¿Qué es la felicidad? Conversación con Lev Tolstói (1896)

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¿Qué es la felicidad? 1 (1896) [...] Responder a esta pregunta, y responder de tal manera que con esa respuesta pueda uno más o menos guiarse, es algo que puede hacer, sin duda, una personalidad solvente, un escritor conocido, un filósofo. ¿Quién si no el conde Tolstói podría responder a esto, si quisiera, con autoridad y honradez? Así fue que me fui a buscarlo... Al llegar al callejón Hamovnichesky, donde en una casa antigua, de madera señorial, vive nuestro famoso escritor, tenía serias dudas —debo confesarlo— sobre si se decidiría a conversar sobre este tema, sabiendo en particular que sería para una entrevista periodística... A él no le gusta mucho que lo interroguen... El lacayo me abrió la puerta de la entrada y, mientras me quitaba el abrigo abajo en la antesala, subió a informar de mi presencia, de donde enseguida escuché que me decía: «¡Venga, por favor!». Al subir, crucé una sala grande, luego entré por un pasillo bajo y angosto a una pequeña habitación, de ahí pasé a otra un poco más grande, donde había un mueble viejo, pero blando y confortable, tapizado en piel negra. Cerca de la ventana había una mesa no muy grande, un pequeño estante con libros, ése era todo el mobiliario del gabinete. Mientras esperaba a Lev Nikoláievich miré con curiosidad en torno a la habitación, iluminada por una vela que centelleaba. «¡Conque es de aquí de donde han salido al mundo tantos pensamientos profundos!», pensaba yo sin querer... Por el pasillo se escucharon unos pasos, y el conde Lev Nikoláievich Tolstói entró en el cuarto. 1 Conversación aparecida en La Gaceta de Petersburgo n.º 341, el 10 de diciembre de 1896. No se logró establecer la identidad del periodista que firmó esta conversación bajo el seudónimo de Nard.

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Creo que no hace falta describirlo, ¿quién no lo conoce, aunque sea de vista, por los retratos? Lo único que ningún retrato ha transmitido es la mirada de sus ojos, bondadosa, apacible y cariñosa. Nos sentamos frente a frente y Lev Nikoláievich, subiendo un poco la pierna sobre el sillón, me dijo: —¿Qué es la felicidad, es lo que quiere saber? —y se sonrió, con una sonrisa amable y silenciosa—. ¡La felicidad! ¡Acaso es posible hablar de ese tema así tan apresuradamente! La verdad es que allá, en el extranjero, la prensa acostumbra ahora a tratar superficialmente los asuntos más serios. —¡Y aún así, Lev Nikoláievich, hay mucha gente que quisiera conocer, así sea superficialmente, lo que más detalladamente le sería inaccesible! Al menos una pregunta como ésta: ¿qué es la felicidad? Cualquiera sabe qué es la felicidad para uno personalmente, pero qué es la felicidad en sentido abstracto, dónde buscarla, dónde alcanzarla, no lo sabe... —¿En sentido abstracto? ¡Pero si la verdad abstracta es la verdad, entonces ella será verdadera en la realidad! Sólo es necesario conocer esta verdad, querer conocerla. Y para conocer esta verdad, es necesario persuadirse de aquella diferencia que existe entre el aprendizaje del mundo y la doctrina de la religión verdadera. Todas estas opiniones contradictorias de unos y otros sobre lo que para cada uno sería la felicidad se fundan en lo que cada uno considera necesario en la experiencia del mundo. Y todos ellos abandonarían para ello sus casas, el campo, a los padres, a los hermanos, las mujeres, los niños, abjurarían de todo lo verdadero y llegarían a la ciudad, pensando que aquí estaría la felicidad... —¿Pero acaso en la ciudad no se puede encontrar la felicidad?

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—¿En la ciudad? Considere aquella vida que todos llevan en la ciudad como la medida de lo que siempre las personas han llamado felicidad, y verá que esa vida está lejos de tal idea. —¿Cuáles serían las características de la felicidad, sobre las que nadie discutiría? —¡Bueno, es que acaso se puede decir tan directamente aquí están, éstas son las condiciones necesarias, y todas ellas son claras, agradables y simpáticas! Pero si usted quiere que sin falta le diga mi opinión de cuáles son las condiciones necesarias para que se dé la felicidad terrenal, entonces le diré que, ante todo, es imposible la felicidad sin la luz del sol, con la ruptura de los lazos del hombre con la naturaleza. En otras palabras, la vida fuera de la ciudad, bajo el cielo abierto, al aire libre, en la aldea, es la primera condición de la felicidad terrenal. Mire, ni siquiera la poesía la imagina de otro modo y, al dibujar la arcadia feliz, celebra la vida idílica en el seno de la naturaleza, lejos de las ciudades... —Una gran cantidad de gente vive en las ciudades, está atada a ellas, no tiene posibilidad de vivir en la aldea, nace y muere sin verla. ¿Así que de veras es imposible la felicidad para ellos? —¡Es imposible, estoy convencido de eso! Mire a qué está condenada esa gente: a ver, bajo la luz artificial, los objetos elaborados por el trabajo humano; a escuchar los sonidos de los coches, el estrépito de los carruajes; a olfatear el olor del alcohol y el humo de tabaco; a comer a menudo cosas no frescas y malolientes. Nada les permite una relación directa con la tierra, las plantas, los animales. ¡Es a todas vistas una vida de presidiarios! —¿Pero acaso las ciudades no son el resultado natural del desarrollo gradual de la familia, la comunidad? —¿De dónde ha sacado eso? Eche un ojo a la historia y verá que las ciudades se construyeron con fines de conquista...

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—Bien, pero si es así, los frutos y los éxitos de la civilización que se manifiestan brillantemente en los grandes centros, ¿nada de eso tiene sentido? —¡No tiene sentido! ¡La civilización! ¡Pero quién le ha dicho que la civilización conduce a la felicidad! ¡Ajá, dicen, la civilización se desarrollará, empezarán a dar vueltas los coches, todos serán felices! ¿De dónde han sacado eso? No, nuestra civilización, como las que hubo antes, llegará a su fin y morirá, porque no es otra cosa que la acumulación de los instintos monstruosos de la humanidad. ¿Acaso antes de nosotros no hubo civilizaciones? Hubo la egipcia, después la babilónica, la asiria, la hebrea, la griega, la romana... ¿Dónde están? ¿Condujeron a la felicidad? ¡Todas sucumbieron, y lo mismo pasará con la nuestra! —¿Entonces significa que la ciudad es un obstáculo para la felicidad? —No, no la ciudad. Es necesario el trabajo para ser feliz, pero el trabajo libre, razonable, deseado, y sobre todo el físico, no el que atrofia el cerebro y los músculos. » Por exigencias del mundo, las personas sirven, van a las oficinas, reciben dinero a cambio... ¿Pero acaso aman su trabajo, acaso les satisface? ¡No! Se dejan vencer por el aburrimiento, hacen un trabajo que odian y puedo apostarle que no escuchará de ninguno de ellos que esté contento con su trabajo. Pero pregúntele a un mujik que ara la tierra si está contento. ¡Ah, qué contento y con qué amor mira los surcos que se tornan oscuros! » Una condición más para la felicidad es la familia. Y esto no existe aquí, donde el éxito mundano se considera erróneamente como la felicidad. ¿Acaso todos estos maridos, estas esposas, conforman una familia? Con frecuencia son uno para el otro una carga, y los hijos esperan a menudo la muerte de los padres para hacerse con la herencia.

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—¿Entonces qué le queda hacer al que no puede dejar la ciudad, a quien retiene aquí el deber? ¿Dejarlo todo e irse? —¿¡Acaso estoy diciendo eso!? Sea consciente de su deber; a dónde lo lleve esa consciencia, eso es otro asunto, no vamos a entrar en detalles. Es necesario iluminar su camino e ir por él. Hay otras razones por las que la ciudad puede retenernos, quizás unos padres viejos, a los que hay que cuidar. ¿Acaso dejarlos? Pero de la conciencia que cumple con el deber, tal vez se pueda ser un poco feliz, aunque no sea completamente... —¿Pero por qué? —Porque con las condiciones de la vida mundana de la ciudad las personas tratan ante todo de obtener lo que se considera, según una opinión equivocada que prevalece, como un escalón hacia la felicidad. Y se baten con todas sus fuerzas para obtener algo que para la verdadera felicidad no hace falta. Además, al alcanzar lo que querían, les parece poco, y se devanan los sesos y se acongojan para obtener cada vez más. Es necesario que sea más y más, y con esto se agrava también cada vez más el alma atormentada, que ya no tiene tiempo para tratar de buscar las verdades auténticas y reconocer las faltas cometidas. Al alcanzar todos los escalones superiores, por los que en vano cree llegar a la felicidad, la gente en las ciudades cierra cada vez más apretadamente los círculos en los que puede comunicarse. —Sí, pero cada clase de personas, según sea su posición social, tiene su círculo de conocidos, sus amigos, sus camaradas. ¿Acaso es necesario tratar sin ceremonias a todos, sin distinción? —El trato afectuoso y libre con todas las personas diversas del mundo es también una de las condiciones indispensables para la felicidad. —Permítame hacerle una pregunta, con la que usted intituló uno de sus libros: ¿Qué debemos hacer?

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—¿Qué hacer? Ya le dije lo que hace falta para la felicidad: no quebrantar nuestros lazos con la naturaleza, el trabajo físico, deseado y libre, la familia, el trato sano, franco y afectuoso con todas las personas del mundo. —¿Pero cómo cumplir todo esto? —Siguiendo las enseñanzas de Cristo. Tienen un profundo sentido filosófico, al mismo tiempo que sencillo, claro y práctico para cualquiera. —¿Y acaso es esto tan simple y fácil? —Será más fácil para quien por un minuto decida renunciar a la costumbre de mirar la vida de soslayo. Y verá claramente que todo lo que hagamos para el aprovisionamiento ilusorio de nuestra vida es erróneo y no es más que un pasatiempo inútil. Veremos que lo que llamamos pobreza es no vivir en la ciudad, sino en la aldea, no quedarnos en casa, sino trabajar en el bosque, en el campo, ver el sol, el cielo, sentir hambre varias veces al día y comer con apetito un pedazo de pan negro con sal, dormir un sueño sano, no sobre almohadas suaves, ni siquiera sobre un banco, tener hijos, vivir con ellos. Todo esto, según la noción mundana, es pobreza y desgracia, pero en realidad eso es la felicidad, porque entonces seremos libres, estaremos en comunión con todas las personas y no haremos nada que no queramos hacer... —Usted ha dicho que para ver eso, es necesario renunciar a las costumbres y a las condiciones de nuestra vida actual. ¿Quién es capaz de eso? No cualquiera... —Sí, el hombre vive primero una vida animal... Le da lo mismo por dónde lo lleva esa vida. Pero llegará el momento, cuando comience a analizar sus actos y su vida, y si en esos instantes puede pensar, si quiere pensar y buscar las verdades, no tendrá en absoluto que volver abruptamente la vista 180 grados o caer en la desesperación. Sólo será necesario restablecer la idea de

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que la condición necesaria de la felicidad del hombre no es la ociosidad, sino el trabajo; que el hombre no puede no trabajar, que para él la ociosidad es penosa y aburrida. Hay que renunciar a la opinión preconcebida de que la felicidad está allí, donde está el dinero insustituible, y empaparse en la creencia de que el dinero no salva, y de que solamente el que trabaja es digno del alimento y será alimentado. Alumbrándose uno el camino y yendo por él, es imprescindible desear al prójimo lo que se desea para sí mismo... —¿Y a dónde conduce eso? —El pleno cumplimiento de eso conduce al bien... —¿Pero acaso la felicidad y el bien no son lo mismo? —Oh, no, a menudo son incluso cosas opuestas. El mártir, crucificado en la cruz, o el que por sus convicciones morales muere en la hoguera alcanza la plena satisfacción de sus necesidades morales, ¿pero acaso es feliz? La felicidad, ya le he dicho, es imposible ante los sufrimientos del cuerpo... ¡Así es! Y de nuevo, con una sonrisa apacible y dulce, Lev Nikoláievich me miró. Hablaba él tan convincentemente, con fe profunda en lo que considera verdadero, que yo me sometí involuntariamente a la impresión suscitada por su habla tranquila y su rica convicción. Y después de mirarme con sus ojos bondadosos y de mantener silencio unos instantes, me preguntó: —¿Sabe usted ahora lo que es la felicidad? » Qué es la felicidad —me dijo el conde Tolstói—. En las condiciones actuales, como puede ver, no todos pueden alcanzarla, y muchos, muchos miles más se preguntarán durante mucho tiempo aún: «¿Oh, felicidad, dónde estás?».

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