzado a replicar este imaginario y comportarnos así socialmente: a sonreír, a no molestar, a parecer siempre muy agradecidas por todo, y no se pueden figurar el infierno interior en el que podemos llegar a vivir porque no se nos nota. ¿A qué otros autores lees con interés y qué otros proyectos tienes entre manos? Me siento muy apegada a las autoras norteamericanas contemporáneas como Lorrie Moore, Jenny Offill, Lydia Davis… que son un poco gamberras. En cuanto a las escritoras europeas me encanta la negrura de Delphine de Vigan o de Elfriede Jelinek; también me gustan mucho autoras españolas como Sara Mesa, Laura Fernández o Aixa de la Cruz o latinoamericanas como María Fernanda Ampuero o Ariana Harwicz, que es de mis favoritas. En cuanto a proyectos nuevos, ahora mismo estoy con un guion de cine, tengo un proyecto de novela y he pedido una excedencia laboral porque quiero tomarme un tiempo para tomarme más en serio todo esto.


Entrevista a Eva Cruz Texto: Ginés S. Cutillas Fotografía: Lisbeth Salas ©

Coincido con Eva Cruz en la Feria del Libro de Fuerteventura. Su perfil me resulta muy interesante. Se doctoró en Filología Inglesa con una tesis sobre teatro político inglés del siglo XVII en la Universidad de Alcalá. Tras ser guionista de radio y televisión, actualmente forma parte del equipo del programa Hoy por hoy de la Cadena Ser. Me cuenta que acaba de publicar su primera novela, Veinte años de sol, en ADN. Las conversaciones literarias se alargan más allá de aquellas jornadas, intercambiamos libros y poco a poco esta entrevista va tomando forma. La novela gira en torno a la premisa de qué sacrificaríamos para borrar un mal recuerdo de nuestra cabeza.

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E l s a l ón d e l o s e s p e j o s

Entrevista a Eva Cruz

¿Cómo surge la idea de su primera novela? ¿Por qué la temática elegida? Yo quería contar la historia de una amistad que se rompe entre dos amigas de la adolescencia, muy íntimas, casi hermanas, y el desgarro que eso produce, y entender qué pasa en los sentimientos para que esa amistad no pueda arreglarse o recomponerse sobre otra base. Eso implicaba, además, contar cómo uno deja de ser joven, qué va dejando atrás, qué cosas se vuelven imposibles pasada una determinada edad. No sabía cómo contarla, así que empecé contando algo que me había pasado a mí —un desprendimiento de retina— pero atribuyéndoselo a un personaje que no tenía nada que ver conmigo ni con mi mundo: un promotor inmobiliario muy rico. Por otro lado, conocía el tema de la neurotecnología porque me había hablado de él el catedrático de psicobiología Manuel Martín-Loeches, con quien colaboro en la Cadena Ser, y me parecía que ahí podía haber una buena trama: desactivar un recuerdo mediante un chip cerebral para poder vivir sin un determinado trauma. Confluyeron las dos ideas: una amistad que se ha vuelto dolorosa y de la que te quieres olvidar. La novela se construye para llegar ahí. Consigue una novela literaria y a la vez amable de leer, lo que considero un gran acierto ¿A qué público cree que va dirigida? Yo la escribí pensando en mis amigos, en la gente con la que intercambio libros y hablo de literatura. No son escritores, son buenos lectores. También quería escribir una novela que enganchara, que no resultara previsible, con personajes claros... pero que, al tiempo, no me diera vergüenza ajena. Y a mí muchísimas cosas me dan vergüenza ajena, por no hablar de la vergüenza propia. Me da vergüenza escribir «dijo ella, con una sonrisa altiva», por ejemplo. Me dan vergüenza, en general, el pretérito perfecto y el indefinido, que son los tiempos verbales normales de una narración normal, pero que te colocan, como escritora/narradora, en un lugar en el que lo sabes todo y te atribuyes la legitimidad de contarlo. Por eso la novela está escrita en presente, porque sentía que no tenía autoridad suficiente para contarla en pasado. No me di cuenta de eso hasta que terminé, y ahora, cuando me he puesto a escribir otra cosa, estoy viendo lo muchísimo que me cuesta esa autoridad: «Aquel día hacía frío, pero Menganito salió a la calle en manga corta…». Es que me muero de vergüenza. En cambio: «hace frío, pero Menganito sale a la calle en manga corta...» me resulta más fácil.

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Fingir que no sé nada, que solo miro. Con esto quiero decir también que me importa mucho la prosa, que el lenguaje dice muchas más cosas de las que cuenta y que la escribía pidiendo permiso a los lectores a los que admiro para que me dejaran contarles esta historia. Que fuera entretenida y «amable de leer», como dices, me parecía una cortesía imprescindible, sobre todo en una primera novela. Me hace muy feliz que tantos lectores me hayan dicho: «La empecé y no la pude dejar». Eso era exactamente lo que quería: atrapar con una historia que estuviera contada de una forma un poquito sofisticada, con personajes que resultaran creíbles y diálogos naturales. En cierto momento parece que el tema principal es la juventud, pero... Es sobre la juventud, pero desde la madurez. Y quería contar esa juventud tan hedonista de los noventa y los primeros dos mil, cuando las cosas parecían difíciles, pero en realidad eran muchísimo más fáciles que ahora y todos éramos bastante frívolos. También veo ciertas influencias cinéfilas, es una novela muy visual. Destaca la estructura de la historia, contada a saltos temporales. ¿Por qué lo hizo de esta manera? Sí, me gustan mucho las series que cuentan cada capítulo desde el punto de vista de un personaje, y que van cambiando de momento y de escenario, contando la historia a saltos. Y hay novelas que hacen eso muy bien y que me han influido mucho. Se me vienen a la cabeza La bofetada de Christos Tsiolkas o Rewind de Tallón. ¿Tiene algo que ver en cómo la memoria nos trae las historias al presente? Tengo la sensación de que sí, de que no recordamos de manera lineal, cronológica, sino en escenas, momentos que se nos clavan en la memoria porque están asociados a determinadas emociones. También lo hice así porque me resultaba más fácil, desde el punto de vista de la logística de escribir: cada vez que me sentaba escribía un capítulo, una escena, y me levantaba sabiendo cuál me tocaría escribir la siguiente vez que tuviera un rato para ponerme... ¿Hasta qué punto nuestras relaciones pasadas y recuerdos conforman lo que somos ahora? ¿Qué otra cosa somos? No sé de nadie que sea libre de sus recuerdos y de sus relaciones. Podemos intentar es-


capar de nuestros propios traumas, tomar decisiones a contrapelo de lo que nos dicen nuestros instintos, pero nos armamos así, en relación con los demás, para lo bueno y para lo malo. Somos los animales más sociales del planeta, no somos nada sin los demás. Me consta que investigó sobre la neurotecnología para escribir la novela. ¿Qué peso tiene la ciencia en esta historia? En esta historia posiblemente menos peso del que debería. Yo no tengo formación científica y mi abordaje del asunto es más metafórico que académico, pero sí me parece que las respuestas a la mayoría de los dilemas más importantes que nos planteamos como especie pasan por la ciencia. Les tengo muchísimo respeto a los científicos y el método científico me parece uno de los avances principales de la humanidad. Cada vez me interesa más lo que hacen y cómo piensan, y me parece más interesante que los escritores leamos sobre ciencia y aprendamos sobre cómo funciona el mundo y nuestro cerebro.

lado, me interesaba hablar de la ciudad y de la vivienda, de la locura del precio de las casas y de la destrucción de los barrios... De ahí la Pagoda de Madrid en la portada. ¿Qué papel tiene en la historia? Me imaginé que el personaje de Eduardo Zarza, el promotor, había sido el encargado de derruir la Pagoda de Fisac, un edificio fascinante que yo miraba siempre al ir y venir del aeropuerto. Que lo demoliesen me parece una tragedia civil, una muestra de corrupción insoportable; todo lo que está mal en mi país, en sus autoridades y en su cultura, me parece que está bien resumido ahí. Zarza ejecuta ese encargo porque ahí hay dinero y no mira más allá. Y seguro que tiene perfectas justificaciones empresariales para hacerlo, pero me sigue pareciendo despreciable. Me parecía que una discusión sobre esto entre Zarza y su hija Sol definía bien quién era, o quería ser, cada uno.

Los personajes están muy bien construidos, como si tuvieran su réplica en el mundo real. Teo, en concreto, parece el novio que toda mujer desea tener y que sin embargo se acaba dejando... Teo es una representación de muchos guapos que he conocido, a quienes se atribuye poca ética sentimental porque tienen a todas las chicas comiendo de su mano. Me interesaba cómo la atracción física se convierte en la base de la relación más importante de la vida de alguien. Cómo desde fuera es fácil despreciar ese vínculo («pero si es un guaperas, se te va a pasar...»), pero, desde dentro, genera una felicidad y un bienestar de un calibre tal que atrapa a quien lo siente. Eso me resultaba fascinante.

El COVID también aparece en la novela. ¿Estaba previsto o por qué motivo pensó que era bueno introducirlo en la narración? Empecé a escribir la novela en la pandemia. Y yo pensaba mucho en que, si el desprendimiento de retina me hubiera sorprendido en esos primeros días de caos, hubiera tenido que ir al hospital y esperar a que me atendieran y me hubiera contagiado seguro. Y entonces hubiera estado ciega y con un virus potencialmente mortal. Usé esa idea, y argumentalmente, además, me vino muy bien porque permitía separar a los personajes de sus rutinas cotidianas y colocarlos en un estado emocional más extremo, y aislarlos en burbujas... Además, el teletrabajo me dio más espacios para escribir. La escribí mientras vivíamos la pandemia, me resultaba lógico, y fructífero, incluir lo que estaba pasando.

Es filóloga inglesa y su tesis versó sobre el teatro político inglés del siglo XVII. En la novela hay algunos nombres que recuerdan a algunos políticos, muchos de los cuales acabaron en la cárcel por sus tejemanejes inmobiliarios. ¿Hay denuncia política en su novela? Ojalá hubiera más, pero no es el centro de la novela. Me interesaba escribir una novela sobre ricos porque se enfrentan a los problemas con mucho más desparpajo que los que no somos ricos. «¿Tengo un trauma? Pues me implanto un chip carísimo y se me pasa». Por otro

Viene de una familia intelectual, de escritores que se han relacionado con lo mejor de la cultura española. ¿Cómo ha llevado esa presión a la hora de enfrentarse a su primera novela? Pues muy mal. Tengo cuarenta y nueve años. Posiblemente hubiera publicado algo antes de no haber sentido tanto peso. Siempre quise escribir, pero nunca quise escribir. En esa lucha llevo toda la vida. Que haya publicado una novela no significa que haya ganado la escritura. Por ahora solo ha marcado un tanto. No escribir lleva una ventaja histórica en esta partida.

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E l s a l ón d e l o s e s p e j o s

Entrevista a Francisco Gálvez Texto: Concha García Fotografía: cedida por el entrevistado ©

Francisco Gálvez (1945) es un reconocido poeta cordobés. Ha sido galardonado con varios premios como el de poesía Anthropos (1993) o el Premio Ciudad de Córdoba Ricardo Molina (2004). También es un destacado gestor cultural: fue fundador de la revista Antorcha de Paja (1973-1983) y de La Manzana poética (1999), director del Aula de Poesía Córdoba 2016, así como cofundador del Seminario de Poesía y Círculo de Traducción Poética. Es autor de varios libros de poesía: Los soldados (El Toro de Barro, 1972), Tránsito (Premio Anthropos, 1994), El hilo roto. Poemas del contestador automático (Pre-Textos, 2001), El paseante (Hiperión, 2005), Asuntos internos (El Brocense, 2006), El oro fundido (Pre-Textos, 2015) y La vida a ratos (La Isla de Siltolá, 2019). Sus poemas han sido traducidos al italiano en Fragile vaso ( Quaderni della Valle. Italia, 1993) y su primera poesía reunida en Una visión de lo transitorio. Poesía 1973-1997 (Huerga&Fierro, 1998) y Los rostros del personaje. Poesía 1994-2015 (Pre-Textos, 2018). Se cumplen cincuenta años de la publicación de su primer libro y por ello me ha parecido importante esta entrevista realizada en su casa cordobesa.

Tu primer poemario, Los soldados, se publicó en 1972 y tuvo una importante recepción crítica. Han pasado cincuenta años. ¿Cuáles eran los temas que te interesaban entonces? Los setenta fueron unos años muy pasionales, ya se vislumbraba el cambio político y social. Después de mi primer libro, y tras nueve años de reflexión y silencio, publiqué entre 1981 y 1986 Un hermoso invierno, Iluminación de las sombras y Santuario, por lo que mi obra en realidad comienza a partir de los años ochenta y, en un segundo término, mi poesía actual se perfila a partir de Tránsito (1994).

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Como dijo Rafael Suárez Plácido, que fue un excelente y agudo lector y poeta sevillano, estabas presente en todas las actividades culturales, como fundador o cofundador, que se desarrollaban en Córdoba a partir de los años setenta. ¿Cómo ves ahora y consideras el trabajo realizado? Entonces había mucho por hacer; como en otras partes, en Córdoba la poesía se ha fraguado, tanto en mi generación como en las siguientes, poco a poco. Lo importante para mí es que he disfrutado en ese camino, mientras tanto; si bien decir que algunas de esas actividades han tenido más repercusión que otras, como la revista de poesía Antorcha de Paja (1973-1983), en la que me acompañaron los poetas José Luis Amaro y Rafael Álvarez


Merlo. También el Seminario de Poesía y Traducción Poética, junto con Bernd Dietz, es otra de las actividades principales que han tenido una amplia ubicación y eco en la poesía cordobesa y española. Por ambas han pasado primeros nombres, se han tratado temas monográficos de la literatura y poetas en traducción colectiva siguiendo el método de la Fundación Royaumont. También participas en la recuperación de Cántico, el grupo de poetas de Córdoba de la postguerra, muy emblemático en esta ciudad. En aquel tiempo tenías relación epistolar con Guillermo Carnero, como anécdota le facilitaste una colección completa de Cántico a través del poeta Mario López, para sus investigaciones sobre este grupo. Sí, ya estaba en contacto con Guillermo Carnero y otros de mi generación, no solo novísimos. Él tenía mucho interés en valorar la importancia que aquello podía tener para la poesía española y también para nuestra ciudad; yo también estaba de acuerdo con la recuperación de este grupo, su trabajo y eco ya lo conocemos todos. A Guillermo le recuerdo gratamente en aquellos días en Córdoba. Tu obra empieza a ser más conocida al conseguir con Tránsito el Premio de Poesía Anthropos en 1993. ¿Qué supuso para ti y en tu obra posterior dicho premio? Creo que mucho: a partir de entonces mi obra se visibiliza más allá de Córdoba. Ese reconocimiento y la publicación en una editorial nacional de prestigio derivó en una posterior atención de la crítica y editoriales. Fue el punto de inflexión para que mi poesía se conociera y se leyera más ampliamente.

¿Te consideras un poeta urbano? Nunca me he considerado un poeta de un solo libro en cuanto a temas. Cada uno conlleva asuntos distintos, si bien es cierto que la ciudad se encuentra en toda mi obra poética, porque la ciudad de hoy pertenece a mi tiempo, pero también subyacen los temas de siempre en la poesía, como el amor o la muerte bajo la máscara autobiográfica. Por ejemplo, en este sentido dista mucho la poesía reflexiva de Tránsito de la de El hilo roto. Poemas del contestador automático, escrito en un juego de yoes que escenifica la célebre frase de Rimbaud. En El paseante, la voz poética es más urbana, se trata de un paseante que camina por la Córdoba histórica, o La vida a ratos, mi último libro de poemas publicado, es prosa poética de signo autobiográfico en una mezcla de pasado y presente. El oro fundido es un híbrido entre constelación de tiempos y miradas, se trata de un recorrido que comienza en la infancia en el embarcadero de mi ciudad y termina en la destrucción de las Torres Gemelas, brecha que hizo cambiar el mundo como todos sabemos. Más recientemente, el poeta y profesor Francisco Ruiz Noguera ha asegurado: «Puede decirse que la tradición predominante en la dicción de Francisco Gálvez hay que buscarla no tanto en la comúnmente considerada tradición andaluza, e incluso en la tradición española más convencional, sino más bien en alguna de las líneas de la tradición anglosajona». ¿Estás de acuerdo? Bueno, estoy de acuerdo en mi segunda etapa, donde mis intereses poéticos, temas y lecturas encontraron en otras tradiciones y ámbitos nuevas maneras de decir, lo que me ayudó a conformar mi obra a partir de El hilo

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E l s a l ón d e l o s e s p e j o s

Entrevista a Francisco Gálvez

roto, focalizando en una tradición más cerca de la reflexión que de la pura lírica. De tu poesía destaco, sobre todo, la mirada y la sensación de lo efímero. En El oro fundido, en la primera parte, hablas de Córdoba, como ciudad y de tu experiencia en ella y relación con los otros, pasado e infancia, a base de metonimias. Hacía mucho tiempo quería escribir sobre mi ciudad, pero ya lo habían hecho espléndidamente los poetas de Cántico, por hablar de lo inmediatamente anterior. Yo quería hacerlo y buscaba otra manera de reflejarla poéticamente para incorporar mi ciudad a una mirada más contemporánea, aunque en otro sentir, puesto que ese es el espíritu de la Córdoba universal con otros referentes y semántica, y no encontraba ese discurso poético. Córdoba ya estaba en El paseante, en otro tipo de lenguaje. En El oro fundido, debido a otras relecturas al margen de nuestra tradición, vi que era posible integrar una cosa con la otra y encontrar un camino diferente. La prosa poética fue una salida en cuanto a la forma de algunos temas que se me resistían y conforman otras realidades. Como dijo la ensayista y poeta Noni Benegas, se trata de «Poemas raros, únicos —diría— en la tradición del español peninsular, escritos con extraordinario dominio de la prosa poética, género huidizo de nuestras letras, pero muy presente en la tradición anglosajona». Dos textos de El oro fundido a señalar en este sentido: el poema en prosa «Tomando el sol después de comer» y en el extenso en verso narrativo «Contenedores». En El oro fundido hay muchas reflexiones mediante un paseante, sobre el pasado y el presente, pero no en todo el libro hablas de Córdoba. También, en la segunda parte y a partir de los capítulos «Papel carbón» y «Café y poesía», expones temas, preocupaciones y miradas del mundo contemporáneo, por ejemplo los poemas «Dinero», «Economía» o «Vivir de alquiler». Sí, fue un tiempo en que paseaba mucho por la Córdoba antigua, tal vez recordando, tal vez reflexionando cómo escribir sobre ello, aunque no de manera nominativa. En la primera parte de El oro fundido está toda mi

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infancia vivida a orillas del río, justo donde el antiguo embarcadero, que es donde comienza este libro. Ese era mi lugar de juegos, muy cerca de la calle Consolación, donde nací y viví hasta la adolescencia. Ese recuerdo se encuentra entre los versos de este libro. «Todo es un instante dándose la vuelta»: con este verso finalizas uno de tus poemas en El oro fundido. En ese sentido, la conciencia de lo efímero marca una poética muy personal, ya que eres consciente de que nada permanece. Lo efímero, desde Tránsito, donde es una parte muy importante, está presente en mi obra de una manera que se puede decir que sobrevuela, en algunos poemas y libros, el resto de las miradas. Es como el humo que llega y se marcha para volver de nuevo, es humo, pero es otro y distinto. Lo efímero, su correspondencia con el pasado y presente. El método generacional empleado para el estudio de la literatura y el canon es una herramienta válida, pero no caben todos ni todas. No puede ser válida cuando no caben todos y siempre hay quien está y no debe, y otros cuya ausencia se hace incomprensible. Pienso que las generaciones literarias son un error y, tal vez, no basta una cronología para sostener posiciones afines, tiempo individual y social; también debe incluir la participación en acontecimientos y vivencias vinculadas. La aparición de las redes revoluciona, en cierta manera, el «lapso generacional», aunque no más allá de su propio espacio. Hay quien ha puesto de ejemplo el grupo «conocido» del 27 y formula que son ocho poetas los que representan a toda la generación, pero faltan otros y todas las mujeres. Tal denominación ya la puso en duda Pedro Salinas y algunos de ellos no se consideraron miembros del mismo. Algo parecido ocurre con los autores de mi generación de los setenta, que con el apelativo de novísimos solo señala a unos nombres y pretende encarnar a la totalidad de los escritores de este periodo, e incluso también sucede con otras. El método es discutible, pero no es el responsable directo de las ausencias de nombres, sino un cierto «canon» que se conforma y establece por diversas razones y criterios, y nos priva de conocer a muchos más autores de cada una de las generaciones.


La vida breve

Deslizamientos Oriol Alonso Cano

Al principio fue la luz. Bueno, es difícil hablar de «principios» en un momento que carece de momento... Y más que una luz... Mejor hablar de un fulgor, de un rapto de energía, de una incandescencia ardiendo al margen de cualquier realidad que puedas concebir. Todo y nada a la vez. Una contemplación fascinante para un espectador imposible, ¿no lo crees? Violencia y paz, fuerza y sosiego, aquella luz, podría decirse, encerraba toda cualidad que pudiese imaginarse, conciliaba cualquier antagonismo pensable, absorbía, al fin y al cabo, todo fenómeno que puedas representarte. Ella, ajena a su soledad, clareaba y clareaba carente de limitaciones. Ni principio ni fin, ni nacimiento ni muerte, ningún cambio, ninguna variación, solo una energía inmortal que flameaba cegando al abismo. Perfecto. Todo parecía inamovible, incólume, hasta que esa luz pareció llorar. Sí, aunque no te lo puedas creer, a saber cómo y por qué una manchita ínfima e indefinida se incrustó en ella. Algo raro, pequeño, informe, manchó la perfección. Te preguntarás: ¿Surgió por azar? ¿Fue realmente una lágrima de aquella Belleza primordial? Daba igual lo que fuese porque ese elemento, ese absurdo que acababa de brotar de la perfección, dislocó la luz. Fulminantemente, esta ya no era absoluta, radiante a perpetuidad. Algo se había incorporado ahí para agujerearla, para fragmentarla. El punto, o lo que fuese aquello, parecía absorber parte de la energía. Se alimentaba de una plenitud que, en consecuencia, ya no era plena. Esa mancha, ese trocito de vacuidad, ese desgarro, sin saber por qué razón, seguía unos movimientos un

tanto espasmódicos. No era que se moviese propiamente, no, sino que, más bien, convulsionaba en su estatismo. Sí, sí, ahí parado, latía, cargado de una vida que no le correspondía, que chupaba a lo que en un primer instante rebosaba de vitalidad. ¿De dónde había surgido ese chupóptero? Convulsión tras convulsión, la masa vibraba hasta que, repentinamente empezó a dividirse y, de ella, emergerían tres manchitas más. Sí, tres manchas iguales a la primera: igual de amorfas, de extrañas, de enigmáticas. Y, por si no fuese poco, siguiendo el mismo vaivén. Arriba y abajo, si es que aquello podía considerarse un espacio en el que calibrar un arriba y un abajo... Perdona las vaguedades y las referencias inútiles a nuestra realidad. La luz, por su lado, supongo que algo apenada, sentía cómo de nuevo era violada por esa deformidad que no cesa de reproducirse. Imagínate, tan radiante, tal deslumbrante... y ahora repleta de motas desconocidas que, por si fuera poco, le succionaban toda su energía. Ahora bien, la duda persistía: ¿Quién había creado la mancha que lo había degenerado todo?, ¿la había creado ella?, ¿eran hijas de su perfección? Sea como fuere, el fulgor se resentía. Lo que otrora era plenitud, ahora era disrupción, un conjunto de gotas que no hacían más que deformar lo que teóricamente era informe dada su perfección. Un mosaico de agujeros que atraviesan el infinito, me gusta pensar. Un sadismo constante, por otro lado. Y es que la reproducción no acaba aquí. Continúa y continúa hasta que todo está manchado, corrompido,

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La vida breve

Oriol Alonso Cano. Deslizamientos

destruido. Esa energía, esa incandescencia, ahora es un pálido espacio en el que laten masivamente entidades raras. Su Belleza es un recuerdo para entes que carecen de memoria. A su vez, estas realidades, estas anomalías, se mueven, como ya sabes. Bueno más que moverse... es una convulsión en masa lo que genera la sensación de movimiento constante. Esas cosas laten, vibran, se retuercen sobre sí mismas. Fíjate como la quietud, la placidez de la perfección original se ha canjeado por esta sobreestimulación que degenera en un vértigo multitudinario... Aunque no te lo creas, el vaivén es sincopado, como si hubiese un orden, una regla subrepticia que marcase aquel tempo que definiría de macabro. La luz, pobre luz, ahora es una lucecita que resta sepultada debajo de esos cuerpos. Recluida, condenada por un crimen que desconoce, se deprime en el silencio. Incluso, si te fijas bien, las convulsiones de aquellas anomalías parecen ser realmente el efecto expansivo de los gritos que lanza desde el abismo al que ha sido confinada. Poco a poco, la danza usurpa el estatuto de realidad. Todo es un gran latido, una inmensa propulsión de esas cosas hacia la nada. Sin embargo, súbitamente, una faz de colores se tatúa en aquel espacio. ¿Te lo puedes creer? Lo que antes era indeterminado, aséptico, absurdo, esas manchitas, esos desgarros indefinidos surgidos de lo desconocido, se han teñido instantáneamente de diferentes colores. Matices más o menos sutiles por ahí, explosiones de rojo, amarillo macilento o lila cristalino por allá, pero todo se ha coloreado con una pintura que, además, es excesivamente intensa. Cegadora, exuberante, es como si hubiesen provocado el sacrilegio final a la pobre lucecita primigenia absorbiendo lo que quedaba de ella e incorporándola en aquel espectáculo cromático. ¿Quién o qué lo ha pintado, ese cuadro? No parecen las mismas manchas. Bien mirado, no son las mismas manchas, debería decir. Creo que son réplicas, duplicados u otras realidades nacidas de un estrato diferente, paralelo o inconmensurable al que estaban ocupando anteriormente aquellas anomalías. Si observas bien, verás que son colores independientes de cualquier cuerpo, completamente segregados de su teórico portador. En realidad, no hay nada más que

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colorido desbocado. Y el movimiento de todo ello... Ni te lo imaginas. ¡Qué espectáculo! Fascinante ese latido multicolor, esa vibración al unísono de matices, relieves, pigmentos, mezclas, híbridos, compuestos... Absolutamente maravilloso. Todo parece fluir perfectamente, una nueva Belleza, una nueva perfección ha reemplazado a la original superándola, incluso, en complejidad, riqueza, textura... Es como si ese festival la hubiese incorporado a su naturaleza, a su ritmo, a su expresión definitiva de frenesí sincopado. Sí, estoy plenamente convencido de ello. Pero cualquier perfección, vaya, cualquier realidad debería decir, está destinada a su destrucción, como bien sabes. Sí, no hay remedio, todo parece estar destinado a no ser más que un instante casi imperceptible en una anarquía omnipresente y opresora. Y es que, como si respondiese a un código desconocido, secreto, perturbador, el vaivén se ha detenido. De repente, sin avisos de ningún tipo, sin anuncios ni alardes, los colores han paralizado su cadencia. Parálisis generalizada, caos al acecho, debería pensar el espectador imposible que contemplase este privilegio de función taumatúrgica, o de la naturaleza que realmente fuese. Pero es que las sorpresas no acaban aquí, amigo. Una vez detenidas, se reinicia el movimiento. A saber cuánto ha transcurrido entre la parálisis y el reinicio porque hablar de tiempo en estas latitudes... ya te lo he dicho antes. En fin, la cuestión es que han vuelto a movilizarse. Pero la particularidad es que ahora la danza es diferente. Cada manchita, como decírtelo... gira sobre sí misma. Sí, se retuerce de forma endogámica, algo autoerótica, como si quisiese acariciarse, tocarse, abrazarse a sí misma. No sé cómo pero todo eso acaba desgajándose y generando una oscilación de los colores en espiral. La Belleza ahora es mera extravagancia. Además, con esa forma, son más desgarros que manchitas. Rotan alrededor de un eje invisible y cada vez de manera más veloz, más alocadas. A mayor rapidez, mayor es su deformación. Rápido, rápido, rápido, rápido. Ahora sí que hay una auténtica anarquía de colores, de cuerpos, si es que eso puede ubicarse en una corporalidad determinada, en algo que pueda ser inteligible, en resumidas cuentas.


La cosa, sin embargo, no acaba aquí. Gravitan todas en torno a una nada hasta que las manchas empiezan a abalanzarse las unas contra las otras. Los colores se invaden, suplantan, se devoran entre sí. Canibalismo cromático, los desgarros se atacan los unos a los otros, aniquilando a quien tienen más cerca, primero, y luego a quien ven por las proximidades. Es como si quisiesen salvaguardar su territorio o su danza onanista. Lo que está claro es que lo que antes era belleza ahora es un auténtico aquelarre. Explosiones de rojo por un lado, hibridaciones de verde, azul, amarillo por el otro... Una verdadera locura. Mientras se produce esa avalancha, algo respira casi inaudiblemente, algo se siente sin sentirse efectivamente desde las profundidades del aquelarre. Algo que estaba sepultado, confinado, encofrado en la indiferencia empieza a hacerse sentir a medida que las manchas se volatilizan. Un rumor que se va haciendo cada vez más presente y todo gracias a aquella ansia de destrucción que va acabando con todo. Sí, ya lo sabes, es nuestra amiga, la lucecita que vuelve a emerger de los abismos, que vuelve a irrumpir de la oscuridad de la que estaba prisionera. Cada explosión de una de aquellas cosas es una oportunidad de retorno, cada aniquilación es la puerta para que la Belleza primigenia vuelva al lugar que verdaderamente le corresponde. Y así es. Todo paulatinamente va volviendo a lo que fue en algún momento. La luz, despampanante de nuevo, se ha adueñado del escenario mientras que las manchitas han desaparecido fruto de una ley que todavía permanece en el más estricto de los secretos. Fulgor, Belleza, Perfección. Todo parece en equilibrio nuevamente. Pero si atiendes bien, si vas más allá de la epidermis de esa realidad, advertirás algo, una cosa que no es visible, que no es tangible, que no es vivible, vaya. Sí, amigo, notarás algo que no puedes describir, una cosa que no puedes sentir realmente. Algo que esa luz ha asimilado, que ha incorporado indefectiblemente. Un mandato silencioso, una demanda secreta, una exigencia inaudible. Una impronta, en definitiva, que desgarra su perfección, una lágrima que vuelve a surgir de su manchada plenitud pero que nadie, excepto ella, puede sentir, y con la que deberá convivir, por si fuera poco, eternamente.

Oriol Alonso Cano, doctor en Filosofía y graduado en Psicología, es profesor en diversas universi dades. Es autor de Encarnaciones del capitalismo (Carena, 2014), Sociedad débil (EUF, 2015), Experiencia de la ausencia (Anthropos, 2015), La caricia del fantasma (Cuadernos del Laberinto, 2018), y coordinador y autor de Archipiélago. Retrato polifónico de Rafael Argullol (Ediciones del Subsuelo, 2015). Su último libro es Clinamen (Cuadernos del Laberinto, 2021).

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Los pescadores de perlas

Microrrelatos inéditos

Carmen de la Rosa Traspaso Ella no es de por aquí. Dicen que es un alma del purgatorio y, al caer la noche, deposita ramos de lirios en los petos de ánimas. Otros dicen que está bien viva, que saluda si te cruzas con ella por la mañana en el camino, que su sonrisa recuerda a la de la Gioconda. Algunos la han visto recoger muérdago de los robles cercanos al monasterio de Santa Cristina; otros, castañas del castaño milenario de Entrambosríos. Cuentan que, si la invocas en un rezo, aparece esa noche junto a tu ventana, que la han sorprendido en las tardes de verano nadando desnuda en el Miño entre cardúmenes de lampreas. Dicen que un joven de Teixeiro está enamorado de ella: los han visto pasear por el bosque en las noches de luna llena. Caminar juntos hasta un claro. Acercarse a una esfera, traslúcida y viscosa, como un enorme huevo de rana, que flota a un par de metros del suelo. Que los vieron atravesarla y desaparecer. Él no es de por aquí, dicen al otro lado.

La plaga El manzano bonsái da frutos por primera vez. Alrededor del tronco repta una serpiente del tamaño de una oruga. Bajo la copa, una mujer y un hombre, diminutos y desnudos, me miran con temor. Son tan frágiles. Retiro la serpiente con los guantes y la traslado a una maceta de geranios. La pareja suspira de alivio y los dejo a solas en su paraíso en miniatura. Pronto, una plaga de humanos bonsái invade las plantas de la terraza. Me resisto a exterminarlos. En un par de meses han entrado en casa: corretean por las habitaciones, anidan en los armarios, se ocultan tras los zócalos. Acampan en el sofá y devoran los víveres de la despensa. Una noche los voy atrapando mientras duermen y los encierro en tarros de cristal. Luego los siembro a la luz de la luna por los jardines del vecindario.

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Duelos El hombre del que me enamoré nunca existió. Van pasando los días y sigo sin poder superar su muerte. El hombre oscuro que ahora lo habita se ríe de mis lágrimas. Trato de que su maldad no me alcance. Por las noches planeo huir, pero él ha escondido las llaves, el móvil y el portátil. Un candado cierra la puerta de la terraza. Durante semanas, cuando él no está, imagino el crujido del martillo golpeando su nuca, investigo venenos en la enciclopedia, afilo los cuchillos en la cocina. Cuando llega mayo le digo: «¿Puedes limpiar los cristales del dormitorio?» Él se sube a la escalera plegable frente al ventanal abierto. Esta muerte sí que podré superarla.

La niña rara Ni las flechas pueden hacerle daño ni las balas atravesar su piel. Si algo pasa ese día: las burlas del corrillo de amigas que no la dejan jugar al brilé, los empujones del matón de sexto, el grito del portero del equipo de fútbol, apártate de ahí, rarita; solo tiene que convocarlo. El tigre aparece entonces entre los setos de hibisco que rodean el patio del colegio. Todos huyen a refugiarse en las aulas. Y la niña pasea a solas, su manita escuálida posada en la cabeza de la fiera, hasta que suena el timbre del final del recreo.

Carmen de la Rosa (Santa Cruz de Tenerife, 1964) ha publicado los libros Todo vuela, Acordeón, Siempre tuvimos miedos (con Ana Vidal y collages de Toni Lemus) y Nosotras somos humanas (Premio de relato corto Isaac de Vega 2020). Sus minificciones están publicadas en varias antologías, revistas y blogs, y han sido traducidas al francés y al húngaro. Ganó el I y X Certamen de relatos breves «Mujeres» del Ayuntamiento de Santa Cruz de Tenerife. Fue redactora e impulsora del Manifiesto de Escritoras de Canarias.

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El castillo de barba azul

Poema inéditos

José de María Romero Barea Recuento inspiración ser es ser raro es ser este libro sus hábitos sus manías es estar boca abajo para ser reglas aún sabe a tiza aún huele a Tweed el manual todavía inspira gritando (si aún no gritamos) Top 100 aspirantes a guías: la brevedad es clave en sentido estricto somos textos de sociología que no te desanimen su densidad sus diagramas sus tablas: minas de oro sin juicio somos inocentes esnobs en mapas alimentos terrestres que servimos a los objetos de adorno en nuestros aparadores nos vemos dentro de la embarazada nos contemplamos en puestas de sol Diccionario todas ellas alineadas claro 2.37 kg de recordatorios de lo que no estamos haciendo caja de herramientas del pensamiento no estamos escribiendo las ideas no se escriben solas hijo mío solo la escritura se escribe sola no en pantallas sino en palabras al aire en cámaras de papel de seda pero seamos serios sonriamos al azar papá llévame al zoo batería a punto de Psicología no hace falta doctorarse sólo mirarse describirse en lo que aparece mirarse más hondo prevalecer en esa simplificación 100 complejos nada mejor que el horror desnudo para empezar entrenamiento escribir a partir de cero es decir echar a hablar sin volver a descubrir los descubrimientos recordarse a uno mismo para pasar a los demás sin haber leído antes de escribir siendo consciente de que ciertos libros ciertos caracteres con guantes cincuenta sombras en perspectiva no nos hemos descubierto pero aún hay tiempo: no vamos a ninguna parte saber lo que se nace instrucciones para la realpolitik: confiar en la confianza autodestruirse en mensajes dar miedo 500 años de juegos poderes contrapoderes promedios jueves para adolescentes cortejos fúnebres quién es ese hombre solitario quién el amargado en el mitin

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sensación qué mejor decadencia que la nuestra comida rápida enfermedades venéreas autoindulgencia quién fuera Nerón Brexit la fuerza del héroe la escala de la gloria la intención nunca está por ver no importa lo extraño de estar en forma la masa en prosa el paseo forense: manías de la Historia ignición una cosa es oír hablar otra bien distinta derramarse en 44 años de voces penas leer para ver significar para creer inspirar para expirarse sucederse en pleno vuelo con el plus del perdedor el mejor secreto es la elección conocer nos hace snobs pasado maneras de estar vivo: seguir muerto ser nombrado al final no es tal por si las formas dilo estructura matemática inventario edificio imaginario a punto de ser demolido monumento más que la piedra ¿estas cosas aún tienen sentido? Juegos de salón en diagramas de flujo no se sabe muy bien dónde se inicia dondequiera las flechas de vuelta al resultado no redundante no vamos a ninguna parte nos perseguimos en torno al olvido inventiva en el vacío nada que decir salvo lo incoherente nada que significar si no es vivo perder lengua es encontrar lenguas que se deshacen en memorias con errores deliberados balance que socava su propia fiabilidad edificio condenado personaje comprometido con un proyecto que no llega a nada: paisajes escrutinios flechas de vuelta al final perdemos respuestas mundos que se destruyen manuales de lágrimas delicadezas del estar no estás vivo

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El castillo de barba azul

José de María Romero Barea. Poemas Inéditos

velo nada que no sepas ya (el acento del primer verso recae en la tercera sílaba) encerrados en letras donde cada frase se recuerda escribir para ver verse para creerse borrar para tener sentido sin usar el sonido no sé cómo lo has hecho sonar para resolver golpear para encontrar fuera de nuestro alcance la desaparición esa traducción virtuosa del Holocausto (el acento ahora recae en la cuarta, pero para que recaiga en ambos versos, en la misma sílaba, quiero decir, a la misma altura, ¿dónde debe estar el acento del segundo verso?) imágenes se acercan los nazis a través de la ciudad alpina qué emoción recordar aquellos años la supervivencia vinculada a la coincidencia lingüística no podías decir tu nombre no podías pronunciar la palabra de crédito resistirse a la gravedad del tono olvidar el Holocausto aquella forma de resistencia la risa del dolor indecible azotea burbujeas en adivinanzas acertijos cómputos cuentas la historia recuentas habitaciones bloque controlable solucionable infinito: siempre falta una rompecabezas no importa la melancolía lo que importa es la narración detén el tiempo muérete esconde las piezas topografía el silencio ese fantasma cada habitación una historia siempre cambiante ya no sé lo que añoro cuando añoro estas cosas niño nazi arcanos trampillas hipervínculos el mundo calado hasta los huesos ninguna melancolía tiene objeto solo si se muere a solas solo si fallan los esquemas si acaso el huérfano la madre muerta en el campo de concentración ésta la vida es tiempo los objetos no duran aquellos años no publiques en vida se abre la caja el falsificador se arrastra bajo el cuerpo recién asesinado del lector paranoide en su intento de escapar del lugar donde se ha encerrado para escribir lo que se suponía iba a ser

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regístrese dibujas a cámara lenta retratas estados de tensión psíquica: abrazas soledades ninguna tristeza tiene objeto y así sucesivamente y así aprendes: ninguna ésta menos que ninguna asesinato pronto la solución se revela como una no-solución el flaco se hincha como un león marino ese acto gratuito es un gesto de desafío ubicación retrospectivo repasas detalles nada que no sepas ya el pasado un fracaso una pintura falsa digna de sí misma acción deliciosamente lenta hasta llegar al corazón conceptual: autorretrato de un hombre vacío anuncio alegoría de la ansiedad retrato creíble de un hombre éste menos que ninguno artista-héroe que mira hacia el futuro con la promesa de que a partir de ahora

El poema «Recuento» pertenece al poemario Réplica, primera entrega de la trilogía poética Palabras en la espiral del aire, que completan los libros de poemas inéditos Negociación y Certeza, y que será editado a principios de 2023 por la madrileña Editorial Dilema, colección Sexto Arco, edición al cuidado del escritor y crítico Antonio Ortega.

José de María Romero Barea (Córdoba, España, 1972) es profesor, poeta, narrador, traductor y periodista cultural. Escribe en el blog https://romerobarea.wordpress.com y en redes (@JdMRomeroBarea). Es autor del libro de poemas Agnusdéi (Raro Pegaso, Ediciones en Huida, 2018) y las novelas WTBTC (Amargord, 2018) y Uf (Seurat, 2019). Ha traducido Esta vez, de Gerald Stern, Lowell. Poesía completa (vol. II) y Ornitología en tiempos de guerra, de Jeffrey Thomson (Vaso Roto), así como el número especial de la revista Ánfora Nova «Ríos ancestrales: poesía afroamericana contemporánea» (2017). Colabora, entre otros, con los diarios Le Monde Diplomatique, La Vanguardia («Revista de Letras») y las revistas Claves de Razón Práctica, Quimera y Nueva Grecia, de cuyo consejo de redacción forma parte.

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E i n s t e i n o n Th e B e a ch

Italia y la fiebre de América Por Fernando Clemot

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La primera memoria que tengo de Italia es la de mi infancia, a finales de los años setenta. En aquel tiempo las noticias que llegaban de allí a través de la televisión hablaban de violencia, secuestros, bombas o crímenes. El país se retorcía en sus últimos «años de plomo» y parecía sacudido una y otra vez por la violencia del terrorismo de las Brigadas Rojas, los escuadrones fascistas y la mafia, entonces en plena efervescencia. Era un momento convulso para un territorio acostumbrado a estos altibajos, a ser invadido y vencido muchas veces, pero que siempre que atravesaba malos tiempos volvía los ojos a su pasado glorioso. Un periodo de zozobra muy semejante a aquel vivía Italia a principios del siglo XX, cuando era una nación con apenas cincuenta años de historia, que buscaba referentes y retorcía una y otra vez aquel pasado pero que también necesitaba una épica nueva, una gloria reciente1. Siempre, los malditos estetas de la muerte. Una de las formas de reafirmarse en su historia fue a través de un invento reciente, que hacía poco había dejado las barracas de feria para convertirse en algo más que una atracción: el cine. En aquel momento, Estados Unidos no había desarrollado todavía su industria y había productoras en Francia y Alemania de las que surgirían, ya antes de la Primera Guerra Mundial, propuestas interesantes que dignificarían el mundo del cine. Italia se unió, a partir de 1905, al desarrollo de aquella empresa, todavía con problemas técnicos y

algo titubeante, pero con unas posibilidades infinitas de desarrollo. Pronto, en Milán, en Roma, y también en Nápoles, surgieron productoras, seguramente las primeras en Europa a aquella escala. Con medios y el interés de inversores y público comenzó a crearse un género de películas con una marca propia: era el llamado colosalismo, con el que se buscaba revivir los tiempos de gloria de Imperio romano o el Renacimiento. Películas como La toma de Roma, Los últimos días de Pompeya o Quo Vadis —estrenadas entre 1908 y 1913— serían el preámbulo de la producción más grande del mundo del cine hasta la fecha: Cabiria, de 1914. Cabiria —con guion original de Gabriele D’Annunzio y el director Giovanni Pastrone— narraba en sus más de dos horas2 episodios anteriores y posteriores a la segunda guerra púnica. En Cabiria había un cierto batiburrillo de fechas: se mezclaban tramas y momentos históricos —a menudo muy separados en el tiempo— en busca de lo extraordinario y así mostraba erupciones volcánicas, asaltos a barcos, el paso de los Alpes por Aníbal y grandes batallas entre ejércitos compuestos por centenares de extras. Los decorados eran impresionantes y destaca especialmente el que reproducía Cartago y la imagen de Moloch, donde debe ser sacrificada la heroína. De esta película surgirá uno de los personajes más icónicos del cine histórico italiano: Maciste, personaje cuyas aventuras aparecerán en docenas de largometrajes hasta finales de los años cincuenta. Colosalismo y espectáculo3 serán las claves de estos prime-

1. Escritores como D’Annunzio o el propio grupo futurista aludían a esa búsqueda de gloria de la nueva nación en los campos de batalla —como había hecho Alemania en la generación anterior— y a la necesidad de un baño de sangre del que surgiera un cambio.

2. Es una película ya de una duración semejante a las actuales. Hay que pensar que la duración de las mencionadas Quo Vadis, Los últimos días de Pompeya o La toma de Roma iba desde los diez minutos a los veinticinco. 3. Este tipo de cine colosal, y especialmente Cabiria, será una influencia decisiva para D. W. Griffith en Intolerancia y El


ros años del cine italiano, pero también el surgimiento de otro género de películas, las sentimentales, donde se crean las llamadas heroínas decadentistas. Entre estas actrices —las también denominadas divas— destacará por su talento y versatilidad Francesca Bertini4, que se convertirá en una de las primeras grandes estrellas del cine mudo. Durante las dos décadas siguientes el cine italiano sigue un camino propio, cercano al cine comercial la mayoría de veces —se mantendrá el esquema del cine próximo al melodrama o la comedia5 y la producción nacimiento de una nación. 4. Destaca en películas como Assunta Spina, La dama de las camelias u Odette, todas ellas anteriores a 1916. Al final de su vida aparecerá en la película Novecento (1976) de Bernardo Bertolucci. 5. Son las llamadas «películas de teléfonos blancos», comedias burguesas con argumentos accesibles y muchas veces sentimentales.

histórica— aunque también con algún devaneo experimental como puede ser la corriente cinematográfica futurista6, que dará algún fruto de calidad pero que se extinguirá pronto. También continuará la importación y el éxito de público de la potente industria del cine nacida en Hollywood en aquellos años7. Aparentemente nada había cambiado en el sistema cinematográfico italiano durante el Bienio Negro hasta que, a mediados los años treinta8, se vuelve a dar un impulso a las producciones históricas que recrean la gloria romana y el propio hijo del dictador, Vittorio Mussolini, accede a la dirección de Cinema, la revista y órgano de difusión del cine italiano. La dictadura había puesto sus ojos en el cine. Mussolini era consciente del empuje propagandístico que podía reportarle el cine y tomó cartas en el asunto. Quería crear una industria estatal. En 1934 6. En 1916 se publica el Manifiesto cinematográfico futurista, firmado por Marinetti, Giacomo Balla y Bruno Corra, que acogerá un tipo de películas plenamente experimentales producidas hasta 1919. La más destacada de ellas es Thaïs, de 1917, dirigida por Anton Giulio Bragaglia. Los decorados, los temas y puestas en escena influenciarán vivamente al movimiento cinematográfico expresionista alemán que se desarrollará en la siguiente década. 7. Los años veinte y treinta del cine norteamericano son los de las comedias del cine mudo de Chaplin, Keaton o de Fatty Arbuckle, de los primeros musicales, las grandes producciones históricas, películas del oeste y de gánsteres, así como de la aparición de la comedia screwball con Cary Grant y Katharine Hepburn como estrellas indiscutibles. También es el tiempo de las primeras películas de dibujos animados. Todas estas producciones norteamericanas tienen un éxito indiscutible entre el público italiano de entreguerras. 8. Coincide este auge con la guerra de Abisinia y el deseo de crear un imperio colonial mediterráneo de Mussolini.

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Fernando Clemot. Italia y la fiebre de América

se inicia la construcción de Cinecittà, más que un estudio una faraónica ciudad donde los directores y productoras italianas podrían tener todos los medios y facilidades para sus producciones. Todas las películas en el mismo lugar, como una forma de control. Se crea así una industria cinematográfica estatal y dirigida que abre finalmente sus puertas en el año 1937. Es el primer paso. Al año siguiente, en 1938, se prohíbe la exhibición de las películas de las cinco grandes productoras norteamericanas, las llamadas majors: Warner Bros, Columbia, Paramount, Twentieth Century Fox, RKO y Metro Goldwyn Mayer. Se abre el camino a una autarquía cinematográfica y el público italiano no podrá acceder a ninguna producción norteamericana entre el año 1938 y el final de la Segunda Guerra Mundial9. Esta decisión —con un fuerte trasfondo ideológico10— hace que se fortalezca la industria del cine italiano, que llega a producir cerca de doscientas cincuenta películas anuales entre los años 1938 y 1939, los previos a la entrada de Italia en el conflicto11. Fruto también de aquel cierre, paradójicamente, dan también sus primeros pasos en la dirección los realizadores que encabezarán el movimiento Neorrealista en los últimos años de la guerra y los posteriores a ella. La prohibición de exhibir las películas norteamericanas durante seis años —el cierre fue extensible también a la traducción de literatura norteamericana contemporánea— hace que con la caída de la dictadura de Mussolini y el final de la guerra se redoble el interés por el cine y la cultura norteamericana. A partir de 1945 todo lo que llega de Estados Unidos entrará en Italia como un vendaval. A esos años de fortísimo influjo cultural se les bautizará como «la fiebre de América»12, que se extenderá hasta los últimos años cincuenta. 9. Son películas norteamericanas de aquellos años de cierre Lo que el viento se llevó, La diligencia, Rebeca, Ciudadano Kane, Recuerda, Fantasía, El mago de Oz, Casablanca, Historias de Filadelfia, etc. 10. A partir de 1938 el régimen se endurece, empujado por la sombra de lo que está ocurriendo en Alemania e incluso promulga leyes raciales de exclusión de los judíos. 11. Italia no entraría en la Segunda Guerra Mundial hasta mayo de 1940, ejecutando la famosa «puñalada por la espalda», como describió el embajador francés en Roma el hecho al presentarle la declaración de guerra. 12. Con este nombre también se había designado a la corriente de emigración italiana que —especialmente desde las provincias del Mezzogiorno— recibirán los Estados

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Surge así en Italia una efervescencia cultural de los modelos norteamericanos en todas las áreas: literatura, cine, estilo de vida, música, modas e incluso la adopción de anglicismos en el habla cotidiana en ámbitos como el deporte, la moda, el espectáculo o la política13. Esta imitación del modelo estadounidense desembarca a través del mundo del cine, pero también tendrán su papel en esta fiebre de americanización de la sociedad italiana otros medios como la prensa, la publicidad y, unos años más tarde, la televisión. En lo relativo al cine, Italia vive durante los años cincuenta un momento de auténtico virtuosismo, y así ruedan parte de sus mejores películas realizadores como Luchino Visconti, Roberto Rossellini, Vittorio de Sica, Alberto Lattuada, Giuseppe de Santis, Renato Castellani, etc. Una auténtica pléyade de cine de calidad, aunque, curiosamente, los principales éxitos de taquilla corren siempre a cargo de las películas importadas de los Estados Unidos, del peplum —una nueva evolución del cine histórico, muchas veces de bajo coste— y las producciones cómicas populares, más sencillas y accesibles, que ofrecen cómicos como Totò, Peppino de Filippo o Alberto Sordi. El cine es el espolón de proa del desembarco en los años de la fiebre de América, pero también la literatura norteamericana responde a este interés voraz por todo lo que proviene de Estados Unidos. En esos años se traducen a autores como Faulkner, Scott Fitzgerald, Dos Passos, Hemingway, Steinbeck o Henry Miller, que no se habían podido traducir en los últimos años del Bienio Negro. Al mando de esa invasión literaria estará la principal editorial italiana del momento, Einaudi, que, tras la muerte de su asesor estrella, Cesare Pavese, cede ese papel a otros intelectuales como Italo Calvino o Pier Paolo Pasolini. Solo tras el éxito de El gatoparUnidos en las últimas décadas del siglo XIX y las primeras del XX. Se calcula que unos cuatro millones de italianos emigraron a Estados Unidos en ese tiempo y la mayor parte de ellos se asentaron en el Este del país, especialmente en los estados de Nueva York, Nueva Jersey y Pensilvania. 13. Desde finales de los años treinta el uso de anglicismos y palabras de origen extranjero se prohibió por ley en prensa y cualquier tipo de medio de difusión, llegándose a prohibir palabras como sport, tennis, short, bar, cocktail, film, etc. Se intentó traducir muchas de ellas o buscar formas semejantes para su uso. Según las listas de entradas de anglicismos en este tiempo, se llegan a contabilizar más de mil quinientas palabras de origen inglés o norteamericano.


do14 —rechazado por el editor de Einaudi, Elio Vittorini— la balanza se inclinará del lado de Feltrinelli, que se convertirá en una de las grandes editoriales italianas desde ese momento. Tanto Einaudi como Feltrinelli o Mondadori cuidarán especialmente su catálogo de literatura norteamericana, que tendrá siempre un público cautivo y atento a cualquier novedad procedente del otro lado del Atlántico. Cine, literatura, noticias; la música comienza también a imitar a las nuevas tendencias americanas como el jazz o, años más tarde, el rock. En contraposición a su música contemporánea propia —personificada por el cantante melódico—, el rock italiano en estos años nunca pasará de una imitación del norteamericano, pese a la personalidad de algunos cantantes como Mina o Adriano Celentano15. El rock norteamericano —el británico solo aparece en los años sesenta— llenará ahora las emisoras de radio; las versiones o adaptaciones de canciones norteamericanas se escuchan a todas horas, son tarareadas por los jóvenes, especialmente en ciudades como Milán o Turín, que parece comienzan a adaptar sus ritmos también a una nueva realidad social. Paralelamente, en Roma, acuden en esos años sin pausa las estrellas norteamericanas. Via Veneto y los locales del centro histórico se llenan de estrellas de Hollywood como Charlton Heston, Audrey Hepburn, Ava Gardner, Elizabeth Taylor, Grace Kelly, Burt Lancaster, Kirk Douglas, Gregory Peck y productores estadounidenses que empiezan a grabar en Italia —especialmente en los estudios de Cinecittà— nuevas adaptaciones del peplum, las de más presupuesto, que encarnan películas como Quo Vadis, La tínica sagrada, Ben-Hur, Cleopatra o La caída del Imperio romano, que se filmarán en los estudios romanos. La atmósfera de esos años en la capital italiana se llena de glamur, paparazzis y una enloquecida frivolidad, que se retrata en películas como La dolce vita o Vacaciones en Roma. 14. Se publicó finalmente la novela en 1958, meses después de la muerte del autor. Ganaría también el prestigioso premio Strega de 1959 y sería adaptada al cine en 1963 por Luchino Visconti. 15. Pier Paolo Pasolini siempre se mostró interesado por la figura de Adriano Celentano, a quien consideraba uno de los máximos exponentes de la imitación de los modelos norteamericanos en la música italiana. Siempre tuvo la idea de incluir a Celentano en alguna de sus películas —como ya había hecho Fellini en La Dolce Vita— circunstancia que, finalmente, nunca se dio.

A finales de los años cincuenta la sociedad italiana continúa en la ensoñación producida por los modelos norteamericanos. Esta situación, que alcanza todos los niveles sociales y culturales, dará pie a algunos fenómenos de sincretismo extremo. Como ejemplo de esta amalgama cultural nace un nuevo género cinematográfico, tan mestizo y paradójico como el spaghetti western. Cuando nace el spaghetti western en Italia, a principios de los años sesenta, el género en los Estados Unidos ha dejado atrás su época de gloria, que se podría encuadrar entre principios de los años cuarenta y mediados de los cincuenta. Ha comenzado a ser un género residual, algo anticuado, y solo se ocupan de él algunas productoras secundarias; aparece en alguna serie (Bonanza, aunque no cumpla muchas de las claves del género) y algunas películas —de escasa calidad artística— para dar cabida a estrellas como Elvis Presley, Johnny Cash o Frank Sinatra. La figura clave de esta resurrección del género en Italia será Sergio Leone. El director romano venía de trabajar como asistente de producción en películas norteamericanas rodadas en Italia como Quo Vadis, Helena de Troya o Sodoma y Gomorra, de Robert Aldrich16, y de dirigir también algún peplum como Los últimos días de Pompeya. En 1961, la productora Jolly Films encomienda a Leone el rodaje de una serie de western de bajo presupuesto en los estudios de Cinecittà. Son producciones de rodaje rápido, que emplean a algunas estrellas de segunda fila norteamericanas e italianas. El género y el propio Sergio Leone tienen su momento de esplendor con el éxito de la llamada Trilogía del dólar (Por un puñado de dólares, La muerte tenía un precio y El bueno, el feo y el malo), rodadas entre 1964 y 1966. En ese momento el género gana reconocimiento —hasta entonces las películas tenían cierto éxito de público, pero la crítica las despreciaba— y se asienta en unas características propias que distinguirán la lectura italiana del original norteamericano. En el spaghetti western se muestra una violencia mucho más explícita que en el western clásico norteamericano, como si la tormenta social que azotaba a la sociedad italiana —que vive el periodo central de los «años de plomo»— contagiara también a sus películas17. Abundan también en el spaghetti western los 16. La influencia del western de Robert Aldrich, Veracruz, de 1954, es decisiva para entender la estética del género y será una referencia expresa para Leone. 17. También puede que haya algo del western crepuscular de

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Fernando Clemot. Italia y la fiebre de América

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primeros planos del rostro, las escenas ralentizadas, el zoom y el detalle en los objetos y el componente ético del protagonista, que queda a menudo en tela de juicio. Los personajes femeninos suelen tener escaso peso en las tramas. Los diálogos son breves, esquemáticos; hay muchos silencios en los que emerge con fuerza la música —en sus mejores exponentes serán obra de un joven Ennio Morricone—, que actúa como fondo de la historia, dando énfasis a las escenas. Las localizaciones y escenarios son variados, pero los más utilizados serán los estudios de Cinecittà en Roma, y en España el desierto de Tabernas, Burgos, Fraga y Hoyo de Manzanares, al nordeste de Madrid. También el género tendrá sus propias estrellas, que irán desde la revitalización de algunas carreras venidas a menos —Lee Van Cleef, Jack Palance, Paco Rabal, Yul Brynner, James Coburn— al surgimiento de figuras de largo recorrido como Klaus Kinski, Fabio Testi, Sancho Gracia, Franco Nero y, especialmente, Clint Eastwood. No fue un género ocasional, ni un hallazgo que caducara rápidamente. Durante más de una década, el spaghetti western mantuvo el favor del público y se llegó a ganar el respeto de la crítica. En ese tiempo se calcula que se rodaron más de quinientas películas y solo a principios de los años setenta el género empieza a decaer. El éxito de un largometraje de la última época, Lo llamaban Trinidad (1970) —protagonizado por Bud Spencer y Terence Hill—, hace que el género empiece a autoparodiarse, a crear guiones más chuscos y simples, en los que abundan las bofetadas y algunas escenas eróticas que antes no tenían cabida. A mediados de los setenta el género se puede dar por agotado, aunque su impronta impulsará décadas después el renacer del western en Estados Unidos, que atraerá una nueva hornada de directores como Quentin Tarantino —quien revisitará un clásico del spaghetti como el Django de Sergio Corbucci—, los hermanos Coen, Jim Jarmush, Guillermo Arriaga, David Cronenberg o el incombustible Clint Eastwood.

Pier Paolo Pasolini18

¿A dónde se han ido los jóvenes? A Alemania, a Francia o al norte de Italia, donde llevan una vida totalmente alienante que destruye su sistema de valores y

El verano de los Teddy Boys. El escándalo en torno a ellos —eran grupos de pandilleros del norte de Italia que imitaban en su ropa, sus hábitos y su música a modelos americanos— explota en la prensa italiana durante el verano de 1959. El doce de agosto, en plena canícula en las afueras de Milán, un grupo de delincuentes adolescentes intentan violar a una chica y el suceso acaba con la muerte de uno de esos delincuentes. La noticia se convierte en apertura de todos los periódicos y de la televisión nacional. El país entero se estremece con un suceso que llena páginas, da lugar a debates y, especialmente, incendia los titulares de la prensa católica, alineada con los postulados de la Democracia Cristiana. El tema de las bandas juveniles que imitan a sus ídolos de la pantalla —James Dean, Marlon Brando—, que visten con tejanos y gorras de cuero o de béisbol, que juegan al pinball compulsivamente y escuchan música rock, se convierte en un tema de debate en todos los hogares e incluso en varias sesiones del Senado. Pronto se demoniza a este tipo de bandas y la férrea correa de la prensa alineada con el Gobierno se ajusta: poco después se proponen medidas para que no se pueda llevar ropa tejana en los colegios e institutos, e incluso llega la orden a los puestos de trabajo. La polémica se aviva con el estreno de una película francesa de Marcel Carné, Les Tricheurs, traducida hábilmente en aquel momento por Los pecadores en tejanos, y en la que los delincuentes juveniles visten a la moda americana. Pronto aparece una secuela italiana de la película, La noche de los Teddy Boys, de Leopoldo Sapona, en ese mismo 1959, en que se señala con mayor dureza a los miembros de este tipo de bandas. El problema de la juventud nihilista, sin límites, imitadora de modelos norteamericanos de delincuencia, se extiende también a otros ámbitos como la música y la literatura. Adriano Celentano canta a finales de 1959 su «Teddy Girl»: «muñeca en Technicolor, hay un jukebox en tu corazón», dice la canción, y hasta el propio Pier Paolo Pasolini escribe ese año un guion sobre

Sam Peckinpah, Duelo en la alta sierra, de 1962, con la misma violencia explícita que luego recorrería también la obra de otros autores como Carlos Saura, en La caza, de 1966.

18. Entrevista realizada a Pier Paolo Pasolini en octubre de 1975 y publicada por la revista Quimera en su número 354, en abril de 2013.

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lo sustituye por otro que, para ellos, es falso y absurdo. Esos valores les son impuestos por los horrores de la televisión, de la radio y de los demás medios de comunicación, y por la infraestructura, la moda, etc.


el fenómeno, Nebulosa, del mismo 1959, que nunca será llevado a las pantallas. En Nebulosa19, Pasolini centra la acción en Milán, la que el autor considera la ciudad más alienada, más avanzada en el intento de imitación de las formas de vida y valores de Estados Unidos y de la «Europa capitalista». Milán es una ciudad que ha tenido un gran auge tras el final de la Segunda Guerra Mundial: en su horizonte se levantan ya rascacielos, el Pirellone, la Torre Breda, Torre Verlasca, etc., que forman su propio skyline. Ha pasado de un millón de habitantes a uno y medio en diez años, y sus enormes suburbios se han llenado de emigrantes procedentes del Mezzogiorno, deseosos de encontrar algo de aquella vida impetuosa, opulenta y llena de oportunidades que identifican en las pantallas de los cines. Este proceso de cambio social —que encarnan de una forma casi grotesca los Teddy Boys— fascina a Pasolini, que vivirá en pequeñas estancias en Milán, 19. Nebulosa (1959) fue publicada originalmente por Saggiatore en 2014 y a finales del mismo año traducida al español por Gallo Nero.

una ciudad con la que siempre mantendrá una relación algo distante, ya que considera que el proceso de pérdida de identidad es irreversible en ella. Pasolini sí que mantendrá una relación íntima con Roma: una gran ciudad20, pero también un lugar en cuyos barrios se pueden encontrar huellas de las formas de vida tradicionales italianas21, una vida más cercana al familiar, al vecino, un estilo de vida más comunitaria y sencilla. Pero la brutalidad de los Teddy Boys solo sería el aviso de los tiempos que se avecinaban. Italia se encaminaba hacia el abismo de violencia que vivió en los siguientes años. El propio Pasolini se fue endureciendo. Sus películas fueron evolucionando del anhelo de denuncia y cambio del neorrealismo —y el deseo de transformación siempre implica un fondo de esperanza— al desengaño posterior que se filtra en sus largometrajes, en su obra poética, en sus discursos. Todo se endureció, se volvió más sombrío. Sus últimas películas son casi un grito de desesperación. La tarde del dos de noviembre de 1975, Pier Paolo Pasolini fue a comer con Pino Rana —un chapero de diecisiete años— a una trattoria, Il biondo Tevere, al sur de Roma, cerca de la Garbatella, uno de los barrios en los que solía buscar Pasolini a sus amantes. A Pino, sin embargo, lo había conocido en la estación Termini. Esa tarde comieron bien, bebieron y rieron en Il biondo Tevere. El coche de Pasolini era un Alfa Romeo plateado. Cuando anocheció fueron a la playa de Ostia, cerca de una antigua base de hidroaviones. El resto de la historia es de sobra conocida. Pino Rana sobrevivió cuarenta años a todo lo que pasó aquella noche. Salió de la cárcel en 1983. Escribió una autobiografía y acabó yendo a platós de televisión para que lo entrevistaran. Falleció hace un par de años, sin que le importara a nadie. 20. Roma, al contrario que otras ciudades como Nápoles o Milán, no tendrá un gran desarrollo demográfico, en la edad contemporánea, hasta el periodo del Bienio Negro. Así pasará de doscientos cincuenta mil habitantes en tiempos de la Unificación a los seiscientos mil habitantes de 1920 y a un millón cien mil ya en 1940. 21. Especialmente en el sur de Italia los núcleos urbanos más grandes están tradicionalmente ordenados alrededor de los llamados «rione», pequeños conglomerados de casas que van a parar a una plaza común donde se comparten conversaciones, mercados y una vida cercana entre las familias que lo componen.

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Vivian Gornick: francotiradora Por José de María Romero Barea Las descargas adoptan la forma de aforismos. Mordaz, la escritura se extralimita a observar los detalles de su materialización en el entorno a través de proyectiles que el lector tiene que sortear. Se desencadena la polifonía de estallidos, pero no se nos permite ponernos a salvo. Discusiones entre amigas, monólogos ininterrumpidos, escenas en tercera persona se entrelazan en el tiroteo verbal. No escatima esfuerzos la autora anglosajona Vivian Gornick (El Bronx, Nueva York, 1935) o los despliega en una prosa que detalla sus derivas, circunloquios, diatribas. Entradas de un diario urgente, tan frescas que la tinta apenas se ha secado, redundan en la negativa a reconstruir sus propias torpezas, al presentar las elecciones y sus consecuencias, las aventuras y sus encuentros clandestinos, las adicciones crónicas, a través de los filtros de la gráfica retrospectiva. Detalles de la estructura aleatoria de un constructo morosamente desordenado, largas exposiciones a las facciones y sus luchas internas, los breves apartes conversacionales de la escritora y periodista estadounidense contrastan con la visceralidad omnipresente de los argumentos partidos, superpuestos sobre la página dañada, como recuerdos colectivos de un país dividido cuya identidad, tan en crisis como la mente que los enhebra, se erigen en símbolos de una conciencia enajenada. Apegos feroces Transciende el estudio reparador todos los géneros, se permite abordar todas las historias a través de los enfrentamientos con la realidad que experimentan damas «astutas, irascibles, iletradas». Inseparable de la literatura, una exploración liberal contra «la calma silenciosa, el letargo erótico, la normalidad de la abnegación cotidiana». Líricos los estampidos, las independencias

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compartimentadas de una libertad de la que la autora se empapa, «como de cloroformo impregnado en un paño apretado contra mi cara». Da vueltas en torno a sí misma mientras medita sobre las vecinas del edificio del Bronx junto a las que creció la que fuera profesora de la Universidad de Iowa, aunque «apenas nos conocíamos, a veces ni nos hablábamos, pero nos pasábamos el día saliendo y entrando las unas de casa de las otras». Se desplaza de un lado a otro de Nueva York como a través de una conciencia comunitaria, acompañada de su madre, «captando la naturaleza circunstancial de los apegos», agregando capas de significado a la relación maternofilial del individuo con sus semejantes. Durante el peripatético proceso, terribles secretos conducen a éxitos indiscriminados, que «mantienen vivo el recuerdo y persuaden. Sanan y conectan. Otorgan sentido a la vida de las personas». Se emplea la metralla verbal del odio individual en el socavamiento de la histeria colectiva para abordar un relato familiar de dependencia, un furioso derribo ejecutado con calma, «para asimilar con mayor claridad lo que sabe, para concentrarse en lo que ha vivido». En el collage sentimental Apegos feroces (1996), meditaciones sobre la locura redundan en la lucidez esencial de «ese espacio [que] comienza en el centro de mi frente y termina en el centro de mis ingles», un reducto que nunca cede a los peligros del aburrimiento corporativo: «Lo ocupo plenamente, degusto el aire, siento la luz, mi respiración se acompasa y se vuelve más pausada. Me siento en paz y emocionada». Dentro de él, la hacedora se expande explosivamente: «Nada puede tocarme. Estoy a salvo. Soy libre. Pienso». Se amplían los procedimientos para incluir las disquisiciones de los avatares aparentemente conexos: la siempre presente vecina Nettie; la madre ausente, «incapaz de obtener lo que esperaba de la vida, lo que pensaba que le hacía falta, lo que sentía que le era debido


[...] bajo un manto de infelicidad». Cobra energía la narración a medida que se despoja de sus divagaciones, hasta precipitarse en el meditativo desenlace en que la trama descarga sus conspiraciones «entrando en aquellas habitaciones llenas de ventanas, en busca de una esquiva integración». Comprensiblemente angustiada, confundida por sus terribles avances, la profesora de escritura en The New School muestra sus convicciones mientras imagina un espacio comunal que cumple con las promesas de una utopía rectangular, donde «las frases intentan ocupar la forma» y «la imagen es la totalidad de mi pensamiento». Se traduce la dismorfia verbal en ciclos que omiten la información hasta purgarse a través de la búsqueda desesperada de imperfección: «En el centro del rectángulo, sólo mi imagen». Subimaginadas, las alternativas se presentan como una parodia de nuestros actos de resistencia, en un memorial que muestra «un mundo más amplio para que entren nuestros sentimientos [...] un lugar para la exploración y el autodescubrimiento», donde una fémina cualquiera, reconvertida en epítome de la sororidad, se erige en la asesina en serie del mutismo, en la heroína existencial, obsesionada por sus periplos «por las calles de la ciudad, las calles de mi vida». Sondea las profundidades para deslizarse a través de la superficie, en un intento de comprender lo que la piel nos dice sobre la humanidad, mientras arroja una luz hacia los rincones más oscuros. La brutalidad sin comprensión nos reduce a la condición de colaborador necesario, de simple mirón, consciente de que «el rectángulo se está cerrando». Pretende nuestra interlocutora entender a los demás, mientras trata de entenderse a sí misma: «Es el emblema de su discurso, el idioma

de su ser, lo que la funda a sus propios ojos». Reclama su lugar en la narrativa alejándose del discurso, acortándolo; para limitar su propio dolor, examina cada pequeño detalle: «Este pedacito de espacio me proporciona la intermitente pero útil emoción resultante de creer que comienzo y termino en mí misma». La mujer singular y la ciudad Si las vidas reales engendran peripecias más urgentes que las inventadas, Gornick busca nuevas formas de recrearlas en historias sobre ella misma que abordan sus compromisos con la otredad: «La ciudad tiene sentido porque hace soportable la soledad». Su realidad es extraordinaria por asombrosamente ordinaria: «Este enjambre de colmenas humanas, suspendidas en el espacio, es el diseño de Nueva York, que ofrece una conexión genérica». El lugar común se hace extraño al llamar nuestra atención sobre su propia esencia, deambula a través de las formas desconocidas, «porque necesita encontrar algo que le recuerde su propia humanidad y que solo las calles pueden proporcionarle». La memoria-novelada La mujer singular y la ciudad (2015) se subdivide en tramas secundarias como callejones sin salida que nunca agotan su intensidad. Avanzamos asolados por la salva interminable de estallidos entretenidamente cáusticos («Nuestro sufrimiento es al mismo tiempo una fuente de dolor y de consuelo»). A base de percepciones sobre la contemporaneidad, los paisajes urbanos ocultan actos indescriptibles de crueldad: «Todos hemos recorrido las calles de las capitales del mundo eternamente: actores, oficinistas, disidentes [...] intelectuales polacos, mujeres al límite del tiempo».

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José de María Romero Barea. Vivian Gornick: francotiradora

Héroes dañados como Leonard, el amigo homosexual, se obligan a sí mismos a luchar contra sus propios demonios mientras persiguen a los perpetradores de crímenes contra la solidaridad. Esa «otra mitad», sostiene la creadora, «se convertirá en mí: paseará por la ciudad y alimentará el flujo interminable de multitudes interminables que, sin duda, dejarán huella en la creatividad de alguien». Intenta la pensadora de Essays in Feminism (1978) conocer, en cada movimiento, lo imposible de descifrar: «La incapacidad recíproca es un imán poco fiable. Siempre llega el momento en que repele en lugar de atraer». La des-romantización es la clave del culto a esa única pieza del rompecabezas que no encaja. Como una detective que trabaja en un caso sin resolver, la autora intenta, en el proceso, «agitar el caleidoscopio de la experiencia cotidiana para llegar al punto en que la composición de las piezas ayude a mediar entre el dolor de la intimidad, la energía del espacio público y la exquisita intervención de los desconocidos». Explicaciones de la mecánica del olvido conducen al nudo del enredo difícil de olvidar, a cargo del ente escindido en la figura maternal que evoca a dos señoras de cierta edad que caminan juntas hacia la igualdad, a diferentes ritmos, través de los vibrantes escenarios de Manhattan, aflorando entre las subjetividades realzadas y las ultraviolencias coreografiadas «del asombro de la existencia humana [...] rellenando mi piel, ocupando el presente». Uno se siente más espectador que lector, mientras se deja observar por el mundo que describe la colaboradora del The New York Times, The Nation o The Atlantic. Leemos dejándonos aniquilar por los traquidos de ese «lenguaje enterrado a mucha profundidad [que] me recorre los brazos, las piernas, el pecho, la garganta. Si lograra que llegase al cerebro, tal vez podría empezar la conversación que tengo pendiente conmigo misma». Escruta la crítica de The End of the Novel of Love (1997; Finalista del National Book Critics Circle Award) la ruptura de los lazos que conducen a una fría claridad, una nítida forma de belleza, notablemente desapasionada, de «mujeres de la clase media que acatan las leyes, hablando [...] como insurrectas profesionales, cuando en realidad [somos] mujeres que piden su turno para hablar». Nunca se despega la norteamericana del emblema idealizado del dañado orgullo: «Me siento tal y como soy, siendo la ciudad tal y como es. He vivido mis conflictos, no mis fantasías, hasta el final, y Nueva York

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también. En eso estamos de acuerdo». Sus caracterizaciones finamente dibujadas delinean una trama diabólicamente entrelazada a base de argumentos bidimensionales, que evolucionan a través de digresiones cuya tesis central consigue evocar los secretos que reorganiza, ordenar los impactos, ametrallar meticulosamente, hasta aniquilar cualquier forma de objetividad. Pistolera a sueldo Lo que impulsa a ambas publicaciones es el drama único de la existencia, la urgencia de las preguntas sin respuesta que este plantea. Las formas de narrar elegidas nos permiten aceptar las involuntarias contradicciones. Orgullosa de su libertad, la activista feminista se enorgullece de su independencia, al tiempo que se dispone a disfrutar de sus afectos. Esa feliz interdependencia articula la mezcla poco convencional que permea sus artefactos: en parte misterio sin resolver, en parte pesquisa trufada de picaresca noir, en parte apólogo de humor implacablemente espeluznante. Se recrea Apegos en las múltiples identidades de su creadora, en un libro que es «un objeto en vertiginoso movimiento», según el prólogo del ensayista, novelista y cuentista Jonathan Lethem (Brooklyn, Nueva York; 1964), donde «nos transformamos en Vivian Gornick», la soñadora inadaptada, la artista despiadada enfocada en ser la hija, la esposa, la literata polivalente, que «crece hasta abarcar no sólo su vida sino, a lo largo de su desarrollo, la de sus lectores». De continuo en guerra consigo misma, se despacha La mujer singular desde el frente de sus expectativas, las de la protagonista que no pretende ser auténtica en una era descreída, con apetito por la autoficción, de lleno en la autobiográfica mordacidad de su impulso, vibrantemente confesional, porque «hacemos falta todos para llenar el vestíbulo de alegría y, con muerte urbana o sin ella, la ciudad sigue estando dispuesta a hacerlo». Fluye rauda la crónica, insta al lector a mantenerse al día; sin embargo, jamás logramos entender del todo la difícil situación de la interlocutora presa de un mantra que adquiere nuevos significados a medida que muta. Ebria de letras, nuestra cómplice es nuestra hermana, la pistolera a sueldo que alinea su presa en la mira telescópica de sus dos libros francotiradores, recién reeditados por la editorial Sexto Piso, en traducción de Daniel Ramos Sánchez y Raquel Vicedo, respectivamente. Ambos terminan abruptamente, como un disparo, aunque días después seguimos oyendo el eco de la detonación.


El teatro y el cine en la espiral Por Rafael Malpartida Una lección peculiar Recuerdo la primera vez que fui al teatro como adulto, es decir, pagando yo mismo la entrada en taquilla. Antes había ido en excursiones escolares, que equiparaban las visitas al zoo, al museo de cera y al teatro. Espiar animalillos enjaulados, mirar a gente espantada o escuchar a personas disfrazadas: todo aquello formaba parte de una misma idea pedagógica, llamada «salir por ahí». Así al menos se podían ventilar las aulas un poco. No sé si aprendí mucho de todo aquello en la infancia. Pero la primera vez que fui al teatro como adulto sí que obtuve una lección inolvidable: «¿Patio de butacas, palco inferior, palco superior, paraíso...?». No tenía ni idea de qué era toda aquella jerga, que la taquillera enfilaba como una letanía, mirando al vacío. Ella probablemente pensaba que el pardillo al otro lado del cristal, que acababa de llegar del pueblo a la ciudad (eso se notaba a diez leguas), no se estaba enterando de nada, como en efecto sucedió. Lo de «paraíso» sonaba tan bien que no dudé en escogerlo, sin saber, claro, que en realidad era lo único que podía pagar. Cuando subí allí arriba con ensueños de paraíso y me topé con una realidad de gallinero, aprendí mi primera gran lección de clasismo, pero también de filología. Las dos palabras que designan esa parte del recinto pueden aludir al deseo de elevación (ultraterrena incluso), pero también al desafío de dioptrías, tormento de oídos duros y azote de nalgas (salvo que uno se lleve una almohadilla). Resulta increíble lo que el teatro puede enseñarte, incluso antes de que empiece la función. Ya iniciándome precisamente como filólogo (y asentado en la gran ciudad), empecé a alternar con fluidez teatro y cine, y a darme cuenta de que en el primero la gente se endomingaba (aunque fuera martes) y en el segundo iba vestida de cualquier modo (incluso en domingo). De hecho, si en el teatro había que tener cuidado hasta para estornudar, en el cine se comía, se

bebía, se entraba y se salía en cualquier momento. Esto puede deberse, como explica Linda Seger en El arte de la adaptación (Madrid: Rialp, 1993), al carácter presencial del teatro frente al diferido del cine (lo cual implica un cierto grado de interacción en el primer caso): «Yo, a veces, he contenido el aliento mientras asistía a una representación, como si el actor estuviera urdiendo un encantamiento mágico y yo no me atreviera a respirar por miedo a destruir la fragilidad del momento». En cambio, en el cine, la cuarta pared parece infranqueable. Salvo que pensemos en La rosa púrpura del Cairo, no tememos hacer ruido porque esa gente no está realmente allí mismo (y que molestemos a otros espectadores no parece importar demasiado). Incluso podemos evocar la jaula de grillos que es, a veces, un cine si recordamos esas funciones abarrotadas de Cinema Paradiso, donde la gente no iba simplemente a ver una película, sino nada menos que a vivir. Este panorama ha cambiado bastante desde que todo hijo de vecino lleva consigo un ruidoso ordenador portátil, en forma de teléfono, y alguna que otra vez olvida apagarlo en el teatro. Desde entonces, parece haberse «reeducado» la convivencia durante la representación, de forma que se ha «maleducado» y es probable que se hayan limado un poco esas diferencias entre teatro y cine. Lo cierto es que durante muchos años tuve la sensación de que el modo de recepción de ambos espectáculos implicaba una notable distancia en cuanto a la intelectualidad del acto mismo de ir a un lugar u otro. No he visto en las colas del cine escenas parecidas a la de Annie Hall, donde un parlero «pontifica» sobre la obra de Marshall McLuhan, irritando a los protagonistas, hasta que aparece el mismísimo autor de La galaxia Gutenberg y pone en su sitio al pedante. De estos los hay en todas partes, desde luego, pero en los prolegómenos, en los descansos y a la salida del teatro, los eruditos a la violeta abundan. En todo caso, que el teatro se sigue concibiendo, en líneas generales, como algo más vinculado a lo

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Rafael Malpartida. El teatro y el cine en la espiral

intelectual (y entiéndase el término con sus luces y sus sombras) parece evidente. Ambos son arte y entretenimiento, pero la proporción de los dos componentes no se les aplica por igual. Y como uno de mis libros favoritos es El defensor de Pedro Salinas, me propuse defender el cine cada vez que alguien lo estimaba inferior al teatro. De esa ingenua cruzada puedo enseñar alguna que otra cicatriz. Un debate adaptado a las nuevas generaciones Esta controversia sobre la andadura en común de dos formas espectaculares y que tienen como base un libreto se percibe todavía desde la consideración de que dicho libreto es literatura en el caso del teatro, y se estudia en las escuelas y se vende de manera normalizada en las librerías. En cambio, el libreto del cine, el guion, es normalmente juzgado como un texto lábil y provisional, y aunque también se puede encontrar en el rinconcillo de alguna librería, parece destinado a los investigadores o, en todo caso, a un excéntrico o completista. Si usted está leyendo Macbeth en un parque, puede que los árboles terminen caminando; si tiene entre sus manos el guion de Nubes de verano, publicado por Ocho y Medio, es probable que alguien le ciegue con un espray de pimienta. Me gusta bromear con este asunto porque aquel pardillo que no sabía lo que era el paraíso y que cursó estudios filológicos, una vez incorporado a la docencia universitaria, se topó con la necesidad de explicar precisamente las diferencias entre teatro y cine. Aquel auditorio de millennials (y unos años después de centennials) ya se empezaba a desesperar, con razón, si veía a un tipo entrar en clase con papelajos para practicar el dictatum. Eso lo aguanté yo mismo como discente (creo que teníamos más tragaderas, para bien y para mal), pero estas nuevas generaciones se merecían otras tentativas. Por eso empecé a contarles que Susan Sarandon explicaba en una lección para el Actors Studio que el teatro es como hacer el amor y el cine es como masturbarse. El sexo nunca falla para llamar la atención, tan diluida en estos «tiempos líquidos», como diría Bauman. La frase está bien para entender a los actores, pero ¿cómo abordar el tema desde la perspectiva de los receptores, es decir, la de mi alumnado? Encontré un auténtico filón en una columna de Javier Marías, «¿Por qué detesto el teatro?», publicada en El Semanal el 21 de enero de 2001. Ahí decía el autor recientemente

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fallecido que «el primer culpable de mi aversión es el cine», porque en este «uno adopta todos los puntos de vista imaginables, el propio del espectador pero también el de cada personaje, el de un avión, un águila o una serpiente, el de Dios»; en cambio, respecto al teatro, confesaba que «no logro sacudirme con facilidad el distanciamiento que me produce la comparativamente pobre escenificación». El filón se redobló cuando supe que Vicente Molina Foix le había contestado, apenas unas semanas después, en El País. Su texto, del 27 de febrero del mismo año, llevaba por título «Con cine, no hay teatro», y explicaba que este último, «si se frecuenta con asiduidad y no únicamente se lee o se recuerda de épocas pasadas, depara sorpresas», y que frente a la «novedad hueca» del cine, «el teatro, no sé si por su milagrosa antigüedad, su fragilidad o por la cantidad de insultos que aguanta, me parece hoy un humilde pero fortalecido refugio de veracidad a la medida del confuso hombre futuro». Desde entonces, propongo la misma cuestión al alumnado para que la piense primero de manera intuitiva, luego los dispongo en grupos para que la pongan en común y finalmente se establece un debate con toda la clase involucrada. Solo tras esa «representación» (porque comprenden que es inútil decantarse por uno u otro) es cuando les paso los textos de Marías y Molina Foix a doble columna en un papelazo A3. Aunque no creo que lo coloquen como póster en sus cuartos, ahí se llevan una auténtica sábana que no pasa desapercibida y que no se concibe como apuntes: es la sencilla constatación de que gran parte de lo que debatió el alumnado (sin muleta alguna) figura en los artículos de dos intelectuales. Es decir, que son tan listos como ellos a poco que se les haga pensar. Creo que no está mal para motivarse y quebrar por un momento las jerarquías. Un nuevo texto para reavivar el asunto «retroactivamente» El debate entre Marías y Molina Foix permite comprobar la vigencia del asunto, porque la actividad suele ser fecunda incluso para un alumnado que es nativo digital. Un nuevo libro, que había permanecido inédito hasta este mismo año, nos puede aportar perspectivas muy valiosas para entender la controversia, que parece haber estado siempre en la espiral. Se trata de Talía y su sombra (1944) de Juan Luis Alborg, que estaba durmiendo en su archivo póstumo, a pesar de que lo ha-


El crítico teatral Enrique Díez-Canedo (1879-1944). Fotografía: RAE ©

bía preparado cuidadosamente para ver la luz. El lector puede encontrarlo ahora como parte de mi monografía Una nueva mirada entre la literatura y el cine: el legado de Juan Luis Alborg (Zaragoza: Libros Pórtico, 2022). En este caso, el libro que mejor puede valer para oponer los dos puntos de vista sobre el teatro y el cine en ese contexto es el de Enrique Díez-Canedo basado en una serie de conferencias de 1939, El teatro y sus enemigos (la última edición es la de Editora Regional de Extremadura en 2008, por la que cito). Decía este último que el cine se pasea como «los nuevos ricos», mostrando «exhibición y descoco para encanto de papanatas». De ahí que defina a su público como poco exigente y aquejado de una «contentadiza ociosidad, ansiosa de matar el tiempo, sea como fuere». Lo que hace Díez-Canedo, reputado crítico teatral, es un ejercicio de corporativismo, sumándose a la idea de que la crisis del medio dramático tiene un claro responsable, el séptimo arte: «es el que se lleva todas las miradas, el que obtiene todos los agasajos, el que hace colección de flores y casi no llega a sentir las espinas». Llega incluso a afirmar que «al teatro lo despoja por todos los medios imaginables: se apodera de sus argumentos, le quita sus actores, le deja sin público, hasta le destierra de las grandes planas anunciadoras de los diarios de circulación». Alborg, en cambio, no percibe que el cine sea su enemigo mortal, sino que «el teatro y el cine son la mis-

ma cosa». Le parece tan chocante su afirmación matriz, que emplea un buen número de páginas para justificarla, temiéndose un chaparrón de objeciones para el que precisaba un buen paraguas. Explica, por ejemplo, que «el teatro es la poesía en movimiento, la representación plástica de acontecimientos y pasiones humanas mediante la actuación de unos seres llamados actores que se sirven de los recursos básicos: la palabra y la acción. Sustancialmente, ¿es el cine algo distinto de esto?». Y lo sorprendente es que escribe su ensayo desde el campo de la filología, puesto que Alborg fue profesor y crítico literario, ámbito en el que han proliferado los desprecios hacia el cine. Doy fe de ello, y sigue sucediendo especialmente en la filología española (en la inglesa, que ha sabido adoptar la denominación no jerarquizante de cultural studies, ocurre mucho menos, y habrá que reflexionar sobre la cuestión). Lo cierto es que el autor de una de las más célebres historias de la literatura española, la que fue publicando en varios tomos la editorial Gredos desde 1966, no solo proclama en Talía y su sombra que el cine es una evolución natural del propio teatro, sino que es nada menos que «la imprenta del arte escénico». Así, todos pueden disfrutar del mismo espectáculo, estén donde estén (y no supeditados a cada representación en particular), y la fijación en copia única vendría a suponer como la quintaesencia de lo que se ha ensayado o rodado, lográndose así «captar el momento mejor tras de las pruebas necesarias». La perspectiva es, sin duda, ingeniosa, pero es que además Alborg se adelantó varias décadas a la creación de la industria videográfica. Inspirándose en una novela de su paisano Vicente Blasco Ibáñez, imaginó el «cine-libro», que llevaría ese nuevo «teatro grabado» hasta las propias casas. Alborg no era precisamente un hombre progresista, pero la idea de permitir que el arte llegue a todo el mundo, y no solo a quien podía ir al teatro o al cine, parece, como mínimo, bastante poco elitista. Aún tengo que amasar estos nuevos materiales antes de hornearlos y que hagan compañía a los textos de Marías y Molina Foix. Quizá no los llegue a emplear nunca en clase, pero que «el cine es un teatro con pantalones largos», como opinaba Alborg, puede que se me escape alguna vez como a quien prende una cerilla de repente. Las aulas universitarias, sobre todo en estos tiempos líquidos, hay que incendiarlas (y aviso a las autoridades competentes, por si acaso, del carácter metafórico de mi afirmación).

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E i n s t e i n o n Th e B e a ch

Notas sobre la pouvelle Por Iris Kiya I ¿Qué hace que el acto de confesión sea único? ¿Cómo se convierte un sacerdote en penitente cuando escucha una confesión? Si estuviéramos en el s. XIX, B diría que todo sujeto, sea o no sacerdote, es una ramificación del flâneur. Entonces, ¿cualquiera podría haber sido un flâneur? En realidad, no. B lanzaría esa sentencia para callar a cualquiera que quisiera contradecirlo. Podemos decir entonces que la pouvelle es eso, un acto de confesión, donde el papel del escucha no solo pertenece al sacerdote/autor, sino también al penitente/lector. Este juego va cambiando todo el tiempo, rota como si fuera un juego de astucia más que de expiación. No pretendo hacer un texto al estilo de Ch, pero si así fuera, tendría que decir que, en mi calidad de ensayista: cualquier imbécil puede hacer una foto, agregarle un texto y luego vanagloriarse con los resultados. La pouvelle es hija de su hermana mayor, la nouvelle, tal como lo afirma M en aquel ensayo tan lúcido donde además añade las características que hacen relevante al género y por las cuales rejuveneció con nombres como P, H, B, etc. Se preguntará el lector: ¿qué hace que la pouvelle se convierta en un género trascendente? Claro, a diferencia de la simple poesía.

II Todo escritor vive angustiado y asombrado, quizá como un pequeño músico de jazz que se dirige hacia su pasmosa muerte, pero antes debe ser la novedad, la primicia en su círculo, sentirse iracundo cuando las notas reboten de manera que el sonido jamás las pueda asir. Cuando un hombre siente ese tipo de alegría, aquel latido que se acopla como un corcho a una botella de vino, entonces puede decir que ha encontrado su asidero en un género. Ese hombre o cualquier hombre debe poder adjetivar un sustantivo, por elegancia además de por ingenio. Pensemos en «Almost Blue», como si fuera el sonido que un niño hace cuando empieza a hablar, pero sin saberlo, aquel niño nos está narrando los hechos de

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su importancia humana. Los dibujos en la pared nos muestran las afecciones de los niños por querer inmortalizar lo que Heidegger nunca pudo cuando habla sobre los zapatos de Van Gogh. Presentar a la pouvelle como un género que se compone básicamente de elementos infantiles y recuerdos puede hacer pensar que es un género incapaz de sobresalir como la novela o la poesía. La pouvelle utiliza clara y honestamente la naturaleza del hombre como distracción para escribir lo que no se puede escribir. ¿A qué me refiero con una distracción? Esto debe entenderse desde el punto de vista de quien narra, pues la mayoría de los personajes son en realidad sustancia del otro; mejor dicho, un montaje malintencionado, operado por un solo autor. Este primer autor es uno que a través de vasos comunicantes y puestas en abismo crea formas breves de narrar un hecho pasado, es decir, un recuerdo. Por lo demás, basta con pensar en alguna trama lo bastante enrevesada para la construcción del texto. III Aun admitiendo que yo alcance la técnica perfecta de la pouvelle, mi forma de explicar es harto vaga, siento que tengo diseminado en la punta de la lengua lo que quiero decir. Esto me impide ver con claridad la esencia de mi estilo (digamos con cautela, como hacía B o como hizo WB cuando hablaba de B). Es cierto que yo tiendo a sustituir el desarrollo de la trama con otra trama y la inclusión de personajes que se parecen a personajes anteriores porque quieren resarcir sus problemillas existenciales. Ahora mismo siento que debo añadir notas, notas a montones que se conjuncionen entre sí, parecido a lo que hacía P.1

1. La novela de 1976 de P dice: Los seguidores de F se han interesado vivamente por las tribulaciones que el individuo ha debido sufrir a lo largo de la historia para aprender a reprimirse y así adecuarse a las exigencias sociales de la época, puesto que sería imposible acatar las normas sociales sin reprimir muchos de los propios impulsos instintivos.


La aurora cuando surge Manuel Astur Acantilado: Barcelona, 2022 192 págs.

Viaje sentimental Por Jorge Canals Piñas Se nos antoja que al texto de Manuel Astur, de tan problemática adscripción a un género de contornos precisos, le sentaría bien la etiqueta de viaje sentimental. Entendido este, claro está, con parecida acepción a la que pudo haber impulsado a Laurence Sterne a echar mano de dicho sintagma para dar título a una ficción en la que ya sea Francia o Italia constituían un mero pretexto escenográfico para ir al encuentro de un conflicto personal e intransferible. Las playas de la Liguria, las Marcas leopardianas, la campiña umbra por la que planea el espíritu franciscano, la Toscana etrusca más recóndita, la península de Sorrento o las playas de la isla siciliana no dejan de ser meros accidentes de la narración arquitectada por Manuel Astur. La cual configura un relato en el que su autor se decanta por una indagación íntima en estado bruto. Tal acto introspectivo toma concreción en un cuaderno de viajero en el que la captación de estampas atisbadas al pasar coexiste con el recurso a la poesía como aprehensión de la realidad o con la disección de un suceso, en apariencia inocuo, depositado hasta aquel momento en el laberinto de la propia memoria personal. En ella se agazapa un pasado que de modo imprevisible se materializa y que sobre la superficie de las hojas del cuaderno toma finalmente consistencia verbal. Algo que lleva al narrador a quedar irremisiblemente atrapado en las redes de un tiempo pretérito con el que no se ha acabado nunca de ajustar cuentas del todo. No hay actos inocentes. Quedar absorto en la contemplación despreocupada de las estrellas fugaces que se despeñan por el cielo que cobija las noches veraniegas de Sestri Levante termina avivando en el subconsciente del narrador el recuerdo de aquella otra noche en la que el padre olvidó que se había comprometido

a despertarle por la madrugada, tan pronto el cometa Halley apareciera en el extremo confín de la bóveda celeste de la Sama asturiana donde transcurrían los ocios de su infancia: «Lo siento, hijo, pero no te preocupes, podrás volver a verlo cuando seas anciano». Allá en el futuro lejano e hipotético del año 2061. Pero no hay brizna de resentimiento: en la Liguria nocturna el narrador termina justificando al padre y comprendiendo a quien quiso gozar a solas consigo mismo del astro errático que nunca más le iba a ser dado contemplar. El narrador y Raquel son vagabundos místicos que se desplazan por una Italia solar y mediterránea, sorteando el griterío de los campistas y el bullicio de las aldeas costeras de las exclusivas Cinque Terre. Pasando ante las casucas polícromas que fueron antaño de pescadores modestos y que hoy sirven de telón de fondo a la escenificación de una frivolidad de burgueses que anhelan sencillez postiza. Y en ese vagabundeo no solo se carga con el lastre de un número desmesurado de libros, sino también con la presencia de un padre fallecido apenas una semana antes de que las páginas del cuaderno, del que el narrador no se desembaraza en ningún momento del viaje, empiecen a poblarse con apuntes enmarañados que han requerido que el tiempo macerara antes de que todo termine tomando sentido sobre el papel. A medida que el lector se sumerge en el relato, advierte que en el ritmo y tono esenciales a los que se va amoldando, en la distancia que el narrador (satisfecho al fin por haber logrado el don de la invisibilidad) interpone entre el yo y el mundo circunstante, hay tal vez esa savia que tantos años atrás quien escribe estas líneas espigó con delectación en la obra primeriza de Peter Handke. Como si se tratara de un eco del que el curso del tiempo nos distanció sin saber demasiado bien por qué y cuyo rescoldo hemos avivado ahora con la lectura de este texto hipnótico.

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Mondego. La anatomía del fantasma de Joana Ayres Rebeca Hernández RIL Editores: Santiago de Chile/Barcelona, 2022 151 págs.

Vivir en el pensamiento Por Pere Comellas Casanova La autora de Los abandonos —una incisiva y poética exploración sin concesiones del mundo familiar, afilada como un estilete— acaba de publicar su segunda novela, cuyo título, Mondego, acumula los puntos de referencia fundamentales de la narración: río («espacio hermoso de imán y de insolencia») portugués (universo cultural esencial de Rebeca Hernández) repleto de una tradición literaria explícitamente invocada y con un eje fundacional que articula todo el artefacto estético del libro: la lírica medieval galaicoportuguesa. El núcleo de la historia es el personaje de Joana Ayres, una investigadora de la literatura portuguesa que vuelve a Coímbra, donde años atrás estuvo investigando para escribir su tesis doctoral sobre poesía medieval, y donde tuvo una relación amorosa con un hombre, Amado. Joana regresa a la ciudad para retomar un hilo que, como Ariadna, fue soltando de un ovillo imaginario «por si, en algún momento, deseaba retornar». Vuelve a Coímbra a rememorar ese amor de juventud en un salto hacia atrás, para olvidar su última relación amorosa, ya finalizada, aunque sabe que no es ese el lugar adecuado para huir del recuerdo. Porque Coímbra «es una ciudad literaria», una ciudad «casi fantástica», y ella «solo quiere la Coímbra de su imaginación [...], la del terreno de lo mítico y lo maravilloso». Por eso su equipaje es ligero y su intención, no salir de casa —de la misma casa en la que veinte años atrás alquiló una habitación, y que ahora ocupa entera— más que para ir a la biblioteca.

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En Coímbra, Joana va a escribir un libro sobre D. Dinís —el rey trovador— y su esposa, Isabel de Aragón. Así, en la primera parte del libro acompañamos a Joana en un viaje en la memoria. Un viaje plagado de fantasmas literarios portugueses, algunos con nombre propio como Agustina Bessa-Luís, António Nobre, Eça de Queirós, Camões y, en el centro, el propio rey D. Dinís; otros bajo la apariencia de personajes secundarios, como Bessie, la amiga que le regaló un telescopio, o Hélia y Maria Gabriela, sus anfitrionas, o principales, como Isabel de Aragón, la reina Santa que «convirtió el pan que llevaba en el mandil en un manojo de rosas como ya lo hiciera su tía abuela». Pero también un viaje a su memoria personal, la memoria del cuerpo, del deseo y del abandono, un viaje al fantasma de Amado, que escoge como vehículo las claves simbólicas de esas voces femeninas medievales que cantan al amigo —«cuantas sabéis amar a un amigo, venid junto al río Mondego conmigo»—, que es el ciervo que brama junto al río donde la amiga lava sus trenzas. El fantasma de Amado y su anatomía son el tema de la segunda parte del libro, en la que la reflexión y el recuerdo toman la forma de pequeños textos, casi aforismos, completados con una preciosa ilustración en cada página par, inspirada en las miniaturas de los manuscritos medievales galaicoportugueses. Así, Rebeca Hernández disecciona la memoria y su representación, y nos muestra cómo el arte puede contribuir a comprender nuestra naturaleza humana más allá de su tiempo y de su espacio. En uno de sus poemas, Carles Riba afirma que es en sus pensamientos donde él vive, y no donde sus pasos le llevan. Creo que Joana Ayres firmaría ese poema. O a lo mejor es lo que hacemos todos.


El sonido de la H Magela Baudoin Santillana: Madrid, 2015 160 págs.

Reivindicando la feminidad Por Faviola Morales Mientras buscaba información que me ayudara a documentarme sobre la novela de Magela Baudoin (Premio Nacional de Novela 2014), me encontré con un artículo que se titulaba «¿Cuál es el sonido de la H?». A continuación, el o la autora, no puedo decir quién escribía el articulo porque no estaba firmado, añadía: «La dificultad de la H estriba en que es la única letra del alfabeto español que es muda, no posee sonido alguno [...] es como si no existiese». Las protagonistas de esta novela, dos estudiantes de bachillerato en un colegio de varones que, obligado por las leyes del país, abre sus puertas por primera vez al alumnado femenino, luchan por encontrar una voz propia. Mar intenta persistentemente pasar desapercibida y escapar de esta manera a las imposiciones sociales de feminidad; Rafael, lo contrario: deconstruye su masculinidad para afirmar su feminidad. Decir que esta es una novela netamente de formación sería reducirla, puesto que, si bien se enfoca en esos años de tránsito hacia la adultez, es también una crítica a una sociedad obsesionada en sexualizar a las niñas, encasillar lo femenino y, en definitiva, glorificar y perpetuar los machismos. Rafael ha decidido que su primer sonido será la A, para dejar de ser Rafael y convertirse en Rafael-a. Mar asistirá a esta autorrecreación, primero como espectadora y pronto como cómplice. La emancipación de Rafaela le abrirá la senda para buscar su propia identidad y, con esto, romper el sonido de la H. Encontrarse no le

será fácil, en un mundo donde el nacer mujer implica un hándicap de origen; buscar razones para enorgullecerse de la feminidad puede ser una tarea ardua para un pensamiento crítico, y Mar posee una criticidad implacable. Hija de una arquitecta feminista y de un activista de izquierdas, pondrá en entredicho no solo el modo de vida de sus padres sino también de todos los que la rodean, pues solo diseccionando a su entorno, quitando capas y escarbando en la intimidad será capaz de encontrarse a sí misma. En un momento en el que en España está abierto el debate sobre la identidad femenina y la ley Trans, ¿qué hace a una mujer? ¿Se nace mujer o una se hace mujer? La novela de Baudoin aporta una voz que surge desde lo profundo del propio cuestionamiento y que trae consigo esperanza, empatía y sobre todo una sororidad sin fisuras, es decir, las bases fundacionales en las que toda feminista se debe reflejar. En este sentido Mar perfila su posición respecto al mundo gracias a la relación que construye con ciertos personajes, a los cuales la autora se ha referido más de una vez como «díscolos» y que yo entiendo como claves en esta novela: Rafaela, la amiga transexual; Tita, la abuela ciega, y Esther, trabajadora del hogar e indígena migrante, serán el marco atípico desde el cual la protagonista dará el paso definitivo hacia la adultez. Hay dos aspectos que conmueven profundamente en la lectura de El sonido de la H. El primero, la verificación de la violencia sexual a la que nos vemos expuestas las mujeres desde la primera infancia y el silenciamiento sistemático de la misma, una ocultación que tiene sus raíces más profundas en la sociedad que nos rodea y que inevitablemente nos hace pensar los ríos primigenios hoy embovedados sobre los que se cimientan las grandes ciudades. El agua, las piedras y la furia siguen corriendo ahí abajo por más cemento que pongamos encima; lo mismo la violencia hacia las mujeres sigue vigente hoy en día sin importar en qué contexto o con qué pretextos la silenciemos; así hagamos como que no existe o digamos que poco a poco es cosa del pasado, la violencia ha sido y está presente en la vida de las mujeres. El segundo aspecto estriba en la relación entre los personajes femeninos; sin importar la criticidad que haya entre ellas, existe siempre una relación de hermandad. La novela carece de los estereotipos comunes: las féminas malvadas, las celosas patológicas, las envidiosas o las histéricas. No importa cuán lejana se sienta Mar de sus congéneres femeninas; en lo esencial, en lo profundo, las mujeres que la rodean, incluida Rafael-a, están, estarán con ella y serán la red segura que la sostiene.

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El ala derecha. Cegador, 3

Mircea Cărtărescu (Traducción de Marian Ochoa de Eribe) Impedimenta: Madrid, 2022 533 págs.

Lo demás es memoria Por José María García Linares «Miramos el mundo una sola vez, en la infancia. / Lo demás es memoria». Así cierra Louise Glück el poema «Nostos», recogido en Meadowlands. Se trataría de una visión de la infancia no como semilla u origen, sino como absoluto efímero, como totalidad perdida. Vivir no es avanzar hacia un futuro prometedor en el que encontraremos el éxito y la satisfacción de una vida, sino alejarse de un pasado, como hace el ángel de la Historia de Benjamin, que se ha perdido para siempre y en el que vimos, por primera y última vez, el verdadero mundo. A partir de ahí todo será rememorar porque todo estará perdido. El ala derecha es la tercera entrega de la trilogía Cegador. Mircea, el protagonista de la historia, ha crecido, ya no es un niño, sino un joven que vive en 1989 los últimos coletazos de la dictadura de Ceaușescu, las protestas de Timișoara y la revolución rumana: hambre, desesperación, crueldad, pero también esperanza. Cărtărescu recurre a un narrador autoficcional capaz de hibridar ficción y realidad de una manera verdaderamente admirable, de ahí el perfecto encaje de lo histórico con episodios inolvidables como el de Herman (un hombre que tiene un feto en el cerebro), las galerías de monstruos, los cuerpos transparentes o los laberintos subterráneos, así como la existencia de esa cuarta dimensión y la posibilidad de evolución de la conciencia humana. Lejos de engañar al lector, de lo que se trata es de posibilitar un discurso efectivo, capaz de traducir lo intraducible. La memoria es expresión de una experiencia, ambas están unidas por el acto mismo de narrar lo vivido, y ese narrar es siempre recrear, puesto que la memoria se compone de alegorías, de metonimias, de tropos que hacen posible toda una semántica ramificada, inagotable, en un mundo, también, inagotable.

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Como bien señaló Enzo Traverso en La historia desgarrada, las palabras nunca estarán a la altura de lo que designan, «ni en forma de narración realista ni con el registro de la transfiguración lírica. Sería en vano buscar en ellas un refugio o un consuelo, e ilusorio confiarles la tarea de una compresión definitiva». Por ello solo podremos acercarnos a la realidad dolorosa o gozosa de nuestras vivencias mediante otros lenguajes, como el silencio, la ficción, la estética o la poética, puesto que, al insinuar o al sugerir, esos lenguajes posibilitan acceder a lo inescrutable e incomprensible de la experiencia, a lo que solo puede hacerse accesible de forma estética o simbólica. Es decir, solo el lenguaje simbólico es apto para comunicar lo que es incomunicable de por sí, el posible sentido de una experiencia humana. La palabra y la imaginación nos conducen, como tan bien ha puntualizado Mayka Lahoz en La trama de la memoria, al espacio del narrador como espacio mismo de la justicia benjaminiana: es justo aquel que recuerda, y esa rememoración tiene lugar a través de la narración, que se convierte de esta manera en facultad política, en lucha contra el olvido. Dar testimonio, así, para recuperar el lenguaje en su dimensión política y social. Si para Agamben toda palabra y todo relato nacen como testimonio, para Benjamin ese testimonio contiene dentro de sí mismo una ética, esto es, un tipo de saber subordinado siempre a la capacidad de recuerdo, pero también a la de escucha. A través de la metáfora, de la imagen, de los itinerarios oníricos de la imaginación, Cărtărescu rememora y reconstruye un tiempo como palabra, como vivencia y experiencia. Verdad y ficción, historia y artificio fundidos en un relato imposible y luminoso repleto de sentidos.


El horizonte quimérico

Martín Llade Musicalia Scherzo & Antonio Machado Libros: Madrid, 2022 - 347 págs.

Un delirio musical Por Elena Casero El horizonte quimérico, el nuevo libro de Martín Llade, consta de sesenta relatos sobre compositores y música en los que aúna su imaginación desbordante y su gran conocimiento sobre los protagonistas, sus vidas y sus composiciones. Los oyentes asiduos de Sinfonía de la mañana conocemos bien su capacidad de fabulación, que, mezclada con la realidad, le sirve para introducirnos en el increíble mundo de la música. Ya nos avisa el autor al inicio del libro de que las historias en él contenidas han de ser tomadas como lo que son: fugaces visiones, distinguidas a golpe de vista, en el horizonte quimérico. La concepción de los relatos se basaría en la hipótesis de qué hubiera sucedido si. A partir de esta suposición, Martín Llade nos adentra en mundos paralelos de la vida de los autores a los que hace referencia. Hay historias de venganza, de identidades falsas, de andanzas bien extrañas o de personalidades inexistentes. Pero no todo es invención, ni fabulación, porque estos relatos tan bien tejidos toman fragmentos y personas reales para unir la verdad con lo imaginado y provocar la curiosidad, la sonrisa o la sorpresa del lector. ¿Por qué, por ejemplo, habla de la tercera mano de Sergei Rajmáninov? Por supuesto, no la tenía. Pero es la excusa para darnos a conocer la amplitud de la mano del compositor, que era capaz de abarcar una treceava en el teclado, es decir, treinta centímetros, y la dificultad para algunos pianistas al enfrentarse con sus composiciones. Martín Llade juega con la ironía, el absurdo, lo inverosímil o el realismo mágico, con los disparates posibles imaginables y con finales sorprendentes en la ma-

yoría de los casos. Relatos que sirven para transmitir emociones, igual que la música. «El horizonte quimérico, en el que todo hacía posible la nada más absoluta, y de su fusión resultaba la única armonía de lo verdadero.» ¿Puede ser más verosímil que Erik Satie descubra el Aleph dentro de uno de sus pianos antes de que lo hiciera Borges? ¿Es disparatado que Haydn tuviera la capacidad de salir de su cuerpo? ¿Que fuera el inventor de la teletransportación y sus viajes astrales le sirvieran para componer sus sinfonías? ¿Imaginan a Enrique Granados de espía del MI6 bajo el nombre de Henry Grant? ¿O que Leoš Janáček fue un tipo que apareció de repente en un bosque de Baviera materializado por un relámpago? La agilidad de la escritura, la espontaneidad a la que nos tiene acostumbrados y la mezcla de sus expresiones coloquiales con las musicales hacen de todas estas historias un deleite para el lector. Es inevitable sonreír ante la idea que de Johann Strauss hijo dedicara su segunda composición a su padre: el Vals «Ahí te pudras». En esta reconstrucción de la realidad, Martín Llade nos invita a imaginar que Stravinsky crea un grupo musical pop para competir con los Beatles al que bautiza como los Burning Birds. O la posibilidad de que Beethoven recobrara el oído y se percatara de que la música sonaba perfecta dentro de su cabeza más que escuchada desde el exterior. Cada relato es independiente del resto, aunque siempre se mantiene una unidad argumental: la música. Porque, incluso dentro del humor y del absurdo de la historia, siempre se trasluce la admiración y el respeto por el compositor y su obra. Uno de los relatos más emotivos es «José Luis in Heaven», dedicado al maestro Pérez de Arteaga y lleno de respeto y cariño, porque dónde podría estar mejor que en un cielo acompañado por los músicos a quienes tanto admiró. El penúltimo relato está dedicado a Nadia Boulanger, maestra de compositores y músicos, cuyo corazón quedó detenido tras la muerte de su hermana, la gran Lili Boulanger. El horizonte quimérico no es un libro solo para melómanos. Tampoco es un libro ocurrente. Es un libro para curiosos, para amantes de la música y del asombro, de la literatura y del humor. Un libro para disfrutar.

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La prisión de la libertad

Michael Ende (Traducción de Fernando González Viñas) Madrid: Cátedra, 2022 256 págs.

Las arquitecturas imposibles Por José Abad En 1984, Michael Ende publicó un volumen de relatos dirigido al lector adulto: El espejo en el espejo, «un libro fragmentario —según Ana Belén Ramos—, inteligente, divertido, terrible, desafiante, enigmático, profundo, irredento. En él se dan cita todos los ingredientes que Michael Ende identificó como principales de su escritura: el libre juego de la imaginación, lo maravilloso y misterioso, la belleza, el humor». Toda la retahíla de adjetivos, así como el dictamen, pueden aplicarse a su segundo libro de relatos para adultos, La prisión de la libertad, publicado originalmente en 1992 y que «guarda cierta relación con El espejo en el espejo», advierte Ana Belén Ramos, encargada de la edición de ambos para la colección Letras Populares. Si en el primer título el escritor se entregaba a las musas espoleado por diversas ilustraciones de su padre, el pintor Edgar Ende, en este segundo la inspiración surgió de la contemplación de obras de Giovanni Battista Piranesi y M. C. Escher. Además de estas influencias pictóricas, el lector reconocerá la alargada sombra de un argentino universal, Jorge Luis Borges, a quien Ende homenajea explícitamente en «La galería de Borromeo Colmi», el relato que hizo saltar la chispa y provocó el incendio. La historia propone el típico desafío a la inteligencia que hallamos en algunos laberintos borgianos. Un matrimonio de viajeros instalados en Roma decide visitar la famosa (y misteriosa) galería diseñada por un arquitecto siciliano del siglo XVII, en pleno apogeo del manierismo. En teoría, gracias a un meticuloso trabajo con la perspectiva y los puntos de fuga, el visitante tiene la impresión de que la galería se extiende hasta el infinito tanto a lo alto como a lo largo. Al arte le ha gustado siempre manipular nuestra percepción de las cosas. No obstante, Borromeo Colmi fue mago además de arquitecto y quizás consiguió construir una de esas

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intersecciones tan borgianas en donde el tiempo y el espacio se entrecruzan y entremezclan, cambian y nos cambian. ¿Quién puede afirmar que la galería no se extienda hasta el infinito? Todos los relatos comparten este gusto por las arquitecturas imposibles, los lugares que son y no son, que están y no están; las realidades precarias, inestables o trastocadas. En las páginas de La prisión de la libertad nos aventuramos en escenarios imposibles hechos posibles gracias al excepcional talento fabulador del autor: casas que solo tienen exterior, ciudades en medio del desierto que atrapan entre sus paredes al viajero incauto, mundos hundidos en una oscuridad absoluta y perpetua, etc. Estas fantasías proponen un reto constante al lector, pues estos edificios que tienen fuera pero no dentro, estas ciudades necesitadas de ciudadanos que las habiten, estos mundos donde no llega la luz nos obligan a hacernos una pregunta tras otra, sin pausa. Michael Ende aguijonea nuestra curiosidad con tesón, como si le fuera la vida en ello (sin duda porque le iba la vida en ello), además de con elegancia y finura (y unos recursos se diría que inagotables). El libro nos lleva de sorpresa en sorpresa, imparable, incansable. Hay varios relatos de construcción modélica («De las notas de Max Muto, viajero del mundo de los sueños»), otros con un sottofondo filosófico no despreciable («Las catacumbas de Misraim») y alguna que otra obra maestra del género («La casa en la periferia»). Ende tiene algo de adictivo. Después de La prisión de la libertad uno se siente impelido a volver a entrar en El espejo en el espejo.


Todos somos Leopold Bloom

Eduardo Lago Galaxia Gutenberg: Barcelona, 2022 216 págs.

Música callada de James Joyce Por José de María Romero Barea Se mueve con la fluidez asociativa de una terapia hablada una exploración literaria que analiza los motivos recurrentes de la prosa del novelista, poeta y crítico irlandés James Joyce (1882 - 1941), una deriva que dirige nuestra mirada al espíritu mismo del modernismo anglosajón. Una prolija exégesis deja a un lado las resoluciones inveteradas para transgredir las fronteras autoimpuestas por nuestras propias indefiniciones. Acumula el crítico Eduardo Lago (Madrid, 1954) los detalles de una lectura atenta que entraña los argumentos, al tiempo que desentraña las dificultades, se deja arañar por las espinas de las alusiones antes de perecer consumido por «el fuego líquido del lenguaje» del Ulises (1922) joyceano, «un fuego que al apagarse, como en un proceso alquímico, cristaliza en un paisaje anímico de colores nítidamente plasmados», sostiene el autor en el prólogo a su guía de lectura Todos somos Leopold Bloom. Cien años después de haber sido editada la más intricada de las novelas, ¿debe ser leída como la culminación de una empresa (des)comunal o como la cifra de una civilización que colapsa? «Joyce ha logrado dar vida a un libro sin cuya lectura nuestra formación es incompleta», sostiene Lago, «un universo cuya grandeza no se explica en función de ningún virtuosismo técnico». En su homenaje escrito, argumentos caníbales se alimentan de prejuicios humanos. Un placer constante se solaza en desentrañar el don de lenguas del cuentista de Dublineses (1914), en extraer insospechados significados de las aventuras tipográficas y las continuas autocorrecciones: «Daremos unas pinceladas», asegura al acometer el capítulo «Proteo», «que nos ayuden a acercarnos al texto como quien contempla un lienzo abstracto».

Al reimaginar los límites naturales, el ecoguerrero erudito se enfrenta a las infecciones ombliguistas, estira nuestras fronteras psicogeográficas, viaja por las interioridades ulisianas. Investiga el traductor de, entre otros, David Foster Wallace, Henry James o John Barth, cómo el humor puede transmitir emociones transgresoras: «Joyce juega con la sintaxis [en “Eolo”] y lo más importante es lo que sucede con el lenguaje sometido a las leyes de la retórica». Formas saludables de agresión reabren las fronteras de nuestras percepciones. Desde esta vista aérea, este manual de instrucciones entona loas al poder de la narración: «Como en todo el libro, donde se cantan tantos aires de ópera, canciones y baladas», apostilla el premio Nadal 2006 en su análisis de «Eumeo», «la música de Ulises es una música callada». En favor de la uniformidad multidisciplinar, se empalman teorías despojadas de densidad, se las yuxtapone a convenientes provocaciones extraídas de extensas lecturas, se abordan versiones mapeadas del Edén verbal del novelista del Retrato del artista adolescente (1916) o Finnegans Wake (1939): «El capítulo final no presenta complicaciones [...] La mente de Molly Bloom, como un calidoscopio, cambia constantemente de configuración, disparándose en todas direcciones». En el centenario de la publicación de la legendaria saga, «un libro que es todos los libros», sostiene el catedrático de Literaturas Hispánicas del Sarah Lawrence College de Nueva York, se desentraña una celebración retórica mediante un cuestionamiento reflexivo sobre el significado de un modo vital de comunicación: «Es mucho lo que se puede aprender leyéndolo». Comprendiéndolo mejor, en definitiva, podemos abrirnos a una experiencia menos restringida, más espontánea, de nuestros alrededores.

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Al sur de Tánger. Un viaje a las culturas de Marruecos Gonzalo Fernández Parrilla La línea del Horizonte: Madrid, 2022 176 págs.

Lo que hay al sur de Tánger Por Rocío del Pilar Rojas-Marcos Albert «A veces sueño que hay levante. Oigo el rumor de las ramas de las palmeras. Oigo la furia del mar. Ese viento siempre trae voces y algarabías. Sueño que salgo volando...» Así termina este libro que viene a contarnos lo inmenso que es lo que empieza al sur de Tánger. Fernández Parrilla sueña que sale volando para atravesar campos cultivados, para sobrevolar ríos y montañas nevadas, para aterrizar en ciudades como Casablanca, donde la cultura marroquí está adoptando formas tan sorprendentes que necesita enseñárnoslas. El libro es un recorrido por un Marruecos tan personal como volcado en las redes sociales. Ajeno a todas esas fotografías de desiertos, camellos y babuchas, que, habiéndolas, no son más que la punta de un iceberg marroquí contra el que todos deberíamos chocar de frente, no para hundirnos, sino para todo lo contrario, para reaccionar tras el choque y descubrir la riqueza cultural de este país vecino al que insistimos en seguir mirando por encima del hombro sin darnos cuenta de que está tan alto como nosotros. A partir de la puerta tangerina, Fernández Parrilla va a trenzar los recuerdos de su primer viaje iniciático al país magrebí aún imbuido por el miedo inculcado a lo moro, con medineos al más puro estilo goytisoliano. Ratos de contemplación artística, con silencios plagados de ruidos callejeros, para reconocer que, «A menudo, las fronteras entre el recuerdo y la imaginación se desdibujan, y lo vivido, lo leído, lo soñado y el cine se confunden», y es que quién no ha querido imaginarse sentada en el Rick’s café de Casablanca sin dudar de su existencia, mientras suena de fondo el piano de Sam. Pues bien, entre esos deseos de exotismo y fantasía y las realidades cotidianas a las que pusieron palabras autores como Mohamed Chukri es por donde discurre este libro, pequeño en su formato, pero inmenso en la dimensión que alcanza tras su lectura.

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Al sur de Tánger no es un ensayo académico, pero la panoplia de autores que van plagando las páginas es casi incontable. No es una guía Cook de viajes, pero con él entre las manos podemos pasear por las principales ciudades marroquíes descubriendo aquello que no ofertan las agencias. No es un listín de teléfonos, desde luego, pero la guía de nombres que nos ofrece a través de los que ir hallando ese otro Marruecos que Fernández Parrilla nos está mostrando es enorme. Ahora bien, Al sur de Tánger sí es una mirada íntima del Marruecos que cautivó a su autor desde la primera vez que puso allí un pie, a pesar de haber bajado del barco mareado, muy mareado. Sí es un libro para entender que ese vecino próximo es más cercano de lo que estamos empeñados en creer. Y también es un recorrido dilatado y tranquilo por unos recuerdos que dan forma a toda una vida de conocimiento, estudios, amor y felicidad. Como el propio autor nos dice en las primeras páginas de la obra, «para empezar, conviene dejar en casa los tópicos de siempre y los complejos de superioridad. No cuesta tanto salirse del pellejo del turista español. Además de regatear y tomar té con hierbabuena, se pueden hacer muchas otras cosas». Esto es algo de lo que podemos encontrarnos Al sur de Tánger, donde no solo hay desierto y camellos, sino galerías de arte contemporáneo, rap, cines plagados de gente y buenas películas, y un sinfín de posibilidades que solo se despliegan si miramos con detenimiento e interés como ha hecho Fernández Parrilla durante más de treinta años para volcarlo ahora en estas páginas ¡Esa suerte tenemos!


Στα ΔΑΣΗ [En los BOSQUES] Iordanis Papadopoulos Ikaros: Atenas, 2022 2016 págs.

El bosque de la escritura Por Nathalie Karagiannis Tanto en la primera página como en la contracubierta del libro de Iordanis Papadopoulos se puede leer que se trata de un diario que se empezó a escribir un poco antes de la pandemia. Y se añade que es un diario que contiene muchas otras cosas —objetos de campos de conocimiento tan diferentes como la ciencia de los árboles, la geometría, la mecánica y la geografía, además de la alta literatura, los videojuegos y las creencias populares—. Está claro que, siendo Papadopoulos no solo uno de los más innovadores poetas que escriben hoy en día en griego, sino también ingeniero y miembro de un colectivo artístico, tenemos aquí varios libros en uno. La frase que dice que se trata de un diario no dice exactamente esto. Dice (en griego, que felizmente se traduce tal cual aquí): «En los BOSQUES, uno lee un diario...». Insisto en esto porque es una señal explícita de la singularidad de este libro: En los BOSQUES —y no Los BOSQUES—: leyendo y diciendo el título, uno ya está dentro del libro, no se puede escapar. El libro, en otras palabras, no se puede describir, solo se puede leer; es, por tanto, una ubicación y situación a la vez que un objeto de pensamiento, un contenedor igual que un contenido. Probamos igualmente. Ubicación y situación en el tiempo: el amanecer frente a la ventana de un piso ateniense cercano a una colina bosquejada, antes de y durante la pandemia. Tanto la ubicación como la situación temporal tienen estrecha y explícitamente que ver con la luz. Esa insis-

tencia en la caza de la luz dirige la lectura hacia la imagen, la pintura, el arte visual. Objeto de pensamiento: «los BOSQUES» (así, en mayúsculas, a lo largo del libro); es en un principio entendido como un objeto indefinido que escapa al conocimiento, pero cuya imagen aparece repentinamente y se va formando, tocando y atravesando al escritor, que intenta seguir su decisión original de incorporar bajo «los BOSQUES» objetos dispares; y bosques también. Contenedor: el diario, que dura un poco más de un año, es el libro que tenemos en las manos. Suponemos que la transformación del diario al libro exigió edición, pero en ningún momento se menciona nada sobre el asunto. Esa fluidez entre los diferentes aspectos del contenedor se manifiesta en el eco del título, que se encuentra prácticamente en cada página del libro, donde esos BOSQUES en mayúsculas saltan hacia la mirada desde dentro de las frases. Contenido: uno aprende muchas cosas En los BOSQUES, como por ejemplo cuál es el lugar en el mundo donde hay más silencio (uno de esos lugares, natural, es un bosque, claro; el otro es una cámara de silencio en un centro de investigación, donde el silencio es casi inaguantable). Aprende uno también cómo comprender lo que hace un bosque según la mirada absolutamente idiosincrática del autor: algunas líneas, dos troncos de árbol y un tronco humano, el agacharse para coger (que me remite a Pascal Quignard), la ciudad, la búsqueda de lo que separa y lo que une naturaleza y ciudad, etc. Pero el asunto principal de ese libro, su contenido esencial, es el proceso mismo de escritura. Lejos de cultivar la metáfora, el libro se deshace completamente de ella, siendo ensimismado en la voluntad, el juego y la decisión de la escritura. Es la escritura el bosque donde uno se adentra y de donde busca salir. Es la escritura esa mirada vuelta hacia el cielo y el agarrarse sobre la tierra fangosa para mirar detenidamente, recoger algo y tropezar. Es la escritura el pensar sobre la posibilidad de encontrar humanos, animales, restos, la muerte por fin, la vida por fin. Es la escritura los intentos multiplicados de imaginar los caminos diferentes, la calidad del silencio, los autores del Norte. Es la escritura, finalmente, ese perderse continuo, notar la pérdida y seguir.

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El ambigú

Cipselas

Carmen Canet Polibea: Madrid, 2022 118 págs.

El leve vuelo de una idea Por Ricardo Virtanen En su annus mirabilis, la almeriense Carmen Canet (1953) ha publicado tres trabajos aforísticos: Interruptores, junto a Ricardo Virtanen (Sonámbulos), Monodosis (Trea) y Cipselas (Polibea), los cuales redondean la obra aforística de una de nuestras mayores referencias actuales del aforismo español. De su obra anterior sobresalen fundamentalmente tres volúmenes que han hecho de Canet esa referencia ineludible: Malabarismos (2016), Luciérnagas (2018) y Olas (2020). En cierta manera, la aforista ha ido demarcando la textura grácil del aforismo que a ella le gusta desarrollar, caracterizándolo de diversas maneras: como malabarismo, como una luciérnaga, como ola que pronto se recoge o se difumina, como una monodosis o, como ahora, lo que surge como una cipsela, o aquenio, esa flor fruto del diente de león, y asimismo su vilano o corona, el cual posee una gran belleza y delicadeza, aunque efímero por naturaleza. Así pues, queda detallada esa supuesta inconsistencia del aforismo, que posee cualidades curativas al purificar nuestro organismo. En este sentido, estas cipselas canetianas se metamorfosean en textos que asombran y reformulan nuestra cotidianidad. También fue Cypsela una isla mítica situada en la antigüedad frente a Palafrugell, que fue tragada por las aguas en el siglo IV d. C. En su prólogo, Javier Bozalongo, con quien había publicado Canet un libro a cuatro manos en 2019, Cóncavo y convexo, determina algunas cuestiones clave de la aforista almeriense, entre ellas la capacidad dialoguista de sus aforismos con el lector. Por eso leemos, ejemplo: «Los aforismos se construyen para reconstruir la vida». El libro se divide en tres partes bien diferenciadas, pero presentadas desde un mismo campo semántico. La primera, «Cipselas», abunda en el habitual aforismo canetiano desenfadado, ocurrente, poético, feminista y sugerente. Algunos de ellos se insertan en una novísi-

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ma fórmula de escribir aforismos, alejada del aforismo tradicional: «La vida, con sus tonos grises. Y sus marrones»; «Cuando ordenaba mucho, no encontraba luego lo que buscaba»; «Tenía arrugado el corazón. La piel tersa»; «Los sentimientos hay que mostrarlos aunque no se vean», o «Los tipos demasiado épicos y poco líricos son dramáticos», en que se detalla a las claras la reformulación aforística de la almeriense, con uso magistral de la paradoja, el humor, el desenfado o el ingenio. Una segunda sección recurre a otra de las partes del diente de león, antes aludido —«Vilano», que conforma la parte superior de la cipsela—, para referir aforismos en su mínima expresión, donde la precisión cabe encuadrarla dentro de la intuición, esto es, la precisión de lo compacto del aforismo bajo el prisma de la levedad, la sutileza, lo elemental. Así, podemos leer algunos ejemplos como «De tanto tropezar le salieron alas», «La fotografía es un aforismo en silencio» o «El tiempo no lo cura todo pero anestesia»; pura levedad textual, irónica y sorpresiva canetiana, o lo que es lo mismo, Canet en estado puro. El tercer y último epígrafe, «Bulanicos», esos frágiles algodoncillos que sobrevuelan el aire, muy habituales en Granada, encierra otra de las caracterizaciones clásicas del aforismo contemporáneo: la definición, asunto que desarrolló mejor que nadie el aforista y filósofo ya fallecido Miguel Catalán, quien en su fundamental Diccionario lacónico (2019) incluyó, cómo no, aforismos de la propia Canet. Algunas de las definiciones más divertidas y lacónicas son estas: «Yo. Ombligo», «Kiosko. Ciudad japonesa», «Soltera. Femenino singular», «Memoria. Arte de no olvidar», «Netflix. Enemigo del gimnasio». En definitiva, con estos dos libros casi consecutivos, Monodosis y Cipselas, la aforística de Carmen Canet gana enteros y se sitúa como una de las propuestas más sugerentes e innovadoras de la aforística del siglo XXI.


¿Quién es se?

María Ángeles Maeso Huerga & Fierro: Madrid, 2022 56 págs.

Combatir el borrado Por Alberto García-Teresa La poesía de María Ángeles Maeso (Valdanzo, Soria, 1955) logra un equilibrio entre densidad evocativa, fluidez en la dicción, sentido narrativo y orientación antagonista. Se caracteriza por un trabajo de pulido verbal que sirve para afinar el cuestionamiento crítico de la realidad que empuja su obra. Sus poemas están construidos con gran cuidado, en busca de un artefacto lírico que prepare, conduzca y resuelva la comunicación de una denuncia, la conmoción ante una injusticia o el reflejo de la desigualdad. Empleando un lenguaje habitual, vincula sujetos y acciones que descabalan la actividad cotidiana y ensambla estampas sorprendentes. En cierto modo, trastoca el mundo a través de esas imágenes para permitir un desplazamiento que nos dote de perspectiva e impulso de interrogación. De ahí el espesor lírico y la rugosidad de sus imágenes, las cuales, a pesar de ligar referentes reconocibles y concretos, llegan a resultar incómodas e inquietantes, tal y como es la desasosegante angustia de la supervivencia de los de abajo en este sistema económico. Expone una mirada que subraya una relación lírica y metafórica con el entorno. Carga notablemente de significados sus versos y, por ello, ofrecen una gran condensación lingüística y una poderosa apertura semántica. Así, mantiene un horizonte lírico que desdobla la alusión directa para que adquieran vuelo y resonancia los textos. Su último poemario avanza en la senda de investigación sobre los pronombres, ya abierta en libros ante-

riores, para desentrañar qué los estructura y a quiénes representan. Fuera del juego lingüístico, la autora dota de estremecedoras implicaciones existenciales y políticas su análisis. Desde varios prismas, con una gran riqueza de líneas de fuga y enfoques retóricos, el trabajo con el yo, el se y el nosotros abre múltiples reflexiones en planos superpuestos: la hipertrofia del sujeto, la sobrecarga del mismo, la despersonalización, el difuminado en lo colectivo o el desplazamiento que invalida la capacidad de ser sujetos. El título se refiere a los nadie, a los excluidos: «se es cualquiera en la fosa común». Utiliza el se, entonces, como nombre propio y hace que los verbos se conjuguen en primera persona del singular. Con ello, nos muestra que lo impersonal esconde a sujetos que han sido invisibilizados. Que esa generalización se sustenta en personas ocultadas o a las que han sido despojadas de toda dignidad hasta el punto de que no importa que desaparezcan. Maeso tratará, entonces, de describir y anclar esa identidad difuminada: se es la desaparición del sujeto y del individuo. La autora, por tanto, da respuesta a la pregunta que titula el volumen. Por eso es frecuente que comiencen los poemas o estrofas con un «se es quien...», para seguir con una concisa descripción de actos. El se queda definido por lo que hace, lo que no hace o lo que hacen con él. Así, alude a su posición subalterna y al desplazamiento que ha sufrido su identidad a través de una rica variedad de imágenes. Subraya la deshumanización, la falta de sentido de una existencia apartada a un margen. No tiene capacidad de acción ni identidad que le haga actor en una sociedad que exalta la personalidad y que, en teoría, deja toda intervención en y sobre el mundo en las manos individuales bajo la filosofía neoliberal. Con un ritmo sosegado, que encaja perfectamente con la atención con la que mira Maeso la realidad, su poesía produce un pequeño extrañamiento. Se trata de una ligera dislocación en el discurso lineal, calculada meticulosamente para que no llegue a la fractura cognitiva pero que permita comprender el entorno con mayor profundidad. Así, María Ángeles Maeso logra un efecto sensorial al mismo tiempo que desarrolla un ejercicio de indagación, con lo que el lector queda afectado por la impresión estética pero sin perder una estimulante densidad política.

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El ambigú

Hueso

José García Obrero Godall Edicions: Barcelona, 2022 72 págs.

Huesos de luz y aire Por Álvaro Hernando Freile Hueso es el nuevo libro de José García Obrero. El volumen, compuesto por cuarenta textos de poesía en prosa, de un refinamiento notable, corte simbólico y carácter paradójicamente introspectivo, es una prueba del apoyo que se presta desde algunas editoriales a las voces originales y a una producción literaria alternativa. Si bien los paisajes son parte reciente de la poesía, las escenas, en sí, acompañan a la lírica desde su nacimiento. Hueso está compuesto por un conjunto de escenas singulares que bien pudieran considerarse un paisaje en su conjunto. En esta obra, el reflejo de cada escena se diluye en la voz luminosa del autor. La luz penetra todo lo aparente, lo material y lo acaecido, en un acercamiento intencional, intelectual y sensible al mundo. El rizoma de este ecosistema poético se alimenta de la naturaleza tanto como del surrealismo. El libro toca preguntas esenciales, siendo estas en sí símbolos de la conciencia de un autor asombrado ante el triángulo formado por la materia, el sujeto y la subjetividad. En la primera sección, de tres en total, la luz ilumina las escenas con la distancia suficiente como para generar perspectivas atípicas, repletas de imágenes en movimiento, procesos de lo natural que se imponen al arte y al hombre. Hueso es un recorrido por detalles mínimos en los que se refugian los destellos universales, los que explican el mundo y la manera de nombrarlo. Se intuyen resonancias a Juan Ramón Jiménez, desde hace tiempo, en el trabajo de José García Obrero, quien transforma

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lo intrincado, a través de imágenes vívidas, en aprehensión. ¿Cómo es posible condensar lo complejo en lo sencillo? ¿Cómo se nombran el mundo y los universos leves a partir de destellos de luz? Para el lector de Hueso, el primer acercamiento es sensorial, como una necesidad, una función orgánica asociada a una digestión ciega. La sensualidad se pone al servicio de nombrar el mundo y crea una melodía que condensa, discreta, los caminos del paisaje, del recuerdo, con sus cruces persistentes, con la vehemencia de lo inevitable. Con todo, no es este libro una narrativa de sucesos, o un diario de observación del mundo. La obra, sólida, se basa en tres cimientos: uno material, otro simbólico y otro sensorial, siendo este último el más visible. Los textos están expuestos a una lluvia de imágenes que empapa de naturaleza sensitiva todo significado. Es en este proceso en el que se unen en cada poema los elementos del arte y de la naturaleza, como ocurre en «Savia que esteriliza el surco» o en «Otra derrota del bosque». «Sol», sección dividida en las partes «Sol mayor» y «Sol menor», destila con palabras una musicalidad y una lírica abrumadoras. Se danza al son de los hitos con que el tiempo corta los días. Son escenas en las que los elementos armonizan en progresión, como compases musicales. Así se aprecia en «El caos inofensivo de una feria» o en «Cada visitante traza el sendero». En «Sol menor» se repite la misma estructura, una danza tras otra, un texto tras otro, definiendo unos espacios que son en realidad tiempos y procesos. Los textos de la sección «Aire» aportan un cierre a la altura. Aquí, la construcción lírica se somete a lo etéreo, a un viento que transforma el movimiento de los paisajes. Estos textos, al servicio de la extrañeza por todo lo reconocido, son un ejemplo loable de equilibrio entre componentes lírico-simbólicos e imágenes surrealistas. La mirada del escritor se nos contagia y nos maravillamos ante la comprensión de la belleza, según acontece esta ante los ojos. Tanto si los sucesos se agrietan como si sobrevienen, siempre están envueltos en el mismo aire, la densidad que conduce y conecta. Con Hueso, la colección Alcaduz, de Godall Edicions, sigue sumando luz a una colección que cuenta ya con quince títulos.


Recomendaciones de Quimera Belascoarán Shayne, Detective Días de combate, Cosa fácil, Algunas nubes y No habrá final feliz Paco Ignacio Taibo II Reino de Cordelia, 2022

Reino de Cordelia reúne en este volumen cuatro de las novelas dedicadas por Paco Ignacio Taibo II al singular detective mexicano-vasco-irlandés Héctor Belascoarán Shayne. Belascoarán es un exingeniero desengañado y abstemio que un día decide dejar su buen puesto de trabajo y su familia para dedicarse a un oficio inverosímil en el México de los años setenta y en el que habrá de batallar con la violencia, la corrupción y la ambigüedad moral de una sociedad convulsa en una urbe de más de catorce millones de habitantes. Entrañable y emotivo, Belascoarán pertenece a la raza de los «detectives inductivos, cuasimetafísicos, de carácter impresionista» cuyos casos, resueltos gracias al corazón, la perseverancia y el compromiso, Netflix acaba de llevar a la pantalla.

Monfragüe

Javier Morales Tres Hermanas, 2022

En ocasiones, unas pocas páginas, las que ocupa una novela breve, son capaces de contener toda la emoción del mundo. Escrito con un tono sobrio y poético, este relato de iniciación a la madurez nos habla de las taras que nos han fraguado como seres humanos, de espacios simbólicos, de heridas mal cerradas. De cómo las historias minúsculas son crisoles que explican por qué somos como somos. Monfragüe es una novela que conmueve, que nos hace respirar el mismo aliento de sus personajes. Es, digámoslo sin rubor, una pequeña joya de la literatura contemporánea.

El final de la historia Lydia Davis Alpha Decay, 2022

Publicada originalmente en 1994, y ya publicada en 2014 por la misma editorial, esta es la única novela de esta reconocida autora norteamericana de relato corto. En ella, la narradora, una traductora y académica de mediana edad, intenta escribir la novela que tenemos entre manos, sobre una relación enfermiza que tuvo años atrás con un hombre mucho más joven que ella. Davis recurre a la memoria para construir la historia, pero pronto el lector se dará cuenta de que es solo la excusa para transitar sus recuerdos y reflexiones.

El dinosaurio sigue aquí: obra completa Augusto Monterroso Navona, 2022

Se reúnen por primera vez en un solo volumen todos los cuentos del maestro del microrrelato ordenados cronológicamente: Obras completas (y otros cuentos) (1959), La oveja negra y demás fábulas (1962), Movimiento perpetuo (1972), Lo demás es silencio (1978), Viaje al centro de la fábula (1981), La palabra mágica (1983), La letra e, fragmentos de un diario (1986), Los buscadores de oro (1993), La vaca (1998), Pájaros de Hispanoamérica (2001) y Literatura y vida (2003). Libro imprescindible de consulta para los amantes del género.

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Recomendaciones

Hojas rojas

Can Xue Aristas Martínez, 2022

El catálogo de la editorial pacense Aristas Martínez es siempre una fuente de sorpresas y descubrimientos. El libro de relatos Hojas rojas de la escritora china Can Xue (Changsha, 1953), una de las candidatas habituales a los premios Nobel, es uno de los libros que podemos situar en la categoría de descubrimientos. En él podemos encontrar lo que muchas veces buscamos en un volumen: una voz fresca, absolutamente original, con una estética que la aleja en buena parte de los textos del volumen del canon occidental. Un gran libro de cuentos sobre el que convendría poner el foco. Para los que buscan nuevas voces en el mundo del relato.

Hombres fatales. Metamorfosis del deseo masculino en la literatura y el cine Elisenda Julibert Acantilado, 2022

En este breve ensayo lleno de sagacidad y aciertos, Elisenda Julibert da la vuelta al mito de la femme fatale que tanto ha cautivado a escritores, directores y lectores de todos los tiempos para ofrecer una nueva perspectiva que descubre una perversa representación del deseo masculino. A través de los ejemplos de Carmen (Mérimée), Conchita (Buñuel), Albertine (Proust), Madeleine (Hitchcock), Lolita (Nabokov) y Bouvard y Pécuchet (Flaubert), analiza cómo la objetualización en que el deseo masculino transforma al ser amado deprava la imagen de este para convertirlo en un ser frío y despiadado.

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Nací

Georges Perec Anagrama, 2022

Leer a Perec tal vez sea uno de los mayores placeres que puede obtener un lector. Cada uno de sus libros se festejan y se aplauden. En esta interesante entrega nos encontramos con el laboratorio del escritor, los textos previos que después se desarrollaron en proyectos más amplios. Su escritura es una lección de experimentación, de juego, de invitación a la literatura y a la vida. Por eso, su universo es una celebración constante.

De Caligari a Hitler. Una historia psicológica del cine alemán Siegfried Kracauer Paidós, 2022

Pocas veces una reedición (el libro se publicó en España por primera vez en 1985) ha sido tan esperada. En este ensayo de Kracauer (publicado en Estados Unidos en 1947) el autor hace un repaso exhaustivo de uno de los momentos más importantes de la historia del cine: el desarrollo del cine alemán entre 1919 y la ascensión al poder de Hitler, en enero de 1933. En sus páginas vemos no solo las vicisitudes que llevaron a la creación de clásicos como El gabinete del doctor Caligari, Nosferatu, Fausto o la saga del Doctor Mabuse, sino también las tendencias que llevan desde el Expresionismo a la Nueva Objetividad. Uno de los grandes ensayos de la temporada. Imprescindible para todos los amantes del cine.




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