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Moby Dick o el afán destructivo del hombre
Bernardo Marcellin
El hombre depende de la naturaleza para subsistir. Convive además con los animales, que son parte de su entorno. Uno pensaría que esta interdependencia produciría por sí misma un respeto hacia el medio ambiente y hacia los demás seres vivos. Pero la razón no basta para abrirnos los ojos. El egoísmo, la visión a corto plazo, nos llevan a despreocuparnos de lo que sucede a nuestro alrededor, sin comprender que nos encaminamos hacia nuestra propia destrucción. Y no es sólo la indiferencia o la negligencia la que explica nuestro comportamiento. El ser humano es a la vez agresivo con sus semejantes y con el resto de la naturaleza. Destruye por destruir, o por alcanzar una satisfacción que proviene de sentirse poderoso, de que no existe rival al que no podamos someter, aunque esa lucha no redunde en ningún beneficio tangible para nosotros.
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Frente a lo desconocido, el hombre tiende a reaccionar con violencia. Antes que descubrir a qué se enfrenta, prefiere aniquilar o, cuando menos, establecer una rivalidad. Así, a lo largo de los siglos, la cacería ha servido no sólo para obtener alimento, sino también como un deporte donde destaca la virilidad de quien combate contra las fieras. En las antiguas sociedades de guerreros, la caza era la actividad recreativa por excelencia. En los momentos en que no había conflictos con algún pueblo vecino, era una manera de mantener activa la agresividad. El lobo, el ciervo, el zorro, pagaban con su vida los tiempos de paz. Es cierto que a veces las cosas no salían conforme a lo planeado, siendo el cazador cazado más famoso de la historia el rey Favila de Asturias, devorado por un oso en el año 739. El mar siempre ha fascinado y, a la vez, atemorizado al hombre. Fuente de vida y alimento, es también el hogar de las fuerzas del mal, el ámbito donde se encuentran monstruos que pueden acabar de un momento a otro con quienes se atreven a navegarlo. Seres como el gigantesco y apacible tiburón ballena no hubieran cabido en la mente de los hombres de otros siglos, quienes sólo lograban concebir temibles enemigos a vencer, como si la naturaleza se hubiera empeñado en la ruina de la especie humana.
En el ámbito de la literatura, uno de los mejores ejemplos de esta visión es la novela Moby Dick, del escritor norteamericano Hermann Melville (1819-1891). Hombre de mar, Melville construyó
gran parte de sus narraciones a partir de dramas que transcurren a bordo de navíos, como en Billy Budd, marinero o en Benito Cereno. Ninguno de estos textos, sin embargo, alcanza el nivel de tensión de Moby Dick, una larguísima novela que describe la lucha emprendida entre el capitán Ahab y una alucinante ballena blanca, en un duelo a muerte cuyo escenario son los océanos del mundo. Ahab quiere vengarse de la ballena que le arrancó una pierna durante un encuentro anterior. Desprovistos de voluntad, resignados frente al destino como personajes de una tragedia griega, los marineros que se encuentran a bordo del Pequod se preparan, aterrados, a enfrentar al cetáceo. Los breves episodios de rebeldía nunca van más allá de acaloradas e inocuas discusiones. A final de cuentas, Ahab impone su dominio sobre todos ellos a lo largo de una travesía que durará varios meses, en especial después que los obligó a jurar que lo seguirían hasta el final. Y para rubricar el compromiso que ha establecido con sus hombres, el capitán clava en el mástil un doblón de oro que será para el primero que aviste a Moby Dick. Pese a la inmensidad del océano, el capitán sabe que, tarde o temprano, se encontrará con su enemigo, ese cetáceo que se encuentra en realidad presente en cada una de las páginas de la narración, como una obsesión que de la mente de Ahab hubiera invadido la de los marineros y la del mismo lector. Melville aprovecha la narración para introducir digresiones relativas a las ballenas y su cacería, quejándose de que no se considere esta actividad como una profesión digna y afirmando que los cazadores de cetáceos han superado a los demás exploradores en lo que se refiere a descubrimientos geográficos. En varios puntos parece que el lector se encuentra enfrascado en un tratado de ciencias naturales. El autor ha decidido ampliar los conocimientos del público, describiendo los diferentes tipos de ballenas, entre las cuales se incluía entonces a los cachalotes, explicando las técnicas de caza y cómo se obtiene el preciado aceite. Moby Dick resulta ser realmente un cachalote, considerado entonces como la especie de cetáceos más grandes, dado que de la ballena azul sólo se tenían en esos años vagas noticias y su existencia aún no estaba confirmada. No obstante este derroche de erudición, hay datos que sorprenden al lector del siglo XXI por su inexactitud o su miopía, como cuando se nos informa que las ballenas carecen de voz o cuando se afirma que la cacería no acabará con ellas por tratarse de una especie inmortal. Otro elemento notable en Moby Dick, con relación a la visión generalizada del siglo XIX, y más todavía en Estados Unidos, es la convivencia entre las distintas razas humanas. Melville describe cómo la cacería de ballenas atrae a hombres de todo el mundo, sin que haya necesariamente una división entre ellos debido a su origen étnico o a un desprecio entre pueblos. Así, Ismael, el narrador, un norteamericano blanco, se hace pronto amigo de Queequeg, proveniente de una de las islas del Pacífico sur, un intimidante caníbal cubierto de tatuajes, que adora un ídolo y vende las cabezas de sus enemigos muertos. Y, por si hubiera una duda sobre sus intenciones, Queequeg lleva consigo su arpón a dondequiera que vaya. Aun
frente a este aspecto tan feroz, Ismael es capaz de descubrir la bondad y las cualidades propias del hombre. Esta convivencia entre razas aparece también en Benito Cereno, obra que para muchos de sus lectores aboga por la abolición de la esclavitud en Estados Unidos.
Conforme avanza la acción de la novela, el ambiente se torna cada vez más sofocante. Se multiplican los malos presagios, como la risa subterránea que estalla cuando Ahab exige de sus marineros que participen en su venganza, al tiempo que se van revelando una a una las profecías que giran en torno al capitán. Pero Ahab se considera inmortal e ignora todas las advertencias, provengan del sentido común o tengan su origen en visiones sobrenaturales. La más aterradora de estas profecías señala que morirá desmembrado, mientras que otro vaticinio afirma que sólo el cáñamo podrá matarlo. Moby Dick es una ballena famosa en todo el orbe, al punto que muchos marineros, al reconocerla, renunciar a intentar cazarla, sabedores que quienes han osado atacarla lo pagaron con su vida. Asimismo, se cuentan numerosas leyendas sobre ella y se le atribuyen el don de ubicuidad y la inmortalidad, al punto que lleva varios arpones clavados en su cuerpo sin que hayan podido acabar con ella. Otros la consideran como una criatura del infierno, en tanto que para Ahab su enemigo es la representación del Mal. En las últimas páginas, el desvarío parece adueñarse de los hombres. El capitán ordena al herrero del barco que forje un arpón especialmente diseñado para Moby Dick, arpón al que luego bautiza en el nombre del diablo. Poco después, durante un tifón que amenaza con hundir el barco, Ahab le pide a los vientos que le infundan su fuerza para enfrentar a la ballena, formulando entonces dos deseos: matar a Moby Dick y sobrevivir al encuentro, despreciando los malos presagios que aparecen de nuevo, como los ladridos de unas focas o la caída de un hombre al mar. Como un último aviso, un marino demente le advierte que se olvide de Moby Dick.
Finalmente, el Pequod se encuentra con la ballena, en una cacería que se prolonga a lo largo de tres días. Enardecido, Ahab logra clavarle su arpón, pero es arrastrado por Moby Dick y muere ahorcado por una cuerda, cumpliéndose así la profecía de que sólo el cáñamo podía matarlo. El cetáceo no queda satisfecho con la muerte de su peor enemigo y, como dispuesto a dejar en claro que los hombres nada pueden contra él, destruye a golpes el barco, que succiona a los marineros al momento de hundirse, de la misma forma que Satanás arrastró consigo al infierno a los otros ángeles rebeldes. Sólo Ismael sobrevivió para contar lo sucedido. Moby Dick no es la única novela que nos describe el combate entre un hombre y una gran bestia
marina. Podemos citar también El viejo y el mar, de Ernest Hemingway (1899-1961), breve novela que le valió a su autor recibir el premio Nóbel de Literatura en 1954. Aquí no se trata de una ballena sino de un pez enorme que Santiago, un pobre pescador cubano, atrapa después de casi tres meses de intentos infructuosos por conseguirse algo de comer. Esta pesca se convierte en una lucha sin cuartel, sólo que aquí se carece del elemento infernal y alucinante de Moby Dick. Cuando el pez muere al fin, el viejo emprende orgulloso el regreso hacia la costa, pero unos tiburones devoran su presa. Al llegar a La Habana, Santiago, desesperado, descubre que sólo se salvaron los huesos, ahondando su sentimiento de derrota y frustración. No obstante, los demás pescadores admiran el tamaño del esqueleto y Manolín, el muchacho que usualmente ayuda a Santiago a pescar, es quien le revela que, pese a todo, él fue el vencedor de la refriega. Aunque se trata de un escenario muy distinto al de Moby Dick, dado que el pescador busca ante todo conseguir alimento, en este relato se conserva de cualquier forma la visión del antagonismo entre el hombre y la naturaleza, entre el hombre y los animales de su entorno. Por su parte, Víctor Hugo (1802-1885) también escenifica una lucha contra una bestia acuática en su novela Los trabajadores del mar, sólo que aquí no se trata de un gran pez o una ballena, sino de un pulpo inmenso. El octópodo vive dentro de una cueva submarina ubicada bajo unos arrecifes y es capaz de ahogar a un hombre al que luego devorará poco a poco durante los días siguientes. No es tanto como un kraken, ya que no es capaz de hundir un barco, pero es de cualquier forma un enemigo temible. No importa que sea el hombre quien haya invadido el ámbito del pulpo, es este el que aparece como un ser maligno que trae consigo la muerte. Esta novela fue muy popular en su época. Se publicó cuando Víctor Hugo gozaba de gran prestigio personal por haber resistido en el exilio los años del gobierno de Napoleón III y había vuelto a Francia poco antes. En los restaurantes parisinos más elegantes se incluyó el pulpo en el menú, mientras que se lanzó la moda de sombreros femeninos provistos de tentáculos. Empezó además a usarse la palabra pieuvre para designar a los octópodos, en vez de poulpe, conforme al término del dialecto anglo-normando de Jersey y Guernsey empleado en la narración y que sigue siendo utilizado preferentemente por la gente hoy en día. Se podrían encontrar muchas más obras literarias o leyendas que involucren seres malignos poblando los océanos, empezando por el Leviatán bíblico, eso sin olvidar también que el Anticristo es descrito en el Apocalipsis de san Juan como la Bestia que emerge del mar. A estos ejemplos se puede agregar el de Jonás, prisionero tres días dentro de la ballena como castigo por haber desobedecido a Yahveh.
La Edad Media tampoco escatimó temibles entes provenientes del fondo de las aguas, ya fueran krakens o serpientes marinas. En el siglo VII, en su biografía de san Columba, san Adamnán describe cómo el evangelizador de Escocia fue atacado por un monstruo que se le acercó rugiendo mientras
navegaba sobre un lago. Sin perder la calma, Columba le dio la orden de callarse y desaparecer, a lo que el ser obedeció sin replicar. Los hechos sucedieron en Loch Ness y se trata de la primera mención escrita de la mundialmente famosa, a la vez que escurridiza, Nessie. Desafortunadamente, ni la literatura ni la historia nos presentan muchos relatos como el del arca de Noé, donde se trata precisamente de preservar a las diferentes especies de animales. Parece que al hombre le resulta más atractivo enfocarse en la lucha por el dominio del mundo que en preservar su entorno natural y en lograr una convivencia pacífica con los demás animales que pueblan el planeta. La extinción de especies animales y vegetales debido a la acción del hombre nos muestra la intensidad de este antagonismo. Los seres humanos nos parecemos más al capitán Ahab que a Noé. La pesca y la cacería deportivas siguen siendo consideradas como actividades aceptables, aunque sólo sea para tomarse una fotografía junto a un pez vela recién capturado para luego arrojar sus restos a la basura, sin sentir pena alguna por esa vida que se destruyó sin mayor motivo que el sentirse poderoso. A final de cuentas, lo que nos interesa de los animales, ya sean terrestres o acuáticos, es lo que podemos obtener de ellos en el plazo inmediato, su carne desde luego, o bien su compañía en el caso de perros y gatos en las ciudades. Si no resultan útiles para los hombres, o si su presencia se interpone en nuestros proyectos, la suerte que corran es irrelevante. En Moby Dick no nos encontramos ante un simple cazador que busca divertirse a costa de la vida de algún animal, puesto que su odio particular hacia la ballena adquiere proporciones sobrenaturales. El hombre común y corriente no es, desde luego, tan aterrador como Ahab. No recorre el mundo para entablar un duelo a muerte contra un enemigo, humano, cetáceo o perteneciente a alguna otra especie, y seguramente reprueba la actitud del capitán. No obstante, debemos reconocer que Ahab refleja una de las facetas del ser humano, quien tantas veces se deja llevar por su egoísmo y su afán destructivo.