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LA MIRADA EN SALZILLO

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LOS GARRES

LOS GARRES

JUAN ANTONIO LÓPEZ DELGADO C. de las Reales Academias de la Historia y de Alfonso X el Sabio

Un antiguo refrán decía «mírame al rostro». Se manifestaban así cuando querían que entendiera alguno el valor con que había de hacer alguna cosa. (Videberis, me videns, planè Martem videre).

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Cuando vemos las miradas ciegas de una parte de la estatuaria clásica no sólo parece que retrocedemos en nuestra asunción de dignidad sino que somos solamente un fugitivo momento de fuerzas impersonales. En el otro extremo, el arte moderno no ha configurado miradas que dependieran honestamente de sí mismas ni se entregaran a un ejercicio de disciplinas severas en su áspero juego de geometrías. En una palabra, cada día pudo parecer más privado de los jugos de humanidad.

La pintura exteriorizó, con la mirada, toda la psicología que era inherente a la vida, y los ojos de la «Gioconda» ya configuran toda aquella sutileza de su sonreír. El escultor, entonces, debió comprender que la mirada era esencial en su criterio estético y que el logro y el triunfo en su ejercicio estaban condicionados por el hecho de que, ante la obra producida, nadie pudiese distinguir lo vivo de lo representado.

Cuando el artista de la gubia hubo de representar el dolor de Cristo en su Pasión, la mirada aquella del Flagelado o Crucificado tenía que ser para el contemplador ora apaciguadora, ora inficiente, pero siempre conmovedora. Cuando María miraba complacida y amorosísimamente a su Hijo, por ejemplo al cambiarle el pañal, cual hizo Pedro de Mena en su «Virgen de Belén» para la Parroquia de Santo Domingo de Málaga, la mirada expresa todo un estado del alma y en un grado y penetración de psiquismo tan exquisito y refinado que no tuvo igual en nuestra Escultura.

Salzillo ha «jugado» magistralmente, en el diapasón de sus imágenes, con toda la escala sentimental de verosimilitud, congoja, ensimismamiento, renuncia, misericordia y amor.

No son desde luego parangonables la mirada que impuso a su primerizo «San Antonio de Padua», de San Antolín, que hasta tiene visos de incomprensión y de duda, además de arrobo, con la que luce la no muy valorada efigie del Jesús de la «Santa Cena», de tan impresionante

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reconcentramiento místico y embeleso en una Pasión que no van a entender los hombres y un Amor por la Humanidad también incomprensible.

Esa es la razón por la que «Andrés Caballero», es decir Antonio Oliver Belmás, se explicaba la singularidad de las figuraciones de Salzillo:

«En España, no obstante Churriguera, la clásica sobriedad peninsular pone límites nativos al “rococó” francés y al “barroquismo” italiano. Y mientras todas las naciones de Europa olvidan, por diferentes razones, la policromía en la estatuaria, nosotros la perpetuamos por religiosidad y por sensualismo visual. Gracias a ello, y sólo a ello, en el siglo del Naturalismo y de la ciencia pudo florecer un místico como Francisco Salzillo.» 1

Inés y Patricio, hermanos de nuestro imaginero, ayudan en el taller familiar en estofados y encarnaciones. El último, aunque no puede trabajar con asiduidad por haberse ordenado de sacerdote, acude en sus ratos libres, singularmente para arreglar los ojos de las efigies, su personal especialidad. Ojos de vidrio y de cáscara de huevo, capaces de mirar, sin ver, hacia lo alto y hacia dentro, en profundidad…

Las Vírgenes y Santas de Salzillo nunca muestran desmesura en los ojos pero traslucen una mirada viva. Sánchez Moreno reconoce que, aunque generalmente medianos, Salzillo no los desorbita «pues hasta en las representaciones en que debe traducir el asombro, reduce la abertura de los párpados de forma que no transpongan el límite de la suavidad.» 2

El arrobamiento es, quizá, el momento de mayor extremosidad dificultosa para que el Artista escultor inocule la luz mística que desborde de su alma. Bernini, en su «Éxtasis de Santa Teresa», pregona al mundo aquella visión de la santa abulense cerrándole los ojos y entreabriéndole la boca. Salzillo, no: a su “Santa Clara” le otorga, en la mirada viva, fervor, estupor, congoja, laceración e infinita complacencia, todo a un tiempo mismo inextricablemente. A su “Santa Bárbara”, de la destruída parroquial de San Antolín, trascendencia, idealidad, el mar sin costas de la Mística inefable.

Cuando de los pasos de Pasión se trata, algunos primeros biógrafos de Salzillo ya paraban mientes en la fuerza que otorgaba a la mirada de sus efigies. Así, Báguena Lacárcel consideraba, en La Caída, cómo «la figura de Jesús, lívido, polvoriento, demacrado, todo respirando angustia y tribulación, parece con su ademán y sus vidriados ojos, enrojecidos por el llanto, invocar la piedad suprema para los que más duramente le maltratan y escarnecen.»3

Para Camón Aznar, «la figura de Cristo [de este mismo paso procesional] muestra la cabeza más dramática que ha tallado Salzillo. Hay en su expresión una mezcla de alucinante evidencia, de resignación, de pavor, de dolor físico y de inocencia acorralada. Su mirada se dirige al sayón bestial que tira de la cuerda, y hay en ella algo de la estupefacción del Creador ante la criatura deicida.»4

He ahí, en las palabras de Camón, otro de los aciertos indudables de Salzillo. Antes que él, la mirada en la escultura era ofrenda de soledad ensimismada, de monólogo impávido, no de vivaz conversación… De manera que, con la mirada, en sus representaciones, Salzillo enhebra el ámbito circundante de la escena total y consigue que se interpreten como más creíbles las relaciones asociativas que hace nacer en su perfecto dominio del espacio.

La mirada de Cristo, en La Oración en el Huerto, se va, absorta, hasta el Cáliz de amargura, aunque quede, Él, en atroz éxtasis patético.

La mirada del Cristo de El Prendimiento es a la vez fulcro y contraste en el agrupamiento, un tanto más anárquico, de las figuras del paso anterior. Fulcro, porque en este poema de la realidad descrita, sobre los ojos de Jesús, leve y serenamente entornados hacia el traidor, gravita toda la sabiduría y certidumbre de su destino. Contraste, porque en esta prevención del mirar de reojo late más movimiento y acción – hacia dentro – que la agitación violenta – hacia afuera - de Malco queriendo zafarse del espadazo de Pedro y que la santa furia de éste intentando contrarrestar a uno de los esbirros en la granja de Getsemaní.

Y aquí ponemos punto final a esta colaboración modesta, con la esperanza, lector, de haber ayudado a que tu mirada se acomode un poco mejor, en lo futuro, cuando veas otra vez estas inmortales efigies de Salzillo, hasta consentir y disfrutar con el alcance de las suyas.

1. ANDRÉS CABALLERO: «El escultor Francisco Salzillo». Madrid, Editorial Alhambra, Col. La vida en la mano, 1944, pág. 31. 2JOSÉ SÁNCHEZ MORENO: Vida y obra de Francisco Salzillo (Una Escuela de Escultura en Murcia). Prólogo del Dr. D. Enrique Lafuente Ferrari. Murcia, Publicaciones del Seminario de Historia y Arte de la Universidad de Murcia, 1945, pág. 101. 3. JOAGUÍN BÁGUENA Y LACÁRCEL: «Salzillo. Su biografía, sus obras, sus lauros», en El Liberal, Domingo 26 de marzo de 1899. Apud JAVIER FUENTES Y PONTE. Lérida, Imp. Mariana, 1900, pp. 31-32.

4. JOSÉ CAMÓN AZNAR: “La Pasión de Cristo en el Arte Español”, en la Col. “Los grandes temas del Arte Cristiano en España”, t.III, B.A.C., Madrid, MCMXLIX, pág. 52.

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