Casa distante

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A MANERA DE PRESENTACIÓN

LA CASA RECOBRADA El pasado suele rondar y murmurarnos en un lenguaje que viaja entre el sueño y la nostalgia. Misterio de la memoria, capaz de transportarnos hacia nuestras más remotas añoranzas al olor de una dorada magdalena; es ella nuestro resguardo contra el transcurrir y la caducidad, un escudo frente al tiempo. No siempre vive la poesía de recuerdos, pero cuando lo hace adquiere el matiz de lo entrañable. Allí va quedando, fragmentada y dispersa, la única historia posible en un acto de conjuro y resistencia: no se pierde lo que ha sido recobrado por el ademán lírico, mas se tiene sólo a jirones pues al poeta no le es dado sino atrapar los instantes a la luz súbita de un golpe memorioso. Este libro se trata del pasado y de la memoria, su autor ha realizado un descenso a lo profundo, nuevo Orfeo en busca de la infancia, en viaje de purificación y desagravio. Al final no está el Paraíso perdido, sino una edad de la inocencia dolorosa y una casa cuya magia no han derrotado la pobreza ni el abandono ni la muerte. El niño que vaga por estas páginas, recogiendo brotes, observando al ejército voraz de las hormigas invadir un jardín; el niño pensativo frente a los destrozos del huracán, frente al misterio de la muerte, no representa la imagen áurea de la infancia, pero sí toda la conmovedora y contradictoria dicotomía de la realidad: a cada pena corresponde un alivio, lo maravilloso se esconde tras lo cotidiano. Es ésta tal vez la nota más significativa de Casa Distante, cuyos textos evocan al Vallejo de los Heraldos Negros, y aun remiten al orbe lírico de Eliseo Diego en su afán de retener el universo familiar, los objetos que nos ligan a los afectos, las entrañables cosas nombradas para dar sustancia, corporeidad a todo cuanto es arrastrado por el tiempo. Corporeidad poética, quizá la única forma de trascendencia. A Ramón Iván Suárez le conocíamos la voluntad estilística, ese empeño en el laboreo con la indócil palabra, posiblemente su tópico favorito. Luego de una inevitable etapa de ajustes, sus libros iniciales, en donde abunda el texto declamatorio y descriptivo, vimos rumbar su poesía hacia la búsqueda del término preciso, al despojamiento de lo accesorio. El juego verbal y la interacción con la propia literatura marcan las pautas en un segundo momento, signo de una clara evolución estética.


En Casa Distante el verbo va construyendo, áspero y desnudo, un ámbito sentimental transido de amor y de culpa, porque la ausencia y el aislamiento de los sitios en los cuales fluyó la infancia son sentidos por el poeta como deuda con un ayer sin el cual no es posible reconocerse a sí mismo. La casa y sus fantasmas, la sangre mestiza, los mitos indios, los acontecimientos que rompen la rutina cotidiana –un incendio accidental, un circo, el ciclón, una visita a las tíasson parte del universo creado para vivir la siempre estremecedora aventura de volver. Norma Quintana Padrón.


MEMORIA DE LA CASA El tópico cristiano del retorno al Paraíso se ha vuelto material estético en la obra de más de un escritor occidentalizado hasta límites francamente obsesivos, como si desde la poesía se pudiese alterar el tiempo y entrar en esa dimensión mítica que en sus páginas propone la Biblia. Hacia el pasado viaja Ramón Iván Suárez en su libro Casa distante, tras una confrontación trágica con el mundo, mediante esos caminos del recuerdo por los que se llega a la infancia en una experiencia de purificación: búsqueda de verdades y deseos de transfigurar la vida. Si para Heidegger el lenguaje es la morada del ser, para el poeta de Cuando te llamo selva y Pejeluna es un medio de (re)construcción de la morada donde vive cada minuto de su soledad- que se materializa en un idiolecto metafórico, y ese puente con luz busca otras almas cómplices. Existe en este ademán un impulso motivado por la “culpa” que -en opinión de algunos ensayistas, como André Gide- conduce a la nobleza del arte. Ello desemboca en una catarsis donde el poeta expone sus lados sombríos, con hipérboles justas para el tema, a través de la confesión. A tono con esta situación, subraya Jankelivitch: “Las roquerías de Ítaca no eran más que una provisoria escala en el trayecto de un retorno infinito. Una patria metafísica, un regreso metafísico. Una patria infinitamente lejana no puede ser alcanzada sino en el horizonte de un viaje interminable...” Si bien en este poemario de Suárez, publicado en 1996 por la Universidad Autónoma de Campeche, lo emotivo se sobrepone a lo racional, el autor no llega a los extremos que proponía el filósofo Federico Nietzche de escribir con sangre, aunque testimonie con gravedad una honda tristeza. “Recuerdo una tarde en que por las cuencas de la torre / entraron los murciélagos; / fue como si hubiese anochecido en todas las habitaciones, / encendimos teas, / rociamos con agua bendita las paredes / hasta que se fueron en una escritura dolorosa". Con estos poemas sucede igual que con ciertas obras de Baudelaire, sobre la cual apuntó el novelista Marcel Proust: "La subordinación de la sensibilidad a la verdad, a la expresión, es en el fondo el sello del genio, de la fuerza del arte, superior a la piedad individual". Hay en tal rescate de la niñez y el universo de la familia una alianza entre placer y sufrimiento en la palabra artística, presente aun en símbolos oscuros,


imágenes abruptas y prosaísmos, que en el conjunto textual cumplen una función expresiva de acentuada emotividad. “Sigo el mapa de su ámbito, / abro lirios y bebo la pócima que no probó Odiseo. / A veces los pasillos, los intrincados pasillos me aturden; / al final de uno di con los huesos de la temible Creta, / en otro de sus ríos vi flotar, aguas podridas, mi cadáver”. Así, en un lenguaje que se tensa desde el coloquialismo (con tintes narrativos) hasta una tropología de aires proféticos, fluye esta historia lírica por los esquemas rítmicos del verso libre, y finaliza su recorrido en un soneto: remanso de tradicional estirpe. Ante una visión que aspire al lirismo total del verbo, ciertos pasajes pueden vislumbrarse como demasiado anecdóticos, pero ésos contienen una innegable carga afectiva y singularizan -con matices regionales, frutos de una cultura mestiza- un tema de raíz universal. “Se adelantaron las mariposas de junio / cuando fui a casa de mis tías; / buscaban una rama, / estas hojas nerviosas, / estas flores de papel (...) Avanzan a trote los caballos / sobre los destinos paralelos de los rieles; / a Nunkiní nos vamos, / a su idioma indio (...) a nuestra sangre”. Ramón escribe sobre la casa donde vivió cuando era niño en Calkiní (garganta de sol en maya) y a la vez se sumerge en el símbolo del refugio, el seno materno, el linaje sanguíneo, con un ligero ademán oratorio y una solemnidad que estremece, como un filme que sublima la lejanía. Al conjugar en presente sus nostalgias, Suárez no desarraiga a los personajes y su medio en un pasado vuelto artilugio. Más que recrear esas representaciones, rehace la mirada de aquel tiempo alternando a través un solo discurso dos elementos distintos: el simbolismo y el realismo. “Vivir hacia adentro es asomarse a la vastedad de unas cuantas cosas / igual que la Santa de Ávila / o el Omeya que iba llenando con su voz los laberintos / de la razón ensimismada / hasta dar con la puerta de oro que lleva al centro / y nace de la almendra amarga del Principio”. Casa distante se estructura en un coherente andamiaje de contenido y forma, donde el verso recuerda -en un fondo vallejiano- algunas actitudes poéticas del argentino Jorge Luis Borges y del cubano Eliseo Diego, y abraza con lentitud la realidad como un orbe fabuloso. Tanto Borges como Diego dan fe de las pérdidas. Pero mientras Borges se regodea en la mitificación de un pretérito argentino, Eliseo se detiene respetuoso ante escenas y objetos de modesta raigambre, como hace Suárez en diferentes poemas con cierto gesto declamatorio.


Uno de los textos donde ello se ejemplifica es Mis dos hermanos duermen entre las raíces del almendro, en el cual dos voces (las del sujeto lírico y su madre) orquestan el poema en un entramado dramático -de sustancia elegíacaque progresivamente se hace más profundo y dolido. Para el poeta y pensador latinoamericanista José Martí, el arte era un modo de respeto hacia la humanidad. Así Ramón, en una ética semejante, trata ceremoniosamente a sus mayores e incluso le infunde un espíritu legendario a la órbita regional abordada desde la poesía. Recordar es un acto que -lingüísticamente- proviene del latín re-cordis, pasar de nuevo por el corazón, y eso ha hecho Suárez con su libro. Ha expandido sus emociones por estas líneas vérsales cuya autenticidad reside en esa transparencia con que devela el drama de su infancia. Con este conjunto de textos poéticos, como se anota con certidumbre en el prólogo, Ramón Iván Suárez -autor de obras como Pavesas y Pulir el jade- da pruebas de evolución estética en una voluntad de estilo que se afirma en los valores esenciales y eternos del arte literario. Agustín Labrada Aguilera


Con el mismo amor con que se nombra la ruina de la infancia. Juan Carlos Flores

Una casa donde voy solo llamando Un nombre que el silencio y los muros me devuelven Una extraùa casa que se sostiene en mi voz‌ Pierre Seghers


TÍA MONÍS, QUÉ HACES EN LA PUERTA con la historia que me regalaste, llueve y vas al patio por carbón; mira tu ropa, mira tus manos, mira tu rostro cubiertos por el tizne: Bella flor de la noche perfuma tu persona. Es tu amor de tía más verdadero que los de nuestra sangre. Si revolví cajas bajo el huracán, fue parar mirar tus recuerdos; si hurté tu moneda de plata, fue para tener la luna en mi bolsillo; si te olvidé como un dibujo de los que hacía en mi cuaderno, fue para traerte a vivir en mis palabras. Enjuta, pequeñita, así te veo, cuando no necesitabas ni compasión ni súplica pues el silencio ponía en la balanza tus virtudes.


AQUÍ Y AHORA LA VIEJA CASA DE MI TÍA viene al encuentro como una antigua barca, como un arcón roído por las olas bajo la niebla que cubre sus objetos. Sus estancias me reciben. Soy otra vez un niño. Enciendo una vela. Resplandece con mi amor a las cosas de esa antigua madre. Escribo en sus paredes para que lean otros. La noche naufraga en esta casa hecha a paños de alcanfor y ortiga; su mascarón de proa es el rostro de Cristo coronado por las aflicciones, una mariposa revolotea alrededor de la lámpara de aceite; penumbra y polvo santifican su silencio. Pese al luto por lo sagrado, no bajan aquí los cuervos que alimentaron al eremita. En cambio olor a mazapán y alfeñiques hablan de la confitería de sus manos y del horno cuyo corazón ardía por las tardes. Santa pobreza de esta casa venida a menos, pero no falta ni camisa limpia ni pan escaso. Los niños aman los carros de madera, el húmedo y poroso barro de las tinajas, aun los techos que amenazan con caer. Si acaso lloran estas cosas al paso de los años o entintan con la noche sus palabras afligidas. Ahogo mi dolor y me reprocho no haberla visto antes; la reconstruyo piedra a piedra, línea a línea, igual a un niño que dibuja una casa y la piensa transparente entre los muros destechados de su corazón a punto del derrumbe.


UN MURO NO ES LA MEJOR PALABRA, PADRE. Tal vez puerta, quizá relámpago. Es cierto que la memoria desvanece sus claroscuros. Después que mis hermanos partieron en su barca de papel, yo me quedé en la orilla; caminaba sobre escarabajos que eran por dentro nube y fractura. Cuán difícil es tocar a la puerta tras la que cabizbajo das forma a la palma; pero no es tarde y le hablo al niño que fuiste, al que tiene miedo cuando huye de los machetes que han descuartizado a un oso de sosquil mientras una bruja de encías sangrantes danza y come un dedo. El chas-chás de los machetes no cortó los huesos al primer golpe. Tampoco el ojo del venado ni la yesca rompieron tu mutismo. Recién ahora, en tus ramas viejas anidan las palabras. O es que ya he crecido y siento que muro no es palabra justa y puerta no debe estar cerrada. Quizá frente al relámpago que fotografía los recuerdos, el diablo se puso alas de petate; diablo de pastorela, cola de trapo y ojos al revés, diablo que me cuenta otra vez la saga del exilio mientras busco en el ropero el ruido de la máquina que en el cuarto de costura ritma lluvia, padre, bajo un cielo gris de hormigas aladas a las que montan los diablos; otra vez los diablos en el cielo por cuyas grietas asoma el resplandor diurno que hoy inicia.


LAS MUJERES FUERTES AMAMANTAN MIS DÍAS: la sombra de mi abuela Légamo, los huesos de mi abuela Eulalia. Chichi Lala, adusta, prepara el chocolate, nos enseña a amasar con aserrín y cera corazones para domar el fuego. Deseo poseer con momentos fugaces la eternidad; si siento que me tocan el hombro y giro y hay cuatro cedros, uno en cada esquina, que me llaman por mi nombre de árbol, adivino las partes que le faltan a mi rostro y voy al camposanto a cambiar los cálices marchitos por una lluvia más dichosa que lave los epitafios: Aquí está quien estuvo. La muerte ya no la necesita…


ESTAS CALLES LAS CONOZCO, aquí aposenté mi infancia cada vez que el sueño me cosía los párpados detrás de la puerta herida por aguijones, en el espacio de sus gruesos muros y los techos que casi rozan los astros. ¡Ah de la vida! ¿Nadie me responde, si la llevo bajo el brazo? Heme desnudo, el patio lleno de cisco y pulgas saltimbanquis de la perra que gemía en los huesos. Los seres de bambú no ven mis palabras aunque las escriba con verdín en las paredes o en los espejos aparezca mi rostro bajo paños de luto. Arañan los gajos las láminas del techo e inquieren si están en celo las gatas o si aquel maullido de niños violados viene de un túnel que no da a parte alguna. Aquí estoy, muerdan mi ceniza.


CON UNA CAJA DE CERILLOS INCENDIÉ MI CASA, comencé por los rostros de mis padres, seguí con los santos de madera, con los libros que aguardaban callados, fotos y esperanzas dieron en igual rescoldo, quemé tarántulas, pájaros, ángeles, pesadillas. Y, al final, mis dedos adquirieron la textura de los saurios. El cuarto sin techo, las asechanzas prohibidas, las tarántulas de giba roja: ecos de una niña que exhiben en un circo porque mostró, desde su jaula, su sexo al dedo índice. Yo las quemé con alcohol, yo las hacía girar en una danza azul... Duelen estas imágenes, duele arrojar al pozo de aguas podridas: cartas, el cuerpo apagado de una luciérnaga, el clavo de Cristo que hurté del templo, la sonrisa de mi madre. ¿No hay un rincón, tan sólo uno que me lleve a reinos más felices? Cerrados los ojos, la neblina, piadosa, seca mis pómulos. Tupida está la lluvia, se borran los caminos de regreso, ¿Cómo salir? ¿Para qué el útero de piedra? Al menos el túmulo recibe las flores de la lluvia, al menos los muros me permiten sus espacios aunque no vea nadie, aunque no oiga nadie, aunque no sienta nadie mis palabras.


NO ME GUSTAN LOS CIRCOS, el único acto aplaudible es el del mago cuando del sombrero saca a la realidad por las orejas. Me entristecen la sombrilla remendada de su carpa, la mujer gorda a la que le rompen una laja con el mazo. Camellos, elefantes y un niño-dios al que sin oropeles su madre bailarina amamantaba. Ni mirra, oro, incienso; sólo unas monedas por la noche y los chistes en harapos y el perro faldero ladrándole a su amo en ademán de niño. Y qué decir de los trapecios. Entre miseria y pompa se mecen, ya se mece el columpio y acaso estén llorando por quien no supo asirse a dos manos a la trampa. ¿A dónde van? ¿Por qué regresan siempre los circos pródigos de mi niñez bajo la carpa gris de la llovizna? Circos de carne y hueso, más hueso y sólo hueso llegan, clavan estacas, tensan sogas, alzan toldos y la ballena emerge para tragarse a los niños que entramos sin boleto. Ya se rompieron los engranes de la farsa, mis ojos sueltan monedas y un aplauso, un solo aplauso para el circo que se marcha sin nosotros, no hay fanfarrias, si acaso un tocadiscos descompuesto y las hormigas de sus carromatos detenidos en las 12 estaciones del Viacrucis. Adiós honda tristeza de los circos, mordí el cobre de una moneda y se la di a mi llanto. Adiós, adiós, fantasma. Alguna vez pensé arrimar la llama a su gastada túnica para que este globo, sin nosotros, con nosotros, suba al cielo como Elías.


DE PATIO EN PATIO FUI QUIEN IBA buscando en la basura brotes, tenía nueve años. Vi un brote. Y arranqué las hojas a un mango. ¿Por qué no se dan conmigo? Lucho, desespero. Es inútil. Al poco mueren. Los cítricos, en cambio (cambio de una estación a otra) aman mi palma en igualdad de amigo: son agrios como mi esqueleto. Seguí la búsqueda. Fui casi un compulsivo de la forma: hojas guindas, hojas timbales. Los hipocampos del desvelo poblaban la escenografía del nuevo Edén, porque este niño se llamaba Ocasión. Escriba Desconsuelo bajo la Lluvia y crezca un palmo. Dulce niño sin hojas, mármol saltimbanqui en el paraíso que intenta recobrar vanamente. O solo. Sin torcer el lenguaje, alabo los pies desnudos del pequeño y sus sandalias en el lodo. Lo hago con una cuchara que raspa el meollo de la fruta. La rima dicotiledona no me agrada, pero tampoco huyo de sus brotes. Fallezco si llega el Coco de la fábula con su güiro y su barco a medias aguas, con su luna dolida pues sus retoños languidecen. Un leño al que nacían hongos pudiera decir que derivé en esas largas excursiones a los libros donde Flora pisó con su pezuña al ángel que a los nueve años gustó lo más podrido del subsuelo: lo que dicta voces de escarnio en el lenguaje de la iguana.


Nueve años son nueve olvidos. Esa edad pesa. Aunque árboles más altos logré siempre, cuervos bajaron a mis hombros. Tuve y tengo un corazón que viste el carnaval de sus colores con la cuaresma. Era esa máquina a la que diablos con sus trinches punzan para fornicar cuando los párpados bajan arpadas lluvias. El túmulo de un niño de nueve años luce un ángel cuyos labios de yeso dicen palabras de infortunio. ¡Pobre del jardinero! Ya no busca las alas guindas o los brotes de plantas raras donde cabe un colibrí, donde la vida ha sido pan negro. Ningún fruto tendrá de la cosecha, ninguna ración en su pico aunque se pudra junto al tronco el más deseado paraíso. Llora, llora por esa estatua que a nueve años ha llegado. Y cava una pequeña fosa para enterrar su corazón. Cuando lo toquen las raíces dará una flor, una palabra a los hábitos más siniestros. Verás también que por los ojos del mármol, el rocío llora y en las alas del ángel nace un brote igual al de las plumas con que Fra Angélico solía llegar a Dios. Mira ese coro: un ángel vegetal pareces, tus raíces en la mortaja donde dos ramas en esbozo apuestan al prohibido amor. Ángel de la inocencia, ¡apiádate de mis viejos rencores! Reza por mis alas rotas. En súplica levanto la mirada. Ángel


de los suplicios, procreado a imagen de mi dolor, ruega porque el bautismo de la lluvia lave el pecado original. Ángel de labios corroídos, Carcelero del Huerto, escudo contra las aflicciones, ángel que por nosotros intercedes: ruega por mí, ruega por mí.


¿QUIÉN SE LLEVA LAS HOJAS? No el viento. ¿Quién al rosal llama Crucificado? No la luz piadosa. Las hormigas, las hormigas con su cruz rumbo al calvario donde un niño llora de rodillas su culpa. Es una danza en el espacio breve del único camino a la memoria. Unas van, otras regresan sin amar el extravío; hay las que acarrean pétalos para la alcoba de su Soberana y las Vigilantes que nos niegan acceso al Paraíso. ¡Pobres ramas del rosal para mi frente! Cuando Pilatos nos exima y mi culpa marche entre la procesión de tal cuaresma, de rodillas, con los brazos en cruz, sobre el calvero, aguardaré a las voraces. La penitencia es precisa para la oveja a quien su guardia sedujo con el roce de sus plumas: esperar a las bestias del subsuelo. Ya vienen por el patio, ya suben por los túneles, ya quiebran el rocío. Las montan mis pecados en feroz carnicería. Una tregua, sólo una tregua para la voz que florece; no le arranquen los labios, aún de su canción no la despojen. Voy con una pica y un escudo arengo a mis recuerdos y subo a la que marcha adelante. Hormiga roja como lengua del fuego o carbón en mi mano, encendido, igual que el cáliz donde llora el Nazareno.


¿Quiénes se llevan las hojas? Las hormigas. ¿Quiénes a la espina llaman Longinos? Las hormigas. ¿Quiénes son Legión? Las hormigas por el despeñadero. Tal vez si una de ellas devolviese al rosal estas palabras, mis ojos no sabrían tan salado y habría gozo en el niño que retorna de las galerías subterráneas porque el perdón le dio bautismo y lo nombran Luz entre los Doctores que en el templo lo interrogan, en tanto que su madre lo busca por calles y patios y lo descubre en el templo de su inocencia recobrada.


LAS CALLES PARECÍAN OTRAS llenas de gajos, tablas, pájaros inertes. Íbamos constatando la desgracia de asombro en asombro; pero las calles parecían limpias en su desorden, recién lavadas y con ofrendas de un dios díscolo que al marcharse dejara su disculpa. Como un cuaderno deshojado fuimos esa noche en que el viento arrancó los techos de cinc. Aquel cedro resistió diez horas, su cuerpo agonizante ocupaba tres patios y aún no creía que hubiese sido ésta su última noche en pie; olían ácidas sus hojas, sus oscuros frutos, su piel a tramos bermeja; subimos al viejo lagarto para reconfortarlo… Papá encendió el quinqué, mamá, tres velas negras a Santa Bárbara del Trueno, tía nos contaba historias entre sus oraciones. La iglesia franciscana, enfrente, parecía no sentir la furia de los elementos, en sus atarjeas corría la lluvia y ese zumbido, ese murmullo, ese ulular de muertos congraciándose con la noche. Escogimos de la casa el corazón, su cuarto más fuerte, el cubo central. Allí nos congregamos a esperar que se marchase la iracunda. Si hubiese sabido entonces, tal vez los hechos fuesen más vívidos, las estampas más llenas de sollozos y los niños, de un lado a otro recogiendo allá una caracola lascada en las orillas; aquí, la punta de una estrella; más lejos, una medalla con la Virgen que nos dio resguardo mientras las campanas por manos invisibles perdían la cordura.


MIS DOS HERMANOS MAYORES DUERMEN ENTRE LAS RAÍCES DEL ALMENDRO, su palio los guarda de la lluvia. Sueñan con barcos de papel, con libélulas y hormigas bajo los relámpagos. Los murciélagos le muerden el tuétano al fruto de ese árbol. Así nosotros hundimos los dientes en sus hebras y partimos las semillas para llegar al centro amargo. Tenían el pelo rubio como el alba: no llegaron a este mundo sino desmadejados. Cuando los fueron a enterrar cantaban las tinieblas y en el campanario dormían los demonios. Quedé paralítica cuarenta días, los cuarenta días que duró el diluvio. Tu padre llenó de sogas los cuartos: una telaraña y yo el torpe bicho trastabillado por las habitaciones. La luna no es fría, no es áspera, luna de maíz; hay agua de cenote en el cántaro. Por qué se los llevan si ya puse en el centro de mi casa una cruz vestida con huipil y una jícara donde flotan los astros. Ay, mis hijos… Ay, los dos frutos arrancados de mi entraña, dos cervatillos para la gula de la noche. Mis dos hermanos mayores juegan. Nunca he hablado con ellos. No sé si tienen frío. A veces levanto piedras y doy con sus palabras.


SE ADELANTARON LAS MARIPOSAS DE JUNIO cuando fui a casa de mis tías; buscaban una rama estas hojas nerviosas, estas flores de papel. En Nunkiní viven, tres horas en andas de la recua. Avanzan al trote los caballos sobre los destinos paralelos de los rieles; a Nunkiní nos vamos, a su idioma indio, a sus osos de pita, a nuestra sangre. Tía Margot borda su pañuelo, quizá lo confunde con las mariposas que se adelantaron a las lluvias; Tía Felina habla de los duendes que viven bajo tierra, (Tía Felina caza mariposas cuando habla). Tía Yoya, tras sus espejuelos, ríe y nos da una hojaldre en el pan de su bienvenida. ¿Qué hace un niño en el pueblo de sus tías? Cortar ciruelas, perseguir al gato, mirar el tiovivo, subir a sus corceles: A Nunkiní nos vamos, a sus osos de pita, a su pájara lengua, pájara pinta lenguapintada; calor del horno donde tío Pico dora tutis, roscas, patas, pan de piedra. Las nubes son de harina, hostias los pétalos de las flores, hostias las alas de las mariposas que se adelantaron a las lluvias. A Nunkiní nos vamos volando en volandas, cuatro corceles todos de madera, cuatro de vidrio, cuatro las libélulas a ras de los recuerdos que llegan con las lluvias.


GLOBOS DE PAPEL DE CHINA en los cielos de mi infancia se alejan. Les insufló la vida su aliento aunque nadie en ellos vaya. Había humo y velas en esa tarde mortecina cuando el sonsonete de la orquesta tocaba "Viva Cristo Rey" y las cofradías de los gremios entraban con sus estandartes al atrio de la iglesia. El hacedor de globos soltaba estas palomas de buches esponjados y los niños las veíamos partir. Nunca faltaba alguno que, díscolo, disparara su resortera y el globo trastabillara y en llamas caía frente a nuestro miedo. Los ilesos se hundían en el cielo guinda y sus carapachos poco a poco eran sólo un punto en el mar. Se va un navío, navío cargado de preguntas y lo quiero detener antes que se apague en mi memoria o caiga e incendie mi corazón pueril. Junté mis manos e hice con ellas una bóveda para guardar a estas criaturas de seda, a estos capullos del aire, a estos sombreros de copa, a este corazón que arde todavía en el cofre de mis manos y les insuflé mi aliento hasta que el barco estuvo listo. Más alto que la iglesia, que su torre única, se alejaba.


Hablé como lo hace un niño, sin dobleces, aunque el díscolo que me habita tenía la mano cerrada y, en ella, una piedra que no se atrevería a lanzar contra sus propios sueños. No caiga todavía quien no merece caer, no se aje a destiempo la rosa en el nicho de un santo ni ardan los ángeles aunque Dios Padre los castigue. Amor los perdone, Piedad los ame y ame a este niño cuyas ropas arden mientras se marcha solo por el camino que la campanas anuncian con tristeza.


SIEMPRE TUVE LA SENSACIÓN DE QUE EL PATIO ESTABA POBLADO POR FANTASMAS. Cuando mi hermano incendió la casa, bajaron los ángeles al cuarto de costura. El resplandor de la palma, su chisporroteo de mariposas hicieron retroceder nuestros temores. Era de día esa noche en que las albas criaturas nos rozaron y la palabra se hizo sangre entre nosotros. Niños al fin, el fuego es juego, ronda que ronda y hasta pudiéramos salir al patio con los rostros encendidos. ¿Eran palmas las que mi padre había puesto a secar o alas de azufre de los ángeles caídos? ¡Cuán blancas las paredes como niños que se preparan a recibir la hostia! Abrimos las puertas para que se fuesen las llamas; de todas maneras luego de su quehacer equilibrista se marcharon. Si papá pregunta, le diremos que los ángeles tomaron sus alas, que la ceniza nació de nuestro miedo, que las paredes llenas de nubarrones escriben nuestros días, que encender el corazón de nuestra casa vale por los escombros que nos aplastarán mañana.


MI CASA NO TENÍA PASILLOS, un cuarto daba al otro cuarto, las puertas interiores defendían sus fronteras. Hubo un ropero que parecía otra puerta. Su llave abría el mar entre baúles. No me perdí en los callejones, salté del tegumento a los relámpagos. Los pasillos oprimen, dan a ninguna parte. O nadie toca en la puerta necesaria: cuartos oscuros cerrados por la muerte, cuartos en donde una veladora sudaba, habitaciones de incienso y paños violetas; pero los había de vaso y flor, de libros y tinajas, de hormigas en procesión frente a los Reyes Magos llevándoles una hojita de ruda, un pétalo, el ala de una libélula, la pluma de un colibrí. Mi casa semejante a la cartilla que abre el gallo y cierra el corazón de la suerte cantada con granos de maíz. O el crucigrama de los cuartos para la adivinanza de quiénes somos, aquí la letra resplandor, allá la puerta y las ventanas clausuradas por la usura. En las noches la casa se hacía más grande a la luz de las velas. Mas no había pasillos que desembocaran, estrechos, reptando a ninguna parte. La sala, las alcobas, la cocina, el patio que lamían los reptiles. Cuartos como los ojos de la cara, cuartos sin cordón umbilical con la miseria, cuartos que dan a otros cuartos sin riesgo de perderse. Cruzar el dintel era entrar a los espejos a escribir en los muros mariposas y en el piso dibujar la sonrisa de la casa con un trozo de carbón aunque los dedos se mancharan porque sabíamos saltar de Oz al vientre de la ballena de los cuentos: no habían laberintos en mi casa.


UN PUÑO DE SAL PROTEGE NUESTRA FORTUNA, un sorbo de miel nos dulcifica: Si tomas las tijeras serás sastre; si el libro, hablarán las cosas; si cordel y plomada, edificarás el mundo. Si te quedas con las manos vacías, largo será tu viacrucis, se quebrará tu espejo en siete partes. Para evitar el infortunio está nuestra madrina, árbol donde a horcajadas decidimos lo que somos.


LAS GOTERAS SON GRILLOS INSISTENTES; tocan, crispan, hacen arder el yeso. Afuera ya no llueve, adentro cae el agua todavía: Un cubo y otro cubo; ollas y latas. ¿Qué río hay que secar? ¿A qué profundidad los muebles y las ropas se hunden para siempre? Abiertos los paraguas levitábamos; olían los muros a cáscaras, se tocaba el terciopelo de los hongos. El vientre de una barca se detuvo sobre mi cabeza, el vidrio -aguas arribaamenaza con romperse bajo el peso de la tortuga laúd que había manchado la cal. Llovía, siempre llueve en esta historia. Al fondo, un asmático jadeo. La tristeza de mi madre, su odio soterrado pasaron a mis venas. Las goteras me dan sus remordimientos, los muros se hinchan, camino en zancos de lata por los cuartos…


DICEN QUE LAS PAREDES OYEN todo lo que pasa dentro de sus puertas y que repiten en noches de lluvia la confesión de sus fantasmas Inclinado sobre la mesa escucho los gritos extraídos a tortura Clavé mi retrato con una estaca mi abuela sacó su pañuelo y dijo adiós mientras cubría el rostro del difunto Casi de manchas y lepra, las paredes viven el cuerpo de quienes las habitan Ha llovido tanto la memoria entierra su cáncer ¿A quién emparedaron esa noche? ¿Qué mano se atreve a arañar el yeso? Soy otra de las bestias de este cuarto en el sueño de mis hijos Con un libro sobre el pecho de los moribundos -un libro emergiendo de la muerte las escuadras de sus filos el filo de sus dientes la noche más noche pues la vela lloró a sus pies y ha desfallecidolas paredes cierran los confines Un olor rancio viene de la mesa donde sueña el cadáver al que flores y rezos acompañan mastica su conjetura remienda muros y techo con telaraña y saliva las paredes oyen y esto nos demuda las paredes no guardan el secreto muros llenos de palabras paredes sin tiempo cuando las manchas las pueblan con agrio sudor que el tacto besa en las flores marchitas Sólo mis manos en el cepo mis manos y mi rostro avergonzado


quieren fundirse a la argamasa Con los codos en la mesa escucho mesa cojitranca gata mesa a quien la sarna descubre nueva piel de un linaje egipcio mesa cojitranca desclavándose las uñas mesa que cambia de gata a murciélago mesa en la que apoyo mi cadáver y al intentar salir me doy de topes en el cuarto mesa del monje en la letanía de todas las palabras muros al oído de la intemperie que la roe y aplasta con su lluvia.


LO QUE AÑORAS, AYER LO RECHAZASTE con gesto simple. Nuestra heredad es el silencio; habitantes del polvo, sonreímos a la pared que cae a tramos, al yeso que resana la memoria. Cierta vez subí al techo más alto para mirar los reinos extendidos más allá del horizonte. El mundo me tentó con su riqueza. Y me fui lejos del resguardo de sus muros. Apoyé mi decisión en la certeza de mis horas. No hubo retorno ni las piedras fueron pan de pobres. Vuelvo la vista. La casa en la niebla tiene las puertas entornadas. Se comieron las migas las aves de mi potestad; pero está cerca como un libro abierto en el poema de la salvación, en el salmo de la buenaventuranza. Ah, restañar sus labios que el fuego carcomió, poner una florecilla en la hendidura donde brotan plantas silvestres, tocar sus costras, hacerme a la idea de que nunca me fui, que la sopa está tibia, que la hiedra me lame la mano. Hay un gusto de salitre que alzo piedra a piedra, un patio interior con su aljibe donde duerme una tortuga. Y no hay espejos, astros sí: la luna, el árbol de la vida, cuatro iguanas en las cuatro flechas principales de la rosa de los vientos. Un plato con frutas resplandece y baña la arena del mantel. La casa, firme, con sus habitaciones llenas de libros, mapas, veladoras, sueños: el astrolabio de los días y el astrobeso de las noches. Un cuaderno da a la ventana, alguien escribe,


la brisa matinal arrastra papeles. AquĂ­ no hay frĂ­o, aquĂ­ se turnan los instantes en las confabulaciones del recuerdo.


SANTÍGUATE si una lagartija pierde la cola, si las mariposas negras entran a tu casa, si el comal chisporrotea por debajo, si los grillos tapian tu insomnio, si un remolino sale a tu encuentro. Una tortuga abre el ojo izquierdo bajo tantas hojas. La otra noche los aluxes me llamaron: Deshazte de las piedras de poder, de las vasijas de los muertos. Obedecí. Y no cae una hoja. Y no cae un venado. Y un jaguar. Y un colibrí no cae fuera de su ley y trono. Hazle caso a tus sueños. Un niño fue robado, lo encontramos después de siete noches. No mostraba sed, hambre, fatiga. Ningún rasguño como si fuera en andas de invisibles cargadores. Esto lo cuentan las hormigas. ¡Cuídate del enojo de los Dueños del Monte! Te arrojan piedras, jalan tu hamaca, pierden tus cosas, orinan tu sueño. Hay que enterrar cuatro ramos de ruda en cada esquina, colmar por tres noches las jícaras, rezar en lengua madre. Sólo entonces se vuelven tus aliados. La iguana tuerce su paso y te escucha. Corcovados y bizcos abandonan la piedra tallada para entrar a tu sueño; en el fondo del patio,


a una ceiba le han brotado espinas y del pálido verde pasa a la lluvia de los presagios. Abundan tinajas con el espinazo roto donde no hay huesos ni ofrendas y los Señores de los Trece Mundos, los Dueños de las tortugas y las ranas de jade son solamente un eco, una voz que asusta al niño que en fondo del patio mira a las iguanas sobre sus renglones torcidos. El secreto es una puerta estrábica, un corcovado.


HICE MI CASA CON MUROS GRUESOS en memoria de aquella que se llevaron las hormigas, le puse una torre y un pararrayos, los cimientos los calqué en mi duermevela; no pude evitar pasillos. Llegan palomas, beben nuestro barullo, se pierden en un remolino de hojas estivales. Mi casa cabe en el tallo de un sueño, no entran aquí las moscas, no hacen oscilar sus péndulos frente a nuestros ojos. La poblé de libros, cuadros, objetos tan vivos como la piedra o aquel pájaro de yeso que suple los maitines del jardín oculto tras los tablones de la puerta que da al azul remansado entre dos orillas. Recuerdo una tarde en que por las cuencas de la torre entraron los murciélagos; fue como si hubiese anochecido en todas las habitaciones, encendimos teas, rociamos con agua bendita las paredes hasta que se fueron en una escritura dolorosa. Sigo el mapa de su ámbito, abro lirios y bebo la pócima que no probó Odiseo. A veces los pasillos, los intrincados pasillos me aturden; al final de uno, di con los huesos de la temible Creta, en otro de sus ríos vi flotar, aguas podridas, mi cadáver; para no hundirme tenso mis días y camino sobre ellos; arriba, soles de sodio parpadean, la Vía Láctea es una larga grieta de la techumbre. Y no digo como el de Alejandría que esta casa no tiene puertas ni ventanas porque la siento como aquella de la que no salí, de la que nunca hemos salido, la que llevamos a cuestas con todo su peso. Con minucioso ademán paso un paño morado en los ojos de las estatuas, en las vetas de los cajones, en los labios del espejo. Si polvo somos, escribamos antes en su textura una bandada como el pincel que con agua y liquen dibuja edificios en la hoja del bambú. Vivir hacia adentro es asomarse a la vastedad de unas cuantas cosas igual que la Santa de Ávila o el Omeya que iba llenando con su voz los laberintos de la razón ensimismada hasta dar con la puerta de oro que lleva al centro y nace de la almendra amarga del Principio. Al asomarme a mi alter ego vi que la luna había posado su llama sobre la torre


y a la luz de esta vela palidecía la calle que nosotros encendimos tomándonos las manos. La caoba, la roja caoba que pulida amolda dos respiraciones tenía una yema y del vaso que pongo junto al sueño nacen cuatro ríos; no faltaba en la mesa la fruta encendida que no habríamos de morder ni las siete llaves para las tantas puertas con sus secretos cada una... Salvar la casa, salvarla de la herrumbre y los escombros, grabar en su puerta la marca de lo eterno, restañarla con la dinámica del mar que crea una y otra vez desde su vientre y sus lágrimas, desde el mar donde inició la vida y se repiten los versos de Manrique; amasar, amasar sobre sus huesos nuestros rostros sucesivos, pensarla en el fuego, respirarla.


NO VENDAN LA CASA -dice mi madre-. Si lo hacen, ¿qué será de sus fantasmas? La merienda no está lista, llega mi padrino, echa sal a las paredes, raspa el musgo, lo engulle. Así cayeron techos, así nacieron islas donde el mar jamás estuvo. Pero salvé unas cuantas paredes. En ellas los espíritus reúnen sus murmullos: la tía abuela confidente de tórtolas y loros, mi madrina la jamás enterrada -la que visito cada noche, la de falda de organdíestus hermanos mayores a la muerte confiados y los que fueron antes y no muestran su rostro. No vendan la casa. O en qué sitio descansarán nuestros huesos, hasta los tuyos, hijo. Es necesario un lugar donde nunca cierren ventanas y el grajo y la paloma puedan convivir con la zarpa y el ladrido. Es cierto, no puede saberse si bajo las baldosas monedas de oro aguarden a quien, una noche de cuaresma haya visto arder lumbre desprendida del suelo como una flor de espanto y con la cruz marcase su codicia. Es que todos mentimos -los muros espían- y es posible que al cavar tan sólo encuentres carbón o nuestros huesos que también fosforecen en la fiesta de todos los difuntos.


No vendan la casa, dice una voz detrás de los espejos. No la vendan, repite el polvo en cada sitio. Si lo hacen, ¿qué será de nosotros?


LA CUENTA DE LOS DÍAS, EL ROSARIO de mi madre, los santos de madera, las noches sin orilla que la cera intentaba cercar, el silabario de los misterios piadosos, los varios sucesos de mi infancia: la escalera de los cuentos en una enredadera, mi casa que navega en un osario sin cruces, el secreto de la puerta que cerré por simonía, los muros de la lluvia, mi paso que despierta a la página, el campanario –duro fémur-: tótem. Y la mirada alerta, alimentaron mi linaje oscuro.


EX LIBRIS

ELEGÍAS DE NOVIEMBRE A la memoria de mi madre 1. Como esta piedra es mi llanto que no se ve... Giuseppe Ungaretti Llora por mí, lluvia, mientras alcanzo fuerza para reblandecer el lodo. Llora por mí, sin gritos ni sajaduras. Los árboles, la tierra se harán con tus lágrimas. Llora por mí hasta que alces mi desazón más allá del huerto. Qué claro fluir cuando lavas mi rostro cuya máscara teme la piedad del llanto. 2. La flauta de una tibia, el tambor de un cráneo: Ay Dios. Ay Dios, el canto agudo de los ancianos en la ceremonia. Ay Dios. Ay Dios, arde la luna, en su reflejo naufragan las hormigas. Ay Dios, grita el tronco a cada golpe. Ay Dios, croan los niños atados a la mesa. Hasta cuándo, Madre, hasta cuándo la ortiga en los huesos; tus huesos raspados por el aire, o hierba quebradiza. Si las luciérnagas llegaran, creería que la noche llora. La saliva del jícaro no la reconoce y mi madre huye avergonzada.


Es poco el grosor del rostro y sobre la piedra de los pómulos, dos cuencas vacías. Ay Dios. Ay Dios, golpean con fémures la luna, el cráneo de la Madre porque la devoran las hormigas esta noche en que una mano de simio, una tarántula tapan su calavera. Ay Dios. Ay Dios, remonto río abajo, busco feroz genealogía, oscura saga frente a las muchas puertas: no mi rostro, sí la argamasa que mis huesos une a la saliva del origen. Caamal, Kimil: el doble y el doblado, la muerte y su enemiga. La sangre que llega de mi madre brota de un bajorrelieve donde fémures aplastan los escudos... 3. Estoy en casa de mis padres, oscura como el cofre del Diluvio: la luz desciende por la claraboya, las manchas de humedad se mecen a escasos centímetros de mis huesos. Estas reflexiones horadan mi losa. 4. Dichoso el árbol y dichosa la piedra que es menos sensitiva... Rubén Darío Yazgo en el vientre de la fruta que puso mi padre en la mesa, dolor que no asimilo aún. Ninguna lágrima se astilla en el espejo, certidumbre de que no somos niños nunca, ausente ya quien nos perdona. Agua que viene y va en la calle, espesa en sus vocablos; río con hojas ásperas y uñas pasaba lejos..., se va..., vuelve. Agua de veladoras arde con el asma del fuego. Octubre fue mes aciago porque el ángel batió sus alas en la puerta.


Madre, ¿en qué jardín estás? Arden las flores y mis ojos se niegan a mirar las frutas. Si no lloro, los versos duelan. El altar tiene tu retrato; yo, floto en la placenta. ¿Cuánto aún durará esta noche? Los muertos se nutren con el tuétano de la ofrenda y nosotros degustamos las segundas nupcias del cuerpo con el alma. ¿Sabrán mis hijos cuánto soy fruta de la mesa y, que gajos duelen dulzura? Dientes, lengua, dientes moliendo mi vacío. Dientes y más dientes mordiendo mi aire tan escaso. Solas están las velas, sola mi oración se deslíe. Toco -yemas de nadie- los objetos que se llevaron. Pongan pétalos para que encuentre mi camino. Las cosas tienen hueso, carne. El altar es orilla. Palpo la gravedad de los sentidos. Demoraré en acoger las frutas hasta que mi dolor madure y sus aves de cristal limpien mis pómulos. No aceptaré el altar de noviembre mientras mi corazón no se redima. Duermo en el vientre de la fruta -nonato de la ausencia-. Canten nanas al niño que no fui para que acepte su silencio. 5. Las frutas de mazapán coloreadas al gusto, los huesos de la melcocha para sorberles la médula, los barcos en almíbar de la calabaza en trozos, los muñecos de alfeñique que el aire desmorona, el pan de muertos, las calaveras de azúcar, el dulce de coco, las arepas


en el altar de difuntos no endulzan tu muerte.

6. Sobre la superficie del comal, la luna llena. ¿Aceptaré su candor en este oscuro trance? Tres piedras, la lumbre... Madre, la luna de maíz es perfecta para nuestro miedo. Luna para comulgantes, pétalos en mesa pobre. Crecimos con los árboles bajo tus cuidados. Luna tras luna no lloré para que en aljibe mi dolor repose. Tres piedras, el fuego, la noche con aroma silvestre a flor de San Juan, albahaca, tomillo, el nardo de nuestra angustia. 7. Con agua de lejía santiguaré mi frente, sus óleos abrirán el caudal del cielo tan cerrado que llevo adentro... Lejía: tu lluvia es para mi camisa con tizne; tu agua lustral, para mi dolor. 8. Padre, en tus lágrimas hay un espejo donde se mira un niño. Lloras un ayer de mil años, lloras mientras mueles la carne blanca del coco. Tus lágrimas son el agua de ese fruto. Lloras mientras los grillos callan, lloras por mí bajo la noche.


9. Entre guijarros y hojas secas la luz hace destellar el vidrio en mil lágrimas distintas. Si la tierra puede poseer este rocío, ¿por qué razón se niega el llanto a mi dolor si en lo íntimo poseo tribulación igual? Con las cuentas de vidrio haré un rosario para que mi madre lo recé en nuestra compañía. 10. Leña bajo el fogón: las cenizas, ¿también duelen? 11. Calla la piedra de moler, las ollas habitan el polvo. El trajín de la casa no existe: No hay quien encienda el fuego nuevo del fogón. El día es igual a la noche, nadie temprano nos llama. 12. No es cierto que no estés, los espejos mienten. Por eso no lloro. Te vi en tu sillón, yo fui el fantasma. 13. La piedra en el limo lloró tanto que ya no tiene filos dolorosos. Piedra-pez lisa en la mirada de los ahogados. En lo profundo perdió su rostro


y ya no es quien es. Si tomo a esta criatura me dirá que su origen viene del olvido.. 14. La lluvia en la ventana, el barro que resuma sombra, el rocío temprano, de qué materia son cuando fenecen, en qué transforman sus almas frente a un rostro que no llora. 15. No hay agua más profunda que la del vaso donde abreva la flor encima de la losa. Los nombres de los muertos ya no tienen rostro, terca la memoria quiere rescatarlos. Agua, fuego, tierra..., sólo el aire está ausente en este convite. La veladora en su urna consume nuestra plegaria, los cálices intentan no naufragar en su lecho de seda. Son los primeros días de noviembre, Ellos llegan, les damos viandas y flores, conviven con nosotros. Frente a la tumba de mi madre hablo en silencio, bajo la yema de las rosas una espina sangra. El adiós nunca es definitivo. Como este mar adentro que reposa en la muerte,


igual que flores y veladoras, ella se quedó yéndose... 16. Nos contabas tus sueños donde había un océano a la puerta de casa, era todo mansedumbre. Tus muertos acudían sobre cáscaras de fruta que giraban de poniente a sur sin respetar la aguja imantada que remienda historias. Ese mar es el tuyo, está hecho de lágrimas. Tu barca sale al encuentro de mi flota de papel cuya superficie llené de versos como un niño, con garabatos temblorosos, su despedida.


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