Revista "La Procesión n° 6" Semana Santa de Murcia 2022

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L A M I R A DA E N S A L Z I L LO JUAN ANTONIO LÓPEZ DELGADO C. de las Reales Academias de la Historia y de Alfonso X el Sabio

Un antiguo refrán decía «mírame al rostro». Se manifestaban así cuando querían que entendiera alguno el valor con que había de hacer alguna cosa. (Videberis, me videns, planè Martem videre). Cuando vemos las miradas ciegas de una parte de la estatuaria clásica no sólo parece que retrocedemos en nuestra asunción de dignidad sino que somos solamente un fugitivo momento de fuerzas impersonales. En el otro extremo, el arte moderno no ha configurado miradas que dependieran honestamente de sí mismas ni se entregaran a un ejercicio de disciplinas severas en su áspero juego de geometrías. En una palabra, cada día pudo parecer más privado de los jugos de humanidad.

Cuando el artista de la gubia hubo de representar el dolor de Cristo en su Pasión, la mirada aquella del Flagelado o Crucificado tenía que ser para el contemplador ora apaciguadora, ora inficiente, pero siempre conmovedora. Cuando María miraba complacida y amorosísimamente a su Hijo, por ejemplo al cambiarle el pañal, cual hizo Pedro de Mena en su «Virgen de Belén» para la Parroquia de Santo Domingo de Málaga, la mirada expresa todo un estado del alma y en un grado y penetración de psiquismo tan exquisito y refinado que no tuvo igual en nuestra Escultura. Salzillo ha «jugado» magistralmente, en el diapasón de sus imágenes, con toda la escala sentimental de verosimilitud, congoja, ensimismamiento, renuncia, misericordia y amor. No son desde luego parangonables la mirada que impuso a su primerizo «San Antonio de Padua», de San Antolín, que hasta tiene visos de incomprensión y de duda, además de arrobo, con la que luce la no muy valorada efigie del Jesús de la «Santa Cena», de tan impresionante

LA MIRADA EN SALZILLO | 81

La pintura exteriorizó, con la mirada, toda la psicología que era inherente a la vida, y los ojos de la «Gioconda» ya configuran toda aquella sutileza de su sonreír. El escultor, entonces, debió comprender que la mirada era esencial en su criterio estético y que el logro y el triunfo en su ejercicio estaban condicionados por el hecho de que, ante la obra producida, nadie pudiese distinguir lo vivo de lo representado.


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