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HOWARD CARTER
LA TUMBA DE TUTANKHAMÓN De completo acuerdo con mi colaborador Mr. Mace, dedico este relato del descubrimiento de la tumba de Tutankhamón a la memoria de mi querido amigo y colega Lord Carnarvon, que murió en el momento de su triunfo. De no ser por su incansable generosidad y continuos estímulos, nuestros esfuerzos no se hubieran visto coronados por el éxito. Sus conocimientos sobre arte antiguo no pueden igualarse con facilidad. La historia honrará siempre sus esfuerzos, que tanto han hecho para extender nuestros conocimientos en Egiptología, y su recuerdo quedará grabado en mi memoria para siempre. 1. EL REY Y LA REINA......................................................................................................................3 2. EL VALLE Y LA TUMBA...............................................................................................................6 3. EL VALLE EN ÉPOCA MODERNA.............................................................................................11 4. TRABAJOS PRELIMINARES EN TEBAS..................................................................................16 5. EL HALLAZGO DE LA TUMBA.................................................................................................20 6. INVESTIGACIÓN PRELIMINAR................................................................................................24 7. INSPECCIÓN DE LA ANTECÁMARA.......................................................................................29 8. VACIANDO LA ANTECÁMARA................................................................................................34 9. VISITANTES Y PERIODISTAS....................................................................................................41 10. EL TRABAJO EN EL LABORATORIO.....................................................................................45 11. ABRIMOS LA PUERTA SELLADA...........................................................................................55 12. TUTANKHAMÓN.......................................................................................................................59 13. LA TUMBA Y LA CÁMARA FUNERARIA..............................................................................63 14. EL CONTENIDO DE LA CÁMARA FUNERARIA Y LA APERTURA DEL SARCÓFAGO..70 15. LOS CARRUAJES.......................................................................................................................76 16. LA APERTURA DE LOS TRES FÉRETROS.............................................................................80 17. DATOS DE INTERÉS EN EL RITUAL FUNERARIO EGIPCIO.............................................91 18. EL RECONOCIMIENTO DE LA MOMIA DEL REY...............................................................97 19. LA HABITACIÓN QUE HABÍA TRAS LA CÁMARA FUNERARIA: EL TESORO............110 20. EL AJUAR ENCONTRADO EN LA HABITACIÓN TRAS LA CÁMARA FUNERARIA....114 21. EL ANEXO.................................................................................................................................136 22. LOS OBJETOS ENCONTRADOS EN EL ANEXO.................................................................140 23. LA CAUSA PRINCIPAL DEL DETERIORO Y LOS CAMBIOS QUÍMICOS EN LOS OBJETOS DE LA TUMBA.......................................................................................................156 APÉNDICE I. INFORME SOBRE EL RECONOCIMIENTO DE LA MOMIA DE TUTANKHAMÓN.....................................................................................................................162 APÉNDICE 2. INFORME SOBRE LAS CORONAS DE FLORES ENCONTRADAS EN LOS FÉRETROS DE TUTANKHAMÓN.........................................................................................170
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1. EL REY Y LA REINA Hay que decir unas palabras preliminares acerca de Tutankhamón, el rey cuyo nombre todos conocen y que, por ello, probablemente necesita menos una introducción que cualquier otro personaje histórico. Como todo el mundo sabe, fue yerno del más comentado y posiblemente más sobreestimado de todos los faraones egipcios, el rey hereje Akhenatón. Nada sabemos de su linaje. Tal vez era de sangre real y tuvo ascendencia al trono por derecho propio. Sin embargo, también podía haber sido de origen más humilde. En cualquier caso es un detalle de poca importancia ya que, de acuerdo con la ley de sucesión egipcia, al casarse con una hija del rey se convertía inmediatamente en un posible heredero del trono. En un momento tan crítico de la historia de su país, esta posición debió de ser más bien azarosa e incómoda. En el exterior, el imperio fundado en el siglo XV a. C. por Tutmés III y sostenido, difícilmente pero sostenido al fin, por sucesivos monarcas, se había desmoronado como un globo que se desinfla. En el interior del país reinaba el descontento. Los sacerdotes de la antigua fe, que habían visto a sus dioses desplazados y amenazados sus medios de vida mismos, intentaban sacudirse el yugo, esperando solamente el momento propicio para librarse de todo control. El estamento militar, condenado a una inactividad mortificante, bullía de descontento, dispuesto a cualquier tipo de rebelión. El harim, un elemento extranjero compuesto por mujeres que se habían introducido en la corte y en las familias de los soldados en gran número desde las guerras de conquista, era ahora, sin duda, en tiempos de debilidad, un foco de intriga inevitable. Los artesanos y mercaderes estaban resentidos y descontentos, ya que el comercio con el extranjero declinaba y el crédito interior se había reducido a un área extremadamente limitada y localizada. El pueblo llano, intolerante en cuanto a cambios, lamentándose en su mayoría por la pérdida de sus antiguos dioses familiares y completamente dispuesto a atribuir cualquier pérdida, privación o desgracia a la celosa intervención de sus dioses ofendidos, estaba pasando de un estado de perplejidad a otro de resentimiento activo contra el nuevo cielo y la nueva tierra que se les había decretado. Y en medio de todo esto Akhenatón, el más Galio de los Galios, vivía entre sueños en Tell el Amarna. La cuestión sucesoria era vital para la totalidad del país y podemos estar seguros de que la intriga estaba a la orden del día. No había ningún heredero varón, y nuestra atención se centra en un grupo de muchachas de las cuales la mayor no podía tener más de quince años a la muerte de su padre. A pesar de su juventud esta primogénita, llamada Meritatón, llevaba casada bastante tiempo, ya que en el último año o acaso dos años del reinado de Akhenatón encontramos a su marido asociado a éste como corregente, un vano intento de evitar la crisis que incluso el archisoñador Akhenatón debió considerar inevitable. Poco le duró el placer de ser reina, ya que Semenkhare, su marido, falleció algo después que Akhenatón. De hecho pudo incluso haberle precedido, según parece desprenderse de algunos detalles de su tumba, y es muy posible que encontrara la muerte a manos de una facción rival. En cualquier caso desapareció y su mujer con él, quedando así el trono vacante para el próximo aspirante. La segunda hija, Maktatón, murió en vida de Akhenatón sin casarse. La tercera, Ankhesenpatón, estaba casada con Tutankhatón (así se llamaba entonces el Tutankhamón con quien estamos ahora tan familiarizados). No se sabe exactamente cuándo tuvo lugar esta boda. Tal vez fuese en vida de Akhenatón o tal vez se convino con prisas inmediatamente después de su muerte, a fin de legalizar sus aspiraciones al trono. En cualquier caso no eran sino niños. Ankhesenpatón nació en el octavo año del reinado de su padre, así que no podría haber tenido más de diez años y tenemos motivos para creer, por pruebas encontradas en su tumba, que el mismo Tutankhamón era poco más que un muchacho. Evidentemente en los primeros años de este reinado de chiquillos debió de haber un poder detrás del trono y tenemos una razonable certeza sobre quién poseía este poder. En todos los países, pero en particular en los orientales, es una medida juiciosa en caso de sucesión insegura o débil, poner atención especial en los movimientos del más poderoso oficial de la corte. En la de Tell el Amarna éste era un tal Ai, Sumo Sacerdote, Chambelán de la Corte y
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prácticamente poseedor de todos los cargos que pueden tenerse en la corte. También era amigo íntimo de Akhenatón y su esposa Tiy era nodriza de Nefertiti, la esposa del rey, así que podemos estar seguros de que no había nada que ocurriera en palacio que ellos no supieran. Por otra parte, anticipándonos un poco, nos encontramos con que fue este mismo Ai el que se procuró el trono después de la muerte de Tutankhamón. También sabemos, por la aparición de su nombre en la cámara sepulcral de la nueva tumba, que se hizo responsable de las ceremonias fúnebres de Tutankhamón, aunque no fue el constructor de la tumba. Encontrar el nombre del rey sucesor en las paredes del monumento sepulcral de su predecesor es un hecho sin precedentes en el Valle de los Reyes. El que así fuera en este caso parece implicar que había una relación especial entre los dos y tal vez no sea demasiado arriesgado afirmar que Ai fue en gran parte responsable del establecimiento del joven rey en el trono. Es bien posible que ya entonces tuviera él ambiciones de ocuparlo, pero no sintiéndose bastante seguro en aquel momento, prefirió esperar el momento adecuado y utilizar las oportunidades que sin duda tendría para consolidar su posición al actuar como ministro de un soberano joven e inexperto. Es una especulación interesante, y si recordamos que Ai fue suplantado a su vez por otro de los principales oficiales del reinado de Akhenatón, el general Horemheb, y que ninguno de ellos tenía fundamento en sus pretensiones al trono, podemos estar razonablemente seguros de que en este oscuro período de la historia, desde el 1375 al 1350 a. C., había en Egipto un escenario perfecto para acontecimientos dramáticos. En cualquier caso, como historiadores respetuosos, debemos dejar a un lado tan tentadoras posibilidades y probabilidades y volver a los fríos y simples hechos de la historia. ¿Qué es lo que realmente sabemos de este Tutankhamón con el que nos hemos familiarizado de un modo tan sorprendente? Parece extraño que sea tan poco, cuando llega la hora de analizarlo. En nuestro presente estado de conocimiento debemos decir, en verdad, que el único hecho sobresaliente de su vida es que murió y fue enterrado. Nada sabemos de su personalidad en cuanto hombre, si es que alcanzó el estado de madurez, ni de su modo de ser. En cuanto a los acontecimientos de su corto reinado, algo podemos entrever, aunque poco, y es a través de los monumentos. Sabemos, por ejemplo, que en algún momento de su reinado abandonó la capital hereje de su suegro y trasladó de nuevo la capital a Tebas. También sabemos que empezó como adorador de Atón, pero que volvió a tomar la antigua religión, según se demuestra por el cambio de su nombre, de Tutankhamón y por el hecho de que hizo ligeras adiciones y restauraciones en los templos de los antiguos dioses en Tebas. Hay una estela en el Museo de El Cairo que proviene de uno de los templos de Karnak, en la que se habla de estas restauraciones en un lenguaje grandilocuente: «Encontré, dice, los templos en ruinas, con sus lugares sagrados destruidos y sus patios cubiertos de cizaña. Yo reconstruí sus santuarios. Yo doté los templos y les regalé toda clase de objetos preciosos. Yo fundí estatuas de los dioses en oro y electrum, decoradas con lapislázuli y todas las piedras preciosas» 1. Ignoramos en qué momento específico de su reinado tuvo lugar este cambio de religión, o si se debió a un sentimiento personal o le fue aconsejado por motivos políticos. Por la tumba de uno de sus oficiales sabemos que ciertas tribus de Siria y del Sudán le estaban sujetas y le trajeron tributos y en muchos de los objetos de su propia tumba le vemos pisar orgullosamente a los prisioneros de guerra, disparando contra centenares de ellos desde su carro, pero no debemos tomar por sentado que participase personalmente en los combates. Los monarcas egipcios eran muy tolerantes con tan refinadas ficciones. Esto es prácticamente todo lo que hemos aprendido de su vida a través de los monumentos. Hasta el momento es sorprendente la escasa información que se puede añadir procedente de su propia tumba. Poco a poco vamos conociendo todo lo que poseyó hasta el último detalle, pero en cuanto a lo que fue y a lo que hizo, no podemos hacer más que preguntarnos. Nada nos permite conocer todavía la duración exacta de su reinado. Hasta ahora sabíamos que tuvo un mínimo de seis años; no pudo haber sido mucho más largo. Sólo podemos esperar que las cámaras interiores 1
Esta estela, algunos de cuyos fragmentos han sido traducidos aquí, fue usurpada más tarde por Horemheb, como casi todos los monumentos de Tutankhamón.
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produzcan más información. Su cuerpo, si tal como esperamos y deseamos, yace todavía bajo las capillas que hay en el interior de la sepultura, nos dirá por fin la edad que tenía al morir y tal vez nos dé alguna indicación acerca de las circunstancias de su fallecimiento. Hay que decir dos palabras acerca de su esposa, llamada primero Ankhesenpatón y Ankhesenamón después del traslado a Tebas. Por ser la persona a través de la cual el rey heredó su cargo, su posición era de considerable importancia; la conformidad del faraón con esta situación queda demostrada por la frecuencia con que el nombre y persona de la reina aparecen en los objetos de la tumba. Era de figura agraciada, a menos que los retratos exageren mucho y el carácter afectuoso de las relaciones con su esposo está representado en típico estilo de Tell el Amarna. Tenemos dos retratos suyos particularmente encantadores. En uno de ellos, en el respaldo del trono, aparece ungiendo a su esposo con perfume. En el otro le acompaña en una cacería y la vemos en cuclillas a sus pies entregándole una flecha con una mano mientras con la otra le señala un pato muy gordo, temiendo que le pase desapercibido. Son escenas encantadoras, aunque también patéticas si recordamos que a los diecisiete o dieciocho años se convirtió en viuda. Tal vez, aunque por otra parte, si conocemos bien Oriente, tal vez no, ya que esta historia continúa a través de algunas tabletas encontradas hace algunos años en las ruinas de Boghaz-Kheuy, y sólo recientemente descifradas. Describen un interesante relato de intriga; con pocas palabras obtenemos una imagen más clara de la reina Ankhesenamón de lo que consiguió Tutankhamón para sí mismo con todo su ajuar funerario. Parece ser que fue una mujer con mucho carácter. La idea de retirarse a un segundo plano en favor de una nueva reina no le seducía e inmediatamente después de la muerte de su marido empezó a disponer sus planes. Imaginamos que tendría por lo menos dos meses para realizarlos, los que debían pasar entre la muerte de Tutankhamón y su enterramiento, ya que hasta que el último rey hubiese sido enterrado es muy improbable que su sucesor tomara las riendas del poder. Hay que tener en cuenta que en los últimos dos o tres reinados había habido continuos matrimonios entre las casas reales de Egipto y Asia. Una de las hermanas de Ankhesenamón había sido enviada a una corte extranjera y muchos egiptólogos creen que su propia madre fue una princesa asiática. No es, pues, sorprendente que en este momento de crisis se dirigiera al extranjero en busca de ayuda y la encontramos escribiendo una carta al rey de los hititas en los siguientes términos: «Mi marido ha muerto y me dicen que tenéis hijos mayores. Enviadme a uno de ellos y yo le haré mi esposo y él reinará sobre Egipto». Fue ésta una astuta estratagema suya, ya que no había ningún auténtico heredero al trono de Egipto y el rápido envío de un príncipe hitita con una fuerza militar considerable para apoyarle hubiera posiblemente sostenido con éxito un golpe de Estado. Sin embargo, la prontitud era esencial, y en este punto la reina no contaba con el rey hitita. No era hombre que aceptase prisas en ningún asunto. Nunca se había lanzado a un proyecto de tal naturaleza sin la debida deliberación, y ¿cómo podía saber que la carta no constituía una trampa? Así, pues, convocó a sus consejeros, y el asunto se debatió largamente. Finalmente se decidió a enviar un mensajero a Egipto para averiguar la verdad de aquella proposición. «¿Dónde está el hijo del rey fallecido y qué ha sido de él?», responde, y casi podemos imaginarle felicitándose a sí mismo por su astucia. Ahora bien, enviar un mensajero desde un país al otro tomaba unos catorce días, así que podemos imaginarnos los sentimientos de la pobre reina cuando, después de haber esperado un mes, recibió como respuesta a su petición no un marido, sino una inútil carta dilatoria. De nuevo escribe desesperadamente: «¿Por qué tendría yo que engañaros? No tengo ningún hijo y mi marido ha muerto. Enviadme a uno de vuestros hijos y le haré rey». El rey hitita decide acceder esta vez a su petición de enviar a un hijo suyo, pero evidentemente ya es tarde. El momento había pasado. El documento se detiene aquí y sólo nos es dado imaginar el resto de la historia. ¿Llegó a salir el príncipe hitita hacia Egipto y, de ser así, hasta dónde llegó? ¿Tuvo Ai, el nuevo rey, conocimiento de los planes de Ankhesenamón y tomó medidas para hacerlos fracasar? Nunca lo sabremos. En cualquier caso la reina desaparece de la escena y ya nada sabemos de ella. Es un relato fascinante. Si el complot hubiese tenido éxito, Ramsés el Grande no hubiese existido nunca.
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2. EL VALLE Y LA TUMBA El Valle de las Tumbas de los Reyes: el nombre mismo está lleno de encanto. De todas las maravillas de Egipto, no creo que haya ninguna más atractiva a la imaginación que ésta. Aquí, en este valle remoto y solitario, apartado de todo ruido, con el «Cuerno», la mayor de las colinas tebanas erigido en permanente centinela, como una pirámide, por encima de ellos, yacen treinta reyes o más, entre ellos los más grandes que Egipto conoció. Treinta fueron enterrados aquí. Ahora tal vez sólo queden dos: Amenofis II, cuya momia puede el curioso contemplar yaciendo en su sarcófago, y Tutankhamón, que todavía permanece intacto bajo sus capillas de oro. Allí esperamos poder dejarle cuando las exigencias de la ciencia se hayan satisfecho. No es mi propósito hacer una descripción detallada del Valle: ya se ha hecho con exagerada frecuencia en los últimos meses. Sin embargo, me gustaría dedicar algún tiempo a su historia, ya que ésta es esencial para comprender mejor el significado de la tumba de que nos ocupamos. Acurrucada en un rincón del punto más lejano del Valle, medio escondida en un saliente de la roca, está la entrada de una tumba muy poco ostentosa. Es fácil pasarla por alto y recibe pocas visitas, pero tiene especial importancia por haber sido la primera que se construyó en el Valle. Es más que esto: su interés se debe a que representa el experimento de una nueva teoría en el diseño de tumbas. Para el egipcio era de vital importancia que el cuerpo permaneciera inviolado en un lugar construido para ello, y los antiguos reyes habían creído que podían estar seguros de que así fuera construyendo sobre él una auténtica montaña de piedra. También era esencial para el bienestar de la momia que ésta estuviera bien provista para cualquier necesidad y, en el caso de un rey oriental, amante del lujo y la ostentación, es natural qué esto significara un despilfarro en oro y otras riquezas. El resultado es bastante obvio. La misma magnificencia del monumento era su ruina y en el plazo de unas pocas generaciones como máximo, la momia era profanada y el tesoro robado. Se intentaron varias soluciones: se rellenaba el pasadizo de entrada ‒lógicamente el punto débil de una pirámide‒ con monolitos de granito de varias toneladas de peso; se construían galerías falsas; se diseñaban puertas secretas. Se empleó todo lo que el ingenio podía sugerir o la riqueza podía comprar. Fue en vano, ya que con paciencia y perseverancia el ladrón de tumbas consiguió superar en cada caso las dificultades preparadas para confundirle. Un descuido en la ejecución podía dejar un punto peligroso en las defensas mejor planeadas y sabemos que, por lo menos en tumbas de los particulares, los encargados de diseñar la obra incluyeron en ella una entrada para los saqueadores. También fracasaron los esfuerzos destinados a asegurar una guardia para el monumento real. Un rey podía dejar grandes sumas ‒de hecho cada rey lo hizo‒ para el mantenimiento de grandes compañías de oficiales y guardias para la pirámide, pero pasado algún tiempo los mismos oficiales estaban dispuestos a contribuir al saqueo del monumento para cuya guardia se les pagaba, mientras que los legados eran utilizados para otros fines por alguno de los reyes sucesores, como más tarde al final de la dinastía. Al principio de la Dinastía XVIII apenas si había alguna tumba real en todo Egipto que no hubiera sido saqueada, una triste perspectiva para el monarca que escogía el lugar para su última morada. Tutmés I evidentemente lo creyó así y dedicó muchas reflexiones al problema. Como resultado tenemos esta pequeña tumba solitaria en el extremo del Valle. El secreto parecía ser la solución del problema. Ya su predecesor, Amenofis I, había dado un paso en esta dirección, al erigir su tumba a bastante distancia de su templo funerario, en la cumbre de las estribaciones del Drah Abu-l-Negga, escondida bajo una piedra, pero éste era ya un caso extremo. Fue un rompimiento drástico con la tradición y podemos estar seguros de que dudó mucho antes de decidirse. En primer lugar su orgullo se resistiría, ya que el amor a la ostentación estaba muy arraigado en cada monarca egipcio y su tumba era, más que ningún otro, el lugar ideal para demostrarlo. Por otra parte, esta nueva disposición también produciría bastantes inconvenientes a su momia. Los primitivos monumentos funerarios siempre tenían un templo muy próximo al lugar de enterramiento, donde se celebraban las ceremonias correspondientes a las diversas festividades del año y en el cual se presentaban
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ofrendas diariamente. Ahora bien, en este caso no debía de haber ningún monumento sobre la misma tumba y el templo funerario en el que se hacían las ofrendas tenía que estar situado a un kilómetro y medio de distancia aproximadamente, al otro lado de la colina. Ciertamente no era un arreglo conveniente, pero necesario si el secreto de la tumba había de conservarse como tal, y en cuanto a esto el rey Tutmés estaba decidido, ya que era el único medio de escapar al destino de sus predecesores. Tutmés encargó la construcción de esta tumba a Ineni, su jefe de arquitectos, y en la biografía inscrita en la pared de su capilla funeraria, Ineni relata el secreto con que se realizó el trabajo: «Yo fui el superintendente de la excavación de la tumba de Su Majestad en el acantilado. Yo solo, sin ser visto ni oído», dice. Desgraciadamente no nos cuenta nada acerca de los obreros que empleó. Sin embargo, es suficientemente obvio que no se permitiría que un centenar de trabajadores o más estuvieran libres, estando en conocimiento del más preciado secreto del rey y podemos estar seguros de que Ineni encontró algún medio efectivo para mantener sus bocas cerradas. Posiblemente el trabajo fue llevado a cabo por prisioneros de guerra, siendo todos aniquilados al terminarlo. No sabemos durante cuánto tiempo se guardó el secreto de esta tumba en particular. Probablemente no mucho, pues, ¿qué secreto pudo nunca guardarse en Egipto? En la época de su descubrimiento, en 1899, quedaba en ella poco más que el sarcófago de piedra; el rey fue trasladado, por lo que sabemos, primero a la tumba de su hija, Hatshepsut, y luego junto con las demás momias reales a Deir el Bahari. En todo caso, tuviese o no éxito el escondite de la tumba, había establecido una nueva moda y los demás reyes de esta dinastía, así como los de la XIX y XX, fueron todos enterrados en el Valle. La idea del secreto no duró mucho. No podía hacerlo por ley natural y los reyes posteriores parece que aceptaron este hecho y volvieron al antiguo sistema de hacer evidente el lugar de sus tumbas. Como se había establecido la costumbre de colocar todas las tumbas reales en un área restringida, probablemente creyeron que así se evitaba definitivamente el robo de tumbas, pensando que sería en propio provecho del rey reinante ocuparse de que el lugar de las tumbas reales estuviera bien protegido. Si así lo hicieron se engañaron completamente. Sabemos por evidencia interna que la tumba de Tutankhamón fue profanada por los ladrones diez o a lo más quince años después de su muerte. También sabemos por grafitos de la tumba de Tutmés IV que también este monarca cayó en manos de ladrones muy pocos años después de su muerte, ya que encontramos al rey Horemheb en el octavo año de su reinado dando instrucciones a un alto oficial llamado Maya para que «restaure justamente la tumba del rey Tutmés IV en la Valiosa Morada al oeste de Tebas». Los que emprendieron la aventura debieron de ser muy osados; es evidente que llevaban prisa y tenemos razones para creer que fueron sorprendidos en pleno trabajo. Si así fue, tuvieron, sin duda, muertes lentas e ingeniosas. El Valle debe de haber presenciado extrañas escenas y desesperadas aventuras que en él ocurrieron. Podemos imaginarnos planes madurados durante mucho tiempo, la cita en los riscos por la noche, el soborno o drogado de los guardias del cementerio y luego la búsqueda desesperada en la oscuridad, arrastrándose por un estrecho agujero hasta la cámara funeraria; la urgente búsqueda de objetos que fueran transportables, a la débil luz de una antorcha y el regreso a casa al amanecer, cargados con el botín. Podemos imaginar todo esto y al mismo tiempo darnos cuenta de lo inevitable que era. Al disponer para su momia el elaborado y costoso atuendo que él creía indispensable para su dignidad, el rey preparaba su propia destrucción. La tentación era demasiado grande. Riquezas superiores al más avaricioso sueño yacían allí, a disposición del que pudiera encontrar los medios para alcanzarlas y antes o después el profanador de tumbas había de ganar la batalla. Durante varias generaciones, bajo los poderosos reyes de las Dinastías XVIII y XIX, las tumbas del Valle debieron de estar bastante seguras. El saqueo a gran escala hubiera sido imposible sin la colaboración de los oficiales responsables. En la Dinastía XX las cosas cambiaron. El trono estaba en débiles manos, un hecho del que las clases oficiales, como siempre, estaban prontas a
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tomar ventaja. Los guardianes de cementerios se volvieron relajados y poco escrupulosos y una orgía de profanaciones de tumbas parece haber dado comienzo. Éste es un hecho del que tenemos pruebas de primera mano, ya que ha llegado a nosotros una serie de papiros sobre este asunto, fechados en el reinado de Ramsés IX, con informes de investigaciones sobre acusaciones de robos de tumbas, así como relatos de los juicios de los criminales envueltos en ellos. Son documentos de un interés extraordinario. Además de valiosa información sobre las tumbas, obtenemos de ellos algo de lo que carecen sistemáticamente los documentos egipcios, una historia con su elemento humano, y así podemos leer en las mentes de varios oficiales que vivieron en Tebas hace trece mil años. Los principales personajes de esta historia son tres. Khamwese, visir o gobernador del distrito; Peser, alcalde de la parte de la ciudad que se alzaba en la orilla oriental, y Pewero, alcalde del lado occidental, encargado de la guardia de la necrópolis. Los dos últimos, según podemos ver, no estaban en muy buenas relaciones y tenían celos el uno del otro. Por ello a Peser no le supo mal recibir un día informes de profanaciones de tumbas que tenían lugar a gran escala en la orilla occidental. Aquí tenía la oportunidad de poner a su rival en un aprieto, así que se apresuró a informar al visir del asunto dando, algo arriesgadamente, cifras exactas en cuanto al número de tumbas abiertas: diez tumbas reales, cuatro de sacerdotisas de Amón y una larga lista de particulares. Al día siguiente, Khamwese envió a un grupo de oficiales al otro lado del río para hablar con Pewero e investigar sobre la acusación. Los resultados de sus averiguaciones fueron los siguientes: de las diez tumbas reales se encontró que una había sido profanada y se habían realizado intentos en dos más. De las tumbas de las sacerdotisas, dos habían sido saqueadas y dos estaban intactas. Las tumbas de los particulares habían sido robadas todas. Pewero presentaba estos hechos como una vindicación de su administración, una opinión al parecer compartida por el visir. Se admitía únicamente el robo a los particulares, pero esto no era gran cosa: ¿qué pueden importar a gente de nuestra clase las tumbas de los particulares? De las tumbas de las sacerdotisas, dos estaban saqueadas y dos no. Vayan unas por otras y, ¿quién puede quejarse? De las diez tumbas reales mencionadas por Peser sólo una había sido profanada, una entre diez. Así, pues, la historia era falsa de principio a fin. Finalmente vemos a Pewero abandonar la sala, de juicio sin mancha alguna bajo el argumento, al parecer, de que no hay culpa si estando un hombre acusado de diez asesinatos sólo se le encuentra culpable de uno. Para celebrar su triunfo, Pewero reunió al día siguiente a «los capataces, los administradores de la necrópolis, los trabajadores, la policía y todos los empleados del cementerio» y les envió en corporación a la orilla oriental con instrucciones de pasearse en desfile por toda la ciudad, pero en particular por los alrededores de la casa de Peser. Podemos estar seguros de que llevaron a cabo sus órdenes con toda fidelidad. Peser lo soportó cuanto pudo, pero al fin su irritación subió de tono y en un altercado con uno de los oficiales del lado oeste anunció, ante testigos, su intención de informar sobre el asunto al mismo rey. Éste fue un error fatal del que su rival no tardó en aprovecharse. En una carta al visir acusó al desgraciado Peser, en primer lugar, de poner en duda la buena fe de una comisión nombrada por su inmediato superior y, en segundo lugar, de intentar pasar por encima de éste, presentando el caso directamente al rey, un procedimiento ante el cual se horrorizaba el virtuoso Pewero, por ser contrario a la costumbre y subversivo por lo indisciplinado del mismo. Esto fue el fin de Peser. El ofendido visir convocó un juicio al que tuvo que asistir el desgraciado, por ser juez, y en él fue acusado de perjurio y hallado culpable. Éste es un resumen de la historia; pueden encontrarse todos los detalles en el volumen IV, párrafo 499 y ss. del libro Ancient Records of Egypt, de Breasted. Parece bastante claro que el alcalde y el visir estaban implicados en los robos en cuestión. La investigación que hicieron fue evidentemente una farsa, ya que al cabo de un año o dos de la redacción de estos documentos hubo otros casos de saqueo de tumbas, registrados en los archivos de la corte, y por lo menos una de estas tumbas estaba en la lista hecha por Peser. Los principales inspiradores de este grupo de ladrones de cementerio parecen haber sido una
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banda de ocho hombres, cinco de cuyos nombres han llegado hasta nosotros: el tallista Hapi, el artesano Iramen, el campesino Amenemheb, el aguador Kemwese y el esclavo Ehenefer. Se los apresó por fin bajo la acusación de haber profanado la tumba real a que se refería la investigación y tenemos una descripción detallada del juicio. De acuerdo con la tradición se empezó golpeando a los prisioneros «con una doble caña, azotando sus pies y manos» para refrescar sus memorias. Ante tal estímulo hicieron una confesión completa. Las primeras frases de esta confesión están cortadas del texto, pero sin duda describirían cómo los ladrones abrieron un túnel en la roca hasta la cámara funeraria y encontraron al rey y la reina en sus sarcófagos: «Entramos en todos ellos, ella descansaba del mismo modo». El texto continúa: «Abrimos sus ataúdes y las envolturas en que estaban. Encontramos la augusta momia de este rey... Había gran número de amuletos y ornamentos de oro alrededor de su cuello; su cara estaba cubierta con una máscara de oro; la augusta momia de este rey estaba totalmente recubierta de oro. Las envolturas estaban labradas con oro y plata por fuera y por dentro, incrustadas con toda clase de piedras preciosas. Tomamos todo el oro que estaba en la augusta momia de este dios y los amuletos y ornamentos que llevaba al cuello, así como la mortaja en que descansaba. La reina aparecía en una disposición semejante y la despojamos del mismo modo. Quemamos las mortajas. Robamos los objetos que encontramos, vasos de oro, plata y bronce. Hicimos las partes y dividimos el oro que encontramos sobre estos dos dioses, sobre sus momias, así como los amuletos, ornamentos y envolturas en ocho partes.»2 Ante esta confesión se les encontró culpables y se les llevó a la cárcel hasta que el propio rey decidiera su castigo. A pesar de este juicio, y de otros muchos del mismo tipo, las cosas fueron de mal en peor en el Valle. Las tumbas de Amenofis III, Seti I y Ramsés II aparecen en los archivos de la corte por haber sido profanadas y en la dinastía siguiente parece que se abandonó todo intento de proteger las tumbas y vemos cómo se trasladan las momias de los reyes de un sepulcro a otro en un intento desesperado de preservarlas. Ramsés III, por ejemplo, fue desenterrado y enterrado de nuevo por lo menos tres veces durante esta dinastía, y otros reyes cuyo traslado conocemos, incluyen a Ahmes, Amenofis I, Tutmés II e incluso Ramsés el Grande. En el caso de este último, una cartela dice: «Año 17, tercer año de la segunda estación, día 6, día del traslado de Osiris, rey UsermareSetepnere (Ramsés II), de su nuevo entierro, en la tumba de Osiris, el rey Menmareseti (I), por el gran sacerdote de Amón, Paynezem.» Uno o dos reinados más tarde se traslada a Seti I y a Ramsés II de esta tumba y se les vuelve a enterrar en la de la reina Inhapi; y en el mismo reinado tenemos una referencia a la tumba que hemos utilizado como laboratorio este año: «Día del traslado del rey Menpehtire (Ramsés I) desde la tumba del rey Menmareseti (II) para llevarlo a la tumba de Inhapi, que está en el Gran Lugar, donde descansa el rey Amenofis.» No menos de trece de las momias reales fueron a parar en uno u otro momento a la tumba de Amenofis II y se les permitió quedarse en ella. Los otros reyes fueron sacados de sus diversos escondites, trasladados en conjunto fuera del Valle y colocados en una tumba tallada en la roca en Deir el Bahari, muy bien escondida. Esta fue la mejor decisión, ya que accidentalmente se perdió noticia de la situación exacta de la tumba y las momias estuvieron en ella durante casi tres mil años. En estos turbulentos tiempos de las Dinastías XX y XXI no se menciona a Tutankhamón ni su tumba. Esto no significa que escapara al pillaje: su tumba, como ya dijimos, fue profanada a los pocos años de su muerte, pero tuvo la suerte de escapar al descarado saqueo del último período. Por alguna razón los ladrones pasaron de largo de su tumba. Estaba situada en, una parte muy profunda del Valle y una lluvia abundante pudo haber hecho desaparecer todo vestigio de la entrada. O tal vez se deba su salvación al hecho de que justo encima de ella se construyeron unas chozas para el uso de los trabajadores empleados en la construcción de la tumba de un rey posterior. Con la desaparición de las momias termina la historia del Valle, tal como la conocemos a 2
Breasted, Ancient Records of Egypt, Vol. IV, par. 538.
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través de antiguas fuentes egipcias. Quinientos años habían pasado desde que Tutmés I había construido allí su pequeña y modesta tumba y sin duda no hay en todo el mundo un trozo de tierra tan pequeño como éste que tenga una historia de quinientos años de aventuras. A partir de este momento tenemos que imaginar un valle desierto, posiblemente lleno de espíritus para los egipcios, con sus cavernosas galerías expuestas y vacías y muchas de sus entradas abiertas para convertirse en morada de zorras o búhos del desierto o colonias de murciélagos. A pesar de ello, por muy destrozadas, desiertas y desoladas que fueran estas tumbas, su encanto no se había perdido. Todavía era el sagrado Valle de los Reyes y multitud de románticos y curiosos debieron de ir a visitarlo. Algunas de las tumbas fueron incluso reutilizadas en tiempos de Osorkon I (alrededor del 900 a. C.) como enterramiento de sacerdotisas. En los clásicos hay muchas referencias a estos pasadizos excavados en la roca y muchos de ellos eran todavía accesibles al visitante, según vemos por la reprensible manera en que tallaron sus nombres en la roca, como un tal John Smith, en 1878. Un tal Filetarios, hijo de Ammonios, que inscribió su nombre en varios lugares de la tumba en la que comíamos, me intrigó durante todo el invierno, aunque quizá no debiera mencionar este hecho, no sea que parezca que aplaudo las incivilizadas costumbres de los John Smith. Mencionaré una última consideración, antes de que las tinieblas de la Edad Media se asienten sobre el Valle y lo escondan a nuestra vista: hay algo en la atmósfera de Egipto ‒creo que muchos lo han experimentado‒ que dispone la mente a la soledad, y ésta es la razón por la cual, tras la conversión del país al cristianismo, tantos de sus habitantes se volvieron con entusiasmo a la vida del ermitaño. El país mismo se prestaba a ello, con su clima constante, su estrecha faja de tierra cultivable y sus desiertas colinas a ambos lados, incrustadas con cavernas naturales y artificiales. Era fácil obtener abrigo y reclusión a escasa distancia del mundo exterior y de medios de subsistencia normales. En los primeros siglos de la era cristiana debió de haber miles que abandonaron el mundo para adoptar la vida contemplativa y encontramos sus huellas en todos los rincones de las tumbas talladas en la roca de las desiertas colinas. Era difícil que un lugar tan apropiado como el Valle de los Reyes pasara desapercibido, y en los siglos II al IV d. C. encontramos a toda una colonia de anacoretas ocupándolo, utilizando las tumbas abiertas como celdas y transformando una de ellas en iglesia. Ésta es, pues, la última visión que tenemos del Valle en tiempos antiguos y la imagen que se nos aparece es bien incongruente: la magnificencia y el orgullo real habían sido remplazados por humilde pobreza. La «valiosa morada» del rey se había convertido en una celda de ermitaño.
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3. EL VALLE EN ÉPOCA MODERNA Para encontrar la primera descripción del Valle en época moderna hemos de referirnos a la obra de Richard Pococke, un viajero inglés que publicó A Description of the East en varios volúmenes fechados en 1743. Su relato es muy interesante y, considerando la brevedad de su visita, de gran exactitud. Describe así su llegada al Valle: «El jeque me proporcionó caballos y partimos para Biban-el-Meluke y avanzamos aproximadamente un kilómetro y medio hacia el norte, por una especie de calle, a cada lado de la cual la roca, de tres metros de altura, tiene habitaciones talladas en ella, algunas sostenidas por pilastras; como no había señal alguna de edificios privados en la llanura, pensé que en tiempos muy antiguos debieron servir de casas, siendo el primer invento de la tienda, ya que proporcionaban mejor protección para el viento y el frío de la noche. La piedra es de una especie de gravilla y las puertas están talladas a la calle de un modo regular 3. Luego giramos hacia el noroeste, entramos en las altas colinas rocosas y nos encontramos en un valle muy estrecho. Luego volvimos a girar hacia el sur y luego hacia el noroeste, avanzando por entre las montañas durante un kilómetro y medio o dos... Llegamos a una parte más ancha, con una abertura parecida a un anfiteatro y subimos por un estrecho pasadizo con escalones, de unos tres metros, que parece haber sido tallado en la roca, perteneciendo probablemente el antiguo pasadizo al Memnonium, al pie de las colinas; puede que provenga de las grutas en las que entré por el otro lado. A través de este pasadizo llegamos a Biban-el-Meluke o Bab-el-Meluke, esto es, la puerta o patio de los reyes, donde están los sepulcros de los reyes de Tebas»4. La tradición de que hay un pasadizo a través de las colinas hacia la parte del acantilado que da a Deir el Bahari todavía se mantiene entre los nativos e incluso hoy día hay arqueólogos que lo creen así. Sin embargo, no hay base alguna para esta teoría, o muy poca, y desde luego, ninguna prueba de ello. Pococke continúa con un relato sobre las tumbas que eran accesibles en la época de su visita. Menciona catorce en total y casi todas pueden reconocerse por su descripción. Da el plano de cinco de ellas, las de Ramsés IV, Ramsés VI, Ramsés XII, Seti II y la empezada por Tausert y terminada por Sethnakht. De cuatro de ellas ‒Merneptah, Ramsés III, Amenmeses y Ramsés XI‒ sólo dibujó las cámaras y galerías exteriores, siendo las interiores evidentemente inaccesibles; de las otras cinco dice que estaban cerradas5. Es evidente por la narración de Pococke que no pudo extender su visita todo lo que hubiese deseado. El Valle no era un lugar seguro para detenerse, ya que los piadosos anacoretas en cuyas manos había quedado habían sido remplazados por una horda de bandidos que vivían en las colinas de Kurna y aterrorizaban el territorio: «El jeque también tenía prisa por marchar, dice, asustado, según creo, ante la perspectiva de que aquella gente pudiera reunirse si nos quedábamos demasiado tiempo». Estos bandidos tebanos eran famosos y encontramos muchas referencias a ellos en las historias de viajeros del siglo XVIII. Norden, que visitó Tebas en 1737 pero que nunca se acercó al Valle más allá del Rameseum ‒aunque parece haberse considerado afortunado por haber llegado tan lejos‒ los describe así: «Estas gentes ocupan en nuestros tiempos las grutas que tanto abundan en las montañas circundantes. No obedecen a nadie; viven a una altura tal que desde lejos descubren si llega alguien para atacarles. Entonces, si se creen lo bastante fuertes, bajan al llano para defender su terreno; si no, se refugian en las grutas o se retiran al interior de las montañas, adonde nadie desearía seguirles».6 Bruce, que visitó el Valle en 1769, también sufrió a manos de estos bandidos y cuenta las 3 4 5 6
Desde luego parecen casas, pero en realidad se trata de las fachadas de las tumbas del Imperio Medio. Pococke, A Description of the East, Vol. 1, p. 97. Según los grafitos, estas mismas tumbas estuvieron abiertas en época clásica. Los autores griegos se refieren a ellos como pupiyye (syringes), por su forma de caña. Norden, Travels in Egypt and Nubia, traducido por el Dr. Peter Templeman. Londres, 1757.
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drásticas e inútiles medidas tomadas por uno de los gobernadores nativos para limitar sus actividades: «Cierto número de ladrones, muy parecidos a nuestros gitanos, vive en las oquedades de las montañas más arriba de Tebas. Todos viven fuera de la ley, condenados a muerte en caso de ser capturados. Osman Bey, un antiguo gobernador de Girge, decidido a no soportar por más tiempo los desmanes cometidos por esta gente, ordenó reunir gran cantidad de arbustos secos y con sus soldados ocupó el lado de la montaña donde vivía la mayoría de estos miserables: luego ordenó llenar las cuevas con esta leña, a la cual prendió fuego, pereciendo muchos de ellos; sin embargo, han vuelto a reclutar el mismo número desde entonces sin haber cambiado de costumbres»7. Durante esta visita Bruce copió las figuras de los arpistas de la tumba de Ramsés III, que todavía lleva su nombre, pero sus trabajos concluyeron abruptamente. Al averiguar que tenía intención de pasar la noche en la tumba y continuar sus investigaciones por la mañana, sus guías se quedaron aterrados: «Con grandes gritos y muestras de descontento tiraron sus antorchas contra la mayor de las arpas y salieron como pudieron de la cueva dejándonos a mí y a mi gente en la oscuridad; mientras se marchaban hicieron terribles premoniciones de trágicos acontecimientos que iban a caer sobre nosotros cuando hubiesen salido de la cueva». No estaban muy equivocados al tener miedo, como Bruce pudo descubrir al poco tiempo, ya que mientras bajaba del Valle en la creciente oscuridad, fue atacado por una cuadrilla de bandidos que le aguardaban y le tiraron piedras desde la ladera del risco. Con la ayuda de su pistola y de los anticuados pistolones de sus sirvientes consiguió rechazarlos, pero al llegar a su barco decidió que lo más prudente era marcharse en seguida y no intentó repetir su visita. Ni siquiera el mágico nombre de Napoleón bastó para dominar la arrogancia de estos bandidos tebanos, ya que molestaron a los miembros de su comisión científica que visitó Tebas en los últimos días del siglo XVIII e incluso dispararon contra ellos. Sin embargo consiguieron hacer un reconocimiento completo de todas las tumbas abiertas en aquel momento e incluso realizaron algunas excavaciones. Pasemos ahora a 1815 para conocer a uno de los hombres más notables de toda la historia de la egiptología. En los primeros años del siglo, un joven gigante italiano llamado Belzoni se ganaba la vida precariamente en Inglaterra haciendo ejercicios de fuerza en ferias y circos. Nacido en Padua de una respetable familia de origen romano, había aspirado al sacerdocio pero su carácter aventurero unido a los conflictos internos de la Italia de la época le habían llevado a buscar fortuna en el extranjero. Hace poco hemos encontrado una referencia sobre su vida antes de ir a Egipto en uno de los libros de memorias de Smith, en el cual el autor describe cómo junto con un grupo de gente fue levantado en el escenario y llevado a través de él por el «forzudo» Belzoni. Entre sus épocas de circo parece ser que Belzoni estudió ingeniería y en 1815 creyó haber encontrado el modo de hacer una fortuna, introduciendo en Egipto una rueda hidráulica que, según decía, podía hacer cuatro veces más trabajo que el modelo indígena. Con esta idea partió para Egipto, falsificó una carta de presentación para Mohammed Alí, el pacha, e instaló su rueda en el jardín del palacio. Según Belzoni fue un gran éxito, pero los egipcios no quisieron saber nada de ella y se encontró errando por Egipto. Luego, a través del viajero Burchardt consiguió ser presentado a Salt, el cónsul general británico en Egipto y se comprometió con éste para trasladar «el colosal busto de Memnón» (Ramsés II, en la actualidad en el Museo Británico) desde Luxor a Alejandría. Esto ocurrió en 1815, pasando en Egipto los cinco años siguientes, excavando y coleccionando antigüedades, primero para Salt y luego por cuenta propia, en constante disputa con excavadores rivales, en particular con Drovetti, que representaba al cónsul francés. Éstos fueron los días grandes de la excavación. Podía tomarse cualquier cosa de la que uno se encaprichase, fuera un escarabajo o un obelisco, y si había alguna diferencia de opinión con algún otro excavador se aclaraba con una pistola. El relato de las experiencias de Belzoni en Egipto, publicado en 1820, es uno de los libros 7
Bruce, Travels to Discover the Source of the Nile, Vol. I, p. 125.
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más fascinantes de toda la literatura egipcia y me gustaría poder citarlo con detalle ‒por ejemplo, cómo dejó caer un obelisco en el Nilo y lo volvió a pescar, y la historia de sus muchas riñas. Sin embargo, tenemos que reducirnos a su trabajo en el Valle. Descubrió y limpió en él gran número de tumbas, entre ellas las de Ai, Mentuherkepeshef, Ramsés I y Seti I. En la última encontró el magnífico sarcófago de alabastro que se encuentra ahora en el Soane Museum, de Londres. Ésta fue la primera vez que se llevaron a cabo excavaciones en gran escala en el Valle y debemos dar a Belzoni crédito por el modo en que las realizó. Algunos episodios pueden escandalizar al excavador moderno, como por ejemplo, cuando describe su método para atacar las puertas selladas con un ariete, pero en conjunto su trabajo fue de gran calidad. Tal vez convenga hacer notar el hecho de que Belzoni, como todos los que han trabajado en el Valle, creía que había agotado todas sus posibilidades. «Es mi opinión, declara, que en el Valle de Beban el Malook no hay más (tumbas) de las que ahora conocemos como consecuencia de mis últimos descubrimientos; ya que antes de salir de allí utilicé todas mis pobres cualidades al esfuerzo de encontrar otra tumba, pero no tuve éxito; y lo que es una prueba aún más importante e independiente de mis propias investigaciones, después que yo me marché, Mr. Salt, el cónsul británico, estuvo allí cuatro meses y trabajó para encontrar otra, igualmente en vano». En 1820, Belzoni regresó a Inglaterra y expuso sus tesoros, incluyendo el sarcófago de alabastro y una maqueta de la tumba de Seti I, en un edificio construido en Picadilly en 1812, que algunos de nosotros todavía podemos, recordar: el Egyptian Hall. Nunca regresó a Egipto, ya que murió algunos años más tarde en una expedición a Tumbuctú. Durante veinte años después de la época de Belzoni, el Valle fue explorado a fondo y los informes publicados eran gruesos y seguidos. Aquí no tenemos lugar más que para mencionar algunos nombres: Salt, Champollion, Burton, Hay, Head, Rosellini, Wilkinson ‒que numeró las tumbas‒, Rawlinson y Rhind. En 1844, la gran expedición alemana, dirigida por Lepsius, hizo un reconocimiento completo del Valle y limpió la tumba de Ramsés II y parte de la de Merneptah. Después de esto hay un bache; la expedición alemana parecía haber agotado todas las posibilidades y nada de importancia se hizo en el Valle hasta finales del siglo. En este período, sin embargo, ocurrió uno de los hechos más importantes de su historia, y precisamente fuera del Valle. En el capítulo anterior contamos cómo varias de las momias reales fueron recogidas de sus escondites y depositadas juntas en una hendidura de la roca en Deir el Bahari. Allí estuvieron durante casi tres mil años, hasta que en el verano de 1875 fueron encontradas por una familia de Kurna, los Abd-el-Rasul. En el siglo XIII a. C. los habitantes de este pueblo adoptaron por primera vez el oficio de ladrones de tumbas y a él se habían dedicado plenamente desde entonces. Hoy día su actividad se ha reducido mucho, pero todavía buscan a escondidas en rincones apartados y de vez en cuando encuentran un buen filón. En esta ocasión el hallazgo era demasiado grande para poder manejarlo. Era evidentemente imposible sacar todo lo que la tumba contenía, así que toda la familia juró guardar secreto, y sus jefes decidieron dejar el hallazgo donde estaba y sacar de vez en cuando lo necesario al precisar dinero. Aunque parezca imposible, el secreto se guardó durante seis años, y la familia, con una cuenta corriente de más de cuarenta faraones muertos, se enriqueció. Pronto se hizo manifiesto, por los objetos que aparecieron en el mercado, que en alguna parte se había hecho un hallazgo importante de material perteneciente a un rey, pero sólo en 1881 fue posible relacionar la venta le los objetos a la familia Abd-el-Rasul. Incluso entonces fue difícil probar nada. El jefe de la familia fue detenido e interrogado por el mudir de Keneh, el famoso pacha Daoud, cuyos métodos para la administración de justicia eran poco ortodoxos pero efectivos. Naturalmente, aquél negó la acusación y lógicamente todo el pueblo de Kurna se levantó como un solo hombre para declarar que entre la muy honesta comunidad, los de la familia Abd-el-Rasul eran los más honestos. Se le dejó en libertad por falta de pruebas, pero su entrevista con Daoud parece ser que le conmovió. Las entrevistas con Daoud solían tener ese efecto. Uno de nuestros trabajadores más viejos nos contó una experiencia que tuvo en su juventud.
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Se había dedicado a robar y en el ejercicio de su profesión fue apresado y llevado ante el mudir. Era un día caluroso y sus nervios se pusieron en tensión desde un principio al encontrar al mudir relajándose en un enorme recipiente de barro lleno de agua. Daoud le miró, sólo le miró, desde aquel sillón de justicia tan poco convencional, «y mientras sus ojos me atravesaban sentí cómo mis huesos se volvían de agua. Luego, muy suavemente, me dijo: “Ésta es la primera vez que te han traído ante mí. Puedes marcharte, pero ten mucho, mucho cuidado de no hacerlo por segunda vez”, y yo tuve tanto miedo que cambié de oficio y nunca volví a verle». Parece ser que produjo un efecto similar en la familia Abd-el-Rasul, ya que un mes más tarde uno de sus miembros fue a ver al mudir e hizo una confesión completa. La noticia fue telegrafiada a El Cairo inmediatamente. Emile Brugsch Bey fue enviado por el Museo para investigar y hacerse cargo del asunto, y el 5 de julio de 1881 el tan bien guardado secreto le fue revelado. Debió de ser una experiencia sorprendente. Allí, amontonados en una tumba superficial y mal tallada se hallaban los monarcas más poderosos del antiguo Oriente, reyes cuyos nombres eran familiares en todo el mundo, pero que nadie había soñado poder ver jamás. Habían permanecido intactos en el lugar donde unos sacerdotes les habían traído de noche, con prisas y en secreto, tres mil años antes. Sobre sus ataúdes y momias, superpuestos y bien ordenados, estaban los relatos de sus viajes de un escondite a otro. Algunos habían sido envueltos de nuevo y dos o tres habían intercambiado su ataúd por el de otro en uno de tantos traslados. La tumba se vació en cuarenta y ocho horas; en nuestros días no hacemos las cosas con tanta prisa. Se embarcó a los reyes en una lancha del Museo y a los quince días de la llegada de Brugsch Bey a Luxor llegaron a El Cairo y fueron depositados en el Museo. Aunque sea una historia conocida vale la pena repetir que mientras la lancha seguía su curso río abajo los hombres de los pueblos vecinos dispararon sus rifles como si se tratara de un funeral mientras las mujeres marchaban junto a la orilla, mesándose los cabellos y lanzando el agudo y trémulo lamento por los muertos, un grito que sin duda proviene de la época de los mismos faraones. Volvamos al Valle. En 1898, gracias a informaciones proporcionadas por oficiales locales, M. Loret, entonces director general del Servicio de Antigüedades, abrió varias tumbas reales inéditas, tales como las de Tutmés I, Tutmés III y Amenofis II. Esta última fue un descubrimiento de gran importancia. Ya hemos dicho que en la Dinastía XXI, trece momias reales encontraron refugio en la tumba de Amenofis, y fue aquí donde las trece aparecieron en 1898. Sólo quedaban las momias. Las riquezas que habían derrochado con su poder en los funerales habían desaparecido mucho tiempo antes, pero por lo menos se les había evitado la última indignidad. Es cierto que la tumba había sido profanada; fue saqueada y la mayor parte de su ajuar funerario fue robado o roto, pero escapó a la total destrucción sufrida por otras tumbas reales y las momias estaban intactas. El cuerpo del mismo Amenofis yacía todavía en el sarcófago donde había descansado durante más de tres mil años. El gobierno, representado por Sir William Garstin, decidió, muy justamente, no trasladarlo. Se cerró la tumba a piedra y lodo, se destacó un cuerpo de guardia para protegerla y el rey quedó así en paz. Desgraciadamente esta historia tiene una segunda parte. Uno o dos años después del descubrimiento una banda de profanadores penetró en la tumba, sin duda con la colaboración de los guardias, y la momia fue sacada de su sarcófago y registrada en busca de tesoros. El inspector jefe de Antigüedades consiguió localizar a los ladrones y arrestarlos, aunque no pudo conseguir que el tribunal, formado por nativos, los condenara. Todo el proceso, tal como aparece en el informe oficial, le recuerda a uno los de los antiguos robos descritos en el capítulo anterior y hemos de llegar a la conclusión de que en muchos aspectos el egipcio de nuestros días no se diferencia considerablemente de sus antepasados que vivieron en la época de Ramsés IX. De este episodio puede extraerse una moraleja que presentamos a los que critican que saquemos los objetos de las tumbas; al trasladar las antigüedades a los museos de hecho estamos proporcionándoles seguridad. Dejadas in situ, tarde o temprano serían inevitablemente presa de ladrones, y esto, en la práctica, sería su fin. En 1902, un americano, Mr. Theodore Davis, recibió permiso para excavar en el Valle bajo la
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supervisión del gobierno, y a partir de esta fecha trabajó en él durante doce campañas consecutivas. Sus principales hallazgos son conocidos por casi todo el mundo. Incluyen las tumbas de Tutmés IV, Hatshepsut, Siptah, Yuia y Thua ‒bisabuelo y bisabuela de la esposa de Tutankhamón‒, Horemheb y una cripta, aunque no una tumba, destinada al traslado de los restos de Akhenatón desde su primera tumba en Tell el Amarna. En este depósito estaba la momia y el ataúd del rey hereje, una parte muy reducida de su ajuar funerario y piezas de la capilla sepulcral de su madre Tíy. En 1914, el permiso a favor de Mr. Davis pasó a nuestras manos, y así empieza de hecho la historia de la tumba de Tutankhamón.
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4. TRABAJOS PRELIMINARES EN TEBAS Desde mi primera visita a Egipto, en 1890, me obsesionaba la idea de excavar en el Valle, y cuando, invitado por Sir William Garstin y Sir Gastón Maspero, empecé a excavar para Lord Carnarvon en 1907, ambos teníamos el común deseo de conseguir algún día permiso para hacerlo. De hecho, mientras ejercía el cargo de inspector del Departamento de Antigüedades había localizado para Mr. Theodore Davis dos tumbas en el Valle, cuya excavación supervisé, y esto me hizo desear aún más poder trabajar allí con un permiso más oficial. De momento era imposible, y durante siete años excavamos con diversa fortuna en otras áreas de la necrópolis tebana. Los resultados de los primeros cinco años de este período aparecen en Five years Explorations at Thebes, un volumen publicado conjuntamente con Lord Carnarvon en 1912. En 1914, nuestro descubrimiento de la tumba de Amenofis I, en lo alto de las estribaciones del Drah Abu Negga, fijaron nuestra atención sobre el Valle una vez más y aguardamos con impaciencia que se presentara nuestra ocasión. Mr. Theodore Davis, que todavía tenía un permiso, había publicado ya que creía que el Valle estaba completamente agotado en cuánto a hallazgos, y que no era de esperar que aparecieran nuevas tumbas, una afirmación corroborada por el hecho de que en sus dos últimas campañas hizo muy poco trabajo en el Valle, concentrando su tiempo en el acceso al mismo, en el próximo valle en dirección norte, donde esperaba encontrar las tumbas de los reyes sacerdotes y de las reinas de la Dinastía XVIII, y en los montículos que rodean el templo de Medinet Habu. Sin embargo, se resistía a abandonar el yacimiento y sólo en junio de 1914 recibimos la tan deseada concesión. Sir Gastón Maspero, director del Departamento de Antigüedades, que la firmó, estaba de acuerdo con Mr. Davis en que el Valle había sido completamente excavado, y nos dijo con toda franqueza que no creía que mereciese más investigaciones. Sin embargo, nosotros recordamos que casi cien años antes Belzoni había hecho una afirmación semejante y no nos dejamos convencer. Habíamos hecho una minuciosa investigación del yacimiento y estábamos convencidos de que había áreas cubiertas por los desechos de excavaciones anteriores que nunca se habían examinado a fondo. Desde luego, sabíamos que nos esperaba un duro trabajo y que tendríamos que remover varios miles de toneladas de escombros superficiales antes de tener esperanzas de encontrar algo. Pero siempre cabía la posibilidad de vernos premiados con el descubrimiento de una tumba, y si no quedaba ya nada por encontrar, era un peligro que estábamos dispuestos a correr. En realidad había algo más: aun a riesgo de que se nos acuse de pretender haber tenido presentimientos a la luz de los acontecimientos posteriores, debo afirmar que teníamos concretamente la esperanza de encontrar la tumba de un rey, y este rey era Tutankhamón. Para explicar las razones de este presentimiento debemos referirnos a las páginas publicadas por Mr. Davis sobre sus excavaciones. En los últimos días de sus campañas en el Valle había encontrado escondida bajo una roca una copa de cerámica con el nombre de Tutankhamón. También en la misma zona encontró una pequeña tumba de pozo en la que había una estatuilla de alabastro sin nombre, posiblemente de Ai, y una caja de madera rota que contenía fragmentos de planchas de oro con los nombres de Tutankhamón y su esposa. Basándose en el hallazgo de estos fragmentos de oro afirmó haber encontrado el lugar de enterramiento de Tutankhamón. Su teoría carece de base, pues la tumba en cuestión era pequeña e insignificante, de un tipo que podía haber pertenecido a un miembro de la casa real del período Ramesida, pero, evidentemente, impropio como enterramiento de un rey de la Dinastía XVIII. Lógicamente, el material real que se encontró en ella debió de ser colocado allí en un período posterior y no tenía nada que ver con la tumba misma. A poca distancia de esta tumba, en dirección este, había encontrado también en una de sus anteriores campañas (1907-8) un escondrijo enterrado en un agujero irregular tallado en un lado de la roca y que contenía grandes jarras de cerámica con las bocas selladas e inscripciones hieráticas sobre sus costados. Se hizo un rápido examen de su contenido, y como éste parecía consistir principalmente en fragmentos de cerámica, pedazos de lino y otros objetos diversos, Mr. Davis se
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negó a interesarse por ellas y las puso a un lado, colocándolas en el almacén de su casa en el Valle. Allí fueron observadas algún tiempo después por Mr. Winlock, quien inmediatamente se dio cuenta de su importancia. Con el permiso de Mr. Davis se empaquetó toda la colección de jarras, enviándolas al Metropolitan Museum of Art de Nueva York, donde Mr. Winlock hizo un estudio detallado de su contenido, resultando ser de un interés extraordinario. Había sellos de arcilla, algunos con el nombre de Tutankhamón y otros con la impresión del sello de la necrópolis real, fragmentos de vasos de excelente cerámica pintada, chales de lino para la cabeza, uno de ellos con la inscripción de la fecha más tardía que conocemos para el reinado de Tutankhamón, colgantes de flores del tipo llevado por las plañideras, según aparece representado en escenas funerarias, y gran número de otros objetos misceláneos. En conjunto representaban, al parecer, los materiales utilizados durante las ceremonias fúnebres en honor de Tutankhamón, reunidos y posteriormente almacenados en las jarras. Teníamos así tres pruebas de distinto origen: la copa de cerámica hallada bajo una roca, las hojas de oro encontradas en la tumba de pozo y este importante escondrijo de material funerario; todas parecían conectar definitivamente a Tutankhamón con este preciso punto del Valle. Aún puede añadirse otra prueba. Fue cerca de estos hallazgos donde Mr. Davis encontró el famoso escondrijo de Akhenatón. En él aparecieron los restos del rey hereje, trasladados a toda prisa desde Tell el Amarna y escondidos aquí para su seguridad, y podemos estar bastante seguros de que el propio Tutankhamón fue responsable de su traslado y entierro por el hecho de que en él se encontró cierta cantidad de sus sellos de arcilla. Con todas estas pruebas a nuestra disposición estábamos completamente convencidos de que la tumba de Tutankhamón aún no se había localizado y que debía estar situada no muy lejos del centro del Valle. En cualquier caso, la encontráramos o no, creíamos que el examen sistemático y exhaustivo del interior del Valle ofrecía una razonable posibilidad de éxito y estábamos acabando nuestros planes para una elaborada campaña durante 1914-15 cuando empezó la guerra y por el momento tuvimos que dejarlo todo en suspenso. Los trabajos propios de los tiempos de guerra ocuparon mi atención en los años siguientes, pero hubo breves intervalos en los que pude realizar pequeñas excavaciones. En febrero de 1915, por ejemplo, dejé completamente despejado el interior de la tumba de Amenofis III, que había sido excavada en 1799 por M. Devilliers, un miembro de la «Comisión Egipcia» enviada por Napoleón y reexcavada posteriormente por Mr. Theodore Davis. Durante estos trabajos hicimos el interesante descubrimiento de que en principio había sido destinada a Tutmés IV, siendo utilizada, sin embargo, para la reina Tiy, según era evidente por los depósitos de los cimientos, que estaban intactos al otro lado de la entrada, y por otros materiales del interior de la tumba. Al año siguiente, mientras disfrutaba de unas cortas vacaciones, volví a encontrarme envuelto inesperadamente en otros trabajos. La ausencia de oficiales, debida a la guerra y a la desmoralización general producida por la misma, había engendrado, por desgracia, un gran resurgimiento de la actividad de los ladrones de tumbas indígenas y bandas de prospectores corrían en todas direcciones. Una tarde llegó al pueblo la noticia de que se había realizado un hallazgo en una región solitaria y poco frecuentada del lado oeste de la montaña sobre el Valle de los Reyes. Inmediatamente un grupo rival se armó y marchó hacia el lugar y en la animada batalla que siguió el primer grupo fue golpeado y expulsado mientras prometían vengarse. Los notables del pueblo vinieron a verme y me pidieron que hiciera algo para evitar ulteriores problemas. La tarde estaba ya bastante avanzada, así que reuní apresuradamente los pocos trabajadores que habían escapado al reclutamiento de los «Trabajadores para el Ejército», y con los materiales necesarios salimos para el citado lugar una expedición que incluía la escalada de más de 550 m. sobre las colinas de Kurna a la luz de la luna. Cuando llegamos allí era medianoche y el guía me señaló el extremo de una cuerda que colgaba en el vacío, junto a la pared del acantilado. Se podía oír el ruido de los ladrones en pleno trabajo, así que para empezar corté la cuerda, evitando con ello toda posibilidad de escape, y luego, provisto de una fuerte cuerda de mi propiedad, me descolgué por la pared del acantilado.
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Deslizarse por una cuerda a medianoche dentro de la guarida de expertos ladrones de tumbas es un pasatiempo que no carece de animación. Eran ocho los ladrones, y cuando llegué al fondo se produjeron un par de situaciones violentas. Les ofrecí la alternativa de despejar el lugar utilizando mi cuerda o quedarse donde estaban sin ella, y por fin comprendieron y se marcharon. Pasé el resto de la noche en el lugar y tan pronto como amaneció volví a bajar a la tumba para hacer una investigación completa. La situación de la tumba era fuera de lo corriente. La entrada estaba escondida en el fondo de una grieta natural tallada por la erosión del agua, 40 m. por debajo de la cumbre del acantilado y 68 m. sobre el lecho del valle y aparecía tan astutamente disimulada que no podía verse rastro alguno de ella ni por arriba ni por abajo. De la entrada partía un corredor recto que se adentraba en el acantilado unos 17 m., doblando luego varias veces a la derecha; al final un corto pasadizo tallado en pronunciada pendiente conducía a la cámara, de unos 1,67 m 2. Todo estaba lleno de escombros de arriba a abajo, y a través de ellos los ladrones habían escarbado un túnel de unos 28 m. de largo y de una anchura suficiente para permitir a un hombre arrastrarse por él. Era un descubrimiento interesante y podía tratarse de algo importante, así que determiné extraer todo su contenido. Nos tomó veinte días el hacerlo, trabajando día y noche con relevos de los trabajadores, y resultó ser extraordinariamente difícil. El sistema de ganar acceso a la tumba por medio de una cuerda desde el borde del acantilado era poco satisfactorio, ya que, además de resultar peligroso, por otra parte requería una dura escalada desde el valle. Era evidente que sería preferible el acceso desde el fondo del valle, y para ello colocamos poleas en la entrada de la tumba para poder subir o bajar. Incluso así, no era una operación muy cómoda, y yo personalmente siempre me descolgué en una red. Los trabajadores se excitaban más y más al avanzar los trabajos, ya que creían que un lugar tan bien escondido debía contener un gran tesoro y así tuvieron un gran desengaño cuando resultó que la tumba no se había terminado ni ocupado nunca. El único objeto de valor que contenía era un gran sarcófago de arenisca cristalina, inacabado, como la tumba, y con inscripciones que demostraban que había sido destinado a la reina Hatshepsut. Tal vez esta poderosa dama se había hecho construir esta tumba como esposa de Tutmés II. Más tarde, cuando tomó el poder y se convirtió de hecho en monarca, se hizo claramente necesario que tuviera su tumba en el Valle como los otros reyes ‒en realidad yo mismo la localicé allí en 1903‒ y se abandonó la primera. Hubiera sido mejor para ella atenerse al plan original. En este lugar secreto su momia hubiera tenido alguna oportunidad de evitar ser profanada: en el Valle no tenía ninguna. Al convertirse en reina le correspondió el destino de los reyes. En otoño de 1917 empezó nuestra auténtica campaña en el Valle. El problema estaba en saber por dónde empezar, ya que las montañas de escombros desechados por otros excavadores se alzaban en todas direcciones y no se había hecho ninguna relación sobre qué áreas se habían excavado correctamente y cuáles no. Evidentemente, la única solución satisfactoria era excavar sistemáticamente hasta la roca, y sugerí a Lord Carnarvon que tomásemos como punto de partida el triángulo de terreno marcado por las tumbas de Ramsés II, Merneptah y Ramsés VI, el área en que esperábamos que podía estar situada la tumba de Tutankhamón. Era una tarea desesperada, ya que el lugar contenía enormes montones de escombros, pero yo tenía razones para creer que la tierra debajo de ellos estaba intacta y me animaba la firme convicción de que podríamos encontrar allí una tumba. Durante los trabajos de esta campaña extrajimos gran parte de los estratos superiores de esta área y extendimos nuestra excavación hasta el mismo pie de la tumba de Ramsés VI. Aquí encontramos una serie de chozas de trabajadores construidas sobre enormes cantidades de pedruscos de sílex, siendo estos últimos en el Valle generalmente una clara indicación de la proximidad de una tumba. Nuestro primer impulso fue proseguir los trabajos en esta dirección, pero para hacerlo hubiéramos tenido que cortar el acceso a la tumba de Ramsés, una de las más populares del Valle entre los visitantes. Decidimos esperar una oportunidad más conveniente. Hasta aquel momento los únicos resultados de nuestros trabajos eran
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algunos ostraca8, interesantes pero no extraordinarios. Reemprendimos nuestros trabajos en esta región en la campaña de 1919-1920. Nuestra primera necesidad era desembrozar un área para nuestros materiales de desecho y en el curso de estos trabajos preliminares encontramos algunos depósitos pequeños pertenecientes a Ramsés VI, cerca de la entrada de su tumba. Este año nuestro propósito era limpiar el resto del mencionado triángulo, así que empezamos con un numeroso grupo de trabajadores. Cuando Lord y Lady Carnarvon llegaron, en marzo, se habían sacado todos los cascotes y nos disponíamos a profundizar en lo que creíamos era tierra virgen. Pronto tuvimos pruebas de estar en lo cierto, ya que allí encontramos un escondrijo con trece jarras de alabastro con los nombres de Ramsés II y Merneptah, posiblemente procedentes de la tumba de éste. Naturalmente, como esto era lo que más se aproximaba a un buen hallazgo entre todo lo que habíamos encontrado en el Valle, estábamos bastante excitados y recuerdo que Lady Carnarvon insistió en excavar estas jarras ‒unos ejemplares magníficos‒ con sus propias manos. A excepción del terreno cubierto por las chozas de los trabajadores habíamos explorado ya toda el área del triángulo sin encontrar ninguna tumba. Todavía tenía esperanzas, pero decidimos dejar este lugar hasta que, al empezar pronto en otoño, pudiéramos trabajar sin ocasionar inconvenientes a los turistas. Para nuestro próximo intento escogimos el pequeño valle lateral en el que se encuentra la tumba de Tutmés III. Allí pasamos las dos campañas siguientes y, aunque no encontramos nada intrínsecamente valioso, descubrimos un interesante hecho arqueológico. La tumba en que fue enterrado Tutmés III fue encontrada por Loret, en 1898, escondida en una grieta, en un lugar inaccesible de la pared del acantilado. Al excavar en el valle, debajo de éste nos encontramos con el comienzo de una tumba situada a través de los depósitos de los cimientos, en principio destinada al mismo rey. Posiblemente mientras se trabajaba en esta tumba en la parte baja, se le ocurrió a Tutmés, o su arquitecto, que la grieta de la roca era un lugar mejor. Desde luego ofrecía más posibilidades para un escondite, si es que éste fue el motivo del cambio; sin embargo, la explicación más plausible sería que uno de los torrenciales chubascos que caen ocasionalmente sobre Luxor pudo haber inundado la tumba que estaba en la parte baja, sugiriendo a Tutmés la idea de que su momia encontraría un descanso más confortable en un nivel más alto. En un lugar cercano, a la entrada de una tumba abandonada, encontramos los cimientos de la tumba de su esposa, Merytrehatshepsut, hermana de la gran reina del mismo nombre. Si de ello debemos concluir que estuvo allí enterrada, es un punto oscuro, ya que sería contrario a la tradición encontrar una reina en el Valle. En cualquier caso un oficial tebano, Sennefer, se apropió más tarde de la tumba. Ya habíamos trabajado en el Valle durante varias campañas con escasos resultados y discutimos mucho sobre si debíamos continuar allí o buscar un yacimiento más productivo en alguna otra parte. Después de estos años sin éxito, ¿era lógico que continuáramos? Mi opinión era que mientras quedara un solo lugar por explorar, valía la pena correr el riesgo. Es cierto que se puede encontrar menos en el Valle que en cualquier otro lugar de Egipto, pero, por otra parte, si se da un golpe de suerte, uno se recupera de años y años de trabajos infructuosos. Además la combinación de pedruscos de sílex y chozas de trabajadores al pie de la tumba de Ramsés VI estaba por investigar, y yo había tenido siempre una especie de creencia supersticiosa de que en aquella parte del Valle podía aparecer uno de los reyes que no se habían localizado, tal vez Tutankhamón. Desde luego, la estratificación de los materiales en aquel lugar parecía indicar la presencia de una tumba. Así, pues, decidimos dedicar una última campaña al Valle, comenzando pronto para cortar el acceso a la tumba de Ramsés VI si era necesario, en una época en que causara menos inconvenientes a los visitantes. Esto nos trajo a nuestra actual campaña, cuyos resultados todo el mundo conoce. 8
Fragmentos de cerámica y lascas de caliza usadas para hacer esquemas y para escribir.
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5. EL HALLAZGO DE LA TUMBA En la historia del Valle, tal como me he esforzado en demostrar en los capítulos precedentes, no ha faltado nunca el elemento dramático, y en este último episodio la tradición se ha mantenido. Véanse sino las circunstancias: iba a ser nuestra última campaña en el Valle. Habíamos excavado allí durante seis campañas completas y cada una de ellas había terminado en nada; trabajamos durante meses al máximo esfuerzo sin encontrar nada y sólo un excavador sabe lo desesperado y deprimente que esto puede ser. Ya casi nos habíamos convencido de nuestra derrota y nos preparábamos para dejar el Valle y probar suerte en otro lugar. Y entonces, apenas habíamos dado el primer golpe de azada en un último esfuerzo desesperado, cuando hicimos un descubrimiento que excedía en mucho nuestros sueños más exagerados. Estoy seguro de que nunca en la historia de una excavación se ha condensado toda una campaña en el espacio de cinco días. Voy a intentar explicar toda la historia. No será fácil, ya que la dramática rapidez del descubrimiento inicial me dejó como aturdido, y los meses que han pasado han estado tan llenos de incidentes que apenas he tenido tiempo para pensar. Ponerlo por escrito me dará tal vez la oportunidad de comprender lo que ha ocurrido y lo que significa. Llegué a Luxor el 28 de octubre y para el primero de noviembre ya había reunido mi equipo y estaba preparado para empezar. Nuestra excavación anterior había terminado cerca de la esquina nordeste de la tumba de Ramsés VI y empecé la trinchera en dirección sur a partir de este punto. Se recordará que en esta zona había algunas cabañas para obreros pobremente construidas, usadas tal vez por los que trabajaron en la tumba de Ramsés. Estas chozas, de un metro de alto, aproximadamente, por encima de la roca, cubrían toda el área en frente de la tumba de Ramsés y continuaban en dirección sur hasta otro grupo similar de cabañas en el extremo opuesto del Valle, descubiertas por Davis en conexión con su trabajo en el escondrijo de Akhenatón. En la tarde del 3 de noviembre habíamos descubierto el número de cabañas suficientes para fines experimentales, así que después de levantar los planos y tomar notas las derribamos y nos dispusimos a sacar el metro de tierra que había debajo de ellas. Apenas había llegado a la excavación al día siguiente (4 de noviembre) cuando un extraño silencio, producido por la detención de los trabajos, me hizo dar cuenta de que había ocurrido algo fuera de lo común. Se me recibió con la noticia de que se había descubierto un escalón tallado en la roca bajo la primera cabaña que se había derruido. Parecía demasiado bueno para ser verdad, pero el agrandamiento de la abertura nos aclaró que estábamos de hecho en la entrada de un profundo corte en la roca, unos cuatro metros por debajo de la entrada de la tumba de Ramsés VI y a una profundidad similar a la del nivel actual del Valle. El corte era del tipo de entrada con escalera subterránea, tan común en el Valle, y yo casi me atreví a esperar que habíamos encontrado finalmente una tumba. El trabajo continuó febrilmente durante todo aquel día y la mañana del siguiente, pero sólo el 5 de noviembre por la tarde conseguimos retirar la gran masa de escombros que cubría el corte y pudimos demarcar los bordes superiores de la escalera por sus cuatro lados. Entonces quedó claro, por encima de toda duda, que nos encontrábamos ante la entrada de una tumba; sin embargo, aún teníamos la incertidumbre nacida de desengaños anteriores. Siempre cabía la terrible posibilidad, sugerida por nuestra experiencia en el Valle de Tutmés III, de que la tumba estuviera a medio hacer, sin haber sido concluida ni usada. Incluso si hubiera sido terminada aún podía ser que la hubieran saqueado en época antigua. Pero, por otra parte, también podía tratarse de una tumba intocada o sólo parcialmente saqueada, y con mal reprimida excitación contemplé los escalones que descendían cada vez más, saliendo a la luz uno por uno. El corte estaba tallado en la ladera de un montículo, y al progresar los trabajos, el borde occidental retrocedía bajo el saliente de la roca hasta quedar primero en parte y luego totalmente cubierto, convirtiéndose en un pasadizo de unos 3 m. de alto por 1,8 m. de ancho. El trabajo avanzaba ahora más rápidamente; un escalón seguía a otro y al nivel del duodécimo, hacia la puesta del sol, descubrimos la parte superior de una puerta tapiada, enyesada y sellada.
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¡Una puerta sellada! Así, pues, era cierto. Nuestros años de paciente trabajo iban a quedar recompensados después de todo. Creo que mi primer sentimiento fue de contento por el hecho de que mi fe en el Valle no había sido injustificada. Con una excitación que se convirtió en ardor febril busqué los sellos de la puerta, en busca de pruebas sobre la identidad del dueño del lugar, pero no pude encontrar nombre alguno. Los únicos descifrables eran el conocido sello de la necrópolis real, el chacal y nueve cautivos. Sin embargo, dos cosas eran claras: en primer lugar, el empleo del sello real era una prueba evidente de que la tumba había sido construida para un personaje de gran categoría. En segundo lugar, el hecho de que la puerta sellada estaba completamente tapada por las cabañas de los trabajadores de la Dinastía XX, construidas encima de ella, era una prueba suficientemente evidente de que no había sido tocada por lo menos a partir de aquella época. De momento tenía que conformarme con aquello. Mientras examinaba los sellos noté que en el dintel de madera muy dura que había en la parte superior de la puerta, parte del yeso se había caído. Para asegurarme del método por el que se había bloqueado la puerta hice un agujero debajo de ésta lo bastante grande para colocar una linterna, y descubrí que el pasadizo detrás de la puerta estaba completamente relleno de piedras y escombros desde el techo hasta el suelo, siendo ésta una prueba adicional del sumo cuidado con el que se había protegido la tumba. Era un momento emocionante para un excavador. Tras años de trabajo más bien improductivo, me encontraba completamente solo, a excepción de mis trabajadores nativos, en el umbral de lo que podía resultar un descubrimiento fantástico. Al otro lado del pasadizo podía encontrarse literalmente cualquier cosa y necesité de toda mi fuerza de voluntad para no abrir la puerta e intentar averiguarlo en aquel mismo momento. Un hecho me sorprendía, y era la pequeñez de la abertura en comparación con otras tumbas corrientes en el Valle. El diseño era evidentemente de la Dinastía XVIII. ¿Podía tratarse, acaso, de la tumba de un noble enterrado allí con autorización real?; ¿era un escondrijo, un lugar secreto al que se había trasladado la momia de un rey y su tesoro por motivos de segundad?, ¿o era la tumba de un rey, lo que yo había estado buscando durante tantos años? Una vez más examiné las marcas de los sellos en busca de la clave, pero en la parte de la puerta que habíamos descubierto hasta aquel momento sólo estaban claros para su interpretación los de la necrópolis real mencionados más arriba. Si hubiera sabido entonces que unos pocos centímetros más abajo estaba la huella clara y característica del sello de Tutankhamón, el rey que yo más deseaba encontrar, hubiese continuado y, lógicamente, hubiera descansado mejor aquella noche, ahorrándome casi tres semanas de incertidumbre. Sin embargo, era tarde y la oscuridad se nos venía encima. Contra mis deseos, volví a tapar el agujero que había hecho, rellené nuestra trinchera como protección para las horas de la noche, escogí los obreros más dignos de confianza, que estaban tan excitados como yo, para vigilar la tumba durante toda la noche y me dirigí a casa cabalgando Valle abajo a la luz de la luna. Naturalmente mi deseo era continuar con nuestra limpieza hasta averiguar el verdadero alcance del descubrimiento, pero Lord Carnarvon estaba en Inglaterra y, en atención a él, tenía que retrasar el asunto hasta que pudiera venir. En consecuencia, la mañana del 6 de noviembre le envié el siguiente cablegrama: «Finalmente he hecho descubrimiento maravilloso en Valle, una tumba magnífica con sellos intactos; recubierto hasta su llegada; felicidades». Mi tarea siguiente fue proteger la puerta contra posibles interferencias hasta que llegara el momento de abrirla de nuevo. Lo conseguimos rellenando la excavación hasta el nivel del terreno y colocando encima los grandes bloques de sílex de que se componían las cabañas de los obreros. El mismo día, por la tarde, exactamente cuarenta y ocho horas después del descubrimiento del primer escalón del tramo, habíamos terminado esta operación: la tumba había desaparecido. Por lo que atañía a la apariencia del terreno, allí no había existido ninguna tumba, y a veces me costaba convencerme de que no había soñado aquel episodio. Sin embargo, pronto pude tener certeza de ello. Las noticias viajan muy rápido en Egipto, y a
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los dos días del descubrimiento cayeron sobre mí felicitaciones, consultas y ofrecimientos de ayuda continuamente y de todas direcciones. Incluso en este estadio inicial quedó claro que se me presentaba un trabajo que no podía acometer por mí mismo, así que telegrafié a Callender, que me había ayudado en ocasiones anteriores, preguntándole si le era posible unirse a mi equipo inmediatamente, y para alivio mío llegó al día siguiente. El día 8 recibí dos mensajes de Lord Carnarvon respondiendo a mi cable. El primero decía: «Posiblemente venga pronto», y el segundo, llegado algo más tarde, «Propongo llegar Alejandría el 20». Así pues teníamos quince días de tiempo y los destinamos a hacer varios tipos de preparativos a fin de que cuando llegara el momento de abrir de nuevo la tumba fuésemos capaces de resolver cualquier situación que se produjera con el menor retraso posible. La noche del día 18 fui a El Cairo para pasar tres días, a fin de recibir a Lord Carnarvon y hacer algunas compras necesarias, regresando a Luxor el día 21. Lord Carnarvon llegó el 22 acompañado por su hija, Lady Evelyn Herbert, la devota compañera de toda su labor en Egipto, y así todo estuvo dispuesto para que empezara el segundo capítulo del descubrimiento de la tumba. Callender había trabajado todo el día para quitar la capa superior de escombros, a fin de que al día siguiente pudiéramos pasar a la escalera sin ningún retraso. El día 24 por la tarde la escalera estaba al descubierto, dieciséis escalones en total, pudiendo hacer entonces un examen adecuado de la puerta sellada. Las huellas de los sellos eran mucho más claras en la parte inferior y pudimos descifrar en varios de ellos sin dificultad el nombre Tutankhamón. Esto añadió un enorme interés al descubrimiento. Si, como parecía casi seguro, habíamos encontrado la tumba de aquel monarca oscuro cuya ocupación del trono coincidía con uno de los períodos más interesantes de toda la historia de Egipto, entonces sí que teníamos buenas razones para felicitarnos. Con mayor interés, si es que era posible, volvimos a examinar la puerta. Aquí apareció el primer elemento inquietante. Ahora que toda la puerta había quedado expuesta a la luz, fue posible discernir un hecho que se nos había escapado hasta el momento: que había habido dos aperturas. Además vimos que el sello que apareció primero, con un chacal y nueve cautivos, se había aplicado a las partes selladas de nuevo mientras que los de Tutankhamón cubrían la parte intocada de la puerta y eran, por tanto, aquellos con los que se había asegurado originariamente la tumba. Así pues, ésta no estaba completamente intacta, como hubiéramos deseado. Los profanadores habían entrado más de una vez y, según lo demostraban las cabañas encima de la tumba, en una fecha no posterior al reinado de Ramsés VI, pero el hecho de que la hubieran sellado de nuevo demostraba que no la habían saqueado del todo9. Luego se presentó otro enigma. En los estratos inferiores de los escombros que llenaban la escalera encontramos grandes cantidades de fragmentos de cerámica y cajas, las últimas con los nombres de Akhenatón, Semenkhare y Tutankhamón, y, lo que era mucho más perturbador, un escarabeo de Tutmés III y un fragmento con el nombre de Amenofis III. ¿Por qué esta mezcla de nombres? El balance de las pruebas hasta aquel momento parecía indicar un escondite más que una tumba y en este estado de la investigación nos inclinamos a creer que estábamos a punto de encontrar una colección de objetos misceláneos de la Dinastía XVIII traídos a Tell el Amarna por Tutankhamón y depositados aquí para su mayor seguridad. Así estaban las cosas el día 24 por la tarde. Al día siguiente íbamos a sacar la puerta sellada, así que Callender puso a los carpinteros a trabajar en la construcción de una pesada verja de madera para colocarla en su lugar. Mr. Engelbach, inspector jefe del Departamento de Antigüedades, nos visitó durante la tarde y fue testigo de parte de la limpieza final de los cascotes que había frente a la puerta. El día 25 por la mañana se anotaron y fotografiaron cuidadosamente las impresiones de los sellos de la puerta y luego quitamos lo que la bloqueaba, que consistía en pedruscos alineados 9
Por pruebas encontradas más tarde, vimos que el segundo sellado no podía haber tenido lugar más tarde del reinado de Horemheb, o sea de unos diez a quince años después del entierro.
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cuidadosamente desde el suelo hasta el dintel y cubiertos de una gruesa capa de yeso en su cara exterior, en la cual aparecían las impresiones de los sellos. Así quedó al descubierto el comienzo de un pasadizo descendente, no una escalera, de la misma anchura que la escalera de entrada y de casi 2,15 m. de altura. Como ya había descubierto por el agujero de la puerta, estaba completamente lleno de piedras y cascotes, probablemente procedentes de su misma excavación. El relleno, al igual que la puerta, mostraba señales evidentes de que la tumba había sido abierta y cerrada más de una vez, consistiendo la parte no tocada en cascotes blancos y limpios mezclados con polvo mientras que la parte removida era principalmente de sílex oscuro. Era evidente que se había abierto un túnel irregular en el relleno original, esquina superior izquierda, cuya posición correspondía con la del agujero de la puerta. Mientras despejábamos el pasadizo encontramos, junto a los cascotes de los niveles inferiores, fragmentos de cerámica, precintos de jarras, jarras de alabastro enteras y rotas, vasos de cerámica pintada, numerosos trozos de objetos pequeños, y pieles para llevar agua, estas últimas evidentemente utilizadas para transportar el agua necesaria para enyesar las puertas. Eran estas pruebas evidentes de pillaje y las contemplamos con recelo. Por la noche habíamos descubierto una parte considerable del pasadizo pero aún no se veía señal alguna de una segunda puerta o de una cámara. El día siguiente (26 de noviembre) fue el mejor de todos, el más maravilloso que me ha tocado vivir y ciertamente como no puedo esperar volver a vivir otro. El trabajo de limpieza continuó toda la mañana, forzosamente despacio a causa de los objetos delicados mezclados con el relleno. Luego, a media tarde encontramos una segunda puerta sellada a unos diez metros de la puerta exterior, casi una réplica exacta de la primera. La marca de los sellos era menos clara en este caso pero todavía se podía identificar como los de Tutankhamón y la necrópolis real. También aquí había pruebas claras sobre el yeso de una apertura y sellado. Para entonces nos hallábamos firmemente convencidos de que estábamos a punto de dar con un escondrijo y no con una tumba. La disposición de la escalera, el pasadizo de entrada y las puertas nos recordaban forzosamente al escondrijo con material de Akhenatón y Tiy encontrado por Davis muy cerca de nuestra excavación y el hecho de que los sellos de Tutankhamón aparecían también allí parecía ser prueba casi cierta de que no nos equivocábamos en nuestras conjeturas. Pronto lo íbamos a saber. Allí estaba la puerta sellada y detrás la respuesta a nuestra pregunta. Despacio, desesperadamente despacio para los que lo contemplábamos, se sacaron los restos de cascotes que cubrían la parte inferior de la puerta en el pasadizo y finalmente quedó completamente despejada frente a nosotros. El momento decisivo había llegado. Con manos temblorosas abrí una brecha minúscula en la esquina superior izquierda. Oscuridad y vacío en todo lo que podía alcanzar una sonda demostraba que lo que había detrás estaba despejado y no lleno como el pasadizo que acabábamos de despejar. Utilizamos la prueba de la vela para asegurarnos de que no había aire viciado y luego, ensanchando un poco el agujero coloqué la vela dentro y miré, teniendo detrás de mí a Lord Carnarvon, Lady Evelyn y Callender que aguardaban el veredicto ansiosamente. Al principio no pude ver nada ya que el aire caliente que salía de la cámara hacía titilar la llama de la vela, pero luego, cuando mis ojos se acostumbraron a la luz, los detalles del interior de la habitación emergieron lentamente de las tinieblas: animales extraños, estatuas y oro, por todas partes el brillo del oro. Por un momento, que debió parecer eterno a los otros que estaban esperando, quedé aturdido por la sorpresa y cuando Lord Carnarvon, incapaz de soportar la incertidumbre por más tiempo, preguntó ansiosamente: «¿Puede ver algo?», todo lo que pude hacer fue decir: «Sí, cosas maravillosas». Luego, agrandando un poco más el agujero para que ambos pudiésemos ver, colocamos una linterna.
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6. INVESTIGACIÓN PRELIMINAR Supongo que muchos excavadores confesarían haber sentido asombro, casi desconcierto, al penetrar en una cámara cerrada y sellada por manos piadosas tantos siglos antes. En aquel momento el tiempo como factor de la vida humana perdía todo significado. Han pasado tres o cuatro mil años quizá desde que un pie humano pisó por última vez el suelo en que uno está y, sin embargo, al notar las señales recientes de vida a su alrededor ‒el recipiente medio lleno de argamasa para tapiar la puerta, la lámpara ennegrecida, la huella de un dedo sobre la superficie recién pintada, la guirnalda de despedida arrojada sobre el umbral‒ uno siente que podría haber sido ayer. El mismo aire que se respira, que no ha cambiado a través de los siglos, se comparte con aquellos que colocaron la momia allí para su descanso eterno. Pequeños detalles de este tipo destruyen el tiempo y uno se siente como un intruso. Ésta es tal vez la primera sensación y la más dominante. Pero pronto vienen otras: el entusiasmo por el descubrimiento, la fiebre de lo incierto, el impulso casi irresistible, nacido de la curiosidad, de romper los sellos y abrir las tapas de los cofres, la idea de que uno está a punto de escribir una página de la historia o de resolver problemas de investigación, alegría inmensa del erudito, y, ¿por qué no decirlo?, la tensa expectación del buscador de tesoros. ¿Pasaron todos estos pensamientos por nuestras mentes en aquel momento o lo hemos imaginado más tarde? No podría decirlo. Esta digresión la ha ocasionado el descubrimiento de que mi memoria estaba vacía, no el simple deseo de añadir un final dramático. Estoy seguro de que nunca en toda la historia de las excavaciones se había visto un espectáculo tan sorprendente como el que nos revelaba la luz de la linterna. Las fotografías que se han publicado desde entonces se tomaron más tarde, cuando ya se había abierto la tumba e instalado en ella luz eléctrica. Dejaré que el lector se imagine la apariencia de los objetos mientras los contemplábamos desde nuestra mirilla de la puerta tapiada, proyectando desde ella el haz de luz de nuestra linterna ‒la primera luz que cortaba la oscuridad de la cámara en tres mil años‒ de un grupo de objetos a otro en un vano intento de interpretar el alcance del tesoro que yacía ante nosotros. El efecto era abrumador, impresionante. Supongo que nunca supimos qué es lo que habíamos esperado o deseado ver en nuestras mentes, pero sin duda que nunca hubiéramos soñado algo así: una habitación ‒parecía un museo‒ repleta de objetos, algunos de ellos familiares pero otros como nunca habíamos visto, amontonados unos sobre otros con una profusión aparentemente interminable. Gradualmente la escena se aclaró y pudimos distinguir los objetos por separado. En primer lugar, justo frente a nosotros ‒habíamos sido conscientes de su presencia todo el rato pero nos negábamos a creerlo‒ había tres sofás dorados cuyos lados estaban tallados en forma de animales monstruosos, de cuerpo curiosamente reducido para que cumplieran su cometido, pero con cabezas de sorprendente realismo. Estas bestias hubieran parecido extrañas en cualquier otra ocasión: vistas como lo hicimos nosotros, con sus brillantes superficies doradas destacando en la oscuridad como si tuvieran un halo propio gracias a nuestra linterna y sus cabezas proyectando sombras deformes y grotescas sobre la pared del fondo, eran casi aterradoras. Junto a ellos, a la derecha, dos estatuas reclamaron y obtuvieron nuestra atención: dos figuras negras de tamaño natural de un rey, una frente a la otra como centinelas, con faldellín y sandalias de oro, armados con un mazo y un báculo y llevando sobre la frente la cobra sagrada como protección. Éstos fueron los objetos principales que primero nos llamaron la atención. Había muchísimos más entre ellos, a su alrededor e incluso amontonados encima de ellos: cofres exquisitamente pintados e incrustados, vasos de alabastro, algunos de ellos tallados con diseño en relieve; extrañas capillas negras, con una gran serpiente dorada que nos contemplaba desde la puerta abierta de una de ellas; ramos de flores o de ramas; sillas bellamente trabajadas; un trono de oro con incrustaciones; un montón de curiosas cajas blancas de forma ovoide y báculos de todas formas y tamaños. Ante nosotros, en el mismo umbral de la cámara, había una hermosa copa de alabastro
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transparente; a la izquierda, un confuso montón de carros derribados, destellantes por el oro y las incrustaciones, y asomando por detrás de ellos, otro retrato de un rey. Éstos eran algunos de los objetos que yacían delante de nosotros. No puedo estar seguro de si los notamos todos al mismo tiempo, ya que nuestras mentes estaban demasiado excitadas y confusas para registrar con precisión los acontecimientos. Pronto se hizo claro en nuestras aturulladas mentes que entre esta mezcla de objetos que teníamos delante no había señal alguna de un ataúd o de una momia y la tan debatida cuestión de si era una tumba o un escondrijo empezó a intrigarnos de nuevo. Teniendo en cuenta esta cuestión volvimos a examinar la escena que teníamos delante y entonces observamos, por primera vez, que entre las dos figuras negras de los centinelas, a la derecha, había otra puerta sellada. La explicación se aclaró gradualmente. Estábamos tan sólo en el umbral de nuestro descubrimiento. Lo que veíamos no era más que una antesala. Tras la guardada puerta debía de haber otras cámaras, o tal vez una serie de ellas, y en una de ellas, sin duda, encontraríamos a un faraón yaciente en la magnífica pompa de la muerte. Ya habíamos visto bastante y nuestros cerebros empezaron a agitarse ante la idea de la tarea que teníamos ante nosotros. Volvimos a cerrar el agujero, pusimos un candado en la verja de madera que habíamos colocado en la primera puerta, dejamos de guardia a nuestros capataces nativos, subimos a los burros y cabalgamos valle abajo hacia casa, subyugados y extrañamente silenciosos. Es curioso recordar lo conflictivo de nuestras ideas acerca de lo que habíamos visto al hablar de todo aquello por la noche. Cada uno de nosotros había notado algo que los otros no habían visto y nos sorprendió descubrir al día siguiente lo numerosos y visibles que eran los objetos en los que no habíamos reparado. Naturalmente, lo que más nos intrigaba era la puerta sellada entre las dos estatuas y hasta bien entrada la noche discutimos sobre las posibilidades de lo que podía haber detrás de ella. ¿Una sola cámara con el sarcófago del rey? Esto era lo mínimo que podíamos esperar. Pero, ¿por qué sólo una cámara? ¿Por qué no una serie de pasadizos y cámaras que condujeran, según es habitual en el Valle, al recinto más recóndito, la cámara sepulcral? Podía ser así, pero el trazado de esta tumba era completamente distinto al de las demás. Visiones de cámaras y más cámaras, todas repletas de objetos como la que habíamos visto, cruzaron nuestras mentes dejándonos sin aliento. Luego volvimos a pensar en la posibilidad de saqueadores. ¿Habrían conseguido penetrar en la tercera puerta? ‒vista a distancia parecía intacta‒, y, de ser así, ¿qué oportunidades teníamos de encontrar inviolada la momia del rey? Creo que todos nosotros dormimos muy poco aquella noche. A la mañana siguiente (27 de noviembre) fuimos a la excavación temprano, ya que había mucho que hacer. Antes de continuar con nuestro reconocimiento era esencial que nos procuráramos algún método de iluminación, así que Callender empezó a tender cables para conectarnos con el sistema central de iluminación del Valle. Mientras se preparaba esto tomamos notas detalladas de las huellas de sellos que había en la puerta interior y luego retiramos lo que la bloqueaba. Al mediodía todo estaba a punto y Lord Carnarvon, Lady Evelyrt, Callender y yo entramos en la tumba e hicimos una inspección cuidadosa de la primera cámara (llamada más tarde la antecámara). La tarde anterior yo había escrito a Mr. Engelbach, el inspector jefe del Departamento de Antigüedades, poniéndole al corriente del estado de los trabajos y pidiéndole que viniese e hiciera la inspección oficial. Desgraciadamente se encontraba en aquel momento en Kena por asuntos oficiales, así que el inspector local de Antigüedades, Ibraham Effendi, vino en su lugar. A la luz de las potentes lámparas se hicieron visibles muchos detalles que nos habían parecido oscuros el día anterior y pudimos hacer un cálculo más aproximado del alcance de nuestro descubrimiento. Naturalmente nuestro primer objetivo era la puerta sellada entre las estatuas, y en este punto nos aguardaba una desilusión. Vista desde lejos tenía la apariencia de un bloque absolutamente intacto, pero un examen a corta distancia reveló el hecho de que se había abierto una pequeña brecha cerca del borde inferior, lo bastante grande como para dejar pasar a un muchacho o a un hombre de complexión pequeña. Este agujero había sido tapado y sellado posteriormente. Así, pues, no éramos los primeros. También aquí nos habían precedido los ladrones y sólo nos faltaba
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por ver el daño que habían tenido la oportunidad o el tiempo de hacer. Nuestro primer impulso fue derribar la puerta y llegar de una vez al fondo de la cuestión, pero hacerlo así hubiera encerrado un serio riesgo que no estábamos dispuestos a correr. Tampoco podíamos apartar los objetos para hacer más espacio, ya que se imponía hacer un plano y un estudio fotográfico completo antes de tocar nada y ésta era una tarea que requería gran cantidad de tiempo, incluso si hubiéramos tenido suficiente material disponible ‒que no lo teníamos‒ para llevarla a cabo inmediatamente. De mala gana decidimos reservar la apertura de esta puerta sellada hasta que hubiésemos sacado todo el contenido de la antecámara. Haciéndolo así no sólo podíamos estar seguros de hacer una relación científica completa de la cámara exterior, tal como era nuestra obligación, sino que tendríamos más espacio para remover el bloque de la puerta, una operación arriesgada en el mejor de los casos. Habiendo satisfecho en parte nuestra curiosidad acerca de la puerta sellada podíamos ahora volver nuestra atención al resto de la cámara y hacer un examen mucho más detallado de los objetos que contenía. Era, desde luego, una experiencia asombrosa. Aquí, encajados estrechamente en este pequeño recinto, había montones de objetos, cada uno de los cuales nos hubiera llenado de excitación en circunstancias normales y hubiera sido considerado una buena recompensa a toda una campaña de trabajos. Algunos eran de un tipo que nos era bien conocido. Otros eran nuevos y extraños y en algunos casos constituían ejemplares completos y perfectos de objetos cuya apariencia se había adivinado hasta el momento a través de las indicaciones dadas por insignificantes fragmentos hallados en otras tumbas reales. Tampoco era la cantidad lo que hacía tan sorprendente el hallazgo. El período al que pertenece la tumba corresponde a la época más interesante en muchos aspectos de toda la historia del arte egipcio y estábamos dispuestos a ver cosas hermosas. Para lo que no estábamos preparados era para la sorprendente vitalidad y animación que caracterizaba a algunos de los objetos. Para nosotros era una revelación de las insospechadas posibilidades del arte egipcio e incluso en este apresurado estudio preliminar nos dimos cuenta de que el análisis del material comportaría una modificación, sí no una revolución completa, de todas nuestras ideas anteriores. Sin embargo, éste es asunto a esclarecer en el futuro. Cuando hayamos limpiado toda la tumba y tengamos todo el contenido ante nuestros ojos, podremos obtener una idea más clara de sus valores artísticos exactos. Una de las primeras cosas que notamos en nuestra inspección es que todos los objetos grandes y casi todos los pequeños tenían inscrito el nombre de Tutankhamón. También eran suyos los sellos grabados en la puerta interior y suya por lo tanto, sin duda alguna, la momia que debía haber detrás de ella. A continuación, mientras estábamos llamándonos el uno al otro con excitación, yendo de un objeto a otro, se produjo un nuevo descubrimiento. Mirando debajo del sofá que estaba más al sur de los tres vimos un pequeño agujero irregular en la pared. Aquí había otra puerta sellada y un agujero hecho por los saqueadores que nunca se había reparado, en contraste con los demás. Nos deslizamos cuidadosamente debajo del sofá, colocamos una lámpara portátil y allí, ante nuestros ojos, había otra cámara, más pequeña que la primera, y aún más llena de objetos. El estado de esta habitación interior (llamada posteriormente anexo) rehuye simplemente toda descripción. En la antecámara había habido un intento de poner orden después de la visita de los ladrones, pero aquí reinaba la misma confusión en que la habían dejado. No hacía falta gran imaginación para verlos en plena tarea. Uno de ellos ‒posiblemente no cabía más de uno‒ se había arrastrado dentro de la cámara, y allí había saqueado rápida, pero sistemáticamente, todo su contenido, vaciando cofres, apartando objetos, amontonándolos unos sobre otros y de vez en cuando pasando a sus compañeros alguno a través del agujero para que lo examinaran en la cámara exterior. Había hecho un trabajo tan a fondo como un terremoto. Ni un solo centímetro del suelo estaba vacío y será una tarea complicada saber por dónde empezar cuando llegue el momento. Hasta ahora no hemos intentado entrar en esta cámara, contentándonos con tomar nota de su contenido desde fuera. Contiene cosas muy bonitas, en su mayor parte de menor tamaño que las de la antecámara, pero muchas de ellas de exquisita artesanía. Algunos objetos, en especial, han quedado en mi memoria:
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una caja pintada, aparentemente tan preciosa como la de la antecámara; una maravillosa silla de marfil, oro, madera y cuero; vasos de alabastro y cerámica de hermosas formas y un tablero de juego tallado en marfil de colores. Creo que el descubrimiento de esta segunda cámara, con su apiñado contenido, tuvo un efecto tranquilizador sobre nosotros. Hasta entonces la excitación se había apoderado de nosotros, sin darnos una pausa para reflexionar, pero ahora por primera vez empezamos a darnos cuenta de la fantástica tarea a la que nos enfrentábamos y de las responsabilidades que suponía. Éste no era un hallazgo corriente con el que pudiéramos disponer en una campaña normal; tampoco había ningún precedente que pudiera servirnos de guía. Era algo de lo que no se tenía experiencia, algo aturdidor y por el momento pareció como si hubiera allí tanto por hacer que ningún medio humano pudiera llevarlo a cabo. Además, el alcance de nuestro descubrimiento nos había tomado por sorpresa y estábamos completamente desprevenidos para manejar la multitud de objetos que había delante de nuestros ojos, muchos de ellos en condición precaria y necesitados de un cuidadoso tratamiento de preservación antes de que pudiéramos tocarlos. Había un sinfín de cosas por hacer antes de que pudiéramos empezar siquiera la limpieza. Teníamos que preparar un gran depósito de líquidos de preservación y material de embalaje; había que recabar la opinión de los expertos sobre la mejor manera de tratar algunos de los objetos; teníamos que proveernos de un laboratorio en algún lugar seguro y a cubierto donde los objetos pudieran ser tratados, catalogados y empaquetados; teníamos que hacer un buen plano a escala y tomar un reportaje fotográfico completo mientas todo estaba todavía en su sitio; también teníamos que obtener una habitación oscura para el revelado. Éstos eran algunos de los problemas que se nos planteaban. Era evidente que lo primero que teníamos que hacer era proteger la tumba contra posibles robos. Sólo entonces podríamos tranquilizarnos lo suficiente como para empezar a hacer proyectos, proyectos que sabíamos que esta vez abarcarían no sólo una campaña sino dos como mínimo y posiblemente tres o cuatro. Teníamos ya nuestra verja de madera a la entrada del pasadizo, pero esto no era suficiente y tomé las medidas de la puerta interior para hacer otra de gruesas barras de acero. Hasta que tuviéramos hecho esto ‒y para ello y otros asuntos era imprescindible que yo fuera a El Cairo‒ teníamos que tomarnos el trabajo de llenar la tumba una vez más. Mientras tanto la noticia del descubrimiento se había extendido como fuego, y en el extranjero se daban toda clase de informes extraordinarios y fantásticos acerca de él. Una de las versiones que tuvo más éxito entre los nativos era que tres aeroplanos habían aterrizado en el Valle y salido con destino desconocido cargados de tesoros. Para desacreditar en lo posible estos rumores decidimos hacer dos cosas: primero, invitar a Lord Allenby y a los distintos jefes de los departamentos a los que concernía el asunto a venir a visitar la tumba, y segundo, enviar un relato autorizado del descubrimiento al Times. Consecuentemente el día 29 tuvimos una apertura oficial de la tumba, a la que asistieron Lady Allenby ‒Lord Allenby, desgraciadamente, no pudo salir de El Cairo‒, Abd el Aziz Bey Yehia, gobernador de la provincia, Mohamed Bey Fahmy, mamur del distrito y cierto número de nobles y autoridades egipcias y el día 30 Mr. Tottenham, consejero del Ministerio de Obras Públicas y M. Pierre Lacau, director general del Servicio de Antigüedades, que no habían podido asistir el día anterior, hicieron su inspección oficial. El corresponsal del Times, Mr. Merton, también estuvo presente en la apertura oficial y envió la crónica que tanto alboroto produjo en nuestro país. El 3 de diciembre, después de cerrar la puerta de entrada con pesados tablones, se llenó la tumba hasta ras del suelo. Lord Carnarvon y Lady Evelyn marcharon el día 4 hacia Inglaterra para tomar allí varías disposiciones como preparación antes de volver a incorporarse a la campaña; y el día 6 les seguí a El Cairo para hacer mis compras, dejando a Callender al cuidado de la tumba en mi ausencia. Mi primera preocupación fue la verja de acero y la encargué el mismo día que llegué por la mañana, prometiéndome que se me entregaría a los seis días. Me tomé con más calma los otros encargos, que eran de muy diferente carácter, ya que incluían material fotográfico, productos
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químicos, un automóvil, cajas de embalaje de todas clases, y treinta y tres balas de percal, más de un kilómetro y medio de guata e igual cantidad de vendajes. Estaba dispuesto a estar siempre provisto de los dos últimos, por ser ambos muy necesarios e importantes artículos. Mientras estuve en El Cairo tuve tiempo suficiente para reflexionar sobre la situación y se me hizo cada vez más claro que necesitábamos ayuda a gran escala si teníamos que llevar a cabo el trabajo en la tumba de forma satisfactoria. Lo que necesitábamos antes y más urgentemente era en el campo de la fotografía, ya que nada podía hacerse hasta que hubiésemos hecho un buen reportaje fotográfico, tarea que requería una habilidad técnica del más alto nivel. Uno o dos días después de mi llegada a El Cairo recibí un telegrama de felicitación de Mr. Lythgoe, conservador del Departamento de Egiptología del Metropolitan Museum of Art, de Nueva York, que tenía una concesión territorial en Tebas, muy próxima a la nuestra, estando separados solamente por una cordillera, y en mi respuesta le pregunté, algo tímidamente, si sería posible contar con la ayuda de su experto en fotografía, Mr. Harry Burton, por lo menos para las emergencias más inmediatas. Como respuesta me cablegrafió inmediatamente, y su telegrama debería ser anotado como ejemplo de desinteresada colaboración científica: «Más que encantado de ayudar en cualquier manera posible. Por favor, llame a Burton o a cualquier otro miembro de nuestro personal». Este ofrecimiento fue refrendado más tarde de la manera más generosa por el Consejo de Administración y el director del Metropolitan Museum, y a mi regreso a Luxor me puse de acuerdo con mi amigo Mr. Winlock, director de las excavaciones de la concesión de Nueva York, que iba a ser el más perjudicado por el arreglo, no sólo sobre la cesión de Mr. Burton, sino para que Mr. Hall y Mr. Hauser, dibujantes de la expedición, pudieran pasar todo el tiempo necesario para hacer un dibujo a gran escala de la antecámara y su contenido. Otro miembro del equipo de Nueva York, Mr. Mace, director de la excavación de la pirámide de Lisht, estaba también disponible y nos telegrafió a sugerencia de Mr. Lythgoe para ofrecernos su ayuda. De este modo no menos de cuatro miembros del equipo de Nueva York estuvieron total o parcialmente asociados al trabajo de esta campaña. Sin su generosa ayuda hubiera sido imposible llevar a cabo tan enorme tarea. Tuve otro golpe de suerte en El Cairo. Mr. Lucas, director del Departamento de Química del Gobierno Egipcio, disfrutaba de tres meses de permiso antes de retirarse definitivamente del gobierno y se ofreció generosamente para poner sus conocimientos a nuestra disposición durante estos tres meses, oferta que, ni que decir tiene, me apresuré a aceptar. Así quedó completo nuestro equipo de trabajo normal. Además de esto el doctor Alan Gardiner se ofreció amablemente para todo el material con inscripciones que pudiera aparecer, y el profesor Breasted en un par de visitas que nos hizo nos ayudó mucho en la difícil tarea de descifrar las impresiones de los sellos. El 13 de diciembre la verja de acero estaba terminada y yo había hecho ya todas las compras necesarias. Regresé a Luxor y el día 15 todo llegó al Valle en perfectas condiciones, debiéndose la pronta entrega de los paquetes a que fueron expedidos sin demora por cortesía de los oficiales del ferrocarril estatal egipcio, que permitieron que viajaran en el expreso en lugar del lento tren de carga. El día 16 abrimos la tumba una vez más y el 17 la verja de acero fue colocada en la puerta de la cámara y estuvimos preparados para empezar. El día 18 empezó el trabajo, haciendo Burton sus primeros experimentos en la antecámara y empezando Hall y Hauser el plano. Dos días más tarde llegó Lucas, quien empezó inmediatamente a hacer toda clase de experimentos sobre materiales de conservación para varios objetos. El día 22, como resultado del clamor levantado, se permitió a la prensa europea y local ver la tumba, incluyéndose en el permiso cierto número de notables de Luxor que habían quedado decepcionados al no recibir una invitación a la apertura oficial. En aquella ocasión sólo habíamos podido invitar a un número muy limitado de personas, dada la dificultad de procurar la integridad de los objetos en el reducido espacio disponible. Mace llegó el 25, y dos días más tarde, estando lo suficientemente avanzados los trabajos de fotografía y planos, trasladamos el primer objeto fuera de la tumba.
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7. INSPECCIÓN DE LA ANTECÁMARA En este capítulo me propongo hacer un reconocimiento de los objetos de la antecámara, y creo que el lector se hará una idea más aproximada de las cosas si lo hago sistemáticamente, sin saltar de aquí para allá, desde un extremo de la habitación al otro, que es lo que, lógicamente, nosotros hicimos en la excitación del primer momento del descubrimiento. Era una habitación pequeña, de unos 8 por 3,6 metros, y teníamos que pisar con cuidado, porque, aunque los capataces nos habían preparado un pequeño pasillo en el centro, un solo paso en falso o movimiento súbito hubiera podido causar un daño irreparable a algunos de los delicados objetos que nos rodeaban. Frente a nosotros, en el umbral sobre el que tuvimos que saltar para penetrar en la cámara, había una hermosa copa para hacer rogativas. Estaba hecha de alabastro puro semitransparente, con asas en forma de flor de loto a cada lado, que sostenían unas figuras arrodilladas que simbolizaban la eternidad. A la derecha, según se entraba, observamos en primer lugar una gran jarra cilíndrica de alabastro; luego, dos ramilletes funerarios hechos de hojas, uno apoyado en la pared, el otro caído; y frente a ellos, ya dentro de la cámara, un cofre de madera pintada. Este último posiblemente resultará ser uno de los tesoros de mayor valor artístico de la tumba y durante nuestra visita nos costó mucho apartarnos de él. Su exterior estaba recubierto de estuco; sobre esta preparación había una serie de diseños de brillantes colores, exquisitamente pintados: en los paneles curvos de la tapa había escenas de caza, en unos lados escenas de guerra y en otros, representaciones del rey en forma de león, pisando a sus enemigos. Las descripciones pueden dar sólo una idea muy débil de la delicadeza de las pinturas, que sobrepasa la de cualquier objeto del mismo tipo que se haya producido nunca en Egipto. Ninguna fotografía puede hacerle justicia, ya que incluso en el original se necesita una lupa para apreciar debidamente los menores detalles, tales como el punteado del pelaje de los leones o las decoraciones de los arreos de los caballos. Hay otro hecho notable acerca de las escenas pintadas en este cofre. Los temas y el tratamiento son egipcios y, sin embargo, dan la impresión de algo que extrañamente no es egipcio y por nada del mundo puede uno explicar exactamente dónde está la diferencia. Nos hacen recordar muchas cosas, por ejemplo las más finas miniaturas persas; hay también una ligera semejanza con Benozzo Gozzoli, debido, tal vez, a los brillantes ramilletes de flores que llenan los espacios secundarios. El contenido de la caja se encontraba en un desorden inesperado. Encima de todo había un par de sandalias de mimbre y papiro y una túnica real cubierta por completo por una decoración de cuentas y de lentejuelas de oro. Debajo había otras túnicas decoradas, una de las cuales tenía cosidas más de tres mil rosetas de oro; había también tres pares de sandalias para uso oficial, ricamente labradas en oro, una almohadilla dorada para apoyar la cabeza y otros objetos diversos. Ésta fue la primera caja que abrimos y nos intrigó la extraña variedad de su contenido, por no hablar del modo en que los objetos estaban aplastados y amontonados. La explicación apareció más tarde, como veremos en el próximo capítulo. A continuación, omitiendo algunos pequeños objetos sin importancia, llegamos a la pared opuesta (norte) de la cámara. Aquí estaba la tentadora puerta sellada y, a cada lado, montando guardia en la entrada, las estatuas de madera del rey, de tamaño natural, que ya hemos descrito. Eran figuras extrañas e impresionantes, incluso como las vimos nosotros, medio escondidas por los objetos que las rodeaban. Tal como están ahora, en la cámara vacía, sin nada frente a ellas que pueda distraer la atención y la capilla de oro medio visible tras ellas a través de la puerta abierta, tienen una apariencia impresionante, casi angustiosa. Originalmente estaban arropadas con chales de lino que debían aumentar el efecto. Hay otro detalle interesante que mencionar acerca de esta pared. A diferencia de las otras paredes de la cámara, toda su superficie estaba cubierta de estuco y un cuidadoso examen nos reveló que toda ella no era más que un tabique, es decir, que era simplemente un muro de partición. Volviendo ahora a la pared más larga de la cámara (oeste), encontramos que estaba cubierta en toda su longitud por los tres grandes sofás con paneles laterales zoomorfos, curiosos muebles que
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conocíamos por las ilustraciones de las pinturas de las tumbas, pero de los que no se había encontrado ningún ejemplar hasta ahora. El primero tenía cabeza de león, el segundo de vaca y el tercero de un animal medio hipopótamo y medio cocodrilo. Estaban cortados en cuatro partes para facilitar su transporte. El armazón del asiento se enganchaba a los lados por medio de ganchos y armellas y los pies de los animales encajaban en un pedestal calado. Como es habitual en las camas egipcias, cada uno de ellos tenía un panel en la parte de los pies, pero ninguno en la cabecera. Por encima, debajo y alrededor de estos sofás había una mezcla de objetos más pequeños, algunos bien atados y otros amontonados precariamente unos sobre otros. De ellos sólo mencionaré aquí los más importantes, para ser breve. Apoyado en el sofá que estaba más al norte, el de las cabezas de león, había una cama de ébano y cuerda tejida con un panel en el que estaban exquisitamente tallados unos dioses familiares. Apoyados en ella había una colección de bastones de mando de elaborada decoración, un carcaj lleno de flechas y cierto número de arcos compuestos. Uno de ellos estaba recubierto de oro y decorado con bandas de inscripciones y motivos animales a base de granulado de increíble finura, una obra maestra de orfebrería. Otro, un arco de composición doble, tenía tallada a cada lado la figura de un cautivo, dispuesta de tal modo que su cuello servía de muesca para la cuerda, hecho con la «agradable» idea de que cada vez que el rey usaba el arco estrangulaba a un par de cautivos. Entre la cama y el sofá había cuatro candelabros de bronce y oro de un tipo completamente inédito, uno de los cuales tenía todavía el pábilo de lino trenzado en la taza para el aceite y también había un vaso de alabastro para libaciones, de fascinante labra, y un cofre cuya tapa, con paneles decorados con fayenza de color azul turquesa y oro, estaba caída a un lado. Este cofre, según vimos luego en el laboratorio, contenía un buen número de objetos valiosos, entre los cuales destacaba una túnica sacerdotal de piel de leopardo decorada con estrellas de oro y con una cabeza de leopardo dorada, incrustada con vidrios de colores. También había un escarabeo muy grande, bellamente trabajado en oro y lapislázuli; una hebilla hecha de láminas de oro con una decoración de varias escenas de caza aplicadas con granulado de minúsculo tamaño; un cetro de oro macizo y lapislázuli; gargantillas de bellos colores y collares de cerámica y un puñado también de anillos de oro macizo envueltos en un lienzo de lino, de los que volveremos a hablar más adelante. Debajo del sofá, en el suelo, había un gran baúl hecho a base de una bella combinación de ébano, marfil y madera rojiza y que contenía cierto número de vasitos de alabastro y vidrio; había también dos capillas de madera negra, cada una con la figura de una serpiente dorada, emblema y estandarte del décimo nomo del Alto Egipto (Afroditopolis), una encantadora sillita con paneles decorados con ébano, marfil y oro, demasiado pequeña para que la usara alguien que no fuera un niño, dos taburetes plegables con incrustaciones de marfil y una caja de alabastro con incisiones rellenas de pigmentos. Frente al sofá había una caja alargada de marfil y madera pintada de blanco sobre una base con diseños calados y con una tapa de charnelas. El contenido estaba muy revuelto. Encima de todo había camisas y ropa interior del rey, todo arrugado y apretujado formando un amasijo, mientras que debajo, más o menos en orden sobre el fondo de la caja, había bastones, arcos y gran cantidad de flechas cuyas puntas habían sido cortadas y robadas para aprovechar el metal. En principio, posiblemente la caja sólo contenía bastones, arcos y flechas, incluyendo no sólo los que estaban sobre la cama, ya mencionados, sino también buen número de otros que estaban esparcidos en varios rincones de la cámara. Algunos de los bastones eran de gran artesanía. Uno de ellos terminaba en curva y en ella aparecían las figuras de un par de cautivos, atados de pies y manos, uno africano y el otro asiático, con las caras talladas en ébano y marfil, respectivamente. La figura del último es una obra de punzante realismo. En uno de los bastones se conseguía un gran efecto decorativo con un diseño hecho a base de minúsculas escamas iridiscentes en forma de elitros de escarabajos, mientras que en otros la decoración consistía en aplicaciones de cortezas de árbol policromadas. Con estos bastones había un látigo de marfil y cuatro medidas de un codo. A la izquierda del sofá, entre éste y el siguiente, había un tocador y una colección de hermosos tarros
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para perfumes, tallados en alabastro. Esto es todo en cuanto al primer sofá. El segundo, el de las cabezas de vaca, que quedaba frente a nosotros según entrábamos en la cámara, estaba aún más recubierto por los objetos. Apiñada precariamente en él había otra cama de madera, pintada de blanco, y sobre ésta, también en equilibrio, había una silla de mimbre, de apariencia y diseño, muy modernos, así como un taburete de madera roja. Bajo la cama, apoyados en el armazón del sofá, había, entre otras cosas, un taburete blanco de adorno, una curiosa caja redonda hecha de chapas de marfil y ébano, así como dos sistra dorados, instrumentos musicales generalmente asociados con Hathor, la diosa de la alegría y la danza10. El espacio central por debajo de estos objetos lo ocupaban un montón de cajas oviformes de madera que contenían patos rellenos y otras ofrendas alimenticias. Frente a este sofá, en el suelo, había dos cajas de madera. Sobre la tapa de una de ellas había una gargantilla y una serie de anillos. La mayor tenía un contenido interesante y variado. En la tapa había una inscripción en caracteres hieráticos, con una lista de diecisiete objetos de lapislázuli. Dentro de ella encontramos sólo dieciséis vasos de libación de fayenza azul, apareciendo el decimoséptimo en el otro lado de la cámara. Además de ellos, dispuestos sin cuidado alguno, había otros vasos de fayenza, un par de bumeranes de electro, decorados con fayenza azul en los extremos, un hermoso cofre de pequeño tamaño, tallado en marfil, un colador para vino, de calcita, un vestido de tapicería, muy elaborado, y la mayor parte de un corpiño. Este último, que tendré ocasión de describir con detalle en el capítulo 10, se componía de varios miles de piezas de oro, vidrio y fayenza y creo que, cuando lo hayamos limpiado y reunamos todas sus piezas, resultará ser el objeto más imponente producido en Egipto entre todos los de su clase. Entre este sofá y el tercero, ladeada descuidadamente sobre el costado, había una magnífica silla de madera de cedro, de elaborada y delicada talla, con adornos de oro. Llegamos ahora al tercer sofá, el que está flanqueado por los dos extraños animales compuestos, cuya boca abierta mostraba dientes y lengua de marfil. Sobre él se alzaba en solitario un gran cofre de tapa redondeada, de armazón de ébano y paneles pintados de blanco. Originalmente este baúl se destinaba a ropa interior. Todavía contenía algunas piezas ‒taparrabos, etc., muchas de las cuales estaban dobladas y arrolladas en pequeños fardos, muy bien dispuestos 11. Bajo este sofá había otro de los grandes tesoros artísticos de la tumba, tal vez el mayor que hemos sacado hasta ahora: un trono recubierto de oro de arriba a abajo y ricamente adornado con vidrio, fayenza y piedras incrustadas. Las patas, de forma felina, culminaban en cabezas de león, de una fuerza y simplicidad fascinante. Los brazos estaban formados por magníficas serpientes coronadas y aladas y entre las varillas que formaban el respaldo había seis cobras protectoras, trabajadas en madera, oro e incrustaciones. Sin embargo, la pieza magistral del trono era el panel del respaldo, al que no dudo de calificar como de objeto más bello encontrado hasta ahora en Egipto. La escena se desarrolla en uno de los salones de palacio, una habitación decorada con pilares adornados con guirnaldas de flores, frisos de uraei (cobras reales) y dados de paneles escorzados convencionalmente. En el techo hay un agujero a través del cual el sol proyecta hacia la tierra sus rayos vivificantes y protectores. El propio rey está sentado en actitud poco convencional sobre un trono acolchado, cruzando su brazo sobre el respaldo. Frente a él está la juvenil figura de la reina que, al parecer, da los últimos toques al atuendo del rey; con una mano sostiene una jarrita de perfume o ungüento y con la otra unge cuidadosamente el hombro del rey, o añade un toque de perfume a su collar. Se trata de una pequeña composición muy familiar y simple, pero también muy llena de vida y sentimiento y con gran sentido del movimiento. El colorido del panel es extraordinariamente vivo y efectivo. La cara y otras partes expuestas del cuerpo, tanto del rey como de la reina, son de vidrio rojo y los tocados, de brillante fayenza color turquesa. Los vestidos son de plata, oxidada por los años hasta tomar un tono mate maravilloso. Las coronas, collares, chales y otros detalles ornamentales del panel están todos 10 Éstos son dos de los atributos de Hathor. Hay muchos más 11 Al entrar en la tumba los confundimos por rollos de papiro.
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incrustados con vidrio y fayenza, cornerina y un material hasta ahora desconocido ‒calcita fibrosa transparente, colocados sobre pasta coloreada, con una apariencia similar al vidrio millefiori. Las láminas de oro con las que está recubierto el trono sirven de trasfondo. En su estadio original, cuando el oro y la plata estaban frescos y nuevos, el trono debía resultar una visión completamente deslumbradora ‒demasiado tal vez para el hombre occidental, acostumbrado a cielos parduscos y tonos neutros. Hoy día, algo rebajados por el deslustre de la aleación, presenta un conjunto de color extraordinariamente atractivo y armonioso. Aparte de su mérito artístico, el trono es un importante documento histórico, ya que las escenas representadas en él son auténticas muestras de las vacilaciones político-religiosas del reinado. En su concepción original ‒según señalan los brazos humanos que salen del disco solar del panel del respaldo‒ se basan en la adoración de Atón, puramente al estilo de Tell el Amarna. Las cartelas, sin embargo, están mezcladas de forma curiosa. En algunas de ellas el elemento Atón ha sido borrado y sustituido por la forma Amón, mientras que en otras el Atón permanece intacto. Como mínimo puede decirse que es curioso que un objeto que llevaba signos de herejía tan manifiestos fuese enterrado públicamente aquí, en la fortaleza de la fe de Amón y tal vez no se deba pasar por alto que precisamente en esta parte del trono había restos de una funda de lino. Parece ser que el retorno de Tutankhamón a la antigua fe no fue completamente debido a sus convicciones. Tal vez consideró que el trono era un objeto demasiado valioso para destruirlo y lo guardó en una de las estancias privadas del palacio, o tal vez es posible que el cambio de los nombres de Atón fuera suficiente para apaciguar a los sectarios y que no hubiera necesidad de guardarlo en secreto. Sobre el asiento del trono había un taburete para los pies que originalmente debió de estar frente a él, hecho de madera dorada y fayenza azul oscuro, con los paneles superior y laterales representando a prisioneros atados y postrados. Esta era una actitud convencional, muy corriente en Oriente ‒«hasta que ponga a tus enemigos a tus pies», canta el salmista‒ y estamos seguros de que en algunas ocasiones lo convencional se convirtió en hecho real. Frente al sofá había dos taburetes, uno de simple madera pintada de blanco, el otro de ébano, marfil y oro, con patas talladas en forma de cabeza de pato y con la parte superior imitando una piel de leopardo, con garras y manchas de marfil, el mejor ejemplar de su clase que se conoce. Detrás de éste, apoyados en la pared sur de la cámara, había varios objetos importantes. Primero había una caja en forma de capilla, con puertas cerradas por medio de pestillos de marfil. Estaba completamente recubierta de gruesas láminas de oro y en él, en delicado bajorrelieve, había una serie de paneles pequeños mostrando, con estilo deliciosamente ingenuo, algunos episodios de la vida diaria del rey y la reina. La nota dominante en todas las escenas es la de una delicada relación amistosa entre marido y mujer, es decir, la despreocupada cordialidad que caracteriza a la escuela de Tell el-Amarna y no nos sorprende, descubrir que las cartelas reflejan también el cambio de Atón a Amón. En la capilla había un pedestal que mostraba haber sostenido originalmente una estatuilla; es posible que fuese de oro, un objeto demasiado conspicuo para que los ladrones lo pasaran por alto. También contenía un collar de enormes cuentas de oro, cornerina, feldespato verde y vidrio azul, del que pendía un gran colgante en forma de una diosa-serpiente muy rara; también había porciones considerables del corpiño al que nos referimos en la descripción de una de las cajas mencionadas anteriormente. Junto a esta capilla había una gran estatuilla shawahti del rey, cincelada, dorada y pintada, y un poco más allá, asomando tras el cuerpo caído de un carro, una estatua de forma peculiar cortada súbitamente a nivel de cintura y codos. Era de tamaño natural y tenía él cuerpo pintado de blanco imitando, evidentemente, una camisa; es bien posible que se trate de un maniquí al que se probaban los vestidos y tal vez los collares del rey. En la misma sección de la cámara había otro tocador y piezas dispersas de un baldaquín o capilla de oro. Estas piezas eran de construcción muy ligera y estaban hechas para que encajaran la una en la otra. El baldaquín era, probablemente, para viajar, llevándolo en el equipaje real hasta cualquier lugar adonde fuera el rey, pudiendo montarse en un instante para protegerle del sol.
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El resto de la pared sur y toda la del oeste, hasta la entrada, estaba ocupada por piezas de por lo menos cuatro carros, amontonados en terrible confusión, habiendo sido volcados evidentemente por los ladrones mientras iban de aquí para allá, en sus esfuerzos por llevarse las partes más valiosas de la decoración de oro que los cubría. Sin embargo, la culpa no era sólo suya. El pasadizo de entrada era demasiado estrecho para permitir el paso de los carros completos, así que para hacerlos llegar a la cámara, se había cortado los ejes en dos, desmontando y amontonando las ruedas y colocando por separado los cuerpos desmembrados de los carros. Se nos presenta una tarea prodigiosa para volver a montar y restaurar estos carros, pero los resultados serán suficientemente valiosos para justificar todo el tiempo empleado en ellos. Estaban cubiertos de oro de arriba abajo y cada centímetro estaba decorado ya fuera con diseños y escenas cincelados en oro o con dibujos incrustados con vidrios de colores y pedrería. Las piezas de madera de los carros se encuentran en buen estado y sólo necesitan una ligera restauración, pero los arreos de los caballos y otras piezas de cuero son cuestión aparte, ya que el cuero sin curtir ha sido afectado por la humedad, convirtiéndose en un pegamento negro y de aspecto desagradable. Por fortuna estas piezas de cuero estaban en su mayor parte recubiertas de oro y a través de esta decoración, que se ha conservado bien, esperamos podremos reconstruir los arneses. Mezclados con las piezas de los carros había diversos objetos menores, entre ellos jarras de alabastro, más bastones y flechas, sandalias de cuentas, cestas y un juego de cuatro espantamoscas de pelo de caballo con empuñaduras de madera dorada, en forma de cabeza de león. Hemos hecho así un recorrido completo por la antecámara, que parece bastante extenso y, sin embargo, consultando nuestras notas, descubrimos que de los seiscientos o setecientos objetos que contenía sólo hemos mencionado menos de cien. Sólo un catálogo completo hecho con nuestras fichas de archivo nos daría una idea aproximada del alcance del descubrimiento, pero está fuera de lugar en este volumen. Deberemos limitarnos a una descripción más o menos sumaria de los principales hallazgos y dejar para publicaciones posteriores un estudio detallado de los objetos. En todo caso, sería imposible intentar un trabajo de este tipo en este momento, ya que nos esperan meses y tal vez años de trabajo de restauración, si debemos tratar el material como merece. También debemos recordar que hasta ahora sólo nos hemos ocupado de una cámara. Todavía hay otras habitaciones interiores que no hemos tocado y en ellas esperamos encontrar tesoros que superen aquellos de los que trata este capítulo.
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8. VACIANDO LA ANTECÁMARA Sacar los objetos de la antecámara fue como jugar con un gigantesco castillo de naipes. Estaba tan repleta que era extremadamente difícil mover un objeto sin correr un riesgo serio de dañar otro y en algunos casos los objetos estaban embarullados de una manera tan inextricable que tuvimos que idear un complejo sistema de puntales y soportes para sostener un objeto o grupo de objetos en su lugar mientras sacábamos otro. Mientras esto sucedía nuestra vida se convertía en una pesadilla. No nos atrevíamos a movernos por miedo a golpear uno de los soportes, haciendo caer estrepitosamente toda la estructura. En algunos casos no se podía decidir, sin probarlo antes, si un objeto en particular era lo bastante fuerte para soportar su propio peso. Algunos de los objetos estaban en inmejorables condiciones, tan resistentes como el día que se hicieron, pero otros estaban en situación precaria y constantemente se presentaba el problema de si sería posible dar tratamiento de preservación a la pieza in situ, o esperar hasta que se la pudiera manejar en el laboratorio en condiciones más favorables. Adoptábamos esta última solución siempre que era posible, pero había ocasiones en que sacar un objeto sin tratarlo hubiese significado seguramente su destrucción. Había sandalias, por ejemplo, con dibujos hechos a base de cuentas, cuyo hilado se había podrido. Tal como estaban en el suelo de la cámara parecían estar en perfectas condiciones, pero si intentábamos cogerlas se nos quedaban en las manos y todo lo que teníamos como premio a nuestros esfuerzos era un puñado de cuentas sueltas y sin objeto alguno. Éste era un caso claro de tratamiento inmediato: con un hornillo de alcohol, parafina y una hora o dos para que ésta se endureciera, la sandalia podía obtenerse intacta y manejarse con toda libertad. Otro caso era el de los ramilletes funerarios. Tal como estaban, sin tratamiento, hubieran dejado de existir; con tres o cuatro aplicaciones de una solución de celuloide soportaban bien el traslado y podían empaquetarse sin apenas daño alguno. De vez en cuando, en especial con objetos grandes, era mejor aplicar tratamiento localizado en la misma tumba, lo suficiente para asegurar su traslado seguro al laboratorio donde podían tomarse medidas más drásticas. Cada objeto presentaba un problema distinto y, como dije antes, había casos en los que sólo un experimento podía demostrar cuál debía ser el tratamiento adecuado. Era una labor trabajosa, difícil y lenta, capaz de atacar los nervios mejor templados, ya que a cada momento uno sentía el gran peso de la responsabilidad. Todo excavador debe sentirla si tiene conciencia de lo que es arqueología. Los objetos que encuentra no son de su propiedad, no puede tratarlos como quiere, o negligirlos según él mismo decida. Son un legado directo del pasado a la época actual, del que él es tan sólo el intermediario, a través de cuyas manos llegan al presente. Y si por descuido, desfallecimiento o ignorancia disminuye la suma de conocimientos que pudiera obtenerse de ellos, se sabe culpable de un crimen arqueológico de primera magnitud. Destruir pruebas es, por desgracia, muy fácil y, sin embargo, desesperadamente irreparable. Cansado o presionado por falta de tiempo, uno elude una limpieza tediosa, o la lleva a cabo a medias, rutinariamente, y con ello destruye la única posibilidad que tal vez se produzca de obtener un conocimiento importante sobre un asunto. Al parecer demasiada gente, entre la que por desgracia también hay arqueólogos, tiene la impresión de que el objeto comprado a un tratante tiene el mismo valor que uno encontrado en una excavación y que sólo puede ser motivo de estudio cuando ha sido limpiado, catalogado, numerado y colocado en una ordenada vitrina en un museo. No puede haber mayor error. El trabajo de campo es de primordial importancia y es un hecho confirmado que si toda excavación hubiese sido realizada correcta, sistemática y concienzudamente, nuestro conocimiento de la arqueología egipcia sería por lo menos un cincuenta por ciento mayor de lo que es. Hay infinidad de objetos negligidos en los almacenes de nuestros museos que nos darían valiosa información si nos pudieran decir de dónde vinieron y caja tras caja de fragmentos que podrían reconstruirse si se hubiesen tomado unas pocas notas en el momento de su hallazgo. Considerando, pues, que el gran peso de la responsabilidad debe caer sobre el excavador en
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todo momento, se puede comprender fácilmente cuáles eran nuestros sentimientos en esta ocasión. Habíamos tenido el privilegio de encontrar la colección más importante de antigüedades egipcias que se haya visto jamás y teníamos que demostrar ser dignos del hallazgo. ¡Había tantas cosas que podían salir mal! El peligro de robo, por ejemplo, era una constante ansiedad. Todo el país estaba excitado por el descubrimiento de la tumba. Circulaban toda clase de historias extravagantes sobre el oro y las joyas que contenía y, como nos habían demostrado experiencias pasadas, era muy posible que se produjera un serio intento de irrumpir en la tumba por la noche. Procuramos contrarrestar esta posibilidad de robo a gran escala en todo lo humanamente posible con un complicado sistema de vigilancia, estableciéndose en el Valle día y noche tres grupos de guardianes independientes, cada uno responsable ante una autoridad diferente: los guardias de las Antigüedades del Gobierno, un grupo de soldados proporcionados por el mudir de Kena y un grupo seleccionado entre los más dignos de confianza de nuestro propio equipo. Además teníamos una pesada verja de madera a la entrada del pasadizo y otra de acero macizo en la puerta interior, cada una asegurada por cuatro cadenas con diferentes candados; para que no pudiera haber error alguno sobre estos últimos, las llaves estaban permanentemente a cargo de un miembro concreto del personal europeo, que nunca se separaba de ellas ni un solo momento, ni siquiera para dejarlas a un colega. Para evitar raterías manejábamos todos los objetos nosotros mismos. Otra causa de ansiedad, tal vez mayor, era el estado de algunos de los objetos. Era evidente en cuanto a algunos de ellos que su existencia misma dependía de una manipulación cuidadosa y un tratamiento de conservación correcto y había momentos en que teníamos el corazón en vilo. También había otros problemas, por ejemplo los visitantes, pero ya tendré bastante que decir sobre ellos más adelante. Me temo que para cuando terminamos con la antecámara nuestros nervios, para no decir nuestra serenidad, se encontraban en muy mal estado. Pero no debo hablar del final antes de comenzar. Empecemos de nuevo. No ha llegado aún el momento de perder los nervios. Lógicamente nuestra primera y más urgente necesidad fue la fotografía. Antes de hacer nada, o de transportar nada, hubo que tomar una serie de fotos en panorama para mostrar el aspecto general de la cámara. Teníamos como alumbrado dos lámparas eléctricas portátiles con una fuerza de tres mil bujías y con ellas hicimos todo el trabajo fotográfico en la tumba. El tiempo de exposición era inevitablemente largo, pero la luz era extraordinariamente uniforme, mucho más de lo que hubiera producido un foco, proceso peligroso en una cámara tan repleta, o con luz natural reflejada, que eran las dos alternativas posibles. Afortunadamente para nosotros había una tumba vacía y sin inscripciones en los alrededores, la tumba-escondrijo de Akhenatón encontrada por Davis. Recibimos permiso del Gobierno para usarla como cámara oscura y Burton se estableció en ella. En varios aspectos no era el lugar ideal, pero valía la pena pasar por algunos inconvenientes a fin de disponer de un laboratorio tan próximo, ya que en el caso de fotografías experimentales podía ir allá y revelarlas sin cambiar la posición de la máquina. Además, aquellas incursiones suyas de una tumba a otra debieron de ser una bendición para la muchedumbre de visitantes y curiosos que montaban guardia sobre la tumba, ya que hubo muchos días durante el invierno en que éste fue el único entretenimiento que tuvieron. Nuestro siguiente paso, una vez tomadas las fotografías preliminares, fue organizar un método eficiente para clasificar todo el contenido de la cámara, ya que, más adelante, sería esencial que pudiéramos disponer de un medio para determinar el lugar exacto de la tumba del que provenía cualquier objeto en particular. Como es lógico, todo objeto, o grupo de objetos estrechamente vinculados, recibía su propio número de catálogo y lo tenía firmemente pegado cuando salía de la cámara, pero esto no bastaba, ya que el número podía no ser suficiente para indicar su posición. Así, pues, en cuanto fuese posible, los números debían tener un orden definido, empezando por la puerta de entrada y siguiendo progresivamente alrededor de la cámara. Sin embargo, era evidente que muchos objetos que estaban ahora ocultos aparecerían durante el traslado y tendrían que numerarse fuera de turno. Para superar esta dificultad colocamos números sobre todos los objetos y los fotografiamos en pequeños grupos. Cada número aparecía por lo menos en una fotografía, así que
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por medio de duplicados podíamos adjuntar a las notas referentes a cada objeto de nuestros archivos una foto que mostrara a simple vista su posición real en la tumba. Así, pues, todo iba bien en cuanto al trabajo en el interior de la tumba. Fuera de ella teníamos un problema aún más difícil de resolver: el de encontrar un lugar adecuado para trabajar y almacenar los objetos después de sacarlos de la tumba. Tres cosas eran esenciales: en primer lugar teníamos que disponer de amplio espacio; había que desembalar cajas, tomar notas y medidas, realizar reparaciones, llevar a cabo experimentos con varios materiales de conservación y, naturalmente, todo ello requería bastante espacio para mesas, además del espacio normal para almacenamiento. En segundo lugar tenía que ser un espacio a prueba de ladrones, ya que, al ir sacando los objetos de la tumba, el laboratorio podía ser un foco de peligro casi tan grande como la tumba misma. Finalmente, teníamos que poder disponer de aislamiento. Ésta parecía ser una necesidad menor comparada con las otras, pero previmos ‒y los acontecimientos del invierno nos demostraron que estábamos en lo cierto‒ que, a menos que estuviéramos a salvo de la curiosidad habitual de los visitantes, se nos trataría como una atracción turística y no conseguiríamos hacer ningún trabajo. Conseguimos resolver el problema al recibir permiso del Gobierno para ocupar la tumba de Seti II (número 15 en el Catálogo del Valle), que cumplía plenamente con el tercer requisito. Era una tumba que los turistas no visitaban normalmente, y su posición, escondida en un rincón del extremo más alejado del Valle, era ideal para nuestro propósito. No había ninguna tumba más allá de ésta, así que sin causar grandes inconvenientes podríamos cerrar el camino que llevaba a ella al tráfico ordinario, asegurándonos un aislamiento completo. Tenía también otras ventajas. Por una parte estaba tan bien protegida por los riscos situados encima de ella, que el sol no penetraba nunca más allá de la entrada, resultando así relativamente fresca incluso en la época más calurosa del verano. Había, además, mucho espacio libre frente a ella, que más tarde utilizaríamos como estudio fotográfico al aire libre y taller de carpintería. Estábamos algo restringidos en cuanto a espacio, ya que la tumba era tan larga y estrecha que teníamos que hacer todo el trabajo en el extremo más alto de la misma, siendo la parte baja útil tan sólo para almacenamiento. Sin embargo, éstas eran dificultades menores comparadas con las ventajas positivas que ofrecía. Teníamos suficiente espacio y aislamiento, y procuramos conseguir también seguridad colocando allí una verja de acero con varios candados, con un peso total de una tonelada y media. El lector deberá tener en cuenta otro detalle en cuanto a nuestro trabajo en el laboratorio. Estábamos a ochocientos kilómetros de cualquier lugar habitado y si se nos terminaban los materiales de conservación podía producirse un retraso considerable hasta que pudiéramos procurarnos un nuevo suministro. Las tiendas de El Cairo cubrían casi todas nuestras necesidades, pero había algunos materiales químicos de los que terminamos todo lo que había en El Cairo antes de concluir el invierno, y otras cosas que ya desde un principio sólo podíamos procurarnos en Inglaterra. Por lo tanto debíamos prestar atención constante y prever las necesidades a fin de evitar la falta de algún artículo con el consiguiente paro en el trabajo. Para el 27 de diciembre habíamos concluido todos los preparativos y estábamos dispuestos a empezar a trasladar los objetos. Dispusimos un sistema regular de división del trabajo. Primero le tocaba a Burton con sus fotografías de los objetos numerados; seguían Hall y Hauser con el plano de la cámara a escala, dibujando cada objeto en perspectiva en el plano. Callender y yo tomábamos las notas preliminares y hacíamos el levantamiento de los objetos, supervisando su traslado al laboratorio; y allí los recibían Mace y Lucas, responsables de tomar notas detalladas, reparación y conservación. El primer objeto que trasladamos fue el cofre de madera pintada. Luego avanzamos de norte a sur, posponiendo así el día fatídico en que tendríamos que ocuparnos del complicado montón de carros, y desembarazamos gradualmente los grandes sofás zoomorfos de los objetos que los rodeaban. Se colocaba cada objeto que había que trasladar sobre unas parihuelas acolchadas de madera y se aseguraba en ellas por medio de vendajes. Hizo falta un número enorme de estas
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parihuelas, ya que, para evitar manejar dos veces los objetos, casi siempre se dejaron ya con ellos y no se reutilizaron. A veces, cuando se había llenado un número suficiente de ellas ‒una vez al día por término medio‒ se organizaba un convoy y se enviaban al laboratorio, acompañadas de guardias. Éste era el momento que esperaba la multitud de curiosos que aguardaban sobre la tumba. Los reporteros sacaban sus libretas, se oían los disparadores de las máquinas fotográficas por todos lados y había que abrir paso para que continuara el cortejo. Creo que se malgastó más película el invierno pasado en el Valle que en cualquier otra época desde que se inventaron las máquinas de fotografiar. Una vez necesitamos un pedazo de la mortaja de una momia en el laboratorio para hacer un experimento; nos lo enviaron en unas parihuelas y los reporteros le sacaron ocho fotografías antes de que llegara a nuestras manos. El levantamiento y transporte de los objetos menores fue relativamente simple, pero no fue así cuando les llegó el turno a los sofás zoomorfos y a los carros. Cada uno de aquéllos estaba construido en cuatro piezas: los dos lados en forma de animal, el lecho propiamente dicho y la base en la que encajaban las patas de los animales. Evidentemente eran demasiado grandes para que pasaran por el estrecho pasadizo de entrada, así que los debieron de transportar en piezas, montándolos en el interior. Incluso se podían ver láminas de oro más nuevo en las junturas más afectadas por el traslado, que habían sido reparadas una vez dentro. Era evidente que para sacar los sofás fuera de la tumba sería necesario desmontarlos de nuevo. No era fácil, ya que después de tres mil años los ganchos de bronce se habían atascado en las armellas y no había forma de moverlos. Finalmente conseguimos desmontarlos sin apenas daño alguno, pero necesitamos ser cinco para hacerlo. Dos aguantaban la parte central, dos estaban al cuidado de los lados zoomorfos, mientras que el quinto, debajo del sofá, aflojaba los ganchos uno tras otro con una palanca. Incluso una vez desmontados no había mucho espacio para pasar los lados zoomorfos a través del pasadizo y hubo que manejarlos con cuidado. Sin embargo, conseguimos sacarlos sin que ocurriera ningún accidente y los embalamos inmediatamente en cajas que teníamos preparadas para ellos en la misma entrada de la tumba. Lo más difícil de sacar fueron los carros, pues habían sido muy maltratados en el manejo que sufrieron. En primer lugar, como no había sido posible entrarlos enteros en la tumba, al ser demasiado anchos para el pasadizo, les sacaron las ruedas, cortando los ejes por un extremo. Luego los ladrones los cambiaron de posición y los volcaron, y más tarde, cuando se puso orden en la tumba, los oficiales amontonaron las piezas una sobre otra sin demasiado cuidado. Los carros egipcios son de construcción muy ligera, y los malos tratos que habían sufrido los habían hecho muy difíciles de manejar. Otra complicación fue que los arneses estaban hechos de cuero sin curtir. Éste, expuesto a la humedad, se convierte rápidamente en goma, y esto es lo que había ocurrido en este caso: una masa negra y pegajosa ‒lo que eran los arreos‒ se había extendido manchando no sólo otras partes de los carros, sino otros objetos que nada tenían que ver con ellos. Así es que el cuero había desaparecido casi por completo, aunque, afortunadamente, como ya dije, tenemos para su reconstrucción los adornos de oro con que estaban cubiertos. Tardamos siete semanas en sacar todo lo que había en la antecámara y, desde luego, estuvimos contentos de terminar con ello y, sobre todo, sin que se hubiera producido ningún desastre. Sólo tuvimos un buen susto: durante dos o tres días el cielo apareció muy cubierto y parecía que nos iba a caer encima una de las grandes tormentas que se producen en Tebas de vez en cuando. En tales ocasiones llueve a mares y si la tormenta dura lo suficiente, todo el lecho del Valle se llena de aguas turbulentas. En tales circunstancias no hubiera habido modo humano de evitar que la tumba se inundara, pero, afortunadamente, aunque debió de llover en algún lugar de aquella área, nosotros recibimos tan sólo algunas gotas. Algunos corresponsales se dejaron llevar por la imaginación al escribir sobre esta amenazadora tormenta. Como resultado de ello y de otras informaciones equivocadas recibimos un misterioso telegrama enviado por un aplicado estudiante de las ciencias ocultas. Decía: «En caso de posteriores problemas, derramen leche, vino y miel en el umbral». Desgraciadamente no teníamos vino ni miel, así que no pudimos llevar a cabo tales instrucciones. A
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pesar de nuestra negligencia no tuvimos más problemas. Tal vez alguien realizó el tratamiento en nuestra ausencia. Durante el levantamiento de los objetos acumulamos gran cantidad de información acerca de las actividades de los saqueadores, y ésta parece ser la mejor ocasión para resumir las conclusiones a que llegamos acerca de ellos. En primer lugar, sabemos por los sellos de la puerta exterior que el saqueo ocurrió pocos años después del entierro del rey. También sabemos que los saqueadores penetraron en la tumba por lo menos dos veces. En el suelo del pasadizo de entrada y en la escalera había fragmentos de objetos esparcidos por todas partes, demostrando que, en el primer intento, el pasadizo entre las puertas selladas estaba vacío. Según creo, es posible que este saqueo preliminar fuese hecho inmediatamente después de las ceremonias fúnebres. Más tarde se llenó el pasadizo con cascotes y los intentos que siguieron se realizaron a través de un túnel excavado en la parte alta del lado izquierdo de este relleno. En este último intento los ladrones habían entrado en todas las cámaras de la tumba, pero su túnel era muy estrecho y lógicamente sólo pudieron llevarse objetos pequeños. También hay pruebas internas en cuanto al daño que pudieron hacer. Para empezar, había una gran diferencia entre el estado en que habían dejado la antecámara y el anexo. En el último, como describimos en el capítulo anterior, todo estaba revuelto y no había quedado ni un centímetro de suelo vacío. Era evidente que los ladrones lo habían revuelto todo y que el actual estado de este anexo era precisamente aquel en que lo habían dejado. El estado de la antecámara era muy diferente. Es cierto que había cierta confusión, pero era un ordenado desorden y de no ser por la evidencia del saqueo que nos proporcionaba el túnel y los sellos nuevos en las puertas, uno habría podido imaginarse que no lo habían saqueado nunca y que el desorden era debido a la dejadez, tan propia de los orientales, en el momento del funeral. Sin embargo, cuando empezamos a sacar los objetos pronto quedó de manifiesto que este orden relativo era debido a un proceso de apresurada limpieza y que los saqueadores habían estado tan ocupados aquí como lo estuvieron en el anexo. Partes del mismo objeto aparecieron en distintos rincones de la cámara; objetos que hubieran tenido que estar en cajas estaban en el suelo o sobre los sofás; sobre la tapa de uno de los cofres había un collar intacto pero muy manoseado; debajo de los carros, en un lugar completamente inaccesible, había la tapa de una caja, estando ésta en el otro extremo, junto a la puerta. Evidentemente los ladrones habían desordenado aquí los objetos al igual que en el anexo, y posteriormente alguien siguió sus pasos y puso orden en la cámara. Más tarde, cuando abrimos las cajas, obtuvimos más pruebas circunstanciales. Una de ellas, la caja alargada pintada de blanco del extremo norte de la cámara, estaba medio llena de bastones, arcos y flechas y encima de ellos había una colección de piezas muy apretujadas de ropa interior del rey. Sin embargo, habían roto las puntas de todas las flechas y unas pocas aparecían en el suelo. Otros bastones y arcos que, evidentemente, pertenecían a esta caja estaban igualmente esparcidos por la cámara. En otra había varios vestidos decorados, envueltos todos en desorden, y entre ellos varios pares de sandalias. El contenido de esta caja estaba tan apretujado que la tira de metal de una de las sandalias había atravesado la suela, que era de cuero, e incluso la del par que estaba debajo de ella. En otra caja habían colocado joyería y minúsculas estatuillas sobre vasos de fayenza para libaciones. Había también copas semivacías o que contenían un auténtico amasijo de trozos de tela sueltos. Sin embargo, teníamos pruebas de que este desorden era debido a un repaso apresurado y que no tenía nada que ver con la disposición original de las cajas, ya que en las tapas había listas explicando claramente su contenido y en un solo caso lo mencionado en la etiqueta no tenía relación alguna con su contenido actual. Esta etiqueta decía «diecisiete (objetos desconocidos) de lapislázuli». En la caja había dieciséis vasos para libaciones de color azul oscuro y el decimoséptimo estaba en el suelo, a cierta distancia. Cuando hagamos el estudio final de los materiales, estas listas nos serán de gran utilidad. En muchos casos podremos devolver los objetos a las cajas que los contenían y sabremos exactamente qué es lo que falta.
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La mejor prueba la constituía una elaborada pieza de fayenza, oro e incrustaciones que comprendía a la vez corpiño, collar y pectoral. El fragmento mayor apareció en la caja que contenía los vasos de fayenza ya mencionados; el pectoral y la mayor parte del collar estaban en un rincón de la pequeña capilla de oro, y en otras cajas, y esparcidas por el suelo, aparecieron piezas sueltas. Hasta ahora no tenemos indicios que demuestren a cuál de las cajas pertenecía originalmente, si es que estaba en una de ellas. Tal vez los ladrones lo trajeron desde la cámara interior hasta la antecámara, donde había más luz, y lo rompieron allí en pedazos. A través de los hechos de que disponemos podemos reconstruir ahora todo el ciclo de acontecimientos. Primero se abrió una brecha en la esquina superior izquierda de la primera puerta sellada, lo bastante grande para dejar pasar un hombre y entonces comenzó la excavación del túnel, trabajando los ladrones en cadena, pasándose las piedras y cestas llenas de tierra de uno a otro. Debieron de necesitar siete u ocho horas de trabajo para llegar a la segunda puerta sellada; sólo tenían que abrir un agujero en ésta y ya estaban dentro. Entonces empezó la búsqueda febril del botín en la penumbra. Su objetivo principal era oro, pero tenía que ser en forma transportable y debió de ser enloquecedor verlo brillar por todas partes a su alrededor recubriendo objetos que no podían transportar y sin tiempo para arrancarlo. Además, con la tenue luz con que trabajaban, no siempre era posible distinguir entre lo auténtico y lo falso, y muchos objetos que creyeron de oro macizo resultaron ser simple madera dorada al examinarlos de cerca, siendo desechados desdeñosamente. Las cajas recibieron igualmente un drástico tratamiento. Las arrastraron de una en una hasta el centro de la habitación y las saquearon, extendiendo su contenido por el suelo. Nunca sabremos los objetos de valor que encontraron en ellas y que se llevaron, pero su búsqueda sólo pudo ser apresurada y superficial, ya que desdeñaron muchos objetos de oro macizo. Sabemos que tomaron consigo un objeto muy valioso. Dentro de la capillita de oro había un pedestal de madera dorada, hecho para una estatuilla, que todavía tenía la marca de los pies de ésta. La estatuilla había desaparecido y podemos estar casi seguros de que era de oro macizo, probablemente muy parecida a la estatuilla de oro de Tutmés III representado como Amón que está en la colección Carnarvon. Después de haber trabajado intensamente en la antecámara, los ladrones pusieron su atención en el anexo, abriendo un agujero en la pared lo bastante grande como para permitir el paso y derribando y saqueando su contenido tan concienzudamente como lo habían hecho con el de la cámara interior. Entonces ‒y al parecer sólo entonces‒ se dirigieron hacia la cámara funeraria e hicieron un agujero muy pequeño en la puerta sellada que la separaba de la antecámara. Más adelante sabremos el daño que hicieron en ella, pero, por lo que podemos decir ahora, fue menor que en las cámaras exteriores. Tal vez fueron interrumpidos en este preciso momento de su tarea y hay un detalle insignificante que parece indicarlo así. Como se recordará, en nuestra descripción de los objetos de la antecámara (capítulo 7), mencionamos que una de las cajas contenía un puñado de anillos de oro envueltos en un pedazo de tela. Es la clase de objetos que atraería a un ladrón, ya que su valor intrínseco es considerable y, además, podían esconderse con facilidad. Todo el que ha estado en Egipto recordará que, si da algún dinero a un fellah, éste ordinariamente deshará un poco su turbante, pondrá las monedas en un doblez del mismo, lo arrollará dos o tres veces para que las monedas estén aseguradas y finalmente hará un nudo cerrando la bolsa así creada. Los anillos a los que nos referimos estaban atados del mismo modo: el mismo doblez en la ropa, algo suelta, las mismas vueltas para formar una bolsa y el mismo nudo. Sin duda lo hizo uno de los ladrones. No usó su turbante ‒los fellah de la época no usaban esta prenda, sino uno de los chales del rey que tomó de la tumba y lo ató así para llevarlo mejor. ¿Cómo puede ser que se dejaran aquel valioso puñado de anillos en lugar de llevárselo? Seguramente sería lo último que un ladrón olvidaría y, en caso de alarma, no era lo bastante pesado como para dificultar su huida, por muy apresurada que ésta fuera. Casi estamos forzados a admitir que, o bien cogieron a los ladrones en la misma tumba, o los atraparon mientras huían; en todo caso los capturaron mientras aún llevaban parte del botín. De ser así se explicaría la presencia de otras
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piezas de platería y orfebrería demasiado valiosas para olvidarlas y demasiado grandes para ser pasadas por alto. En cualquier caso, el hecho de que había habido un robo llegó a oídos de los oficiales encargados y fueron a la tumba para investigar y reparar los daños. Por alguna razón parece ser que tenían tanta prisa como los ladrones, y su trabajo de reparación fue desgraciadamente una chapuza. Descuidaron completamente el anexo, sin tomarse tan siquiera la molestia de tapar el agujero de la puerta. En la antecámara recogieron y amontonaron los objetos pequeños que había en el suelo y los apiñaron ‒no puede decirse de otro modo‒ en las cajas, sin intentar separar los objetos por clases o ponerlos en las cajas destinadas a ellos en un principio. Algunas de las cajas estaban repletas a más no poder, otras estaban casi vacías y en uno de los sofás había dos grandes fardos en los que se había envuelto una colección miscelánea de materiales. Los bastones, arcos y flechas quedaron desparramados en montones; sobre la tapa de una caja dejaron un manoseado collar con colgantes y un montón de anillos de cerámica; y en el suelo había un par de frágiles sandalias hechas con cuentas, una a un lado de la cámara y otra al otro. Colocaron los objetos de mayor tamaño juntó a la pared o los amontonaron uno sobre otro. Desde luego, no tuvieron consideración alguna para con los objetos mismos ni para con el rey a quien pertenecían, y uno se pregunta por qué se tomaron la molestia de poner orden si habían de hacerlo tan mal. Sin embargo, hay que decir algo en su favor: no escamotearon nada, lo cual hubiera sido bien fácil de hacer en provecho propio. Podemos estar razonablemente seguros de ello por la gran cantidad de objetos valiosos de pequeño tamaño, y fáciles de esconder que volvieron a depositar en las cajas. Terminado el trabajo en la antecámara ‒por lo menos dándolo ellos por terminado‒ cubrieron el agujero de la puerta interior y lo enyesaron, poniendo encima el sello de la necrópolis real. Luego, volviendo sobre sus pasos, cerraron y sellaron la puerta de la antecámara, llenaron el túnel que los ladrones habían abierto en el relleno del pasadizo y repararon la puerta del exterior. No sabemos qué disposiciones tomarían para evitar que se repitiera el crimen, pero probablemente taparon la entrada de la tumba, enterrándola hasta que no quedó ni rastro de ella. Durante un tiempo, condiciones políticas favorables en el país la protegieron, pero a la larga sólo el desconocimiento de su paradero podía salvarla de otros intentos de saqueo. Lo cierto es que desde que la cerraron de nuevo y hasta nuestro descubrimiento nadie rompió los sellos de la puerta.
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9. VISITANTES Y PERIODISTAS Para la mayoría de los arqueólogos es sorprendente la creciente atención popular que recibe ahora nuestra ciencia. En el pasado hacíamos nuestro trabajo felizmente, interesándonos por él, pero sin esperar que los demás expresaran algo más que una moderada cortesía al referirse a nosotros; ahora, de repente, nos encontramos con que el mundo se interesa por nuestra actividad con una curiosidad tan intensa y ávida de detalles que se envían corresponsales especiales con crecidos sueldos para que nos entrevisten, informen de nuestros movimientos y se escondan tras las esquinas intentando sonsacarnos algún secreto. Como dije, es un poco sorprendente, por no decir incómodo, y a veces nos preguntamos cómo y por qué se ha llegado a esta situación. Aunque nos lo preguntemos, creo que será bastante complicado contestar exactamente a esta pregunta. Supongo que cuando hicimos el descubrimiento, el público en general estaba inmerso en un profundo aburrimiento con las noticias de reconstrucciones, conferencias y mociones y buscaba ansiosamente un nuevo tipo de conversación. Por otra parte, la idea de un tesoro enterrado atrae a la mayoría. Cualquiera que sea la razón, o razones, lo cierto es que cuando el Times publicó la primera noticia, ningún poder sobre la tierra pudo protegernos de la publicidad que cayó sobre nosotros. Estábamos indefensos y tuvimos que arreglárnoslas como pudimos. El lado embarazoso del asunto nos alcanzó de manera inequívoca. Vinieron telegramas de todas partes del mundo. Al cabo de una o dos semanas las cartas empezaron a llegar, una auténtica avalancha de correspondencia que aún no ha terminado. Algunas de ellas eran realmente asombrosas. Empezando por cartas de felicitación, había otras con ofrecimientos de ayuda que iban desde hacer los planos de la tumba hasta ofrecerse como ayuda de cámara: peticiones de recuerdos, «unos granitos de arena de encima de la tumba serían recibidos con gratitud», fantásticos ofrecimientos de dinero, desde derechos para hacer películas hasta patentes de diseños de vestidos, consejos sobre el modo de conservar las antigüedades y los mejores métodos para apaciguar los espíritus malignos y los elementos, recortes de prensa, opúsculos, informes que pretendían ser chistosos, airadas denuncias de sacrilegio, pretensiones de parentesco, «sin duda usted debe ser el primo que vivía en Camberwell en 1893 y del que no hemos sabido desde entonces», etc. Durante todo el invierno cayeron sobre nosotros presuntuosas comunicaciones de este tipo, al ritmo de diez a quince por día. Tenemos un saco lleno de ellas y estoy seguro de que se podría hacer un interesante estudio psicológico si tuviéramos tiempo para llevarlo a cabo. ¿Qué puede uno hacer, por ejemplo, con la persona que pregunta solemnemente si el descubrimiento de la tumba arroja alguna luz sobre las supuestas atrocidades de los belgas en el Congo? Luego llegaron nuestros amigos los corresponsales de prensa que invadieron el Valle en grandes números y dedicaron todo su talento social ‒que era mucho‒ a hacer desaparecer cualquier resto de soledad o aburrimiento que el desierto hubiera podido producirnos. Es bien cierto que cumplieron a fondo con su deber, ya qué cada uno se debía a sí mismo y a su periódico la obligación de obtener información diaria y los que estábamos en Egipto nos alegrábamos al enterarnos de que Lord Carnarvon había decidido poner la publicidad en manos del Times. Otro aspecto embarazoso, y tal vez el más serio que nos trajo la fama, fue la fatal atracción que la tumba ejercía sobre los visitantes. No es que quisiéramos hacerlo todo en secreto o que objetáramos a los visitantes como tales, de hecho hay pocas cosas tan agradables como enseñar nuestro trabajo a quien puede apreciarlo, pero al ir empeorando la situación pronto se hizo manifiesto que, a menos que hiciéramos algo para evitarlo, íbamos a pasar toda la campaña jugando a guías turísticos y nunca conseguiríamos poder trabajar. Desde luego era un nuevo episodio de la historia del Valle. Siempre había habido turistas, pero hasta entonces había sido un asunto comercial y no una fiesta campestre. Con sus guías bajo el brazo habían visitado cuantas tumbas les permitía el tiempo o su dragomán, se tragaban apresuradamente la comida y salían corriendo para otro empacho de visitas en otro lugar. Pero este invierno, dragomanes y programas fueron olvidados y muchos lugares normalmente
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visitados permanecieron desiertos. La tumba parecía un imán. El peregrinaje empezaba a primera hora de la mañana. Los visitantes llegaban en burro, carro y coche de caballos y se disponían a sentirse en el Valle como en su propia casa por un día. Sobre el límite superior de la tumba había una pared de escasa altura sobre la que tomaban asiento y se establecían, esperando a que ocurriera algo. A veces ocurría, más o menos a menudo, pero no parecía que fuesen a perder la paciencia por ello. Allí permanecían toda la mañana leyendo, hablando, haciendo calceta, fotografiándose el uno al otro o a la tumba, quedando satisfechos con poder dar una ojeada a cualquier cosa. Siempre se producía una gran excitación cuando corría la voz de que iba a sacarse algo de la tumba. Ponían a un lado los libros o la calceta y sacaban un ejército de máquinas de fotografiar, enfocándolas hacia el pasadizo de entrada. A veces temíamos que la pared cediera y un montón de visitantes se precipitara dentro de la tumba. Visto desde arriba debía de ser impresionante ver cómo extraños objetos, tales como los grandes animales dorados de los sofás, emergían gradualmente de la oscuridad hasta la luz del día. Los que los transportábamos estábamos demasiado pendientes de que cruzaran sanos y salvos el pasadizo para pensar en tales cosas, pero podíamos hacernos una idea de la impresión que causaba a los mirones al oír primero un silencio y luego una rápida sucesión de exclamaciones. Nada podíamos objetar a estos visitantes ocasionales que se contentaban con mirar desde arriba, y siempre que era posible sacábamos los objetos de la tumba sin envolverlos en atención a ellos. Lo más difícil de manejar era el gran número de gente a quien por una razón u otra había que mostrarles la tumba de arriba abajo. Ésta fue una dificultad que apareció tan gradual e insidiosamente, que durante mucho tiempo no nos dimos cuenta del inevitable resultado, pero llegó un momento en que el trabajo quedó totalmente paralizado. Al principio, como es natural, tuvimos las visitas de inspección de las autoridades competentes. Éstas fueron siempre bien recibidas. También nos alegrábamos de la visita de otros arqueólogos. Tenían derecho a ver la tumba y nos encantaba poder enseñarles todo lo que había por ver. Hasta aquí todo estaba bien y nada hubiese ocurrido. El problema empezó con las cartas de recomendación. Hubo centenares de ellas, escritas por nuestros amigos ‒nunca habíamos notado antes cuántos teníamos, por los amigos de nuestros amigos, por gente que tenía relación con nosotros y por los que no tenían ninguna. También las había por motivos diplomáticos, escritas por ministros o autoridades locales. No hay que olvidar las escritas por el propio beneficiario, algunas requiriendo sin más que se les enseñara la tumba, otras mostrando con gran claridad e ingenio cuan irrazonable sería rehusar el hacerlo. Una persona avispada incluso llegó a interferir la llegada del mozo de telégrafos e intentó convertir la entrega del telegrama en una excusa para entrar. El deseo de visitar la tumba se convirtió en una obsesión para los turistas y en los hoteles de Luxor la cuestión del modo de hacerlo y posibilidades se convirtió en un tópico de conversación. Los que habían visto ya la tumba alardeaban abiertamente de ello y para muchos que no lo habían hecho, conseguir una introducción por cualquier medio llegó a ser un asunto de honor personal. La cosa llegó a tal extremo que algunas agencias en América anunciaban viajes a Egipto con el único propósito de ver la tumba. Todo esto, como puede imaginarse, nos ponía en una difícil situación. Había visitantes a quienes teníamos que admitir por razones diplomáticas y otros a los que no podíamos negárselo sin ofenderles seriamente, no sólo a ellos sino a la tercera persona que había escrito la recomendación. ¿Dónde había que poner el límite? Desde luego había que hacer algo, ya que, como he dicho, el trabajo estaba detenido la mayor parte del tiempo. De vez en cuando lo solucionábamos escapándonos. Diez días después de abrir la puerta sellada llenamos de nuevo la tumba, cerramos el laboratorio a piedra y lodo y desaparecimos por una semana. Así conseguimos un poco de respiro. Cuando regresamos decidimos dejar la tumba enterrada irrevocablemente y tomamos la norma de no permitir visita alguna al laboratorio. Toda esta cuestión de los visitantes es un asunto delicado. Ya hemos tenido muchas discusiones acerca de ello, y se nos ha acusado de falta desconsideración, mala educación, egoísmo, rudeza y otras muchas cosas, así que tal vez sería conveniente explicar los problemas que comporta.
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Son dos. En primer lugar, la presencia de visitantes crea un serio peligro a los objetos mismos, un riesgo que nosotros, responsables de ellos, no podemos dejarles correr. ¿Cómo podría ser de otro modo? La tumba es pequeña y está llena de gente y antes o después ‒ya ocurrió más de una vez el año pasado‒ un paso en falso o un movimiento apresurado por parte de un visitante puede dañar irreparablemente una pieza. No es culpa del visitante, ya que no sabe ni puede saber la posición exacta o el estado de cada objeto. Es culpa nuestra por permitir que esté allí. Lo malo es que cuanto más interesado y entusiasta es el visitante, hay más posibilidades de que sea la causa del daño: se excita y en su entusiasmo hacia un objeto es muy capaz de retroceder, pisando o derribando otro. Incluso sin dañar directamente los objetos, el paso de grandes grupos de visitantes remueve el polvo, lo cual ya es suficiente para perjudicarlos. Éste es el primer peligro y el más evidente. El segundo lo constituye la pérdida de tiempo que representan las visitas, que con ser menos aparente, en cierto modo es aun más grave. Todo ello le parecerá muy exagerado al visitante individual, ya que, ¿quién pensará que la media hora empleada por éste pueda afectar una campaña de trabajos? Es cierto en cuanto a su media hora, pero ¿qué hay que pensar de los otros nueve visitantes o grupos de visitantes que vendrán el mismo día? Con un simple cálculo puede verse que él y los otros han ocupado cinco horas de nuestro día de trabajo. De hecho es mucho más de cinco, ya que en los cortos intervalos entre visitantes es imposible ponerse a hacer nada importante. Todo un día se ha perdido para todo propósito y objetivo. Ahora bien, en la pasada temporada hubo días en que el número de visitantes llegó a ser de diez, y si hubiésemos accedido a todas las peticiones, evitando toda posibilidad de ofender a nadie, no habría habido día en que no pasaran de los diez. En otras palabras, hubiera habido semanas en las que no habríamos hecho nada en absoluto. Tal como fueron las cosas el invierno pasado, dedicamos a los visitantes la cuarta parte de nuestra campaña de excavación. Como resultado tuvimos que prolongar nuestro trabajo a la estación calurosa durante un mes más de lo que habíamos planeado, y el calor que hace en el Valle en el mes de mayo no es cosa que pueda contemplarse con ecuanimidad resultando lo menos apropiado para llevar a cabo un buen trabajo. Sin embargo, había algo más importante que nuestros inconvenientes: todo esto representaba un auténtico peligro para los mismos objetos. Las antigüedades son frágiles y muy sensibles a cualquier cambio de temperatura, debiendo ser tratadas con mucho cuidado. En este caso el contraste entre la atmósfera constante de la antecámara y la temperatura variable del exterior y la sequedad de la tumba que usábamos como laboratorio era muy apreciable y algunos de los objetos lo acusaron. Era de extrema importancia que pudiéramos aplicar materiales de conservación lo antes posible y en algunos casos debíamos estudiar el tratamiento más conveniente con experimentos que había que controlar con mucho cuidado. Es evidente que el peligro de interrupción era continuo y creo que no hay que insistir más en este aspecto. ¿Qué pensaría un químico si se le pidiera que dejase un experimento delicado para enseñar su laboratorio? ¿Qué sentiría un cirujano si se le interrumpiera en medio de una operación? ¿Y qué diría el paciente? Y ya no es necesario pensar qué diría un hombre de negocios ‒me gustaría saberlo‒ si recibiera diez grupos de visitantes en una sola mañana, esperando cada uno que les mostrara su oficina. Y, sin embargo, el derecho de la arqueología a recibir un poco de consideración es tan grande como el de cualquier otra forma de investigación científica o incluso ‒¿me atreveré a escribirlo?‒ el de la sagrada ciencia de hacer dinero. ¿Por qué por el simple hecho de llevar a cabo nuestro trabajo en regiones remotas en vez de hacerlo en el tumulto de la ciudad se nos ha de considerar groseros si nos oponemos a constantes interrupciones? Supongo que la verdadera razón es que, en opinión de la gente, la arqueología no es un auténtico trabajo. Excavar es una especie de divertimiento de turista a lo grande, llevado a cabo con el dinero del excavador, si es lo bastante rico, o con el de otras personas si uno puede persuadirlas de que se asocien a él y todo lo que tiene que hacer es disfrutar de la vida en un magnífico clima invernal y pagar a los nativos para que le encuentren las cosas. En gran parte, el arqueólogo aficionado, el que rara vez hacer nada por sí mismo y que la mayoría de las veces está ausente cuando se hace el descubrimiento, es el responsable de esta opinión. La vida
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de un excavador serio es, a menudo, monótona y, como espero poder demostrar en el próximo capítulo, tan dura como la de cualquier otro miembro de la sociedad. He escrito sobre este asunto más de lo que pretendía, pero en realidad se trata de algo muy serio para nosotros. En esta tumba se nos presenta una oportunidad, como no la ha tenido ningún arqueólogo, pero que hemos de aprovechar al máximo ‒y si dejamos de hacerlo mereceremos el justo desprecio de las futuras generaciones de arqueólogos, de proclamar que es absolutamente esencial que nos dejen trabajar sin interrupciones. No sería lo mismo si los que nos visitaban hubiesen sentido alguna inclinación hacia la arqueología o hubiesen tenido algún interés en ella. A la mayoría les atraía solamente la curiosidad o, lo que es peor, querían visitar la tumba porque es lo que estaba de moda. Querían poder hablar largamente acerca de ello a sus amistades o alardear ante turistas menos afortunados que no habían podido conseguir una recomendación. ¿Pueden imaginarse algo más enloquecedor que conceder media hora de tiempo precioso a un visitante que ha pulsado toda clase de teclas para lograr ser admitido, en un momento en que uno está inmerso en un problema difícil y luego oírle decir en voz bien audible mientras se marcha: «Bueno, después de todo no hay gran cosa que ver»? Esto sucedió el invierno pasado y más de una vez. En todo caso, en la próxima temporada los turistas tendrán mucho menos que ver. Será completamente imposible entrar en la cámara funeraria, ya que cada centímetro estará ocupado por andamios y el traslado de la capilla pieza por pieza será una operación demasiado delicada para permitir interrupciones. En el laboratorio pensamos ocuparnos de un solo objeto cada vez, que embalaremos y enviaremos en cuanto hayamos terminado con él. En el Museo de El Cairo está expuesto el contenido de seis cajas llenas de objetos y con toda humildad hemos de suplicar a quienes visiten Egipto que se contenten con esto y con lo que puedan ver desde fuera de la tumba y que no se empeñen en entrar en ella. Los que están verdaderamente interesados en la arqueología serán los primeros en darse cuenta de que la petición es razonable. Los demás, los que consideran la tumba como una atracción turística y Tutankhamón como un simple tópico de conversación, no tienen derechos en este asunto y no merecen consideración alguna. Sean cuales fueren nuestros descubrimientos en esta campaña, esperamos poder ocuparnos de ellos dignamente, como debe ser.
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10. EL TRABAJO EN EL LABORATORIO Este capítulo está dedicado a todos los que creen ‒y son muchos‒ que el excavador se pasa el tiempo tomando el sol, divirtiéndose viendo cómo otros trabajan para él y sacudiéndose el aburrimiento de vez en cuando haciéndose traer cestas llenas de bellas antigüedades que otros sacan de las entrañas de la tierra para que él las contemple. En realidad su vida es muy distinta, y como son pocos los que conocen sus detalles, creo que valdrá la pena exponerlos en líneas generales antes de relatar el trabajo que hicimos en el laboratorio la temporada pasada. A la vez esto ayudará a explicar por qué era necesario llevar a cabo este trabajo. En primer lugar debe quedar claro que no se trata de que el excavador reciba cestas llenas de objetos para que les eche una ojeada; la primera regla de la excavación, y la más importante, es que el arqueólogo debe sacar cada objeto de la tierra con sus propias manos. Hay muchas cosas que dependen de ello. Aparte de la posibilidad del daño que los objetos pueden recibir de dedos poco hábiles, es esencial que uno los vea in situ, a fin de extraer cuantos detalles se pueda sobre la posición en que se encuentran y su relación con los objetos que están a su alrededor. Por ejemplo, puede haber indicaciones que ayuden a fecharlo. Hay muchas piezas en los museos, calificadas vagamente en las etiquetas como «probablemente del Imperio Antiguo», que hubieran podido ser adscritas con seguridad a una dinastía determinada o al reinado de un rey en concreto si se hubiesen relacionado con los objetos que estaban a su alrededor. Por otra parte se pueden observar detalles acerca de su colocación, que pueden indicarnos el uso a que se destinaba un objeto en particular, o ayudarnos a reconstruirlo. Pueden tomarse como ejemplo los minúsculos fragmentos de sílex de borde serrado que aparecen en tan enormes cantidades en los yacimientos urbanos del Imperio Medio. Podemos adivinar para qué servían y serían material muy interesante para exponer en un museo bajo el rótulo de «Hoces de sílex». Sin embargo, puede suceder, como me ha pasado a mí, que se encuentre una hoz completa sobre el suelo, pero con las partes de madera en tan precarias condiciones, que un simple toque puede destruir toda prueba de que se trata de una hoz. Pueden suceder dos cosas: se puede obtener la hoz intacta manejándola con cuidado y usando un buen material preservativo o, si su estado de destrucción es ya muy avanzado, tomar medidas y notas que permitan reconstruirla. En cualquier caso se obtiene una pieza de museo completa, mil veces más valiosa arqueológicamente que el puñado de piezas de sílex inconexas que se habría obtenido de no hacerlo así. Esta es una simple ilustración de la importancia de los detalles en el trabajo de campo. Más adelante veremos otros más sorprendentes cuando nos refiramos a los diferentes materiales. He de hacer otra observación antes de proseguir: anotando la posición exacta de un objeto o grupo de objetos, a menudo se obtiene información que permitirá encontrar objetos similares en otro lugar. Un caso típico es el de los cimientos de una casa. En toda construcción la disposición de los cimientos seguía un trazado regular y, encontrando uno, se puede determinar dónde estarán los otros. Así, pues, el excavador debe ver cada objeto en su posición exacta, tomando notas cuidadosamente, antes de que lo levanten y, de ser necesario, dándole un tratamiento de conservación allí mismo. Es obvio que en estas circunstancias es primordial estar en continuo contacto con la excavación que se dirige. No se pueden hacer excursiones ni tomarse el día libre. Mientras se trabaja hay que estar allí todo el día y poder ser localizado a cualquier hora. Los trabajadores tienen que saber dónde podrán encontrarle a uno en cualquier momento y deben recibir instrucciones muy precisas en el sentido de dar la noticia de cualquier descubrimiento sin el menor retraso. En el caso de un descubrimiento importante se puede saber que algo ha ocurrido incluso antes de que a uno le informen, ya que ‒especialmente en Egipto‒ las noticias se extienden con rapidez, ejerciendo un curioso efecto psicológico en el equipo. Se les ve trabajar de modo distinto, no necesariamente más a fondo, pero de otro modo, y en el mayor silencio. Las canciones con que se
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acompañan han cesado. En cuanto a un descubrimiento menor, se puede adivinar por anticipado a través de la actitud del hombre que trae el mensaje. Por nada del mundo vendrá hasta uno y le dirá de buenas a primeras lo que ha encontrado. Debe convertirlo en un misterio a toda costa, así que irá de aquí para allá con aires de persona importante, dando así a entender a todo el mundo lo que ha ocurrido, y finalmente se hace notar aún más llevándole a un lado y murmurando lo que tiene que decir. Incluso entonces es casi imposible obtener más que remotas informaciones y uno no se enterará de lo que ha aparecido hasta que vaya a verlo con sus propios ojos. Esto se debe principalmente al amor que sienten los egipcios por lo misterioso. El mismo hombre dará a sus amigos todos los detalles sobre el hallazgo, pero para tomar parte en el juego tendrán que pretender que no saben nada del asunto. También se debe a su estado de excitación. No es que les interesen los objetos por sí mismos, pero los consideran una especie de apuesta. Muchos excavadores usan lo que se conoce con el nombre de sistema haksheesh, es decir, dan recompensas a sus obreros además de sus salarios por cualquier cosa que encuentren. No es una solución ideal, pero tiene dos ventajas: en primer lugar ayuda a conseguir el mayor número de objetos, en particular los pequeños y fáciles de escamotear, que pueden ser los más valiosos para fechar el yacimiento; en segundo lugar hace a los hombres más interesados en su trabajo y más cuidadosos sobre el modo de realizarlo, recompensándolos más por ser cuidadosos que por el valor del objeto. Por estas y otras razones que podrían aducirse es muy importante que uno se mantenga cerca de la excavación; incluso si no sale nada no se tiene mucho tiempo libre. Para empezar hay que tomar nota de cualquier tumba, edificio, e incluso de cualquier pared semiderruida, y si uno trabaja en tumbas de pozo tendrá que hacer mucha gimnasia. Los pozos pueden tener desde 3 hasta 36,5 metros de profundidad, y una vez calculé que en una sola campaña había subido a pulso más de 800 metros de cuerda. Luego viene la fotografía. Cada objeto que tenga algún valor arqueológico debe fotografiarse antes de ser levantado del suelo, y en muchos casos hay que tomar una serie de instantáneas que muestren las diversas etapas de su descubrimiento. Muchas de ellas no se utilizarán nunca, pero uno no puede por menos que pensar que algún día pueda presentarse una duda y entonces el negativo más insignificante puede ‒ convertirse en un documento de gran valor. La fotografía es esencial en todo momento y tal vez sea la tarea más exigente que tiene que afrontar el excavador. Yo mismo he llegado a tomar y revelar hasta cincuenta negativos de un aspecto determinado de los trabajos en un solo día. Siempre que sea posible habría que poner las mediciones y la fotografía, dos ramas muy especializadas del trabajo, en manos de dos expertos, que trabajen independientemente. El director podrá tener entonces tiempo para dedicarse a lo que podríamos considerar los aspectos más delicados de la excavación. Podrá «jugar con su trabajo», tal como lo expresó un amigo arqueólogo. En toda excavación se presentan constantemente enigmas y problemas y sólo estando sobre el terreno, mirándolo desde todos los puntos de vista y escudriñándolo bajo toda clase de iluminaciones podrá uno llegar a solucionar algunos de ellos. El significado de un conjunto de paredes, pruebas de la reconstrucción de un edificio o de un cambio del plano original por parte del arquitecto; el significado de un cambio de nivel; dónde se superponen los restos de un período anterior a los de otro posterior; el significado que tiene alguna peculiaridad en los escombros superficiales o en la estratificación de un montículo: éstas y otras muchas son las preguntas que el excavador debe afrontar y es su habilidad en contestarlas lo que le calificará o descalificará como arqueólogo. Hasta aquí nos hemos referido a los trabajos al aire libre, la excavación propiamente dicha. Hay otras muchas cosas que hacer y si el arqueólogo tiene que seguir el ritmo de los trabajos encontrará sus horas libres y sus noches completamente ocupadas. Sus notas, los planos y el catálogo de los objetos tienen que estar constantemente al día. Siempre hay fotografías por revelar, copias por hacer y un archivo que controlar, tanto de negativos como de positivos. Hay que reparar los objetos rotos, poner en tratamiento los que estén en condiciones precarias, estudiar las posibilidades de restauración de otros y recomponer los hilos de los objetos hechos con cuentas. A
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continuación siguen las fotografías en el interior, ya que cada objeto debe fotografiarse a escala y en algunos casos desde varios puntos de vista. La lista puede alargarse casi indefinidamente e incluiría una serie de trabajos que parecen tener una relación muy remota con la arqueología, tales como llevar las cuentas, ser el confesor de los obreros y el juez de sus disputas. Naturalmente, los trabajadores tienen un día libre a la semana y el excavador suele empezar la campaña creyendo que también podrá disponer de él. Generalmente abandona tal idea desde la primera semana, ya que pronto encontrará en este día de vacación el momento ideal para poner al día los mil y un trabajos que se le han quedado atrasados, y no quiere malgastarlo. Ésta es, en líneas generales, la tarea del arqueólogo. Hay algunos detalles de su trabajo, en especial los que se refieren a la toma de notas y a los sistemas de conservación de los objetos en casos urgentes, a los que quiero dedicar más espacio. Se trata de materias sobre las que el lector ordinario conoce poco y quedarán bien explicadas en nuestra descripción del trabajo llevado a cabo en el laboratorio la temporada pasada. Por ejemplo, la madera se encuentra raras veces en buenas condiciones y presenta muchos problemas. Sus principales enemigos son la humedad y las termitas, y si las circunstancias no son favorables no quedará de ella más que un montón de polvo negro o un armazón que se desmorona con sólo tocarlo. En el primer caso todo lo que se puede hacer es tomar nota de que ha aparecido madera, pero en el segundo generalmente puede obtenerse bastante información, tomando medidas y, si se actúa con rapidez, copiando los restos de una inscripción que tal vez nos dé el nombre del dueño del objeto y que se borraría al menor soplo de viento o tocando su superficie. También puede haber casos en los que la estructura o armazón de madera haya desaparecido, dejando restos dispersos de la decoración que lo cubría en un principio ‒marfil, oro, fayenza, o lo que sea. Anotando cuidadosamente la posición relativa de estas decoraciones, seguido por la recomposición y restauración de las mismas, será posible averiguar la forma y tamaño exactos de la pieza. Después, aplicando las decoraciones a un nuevo armazón de madera, se obtiene un objeto tan bueno como si fuese nuevo a todos los efectos, en lugar de una colección dispersa de objetos de marfil, oro y fayenza. También puede preservarse la madera por medio de parafina derretida, a menos que su estado de deterioro esté en su última fase. De este modo puede obtenerse un objeto sólido y manejable en lugar de otro hecho pedazos. Naturalmente, las condiciones de la madera varían según el yacimiento y, por suerte para nosotros, Luxor es tal vez el mejor lugar de Egipto a este respecto. Tuvimos algunos problemas con la que procedía de la tumba, pero éstos resultaban no del estado en que se encontraban cuando los hallamos, sino por haberse encogido posteriormente, debido al cambio de la atmósfera. Esto no sería muy grave en un objeto que sea solamente de madera, pero a los egipcios les gustaba mucho aplicar una fina capa de yeso sobre ellos, formando una superficie en la que pintaban escenas o incrustaban planchas de oro. Naturalmente, al encogerse la madera, el yeso que la recubría empezaba a soltarse y a abombarse, con gran peligro de que desaparecieran grandes fragmentos de su superficie. El problema era difícil. Es fácil pegar pintura o láminas de oro al yeso, pero los preservativos normales no permiten fijar el yeso a la madera. También en este caso, como veremos, hubo que recurrir finalmente a la parafina. El estado de los tejidos varía. Unas veces la tela es tan fuerte como si acabara de salir del telar mientras que en otras la humedad la ha reducido a un material parecido al hollín. En el presente caso la dificultad de manejo se incrementaba debido a los malos tratos que habían recibido y por el hecho de que muchos de los ropajes estaban recubiertos por una decoración de rosetas de oro y cuentas. Los dibujos hechos a base de cuentas representan un problema por sí mismos y tal vez sea el material que más pone a prueba la paciencia del excavador de todos los que tiene que manejar. Para empezar, los hay en grandes cantidades. Los egipcios tenían una auténtica pasión por las cuentas, así que no es nada raro encontrar en una sola momia un equipo compuesto por varios collares, dos o tres gargantillas, un par de ceñidores y gran cantidad de pulseras y ajorcas. En este caso se habrán
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utilizado muchos miles de cuentas. Por esto requieren paciencia, ya que para recuperarlos y restaurarlos, cada cuenta tendrá que pasarse por lo menos dos veces, y se necesitará un trabajo muy meticuloso para conservar su disposición original. Aunque el hilo que las unía se ha podrido, la mayoría conserva aún su posición relativa y soplando encima de ellas se puede quitar el polvo y seguir todo el collar o gargantilla, recobrando así el orden exacto de las cuentas. Al ir descubriéndose cada pieza puede pasarse un hilo nuevo in situ ‒una vez tuve que usar simultáneamente doce agujas enhebradas para un ceñidor de muchas vueltas‒ o, aún mejor, pueden trasladarse las cuentas una por una a un cartón sobre el que se ha extendido una fina capa de plastilina. Este último sistema tiene la ventaja de que se pueden dejar espacios para las piezas que falten o para cuentas de colocación dudosa. Con objetos complicados en los que no es posible pasar un hilo a través de las cuentas en el lugar en que se encuentran, hay que tomar notas con mucho cuidado, haciéndose luego el pasado no ya en el orden exacto, cuenta por cuenta, sino de acuerdo con el diseño y trazado originales. Este trabajo es muy aburrido y requiere gran número de experimentos antes de encontrar el medio de solucionar un problema concreto. En el caso de una gargantilla, por ejemplo, puede ser necesario pasar tres hiladas independientes para cada cuenta si se quiere que las vueltas caigan en el lugar que les corresponde. A veces para restaurarlas hay que reconstruir las piezas que faltan o las rotas. Una vez encontré una colección de brazaletes y ajorcas en los cuales las vueltas de cuentas estaban separadas por cilindros de madera perforados y recubiertos de oro. La madera que componía estos «separadores» había desaparecido, quedando los moldes de oro, así que tuve que cortar nuevas piezas de madera y darles la misma forma, perforándolas con una aguja al rojo y cubriendo los nuevos cilindros con el oro original. Tales restauraciones, basadas en datos concretos, son completamente lícitas y compensan el esfuerzo. En lugar de una bandeja de cuentas sin significado alguno o, lo que es peor, una reconstrucción puramente arbitraria y fantástica, uno ha recuperado para su museo un objeto de atractivo propio y de gran valor arqueológico. El papiro es, a menudo, difícil de manejar y se han cometido con él más crímenes que en cualquier otra rama de la arqueología. Si su estado de conservación es relativamente bueno, debería envolverse en un paño húmedo durante unas horas, pudiendo extenderse luego fácilmente debajo de un cristal. Los rollos rotos y resquebrajados, que sin duda se desintegrarían en múltiples fragmentos si se los desenrollara, no deberían tocarse a menos que se disponga del espacio y el tiempo suficiente. Trabajando con cuidado, sistemáticamente, pueden colocarse casi todos los fragmentos en su lugar correspondiente, mientras que una clasificación inconexa, llevada a cabo a ratos entre un trabajo y otro, y tal vez por varias manos, no puede alcanzar nunca resultados satisfactorios y puede terminar con la destrucción de material valioso. Si el papiro de Turín, por ejemplo, hubiese recibido un tratamiento correcto cuando lo encontraron, ¡qué riqueza informativa nos hubiera legado y cuántas discusiones habría evitado! Por regla general la piedra presenta pocas dificultades. La caliza contiene generalmente sal, que hay que disolver con agua, pero éste es un problema del que pueden encargarse en el museo y no debemos insistir en ello. También pueden dejarse objetos de fayenza, cerámica y metal para tratarlos más tarde. Aquí sólo nos concierne el trabajo que debe efectuarse in situ. Durante todos estos trabajos preliminares hay que tomar notas detalladas y abundantes. No hay que temer que se tomen demasiadas, ya que, aunque un detalle parezca claro en un principio, ello no quiere decir que lo sea cuando llegue la hora de trabajar a fondo sobre el propio material. Cuando se trabaja con tumbas hay que tomar cuantas notas se pueda mientras todo está aún en su posición original. Luego, al empezar a excavarlas se deben tener a mano fichas y un lápiz, a fin de que cada elemento que se presente pueda anotarse. A veces uno siente la tentación de posponerlo hasta haber terminado con la pieza con la que se trabaja, pero es peligroso hacerlo. Siempre se presenta algo y las más de las veces ya no se anota aquella observación. Pasemos ahora al laboratorio para poner en práctica algunas de las teorías que hemos ido elaborando. Se recordará que se nos había concedido la tumba de Seti II (número 15 del catálogo de
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tumbas hecho por Wilkinson) y que nos habíamos establecido en ella con nuestras fichas y equipo de conservación. La tumba era larga y estrecha, así que prácticamente sólo pudimos utilizar la primera sala, siendo el interior demasiado oscuro para servir para otra cosa que no fuera almacén. A medida que traían los objetos los almacenábamos en la sección central, aún en sus parihuelas, y allí los tapábamos hasta que eran necesarios. Cada uno de ellos pasaba por turno por la sala de trabajo para ser examinado. Allí, después de sacar el polvo superficial, anotábamos sus medidas y datos arqueológicos completos y copiábamos sus inscripciones en su ficha del archivo. Seguían las reparaciones necesarias y el tratamiento de preservación, hecho lo cual lo sacábamos a la entrada para hacer las fotografías a escala. Finalmente, tras haber pasado por todos estos procesos, el objeto era almacenado en lo más profundo de la tumba, en espera del embalaje final. En la mayoría de los casos no intentamos un tratamiento definitivo. Era evidentemente imposible, ya que serán necesarios meses, tal vez años de trabajo de reconstrucción para sacar el máximo partido del material. Todo lo que podíamos hacer allí era aplicar un tratamiento preliminar, suficiente en cualquier caso para permitir que el objeto fuese trasladado sin complicaciones. La restauración definitiva deberá llevarse a cabo en el museo y se necesitará de un laboratorio mucho mejor equipado y de un grupo de colaboradores especializados más numerosos de lo que hubiésemos soñado tan siquiera poder conseguir en el Valle. Al avanzar la campaña y quedar el laboratorio cada vez más ocupado por los objetos, se hizo cada vez más difícil recordar todo el trabajo que habíamos realizado y sólo prestando mucha atención a los detalles, y gracias a habernos ceñido a un orden de procedimiento muy estrictamente, conseguimos librarnos de complicaciones. A la llegada de cada objeto se anotaba su número de registro en un libro de entradas y apuntábamos en el mismo libro un informe de los sucesivos estadios de su tratamiento. Cada uno de los objetos principales había recibido su propio número de registro en la misma tumba, pero al repasarlos en el laboratorio hubo que establecer una compleja numeración secundaria. Un cofre, por ejemplo, podía contener cincuenta objetos, cada uno de los cuales había de poder ser identificado en un momento determinado y lo conseguíamos por medio de letras del alfabeto o una combinación de las mismas. Era necesario un cuidado constante para no separar estos objetos menores de sus etiquetas de identificación, especialmente en casos que requerían un prolongado tratamiento. A menudo ocurría que las partes que componían un solo objeto, esparcidas por la tumba, habían recibido dos o más números, y en este caso había que hacer referencias a todos ellos en las notas. Las fichas, una vez completas, se archivaban en unos cajones y al terminar la campaña teníamos reunida en ellos la historia completa de cada objeto de la tumba, incluyendo: 1. Medidas, dibujos a escala y detalles arqueológicos. 2. Notas sobre las inscripciones, hechas por el doctor Alan Gardiner. 3. Anotaciones de Mr. Lucas sobre el tratamiento de preservación empleado. 4. Una fotografía mostrando la posición del objeto en la tumba. 5. Una fotografía a escala, o una serie de ellas, del objeto mismo. 6. En el caso de cofres, una serie de fotos mostrando los distintos momentos de su vaciamiento. Esto es todo en cuanto a nuestro sistema de trabajo. Vayamos ahora al tratamiento individual que recibieron un selecto número de antigüedades. El primero que recibió tratamiento en el laboratorio fue el maravilloso cofre pintado (número 21 de nuestro catálogo); si hubiéramos buscado en toda la tumba hubiera sido difícil encontrar un solo objeto que presentara un número de problemas mayor. Por esta razón creo que vale la pena dar una descripción detallada de su tratamiento. Nuestro primer objetivo fue el mismo cofre, que estaba recubierto de yeso y pintado de arriba abajo con brillantes escenas. A excepción de un ligero agrietamiento en las junturas, debido al encogimiento de la madera, ésta se encontraba en perfectas condiciones; el yeso estaba un poco descascarillado en las esquinas y a lo largo de las grietas, pero todavía se hallaba en un estado bastante firme, y la pintura, aunque algo descolorida en algunos sectores, era completamente sólida,
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sin mostrar señal alguna de corrimiento. Parecía como si necesitase poco tratamiento. Quitamos el polvo de la superficie, disminuimos la pérdida de color de las superficies pintadas con bencina, y aplicamos a todo el exterior del cofre una solución de celuloide y amilacetato para fijar el yeso a la madera, prestando particular atención a las partes delicadas en las grietas. Parecía que esto era cuanto requería, pero era nuestra primera experiencia en esta tumba de la combinación entre el yeso y la madera y pronto íbamos a desilusionarnos. Tres o cuatro semanas más tarde notamos que unas grietas de las junturas se hacían más grandes y que en otras partes el yeso tendía a hincharse. Era evidente lo que estaba ocurriendo. Debido al cambio de temperatura entre la atmósfera cerrada y húmeda de la tumba y la sequedad del aire del laboratorio, la madera había empezado a contraerse de nuevo y el yeso, al no poder hacer lo mismo, se estaba separando de ella. Era una situación seria, ya que corríamos el peligro de perder partes de la superficie pintada. Había que tomar drásticas medidas y después de largas discusiones decidimos recurrir al uso de la parafina. Necesitamos valor para tomar tal decisión, pero el resultado nos dio la razón, ya que la cera penetró los materiales, manteniéndolos firmes y, en lugar de afectar los colores, que era lo que habíamos temido, parecía hacerlos más brillantes que antes. Utilizamos este procedimiento más tarde en muchos otros objetos de madera y yeso, resultando altamente satisfactorio. Es importante calentar la superficie y llevar la cera lo más posible al punto de ebullición; de Otro modo se enfría y no penetra bien. Careciendo de horno nos encontramos con que el sol de Egipto es lo bastante caliente para lograr tal propósito. El exceso de cera puede sacarse con calor o usando bencina. Este proceso tiene otra ventaja, y es que las pequeñas partículas de yeso caídas pueden volver a colocarse en su sitio apretándolas mientras la cera está aún caliente y de este modo se mantienen bastante bien. En casos extremos puede hacerse necesario llenar la grieta por dentro usando cera caliente aplicada por medio de una pipeta. Éste es el trabajo que realizamos en el exterior del cofre. Levantemos ahora la tapa y veamos lo que nos depara su interior. Es un momento impresionante, ya que hay muchos y bellos objetos por todas partes y, debido a la apresurada reordenación de los oficiales, nada hay que pueda predecir cuál pueda ser el contenido de cada caja. El lector se hará un poco la idea de la dificultad que comporta el manejo de este material si explico que me tomó tres semanas de duro trabajo llegar al fondo de este cofre. Lo primero que vimos, a la derecha, fue un par de sandalias de mimbre y papiro en perfectas condiciones; debajo asomaba una almohadilla dorada para la cabeza y aún más abajo una masa confusa de tela, cuero y oro, cuya forma original desconocemos. A la izquierda, hecho un amasijo, había un magnífico vestido del rey y en la esquina superior unas cuentas de resina oscura, de talla muy simple. Nuestro primer problema fue el vestido: ¿cómo manejar una tela que se deshacía con sólo tocarla y que estaba recubierta con una elaborada y rica decoración? Este mismo problema se nos presentaría constantemente en el curso de nuestro trabajo. En este caso concreto toda la tela es taba recubierta con una red de cuentas de fayenza, con lentejuelas de oro rellenando los recuadros alternos de la misma. Originariamente las cuentas y las lentejuelas estaban cosidas a la tela, pero nosotros las encontramos sueltas. Muchas de ellas habían caído; evidentemente habían saltado al reducirse la tensión y romperse el hilo. En los bordes del vestido había franjas de minúsculas cuentas de vidrio de muchos colores, dispuestas en cenefas. El primer pliegue de la tela tenía una apariencia muy engañosa, ya que parecía ser bastante consistente, pero si se intentaba levantarla, se le quedaba a uno en las manos hecha pedazos. Por debajo, donde había estado en contacto con otras cosas, su estado era aún peor. La cuestión de las telas y cómo tratarlas se nos hizo muy complicada en esta tumba por el rudo tratamiento que habían recibido. De hecho hubiéramos podido manejarlas con facilidad si hubiesen estado extendidas o bien dobladas, o incluso si hubieran permanecido tiradas por el suelo de la cámara, tal como las dejaron los saqueadores. Pero nada peor para nuestros propósitos que el tratamiento que recibieron en el proceso de limpieza durante el cual se amontonaron, apiñaron y mezclaron las diversas prendas, colocándolas muy apretadas en las cajas junto con otros objetos, bien incongruentes en algunos casos.
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En el caso de este vestido hubiese sido posible solidificar toda la parte superior y sacarla completa, pero había serias objeciones a este proyecto. En primer lugar implicaba bastante peligro para lo que hubiera debajo, ya que al desempaquetar estas cajas siempre teníamos que estar en guardia, no fuera que, en nuestro entusiasmo por reparar o levantar un objeto, pudiéramos dañar otro más valioso que estuviera debajo del mismo. Además, si solidificábamos la parte superior del vestido, habríamos reducido nuestras oportunidades de obtener información sobre su tamaño y su forma y, desde luego, los detalles de su ornamentación. Para el manejo de estas ropas se nos ofrecían dos posibilidades: teníamos que sacrificar algo y el dilema estaba entre sacrificar la tela o la decoración. Usando substancias de preservación hubiéramos podido salvar grandes trozos de tela, pero al hacerlo hubiéramos mezclado y dañado la ornamentación que estaba debajo. En cambio, si sacrificábamos la tela sacándola con cuidado pieza por pieza, podríamos recuperar, en general, todo el diseño decorativo. En la mayoría de los casos nos inclinamos por esta última solución. Más adelante podremos hacer en el museo un nuevo ropaje de medidas exactas, al que pegaremos la decoración original, cuentas, lentejuelas, o lo que sea. Este tipo de restauraciones serán mucho más útiles y tendrán un valor arqueológico mucho mayor que unas cuantas piezas irregulares de tela tratada y una colección de cuentas y lentejuelas sueltas. El tamaño del vestido que estaba en el cofre puede calcularse con bastante precisión a través de los adornos. En el borde inferior había una franja compuesta por cuentas minúsculas que formaban un dibujo cuyos detalles pudimos anotar perfectamente. De esta franja pendían a intervalos regulares una serie de tiras hechas con cuentas, en cuyo extremo había un gran colgante. Multiplicando el espacio entre estas tiras por el número de colgantes, podemos calcular, pues, la circunferencia del dobladillo. Así obtenemos la anchura del vestido. Por el número de lentejuelas de oro empleado podemos calcular el área total de la decoración y si la dividimos por la circunferencia del borde inferior, que ya hemos obtenido, llegaremos a tener una idea bastante aproximada del largo del vestido. Naturalmente esto presupone que nuestro vestido tiene el mismo ancho de arriba abajo, un diseño que conocemos gracias a muchos vestidos sin decoración, cuyas medidas exactas logramos tomar. Esta digresión ha sido larga, pero era necesaria para explicar el tipo de problemas a los que nos enfrentábamos. Volvamos ahora al cofre y exploremos a fondo su contenido. Primero sacamos las sandalias de mimbre que estaban muy bien conservadas y no ofrecieron dificultades. Luego siguió la almohadilla de oro y tras ella, muy poco a poco, sacamos el vestido. Con una solución de celuloide conseguimos sacar entera una gran porción de su parte superior y tomamos pequeños fragmentos de la franja decorada con cuentecillas, preservándolas con cera para futuras referencias. Luego vino lo que podríamos llamar la segunda capa del contenido del cofre. Para empezar había tres pares de sandalias o, para ser precisos, dos pares de sandalias y uno de zapatillas. Estas últimas eran de cuero, decoradas profusamente con oro, en un trabajo de gran artesanía. Desgraciadamente su condición dejaba mucho que desear. En primer lugar habían sufrido daños por culpa del modo en que estaban empaquetadas, pero lo peor era que parte del cuero se había deshecho y corrido, pegando las sandalias a otros objetos, haciendo su extracción de la caja extremadamente difícil. La cantidad de cuero que había desaparecido era tanta que se hizo muy difícil asegurar su reconstrucción. Pegamos la decoración de oro que aún quedaba con una solución de bálsamo del Canadá y las robustecimos todo lo que nos fue posible, pero creo que será mejor hacer algún día unas sandalias nuevas y aplicar a ellas la decoración original. Bajo las sandalias había una masa de tela desintegrada, casi toda con consistencia de hollín, adornada ricamente con rosetas y lentejuelas de oro y plata. Es triste pensar que este montón informe representa un buen número de ropajes del rey. El lector puede imaginarse lo difícil que fue intentar obtener alguna información inteligible acerca de ellas, aunque el tamaño y las formas de las lentejuelas nos ayudaron un poco. Por lo menos había siete piezas distintas. Una de ellas era una capa de tela que imitaba la piel del leopardo, con la cabeza dorada y las manchas y las garras de plata; dos de las restantes eran tocados hechos en forma de halcón con las alas extendidas.
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Envueltos en estos ropajes había multitud de objetos diversos: dos collares de cuentas de fayenza con colgantes, dos gorras o bolsas de cuentecillas, prácticamente destruidas, un rótulo de madera con la inscripción «Sandalias de papiro (?) de Su Majestad», un guante de lino liso, un guantelete de arquero, un trozo de tapiz tejido con hilos de colores, un collar de dos vueltas de grandes cuentas lisas de fayenza y un buen número de fajas o bufandas de lino. Debajo de los vestidos había una capa de rollos y paquetes de ropa, algunos de los cuales eran taparrabos y otros simplemente vendas. Debajo de todo, sobre el fondo del cofre, había dos tableros con agujeros en ambos extremos para colgarlos, de uso dudoso. Salvo raras excepciones, como, por ejemplo, las sandalias de mimbre, los vestidos que allí había eran los de un niño. Primero creímos que el rey había conservado las ropas que usaba cuando era pequeño, pero más tarde encontramos la cartela real en uno de los cinturones y en las lentejuelas de uno de los vestidos. Así, pues, debió llevarlos después de convertirse en rey, de lo que parece seguirse que era aún un muchacho cuando ascendió al trono. Otro dato interesante relacionado con esto es el hecho de que en la tapa de una de las otras cajas hay un letrero que dice: «El mechón lateral (?) del rey cuando niño», lo cual representa un interesante detalle histórico; nos gustará ver, cuando llegue el momento, la información que nos dé la momia sobre la edad del rey. En todo caso, siempre que el rey está representado en los muebles de la tumba, aparece como poco más que un muchacho. Hay otra observación que hacer acerca de los vestidos encontrados en ésta y otras cajas. Muchos de ellos están decorados con dibujos hechos a base de hilos de colores. Algunos de ellos son ejemplos de tapicería, parecidos a los fragmentos encontrados en la tumba de Tutmés IV 12, pero también había casos inequívocos de bordado. El material procedente de esta tumba será de gran importancia para la historia del tejido y necesita estudiarse con cuidado. No puedo describir aquí la apertura de otras cajas por cuestión de espacio, pero todas se encontraban en el mismo estado de confusión y todas tenían la misma incongruente mezcla de objetos. Muchas contenían de cincuenta a sesenta piezas, cada una de las cuales requería una ficha de archivo y mientras las abríamos la emoción nunca faltó, ya que no sabíamos cuándo íbamos a encontrarnos con un magnífico escarabeo de oro, o una hermosa joya. Naturalmente era un trabajo lento, ya que había que pasarse horas con un cepillo y un fuelle para descubrir el orden y disposición exactas de una gargantilla, collar o decoración de oro, normalmente recubiertos por el polvo resultante de la descomposición de la ropa. Los collares nos presentaron bastantes problemas. Encontramos ocho en total, del tipo de hoja y flor tan común en Tell el Amarna y se necesitó gran cuidado y paciencia para averiguar la disposición exacta de los diversos tipos de colgantes. Hará falta mucho trabajo para devolverles sus colores originales y habrá que restaurarlos mucho, principalmente en cuanto a fragmentos perdidos o rotos, antes de que podamos pasarles el hilo definitivo. En una ocasión tuvimos la suerte de encontrar un complejo collar de tres vueltas completamente plano sobre el fondo de una caja, con un pectoral de oro en un extremo y un colgante en forma de escarabeo en el otro, así que pudimos sacarlo cuenta por cuenta, pasándole un nuevo hilo allí mismo, conservando el orden original. La pieza que más costó de reconstruir fue el corpiño a que nos hemos referido en varias ocasiones. Era una pieza muy compleja, que constaba de cuatro partes distintas: el corpiño propiamente dicho, con incrustaciones de oro y cornerina, bordeado con franjas y broches de oro e incrustaciones policromadas; un collar con típicas imitaciones de cuentas de oro, cornerina y fayenza verde y azul; y dos magníficos pectorales de oro calado con incrustaciones de colores, uno para el pecho y el otro para colgar detrás como contrapeso. Corpiños de este tipo aparecen representados bastante a menudo en los monumentos y, por lo visto, eran bastante corrientes, pero nunca habíamos tenido la suerte de encontrar un ejemplar completo. Por desgracia, sus partes estaban muy dispersas y hay detalles de su reconstrucción de los que no estamos seguros del todo. La mayor parte apareció en la caja 54, pero, como ya dije en el capítulo 7, también había 12 Carter y Newberry, Tomb of Thoutmosis IV, Lám. I y XXVIII, Nos. 46526-46529.
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fragmentos en la capillita de oro y en las cajas 101 y 115, y encontramos piezas sueltas esparcidas por el suelo de la antecámara, el pasadizo y la escalera. Fue muy interesante intentar averiguar cuál era su disposición original. El corpiño apareció en la caja 54, sobre varios vasos de libación hechos de fayenza. Primero conseguimos el dibujo y disposición original, con bandas de plaquetas de oro con incrustaciones en su parte superior e inferior y luego logramos averiguar la anchura exacta en dos o tres partes distintas, así como el hecho de que no tenía la misma anchura en todo su alrededor. Además vimos que la vuelta superior del collar se unía a unos tirantes hechos de placas de oro por medio de unas varillas, también de oro, que unían el collar y los tirantes por los hombros. La disposición exacta de las piezas del collar la averiguamos a través de los fragmentos encontrados en la capilla de oro. Los pectorales aparecieron también en la capilla, junto a los trozos del collar y era evidente que habían estado unidos a él por la curva que presentaba su borde superior. Además de las varillas de oro de los hombros había otras cuyos agujeros para enhebrarlas correspondían tan exactamente a los de las escamas del corpiño que era evidente que habían pertenecido a esta parte del aderezo. Estas varillas, así como las de los hombros, se sostenían por medio de agujas que podían sacarse y ponerse a fin de ajustar el corpiño una vez puesto; el único punto dudoso es si las vajillas de oro se ajustaban por delante y por detrás, o por los lados. La razón por la que las hemos colocado en esta posición es que las varillas son de tamaños distintos, e, intentando todas las combinaciones posibles, no hubo modo de distribuirlas formando dos largos del corpiño, como requerirían si fueran a cada lado. Por otra parte sabemos que la parte delantera y la trasera del corpiño tenían un largo diferente. Todavía faltan muchas piezas y esperamos que aparezcan más en la cámara interior o en el anexo. La mayor parte de nuestro trabajo en el laboratorio el invierno pasado consistió en estudiar las cajas, tratando de ordenar y clasificar su revuelto contenido. Fue mucho más fácil manejar los objetos grandes. Algunos de ellos se hallaban en muy buen estado, requiriendo tan sólo una limpieza superficial y tomar notas acerca de ellos para las fichas, pero hubo otros que necesitaron algunos cuidados o, como mínimo, reparaciones menores que hicieran posible su traslado. Durante todo este proceso tuvimos siempre a mano nuestra caja de objetos hallados en superficie, fragmentos que habíamos recuperado barriendo y cribando la capa superior de polvo del suelo de la antecámara y el pasadizo de entrada; a menudo encontramos en ella la pieza de incrustación o lo qué estuviéramos buscando. Todavía no hemos intentado ocuparnos de los carros. Tendrá que hacerse más adelante en El Cairo, puesto que hay demasiadas piezas y hará falta un espacio considerable para clasificarlas y restaurarlas, mucho más del que disponíamos en el Valle. Como ya dije antes, la restauración y estudio de los materiales de esta tumba nos proporcionarán trabajo para varios años. Al terminar la campaña llegó el momento de embalar los objetos, lo cual es de por sí delicado, pero doblemente en este caso, dado el valor inmenso del material. Había que prestar especial atención a protegerlos contra el polvo y contra cualquier daño que pudieran sufrir, así que envolvimos cada objeto con guata o tela, o con ambas, antes de colocarlo en su caja correspondiente. También envolvimos con vendas las superficies delicadas, tales como las distintas partes del trono, las patas de sillas y camas o los arcos y cayados, por si alguna pieza se desprendía durante el viaje. Los objetos más frágiles, como ramilletes funerarios o sandalias, los colocamos en una especie de salvado, ya que no hubiesen resistido un embalaje normal. Tuvimos buen cuidado en conservar las antigüedades en grupos estrictamente clasificados, con los tejidos en una caja, las joyas en otra, etc. Puede que pase un año o dos hasta que se abran algunas de las cajas y entonces se ahorrará mucho tiempo si todos los objetos de un mismo tipo están en una sola. En total embalamos ochenta y nueve de ellas, pero para disminuir el peligro durante el transporte las colocamos en treinta y cuatro cajas grandes muy reforzadas. Luego vino la cuestión del transporte. A la orilla del río nos esperaba un barco de vapor enviado por el Departamento de Antigüedades, pero entre el laboratorio y el río había una distancia de nueve kilómetros de mal camino, con curvas difíciles y desniveles peligrosos. Se nos ofrecían
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tres medios de transporte: camellos, tracción humana y vagonetas tipo «Décauville» y decidimos que este último era el que agitaría menos las cajas. Así, pues, las cargamos en varias vagonetas, y la tarde del 13 de mayo estuvimos dispuestos a empezar nuestro viaje, valle abajo, el mismo camino que los objetos habían recorrido, en circunstancias tan distintas, tres mil años antes. Al amanecer del día siguiente las vagonetas empezaron a moverse. Ahora bien, al hablar de vagones el lector no debe imaginar que teníamos una línea férrea tendida hasta el río a nuestra disposición, ya que hubiese tomado meses el levantar una. Sólo teníamos unos raíles que se tendían a medida que las vagonetas avanzaban, colocándolos una y otra vez en cadena. Necesitamos cincuenta obreros para esta operación, cada uno con una misión distinta, empujando las vagonetas, colocando los raíles o trayendo los que habían quedado atrás. Debe de parecer muy fastidioso, pero es fantástico lo deprisa que se cubre el terreno. A las diez de la mañana del día 15 habíamos cubierto toda la distancia y las cajas estaban sanas y salvas en la lancha; en total, quince horas de trabajo. Hubo algunos momentos de ansiedad en el áspero camino del Valle, pero no ocurrió nada desagradable y el hecho de que toda la operación se realizara en tan corto período y sin ningún contratiempo es un buen testimonio del celo de nuestros obreros. Debo añadir que el trabajo se realizó bajo un sol abrasador, con una temperatura de bastante más de 37° C a la sombra, siendo los raíles en estas condiciones casi demasiado calientes para tocarlos. Durante el recorrido por el río las cajas estuvieron a cargo de una escolta proporcionada por el mudir de la provincia y después de un viaje de siete días llegaron sanas y salvas a El Cairo. Allí desembalamos algunos de los objetos más valiosos para exponerlos inmediatamente. Las otras cajas están almacenadas en el museo.
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11. ABRIMOS LA PUERTA SELLADA A mediados de febrero habíamos terminado el trabajo en la antecámara. A excepción de las dos estatuas de los centinelas, que dejamos por razones especiales, todo lo que contenía había sido trasladado al laboratorio; habíamos barrido el suelo y cribado en busca de la última cuenta y del último fragmento de incrustación el depósito encima de él, y ahora estaba limpio y vacío. Al fin estábamos a punto de aclarar el misterio de la puerta sellada. El viernes 17 era el día señalado, y a las dos de la tarde los que habían de gozar del privilegio de ser los testigos de la ceremonia se reunieron junto a la tumba, según se les había indicado. Estaban Lord Carnarvon, Lady Evelyn Herbert, Su Excelencia Abd el Halim, Pacha Sulimán, ministro de Obras Públicas, M. Lacau, director general del Servicio de Antigüedades, Sir William Garstin, Sir Charles Cust, Mr. Lythoge, conservador del Departamento Egipcio del Metropolitan Museum de Nueva York, el profesor Breasted, el Dr. Alan Gardiner, Mr. Winlock, el Honorable Mervyn Herbert, el Honorable Richard Bethell, Mr. Engelbach, inspector en jefe del Departamento de Antigüedades, tres inspectores egipcios del Departamento de Antigüedades, el representante del Bufete de Prensa del Gobierno y los miembros del equipo, unas veinte personas en total. A las dos y cuarto ya estábamos todos, así que nos quitamos las chaquetas y avanzamos por el pasadizo que se adentraba en la tumba. Todo estaba a punto y listo en la antecámara y debió de ser una extraña visión para los que no la habían visto desde que abrimos la tumba por primera vez. Habíamos tapado las estatuas con tablones para protegerlas de cualquier posible daño y habíamos erigido una pequeña plataforma entre ellas lo bastante alta como para permitirnos alcanzar la parte superior de la puerta, habiendo decidido, por razones de seguridad, trabajar de arriba abajo. A poca distancia detrás de la plataforma había una barrera y detrás de ella, sabiendo que tal vez nos esperaban horas de trabajo, habíamos dispuesto sillas para los visitantes. Habíamos colocado soportes para las lámparas a cada lado de la puerta, cayendo su luz de lleno sobre ella. Al pensar hoy en todo esto nos damos cuenta ahora del extraño e incongruente espectáculo que debía representar la cámara; pero en aquel momento no creo que una idea semejante cruzara nuestras mentes. Sólo teníamos un pensamiento: allí, frente a nosotros, había una puerta sellada, y al abrirla íbamos a borrar los siglos y encontrarnos en presencia de un monarca que reinó hace tres mil años. Mis propios sentimientos al subir a la plataforma eran muy diversos y mi mano temblaba al dar el primer golpe. Mi primera preocupación fue localizar el dintel de madera encima de la puerta; entonces, con mucho cuidado quité pequeños fragmentos de yeso y empecé a sacar los cascotes que formaban la capa superior del relleno. A cada momento la tentación de parar y mirar hacia adentro era irresistible y cuando, tras algunos minutos, hube abierto un agujero lo suficientemente grande como para poder hacerlo, coloqué una linterna. Su luz reveló una visión asombrosa, ya que allí, a un metro de la puerta, extendiéndose hasta perderse de vista y bloqueando la entrada de la cámara había lo que tenía el aspecto de ser una pared de oro macizo. De momento no había explicación alguna a su significado, así que lo más deprisa que me atreví a hacerlo, empecé a trabajar para ensanchar el agujero. Para entonces esta operación se había hecho muy difícil, ya que las piedras de la mampostería no eran bloques cuadrados, colocados regularmente uno sobre otro, sino pedruscos de diverso tamaño, algunos de ellos tan pesados que tenía que poner todos mis esfuerzos para conseguir levantarlos. Por otra parte, algunos de ellos al sacar el peso que tenían encima quedaban en un estado de equilibrio tan precario que el menor movimiento en falso podía enviarlos hacia adentro, estrellándose sobre el contenido de la cámara. También procurábamos conservar la impresión de los sellos que había sobre la gruesa capa de mortero de la pared exterior, lo cual añadía considerable dificultad al manejo de las piedras. Mace y Callender me ayudaban en el proceso y sacábamos cada una de ellas con un sistema regular. Yo la soltaba con una palanca mientras que Mace la sostenía para evitar que cayera hacia adelante; entonces yo la levantaba y la pasaba a Callender, que estaba detrás de mí, el cual la daba a uno de los capataces, y así, a través de
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una cadena de obreros, seguía pasadizo arriba hasta salir de la tumba. Al sacar unas pocas piedras quedó resuelto el misterio de la pared de oro. Nos encontrábamos, en efecto, en la entrada de la cámara funeraria del rey, y lo que nos cerraba el paso era el lateral de una inmensa capilla dorada construida para cubrir y proteger el sarcófago. Ahora era posible verla desde la antecámara a la luz de las linternas y al ir sacando piedra por piedra y aparecer gradualmente su superficie dorada podíamos sentir, como si fuera una corriente eléctrica, el cosquilleo de excitación que emocionaba a los espectadores al otro lado de la barrera. Los que hacíamos el trabajo estábamos, probablemente, menos conmovidos, ya que la tarea que teníamos entre manos, es decir, la de quitar el bloqueo sin que se produjera un accidente, requería todas nuestras energías. La caída de una sola piedra podía haber causado un daño irreparable a la delicada superficie de la capilla, así que tan pronto como el agujero fue lo bastante grande, preparamos una protección adicional colocando un colchón en la parte interior del relleno, suspendiéndolo del dintel de madera de la puerta. Nos llevó dos horas de trabajo intenso quitar el relleno de la puerta, o por lo menos quitar lo que era suficiente para entonces. Hubo un momento, cerca del final, en que tuvimos que detener el trabajo durante algún tiempo mientras recogíamos las cuentas dispersas de un collar que los ladrones sacaron del interior de la cámara, dejándolo caer en el dintel. Esto último fue una prueba terrible para nuestra paciencia, ya que era un trabajo lento y todos estábamos llenos de curiosidad por ver lo que había dentro; pero finalmente terminamos, sacamos las últimas piedras y quedó abierto ante nosotros el camino a la cámara más profunda. Al sacar lo que bloqueaba la puerta habíamos descubierto que el nivel de la cámara interior era aproximadamente 1,25 m. más bajo que el de la antecámara, y esto, combinado con el hecho de que el espacio entre la puerta y la capilla era muy estrecho, hacía que no fuese fácil entrar en ella. Afortunadamente no había objetos menores en este extremo de la cámara, así que me agaché y tomando una de las lámparas portátiles me incliné con cuidado hacia la esquina de la capilla y miré al otro lado. En la esquina había dos bellos vasos de alabastro que bloqueaban el paso, pero pude ver que si los sacábamos quedaría un pasillo expedito hacia el otro lado de la cámara; así, pues, marcando con cuidado el lugar en que estaban los levanté y los pasé a la antecámara: a excepción del vaso de rogativas del rey, eran los de mejor calidad y los de forma más graciosa de todos los que habíamos encontrado hasta entonces. Lord Carnarvon y M. Lacau se unieron a mí y seguimos investigando, abriéndonos camino por el estrecho paso entre la capilla y la pared, tirando del cordón de nuestra lámpara. No cabía duda alguna de que el lugar en que estábamos era la cámara funeraria, ya que por encima de nosotros se erigía una de las grandes capillas doradas bajo las cuales yacían los reyes. Su estructura era tan enorme (5,20 m. de largo por 3,25 m. de ancho y 2,75 m. de alto, según averiguamos más tarde) que llenaba casi toda el área de la cámara, estando separada de sus paredes por menos de un metro por cada uno de los cuatro lados, mientras su cubierta, con toro y cornisa, llegaba casi hasta el techo. Estaba recubierta de oro de arriba abajo y tenía incrustado en los lados paneles de fayenza azul en los que se repetían una y otra vez los símbolos mágicos que debían asegurar su fortaleza y seguridad. Alrededor de la capilla, sobre el suelo, había muchos emblemas funerarios y en el extremo norte los siete remos mágicos que el rey necesitaría para cruzar las aguas del más allá. Las paredes de la cámara, a diferencia de las de la antecámara, estaban decoradas con escenas e inscripciones de brillante colorido y tonos vivos, pero evidentemente ejecutados con prisas. Estos detalles seguramente los advertimos más tarde, ya que en aquel momento nuestro único pensamiento era la capilla y cómo resguardarla. ¿Habían penetrado en ella los ladrones, profanando la tumba real? Aquí, en el extremo este, estaban las grandes puertas que iban a contestar a nuestra pregunta, cerradas y con el pestillo corrido, pero no selladas. Descorrimos ansiosamente los pestillos y abrimos las puertas de par en par; allí dentro había otra capilla, con puertas igualmente cerradas con pestillo y sobre él había un sello intacto. Estábamos decididos a no romperlo, ya que nuestras dudas no se habían disipado y no podíamos seguir adelante sin correr el riesgo de dañar
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seriamente el monumento. Creo que en aquel momento ni siquiera queríamos romper el sello, ya que un sentimiento de intrusión había caído pesadamente sobre nosotros al abrir las puertas, aumentado posiblemente por la situación casi hiriente de un paño mortuorio de lino, decorado con rosetas doradas, que colgaba en el interior de la capilla. Sentimos que estábamos en presencia de un rey muerto y le debíamos reverencia, y en nuestra imaginación podíamos ver las puertas de las sucesivas capillas abrirse una tras otra hasta que en la más profunda aparecería el mismo rey. Cuidadosamente y en el mayor silencio posible volvimos a cerrar las grandes puertas y continuamos hasta el extremo más alejado de la cámara. Aquí nos esperaba una sorpresa, ya que una puerta baja, situada al este de la cámara funeraria, daba acceso a otra habitación, más pequeña que las anteriores y no tan majestuosa. Esta puerta, a diferencia de las demás, no había sido cerrada ni sellada. Desde donde estábamos pudimos conseguir una clara visión de todo lo que contenía, y una simple mirada bastó para decirnos que allí, en aquella reducida cámara, había los tesoros más grandes de la tumba. Mirando a la puerta, en la parte más extrema, había el más bello monumento que he visto en mi vida, tan hermoso que hace perder el aliento de asombro y admiración. Su parte central consistía en un gran cofre en forma de capilla, recubierto totalmente de oro y rematado por un friso de cobras sagradas. A su alrededor se erigían las estatuas de las cuatro diosas tutelares de los muertos ‒graciosas figuras con los brazos extendidos como protección, en una actitud tan natural y llena de vida y con una expresión tal de piedad y compasión en sus rostros que uno sentía que era casi un sacrilegio mirarlas. Cada una de ellas protegía uno de los cuatro lados de la capilla, pero mientras que las figuras de la parte de delante y de detrás tenían su mirada fija en el objeto que estaba a su cargo, las otras dos añadían un conmovedor toque de realismo, ya que tenían la cabeza ladeada, mirando por encima de sus hombros hacia la entrada, como si vigilasen contra cualquier sorpresa. Este monumento tiene una grandeza tan simple que atrae irresistiblemente a la imaginación y no me avergüenza confesar que al mirarlo se me hizo un nudo en la garganta. Se trataba, sin duda, del cofre canope, que contiene las jarras que representan un papel tan importante en el ritual de momificación. Había otras muchas cosas maravillosas en la cámara, pero era difícil que las notáramos en aquel momento, tan irresistible era la fuerza que nos nacía mirar una y otra vez las encantadoras figuras de las pequeñas diosas. Justo frente a la entrada había un figura del dios chacal Anubis, sobre su capilla, envuelto en una tela de lino y descansando sobre unas andas y tras él la cabeza de un toro sobre una peana ‒todos ellos emblemas del más allá. En el lado sur de la cámara había un número infinito de capillas y cofres negros, todos cerrados y sellados, excepto uno, cuyas puertas abiertas dejaban ver estatuas de Tutankhamón alzándose sobre leopardos negros. En la pared más alejada había más cajas en forma de capilla y féretros en miniatura hechos de madera dorada, estos últimos sin duda conteniendo estatuillas funerarias del rey. En el centro de la habitación, a la izquierda de Anubis y el toro, había una hilera de magníficas arquetas de marfil y madera, decoradas e incrustadas con oro y fayenza azul; una de ellas, cuya tapa levantamos, contenía un maravilloso abanico de plumas de avestruz con empuñadura de marfil, aparentemente tan fresco y resistente como cuando lo terminó su autor. En otros rincones de la cámara había también un buen número de maquetas de barcos, de velamen y aparejo completos y en el lado norte otro carro. Este era el contenido de la cámara interior según se veía en un rápido reconocimiento. Buscamos ansiosamente el rastro de un saqueo, pero no había ninguno a la vista. Era absolutamente seguro que los ladrones habían entrado, pero todo lo que habían hecho era abrir dos o tres arquetas. La mayoría de ellas, como dijimos, tenían los sellos intactos y el contenido de esta cámara afortunadamente todavía estaba en la misma posición en que fue colocado en el momento del enterramiento, en contraste con el de la antecámara y el anexo. No puedo decir cuánto tiempo empleamos en este primer reconocimiento, pero debió de parecer eterno a los que esperaban ansiosamente en la antecámara. No podíamos dejar que entrasen más de tres a la vez por razones de seguridad, así que cuando Lord Carnarvon y M. Lacau salieron, los demás entraron por parejas: primero Lady Evelyn Herbert, la única mujer del grupo, con Sir
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William Garstin, y luego los demás por turno. Mientras aguardábamos en la antecámara era curioso contemplar sus caras cuando uno por uno salían por la puerta. Cada rostro tenía una mirada aturdida, de asombro en los ojos y todos ellos al salir levantaban las manos, un gesto inconsciente que reflejaba su impotencia para describir con palabras las maravillas que habían visto. Eran, desde luego, indescriptibles y las emociones que han producido en nuestras mentes son de un carácter demasiado íntimo para comunicarlas aunque pudiéramos disponer de palabras. Fue una experiencia que, estoy seguro, ninguno de los allí presentes será capaz de olvidar, ya que acabábamos de presenciar con la imaginación ‒y no sólo con la imaginación‒ las ceremonias fúnebres de un rey muerto hacía mucho tiempo y casi olvidado. A las dos y cuarto nos habíamos dirigido a la tumba, y cuando tres horas más tarde salimos de nuevo a la luz del sol, acalorados, cubiertos de polvo y desgreñados, el mismo Valle parecía haber cambiado. Se nos había dado la libertad. El día 17 de febrero lo reservamos para que los egiptólogos inspeccionaran la tumba y, afortunadamente, casi todos los que estaban en Egipto pudieron estar presentes. Al día siguiente la reina de Bélgica y su hijo, el príncipe Alejandro, nos hicieron el honor de su visita, sintiéndose genuinamente interesados en todo cuanto vieron. Lord y Lady Allenby estuvieron presentes en esta ocasión junto con cierto número de otros visitantes distinguidos. Una semana más tarde, por razones ya dadas en un capítulo anterior, cerramos la tumba y la enterramos una vez más. Así terminó nuestra campaña de trabajos preliminares en la tumba del rey Tutankhamón. Hay mucho que hacer todavía. Nuestra primera tarea el próximo invierno será difícil y llena de ansiedad: desmantelar las capillas de la cámara funeraria. Es posible, según información proporcionada por los papiros de Ramsés IV, que haya una serie de no menos de cinco de estas capillas, construidas una sobre otra, antes de que lleguemos al sarcófago de piedra en que yace el rey y en los espacios entre las capillas podemos esperar encontrar buen número de hermosos objetos. Con la momia ‒si, como esperamos y creemos yace intocada por los saqueadores‒ debería haber las coronas y otras galas propias de un rey de Egipto. No podemos saber en este momento cuánto tiempo nos llevará realizar este trabajo en la cámara funeraria, pero debemos terminarlo antes de tocar para nada la cámara interior y nos consideraremos afortunados si podemos sacar todo lo que hay en ambas en una sola campaña. El anexo, probablemente, requerirá otra campaña a causa de lo revuelto de su contenido. Nuestra imaginación se debilita pensando en lo que la tumba puede producir todavía, ya que el material a que nos hemos referido representa tan sólo la cuarta parte, tal vez la menos importante del tesoro que contiene. Todavía habrá muchos momentos emocionantes antes de que terminemos nuestra tarea y esperamos ansiosamente el trabajo que nos espera. Sólo lo oscurece una sombra, un pesar que el mundo debe compartir: el hecho de que Lord Carnarvon no haya podido ver el pleno resultado de su obra;13 pero los que la llevaremos a cabo le dedicaremos lo mejor de nosotros.
13 Lord Carnarvon murió a las dos menos cinco de la madrugada del día 5 de abril de 1923.
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12. TUTANKHAMÓN Siempre que un descubrimiento arqueológico pone a la luz vestigios de una época remota y de las vidas humanas desaparecidas que ésta albergaba, instintivamente nos concentramos en los rasgos aparecidos por los que sentimos más simpatía. Estos hechos suelen ser invariablemente los que tienen mayor contenido humano. Una flor de loto hoy marchita, algún símbolo de afecto, un simple rasgo familiar, nos devuelven al pasado, a su aspecto humano, de una manera mucho más vivida que cualquier sentimiento que puedan producir la austeridad de unos informes o las pomposas inscripciones oficiales alardeando de cómo algún oscuro «Rey de Reyes» dispersó a sus enemigos, pisoteando su dignidad. Hasta cierto punto esto es lo que ocurre con el descubrimiento de la tumba de Tutankhamón. Sabemos muy poco del joven rey, pero podemos hacer ahora algunas conjeturas acerca de sus aficiones y su temperamento. Como vehículo sacerdotal a través del cual se transmitía la influencia divina sobre el mundo tebano, o sea como representante en la tierra de Ra, el gran dios-sol, el joven rey apenas se nos aparece con figura clara o comprensible, pero, en cambio, se nos hace fácilmente inteligible como criatura de inclinaciones humanas normales, amante de la caza y deportista apasionado. Aquí nos encontramos con ese «toque de la naturaleza que nos hace familiar el mundo entero». Los aspectos religiosos de la mayoría de los pueblos se modifican a través del tiempo, las circunstancias y la educación. En algunos casos los sentimientos frente a la muerte y sus misterios son refinados y espirituales. Al aumentar la cultura, el amor, la piedad, la pena y el afecto encuentran modos de manifestación y de expresión más refinados. Hay buena evidencia de ello en los epitafios griegos y en las inscripciones funerarias latinas. Pero si los aspectos más delicados del dolor parecen haber sido manifestados menos explícitamente por los egipcios, es más bien a causa de que los sentimientos más íntimos del ser humano parecen estar abrumados bajo el peso de sus complejos ritos funerarios, por lo que nos encontramos con que estas emociones están ausentes. La idea alrededor de la que giran estos ritos es la creencia en la supervivencia del alma humana. Ningún sacrificio se consideraba excesivo para fortalecer esta creencia e imprimirla sobre el mundo. A sus ojos el más allá parece haber tenido mayor importancia que la existencia en este mundo e incluso el estudioso menos profundo de sus costumbres se preguntará sobre la espléndida generosidad con la que este pueblo antiguo solía enviar a sus muertos hacia su último y misterioso viaje. Sin embargo, aunque la tradición y las prácticas religiosas imperaban en los antiguos ritos funerarios egipcios, su ritual deja lugar para aspectos personales que representaban el dolor de los que quedaban mientras se pretendía dar ánimos al muerto para llevar a cabo su viaje a través de los peligros del más allá, según se desprende del contenido de la tumba de Tutankhamón. Los misteriosos símbolos de su complejo credo no han logrado esconder este sentimiento humano. El erudito se da cuenta de ello poco a poco, al avanzar en sus investigaciones. La impresión de dolor personal se nos transmite tal vez más claramente por lo que sabemos de la tumba de Tutankhamón que por muchos otros descubrimientos, y se nos presenta como una emoción que acostumbramos a considerar de origen relativamente moderno. La diminuta corona funeraria sobre el regio ataúd, la hermosa copa votiva de alabastro con su conmovedora inscripción, la caña cortada por el propio joven a la orilla del lago, atesorada por sus sugestivos recuerdos: estos objetos y otros muchos ayudan a transmitir un mensaje: el de los vivos llorando a los muertos. Un sentimiento de pérdida prematura le sigue a uno tenuemente por toda la tumba. El joven rey, evidentemente lleno de vida y capaz de disfrutarla, ha comenzado ‒¿quién sabe bajo qué trágicas circunstancias?‒ su último viaje a poco de alcanzar la madurez desde los radiantes cielos de Egipto hasta las tinieblas del oscuro más allá. ¿Cómo podría expresarse mejor la pena? En su tumba percibimos un esfuerzo por plasmarla y así la emoción, expuesta de un modo tan comedido y elegante, es la expresión de un dolor humano que une nuestra solidaridad a un dolor manifestado
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hace más de tres mil años. Como ya dijimos en otros capítulos, sabemos que políticamente el corto reinado y vida del rey debieron de ser particularmente difíciles. Es posible que fuese el instrumento de oscuras fuerzas políticas que actuaban detrás del trono. Es una conjetura razonable, por lo menos así lo dejan entrever los pocos datos de que disponemos. Pero por mucho que Tutankhamón fuera un instrumento de movimientos político-religiosos, cualquiera que haya sido la influencia política que ejerció o cualesquiera que fuesen sus propios sentimientos religiosos, si es que los tenía, lo cual nunca podremos saberlo, hemos reunido, en cambio, una cuantiosa información acerca de sus gustos e inclinaciones a través de las innumerables escenas que hay en los objetos de su tumba. En ellas encontramos las más vividas indicaciones de las afectuosas relaciones que Tutankhamón tenía con su joven esposa, así como pruebas de su amor por el deporte, su juvenil pasión por la caza, lo que le hace aparecer tan humano ante nuestros ojos después de un lapso de tantos siglos. ¿Qué podría ser más encantador, por ejemplo, que el panel del trono, representado de un modo tan conmovedor? Por un instante estas imágenes parecen levantarnos por encima del paso de los años, destruyendo el sentido del tiempo. Ankhesenamón, su joven y encantadora esposa, aparece añadiendo un toque de perfume a la gargantilla del joven rey, o dando los últimos toques a su tocado antes de que él presida una ceremonia importante en el palacio. Tampoco debemos olvidar la pequeña corona de flores que todavía conserva un toque de color, la ofrenda de despedida colocada sobre la frente de la imagen del joven rey yacente en su sarcófago de cuarcita. Otros incidentes representados sugieren incluso un toque humorístico. Entre los episodios de la vida privada diaria del rey y la reina que aparecen en una pequeña naos de oro, vemos a Tutankhamón acompañado de su cachorro de león, cazando patos salvajes con arco y flecha mientras que la joven reina está arrodillada a sus pies. Con una mano le tiende una flecha, mientras con la otra le señala un pato muy gordo. En la misma naos está representada de nuevo ofreciéndole las libaciones sagradas, flores o collares, o atando un colgante alrededor de su cuello. Así aparece la joven pareja en varias escenas de atrayente simplicidad. En otra cacería vemos a la reina acompañando al rey en una canoa de cañas. En ella sostiene afectuosamente su brazo, como si él estuviese fatigado por los asuntos de Estado, y en otra ocasión ‒sugiriendo un aire travieso en estas pequeñas escenas de su vida privada‒ vemos al rey derramando un delicado perfume en la mano de ella mientras descansan en sus habitaciones. Son estas escenas encantadoras, llenas del refinamiento que tanto nos gusta considerar moderno. En un abanico de oro encontrado entre las capillas doradas que cubrían y protegían el sarcófago, muy parecido a los que vemos representados en época romana y aún utilizados hoy en día en el Vaticano, hay una figura de Tutankhamón bellamente cincelada y engastada, en la que aparece cazando avestruces para obtener las plumas que formarían el mismo abanico. En el reverso le vemos triunfante en su regreso a casa, mientras los sirvientes transportan su presa, dos avestruces muertos, y él lleva las codiciadas plumas bajo el brazo. Continuamente se nos presentan escenas con las actividades del joven deportista. En los arneses de los carros aparece practicando el tiro con arco. Nos imaginamos que, al igual que algunos de nuestros primeros reyes, tenía gran afición por este deporte. Como prueba de su maestría encontramos en su tumba, junto a los bumeranes y otros proyectiles de caza, un magnífico arco hecho en su honor, cubierto con láminas de oro, decorado con delicadas filigranas y ricamente adornado con piedras semipreciosas y vidrios de colores. En una caja alargada de la antecámara encontramos diferentes tipos de arcos decorados con cortezas de árbol, así como flechas finamente talladas. También encontramos otros arcos y flechas muy cerca de su momia, bajo las capillas doradas que protegían el sarcófago. En la vaina de una hermosa daga de oro que encontramos ceñida a la cintura de la momia, entre los vendajes, había también numerosas representaciones de animales salvajes. Incluso su tarro para cosméticos refleja su pasatiempo favorito. En él aparecen toros, leones, podencos, gacelas y liebres, las piezas favoritas del cazador. Sus perros slughi están realzados en escenas que sugieren su gusto por la práctica del deporte y la vida al aire libre.
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No hay duda de que en aquellos días en los alrededores de Tebas había una extensa área de marismas que atraía y albergaba gran cantidad de caza. También la había en los bordes del desierto y en los arbustos de los resecos riachuelos. El joven rey cazaba toda clase de aves en las marismas. El desierto le proporcionaba un amplio campo para desarrollar sus habilidades de deportista, cazando desde su carro mientras sus cortesanos seguían en carretas y sus ayudantes corrían junto a él. Parece ser que en estos cotos del desierto se podía obtener todas las variedades de la caza. Tutankhamón usaba el arco y las fechas, soltando alternativamente sus podencos a la vista de las piezas. Tenemos aún otra prueba de su interés por el deporte en un dibujo esquemático encontrado cerca de la entrada de su tumba, trazado posiblemente por uno de los artesanos empleados en la construcción del sepulcro. Apareció en una lasca de caliza y representa al joven rey ayudado por sus podencos matando a un león con una lanza. Si un artesano cualquiera es capaz de realizar un trabajo tan vigoroso, es lógico esperar un arte de extrema belleza de los especialistas empleados por los gobernantes de Egipto, quienes, al parecer, tenían un gusto artístico muy refinado. Los tesoros de la tumba de Tutankhamón demuestran lo justificado de esta suposición. Uno de los mayores tesoros artísticos es el cofre de madera pintada aparecido en la antecámara. La parte exterior, completamente recubierta de yeso, tiene toda su superficie pintada con una serie de diseños de brillante colorido y exquisita ejecución. En la tapa, de forma curva, hay escenas de caza; a los lados, las escenas nos muestran el campo de batalla, donde vemos a Tutankhamón y su séquito peleando con energía; en las otras caras de la caja aparece el rey en forma de león pisando a sus enemigos. El vigor, imaginación y dramatismo de estas escenas son extraordinarios y sin rival en el arte egipcio. En las escenas de guerra vemos al joven, pero victorioso monarca, pisando con satisfacción a sus enemigos asiáticos y africanos. A pesar de su finura hemos de admitir que tienen un cierto aire bravucón. El poderoso monarca, que para causar un mayor impacto ya no aparece como un joven esbelto, dispara desde su carro sobre sus enemigos, creando el pánico a su alrededor mientras los cadáveres se amontonan a sus pies. Desde luego, tales representaciones de los reyes egipcios son tradicionales. En este caso son, probablemente, el acostumbrado homenaje del pintor de la corte. Es muy improbable que Tutankhamón tomara parte en campaña alguna, especialmente debido a su edad, pero los reyes y conquistadores orientales siempre han sido muy tolerantes con tales ficciones. Los dibujos de la tapa del cofre son particularmente vividos. En ellos vemos escenas de caza con gran sentido de la velocidad y el movimiento. Los detalles y anécdotas son múltiples y en todos ellos Tutankhamón aparece acompañado por sus podencos. Incluso en las escenas de batallas podemos ver a sus perros arrastrando y despedazando a sus enemigos. El rey persigue la fauna del desierto sobre su carro, arrastrado por briosos caballos, con bellísimos arreos. Antílopes, avestruces, onagros y hienas huyen ante él, así como los demás habitantes del desierto, que incluye leones y leonas. Entre las figuras de los animales que huyen y entre los pies de los acompañantes se insinúan matojos de la brillante flora desértica, formando el tapiz vegetal de los wadis. Tutankhamón y sus podencos irrumpen en el lecho de los resecos arroyos, provocando una estampida en todas direcciones, mientras sus sirvientes le siguen a respetuosa distancia. Las bestias aparecen agonizando, con trazos de gran realismo. En algunos casos ‒por ejemplo en el grupo de leones‒ el artista alcanza una fuerza trágica. Los animales agonizantes, atravesados por las lanzas, están retratados con una fuerza espléndida. Uno de ellos, el jefe de la manada, alcanzado en el corazón, cae al suelo tras saltar en el aire en el último espasmo de la muerte. Otro coge con sus garras una lanza clavada en su boca que cuelga entre sus mandíbulas, mientras un cachorro se aleja con la cola entre las patas y otros leones yacen en posturas torturadas, de patético sufrimiento. Si el rigor histórico de esta obra de arte puede ponerse en duda, es, en cambio, indiscutible que consigue reflejar las aficiones e inclinaciones del rey. De hecho estas exquisitas representaciones y delicadas miniaturas no son más que escenas de caza idealizadas en las que se ha logrado captar e interpretar las aficiones y el temperamento del joven rey, así como el espíritu de la caza.
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Es difícil encontrar muestras de inclinaciones más amables que ésta entre los vestigios de los faraones. Sus antecesores nos han dejado muy pocas representaciones de sus sentimientos más delicados; aun así los mensajes de la arqueología no son siempre los que más esperamos y nos emocionamos y sorprendemos ante la expresión de unos sentimientos tan humanos como los que aparecen en algunas piezas del ajuar funerario de Tutankhamón. A través de ellos vemos que era un joven intrépido y amable, amante de caballos y perros, del deporte y la gloria militar. Sin embargo, aún hay otro aspecto a considerar. La ornamentación tradicional, cincelada en oro sobre los carruajes y los hermosos relieves de prisioneros africanos y asiáticos atados a los báculos del rey y tallados sobre los muebles, sugieren la fuerza de un faraón empeñado, por lo menos metafóricamente, en poner a sus enemigos bajo sus pies, y tipifican el espíritu bravucón asociado con el carácter de los gobernantes del antiguo Egipto, aunque en este caso es menos ominoso que en otras tumbas. Nuestra imaginación se centra también en las trompetas de plata dedicadas a las legiones o unidades del ejército egipcio, encontradas en la antecámara y en la cámara funeraria. La experiencia militar de Tutankhamón debió de ser muy reducida, pero aún así podemos imaginarle rodeado por sus generales, hombres de Estado y cortesanos, recibiendo el saludo al paso de las apiñadas legiones durante los desfiles militares. Su momia, al igual que sus estatuas, demuestra que fue un joven delgado, de cabeza más bien grande, presentando algunas similitudes estructurales con el soñador Akhenatón, quien, probablemente, era su padre además de ser su suegro. Así, paso a paso, la pala del excavador nos revela a través de las varias disciplinas arqueológicas un mundo del pasado y cuanto más grande es nuestro saber, más crece nuestro asombro y tal vez nuestro pesar por lo poco que ha cambiado la naturaleza humana durante los pocos milenios de los que tenemos algún conocimiento histórico. Nuestra mirada se fija particularmente en el antiguo Egipto, que nos ha proporcionado unas visiones tan vividas de su maravilloso pasado. La vida de este país desfila ante nosotros a través de un cofre pintado, una silla decorada, en una capilla, una cámara funeraria o la pared de un templo, en manifestaciones a la vez extrañas y emocionantes. Nuestras simpatías se centran en muchos aspectos, pero es principalmente en su arte donde nos sentimos más próximos a su modo de ser y a través de él reconocemos en el rey deportista, el amigo de sus perros, el joven esposo y la esbelta reina, criaturas de un gusto muy humano, llenas de emoción y afecto, muy próximas a nosotros mismos. De este modo aprendemos a no sobreestimar nuestro presente haciéndose nuestra perspectiva moderna menos condescendiente con nosotros mismos y más filosófica. Nos inclinamos a creer que en aquella época remota algunas características se hicieron innatas en el hombre, aunque la investigación arqueológica apenas si se ha ocupado de ellas. Podemos vislumbrar atavismos de los que apenas somos conscientes y tal vez sean éstos los que despiertan nuestra simpatía por Tutankhamón, su esposa y el género de vida sugerido por su ajuar funerario. Tal vez son estos instintos los que nos compelen a desvelar el misterio de aquellas oscuras intrigas políticas de las que le vemos rodeado, incluso mientras sigue a sus podencos por entre las marismas o en el desierto, o cuando caza patos entre los cañaverales junto a su sonriente esposa. El misterio de su vida todavía se nos escapa; las sombras van desapareciendo, pero la oscuridad no acaba de levantarse.
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13. LA TUMBA Y LA CÁMARA FUNERARIA El temor y el respeto que generalmente se asocian a la idea de la muerte estaban, por lo menos tan profundamente arraigados en la mente de los antiguos como en la del hombre moderno. Estas emociones han llegado hasta nosotros a través de caminos oscuros y ancestrales, coloreando las mitologías sucesivas, moldeando el comportamiento humano e incluso retocando la teología cristiana. En todos los tiempos y en todas las razas la muerte ha aparecido como el más impenetrable de los misterios y como la última necesidad inevitable que el oscuro destino del hombre debe afrontar, y los esfuerzos de éste por esclarecer las tinieblas que se ciñen sobre su futuro son patéticos. Hubo un tiempo en el que su vida y su arte se centraban especialmente en este problema irresoluble. La razón humana ha intentado siempre calmar los temores del hombre; su mente, anhelante y activa, se ha esforzado instintivamente en encontrar solaz para ellos en sus creencias, en obtener alguna protección contra los peligros que llenan el oscuro vacío de lo desconocido. El hombre siempre ha sabido encontrar a través de su abatimiento un tenue rayo de esperanza; en el mismo umbral de la muerte ha buscado consuelo en el amor y el afecto que lo unen a los demás vivientes, un anhelo espontáneo revelado por los antiguos ritos funerarios. Se hace evidente en el expreso deseo ‒como el dado por Jacob a su hijo‒ de que se depositen sus huesos junto a los de sus parientes y en el preciado recinto de su tierra natal, un instinto de origen atávico según sugiere la investigación científica. Sin embargo, ya desde los tiempos más remotos los medios para obtener algún consuelo frente a este gran problema han ido cambiando, mientras permanecía la tradición fundamental. En el Valle del Nilo, la simple tumba superficial se convirtió en una gran pirámide funeraria y una capilla mortuoria. Partiendo de los esfuerzos más grandiosos e impresionantes de todos los monumentos funerarios que guardan la memoria de los muertos, la tradición se ha alterado una y otra vez hasta alcanzar una simplicidad tal, que aquellos vastos preparativos se han reducido a un breve epitafio y una corona de flores. Sin embargo, de todas estas transiciones que hicieron época a nosotros solamente nos concierne una: la del Imperio Nuevo egipcio. Muchas de las costumbres funerarias de los períodos más antiguos de la historia de Egipto se practicaban ampliamente durante el Imperio Nuevo tebano. Cuando alguno desaparecía era para dar lugar a conceptos más elaborados que pretendían ser igualmente beneficiosos para los muertos. Una de las innovaciones fue el aumento en la cantidad de muebles y efectos personales que se colocaba en la tumba. Otra fue que en el Imperio Nuevo en lugar de estar contiguas la tumba y la capilla funeraria del rey, las momias reales se enterraban en complicados hipogeos excavados en los acantilados, lejos de sus edificios funerarios. Su decoración era tan suntuosa como la de sus capillas. Sin embargo, en la Dinastía XVIII empezaron a decorar tan sólo la cámara funeraria con los textos que se consideraban más necesarios para los muertos. Más tarde, en las Dinastías XIX y XX los corredores, pasadizos y antecámaras que precedían a la cámara funeraria ‒llamada la «sala de oro»‒ se recubrieron de arriba abajo con elaborados textos y escenas sacados principalmente de los libros sagrados concernientes a los reinos de los muertos, tales como los libros de «Amduat», «Las puertas», «Las cavernas» y «Los himnos al dios Sol». Muchos de estos hipogeos tallados en la roca se excavaron en el remoto Valle de los Reyes, unos veintiocho en total, mientras que las capillas mortuorias, muchas de las cuales tenían dimensiones dignas de un templo, se construían en la llanura desértica que bordea la tierra cultivable. Era en estos edificios donde se celebraban las ceremonias y ofrendas a los reyes muertos mientras «Osiris» descansaba en solitario, en el lejano Valle, encerrado en su «Trono silencioso», la tumba. En las capillas mortuorias de la llanura encontramos junto a escenas religiosas, crónicas del reinado concreto al que pertenecían, pero en las tumbas del Valle, o hipogeos, sólo encontramos textos acerca del reino de los muertos y los saludos de bienvenida de los dioses del Oeste.
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Ya desde el principio del Imperio estos hipogeos muestran estadios de evolución, aumentando gradualmente su importancia y alcanzando su clímax en época de Tutmés IV, a partir de cuyo reinado, con pequeñas excepciones, desaparecen las adiciones y la planta de la tumba cae gradualmente en decadencia. Sólo en el caso de las tumbas de los llamados reyes herejes que pertenecían a la religión de Atón, monoteísta, se prescinde del sistema ortodoxo del Imperio Nuevo. Así, pues, no es sorprendente encontrar que la tumba de Tutankhamón es de tipo heterodoxo, a pesar de que restauró la antigua religión ‒la adoración de Amón‒. Al contrario de Tutankhamón y del rey Ai, Horemheb, que usurpó el trono y fundó la Dinastía XIX, al construir su tumba en el Valle volvió a introducir la planta ortodoxa con todos sus componentes. También en la tumba de Horemheb se puede ver directamente la transición del tipo de tumba inclinada de la Dinastía XVIII a la tumba recta de su dinastía y las siguientes.
En lugar de una elaborada serie de corredores, escaleras talladas en la roca, pozo de protección y vestíbulo, seguidos por pasadizos descendentes, antecámara, sala sepulcral, cripta y cuatro almacenes, según la planta tebana ortodoxa, la tumba de Tutankhamón consiste solamente en una escalera de acceso tallada en la roca, un pasadizo descendente, una antecámara con anexo, una cámara funeraria y un almacén, todo de pequeñas proporciones y del más simple diseño. De hecho sólo coincide con el tipo clásico de tumba real del Imperio Nuevo en la orientación, por tener sólo la cámara funeraria pintada de un tono dorado, cual corresponde a la «sala de oro», y por albergar en sus paredes nichos para las figuras mágicas de los cuatro puntos cardinales. Los temas pintados en las paredes de la cámara, aun guardando muchas semejanzas con los de la tumba de su sucesor, el rey Ai, son distintos de los que aparecen en las demás cámaras funerarias del Valle. El estilo de las pinturas tampoco es de tipo tebano, sino que muestra trazos característicos del arte de Tell el-Amarna. En contradicción con esto, la decoración de la tumba de Horemheb tiene claras afinidades con el arte de las otras tumbas reales del Valle, hasta el punto de haber llevado al
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difunto Sir Gastón Maspero a suponer que era obra de los mismos artistas empleados en la tumba de Seti, construida unos veinticinco años más tarde. La orientación de la cámara funeraria, así como el grupo de las cuatro capillas, el sarcófago, los féretros y la momia, es de este a oeste, con una exactitud de sólo cuatro grados respecto del norte magnético (noviembre de 1925). Las puertas de las capillas, según las señales que hay en ellas, tenían que mirar al oeste, pero por razones no muy claras se orientan hacia el este: tal vez si hubiesen sido colocadas en la orientación correcta, tal como se había dispuesto, el acceso a sus puertas hubiese sido muy difícil y su objeto en la cámara restringido, ya que hubiese sido totalmente imposible introducir objetos como los que aparecieron entre la primera y la segunda capilla. En el próximo capítulo se sugieren otras razones para explicar esta orientación incorrecta. La forma de la cámara funeraria es rectangular, con su eje más largo (de este a oeste) formando ángulo recto con la de la antecámara. A excepción de una diferencia de algo más de un metro en los niveles del suelo, la antecámara y la cámara funeraria formaban originalmente una sola pieza, pero más tarde se las dividió con un tabique de separación de mampostería seca, en la que se dejó una puerta guardada por las dos estatuas-centinelas del rey, ya descritas. Las paredes de la cámara funeraria estaban recubiertas con una capa de yeso y pintadas de amarillo, a excepción de un cuadrado de color blanco. El techo de roca fue dejado en su estado original, tosco y sin pulir. Hay que notar aquí que en la esquina nordeste del techo pueden verse marcas de humo, como de una lámpara de aceite o una antorcha. La construcción del tabique que separa la antecámara de la cámara funeraria y el enyesado y decoración de la misma cámara debieron de tener lugar después del entierro del rey, una vez cerrado el sarcófago y dispuestas las cuatro capillas. Esta afirmación se basa en los hechos siguientes: la introducción del sarcófago, el enterramiento y la erección de las capillas no pudo haberse hecho después de que se construyera el tabique, ya que la puerta de éste no es lo bastante grande. Por otra parte, el enyesado y la pintura que recubría el lado interior del tabique era uniforme con el resto de la decoración de la cámara. Así, pues, el enyesado y el pintado de la cámara debieron de tener lugar necesariamente después de la erección de las capillas, en condiciones de extraordinaria dificultad y en un espacio muy reducido, lo cual tal vez explique la poca calidad del trabajo realizado. La superficie de los muros está recubierta por pequeños grupos de hongos, cuyos gérmenes originarios fueron posiblemente introducidos con el yeso o la pintura, nutriéndose de la humedad que transpiraba el yeso después de que se sellara la cámara. Los temas desarrollados en las pinturas de las paredes son de carácter funerario y religioso. Una de las escenas no tiene precedentes; en ella el rey Ai preside las honras fúnebres de su predecesor o corregente. En la pared este aparece una escena de la procesión funeraria, en la cual el fallecido Tutankhamón es trasladado sobre narrias a la tumba, a hombros de los cortesanos. La momia va en unas andas en forma de león, dentro de una capilla en una barca que, a su vez, descansa sobre las narrias. El ataúd aquí representado se parece al que apareció en el sarcófago, debajo de los féretros, mientras que la capilla es de diseño similar a la que contiene el cofre y las jarras canopes, encontrado en el almacén de la tumba. Sobre el rey muerto aparecen adornos de guirnaldas; en la barca, frente a la capilla, están las diosas Neftis e Isis, respectivamente, en actitud de duelo y en la proa y popa de la barca, así como a ambos lados de la capilla, hay gallardetes rojos y blancos. Los cortesanos y altos cargos que forman el cortejo se dividen del modo siguiente: primero va un grupo de cinco nobles, al que siguen dos grupos de dos nobles cada uno; luego se ve a dos oficiales que llevan los atuendos que suelen caracterizar a los visires y finalmente un cortesano. Cada personaje lleva sobre la peluca o cabeza rapada, según el caso, un vendaje blanco como el que aparece ilustrado a menudo en las procesiones funerarias de las capillas de las tumbas de los particulares y como el que se usa todavía hoy en Egipto en tales ocasiones para distinguir a los parientes y partidarios del muerto. Una inscripción sobre esta procesión dice: «Los cortesanos de la Casa Real en procesión con el rey Osiris Tutankhamón hacia el Oeste. Dicen: ¡Oh rey! ¡Ven en paz! ¡Oh
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Dios!, Protector de la tierra». Este deseo nos recuerda la costumbre aún habitual en el Valle del Nilo, por la cual los portadores llevan al difunto alrededor de su tumba para asegurarse su aprobación y la escena nos trae a la memoria el entierro de Jacob por su hijo José (Génesis, 50: 4-7): «Y cuando hubieron pasado los días del duelo, José habló a los familiares del faraón diciendo: “Si ahora he encontrado gracia ante vuestros ojos, hablad, os lo ruego, a los oídos del faraón y decidle: Mi padre me hizo jurar diciendo: He aquí que voy a morir; deberás enterrarme en la tumba que me he procurado en la tierra de Canaan. Así, pues, dejadme marchar ahora, os lo ruego, a enterrar a mi padre y regresaré más adelante”. Y el faraón dijo: “Ve y entierra a tu padre tal como te lo hizo jurar”. Y José se fue a enterrar a su padre y con él fueron todos los sirvientes del faraón, los ancianos de su casa y todos los ancianos del país de Egipto». En la pared norte y en la esquina este encontramos una escena de gran importancia histórica; en ella Ai aparece como rey en la ceremonia funeraria de «la apertura de la boca» de Tutankhamón muerto, representado como Osiris. Entre el rey vivo y el muerto están los objetos que se necesitan para el ceremonial colocados sobre una mesa, o sea, una hachuela, un dedo humano, el cuarto trasero de un buey, un abanico de una sola pluma de avestruz y un objeto en forma de doble penacho. Por encima de ellos se ve una fila de cinco copas de oro y plata que contienen bolas de incienso como las que encontramos en la antecámara. En el centro de la pared norte vemos a Tutankhamón con peluca, turbante y faldellín blanco, ante la diosa Nut, «Señora del Cielo, amada de los dioses», que da «salud y vida a su nariz». La tercera escena, en el extremo oeste de la pared, realza más la forma espiritual del rey que la corporal. En ella Tutankhamón aparece seguido por su ka (espíritu), abrazando a Osiris. En la pared oeste hay viñetas seleccionadas entre algunos capítulos del Libro sobre el Ambduat (lo que está en el más allá), que aparecerán de nuevo en las decoraciones murales de la tumba del rey Ai en Wadyein. Sus rasgos más destacados son la reunión de los sagrados monos cinocéfalos, la «Barca-Kheper-de-Ra» y una procesión de deidades llamadas Maat, Neb-tuba, Heru, Kashu y Nehes. La pared sur, en la que estaba la puerta sellada de la cámara, se componía en parte del tabique y en parte de la roca misma. En ella hay escenas del rey ante algunas divinidades. En su extremo oeste aparece el rey Tutankhamón entre Anubis e Isis, tocado con dkhat. La diosa Isis repite los mismos saludos de Nut en la pared norte, cuya transcripción ya he dado. Detrás de Anubis aparece de nuevo la diosa Isis, llevando en sus manos símbolos de agua. La acompañan tres «grandes dioses, señores de la Dual» (esto es, del más allá). Por muy toscas, convencionales y extremadamente simples que sean estas pinturas, no tienen la austeridad de otros textos y viñetas más elaborados de otras tumbas reales de Tebas. Tampoco muestran en su ejecución la afinidad común al arte de dichas tumbas. De hecho pueden describirse casi como de transición entre los estilos de Tell el-Amarna y de Tebas, restringiéndose los temas al máximo. Estos rasgos artísticos pueden apreciarse en el estilo desarrollado en el ajuar funerario de la tumba. El resto de la tumba, o sea la antecámara, el anexo y el almacén es muy simple y, al igual que en el pasadizo descendente, las superficies talladas en la roca se han dejado sin pulir. Pasemos ahora al contenido de la cámara funeraria. Cuando entramos en ella encontramos parte de dos collares dejados caer por un ladrón. Estaban junto al agujero que los ladrones habían hecho en la mampostería de la puerta y que había sido tapado más tarde, aún en tiempos antiguos, por los oficiales reales. Los lados de la gran capilla que ocupaba casi toda el área de la cámara estaban rotos y aunque la cámara funeraria había sufrido poco a causa de las actividades de los ladrones, éstos habían robado muchos objetos del almacén que había detrás de la misma. En la esquina sudeste había una lámpara de caliza pura transparente con un pie labrado en forma de reja. Esta lámpara, en forma de cáliz y flanqueada por ornamentos labrados a cincel que simbolizan «Unidad» y «Eternidad», constituye uno de los objetos más interesantes que se han descubierto. Su
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copa, destinada a contener aceite y un pábilo flotante, no estaba decorada ni en su superficie exterior ni en la interior y, sin embargo, al encenderse se podía ver al rey y la reina en colores brillantes a través del grueso de la piedra transparente. Al principio no podíamos imaginar cómo se conseguía un efecto tan ingenioso. La explicación parece ser que había dos copas adaptadas y encajadas la una en la otra y que en la pared exterior de la copa interior se había pintado un dibujo con colores semitransparentes, sólo visible a través de la calcita traslúcida cuando se encendía la lámpara. Bajo esta pieza excepcional, envuelta en mimbre, había una trompeta de plata que, aunque deslucida por el tiempo, llenó el Valle con su resonante clamor cuando la tocamos. En ella aparecían finamente grabados un verticilo de cálices y sépalos, el prenombre y el nombre de Tutankhamón y representaciones de los dioses Amón, Ra y Ptah. Es posible que estos tres dioses se relacionaran con la división del ejército de tierra en tres cuerpos 9 unidades, estando cada legión bajo el patronato especial de una de estas deidades, divisiones cuya existencia conocemos durante el reinado de Ramsés el Grande. En el río del Perro, en Fenicia, hay tres estelas militares de este reinado, una para cada una de estas deidades, probablemente erigidas por los respectivos cuerpos del ejército. También aparecen las mismas divisiones o cuerpos en una estela recientemente descubierta en Beisan, en Palestina. Así, pues, podemos suponer que esta trompeta de plata con incrustaciones de oro tenía una significación militar y que la creación de las tres legiones patronizadas por Amón, Ra y Ptah en la organización del ejército imperial existía ya en la Dinastía XVIII y, probablemente, aún antes del reinado de Tutankhamón. En el extremo este de la capilla había dos puertas macizas, plegables, con pestillos de marfil y armellas de cobre para cerrarlas, cuyos paneles estaban decorados con extrañas figuras, demonios acéfalos y guardianes de las cavernas del más allá. Frente a estas puertas había una exquisita lámpara triple en forma de flor, tallada en una sola pieza de calcita transparente, con tres copas en forma de loto cuyos tallos y hojas salían de una sola base circular, al parecer un símbolo de la tríada tebana y parecida al Tricerion o candelabro de tres brazos que simbolizaba la Santa Trinidad en la era cristiana. Frente a ella, junto a la pared este, estaba la oca sagrada de Amón (Chenalopex aegyptiacus, de Linneo), pintada con barniz negro y envuelta en lino. Junto a ella había dos cestas de mimbre descompuestas por los años y una jarra de vino con la inscripción: «Año 5, vino de la casa de (?) Tutankhamón, del jefe de los vendimiadores del río del Oeste, Kha». En el suelo, entre la capilla y la pared norte, había los remos mágicos para llevar la barca del rey a través de las aguas del Mundo Inferior, y entre ellos, a cada extremo, curiosos objetos de madera barnizada de negro: uno de ellos representaba un vaso hes entre propileos, el otro llevaba «Plumas de la Verdad» entre dos quioscos que contenían copas de fayenza llenas, respectivamente, de natrón y resina. En las esquinas norte y sur del extremo oeste de la cámara podían verse los austeros emblemas de oro de Anubis colgados en postes lotiformes de una altura entre 1,75 y 2 m., sostenidos en varios vasos de alabastro colocados sobre alfombras de mimbre. Tal vez pertenecen al oscuro mundo de ultratumba, donde el sol se pone y donde duermen los muertos; estos emblemas servirían para guiar al muerto a través de él, ya que ¿no era acaso Anubis, el chacal, el merodeador del atardecer y no le había enviado Ra para enterrar a Osiris? En realidad, su significado es oscuro y, probablemente, tan remoto de la época de Tutankhamón como su tiempo del nuestro. Junto a estos emblemas había cuatro objetos de madera dorada que tal vez signifiquen los vendajes de los muertos, aunque, según el doctor Alan Gardiner, estos curiosos símbolos de madera dorada también podrían relacionarse con el origen del jeroglífico que significa «despertar», por lo que se puede inferir que estaban relacionados con el despertar de los muertos. En el suelo, junto a estos curiosos símbolos, había cuatro ábacos pequeños de arcilla basta que podrían haberles servido de pedestal. En la esquina sudoeste había un enorme ramillete funerario compuesto por vástagos y ramas de persea (Mimasops schimperi) y de olivo (Olea europaea). Cuando corrimos los pestillos de marfil de la gran capilla, las puertas se abrieron como si las hubiesen cerrado el día anterior, dejando ver una segunda capilla, del mismo tipo que la primera a
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excepción de las incrustaciones azules. Sus puertas estaban igualmente cerradas, pero en ésta había un sello intacto con el nombre de Tutankhamón y un chacal reclinado sobre los nueve enemigos de Egipto. Sobre la capilla colgaba un paño de lino. Este paño recamado, amarillento por el paso del tiempo, todavía pendía de sus interesantes colgantes de madera, pero había sido desgarrado por el peso de las margaritas de bronce dorado que tenía aplicadas. La capilla, resplandeciente por el brillo del oro, estaba decorada y labrada con incisiones que formaban escenas procedentes del libro «De lo que hay en el más allá», una guía a la vida de ultratumba que indica al muerto el camino que debe tomar y le explica los varios poderes maléficos que debe encontrar durante su viaje subterráneo. Según este libro había dos caminos hacia la tierra de los bienaventurados, uno acuático y otro terrestre, e incluso señala que había algunas sendas laterales que conducían a ríos hirvientes de fuego por los que no debía pasar. El paño nos hizo dar cuenta de que nos encontrábamos ante el cadáver de un rey de tiempos remotos y el sello intacto sobre las puertas de la segunda capilla nos dio la fecha que buscábamos. ¿Habrían llegado hasta allí los ladrones que habían profanado la antecámara, el anexo, la cámara funeraria y su almacén? La capilla estaba intacta y sus puertas conservaban el sello original que no había sufrido daño alguno, lo cual indicaba que los ladrones no habían llegado hasta el rey. A partir de aquel momento supimos que cuando entráramos en el interior de la capilla pisaríamos un suelo en el que nadie había entrado antes y que encontraríamos el material en buenas condiciones e intacto desde que el joven rey fue colocado allí, hacía casi tres mil trescientos años. Finalmente habíamos encontrado lo que nunca soñamos poder obtener: información de primera mano sobre las costumbres funerarias que presidían el enterramiento de un antiguo faraón. Nuestros diez años de trabajo no habían sido en vano y nuestros deseos iban a realizarse con un resultado muy superior a nuestras esperanzas. Frente a las puertas de la capilla había un vaso de perfumes del rey y la reina, tallado en puro alabastro semitransparente (calcita), una rara obra maestra de complicada talla, adornada con oro y marfil. Parece como si el lapidario real gustara del complicado diseño que simboliza la «Unión de los dos Países», el Alto y el Bajo Egipto, que consiste en un nudo hecho con tallos de flores de papiro y de loto al estilo tradicional, pero en este caso se había superado añadiendo a su tema favorito dos encantadoras figuras heterosexuales de Hapi. Representan el Alto y el Bajo Nilo y rodean con sus brazos no sólo los adornos florales de los lados sino también dos delgados cetros rodeados de serpientes con las coronas roja y blanca y de los dos reinos. El artista ha decorado incluso el borde del vaso con un buitre de alas extendidas. Desgraciadamente su elaboración era tan delicada que la intumescencia del material sagrado que contenía había roto el vaso en mil pedazos. Frente a esta bella pieza y parcialmente cubierto por los fragmentos caídos del palio, había otro importante objeto del arte convencional que presentaba, en este caso, algunas características del arte del Mediterráneo oriental. Era un tarro de cosmética de varias clases de caliza tallada que todavía contenía el cosmético, tierno y fragante. Este tarro es notable por su excepcional diseño: es de forma cilíndrica y se apoya en las figuras de cuatro prisioneros de tipo africano y mediterráneo. Tiene un dios Bes a cada lado. En la tapa lleva un león echado con una larga lengua roja que le sale de la boca y en los costados hay escenas enmarcadas en la flora del desierto, incisas y rellenas de pigmento. En ellas vemos leones atacando a toros y podencos persiguiendo a antílopes, gacelas y liebres. A cada lado, entre las dos capillas, amontonadas en las esquinas a derecha e izquierda, había varias mazas ceremoniales, bastones de mando, báculos y arcos, algunos de ellos envueltos cuidadosamente en vendas. Tal vez los mejores sean los bastones de oro y plata, hechos con piezas tubulares que sostienen estatuillas del joven rey, fundidas y engastadas en sus metales respectivos. Sería casi imposible describir el refinamiento de estas graciosas figuras de porte sereno, aunque juvenil. Son algo regordetas, pero están modeladas con gran sutileza. Las coronas y faldellines están decorados con relieves; los gestos de las manos son de juvenil simplicidad. Las dos figuras son exactas, a excepción del metal de que están hechas, y evidentemente proceden de una mano
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maestra. Estos bastones de oro y plata se destinaban probablemente a ceremonias y procesiones. A continuación pudimos admirar una serie de bastones curvados, profusamente decorados con marquetería diminuta hecha con cortezas jaspeadas, élitros iridiscentes de escarabajo y amplias tiras de oro bruñido con bordes en forma de papiro. Uno de ellos estaba completamente recubierto de complicados motivos de marfil y ébano, divididos por bandas de decoración floral. En los extremos, que eran de marfil, tenía tallados útiles para la caza. Entre los restantes, y tal vez para su uso más personal, había un bastón liso de oro con empuñadura de lapislázuli, con la inscripción: «Toma y guarda este bastón de oro para que puedas seguir a tu querido padre Amón, el más amado de los dioses». Otro tenía el puño cubierto con exquisitas incrustaciones de vidrio con filigranas de oro y era calificado como «el hermoso bastón de Su Majestad». El tercero era una simple caña montada con anchos herretes de oro, electrum y alambre de oro trenzado. Nos preguntamos por qué una caña tan simple y vulgar había sido montada tan ricamente, pero la inscripción que había sobre ella nos dio la conmovedora respuesta: «Una caña cortada de propia mano de Su Majestad». El resto de esta notable colección de pertenencias reales era de carácter más ceremonial y religioso, tales como mazas, cetros en forma de Uas y bastones torcidos y bifurcados hechos de madera recubierta de yeso y oro. Así eran los objetos de la cámara funeraria, la mayoría de carácter religioso, algunos casi austeros, pero dando todos ellos de un modo u otro una visión del pasado y manifestando un arte dedicado al servicio de la superstición. Era imposible no sentirse impresionado por este soberbio ejemplo de solicitud por el bienestar de los muertos que habían alcanzado la extrema felicidad. De hecho toda la cámara y su contenido representaban magníficamente la mentalidad de aquellas gentes. Junto al temor por los dioses y demonios creados por ellos mismos, se puede apreciar un sincero sentimiento de afecto hacia el muerto. Por su severidad podría tratarse de la tumba del mismo dios, en lugar de la de su representante en la tierra, el cual, al dejar la vida terrena, se convertía en uno de los «Señores del Oeste». Este ajuar, como el de la antecámara, puede dividirse prácticamente en dos categorías: lo personal y lo religioso. Los objetos personales representaban los gustos del joven rey mientras los religiosos reflejaban las supersticiones del pasado. Los primeros habían sido colocados allí como una atención al muerto, los segundos para su protección en el más allá, ya que incluso cuando el mismo dios-sol empezaba su viaje nocturno, su camino a través de estas regiones estaba amenazado por toda clase de acechanzas. Sin embargo, los problemas que aquí se nos planteaban eran muy difíciles. El significado de algunos de los emblemas colocados en la tumba, que han producido hoy tantas conjeturas, puede haber sido casi tan oscuro para los antiguos tebanos como para nosotros. Tal vez ni ellos mismos hubieran podido explicar por qué los colocaban en la tumba. El verdadero significado de estos símbolos pudo haberse perdido muchos años antes de la época de Tutankhamón y tal vez la tradición los había mantenido como necesarios para el bienestar de los muertos, mucho tiempo después de que se olvidara la razón concreta para su uso. Además de este ajuar tradicional, necesario para enfrentarse y vencer a los oscuros poderes del mundo de ultratumba, había unas figurillas mágicas colocadas en pequeños nichos en las paredes, mirando hacia el norte, sur, este y oeste, recubiertas de yeso, según el ritual señalado por el «Libro de los muertos» para la defensa de la tumba y de su dueño. Asociados con estas figuras mágicas había sortilegios «para rechazar al enemigo de Osiris (el muerto), en cualquier forma en que se presente». Parece ser que por una vez prevaleció la magia, pues de los veintisiete reyes de la época imperial egipcia enterrados en este Valle y que han sufrido toda clase de depredaciones, sólo Tutankhamón ha permanecido intacto, a pesar de que manos rapaces profanaron su tumba. ¿O debemos creer acaso, como sin duda afirmarían los antiguos tebanos, que la seguridad de Tutankhamón se debió a la protección de Amón Ra sobre su converso, quien para demostrar el triunfo de este dios tebano sobre la revolución religiosa de Akhenatón reconstruyó sus santuarios e hizo nuevas ofrendas a sus templos?
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14. EL CONTENIDO DE LA CÁMARA FUNERARIA Y LA APERTURA DEL SARCÓFAGO La segunda campaña empezó de hecho en el laboratorio bajo la dirección de Mr. Mace, quien se ocupó de los magníficos carros y los sofás ceremoniales que habían quedado de la primera campaña. Mientras él realizaba su trabajo de conservación y embalaje yo, ayudado por Mr. Callender, empecé por sacar las figuras de las dos estatuas que estaban frente a la puerta de la cámara funeraria y luego se hizo necesario demoler el tabique que la separaba de la antecámara. Si no hubiésemos derribado el tabique, habría sido imposible manejar las grandes capillas de la cámara funeraria o sacar muchos de los objetos que había allí dentro. Incluso después de hacerlo, nuestra mayor dificultad consistió en el reducido espacio en el que debíamos llevar a cabo la difícil tarea de desmontar aquellas capillas, que resultaron ser cuatro, encajadas una dentro de la otra. Además de lo limitado del espacio y la elevada temperatura que allí había, nuestras dificultades se multiplicaron debido al gran peso de las varias secciones y paneles de los que se componían aquellas complicadas capillas. Estaban hechas de tablas de roble 14 de 5,7 cm. de grueso, recubiertas de una capa de yeso decorada con magníficas chapas de oro labrado. Las planchas de madera, aunque en buen estado, se habían contraído durante los tres mil trescientos años pasados en aquella atmósfera tan seca mientras que el dorado sobre el yeso se había hinchado ligeramente. Como resultado había un espacio entre la estructura de madera y la superficie ornamental de oro que tendía a romperse al menor toque y caer al suelo. Así nuestro problema fue encontrar el modo de manejar en un espacio tan limitado aquellas secciones de las capillas que pesaban de uno a tres cuartos de tonelada y desmontarlas para sacarlas de allí sin causarles daño alguno. Durante estos trabajos surgieron otras complicaciones y una de ellas se debió al hecho de que aquellas secciones se sostenían por medio de lengüetas de madera ocultas en el grueso de las planchas de madera de los paneles, partes del techo, piezas de la cornisa y listones. Sólo pudimos aflojarlas y soltarlas separando con fuerza las grietas entre las diversas piezas, descubriendo así la posición de las lengüetas que las unían. Entonces insertábamos una sierra fina y las cortábamos. Tan pronto como hubimos descubierto el método de superar esta complicación y hubimos separado las distintas partes de la gran capilla exterior, sintiéndonos orgullosos de nosotros mismos al creer que habíamos aprendido cómo manejar la próxima capilla o capillas, nos dimos cuenta de que muchas de las lengüetas de la segunda capilla, aunque montada de forma similar, eran de bronce macizo, inscritas con el nombre de Tutankhamón. Contrariamente a lo que habíamos esperado, cuanto más progresábamos, más dificultades imprevisibles se presentaban a pesar de que el espacio para trabajar aumentaba. Por ejemplo, una vez instalado nuestro equipo de andamios y poleas, nos encontramos con que ocupaba prácticamente todo el espacio disponible, dejándonos muy poco para poder trabajar. Cuando separamos algunas de las piezas no había suficiente espacio para sacarlas de la cámara. Nos dimos golpes en la cabeza, nos pillamos los dedos, tuvimos que arrastrarnos como comadrejas para entrar y salir, y trabajar en toda clase de posiciones raras. Creo recordar que uno de los eminentes químicos que nos ayudaron en el trabajo de conservación, al tomar nota de varios fenómenos en la tumba dijo que había podido observar cierto aire de irreverencia. Sin embargo, me alegra poder decir que ante este problema a resolver nos hicimos más daño nosotros mismos que a las capillas. Ésta fue nuestra tarea durante la segunda campaña en la cámara funeraria. Primero tuvimos que sacar aquellas extrañas figuras que guardaban la antecámara con la impresionante inscripción: «El Buen Dios del que uno se enorgullece, el Soberano del cual uno se vanagloria, el Real Ka de Harakhte, Osiris, el Rey Señor de las Tierras, Nebkheperure». A continuación hubo que demoler el tabique que separa la antecámara de la cámara funeraria, construido en mampostería seca sostenida con grandes troncos de madera y recubierta a ambos lados por una dura capa de yeso. Finalmente 14 La identificación de la madera como roble se debe a Mr. L. A. Boodle, del Jodrell Laboratory, Royal Gardens, Kew.
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hubo que desmontar las grandes capillas del interior de la cámara, y al hacerlo, descubrir el magnífico sarcófago de cuarcita amarilla que contenía los restos mortales del rey, guardado en su interior. Esta tarea nos ocupó ochenta y cuatro días de auténtico trabajo manual. Se tendrá idea de la magnitud de la operación al considerar que la primera capilla dorada que ocupaba casi toda la cámara funeraria medía unos 5,20 m. de largo, 3,35 m. de ancho y 2,75 m. de alto, y que las cuatro capillas se componían de unas ochenta piezas, requiriendo cada una de ellas para su manejo un método diferente que la anterior y necesitando recibir ante todo un tratamiento de conservación provisional a fin de permitir su manejo con el menor riesgo de daños posible. La demolición del tabique dejó al descubierto por completo la primera capilla, y por primera vez pudimos captar su esplendor, en especial por su admirable labra de oro e incrustaciones de fayenza azul, recubierta con los emblemas protectores de oro Ded y Thet, alternativamente. Una vez hecho esto, el próximo objetivo fue sacar y llevar al laboratorio todas las piezas muebles del ajuar funerario que habían sido colocadas alrededor de la cámara, entre las paredes y los lados de la primera capilla e introducir luego los andamios y poleas necesarios para disponer el desmonte de ésta. Una vez colocado nuestro equipo, necesariamente rudimentario, empezamos por descolgar las pesadas hojas de la puerta de la primera capilla, que estaban fijadas con bisagras sobre pivotes de cobre insertos en las ranuras correspondientes del dintel y el umbral. Esta operación fue muy pesada y peligrosa, ya que había que levantar ligeramente la parte frontal del entablamento de la capilla para poder soltar los pivotes de la parte alta y baja que estaban cogidos en los rieles posteriores de las puertas. Luego levantamos y sacamos las tres partes del techo que se unían al entablamento por medio de las lengüetas. A continuación desmontamos el entablamento compuesto por cuatro secciones de cornisa y friso, encajadas en los paneles correspondientes y unidas en las cuatro esquinas por medio de gruesas clavijas en forma de S, cada una con las inscripciones «Nordeste», «Sudoeste», etc., para indicar su colocación correcta. Una vez desmontado el entablamento había que ocuparse de los paneles. Salvo por nuestros puntales provisionales y por los cuatro codales de las esquinas a los que estaban unidos por lengüetas, no tenían soporte alguno. No era difícil desmontar estos paneles, pero como no había espacio suficiente para permitir su salida, hubo que apoyarlos en las correspondientes paredes de la cámara y dejarlos allí, aguardando el momento futuro en que pudieran ser sacados, en otras palabras, hasta después de haber desmantelado y sacado las capillas interiores que en aquel momento impedían su traslado. Nuestro primer objetivo quedó totalmente cubierto con el desmonte de las piezas de las esquinas: con ello concluía el desmantelado de la primera capilla. Nuestro próximo problema era delicado: cómo manejar el paño de lino que recubría completamente la segunda capilla. Su tejido estaba muy estropeado y en estado muy precario; las partes colgantes estaban desgarradas por el peso del mismo material y el de las margaritas de metal que estaban cosidas a él. Afortunadamente, como resultado de los experimentos del doctor Alexander Scott, el duropreno (un compuesto de goma clorurada disuelta en un solvente orgánico del tipo del zileno) demostró ser de máxima eficacia para reforzar el tejido deteriorado. La trama de éste quedó lo suficientemente robustecida como para permitirnos arrollarlo a un cilindro de madera hecho a propósito para ello y transportarlo al laboratorio donde el tejido podía ser tratado y forrado definitivamente. Una vez hubimos dispuesto de la tela de lino y de la curiosa estructura de madera que le servía de soporte, pudimos estudiar la cuestión de la segunda capilla, una magnífica construcción dorada casi exacta a la primera, salvo por la ausencia de las incrustaciones de fayenza azul. Las puertas de esta segunda capilla tenían corridos los pestillos de arriba y de abajo, que estaban atados cuidadosamente con una cuerda unida a grapas de metal y sellada. El sello de arcilla sobre esta cuerda estaba intacto y tenía las impresiones de dos sellos distintos, uno con el prenombre de Tutankhamón, Kheperunebre, encima de un chacal sobre nueve enemigos, y el segundo con el emblema de la necrópolis real, el chacal sobre nueve enemigos, pero sin ninguna otra señal o insignias reales. Fue una gran suerte, ya que era evidente que detrás de aquellos dos sellos íbamos a
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encontrar material intacto desde el entierro del rey. Cortamos las cuerdas con gran cuidado y abrimos las puertas que, al doblarse, dejaron ver otra capilla, también sellada e intacta, siendo los sellos de esta tercera capilla idénticos a los de la segunda. En este punto de nuestro trabajo nos dimos cuenta de que con la apertura de aquellas nuevas puertas sería posible resolver el misterio que las capillas habían guardado tan celosamente a través de los siglos. Así, pues, decidí llevar a cabo el experimento antes de continuar. Fue un momento emocionante en nuestra ardua tarea y es difícil de olvidar, íbamos a ser testigos de un espectáculo que ningún otro hombre de nuestra época había tenido el privilegio de ver. Con mal reprimida emoción corté con cuidado la cuerda, saqué el precioso sello, corrí los pestillos y abrí las puertas, apareciendo una cuarta capilla similar en diseño a la última, pero de una artesanía aún superior. El momento decisivo había llegado. Fue un instante indescriptible para el arqueólogo. ¿Qué había detrás y qué contenía aquella cuarta capilla? Con intensa emoción corrí los pestillos de las últimas puertas, que no estaban selladas. Se abrieron lentamente y allí, llenando todo su interior y bloqueando todo avance, había un inmenso sarcófago de cuarcita amarilla, intacto, con la tapa firmemente enclavada en su lugar, tal como la habían colocado unas manos piadosas. Fue realmente emocionante contemplar el espectáculo que representaba el brusco contraste que ofrecía con el brillo metálico de las capillas doradas que lo protegían. Especialmente notables eran la mano y ala extendidas de una diosa esculpida en un extremo del sarcófago, como para ahuyentar al intruso. Simbolizaba una idea de bella concepción y, en efecto, parecía una prueba elocuente de la fe perfecta y la amable solicitud por el bienestar del ser querido que animaba a las gentes que habitaron aquellas tierras hace más de treinta siglos. A partir de entonces íbamos a poder aprovechar la experiencia que habíamos adquirido, ya que teníamos una idea mucho más clara de la operación que nos aguardaba: había que desmontar y sacar las tres capillas restantes antes de enfrentarnos al problema del sarcófago. Y así fue cómo trabajamos durante un mes más, primero desmantelando la segunda capilla, luego la tercera, hasta que la cuarta y más profunda quedó libre por todos los lados. Cuando lo logramos pudimos ver que esta última capilla tenía toda la apariencia de un tabernáculo de oro. Sobre las puertas y el extremo oeste había las figuras aladas de las diosas tutelares de los muertos, en fino bajorrelieve, majestuosas, como símbolo de protección, mientras que las paredes de la capilla estaban todas ellas recubiertas por textos religiosos. Entre la tercera y cuarta (más profunda) capillas encontramos arcos y flechas ceremoniales, y con ellos un par de magníficos flabella ‒la enseña de los príncipes, abanicos de mucho relieve con escenas donde aparecen los reyes y que los oficiales de poca importancia llevan detrás de su jefe. Eran buenos ejemplares; uno estaba echado en la cabecera, el otro junto al lado sur de la cuarta capilla. El que estaba en la cabecera, labrado en hojas de oro, contiene una escena histórica encantadora, en la cual vemos al joven rey Tutankhamón en su carro, seguido por su perro favorito, cazando avestruces para obtener las plumas que formarían el abanico en «el desierto al este de Heliópolis», según está escrito en el mango. En el reverso del abanico, también delicadamente cincelado y engastado, se ve al joven «Señor del Valor» regresar triunfante con su trofeo, dos avestruces, llevados a hombros de dos ayudantes que le preceden, mientras él lleva las plumas bajo el brazo. El segundo abanico, más grande y tal vez más espléndido, era de ébano recubierto con láminas de oro con incrustaciones de turquesa, lapislázuli y cornerina, así como de calcita transparente; en la palma del abanico se veían los blasones titulares de Tutankhamón. Desgraciadamente sólo quedaban restos de las plumas de estos dos flabelos. Sin embargo, aunque habían sido destruidos en gran parte por gran número de insectos, todavía quedaban bastantes para demostrarnos que los abanicos habían estado formados por plumas blancas y marrones alternadas, con un total de cuarenta y dos en cada abanico. El techo y la cornisa de la cuarta capilla, contrariamente a lo que esperábamos, era de forma distinta y se componía de una sola pieza, en lugar de varias, como era el caso de los techos de las capillas anteriores. Era, pues, muy pesado y se nos planteó el problema de cómo levantarlo y darle
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la vuelta en un espacio tan reducido. Fue uno de nuestros problemas más difíciles y nos llevó varios días de ajetreo antes de poder levantarlo, darle la vuelta gradualmente y llevarlo a la antecámara, donde se encuentra ahora. Desmantelar los lados, fondo y paredes de esta capilla fue una tarea mucho más fácil. Contenía el sarcófago, y según comprobamos, estaba hecha a medida exacta de éste. Fue el último de los complejos problemas que supuso el desmantelamiento de las cuatro capillas, santificadas por los recuerdos de aquellas antiguas gentes. Así concluyó nuestro trabajo de más de ochenta días. En el transcurso de nuestro trabajo se hizo evidente que el grupo de enterradores egipcios debió encontrar grandes dificultades para levantar las capillas en un espacio tan reducido. Sin embargo, su tarea tal vez fue más fácil que la nuestra, ya que en su caso la madera era nueva y flexible y la decoración de oro era firme y fuerte. Dado lo reducido del área les debió ser necesario colocar las piezas de las cuatro capillas en orden correcto alrededor de las cuatro paredes de la cámara: primero introducirían las varias piezas y paneles de la primera capilla y las de la más profunda irían al final. Lógicamente la primera operación debió de ser erigir primero la capilla interior y dejar la más exterior para el final. Así parece ser que se hizo. La carpintería y el ensamblaje de aquellas construcciones demostraba una gran maestría; cada parte estaba numerada y orientada cuidadosamente a fin de señalar no sólo cómo se unían, sino también su orientación correcta. De ello se desprende que los constructores de las capillas eran evidentemente maestros en su trabajo, pero por otra parte, hay algunas indicaciones que permiten suponer que las honras fúnebres se celebraron con cierta precipitación y que los obreros que se ocuparon de los últimos ritos no eran demasiado cuidadosos. Es cierto que habían colocado las piezas alrededor del sarcófago, pero en su torpeza habían invertido su orden en cuanto a los cuatro puntos cardinales. Las apoyaron sobre las cuatro paredes alrededor del sarcófago que debían albergar en sentido contrario a las instrucciones escritas en las diversas piezas con el resultado de que, una vez erigidas, las puertas de las capillas miraban al este en lugar del oeste y la parte de los pies hacia el oeste en lugar del este, estando igualmente intercambiados los paneles. Este error bien podría perdonarse, ya que la cámara era demasiado pequeña para orientarse correctamente, aunque hay otras muestras de su descuido. Algunas de las piezas habían sido unidas a martillazos, sin pensar en el daño que podría sufrir la ornamentación de oro. En su superficie pueden verse aún hoy día grandes abolladuras hechas al golpear con un pesado instrumento, como un martillo; en algunos casos ha caído parte de la superficie y los obreros no limpiaron los restos de su trabajo, tales como virutas de madera. Al levantar el techo de la última capilla, la tapa del sarcófago quedó al descubierto y al sacar los tres lados y la puerta salió a la luz este gran monumento de piedra. Nuestros esfuerzos habían sido recompensados con creces, ya que allí, sin nada a su alrededor, se alzaba, como en una exposición, un magnífico sarcófago de admirable artesanía, tallado en un bloque macizo de la más fina cuarcita amarilla, que medía 2,75 m. de largo, 1,47 m. de ancho y 1,47 m. de alto. El 3 de febrero tuvimos por primera vez una clara visión de esta obra maestra del arte funerario que se cuenta entre los mejores ejemplares de su clase en el mundo. Tiene un rico entablamento que consiste en una cornisa-caveto, un toro y un friso con inscripciones. Pero lo más sobresaliente del sarcófago son las diosas protectoras Isis, Neftis, Neith y Selkit, talladas en altorrelieve en cada una de las esquinas y colocadas de tal modo que sus alas extendidas y sus brazos abiertos lo rodean en un abrazo protector. Alrededor de la base hay unos cuadrados con los símbolos protectores Ded y Tbet. Las esquinas del sarcófago descansaban sobre losas de alabastro. No había objetos entre la última capilla y el sarcófago, a excepción de un símbolo Ded colocado en el lado sur para «fortalecer» y tal vez «proteger» al muerto. Al pasar la luz de nuestra linterna por la magnífica pieza de cuarcita se puso de relieve que hasta en el mínimo detalle había un ruego solemne a los dioses y los hombres, haciéndonos sentir que en todo cuanto se refería al joven rey se había conseguido añadir trazos de dignidad incluso a la muerte. Nuestra emoción aumentó a causa del profundo silencio reinante. El pasado y el presente
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parecieron fundirse: ¿no era acaso ayer mismo cuando colocaron al joven rey en este féretro, con toda pompa y ceremonia? Tan vivida, tan aparentemente reciente era aquella angustiosa llamada a nuestra piedad que cuanto más mirábamos más fuerza cobraba la imaginación. Le hacía a uno desear que el viaje del rey a través de aquellos oscuros túneles del más allá hubiese sido afortunado, llegando a alcanzar la felicidad completa, tal como aquellas cuatro diosas parecían implorar al amparar a su protegido. ¿Acaso no constituían una perfecta elegía egipcia en piedra? La tapa, de granito rosa, teñido para hacer juego con el sarcófago de cuarcita, estaba rota por la parte central, aunque encajaba firmemente en el borde rebajado de la parte superior. Las rajas habían sido rellenadas cuidadosamente con cemento y recubiertas de pintura para no contrastar con el resto, de modo que no cabía duda de que no se debía a alguna intromisión ulterior. Evidentemente la intención original debió haber sido conseguir una tapa de cuarcita a juego con el resto del sarcófago; todo parece indicar que ocurrió algún accidente. Tal vez la tapa preferida no estuvo a punto para el entierro del rey y hubo que escoger para reemplazarla esta losa de granito crudamente tallada. Esta raja dificultó grandemente nuestro trabajo para levantar la tapa, ya que si hubiese estado intacta hubiese resultado mucho más fácil. Sin embargo, superamos esta dificultad colocando barras de hierro bien encajadas en ángulo en los lados de la losa, lo cual permitió que la levantáramos por medio de varias poleas como si fuese una sola pieza. Había muchas personas presentes en esta última ceremonia: el gobernador de la provincia de Keneh y Mohamed Zaglul Pacha (subsecretario de Estado de Obras Públicas); Mr. E. S. Harkness (presidente del Consejo de Administración del Metropolitan Museum de Nueva York); el Dr. Breasted (catedrático de Egiptología e Historia de Oriente de la Universidad de Chicago); el inspector jefe de Antigüedades del Alto Egipto; Mr. A. M. Lythgoe (conservador del Departamento de Egiptología del Metropolitan Museum of Art de Nueva York); el profesor Newberry (lector honorario de Arte Egipcio de la Universidad de Liverpool); el Dr. Alan Gardiner, famoso filólogo; Mr. H. E. Winlock (director de la Expedición Egiptológica del Metropolitan Museum of Art de Nueva York); Mr. Norman de Caries Davies (del mismo museo); el Dr. Douglas Derry (catedrático de Anatomía de la Facultad de Medicina en Kasr-el-Aini, de El Cairo); Mr. Robert Mond; M. Foucart (director del Instituto Francés de Arqueología); M. Bruyére (director de la Expedición Francesa); el Honorable Mayor J. J. Astor, y los señores Mace, Callender, Lucas, Burton y Bethel, y el conservador adjunto del Museo de El Cairo. El Valle de las Tumbas de los Reyes debe de haber presenciado muchas escenas curiosas desde que se convirtió en el lugar de enterramiento de los reyes del Imperio Nuevo Tebano, pero se me perdonará que considere que la representada por nosotros no fue la menos interesante y dramática. Para nosotros era el momento supremo y culminante ‒un momento ansiosamente esperado desde que se hizo evidente que las cámaras descubiertas en noviembre de 1922 tenían que pertenecer a la tumba de Tutankhamón y no a un escondrijo para su ajuar, tal como se había afirmado. Ninguno de nosotros pudo evitar sentir la solemnidad de aquella ocasión, ninguno pudo dejar de ser afectado por la idea de lo que íbamos a ver: el ritual de enterramiento de un rey del antiguo Egipto que había vivido treinta y tres siglos antes de nuestro tiempo. ¿Cómo aparecería el rey? Tales eran las especulaciones que pasaban por nuestras mentes en medio del silencio reinante. El equipo para levantar la tapa estaba a punto. Di la orden y en medio de un intenso silencio levantamos la enorme losa, rota en dos pedazos, con un peso superior a una tonelada y cuarto. La luz penetró en el sarcófago y una visión sorprendente se presentó ante nuestros ojos. Era decepcionante: el contenido estaba completamente recubierto con finas vendas de lino. Mientras la tapa quedaba suspendida en el aire desenrollamos aquellas telas una por una y al quitar la última un murmullo de admiración se escapó de nuestros labios, tan fantástica era la visión que teníamos ante nuestros ojos: todo el interior del sarcófago estaba ocupado por una efigie de oro del joven rey, de magnífica ejecución. Se trataba de la tapa de un maravilloso féretro antropomorfo, de unos 2,15 m. de largo, colocado sobre unas andas en forma de león y sin duda el primero de una serie de féretros encajados uno sobre otro, que contenían los restos mortales del rey. Ciñendo el cuerpo de esta
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magnífica pieza había dos diosas aladas, Isis y Neith, labradas en oro sobre yeso, tan brillantes como el día en que se hizo el sarcófago. Había un detalle que realzaba el encanto de esta pieza, y es que mientras que su decoración consistía en un fino bajorrelieve, la cabeza y las manos del rey eran a bulto redondo, en oro macizo de espléndida labra, sobrepasando todo lo imaginable. Las manos, cruzadas sobre el pecho, sostenían los emblemas reales ‒el cayado y el flagelo‒ con incrustaciones de fayenza azul oscuro. Las facciones de la cara estaban soberbiamente labradas en una lámina de oro. Los ojos eran de aragonito y obsidiana y las cejas y pestañas tenían incrustaciones de lapislázuli. La pieza tenía un toque realista, pues mientras que el resto del sarcófago antropomorfo, recubierto de una ornamentación de plumas, era de oro brillante, el de la cara y las manos parecía diferente, siendo el oro de la carne de una aleación distinta, dando así la impresión del tono grisáceo de los muertos. Sobre la frente de la figura yacente del joven rey había dos emblemas delicadamente labrados, con incrustaciones, la cobra y el buitre, símbolos del Alto y Bajo Egipto. Sin embargo, el detalle más emocionante por su simplicidad era la minúscula corona de flores colocada alrededor de estos símbolos y, según gustamos de imaginar, la última ofrenda de despedida de la joven reina viuda a su esposo, el joven representante de los «Dos Reinos». Entre todo aquel regio esplendor y aquella magnificencia ‒había oro por todas partes‒ no había nada tan hermoso como aquellas flores marchitas que aún conservaban un toque de color. Ellas eran testigos de lo poco que realmente son tres mil trescientos años y de la poca distancia que hay entre el ayer y el mañana. De hecho, aquel toque de realismo hermanaba aquella antigua civilización con la nuestra. Así nuestros ojos habían pasado desde la escalera, el pasadizo descendente, la antecámara, la cámara funeraria, las capillas de oro y el magnífico sarcófago a su contenido: un féretro labrado en oro, en forma de la figura yacente del joven rey simbolizando a Osiris o, a juzgar por su tranquila mirada, la antigua creencia del hombre en la inmortalidad. Las emociones que despertó en nosotros aquella imagen osiríaca fueron muchas y conmovedoras, la mayoría mudas. Pero si se escuchaba aquel silencio, uno casi podía percibir las pisadas fantasmales de los enterradores al alejarse. Cerramos las luces; subimos una vez más aquellos dieciséis escalones; una, vez más contemplamos la bóveda azul del cielo donde el Sol es señor, pero nuestros más íntimos pensamientos aún se centraban en el esplendor de aquel faraón desaparecido, con el último ruego escrito sobre su sarcófago aún grabado en nuestras mentes: «¡Oh, Madre Nut! ¡Despliega tus alas sobre mí, como las Estrellas Imperecederas!».
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15. LOS CARRUAJES El aumento de nuestros conocimientos sobre esta materia tiende a incrementar nuestra admiración por la gran habilidad técnica demostrada por los antiguos artesanos egipcios dada la relativa limitación de medios que tenían a su disposición. Sabemos que eran particularmente hábiles en el diseño de la estructura de los vehículos, según lo demuestran las pinturas murales de las capillas funerarias y también por los bellos ejemplares de carros descubiertos en Egipto durante los siglos XVIII y XIX. Hay uno en la colección egipcia de Florencia, otro en el Museo de El Cairo, descubierto por Mr. Theodore Davis en la tumba de Yuaa y Tuaa, ambos ejemplos notables por su perfección. Están bien construidos, son fuertes y, al mismo tiempo, extremadamente ligeros. Consisten en una estructura de madera moldeada y reforzada y, en uno de ellos, adornada con cuero. Sin embargo, a pesar de su perfecta ejecución y de la belleza de sus líneas, estos carros son del tipo usado por los nobles de Tebas y pueden calificarse de carrocines, ya que no tienen la magnificencia de las carrozas, de las cuales el primer ejemplar aparecido fue el bastidor encontrado en la tumba de Tutmés IV. Desgraciadamente este último, descubierto también por Mr. Davis y depositado en el Museo de El Cairo, había sido roto por los saqueadores de aquella tumba. Sus ruedas, ejes y varas habían sido destruidos, pero el bastidor, la única parte que quedaba, era no sólo un magnífico ejemplo de construcción de vehículos, sino que debió de ser una obra maestra de artesanía. Su exterior e interior estaban recubiertos con escenas bélicas y ornamentación tradicional, modeladas en bajorrelieve sobre una estructura de paneles extraordinariamente ligeros, cuyas superficies tenían una preparación de cañamazo y yeso, que sin duda estuvieron recubiertos de oro. Sin embargo, nunca pudo apreciarse el verdadero significado de su esplendor hasta que se descubrieron ejemplares más completos en la antecámara de la tumba de Tutankhamón. En ella los carruajes aparecieron amontonadas en gran confusión y desgraciadamente habían sufrido también deterioro, ya que los ladrones las habían manejado sin contemplaciones en su esfuerzo por arrancar las partes más valiosas de la decoración de oro. Sin embargo, el desorden en que encontramos estos carros no se debía tan sólo a los saqueadores. El pasadizo de acceso a la tumba era demasiado estrecho para permitir pasarlas completas, así que las habían desmontado e incluso habían cortado los ejes por la mitad para llevarlas a la cámara, donde las piezas habían sido amontonadas, una sobre otra. Sin embargo, a excepción de algunos detalles menores de la ornamentación que habían sido arrancados y del cuero que se había convertido en una masa viscosa a causa del calor húmedo del recinto, se les puede considerar completos, conservando incluso sus alfombras que, cuando el tiempo lo permita, podrán reconstruirse totalmente. Su admirable diseño y belleza justificarán cualquier cantidad de tiempo y trabajo que se emplee en ellos. Están recubiertos de oro de arriba abajo, estando decorado cada centímetro de éste con cenefas repujadas y escenas tradicionales; los bordes y toda su estructura están decorados profusamente con piedras semipreciosas y vidrios policromados incrustados en la chapa de oro. Como todos los ejemplares conocidos, los bastidores de estas carrozas no tienen asiento alguno. El auriga real iba siempre de pie y sólo raramente se sentaba mientras conducía. La parte trasera está completamente abierta a fin de que el conductor pueda saltar rápidamente al suelo o volver a subir, según sea necesario. El suelo consistía en una mezcla de correas de cuero entrelazadas, recubiertas con una piel de animal o una alfombrilla de lino de considerable espesor a fin de hacer el movimiento del carro más fácil gracias a su flexibilidad. El suelo elástico del bastidor era una forma primitiva de muelle. El muelle auténtico, más eficaz, tal como el que se usa hoy, no se aplicó a los vehículos de ruedas en Europa hasta el siglo XVII. Antes de esta época los bastidores de los carruajes colgaban de soportes en la parte baja del carro por medio de largas tiras de cuero. En el caso de los carros egipcios, se conseguía mayor comodidad colocando las ruedas y el eje lo más atrás posible, utilizando así la máxima flexibilidad de la vara. El carruaje propiamente dicho lo componían un eje y dos ruedas. Por las razones citadas, estas
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piezas estaban colocadas en la parte posterior del bastidor, pero como éste descansaba en parte sobre la vara y ésta a su vez estaba fija al eje, la vara formaba también parte de la infraestructura del carruaje, o carruaje propiamente dicho. Así, como el bastidor del carro se apoyaba en el eje y la vara, ésta estaba muy doblada en aquel extremo, de modo que el suelo del bastidor, una vez atado a los caballos, quedaría más o menos horizontal. De este modo, el peso del cuerpo y el del auriga se repartía en parte sobre las ruedas y en parte sobre los caballos, pero cuando el conductor se colocaba muy atrás en el cuerpo, era el carruaje propiamente dicho el que recibía la mayor parte de su peso. El bastidor se unía al eje y la vara por medio de tiras de cuero y gruesas correas lo fijaban al palo de la vara por su borde delantero superior. De ello puede concluirse que la vara servía no sólo para uncir los caballos, sino también en parte como infraestructura o carruaje propiamente dicho. Las ruedas, de seis radios, mostraban en su ejecución unos conocimientos mecánicos especializados, campo en el que no hemos progresado mucho. Su construcción, extremadamente ligera, se concentra en hacer el cubo y las varas lo más fuertes y duraderos posible para una rueda de madera. Como algunos de estos ejemplares están recubiertos de oro y su rareza impide que podamos desmontarlos para examinarlos cuidadosamente, usaré como ejemplo los fragmentos de una rueda descubierta durante los trabajos de Lord Carnarvon en la tumba de Amenofis III, en Wadyein, un valle secundario del Valle de las Tumbas de los Reyes. Se trata sin duda de un producto del mismo taller y no puede ser más de veinticinco años anterior, como máximo. Con los fragmentos de esta rueda aparecieron algunas piezas de la estructura del bastidor del carro, así como algunos fragmentos de los arneses, todo ello de construcción similar a los ejemplares más perfectos hallados en la tumba de Tutankhamón. Los fragmentos de esta rueda pertenecían a la vara, la parte baja de los radios y partes de los flancos interior y exterior del cubo, de las que aún cuelga gran parte de las correas. Su estructura consiste en seis piezas en forma de V hechas de madera moldeada, destinada cada una a formar un segmento del cubo y la parte central de dos radios. Una vez montadas estas piezas en forma de V forman el cubo de la rueda y seis radios completos. En la parte del cubo de cada una de estas piezas hay la mitad de dos muescas, dispuestas de tal modo que al unirlas forman las seis profundas muescas del cubo, destinadas a recibir las correspondientes espigas de ensambladura sobre los bordes de las dos bridas cilíndricas, a su vez encajadas en el cubo de la rueda por dentro y por fuera. Así estas dos bridas cilíndricas destinadas a mantener el carro en pie durante cualquier movimiento lateral, cubrían también un importante objetivo de la construcción: sus espigas, una vez encajadas en las muescas del cubo, ensamblaban unas partes con otras, formando un cubo perfecto. Las bridas, cubo y radios, una vez encajados, se ataban con cuero sin curtir que, al secarse, se encogía, manteniéndolos unidos. Si he logrado hacerme entender, se verá que este curioso tipo de rueda posee no sólo todos los elementos de ligereza, sino que tiende a neutralizar cualquier riesgo de fisura y a alcanzar una solidez aún mayor cuando se encuentra bajo un peso considerable. El ensamblaje es tan perfecto que en partes del ejemplar de que hablamos apenas si pueden verse las junturas a simple vista, a pesar de haber sido manejado sin cuidado alguno. Los radios aparecen encajados en la llanta, o parte exterior de la rueda, y el peligro de rotura está eliminado al disponer de grandes muescas para la espiga. Los «neumáticos» eran de cuero. La elaboración de un carruaje depende, en gran parte, de la selección de materiales. Los antiguos egipcios eligieron, igual que lo hacemos nosotros, las maderas apropiadas para las distintas piezas. Las doblaban artificialmente (mecánicamente). La construcción de un buen carro precisa una combinación de oficios raramente reunidos en una sola tarea, ya que abarca materiales muy diversos. En las pinturas murales y esculturas del antiguo Egipto, los artistas han sabido reflejar las partes que estaban a cargo del carpintero, carretero, curtidor, y otros artesanos, respectivamente. Los aparejos de tiro, tales como el yugo, unido al extremo de la vara y atado a los arneses sobre las cruces de los caballos, servían para el arrastre y también para sostener el carro; asimismo,
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mantenían a los caballos a una misma distancia y en la misma posición relativa. Se colocaban aguijones en forma de espuela en el arnés delantero y en la brida a fin de evitar que los caballos se salieran del eje de arrastre. Como sólo se encontraron dos de estos aguijones para cada carro hallado en esta tumba, parece ser que sólo se colocaba uno en cada caballo, por la parte exterior. A través de varias pinturas del rey en su carro sabemos que los caballos se ataviaban con suntuosas telas y adornos para el cuello y que se ataba un penacho de plumas de avestruz a su cabeza y bridas. No había rastro alguno de ello en la tumba. Los arneses de cuero, evidentemente los de la parte del pecho, se habían desintegrado, pero como la mayor parte de su decoración de oro labrado estaba allí, será posible reconstruir las partes esenciales a base de tiempo y de un estudio cuidadoso. Hasta ahora no sabemos qué clase de bocado se empleaba para dominar los caballos, ya que los ladrones tomaron todo el metal que pudieron llevarse y, sin duda, también los bocados de metal. Por el porte y conducta en general de los caballos, según aparecen retratados en el cofre pintado de esta tumba, se puede suponer que los bocados eran del tipo de freno con barbada. Los frenos, al parecer, pasaban a través de anillas pegadas al arnés y eran lo bastante largos como para ir atados a la cintura del rey, a fin de que éste tuviese los brazos libres para defenderse, ya que el rey siempre iba solo en su carro. Se usaban anteojeras ‒había varias en la tumba‒ y los carros estaban dotados de carcajes llenos de flechas, ya que el arco era la principal arma de ataque. Uno de los rasgos más notables y peculiares de las carrozas era un halcón solar dorado pegado al extremo de la vara. Era la escarapela, por decirlo así, de la casa real y, al igual que los penachos de plumas de avestruz sobre las cabezas de los caballos, la utilizaban sólo el rey y los príncipes de su linaje. Los cuatro carros que aparecieron en la antecámara (hay otros en el almacén de la cámara funeraria que aún no hemos tocado) pueden dividirse en dos categorías: carrozas y carrocines. De éstos, los últimos eran más abiertos y de construcción más ligera, probablemente para la caza o simplemente para ejercitarse. Las carrozas, recubiertas de oro, con sus suntuosos aderezos y arneses, debieron de producir un efecto de magnificencia en los desfiles reales, especialmente si pensamos en cómo el metal bruñido debía reflejar el brillante sol de Oriente, un hecho puesto de relieve por la siguiente cita de una tableta de Akhenatón, en que se demarcan los límites de su ciudad: «Su Majestad subió a un gran carro de electro, semejante a Atón cuando se levanta de su horizonte y llena la tierra con su amor...». Esperamos poder dar una idea de la belleza de las carrozas a través de esta breve descripción. El efecto que debían producir al moverse bajo los cielos de Egipto debió de ser de brillante esplendor, con los adornados arneses reflejando la luz y el ondear de las plumas de los caballos en un gran desfile de brillantez, colorido, resplandor y riqueza tal vez raramente superado en cualquier otro período o por ningún otro pueblo amante de lo espléndido. Este es el tipo de impresiones que obtenemos no sólo de los monumentos, sino a través de lo que el tiempo y las circunstancias nos han dejado en esta tumba. Los bastidores de las carrozas no son completamente abiertos por detrás, sino que tienen aberturas romboideas en los costados. Pegado al borde superior de madera de estos bastidores hay un reborde secundario que forma una protuberancia en forma de estante. El espacio entre ambos bordes está recubierto por unas decoraciones que consisten, en la parte central, en el tema tradicional de la «Unión de los Dos Reinos» y, a cada lado, los enemigos de Egipto hechos cautivos. La chapa de oro de la parte frontal de los bastidores está repujada e incrustada con adornos tradicionales. En uno de ellos hay una complicada cenefa en forma de espiral; en el otro hay el diseño de la pluma, el papiro y el ojo de buey. En cada caso hay un panel con los emblemas del rey. Asimismo en la parte inferior del cuerpo de los carros hay los emblemas del rey sostenidos por el símbolo de la «Unión de los Dos Reinos». En uno de ellos se ve a los prisioneros del Norte y del Sur atados y debajo un magnífico friso representando a los enemigos derrotados, con los brazos atados a la espalda, de rodillas ante un Tutankhamón triunfante con cabeza en forma de león aplastando a los enemigos de Egipto. Decoraciones de este tipo, en las cuales el pueblo conquistado
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aparece representado en figuras de actitud convencional, pero individualistas en carácter y detalle, se consideraban como un símbolo natural del poder del rey. Este deseo de humillar al enemigo y la ausencia de magnanimidad en los conquistadores no son más que el espíritu de una imaginación desatada convertido en imágenes en estas escenas bélicas de los faraones, en las cuales el vigor y la variedad de las confrontaciones tienen una intensidad incomparable. El otro ejemplar tiene tanto el interior como el exterior decorados con cenefas de pluma, papiro y ojo de buey. En la parte interior de los paneles, junto a esta decoración hay incrustados medallones de plata y oro. En ambas carrozas las aberturas romboideas de los costados de los cuerpos tienen los bordes adornados con dibujos de flores hechos con incrustaciones de piedras semipreciosas, vidrio y fayenza. En la unión del bastidor con el eje hay unos rebordes profusamente decorados con pedrería; en uno de ellos hay una grotesca máscara de oro del dios Bes. Los ejes de madera llevan colgantes de oro a intervalos, con ricas incrustaciones de vidrio y piedras semipreciosas, formando motivos florales y los nombres de los países enemigos. Cada par de ruedas tiene sus radios, cubos y llantas recubiertos de láminas de oro; la superficie de rodadura es de cuero. Las varas son de madera lisa, con una cápsula de oro en el extremo, en la cual aparece el halcón-sol de oro, símbolo de la realeza. Rellenando por completo la parte del disco por encima de la cabeza del halcón-sol hay un emblema labrado con el prenombre del rey. Ya que se consideraba a los faraones como representantes del dios Sol en la tierra, ¿sería demasiado arriesgada la hipótesis de que este emblema simbolizaba su supuesto origen solar? Los yugos de madera, unidos a la vara, estaban recubiertos de oro y uno de ellos tenía cabezas de enemigos talladas a cada extremo. Los extremos de los arneses delanteros, a los que iban atados los yugos, estaban decorados con cabezas del dios del hogar, Bes, y las tiras del cinturón pasaban por sus bocas abiertas. Este complicado sistema de adorno y muesca para los cinturones con una sola pieza, puede haberse inspirado en el hecho de que este dios aparece representado en varias piezas del ajuar con una larga lengua: en este caso, las bridas que le salen de la boca parten de la misma idea. Sobre los arneses hay unas piezas de aragonito en forma de carreta, decoradas con una fina filigrana de oro rojizo. Con cada carro apareció un par de aguijones en forma de espuelas, que ya hemos mencionado. También había espantamoscas de pelo de caballo, muy útiles en estas tierras, y anteojeras para las bridas de los caballos con ornamentaciones. Puede decirse que estos carros tan profusamente decorados ocuparon en el ceremonial egipcio el lugar de las diligencias en la época moderna.
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16. LA APERTURA DE LOS TRES FÉRETROS Experiencias pasadas nos habían enseñado que era mejor reemprender nuestros trabajos en la tumba de Tutankhamón tan pronto como pasara la gran época de calor, ya que nuestro objetivo era, primero, llevarlos a cabo con el máximo rigor científico, y segundo, con un mínimo de interrupciones a fin de poder abrir la tumba al público lo antes posible durante la temporada turística. Nuestras previsiones resultaron ser acertadas, ya que entre el 1 de enero y el 15 de marzo de 1926, más de doce mil visitantes vinieron a la tumba y durante el mismo período recibí doscientas setenta y ocho peticiones de permisos para inspeccionar los objetos y el trabajo en el laboratorio. Una vez adquiridos los materiales necesarios para la campaña, salí de Londres el 23 de septiembre y llegué a El Cairo el 28. Como siempre, había mucho que hacer en El Cairo antes de salir para Luxor. En Egipto, esta clase de asuntos trae consigo retrasos previsibles que uno debe aceptar con paciencia. M. Lacau, director general del Departamento de Antigüedades, estaba en Europa. El día 1 de octubre fui a ver a Mr. Edgar, que se ocupaba de los asuntos de M. Lacau en el Museo durante su ausencia y decidimos que tendríamos que tener a punto el servicio de electricidad en el Valle de las Tumbas de los Reyes a partir del día 11 de octubre. En la misma ocasión aproveché para discutir con él el programa general de los trabajos de aquella campaña. Forzosamente lo primero que había que hacer era sacar el grupo de féretros fuera del sarcófago. Abrirlos y examinarlos uno a uno. Luego habría que inspeccionar la momia del rey, con ayuda del Dr. Douglas Derry, catedrático de Anatomía de la Facultad de Medicina de Kasr-el-Aini, y el Dr. Saleh Bey Hamdi, que había sido director de dicha institución. Finalmente, y si había tiempo para ello, había que averiguar, limpiar y registrar el contenido del almacén que había a la salida de la cámara funeraria, tareas que llenarían por completo la campaña, ya que había que tratar y embalar cada objeto para llevarlo a El Cairo. Sin embargo, fue imposible llevar a cabo la última parte del programa durante esta campaña ‒la del almacén‒ a causa del estado de los materiales encontrados sobre la momia. Incluso el levantamiento y apertura de los tres féretros, ya que éste resultó ser su número, nos llevó más tiempo del que habíamos calculado. También decidimos que Mr. Lucas iría conmigo a Luxor el 6 de septiembre y reanudaría sus tareas como químico para la conservación de los materiales. Luego se planteó la cuestión de si M. Lacau, que estaba en Europa, querría estar presente durante el examen de la momia. Cuando averigüé que no pensaba regresar a Egipto antes del 1 de noviembre, sugerí que, para no perder más tiempo, le enviáramos un cable para confirmar la fecha de su regreso y, caso de que éste se retrasara, preguntarle si le importaría que Mr. Edgar le representara durante el examen. Al día siguiente recibimos la respuesta de M. Lacau diciendo que deseaba estar presente durante el reconocimiento de la momia del faraón y que esperaba que el retraso no me causara demasiados inconvenientes. Para poder cumplir con sus deseos hice que los doctores Derry y Saleh Bev retrasaran su viaje a Luxor hasta el 10 de noviembre. En arqueología siempre ocurre lo contrario de lo que se prevé. Las cosas fueron de tal modo que el manejo de los féretros por sí solo nos ocupó el período de espera y sólo estuvimos a punto de examinar la momia justo a la llegada de M. Lacau y los mencionados doctores. El día 3 de octubre inspeccioné la exposición de objetos de Tutankhamón en el Museo de El Cairo, junto a Mr. Lucas, a fin de estudiarlos bajo el punto de vista de su conservación, un problema del máximo interés e importancia en cuanto a antigüedades se refiere, especialmente si son frágiles por naturaleza. El trono había tomado un tono más oscuro desde que estaba expuesto en el Museo y decidimos reparar su pérdida de color tratándolo con cera caliente, una medida de protección que aplazamos para la primavera siguiente. Era evidente que los objetos que habían podido ser tratados con parafina estaban en mucho mejores condiciones que los demás, y por ello, acordamos que este método era el más efectivo a largo plazo y el mejor en general.
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La prensa es un poder importante y necesario para la civilización moderna, pero de vez en cuando es demasiado ávida de noticias que en realidad no existen. Por otra parte, es competitiva en extremo. Todo tipo de investigación debe mucho a una publicidad inteligente y esperábamos que el mecanismo organizado por el gobierno egipcio para distribuir las noticias resultara apropiado. Sin embargo, poco después de mi llegada me decepcionó descubrir que tanto los corresponsales locales como los extranjeros no se sentían plenamente satisfechos. Antes de salir de El Cairo, tuve una agradable entrevista con Su Excelencia Abdel Hamid Pacha Bedawi, consejero real del Ministerio de Obras Públicas, a quien expuse nuestros planes. Estuvo de acuerdo en todo y por la tarde salí para Luxor, acompañado por Mr. Lucas, desde donde, al día siguiente, después de entrevistarnos con el bey, el marmur de Luxor y Tewfik Effendi Boulos, inspector jefe del Departamento de Antigüedades del Alto Egipto, marchamos al pueblo de Gurna, al oeste de Tebas. A pesar del calor, era agradable estar de vuelta en aquellos lugares, familiares para nosotros pero siempre impresionantes, que todavía no habían despertado del silencio de su sueño veraniego. Una breve inspección nos demostró que la tumba, el almacén y el laboratorio se encontraban en buen estado. Fue un alivio comprobar lo bien que los obreros habían llevado a cabo sus diversas tareas, ya que, al reemprender el trabajo después de un intervalo de varios meses, uno se obsesiona con un sentimiento de temor de que algo salga mal. Inmediatamente di instrucciones a mis reises para que reclutaran la gente necesaria ‒unos veinticinco hombres y setenta y cinco muchachos‒ y los pusieran a trabajar para dejar al descubierto la entrada de la tumba al día siguiente. El comienzo de una nueva campaña es un trabajo más complicado de lo que normalmente se cree. Siempre hay mucho que hacer. Los primeros días se emplean generalmente en preparativos, poniéndolo todo en orden y comprobando el buen funcionamiento del equipo. Trabajar bajo condiciones tan distintas de las de Europa, en un país donde no es fácil obtener muchos objetos y materiales de lo más corriente, precisa de mucha preparación y no pocas previsiones. El problema consiste principalmente en simplificar las necesidades o en adaptarse a lo disponible, particularmente en el desierto. Incluso con los materiales que encargamos ex profeso en Inglaterra u otros países podía ocurrir que al examinarlos sobre el terreno, resultasen demasiado grandes o demasiado pequeños y necesitasen un reajuste, mientras enseñábamos su uso a los hombres que se encargarían de ellos. Así se emplean muchos días de aburrimiento, aunque son compensados por las amplias sonrisas en las caras de los reises al darse cuenta de las ventajas de algún instrumento nuevo como ayuda práctica para sus futuros trabajos. El día 10 de octubre, a las seis y media de la mañana, comenzó el descubrimiento de la entrada de la tumba. Los hombres y los muchachos empezaron a trabajar con ganas para sacar la masa de escombros amontonada sobre la entrada para su protección al finalizar la campaña anterior. Trabajaron como abejas y aunque la temperatura del Valle oscilaba entre 36° y 40° C y el aire se llenaba de polvo, su dinamismo demostraba el entusiasmo que sentían por la tarea. Era un placer verlos trabajar. Con la ayuda de un grupo adicional de muchachos para trasladar los escombros, la limpieza de la entrada de la tumba quedó concluida al día siguiente, cuando conseguimos conectar nuestra instalación eléctrica con la de las tumbas reales e hicimos un reconocimiento del interior. Primero sacamos unos maderos que habíamos colocado frente a la puerta de entrada para evitar el paso del agua; se trataba de unas vigas de roble turco mezcladas con tablas de madera más blanda, por medio de las cuales quedaba protegida la puerta de madera de la entrada. Luego abrimos esta puerta; al extremo del pasadizo descendente descorrimos el lienzo que cubría la puerta de acero, que estaba bien cerrada con candados y, una vez más, entramos en la antecámara y en la cámara funeraria. La familiaridad con algo no puede disipar por completo la atmósfera de misterio ni el sentimiento de las fuerzas que yacen en la tumba, desaparecidas pero de algún modo presentes. La
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seguridad de que el pasado y el presente se funden está grabada en la mente del arqueólogo aventurero, incluso cuando está inmerso en los detalles mecánicos de su trabajo. Éstos son muy variados. Por ejemplo, fue reconfortante comprobar que, a excepción de unos pocos granos de yeso desintegrado, caídos desde el techo sobre el moderno paño negro con que habíamos recubierto el sarcófago, casi ningún otro rastro de polvo se había depositado en la tumba desde que se cerró el año anterior. También fue interesante observar el efecto que los distintos insecticidas con que habíamos rociado la tumba habían tenido sobre los diversos tipos de minúsculos insectos que nos invadían. Es cierto que aún había restos de aquellos insectos en forma de pez que se encuentran en lugares oscuros, pero en general los insecticidas habían surtido efecto, ya que muchas de aquellas plagas habían desaparecido por completo. Luego, una vez más, nuestras potentes lámparas eléctricas iluminaron el gran sarcófago de cuarcita. Bajo el cristal que había hecho colocar sobre él podía verse el féretro de oro que parecía aumentar su poder de atracción sobre nuestras emociones cuanto más lo mirábamos: con las sombras de los antiguos dioses no se puede intimar de un modo vulgar y corriente. Una vez terminada la inspección y encontrándose todo en perfectas condiciones, volvimos a cerrar la tumba. Luego fuimos al laboratorio, cuya entrada había sido protegida con una gruesa puerta de madera durante los meses de verano. Tanto allí como en el almacén todo estaba sin rastro de polvo o insectos y en buen estado. Así empezó nuestra cuarta campaña. El Valle, sacado brevemente de su sueño veraniego durante los últimos dos días por los gritos de los hombres y las voces de los muchachos, volvió a quedar tranquilo y la paz había de reinar de nuevo en él hasta que los emigrantes invernales y sus seguidores lo invadieran el invierno siguiente. Una vez sacados los bellos objetos de la antecámara y despojada la cámara funeraria de sus capillas doradas, el sarcófago de piedra, ya abierto, quedaba aislado en el centro, solo con los féretros que guardaban su secreto. La tarea que se nos presentaba era, pues, levantar la tapa del primer féretro que estaba dentro del sarcófago. Este gran féretro de madera dorada, de 2,24 m. de largo y forma antropomorfa, tocada con el khat y la cara y manos de gruesas láminas de oro, es del tipo Rishi, término empleado cuando la decoración principal consiste en un diseño de plumas, un estilo muy común en los féretros de los períodos precedentes, esto es, Período Intermedio y Dinastía XVII de Tebas. Durante el Imperio Nuevo y el comienzo de la Dinastía XVIII el estilo y la decoración de los entierros, tanto de las autoridades como de los particulares, cambia radicalmente. Sin embargo, en el caso del féretro del rey, según podemos ver, prevaleció la antigua costumbre, con ligeras modificaciones tales como la adición de figuras de algunas diosas tutelares. Se trata de todo lo contrario de lo que suele ocurrir normalmente, ya que la moda generalmente cambia más rápidamente entre los estratos más altos de la sociedad que entre los más bajos. ¿Se trata acaso de una idea religiosa en conexión con la figura del rey? Tal vez la tradición la favorecía. En una ocasión la diosa Isis protegió el cadáver de Osiris al cubrirlo con sus alas, así que en este caso protege a este nuevo Osiris, según aparece en esfinge. Después de estudiar el féretro cuidadosamente, decidimos que las asas de plata originales ‒ dos a cada lado‒ hechas evidentemente para tal fin, estaban lo suficientemente bien conservadas como para soportar el peso de la tapa y podían ser utilizadas para levantarla sin riesgo de dañarla. La tapa se unía a la caja por medio de diez lengüetas de plata maciza, encajadas en sus correspondientes muescas, talladas en el grueso féretro. Había cuatro a cada lado, una en la cabecera y otra en el pie y estaban fijadas con agujas de plata con gruesas cabezas de oro. ¿Sería posible remover las agujas de plata que unían la tapa a la caja del féretro sin sacarlo del sarcófago? No fue fácil hacerlo, ya que el féretro llenaba casi todo el interior del sarcófago, dejando tan sólo un reducido espacio, en particular en la cabecera y el pie. Sin embargo, manejándolo con cuidado, pudimos extraerlas, a excepción de-la aguja de la cabecera, donde sólo había el espacio suficiente como para sacarla a medias. Así pues, hubo que limarla antes de extraer la otra mitad. La próxima operación consistió en colocar las poleas necesarias para levantar la tapa. Se
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trataba de dos juegos de tres poleas, provistas de frenos automáticos, suspendidas de un andamio y colocadas de tal forma que quedaban justo sobre el centro de la tapa, al nivel de los pares de asas. Las poleas iban enganchadas a las asas de la tapa del féretro por medio de una eslinga, asegurando así la correcta distribución del peso. De otro modo, hubiese cabido la posibilidad de que la tapa golpeara los lados del sarcófago en el momento en que quedase colgando suelta. Fue un momento tan emocionante como lleno de ansiedad. La tapa saltó de modo bastante fácil, dejando al descubierto otro magnífico féretro antropomorfo, recubierto con una gruesa tela de gasa, oscurecida y muy estropeada. Sobre este lienzo había guirnaldas de flores, hechas con hojas de olivo y de sauce y pétalos de loto azul y de centaurea, mientras que sobre los emblemas de la frente se veía también una pequeña corona del mismo tipo que había sido colocada por encima de la tela. En algunos puntos podían verse, bajo el lienzo, las ricas decoraciones de vidrio multicolor incrustadas en el oro del féretro. Como el verano anterior habíamos empleado algún tiempo discurriendo los métodos que se habían de emplear en esta tarea y procurándonos los instrumentos precisos, fue posible llevarla a cabo en una sola mañana, cuando, de no haber sido así, hubiesen sido necesarios varios días como mínimo. Cerramos la tumba y no tocamos nada en espera de que Mr. Harry Burton hiciera las fotografías pertinentes. Hasta este punto nuestro avance era satisfactorio. Sin embargo, pronto nos dimos cuenta de un hecho más bien preocupante. El segundo féretro, que, por lo que se veía a través de la gasa, parecía ser una obra maestra de artesanía, presentaba síntomas evidentes del efecto de algún tipo de humedad y, en algunos puntos, una tendencia de las incrustaciones a caer. Debo admitir que fue algo desconcertante ya que sugería que había habido algún tipo de humedad antiguamente en el interior de los féretros. De ser así, el estado de conservación de la momia del rey sería menos satisfactorio de lo que habíamos esperado. El día 15 de octubre llegó Mr. Burton y el 17, a primera hora de la mañana, terminó con éxito la serie de fotografías del lienzo y de las guirnaldas de flores que cubrían el segundo féretro, tal como estaba dentro del primero en el sarcófago. Una vez completados estos datos hubo que considerar la mejor manera de manejar el segundo féretro, así como la caja del primero. Evidentemente era más difícil a causa de la mayor profundidad y se hacía necesario levantar la caja del primer féretro y todo el segundo al mismo tiempo, ninguno de los cuales estaba en condiciones de soportar muchos manejos. Finalmente lo conseguimos por medio de poleas, como en el caso anterior, logrando cogerlos por medio de varillas de acero colocadas en las muescas para las lengüetas de la caja del primer féretro. De este modo conseguimos levantarlos con un mínimo de maniobras. A pesar del gran peso de los féretros ‒mucho mayor de lo que parecía‒ conseguimos levantarlos hasta un poco más arriba del nivel de la tapa del sarcófago y entonces pasamos unas tablas de madera por debajo de ellos. En un espacio tan reducido y con cabida para tan pocas personas, la tarea resultó bastante difícil. La necesidad de evitar todo daño a las frágiles superficies del primer féretro, recubiertas de yeso, complicó aún más las cosas. Una vez anotado todo el proceso, pudimos sacar la corona y las guirnaldas, retirando la tela. Fue otro momento emocionante. Entonces pudimos contemplar con ojos llenos de admiración uno de los mejores ejemplares del arte funerario antiguo que se había visto nunca, igualmente osiríaco en cuanto a forma, pero de concepción más delicada y de gran belleza de líneas. Tal como estaba, yacente en la caja del primero, descansando sobre nuestra improvisada peana, ofrecía la imagen maravillosa de un rey en toda su pompa. La corona y las guirnaldas colocadas sobre el lienzo en memoria de «las coronas entregadas a Osiris en su triunfante salida de la sala de los juicios de Heliópolis» y que, según el Dr. Gardiner, nos recuerdan la «corona de la justicia» (2 Tim. 4,8) no eran más que ilustraciones de las descripciones de Plinio de las antiguas coronas egipcias. Cuando podamos apreciar el cuidado y precisión con que están hechas tendremos datos suficientes para suponer que esta ocupación en
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particular debió de ser para los antiguos egipcios, como lo es hoy día, un trabajo especializado. Este segundo féretro, de algo más de 2 m. de largo, es similar en forma y diseño al primero, estando suntuosamente recubierto de gruesas láminas de oro con incrustaciones de vidrio opaco, tallado y grabado, imitando jaspe rojo, lapislázuli y turquesa respectivamente. Simboliza a Osiris y es Rishi en cuanto a ornamentación, pero difiere en cuanto al detalle. En este caso el rey se toca con un Nemes y en lugar de las diosas protectoras Isis y Neftis, la caja está rodeada por el buitre Nekhbet y la serpiente Buto. El rasgo más sobresaliente es la delicadeza y superioridad del diseño que le dan categoría de obra maestra. A continuación nos enfrentamos con un problema delicado, similar al que tuvimos que resolver dos campañas antes al desmantelar las capillas. Una vez más se presentó lo imprevisto. Uno no puede fiarse de las conclusiones alcanzadas en casos anteriores. Por algún motivo u otro a menudo sucede lo contrario de lo que se espera. Al ver que el primer féretro tenía asas para subirlo y bajarlo, supusimos que habría unas asas de metal similares en el segundo; sin embargo no había ninguna y su ausencia nos presentó un dilema. El segundo féretro resultó ser extremadamente pesado. Su decorada superficie era muy frágil y además encajaba tan bien en la caja del primero que no era posible pasar un dedo meñique entre los dos. Como en el caso del primero, la tapa estaba enganchada por medio de agujas de plata con cabezas de oro que no podían extraerse tal como estaba el féretro. Era evidente que habría que sacarlo fuera de la caja del primero antes que nada. Así pues, el problema que se nos planteaba era el de descubrir el método de hacerlo con el menor riesgo posible de daño para su delicadas incrustaciones que ya habían sido deterioradas por una humedad cuyo origen nos era en aquel momento desconocido. Bien puede ser que bajo la tensión de llevar a cabo una operación de este tipo, se es demasiado consciente del riesgo de causar un daño irreparable al raro y bello objeto que se desea preservar intacto. Mucho de lo encontrado en los primeros tiempos de investigaciones arqueológicas en Egipto, se ha perdido debido a un manejo demasiado ansioso o descuidado y más aún debido a la falta del equipo necesario en el momento adecuado. Sin embargo no hay ningún remedio contra la mala suerte, por mucho que uno se prepare. Todo parece ir bien cuando de pronto, en el momento crítico de la operación, se oye un crujido y pequeños fragmentos de la superficie empiezan a caerse. Los nervios están de punta: ¿qué está ocurriendo? Los empleados ocupan todo el espacio disponible. ¿Qué hay que hacer para evitar una catástrofe? Además, hay todavía otro peligro. Al levantar la tapa, la excitación por ver algún objeto nuevo y bello puede distraer la atención de los trabajadores; por un momento se olvidan de su tarea y, en consecuencia, puede producirse un daño irreparable. Tales son los principales sentimientos de ansiedad que el arqueólogo recuerda cuando sus amigos le preguntan cuáles fueron sus emociones en aquellos momentos excepcionales. Sólo los que han tenido que manejar antigüedades pesadas pero frágiles en circunstancias de similar dificultad pueden hacerse una idea adecuada de lo enervante que puede ser la tensión y el peso de la responsabilidad. Además, en nuestro caso ni siquiera podíamos estar seguros de que la madera del féretro estaba lo suficientemente bien preservada como para soportar su propio peso. Sin embargo, tras largas discusiones y después de estudiar el problema durante casi dos días, establecimos un plan: a fin de poder sacar este féretro de la caja del primero, habría que establecer varios puntos por donde cogerlo. Como se recordará, no tenía asas, así que decidimos emplear las agujas que unían la tapa al resto. Un reconocimiento demostró que aunque el espacio entre la caja del primer féretro y el segundo era insuficiente para permitirnos retirar las agujas por completo, era no obstante posible sacarlas por lo menos unos 6 mm a fin de poder enganchar en ellas resistentes alambres de cobre para ligarlo al andamio que había encima de nuestras cabezas. Realizamos con éxito este trabajo. Luego clavamos resistentes armellas metálicas en el grueso del borde superior de la caja del primer féretro para poder tirar de ella hacia abajo, separándola del segundo féretro por medio de cuerdas y poleas.
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Al día siguiente, después de hacer estos preparativos, pudimos proceder a la operación siguiente. Resultó ser uno de los momentos más importantes del desmantelamiento de la tumba. El sistema empleado era el contrario de lo que podría parecer lo más natural en el primer momento: en lugar de levantar el segundo féretro fuera de la caja del primero, bajamos la caja del primer féretro fuera del segundo. La razón fue que el espacio era insuficiente y, siendo el peso estacionario, el riesgo de presión sobre aquellas viejas agujas de plata sería menor. La operación terminó con éxito. Una vez más la caja del primer féretro quedó metida en el sarcófago dejando por un instante el segundo suspendido en el aire por medio de diez resistentes cables. Luego pasamos una plataforma de madera lo suficientemente grande como para cubrir el hueco del sarcófago y así conseguimos que el segundo féretro quedase suelto y accesible frente a nosotros. Una vez cortados los cables, Mr. Burton tomó sus fotografías y pudimos concentrar nuestras energías en el levantamiento de la tapa. Como ya hemos dicho, toda la superficie incrustada estaba efectivamente en condiciones muy precarias y había que evitar al máximo cualquier manipulación. Así pues, clavamos cuatro armellas de metal para servir de asas en cuatro puntos donde no hubiese peligro de desfigurarlo definitivamente, a fin de levantar la tapa sin causarle daño alguno. Luego fijamos nuestro equipo de levantamiento en estas armellas, sacamos los clavos de plata y oro y levantamos la tapa poco a poco. Primero pareció que la tapa tendía a pegarse pero luego empezó a separarse de la caja lentamente y cuando estuvo lo suficientemente alta como para permitirnos sacar el contenido del féretro, la depositamos en una plataforma de madera colocada a su lado para sostenerla. Así apareció un tercer féretro que, como los anteriores, era de forma osiríaca; sin embargo, los principales detalles de su artesanía estaban escondidos tras una tela de lino rojizo, estrechamente ligada en torno a él. La cara era de oro bruñido y sin adornos. Sobre el cuello y pecho había un complicado collar de cuentas y flores cosido a un armazón de papiro. Justo encima del tocado, en forma de Nemes, había una servilleta de lino. Inmediatamente Mr. Burton empezó a tomar fotografías. Luego saqué el adorno floral y las envolturas de lino. Así descubrimos algo sorprendente: el tercer féretro, que medía 1,86 m. de largo, era de oro macizo. De este modo quedaba resuelto el misterio de su enorme peso, que tanto nos había intrigado. También explicaba por qué después de sacar el primer féretro y la tapa del segundo, el peso había disminuido tan poco. Su peso era tal que se necesitaron ocho hombres fuertes para levantarlo. La cara de este féretro de oro era una vez más la del rey, pero sus rasgos, aunque convencionales y simbolizando a Osiris, eran todavía más juveniles que los de los otros féretros. Su diseño volvía a ser el del primer féretro, en cuanto a que era Rishi y tenía grabadas las figuras de Isis y Neftis, pero como complemento aparecían las figuras aladas de Nekhbet y Buto. Estas últimas deidades protectoras, símbolo del Alto y Bajo Egipto, eran el rasgo sobresaliente ya que eran de incrustaciones bellas y macizas, superpuestas a los adornos grabados del féretro, consistiendo en piedras semipreciosas. Además de esta decoración y sobre el tradicional collar en forma de halcón había otro collar de dos vueltas hecho de grandes cuentas discoidales de oro rojo y amarillo y fayenza azul y también a base de incrustaciones, realzando la riqueza del conjunto. Sin embargo, los detalles fundamentales de la decoración estaban tapados por una capa reluciente debida a los ungüentos líquidos que, evidentemente, habían sido derramados con profusión sobre el féretro. Como resultado, este monumento sin par estaba desfigurado ‒según vimos más tarde, sólo temporalmente‒ y además pegado fuertemente al interior del segundo féretro, habiendo rellenado el líquido solidificado el espacio entre el segundo y el tercer féretro hasta el nivel de la tapa del tercero. Estos ungüentos sagrados, evidentemente utilizados en grandes cantidades, eran sin duda la causa de los daños observados al manejar los otros féretros que, estando herméticamente cerrados en un sarcófago de cuarcita prácticamente sellado, no podían haber sido afectados por factores
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externos. Como última consecuencia diremos que el paño mortuorio y el collar de flores mezcladas con cuentas de fayenza azul habían sido afectados y aunque a primera vista parecían estar en buenas condiciones, resultaron ser tan frágiles que el material se rompió al primer toque. Sacamos el tercer féretro con la caja del segundo, que estaba ahora por encima del sarcófago, y los llevamos a la antecámara, donde eran mas accesibles para su inspección y manipulación. Sólo entonces nos dimos cuenta de la importancia y la magnitud de nuestro último descubrimiento. Esta pieza única y maravillosa ‒un féretro de más de 1,85 m. de largo, de la más refinada ejecución y labrado en oro macizo de 2,5 mm. a 3,5 mm. de espesor‒ representaba una enorme masa de oro puro. ¡Qué grandes riquezas debieron de enterrarse con aquellos faraones! ¡Qué tesoros debió de contener el Valle! De los veintisiete monarcas aquí enterrados, Tutankhamón fue probablemente el menos importante. ¡Qué grande debió de ser la tentación a la voracidad y rapacidad de los audaces ladrones de tumbas contemporáneos a ellos! ¿Qué incentivo más poderoso puede imaginarse que aquellos enormes tesoros de oro? El saqueo de las tumbas reales, documentado durante el reinado de Ramsés IX, se hace más claro al medir el incentivo para estos crímenes con este féretro de oro de Tutankhamón. Debió de proporcionar grandes riquezas a los tallistas, artesanos, aguadores y campesinos y a los trabajadores contemporáneos en general, así como a los que estaban implicados en los robos de las tumbas. Estos saqueos ocurrieron durante los reinos de los últimos Ramesidas (1200-1000 a.C.) y están documentados en archivos legales, hoy día conocidos como papiros de Abbott, Amherst, Turín y Mayer, descubiertos en Tebas a comienzos del siglo pasado. Probablemente los ladrones que hicieron la incursión a la tumba de Tutankhamón, prácticamente improductiva, sabían de la masa de oro que cubría los restos del joven faraón bajo las capillas protectoras, el sarcófago y los féretros. Nuestro próximo objetivo fue proteger y conservar las delicadas incrustaciones de la caja del segundo féretro, en cuanto fuera posible por el momento. Sabíamos que el proceso que habíamos usado anteriormente era eficaz; así pues, lo cepillamos ligeramente para sacarle el polvo, le pasamos una esponja con agua tibia y amoniaco y, una vez seco, recubrimos toda la superficie con una gruesa capa de parafina, aplicada aún caliente por medio de un largo pincel. Una vez enfriada y solidificada la cera, las incrustaciones quedaron firmemente sujetas, permitiendo manejar el féretro con toda libertad. La gran ventaja que proporciona este sistema es que la capa de cera puede retirarse en cualquier momento con calor, de ser necesaria alguna otra restauración, y el mero hecho de calentar la cera sirve para limpiarla. El próximo problema que hubo que estudiar y que requirió algunos trabajos experimentales fue decidir cuál sería la manera más satisfactoria y expeditiva a la vez de encargarnos de aquellos antiguos ungüentos sagrados, hoy solidificados, que no sólo cubrían la caja del féretro, sino que llenaban por completo el espacio entre ambos, pegándolos uno al otro y evitando por el momento que avanzáramos en nuestra investigación. Mr. Lucas hizo un análisis preliminar de esta sustancia. Era negra y tenía la apariencia del betún. En los puntos en que la capa era delgada, como en la tapa del féretro, el material era duro y quebradizo, pero en los puntos donde se había acumulado una gruesa capa, como ocurría entre los dos féretros, el interior del material era blando y plástico. Al calentarlo desprendía un olor penetrante más bien fragante y agradable, algo parecido al de la brea. Naturalmente, era imposible hacer un análisis químico completo, pero como resultado de la investigación preliminar encontramos que contenía un tipo de grasa mezclada con resina. No había alquitrán de origen mineral, ni betún ni tampoco pudo probarse la presencia de la brea, a pesar del olor. No cabe duda, por el modo en que este material se había corrido sobre los costados del tercer féretro, depositándose debajo del mismo, que al ser empleado era líquido o semilíquido. De su composición se desprendía que esta sustancia podía derretirse con calor o diluirse con algunos disolventes, pero ninguno de estos métodos era practicable dadas las circunstancias. Así pues, decidimos levantar la tapa y examinar el contenido antes de continuar y antes de aplicar medidas más drásticas. Afortunadamente la línea de unión entre la tapa y el féretro era visible y
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accesible, aunque con dificultad, excepto en la parte de los pies, donde el segundo y el tercer féretro prácticamente se tocaban. La tapa estaba unida a la caja por medio de ocho espigas de oro (cuatro a cada lado), encajadas en sus muescas correspondientes por medio de clavos. Así pues, si lográbamos sacar los clavos podría levantarse la tapa. El estrecho espacio entre los dos féretros hacía imposible el uso de los útiles empleados normalmente para la extracción de clavos y hubo de buscar otros. Construimos unos destornilladores muy largos y con ellos sacamos los clavos de oro macizo en pedazos, ya que, desgraciadamente, hubo que sacrificarlos. Levantamos la tapa por medio de sus asas de oro y la momia del rey quedó al descubierto. En momentos de este tipo las emociones son tan complejas y perturbadoras que impiden toda expresión verbal. Hacía más de tres mil años que unos ojos humanos habían contemplado el interior del féretro de oro. El tiempo, medido por la brevedad de la vida humana, pareció perder sus perspectivas habituales frente a un espectáculo tan vivido, evocador de los solemnes ritos religiosos de una civilización desaparecida. Sin embargo, es inútil recrearse en tales emociones, basadas en sentimientos de admiración y piedad humana. El aspecto emocional no forma parte de la investigación arqueológica. Allí, finalmente, yacía todo lo que quedaba del joven faraón, hasta entonces poco más que la sombra de un nombre para nosotros. Ante nuestros ojos, llenando el interior del féretro de oro, había una momia impresionante, hecha con habilidad y cuidado, sobre la que se habían derramado ungüentos en grandes cantidades, como en el exterior de este féretro, consolidados y ennegrecidos por los años. Formando contraste con el oscuro y sombrío efecto del conjunto, debido a los ungüentos, había una máscara de oro bruñido resplandeciente, magnífica, hecha a semejanza del rey, recubriendo su cabeza y hombros que, al igual que los pies, se había conservado intencionadamente libre de ungüentos. La momia estaba hecha a imagen de Osiris. La máscara de oro batido, un ejemplar bello y único del retrato antiguo, tiene una expresión triste pero serena, que sugiere la juventud truncada prematuramente por la muerte. Sobre su frente había las insignias reales, el buitre Nekhbet y la serpiente Buto, labradas en oro macizo, emblemas de los Dos Reinos sobre los que había gobernado. La barbilla llevaba la tradicional barba de Osiris, labrada en oro y lapislázuli. Alrededor del cuello tenía un collar triple de cuentas discoidales hechas de oro rojo y amarillo y fayenza azul. Del cuello colgaban unas tiras flexibles de oro con incrustaciones de las que pendía un gran escarabajo de resina negra que descansaba entre sus manos y que llevaba el Bennu ritual. Las manos eran de oro bruñido, separadas de la máscara, y estaban cosidas a las envolturas de lino, sosteniendo el flagelo y el báculo, los emblemas de Osiris. Inmediatamente debajo de ellos estaba la cobertura exterior de lino, muy simple, adornada con ricos aderezos de oro incrustado que colgaban de una figura a modo de pectoral, en forma del pájaro Ba o alma, hecha de oro repujado, con sus alas extendidas sobre el cuerpo. Como estos bellos aderezos habían sido consagrados por medio de ungüentos, sus detalles y brillantez eran apenas visibles y al mismo hecho también debe atribuirse el desastroso deterioro que descubrimos más tarde en muchos de los objetos. Sin embargo, aun a través de estos obstáculos podía verse con dificultad que estos aderezos, hechos de gruesas planchas de oro unidas por hilos de cuentas, tenían los discursos de bienvenida de los dioses. Por ejemplo, en las bandas longitudinales del centro, de arriba abajo, Nut, la diosa del cielo y madre de los dioses, dice: «Yo cuento con tus bellezas, oh Osiris, rey Kheperunebre. Tu alma vive: tus venas son firmes. Aspiras el aire y sales como un dios, marchando como Atum, oh Osiris, Tutankhamón. Tú sales y entras con Ra...». El dios de la tierra y príncipe de los dioses, Geb, dice: «Mi amado hijo, heredero del trono de Osiris, el rey Kheperunebre. Tu nobleza es perfecta. Tu Casa Real es poderosa. Tu nombre está en boca de Rekhyt, tu estabilidad está en boca de los vivos, oh Osiris, rey Tutankhamón, tu corazón está eternamente en tu cuerpo; está en los espíritus de los vivos, al igual que Ra, descansa en los cielos». Los textos en las bandas transversales empiezan con expresiones tales como: «Honrado ante Anubis, Hapy, Ke-behsenuef, Duamutef» y «Justificado ante Osiris».
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Acompañando a estas inscripciones, junto a los lados de la momia, desde los hombros hasta los pies había festones de tiras aún más adornadas, pegadas a las bandas laterales y hechas de unas plaquitas incrustadas de oro, muy elaboradas, asimismo ensambladas con cuentas. Los dibujos de estas tiras laterales eran de formas geométricas, símbolos Ded y Thet, serpientes solares y emblemas del rey. Éstos, una vez limpios, parecieron haber formado parte de restos del enterramiento de Semenkhare, ya que algunas de las placas llevaban en el reverso textos del «Capítulo del Corazón», en los que aparecía su nombre, que en la mayoría de los casos había sido borrado a propósito posteriormente. Una vez limpios los aderezos se pudo ver que el orfebre había hecho los textos y festones a medida, pero que la momia resultó ser más grande de lo que se esperaba y que se habían cortado y añadido piezas para hacerlos encajar. Aunque los atributos de esta momia son los de los dioses, el parecido es evidentemente el de Tutankhamón, apuesto y sereno, con los rasgos que pueden reconocerse en todas sus estatuas y féretros. En algunos aspectos este rostro recuerda el de su suegro, Akhenatón, y en otros, especialmente de perfil, tal vez presente un parecido aún mayor con la gran reina Tiy, la madre de Akhenatón o, en otras palabras, al contemplar estos rasgos, podía apreciarse un ligero reconocimiento de afinidad con ambos predecesores del joven rey. Aquellos ungüentos usados tan profusamente debieron de aplicarse como parte del ritual funerario, a fin de santificar al rey muerto antes de pasar a la presencia del dios del más allá, Osiris. Era fácil observar que tanto en el tercer féretro como en la momia misma del rey, se había evitado cubrir con ella la cabeza y los pies, aunque parte del mismo líquido había sido derramado en los pies, y sólo en los pies, del primer féretro. Al recapacitar sobre la naturaleza de aquella ceremonia y en su intención, nuestros pensamientos se centraron en la emocionante escena «en casa del leproso», adonde «llegó una mujer con una caja de alabastro con un ungüento de espicanardo, muy precioso» y en las palabras de Cristo: «Ella ha venido para ungir mi cuerpo por anticipado para mi sepultura» (Marc. 14,8). Cuando Mr. Burton hubo documentado fotográficamente aquel momento, pudimos hacer un reconocimiento más a fondo del estado de los objetos y de la preservación de la momia. La mayor parte del flagelo y del báculo se había desintegrado, convirtiéndose en polvo. Los hilos que sostenían las manos y aderezos sobre la envoltura de lino habían desaparecido y como consecuencia, las diversas partes se caían en pedazos al primer toque. El escarabeo de resina negra estaba cubierto de minúsculas fisuras, probablemente como resultado de contracciones sucesivas. Así, pues, hubo que sacar trozo a trozo estos aderezos y ornamentos externos, colocándolos en su orden y posición correspondiente sobre una bandeja para su ulterior limpieza y montaje. Cuanto más avanzábamos se hacía más evidente que tanto las envolturas como la momia se encontraban en un estado desastroso, completamente carbonizados por la acción emprendida por los ácidos grasos de los ungüentos con que se los había saturado. Por otra parte, tanto la máscara como la momia estaban firmemente pegadas al fondo del féretro por medio del consolidado residuo de ungüentos y por mucha fuerza que se hiciera no había forma de moverlas. ¿Qué había que hacer? Puesto que sabíamos que este material adhesivo podía reblandecerse con calor, esperábamos que su exposición al sol del mediodía lo derretiría lo suficiente como para permitir sacar la momia. Así, pues, se hizo un intento durante varias horas, llegando a ser la temperatura al sol hasta de 65° C, sin éxito alguno, y, al no disponer de otro método, se hizo evidente que tendríamos que hacer cualquier otro reconocimiento de los restos del rey dentro del féretro. Sin embargo, después de hacer el análisis científico de la momia del rey in situ y de sacarla del féretro de oro, tuvimos que resolver el difícil problema de soltar la máscara de oro y sacar el tercer féretro fuera de la caja del segundo. Según vimos, se había derramado alrededor de dos cubos de ungüentos líquidos sobre el féretro de oro y una cantidad parecida sobre el cuerpo que estaba dentro del mismo. Como la única
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forma de derretir este material y hacerlo maleable era por medio de calor, hubo que recubrir por completo el interior del féretro de oro con gruesas planchas de cinc, material que soporta temperaturas de hasta 520° C, a fin de poder aplicar una temperatura lo suficientemente alta como para derretir el ungüento sin dañar aquellas maravillosas obras del arte y la artesanía egipcia. Luego dimos la vuelta a los sarcófagos, colocándolos sobre un soporte, y protegimos su parte exterior del calor y las llamas por medio de varias mantas saturadas de agua, que mantuvimos húmedas durante todo el proceso. A continuación colocamos varias lámparas de parafina «Primus» a plena llama en el hueco del féretro de oro. Había que regular constantemente el calor de las lámparas para que la temperatura estuviese siempre por debajo del punto de fusión del cinc. Hay que decir que la capa de cera que cubría la superficie del segundo féretro servía de pirómetro: en tanto no se derritiese por debajo de las mantas húmedas, no había nada que temer. A pesar de que alcanzamos una temperatura de 500° C, pasaron varias horas antes de que pudiésemos observar efecto alguno. En cuanto vimos que la masa empezaba a moverse, apagamos las lámparas y dejamos los féretros sobre el soporte donde, al cabo de una hora, empezaron a separarse. Al principio el movimiento fue casi imperceptible debido a la tenacidad del material, pero poco a poco pudimos separarlos levantando la caja de madera del segundo féretro, quedando así la caja de oro del tercer féretro sobre el soporte. Era casi imposible reconocer el material de que estaba hecho, y todo cuanto pudimos ver fue una masa viscosa de material parecido al betún, que resultó muy difícil de limpiar, incluso usando disolventes en grandes cantidades, especialmente acetona. Al igual que el exterior del féretro de oro estaba recubierto de aquella masa viscosa, también lo estaba su interior, donde todavía estaba adherida la máscara de oro. Esta máscara también había sido protegida, rodeándola con una manta doblada, continuamente saturada de agua y acolchonando la cara con guata mojada. Como estuvo sometida continuamente el calor directo de las lámparas que se concentraba en el interior del féretro, pudimos despegarla y levantarla con relativa facilidad, aunque también tenía adherida a su parte posterior una gran masa de ungüentos viscosos que hubo que sacar por medio de un soplete y el empleo de disolventes. Para seguir la historia de nuestros trabajos hemos de volver ahora al primer féretro, que todavía teníamos que levantar del sarcófago. Como en ocasiones anteriores, lo conseguimos por medio de las poleas que colgaban del andamio. Una vez levantado por encima de la parte superior del sarcófago, pasamos unas planchas de madera por debajo de él y de este modo lo llevamos al laboratorio, donde ya estaban dando tratamiento de conservación a su tapa. Resultó ser muy pesado y, al igual que las capillas, era probablemente de madera de roble. Desgraciadamente había sido afectado por la humedad que se evaporó de los ungüentos, causando hinchamientos y burbujas en las superficies de yeso y oro, hasta el extremo de que en algunos puntos esta decoración se había despegado por completo de la estructura de madera. Afortunadamente este deterioro no será permanente. Con tiempo, paciencia y cuidado puede repararse, llenando pacientemente los intersticios con parafina derretida y de este modo las superficies decoradas quedarán de nuevo firmes y en buen estado. Lo único que quedaba en el sarcófago era la peana de oro con cabeza y pies de león. Estaba en el fondo, sirviendo de apoyo al primer féretro y había sido hecha de una madera muy dura y pesada, recubierta de yeso y oro; lo más sorprendente era que después de soportar el peso de aquellos tres grandes féretros, de más de una tonelada y cuarto de peso, durante más de treinta siglos, todavía estaba intacta. Pasamos anchos pretales por debajo de ella y así logramos sacar del sarcófago esta espléndida muestra de la artesanía egipcia antigua. Tiene 30,5 cm. de altura y 2,28 m. de largo y es cóncava, a fin de recibir y encajar la base del primer féretro. El panel del centro tiene dibujos a bajorrelieve que representan una malla de tejidos vegetales, parecida al cordel de los Angaribes, o armazones de cama sudaneses de hoy día. Las junturas de su estructura se mantienen extraordinariamente prietas, dando fe de la calidad de la madera y de la perfección del ensamblaje. Sobre el fondo del sarcófago, debajo de la peana, había varias esquirlas de madera con restos de decoración de yeso y oro. Al principio no sabíamos de qué se trataba, pero al examinarlas a
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fondo pudimos explicar su origen. El diseño de la superficie de yeso y oro era idéntico al que había en el borde del primer féretro, del cual se habían arrancado con rudeza algunos fragmentos por medio de un instrumento cortante, como una azuela de carpintero. La explicación lógica era que la parte de los pies del féretro tal como estaba sobre la peana quedaba demasiado alta para permitir colocar la tapa del sarcófago, así que los encargados de cerrarlo la rebajaron, lo cual demuestra la falta de imaginación de los trabajadores. No habíamos podido notar antes la mutilación de este féretro, ya que estaba recubierta por los ungüentos cuya presencia aquí, tan sólo en la parte de los pies, puede significar un intento de cubrir la huella de esta desfiguración y tal vez no tenga significación religiosa alguna. Además de las esquirlas había varios trapos, una gruesa palanca de madera, aparte de las guirnaldas de flores caídas de los féretros y una muestra trascendental del arte religioso: un recipiente de oro y plata profusamente decorado, destinado a contener los ungüentos sagrados. Así, pues, por fin teníamos completamente vacía la cámara funeraria y el sarcófago y por primera vez podíamos considerar más a fondo las costumbres funerarias seguidas en el enterramiento de un faraón, según aparecía en la tumba de Tutankhamón, y me aventuro a decir que habíamos añadido bastante a nuestros conocimientos. Cuanto más se piensa en ello, más impresión nos causa el extraordinario cuidado y el enorme coste empleado por este antiguo pueblo para la protección de sus muertos. Levantaban barrera tras barrera para preservar sus restos de las manos de los saqueadores contra los que estos grandes reyes buscaron infructuosamente protección para después de su muerte. Era un proceso tan complicado como costoso. En primer lugar estaban las capillas de oro de maravillosa artesanía, profusamente decoradas. Estaban selladas y se erigían una dentro de otra sobre un inmenso sarcófago monolítico de cuarcita, soberbiamente esculpido. El sarcófago, a su vez, contenía tres grandes féretros antropomorfos, de madera y oro, de gran parecido con el rey, aunque con los símbolos Rishi y osiríacos en cuanto a forma. Por todas partes había pruebas de la perfección del artista y de la maestría del artesano, atentos a los misterios de una religión hoy desaparecida y al problema de la muerte. Finalmente se llegaba al mismo monarca, profusamente recubierto con ungüentos sagrados y acompañado por un sinfín de amuletos y emblemas que servían para su protección, así como para realzar su gloria como adornos personales. Ciertamente, el observador moderno se maravilla ante la enorme cantidad de trabajo y el alto coste dedicados a estos enterramientos reales, incluso dejando aparte la titánica excavación de las tumbas, talladas en la roca. Hay que pensar tan sólo en el tallado y dorado de las complicadas capillas; la labra y el traslado del sarcófago de cuarcita; el moldeado, tallado y las incrustaciones de los valiosos féretros; el intrincado y costoso trabajo de orfebrería en cada uno de ellos; la multitud de artesanos empleados; los metales preciosos y los materiales dedicados tan generosamente al rey muerto. Pero aún no lo sabemos todo: ¡todavía nos queda el contenido de dos cámaras más por ver!
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17. DATOS DE INTERÉS EN EL RITUAL FUNERARIO EGIPCIO Sin duda la mayor ceremonia en la vida de cada egipcio, proporcionalmente relacionada con su rango, era su funeral. En el antiguo Egipto todos los hombres, desde el faraón al campesino, tenían un interés enorme en proporcionarse un buen entierro, interés que se mantenía en todos los momentos de su vida. Para lograrlo, hacían complicados preparativos de acuerdo con su rango y, naturalmente, era su deseo que los que les sobrevivían se encargaran de llevarlos a cabo. La creencia general de los antiguos egipcios sobre los beneficios de recibir una digna sepultura está expresada con sencilla dignidad en la historia de un tal Sinuhé, que nos ha llegado desde el Imperio Medio, hace unos cuarenta siglos, traducida por el Dr. Alan Gardiner: «Recuerda entonces el día de tu entierro, del paso a la beatitud: cuando la noche se te dedicará, con aceites y con vendas, los trabajos manuales de Tayt (o sea la diosa del tejido). Habrá que hacer una procesión para ti el día que te reúnas con la tierra: la caja de oro para la momia, con cabeza de lapislázuli, un cielo (o sea la capilla) por encima de ti, mientras que tú serás colocado sobre el carro funerario y los bueyes tirarán de ti. Entonces los músicos deberán aguardar tu llegada y deberá bailarse la danza de Muu a la puerta de tu tumba. Se pronunciarán las palabras de ofrenda en tu beneficio y se sacrificarán las víctimas a la puerta de tu estela».15 Esta tendencia podría considerarse como una expresión general del optimismo que reinaba entre este antiguo pueblo, pero en todas las épocas ha habido pesimistas, y sabemos de un poeta egipcio que se lamenta en los siguientes términos acerca de la inutilidad de bellos sepulcros: «El que construyó allí en granito, el que levantó una sala en la pirámide, el que colocó allí todo lo que era bello en objetos valiosos... su altar estará tan vacío como los de los fatigados que mueren a la orilla del canal sin dejar supervivientes».16 Estas citas nos transmiten las opiniones, confiada una, disidente la otra, sostenidas acerca de este asunto, pero aunque la última aparece raras veces, por lo menos nos da una idea de lo que era habitual. Las tumbas talladas en la roca se empezaban en vida del difunto. Por ejemplo, la reina Hatshepsut se preparó para sí misma una tumba tallada en la ladera occidental de la montaña de Tebas cuando era consorte de Tutmés II y otra más tarde en el Valle de las Tumbas de los Reyes cuando llegó a convertirse ella misma en reina. También Horemheb tuvo dos tumbas, una como general del ejército, otra como rey, después de haber usurpado el trono. Pero tal vez el ejemplo más sorprendente sea el del rey Akhenatón, quien ya en el sexto año de su reinado, cuando tenía unos dieciocho años, al delimitar los límites de su ciudad (El-Amarna), inscrito en tablillas, decreta: «Se me levantará un sepulcro en la Montaña de Oriente; mi enterramiento será (hecho) allí durante la multitud de jubileos que Atón, mi padre, ha ordenado para mí, y el enterramiento de la esposa principal del rey, Nefertiti, se realizará allí dentro de multitud de años... (y el enterramiento de) la hija del rey, Meritatón, se realizará en ella dentro de multitud de años».17 Más adelante, Akhenatón establece que si él o su esposa Nefertiti o su hija mayor, Meritatón, muriese «en cualquier ciudad», fuera de los límites de la suya, deberán ser transportados y enterrados en el sepulcro preparado por él en «la Montaña de Oriente» de su ciudad. Hay muchos otros ejemplos de este tipo que no hace falta mencionar. En vida del difunto se comenzaba la tumba tallada en la roca, e incluso se preparaba el sarcófago de piedra, como en el caso de la reina Hatshepsut, y si se acepta que el papiro de Turín, relacionado con la tumba de Ramsés IV, puede considerarse un proyecto de la misma ‒según es mi opinión, también se preparaban las capillas de madera dorada y algunos de los elementos de significación religiosa del ajuar funerario. Sin embargo, los resultados de investigaciones arqueológicas sugieren que la mayor parte del ajuar se hacía después de la muerte, aunque sin duda 15 Davies y Gardiner, The Tomb of Amenembet, p. 56. 16 Erman, Egyptian Religión, p. 127. 17 Davies, The Rock Tombs, El Amarna, Parte V, p. 30.
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el difunto había tomado disposiciones previamente. Esto lo indica el hecho de que, en casi todos los ajuares funerarios, los nombres, títulos y rango eran los que el muerto tenía en el momento de su muerte. Los objetos que le habían pertenecido ya durante su vida son la única excepción. En el caso de la tumba de Tutankhamón hay bastantes pruebas para demostrar que por lo menos la mayor parte del equipo funerario se hizo después de su muerte, durante el período de momificación y en el período siguiente, tiempo necesario para llevar a cabo los rituales previos al entierro. Este detalle lo confirma el hecho de que las estatuas funerarias, estatuillas, féretros y máscara muestran una artesanía algo apresurada y representan a Tutankhamón con la edad que tenía al morir, según lo demuestra su momia, mientras que, por el contrario, piezas que sin duda pertenecían a los muebles del palacio de El-Amarna, tales como el trono, llevan su antiguo y primer nombre, Atón, y los bastones ceremoniales de oro y plata le representan con la edad que tenía cuando llegó a ser rey. Así, pues, es evidente que al no poder hacerse en vida del difunto, gran parte del ajuar funerario dependía principalmente de la fidelidad de su sucesor. Herodoto, al escribir unos nueve siglos después de la muerte de Tutankhamón, nos da un breve relato del modo en que los egipcios manifestaban el duelo, así como el sistema de momificación empleado en su día: «En cada casa, a la muerte de un hombre de importancia, las mujeres de la familia se cubren la cabeza, y a veces incluso la cara, con barro; y luego, dejando el cadáver en la casa, salen de ella y andan por toda la ciudad con el vestido atado con una faja y sus pechos al descubierto, golpeándose mientras andan. Todos sus familiares femeninos se les unen y hacen lo mismo. También los hombres, en atuendo semejante, se golpean cada uno el pecho. Cuando terminan las ceremonias, el cadáver es llevado a embalsamar». «Hay ‒escribe‒ unos hombres en Egipto que practican el arte de embalsamar y hacen de él su ocupación. Estas personas, cuando les llevan un cuerpo, enseñan a los que lo traen varios modelos de cadáveres, hechos de madera y pintados para parecer de verdad. Se dice que el más perfecto está hecho a semejanza de aquel cuyo nombre no creo que sea devoto nombrar y que está en conexión con asuntos de tal naturaleza18; el segundo tipo es inferior al primero y menos costoso; el tercero es el más barato de todos. Los embalsamadores explican todo esto y luego preguntan en cuál de estas formas se desea que se prepare el cadáver. Los que lo traen lo dicen y, una vez concluido el regateo, se marchan mientras los embalsamadores, a solas, proceden con su tarea». Al referirse al «proceso más perfecto», como lo llama Herodoto, tras explicarnos cómo se tratan el cerebro y las partes blandas del cuerpo, continúa: «Luego se coloca el cuerpo en natrón durante setenta días y se lo cubre por completo. Al expirar este período de tiempo, que no debe excederse 19, se lava el cuerpo y se lo envuelve, de cabeza a pies, con vendas de fina tela de lino, recubiertas de goma, que es lo que los egipcios generalmente usan en lugar de cola, y lo devuelven a sus familiares en este estado, los cuales lo colocan en una caja de madera que han hecho hacer para tal fin, en forma de hombre. Luego cierran la caja y la colocan en una cámara funeraria, de pie contra la pared». Aunque el método de embalsamamiento descrito por el gran historiador griego se refiere a una época mucho más tardía, este proceso, según demuestra la investigación arqueológica, era muy similar al empleado en épocas anteriores. En casos normales esta práctica se prestaba a muchos abusos y podemos estar seguros de que los alrededores de los cementerios estaban llenos de hambrientos embalsamadores profesionales y sacerdotes de la más mísera condición, ansiosos de cebarse en los parientes del muerto. Pero sin duda en el caso de personajes reales y sagrados, la operación se realizaría en el palacio o sus dependencias con pompa y ceremonia y bajo una supervisión especial. La cantidad de tiempo empleado para la momificación dada por Herodoto está confirmada por una estela de Tebas perteneciente a un noble del reinado de Tutmés III, hábilmente transcrita y 18 Sin duda se refiere a Osiris, el gran dios de los muertos. 19 A causa del riesgo de que el natrón corroa la carne, reduciéndola a una masa amorfa.
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publicada por el doctor Alan Gardiner20. Esta estela también explica notablemente los ritos funerarios en boga un siglo antes de Tutankhamón: «Un buen entierro llega en paz, habiéndose cumplido los setenta días en el lugar de embalsamamiento. Se te coloca en unas parihuelas... y eres arrastrado por toros sin mácula, rociándose el camino con leche hasta que llegas a la puerta de tu tumba. Los hijos de tus hijos, unidos en una sola voz, gimen con corazones llenos de amor. Tu boca es abierta por el lector y el sacerdote Sem realiza tu purificación. Horus fija tu boca y te abre los ojos y las orejas, siendo perfectos en cuanto a ti concierne tu carne y tus huesos. Se recitan en tu honor fórmulas y glorificaciones. Se hace en tu honor una ofrenda-dada-por-el-rey, estando tu propio y auténtico corazón contigo... Vienes en tu propia forma, incluso como era en el día en que naciste. Se trae hacia ti el hijo a quien tú amas, los cortesanos te rinden obediencia. Entras en la tierra dada por el rey, en el sepulcro del Oeste. Allí se llevan a cabo ritos en honor tuyo y de los tuyos...». Pero acerca del período de momificación y el duelo que se debe a los muertos, debo también referir al lector al famoso pasaje del Génesis (50, 2-3) en el cual «José ordenó a los médicos a su servicio que embalsamaran a su padre y los médicos embalsamaron a Israel. Y se cumplieron para él los cuarenta días, pues éstos son los días que se cumplen para los que son embalsamados; y los egipcios le lloraron durante setenta días». Tenemos alguna información sobre las pompas fúnebres de Tutankhamón a través del material encontrado en el escondrijo de grandes jarras de cerámica, descubierto en 1907-1908 por Mr. Theodore Davis en el Valle, a corta distancia de la tumba del rey. Su contenido resultó ser los accesorios usados durante la celebración del funeral del joven rey y reunidos más tarde y colocados en jarras, según parece haber sido la costumbre en los enterramientos egipcios. Entre el material había sellos de arcilla de Tutankhamón y de la necrópolis real y coronas de flores del tipo que llevan las plañideras, según las representaciones pictóricas de escenas funerarias. Las coronas de flores, cosidas sobre hojas de papiro, son exactas a la encontrada en el féretro de oro; los vasos de cerámica son también parecidos a ejemplares hallados en la tumba. Este hallazgo indica que se rompían los vasos de cerámica y asimismo se retiraban los sellos de algunos objetos y que durante los ritos funerarios del rey se llevaban chales y coronas de flores. Sin embargo, el material no da información alguna acerca del ministerio de los «sirvientes divinos» y lectores que debieron de oficiar el enterramiento. De todos modos es evidente que el rey Ai, el sucesor de Tutankhamón, estaba presente y actuó como sacerdote Sem, según aparece en la pared norte de la cámara funeraria de la tumba. Además, la escena de la pared este de la misma cámara muestra que la momia del rey, que iba sobre una especie de trineo, fue arrastrada a la tumba, por lo menos durante algún rato, por cortesanos y altos oficiales en lugar de los bueyes que se usaban en funerales de personas que no pertenecían a la realeza. Una vez terminadas las ceremonias es evidente que la tumba debió de haber quedado abierta en manos de los trabajadores durante algún tiempo, ya que lógicamente el grupo de capillas que cubría el sarcófago sólo pudo levantarse después de colocar en su lugar los grandes féretros y de cerrar el sarcófago. Igualmente el tabique que separaba la antecámara de la cámara funeraria debió de ser construido después de la erección de las capillas, introduciéndose a continuación los muebles que llenaban ambas cámaras. Estas observaciones plantean una interesante cuestión: ¿dónde se guardaban todos los objetos valiosos y delicados que se destinaban a las cámaras mientras se realizaban operaciones como la erección de las capillas y el levantamiento del tabique? El hecho de que no tengamos pruebas de que hubiese un almacén en el Valle tal vez nos indique que el ajuar funerario del rey se traía desde los talleres reales sólo cuando todo estaba a punto, aunque puede que hubiera construcciones provisionales que sirviesen para tal fin. Si no se traían todos los objetos a la vez, las ceremonias fúnebres debieron de ser distintas de lo que se cree normalmente. Generalmente hemos supuesto que el ajuar se transportaba detrás del féretro en una procesión funeraria, formando así un 20 Davies y Gardiner, The Tomh of Amenemhet, p. 56.
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espléndido desfile. Sin embargo, por lo que acabamos de ver, parece desprenderse que muchos de los objetos funerarios debieron de ser transportados a la tumba después del entierro del rey, cuando las cámaras estaban a punto para cobijarlos. Cuando se cerraba y sellaba la tumba, se utilizaban los sellos del rey muerto en lugar de los de su sucesor. Volvamos a Tutankhamón: su momia y sus féretros se dispusieron escrupulosamente para que representaran y simbolizaran al único gran dios de los muertos, Osiris. Parece haber una importante razón para ello. La estrecha relación que guardan los ritos funerarios con esta deidad se debía, probablemente, a la creencia de que Osiris estaba en muchos aspectos más próximo a los hombres que cualquier otra deidad, ya que sufrió los dolores de la muerte en esta tierra, fue enterrado y volvió a resurgir de una muerte perecedera a una vida inmortal. Se orientaba a la momia en dirección este-oeste y, según vimos en el capítulo anterior, se colocaban emblemas sobre ella de modo que correspondieran en posición a los Dos Reinos, el Alto y el Bajo Egipto. En las envolturas de la momia se incluían amuletos y adornos de significación religiosa, de acuerdo con el ritual señalado en el «Libro de los Muertos». Según se desprende del capítulo anterior, nos encontramos, con gran disgusto, con que la momia de Tutankhamón se hallaba en muy mal estado como resultado, según sabemos ahora, de la gran cantidad de ungüentos con que había sido recubierta. Sin embargo, era evidente que estos ungüentos formaban parte esencial del entierro del rey. Encontramos pruebas suficientes de que se había momificado, envuelto y adornado el cadáver con todos los accesorios antes de derramar los líquidos sobre él. Es muy probable que estos ungüentos tuvieran tan sólo una significación religiosa y que se aplicaran para santificar el cuerpo antes o después de los ritos, para consagrar o purificar al rey muerto o para ayudarle a iniciar su viaje a través de los misterios del tenebroso más allá. El ritual egipcio estaba lleno de simbolismo. La unción del cuerpo de Osiris por parte de los dioses daría a la ceremonia todo el peso de la tradición religiosa. También es evidente que había un método establecido para derramar estos líquidos. Al parecer se esparcían de acuerdo con un criterio. Tanto en la efigie del tercer féretro de oro como en las envolturas de la momia, se había derramado el líquido solamente sobre el tronco y las piernas. Se habían evitado la cara y los pies, a excepción del primer féretro, en el que se había derramado una pequeña cantidad sobre los pies, aunque, como ya sugerimos en el capítulo anterior, tal vez se debiera a un motivo completamente distinto. Cualquiera que fuese la intención religiosa, el resultado, en cuanto concierne a la arqueología, había sido desastroso. No hay duda de que el empleo de los líquidos en los féretros de madera y de metal fue la causa principal del lamentable estado de su contenido. La acción del extraño líquido empleado ha sido triple: en primer lugar, la destrucción de la materia grasa, al producir ácidos grasientos, ha provocado la destrucción de las incrustaciones de vidrio y cemento de los objetos, atacando algunas de sus cualidades; en segundo lugar, la oxidación de la resina ha originado una especie de combustión lenta, que ha producido la carbonización de los tejidos de lino y, en menor grado, incluso de los tejidos de los huesos de la momia; en tercer lugar, la cantidad de líquido derramado tanto sobre el tercer féretro como sobre la momia fue suficiente para producir un cemento de color oscuro que consolidó su contenido. Éste es el decepcionante resultado. El tiempo y la mala suerte, ayudados por la descomposición química indicada, han privado a la arqueología de, por lo menos, una parte de lo que podía haber sido una gran oportunidad. Lo que tanto habíamos deseado, o sea, el examen científico y el descubrimiento sistemático de la momia, se había convertido en algo prácticamente imposible. Naturalmente, esto plantea la cuestión de si todas las momias reales del Imperio Nuevo egipcio sufrieron el mismo tratamiento en cuanto a los ungüentos. A pesar de que las demás momias muestran tan sólo ligeros restos de un material resinoso parecido, creo que la ceremonia fue similar para todas ellas.
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Hay que recordar que tanto en el caso de las momias reales descubiertas en el escondrijo de Deir el-Bahari como en las de la tumba de Amenofis II, ninguna de ellas tenía las envolturas o féretros originales, que habían sido sustituidos por otros más bastos por los sacerdotes de las Dinastías XX y XXI. Así, al ser despojadas de sus envolturas y féretros originales en época antigua, estas momias reales se libraron de los elementos destructores que actuaron sobre la momia de Tutankhamón. En otras palabras, el saqueo de las tumbas reales ocurrió antes de que hubiese transcurrido el tiempo suficiente para que los ungüentos penetraran en las voluminosas envolturas o pudiesen causar grandes daños. Las jarras de alabastro pertenecientes a Ramsés II y Merenptah, que contenían los mismos ungüentos, descubiertos por Lord Carnarvon y por mí en el Valle en 1920, son pruebas del uso continuado de tales materiales. Las inscripciones hieráticas de las jarras mencionan «aceite de primera calidad procedente de Libia», «aceite de materias divinas, de primera calidad» y «grasa de Tauat». De no ser por los ungüentos, estoy seguro de que las envolturas y todos los accesorios de la momia de Tutankhamón que estaban en el féretro de oro macizo hubiesen aparecido prácticamente tan perfectos como cuando los colocaron en él. En este punto podemos reconsiderar ahora algunas impresiones recogidas durante nuestra investigación acerca de los ritos funerarios de los antiguos egipcios, exponiendo lo que hemos progresado con el descubrimiento de esta tumba. En primer lugar, pruebas documentales demuestran que en la religión de los antiguos egipcios existía la creencia de que la solicitud de los vivos aseguraba el bienestar de los muertos. En segundo lugar, los raros ejemplos de filosofía pesimista que han llegado hasta nosotros, dudando de la utilidad de la construcción de vastos templos funerarios, capillas y tumbas en su honor, sólo pudieron tener una influencia muy reducida sobre la fuerza e intensidad de este culto. De esta tumba hemos aprendido que en el caso del enterramiento de un rey, el rey sucesor actuaba como sacerdote Sem en el ritual de la «apertura de la boca» y que los cortesanos y autoridades reemplazaban a los bueyes en el transporte de las andas. Por lo que sabemos del período de momificación, vemos que era por lo menos de setenta días o tal vez más, aunque no es seguro que el período de duelo correspondiese a este período. Sin embargo, parece cierto que el funeral tenía lugar inmediatamente después de completarse la momificación. En todo caso, es evidente que debía de pasar algún tiempo entre el enterramiento del rey y el cierre de la tumba, a fin de realizar los preparativos necesarios antes de que las cámaras estuviesen a punto para recibir el equipo y, en consecuencia, no parece probable que el ajuar funerario figurase en la procesión de la momia. Es difícil imaginar que la gran cantidad de artículos delicados y extremadamente valiosos que llenaban la cámara funeraria y las habitaciones adyacentes, sin hablar de los joyeros y vasijas de oro, etc., hubiesen estado amontonados allí mientras aún estaban los obreros y el equipo necesario para cerrar el sarcófago, levantar las capillas y construir el grueso tabique. Además, hubiese sido completamente imposible para los trabajadores llevar a cabo su tarea si las cámaras hubiesen estado repletas de muebles, como las encontramos nosotros. Debo hacer notar aquí que había huellas evidentes de cal en la primera capilla, mientras que no las había en el ajuar funerario. También podemos inferir que en el caso de un enterramiento real era costumbre enterrar al rey muerto tras sellos de la necrópolis con su nombre en ellos. Si cada faraón estaba enterrado tras sus propios sellos, se plantea la cuestión de cuándo empezaba a usarse el sello de su sucesor, inutilizándose el del rey fallecido. Todavía no hemos hallado una respuesta satisfactoria a esta pregunta. Cuando se volvió a cerrar la tumba de Tutankhamón, tras las depredaciones hechas por los ladrones de tumbas, probablemente poco tiempo después de su enterramiento, se usaron sellos de la necrópolis real que no tenían el nombre de ningún rey. Así ocurrió también cuando el rey Horemheb ordenó que se restaurase la tumba de Tutmés IV después de ser violada por los ladrones. La cuestión de si todo el ajuar se hizo antes o después de la muerte del rey es un punto interesante sobre el que hemos recogido alguna información. En algunos casos no hay duda alguna.
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Algunos objetos dan pruebas claras en un sentido u otro. En otros casos no es posible hacer deducciones. De ello concluimos que algunos objetos se hacían en vida del rey, incluso durante su infancia, y que otros se hacían inmediatamente después de su muerte. Otro hecho importante que interesa recordar es la tenacidad del culto a Osiris durante toda la historia de Egipto. Una y otra vez se daba a la momia y el féretro la forma de esta deidad, cuyas experiencias mortales le aproximaban a las simpatías de los hombres más que cualquier otro dios del panteón egipcio. Este dios también proyecta su misteriosa influencia sobre los cultos de más de una religión de época posterior. Sólo hay que observar un dato más. El descubrimiento de la tumba de Tutankhamón ha puesto de manifiesto una costumbre hasta ahora desconocida, la de uncir profusamente la momia con ungüentos, lo cual, en el caso del joven rey, ha producido resultados tan desastrosos bajo el punto de vista arqueológico. Habíamos esperado encontrar la momia en mejores condiciones que la mayoría de las que han llegado a nuestras manos, ya que éstas habían sido arrancadas de sus sarcófagos por manos profanas en época dinástica. Sin embargo, nos aguardaba una desilusión, y aquí tenemos un ejemplo lamentable de la ironía que a menudo confronta la investigación. Los ladrones de tumbas que sacaron los restos de los faraones de sus coberturas para saquearlos o los piadosos sacerdotes que los escondieron para evitarles otras profanaciones, por lo menos protegieron aquellos restos reales contra la acción química de los ungüentos antes de que tuviera lugar la corrosión.
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18. EL RECONOCIMIENTO DE LA MOMIA DEL REY Para la mayoría de los investigadores, y en especial los dedicados a la investigación arqueológica, hay momentos en los que su trabajo adquiere trascendental interés, y por fin nos había tocado la suerte de pasar por uno de estos raros y maravillosos períodos. Siempre recordaremos aquellos días con la mayor satisfacción. Después de años de trabajo, de excavación, conservación y anotaciones, íbamos a ver con nuestros propios ojos lo que hasta entonces había estado reservado a la imaginación. Su investigación ha sido del mayor interés para nosotros y me aventuro a esperar que tenga alguna importancia para la arqueología. Por lo menos hemos podido añadir algo que confirma o extiende nuestro conocimiento sobre los ritos funerarios de los faraones en relación con sus antiguos mitos y tradiciones. El día 11 de noviembre, a las 9,45 de la mañana, empezó el reconocimiento de la momia del rey. Estaban presentes Su Excelencia Saleh Enan Pacha, subsecretario de Estado del Ministerio de Obras Públicas; Su Excelencia Sayed Fuad Bey el Kholi, gobernador de la provincia de Keneh; M. Pierre Lacau, director general del Departamento de Antigüedades; el Dr. Douglas Derry, catedrático de Anatomía de la Facultad de Medicina de la Universidad de Egipto; el Dr. Saleh Bey Hamdi, director del Departamento de Sanidad de Alejandría; Mr. A. Lucas, químico del gobierno, empleado del Departamento de Antigüedades; Mr. Harry Burton, del Metropolitan Museum of Art, de Nueva York; Tewf ik Effendi Boulos, inspector jefe del Departamento de Antigüedades del Alto Egipto; y Mohamed Shaaban Effendi, conservador ayudante del Museo de El Cairo. Una vez sacados los adornos externos y los aderezos de oro incrustados descritos anteriormente, la momia del rey yacía al descubierto, sólo con la sencilla cobertura exterior y la máscara de oro. Ocupaba todo el interior del féretro de oro, midiendo en total 1,85 m. de largo. La envoltura exterior consistía en una gran sábana de lino, sostenida por tres vendas longitudinales (una en el centro y una a cada lado) y cuatro vendas transversales del mismo material, cuya posición correspondía a la de los aderezos de oro flexible, ya mencionados. Estas vendas estaban, al parecer, pegadas a la envoltura de lino por medio de un adhesivo como el mencionado por Herodoto. Iban en doble y su anchura variaba entre 7 y 9 cm. La venda central longitudinal, que empezaba en medio del abdomen (en realidad era el tórax), pasaba por la tira inferior de cada una de las vendas transversales, por encima de los pies y por debajo de las suelas y volvía a pasar por debajo de la segunda tira de dichas vendas. A cada lado de los pies la envoltura de lino estaba muy gastada, probablemente como resultado de la fricción contra los lados del féretro durante su traslado a la tumba. La momia yacía formando un ligero ángulo, lo que sugería que había sufrido alguna sacudida al ser colocada en el sarcófago. También había indicios de que se habían derramado los ungüentos sobre la momia y el féretro antes de que los bajaran al sarcófago, ya que el líquido tenía niveles distintos en los dos lados, lo cual podía sugerir la inclinación del féretro. Como consecuencia del frágil estado de la carbonizada cobertura de lino, recubrimos toda la superficie expuesta con parafina derretida a una temperatura tal que al enfriarse formaba una delgada capa en la superficie, con una mínima penetración en las telas dañadas que había debajo de la misma. Una vez enfriada la cera, el Dr. Derry hizo una incisión longitudinal en el centro de la cobertura exterior, hasta donde había penetrado la cera, permitiendo así sacar la capa consolidada en grandes fragmentos. Sin embargo, nuestros problemas no terminaron aquí. Las envolturas interiores, muy voluminosas, resultaron estar en un estado de carbonización y descomposición aún mayor. Habíamos esperado que al extraer una fina capa de vendajes de la momia podríamos despegarla por los puntos en que se adhería al féretro, a fin de poder sacarla, pero una vez más tuvimos una decepción. Resultó que la tela que estaba debajo de la momia y el cuerpo mismo estaban tan saturados de ungüento que formaban una masa bituminosa en el fondo del féretro, manteniéndolo tan pegado que era imposible levantarlo sin riesgo de grandes destrozos. Incluso después de haber sacado la mayor parte de los vendajes, hubo que extraer a escoplo el material de debajo del tronco, brazos y piernas antes de poder levantar los restos del rey.
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El sistema general de vendaje, por lo que pudimos ver, era de tipo normal. Se componía de una serie de vendas, sábanas y almohadillas de lino, las últimas destinadas a completar la silueta antropomorfa, mostrando todo el conjunto un cuidado extraordinario. El tejido era de batista muy fina. Había numerosos objetos sobre la momia, colocados en capas alternadas de la voluminosa envoltura, cubriendo literalmente al rey desde la cabeza hasta los pies. Algunos de los objetos más grandes estaban atados con varias capas de diversos vendajes, arrollados transversalmente y en forma de aspa. Aunque hubo que realizar el reconocimiento de la momia a partir de los pies, en la descripción que doy a continuación lo describiré partiendo de la cabeza, enumerando cada objeto y cada detalle interesante en el orden consiguiente. Sobre la cabeza había un postizo de forma cónica, compuesto de guata, envuelta a la manera de un vendaje quirúrgico moderno, cuya forma sugería la corona Atef de Osiris, aunque sin accesorios, tales como los cuernos y la pluma. El objeto de este postizo es oscuro; por su forma se diría que es una corona, pero, en cambio, también podría ser una gruesa almohadilla destinada a sostener y rellenar el espacio vacío del hueco del tocado Nemes de la máscara de oro, especialmente si consideramos que la máscara es parte integral del equipo externo de la momia, que la hace coincidir con las efigies de los féretros. Debajo de este postizo en forma de corona había una almohadilla en forma del amuleto Urs, hecha de hierro, la cual, según el capítulo CLXVI del Libro de los Muertos, tiene el siguiente significado: «Levántate de la no-existencia, ¡oh, yacente! Vence a tus enemigos, que triunfes sobre lo que hagan contra ti». Tales amuletos a menudo están hechos de hematita, pero en este caso este metal ha sido reemplazado por hierro puro, un hecho que nos da un hito importante del desarrollo y crecimiento de la historia de la civilización. Más tarde volveremos a referirnos a ello. Junto a la almohadilla y rodeando lo alto de la cabeza había un doble lazo (el aqal árabe), parecido al tocado de los beduinos, hecho de fibras tejidas muy prietas, sostenidas con cuerdas y con lazos a ambos extremos, a los que sin duda se unirían unas tiras para atarlo a la parte posterior de la cabeza. Su uso es desconocido, no habiéndose encontrado ninguno semejante o paralelo a éste. Hace pensar en un relleno para colocar la corona sobre la cabeza sin que ésta quedara afectada por el peso. Quitando algunas capas de vendaje pudimos ver una magnífica diadema que rodeaba por completo la cabeza del rey, un objeto de máxima belleza, a base de simples tiras. El diseño constaba de una cinta de oro ricamente adornada con círculos adyacentes hechos de cornerina, con minúsculos tachones de oro en el centro, un lazo en la parte posterior, en forma de disco, y un diseño floral del que pendían dos colgantes de oro en forma de cinta, con una decoración semejante. A ambos lados de la cinta había colgantes parecidos, aunque más anchos, con una serpiente maciza sobre la frente. Más abajo aparecieron los emblemas de la soberanía del rey sobre el norte y el sur, según corresponde a esta diadema. Estaban sobre el muslo derecho e izquierdo, respectivamente, y como el rey yacía en el sarcófago en dirección este-oeste ‒con la cabeza hacia el oeste, la serpiente Buto estaba a la izquierda y el buitre Nekhbet a la derecha, tomando los emblemas su posición geográfica correcta, como lo hacían todos los demás encontrados en los féretros. Estas insignias de oro, símbolos de la realeza, tenían muescas en la parte posterior en las que encajaban las correspondientes lengüetas en forma de T, fijándolas en la diadema. Así, pues, eran móviles y podían pegarse a cualquier corona que el rey llevase. El Nekhbet de oro con ojos de obsidiana es un ejemplo notable del arte metálico. La forma de la cabeza, con el occipucio cubierto de arrugas y una corona de plumas cortas y duras en la parte posterior del cuello, demuestran que esta ave, que representa a la diosa del Alto Egipto, era un Vultur auricularis (Daud.) o buitre sociable. Esta especie es muy abundante en Nubia hoy día y común en las provincias centrales y del sur de Egipto, pero sólo se ve raras veces en el Bajo Egipto. Esta diadema debe de haber tenido un origen muy antiguo, ya que parece haber derivado su nombre de seshnen y su forma de la cinta que llevaban en la cabeza los hombres y mujeres de todas
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condiciones ya en el Imperio Antiguo, unos 1.500 años antes del Imperio Nuevo. Además hay pruebas que demuestran que podemos considerarla como una pieza clásica del antiguo ajuar funerario egipcio, ya que está mencionada en los Textos de los Sarcófagos del Imperio Medio y sabemos que se han encontrado tres diademas de este tipo relacionadas con enterramientos reales: una parecida, aunque no idéntica, apareció en Lahun, entre las joyas descubiertas por el profesor Sir William Flinders Petrie, perteneciente a una tal princesa Sathathariunut, del Imperio medio, y otras dos en las tumba -pirámides tebanas de la Dinastía XVII, una en el enterramiento de un tal Antef y la otra mencionada en conexión con los antiguos profanadores de la tumba de Sebekemsaf. En los dos últimos casos es curioso que fueron encontradas por ladrones profesionales. La de Sebekemsaf aparece mencionada en los archivos de los famosos robos de tumbas reales ocurridos durante el reinado de Ramsés IX, cuando los ladrones se dividieron la diadema y el resto del tesoro como metales. La tercera diadema, la de un tal rey Antef, fue descubierta hace menos de un siglo por saqueadores árabes, pasando de mano en mano hasta ir a parar al Museo de Leyden. La mayoría de las veces en que esta diadema aparece representada en los monumentos, el rey la lleva alrededor de una peluca junto con la corona Atef de Osiris, que va sobre ella. Alrededor de la frente, debajo de algunas capas de vendas, había una tira ancha de oro bruñido que terminaba detrás de las orejas, por encima de éstas. Esta tira sostenía una fina tela de batista sobre las cejas y sienes, formando un tocado de tipo Khat, desgraciadamente reducida a un estado tan precario a causa de la descomposición que sólo podía reconocerse por un fragmento en forma de trenza en la parte posterior, un rasgo típico de esta clase de tocado. Cosidas a este Khat había el segundo juego de insignias reales que encontramos sobre el cadáver del rey. La serpiente, que tenía la cabeza y la cola hechos de piezas flexibles de oro sostenidas por un hilo y bordeadas con cuentas diminutas, estaba sobre el eje de la cabeza, a la altura de la lambda, mientras que el buitre Nekhbet (en este caso con las alas abiertas y con características idénticas a las descritas) cubría lo alto del tocado con el cuerpo paralelo al de la serpiente. Se habían colocado almohadillas de lino sobre los tímpanos, debajo del tocado, para dar a la suave tela del mismo la forma convencional. Debajo de este tocado Khat había más capas de vendajes que recubrían un casquete de tejido fino que encajaba firmemente en la cabeza rapada del rey. Este casquete tenía bordado un complicado motivo a base de cobras, hecho con diminutas cuentas de oro y fayenza. Una banda de oro similar a la que describimos antes sostenía el casquete. Cada cobra llevaba en el centro el nombre del Sol, Atón. Por desgracia, el tejido de este casquete estaba carbonizado y muy descompuesto, pero el dibujo de cuentas se encontraba en mejor estado, siendo el conjunto prácticamente perfecto, ya que se adhería a la cabeza del rey. Hubiese resultado desastroso intentar sacar esta exquisita pieza, así que la tratamos con una delgada capa de cera y la dejamos como estaba. Hubo que sacar los últimos vendajes que cubrían la cara del rey con el máximo cuidado, ya que debido al estado de la cabeza, muy carbonizada, siempre había el riesgo, de dañar los delicados rasgos. Nos dábamos cuenta de la particular importancia y responsabilidad que tenía nuestra tarea. Al toque de un pincel cayeron los últimos fragmentos de tejido desintegrado, revelando una cara serena y plácida, la de un joven. Era refinada y educada y tenía los rasgos bien formados, especialmente los labios, que estaban muy bien marcados, y creo poder decir aquí, sin querer entrar en el campo de los doctores Derry y Saleh Bey Hamdi, la primera y más sorprendente impresión que tuvimos todos los presentes: la de su notable parecido estructural con su suegro, Akhenatón, un parecido reflejado en los monumentos. Esta estrecha semejanza, demasiado evidente para creerla accidental, presenta al historiador de este período un hecho completamente nuevo e inesperado, que arroja un poco de luz sobre el efímero Semenkhare, al igual que sobre Tutankhamón, que llegaron al trono por casamiento con las hijas de Akhenatón. La oscuridad de su parentesco se hace inteligible si estos dos reyes eran resultado de un matrimonio extraoficial, una hipótesis no muy improbable, ya que tiene precedentes
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en la familia real durante la Dinastía XVIII. Tutmés I, hijo de Amenofis I y de una esposa no oficial, Sensenb, accedió al trono al casarse con la princesa real Ahmes, y Hatshepsut estaba casada con su medio hermano, Tutmés II. De hecho, cuando la reina no tenía ningún hijo varón o no sobrevivía ninguno, tales matrimonios eran generalmente la norma. Cuanto más se estudia el problema planteado por la afinidad estructural que evidentemente existía entre Akhenatón y Tutankhamón, más interesantes resultan los datos conseguidos para la historia de la época y la sociología antigua. Esta afinidad pudo derivar directamente a través de Akhenatón o indirectamente a través de la reina Tiy. Los peculiares rasgos físicos que aparecen tanto en Akhenatón como en Tutankhamón no se repiten en las familias precedentes de Amenofis y Tutmés, pero pueden distinguirse en algunos retratos de la reina Tiy, los de carácter más íntimo, distintos de los convencionales, cuyas peculiaridades físicas parecen haberse transmitido a Akhenatón. Así, pues, es posible que Tutankhamón les derivara del mismo origen y puede que fuese nieto de Tiy por una rama distinta de la oficial. Disponemos de una carta encontrada en la correspondencia escrita en cuneiforme hallada en El-Amarna, que parece aclarar este punto de la aparente relación entre los dos reyes. Dice así: «De Dushratta (rey de Mittani, Alta Mesopotamia) a Napkhuria (Akhenatón, rey de Egipto). »A Napkhuria, rey de Egipto, mi hermano, mi yerno, que me ama y a quien amo, así ha hablado Dushratta, el rey de Mittani, tu suegro, que te ama, tu hermano. Estoy bien de salud. Que tú lo estés también. A tus casas, (a) Teie, tu madre, señora de Egipto, (a) Tatukhepa, mi hija, tu esposa, a tus otras esposas, a tus hijos, a tus nobles, a tus carros, a tus caballos, a tus guerreros, a tu país y a todo lo que te pertenece, que todos gocen de un excelente estado de salud».21 A través de la historia de Egipto, con raras excepciones, como la de los descendientes de Ramsés II, los hijos reconocidos se limitan generalmente a los de la esposa principal, llamada «la Gran Esposa Real», que en el caso de Akhenatón serían los hijos de la Gran Esposa Real, Nefertiti. Por esta razón, sólo se mencionan en los monumentos los hijos de Nefertiti, todos hembras, y la referencia a las «otras esposas» de Akhenatón en la citada carta se ha interpretado hasta ahora como una suposición convencional por parte del rey Dushratta. Sin embargo, a juzgar por el precedente de otros monarcas egipcios, hay motivos para creer que Akhenatón tenía otras esposas y que la frase «tus otras esposas» es algo más concreto que una suposición convencional. Además, en estas circunstancias uno no puede dejar de pensar que, a menos que haya pruebas de lo contrario ‒la evidencia negativa no es prueba definitiva‒ debe aceptarse esta versión, especialmente ya que sabemos que el reino de Mesopotamia había estado estrechamente vinculado con la casa real egipcia por matrimonio durante varias generaciones. Así, pues, como la reina Nefertiti no tenía ningún hijo varón, no es improbable que se eligiera como corregente a un hijo de un matrimonio secundario, a lo que seguiría imprescindiblemente su boda con la mayor de las hijas oficiales del rey. La única explicación posible de esta clara afinidad entre los dos reyes parece ser, por el momento, que, o bien Tutankhamón era hijo de Akhenatón o nieto de la reina Tiy por una rama colateral. El rey llevaba al cuello dos tipos de collares simbólicos y veinte amuletos agrupados en seis capas y entre ellas había muchos vendajes de lino. El cuello estaba cubierto con un «Collar de Horus», hecho con chapas de oro labrado, formando la primera capa. Se ataba al cuello por medio de un alambre de oro batido, con un herrete en forma de contrapeso en la parte posterior. Entre los diversos tipos de adorno personal egipcios, estos collares o gargantillas eran tal vez los más comunes y ciertamente predominantes. Sin embargo, es manifiesto que tenían un significado mucho más profundo que el de simple adorno personal, por el importante papel que representaron en esta tumba real, así como en las ceremonias fúnebres en general. Como se verá, en este caso y en muchos otros ejemplos llevaban en la parte posterior una especie de herrete llamado mankhet, que servía de contrapeso. Según las instrucciones dadas en los Textos de las Pirámides, los Textos de los 21 Knudtzon, El-Amarna Tafeln, 28 (w. 24).
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Sarcófagos del Imperio Medio y en las instrucciones del Libro de los Muertos, del Imperio Nuevo, estos collares con herrete debían colocarse alrededor del cuello del muerto o sobre su pecho. Tenían que ser de materiales diversos y a base de distintas técnicas, una costumbre muy bien ilustrada en este enterramiento. La segunda capa o grupo de objetos comprendía cuatro amuletos que colgaban del cuello por medio de alambres de oro. Estaban colocados alrededor del cuello en el orden siguiente, de derecha a izquierda: un Thet de jaspe rojo, un Ded de oro con inscripciones, un cetro Uaz de feldespato Verde y otro Ded de oro con incrustaciones de fayenza. Inmediatamente debajo de este grupo y formando la tercera capa había tres amuletos: a derecha e izquierda del cuello dos curiosos símbolos de oro en forma de hoja de palmera y entre ellos, colgando del mismo cordón, una serpiente Zt hecha de una fina lámina de oro labrado. La cuarta capa la componía un amuleto Thot de feldespato verde, una cabeza de serpiente de cornerina roja, un Horus de lapislázuli, un Anubis de feldespato verde y un cetro Uaz también de feldespato verde. Cada amuleto de este grupo colgaba del cuello por medio de un alambre de oro. Los de la quinta capa eran todos de laminitas de oro acanaladas. Eran ocho en total y colgaban de los vendajes del fuello por medio de cordones. Entre estos ocho símbolos había cuatro tipos distintos: una serpiente alada con cabeza humana, una cobra, una cobra doble y cinco buitres, distribuidos sobre el cuello, cada uno de ellos cubriendo parcialmente el anterior, con la serpiente alada de cabeza humana a la derecha y la cobra y el buitre Nekhbet a la izquierda. Los textos inscritos en sarcófagos que datan de épocas anteriores al Imperio Nuevo dan nombres distintos a cada uno de estos símbolos, aunque se subraya que deben colocarse «en la cabeza». Dos de los buitres parecen ser del tipo Mut (Gypsfuhus, Gm., el buitre guardián) y los otros tres del tipo Nekhbet. Su fragilidad demuestra que no se hicieron para usarlos en vida, sino que estaban hechos a propósito para el ajuar funerario. Debajo de estos símbolos había una especie de collar como el que usan los perros, formado por cuatro tiras de cuentas. Estaba atado a los últimos vendajes y formaba la sexta capa. Esta profusión de amuletos y símbolos sagrados colocados al cuello del rey es extremadamente significativa, ya que sugiere el gran temor que se tenía por los peligros que el más allá presentaba para los muertos. Sin duda estaban destinados para protegerles de cualquier daño durante su viaje a la posteridad. La cantidad y cualidad de estos símbolos protectores dependerían naturalmente de su rango y posición, así como del afecto que por ellos sentían los que les sobrevivían. No está claro el verdadero significado de muchos de ellos, ni conocemos su nomenclatura exacta o los poderes que se les adjudicaban. Sin embargo, sabemos que se los colocaba allí para ayuda y guía de los muertos y que estaban hechos lo mejor y más ricamente posible. De acuerdo con las instrucciones del Libro de los Muertos, el que llevase el Ded ‒símbolo de Osiris‒ puede «entrar en el reino de los muertos, comer la comida de Osiris y ser justificado». Este símbolo parece representar «firmeza», «estabilidad», «preservación» y «protección». El libro sagrado también afirma que debe ser de oro y debe colocarse al cuello del que se quiere proteger, permitiéndole con ello «entrar por las puertas de Amduat... levantarse como un alma perfecta en el más allá». El que lleve el símbolo Tbet, la faja de Isis, será protegido por Isis y Horus y será bienvenido con alegría al Reino de Osiris. El libro dice, además, que tiene que ser «de jaspe rojo» que es «la sangre, sortilegios y poder de Isis», un amuleto «para la protección de este poderoso, guardándole de hacer lo que le es odioso». El cetro Uaz, de feldespato verde, parece representar «verdor», «fertilidad» y la «juventud eterna» que se esperaba que el muerto alcanzase en el más allá. La cabeza de serpiente hecha de cornerina puede haber sido un talismán para la protección contra reptiles ofensivos, de los que se suponía que estaban infestados los túneles de Amduat. También sabemos por el Libro de los Muertos que al colocar estos emblemas místicos sobre el muerto había que pronunciar «con voz solemne» las fórmulas mágicas asociadas a ellos. En el caso de los amuletos y símbolos hallados sobre el rey, había restos de un pequeño papiro con el ritual, escrito en jeroglífico lineal con trazos en blanco, pero demasiado estropeado y desintegrado para
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permitir su conservación, aunque de vez en cuando se podían distinguir con dificultad nombres de dioses, como el de Osiris y el de Isis. Por ello, me inclino a creer que este diminuto documento, desintegrado por completo, posiblemente contenía dichas fórmulas. Los ornamentos de tipo místico y personal que aparecieron sobre el rey son tan numerosos que una detallada descripción de los mismos excedería los límites de este volumen. Sin embargo, intentaré exponer brevemente los hechos principales y señalar los rasgos más sobresalientes. Como ya hemos visto, todos tienen un significado concreto, siendo colocados raras veces, o nunca, sobre la momia por el mero efecto estético. En ellos encontramos muestras de gran ingenio. Los principios del arte ornamental y el simbolismo se han combinado con el resultado de alcanzar a la vez significado y belleza. Al estudiar los detalles vemos que no eran tan sólo burdas imitaciones de la naturaleza, sino objetos naturales, elegidos por su simbolismo y convertidos en ornamentos simétricos, apareciendo raramente objetos de tipo puramente geométrico. Ya hemos mencionado los de la cabeza y el cuello. Pasemos, pues, a los objetos encontrados sobre el cuerpo y los brazos. Sobre el tórax, o sea desde el cuello hasta el abdomen, había treinta y cinco objetos, dispuestos en diecisiete grupos que formaban trece capas, envueltos en un complicado sistema de vendajes que rodeaba todo el cuerpo. El primero de estos grupos era una serie de cuatro collares de oro que se extendían muy por debajo de las clavículas, cubriendo los hombros, pero colgando del cuello por medio de un alambre y con el típico mankbet en la parte posterior. Cada collar estaba dispuesto de modo que cubriera parcialmente el anterior. El más sobresaliente, a la derecha, era en forma del buitre Nekhbet, con las alas extendidas; el segundo, a la izquierda, combinaba la serpiente Buto con el buitre Nekhbet; el tercero, aún más a la izquierda, sobre el hombro, representaba a la serpiente Buto sola, pero con las alas completamente extendidas; el cuarto y más lateral, ligeramente a la derecha del centro del pecho, tomaba la forma del collar del «Halcón»; se trata de un collar corriente de cuentas tubulares con las cabezas del «Halcón» como piezas de los hombros. Bajo estos distintos collares, que colgaban de un largo alambre de oro y llegaban hasta el ombligo, había un gran escarabeo de resina negra, montado sobre una furnia de oro y con incrustaciones en las alas hechas con vidrios de colores, en forma del pájaro Bennu. En la base del escarabeo estaba inscrito el texto de Bennu. El Bennu es un pájaro de la familia de la garza real o árdeas y, según numerosos dibujos en color que conocemos, tal vez la Árdea cinérea (Linn.) o garza común. Este pájaro, a menudo identificado con el corazón, es una de las formas que toma el muerto cuando «se presenta como un ser viviente después de la muerte». También se lo relaciona con el dios-sol. A través de algunas representaciones incorrectas se le podría tomar por una de las especies nocturnas de la garza, pero puesto que el Libro de los Muertos dice en el capítulo XIII: «Entré como un Halcón y salí como Bennu al amanecer», no puede haber duda de que se refiere a la garza común, que es uno de los pájaros que sale más temprano a volar. Junto a este pobre sustituto del conocido escarabeo del corazón había un gran pectoral-halcóncollar hecho de láminas de oro labrado. La parte principal cubría toda la parte inferior del tórax y sus alas se extendían hacia arriba por debajo de los sobacos. En los textos que se refieren al mundo de ultratumba se le llama «Collar de Horus», pero cualesquiera que fuesen sus poderes, bajo el punto de vista estético es muy inferior a un magnífico collar de forma parecida encontrado inmediatamente debajo de éste y colocado casi exactamente igual. Se trataba de un pectoral-cellar de Horus hecho de placas de oro con incrustaciones, trabajadas con la técnica del cloisonné. Esta hermosa pieza de orfebrería constituye el primero de una serie de tres collares similares; como los otros dos estaban tan sólo unas pocas capas más abajo, los describiré juntos a su debido tiempo. Sobre este collar trabajado en cloisonné había una simple hoja de papiro, y más abajo, en el centro del tórax, otro collar de «halcón», de láminas de oro labrado, como el que había en el primer grupo sobre los hombros y la parte alta del pecho. Paralelos a los brazos y a cada lado de éste había un amuleto de oro en forma de nudo, de significado desconocido. A derecha e izquierda de la parte baja
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del tórax había tres amuletos de oro en forma de ajorca: dos de ellos tenían grandes cuentas en forma de rodillo, de lapislázuli y cornerina, respectivamente; el tercero era un emblema de hierro en forma de Ojo-de-Horus, constituyendo el segundo ejemplo de este raro, importante y, me atrevería a decir, histórico metal, que encontramos sobre el rey. En la almohadilla Urs, aparecida cerca de la cabeza del rey, este brazalete Uzat y, en un tercer caso, que aún no he descrito, mucho más importante, tenemos la primera prueba decisiva de la introducción del hierro, este metal tan importante, en Egipto, un metal cuyas propiedades, como ha manifestado Ruskin, desempeñan y han desempeñado un papel de mucha importancia «en la naturaleza, en la política y en el arte». Sacando algunas capas más de vendajes llegamos a la octava capa, que consistía en un gran pectoral-collar de la serpiente Buto, también de oro labrado. Cubría toda la parte inferior del tórax, con las enormes alas extendidas sobre los hombros y con las puntas de las plumas de vuelo torcidas alrededor de las vendas del cuello. Al igual que los otros collares de este tipo, tenía el típico herrete o mankhet atado con un alambre a la parte posterior. Esta última pieza era la postrera de una serie de ocho collares de metal encontrados sobre el cuello y pecho del rey, todos ellos evidentemente amuletos destinados a una inercia eterna. Escondidos debajo de él, con tan sólo una hoja de papiro entre ellos, había dos magníficos collares o pectorales, uno sobre el otro, de elaboración completamente distinta. Tenían la forma de las dos diosas Nekhbet y Buto, y estaban hechos de numerosas placas de oro trabajadas en cloisonné, como el «Collar de Horus» ya mencionado. Estos pectorales o, para darles su nombre correcto, el Collar de Horus, el Collar de Nekhbet y el Collar de Nebti (o sea, Nekhbet y Buto) merecen especial atención por el modo en que están hechos. Cada uno se compone de muchas placas de oro sueltas, cinceladas en el reverso y con minúsculas incrustaciones de vidrios opacos de colores, a modo de doisonné, en el anverso. El vidrio imita la turquesa, el jaspe rojo y el lapislázuli. El Collar de Horus se compone de treinta y ocho placas, el de Nekhbet de doscientas cincuenta y seis piezas y el de Nebti de ciento setenta y una. Cada placa es fundamentalmente similar en técnica, difiriendo tan sólo en modificaciones en cuanto a la forma y color, de acuerdo con las plumas del «territorio» del ala al que pertenecen o también según la pluma o parte de la pluma que representan. Estas placas se dividen en grupos que forman los principales «territorios» del ala, esto es, las primarias, secundarias, cubiertas, cubiertas menores y la llamada «ala bastarda». Cada placa de cloisonné del grupo o «territorio» tenía minúsculos ojetes en los márgenes superior e inferior a través de los cuales se unían una a otra por medio de orlas de cuentas. Las alas así sostenidas formaban un collar de gran belleza y complejidad, a la vez que flexible. Llegamos ahora a la undécima y duodécima capas de objetos que comprendían una serie de joyas más personales. Sobre la parte alta del pecho y colgando del cuello por medio de tiras flexibles de oro y lapislázuli había un pequeño pectoral que representaba un buitre sentado. Esta exquisita joya, tal vez la mejor de las encontradas sobre el rey, con incrustaciones de vidrio verde, lapislázuli y cornerina, es casi seguro que se consideraba como un símbolo de la diosa del Sur, Nekhbet de El Kab, ya que las características de esta ave, tan bellamente representadas en esta pieza, son evidentemente las del buitre sociable y son idénticas a las del buitre-insignia del Alto Egipto de la diadema. El broche del cordón tiene forma de dos halcones en miniatura, pero aún más encantador es el minúsculo pectoral que representa el emblema del rey, bellamente labrado en el reverso de este mismo pectoral, trabajado en altorrelieve como una especie de quid pro quo alrededor del cuello de la diosa-ave. Un poco más abajo del pecho de la momia había otro pectoral en forma de tres escarabeos de lapislázuli que sostenían el símbolo de los cielos, los discos del sol y la luna. Sus patas posteriores servían de base a los emblemas de soberanía Neb sobre una barra horizontal de la que colgaban margaritas y flores de loto. En este caso es indudable que los escarabajos guardan una misteriosa relación con los discos del sol y la luna que sostienen en sus patas delanteras. La asociación del escarabeo con el disco aparece a menudo en los textos religiosos. Seguramente el disco lunar ‒en este caso el viejo astro sale del cuarto creciente ‒simboliza al dios
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Thot, que personifica a la luna. Ambos discos fueron en gran parte la fuente original de la mitología egipcia y cualquiera que fuese la principal adoración religiosa del momento para aquellas antiguas gentes, el sol era siempre el principal, detrás de cualquier velo o culto, no sólo para los vivos, sino también para los muertos. El capítulo XV del Libro de los Muertos dice: «¡Oh, tú, Astro Radiante, que te levantas cada día del horizonte! ¡Brilla sobre el rostro de Osiris (el muerto), que te adorna al amanecer y se propicia contigo en el Ocaso!». En estas piezas de orfebrería personal encontramos el estilo culminante del arte ornamental de la Dinastía XVIII, es decir, formas naturales que se asocian al simbolismo para satisfacer y atraer. En este caso, y en otros que vendrán más adelante, la elaboración de las figuras de los escarabajos es notable. Aunque el trazado es convencional, cada detalle esencial del insecto está fielmente retratado, mostrando sus rasgos más sobresalientes: el protórax córneo y los élitros (fundas de las alas) tienen un énfasis deliberado; el clypeus, o escudo que forma el borde de la ancha y llana cabeza, tiene tallados los dientes angulares dispuestos en semicírculo y, al igual que las cuatro patas traseras, largas y delgadas, está tallado a bulto redondo; el último par, ligeramente curvo, termina con su aguda tenaza. Incluso se muestran las articulaciones de la parte ventral de este famoso escarabajo pelotero, indicando sus diferentes funciones. Inmediatamente debajo, detrás de ligeros vendajes, había tres pectorales más, uno colocado sobre el centro del tórax y los otros dos a cada lado, aunque a un nivel ligeramente más bajo. Los dos de los extremos colgaban del cuello por medio de cadenas de oro terminadas en flores de loto, cuentas de cornerina y colgantes en forma de corazón en la espalda, debajo del cogote. El pectoral central, que también colgaba del cuello, tenía en los extremos de su collar de tres vueltas, hecho de oro y fayenza, un pequeño broche en forma de pectoral con los símbolos Ded y Thet. El pectoral de la derecha era de oro y tenía forma de halcón-sol, con una curiosa piedra verde en el centro. El de la izquierda, también de oro y con brillantes incrustaciones, estaba dispuesto al parecer en forma de juego de palabras acerca del nombre del rey. Se componía de un escarabeo alado que sostenía en sus patas delanteras el disco lunar y un cuarto creciente y en las patas posteriores los denominativos plurales y el signo de las festividades heh. Así, pues, se lee «Kheperuhebaah» en lugar de «Kheperunebre». El pectoral central, un ojo uzat, con la serpiente Buto en el anverso y el buitre Nekhbet en el reverso, tenía el reverso hecho de oro finamente labrado y con incrustaciones de lapislázuli y una piedra de color verde claro no identificada, que recuerda un poco el epídoto. Todos estos pectorales muestran trazas de desgaste, como si hubieran sido usados en vida del difunto y son, sin duda, ornamentos personales. Los colgantes en forma de corazón hechos de cornerina montada sobre oro y con minúsculas incrustaciones con el nombre del rey, recuerdan el capítulo del Libro de los Muertos que habla del corazón «de cornerina», donde se dice: «Se concede al alma de Osiris (el muerto) regresar a la tierra para hacer lo que le plazca». Por la posición de estos últimos tres pectorales ‒el del ojo en el centro, el del astro solar a la derecha y el del disco lunar a la izquierda‒ es tentador relacionarlos con el «Par de ojos» considerados como el Sol y la Luna atribuidos a Osiris, así como a Ra y otras deidades: «Su ojo derecho es el Sol y su izquierdo la Luna». También debo mencionar aquí que el disco lunar que aparece en las joyas de esta tumba es siempre de una aleación de oro y plata, en contraste con el disco solar, que tiene una aleación de oro y cobre. Bajo estos cinco pectorales había la última capa, junto al cuerpo, aunque no en contacto directo con éste, ya que había un grueso de vendas debajo, carbonizadas y casi pulverizadas. Esta última capa consistía en un complicado collar de diminutas cuentas de vidrio azul y oro, pasadas a la manera de una estera de cuentas y con toda la apariencia de un babero. Su diseño era tal que las cuentas de oro entre las cuentas de vidrio azul formaban zigzags amarillos u olas de agua sobre un fondo azul. Tenía unos broches flexibles de oro en forma de halcón que iban sobre los hombros, un reborde de lentejuelas de oro y un margen formado por colgantes en forma de gotas de oro. En los vendajes del tórax y del abdomen había dos grupos de anillos, cinco sobre la muñeca de la mano derecha y ocho junto a la muñeca de la mano izquierda. Eran de oro macizo, lapislázuli,
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calcedonia blancuzca y verde, turquesa y uno de resina negra. En la mayoría, incluso cuando en el sello había la figura del rey o sus insignias, se había grabado su nombre en uno de los lados del aro del anillo o en el reverso del sello, un detalle por el que estos anillos pueden identificarse como propiedad personal del faraón, antecedente de la moderna «marca registrada». Antes de mencionar los diversos objetos que estaban colocados sobre el abdomen describiré los brazos, antebrazos y manos que, aunque incluidos entre los vendajes del cuerpo, habían sido envueltos previamente por separado. Los antebrazos estaban doblados sobre la parte alta del abdomen con el izquierdo ligeramente más alto que el derecho. La mano derecha estaba sobre el muslo izquierdo y la mano izquierda tocaba la parte inferior del lado derecho del tórax. En los vendajes de los brazos había dos pequeñas ajorcas que se rompieron con la tela estropeada durante nuestro reconocimiento de la momia, pero por el lugar donde cayeron a cada lado puede deducirse que habían sido colocadas justo encima de los codos. La del brazo derecho era un brazalete de grueso alambre de oro con una gran cuenta verde, de burda talla y seis ojos uzat de diversos materiales, finamente labrados. La del brazo izquierdo era pequeña, con una juntura flexible disimulada debajo de tres cuentas y en el punto opuesto del círculo, un pájaro Ment exquisitamente tallado en cornerina. Este pájaro Ment, con el disco solar bajo la rabadilla, probablemente representa una de las transformaciones míticas del dios-sol mencionadas en el Libro de los Muertos, especialmente en el capítulo LXXXVI, «por medio de lo cual se toma la forma de un vencejo». No hay duda de que este pájaro Ment es de la familia de los vencejos (Cypselideas), aunque en estos textos religiosos a menudo se lo confunde con el pájaro wr, de la familia de las golondrinas y oncejos (Hi-mndinideas), pero en ningún caso puede pertenecer al género de las palomas y los pichones (Columbideas), como se ha escrito. Aunque no se diferencia mucho del pequeño vencejo gris (Cypsellm parvus, Licht.) de las provincias del sur de Egipto, con toda probabilidad se quería representar al vencejo común egipcio (Cypsellmpallidus, Shelley). El rasgo característico del vencejo egipcio es que tiene su morada en grandes colonias en los riscos del interior de las colinas que bordean la llanura del desierto desde donde bajan al Valle del Nilo a primera hora de la mañana para regresar a última hora de la tarde. A causa de los gritos que emite cuando sale y de las notas aún más agudas que produce cuando regresa, puede que los antiguos egipcios lo conectaran con la transformación del dios-sol o con las almas de los desaparecidos que venían de día con el sol y regresaban por la noche. Dicho capítulo dice: «Yo soy el pájaro Ment...», y al final: «Si conoce este capítulo, él volverá a entrar después de salir durante el día». Ambos antebrazos quedaban ocultos desde el codo hasta la muñeca por magníficos brazaletes, siete en el derecho y seis en el izquierdo. Se componían de complicados escarabeos, granulado de oro, placas de cornerina calada y valiosas piezas de oro y electro. Algunos tenían bandas flexibles hechas de cuentas, otros de complicados motivos geométricos y florales con incrustaciones de piedras semipreciosas y vidrios de colores. Su diámetro demuestra que el brazo era pequeño. Ninguno era de carácter funerario, sino que evidentemente eran ornamentos personales que habían sido llevados en vida del difunto. Cada uno de los dedos estaba envuelto en finas vendas de lino y recubierto con una funda de oro. Los dedos segundo y tercero de la mano izquierda llevaban anillos de oro. En el sello de uno de ellos se veía la barca lunar sobre fondo azul oscuro; en el sello del otro, el del segundo dedo, el rey, de rodillas, ofrecía la imagen de la Verdad, con el diseño labrado al entalle. Llegamos ahora al abdomen, sobre el cual, en un número similar de capas, había diez objetos que describiré en el orden en que se encontraron, empezando por las capas superiores. A la izquierda, entre los vendajes exteriores, había un curioso amuleto en forma de Y hecho de láminas de oro y una placa oval del mismo metal, colocados uno encima del otro. No sabemos el significado del amuleto en forma de Y. En los Textos de los Sarcófagos del Imperio Medio se menciona un objeto similar con el nombre de abt o abet, que parece darle categoría de bastón de mando, pero como este símbolo forma parte del determinativo jeroglífico mnkh que significa tela o lino, parece más probable que se refiera a los vendajes o a la envoltura de la momia, tanto más ya que el
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segundo objeto ‒la placa metálica oval encontrada con él‒ está relacionado con la incisión hecha en el lado izquierdo de la momia, por donde los embalsamadores sacaban los órganos internos para su ulterior preservación, destinándose la placa a cubrir dicha incisión. El objeto siguiente era un símbolo de oro en forma de T, parecido a la T cuadrada del delineante. Iba colocado entre los vendajes, sobre el lado izquierdo del abdomen y se extendía sobre la parte superior del muslo izquierdo. Según mis conocimientos, no tiene paralelo y es de significado desconocido. Alrededor de la cintura había una estrecha faja de oro labrado cuyos extremos colgaban hasta la cadera. A esta faja pertenecían probablemente un faldellín ceremonial y una daga encontrados sobre los muslos, cuya descripción daremos más adelante. Luego había un simple collar de fayenza azul hecho de minúsculas cuentas, colocado entre los vendajes sobre el lado izquierdo del abdomen, desde el ombligo hasta el pubis. Las hombreras de este collar eran semicirculares, pero su nombre característico es difícil de identificar en los textos pintados en los sarcófagos del Imperio Medio dedicados a collares. Aunque es de fayenza azul oscuro puede que con él se quisiera reemplazar el «Collar de Lapislázuli» que, al parecer, puede tener hombreras redondas o en forma de cabeza de halcón. En el centro del abdomen había una anilla de oro, como un brazalete o ajorca, con incrustaciones de vidrios de colores opacos. Pertenece a una serie de ocho anillas parecidas (cuatro pares), variando tan sólo en cuanto a las incrustaciones, que aparecieron en otras partes de la momia, especialmente en la zona que va desde los muslos hasta las rodillas. Su carácter era puramente funerario. Sacando con cuidado estos objetos que estaban sobre el abdomen y unas pocas capas de vendas, muy estropeadas, encontramos otro cinturón o faja de oro labrado. Debajo de ella, en posición oblicua, había una interesante y hermosa daga, digna de admiración. La empuñadura estaba a la derecha del abdomen y la punta de la vaina caía sobre la parte alta del muslo izquierdo. Estaba decorada con un granulado de brillante oro amarillo rodeado de bandas de piedras semipreciosas y vidrios engastados al cloisonné alternativamente, culminando en la empuñadura con una valiosa cadena volutada, bordeada por un motivo en forma de cuerda hecho de alambre de oro. En contraste con la decoración de esta empuñadura, la hoja de la daga, de oro de especial dureza, era de formas simples y bellas. Su superficie era lisa, a excepción de unas profundas ranuras que descendían por el centro, convergiendo en un punto, rematadas por un motivo de palmetas finamente grabadas debajo de una estrecha faja con un motivo geométrico ligeramente arcaizante. La hoja estaba protegida por una valiosa vaina de oro con ornamentaciones. En el anverso había un friso de palmetas y el resto estaba recubierto con un motivo de plumas en cloisonné rematado en la parte baja por la cabeza de un chacal cincelada en oro. El dibujo del reverso era más interesante en muchos aspectos. Tenía cincelada en su superficie de oro una escena con animales salvajes de interés extraordinario que sugería que la daga estaba destinada a la caza. Los motivos ornamentales nos presentaban a un joven íbice macho atacado por un león debajo de un friso con inscripciones y motivos de volutas. También se veía un ternero macho al galope con un podenco slughi sobre la espalda, mordiéndole la cola. Un leopardo con la cola anudada, tras saltar sobre el hombro de un íbice macho, le maltrataba el cuello mientras un león atacaba al mismo antílope por debajo. Más abajo se veía a un toro joven perseguido por un podenco y finalmente a un ternero en plena huida. Entre estos animales exquisitamente retratados había varias plantas tratadas al estilo convencional. La escena culminaba en la parte baja con un complicado motivo floral que, al igual que todo el esquema decorativo de la daga y la vaina, sugería una semejanza con el arte del Egeo o de las islas del Mediterráneo. Sin embargo, tanto el carácter de los jeroglíficos con los símbolos del rey sobre la empuñadura y la breve leyenda «el Buen Dios, Señor del Valor, Kheperunebre» (Tutankhamón), que había sobre el friso de la vaina, así como el tratamiento general de los detalles y de los animales, en un conjunto pintoresco y ornamental, bastan para demostrar que esta admirable pieza de artesanía es obra de un egipcio y no de un extranjero, cualquiera que sea la influencia que refleje. En este breve estudio puede bastarnos con decir que aquellas islas, gobernadas por los egipcios en el siglo XV
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a.C. y llamadas por ellos «las-islas-en-medio-del-mar», formaban el eslabón entre el arte del Nilo, el de Asia Menor y el de las civilizaciones europeas. La faja en que se ajustaba la daga era de tipo similar al primer ejemplar ya mencionado, salvo por el diseño labrado en ella. Tenía en la parte delantera una hebilla o chapa para inscripciones, grabada con el nombre del rey; de ella colgaba una especie de faldellín compuesto por veinte tiras de cuentas diferentes, hechas de fayenza y vidrio e intercaladas con separadores o ataduras de oro. Muchas de las cuentas habían caído al corromperse los hilos, pero puede reconstruirse su distribución por medio de las fotografías que tomamos entonces. En el centro de la parte posterior de las dos fajas había unas protuberancias cilíndricas que servían para enganchar en ellas las colas ceremoniales como las que aparecen dibujadas en los monumentos colgando del cinturón de los reyes y que, en este caso, aparecieron debajo de la momia, extendidas entre las piernas. Por desgracia, al ser los objetos que estaban más abajo en el féretro, estas interesantes colas rituales sufrieron grandes daños al quedar empotradas, como un fósil en su matriz, en la gruesa capa de ungüentos endurecidos que se derramó sobre la momia. Hubo que sacarlas con martillo y cincel y como estaban hechas de cuentas ‒una de ellas era de una prieta malla de diminutas cuentas de fayenza, tejida sobre un forro de fibras‒ su restauración será una difícil tarea. Parecen ser muy similares a las encontradas por Mace y Winlock22, aunque en este caso tanto las fajas como los faldellines y las colas parecen haber sido hechos como objetos funerarios tan sólo, aunque sin duda serían copias de las usadas en vida del difunto para ocasiones ceremoniales. Coincidiendo con la última capa de ornamentos que había sobre el tórax ‒los últimos tres pectorales y el collar de cuentas en forma de babero‒ y formando parte en realidad del mismo grupo, había dos joyas más. La primera era un pectoral en forma de ojo uzat hecho de fayenza azul brillante, que colgaba de un collar de cuentas de fayenza, también azul brillante, ‒ otras de oro amarillo liso y las restantes, de forma cilíndrica, de oro rojo granulado, cuyo brillo producía un efecto extraordinario. La segunda joya era una faja de cuentas discoidales y cilíndricas de oro y fayenza, de tejido muy prieto; iba colocada alrededor de la cintura. El interés de esta peculiar faja, segmentada como un gusano, consiste en que explica el uso de las enormes cantidades de cuentas que destacan en los famosos descubrimientos de joyas egipcias del Imperio Medio hechos en Dashur y Lahun. Después de revisar el material que adornaba la cabeza y cuello del rey, su cuerpo y sus brazos, vamos a ver ahora lo que había sobre sus piernas. El primer objeto que apareció mientras sacábamos pieza por pieza la gran cantidad de guata y vendas que los embalsamadores creyeron necesarias para cubrir y proteger los muslos y dar a la momia una forma ortodoxa, fue el faldellín ceremonial que muy posiblemente pertenecía a la primera faja de oro labrado que encontramos alrededor de la cintura. Se componía de siete placas de oro con incrustaciones de brillantes vidrios policromados, unidas por medio de tiras de cuentas. Llegaba desde la parte baja del abdomen hasta las rodillas, correspondiendo por su posición y tamaño a los faldellines que lucen los monarcas egipcios en las representaciones de los monumentos. Junto al faldellín, a lo largo del muslo derecho y, según mi opinión, perteneciendo a la misma faja del faldellín, había una daga única y extraordinaria, enfundada en un escarabeo de oro. Su empuñadura era de oro granulado, adornado a intervalos con bandas de cristal de roca coloreado, encajado al cloisonné. Pero lo más asombroso y el rasgo más excepcional de esta hermosa arma es que su hoja estaba hecha de hierro, todavía brillante y parecido al acero. Este hecho asombroso e histórico, si se nos permite apartarnos de nuestra materia, marca uno de los primeros hitos de la decadencia del imperio egipcio, el más grande de la Edad del Bronce. El hierro, metal del que hemos encontrado tres piezas sobre la momia del rey, fue introducido en Egipto desde Asia Menor, seguramente por los hititas en época de Tutankhamón y probablemente en pequeñas cantidades, ya que aún se lo consideraba una rareza. Algo más de un siglo más tarde, cuando el hierro empezó a reemplazar al bronce en Siria, una tableta nos cuenta cómo uno de los 22 The Tomb of Senebtisi, pp. 70 y ss.
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reyes hititas decidió enviar una remesa de este metal a Ramsés el Grande y que con ella iba una espada de hierro como regalo al faraón. El hierro es una prueba más de la influencia extranjera en Egipto en esta época. Si repasamos la historia de Egipto, vemos que a partir de este momento los elementos extranjeros penetran gradualmente haciéndose cada vez más comunes y terminando eventualmente en la dominación extranjera. El bronce no podía luchar contra la superioridad del hierro y del mismo modo que el bronce reemplazó al cobre, igualmente el hierro tomó el lugar del bronce; igual que en nuestra época, en que el acero ha superado al hierro. Las dos dagas, la encontrada sobre el abdomen y ésta, al igual que las de Aahhetep y Kames del Museo de El Cairo que datan de los comienzos de la misma dinastía, son extranjerizantes en cuanto a la forma. Su estilo fue introducido en Egipto durante la invasión de los hicsos. Antes de que esto ocurriera, la empuñadura de la daga era de estilo diferente. Se sostenía entre los dedos segundo y tercero, con el mango sobre la palma de la mano y, por lo tanto, era para ser arrojada en lugar de clavada por medio de un movimiento hacia abajo desde el hombro, como en el tipo posterior. En la ingle izquierda había una gruesa anilla o ajorca de forma tubular, un ejemplar típico de los adornos que aparecen representados sobre las muñecas y tobillos de las figuras de las pinturas murales de las capillas y tumbas de los particulares. Ésta fue la única que apareció sobre el rey, mientras que, a juzgar por las pinturas murales, uno habría esperado encontrar por lo menos de uno a tres pares, para los brazos, antebrazos y tobillos. En esta parte encontramos las insignias reales que iban con la diadema. La del Alto Egipto, la cabeza del buitre Nekhbet, iba sobre el muslo derecho, cerca de la rodilla, y la de Buto, la serpiente del Bajo Egipto, junto al muslo izquierdo, es decir, colocadas en la dirección correcta de acuerdo con el país al que pertenecían. Los otros ornamentos colocados sobre las piernas eran siete anillas que iban en tres capas distintas sobre y entre los muslos y cuatro collares de técnica cloisonné doblados y aplastados sobre las rodillas y espinillas. La anilla que encontramos suelta sobre el abdomen forma, junto con estas siete, una serie de ocho, o sea, cuatro pares. Los cuatro collares con su herrete o mankhet formaban dos pares, cada uno de ellos distinguiéndose tan sólo por el número y sistemas de chapas de cloisonné de que se componían. Corresponden a las piezas nombradas en las listas de los sarcófagos del Imperio Medio, que tienen una base de madera con incrustaciones de piedras semipreciosas en cloisonné aunque en este caso, tratándose del Imperio Nuevo, vidrios de colores opacos imitan y reemplazan a las piedras auténticas. Finalmente, sobre los pies había sandalias hechas de láminas de oro, estampadas para imitar fibras tejidas. Cada dedo estaba recubierto con una funda con detalles tales como las uñas y primeras articulaciones grabadas sobre ellas. Alrededor del tobillo derecho había una ajorca de realización más bien tosca. Estas piezas completan los ciento cuarenta y tres objetos colocados sobre la cabeza, cuello, tórax, abdomen y extremidades del joven rey, formando ciento un grupos de objetos. Los he descrito empezando por los de la cabeza hacia abajo, terminando en los pies, y en cada caso he descrito primero el objeto que estaba más arriba y he terminado con el objeto que estaba más próximo a la momia en último lugar. Sin embargo, debe recordarse que cuando se envolvió la momia, los objetos de la parte inferior, o sea los más próximos al rey, fueron los primeros en ser colocados sobre la momia, siendo los últimos los que iban en las capas exteriores de la envoltura. Los objetos del ajuar son de dos clases: los que pertenecen al uso personal del rey y los que son de tipo puramente religioso y mágico. Los de tipo personal son más finos y mucho más duraderos; los otros, en general, son hechos para resistir menos manejos y son de menor calidad, ya que se destinaban tan sólo a ser enterrados y su utilidad era mágica más que práctica. No hay duda de que los hermosos pectorales, posiblemente los collares más bellos, la mayoría de los anillos y brazaletes, las dagas y la diadema eran joyas de uso personal, mientras que los otros collares y amuletos hechos de láminas de oro, los amuletos con incrustaciones, los collares de cuentas, las fundas de los dedos, las sandalias, el faldellín y las colas simbólicas se destinaban tan
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sólo a beneficiar al rey muerto. Estos hermosos objetos nos dan una clara visión de la capacidad de los artífices tebanos. Los artesanos de la corte de Tebas eran muy seleccionados y con este descubrimiento podemos discernir el refinamiento de su arte. Hay que decir refinamiento ya que la técnica en sí no es tan buena en muchos aspectos, tales como el acabado y la simplicidad, como la de los orfebres del Imperio Medio, pero si bien la habilidad técnica es menor, el buen gusto que demuestran sobrepasa todas nuestras suposiciones, en especial si recordamos que este material pertenece a finales de la Dinastía XVIII. El recargamiento ornamental y la falta de acabados de calidad no son más que rasgos de una decadencia que empieza a aparecer con el hierro y otras influencias extranjeras. Sin embargo, sería abusar de los mejores orfebres y joyeros de hoy día pedirles que sobrepasaran el refinamiento de estos ornamentos reales. A través de los muchos objetos encontrados sobre la momia, cuya descripción he tenido que simplificar por falta de espacio, podemos empezar a darnos cuenta de la gran cantidad de riquezas con que se acostumbraba adornar los restos mortales de los antiguos faraones enterrados en el Valle. Esta tradición nos transmite de manera impresionante los sentimientos más íntimos de este antiguo pueblo para con sus muertos, sentimientos que, aunque todavía latentes en muchos aspectos, aparecen de vez en cuando entre los fellahin de hoy día. En todas sus fiestas los muertos ocupan un lugar principal en sus ceremonias. Por la mañana se reúnen después de rezar para visitar las tumbas de sus parientes, especialmente al empezar el El Eed E’Sugheiyir (El Festival Menor), el primer día del mes de Showwal, después del Ramadán, o mes de abstinencia, durante el que yo les he visto llevar en Tebas ramas de palmera que colocan sobre las tumbas. También llevan consigo comida que distribuyen entre los pobres en honor de sus muertos. Más tarde visitan a sus amigos, engalanados con sus mejores y más suaves ropas. Antes de cerrar este capítulo debo decir que los restos calcinados de la momia no muestran señal alguna de la causa o causas de la muerte del joven rey, pero por lo menos las masas de vendajes, ornamentos y amuletos nos demuestran el cuidado que se tuvo para con sus restos mortales y su vida futura. Es un sentimiento, un afecto y un cuidado qué no pueden expresarse mejor que en las palabras de sir Gardner Wilkinson, que hizo un trabajo extraordinario de investigación en Egipto durante la primera mitad del siglo pasado: «No sólo se demostraba el amor y el afecto en vida del soberano, sino que se transmitían a su recuerdo después de su muerte; el modo en que se celebraban sus honras fúnebres parece demostrar que, aunque su benefactor ya no existía, retenían un recuerdo agradecido de su bondad y una admiración por sus virtudes. Y, según dice el historiador (se refiere a Diodoro), ¿qué mayor testimonio de sinceridad, libre de cualquier tono de disimulo, puede haber cuando la persona que lo produjo no está viva para presenciar los honores hechos en memoria suya?».
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19. LA HABITACIÓN QUE HABÍA TRAS LA CÁMARA FUNERARIA: EL TESORO En el transcurso de nuestro trabajo llegó el momento de dirigir nuestras energías hacia el almacén que había detrás de la cámara funeraria, aunque en este caso tal vez sería mejor llamarlo «el Tesoro más recóndito». Dicha habitación no medía más de 4,78 m. por 3,81 m. de superficie por 2,34 m. de altura. Su acceso se gana por medio de una puerta muy baja abierta en el extremo norte de la pared oeste de la cámara funeraria. Es de extrema simplicidad, sin traza alguna de decoración. Tanto las paredes como el techo están sin alisar, siendo todavía visibles las huellas del cincel sobre la superficie de la roca. De hecho está igual que la dejaron los antiguos albañiles: incluso pueden verse las últimas partículas de cal que cayeron al suelo al trabajar a cincel. A pesar de su pequeñez y simplicidad estaba igualmente llena de impresionantes recuerdos del pasado. Al entrar por primera vez en una habitación como ésta, cuya intimidad no ha sido violada durante más de treinta siglos, el intruso siente cierta reverencia, o incluso temor. Casi parece una profanación perturbar su larga paz y romper su eterno silencio. Incluso la persona más insensible, al pasar por el umbral inviolado debe sentir, sin duda alguna, la admiración y maravilla que destilan de los secretos y las sombras de aquel tremendo pasado. La misma quietud de su atmósfera, intensificada por los muchos objetos inanimados que la llenan, erigiéndose durante siglos y siglos tal como las manos piadosas los habían colocado, crea un sentimiento indescriptible de sagrada obligación que le fuerza a uno a reflexionar antes de atreverse a entrar y mucho menos a tocar nada. Es difícil explicar con palabras este tipo de emociones, cuyo origen es un sentimiento de miedo. Uno analiza a fondo el significado de la curiosidad. El eco de nuestros propios pasos, el más mínimo ruido, tienden a incrementar el temor y a aumentar inconscientemente la reverencia: el intruso enmudece. Tal llamada del pasado le hace a uno dudar antes de aventurarse a entrar y explorar, pero sólo hasta que se recuerda que, por más que uno respete, el deber del arqueólogo es para el presente. Tiene que interpretar lo que está oculto y observar cualquier detalle que le haga cumplir este objetivo. Al contrario que las demás, esta puerta no estaba tapiada o sellada. A través de ella teníamos una clara visión del contenido de la habitación. Al cabo de los pocos días de su descubrimiento (el día 17 de febrero de 1923), después de haber hecho un breve reconocimiento de su contenido, cerramos la puerta con planchas de madera a fin de no distraernos ni tener la tentación de sacar ninguno de los objetos de esta pequeña habitación, mientras nos ocupábamos del numeroso material de la cámara funeraria. Pero por fin apartamos este tabique de madera y tras cuatro años de paciente espera nuestra atención se dirigió una vez más hacia su interior. Así apareció de nuevo todo su contenido, muchos objetos de carácter místico y absorbente interés, pero la mayoría de finalidad puramente funeraria y de intenso carácter religioso. En la puerta, cerrando prácticamente el paso a la habitación, había una figura negra del perrochacal Anubis, cubierto con un paño y yaciendo sobre un pylon dorado colocado sobre una plataforma con largas andas para su transporte. En el suelo del umbral, frente al pylon de Anubis, había una pequeña antorcha roja con un pedestal de arcilla parecida a un ladrillo, y en él una fórmula «para rechazar al enemigo de Osiris (el muerto) bajo cualquier forma en que se presente» y, detrás de Anubis, una extraña cabeza de vaca, emblemas de la tumba y del más allá. Junto a la pared sur, de este a oeste, había gran cantidad de cofres negros, siniestros, como unas capillas. Todos estaban sellados menos uno, cuyas puertas habían caído dejando ver estatuillas del rey envueltas en paños, de pie a lomos de leopardos negros. Desde su descubrimiento nuestra imaginación vacilaba ante la idea de lo que podían contener aquellos otros cofres. Por fin había llegado el momento de saberlo. Sobre estos cofres negros y sin orden aparente, salvo que sus mástiles apuntaban hacia el
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oeste, había varias maquetas de embarcaciones, equipadas con camarotes, miradores, tronos y palios sobre la popa, el puente y la cubierta. Frente a los cofres, sobre una maqueta de granero repleta de grano, había otra barca más complicada, con las jarcias y las velas replegadas y en la esquina sudoeste, debajo de los cofres, había una enorme caja negra de forma oblonga, que contenía una figura de Osiris envuelta en vendas. En el lado opuesto, paralelo al pylon y a las andas de Anubis, había una hilera de cofres bellamente adornados con marfil, ébano y yeso dorado, así como algunas cajas abombadas de simple madera, pintadas de blanco. Contenían joyas y otros tesoros, pero una de ellas, la más sencilla, cuya tapa levanté al entrar en la habitación, contenía un abanico de plumas de avestruz con empuñadura de marfil, una reliquia patética, pero hermosa, del joven rey, con todas las apariencias de encontrarse en tan perfectas condiciones como cuando dejó sus manos. A lo largo de este lado norte de la habitación había diversos objetos: más maquetas, un carcaj de rica ornamentación y dos carros de caza cuyas piezas desmanteladas yacían una sobre otra de modo similar a los carruajes encontradas en la antecámara. En el extremo nordeste había más cajas de madera, una sobre otra, cofres en miniatura y diez quioscos de madera negra que, sin duda, albergaban las figuras shawabti, o réplicas del muerto. Todos estos objetos estaban intactos. Sin duda los ladrones habían entrado en esa habitación, pero en su afán de botín parece ser que hicieron poco más que abrir y saquear los cofres y algunas cajas. A primera vista, la única prueba evidente de su visita eran algunas cuentas de collar y minúsculos fragmentos de joyas esparcidos sobre el suelo, sellos rotos y tapas separadas de sus cajas, piezas de tela colgando de estas y, de vez en cuando, un objeto volcado. El ladrón o ladrones debieron de conocer la composición del contenido de esta habitación ya que, con raras excepciones, sólo se habían tocado aquellas cajas que contenían objetos de valor intrínseco. Este era el contenido general de la pequeña habitación que había detrás de la cámara funeraria, pero una simple mirada bastaba para demostrar que el objeto principal estaba en la pared opuesta, de cara a la puerta, ya que allí, contra la pared este y llegando casi hasta el techo, había un baldaquín dorado, recubierto de frisos de cobras solares de brillantes incrustaciones. Este baldaquín, sostenido por cuatro pilares cuadrados encima de un soporte, albergaba un baúl en forma de capilla, con fórmulas inscritas pertenecientes a los cuatro genios, o hijos de Horus. Sobre los cuatro costados, alrededor de este baúl en forma de capilla, había estatuillas a bulto redondo de las diosas protectoras Isis, Neftis, Neith y Selkit. Contenían la caja canope que, a su vez, albergaba los cuatro recipientes con las vísceras del rey muerto. Es evidente que la colección de objetos colocados en esta habitación formaba parte de un gran concepto oculto y que cada uno de ellos tenía un poder mágico de alguna clase. Como bien dice el doctor Alan Gardiner: «Es preciso admitir sin duda que la idea de que hay un poder mágico inherente en la imagen de las cosas es un concepto característico de los egipcios...». A nosotros nos toca descubrir cuáles eran los significados respectivos de estos objetos y sus supuestos poderes mágicos y divinos. La investigación científica requiere un análisis a fondo y por ello espero que no se me interprete mal cuando digo que no era posible ser irrespetuoso con el ritual funerario de una teología desaparecida y, aún menos, satisfacer la excitación de una curiosidad morbosa al tocar estos objetos religiosos. Nuestra obligación era no dejar por explorar nada que pudiese añadir al conjunto de conocimientos tanto arqueológicos como históricos que aumentaban continuamente acerca de este culto funerario altamente interesante y complicado. Por muy extraño y extenso que sea este ajuar funerario, sin duda pertenecía a un sistema más o menos organizado para la protección de los muertos en general y como resultado de ideas misteriosas servía de defensa contra las imaginaciones de los hombres. La asociación de los objetos del ajuar se había destinado a alcanzar fines desconocidos, bajo muchos puntos de vista, y al igual que las innumerables células del cuerpo humano, poseían, o se creía que poseían, poderes para intervenir en cuanto se les llamara, obedientes a una orden quién sabe de quién. De hecho constituían una forma de autoprotección para el futuro. La gente que así lo dispuso era previsora y,
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de acuerdo con la época, no podía escapar a la influencia dominante de las costumbres tradicionales. Por muy ultrarreligiosos que sean la mayoría de los objetos, siempre podemos encontrar en ellos pruebas de las magníficas posibilidades del pueblo que los creó. A fin de intentar averiguar el significado de esta pequeña habitación, me referiré ahora al papiro de Turín, que contiene el plano de una tumba real, descubierto el siglo pasado y que es nada menos que un proyecto para la tumba de Ramsés IV. A pesar de que este documento pertenece a un reinado casi doscientos años posterior al de Tutankhamón, contiene información que ayuda a esclarecer la tumba que estamos estudiando. El documento es un proyecto de plano para una tumba faraónica, que da la altura de las puertas, los nombres y dimensiones de los diversos corredores y cámaras, con detalles tales como: «Dibujados los límites, se graba con el cincel, se rellena con colores y se completa». En el reverso del papiro, entre otras notas, hay más medidas junto con el título inicial: «Medidas de la tumba del Faraón, Viviente, Próspero, Saludable». Algunos detalles menores de este esquema no coinciden exactamente con la tumba de Ramsés IV, aunque el plano es idéntico en las partes esenciales. Estas diferencias se explican por el hecho de que cuando se hizo la tumba, este plano no era más que un proyecto con muchas modificaciones. Entre otros detalles interesantes el documento se refiere a «La Casa de Oro, donde Uno descansa», significando la cámara funeraria donde se coloca el cadáver del faraón para su eterno descanso. Incluso se menciona que dicha cámara «está provista del equipo de Su Majestad en cada uno de sus lados, junto con la Enéada Divina que está en la Duat [el más allá]». El tono dorado o amarillo de las cámaras sepulcrales de todas las tumbas de Tebas sin duda simboliza la puesta del dios-sol bajo las montañas del Oeste, de lo cual deriva la apelación que se da a esta parte de la tumba, la cámara funeraria, en el documento, «La Casa de Oro, donde Uno descansa». La frase «provista del equipo de Su Majestad en cada uno de sus lados» se refiere evidentemente a las grandes capillas y al soporte para el paño funerario que había que erigir sobre el sarcófago y que aparecen dibujados en el plano exactamente en el mismo orden que las capillas y el paño encontrados en la tumba de Tutankhamón. La expresión final «junto con la Enéada Divina que está en la Duat» parece referirse a una serie de figuras como las que encontramos en los numerosos cofres negros en forma de capilla que había en la habitación que estaba detrás de la cámara funeraria. A juzgar por la tumba de Seti II, en que aparecen tales figuras, éstas pueden estar pintadas en las paredes de la tumba o, como en el caso de la Dinastía XVIII, representadas plásticamente. En un tipo de tumba real más complicado, usado durante la Dinastía XVIII, la cámara funeraria comprende una sala hipóstila con escalones al fondo que conducen a una especie de cripta abierta para el sarcófago, así, como cuatro habitaciones pequeñas o cámaras para tesoros, dos junto a la parte con pilares y dos junto a la llamada cripta abierta. Tanto en el proyecto de la cámara funeraria de Ramsés IV como en la misma tumba, esta área se ha convertido en una gran cámara rectangular con un corredor pequeño detrás de ella, con nichos y escondrijos. En el documento, al corredor que hay detrás de la cámara funeraria con nichos y escondrijos se le llama «El corredor, que es un lugar shawabti, el lugar de Descanso de los Dioses; el Tesoro a mano izquierda (y derecha); y el Tesoro más recóndito». En las paredes de este último ‒el Tesoro más recóndito‒ en la tumba de Ramsés IV hay pintadas jarras canopes, quioscos para figuras shawabti y otras piezas del ajuar funerario. Sin embargo, en las primeras tumbas de la Dinastía XVIII se colocaba el equipo canope a los pies del sarcófago. Así, pues, a través de los datos mencionados y por la colección de materiales encontrados en esta pequeña habitación, detrás de la cámara funeraria, queda bastante claro que combina varias habitaciones en una: el «lugar shawabti el lugar de Descanso de los Dioses», por lo menos uno de los dos «Tesoros» y el «Tesoro más recóndito». Esta es una breve descripción de la heterogénea colección de objetos que se apiñaban en esta pequeña habitación. En ella encontramos el equipo canope, esencial en toda tumba; salvoconductos para el paso del muerto por el más allá; objetos que el muerto había necesitado en su vida diaria y
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que, por lo tanto, continuaría necesitando en su vida futura; joyas para adornarle, carros para divertirle y sirvientes (las figuras shawabti) para llevar a cabo en su lugar cualquier trabajo enojoso que se le ordenase hacer en el más allá. En los cofres negros en forma de capilla había estatuillas del rey que le representaban en ocupaciones divinas y en varias formas de su nueva existencia; figuras de los dioses que pertenecen a la «Enéada Divina», ya que el faraón, como dios, tiene que poseer una corte de divinidades que le ayuden a través de los peligros a que puede estar expuesto. En el umbral de la puerta había una llama para impedir que «la arena asfixiara la tumba y para rechazar al intruso». Había también embarcaciones para hacer al difunto independiente de los favores del «barquero celeste» o permitirle seguir a Ra, el dios sol, en sus viajes nocturnos a través de los túneles del más allá y en su viaje triunfal a través de los cielos. También había barcas, con todos los aparejos y equipadas con camarotes para simbolizar el peregrinaje funerario; un granero lleno de grano; una piedra para molerlo; coladores para la elaboración de una bebida estimulante, la cerveza; y natrón para la conservación de sus restos mortales e inmortales. Incluso había una figura burlesca que representaba la regerminación de Osiris, el reverenciado dios de los muertos, quien, al igual que un hombre, sufrió la muerte y fue enterrado, levantándose después para una vida inmortal. Había muchos símbolos de significado oscuro, pero también ellos tenían su utilidad y alguna explicación supersticiosa. Además del material que acabamos de mencionar debió de haber allí una maravillosa colección de tesoros en los cofrecillos y todavía estarían en su lugar a no ser por las actividades de selección de los ladrones de tumbas en época dinástica.
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20. EL AJUAR ENCONTRADO EN LA HABITACIÓN QUE HABÍA TRAS LA CÁMARA FUNERARIA Según el profesor Steindorff, entre los antiguos egipcios existía la firme convicción de que la vida no terminaba con la muerte, sino que el hombre continuaba viviendo igual que lo había hecho en la Tierra, siempre y cuando se le proporcionaran medidas de protección para conducirle a través del laberinto del mundo de ultratumba y lo necesario para su existencia futura. Por medio del equipo colocado en la cámara que había detrás de la cámara funeraria podremos ver, por lo menos, una parte de lo que se consideraba necesario para su protección y para su existencia futura. La antorcha mágica y el pedestal de barro aparecidos en la entrada de esta habitación no deben confundirse con los cuatro pedestales de ladrillo con figuras que estaban sellados en nichos de las cuatro paredes de la cámara funeraria, ya que estas figuras mágicas aparecieron intactas en cavidades de las paredes de dicha cámara. La fórmula mágica inscrita en el ladrillo nos dice: «Yo soy quien evita que la arena invada la cámara secreta y quien rechaza al que le rechazaría con el desierto llameante. Yo he puesto en llamas al desierto (?), yo he causado el yerro en el camino. Estoy aquí para proteger a Osiris (el muerto)». Convenientemente colocada en el umbral, mirando hacia el oeste para rechazar al intruso, estaba la figura del dios Anubis, en forma de una especie de perro semejante al chacal, sin sexo preciso; este dios no sólo presidía los ritos funerarios sino que actuaba de guardián de los muertos. Evidentemente su posición en la tumba no era resultado de simple conveniencia, sino escogida a propósito, ya que le permitía vigilar la cámara funeraria y su ocupante y, al mismo tiempo, su morada, el «Tesoro más recóndito». Esta figura de tamaño natural de Anubis en forma de animal reclinado, tallada en madera y barnizada con resina negra, descansaba sobre una peana dorada sostenida por unas andas, también doradas, con cuatro varas. Estaba protegida con una cobertura de lino, de hecho una camisa que databa del séptimo año del reinado de Akhenatón. Debajo de esta cobertura, su cuerpo estaba envuelto con un chal de una especie de gasa atado a su garganta; llevaba al cuello una larga bufanda de lino, como una correrá para perros, adornada con una doble banda de flores de loto azul y de centaurea tejidas sobre tiras de cogollo, formando un lazo en la parte trasera del cuello. Debajo de ella, brillando sobre el cuello del animal, había un collar y otra bufanda como la descrita. Sus ojos tenían incrustaciones de oro, calcita y obsidiana; las orejas, pectinadas y puntiagudas, eran de oro y las uñas de los pies, de plata. Ya hemos hablado (véase el capítulo 11) de sus curiosos emblemas, tales como las pieles llenas de varias soluciones para preservar o lavar el cuerpo, que colgaban de palos y se erguían detrás de las grandes capillas sepulcrales en la cámara funeraria. Aquí, en su peana de oro, había otros extraños símbolos pertenecientes a su culto. Envueltos cuidadosamente con lino y colocados en compartimientos separados había: cuatro patas delanteras de un animal bovino, de fayenza azul, que recuerdan la palabra whm, que significa «repetir»; dos figurillas de madera en forma de momia, como el determinativo wi, que significa «momia»; una figura antropomorfa de Horus o Ra, de fayenza azul; una figura de Thot, el dios con cabeza de ibis, en cuclillas, de fayenza azul; una «columna papiro» o wadj; un pájaro bahi de cera; algunos trozos de resina y, finalmente, dos copas de calcita, invertidas una sobre la otra y conteniendo una mezcla de resina, sal común, sulfato de sosa y una pequeña proporción de carbonato de sosa (natrón). 23 Tales objetos, si mi interpretación es correcta, parecen significar la perpetuación del ritual de momificación o pertenecen al mismo. En un quinto compartimiento de la peana, mucho mayor que los otros, había ocho pectorales. Originalmente habían estado envueltos con vendas y sellados, pero al igual que los símbolos de los compartimientos menores, habían sido removidos por los ladrones en búsqueda de un botín más valioso. Tal vez estos pectorales constituyen las joyas del dios o tal vez los llevaban los ocho 23 Analizado por Mr. A. Lucas.
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sacerdotes que lo transportaban en procesión hacia la tumba. Apartándonos por un momento de nuestro asunto, comentaremos el origen de este interesante animal, Anubis. Para explicarlo habrá que recurrir a conjeturas de varios grados de posibilidad. Tal vez tenga su origen en algún tipo de perro-chacal domesticado por los primeros egipcios. Presenta características de varias de las subórdenes de la familia canina. Se le representa en negro, con piel lisa, en forma de galgo, algo retocada; su morro es largo y afilado, las orejas largas, erectas y puntiagudas; las pupilas de los ojos son redondas; las patas delanteras tienen cinco pesuños y las traseras cuatro; su cola es muy larga, recta, colgante, peluda y en forma de palo. La mayoría de estas características son las del perro común, pero en lugar de la cola curva, típica del perro, tiene la cola larga y recta de la zorra, en forma de palo, llevándola en posición colgante como el lobo, el chacal o la zorra. Las numerosas representaciones de Anubis en los monumentos egipcios recuerdan la apariencia del chacal, y este ejemplar da pie a la idea de que puede tratarse de una forma domesticada de chacal cruzada con otro subgénero de la familia canina. El collar y la correa en forma de bufanda que aparecen invariablemente alrededor de su cuello también sugieren que se trata de un animal controlado por el hombre y si consideramos las cualidades de la familia canina domesticada (devoción a su dueño, conocimiento y defensa de su propiedad, afecto hasta la muerte), tal vez veamos la razón por la que estos hombres antiguos escogieron este perro-chacal vigilante como el guardián de sus muertos. En dos ocasiones he visto animales que se parecían al perro-chacal Anubis. La primera fue a principios de la primavera de 1926, en el desierto de Tebas, donde encontré un par de chacales que se deslizaban hacia el Valle del Nilo, según su costumbre, aprovechando la caída de la tarde. Uno de ellos era, evidentemente, el chacal común (C. lupaster) con el pelaje de primavera, pero su compañero (no pude verlo suficientemente de cerca para advertir si era macho o hembra) era mucho mayor, de complexión delgada y negro. Sus características eran las de Anubis, a excepción de un detalle: la cola, que era corta, como la del chacal normal. De hecho, a excepción de la cola, parecía una copia de la figura encontrada en esta habitación. Tal vez se tratara de un caso de melanismo o de un animal que difería en color y forma del tipo normal, pero debo admitir que su extraordinario parecido con Anubis me sugirió la posibilidad de una supervivencia o descendencia de algunas especies primitivas en Egipto24. El segundo ejemplar que vi fue en octubre de 1928, durante las primeras horas de la mañana en el Valle de los Reyes. Tenía las mismas características del que acabo de describir, pero en este caso, se trataba de un animal joven, de unos siete meses. Sus patas eran delgadas, su cuerpo parecido al del galgo; el morro era largo y puntiagudo y las orejas grandes y erectas, pero su cola colgante era relativamente corta y con la forma normal en los chacales. Podía verse un pelamen largo de color grisáceo, algo más claro de lo normal, debajo del cuerpo. He hecho algunas investigaciones entre los habitantes de Gurna (Tebas Occidental) acerca de estos animales. Me dijeron que conocían algunos ejemplares de esta variedad en negro, aunque son raros y que siempre son mucho más delgados que la especie ordinaria, «de tipo Selakhi» (una especie de galgo). A menudo pueden apreciarse características semejantes a las de Anubis entre las especies negras del perro indígena de Egipto, pero, como todos los perros callejeros egipcios, tienen la cola curva, arrollada muy apretadamente sobre el anca y nunca recta y colgante como la del perro-chacal Anubis. El hecho de que invariablemente se represente a este animal sin sexo sugiere la posibilidad de que sea una bestia imaginaria. Por otro lado, su falta de sexo puede derivarse de algunas medidas tomadas «para evitar que se ofrezcan indignidades» a los muertos, mencionadas por Herodoto (libro II, p. 89) al describir el método de embalsamamiento y los embalsamadores del antiguo Egipto. Anubis, cuyo culto era universal en Egipto, era el dios tótem del decimoséptimo nomo del 24 Para un animal parecido, véase el friso superior de la pared norte de la tumba de Baqt; Newberry, Benny Hasan, parte II, lámina IV.
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Alto Egipto, Cynópolis, así como de capitales de los nomos decimoctavo y tal vez del duodécimo y decimotercero del mismo reino, y al desarrollarse gradualmente la costumbre de embalsamar a los muertos se convirtió en dios patrón de dicho arte. Entre las patas delanteras de esta figura de Anubis había una paleta de marfil con la inscripción: «La hija del rey, Meritatón, amada y nacida de la Gran Esposa Real, Neferneferunefertiti». Meritatón estuvo casada con Semenkhare, el antecesor de Tutankhamón. La paleta contenía seis colores parcialmente utilizados: blanco, amarillo, rojo, verde, azul y negro. Aunque fue imposible conseguir muestras suficientemente grandes como para aplicar el análisis confirmatorio, por no dañar un objeto tan extraordinario, Mr. Lucas opinó que el blanco era posiblemente sulfato cálcico, el amarillo una especie de oropimente (sulfato de arsénico), el rojo un ocre y el negro carbón. No pudo analizarse el verde, y el azul estaba gastado casi por completo. Inmediatamente detrás de la peana de Anubis y mirando hacia el oeste, había una cabeza de oro de la vaca Mehurit, llamada «el Ojo de Ra». Al parecer se trata de una forma de la diosa Hathor como señora del Amentit, la «Tierra de la Puesta del Sol», que recibe en su Montaña del Oeste al sol poniente y a los muertos. Llevaba anudada alrededor del cuello una cobertura de lino. La figura estaba tallada en madera; sus cuernos eran de cobre y sus ojos, de lapislázuli incrustado, tenían la forma del «Ojo de Ra», de lo que se deriva su nombre. Su cabeza, orejas y parte del cuello eran de oro, simbolizando los rayos dorados del sol poniente; el resto del cuello, así como el pedestal en que se apoyaba, estaba barnizado con resina negra, representando la oscuridad del valle de ultratumba del que sobresalía su cabeza. En el suelo, detrás de la cabeza de la vaca y delante del equipo canope, había tres tazas de alabastro (calcita) que sostenían platos llanos del mismo material, dos de los cuales estaban cubiertos por tazones semicirculares vueltos al revés. El plato central, que tal vez había contenido agua, estaba vacío, pero, según Mr. Lucas, los vasos cubiertos a derecha e izquierda contenían un polvo, mezcla de finos cristales de natrón, un poco de sal común y una pequeña proporción de sulfato de sosa. No sabemos su significado, pero los materiales que contenían sugieren que tenían algo que ver con el ritual de momificación. El próximo grupo de objetos de esta habitación, y también el más importante, era el equipo canope, un elemento difícil de olvidar que se erigía en el centro de la pared del lado este, justo frente a la puerta de entrada. Era de unos 2 m. de alto y ocupaba un espacio de unos 1,50 m. por 1,20 m. Aunque podíamos adivinar el significado de este monumento, su simple grandeza y la calma que parecía presidir a las cuatro graciosas figurillas que lo acompañaban producían un misterio y una llamada a la imaginación, difíciles de describir. El palio, recubierto de oro, se sostenía sobre cuatro postes encima de unas gruesas andas y su cornisa estaba adornada con cobras solares de brillantes incrustaciones. A cada lado había la vivida estatuilla dorada de una diosa tutelar que cubría a su protegido con las alas extendidas. La parte central, un gran cofre en forma de capilla, estaba completamente cubierta de oro y culminaba en un friso de cobras solares, conteniendo un cofre más pequeño tallado en un bloque macizo de alabastro veteado semitransparente (calcita). Este cofre de alabastro con dados de oro, cubierto con un paño de lino y erigido sobre unas andas de madera recubierta de yeso y oro y con astas de plata, contenía los cuatro recipientes con las vísceras del rey. Éstas, envueltas en paquetes separados en forma de momia, estaban colocadas en cuatro miniaturas de féretros de oro. Estas observaciones nos llevan a considerar el significado de este complicado equipo canope. En el ritual egipcio de momificación del cuerpo las vísceras se preparaban en cuatro recipientes relacionados con los genios Imsety, Hepy, Duamutef y Qebehsnewef, que estaban bajo la protección de Isis, Neftis, Neith y Selkit. Se suponía que cada una de estas diosas tutelares contenía un genio al que tenía la obligación de proteger. Por ello, Imsety estaba protegido por Isis y Hepy por Neftis; las protectoras de Duamutef y Qebehsnewef eran Neith y Selkit, respectivamente. Hay un antiguo mito relacionado con los cuatro genios, al parecer hijos de Horus, que nos dice que nacieron del agua en un loto y que el dios-sol Ra ordenó al dios-cocodrilo, Sebekh, que los pescara con una red. Sin
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embargo, también se dice que Isis los produjo y que socorrieron a Osiris en sus infortunios, salvándole del hambre y la sed, de donde proviene su oficio de hacer lo mismo con los muertos. De este mito y del procedimiento lógico de momificación derivó el concepto original que ya aparece en los Imperios Antiguo y Medio y que era aceptado universalmente en el Imperio Nuevo. Por la intercesión de estos genios se evitaba que las vísceras causaran ningún inconveniente al muerto, sacándolas del cuerpo y colocándolas a su cuidado, protegidos por sus diosas respectivas, cuyo espíritu representaban. Por ello, tras la momia, sus féretros, sarcófagos y capillas, lo más importante del ajuar funerario era el equipo canope que contenía las vísceras, y en este caso el cofre canope con sus diosas protectoras y sus coberturas estaba a la altura de la espléndida posición de su propietario, tanto en riqueza como en magnificencia. Este cofre canope de alabastro es ciertamente uno de los objetos más bellos de todo el ajuar funerario del rey. Construido en forma de capilla; tiene el entablamiento típico de su estilo; los lados tienen una ligera inclinación y en las esquinas se ve a las cuatro diosas protectoras, labradas en altorrelieves: Isis en la esquina sudoeste, Neftis en la noroeste, Neith en la sudeste y Selkit en la nordeste. A cada lado están sus respectivas fórmulas mágicas en jeroglíficos muy claros, incisos y rellenos de pigmento azul oscuro. La pesada tapa que forma el entablamento estaba encajada cuidadosamente en el cofre por medio de un cordel atado a unas grapas de oro y sellado con el emblema de la necrópolis real: la figura del animal en forma de chacal, Anubis, echado sobre los nueve pueblos de la humanidad hechos prisioneros. El friso, recubierto con láminas de oro, tiene cincelados los símbolos Ded y Thet, que, posiblemente, indican la protección tanto de Isis como de Osiris. El interior del cofre había sido tallado hasta tan sólo unos 13 cm. de profundidad, pero era suficiente para dar la impresión de cuatro compartimientos rectangulares que contenían una jarra cada uno. Sobre cada una de las imitaciones de jarra había tapas sueltas en forma de cabeza humana, finamente labradas en alabastro con la figura del rey. Las dos del lado este miraban al oeste y las dos del lado oeste miraban al este. Los bordes rebajados de las tapas antropomorfas encajaban en las bocas de las falsas jarras, es decir, que cubrían las aberturas de los cuatro agujeros cilíndricos del cofre que hacían las veces de auténticas jarras. En cada agujero había una exquisita miniatura de un féretro de oro, envuelta en lino, con complicadas incrustaciones y parecidas al segundo féretro del rey. Estaban colocadas hacia arriba, mirando en la misma dirección que las tapas de alabastro. Al igual que la momia del rey, habían sufrido la acción de los ungüentos que se habían solidificado, pegándolas al fondo de los huecos. No encontramos datos suficientes para averiguar si esta unción tuvo lugar en la tumba o en otro lugar. El único detalle que puede sugerir que ocurrió fuera de la tumba es el hecho de que las tapas con cabeza antropomorfa estaban ligeramente separadas, lo cual podía haber ocurrido con el traqueteo del transporte a la tumba. Sin embargo, había pruebas suficientes para demostrar que la unción empezó con el féretro del sudeste, siguiendo luego con el del sudoeste, el del noroeste y, finalmente, el del nordeste, cuando sólo quedaba un poco de ungüento. Estos féretros en miniatura que contenían las vísceras son ejemplares maravillosos del arte de orfebrería y de la joyería. Son copias del segundo féretro del rey, pero con una decoración mucho más complicada, con incrustaciones en forma de plumas, siendo las caras de oro bruñido la única parte lisa de las figuras. Cada una lleva sobre la frente la fórmula mágica de la diosa y el genio a la que pertenece y en la superficie interior textos bellamente elaborados que pertenecen al ritual funerario. Sin embargo, a pesar de todo el cuidado y los muchos gastos hechos para preservar y proteger los restos mortales del joven rey, así como el suntuoso ajuar y lo que debió de ser un complicado ritual funerario en el momento del enterramiento, nos encontramos con una burda actuación por parte de los que llevaron a cabo las exequias. Debían de saber, mejor que nosotros, que la diosa Neftis debería estar en el lado sur del cofre y que su protegido era el genio Hepy, y que Selki debería ir en el lado este, encargándose del genio Qebehsnewef. Sin embargo, al colocar el equipo
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canope, situaron a Selkit en el lado sur, en lugar de Neftis, y a Neftis en el lado este, donde le hubiera correspondido ir a Selkit, a pesar de que el equipo lleva señales claras, así como inscripciones correctas en cada lado. Además, los carpinteros que ensamblaron las piezas del palio y encajaron la cubierta de madera sobre el cofre de alabastro, dejaron sus desechos (virutas de madera) en un montón sobre el suelo de la cámara. Pasemos ahora a los siniestros cofres y cajas de color negro que se alineaban al sur de la habitación. Hasta entonces nuestra imaginación vacilaba ante la idea de lo que podían contener. Con mal reprimida emoción los abrimos uno a uno: cada uno de ellos contenía una o más figuras de dioses o del rey. No se ahorró ningún esfuerzo en la elaboración y el almacenamiento de estas figuras. Estaban colocadas en veintidós cofres de madera negra en forma de capilla y colocados sobre andas de madera. Cada cofre tenía puertas de dos hojas, cerradas con cuidado y aseguradas por medio de cordel y de sellos. Estos sellos, hechos de barro del Nilo mezclado probablemente con una pequeña cantidad de aceite, tenían la impresión del sello de la necrópolis real en miniatura, es decir, la figura del perro chacal Anubis: echado sobre los nueve enemigos prisioneros, dispuestos en tres filas de tres en fondo, lo cual, según el doctor Alan Gardiner, representa los nueve pueblos de la humanidad, llamados por los antiguos egipcios «los Nueve Lazos». Este emblema significa la protección de Anubis, que defiende al muerto de todos sus enemigos en la Tierra. Cada estatuilla estaba envuelta con una pieza de lino que procedía de los telares de Akhenatón, fechadas en el tercer año del reinado de este rey, más de veinte años antes del enterramiento de Tutankhamón. Sin embargo, aunque cada estatuilla iba envuelta en lino, sus caras habían sido dejadas al descubierto, sin excepción alguna, y muchos de los dioses tenían minúsculas tiras de auténticas flores alrededor de la cabeza. En muchos casos estas coronas de flores se habían desintegrado, cayendo sobre sus hombros. Las estatuillas mismas estaban bellamente talladas en una madera dura recubierta con yeso y finas láminas de oro. Sus ojos estaban incrustados con obsidiana, calcita, bronce y vidrio; los detalles de sus tocados, collares y vestidos, estaban cuidadosamente labrados. Las insignias de las coronas y los emblemas en las manos de las figuras del rey estaban hechas de bronce recubierto con finas láminas de oro mientras que cada estatuilla, tanto del rey como de los dioses, iba sobre un pedestal oblongo barnizado con resina negra. Los dioses tenían sus nombres pintados en amarillo sobre los pedestales y sus figuras demuestran todo el encanto del arte de la Dinastía XVIII. Las figurillas del rey están esculpidas con realismo y algunas muestran semejanza física con Akhenatón. Si incluimos las dos existentes en la antecámara, había un total de treinta y cuatro: veintisiete de divinidades y siete del rey. No sabemos el significado exacto de la presencia de esta serie de figuras en la tumba. Tal vez algunas, si no todas las deidades, forman la «Enéada Divina que está en la Duat» (el más allá) o tal vez representan los nueve dioses del tribunal divino o sínodo de los dioses que se asociaba a la lucha entre Horus y Seth, ya que dos de las estatuillas del rey pertenecen evidentemente a dicho mito, mientras que las demás parecen representarle en varias formas de su existencia futura para demostrar que «no murió por segunda vez en el mundo de ultratumba». Las figuras de los dioses incluyen el dios-sol, Atum; Shu, el dios de la atmósfera; el dios de la tierra, Geb; las diosas Isis y Neftis; Horus el Viejo; Horus en la capilla; Ptah, el dios patrón de Egipto; Sekhmet, la leona diosa de la guerra; Tatenen (?), una forma distinta de Ptah; Khepre, considerado como una forma del dios-sol; Mamu, Sent y Tata; los hijos de Horus, Imsety, Hepy, Duamutef (las últimas dos figuras son dudosas) y Qebehsnewef; Menkaret, que sostiene al rey sobre su cabeza; dos estandartes de Seshet, la diosa de la escritura; el halcón, estandarte de Spedu; el halcón, estandarte de Gemeshu; una divinidad en forma de serpiente llamada Neterankh; todos los que aman al rey y dos músicos Ihy. Las únicas figuras negras (es decir, cubiertas con resina negra), tan numerosas en anteriores tumbas reales de esta dinastía, eran los dos músicos Ihy, representados como Horus niño. No tienen inscripciones, pero en la mano derecha, extendida, llevan el emblema de oro de Hathor y tal vez
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puedan identificarse como los músicos Ihy de Hathor en el mundo de ultratumba que adoraban a dicha diosa y el nombre de su hijo. En el Libro de los Muertos se menciona a este Ihy en conexión con las «Confesiones negativas», que en número de cuarenta y dos se pronuncian al llegar a la Sala de Justicia a fin de que el muerto se libre de sus pecados y «pueda contemplar el rostro de los dioses». En una escena de una tumba de la necrópolis de Meir y en la de Amenemheb en Tebas pueden verse paralelos de estas dos figuras. En ellas los músicos Ihy acompañan a los músicos femeninos en el festival de Hathor, al parecer en conexión con los muertos. Otro grupo representa al rey en forma osiríaca, sostenido por encima de la cabeza del dios o la diosa Menkaret. El rey está representado como Osiris y lleva la corona del Bajo Egipto. La mortaja, muy ceñida, cubre sus brazos, manos, cuerpo, piernas y pies. La divinidad, Menkaret, parece levantarle para que salude al dios-sol. Bajo tal grupo se ve el símbolo de este antiguo pueblo, que vivía bajo la influencia de una inocente forma de superstición, la adoración del astro luminoso que para ellos simbolizaba el poder y la beneficencia del Señor del Universo. Las estatuillas del rey demuestran la influencia de la escuela de El Amarna. En el modelado de estas figuras, incluso en las de tipo tradicional, hay un sentimiento directo y espontáneo por la naturaleza. Dicho sentimiento va más allá de las formalizaciones convencionales aprendidas rutinariamente; demuestran energía y gracia y en ellas lo divino y lo humano se han puesto en contacto directo. Dos de ellas representan al joven faraón con el pie izquierdo adelantado y llevando la corona del Bajo Egipto, el collar Hsekh con mankhet, el faldellín plisado shendyt y sandalias. En una de ellas lleva en la mano izquierda el báculo curvado o awt y el flagellum en la derecha. En otra, en lugar del báculo curvo se apoya en un bastón recto. En una tercera figura, algo mayor, el rey lleva también el báculo awt en la mano izquierda y en la derecha un flagelo, pero en ésta la corona que lleva es la del Alto Egipto. Otro par de estatuillas representa al rey sobre unos flotadores de papiro y parecen simbolizar una persecución mítica, la de Tutankhamón representado como Horus en forma de guerrero, matando al hipopótamo, un animal-monstruo, en las marismas. Estas dos figuras, exactas, son notables por el vigor y la viveza que reflejan. El rey está arrojando una jabalina y lleva la corona del Bajo Egipto mientras que en su mano izquierda sostiene el rollo de cuerda que normalmente se usa con la jabalina o el arpón. Por el mito de Horus, según aparece esculpido en las paredes del templo de Edfú, obtenemos información acerca del significado de estas dos figuras. Al parecer el dios tomó la forma de un joven de estatura y físico sobrehumanos que llevaba una jabalina de 20 codos de longitud (18 pulgadas o 45,72 cm.), con una cadena de más de 60 codos, como si fuera una caña. Horus arrojó su poderosa arma y alcanzó a Seth, el gran hipopótamo, quien se escondió en el agua para destruirle a él y a sus seguidores cuando llegara la tormenta que había de hundir los botes. De este modo Horus, el vengador, venció al abominable enemigo de Osiris. Sin embargo, por el mito sabemos que la gran batalla aún no ha tenido lugar, pero que Horus destruirá a Seth cuando Osiris y los dioses reinen de nuevo sobre la tierra. Un fragmento del relato de «las Contiendas entre Horus y Seth», aparecido en un papiro descubierto recientemente y que data del reinado de Ramsés V, aclara aún más esta representación del rey como Horus con sus atributos divinos: «Así pues fueron con sus barcos a presencia de los Nueve, después de lo cual el barco de Seth se hundió en el agua. Y Seth se convirtió en hipopótamo e hizo que el barco de Horus se fuera a pique. Después de lo cual Horus tomó su arpón y lo arrojó contra el divino Seth».25 También es interesante observar que en una época muy posterior, en el período helenístico de Egipto, encontramos a Horus representado como un guerrero a caballo y atacando a su enemigo el cocodrilo con una lanza, imagen muy parecida a la de San Jorge y el dragón de la época cristiana del que tal vez sea el prototipo. La frágil balsa de cañas en la que va el rey está pintada de verde, con cálices y cintas decoradas en la proa y la popa. Tales balsas estaban al parecer hechas de montones de papiros o de cañas corrientes atadas, un tipo de embarcación muy primitiva que se usaba para cazar en las marismas y para cruzar las aguas tanto en épocas antiguas como por las gentes de hoy día en las crecidas del Nilo. 25 Alan H. Gardiner, The Chester Beatty Papyrus, Nº. 1, cap. 13, 11. 9 y 10.
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Tal vez aún más misteriosas son las dos figuras que representan al rey a lomos de leopardos. En ambos casos Tutankhamón lleva la Corona Blanca del Alto Egipto, el faldellín shendyt y sandalias, sosteniendo en sus manos el báculo con umbela y el flagelo. Se yergue sobre un pedestal que va sobre el lomo de un leopardo que tiene las líneas de la cara y la parte interna de sus pectinadas orejas hechas de oro. Fragmentos de figuras similares aparecidos en las tumbas de los monarcas precedentes de la Dinastía XVIII demuestran claramente que estas extraordinarias figuras son corrientes en el ajuar funerario de los faraones, pero aún no hemos podido averiguar su verdadero significado. Los leopardos están en actitud de marcha y por ello sugieren movimiento, como si el rey se dispusiera a entrar o salir del más allá. También había una flotilla de embarcaciones en miniatura. Sobre los veintidós cofres negros en forma de capilla que albergaban las estatuillas había catorce de ellas; delante del granero en miniatura situado frente a los cofres había una con todos los aparejos; en la esquina noroeste iba otra, completamente equipada, y había dos más en el lado norte de la habitación. Las del lado sur tenían la proa dirigida hacia el oeste. Dos de las del lado norte de la habitación habían sido derribadas por los ladrones. El resto del grupo apareció en el anexo y desgraciadamente estaban casi destruidas por completo, debido a los malos tratos que habían recibido a manos de los ladrones. Entre estas embarcaciones encontramos algunas para seguir el curso del sol y canoas para cazar hipopótamos y las aves del más allá, simbolizando los pasatiempos míticos de Horus en las marismas; barcos para hacer el peregrinaje de ida y vuelta a Abydos y embarcaciones para independizar al muerto de los favores de los «barqueros celestiales», para alcanzar «los campos de los bienaventurados» que estaban rodeados de aguas turbulentas, difíciles de cruzar. Al parecer algunos esperaban atravesarlas con la ayuda de los pájaros divinos, el halcón de Horus y el ibis de Thot; otros pedían a los espíritus celestiales Imsety, Hepy, Duamutef y Qebehsnewef que les trajeran una barca y otros se dirigían al mismo dios-sol y le pedían que los llevara en su barco. Pero en nuestro caso, gracias al poder mítico inherente en estas reproducciones, el rey se había hecho independiente de tales favores. Las miniaturas están hechas de planchas de madera , unidas con clavos y modeladas y alisadas con la azuela. Están pintadas y doradas y en algunos casos profusamente decoradas con brillantes adornos. A excepción de una reproducción de una canoa de caña, todas parecen representar barcos del tipo de una carabela, con entabladuras lisas o sea con planchas o tablones de madera colocados uno al lado del otro, presentado una superficie lisa, unida por medio de cuñas, sin cuadernas, estando los lados unidos por medio de bancos de remeros y de tablas cruzadas que ensamblan los costados; las piezas laterales van unidas al tajamar de proa a popa. El equipo para el gobierno de la embarcación consiste en dos grandes remos que van sobre dos buzardas y en vigas cruzadas que cuelgan frente al puente de popa. Las cuatro embarcaciones para seguir el curso del sol (dos grandes y dos pequeñas) son de tipo ligero, posiblemente derivadas del primitivo barco de cañas. El fondo es curvo y ligeramente aplastado bajo la proa y la popa. Sus dos extremos se levantan gradualmente en una fina curva y el mástil termina en un poste en forma de papiro mientras que el palo de popa es curvado, culminando en un pilar, también en forma de papiro; de hecho en su aspecto general le recuerdan a uno la góndola veneciana. En el centro se levanta el trono de oro del pasajero real al que en las embarcaciones más grandes se llama «Amado de Osiris» y «Amado de Sokar» y en las pequeñas, «Semejante a Ra» y «Dador de Vida». Así el muerto viaja en compañía de Ra, el dios-sol, durante el día por encima del océano celeste y por la noche a través de los reinos de Osiris. «Durante el día (dice el profesor Maspero) el Alma pura no corría ningún peligro serio; pero por la noche, cuando las aguas eternas que fluyen a lo largo de la bóveda del cielo se precipitan en vastas cascadas hacia el oeste y son engullidas en las entrañas de la tierra, el Alma sigue a la barca del sol y a su escolta de dioses luminosos hasta un mundo inferior, repleto de emboscadas y peligros. Durante doce horas este escuadrón de dioses desfila a través de corredores largos y oscuros donde numerosos genios, algunos hostiles, otros amistosos, unas veces se esfuerzan en
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impedirles el paso y otras les ayudan a superar las dificultades del camino. De vez en cuando había grandes puertas, cada una guardada por una enorme serpiente, que llevaban a una sala inmensa de llamas y fuego, poblada de monstruos terribles y por verdugos cuyo oficio era torturar a los condenados. Luego venían más corredores oscuros y estrechos, más caminar a ciegas en la oscuridad, más luchas contra genios malévolos y de nuevo la alegre bienvenida de los dioses benévolos. A medianoche empezaba el camino ascendente hacia las regiones del Este de la tierra; y por la mañana, tras alcanzar los confines de la Tierra de la Oscuridad, el sol emergía del este para alumbrar un nuevo día.» Las dos embarcaciones para cruzar las aguas celestiales se parecen mucho a éstas, pero en ellas el tajamar y la popa se curvan hacia dentro: ambos extremos sobresalen del agua formando una bella curva, inclinándose hacia atrás y culminando en el típico papiro aparasolado. El bao es ancho y parecen capaces de navegar por aguas poco profundas con un calado mínimo y el máximo peso. Se dice que los dioses de los cuatro puntos cardinales concedieron cuatro embarcaciones de este tipo, conocidas como «sekhen», para la ascensión de Osiris al cielo. Tanto las barcas para seguir el curso del dios-sol como éstas, para llegar a la tierra de los bienaventurados, eran empujadas o llevadas por agentes sobrenaturales, ya que se las destinaba a un servicio divino y, por lo tanto, no requerían velamen ni remos. La canoa dedicada a los pasatiempos míticos de Horus es una reproducción de un tipo de embarcación muy primitivo, ya que por sus detalles vemos que estaba hecha de haces de tallos de papiro atados a intervalos hasta darles la forma de canoa. La proa y la popa son ligeramente curvadas y terminan en los convencionales papiros en forma de parasol. Aunque la primitiva balsa de la que proviene esta embarcación no se encuentra hoy día en Egipto propiamente, todavía sobrevive en Nubia y en el curso alto del Nilo. En las pinturas murales de las tumbas-capilla de los particulares pertenecientes a los Imperios Antiguo y Medio aparece un tipo de embarcación de cañas parecido a esta reproducción en todas las escenas de caza de aves, pesca y práctica del arpón, así como en las del Imperio Nuevo, en las que se les llama barcos wsekhet. Mi opinión es que tales escenas son tan míticas como los pasatiempos de Horus. Sin embargo, «Plutarco nos cuenta que el hipopótamo era un animal Tyfoneo, por lo que la caza del hipopótamo lógicamente evocaría el recuerdo de la lucha entre Horus y Seth».26 Cuatro barcos de esta serie de embarcaciones funerarias tienen un palo mayor, aparejos y vela cuadrada. En medio del puente había una cabina profusamente decorada y en el castillo de proa y puente de popa se alzaban doseles dorados. Aunque estos barcos tienen el típico tajamar puntiagudo y la proa en forma de cola de pez, le recuerdan a uno los «nagga» que todavía van y vienen por el Nilo en Nubia, construidos con tablones de madera de acacia y sostenidos por clavos en forma de cuña en la parte interior, y que sin duda descienden directamente de estas antiguas embarcaciones. Los otros siete barcos de esta serie no tienen velamen ni remos, pero también parecen ser reproducciones de barcos construidos al estilo de las carabelas. Las piezas de la roda y la popa se curvan hacia arriba, culminando en una brusca escotadura. Sobre el castillo de proa y el puente de popa hay un camarote con tejado a dos vertientes, profusamente decorado y con puertas y ventanas. Sin duda este último grupo se destinaba al peregrinaje a Abydos, el lugar sagrado, donde el rey muerto interpretaría algún papel en conexión con las ceremonias funerarias en honor de Osiris. Al hacerle disfrutar de unos ritos semejantes, se le identificaba con el gran dios de los muertos; asimismo el rey, al seguir el curso del sol, se identificaba también con el dios-sol. No sabemos si la procesión río arriba tenía realmente lugar ni si correspondía a un hecho cierto, ya que, si efectivamente ocurría, ¿por qué se colocaban estas reproducciones en la tumba? Tal vez uno de los objetos más curiosos de todo el ajuar funerario sea el que apareció en una caja oblonga en la esquina sudoeste de la habitación, debajo de algunos de los cofres en forma de capilla. Este objeto, al que comúnmente llamamos la figura germinada de Osiris o el lecho de Osiris, se compone de un armazón de madera moldeado como la figura de dicho dios, vaciado, 26 Davies y Gardiner, The Tomb of Amenemhet, p. 30.
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forrado con un paño, lleno de barro procedente del lecho del Nilo y con grano plantado en él. Se lo humedecía, el grano germinaba y aquella forma inanimada se convertía en verde y llena de vida, simbolizando así la resurrección de Osiris y del muerto. Esta figura era de tamaño natural e iba completamente envuelta en mortajas y vendada a manera de una momia. No es más que otro ejemplo de cómo en aquel antiguo culto funerario se identificaba al muerto justificado con Osiris en todos los aspectos posibles. Como símbolo de la elaboración de cerveza, la bebida de los dioses, para el dios había dos coladores colocados sobre uno de los cofres. Estaban hechos de madera recubierta con una capa de yeso y llevaban en el centro discos de cobre con numerosas perforaciones para colar la bebida. Sin duda el sistema egipcio de elaboración de la cerveza, o de hacer «Booza», según lo llaman, era muy parecido en tiempos antiguos al de los modernos. Parece ser que el método antiguo es el siguiente: Se toma pan del día anterior, ya sea de trigo, cebada o mijo; se machaca en una vasija grande, se cubre con agua y se deja reposar durante tres días. En otro vaso se coloca una porción de grano relativamente pequeña, se cubre con agua caliente y se deja reposar durante un día. Transcurrido éste, se escurre el agua con un colador y se deja secar el grano al sol durante otro día tras el cual se puede apreciar una exudación de color blanco lechoso, producida por la incipiente germinación. Entonces se pulveriza el grano, formando una pasta que se mezcla con la primera preparación y dejándola macerar durante unas diez horas. Luego se trabaja vigorosamente la mezcla de la primera y segunda preparaciones, colándose el líquido que se obtiene de ella, el cual se coloca en otra vasija donde está ya a punto de beber, y así se obtiene como resultado un licor alcohólico turbio bastante más fuerte que la cerveza común. Generalmente el desecho sólido se tira, aunque en algunas ocasiones la gente pobre lo come sazonado con pimienta roja o se da tal cual a los caballos. En una tosca caja de madera había una reproducción de «Mola Trusatilis», o piedra de moler, para convertir el grano en unas tortas. Consiste en un mortero y una mano, ambos de cuarcita (una especie de arenisca cristalina); el mortero encaja en una base de madera y tiene una pequeña gamella para contener la pasta, estando recubierto de yeso. La mano, de forma oval con la base aplastada, se usaba para pulverizar el grano sobre el mortero. Burchardt, en su libro Travels in Nubia (1822), hablando del pueblo bereber dice: «Como no tienen molinos ni molinillos de mano, muelen la dhoura (un mijo local) esparciéndola sobre una piedra lisa de unos 61 cm. de largo y 30,5 cm. de ancho, la cual se coloca en posición inclinada frente a la persona encargada de moler. En la parte correspondiente al extremo inferior de esta piedra se hace un agujero en el suelo para colocar en él una jarra, un tazón de madera o una vasija parecida, que recibe la harina de dkoura. La muela se realiza por medio de una piedra pequeña de base plana; se la sostiene con ambas manos y el que muele, que está de rodillas para efectuar la operación, la mueve de atrás adelante sobre la piedra inclinada.» Esta clara descripción de lo que no es más que un mortero y una mano como el que nosotros encontramos, así como del método adoptado para pulverizar el grano, no ofrece ninguna duda de que esta antigua reproducción, aunque menos primitiva, es un prototipo. En la capilla de Amenemhet vemos mujeres usando este tipo de mortero y en la capilla de Baqt, en Beni Hasan, hay hombres trabajando en la misma tarea. Este tipo de molino de mano se empleaba evidentemente para moler la harina para el pan, y aunque esta tarea era típica de mujeres y sirvientes, creo estar en lo cierto al afirmar que preparar la comida del dios era un privilegio del faraón, quien era también el molinero de los dioses.27 Es interesante que este ajuar funerario conserve trazos de anteriores costumbres funerarias que desde mucho tiempo antes habían dejado de practicarse en tumbas de particulares, en especial las reproducciones de barcos, figuras y objetos de tipo doméstico, colocadas aquí para uso de los dioses. Otra de estas miniaturas es una reproducción de un granero con una puerta que se abre a un recinto formado por un patio y dieciséis compartimientos para cereales que estaban llenos hasta los topes de grano y de semillas. Hoy día en Egipto se estilan grandes shunas de este tipo, construidas 27 Newberry, Beni Hasan, Parte I, lám. XII; Parte II, lám. VI.
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con adobe. Los detalles arquitectónicos externos son exactamente iguales a los de esta miniatura hecha hace treinta y tres siglos. Como este objeto completa el material colocado en el lado sur de la habitación, pasaré a describir los objetos colocados en el lado norte. En este lado había una fila de cofrecillos para joyas y cajas lisas de color blanco, paralelos a la peana de Anubis y llegando hasta el equipo canope. Por desgracia este grupo había sufrido considerablemente a manos de los ladrones de época dinástica al buscar los objetos más valiosos de oro y plata que contenían los cofres y las cajas. Los sellos estaban rotos, su contenido revuelto y las piezas de mayor valor habían sido robadas. Por si fuera poco, el resto del contenido quedó en completo desorden. Debe recordarse aquí que los antiguos egipcios usaban maderas preciosas, marfil, piedras preciosas, fayenza, vidrio y metales para la manufactura y decoración de sus cofres. Desde todos los tiempos en Oriente se han usado estas cajas de complicada decoración para colocar en ellas los objetos más valiosos y personales, joyas y vestidos o como recipientes para cosméticos, colocados en ricos tarros. De hecho, incluso hoy día, el orgullo del campesino es la caja decorada con lentejuelas, a menudo una baratija, en la que guarda sus objetos más queridos. En estas cajas del antiguo Egipto no se intentó nunca hacer escondrijos, tales como compartimientos secretos o dobles fondos parecidos a los que abundan en cofres de los siglos XVI y XVII de nuestra era. El interior es siempre simple y a veces está dividido en compartimientos destinados a diversos usos. Estas cajas se cuentan entre los muebles más antiguos y, probablemente, son anteriores a la cama, el sofá y la silla. Puede decirse que son el antecedente de la cómoda moderna, siendo el tipo de transición los cofres orientales más tardíos para especias y medicinas, con incrustaciones y numerosos cajoncillos. En época dinástica las cajas y los cofres eran una pertenencia muy corriente; entre los ricos eran a menudo de gran valor, según vemos, y lógicamente entre los pobres serían lisos y muy simples. Casi siempre eran para uso doméstico, sin que haya aparecido hasta el momento ninguno con las características de una antigua «caja fuerte» egipcia. No había candados, por lo que era inútil tener una caja fuerte, ya que el sistema de cerradura consistía en cuerdas y sellos. Aunque los egipcios conocían la bisagra ‒en nuestra tumba han aparecido varias cajas con ellas‒ la utilizaban muy poco para unir las tapas a sus cajas. Lo usual era una tapa suelta, separada de la caja. El sistema empleado, para sustituir la bisagra a fin de sostener la tapa en el resto de la caja era muy simple, pero ingenioso: se practicaban dos agujeros o una muesca o se rebajaba el interior del borde superior de la parte trasera de la caja, en los cuales se insertaban las correspondientes protuberancias que había en el listón interior de la tapa, sistema que, una vez encajadas las piezas, evitaba que la parte de atrás de la tapa pudiera levantarse. Luego se ataba una cuerda alrededor de un botón que había en la parte frontal tanto de la tapa como de la caja y a su vez se fijaba la cuerda por medio de un sello. De este modo, a menos que se lograra romper el sello y se cortara la cuerda, la tapa quedaba firmemente cerrada por delante y por detrás. Como resultado de esta antigua costumbre de proteger los mejores objetos, no es sorprendente que encontremos el equipo más valioso y personal del rey, funerario o de otro tipo, almacenados en cofres y cajas de recargada ornamentación. En esta tumba hemos encontrado muchos de ellos y en esta habitación tenemos cuatro, de un total de seis, que muestran una artesanía refinada, especialmente en cuanto al sistema de marquetería, por el cual se han empleado más de cuarenta y cinco mil incrustaciones para la ornamentación de una sola pieza. El primero de ellos, el que se encontraba más cerca de la puerta, estaba adornado con chapas de marfil y ébano con incrustaciones de marquetería, es decir, con una gran cantidad de pequeñas piezas de marfil y ébano dispuestas formando rombos, aspas y patas de gallo entre paneles formados por chapas de tiras anchas y estrechas de dichos materiales. Este cofre era de forma oblonga, con cuatro patas cuadradas y tapa abombada. Según es corriente en todas estas cajas de artesanía manual, la estructura básica de este cofre era de pobre calidad, probablemente de una
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madera del género del tamarindo, habiéndose pegado sobre esta base de inferior calidad las valiosas chapas de marfil y de ébano, así como la marquetería, es decir, que se preparaban las paredes externas de la estructura de la caja alisándolas, luego se aplicaba una ligera capa de pegamento y finalmente se colocaban las chapas y la marquetería. Una vez hecho esto se presionaban estas últimas y, a su vez, se las alisaba y pulía. Encontramos este mismo tipo de decoración en los bastones «serpiente» ceremoniales, tal vez obra del mismo artesano. En la tapa del cofre había un letrero que decía: «Joyas de oro de la procesión hecha en la cámara-cama de Nebkheprure (Tutankhamón)».28 Contenía un montón de joyas, muy revueltas, algunas de las cuales tal vez pertenecían a otros cofres, ya que los ladrones habían tomado las piezas de mayor valor, dejando el resto en desorden. El segundo cofre era de forma muy rara, ya que era oval, forma típica de las cartelas con el nombre del rey. Estaba hecho de una madera entre marrón y rojiza, tal vez de conífera, y bordeado de chapas de tiras de ébano. Alrededor de sus lados había tres bandas horizontales de escritura jeroglífica con los títulos y otras denominaciones del rey, grabadas y luego rellenas de azul. Sin embargo, el rasgo más regio y sobresaliente era la tapa, que consistía en una enorme cartela con el nombre de Tutankhamón, con caracteres de ébano y marfil amarillo cuidadosamente tallados; estos caracteres iban sobre un fondo de oro, bordeado con ébano negro, a su vez incrustado con dibujos y títulos del rey en marfil blanco. Al igual que el primer cofre, su contenido había sido saqueado. En éste encontramos únicamente unos restos de joyas, muy revueltos, un marco para un espejo y algunos cetros; estos últimos probablemente pertenecían a este mismo cofre. El tercero no era más que una simple caja de madera pintada de blanco y con la tapa abombada. Estaba vacío, a excepción de un par de elegantes sandalias de piel en forma de zapatillas y de una ajorca de piedra. Posiblemente contenía vestidos de los cuales encontramos algunos fragmentos en los otros cofres. El cuarto era el mayor y estaba hecho de madera de conífera decorada con anchas tiras y listones hechos con chapa de marfil. Los paneles que forman estas tiras estaban decorados con aplicaciones de símbolos de madera dorada labrados a cincel, entre ellos símbolos ankh, uas y neb y una fórmula mágica que significa «Toda la Vida y la Buena Suerte». El dorado de estos símbolos superpuestos, al contrastar con el color marrón oscuro de la madera básica y las franjas y listones de marfil blanco, producía un efecto de gran riqueza y elegancia. Cada franja y cada listón tenía grabadas claras escrituras jeroglíficas, rellenas de pigmento negro, que daban la denominación del rey, que consiste en los cinco «Grandes Nombres» que el rey asumía en su ascensión al trono, es decir, «El nombre de Horus», «El nombre de Nebti», «El nombre del dorado Horus», su prenombre y su nombre. En una de las franjas iba también la cartela de la reina con sus títulos. Las cuatro patas cuadradas de este cofre terminaban en cápsulas de plata. Su interior se dividía en dieciséis compartimientos rectangulares, cada uno de los cuales medía 11,12 cm. por 8,9 cm. Es evidente que estos compartimientos fueron construidos para contener un número parejo de vasos de cosmética de oro o plata. No quedaba ninguno: habían sido robados y en su lugar había un pequeño cesto de mimbre, un cuenco de marfil amarillo, dos paletas, un bruñidor de marfil y oro, una caja muy decorada para aparejo de escribir y un marco de espejo vacío, todos ellos evidentemente procedentes de alguna otra caja o cofre. La quinta caja era lisa, de madera pintada de blanco, parecida al tercer ejemplar a que nos hemos referido. Sobre ella había un letrero con inscripciones hieráticas que decía: «La... procesión de la cámara-cama». En el fondo de esta caja había algunos frutos secos y un bello abanico de plumas de avestruz, muy frágil, que perteneció al rey. Esta pieza, sencilla pero emocionante, estaba hecha de plumas de avestruz blancas y marrón oscuro que se insertaban en una pieza semicircular de marfil, a la que iba unido el mango del abanico. Este mango, también de marfil, tenía la forma del tallo y la umbela de un papiro y formaba ángulo recto para aumentar el movimiento producido al girar la muñeca al usarlo; estaba adornado con franjas de oro y su empuñadura era de lapislázuli. 28 En mi opinión «cámara-cama» tal vez significa «cámara-féretro».
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Piezas tan encantadoras como ésta parecen eludir el paso del tiempo. Muchas civilizaciones han nacido y han caído desde que se depositó este abanico en este lugar y, sin embargo, este tipo de objetos tan raros y tan familiares, forman un eslabón entre nosotros y aquel tremendo pasado, ayudándonos a comprender que el joven rey debió ser muy parecido a nosotros mismos. El sexto cofre estaba detrás del primero, junto a la puerta. Era el más pequeño de todos y su forma era rectangular. Se sostenía sobre cuatro patas cuadradas y estaba decorado con marquetería de marfil y ébano y con chapa de marfil, como el primer cofre. Estaba vacío y su tapa yacía sobre el segundo cofre. Tenía un letrero con una inscripción hierática que decía: «...de oro en (?) el lugar de la procesión funeraria». Su interior se dividía en compartimientos iguales para cuatro vasijas, lo que con toda probabilidad explica el vacío en el principio de la inscripción. Por los letreros escritos sobre algunos de estos cofres, tales como «Joyas de oro de la procesión hecha en la cámara-cama de Nebkheprure», «La... procesión de la cámara-cama», «...de oro en (?) el lugar de la procesión funeraria» y a través de las escenas de procesiones funerarias en las tumbas-capillas de los particulares pertenecientes al Imperio Nuevo, comprendemos que las joyas y demás objetos que había en estos cofres eran típicos del ceremonial funerario. Nuestras investigaciones han establecido que el material que faltaba de estas cajas era por lo menos un sesenta por ciento de su contenido original. Lo que quedaba, en cuanto a joyas, comprendía algunos pendientes, un collar, varios pectorales, algunos brazaletes y un anillo. También había la tapa de una cajita de diseño calado, con incrustaciones de joyas, varios cetros, dos marcos de espejo, los restos de algunos vestidos y un equipo de escribanía, en total cuarenta y tres piezas. Lógicamente, es imposible determinar la cantidad exacta de joyas sustraídas, aunque lo que quedaba de algunos adornos nos permite suponer que debió de ser considerable; como mínimo podemos asegurar que los ladrones se llevaron dos espejos y por los menos veinte vasos de dos de los cofres, cuatro de los cuales sabemos que eran de oro. Por lo visto, en el antiguo Egipto, las joyas no perdían su utilidad ni finalizaban su objetivo con la muerte, ya que en las tumbas las encontramos en todas sus formas, depositadas para la vida futura. Es evidente que para aquellas gentes su utilidad no consistía tan sólo en adornar a los vivos, sino también a los muertos; incluso se las hacía a propósito para ser enterradas con el difunto. En este último caso es fácil reconocerlas por su mayor fragilidad. En nuestra tumba había gran cantidad de joyas, depositadas allí como amuletos o para otros fines. Sobre la momia del rey había ciento cuarenta y tres piezas; otras aparecieron en la peana portátil de Anubis y el resto estaba almacenado en unos cofres y en otros. La momia del rey, así como todos sus amuletos y adornos personales, estaba intacta, pero, como acabamos de ver, una gran parte de lo que había en los cofres había sido robado, posiblemente las piezas de mayor valor intrínseco. Así pues, lo que hemos encontrado es tan sólo una parte de lo que había en un principio. Por otro lado, es evidente que los llamados «guardianes de la necrópolis» que se encargaron de cerrar la tumba después del saqueo, debieron de encontrar lo que quedaba en completo desorden y, al parecer, llevaron a cabo su tarea sin cuidado alguno, como por rutina, recogiendo lo que los ladrones habían dejado y devolviéndolo a los cofres sin miramientos en cuanto a su distribución original. Así fue como encontramos partes de una pieza en un cofre, otras partes en otro y todo el conjunto muy revuelto. Sin embargo, aunque posiblemente lo que quedaba no era ni un cuarenta por ciento del total, creemos que lo que había era más que suficiente para permitirnos estudiar la pericia de los orfebres, así como la clase de trabajo que se hacía en joyería en los talleres reales de la Dinastía XVIII. Para empezar hay que decir que bajo diversos aspectos estas piezas del Imperio Nuevo no demuestran la perfección en el acabado que encontramos en la artesanía de sus predecesores en el Imperio Nuevo. Sin embargo, los orfebres tebanos demuestran tener gran maestría en la ejecución, un sentido de la decoración muy acusado y una gran inventiva en el campo del simbolismo temático. Su arte incluía la talla de piedras preciosas, la del vidrio, las incrustaciones, el engaste, la técnica del repujado, el cincelado, la filigrana con alambres de oro y el granulado. Este último es un
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rasgo característico de estas joyas y está compuesto por una decoración a base de minúsculos granos de oro que probablemente se fundían y soldaban a las superficies metálicas, llanas o curvas, que se quería adornar de este modo. En todas estas artes demuestran gran ingenio y maestría en la ejecución. Muchos de los adornos, en realidad la mayoría, están trabajados a jour, incrustándose luego varias piedras semipreciosas y vidrios de colores en alto o bajorrelieve o incluso nivelados, usando la técnica del cloisonné. Sin embargo, hay que decir que aplicar la palabra «cloisonné» a la joyería egipcia puede prestarse a confusión. Lo que realmente queremos indicar es que se pegaban las piedras o sus imitaciones en vidrio en compartimientos de metal o cloisons, pero la incrustación no era de esmalte, como ocurre en el cloisonné propiamente dicho, ya que los antiguos egipcios no conocían este material. Los metales que se empleaban eran oro, electro, plata y, en menor proporción, bronce; las piedras eran la amatista, la turquesa, el lapislázuli, la calcita, la cornerina, el feldespato verde, el cuarzo transparente y semitransparente ‒que a menudo se colocaba encima de un pigmento para que brillara, imitando otras piedras, serpentina y una piedra muy dura de color verde oliva oscuro que aún no hemos identificado. Además de éstos se empleaban materiales compuestos, tales como la fayenza (cerámica vidriada), la pasta vítrea endurecida y vidrios de colores, tanto opacos como semitransparentes, para reemplazar alguna de las piedras mencionadas. Otro rasgo peculiar de estas joyas es el empleo de oro teñido de un brillante color escarlata, producido por un método que hasta ahora nos es desconocido. Al incrustar este último en una pieza de oro amarillo brillante o en algunos granulados y combinado con resina de colores oscuros, producía un extraño efecto, a veces demasiado llamativo. El tema sobresaliente en los diversos emblemas que aparecen en estas piezas se relaciona, en su mayor parte, con la religión del Estado, siendo Ra el dios-sol y Aah (Thot) el dios-luna, el núcleo, si no lo principal. El mismo sol, Ra, «Señor de los Cielos», el «Rey Soberano de Toda vida», toma diversas formas en estas joyas, tales como Khepre, Horus, Herakhte y Atum, siendo cada una el representante local de alguna fase del sol. Entre los antiguos egipcios no había ningún dios de mayor importancia que Ra, en especial en los momentos a que nos referimos. Le consideraban como el Señor del Universo que todo lo gobierna desde su barca sagrada en los cielos. Hablar de Dios era pensar en Ra. El escarabeo Khepre es una transformación del dios-sol en el famoso escarabajo pelotero que construye con todo cuidado la bola materna con una cavidad en la que incubará y alimentará el huevo. Bajo esta forma el sol recién nacido sale de la «Caverna del Amanecer» para empezar su recorrido diurno. Al despertar en el Este sube a la barca de la mañana para ascender por la bóveda del cielo y entonces se identifica con Horus, ya como un joven, ya como un sacre (Falco subbuteo). Una oración se refiere a Ra con estas palabras: «Tu despertar es bello, oh Horus que viajas por el cielo... la criatura de fuego de rayos brillantes que dispersa la oscuridad y las tinieblas». Cuando está en medio del cielo se le considera como un enorme disco con alas multicolores prontas a abatirse sobre sus enemigos. Durante su curso por el cielo también toma la forma de Herakhte, ya la antropomorfa, que le presenta como un hombre con cabeza de halcón, o como un halcón de cetrería (Falco peregrinas), un ave de presa de gran coraje que mata a su presa en pleno vuelo. Finalmente el sol se convierte en el viejo Atum, «El que cierra el día», sube a la barca de la tarde y desciende por detrás de Manun, la sagrada Montaña del Oeste, hacia el mundo de ultratumba, para empezar de nuevo su viaje nocturno a través de las doce cavernas, las horas de la noche. Aquí, según oímos en una canción, da luz al gran dios Osiris, «el que gobierna la Eternidad». «Dame luz, que yo pueda ver tu belleza», es asimismo la plegaria de los muertos. A través de estas consideraciones mitológicas hemos de concluir sin duda alguna que las joyas del faraón se consideraban sagradas. Tal vez creían que tenían poderes mágicos y quizás estuvieran al cuidado especial de grupos de sacerdotes que vivían en la corte. Es evidente que por debajo de la temática general aparece una idea ulterior. De este modo vemos cómo las joyas de Tutankhamón, a pesar de ser hechas para su uso diario, se destinaban también a cumplir un objetivo en el mundo
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futuro. Sin embargo, hay un problema muy complicado en cuanto a estas piezas: ¿cuáles eran verdaderamente para uso diario y cuáles se hicieron tan sólo para fines funerarios? Hay que recordar que a menudo las joyas sepulcrales y las de uso diario son tan parecidas que es difícil reconocer sus diferencias, si es que hay alguna. De hecho, en la mayoría de los casos el único criterio válido es su endeblez o huellas de que han sido usadas. Sin embargo, hay algunos ejemplares típicamente sepulcrales, por ejemplo, los ocho pectorales que aparecieron en la peana de Anubis. Tres de ellos tenían inscritas fórmulas funerarias directamente relacionadas con el corazón y las extremidades del muerto; las demás llevaban epítetos tales como «Osiris, el Rey, Justificado», que equivalía a nuestra palabra «muerto». Los pendientes parecen haber pertenecido a Tutankhamón en sus años juveniles. Al examinar la momia de Tutankhamón vimos que tenía perforados los lóbulos de las orejas, pero entre los muchos objetos que descubrimos entre sus mortajas no había nada que se pareciera a un pendiente. La máscara de oro que cubría su cabeza también tenía agujereados los lóbulos de las orejas, pero se había rellenado cuidadosamente los agujeros con pequeños discos hechos con láminas de oro, sugiriendo un intento de encubrir este hecho. Entre las representaciones de los reyes que hay en muchos monumentos de la época imperial se ven a menudo perforaciones en el lóbulo de sus orejas, pero no recuerdo que se haya encontrado en ningún caso una escena en que el rey lleve pendientes. Asimismo se representa a Osiris llevando collares y brazaletes, pero nunca pendientes. Los niños árabes de hoy día en Egipto llevan comúnmente pendientes (halak) hasta los seis o siete años; entonces se los quitan, pasándolos a un hermano o hermana menor. Sólo en raras ocasiones los hijos únicos o favoritos los llevan hasta los doce o trece años. Así pues, de tomar en consideración las pruebas que nos presentan la momia del rey, su máscara, los monumentos y las costumbres de hoy día a este respecto, que posiblemente son vestigios de prácticas primitivas, hemos de concluir que los hombres no acostumbraban llevar pendientes después de alcanzada la adolescencia. En todo caso los pendientes no eran un adorno de origen muy antiguo en Egipto. Al parecer empiezan a encontrarse entre los habitantes del Nilo a principios del Imperio Nuevo y tal vez fueron introducidos desde Asia durante el precedente período intermedio, bajo la dominación de los reyes hicsos. Encontramos dos clases de pendientes: los rígidos y los flexibles. En ambos casos se colgaban de las orejas por medio de una barrita que se pasaba por los agujeros de los lóbulos. Es interesante notar que por alguna razón inexplicable el halcón solar, Herakhte, representado en uno de los pares de pendientes, tenía la cabeza hecha de vidrio azul semitransparente, en forma de ánade (Anas hoscas). Las joyas más populares e importantes del antiguo Egipto, tanto entre los reyes como entre los particulares, eran los collares de cuentas y los anchos collares-pectorales, también de cuentas. En este caso su popularidad como ornamentos entre todos los estratos sociales nos perjudicó ya que, a excepción de una burda sarta de cuentas alternadas de resina oscura y de lapislázuli, se los habían llevado todos. Probablemente fueron robados no por su valor intrínseco, que no podía ser mucho, sino debido a su gran popularidad. Por todas partes encontramos cuentas por el suelo, desde este tesoro hasta el pasadizo de entrada de la tumba, en particular en el punto donde los ladrones tuvieron que pasar por el pequeño agujero que practicaron en la mampostería que cegaba la puerta de la cámara funeraria. Allí encontramos fragmentos de collar colgando de los bordes dentados de las piedras y muchas cuentas dispersas por las grietas de la mampostería: por lo menos había fragmentos de dos collares y piezas de los hombros en forma de cabeza de halcón que debían formar parte de anchos collares de cuentas. El pectoral es un adorno que los reyes de Egipto llevaban con muchas variantes, pero casi todos tienen los siguientes rasgos en común: se trataba de un ornamento para el pecho que cuelga del cuello bien sea por medio de cadenas hechas con placas decoradas, por tiras de cuentas, por cadenas de listas de oro o simplemente por cordones de hilo con borlas en los extremos. En los tres
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primeros casos casi siempre llevaban un adorno en la espalda que no sólo servía de contrapeso sino de broche, ya que se podía abrir y cerrar. En los cofres encontramos muchos pectorales de gran belleza, algunos completos; a otros les faltaban algunos fragmentos. Algunos de ellos puede que fuesen investiduras de órdenes honoríficas; véase, por ejemplo, el pectoral que representa «El nacimiento del Sol», que eclipsa todos los encontrados hasta el momento. Tal vez las joyas que más aparecen entre todas las clases sociales egipcias sean los brazaletes. Desgraciadamente sólo encontramos tres que los ladrones dejaron atrás. A través de ellos vemos que entraban en dos categorías: el tipo de aro rígido de metal con bisagras y cierre de aguja, decorado con incrustaciones, y el tipo flexible compuesto por cuentas dispuestas por medio de separadores para formar un dibujo determinado, con un adorno en el centro y cierre de aguja. El único anillo que encontramos en estos cofres era de un tipo bastante pobre, compuesto por una pieza de fayenza azul montada en una delgada chapa de electro. Es posible que tanto la pequeña y hermosa caja de marfil con la inscripción en escritura hierática «Anillos de oro que pertenecen a la procesión funeraria», como los gruesos anillos de oro que estaban atados en el turbante, encontrados en la antecámara durante la primera campaña, pertenecieran de hecho a esta habitación. Tal vez los objetos más importantes de toda esta colección de joyas sean los emblemas de la realeza, o sea los dos cetros-báculo y los dos flagelos. El báculo, una especie de cayado, era una de las insignias de Osiris. Tanto el dios como el rey lo sostenían en su mano izquierda. Se trataba de un bastón corto que tenía en un extremo un gancho curvado primero hacia adentro y luego hacia afuera; en el presente caso estaba hecho de fragmentos de oro, vidrio azul oscuro y obsidiana sobre una base de bronce. Los antiguos egipcios lo llamaban «hekat» y puede decirse que dio origen al báculo pastoral usado por cardenales y obispos. Los dos que encontramos aquí llevaban la cartela del rey grabada sobre los extremos, que estaban recubiertos de oro. El flagelo, una especie de látigo o tralla conocido como el «mayal», especialmente en la Vulgata, complementaba al báculo y era la segunda insignia de Osiris. Tanto el dios como el rey lo sostenían en la mano derecha; los egipcios lo llamaban «nekhekhw». Consistía en una corta vara que formaba un ángulo recto en su extremo superior, del que colgaban tres varillas por medio de tiras de cuentas que les permitían agitarse con facilidad. Los dos que encontramos estaban hechos de los mismos materiales que los báculos, a excepción de las varillas que tenían una estructura de madera en lugar de bronce. El mayor llevaba el prenombre y el nombre de Tutankhamón; el más pequeño, en cambio, llevaba el nombre de Atón en lugar de Amón, lo que sugiere que perteneció a los primeros tiempos del reinado del joven rey, antes de que se convirtiera al culto de Amón. Su pequeño tamaño es otro dato a favor de este argumento. Es bastante claro que estas insignias no eran sino símbolos de autoridad sobre los dos grupos más importantes de los primeros tiempos: los agricultores y los pastores. En cuanto a los espejos y sus marcos, una vez más hay que contar la misma historia: como es de suponer, fueron robados, ya que la parte reflectante del espejo era de metal macizo. En la antecámara encontramos algunos fragmentos del mango de marfil de uno de ellos; al parecer, los ladrones lo rompieron, abandonándolo allí. Su marco tenía forma del símbolo de «vida» y estaba recubierto con láminas de plata; el segundo marco, cuya forma simbolizaba la eternidad, estaba recubierto con láminas de oro. Probablemente los espejos serían de los metales correspondientes. Las sencillas cajas de madera pintada de blanco contenían vestimentas tales como ropajes oficiales, al parecer robadas por el valor de sus costosos ornamentos. Todo lo que quedaba era un par de sandalias, algunos chales muy deteriorados y una bufanda ceremonial de cuentas y oro, muy interesante, que sería el tipo antiguo de un ornamento litúrgico parecido a la moderna estola. Estaba compuesta por siete tiras de cuentas de fayenza azul en forma de disco aplastado sostenidas a intervalos por «separadores» de pro. En los extremos tenía las cartelas de Tutankhamón labradas en oro, «el amado de Ptah» y «el amado de Sokar», y asimismo frisos con el símbolo ankh. Era de forma curvada, para encajar alrededor del cuello, y debió de servir de bufanda. Como ya hemos dicho antes, el aparejo de escribir que encontramos tirado dentro de uno de
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los grandes cofres para ornamentos debió de pertenecer originalmente a una de las cajas de esta habitación, pero es imposible afirmar de manera definitiva a cuál de ellas. Según las fórmulas mágicas de lo que conocemos como el Libro de los Muertos (capítulo XCIV), la paleta, o equipo del escriba, era esencial para el difunto, ya que se trataba de los instrumentos de Thoth, el dios del lenguaje, la escritura y las matemáticas y, por ello, se los consideraba divinos. En el anexo, otra cámara de esta tumba, encontramos gran número de paletas funerarias con imitaciones de colores y estiletes, evidentemente para uso funerario. Mi opinión es que las paletas y demás equipo de escribir que apareció en el tesoro eran de hecho propiedad privada del rey. Una de ellas estaba recubierta de oro y tenía los colores y los estiletes intactos. Llevaba el nombre Atón del rey, «el amado del gran dios Thoth», lo cual demuestra que databa de la primera época del reinado del rey y que el dios Thoth era aceptado durante el llamado monoteísmo de Atón. La segunda paleta, hecha de marfil, con sus colores y estiletes completos, llevaba la forma Amón del nombre del rey, «el amado de Atum de Heliópolis», «Thoth» y «AmónRa», lo cual sugiere que pertenece a un momento más tardío de su reinado. En ambos casos los colores, rojo y negro, muestran señales de haber sido usados. El plumero que complementaba la paleta o, mejor dicho, la caja de estiletes, es una encantadora evocación del pasado, que le recuerda a uno de los escolares de nuestros días. Representaba una columna, con el capitel en forma de hojas de palmera; tanto el fuste como el vaso del capitel eran huecos para poder contener los estiletes, y el ábaco, que giraba sobre un pivote, servía de tapa. En su interior había varios estiletes, muy finos. La paleta y el plumero ilustran el ideograma sesh, compuesto en jeroglífico, que significa «escribir», «escriba» y palabras derivadas, ya que este ideograma se representa por medio de una paleta, una taza para agua y un plumero. La taza de marfil que encontramos en este grupo servía, evidentemente, para contener el agua necesaria para escribir, aunque no tiene la misma forma que la vasija que aparece en el ideograma. Esta taza, tallada en un bloque de marfil macizo, tenía 16,4 cm. de diámetro y demostraba el tamaño de los colmillos que en aquellos tiempos podían obtenerse en la parte alta del Nilo. No es tan fácil, en cambio, averiguar el uso que tendría un elegante y curioso instrumento de marfil en forma de maza que encontramos allí; sin embargo, el hecho de que tenía la punta recubierta de oro sugiere que se trata de un bruñidor para alisar las superficies rasposas del papiro. Es evidente que pertenece a este grupo, ya que hace algunos años encontramos un instrumento similar entre el equipo de un escriba de una tumba tebana. 29 También pertenece a este equipo un cesto hecho de cogollo de papiro, forrado de tela y dedicado a Amón-Ra, Herakhte, Ptah y Sekhmet. Para comprender cuál sería su contenido original tal vez haya que compararlo con el equipo mucho menos regio del escriba a que nos hemos referido. Volvamos, sin embargo, a la paleta, el plumero y el pequeño bruñidor, ya que es interesante señalar el refinamiento y la exquisita delicadeza con que estaban hechos. Constituyen un ejemplo sorprendente y bello de simplicidad y al mismo tiempo son recuerdos de una época fantástica que nos transmiten el encanto del período dinástico. Cuando encontramos el pequeño cesto esperamos que al abrirlo descubriríamos algún escrito, tal vez y una muestra de la caligrafía del joven rey, pero no contenía ningún documento y tampoco apareció ninguno en el resto de la tumba. Por mucho que el muerto se identificara con Osiris, al parecer los difuntos temían las levas o trabajos forzados que había que hacer para dicha deidad que, como rey de los muertos, continuaría labrando e irrigando la tierra y plantando grano en los «campos de los bienaventurados», dirigiendo a sus súbditos en aquel mundo igual como lo hacía cuando era el rey que les enseñó la agricultura en la tierra. Por ello, para escapar a su destino futuro y para proteger al muerto de deberes molestos que pudieran requerir las levas, encontramos almacenadas en esta habitación, al igual que en el anexo, gran cantidad de las figurillas funerarias llamadas figuras shawabti, que representan al rey 29 Véase, Carnarvon y Carter, Five Years Exploration at Thebes, pp. 75-77, lámina LXVI.
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momificado, envuelto en mortajas. Estas figuras se hacían al principio de madera shawabti, de la que deriva su nombre, y su misión era, según el capítulo sexto del Libro de los Muertos, sustituir al difunto en el más allá si se le pedía que llevara a cabo alguna tarea fatigosa, «al igual que el hombre se ve forzado a cultivar los campos, a inundar las praderas o a transportar arena desde el Este hasta el Oeste». Se dan toda clase de instrucciones a las figuras para que cuando se llame al muerto: «entonces tú dices: Aquí estoy yo». Los instrumentos que les acompañan, la azada, el pico, el yugo, la cesta y la vasija para agua, que aparecen unas veces pintados en ellas y en otras como miniaturas de cobre y de fayenza colocadas junto a ellas, nos indican claramente la tarea que debían desempeñar para su difunto señor en la vida y futura. Los nombres y títulos grabados en estas figuras demuestran que en este caso representan al joven rey en forma osiríaca y en las mejores se intenta incluso reflejar un parecido con Tutankhamón. Iban en gran cantidad de quioscos de madera colocados sobre andas, que contenían un total de cuatrocientas trece figuras y mil ochocientas sesenta y seis miniaturas de aperos de labranza. El techo abovedado, o sea la tapa de cada quiosco, estaba cuidadosamente atado con una cuerda y sellado. Las figuras estaban hechas de madera sola, de madera pintada, de madera recubierta de yeso y oro, de madera cubierta tan sólo de yeso o de tela y pintada, de cuarcita, de alabastro (calcita), de caliza blanca, amarilla y cristalina, de granito gris y negro y de cerámica vidriada clara, azul oscuro, violeta y blanca. Algunas estaban modeladas con gran refinamiento, mientras que otras no eran más que tipos casi primitivos. En las mejores el simbolismo expresaba la perfecta serenidad de la muerte. En las plantas de los pies de seis estatuillas de madera, finamente talladas, había dedicatorias que indicaban que habían sido hechas y presentadas especialmente para el funeral por personalidades de la corte, sin duda amigos personales de Tutankhamón. Éstas eran las dedicatorias: «Hecha por el sincero Servidor, que es beneficioso para su Señor, el Escriba del rey, Minnekht, para su Señor, Osiris, Señor de los Dos Países, Nebkheprure, justificado.» «Hecha por el Escriba del rey, el general Minnekht, para su Señor Osiris, el Rey, Nebkheprure, justificado.» «Osiris, el Rey, Nebkheprure, justificado, hecho por el Sirviente que hace vivir el nombre de su Señor, el General Minnekht.» «Hecha por el Sirviente amado por su Señor, el General Minnekht, para su Señor, Osiris, Nebkheprure, justificado.» «Hecha por el que lleva el abanico a la derecha del Rey... Minnekht, para su Señor, Osiris, Nebkheprure, justificado.» «Hecha por el sirviente que es beneficioso para su Señor, Nebkheprure, el Encargado del Tesoro, Maya.» Estas dedicatorias confirman la sugerencia de los profesores Spiegelberg y Newberry de que este tipo de figuras eran dedicadas por los sirvientes del muerto que ofrecían sus servicios a sus señores tanto en esta vida como en la de ultratumba. Minnekht es posiblemente el mismo que dirigió la excavación de la tumba del rey Ai en Wadyein, mencionado en una estela no publicada del reinado de este rey encontrada en Akhmim. En el Museo Británico hay estelas del mismo personaje; también las hay en Berlín. En esta habitación apareció una especie de efigie en miniatura del rey en forma osiríaca, relacionada con las figuras shawabti. Estaba en un pequeño cofre oblongo, cuidadosamente envuelta en vendajes. Había sido tallada en madera y representaba la figura yacente de la momia del rey, divinizado y colocado sobre unas andas funerarias en forma de león. Esta figura osiríaca del rey yacía sobre el lecho y llevaba la cabeza cubierta con el tocado Nemes, rematado con la serpiente real. Sus manos, libres de vendaje, sostenían los emblemas de Osiris, el cayado y el flagelo, pero desgraciadamente se habían perdido. En el lado izquierdo una figura del pájaro Ba, el alma, protegía a la momia con su ala izquierda; al otro lado una figura de halcón, el Ka o espíritu, la amparaba con
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el ala derecha: parece ser una representación de la protección divina para el Alma y el Espíritu del rey muerto. Con esta efigie había útiles en miniatura parecidos a los encontrados con las figuras shawabti: un pico, una azada, un yugo y dos cestos, todos de cobre. En las dedicatorias que había sobre las andas podía leerse: «Hecho por el sirviente que es beneficioso a Su Majestad, el que busca lo que es bueno y el que encuentra lo bello y todo lo hace por su Señor; el que hace cosas magníficas en el Lugar Espléndido, Capataz de los Trabajos de Construcción del Lugar de Eternidad, el Escriba del Rey, el Encargado del Tesoro, Maya.» «Hecho por el sirviente que es beneficioso a Su Majestad, el que busca cosas excelentes en el Lugar de Eternidad, Capataz de los Trabajos de Construcción en el Oeste, amado de mi Señor, haciendo lo que él [el Señor] dice, el que no permite que nada salga mal, cuya cara es alegre cuando lo hace [sic] con corazón afable como algo provechoso para su Señor.» «El Escriba del Rey, amado por su Señor, Encargado del Tesoro, Maya.» Las inscripciones que había sobre la efigie eran: «Palabras dichas por el rey justificado Nebkheprure: Desciende, Madre mía Nut, y despliégate sobre mí y conviérteme en las Estrellas Imperecederas que hay en ti.» «En honor de Imseti, Hepy, Anubis que está en el lugar del embalsamamiento, Anubis, Duamutef, Qebehsnewef, Horus y Osiris».30 Un interesante dato histórico relacionado con esta efigie es que fue hecha por el Capataz de los Trabajos del Lugar de Eternidad (o sea, la tumba), Maya, que, como acabamos de ver, también dedicó al rey una figura shawabti. Probablemente estuvo a cargo de la excavación de la tumba del rey y en el octavo año del reinado de Horemheb, se le ordenó que junto con «su ayudante Tutmés, el Mayordomo de Tebas» renovara la tumba del rey Tutmés IV que había sido profanada por los ladrones. Esto debió de ocurrir unos once años después del entierro de Tutankhamón y, al parecer, en la época en que se volvió a sellar su tumba tras los diversos saqueos que había sufrido. Así, pues, es posible que Maya fuera también el encargado de sellar de nuevo la tumba de Tutankhamón, ya que los sellos empleados en la tumba de Tutmés IV te parecen mucho a los usados en la de Tutankhamón. Durante el reinado de Tutankhamón, Maya tenía los títulos de «Capataz de los Trabajos de Construcción del Lugar de Eternidad, Capataz de los Trabajos de Construcción en el Oeste, Encargado del Tesoro, Escriba del Rey». Pero en el de Horemheb hemos de concluir que alcanzó otras dignidades: «El que lleva el abanico a la izquierda del Rey, el jefe del Festival de Amón en Karnak»; y que era «Hijo del Doctor Aui, nacido de la Señora Urt». Al norte del palio canope había una caja lisa de forma oblonga cuyo contenido había sido robado por completo por los ladrones de tumbas. Habían colocado al revés la tapa en forma de frontispicio y en sus ocho compartimientos rectangulares sólo quedaban los materiales de embalaje que consistían en piezas de papiro, pedazos de cogollo del mismo material y, al fondo de cada compartimiento, un montoncito de esterilla de larga pelusa. No había ni rastro de lo que debió contener originalmente, excepto que el cuidado empleado en el embalaje sugiere que los objetos eran muy frágiles, posiblemente de vidrio. Hasta este momento los descubrimientos de esta tumba habían sido poco más que un montón de objetos, o serie de objetos que formaban un espléndido ajuar funerario, pero en esta habitación nos encontramos con sorpresas inesperadas. Sobre los quioscos de las figuras shawabti había un pequeño féretro antropomorfo de madera, de unos 76 cm. de longitud, tallado como el de los nobles de la época. Había sido recubierto con una capa brillante de resina negra y bandas doradas de fórmulas acerca de las deidades protectoras y los genios de los muertos. Estaba atado por el cuello y tobillos con vendas de lino y estampado con el sello de la necrópolis. Dentro de él había otro ataúd de madera cubierta con yeso y oro, decorado como un féretro real. Aunque las fórmulas mágicas inscritas en ellos contenían los nombres de Tutankhamón, ninguno de los cofres llevaba los emblemas reales. El segundo féretro contenía un tercero, pequeño y liso y, junto a él, una estatuilla de oro macizo de Amenofis III, envuelta en otra 30 Le estoy muy agradecido a Mr. Battiscombe Gunn por esta traducción.
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mortaja. Dentro de tercer féretro había otro, el cuarto, también de madera, antropomorfo; su longitud no pasaba de los 13 cm. Este último féretro estaba envuelto con vendajes, con una hilera de diminutas cuentas alrededor del cuello y con sello en los tobillos; había sido profusamente recubierto de ungüentos como en el caso del féretro del rey. Tenía los títulos y el nombre de la reina Tiy y en él había un mechón de su rizado cabello, envuelto en lino. Nada menos que un mechón del pelo rojizo de la Gran Princesa Heredera, la Gran Esposa Real, la Señora de los Dos Países, Tiy, y una estatuilla de su soberano esposo Amenofis III: este tipo de objetos son pruebas evidentes de devoción. Probablemente eran piezas de propiedad personal que habían pertenecido a la familia, bienes que se habían transmitido por derechos de sucesión. Como Tutankhamón, su último heredero, era también el último miembro de la casa reinante de Amenofis, estos bienes familiares se enterraron con él. La estatuilla de oro colgaba de una cadena terminada en cordones adornados con borlas, para atarla alrededor del cuello. Era un objeto y fue tratado como tal. Pero el mechón de pelo era humano, restos de un personaje real, razón por la cual recibió las prerrogativas de un enterramiento real. Pero aún más extraordinario era el contenido de dos minúsculos féretros antropomorfos que estaban colocados en una caja de madera que había junto a los féretros que acabamos de mencionar, con la cabeza de uno junto a los pies del otro. También habían sido labrados como los de altas personalidades de la corte. Estaban recubiertos con resina negra, muy lustrosa y adornados con bandas de fórmulas mágicas doradas sobre las deidades tutelares de los muertos, pero dedicadas tan sólo a un «Osiris» (o sea, el muerto), sin otro nombre. Iban muy bien envueltos con tiras de lino en tres puntos: el cuello, en centro y los tobillos, y cada atadura estaba estampada con arcilla que llevaba la impresión del sello de la necrópolis. En cada uno de ellos había otro parecido, dorado. En el primero había una pequeña momia dispuesta de acuerdo con el ritual funerario de la Dinastía XVIII. Su cabeza estaba cubierta por una máscara de yeso y oro, varias veces mayor de lo que le correspondía. Los vendajes descubrieron la momia de un niño muerto al nacer, muy bien conservada. En el segundo había la momia algo mayor de un niño prematuro, también envuelta según la costumbre de la época. Estos patéticos restos nos dan mucho que pensar. Es casi seguro que eran hijos de Tutankhamón, y aunque no tenemos datos que lo aseguren, serían también hijos de Ankhesenamón. Posiblemente el que estas dos criaturas fueran prematuras fue solamente producto de la mala suerte y debido a una anomalía de la joven reina. Sin embargo, no debe olvidarse que si la futura madre hubiera sufrido un accidente, el trono hubiese continuado vacante para los que deseaban ocuparlo. Sin embargo, su interpretación pertenece exclusivamente al historiador y este tipo de investigación requiere un tratamiento metódico, científico e imparcial. Como ya he dicho, estos féretros iban en una caja, con la cabeza de uno junto a los pies del otro. Sin embargo, es interesante notar que se habían cortado los dedos de los pies del mayor de ellos porque no permitían cerrar convenientemente la tapa de la caja. En el caso del primer féretro del rey nos encontramos con un hecho parecido (véase el capítulo 14). Otro dato curioso es la ausencia de una máscara sobre la mayor de las momias. En el escondrijo encontrado por Mr. Theodore Davis, en el que aparecieron restos procedentes de las ceremonias fúnebres de Tutankhamón, había una máscara de yeso dorado de tipo y dimensiones semejantes a la que apareció sobre la momia más pequeña. ¿Se trata acaso de la de esta momia algo mayor que no fue colocada porque era demasiado pequeña para encajar sobre su cabeza? Merece describirse el contenido de otra caja de este grupo. Había sido sellada como de costumbre, pero las ataduras estaban rotas y la tapa quedaba a medio abrir, indicando que había sido saqueada por los ladrones. Estaba vacía, a excepción de dieciséis utensilios en miniatura, uno de los cuales había caído junto a la caja. El destino del arqueólogo es encontrarse con sorpresas inesperadas: estos útiles en miniatura con mangos de dura madera y vetas oscuras resultaron ser de hierro. Dos de ellos son de forma lanceolada, dos tienen la punta torcida como la de un buril, dos son
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como un cincel con un ligero estrechamiento en el mango, tres tienen la forma de un cincel normal; otros tres se parecen a los del tercer grupo, pero tienen los mangos más largos y, finalmente, hay cuatro cinceles en forma de abanico, colocados en mangos cortos y aplastados. Las hojas miden aproximadamente medio milímetro de grueso y su longitud y anchura oscilan entre 2,7 a 1,5 cm. y de 0,85 a 0,30 cm., respectivamente, estando recubiertos por la típica herrumbre. Mr. A. Lucas, tras examinarlos, afirma: «Todos tienen la apariencia de hierro recubierto de óxido; son atraídos por el imán y algunos pequeños fragmentos de su corroída superficie dan la reacción química típica del hierro. Esta corrosión puede eliminarse por medio de un ácido nítrico muy concentrado (así lo hicimos, en parte, en uno de ellos), resultando una superficie brillante de hierro metálico». Tales objetos parecen estar algo fuera de lugar entre los artículos de ritual que pertenecen al culto funerario de un rey, y no se concibe que un cofre tan grande hubiese contenido tan sólo estos pequeños instrumentos. Su elaboración, frágil y algo endeble, sugiere que se trata tan sólo de reproducciones y no de útiles verdaderos destinados al trabajo. De ser éste el caso, es decir, si no eran parte del ritual, arrojan una luz completamente distinta sobre su significado en la tumba, así como sobre su valor histórico en cuanto al uso del hierro en Egipto en época dinástica. Tratándose de reproducciones, su presencia en este lugar se debería a la novedad o rareza de este metal. Tal vez eran regalos para el rey, como recuerdo de su introducción o descubrimiento en Egipto. En todo caso, aun reconociendo su importancia histórica, hay que hacer, por lo menos, una advertencia para evitar que nos lancemos a hacer revelaciones absurdas acerca de este metal y de su uso por los antiguos egipcios. Aunque el hierro abunda en el desierto del este de Egipto y en la península del Sinaí, y aunque la obtención del cobre requería una habilidad metalúrgica mayor, los egipcios sólo trabajaban el cobre y el bronce con exclusión de cualquier otro metal. Sólo cuando llegamos al presente período tenemos pruebas concretas de que usaran el hierro e incluso es posible que durante este reinado fuese tan sólo un metal nuevo y extraño. Durante toda la época dinástica el cobre y su sucesor, el bronce, eran los metales más comunes y los objetos de hierro son particularmente escasos en Egipto durante las dinastías siguientes y el período de dominación extranjera. Debido al hallazgo accidental de fragmentos de hierro se ha dicho que los egipcios conocían y usaban el hierro desde los tiempos de la Gran Pirámide e incluso en época predinástica. Por otro lado he oído decir que la rareza del hierro entre las antigüedades egipcias se debía al hecho de que los ajuares de las tumbas consistían casi exclusivamente en objetos tradicionales y que los egipcios consideraban que el hierro era un metal impuro y nunca lo usaban con fines religiosos. Creo que estos argumentos son insostenibles. En cuando al primero de ellos, tras pasar por la criba el polvo de las tumbas profanadas de Amenofis I y de Tutmés I, las dos tumbas de la reina Hatshepsut y las tumbas de Tutmés IV y Amenofis III, entre los numerosos fragmentos de objetos no encontré huella alguna de hierro hasta el descubrimiento de esta tumba en la que encontramos dieciocho objetos distintos de este metal. Por otra parte, en mis muchos años de excavación en el Valle de los Reyes he encontrado en los abundantes estratos de restos de época dinástica gran cantidad de puntas de cincel de bronce rotas, mientras los tallistas excavaban los hipogeos reales; sin embargo, nunca hallé el menor vestigio de hierro y mucho menos un utensilio de este metal. En cuanto al segundo argumento, si los egipcios consideraban impuro el hierro, ¿por qué colocarían una almohadilla Urs y un Ojo-de-Horus, así como una daga de hierro entre los reverenciados restos de Tutankhamón? De hecho, a partir de su reinado encontramos amuletos hechos de este metal especiales para los muertos. En nuestra tumba, dos de los objetos eran evidentemente rituales y los demás eran posiblemente muestras: por lo menos dieciséis de ellos parecen ser simplemente copias de los útiles de los artesanos. Examinemos, sin embargo, todas las colecciones de antigüedades egipcias en Europa y la extraordinaria colección del Museo de El Cairo, en la que hay más de 50.000 muestras de toda clase de objetos, para ver cuántos de ellos son realmente de hierro. Me parece que basta con decir que
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entre todos los materiales que datan desde el período predinástico hasta las últimas dinastías egipcias y que son resultado de más de un siglo de investigaciones en Egipto, sólo pueden citarse entre once y trece casos de aparición de hierro, de los cuales, incluyendo los descubiertos por nosotros, sólo cinco pueden fecharse con seguridad en el período dinástico. Esto es todo lo que hay entre decenas de millares (no me atrevo a decir el número exacto) de antigüedades egipcias. Evidentemente estos hechos apuntan hacia una conclusión segura: los Egipcios, salvo raras ocasiones, no utilizaban el hierro. Eran gente muy conservadora y, habiéndose especializado en la metalurgia del cobre y del bronce, todas sus magníficas obras se hacían con estos metales. En resumen, el valor histórico de estas piezas reside, según mi opinión, más en la introducción del hierro en Egipto que en el empleo de dicho metal por los egipcios. Son una prueba irrefutable de que el hierro era conocido en el Egipto de este período, pero no necesariamente de que se usara con profusión en dicho país. Además, debo añadir que a excepción de la daga del rey, todas las otras piezas de hierro procedentes de esta tumba muestran una tosca elaboración. Volvamos, sin embargo, a la caja en que aparecieron estos útiles de hierro. Es posible que las cuatro antorchas Ankh y las lámparas que encontramos en el sofá en forma de guepardo que había en la antecámara procedieran de ella.31 En varios casos tenemos pruebas suficientes de que los ladrones transportaron a la antecámara objetos de metal que pertenecían a esta habitación; allí los examinaron y los guardaron, abandonaron o rompieron en fragmentos, de acuerdo con su rapacidad. Desde luego, aquellos porta-antorchas y lámparas no estaban en el lugar apropiado; les faltaban piezas y la resina negra que cubría sus pedestales de madera coincide con manchas de un material parecido que estaban en el fondo de esta caja. Sus dimensiones, es decir, la altura y la superficie que ocuparían están en consonancia con la capacidad de la caja. Es posible que a causa de la poca luz confundieran el dorado de los porta-antorchas con oro auténtico, descubriendo su error tras un escrutinio más a fondo en la antecámara. Por lo menos es una conjetura que ofrecemos, al no haber otra explicación. En la esquina noroeste de esta cámara podía verse el carcaj del rey, apoyado en la pared. Estaba decorado con la fina marquetería típica de la Dinastía XVIII y, en particular, del reinado de Tutankhamón. En realidad, la decoración de este carcaj es de dos tipos: en relieve y plana. El relieve está representado por láminas de oro muy finas con decoración cincelada sobre una base con una preparación especial. La decoración plana que es el rasgo más sobresaliente de este carcaj, está compuesta por marquetería de diversas clases de corteza de árbol, aplicaciones de cuero teñido y de láminas de oro; en algunos puntos había élitros iridiscentes de escarabajos. Es un tipo de decoración que rivaliza con la pintura en efecto y calidad y que causa admiración por la paciente y refinada artesanía de aquellos antiguos artífices. En el anverso y reverso del carcaj la decoración es simbólica y tradicional, consistiendo principalmente en escenas idealizadas de caza en las que el rey es la figura central. Tanto los bordes de la pieza como los frisos que rodean sus paneles están decorados con los motivos de guirnaldas, palmetas, arabescos y con escritura jeroglífica. Cerca de los extremos del carcaj, que terminan en cabezas de guepardo de fayenza, de color violeta con crines doradas, hay pequeñas escenas simbólicas en las que el rey, representado como un león de cabeza humana, pisotea a extranjeros, enemigos de Egipto. Los paneles centrales, de oro repujado, representan al rey cazando con arco y flechas desde su carro, acompañado por sus podencos que aparecen corriendo junto o frente a sus caballos, ladrando o persiguiendo a su presa. Los paneles triangulares de cada lado representan varios animales de la fauna desértica atravesados por las flechas del rey, todo ello en la más fina marquetería. Es evidente que este carcaj pertenecía a uno de los carros del rey que aparecieron desmontados en esta habitación, de los que colgaría por medio de anillas de cobre hechas a propósito para ello. En su interior había tres arcos compuestos que desgraciadamente se encuentran en muy mal estado, debido a que su núcleo gelatinoso se licuó en época antigua, esparciéndose y 31 Ahora creo que los animales representados en este sofá eran guepardos y no leones como dije antes.
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consolidándose en una masa negra. El análisis crítico de la fauna que aparece en los paneles triangulares presenta puntos de gran interés. Los antílopes rojos, con su cara larga característica, la cresta de sus angulosos cuernos en forma de lira y la cola peluda y relativamente corta, son lo suficientemente característicos como para identificarlos como una de las especies de antílope que pueblan el norte de África. Los antílopes blancos son, bien el órix blanco (O. leucoryx) o, a juzgar por la rectitud de sus cuernos, el órix blanco árabe (O. beatrix). Los antílopes de color rojizo, algo más pequeños, con cuernos algo menos en forma de lira, son probablemente la gacela común o especies estrechamente relacionadas con ella. Es notable que tanto estas gacelas como el antílope ya identificado y la liebre del desierto, representados en los mismos paneles, se encuentren en regiones en pleno desierto, tal como las escenas parecen indicar. El animal parecido a la cabra con cuernos largos que nacen en la cresta de la cabeza y se inclinan gradualmente hacia atrás, con acanaladuras en la superficie puntal y extremos lisos, caracteriza una especie de íbice (Capra [?] sinaítica). Estos antílopes viven en lugares elevados, especialmente en las zonas más montañosas. Un detalle, al parecer incompatible, es que la caza con arco y flechas desde un carro debe hacerse a la luz del día y, sin embargo, en estas escenas vemos a la hiena listada, de costumbres nocturnas y que prefiere durante el día la oscuridad de las cuevas o las madrigueras en que vive de vez en cuando. Otro detalle sorprendente es que algunos de los íbices aquí representados tienen grandes manchas oscuras, un rasgo que, según creo, no se presenta en ninguna especie africana, asiática o europea de dicho animal. En los monumentos de los Imperios Antiguo y Medio aparecen el íbice y el órix domesticados, y sabemos que los criaban para la cocina. Las crías de íbice pueden alimentarse con leche de cabra y se domestican con facilidad. Como el íbice puede reproducirse con la cabra doméstica (Cuvier), es posible que el tipo con manchas que aparece aquí sea el resultado de tal unión. De ser éste el caso, cambiaría por completo la interpretación de estas escenas y se plantearía un punto muy interesante acerca de la afición del faraón por la caza, ya que se reforzaría la idea de que los egipcios criaban animales especialmente para la caza y que tenían reservas o cercados especiales para tal fin, como la antigua pairidaeza persa, que era un parque o cercado en el que se guardaban los animales. En las pinturas murales de tumbas del antiguo Egipto vemos cómo se caza en vallados o empalizadas y en algunos casos en grandes áreas que aparecen rodeadas con redes. Finalmente, entre las piezas de los carros de caza que había en esta habitación, encontramos un látigo con la inscripción: «El hijo del Rey, Capitán de las Tropas, Tutmés». ¿Quién era este príncipe real? Si era «Capitán de las Tropas» durante el reinado de Tutankhamón no podía haber sido muy joven. ¿Era hijo de Tutmés IV o de Amenofis III? El problema no se ha resuelto todavía. Si era hijo de Tutmés IV y estaba vivo en la época del entierro de Tutankhamón, debía de tener por lo menos setenta años, tal vez más. Mientras que si era hijo de Amenofis III, como me inclino a creer, no podía tener más de treinta y cinco años cuando Tutankhamón murió. Este tipo de datos son importantes para averiguar el posible parentesco de este príncipe con el rey.
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21. EL ANEXO ¿Qué son los objetos que producen nuestra admiración, conjeturas y palabras de alabanza, sino símbolos del pensamiento y del progreso de la época a que pertenecen? Incluso los hechos del pasado pueden dar pie a nuestras reflexiones. Durante las dos campañas anteriores dedicadas al tesoro apenas si encontramos motivos para quejarnos de la disposición general y del estado de los objetos de que teníamos que encargarnos. Sin embargo, en cuanto a los trabajos realizados el invierno pasado, tenemos que matizar nuestro relato con algunas objeciones. En contraste con el comparativo orden y la armonía de los objetos del almacén, en esta última cámara, el anexo, encontramos una mezcla de toda clase de enseres funerarios, esparcidos uno sobre otro hasta extremos casi indescriptibles. Camas, sillas, taburetes, apoyos para los pies, almohadones, tableros de juego, cestas de fruta, toda clase de vasijas de alabastro y tinajas de cerámica, cajas con figuras funerarias, juguetes, escudos, arcos y flechas, otros tipos de proyectiles, todo en completo desorden. Los cofres estaban tumbados y su contenido por el suelo. No podía haber mayor confusión. Sin duda este desorden era obra de los ladrones, pero en las otras cámaras había habido un intento de restablecer superficialmente el orden. Así, pues, la responsabilidad por esta absoluta negligencia parece recaer en gran parte sobre los encargados de la necrópolis, quienes, ocupados en arreglar la antecámara, la cámara funeraria y el tesoro después del robo, se habían olvidado por completo de esta habitación. Sería difícil exagerar acerca de la confusión reinante. Era una ilustración perfecta del drama y la tragedia. Al contemplar esta imagen de rapacidad mezclada con la destrucción, era fácil imaginar la apresurada búsqueda del botín por parte de los ladrones, siendo su principal objetivo el oro y otros metales. Sin embargo todo lo demás fue tratado con la misma brutalidad. Casi no había ningún objeto que no tuviera señales de aquella depredación y ante nosotros, sobre una de las cajas más grandes, podían verse las huellas mismas del último intruso. Esta pequeña habitación no es sino otro testimonio del abandono y el deshonor que han sufrido las tumbas reales. No hay monumento en el Valle que no presente pruebas de lo falso y endeble del homenaje de los hombres. Todas sus tumbas han sido saqueadas, ultrajadas y deshonradas. A finales de noviembre de 1927 pudimos empezar esta última etapa de nuestra investigación. Habíamos empleado dos días de intenso trabajo limpiando el acceso a la pequeña puerta que conduce a esta habitación. El lado sur de la antecámara, donde estaba situada esta puerta, había estado ocupado por las grandes piezas de los techos de las capillas que cubrían el sarcófago, colocadas allí para nuestra conveniencia al desmontarlas durante anteriores trabajos en la tumba. Así pues, tuvimos que transportarlas a la parte norte de la antecámara a fin de tener acceso a este almacén así como para permitir el transporte del material que contenía. La puerta de esta habitación, que medía tan sólo 1,30 m. de altura y 95 cm. de anchura, había sido cegada con toscos fragmentos de caliza, encalados por la parte exterior. La capa de cal había sido marcada antes de secarse con numerosas impresiones de cuatro sellos funerarios distintos del rey. Cuando se descubrió tan sólo quedaba la parte alta del relleno, ya que los ladrones habían derribado la parte baja, abriendo una brecha que no fue reparada. Las inscripciones de los sellos de la parte alta del relleno dicen: la primera, «El Rey del Alto y Bajo Egipto, Nebkheprure, que pasó su vida haciendo imágenes de los dioses, que ellos le den incienso, libación y ofrendas todos los días». La segunda, «Nebkheprure, que hizo imágenes de Osiris y construyó su casa como en el comienzo». La tercera, «Nebkheprure, Anubis triunfante sobre los Nueve Lazos». Y la cuarta, «Su Supremo Señor, Anubis, triunfante sobre los cuatro pueblos cautivos». En gran parte, si no en su totalidad, el desciframiento de estas impresiones de sellos, que se encontraban en muy mal estado, se debe a la ayuda del profesor Breasted y del Dr. Alan Gardiner.
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Durante los primeros días después del descubrimiento estos científicos las estuvieron estudiando bajo circunstancias muy difíciles. Cuando los ladrones hicieron su incursión, como ya he dicho antes, hicieron un agujero en el relleno de la puerta y fue a través de este agujero como llevamos a cabo la primera inspección de esta habitación. De tamaño relativamente pequeño ‒4,27 m. de largo, 2,60 m. de ancho y 2,57 m. de alto‒ no tenía trazas de acabado alguno ni se había intentado decorarla. Estaba tallada toscamente en la roca y se construyó para cumplir su objetivo, esto es, servir de almacén. Las huellas del paso del tiempo eran evidentes; las paredes y el techo, tallados en la roca, estaban descoloridos por la humedad producida por saturaciones periódicas. A pesar de sus vicisitudes, la historia de esta habitación es romántica. La escena que se ofrecía a nuestros ojos era sorprendente pero interesante. Sin duda aquella mezcla de materiales, amontonados con una insensibilidad y malevolencia imperdonables, revelaría una extraña historia si fuéramos capaces de descifrarla. Nuestras linternas arrojaron un haz de luz sobre su apiñado contenido, realzando muchos rasgos extraordinarios que resaltaban entre aquella confusión de enseres funerarios que se amontonaban hasta una altura de 1,25 a 1,50 m. aproximadamente. La luz iluminaba objetos extraños que yacían unos sobre otros, sobresaliendo de los más remotos lugares y rincones. Cerca de nosotros, cabeza abajo, había una gran silla, como un atril, decorada al gusto de la época. De un lado a otro de la habitación había armazones de camas que apenas se sostenían sobre los lados, parecidos a los que se usan hoy día en las regiones del Alto Nilo. En un rincón había una vasija y una minúscula figurilla le miraba a uno desde otro lado con expresión atónita. Había varios tipos de armas, cestas, jarras de cerámica y de alabastro y tableros de juego aplastados y mezclados con las piedras que habían caído del agujero practicado en la puerta sellada. En otra esquina, manteniéndose en equilibrio a gran altura, como indecisa, había una caja rota, repleta de delicados vasos de fayenza, a punto de caer en cualquier momento. En medio de una mezcla de todo tipo de utensilios y emblemas funerarios se alzaba un armario de patas delgadas, casi intacto. Entre cajas y debajo de objetos de varias formas había un barco de alabastro, un león y la figura de un íbice balando. Un abanico, una sandalia, un trozo de vestido y un guante hacían compañía a los emblemas de los vivos y de los muertos. De hecho esta escena parecía casi preparada con trucos teatrales para aturdir al que la mirase. Al contemplar una cámara dispuesta y sellada por manos piadosas en una época pasada, uno se siente emocionado. Parece como si la misma naturaleza del lugar y de los objetos empujara al espectador a guardar un reverente silencio. Pero aquí, en esta cámara donde reinaba la más completa confusión, la emoción desapareció al darnos cuenta de la enorme tarea que se presentaba ante nosotros. Nuestra mente quedó inmersa en este problema y en la mejor manera de resolverlo. El método que al fin tuvimos que adoptar para sacar de allí aquellas trescientas o más piezas fue, como mínimo, prosaico. Para empezar, había que procurar abrir el espacio suficiente para nuestros pies y esto hubo que hacerlo de la mejor manera posible, cabeza abajo, doblados sobre el umbral que en este caso estaba a más de un metro por encima del suelo. Hubo que realizar esta incómoda operación con sumo cuidado a fin de evitar que un movimiento brusco produjera la avalancha de los objetos que se amontonaban fuera de nuestro alcance. Más de una vez nos vimos obligados a inclinarnos ayudados por una cuerda pasada por debajo de los sobacos y sostenida por tres hombres desde la antecámara, a fin de poder rescatar un objeto pesado colocado en una posición tal que el menor descuido hubiera provocado su caída. De este modo, sacando siempre el objeto colocado más arriba entre los que estaban a nuestro alcance, logramos entrar y sacar poco a poco los tesoros. Antes de extraerlos había que fotografiar, numerar y fichar todo objeto o grupo de objetos. Fue por medio de estos documentos que pudimos reconstruir hasta cierto punto lo que había ocurrido en aquella cámara. Debo confesar que mi primera impresión fue que las posiciones de aquellos objetos no tenían significado alguno y que poco o nada íbamos a aprender de aquel desorden. Pero al avanzar nuestra investigación y sacar los objetos uno a uno, se hizo evidente que era posible obtener muchos datos
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acerca de su orden original y del caos que siguió. Evidentemente, la confusión hacía muy difícil la interpretación de los detalles y fue: un tanto desconcertante averiguar que por muy correctas que fueran nuestras deducciones, en pocos casos podían considerarse demostradas. Sin embargo, el análisis cuidadoso de los hechos que se nos ofrecían demostró un punto importante y era que en aquella pequeña habitación habían tenido lugar dos robos muy distintos. El primero, en busca de oro, plata y bronce, había sido realizado por los famosos ladrones de metales que saquearon las cuatro cámaras de la tumba en busca de este material transportable. El segundo robo fue evidentemente llevado a cabo por otro tipo de ladrón que buscaba tan sólo los valiosos aceites y ungüentos que contenían los numerosos vasos de piedra. También quedó claro que el anexo se destinó a almacén para aceites, ungüentos, vino y comida, al igual que otras cámaras semejantes de tumbas reales de la Dinastía XVIII. Sin embargo, en este caso se había colocado encima de su contenido apropiado el exceso de material perteneciente al ajuar funerario. Según creo, este material que puede considerarse extraño fue colocado allí no por falta de espacio sino probablemente por no haberse seguido rigurosamente un sistema al colocarlo en la tumba. Por ejemplo, se recordará que en la antecámara había un montón de cajas oviformes de madera que contenían varias clases de carne. Según la tradición debieron ser colocadas en el anexo, pero se olvidaron de hacerlo por descuido y, habiéndose cerrado ya esta habitación, hubo que colocarlas en algún lugar conveniente en la antecámara, que, lógicamente, fue la última habitación de la tumba que se cerró. Además en este anexo encontramos parte de una serie de barcas funerarias y de figuras shawahti que hubieran debido ir en el tesoro. A través de los datos recogidos podemos reconstruir más o menos la secuencia de acontecimientos tal como ocurrieron: primero se colocaron casi cincuenta jarras de vino en el suelo en el extremo norte de este anexo; a su lado se añadieron por lo menos treinta y cinco pesadas vasijas de alabastro que contenían aceites y ungüentos; junto a éstas, y algunas sobre ellas, había ciento dieciséis cestas de fruta. El espacio restante se llenó con otros muebles, tales como cajas, taburetes, sillas y camas, amontonados sobre todo ello. Luego se cerró y selló la puerta. Evidentemente esta operación se llevó a cabo antes de colocar nada en la antecámara, ya qué después de introducido el material que pertenecía a dicha habitación hubiese sido imposible trasladar nada al anexo ni cerrar la puerta. Es evidente que cuando los ladrones de metales hicieron su primera incursión, se arrastraron por debajo del sofá Thueris de la antecámara, forzaron la puerta sellada del anexo, saquearon su contenido en busca de objetos metálicos transportables y fueron, sin duda, responsables en gran parte del desorden que encontramos en esta cámara. Más tarde ‒es imposible determinar cuándo‒ tuvo lugar un segundo robo. En este caso el objetivo eran los costosos aceites y ungüentos que había en las jarras de alabastro. Este último robo tuvo que planearse cuidadosamente. Como las vasijas de piedra eran demasiado pesadas y aparatosas para ser transportadas, los ladrones vinieron provistos de recipientes más convenientes, tales como bolsas de cuero o pieles de aguador, para llevarse su botín.32 No había tapa de jarra que no hubiese sido arrancada, ni jarra que no hubiese sido vaciada. En las paredes interiores de algunas de estas vasijas, las que habían contenido ungüentos viscosos, pueden verse aún hoy día las huellas digitales de aquellos ladrones. Para llegar hasta esas pesadas vasijas, derribaron evidentemente los muebles que había encima de ellas y los apartaron de mala manera a un lado y a otro. Así, al comprender la causa, el lector se hará cuenta del efecto. El conocimiento de este segundo robo aclara un problema que nos había intrigado desde el principio del descubrimiento de la tumba. ¿Por qué, entre todo el ajuar funerario, se habían abierto vasijas de piedra casi insignificantes? ¿Por qué se habían dejado algunas de ellas vacías sobre el suelo de las habitaciones y por qué se habían sacado otras, dejándolas luego en el pasadizo de la entrada? Sin duda las grasas o aceites que habían contenido tenían en aquellos días mucho más valor de lo que podemos imaginar. También explica el porqué la tumba fue sellada dos veces, según daban a entender las huellas de la entrada sellada y la puerta interior del pasadizo. Creo también que 32 En el pasadizo de entrada encontramos varias de estas pieles de aguador abandonadas.
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los extraños cestos y las simples jarras de alabastro que había en el suelo de la antecámara provenían de este conjunto del anexo. Es evidente que proceden del mismo grupo y que los ladrones probablemente los sacaron de él para su conveniencia. La misma explicación puede aplicarse a la solitaria figura de shawahti que encontramos apoyada sobre la pared norte de la antecámara. Sin duda debe provenir de una de las cajas shawahti rotas que había en esta pequeña habitación, ya que en ella encontramos otras del mismo tipo. La tradición señala que, según las costumbres funerarias, todo objeto que pertenece al ajuar de la tumba tiene un lugar destinado en ella. Sin embargo, la experiencia nos demuestra que por muy reales que fueran las reglas convencionales, raramente se llevaron a cabo rigurosamente. La falta de previsión en cuanto al espacio necesario o la falta de sistema al colocar el complicado ajuar en las cámaras de la tumba, eran más fuertes que la tradición. Nunca hemos encontrado el orden estricto, sólo un orden aproximado. Tales fueron los hechos y las impresiones generales que recogimos durante la última fase de nuestras investigaciones en la tumba. Sería difícil, por no decir imposible, demostrar hasta qué punto la interpretación corresponde a hechos absolutos o al adorno de una conjetura. Sin embargo, puede decirse que es una interpretación bastante correcta de lo ocurrido. Si tuviera que exponer aquí todas las notas que tomamos durante la excavación misma a fin de esclarecer los datos, el lector se perdería inmediatamente en un laberinto de detalles oscuros y conflictivos a la vez y los árboles no nos dejarían ver el bosque. Por este motivo he expuesto lo que me parece ser un resumen apropiado de todos los problemas. Nada podrá ya cambiar el hecho de que en este lugar hemos encontrado pruebas de amor y de respeto mezcladas con el desorden y, en definitiva, el deshonor. A pesar de no haber compartido completamente el destino de otras muchas como ella e incluso de mausoleos más ricos, esta tumba fue saqueada, por dos veces, en época dinástica y en este caso bien pueden repetirse las palabras de Washington Irving: «¿Cuál es la seguridad de una tumba?». Personalmente creo que ambos robos tuvieron lugar pocos años después del enterramiento del rey. Hechos tales como el traslado de la momia de Akhenatón desde su tumba original en El-Amarna hasta al cámara excavada en la roca en Tebas, al parecer durante el reinado de Tutankhamón, y la restauración del enterramiento de Tutmés IV en el octavo año del reinado de Horemheb, después de la desaparición de sus tesoros, ayudan a esclarecer lo que ocurría en la necrópolis durante esta época. La confusión religiosa del Estado en aquellos días, el colapso de la dinastía, la retención del trono por el Gran Chambelán y probablemente regente, Ai, finalmente suplantado por el general Horemheb, son incidentes que podemos suponer que favorecieron el desarrollo de tales formas de pillaje. Debió de pasar bastante tiempo antes de que el victorioso Horemheb fuese capaz de restaurar el orden entre la confusión existente en este período, establecer su reino y reforzar las leyes del Estado. En todo caso, las pruebas ofrecidas por aquellos enterramientos y esta tumba demuestran que los sepulcros de los reyes sufrieron daños incluso durante su propia dinastía. De hecho lo admirable es pensar que esta tumba real, con todas sus riquezas, escapó al destino de las otras veintisiete que hay en el Valle.
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22. LOS OBJETOS ENCONTRADOS EN EL ANEXO En el capítulo precedente he intentado describir el estado en que encontramos el anexo, la impresión que causó a los que lo contemplábamos y lo que debió ocurrir en él después de que lo cerraran, según se desprende de nuestras observaciones. En este capítulo me propongo describir los principales objetos que pudimos salvar entre aquellos restos. Era sorprendente ver cómo algunos de los objetos más frágiles se habían conservado intactos a pesar de los malos tratos que habían sufrido. Por razones que expondré a continuación, dividiré el material en dos secciones. Corriendo el riesgo de repetirme, he de volver a decir que aparte de los destrozos causados por los ladrones había claras indicaciones (casi podríamos decir pruebas) de confusión y falta de un sistema apropiado cuando los objetos fueron colocados allí en primer lugar. Por ello no podemos estar completamente seguros del uso a que se destinaban las diversas cámaras de la tumba; por otra parte, el plano de la tumba misma no es completamente ortodoxo, y ésta es muy estrecha. Así pues, todavía hay que analizar y comprobar muchos de los datos obtenidos sobre las diversas clases de objetos funerarios que los egipcios atribuían tradicionalmente a una cámara determinada. Sin embargo, podemos estar casi seguros de que este anexo no era más que un almacén para las provisiones, vinos, aceites y ungüentos. Por ello podemos considerar que los objetivos descritos en la primera parte de este capítulo eran «intrusivos», ya que posiblemente no se los destinaba a esta habitación sino que los colocaron en ella por falta de espacio en otras cámaras. Según mi opinión, el segundo grupo, descrito en la Segunda parte, es lo que esta habitación debía contener según la tradición. Así pues, la división de este capítulo en dos partes se debe a la naturaleza misma del material. Primera parte De un lado a otro de la cámara, encima del montón de materiales, había tres grandes camas, parecidas a los modernos angarib del Sudán. Su estructura era de madera y la trama de cuerda, con un panel en el lado de los pies y patas delanteras y traseras en forma de felino. Una de las camas, de poca importancia, estaba rota en muchas piezas. La segunda de ellas, de ébano dorado, aunque no muy buena en cuanto a artesanía, se encontraba en un estado bastante aceptable. Pero la tercera, de ébano tallado recubierto con gruesas láminas de oro, se encontraba casi como nueva, a excepción de una ligera curvatura, debida a haber pasado tanto tiempo echada sobre una superficie irregular. Los detalles de esta cama son tal vez mejores que los de ninguna otra encontrada en la tumba. Era, evidentemente, del estilo de El-Amarna; la decoración consistía casi exclusivamente en motivos florales, compuesta especialmente de guirnaldas de pétalos y frutos, ramilletes, manojos de papiros y juncias de puntas rojas, labrada y repujada en oro bruñido, y simbolizaba el Alto y el Bajo Egipto. Es interesante destacar que los bastidores transversales que había debajo de ella eran curvos al efecto de que la trama de cuerda no se aflojara cuando se dormía en ella. En el extremo sur de la habitación, debajo de un montón de enseres de todas clases, encontramos otra cama muy interesante, ésta plegable, hecha a propósito para viajar. Estaba hecha de madera muy ligera pintada de blanco y se parecía mucho a las que acabamos de describir, pero se doblaba convenientemente por medio de gruesas bisagras de bronce, quedando reducida a un tercio de su tamaño. A continuación me referiré a diversas piezas y muebles que nos son familiares: sillas, taburetes, apoyos para los pies y un almohadón, que eran atributos de los derechos señoriales y, en aquel período, emblemas de autoridad. En la esquina sudeste, entre la pared y una de las camas, había una silla, o sería mejor llamarla faldistorio, vuelta del revés; esta silla puede compararse con el famoso trono aparecido en la antecámara. No hay nada que nos indique su posible utilidad, pero la extrema complicación de sus detalles y su austera apariencia sugieren que se trata de un tipo de silla completamente distinto. En
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realidad, por su apariencia parece poder servir tan sólo como sillón del trono, al igual que el de la antecámara, ya que es demasiado rico y decorado para su uso ordinario en una casa. De hecho parece tratarse de un trono eclesiástico que el rey usaría al presidir ceremonias como máxima autoridad espiritual; en muchos aspectos se parece a la silla de un obispo o faldistorio, usadas hoy en día en las catedrales. A pesar de ser plegable, ya en aquellos tiempos habían logrado hacerla completamente rígida y con un apoyo para la espalda. El asiento es ancho y curvado, como si fuera de piel flexible, y está hecho con incrustaciones de marfil, de formas irregulares, imitando las manchas multicolores de una piel animal. Sin embargo, la parte central del asiento está decorada con una serie de pequeños paneles rectangulares de marfil teñido a fin de representar otras pieles diferentes, incluyendo la del guepardo. El asiento se sostiene sobre patas cruzadas, como las de las sillas plegables; son de ébano tallado con incrustaciones de marfil en forma de cabeza de pato y cubiertas en parte con láminas de oro. Entre el bastidor y las patas hay un adorno calado de madera dorada que simboliza la unión de los «Dos Reinos», el Alto y el Bajo Egipto, casi todo él arrancado por los ladrones de tumbas de la época dinástica en su búsqueda por el botín. La parte superior del panel de la espalda de la silla, que es curvado, está recubierta con láminas de oro y ricas incrustaciones de fayenza, vidrio y pedrería. La decoración incluye el nombre y el disco de Atón (el prenombre Atón del rey), así como el buitre Nekhbet, que sostiene abanicos hechos con una sola pluma de avestruz. Debajo de estos emblemas hay una serie de listones incrustados que rodean paneles de marfil y de ébano, con varios de los títulos del rey inscritos en ellos. Estas inscripciones son de gran interés porque dan las dos formas del nombre del rey Atón y Amón, y en ningún caso se ha intentado borrar la forma Atón. Así, pues, este faldistorio constituye un importante documento histórico en cuanto a las vacilaciones político-religiosas de este reinado, ya que por el hecho de que los elementos Atón y Amón aparecen uno al lado del otro, se puede deducir que la vuelta del joven rey a la antigua fe de Tebas fue una transición gradual y no espontánea. Para dar mayor rigidez a esta silla se colocaron listones verticales en la espalda, el asiento y las patas traseras, todo ello por su parte posterior. La barra posterior y los listones tienen incrustados los diversos apelativos del rey e incluso la forma Atón de su nombre. La parte posterior del respaldo de la silla está cubierta con una lámina de oro; en ella vemos repujado un gran buitre Nekhbet con las alas caídas y rodeado de varios epítetos laudatorios. Los listones de refuerzo de esta silla han perdido en gran parte su utilidad al hincharse con las periódicas saturaciones de humedad que la tumba ha experimentado y sus espigas no encajan en las muescas de ensamblaje. Así pues, esta pieza, símbolo de la autoridad real, nos presentó muchos problemas en cuanto a su reparación, aunque sólo fuera para permitir su traslado en buenas condiciones desde la tumba hasta el Museo de El Cairo. Con esta silla apareció un taburete para los pies a juego con ella, cuya riqueza en elaboración era paralela. El taburete era de madera recubierta con cerámica vidriada de color violeta y con incrustaciones de marfil, vidrio y pedrería. En el panel superior había una decoración con los nueve pueblos extranjeros enemigos de Egipto, un tema tradicional, labrados en oro, marfil y madera de cedro, todo ello dispuesto de tal modo que los pies del rey descansaran sobre los enemigos de Egipto. Había también una sillita blanca, procedente tal vez de las habitaciones de los niños en el palacio real, con el respaldo alto y patas zoomorfas que presentaban un efecto cómico y sin embargo patético, ya que estaba vuelta del revés y mezclada con tan bajos objetos como jarras de aceite y vino y cestas de fruta con las que se vio obligada a convivir. Como el taburete que tenía una decoración dorada entre el asiento y las patas, se encontraba entre las camas de la familia real. Debajo del umbral de la cámara había otro taburete, también pintado de blanco, pero en este caso con tres patas y asiento semicircular, aplastado por pesadas vasijas de piedra. Esta pieza, algo recargada, tiene el asiento de madera, con representaciones de dos leones atados, con la cabeza de uno junto a los pies del otro. El borde está decorado con un motivo de espirales. Al igual que los
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demás que acabamos de describir, este taburete tenía un adorno colocado en el espacio entre las barras que refuerzan el bastidor de las patas, que es tradicional en la decoración de los tronos: representaba los «Dos Reinos», el Alto y el Bajo Egipto, unidos por la monarquía. Además de su curiosa forma, esta pieza tiene un detalle peculiar que la convierte en única en algunos aspectos: la mayoría de las sillas y taburetes egipcios tienen las patas en las formas tradicionales de bóvido o felino y, a veces, de cabeza de pato, mientras que las de este taburete son patas de perro. A pesar de estar muy deterioradas, y descoloridas, estas sillas y taburetes todavía conservan restos de su aspecto original. Frente a la puerta, sobre el material amontonado junto a la pared oeste había una silla de fibras vegetales, destinada al jardín. El asiento y la espalda estaban cubiertos con papiros pintados y los lados del bastidor estaban bordeados con tiras del mismo material. La decoración pintada en el respaldo consistía en pétalos de loto y la del asiento en los «Nueve Lazos», o sea, prisioneros asiáticos y africanos llevando complicados atuendos. Las fibras vegetales (casi todas eran tallos de papiro), así como los papiros que las cubrían estaban demasiado estropeadas y sólo pudimos salvar algunos fragmentos. También había varios taburetes para los pies, en miniatura y de forma rectangular, amontonados en diversos lugares. Eran de madera de cedro o de ébano, y uno de ellos era de una combinación de ambas maderas con adornos de marfil. Sus dimensiones los hacen apropiados tan sólo para niños. Había también un almohadón como los que usamos hoy día, de gran interés. Por desgracia, era evidente que había sido muy maltratado, pero quedaba lo suficiente para mostrar que sin duda había servido para alguna ceremonia. Aunque era de fibras vegetales cubiertas con un lienzo liso, estaba decorado con complicados motivos hechos a base de brillantes cuentas policromadas en los que se veían enemigos extranjeros atados alrededor de una roseta central. Este motivo, que es muy tradicional y que se usaba generalmente en el antiguo Egipto en esteras y taburetes para los pies, estaba rodeado de guirnaldas. A los lados del almohadón había un motivo de cuentas, parecido a un encaje. Evidentemente los taburetes eran para los pies del rey; tal vez este almohadón se destinaba a sus rodillas. En el centro de la cámara, entre otras cosas, había un armario, colocado en posición muy precaria. Tenía unos 58,5 cm. de altura y se sostenía sobre cuatro patas muy delgadas. Se trata de una de estas raras piezas antiguas que tienen todo el encanto de los muebles egipcios más ligeros y, al mismo tiempo, todo el aspecto de lo que nos complacemos en llamar artesanía moderna. Sus ricos paneles, de madera de cedro de color rojo oscuro, son muy lisos. Sus montantes, listones y barras de marfil tienen incrustados títulos laudatorios y otras apelaciones del rey en escritura jeroglífica y entre la base del armario y las patas hay un friso calado que simboliza «Toda la Vida y la Buena Suerte», a base de emblemas alternados de oro y ébano. La tapa se levanta por medio de bisagras de bronce colocadas en el listón superior de la parte posterior de la vitrina. En los paneles superior y frontal hay unos botones dorados a los que originalmente se ataba una cuerda con un sello. A juzgar por el cartel inscrito en caracteres hieráticos que había en un panel de otro armario que encontramos en esta cámara, este mueble estaba destinado probablemente a las mejores prendas de lino del rey. Sin embargo su contenido había sido esparcido, o tal vez robado, y en su interior sólo encontramos apoyos para la cabeza, de gran calidad, colocados allí evidentemente después del robo. El primero de estos apoyos es un ejemplar magnífico de talla de marfil, tal vez la mejor pieza de arte simbólico del Imperio Nuevo egipcio descubierta hasta la fecha. Además de haber conseguido un color especial por el paso de los años, está perfectamente conservada. El tema de su diseño parece ser una idea de la religión oficial y se basa en uno de los primeros conceptos acerca del «cosmos», por la cual todas las cosas tenían un lugar adecuado. El mito que representa concibe a Geb y Nut, el dios de la tierra y la diosa del cielo, como marido y mujer, separados por su padre Shu, el dios de la atmósfera. La figura cariátide de Shu se colocó entre la tierra y el cielo, levantando a la diosa de este último hacia lo alto, junto con todos los dioses creados hasta el momento. Nut, la diosa del cielo, tomó posesión de los dioses, los contó y los convirtió en estrellas.
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En los extremos este y oeste de la tierra (o sea, el pie del apoyo) se ven los leones del «Ayer y el Mañana». Probablemente simbolizan la salida y la puesta de Ra, el dios-sol progenitor de todos los seres, mortales e inmortales, o tal vez representen las idas y venidas de Osiris, el muerto. La figura de Shu, la atmósfera, que levanta los cielos hacia lo alto y las de los dos arit, leones de los horizontes del Este y del Oeste, están llenas de dignidad. El observador no puede dejar de notar la serenidad de esta pieza, al parecer inspirada por la idea agradable y feliz de que el rey, al descansar, pondría su cabeza en los cielos y tal vez se convertiría en una estrella del firmamento. El segundo apoyo para la cabeza tiene la forma de un taburete plegable en miniatura, tallado en marfil de color. Aunque es un magnífico ejemplo de gran artesanía, no tiene la suprema dignidad del primero. En cambio, en él encontramos el gusto por lo grotesco, ya que su rasgo sobresaliente es la cabeza del odioso demonio masculino Bes, teñida de color verde oscuro; se trata de un dios familiar que se veneraba supersticiosamente y que era un enano cuyo deber era divertir a los dioses con su tambor y cuidar de los hijos de éstos. El tercer apoyo era de rico lapislázuli azul. En él lo estético reemplaza a lo simbólico, ya que sus rasgos principales son la audacia de la forma y la riqueza del colorido (lapislázuli azul adornado con oro). El cuarto apoyo se parece a este último y está tallado en vidrio opaco de color turquesa, con un friso de oro estampado alrededor de su pie. Estos apoyos para la cabeza pertenecen al equipo que requería el ritual funerario egipcio y que se proporcionaba al muerto para su provecho en el futuro. Los artistas de palacio, aún dentro de los límites de lo convencional, parecen haberse recreado en hacerlos lo más simples y bellos posible para su señor, el rey. No tienen igual: cada pieza ofrece algún rasgo sobresaliente que lo distingue del tradicional cojinete Urs, que el Libro de los Muertos prescribe «para levantar la cabeza del Yacente». Entre muchas arquetas ornamentales encontramos una muy maltrecha pero de gran belleza, colocada junto a la pared norte de la cámara. La tapa había sido arrojada en un rincón, mientras que la caja en sí yacía en otro y sus patas y paneles habían sido dañados por el peso del material colocado encima de ella. Aunque su decoración se compone de una plancha de marfil con un fino relieve tallado como las primitivas monedas griegas y pintado con colores sencillos, tenía bordes con incrustaciones de fayenza y calcita semitransparente y puede considerársela de igual categoría que el cofre pintado que apareció en la antecámara. El panel central de la tapa es evidentemente obra de un maestro, aunque no lleve su firma, pero en contradicción con las escenas bélicas del cofre pintado, en este caso los motivos son de carácter doméstico. Representan al joven rey y a la reina en un pabellón engalanado con enredaderas y festones de flores. La pareja real lleva collares de flores y vestidos semioficiales, mirándose el uno al otro. El rey, apoyado ligeramente en su bastón, acepta los ramos de papiro y flores de loto que le ofrece su consorte. En un friso, debajo de ellos, dos muchachas de la corte recogen flores y frutos de mandrágora para sus señores. Por encima de los reyes hay breves inscripciones: «El Hermoso Dios, Señor de los Dos Países, Nebkheprure, Tutankhamón, Príncipe de la Heliópolis del Sur, semejante a Ra». «La Gran Esposa Real, Señora de los Dos Países, Ankhesenamón. Que viva largamente». Los temas de los paneles laterales y el del posterior pertenecen a la caza y se componen de frisos de animales y del rey y la reina cazando y pescando, muy parecidos a la escena que había sobre la pequeña capilla que encontramos en la antecámara. En cuanto a lo que contenía cuando se la colocó en la tumba, sólo podemos hacer conjeturas. También había tres baúles pequeños que son un interesante testimonio de la juventud del rey. Sus piezas estaban esparcidas aquí y allá; tenían armellas de bronce para sujetarlos, como si fueran canastos y evidentemente se los destinaba a usarlos durante viajes, ya fuera atados sobre el lomo de un animal de carga o a hombros de un esclavo. Los paneles son de madera de cedro, enmarcados con ébano e incrustados con ébano y marfil. Las cartelas inscritas en las tapas nos cuentan que eran «Los baúles de lino de Su Majestad cuando era joven» y que contenían (me imagino que ésta era otra cartela) incienso, goma, antimonio, algunas jarras y saltamontes de oro. Encontramos trozos de incienso y goma (resina), polvo de antimonio y jarritas de fayenza, oro y plata esparcidas sobre el suelo de la cámara, pero nada que se pareciese a un saltamontes de oro.
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Pocos objetos tenían el interés especial de una caja hecha expresamente para los tocados del rey, que estaba tirada entre un montón de tinajas en el extremo norte de esta habitación. Su carácter doméstico hace que todo el mundo pueda apreciarla. Es un legado de la vida diaria en el pasado, y puede decirse que se trata del prototipo de la sombrerera actual. Salvo por una simple decoración de fayenza azul y amarilla y de calcita semitransparente que rodea todos sus paneles, es una caja rectangular de madera lisa, con tapa de bisagras que contenía un grueso soporte para un gorro. En el fondo de la caja encontramos los restos del gorro del rey. Era de tela fina adornada con cuentas de oro, lapislázuli, cornerina y feldespato verde. Por desgracia, el paso del tiempo había descompuesto la tela sin permitir su reconstrucción. Sin embargo, hay datos suficientes de su esplendor original para permitirnos reconstruir el orden de las cuentas y obtener una idea aproximada de la forma original del gorro. Por extraño que parezca, el letrero de la tapa decía: «Lo que hay aquí», y mencionaba: «Shawabtis». Ello nos lleva a creer que por alguna razón (tal vez por economía) se habían colocado aquí algunas de las estatuillas funerarias en la época del funeral. O tal vez en este caso no hemos traducido la palabra correctamente. Sobre las piezas que acabamos de describir había otras siete cajas rotas. A excepción de un baúl, las demás eran de factura algo tosca. Mencionaré las que tenían un interés especial. La primera era un baúl construido mucho más sólidamente que ninguna otra caja encontrada en esta tumba y lo que quedaba de su contenido nos dice bastante sobre las ocupaciones y diversiones de los niños en el Imperio Nuevo egipcio. Su interior contenía complicados compartimientos, con cajones en forma de cajita que se deslizaban uno sobre el otro, cada uno provisto de una tapa. Estos compartimientos estaban muy maltrechos ya que habían sido arrancados por manos impacientes por conseguir cualquier material valioso que pudiera contener. Al parecer este baúl se destinaba a chucherías y juguetes de la juventud de Tutankhamón, pero por desgracia todo lo que contenía estaba revuelto y muchos de los objetos estaban por el suelo. Entre lo que recogimos había: varios brazaletes y ajorcas de marfil, madera, vidrio y piel; tableros de juego de bolsillo, hechos de marfil; hondas para tirar piedras; guantes; un «encendedor»; algunos brazales de arquero hechos de cuero, para proteger la muñeca izquierda del golpe de la cuerda del arco; juguetes mecánicos; algunas muestras de minerales e incluso pigmentos y tarros de pintura del joven pintor. El exterior de este baúl estaba decorado con los nombres y títulos del rey así como dedicatorias a los diversos dioses. Su tapa se abría por medio de gruesas bisagras de bronce; el cierre de botón que había en la tapa tenía una muesca en la parte interior que hacía que si cerrábamos la tapa y girábamos el botón, ésta quedaba perfectamente cerrada. Según creo, este pequeño mecanismo es el cierre automático más antiguo que conocemos hasta la fecha. El baúl, que mide unos 65 cm. por 33 cm. por 26,25 cm., tiene cuatro patas cuyos extremos están recubiertos de bronce y en el centro del marco del panel posterior lleva un amuleto Ded de gran tamaño, hecho de madera, que significa «estabilidad». La idea de masculinidad que proporciona el poseer útiles relacionados con el fuego, la caza o la pesca, tales como el equipo para hacer fuego y hondas para tirar piedras, era al parecer tan agradable al joven de aquellos tiempos como para el muchacho de nuestra época. Aquellos antiguos egipcios no conocían materiales combustibles tales como el fósforo y el azufre que se incendian fácilmente al frotarlos sobre una superficie áspera, natural o artificial, ni conocían agentes tales como el pedernal y el hierro con una mecha. Su «encendedor», o sea, su método de hacer fuego, fue muy rudimentario durante toda su historia, desde la Dinastía I hasta la XXX. Producían fuego haciendo girar rápidamente un palo sobre un agujero redondo hecho en cualquier pieza de madera apropiada que permanecía fija. Para ello aplicaban el principio del taladro de arco que les era muy familiar. La rotación se conseguía por medio de un arco que se mecía hacia adelante y hacia atrás, habiendo atado su correa alrededor del mando del taladro en el que iba el palo de hacer fuego. A fin de mantener fijo el taladro se clavaba su extremo superior en un mango de piedra, marfil o ébano o, a veces, en la baya de una nuez Dom que, cortada por la mitad, producía dos mangos de taladro. Se hacían los agujeros en los que giraba el palo lo más cerca posible del borde del bloque de madera, a fin de facilitar que la chispa prendiera fácilmente en la mecha. En el «encendedor» de Tutankhamón
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los agujeros para el palo habían sido cubiertos con resina para provocar la fricción y facilitar con ello la producción de calor. La honda, para cazar o como arma ofensiva, fue probablemente el primer útil conocido por el hombre por medio del cual se conseguía aumentar la fuerza y distancia de tiro del que la usaba. Aunque el primer caso documentado del uso de la honda como arma de guerra data del siglo VII a. C., su uso debió de ser continuo en Egipto desde tiempos primitivos hasta el presente, siendo empleado hoy día por los muchachos campesinos encargados de evitar que los pájaros coman las cosechas de cereales. Aquí, en este cajón de los juguetes de un muchacho del siglo XIV a. C., la honda ya ha evolucionado: ya no es de cuero, sino de hilo trenzado, formando una bolsa muy bien hecha, con un lazo en el extremo de una de las cuerdas para atarlo al dedo meñique, mientras que la segunda cuerda se dejaba sin atar para que colgara entre los dedos pulgar e índice al disparar el proyectil. Al parecer, para acertar con la honda no sólo había que usar una piedra del tamaño adecuado, sino que había que soltar la cuerda en el momento apropiado a fin de asegurar la dirección y la distancia. Tal vez ello explique la presencia de algunos guijarros que encontramos entre los escombros en el suelo de esta cámara. Este tipo de honda es el mismo que el que usaban hasta hace poco los aborígenes Sakai y los malayos en las junglas de Malasia. Entre los brazaletes y ajorcas del joven rey hay uno de un interés histórico especial. Está tallado de una sola pieza de marfil y lleva tallados alrededor del bisel superior varios animales de caza. La fauna representada incluye el avestruz, la liebre, el íbice, la gacela y otros antílopes, así como un podenco persiguiendo a un caballo, lo qué prueba que ya entonces se permitía al caballo doméstico correr en libertad por las pairidaezas, casi como los caballos que se dejaban en libertad en nuestras antiguas posesiones reales, el «New Forest». También había dos pares de brazaletes de fayenza con los nombres de los antecesores de Tutankhamón, Akhenatón y Semenkhare. Más adelante hablaré de los pequeños tableros de juego cuando me refiera a otros de mayor categoría que encontramos en esta habitación. Había también otra caja, de tosca factura y pintada de rojo, digna de mención. Estaba rota pero aún contenía gran número de delicados vasos de fayenza azul claro. La encontramos apoyada en lo alto de la pared que había frente a la puerta; uno de sus lados había caído, pero, afortunadamente, las vasijas que sobresalían de ella estaban tan bien encajadas la una en la otra que no podían caerse. Fueron nuestra mayor preocupación mientras sacábamos los objetos de aquella habitación ya que cualquier movimiento brusco hecho antes de que pudiésemos llegar hasta ellas las hubiera hecho caer, rompiéndose en mil pedazos. Esta caja parece haber sido la pareja de la que encontramos en la antecámara (N.° 54) que también contenía vasijas parecidas de fayenza de color lapislázuli. Frente a la puerta, sobre un montón de cestas, había otra parecida, ésta sin tapa; contenía gran cantidad de miniaturas de patas delanteras de un animal bovino, hechas de fayenza azul claro y azul oscuro. También había un montón de objetos, extrañamente mezclados, como tirados dentro de la caja, sin cuidado alguno: dos trajes de gala muy arrugados, un par de guantes, un par de sandalias de mimbre y una paleta ritual de vidrio de color azul turquesa que evidentemente no pertenecía a esta caja. No sabemos qué clase de amuleto representan las patas de animales hechas de fayenza. A juzgar por la información que obtuvimos por el contenido de las cajas que encontramos en esta habitación y las de la antecámara, las ropas iban en los cofres de mejor calidad, que mencioné antes, mientras que las cajas más toscas contenían, cuando las colocaron en la tumba, cerámicas y objetos diversos que encontramos esparcidos en esta cámara y en las otras. Los dos vestidos que he llamado «trajes de gala» parecen ropajes oficiales eclesiásticos, una especie de dalmática como la que llevan los diáconos y obispos de la Iglesia Cristiana o los reyes y emperadores en las ceremonias de coronación. Desgraciadamente su estado de conservación deja mucho que desear. En primer lugar, como acabamos de ver, habían sido amontonados y apretujados en la caja junto con un montón de objetos diversos. En segundo lugar, se habían estropeado mucho con la humedad producida por las saturaciones que llenaban periódicamente la tumba desde época antigua. Sin embargo, a pesar de haber sido tan maltratados y de haberse deteriorado tanto, todavía
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conservaban rasgos de su belleza primitiva. En su estado original debieron de ser hermosas prendas, de gran colorido. Eran anchos y largos, con adornos de tapicería con flecos a ambos lados. Además de estos adornos uno de ellos tenía bordadas palmetas, flores del desierto y animales, sobre un ancho dobladillo. Uno de los vestidos, de diseño muy simple, tenía mangas estrechas como las de las túnicas; el otro, que tenía la tela tejida con diseños de rosetas de colores y con flores y cartelas sobre el pecho, llevaba tejido alrededor del cuello un halcón con las alas desplegadas y a lo largo del frontal del vestido iban tejidos los títulos del rey. No puedo alardear de ser un experto en la historia de tales vestidos, pero como descubrí un fragmento de un ropaje similar en la tumba de Tutmés IV con el nombre de Amenofis II, puede deducirse que este tipo de prendas eran comunes entre los faraones. Tal vez los llevaban en ocasiones especiales, tales como ritos religiosos, una consagración o coronación solemne, y eran símbolo de alegría, como la dalmática que se coloca sobre un diácono al conferirle la orden religiosa. En dicha ceremonia el obispo celebrante repite las siguientes palabras: «Que el Señor te vista con la Túnica de la Alegría y la Vestidura del Júbilo». Por otra parte estas prendas pueden haber tenido el mismo origen que la vestidura romana de la que deriva la dalmática, un ropaje litúrgico de la Iglesia Cristiana. Durante el período romano-egipcio (desde el siglo I al IV d.C.) se usaban en Egipto vestidos parecidos a éstos y el profesor Newberry ha adquirido un fragmento de una prenda similar, también de hilo tejido, que data de la época árabe (sultán Beybars, siglo XIII d.C.) cuyo diseño es casi idéntico al fragmento que poseemos del vestido de Amenofis II, perteneciente al siglo XIV a. C. Había también un par de guantes de tapicería, doblados con cuidado y mucho mejor conservados. Posiblemente iban con los vestidos33, y su tejido era parecido al de éstos, con un dibujo brillante en forma de escamas y con un friso en la parte de la muñeca compuesto de capullos y flores de loto alternados. El dobladillo era de lino liso, con unas cintas para atarlos a la muñeca. Aunque su tela se encontraba en mejor estado que el de las dalmáticas, eran muy frágiles, como pulverizados; sin embargo, gracias a los buenos consejos del Dr. Alexander Scott en cuanto a su tratamiento químico pudimos restaurar la pobre condición de las dalmáticas y desdoblar con éxito uno de los guantes para poder exhibirlo. Las demás cajas de pobre aspecto estaban vacías y demasiado estropeadas para merecer su descripción. Entre este montón heterogéneo de muebles encontramos dos curiosas cajas de madera. Una de ellas tenía la forma de una capilla pequeña, de unos 65 cm. por 5,75 cm. por 4,50 cm., y al parecer había contenido el modelo de la medida de un codo hecho con metal. Naturalmente los ladrones se habían llevado el codo debido al valor del metal, privándonos así de un dato valiosísimo acerca del auténtico sistema lineal de medidas que se empleaba en aquella época y que, por lo que sabemos, debió de ser una unidad de unos 52,304 cm. con siete palmos de 7,472 cm. y veintiocho dígitos de 1,868 cm. La otra caja, a juzgar por su tamaño, forma y factura, era evidentemente un baúl sin importancia para arcos, flechas y tal vez otros proyectiles. En ella encontramos muchas clases de arcos, flechas, palos y bumeranes, todo muy revuelto. Sin duda los arcos y flechas pertenecían a ella, pero es posible que los bumeranes procedieran de otra de las cajas que acabamos de mencionar. Más adelante los describiré junto con otros que se encontraban desparramados por todo el interior de la habitación. En el suelo había un objeto extraordinario y frágil, hecho de alabastro (calcita) y casi intacto. Se trata de una barca que flotaba sobre un aljibe, muy decorado. Lo llamo el «centro de mesa»: ¿qué otra cosa puede ser? Está tallado en alabastro semitransparente, grabado y pintado con guirnaldas de frutos y flores, como para figurar en un banquete o alguna clase de celebración. Además de su interés, esta pieza tiene algo de maravilloso, ya que no es sino otra luz que la oscuridad de la tumba arroja sobre el desaparecido pasado. Su tamaño no es muy grande, de unos 69 cm. de altura y 71 cm. de longitud total. El aljibe tiene forma de pedestal o peana y se levanta sobre cuatro patas 33 Los obispos católicos llevan guantes al pontificar, así como borceguíes, túnica y una dalmática bajo su casulla.
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cilíndricas; está vaciado para poder colocar en él agua y flores, con una isla en el centro que sostiene la barca de alabastro. La barca es de forma curva, con fondo redondeado; tanto la proa como la popa se levantan formando una curva y tienen en la punta la cabeza de un íbice. En el centro de la embarcación hay un entoldado sostenido por cuatro complicadas columnas en forma de papiro que cubre lo que parece ser un sarcófago abierto. Tal vez representa la barca funeraria para el viaje celestial del «Buen Dios», el rey. Sobre la proa hay la figura encantadora de una muchacha desnuda, mirando hacia adelante, en cuclillas y sosteniendo una flor de loto sobre su pecho. En la popa, gobernando la barca, hay una esclava de baja estatura, que nos recuerda los enanos que Herodoto dice que había en la popa de los barcos fenicios. Esta pequeña enana acondroplásica, con los pies hacia adentro, es un ejemplo tan raro en tanto que objeto de arte como lo es para la investigación médica. El tallista de la corte ha labrado tanto las figuras femeninas como las cabezas de íbice de esta extraordinaria pieza con una belleza y exactitud admirables. Lord Movnihan, el famoso cirujano, dice acerca del aspecto médico de la esclava que dirige la barca: «La acondroplasia es una enfermedad congénita de causas inciertas. Las deformaciones que produce son tan distintivas que la apariencia de una persona afectada por ella es característica de todos los casos. El acondroplásico es de baja estatura y desarrollo muscular y óseo robusto. La cabeza es grande, la frente ancha y alta y sobresale tanto del resto de la cara que produce una profunda cavidad en la base de la nariz. Las ventanas de ésta son grandes y abiertas; la mandíbula inferior, asertiva. El cuerpo es largo en comparación con las extremidades; la espina lumbar forma una curva muy acusada hacia dentro, haciendo protuberante el abdomen; los brazos y piernas son cortos y las manos y pies son anchos y fuertes. Los artistas nos han retratado típicos ejemplos desde las épocas más antiguas. En el antiguo Egipto el dios Bes, «el que divierte e instruye a los niños» y el dios Ptah (Pataikos, hijo de Ptah) muestran todos estos atributos. En los tapices de Bayeux el enano Turold es un ejemplo bastante claro Velázquez pintó varios, ya que muchos acondroplásicos eran enanos de corte. Nicolás Pertusato es un ejemplo perfecto. A menudo los artistas nos pintan enanos a cargo de anímales. Tiépolo nos muestra acondroplásicos con perros y un león. El más antiguo es una escultura mural en Saqqareh, en la que vemos a un acondroplásico llevando un mono casi tan grande como él. El acondroplásico que vemos en esta barca de alabastro es femenino. La enfermedad e mucho más corriente entre los hombres. Los pies se dirigen hacia adentro por lo que para avanzar debía de levantar un pie por encima del otro.» Lord Movnihan añade: «Las deformaciones corporales y faciales características están maravillosamente retratadas en esta pieza». Hasta ahora no hemos podido encontrar nada que nos ayude a esclarecer el significado de este monumento: es una reliquia de tiempos pasados, de maneras y costumbres a los que las nuestras no se parecen en nada. Si pertenece a la serie de reproducciones de barcas funerarias como las que encontramos en el tesoro y de las que hallamos aquí muchas de madera, muy dañadas, la consecuencia lógica es que pertenece al grupo de objetos meramente rituales que requería la costumbre. Pero, por lo que podemos ver, parece ser simplemente imaginativa, como la barca de plata encontrada entre las joyas de Kames y de Aahhetep, razón por la cual me inclino a creer que era un adorno palaciego y no una pieza destinada a uso funerario. Otra pieza interesante y de gran atractivo era una vasija de plata de unos 13,5 cm., en forma de granada, posiblemente dejada caer u olvidada por los ladrones de tumbas. Como la plata tenía cierta cantidad de oro, el metal se ha conservado casi en su estado original. Tenía cincelada una franja de centaureas y de hojas de olivo y llevaba guirnaldas de pétalos de loto y de amapolas en el cuello y los hombros. Por su aspecto la vasija es lo bastante moderna como para parecer obra de los plateros de la época de la reina Ana y si no supiéramos su procedencia ninguno de nosotros se atrevería a decir que pertenece al siglo XIV a. C. Por todos los rincones de esta habitación encontramos tableros de juego y fichas de todas clases; algunas de ellas aparecieron incluso en la antecámara donde las habían dejado caer los ladrones de época dinástica. Los tableros eran de tres tamaños distintos: grandes, medianos y
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pequeños, unos para la casa y otros de bolsillo. Estos últimos, muy pequeños y hechos de marfil liso, procedían del baúl de objetos diversos que ya hemos descrito. Al parecer, su presencia en la tumba se explica por algún precedente mítico que el muerto esperaba poder repetir en la vida futura (véase el capítulo XVII del Libro de los Muertos). Sin embargo, por lo menos los más pequeños, parecen haber sido pasatiempos de la vida diaria. El tablero mayor y más importante, de 54,6 por 28 por 18 cm., iba colocado sobre una hermosa peana de ébano negro construido en forma de taburete, encima de un trineo y con las garras y «cojinetes» de las patas decorados con oro. El tablero, o mejor dicho mesa de juego, ya que se trataba simplemente de un juego de azar, era también de ébano, aunque con las superficies superior e inferior recubiertas de oro, y de forma rectangular. El tablero de tamaño mediano medía unos 28 cm. por 9 cm. y por 5,75 cm.; tenía chapas de marfil incrustadas en la madera y estaba bellamente decorado con esculturas pintadas y bordes dorados. Cada juego se dividía en treinta cuadrados iguales, dispuestos en tres filas de diez, yendo las tres tiras en sentido longitudinal, y constaba de diez fichas parecidas a los peones del ajedrez, pintadas de blanco y de negro (o sea, cinco para cada contendiente), que se movían por medio de complicadas tiradas determinadas ya por una especie de dados parecidos a los huesos de los nudillos o por unos palitos blancos y negros que se tiraban, habiéndose acordado diferentes puntuaciones según el modo en que caían. Evidentemente este juego es una forma primitiva o muy estrechamente relacionada con un juego moderno llamado «El-Tab-el-Seega», que se practica en todas partes en el Próximo Oriente, a través del cual hemos podido averiguar las reglas de sus antiguos paralelos. Se jugaba de acuerdo a unas reglas pero lo decidía la suerte y aunque no requería gran habilidad, proporcionaba un pasatiempo divertido y emocionante. Casi me atrevería a decir que los juegos modernos tales como el «Seega» o las damas o el ajedrez derivan probablemente de juegos de azar como los que encontramos de vez en cuando en antiguas tumbas egipcias y que están tan bien representados en este ajuar. Casi invariablemente esos tableros o cajas contenían dos juegos distintos: uno de tres filas de diez cuadros en la parte superior, que acabamos de mencionar, y otro de tres filas de cuatro cuadros que partían de una «salida» de ocho cuadros en la parte inferior. Los peones o piezas de juego del tablero mayor han desaparecido: posiblemente eran de oro y plata y por ello fueron robados en época antigua. Los más pequeños, al ser de marfil, tenían poco valor ante los ojos de los ladrones de metales y por esta razón están completos. También había algunos abanicos de plumas de avestruz que recuerdan los flabelos que todavía se usan en las procesiones papales en Roma, como los que se vieron en la Procesión Eucarística de Su Santidad el Papa en julio de 1929. Estos abanicos, como los flabelos pontificios, eran llevados por sirvientes en las procesiones faraónicas o bien se llevaban junto al trono, apareciendo siempre a cada lado del rey o inmediatamente detrás de él. De hecho el título de «El que lleva el abanico a la derecha (o izquierda) de Su Majestad» se consideraba como uno de los más altos cargos entre los oficiales de la corte. Este tipo de abanico, según indica su antiguo nombre egipcio shwt, que significa «sombra» o «cubierto», se destinaba probablemente más para proteger del sol que para agitar el aire aunque, desde luego podía usarse y se usaba para ambas cosas. Es curioso que el ideograma jeroglífico o determinativo de la palabra egipcia tay khw, que significa «el que lleva el abanico», tiene un gran parecido a estos ejemplares pero le falta la punta del flabelo y sólo tiene una pluma de avestruz, un tipo que no ha aparecido en esta tumba. Otro nombre que se daba al flabelo era sryt, que significa «estandarte», lo cual indica otro uso de este tipo tan decorativo al flabelo que, según creo, era la forma de abanico usado por los reyes. Desgraciadamente las plumas de avestruz de todos estos abanicos estaban tan estropeadas que sólo quedaban los cañones e incluso éstos se encontraban en tal mal estado que fue casi imposible conservarlos. Sin embargo, quedaba lo suficiente para demostrarnos que el extremo del mango del abanico donde iban las plumas, que tenía forma de palma, había sostenido cuarenta y ocho de ellas (o sea, veinticuatro a cada lado) y que se había quitado el plumón de la parte del cañón de la pluma por encima de la quilla de manera que, una vez desplumados, los cañones quedaban visibles, como
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radios, y por ello debía parecerse mucho a la estructura radiada (las varillas) del moderno abanico. La longitud de los mangos de abanico varía entre 61 y 122 cm. y se componen de un «capitulum» formado por la umbela y el cáliz de un papiro, un tallo y un botón en forma de umbela de papiro o una corola de loto en el extremo inferior. Eran de marfil tallado, teñido y dorado; otros eran de chapas de marfil con cortezas de árbol incrustadas y, menos comúnmente, de chapas de oro grabadas y repujadas sobre una base de madera. El abanico de oro llevaba el nombre, prenombre y epítetos de Akhenatón así como dos cartelas con el nombre de Atón, el disco solar. El de marfil teñido constituía un ejemplar magnífico de la escultura decorativa. Otra de las piezas más interesantes y únicas que encontramos en este anexo fue uno de los cetros del rey. Es difícil entender la razón por la cual un objeto tan sagrado como éste estaba en este almacén y no en el tesoro. Lo único que puedo sugerir es que o bien los ladrones lo sacaron de allí pensando robarlo o bien pertenecía a un equipo completo que comprendía los vestidos para las ceremonias religiosas tales como los ritos en los que el rey presidía las partes principales y que habían sido colocados en uno de los cofres decorados que encontramos en esta habitación. La última hipótesis es tal vez la más plausible ya que entre los objetos que había en el suelo encontramos también un hacha de bronce con incrustaciones de oro cuya hoja, del mismo metal, había sido arrancada por los ladrones de la época dinástica y que pertenecía a las ceremonias que se celebraban en presencia de los muertos. Este tipo de cetros recibe varios nombres y, en mi opinión, se empleaban siempre como un bastón de mando o símbolo de autoridad. Como todo cetro kherp se usaba en conexión con las ofrendas, según lo indica la decoración cincelada en un lado de la hoja. Tenía unos 53 cm. de longitud y estaba hecho de láminas de oro batido sobre una base de madera, cinceladas e incrustadas; la punta, el capitulum y los dos extremos de la vara estaban ricamente embellecidos con cloisonné (el de tipo egipcio). La inscripción, de oro y fayenza azul, decía: «El Hermoso Dios, bien amado, de rostro resplandeciente como Atón cuando brilla, el Hijo de Amón, Tutankhamón», interesante por cuanto sugiere el compromiso existente entre los credos de Atón y de Amón. Se consideraba que el muerto era un hombre tanto en esta vida como en la otra; del mismo modo un rey era el «Buen Dios» en esta vida y en el más allá. Los hombres ilustres del pasado eran considerados como dioses; se les llamaba los «Grandes Dioses» y se veneraba tanto a ellos como a sus familiares. De hecho se consideraba que la segunda vida era una continuación de la primera. Por ello encontramos objetos muebles, tales como enseres de la casa, cetros, abanicos, báculos, armas y demás objetos de uso común depositados en la tumba; eran ofrendas funerarias para el muerto que todavía vivía en el recuerdo, y a través de ellas podemos obtener una imagen del mundo antiguo. El joven Tutankhamón debió de ser un coleccionista de bastones y báculos, ya que encontramos gran número de ellos tanto en la antecámara como en la cámara funeraria. La mayoría era, sin duda, de tipo ritual, pero era evidente que muchos de ellos habían servido para uso diario. Los había de muchos tipos: báculos con botones en la punta o con puntas bifurcadas o con casquillos; bastones torcidos y bastones curvos para cazar serpientes. Algunos iban montados en oro y plata; otros estaban decorados con marquetería de corteza o eran de madera lisa y bruñida. Entre la colección de armas ofensivas que encontramos en esta cámara había mazas, bastones de mano, cimitarras, arcos y flechas, bumeranes y armas arrojadizas para la caza y la guerra. Para la defensa había escudos ceremoniales y de tipo normal, así como una coraza. El arma más antigua es, evidentemente, el palo, y parece ser más característico de otros pueblos que de los egipcios, a juzgar por el hecho de que aparecen en gran cantidad entre las levas que proceden de los pueblos bárbaros que rodeaban el país. Había muchos en la tumba y la mayoría aparecieron en la tosca caja blanca destinada a los arcos. Muchos de ellos eran falciformes ‒es decir, curvados en la punta, que era muy gruesa, y en forma de hoz, lo cual sugiere que tal vez había una protuberancia en la punta o que tenían la hoja tallada en forma aplastada, siendo el borde cóncavo el más cortante. Otro tipo, aunque ¡menos corriente, tenía forma de garrote, muy parecido a la porra de los policías, con un pronunciado botón en el extremo del mango. Todos ellos eran de
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madera pesada, oscura y bruñida, y algunos tenían el mango cubierto con una corteza de árbol semejante a la del abedul. Los bastones de mano encontrados aquí son los primeros descubiertos en Egipto. Estaban tirados en el suelo de la esquina sudoeste de la cámara. Seis de ellos medían unos 63,5 cm. de largo y uno medía más de 94 cm. Consistían en un palo redondo, más grueso en un extremo que en el otro y al parecer se usaban como arma de ataque y de defensa. En contradicción con la forma europea moderna del bastón de mano, su extremo más grueso estaba recubierto de metal, formando la punta, mientras que el extremo más delgado era el mango, lo cual sugiere que derivaban del garrote. Se protegía la mano por medio de una guarnición bastante parecida a la guarnición de mimbre usada en nuestros días, reforzada con alambres y adornada con otra guarnición de enrejado de oro. Esta última había sido arrancada, pero encontramos algunos fragmentos dispersos por el suelo. El mango o asidor estaba recubierto de cuero atado por medio de cuerdas, a fin de evitar que el golpe repercutiera en la mano. Todos tenían un lazo, tal vez para colgarlos; tres de ellos tenían buena parte del mango recubierto con láminas de oro; uno estaba decorado con cortezas de árbol y tres eran muy sencillos, de madera completamente lisa. En las escenas representadas en los monumentos egipcios en los que se ve una especie de pelea o lucha a palos, vemos que en este juego se empleaban guarniciones y que consistía en golpes y quites; también se usaba un palo corto atado al antebrazo izquierdo para contener los golpes que no se habían contrarrestado con el bastón de mano y que, evidentemente, servían de guarnición secundaria contra los golpes del adversario. En esta tumba no apareció ninguna de estas guarniciones secundarias. Las dos cimitarras de bronce son notables en muchos aspectos. Encontramos una grande y pesada, con los bastones de mano, y otra, mucho más ligera y pequeña, entre otros objetos que había en el suelo. La más pequeña ‒de 45 cm. de longitud‒ fue hecha, posiblemente, cuando el rey era niño; la mayor y más pesada ‒de 66 cm. de largo‒ corresponde a la época en que ya era un adolescente. En ambos casos, tanto la hoja como el mango y la empuñadura estaban hechos de una sola pieza; la empuñadura encajaba en unas piezas laterales de ébano. La mayor parecía más apropiada para aplastar que para cortar, ya que el filo convexo estaba muy poco marcado, lo que la coloca muy próxima a los bastones en forma de hoz descritos anteriormente. Sin embargo, la hoja de la más pequeña tenía el filo más parecido al de un cuchillo. En todo caso es evidente que la mayor de ellas debía de producir heridas graves por su gran peso, debido al grosor de la hoja, que medía 1,65 cm. de espesor. Estas cimitarras parecen ser típicas del Imperio Nuevo, o desde la Dinastía XVIII a la XX y, a juzgar por el nombre en forma de hoz que recibían en jeroglífico, se las llamaba khepesh. Según Sir Gardner Wilkinson34, «el parecido de su forma y su nombre con el kopis griego sugiere que la gente de Argos, una colonia egipcia que fue la primera en adoptarlo, copiaron originalmente esta arma de la cimitarra egipcia». También es posible que sean un prototipo de la espada oriental o cimitarra propiamente dicha, que comúnmente se ensancha hacia la punta, pero que también tiene forma de hoz. Había gran número de arcos y flechas de muchos tipos, muy bien elaborados y la mayoría bellamente decorados de acuerdo con la dignidad y el rango de su propietario. Aunque entre los arcos no existe una total identidad con ninguno de los grupos siguientes, ya que cada uno tenía más o menos sus peculiaridades propias, es posible agruparlos en tres tipos diferentes: a) el «arco simple» hecho de una sola vara de madera sin decorar; b) el «arco simple» hecho de dos varas (una para cada extremo) de madera unidas en el medio y todas ellas recubiertas de corteza; y c) el arco compuesto, que tenía la vara hecha de varias tiras de asta o madera pegadas unas a otras; la parte más cóncava se rellenaba con una sustancia gelatinosa y todo él estaba recubierto de cortezas y profusamente decorado. Las cortezas empleadas para atar y decorar los arcos se parecen, por lo menos en color, a las del cerezo y el abedul plateado, pero aún no hemos identificado con seguridad ni las cortezas ni las maderas. Los pocos arcos simples de una sola vara medían tan sólo 69 cm. de 34 Manners and Customs of the Ancient Egyptians, vol. I, p. 213
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longitud; los de dos varas tenían unos 74 cm. de largo, pero uno de ellos medía tan sólo 36 cm. Los arcos compuestos eran los más numerosos y su longitud oscilaba entre 112 y 125 cm. No hay que decir que en cada caso el centro del arco era duro y resistente. Las dos piezas disminuían progresivamente hacia los «cuernos» en los que se colocaba la cuerda, pero en el caso de los arcos de una sola vara no había «cuerno», sino que la cuerda iba simplemente arrollada a los extremos de la vara. En todos los casos en los que la cuerda se había conservado, encontramos que estaba hecha de cuatro tiras de tripa trenzadas. Parece ser que la principal diferencia entre el arco simple, que es el más antiguo en Egipto, y el compuesto, del Imperio Nuevo, y probablemente de origen extranjero, es que el primero era más preciso y actuaba solamente en los pocos centímetros alrededor del punto de extensión, mientras que el arco compuesto podía dispararse en toda su longitud. Es indudable que los diferentes tipos y tamaños de los arcos y de las flechas se destinaban a objetivos diferentes, igual que nuestras armas de fuego y sus municiones: el rifle militar, el deportivo, revólveres de varios pesos y apariencias y la pistola. Entre las doscientas setenta y ocho flechas que encontramos había unos dieciséis tipos que diferían en detalles y en tamaños. En general se componían de: 1) una vara de caña con un pie, o sea una pieza de madera resistente atada a la vara, a la que se unía una punta; 2) una punta de bronce, marfil o madera, de formas diversas, clavada en el pie, o bien una punta de vidrio (en lugar de sílex) biselada, pegada al pie; 3) las barbas; y 4) una incisión o muesca alargada de madera dura o de marfil. Algunas de las flechas tenían tres púas (o barbas), pero la mayoría tenía cuatro. Todas iban provistas de pie y, con algunas excepciones, eran de tipo ligeramente «ahusado», es decir, que la vara disminuía de tamaño desde el pie hasta la punta, a excepción de un grupo de trece flechas de cuatro barbas, que eran completamente cilíndricas. En ellas la vara tenía el mismo diámetro desde el pie hasta la punta y estaban hechas de una sola pieza de madera. La longitud de estas flechas oscilaba entre 92 y 25 cm. y una de ellas medía tan sólo 15 cm. (recuérdese el arco pequeño que mencioné antes). Las puntas variaban según su objetivo: para la guerra o para la caza, y para atravesar, lacerar o aturdir a la víctima. En diferentes partes de la tumba encontramos varios grupos de flechas, así como algunos arcos, pero la mayoría aparecieron en la gran caja blanca. La excelencia de estos arcos y flechas demuestra que los arqueros de este momento del Imperio Nuevo egipcio eran muy diestros en su arte. Los arcos son un poco cortos, incluso para gente como los egipcios, que eran de baja estatura, pero en este caso tal vez se deba a la juventud del rey, ya que el peso del arco y la longitud de la flecha depende de la fuerza del arquero. Tenemos razones para creer que entre los pueblos más importantes de la historia antigua los egipcios fueron los primeros arqueros y los más famosos, empleando el arco como arma principal en la guerra y en la caza, aunque se usaba más como arma de caza, en sus diversas formas, que como arma de guerra. Sin embargo, su valor militar debió de ser inmenso. El que disponía de un arco y de flechas podía derribar al animal más veloz y defenderse de sus enemigos. Se dice que la rapidez de tiros consecutivos tiene una media de cuatro a cinco por minuto. Ciertamente, marchar contra una lluvia de flechas en busca de objetivos debía de ser impresionante. Los egipcios utilizaban el arco y las flechas desde los carros, donde, al parecer, lo usaban tan bien como a pie y se defendían de las flechas por medio de escudos y de corazas de cuero. En su presente estado de conservación es imposible calcular el peso (o sea, el alcance) de los arcos. Probablemente llegaban hasta unos 135 a 230 metros. El poder de penetración de los arcos simples y de otro tipo de flechas de pie usadas en el Imperio Medio egipcio queda bien demostrado por el descubrimiento hecho por Mr. H. E. Winlock de una tumba colectiva en Tebas que contenía unos sesenta hombres muertos en combate35. Los restos resecos de los cuerpos de estos hombres, parcialmente momificados, mostraban gran número de heridas de flecha, como si las hubiesen 35 Bulletin Metropolitan Museum of Art, The Egyptian Expedition, 1925-27; publicado en febrero de 1928, pp. 12 y ss., fig. 17, 20 y 21
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lanzado desde lo alto. Algunos tenían fragmentos de flecha clavados en el cuerpo. Al parecer, al ser disparadas desde un lugar elevado, algunas de ellas dieron en la base del cuello y penetraron en el pecho; otra, que penetró por la parte superior del brazo, atravesó todo el antebrazo hasta la muñeca, y uno de los hombres, herido en la espalda por debajo del omóplato, tenía el corazón atravesado por una flecha que sobresalía unos 20 cm. de su pecho. Desde luego no sabemos la distancia desde la que se produjeron estas heridas ni tenemos datos acerca del tipo de arco que empleaba el enemigo, pero, por lo que sabemos, en aquella época en Egipto sólo se empleaba el arco simple. Los fragmentos de flecha que se encontraron en los cuerpos de los hombres demuestran que eran del tipo «ahusado», con pie de ébano y sin verdaderas puntas. El arco simple demuestra su procedencia ya que, junto con otros productos, venía del Punt, un país situado en algún lugar de la costa oriental de África, al norte del Ecuador, como la actual Abisinia o la Somalia. Otra clase de arma arrojadiza era el bumerán, de los que encontramos muchos en esta tumba, tanto para uso normal como para uso ritual. Los de uso normal estaban en la caja de los arcos. Los bumeranes y bastones arrojadizos se usaron en Egipto desde las primeras hasta las últimas dinastías. Es evidente que el bumerán se utilizaba para la caza de aves, mientras que los bastones arrojadizos se emplearían en la guerra. Ambos tipos estaban bien representados en esta colección. Del primero de ellos, el bumerán propiamente dicho, podían reconocerse los que regresaban al punto de partida y los que no, aunque la forma general de ambos era muy parecida, o sea curvada en forma de hoz o en forma de ángulo, siendo la principal diferencia, o mejor dicho la más esencial, el ángulo de los brazos, que era completamente opuesto en los dos tipos. Al parecer el que no volvía al punto de partida se arrojaba igual que el que regresaba; el sesgo o ángulo le ayudaba a recorrer una distancia mayor que la de los bastones normales. Los bumeranes que encontramos eran de una madera dura que no hemos podido identificar y estaban decorados con motivos polícromos pintados o con cortezas atadas a su alrededor, parecidas a las del abedul plateado. Los de tipo ritual estaban tallados en marfil y tenían casquetes de oro en los extremos. Los bastones arrojadizos eran de formas imaginarias o simplemente curvados y estaban hechos de maderas duras. Algunos de ellos eran de marfil, con puntas de oro, siendo posiblemente de uso ritual, al igual que uno que era de madera dorada con puntas de fayenza y los que eran totalmente de este material. Entre las armas defensivas había ocho escudos: cuatro eran posiblemente de uso normal y los otros cuatro eran para fines rituales. Dos de los normales eran de madera ligera cubierta con piel de antílope y tenían la cartela del rey blasonada en el centro. Los otros dos, también de madera ligera y con dibujos parecidos, estaban cubiertos con la piel de un guepardo norteafricano. Tanto el pelo como las manchas de las pieles se encontraban en buen estado. Las dimensiones máximas de estos escudos eran 74 por 50 centímetros. Los escudos ceremoniales eran algo mayores y estaban hechos de madera calada y oro. Sus diseños eran de tipo heráldico y dos de ellos representaban al rey como un león pisando a los enemigos de Egipto, en forma humana, o como un guerrero armado de cimitarra golpeando a sus enemigos en forma de león; otros dos lo representaban entronizado en esta vida y en la otra, respectivamente. Otro tipo de arma defensiva era una coraza de cuero, muy maltrecha, que estaba tirada en una caja. Estaba hecha de gruesas escamas de cuero teñido, pegadas sobre una base o forro de tela en forma de un vestido sin mangas. Por desgracia estaba demasiado estropeada para poder conservarla. Entre los demás objetos de puro significado ritual que encontramos en esta cámara he de mencionar hoces para segar en los Campos Elíseos; varios instrumentos mágicos de bronce, madera y piedra; amuletos de piedra, fayenza y oro; paletas de madera, piedra y vidrio; gran parte del conjunto de barcas funerarias en miniatura que describimos en el capítulo 20 y gran cantidad de figuras shawabti colocadas en quioscos, que pertenecían al grupo que había en el tesoro.
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Segunda parte Según mi opinión, el contenido ortodoxo de este anexo eran aceites, grasas, ungüentos, vinos, frutas y comida. Los aceites y otros materiales untuosos estaban almacenados en treinta y cuatro vasijas de alabastro (calcita) y uno de serpentina, notables por la diversidad de sus formas y tamaños. Las diez jarras de alabastro semejantes a las que había en el suelo de la antecámara, vacías y abandonadas, probablemente procedían de este grupo del anexo.36 Con raras excepciones, todos los tapones y las tapas de estas vasijas habían sido arrancados a la fuerza, puestos a un lado y su contenido vaciado y robado, dejando tan sólo un pequeño residuo en cada vasija. En las paredes interiores de algunas de las que contenían sustancias viscosas podían verse las huellas de las manos rapaces que habían sacado el valioso material, tan claras hoy como cuando se perpetró el robo. Evidentemente, algunas de las vasijas eran anteriores al entierro del rey. Algunas de ellas tenían inscripciones que habían sido borradas cuidadosamente. Otras llevaban nombres ancestrales que databan del reinado de Tutmés III y algunas de ellas tenían señales de haber sido usadas, con roturas y reparaciones antiguas. De hecho parece ser que contenían aceites propiedad de la familia, procedentes de prensas famosas, así como grasas y ungüentos fermentados que databan de hasta ochenta y cinco años antes de la época de Tutankhamón. Apartándome por un momento de nuestro asunto, diré que estas ánforas antiguas aclaran el significado de algunos de los objetos encontrados en las tumbas de los reyes precedentes de la Dinastía XVIII. La presencia de objetos de cronología más antigua entre los fragmentos del ajuar funerario de estos reyes había sido siempre un problema y se había pensado que podía ser accidental. Sin embargo, el encontrar tantos objetos con los nombres de reyes precedentes en ajuares funerarios saqueados y rotos, ¿no demuestra acaso que estos materiales ancestrales se colocaban allí no sólo por ser costumbre sino por alguna otra razón? Por otra parte, como la mayoría de las vasijas de alabastro han sido descubiertas en las tumbas ‒de hecho, casi nunca se encuentra una tumba importante que no tenga varias de estas jarras, puede parecer que se las hacía solamente para uso funerario. Sin embargo, no hay duda de que habían servido también en la vida diaria, aunque quizá no tanto como las vasijas de cerámica corriente, ya que eran más caras, más pesadas y más frágiles de romper que éstas. Se usaban especialmente para aceites y sustancias untuosas mientras que las vasijas de cerámica se destinaban principalmente a vino, cerveza, agua y materiales semejantes. Entre las vasijas de piedra más decoradas es fácil reconocer las hechas exclusivamente para las tumbas, ya que debido a la complicación de su diseño eran poco prácticas en el sentido utilitario. La altura de estas vasijas de piedra oscilaba entre 18 y 68 cm. y tenían una capacidad entre 2,75 y 14 litros, demostrando que en esta habitación se almacenaron por lo menos trescientos cincuenta litros de aceites, grasas y otros materiales untuosos para el rey. Dos de las vasijas que llevan los nombres de Tutmés III tenían marcadas sus capacidades, que eran de 14,5 y 16,75 hins, respectivamente. Como en esta época el hin tenía unos 460 c. c., probablemente contenían entre 6,67 y 7,70 litros de algún material untuoso fermentado. En un par de vasijas con las cartelas de Amenofis III se había borrado la forma Amón en el nombre del rey, cambiándola por la de su prenombre, lo que demuestra que estas dos vasijas estuvieron en uso durante el reinado de Akhenatón. Otro dato interesante es que en una vasija cuya inscripción había sido borrada cuidadosamente podía verse el prenombre y el nombre de dos reyes, posiblemente los de Amenofis III y Amenofis IV, en cuyo caso tenemos una indicación de una posible corregencia de estos dos faraones. La mayor de las vasijas era una ánfora diseñada en forma de jarras de cerámica para vino. Otra ánfora, que descansaba sobre su tazza o soporte circular, tenía 66 cm. de altura. Los ladrones dejaron una pequeña cantidad de aceite en el fondo de esta vasija que se ha conservado líquido hasta hoy día por debajo de una costra endurecida. Mencionaré algunas de las más notables. Había 36 No se incluyen entre ellas los cuatro elaborados ejemplares que estaban in situ en la antecámara.
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una en forma de un león mítico que se erguía sobre sus patas traseras en actitud amenazadora, de apariencia extrañamente heráldica, como el león rampante. La pata anterior derecha se clavaba en el aire con rabia mientras que la izquierda se apoyaba en un símbolo sz, que significa «protección». El cuello de la vasija estaba sobre la corona que había en la cabeza del león y tenía la forma de una flor de loto, también con una corona. La decoración de este vaso en forma de león era incisa y rellena de pigmento, y la lengua y los dientes eran de marfil. Otro vaso representaba un íbice balando, retratado con gran realismo. Un tercero tenía forma de crátera e iba sobre un soporte de tipo tazza. Estaba bellamente labrado con decoración acanalada e inscripciones incisas, rellenas de pigmento. Un cuarto vaso, también una crátera, estaba decorado con una complicada funda enrejada de calcita semitransparente. La calidad de la ejecución de estas vasijas es bastante parecida en todas ellas. Al diseñarlas el tallista dio rienda suelta a su imaginación, copiando las formas de diversas flores y animales. Algunas eran pesadas y toscas mientras que otras se distinguían por su elegancia y la diversidad de sus formas. Había un par de vasijas de especial interés; eran delgadas, con cuellos estrechos y tazas puntiagudas y tenían el cuello decorado con imitaciones de guirnaldas de flores hechas de fayenza policromada incrustada en la superficie de la piedra. Las tres docenas de jarras de vino (ánforas) tenían un interés histórico. Como es natural, los vinos que contenían se habían evaporado mucho tiempo antes, pero cada una de las jarras tenía un letrero escrito en caracteres hieráticos con la fecha, lugar y cosecha del vino. A través de ellos sabemos que los mejores vinos de las bodegas reales procedían de las posesiones de Atón, Amón y Tutankhamón en el Delta, algunas en el Este, en Kantareh, pero la mayoría en la orilla occidental del Nilo. También se desprende de ellos que la mayor parte del vino procedía de la finca de Atón y databa entre los años tercero y vigésimo primero, demostrando que las fincas de Atón se cultivaron por lo menos durante veintiún años. El segundo vino en calidad procedía de la finca de Tutankhamón y databa del año noveno, o sea, «Año 9, Vino de la Casa-de-Tutankhamón en el Río del Oeste», seguido del nombre del vinatero en jefe. Esto indica que el rey debió de haberse casado con la princesa real Ankhesenpatón y ser entronizado a la joven edad de nueve años, ya que todos los datos que nos proporcionó su momia demuestran que debía de tener unos dieciocho años al morir. La menor cantidad de vino procedía de las fincas de Amón y estaba fechada en el año primero, lo que sugiere que la vuelta a la adoración del dios máximo, Amón, debió de tener lugar bien avanzado el reinado de Tutankhamón. A través de los sellos de las ánforas obtenemos información acerca del sistema practicado por los antiguos egipcios al embotellar, o mejor dicho, al almacenar vinos. Al parecer, una vez había terminado la fermentación, se trasladaba el vino nuevo a jarras de cerámica que se cerraban y sellaban por medio de un tapón de fibras vegetales cubierto por completo con arcilla o con una cápsula de barro que tapaba toda la boca y el cuello de la jarra. Mientras estas grandes cápsulas estaban aún tiernas se imprimía en ellas el emblema de la finca a la que pertenecía el vino. De este modo la segunda fermentación tenía lugar en las jarras y se hacía un pequeño agujero encima de la cápsula a fin de dejar escapar el ácido carbónico formado durante el proceso de fermentación secundaria. Luego se cerraban estos pequeños agujeros con arcilla o barro y se imprimían con un diseño más pequeño de la finca, hecho a propósito para ello. Probablemente se cubría el interior de las jarras con una delicada capa de materia resinosa para contrarrestar la porosidad de la cerámica, ya que los ejemplares rotos muestran una capa negra característica en la superficie interior. Aunque muchas de las ánforas estaban rotas, no había señales de que el vino hubiese sido robado. Las roturas parecen más bien haber sido el resultado del rudo manejo de los ladrones al sacar y robar el contenido de las vasijas de piedras adyacentes que hemos mencionado antes. Casi una docena de las ánforas eran de tipo sirio, con el cuerpo oviforme, el cuello largo y delgado, borde protuberante y una sola asa. La mayoría estaban rotas debido a su frágil factura. Ninguna de ellas llevaba ningún letrero, pero las cápsulas de arcilla tenían un sello con un diseño parecido al de los otros vinos, lo que nos hace suponer que el vino que contenían era egipcio y no de producción extranjera.
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Encima de las vasijas de piedra y de las jarras de cerámica había más de ciento dieciséis cestos, si incluimos los que había tirados por el suelo de la antecámara, que eran muy parecidos a éstos. Contenían comida, la mayoría gran cantidad de frutos y semillas, incluyendo el de la mandrágora, nahakh, uvas, dátiles, pepitas de melón y nueces dom. Los cestos, ovales, redondos y en forma de botella tenían un diámetro máximo que oscilaba entre 11 y 46 cm. Su simetría demostraba la habilidad que habitualmente se encuentra en los artesanos expertos. La trama empleada en su elaboración era exactamente la misma que la usada hoy día por los cesteros nativos. Algunos de los más pequeños y los mejor tejidos estaban decorados con diseños formados por diversas tramas teñidas con grasas naturales. Los más toscos estaban hechos con tiras de fibra de los tallos de la palmera datilera, atados con las frondas de la palmera dom o, en algunos casos, de la palmera datilera, que probablemente se ponían en remojo previamente con agua para hacerlas correosas y flexibles. Los cestos en forma de botella contenían pasas. En algunas festividades, los egipcios de hoy día llevan aún cestos de fruta parecidos a éstos a la tumba de sus parientes muertos.
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23. LA CAUSA PRINCIPAL DEL DETERIORO Y LOS CAMBIOS QUÍMICOS EN LOS OBJETOS DE LA TUMBA Antes de concluir este relato del descubrimiento no estará de más decir algunas palabras acerca del estado en que encontramos los objetos de la tumba y sugerir la causa principal de su deterioro. La existencia de humedad en la tumba en tiempos pasados merece nuestra atención, aunque ya me he referido a ello brevemente en capítulos anteriores. Bajo cualquier punto de vista, es una lástima que esta tumba haya sufrido de vez en cuando filtraciones de humedad a través de las fisuras de la roca caliza en que está tallada. Esta humedad saturaba el aire de las cámaras y producía en ellas una atmósfera cargada de agua durante lo que debieron ser períodos intermitentes pero largos. No sólo alimentó el crecimiento de los hongos y provocó el depósito de una fina capa rosada muy peculiar en todas las superficies, sino que produjo la casi total destrucción de los cueros, derritiéndolos hasta formar una masa viscosa negra. Asimismo originó el hinchamiento de las diversas maderas empleadas en la construcción de muchos de los objetos; disolvió todos los materiales adhesivos, tales como cola, con lo que las piezas que componían muchos de los objetos se separaron. También provocó la desintegración de los tejidos, una pérdida irreparable, ya que entre ellos había raros ropajes, telas de tapicería de lino, así como muchos bordados. La humedad ha sido la causa de que las campañas de invierno que hemos dedicado a vaciar la tumba de su ajuar funerario se hayan extendido a diez (1922-1932), ya que evidentemente primero había que prepararlo para soportar el transporte y luego para su exposición al público. Si no hubiésemos establecido este servicio de «primeros auxilios», ni tan siquiera una décima parte de los cientos de objetos habría llegado al Museo de El Cairo en buenas condiciones. En algunos casos el estado del objeto era tal que había que tratarlo antes de tocarlo, ya que, aunque a primera vista pareciese intacto, la experiencia nos mostró que se habría desintegrado por completo al menor contacto. Así, por medio de continuo tratamiento, con la ayuda de buenos consejos y amables colaboraciones y a pesar de lo aburrido del sistema, resolvimos muchos problemas, y me enorgullece decir que no se perdió ni un 0,25 % del total de los diversos y bellos objetos. El conde de Crawford y Balcarres en su discurso presidencial a la Sociedad de Anticuarios (julio de 1929), dijo con razón: «...el arqueólogo tiene que ser muy escrupuloso para no destruir; de hecho su deber es recrear y no debe negligir la calidad artística». Por otra parte, además de los períodos en los que dichos objetos estuvieron expuestos a una intensa humedad atmosférica, debió de haber también largos intervalos en los que estuvieron sujetos a la sequedad, así que pasaron por períodos intermitentes de expansión y contracción. Si consideramos los desastrosos efectos de la variación de las temperaturas a lo largo del día en pleno desierto, que causan la rotura de todas las capas superficiales de las rocas, la demolición de las escarpaduras e incluso el agrietamiento de enormes masas de sílex, no nos sorprenderá la extensión de los daños causados por los intermitentes cambios de humedad a sequedad que parecen haber ocurrido en esta tumba. Tanto más al saber que la mayor parte de su ajuar estaba construido con diversos materiales; por ejemplo, un cofre con una estructura básica de madera, recubierta con una maravillosa capa de marfil, ébano y oro; o una silla o un carro hechos de maderas diversas y cuero con incrustaciones de sustancias diferentes, tales como metales, piedras naturales, vidrio y marfil; o las grandes capillas protectoras construidas de roble y madera de coníferas, cubiertas de yeso y recubiertas con finas láminas de oro. De hecho, si consideramos sus diversos componentes y su antigüedad, es extraordinario comprobar cómo tales objetos resistieron tan bien tensiones tan opuestas de expansión y contracción. La duración de los períodos de humedad después de la saturación debió de ser considerable en aquellas cámaras selladas en el interior de la roca, donde la temperatura reinante era de unos 29° C. A fin de averiguar la fuente principal del agua que afectaba dichas cámaras, hemos dé
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considerar, lógicamente, el régimen de lluvias pasado y presente de la región del Valle de las Tumbas de los Reyes. Aunque las condiciones climáticas en tiempos de los faraones eran sin duda más o menos las de hoy día, no debemos olvidar tomar en consideración la posibilidad de que en aquellos tiempos hubiese una cantidad mayor de marismas en el Valle del Nilo, que atraería mayor cantidad de humedad y tal vez de lluvias. La fauna y la flora que aparece en los monumentos de época dinástica parecen indicar la posibilidad de tal circunstancia. 37 Sin embargo, al contrario que en el Desierto Oriental, donde casi cada año los barrancos se llenan de torrentes, en el Desierto Occidental o Líbico el régimen de lluvias es muy inferior, en particular en las regiones de Tebas. La conservación natural de sus monumentos, así como de las diversas inscripciones o grafitos sobre las peladas superficies de la roca, es en sí misma una prueba de las condiciones climáticas del pasado y del presente. Pueden pasar años sin que se registre ninguna precipitación apreciable. Según mi propia experiencia, que cubre un período de más de treinta y cinco años en los alrededores de Tebas, sólo puedo recordar cuatro lluvias realmente cuantiosas: una en la primavera de 1898, otra a finales de otoño de 1900 y dos casi seguidas en otoño (octubre y noviembre) de 1916. Rasgos notables de estas tormentas son lo reducido de su extensión y lo abrupto de sus límites. Aunque sean de corta duración ‒tan sólo unas cuantas horas‒ van generalmente acompañadas de un imponente aparato eléctrico y una tremenda precipitación de agua en el área de tormenta. Pueden llenar valles y convertirlos en ríos turbulentos. En unos momentos una cañada se llena de innumerables cascadas que arrastran rocas río abajo en su lecho cubierto de guijarros. Sin embargo, en un breve espacio de tiempo la escena vuelve a tomar su aspecto árido normal. El agua se ha precipitado hacia el Valle del Nilo y los derrubios del lecho del arroyo son la única prueba de aquellas breves pero destructivas inundaciones. Estas precipitaciones periódicas, llamadas por los egipcios «El Seil» (en plural «El Sayal»), parecen ocurrir en el distrito de Tebas (orilla occidental) aproximadamente una vez cada diez años, pero es evidente que en un valle o localidad concretos los intervalos deben de ser mucho más largos por las leyes de probabilidad, dada la pequeña extensión de estos temporales. Desde luego, desconocemos la historia de cada valle en particular. Sin embargo, examinando cuidadosamente una sección de los materiales acumulados en el lecho de un valle, como el de las Tumbas de los Reyes, para los que tenemos bastantes datos que nos permiten fecharlos, esta historia puede calcularse contando los estratos consecutivos de depósitos acumulados por acción cólica o por las aguas desde época dinástica. Durante mi estancia la necrópolis del Valle de los Reyes ha sufrido tan sólo uno de estos grandes temporales y fue durante la campaña 1900-1901. Sin embargo, no hay un barranco en aquella región, grande o pequeño, que no haya experimentado en un momento u otro estas repentinas inundaciones. No hay que decir que puede ocurrir que un barranco se convierta de repente en un río turbulento de aguas desbordadas sin que caiga ni una gota de agua en su proximidad, un fenómeno producido por una lluvia torrencial caída mucho más allá, en la meseta, desde donde parte de las aguas o su totalidad cae por el barranco y baja por él con fuerza hasta encontrar su nivel. Yo he presenciado un caso de este tipo y tal vez valga la pena explicarlo. Sobre las cuatro de la madrugada 37 En Egipto debió de haber más lluvias en época prehistórica que en nuestros días. Los útiles de época paleolítica aparecidos en las terrazas más altas del desierto que limita con el Valle del Nilo prueban casi con seguridad que durante esta época las condiciones eran semidesérticas. A partir de entonces Egipto, o mejor dicho el nordeste de África, parece haber alcanzado gradualmente su presente estado de sequedad. El Egipto que conocemos no data de más de diez o quince mil años. Las arcillas aluviales miden de 9 a 10 m. de espesor. El ritmo de sedimentación de estos depósitos parece haber sido de 8 a 10 cm. cada cien años y probablemente empezaron cuando el afluente Nilo Azul se abrió paso hasta el Nilo Blanco, trayendo consigo el aluvión abisinio. Antes de que esto ocurriera el Nilo Blanco era el único responsable de las formas tropicales de vida africana en el Delta y su avance hacia el norte, hacia el Mediterráneo, estaba marcado sin duda por marismas, áreas inundadas y lagos. (Véase Meinertzhagen, Nicoll’s Binls of Egypt, Vol. 1, Cap. 1, 1930.)
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del día 1 de noviembre de 1916, el Gran Barranco del Norte, situado al norte, colateral al Valle de los Reyes y confluente con éste en su boca se convirtió en un gran torrente. Este hecho se debió a una gran tormenta que había tenido lugar en la meseta desértica, unos 25 km. al noroeste, algo más temprano aquella misma tarde. Tal vez sea interesante registrar aquí los resultados de aquel torrente. Antes de la embestida del agua no se podía ver ninguna planta en el lecho de aquel gran barranco. Pero en enero la gran profusión de diversas plantas desérticas que cubrían su lecho era notable. Por desgracia mi ignorancia en botánica me impidió reconocer sus especies. Las plantas, algunas de ellas muy fragantes, atrajeron gran número de polillas, en especial de la familia de las Esfingídeas, que colocaron sus huevos en ellas.38 A mediados de febrero las larvas, en sus últimos estadios, se alimentaban de las plantas y a fines de marzo aparecieron los magos. Sin embargo, muy pocas de las especies más resistentes sobrevivieron a los largos meses del caluroso verano y a fines de la primavera siguiente todas habían desaparecido prácticamente, quedando tan sólo sus resecos matojos. El crecimiento de esta vegetación en las barrancas resecas después de un torrente sugiere que los períodos entre las sequías no duran más que el período de vida germinativa de las semillas, lo cual nos trae a la memoria otro hecho notable. No hay señal alguna de que haya habido plantas en el centro del Valle de los Reyes ni en sus tributarios menores. La ausencia del crecimiento normal de las plantas después de una lluvia es tan extraordinaria que requiere un poco de atención. Puede deducirse que los intervalos entre los torrentes que tuvieron lugar en el Valle de los Reyes han sido más largos que la vida germinativa de las plantas desérticas, por lo menos en los últimos años, pero cuando se toma en consideración la estrechez de la barrera que divide dicho Valle del Gran Barranco del Norte, tal deducción parece insostenible y debe de haber otras causas. Puede tratarse de la particular situación del Valle, ya que la parte de la meseta que queda por encima del Valle de los Reyes es de extensión muy limitada y relativamente aislada; en consecuencia, la posibilidad de que una tormenta desagüe por él disminuye. El mismo argumento se puede aplicar a las semillas de las plantas, mientras que las calles circundantes se alimentan de la meseta superior. Sea como sea, creo que la fuente principal de la periódica presencia de agua en estos lugares queda explicada suficientemente. Volvamos ahora a la posible causa de que estas infrecuentes saturaciones alcancen las cámaras de la tumba de Tutankhamón, que están talladas en profundidad en plena roca, alcanzando la caliza del Eoceno Inferior. En principio, antes de hacer un estudio más a fondo, no parece irrazonable suponer que la humedad era debida a la profunda situación de la tumba en el centro del Valle, donde se filtrarían las crecidas de agua procedentes de una súbita tormenta, escurriéndose a través de las rocas y saturando de humedad la atmósfera de las cámaras de la tumba. Sin embargo, aunque la primera parte de esta suposición parece ser lógica, se ha demostrado que ésta no es la verdadera explicación de lo ocurrido. A pesar de que la vertiente este del lecho del Valle había sido afectada en extremo por agua procedente de tal origen en época dinástica, en la vertiente oeste, donde se halla la tumba de Tutankhamón, no había huella alguna de que en el pasado el agua hubiese provocado grandes daños. Durante nuestras excavaciones en el área que limita con el frente de la tumba, antes de su descubrimiento, el terreno y varios objetos que encontramos se hallaban en perfecto estado de conservación. De hecho era sorprendente ver el buen estado de aquellas piezas, caracteres y dibujos en negro sobre fragmentos de caliza y otros deshechos de los trabajadores de época dinástica que encontramos allí. Además no había señal alguna de que hubiese habido humedad en el relleno de materiales que tapaba la escalera descendente tallada en la roca, ni había tampoco muestras de humedad en la puerta sellada ni en los escombros que cubrían el pasadizo descendente de la tumba, donde, si hubiese habido agua, habría llegado inmediatamente. Las superficies de las paredes, techo y suelo del pasadizo descendentes tampoco estaban afectadas por el agua; su presencia en épocas 38 Hippotion (Chacrotampa) celerio, la esfingídea de franjas plateadas, y Deilephila (Hyles) Euphorbiae, la esfingídea euforbia.
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pasadas era tan sólo visible en las cámaras mismas y era allí donde resultaba más evidente, un mal augurio que nos pronosticó la desgracia que nos aguardaba cuando abrimos la puerta sellada interior y entramos en la antecámara. Sin embargo, nada podía haber más libre de humedad que el aire de aquellas cámaras cuando entramos en ellas por primera vez. De estos hechos se desprende que el origen de la humedad no era el lecho del Valle y puesto que la única prueba de que hubiese habido alguna en el pasado estaba en las cámaras, la conclusión lógica es que se abrió camino por arriba por los lados o por la parte baja de la pequeña colina bajo la cual estaba excavada la tumba o, lo que es bastante improbable, que se originó en el interior de las cámaras mismas. En cuanto a posibles causas de humedad localizadas en el interior de las cámaras, no hay duda de que hasta cierto punto se había encerrado algo de humedad en la tumba en el momento del entierro: por ejemplo a través de la que había en la cal de las paredes o en el mortero empleado al recubrir las superficies exteriores de las puertas selladas o de la que contenían la fruta fresca, el vino y otros alimentos que se encontraban en el ajuar funerario. Pero este tipo de humedad sólo causaría daños muy localizados y sin duda no podía explicar la extensión de la que había existido de vez en cuando en las cámaras de un modo tan visible. El tesoro de la parte más profunda de la tumba no contenía nada que hubiese podido producir humedad alguna y, en cambio, había sido tan afectado por ello como las cámaras adyacentes. Además, elementos tales como la humedad producida por objetos del ajuar eran comunes a todos los enterramientos importantes de época dinástica, y sabemos que muchas de las tumbas reales de esta necrópolis tenían una cantidad de agua mucho mayor encerrada en ellas que esta tumba en la época del entierro. El colocar grandes tinajas de cerámica porosa (zeers) llenas de agua, bueyes sacrificados, vinos, frutas, etc., en los almacenes, y el recubrir con cal las paredes y techos de sus cámaras funerarias, así como sus puertas selladas, era una práctica común. Sin embargo, el daño causado por la humedad producida por tales materiales en el ajuar funerario era siempre insignificante. Aunque la humedad se extendía por todas partes y las cuatro cámaras de la tumba habían sufrido por un igual, en detalle había algunas excepciones. Los lados de la parte trasera de las cuatro capillas que albergaban el sarcófago estaban en peores condiciones que los del frente; el paño de lino que había entre la primera y segunda capillas estaba en peor estado en su extremo de la parte occidental que el de la parte oriental. También era evidente que muchos objetos que estaban junto a las paredes occidentales habían sufrido más que los del lado oriental. Otro dato interesante bajo el punto de vista del daño producido por la humedad era que los objetos del anexo eran los que estaban más afectados. Además, las minúsculas partículas de bronce procedentes de los cinceles de los albañiles, que estaban adheridas a la superficie de caliza de las paredes del anexo, estaban muy oxidadas, mientras que los artículos de bronce que había entre el ajuar estaban mucho menos afectados. Todos estos datos, en mi opinión, sugieren que el origen de estos daños residía en la roca misma, en algún lugar situado en el extremo más profundo del interior de la tumba y, puesto que la caliza es permeable a la humedad, la respuesta parece estar en hallar un punto donde se haya acumulado bastante agua en el pasado como para filtrarse a través de ella y producir su efecto. Es un hecho bien establecido que el agua que cae sobre la tierra requemada por el sol en las áridas barrancas de esta región no penetra más que unos pocos centímetros. Forma súbitos torrentes y corre hasta un punto situado a un nivel más bajo, que puede encontrarse a muchos kilómetros de distancia. Así el terreno queda poco afectado, a excepción del lugar donde el agua queda atrapada por algún obstáculo, formando un charco desde donde empieza a filtrarse. La estribación en que está tallada la tumba se levanta oblicuamente desde el lecho del Valle hasta una altura de unos 22 m., desde donde domina la escarpadura del Valle. La parte más abrupta de esta estribación queda inmediatamente por encima de nuestra tumba y en ella está excavado el vasto hipogeo de Ramsés VI. Dicha tumba no muestra huella alguna de la presencia de humedad en el pasado y tampoco hemos podido detectar una fuente de agua lo suficientemente grande como para producir daños en el lado sur de la estribación, que hubiese podido afectar la tumba de
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Tutankhamón. Sin embargo, las cámaras más profundas de la tumba de Horemheb, que está tallada transversalmente en esta escarpadura y situada más atrás y mucho más abajo que las cámaras de Tutankhamón, muestran considerables daños producidos por las expansiones y contracciones debidas a la presencia de humedad seguida de sequía, mientras que la entrada y vestíbulo de dicha tumba, situados en el lado sur de la escarpadura, estaban en perfectas condiciones. Aquellas cámaras interiores y tan profundas de la tumba de Horemheb parecen localizar el problema y nos dan, si no la fuente directa, por lo menos poderosas indicaciones acerca del origen de la humedad, ya que si el agua pudo abrirse camino a través de la roca hasta lo más profundo de la tumba de Horemheb, ¿por qué no podía haberse filtrado hasta nuestra tumba? Así pues, nuestra atención e investigación se dirige hacia la parte posterior del lado norte de la escarpadura o, en otras palabras, al lugar que está encima de las cámaras afectadas del sepulcro de Horemheb. Un reconocimiento de aquella parte de la región revela que hay dos cursos de agua, hoy secos, que convergen allí y que han sido alimentados durante las crecidas por las correspondientes cascadas que había en las escarpaduras por encima de ellos. En otros tiempos estos cursos de agua afectaron en gran manera a aquella área. Al principio estaban muy separados pero convergían frente a la tumba de Merneptah, convirtiéndose en uno y formando una cascada que se precipitaba por un profundo canal tributario, hoy día relleno de escombros, que se unía al desagüe principal del Valle al otro lado de la tumba de Ramsés IX. Durante nuestras excavaciones en busca de la tumba de Tutankhamón, en la parte norte de la falda de la escarpadura descubrimos que el curso de agua que había en este lado había quedado embalsado durante la Dinastía IX con las lascas de piedra de deshecho de los trabajadores empleados en el enorme hipogeo de Merneptah, con el resultado de que el agua se había concentrado allí durante las riadas, formando un charco e inundando dicha tumba. En época antigua las riadas debieron de ser importantes, ya que los escombros y material de deshecho de aquella región estaban cimentados por la acción del agua, formando una masa de dureza comparable a la de la misma superficie de caliza. Era evidente que en aquel lugar se había reunido gran cantidad de agua; la tumba de Merneptah quedó completamente inundada, formando una especie de cisterna sobre las cámaras interiores de la tumba de Horemheb. En la caliza del Eoceno Inferior hay fisuras de diversos tamaños, y en particular en esta escarpadura. Algunas de ellas son de formación tan regular que pueden parecer de origen artificial al inexperto. Mi opinión es que las fisuras que cruzan el área en cuestión fueron el camino usado por el agua para filtrarse en el interior de la escarpadura. Es más que probable que haya un contacto directo entre las fisuras que hay en la roca de las profundas cámaras de Horemheb y las fisuras de los techos, paredes y suelos de la tumba de Tutankhamón. Los labios, o mejor dicho, los bordes de las fisuras en la roca de dichas cámaras tienen manchas de humedad. Por ello estoy convencido de que son los agentes responsables de que la humedad procedente de las capas superiores alcanzase y saturase las cámaras por debajo de ellas. De hecho, la falta de cuidado de los trabajadores de la tumba de Merneptah fue la causa de su ruina y de los daños ocasionados en partes de las cámaras sepulcrales de Horemheb, así como origen del deterioro que tuvo lugar en el sepulcro de Tutankhamón. Si aquellos obreros de la época dinástica hubiesen sido más cuidadosos y hubiesen dejado un paso para que el agua circulase durante las crecidas, los magníficos hipogeos de Horemheb y Merneptah, así como los bellos objetos de Tutankhamón, se hubieran encontrado en un estado de conservación mucho más perfecto hoy día. De hecho, de no ser por la falta de precisión de aquellos hombres, nuestro trabajo hubiese podido estar terminado en un par de años en lugar de diez. Otro asunto interesante, que es peculiar de la tumba de Tutankhamón y que nos intrigó mucho durante nuestros trabajos, es la existencia de una partícula de color rosado, soluble en agua tibia, depositada sobre todas las superficies del interior de las cámaras ‒techos, suelos, paredes y objetos‒; un fenómeno tan peculiar de este descubrimiento que parece ser un resultado secundario de la humedad que acabamos de describir. Esta partícula se encontraba por todas partes; variaba en
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intensidad así como en color, del rosa a un rojo brillante, de acuerdo con las circunstancias, pero donde un objeto o material cubría a otro o en el punto donde un objeto se apoyaba, protegiendo parte de su superficie, el depósito, aunque no ausente, era mucho menos denso, dejando una huella débilmente marcada detrás o debajo del objeto.39 Si, como se ha dicho, esta coloración provenía de la acción del agua sobre la roca, ¿por qué no aparece en las superficies rocosas protegidas por los objetos? Aunque la humedad afectó la tumba de Horemheb y muchas otras tumbas talladas en la caliza del Eoceno Inferior en otros puntos de la necrópolis, en ninguna de ellas aparece el depósito rosado que es aquí tan evidente. Sin embargo, aquellas tumbas aparecieron prácticamente vacías de su ajuar, mientras que la de Tutankhamón tenía prácticamente todo su equipo funerario intacto. Este hecho me lleva a concluir que la atmósfera húmeda creada por las saturaciones periódicas provocó la ocurrencia de cambios químicos en algunos materiales del ajuar, en especial los cueros y pegamentos, que, por un proceso de evaporación, se depositaron sobre los objetos circundantes, formando una partícula rosada. Debió de haber períodos en los que un vapor húmedo se levantaba de todos los artículos que formaban el ajuar funerario a causa de la condensación y aquellas cámaras tomaban el aspecto de un infernal laboratorio de química.
39 Últimamente fui testigo de un interesante fenómeno, con resultados parecidos. Unos ladrones incendiaron el almacén en el que guardábamos gran cantidad de materiales a fin de encubrir un robo que acababan de perpetrar. Prendieron fuego a un montón de sacos de cáñamo y grandes rollos de papel industrial almacenados en él (una antigua tumba tallada en la roca y cerrada por una gruesa puerta moderna, hecha de madera). Antes de una hora descubrimos el fuego gracias al humo que salía por las grietas de la puerta a tiempo de evitar daños importantes. Sólo se quemaron los sacos y el papel y ni siquiera se produjeron llamas debido a la insuficiencia de aire en la cámara. Después de extinguir el fuego y sacar los sacos y el papel encontré durante mi inspección que sobre las paredes, techo y suelo de la cámara, así como en los materiales allí almacenados, se había depositado una fina capa de materia pegajosa (¿resina?) de color ambarino. De hecho, excepto por el color y la naturaleza de la capa, era exacta a la que encontramos en la tumba de Tutankhamón.
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APÉNDICE I. INFORME SOBRE EL RECONOCIMIENTO DE LA MOMIA DE TUTANKHAMÓN. POR DOUGLAS E. DERRY, LICENCIADO EN MEDICINA Y QUÍMICA En el Museo de Antigüedades de El Cairo pueden verse las momias de muchos de los más famosos faraones del antiguo Egipto, reyes que dejaron tras de sí grandes monumentos, templos magníficos y colosales estatuas, y cuyos nombres se han convertido en tan familiares como los de los monarcas de nuestros días a pesar de estar separados de ellos en el tiempo por unos treinta o cuarenta siglos. Nadie esperaba que un rey de origen oscuro con un breve reinado, falto de relieve, atraería un día la atención del mundo entero y ello no a causa de la fama adscrita a su persona sino al simple hecho de que mientras que las tumbas de todos los otros faraones descubiertas hasta el momento habían sido saqueadas en época antigua, la de Tutankhamón apareció virtualmente intacta. En el reducido espacio de su tumba se encontraba un conjunto de posesiones reales nunca vistas hasta el momento. ¿Cuál debió de ser, en consecuencia, el contenido de las tumbas de Seti I, Ramsés III y otros en las que una sola sala podría contener todas las riquezas de la tumba de Tutankhamón? Sin embargo, la tumba de cada uno de estos reyes había sido profanada por los ladrones no sólo una o dos veces sino hasta que no quedó ni una brizna del ajuar funerario original. Las envolturas de las momias reales habían sido desgarradas en busca de joyas y en algunos casos se había dañado considerablemente el cuerpo mismo. La mayoría de las momias de los reyes volvieron a ser envueltas por lo menos una vez por los sacerdotes y muchas de ellas más de una vez, pero la persistencia de los robos forzaba eventualmente al traslado de muchos de los reyes y reinas a escondites especiales que sólo se descubrieron en época reciente, debido a la persistencia de robos, y entonces las momias fueron trasladadas al Museo de El Cairo. Como resultado de estas frecuentes perturbaciones, no es sorprendente que haya dudas acerca de la identidad de algunas de las momias que habían sido sacadas de su sarcófagos y enterradas de nuevo en otros, a menudo de época posterior. Con una o dos excepciones, ninguno de los faraones ha sido encontrado en su tumba original, pocos en sus propios sarcófagos y ninguno, a excepción de Tutankhamón, ha sido visto nunca en las envolturas, féretros, sarcófago y tumba en los que se colocó originalmente. Creo que conviene decir aquí algo en defensa de la apertura y reconocimiento de la momia de Tutankhamón. Muchas personas consideran tal investigación como un sacrilegio y creen que hubiéramos tenido que dejar al rey tal como estaba. Por lo que he dicho acerca de los persistentes robos de las tumbas desde los tiempos más antiguos hasta nuestros días se comprenderá que cuando se hace un descubrimiento como el de la tumba de Tutankhamón y circulan noticias acerca de la riqueza de los objetos encontrados en ella, dejar cualquier cosa de valor en la tumba es provocar los problemas. El conocimiento de que objetos de inmenso valor están escondidos unos pocos metros por debajo del suelo invitaría sin duda a intentar obtenerlos y aunque el empleo de una guardia numerosa podría ser suficiente durante algún tiempo para evitar que este tipo de intentos tuvieran éxito, se aprovecharía cualquier remisión de la vigilancia y los objetos que hoy día se encuentran sanos y salvos para siempre en el Museo de Antigüedades habrían sido destruidos mientras que otros reaparecerían en mejores o peores condiciones en manos de los tratantes, a través de los cuales se dispersarían en poco tiempo por todas partes del mundo civilizado. El valor de la colección intacta para los científicos es incalculable, mientras que las enseñanzas y el deleite que el público obtiene a través de la exposición de estas obras maestras del arte antiguo son en sí mismos argumentos de peso a favor de su preservación en un museo. El mismo argumento puede aplicarse a la apertura de la momia, a quien se ahorra el rudo manejo de los ladrones, ansiosos de obtener las joyas que se amontonaron sobre su cuerpo. Por otra parte, la historia se enriquece con la información que proporciona el reconocimiento anatómico que en este caso, como diremos, fue de considerable importancia. La conservación del cuerpo de los muertos, que alcanzó su punto álgido entre los antiguos
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egipcios en el arte de la momificación, ha provocado siempre el mayor interés. Mucho se ha escrito sobre esta materia y el profesor Elliot Smith 40 ha investigado los métodos empleados en los diferentes períodos en las momias reales que se conservan en el Museo de Antigüedades, así como en cierto número de momias de sacerdotes y sacerdotisas de la Dinastía XXI. 41 A través de éstas y otras investigaciones tenemos una idea bastante aproximada del modo en que se llevaba a cabo el proceso de embalsamamiento. Sin embargo, no cabe duda de que gran parte de su éxito se debe al clima extremadamente seco de Egipto, de no ser por el cual es dudoso que el cuerpo más perfectamente embalsamado se hubiese mantenido intacto, como algunos lo han hecho, durante casi cuatro mil años. La gran mayoría de las momias examinadas demuestran que los órganos internos se sacaban a través de una abertura practicada en la pared del abdomen. De este modo se desechaban las partes del cuerpo que más tienden a descomponerse y la subsiguiente inmersión del cuerpo en un baño de sal parece explicar convenientemente la excelencia de los resultados obtenidos. Sin embargo, entre las momias más perfectas examinadas hasta hoy día por Mr. H. E. Winlock y por mí mismo, procedentes de las tumbas que se encuentran en las proximidades del templo de Mentuhetep en Deir el-Bahari, de la Dinastía XI, hay algunas en las que no hay incisión en el abdomen o en parte alguna y de las que no se ha extraído ninguno de los órganos. Esta conservación tan perfecta sin momificación aparece también en los restos de algunos de los pueblos predinásticos de Egipto, pero esta gente era generalmente enterrada en la arena, sin féretros, y la rápida desecación que se producía a causa del calor y de las favorables condiciones de filtración del agua a través de la arena lo hacen comprensible. El caso de las momias de la Dinastía XI a que acabamos de referirnos es a todas luces evidentemente distinto, ya que habían sido vendadas con gran cuidado y colocadas en féretros y sarcófagos, por lo cual podía esperarse que hubiesen sufrido a causa de los efectos de la humedad circundante. Sin embargo, como ya hemos dicho, pueden contarse entre los ejemplares más perfectos de conservación artificial vistos hasta la fecha, y el análisis cuidadoso de todos los hechos parece apuntar a la extrema sequedad del área en que fueron descubiertas como el factor principal que contribuyó a la consecución de resultados tan sorprendentes. Tales métodos, o la falta de ellos son, sin embargo, raros, y en la dinastía siguiente, la XII, ya se practicaba la extracción de las vísceras por medio de una abertura hecha en la pared del abdomen, según demuestran las momias de algunos nobles descubiertas en Sakkara, y hay pruebas de que se practicó en épocas anteriores. El método de conservación del cuerpo utilizado en la Dinastía XVIII, a cuyo final pertenece Tutankhamón, ha sido descrito por el profesor Elliot Smith en el catálogo a que nos hemos referido. Este observador ha examinado la mayoría de los reyes de dicha dinastía y entre ellos algunos de los antepasados de Tutankhamón. Por desgracia hay grandes dudas acerca de la exactitud de la identificación de la momia que se dice es la de Amenofis III, abuelo de Tutankhamón. El profesor Elliot Smith señala que el método empleado en la preservación de este rey y en particular la curiosa práctica de colocar materiales de varias clases debajo de la piel de las extremidades, tronco, cuello, etc., con objeto de devolver al cadáver en todo lo posible alguna semejanza con su apariencia en vida, no se introdujo hasta la Dinastía XXI, unos tres siglos más tarde. Así pues, es posible que éste sea uno de los errores que a veces cometemos cuando, debido a los frecuentes robos de las tumbas y la profanación de los cuerpos, los sacerdotes decidieron el traslado y restauración de las momias. La momia a que nos referimos estaba en un féretro de fecha mucho más tardía, que llevaba el nombre de tres reyes, entre los cuales se encontraba el de Amenofis III, y de aquí su identificación, pero se trata, probablemente, del de una persona de época posterior. Esta afirmación se confirma con el reconocimiento de los descendientes de Amenofis, ya que es improbable que si se hubiese introducido este método en tiempos de este rey no se hubiese empleado para sus inmediatos sucesores. Es cierto que los restos que poseemos ahora de su hijo Akhenatón consisten en poco más que huesos, pero si su cuerpo y extremidades hubiesen sido 40 Catalogue General des Antiquités Egyptiennes de Musée du Catre, The Royal Mummies. 41 A contribution to the Study of Mummification in Egypt, Mémoires de l’Institut Egyptien, tomo V, fase. I, 1906.
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preparados del modo descrito por el profesor Elliot Smith para su supuesto padre, es raro que no hubiese quedado huella alguna de este proceso. En el caso de Tutankhamón, como veremos, los métodos empleados fueron los que estaban en boga durante su dinastía y concuerdan casi en todo con las descripciones dadas por el profesor Smith para otras momias de este período cuya filiación es segura. Así pues, es una lástima tener que concluir que, hasta ahora, la momia de Amenofis III no ha sido identificada. Empezamos el reconocimiento de la momia del rey Tutankhamón el día 11 de noviembre de 1925, en colaboración con el doctor Saleh Bey Hamdi. Cuando apareció, la momia yacía en un féretro al que estaba firmemente pegada por medio de un material resinoso que se había derramado por encima del cuerpo después de colocarlo en él. Sobre su cabeza y hombros, cubriendo buena parte del pecho, había una hermosa máscara de oro que representaba la esfinge de la cara del rey, con tocado y collar. No pudo sacarse porque también estaba pegada al fondo del féretro por la resina que se había consolidado, formando una masa de dureza pétrea. La momia iba envuelta en una sábana, sostenida por vendas que pasaban alrededor de los hombros, caderas, rodillas y tobillos. Ya desde el principio fue evidente que no era posible desenvolverla con riguroso orden, ya que los vendajes se encontraban en estado de extrema fragilidad y se desintegraban al primer toque. Esto parece ser debido a la inclusión de un poco de humedad en el momento del enterramiento, así como a la descomposición de los ungüentos que generaron una alta temperatura, produciendo una especie de combustión espontánea que carbonizó los vendajes. Este fenómeno se ha observado a menudo y ha dado origen a la idea de que las momias así afectadas habían sido quemadas. Otros hechos, ya señalados por el doctor Carter, son pruebas del mismo efecto a causa de la humedad. Si la tumba hubiese estado completamente seca los tejidos habrían aparecido en perfectas condiciones. Como todas las operaciones tenían que realizarse con la momia in situ, el doctor Carter sugirió que se reforzaran las capas superiores de vendas con parafina derretida a fin de que pudiesen ser cortadas y apartadas con el mínimo desarreglo de su posición original. Así lo hicimos y, una vez solidificada la cera, abrimos una incisión por el centro de las envolturas de la momia, desde debajo de la máscara hasta los pies. Esta incisión penetró tan sólo unos pocos milímetros y levantamos hacia los lados los dos bordes así producidos. En la capa de vendajes que apareció encontramos cierto número de objetos y a partir de este momento se hizo necesario sacar aquellos en pedazos para exponer los objetos a fin de que pudiesen ser fotografiados y fichados antes de tocarlos. Durante esta parte del trabajo, que fue necesariamente lento, se hizo evidente el creciente estado de descomposición de los vendajes. En muchos puntos se habían convertido en polvo y en ningún momento se pudo sacar intacto ningún trozo largo de venda o sábana. Así pues, era imposible seguir el sistema de vendaje empleado, como puede hacerse fácilmente cuando el estado de los vendajes de la momia es tal que permite sacar capa por capa las vendas, sábanas o simples telas que pueden haberse empleado en los últimos estadios del ritual de momificación. Por lo que pudimos ver, en el caso de Tutankhamón se emplearon los principios generales de vendaje con que estamos familiarizados en las momias y que han sido descritos con todo detalle por el profesor Elliot Smith en su Catálogo de las Momias Reales del Museo de Antigüedades de El Cairo. Se colocaban numerosas almohadillas de lino para rellenar los desniveles producidos por los objetos que se envolvían en los vendajes, a fin de permitir al embalsamador aplicar las vendas bien lisas alrededor del cuerpo y las extremidades. Algunas de las telas usadas como vendajes para el rey eran de la más fina batista, en particular las que encontramos al empezar el reconocimiento y las que aparecieron en estrecho contacto con el cuerpo. Las vendas intermedias no eran tan finas y en un momento dado encontramos sábanas de lino dobladas colocadas en la parte frontal del cuerpo hasta las rodillas y sostenidas por vendas transversales. La práctica de usar enormes cantidades de lino en forma de sábanas parece haber sido común durante la Dinastía XII. Una sábana de este tipo, que encontré sobre el cuerpo de un noble, medía 20 m. de largo por 1,52 m. de ancho, habiendo sido doblada hasta producir una cobertura de ocho capas de grosor. En su relato de la apertura de la momia llamada de Amenofis III (op. cit.
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supra), el profesor Smith señala la presencia de varias sábanas dobladas, así como «cierto número de rollos de vendas... en la parte frontal del cuerpo, al parecer dejadas allí por descuido». En épocas posteriores se utilizaban para rellenar los espacios y desigualdades que existían entre las extremidades y el cuerpo, una práctica que aparece con frecuencia en momias de todas las épocas y con un propósito parecido, como en el caso en que se usaban en conexión con los ornamentos funerarios colocados sobre el cuerpo. En la parte del tórax se hacían pasar las vendas alternativamente en capas cruzadas y transversales, pasando las vendas cruzadas por encima de un hombro, luego alrededor del cuerpo y volviendo sobre el hombro contrario. En la entrepierna podían verse claramente los cruces de las vendas, aunque el método empleado para ello no podía averiguarse tanto por la fragilidad de los vendajes como por el hecho de que en este estadio todavía no se podía sacar el cuerpo del féretro. Todas las extremidades habían sido envueltas por separado antes de incluirlas en los vendajes que rodeaban todo el cuerpo. Las superiores estaban colocadas de tal modo que el rey tenía los antebrazos cruzados sobre el cuerpo, con el derecho sobre la parte superior del abdomen y la mano sobre la protuberancia del hueso de la cadera izquierda. El antebrazo izquierdo estaba más arriba, sobre las costillas inferiores, con la mano sobre la parte derecha del tórax, entre éste y el antebrazo derecho. Ambos antebrazos estaban cubiertos de brazaletes, desde la curva del codo hasta la muñeca. Todos los dedos de manos y pies estaban envueltos por separado y cada uno había sido recubierto con una funda de oro antes de aplicar el vendaje sobre toda la mano o pie. En el caso de los pies se habían colocado sandalias al mismo tiempo que las fundas de los dedos y se habían aplicado las primeras capas de vendajes a fin de permitir ajustar la tira de las sandalias entre el dedo pulgar y el índice, envolviéndose el conjunto en otro vendaje. Cuando descubrimos la parte superior de la cabeza vimos que estaba rodeada por una venda doble colocada sobre la envoltura que la cubría. Esta venda, que se parecía un tanto al turbante de los beduinos, pero de un diámetro mucho menor, estaba hecha de una especie de fibra vegetal alrededor de la cual se había atado un cordel. A su vez este vendaje circular sostenía una sábana que pasaba por encima de la cabeza y la cara. Bajo esta sábana los vendajes iban cruzados y pasados alrededor de la cabeza y la cara en sentido transversal, alternativamente. Cuando finalmente descubrimos el rostro vimos que tenía una sustancia resinosa rellenando los agujeros de la nariz; también se había colocado una capa del mismo material por encima de los ojos y entre los labios. Apariencia general de la cabeza: La cabeza estaba afeitada al rape y la piel del cráneo había sido recubierta con una sustancia blancuzca, probablemente un ácido graso. Había dos abrasiones sobre la piel que cubría la parte alta del hueso occipital, probablemente producidas por la presión de la diadema que estaba envuelta en los prietos vendajes. Mr. Lucas averiguó que el material que llenaba los agujeros de la nariz, así como el que cubría los ojos, consistía en cierto tipo de tejido impregnado con resina. También examinó algunos puntos blancos que había en la piel que cubría la parte superior de la espalda y los hombros y resultaron estar compuestos de «sal común con una pequeña proporción de sulfato de sodio», con toda probabilidad procedente del natrón empleado en el proceso de embalsamamiento. Los ojos estaban algo entreabiertos y no se habían tocado. Las pestañas eran muy largas. La parte cartilaginosa de la nariz estaba parcialmente aplastada por la presión de los vendajes. El labio superior aparecía algo levantado, dejando ver los grandes incisivos centrales. Las orejas eran pequeñas y bien construidas y los lóbulos estaban perforados, con un agujero circular de unos 7,5 mm. de diámetro. La piel de la cara era de color grisáceo y estaba muy agrietada y quebradiza. En la mejilla izquierda, frente al lóbulo de la oreja, había una depresión redondeada recubierta por la piel, como una cicatriz. Toda la piel alrededor de la circunferencia de esta depresión, de bordes ligeramente levantados, estaba descolorida. No es posible determinar de qué clase de lesión se trata. Al descubrir completamente la cabeza pudimos ver que la parte superior era muy ancha y aplastada (platicefalia), con la región occipital muy protuberante. Aun contando con el encogimiento del cuero cabelludo como de los músculos de la parte posterior del cuello, esta
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prominencia es notable. El lado izquierdo del occipucio era muy protuberante y la región postbregmática estaba hundida. La forma general de la cabeza, de un tipo muy poco corriente, era tan parecida a la de su suegro Akhenatón que es más que probable que hubiese una relación sanguínea entre estos dos reyes. Tal afirmación, hecha en relación con la forma normal del cráneo egipcio, puede considerarse de poco peso, pero la realidad de esta comparación se acentúa si se recuerda que la curiosa forma del cráneo del rey Akhenatón llevó al profesor Smith, que la examinó por primera vez en 1907, a la conclusión de que el rey hereje había sufrido de hidrocefalia. Posteriores reconocimientos no han confirmado esta teoría, en particular porque el aplastamiento del cráneo de Akhenatón contrasta marcadamente con la forma de la cabeza en casos conocidos de hidrocefalia. En éstos, la presión del fluido en el cerebro al actuar sobre las paredes del cráneo, que ceden, produce, lógicamente, una forma globular, en especial en la región frontal, lo cual es exactamente lo contrario de las características observadas en el cráneo de Akhenatón. Así, pues, cuando nos encontramos con que Tutankhamón presentaba una reproducción casi exacta de la cabeza de su suegro, no sólo pudimos acabar definitivamente con la teoría de la hidrocefalia, sino que se reforzó el argumento en favor de una relación muy estrecha entre ambos. Este argumento adquiere aún mayor peso cuando comparamos las medidas de los dos cráneos. Un total de 154 mm. para el cráneo de Akhenatón era, según el profesor Smith, una anchura muy excepcional para un cráneo egipcio y, sin embargo, el de su yerno medía 156,5 mm. Cuando descontamos el grosor del cuero cabelludo sobre el que hubo que tomar todas las medidas en el caso de Tutankhamón, y que con un instrumento especial resultó tener no más de 0,5 mm. de espesor, la anchura del cráneo en sí era de 155,5 mm., excediendo, pues, la de su suegro, que, como ya hemos visto, era «muy excepcional». Las medidas correspondientes en los dos cráneos, en cuanto pueden compararse dadas las distintas condiciones de su reconocimiento, muestran una similitud notable y hacen pensar en la posibilidad de un parentesco sanguíneo casi seguro. La esfinge de Tutankhamón en la máscara de oro le presenta como un joven amable, de rasgos refinados. Los que tuvimos el privilegio de ver la cara cuando finalmente quedó al descubierto, podemos dar testimonio de la habilidad y exactitud del artista de la Dinastía XVIII que ha representado los rasgos con tal fidelidad, dejando en metal imperecedero, para siempre, un bello retrato del joven rey. La cavidad del cráneo estaba vacía, a excepción de un poco de material resinoso que se había introducido por la nariz, según el método empleado por los embalsamadores de la época, después de extraer el cerebro por el mismo conducto. Las muelas del juicio superiores e inferiores del lado derecho acababan de salir de la encía y llegaban hasta la mitad de la altura del segundo molar. Las del lado izquierdo eran más difíciles de ver, pero parecían encontrarse en el mismo estado de erupción. Aspecto general del cuerpo y las extremidades: Las grietas y resquebrajaduras de la piel de la cabeza y cara, a que nos hemos referido, estaban aún más marcadas en el cuerpo y las extremidades. La pared del abdomen mostraba una acusada protuberancia en el lado derecho. Esta protuberancia resultó haber sido producida al colocar material en la cavidad abdominal desde el lado izquierdo, donde estaba situada la incisión de los embalsamadores. Esta incisión, de apariencia rugosa, era de unos 86 mm. de longitud e iba paralela a una recta que fuese desde el ombligo hasta la cresta ilíaca anterior superior, unos 2,5 cm. por encima de esta línea. Sólo pudimos verla después de sacar una masa carbonizada de lo que parecía ser resina, y por ello la longitud de la incisión podría ser mayor de lo que parecía, ya que la dureza de la masa pegajosa hacía difícil delimitar la herida. Sus bordes estaban curvados hacia adentro a causa del compacto relleno del abdomen, compuesto de una masa de lino y resina, hoy día de dureza pétrea. No encontramos la placa de oro o de cera que a menudo aparece cubriendo la incisión del embalsamador, pero al sacar los vendajes apareció una chapa oval de oro en el lado izquierdo, entre varias capas de vendas, cerca de la abertura en la pared del abdomen. La incisión tiene una situación algo distinta de la descrita por el profesor Smith en las momias reales que examinó; en éstas estaba colocada más verticalmente sobre el costado izquierdo,
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extendiéndose desde cerca de las costillas inferiores hasta la parte superior de la cresta ilíaca. En épocas posteriores la incisión se hacía más a menudo en la parte inferior de la pared abdominal, paralela a la línea del pubis, siempre en el lado izquierdo, aunque de vez en cuando se volvía al sistema tradicional; parece dudoso que la situación tuviese importancia alguna. No había pelo en el pubis, ni podía apreciarse si se había practicado la circuncisión, pero habían levantado el falo, envolviéndolo por separado y manteniéndolo en posición icifálica por medio de los vendajes perineales. La piel de las piernas, como la del resto del cuerpo, era de un color gris blancuzco, muy resquebrajada y con numerosas grietas. El examen de un fragmento demostró que consistía no sólo de la piel sino de todas las partes blandas hasta el hueso, que quedó al descubierto al sacar el fragmento; en conjunto la piel y los tejidos no medían más de dos o tres milímetros. Los bordes de las resquebrajaduras parecían de goma. No hay duda de que se debía a la combustión a que nos hemos referido. La rótula izquierda y la piel que la cubría podían separarse del resto, dejando al descubierto el extremo inferior del fémur; la epífisis estaba separada del resto del hueso, completamente libre. (La palabra epífisis se aplica a la parte del hueso que osifica por separado y que más tarde se une al resto.) En los huesos de las extremidades las epífisis forman la parte principal de los extremos superior e inferior. Durante los primeros años de vida están unidas al resto por medio de un cartílago que más tarde osifica y el crecimiento termina. Conocemos la edad media en que las epífisis se unen al resto del hueso y a través de ellas puede calcularse la edad aproximada de un individuo en cualquier caso en que la fusión sea todavía incompleta. Las extremidades estaban muy encogidas y eran delgadas e incluso calculando el exagerado encogimiento de los tejidos y el aspecto de extenuación que esto produce, es evidente que Tutankhamón debió de ser de complexión ligera y que tal vez no se había desarrollado completamente cuando murió. La medición dio un total de 1,63 m. de altura, pero sin duda esta figura es algo menos que su estatura en vida, debido al encogimiento a que nos hemos referido. El cálculo de la altura por el tamaño de los principales huesos largos, aplicando la fórmula del profesor Karl Pearson, 42 da una estatura de 1,676 m., que debe de ser bastante exacta. Con la ayuda de Mr. R. Engelbach, el autor midió las dos estatuas de madera del joven rey que había a ambos lados de la puerta sellada de la cámara funeraria y que le representan vivo, hoy día en el Museo de El Cairo. Tomamos las medidas desde la parte alta de la nariz hasta la planta de los pies, ya que el nasión era el único punto anatómico de las cabezas de las estatuas que podía localizarse con precisión, puesto que la altura total de la cabeza quedaba desfigurada en las estatuas por el tocado. En ambas esta medida dio 1,592 y 1,602 m., respectivamente, como altura desde la planta de los pies a la raíz de la nariz. Luego hubo que añadir la medida desde este punto hasta la parte superior de la cabeza, que calculamos por medio de las fotografías que habíamos tomado del rey, así como de algunas observaciones sobre cráneos egipcios, dando un promedio entre 8 y 9 cm. que, añadido a la altura de las estatuas, da un resultado con muy pocos milímetros de diferencia de la estatura calculada por medio de los huesos. Determinamos la edad que tenía el rey al morir por el relativo grado de unión de las epífisis. Como ya hemos dicho, las grietas de la piel y los tejidos que cubrían el fémur permitían ver claramente que la parte inferior estaba separada. La fusión de esta epífisis con el resto del hueso ocurre a los veinte, años de edad. En la parte superior del hueso de la cadera la prominencia conocida con el nombre de gran trocánter estaba casi pegada al hueso, pero en la cara posterior había un espacio en el que podía verse una superficie cartilaginosa lisa, demostrando que la unión no se había completado. Esta epífisis se une a los dieciocho años. La cabeza del fémur estaba fusionada al hueso, pero podía verse claramente la superficie de unión alrededor de la línea articular. Esta epífisis se une también a los dieciocho o diecinueve años. El extremo superior de la tibia tampoco estaba bien pegado, pero el inferior estaba completamente fusionado. Como esta parte 42 Phil. Trans. of the Royal Society, Vol. 192, pp. 169-244.
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de la tibia se une a los dieciocho años, a juzgar por sus extremidades inferiores hemos de concluir que Tutankhamón tendría más de dieciocho años, pero menos de veinte, en el momento de su muerte. Sin embargo, no sólo nos limitamos a estos huesos para determinar la edad, ya que podíamos examinar también las extremidades superiores. En ellas las cabezas de los húmeros, o huesos de la parte superior del brazo que se unen a los veinte años, aproximadamente, no estaban fusionadas todavía, mientras que en el extremo inferior estaban completamente unidas al resto del hueso. Hoy día entre los jóvenes egipcios de diecisiete años el extremo inferior está bien pegado al hueso, así como la epífisis que cubre el cóndilo interior, según puede verse por rayos X, así que si lo que resulta cierto para el Egipto de hoy día puede aplicarse al joven rey, Tutankhamón debió de tener, evidentemente, más de diecisiete años cuando murió. Los extremos inferiores del radio y del cubito no muestran señales de fusión hasta los dieciocho años en la mayoría de egipcios de hoy día, a partir de cuya edad se unen rápidamente. Esta fusión comienza por la parte posterior del cubito, avanzando lateralmente hasta alcanzar el radio. En el caso de Tutankhamón la fusión había empezado en el cubito, pero el extremo distal del radio estaba completamente libre, sin que hubiera comenzado la unión entre el hueso y su epífisis. Por el estado de las epífisis descritas parece ser que el rey tenía dieciocho años cuando murió. Ninguna de las epífisis que se unen a los veinte años mostraban señales de fusión y hay pruebas de que en Egipto las epífisis, por término medio, tienden a unirse en edad algo más temprana de lo que es normal en Europa. Ya hemos mencionado la epífisis del cóndilo interno del húmero, que en Egipto se une completamente al hueso a los diecisiete años, y las del extremo distal del radio y el cubito, que empiezan a fusionarse a los dieciocho años, aproximadamente. La ausencia de osificación en este punto podría tomarse como prueba de que Tutankhamón tenía menos de dieciocho años cuando murió, pero contra este argumento tenemos la unión completa del extremo distal de la tibia que normalmente ocurre a los dieciocho años, así como el estado de la parte superior del fémur, donde el gran trocánter ‒que también se une alrededor de los dieciocho años‒ estaba casi completamente pegado al hueso, y la cabeza del mismo hueso estaba unida al resto, aunque la línea de fusión era todavía visible. Así pues, no cabe duda de la edad aproximada de rey al morir, aunque debe recordarse que los datos facilitados representan medias y que es posible quitar o añadir un año. Por consiguiente, Tutankhamón podía haber tenido una edad oscilante entre los diecisiete y los diecinueve años, aunque el peso de la evidencia se inclina firmemente en favor de la edad intermedia, o sea, los dieciocho años. La tabla siguiente ilustra la similitud que hay entre las medidas del cráneo de Akhenatón y las de la cabeza de Tutankhamón: Akhenatón Tutankhamón Longitud del cráneo
190,0
187,0
Anchura del cráneo
154,0
155,5
Altura del cráneo
134,0
132,5
Anchura de la frente
98,0
99,0
Altura de la cara: superior
69,5
73,5
Altura de la cara: total
121,0
122,0
Anchura de la mandíbula
99,5
99,0
Circunferencia de la cabeza
542,0
547,0
1,66 m.
1,68 m.
Altura calculada por las extremidades
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Aunque el reconocimiento del joven rey no dio datos sobre la causa de su temprana muerte, por lo menos esta investigación ha añadido algo a lo poco que sabíamos de la historia de este período. La edad de Tutankhamón en el momento de su muerte y la posibilidad de su vinculación sanguínea con Akhenatón son datos importantes para la reconstrucción de la época, y muy importantes para escribir la historia de aquellos tiempos.
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APÉNDICE 2. INFORME SOBRE LAS CORONAS DE FLORES ENCONTRADAS EN LOS FÉRETROS DE TUTANKHAMÓN POR P. E. NEWBERRY, MA, OBE Desde tiempos inmemoriales se ha acostumbrado adornar los cuerpos de los muertos con coronas de flores. Cuando, en 1881, se descubrieron las momias de los reyes Ahmosis I, Amenofis I y Ramsés II en la tumba de un rey de la Dinastía XX en Deir el-Bahari, en sus féretros aparecieron muchas de ellas. Algunas se encontraban en un estado de conservación sorprendente y el doctor Schweinfurth, que las examinó poco después de su descubrimiento, observó que en algunos casos se habían conservado maravillosamente. Sobre la momia de la princesa Nesikhensu, que también apareció en Deir el-Bahari, había una guirnalda hecha con hojas de sauce, amapolas y flores de centaurea. El doctor Schweinfurth dice de estas amapolas: «...raras veces se ha encontrado en botánica ejemplares tan perfectos y bien conservados de esta frágil flor; el color de los pétalos se ha mantenido con toda intensidad, como en los ejemplares secos de nuestros días». Desgraciadamente las coronas halladas por el doctor Cárter en los féretros de Tutankhamón no se encuentran en tan buen estado como las del escondite de Deir el-Bahari examinadas por el doctor Schweinfurth, pero no obstante, su conservación es lo suficientemente buena como para permitirnos determinar casi todas las plantas usadas por los floristas de la corte. La mayoría de las hojas que componían las coronas eran demasiado frágiles para ser manejadas al sacarlas de los féretros, así que las remojamos en agua tibia durante algunas horas antes de examinarlas. Dos o tres flores se desintegraron al tocarlas, pero pudimos seleccionar otras muestras de las partes mejor conservadas de las coronas y nos bastaron para poder determinar su género y su especie. En total se encontraron tres coronas distintas. 1. Una corona de pequeño tamaño. Iba alrededor de las insignias del buitre y de la cobra en la frente de segundo féretro del rey. Se componía de hojas de olivo (Olea europaea, L.), pétalos de nenúfar azul (Nymphaea caerulea, Sav.) y flores de centaurea (Centaurea depressa, M. Bieb.). Se había utilizado una tira de cogollo de papiro como base para su elaboración. Sobre ella iban las hojas de olivo que, a su vez, servían de base a las centaureas y los pétalos de nenúfar. Las hojas de olivo estaban dispuestas en bandas por medio de dos tiras de cogollo de papiro, con hojas alternadas una sobre otra, dispuestas de tal modo que una tenía el haz hacia arriba y la otra el envés, consiguiéndose un gran efecto al estar una hoja mate al lado de otra plateada. Se trata, probablemente, de la «Corona de la Justicia» del rey. El Libro de los Muertos tenía todo un capítulo (el XIX) dedicado a esta clase de coronas y se ha conservado la fórmula mágica que había que recitar al colocarla sobre el féretro. Estas «coronas de justicia» fueron muy comunes desde la Dinastía XXII hasta la época grecorromana. 2. Una guirnalda-pectoral. Esta guirnalda estaba hecha con cuatro tiras dispuestas en semicírculo sobre el pecho del segundo féretro antropomorfo. La primera y segunda tiras se componían de olivo (Olea europaea, L.) y centaurea (Centaurea depressa, M. Bieb.). La tercera era de hojas de sauce (Salix safsaf, Forsk.), centaurea y pétalos de nenúfar azul. La última de las tiras, la que estaba más abajo, era de hojas de olivo, centaurea y pétalos de apio silvestre (Apium graveolens, L.). Al hacer esta corona se había doblado las hojas de sauce alrededor de estrechas tiras de cogollo de papiro, sirviendo de base a las centaureas, los pétalos de nenúfar y las ramitas de apio silvestre. 3. El collar de flores: Este collar de flores que apareció sobre el tercer féretro se componía de hojas, flores, bayas y frutos de varias plantas, junto con cuentas de vidrio azul, dispuestas en nueve tiras y pegadas a una hoja semicircular de papiro. Es un tipo muy raro, que sólo se conoce por ejemplares del reinado de Tutankhamón43 y es muy interesante porque muestra las verdaderas hojas, 43 Theodore Davis encontró en 1908, en el Valle de las Tumbas de los Reyes, varios objetos que pertenecían al ajuar funerario de Tutankhamón. Entre ellos había varios collares de flores muy parecidos al que aquí se describe; hoy
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flores y frutos copiados en los collares de cuentas de fayenza de la segunda mitad de la Dinastía XVIII. Las tres primeras tiras de este collar y la séptima eran parecidas. Se componían de cuentas o lentejuelas de vidrio azul y bayas de solano leñoso (Solanum dulcamara, L.) que colgaban de finas tiras de hojas de palmera datilera. Las lentejuelas y las bayas estaban agrupadas alternativamente, de veinte a veinticinco lentejuelas por cada cuatro bayas. La cuarta tira era de hojas de sauce y de una planta no identificada, dispuesta alternativamente y sirviendo de base para los pétalos de nenúfar azul. Estaban atadas por medio de tiras de papiro que pasaban por encima y por debajo de las hojas. La quinta tira consistía en bayas de solano que colgaban de una franja de hojas de palmera datilera. La sexta tira se componía de las hojas de una planta no identificada todavía, flores de centaurea y de Picris coronopifolia, Asch., con once frutos de mandrágora (Mandragora officinalis, L.),44 colocados a intervalos regulares. Los frutos de mandrágora estaban cortados por la mitad, habiéndose quitado los cálices, e iban cosidos al collar. La séptima tira era igual a las tres primeras. La octava se componía de hojas de olivo y de una planta no identificada dispuesta alternativamente. La novena tira, que quedaba en la parte exterior del collar, estaba hecha con las hojas de la misma planta no identificada usada en las tiras sexta y octava, junto con flores de centaurea. Observaciones acerca de las plantas identificadas: El apio silvestre (Apium graveolens, L.). Sabíamos que esta planta existía en el antiguo Egipto a través de dos fuentes. En primer lugar por una hermosa corona compuesta de sus hojas y de pétalos de loto azul descubierta en una tumba de la Dinastía XXII en Tebas en 1885, y que hoy día se encuentra en el Museo de El Cairo. En segundo lugar por otra corona bastante parecida, encontrada por Schiaparelli en la tumba de Kha, arquitecto de Amenofis III en Deijr el Medineh, hoy día en Turín. El apio silvestre (σελινον)era también una planta favorita de los floristas de Grecia y Roma (Anacreonte, 54; Teócrito, 3,23). Los vencedores de los Juegos Istmicos y Nemésicos eran coronados con guirnaldas hechas con sus hojas (Píndaro, O., 13,46; Juvenal, 8,226) y tales guirnaldas se colocaban también en las tumbas; por esto se decía σελνον δεϊτ ι de las personas gravemente enfermas (Plutarco, 2,676 D.). Es interesante notar aquí que en el Museo de Florencia hay algunas semillas de apio silvestre procedentes de una tumba egipcia (No. 3628) y que las semillas de esta planta eran uno de los ingredientes empleados por los escitas para embalsamar los cuerpos (Herodoto, IV, 71). La centaurea (Centaurea depressa, M. Bieb.). Ésta era una de las flores más corrientes usadas por los floristas egipcios para hacer coronas y se han conservado muchas flores de este tipo en guirnaldas que datan desde la dinastía XVIII hasta la época grecorromana. No es oriunda de Egipto, sino que debió de ser introducida desde el Próximo Oriente o la península griega, primero como un hierbajo entre los campos de grano45 y luego cultivada en los jardines de Tebas. Hoy día no aparece en Siria ni en Palestina, pero sí en la Arcadia y en la llanura del Ática, donde florece en abril. La mandrágora (Mandragora officinalis, L.) no es oriunda del Valle del Nilo, sino que se introdujo allí en época antigua, sin duda desde Palestina, donde es una planta común, en especial en las llanuras pantanosas. Es la manzana del amor del Génesis, XXX, ff. 14, y los Cánticos, VII, 13. En el Próximo Oriente se creía y se cree que su fruto tiene propiedades afrodisíacas y que favorece la concepción. En las pinturas murales de varias tumbas tebanas de la dinastía XVIII se representan cestas de esta fruta y a veces se ven mujeres oliéndola o comiéndola durante un banquete. 46 En una tumba de Tebas está dibujada toda la planta, con sus hojas y frutos. 47 Tristram48 dice que es una planta sorprendente que llama la atención por el tamaño de sus hojas y por la extraña apariencia de sus capullos. Señala que la encontró en flor por Navidad en Palestina en lugares cálidos y que recogió su fruto en abril y mayo. Así pues, la cosecha del trigo coincide con el período de su día se encuentran en el Metropolitan Museum of Art de Nueva York. 44 La identificación de los frutos de la mandrágora se debe al señor L. A. Boodle, del Jodrel Laboratory, Royal Gardens, Kew. y a la señora de Clement Reid. 45 Newberry, en Hawara, Biahmu and Arsinoe, de Petrie, p. 49. 46 N. de G. Davies, The Tomb of Nakht, lám. X y XVII. 47 Wilkinson, Manners and Customs of the Ancient Egyptians, segunda ed. Vol. II, p. 413, No. 5. 48 Natural History of the Bible, p. 468.
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madurez. Su fruto es de color amarillo pálido, suave y de olor insípido y nauseabundo. Los árabes creen que es estimulante y excitante, incluso hasta la locura, de aquí el nombre que le dan, tuffah el jinn, la manzana de los jinn.49 Es probable que se trate de la fruta didi (en hebreo dudaim, «mandrágora»), que se menciona a menudo en las inscripciones del Imperio Nuevo. Se dice que se la recogía en Elefantina, mezclándola a la cerveza para producir la pérdida de consciencia. Es interesante recordar que el general cartaginés Maharbal al parecer capturó o mató a un grupo de rebeldes a los que había drogado con mandrágora y vino. 50 Alrededor de esta planta se ha desarrollado una cantidad de folklore extraordinaria. Sir James Frazer lo ha recogido y analizado en el segundo volumen de su obra Folklore in the Old Testament, pp. 372-397. El nenúfar azul (Nympheae coerulea, Sav.) era el famoso loto de los antiguos egipcios y se usaba para hacer coronas desde tiempos de las pirámides. Es nativo del Valle del Nilo, pero hoy día aparece principalmente en las zanjas y charcas del Delta, donde generalmente florece desde julio a noviembre. El olivo (Olea europaea, Sav.). Este árbol se cultiva en muy pocos huertos del Alto Egipto en nuestros días, pero hay buenas indicaciones de que debió estar distribuido más ampliamente por todo el Valle del Nilo en otros tiempos. 51 Se lo menciona en el inventario de las plantas cultivadas por Inena en su huerto de Tebas en tiempos de la reina Hatshepsut y Teofrasto, Plinio y Estrabón lo mencionan como cultivado en el Alto Egipto. El primero dice concretamente que en su época crecía en la provincia de Tebas. La Picris coronopifolia, Asch., es una pequeña planta compuesta, muy común en los alrededores del desierto de Tebas y en otras regiones del Alto Egipto. Florece en marzo y en abril. El sauce (Salix safsaf, Forsk.) todavía se encuentra en forma silvestre en las orillas del Nilo en Nubia, pero el doctor Schweinfurth consideraba que era tan sólo una rareza del río y que su medio óptimo se encuentra más al sur. El solano leñoso o agridulce (Solanum dulcamara, L.). Sólo las bayas de esta planta han aparecido en las tumbas egipcias. Siempre van cosidas a finas tiras de hojas de palmera datilera. En las coronas de época grecorromana aparecen a menudo bayas de este tipo de solano. 52 Plinio53 menciona que era empleado por los floristas de Egipto. Nota sobre la época del enterramiento de Tutankhamón: Por las flores y frutos encontrados en estas coronas puede determinarse la época del año en que se colocó a Tutankhamón en su tumba. La centaurea florece durante las cosechas, de marzo a abril, y la mandrágora y el solano leñoso maduran en esta misma época. La pequeña Picris también florece en marzo y abril. Aunque los nenúfares florecen en las zanjas y charcas del Bajo Egipto desde julio a noviembre, es muy posible que floreciesen en Tebas en época más temprana, al ser cultivados en los estanques de los jardines. Así pues, podemos decir, con bastante seguridad, que Tutankhamón fue enterrado entre mediados de marzo y finales de abril.
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Thompson, The Land and the Book, Vol. II, p. 380. Frontinus, Stratagem, II, 5, 12. Véase Newberry en Ancient Egypt, pp. 97-100. Newberry en Hadara, Biahmu and Arsinoe, de Petrie, p. 51. H. N., XXI, 105.