Conociendo a Héctor Ragni de la mano de Joaquín TEXTOS
Zunilda Borsani ILUSTRACIONES
Oscar Scotellaro
¡Holaa! Soy Joaquín, hijo de Elvira Tabares y de Héctor Ragni. Hoy quiero contarles algo sobre mi papá. ¿Se animan a acompañarme? No sé si ustedes lo conocen, por eso hoy les diré que fue un pintor, grabador, proyectista y algunas veces muralista; también se dedicó, al principio de su carrera y siendo un adolescente, a pintar carteles publicitarios para grandes tiendas. Fue un padre tierno y amoroso. Amaba el arte, dejó huellas imborrables en mí, es mi luz, la luz que iluminó los primeros felices años de mi vida.
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Sus padres, mi abuelo, Emilio Ragni y mi abuela, Rosa Fontana, hijos de inmigrantes italianos que, como tantos otros, escapaban de las guerras y la miseria de Europa buscando un futuro mejor para sus hijos, llegaban al Río de la Plata para instalarse en Buenos Aires o en Montevideo. Deslumbrados por la ciudad de Buenos Aires decidieron quedarse. Allí nacieron mis abuelos, formaron una familia con seis hijos, dos mujeres y cuatro varones, mi papá fue el cuarto de los seis hijos que tuvieron. Llegó al mundo el 29 de noviembre de 1897. Mi abuela, Rosa, se ocupaba de la casa y de los hijos. Mi abuelo, Emilio, tenía un almacén y, según contaba mi padre, todas las semanas, el abuelo traía una canasta con productos necesarios para alimentar a la familia.
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Pero cuando mi papá estaba cursando la escuela, mi abuelo falleció y las cosas cambiaron mucho. Por un lado, sintió una enorme tristeza por perder a su padre y, por otro, la situación que tenían que afrontar mi abuela y sus hermanos era preocupante, muy dura. Siendo un adolescente, otro golpe muy doloroso lo sacudió cuando el corazón de mi abuela se apagó para siempre. El vacío fue enorme. Fueron sus hermanas mayores que se hicieron cargo de los hermanos menores, entre ellos, mi padre.
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Él ya sentía la necesidad de expresarse a través del lápiz y sus trazos que se iban convirtiendo en letras y colores. De esa forma, en 1913 con tan solo 14 años, papá comenzó a pintar carteles publicitarios, era un excelente dibujante, adoraba pintar. También se vinculó a jóvenes artistas que se reunían en talleres o bien asistían a clases de la Sociedad Estímulo de Bellas Artes. Allí conoció y entabló amistad con el pintor, grabador y xilógrafo argentino, Adolfo Bellocq, quien volcaba en sus telas paisajes y personajes de los trabajadores y de su gente. Se preocupaba por los más humildes, era realmente un humanista. Bellocq fue una influencia muy grande para mi padre.
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En aquellos años, en Argentina existía el servicio militar obligatorio, pero como eran tantos los jóvenes de 18 años y no podían llamar a todos, entraban por sorteo. Se dio la casualidad que tanto mi tío Rutilio como mi padre salieron sorteados. Ninguno de los dos estaba dispuesto a acatar ese mandato, así que ambos huyeron hacia Uruguay. Primero lo hizo mi tío que se radicó por un tiempo en Montevideo, luego se trasladó a la ciudad de Santa Lucía donde se casó y tuvo dos hijos, mis primos Pompeyo y Liropeya.
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En 1918 viajó mi padre a Montevideo, pero se quedó un corto tiempo porque, en febrero del mismo año, llevado por una aventura juvenil y empujado por una vocación artística que lo movía interiormente, se fue a Barcelona.
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En esa ciudad aprendió sobre grabado en madera con artistas catalanes, entre ellos, Enrique Ricart, un grabador muy destacado, José Obiols y otros que no recuerdo. El auge artístico que vivía España era muy importante, mi padre llegó a relacionarse con la Agrupació d’Artistes Catalans y fue parte de una exposición colectiva con cuatro obras suyas en 1920. En ese mismo año, junto a Antonio de Ignacios, un escritor y poeta, hermano de Rafael Barradas y al tenor Alfredo Médici, viajó por diferentes lugares de España, entre ellos a Gerona, un lugar situado sobre la costa mediterránea, donde la naturaleza y los colores despertaban en mi padre un sinfín de imágenes que lo inspirarían a plasmar en sus lienzos. En 1922 viajó a Mallorca, en las Islas Baleares, y allí visitó Puerto Pollensa, donde se encontraba la casa de Carlos Alberto Castellanos, un pintor uruguayo que había comenzado sus estudios con otro gran pintor uruguayo, Carlos María Herrera. Castellanos viajó por algunos países de Latinoamérica y Europa, radicándose en Mallorca. Recibió muy bien a mi padre, es más, lo invitó a quedarse un tiempo en el lugar. Papá se sintió muy contento y emocionado con la idea y volcó en sus pinturas y grabados los coloridos y luminosos paisajes del lugar, que surgían mágicamente desde su interior. Esto le dio la oportunidad de ingresar a un ambiente artístico muy importante donde conoció la obra de varios artistas, escultores, pintores como José Cuneo, Barradas y Joaquín Torres García, entre otros. Se reunía con pequeños grupos de intelectuales que lo fueron enriqueciendo. Durante los veranos de 1923 y 1924 volvió a disfrutar de la tan generosa hospitalidad de su amigo Carlos Castellanos. Al año siguiente comenzó a probar la xilografía en Barcelona. En un ejemplar de la revista Joventut, publicada en Barcelona le dedicaron una página a mi padre y reprodujeron algunos de sus grabados. Luego viajaron juntos con otros amigos a Francia. Instalado en París, dibujó y pintó. También visitó Marsella por algunos días. Ahí pintó varios cuadros y luego regresó a Barcelona. En esos tiempos de viajes y recorridas, fue realizando exposiciones colectivas en diferentes e importantes galerías.
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Papá nos contó que tuvieron que mudarse nuevamente, esta vez a una casa alquilada en el Cordón, en la calle Municipio 1366 y también cambió de escuela, de la Brasil a la escuela Artigas que le quedaba cerca, en ella cursó segundo, tercero y cuarto, luego abandonó. Asistió a los Talleres de Don Bosco donde estudió Catecismo. Nunca fue un buen estudiante, la escuela no le gustaba. Nos contó que en la escuela Artigas se enamoró de su maestra, Matilde, y un día le regaló un trébol de cuatro hojas, pero ella no le prestaba atención y, cuando por algún motivo lo rezongaba, su amor se caía inmediatamente. Después se enamoró de una compañera, pero por su timidez nunca se animó a hablarle, solo la miraba de lejos. En ese barrio, tuvo varios amigos que en las horas libres jugaban a diferentes juegos y se divertían mucho, aunque contaba que mis abuelos no se quedaban muy conformes con esas compañías. Igual, papá era un niño muy feliz y positivo. Todo le gustaba y disfrutaba de cada situación.
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Luego de permanecer un tiempo disfrutando de las bellezas naturales y de los contactos con artistas e intelectuales de la ĂŠpoca con quienes formĂł parte de la vanguardia catalana, en 1927 resuelve volverse a Montevideo dejando temporalmente la pintura de caballete y dedicĂĄndose un tiempo al grabado en madera y linĂłleo.
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Retorna exclusivamente al dibujo publicitario, pintando afiches, letras y diseñando carteles importantes, destacándose entre ellos el de la casa de productos fotográficos llamada Foto Faig. No se olviden que mi padre desde muy jovencito fue pintor de letras y anuncios publicitarios. También ilustró libros, carátulas para muchos catálogos de las exposiciones tanto en Barcelona como en Uruguay, mi padre disfrutaba mucho dibujando y pintando.
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Tuvo que buscar un lugar donde hospedarse y encontró una casa grande que alquilaba piezas. Su dueña era muy exigente, no le alquilaba a cualquier desconocido, por lo tanto, mi padre nos contó que tuvo que superar todos los requisitos que ella le impuso. Quiero contarles algo que no van a creer, la casa donde se hospedó papá era de mi abuela materna, que vivía allí con sus dos hijos: Elvira, mi madre, y Ramón, mi tío, que era técnico electricista, campeón en los concursos de pesca y un hincha de Peñarol que solía llevarme al estadio.
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En las idas y venidas por la casa, mi padre comenzó a enamorarse de Elvira, porque descubrió en ella a una mujer hermosa y con una sensibilidad especial por el arte, era melancólica y soñadora, fue actriz de teatro, muy destacada en aquel momento. Mi abuela Ramona le había permitido ejercer esa profesión, pero cuando el director, Carlos Brussa, le comentó que harían una gira por el interior del país, mi abuela se opuso y mi madre por no contrariarla, abandonó el teatro. Mi padre comenzó a distinguir en ella una persona sensible, amorosa y a la vez también ella sintió lo mismo, un gran amor surgió entre los dos. Así que resolvieron casarse, por supuesto después de obtener la aprobación de mi abuela que era muy exigente; se casaron el 19 de agosto de 1929. Se instalaron en un apartamento en el barrio Cordón, en la actual Carlos Roxlo, entre 18 de Julio y Guayabos.
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En 1931 escribe un artículo “El arte y los artistas” para el periódico El Tábano de la ciudad de Santa Lucía y lo firma como “Plinio El Viejo”. Dos años después publica en la revista América Nueva, donde aparecen algunos de sus grabados en madera y los firma H R F. Son tantas y tantos las revistas, diarios y periódicos con la intervención de mi padre que no recuerdo cuántos, fueron muchos. Las exposiciones colectivas en diferentes países también fueron numerosas.
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En 1934 llegó a Montevideo Joaquín Torres García. Mi padre lo había conocido en Barcelona a través de sus libros y sus pinturas. En la primera charla que dio Joaquín Torres García, mi padre estuvo presente y a partir de ahí siguió asistiendo a todas sus disertaciones enriqueciendo cada vez más su vida de artista, un discípulo joven que lo admiraba profundamente. En esos encuentros y el gusto de mi padre por entablar una amistad con el maestro desde sus frescos 20 años, logra por fin acercarse y convertirse en uno de los principales colaboradores más cercanos y de ese modo entró en el mundo constructivista del maestro y lo acompañó hasta el final de su vida. Retoma la pintura de caballete y se dedica con ahínco y entusiasmo al grupo constructivista. Fue un defensor de Torres García porque estaba convencido de su teoría y prédica sobre el constructivismo. En un artículo sobre la exposición de Torres García lo elogia, cuenta sobre la sonrisa jovial del maestro a pesar de los cabellos blancos y considera su obra como joven y renovadora porque le parecía algo totalmente nuevo en el arte. Mi padre hablaba con cariño de él, siempre lo admiró como persona y como artista.
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En 1936 mi padre obtuvo la ciudadanía uruguaya. A través de sus obras luchó por la justicia social y política, siempre fue una preocupación constante en su vida. En 1937, en esos encuentros con el grupo constructivista, participó en el Primer Salón Independiente de Artes Plásticas por una causa muy especial al apoyar a la España republicana en ayuda a los niños y niñas españolas, que sufrían una guerra terrible.
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La misma exposición se realizó un año después en el Ateneo de Montevideo. En 1941 expone grabados en la exposición colectiva organizada por “American National Committee of Engranving” en Nueva York. En todas las exposiciones del grupo, mi padre siempre estaba presente.
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En 1940, antes de que yo naciera, papá ya tenía instalado su taller de carteles publicitarios. Dedicaba horas enteras pintando y proyectando. Era un gran dibujante de letras. Después de un tiempo, cerró el taller y comenzó a trabajar como proyectista y contratista en la casa TuboLux, una gran empresa dedicada a carteles publicitarios con luminaria para las grandes casas de comercio.
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Mis padres estuvieron muchos años esperando formar una familia, tener hijos, pero el tiempo pasaba sin ninguna novedad, hasta que, para la felicidad y emoción de ellos, llegué al mundo el 15 de diciembre de 1941. En 1942, mi padre escribió dos libros dedicados a mí; Joaquín, una historia importante 1 y 2, en cuyas imágenes iba contando todo lo que acontecía en mi vida, paso a paso. El amor que sentía por mí era muy grande, llegué a ser lo más importante para él. Allí cuenta y dibuja a color las escenas cotidianas, que había nacido bajo el signo de Sagitario, de cuánto pesaba, cuando me registraron con el nombre de mi padrino, Joaquín Torres García,
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cuando llegaban correos de felicitaciones de diferentes países por mi nacimiento, cuando salíamos de visita, mi ropa, mi cuna, cuando gateaba, cuando balbuceaba palabras, mis primeros zapatos, mis primeros paseos, en fin, todo perfectamente contado, dibujando cada detalle. Cuando terminó el segundo libro en 1949, yo tenía siete años. Sentí algo muy fuerte cuando los tuve en mis manos, eran míos, mi padre los había realizado artesanalmente para mí con todo su amor. Así fui creciendo entre pinturas, colores y proyectos, hacía dibujos que mi padre los encarpetaba y los guardaba como un tesoro. Pero en mi padre había en su interior mucho más que letras y carteles publicitarios, el arte que le surgía se plasmaba día a día en sus lienzos y cartones que admiré y sigo admirando.
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Cuando yo tenía tres años, nos mudamos a un apartamento pequeño, cálido y tranquilo que estaba situado sobre la avenida Luis P. Ponce, en el apartamento 4. Mi padre consideró que no había espacio necesario para mi desarrollo y mis juegos, así que resolvieron trasladarse a la planta baja, al apartamento 1, porque al fondo tenía un patio descubierto donde yo podía jugar libremente sin peligro alguno. Los vecinos del edificio me querían mucho, me llamaban Quin y era muy divertido cuando desde los balcones, las vecinas me regalaban golosinas que las bajaban mediante una cuerda y yo las esperaba ansioso. Papá siempre se preocupaba mucho por mí. Era mi compañero de juegos, no solo era mi padre, era un amigo que permaneció constantemente a mi lado brindándome todo lo que pudiera gustarme. Cuando alguno de mis padres debía salir, no contaban con nadie que me cuidara, mi abuela materna era muy buena, cuando iba a su casa me cocinaba todo lo rico que yo quería, pero nunca quiso hacerse cargo de mí, tal vez porque era mucha responsabilidad quedarse con un niño pequeño, así que mis padres se turnaban para quedarse conmigo. Siempre tenía la compañía de uno o del otro. Fui un niño muy feliz con ellos, se llevaban muy bien, mi madre siempre lo acompañaba a todos sus eventos: inauguraciones, a la Asociación de Arte Constructivo, a las exposiciones, a todas partes, se querían mucho y me cuidaban con todo el amor del mundo por ser el único hijo que pudieron tener.
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Les cuento que cuando mi papá iba al cine después del trabajo mientras mi madre me cuidaba, venía y le comentaba a mamá si valía la pena que fuera a ver la película o no. Ella tenía varias amigas, de la cercanía con Joaquín Torres García había surgido una gran amistad con Manolita, esposa de Joaquín, y también de sus hijos, Augusto, Horacio, Ifigenia y Olimpia, tuve el privilegio de conocerlos a todos. Los visitábamos muy a menudo.
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Mis padres se sentaban a tomar café con ellos, hablar de arte, de eventos y cosas que yo, tan pequeño no entendía, es más, cuando llegaba una hora en que el sueño me rondaba y que solo quería dormir, me improvisaban una cama en un sofá de madera, diseñado por Torres, que era muy duro, pero me ponían almohadones y me dormía plácidamente. Mi padre dibujó ese momento en el libro que me dedicó y cuando lo vi quedé encantado por ver cómo había interpretado ese momento, cómo me comprendía.
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Siempre salíamos a diferentes lugares; al Parque Batlle donde me entretenía alimentando a los ciervos que había en aquel entonces, con bellotas, pero además llevaba mis dos barcos veleros a los cuales papá bautizó; uno se llamaba como el navegante solitario argentino, “Vito Dumas”, por la admiración que le tenía; al otro lo llamó con el diminutivo de mi nombre en catalán, Quim y para decirme Joaquincito, Torres me llamaba Kimmet, también en catalán. Me encantaba ver a mis dos veleros navegar por las aguas de la fuente como si fuera un mar inmenso, bajo la sonrisa de mi padre que disfrutaba cada uno de mis juegos.
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Además, me llevaba al circo, al zoológico, al Parque Rodó, al cine baby todos los domingos y alguna vez al teatro infantil. También íbamos en tren a Pan de Azúcar y allí nos tomábamos el trencito de Piria para ir a Piriápolis, era un paseo muy divertido escuchando su traqueteo. Con qué ansiedad esperaba cada paseo. Con él me sentía protegido, seguro y feliz. Fueron veranos muy disfrutables con familia y amigos. Antes de que yo naciera, papá había comprado un terreno en Malvín donde construyó un rancho al que solo íbamos todos los veranos con el propósito de que yo tomara aire puro y sol. Cercano al rancho vivían dos grandes escultores, Ramón Bauzá y Armando González, que conversaban con mi padre e intercambiaban ideas sobre arte como tres buenos amigos.
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Joaquín Torres García había editado una revista en París en 1930, llamada Circle et Carré. Cuando llegó a Montevideo continuó editándola en español y francés como Círculo y Cuadrado. Mi padre colaboró con la revista publicando artículos y obras propias. Siempre el pincel de papá estuvo presente en cada revista y en los catálogos de las exposiciones.
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Los tres salíamos juntos a exposiciones de Joaquín Torres García y de otros artistas del Taller, como, Alpuy, Gurvich y muchos más, tuve el privilegio de conocerlos a todos.
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Mis cumpleaños infantiles eran muy divertidos, papá preparaba las invitaciones, una por una y a una de ellas la recuerdo muy especialmente donde dibujó varios animales y la llamó “Invasión de Fauna exótica”, también pintó los animales en las paredes del fondo de mi casa. En otros cumpleaños, continuó pintando los muros con animales, entre ellos un león de tamaño natural, era de chapa y había pertenecido a un luminoso de la vieja Rotisería del León. No sé si sería por las pinturas de mi padre, la alegría que nacía de ellas, el colorido de los adornos o la felicidad que inundaba la casa con amigos, que mis cumpleaños fueron famosos en el vecindario.
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Mis padres compartían el arte y se apoyaban uno al otro. En una oportunidad viajamos a Buenos Aires en barco, un viaje lento, tan lento que parecía no moverse. Estábamos en la cubierta del barco y yo estaba tan ansioso que le dije a mi padre: –Papá, este barco no se mueve, estoy deseando llegar y conocer el país donde naciste. Me miró con esos ojos tiernos y bondadosos que tenía y me dijo: –Mira, Joaquín, observa bien lo que voy a hacer. Yo vi cuando tomó un papel, lo arrolló hasta obtener una pelota y la lanzó al agua. La pelota flotó y flotó hasta que dejé de verla. Papá me miró sonriente y me dijo: –¿Viste, Joaquín?, el barco se mueve. No seas tan ansioso, ya llegaremos. Por fin llegamos y nos alojamos en la casa de artistas amigos. A mi padre lo conocían mucho en Buenos Aires por sus trabajos. Viajé y disfruté el subterráneo que fue una novedad para mí.
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Cuando estábamos nuevamente en Montevideo, mi padre junto con Torres García y los demás integrantes del taller, pintaron más de 30 murales constructivos en el Pabellón Martirené del Hospital Saint Bois en 1944, hoy se encuentran restaurados en la Torre de Antel.
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También publicó en la revista del Taller Torres García, llamada Removedor, “Figari como inspirador de la Literatura Nacional”. Mi padre era una persona muy inquieta, su pincel y su pluma no tenían límites, en los artículos que publicaba no solo había grabados, cuadros, xilografías, sino también caricaturas. Me siento muy orgulloso de ser su hijo. Luego pintó murales constructivistas en el parador de Punta Colorada, en Maldonado, en 1947.
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Mi vida junto a mis padres fue maravillosa, fui un niño muy deseado y querido, solía sentirme en las nubes con ellos y mi mente de niño me hacía pensar que el mundo entero me pertenecía. Frente a casa vivía el médico de mi padre y el día que se casaba, mi curiosidad por ver llegar los regalos y los distintos movimientos que sucedían por ese acontecimiento, me había llevado a observarlos sentado en el murito de la entrada de casa, mientras esperábamos a papá para almorzar, como siempre lo hacíamos. La camioneta de la empresa donde trabajaba mi padre se detuvo en la puerta, un compañero suyo entró y habló con mi madre, ella muy nerviosa me encomendó a una vecina y se fue. Todo cambió de pronto, cuando volví a casa mi padre se había dormido para siempre, se habían apagado sus colores, sus lápices y plumas dejándome un vacío muy difícil de llenar. Se acabaron los juegos, los paseos, la compañía constante de mi padre. Sus ojos se habían cerrado para siempre. Si bien mi madre me protegió y estuvo muy cerca, yo soñaba con él. Sé que él vive en cada uno de sus cuadros, de sus grabados, de todo el legado que dejó y sobre todo de los libros que me dedicó con todo su amor y que, de vez en cuando, recurro a ellos para sentirlos entre mis manos como si fueran las manos artísticas de mi padre. Un amor que trasciende las edades, las épocas, él vive en mí y seguirá viviendo por el resto de mi vida.
Joaquín Ragni
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Mi pequeño álbum de fotografías
Héctor Ragni con su madre y hermanos, Buenos Aires, 1909.
En Mallorca, 1922.
Pintando un cartel, Buenos Aires, 1913.
Con el pintor Carlos Alberto Castellanos en Puerto Pollensa, Mallorca, 1922.
En su taller de Barcelona, junto a Antonio de Ignacios, hermano de Rafael Barradas y el tenor Alfredo Médici, 1922.
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Héctor Ragni en los nevados Pirineos, 1923.
En París, con Jorge Stronenko, 1926.
Elvira Tabares y Héctor Ragni el día de su casamiento, Montevideo, 1929.
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En el escritorio de su Taller de Cartelería y Publicidad, Montevideo, c. 1930.
Junto a colaboradores en su Taller de Cartelería y Publicidad, Montevideo, c. 1930.
Ragni y Joaquín Torres García en el taller de Carmelo de Arzadun, 1938.
Héctor Ragni, cerca de 1934.
Con amigos y familiares en el “rancho” de Malvín. Año 1939.
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Ragni, Joaquín Torres García e integrantes de la Asociación de Arte Constructivo, 1939.
Joaquín dando los primeros pasos, Malvín, 1942.
Héctor, con Ramona, Ramón y Elvira Tabares, en carreta llegando a Punta Colorada, 1941.
Juntos en Malvín, 1943.
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Héctor Ragni enseñando a Joaquín a “tocar” el violín. Él diseñó y produjo el instrumento con madera maciza. El “arco” era un pincel. Año 1944.
Héctor y Joaquín en Punta Colorada, Maldonado, año 1945.
En Punta Colorada, 1945.
Joaquín con su velero en la fuente del Parque Batlle, Montevideo, 1945.
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Elvira Tabares y Joaquín visitando la casa en construcción de JTG en Punta Gorda, 1947.
Héctor y Joaquín en Malvín, 1948.
Héctor y Joaquín con el equipo de fútbol de Tubo Lux, 1949.
Héctor con Joaquín e invitados a su cumpleaños, Montevideo, 1949.
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Textos: Zunilda Borsani (basados en la entrevista a Joaquín Ragni) Ilustraciones: Oscar Scotellaro Corrección: Laura Zavala Coordinación: María Eugenia Méndez Diseño gráfico: Marcel Loustau © Fundación José Gurvich. 2020