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Desde dentro
El amor en sentido contrario
Gonzalo Duchén
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Esta historia, la recuerdo muy bien, se me ocurrió el 31 de junio de no sé qué año. Espero les guste.
Llegué a la estación del metro, después de haber caminado bajo el implacable sol de una mañana de mayo. Bajé a los andenes y al situarme en posición de abordaje, tratando de adivinar el sitio exacto donde pudiese ubicarse la puerta de un vagón, levanté la vista y ella estaba ahí, a diez metros de distancia, con solo dos vías férreas de separación. Imposible no verla, destacaba por mucho su mirada prístina e inocente entre ese marasmo de humanidad que se arremolinaba a su alrededor. Me quedé pasmado observando su rostro, su cuerpo inocente y frágil e imaginé entonces que en un arranque de locura (poco frecuente en mí, por cierto) saltaba y le plantaba un beso, pero no un beso cualquiera, un beso de esos que te desnudan el alma y te permiten decir sin palabra alguna de por medio que estás dispuesto a pasar el resto de tus días con ella. Entonces, de pronto, me vi lejos de la estación en medio de unas sábanas delicadas y perfumadas, abrasado por un calor paradisíaco y abrazado de aquel ángel que me susurraba al oído palabras que aún no alcanzo a recordar pero que en ese momento sonaba como la más sublime de las músicas jamás oídas. Ver su cuerpo desnudo; indefenso y frágil; vulnerable y delicado; pero al mismo tiempo peligroso y letal, hacían que mis pensamientos volaran de polo a polo imaginando los más hermosos sufrimientos, las más dulces amarguras o las más felices desventuras. Cuando mis manos empezaron a recorrer su cuerpo y con cada nuevo centímetro cuadrado de piel que palpaba parecía que mi cerebro estallaría en un frenesí de inconmensurable felicidad; cuando fue mi boca la que empezó a saborear las mieles de ese hermoso platillo; cuando fueron mis labios los que probaban ese suculento manjar que cheff alguno ha imaginado todavía, el éxtasis en que me vi envuelto me rodeó por completo y los labios de ella se encargaron de presagiar el final de aquel increíble acto de fuga. Cuando por fin ella se entregó voluntariamente al sublime acto de ser amada y poseída, me abrazó con pasión y le entregué mi amor, ya sin freno ni racional dulzura hasta llegar a esa maravillosa explosión que nos
hace sentir que estamos vivos y que no hay nada en la vida que sea más placentero que hacer el amor, con esa hermosa mujer que se encuentra a diez metros de separación en el otro andén del metro y a punto de viajar en dirección contraria y a la que seguramente jamás volveré a ver entre estos veinte millones de almas.