LA NUEVA IDEOLOGÍA EN EL PROCESO CIVIL Y EL PRINCIPIO DE INMEDIACIÓN (*) Renzo I. Cavani Brain
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Resumen: Es innegable que, como elemento inescindible de las manifestaciones sociales a lo largo de la historia, el proceso civil haya sido contemplado desde el prisma de cada contexto histórico en que se ha desarrollado, absorbiendo la ideología latente propia de cada estación histórica. Y una de las ideologías más importantes de las que se nutrió el proceso civil es el liberalismo. En ese sentido, el presente artículo expone los rasgos del proceso y de las consecuencias que tuvo la implantación del pensamiento liberal en aquél, así como su rechazo a partir de la reforma del proceso civil en el Perú. No menos importante que ello, el autor también desarrolla el rol que tuvo el juez bajo la ideología liberalista y la función que debe cumplir acorde a la nueva concepción del proceso civil.
Sumario: I. La reforma del proceso civil en el Perú. II. Ideología liberal, neutralidad del juez y mediación. III. La inmediación como consecuencia de una nueva ideología. IV. La inmediación como principio fundamental para un juez comprometido con las necesidades de su sociedad. V. Algunas reflexiones finales.
I.
LA REFORMA DEL PROCESO CIVIL EN EL PERÚ.
Han pasado ya poco más de 18 años desde que aconteció la mayor revolución de la justicia civil en el Perú. Pero no sólo fue un cambio en la normatividad, sino también un radical giro ideológico que llevó a que jueces, abogados y justiciables deban adecuar su forma de hacer proceso a otros moldes y principios y a una nueva mentalidad. Y con el término “nueva” no aludimos a su vigencia histórica (pues nació en la segunda mitad del siglo XIX y se desarrolló a lo largo de la primera mitad de la centuria pasada), sino porque era casi desconocida en nuestro país. Como el atento lector habrá intuido, nos referimos al tránsito del vetusto Código de Procedimientos Civiles de 1912 al Código Procesal Civil de 1993. Si bien la denominación puede pasar desapercibida, su modificación refleja el abandono de un procedimiento elitista, costoso y larguísimo, con un control total del proceso por las partes y absolutamente despreocupado por la desigualdad entre ellas y por una idónea impartición de justicia. La nueva propuesta quiso exactamente lo contrario: una justicia rápida y eficiente, que fomente el acceso gratuito a la jurisdicción, comprometida con los valores de una sociedad democrática, e inspirada en la idea que el proceso no sólo sirve para que las partes discutan sus derechos, sino también para consagrarse como el mecanismo idóneo de resolución de conflictos en una comunidad y generar paz social en justicia. En síntesis fue, como sentenció alguna vez Santiago SENTÍS MELENDO, un cambio del procedimentalismo al procesalismo.
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Publicado en Revista Jurídica del Perú, N° 95, enero 2009, pp. 444-453. Alumno de 11mo. Ciclo de la Facultad de Derecho de la Universidad de Lima. Miembro de la división de estudios legales de Gaceta Jurídica S.A. A Mercé, mi futura esposa, a quien amo y admiro.
Dejamos de lado, entonces, el culto al procedimiento, para cultivar la ciencia del proceso. Ello se verifica en la producción jurídica hasta ese entonces, pues casi la totalidad de los escasos textos que trataban alguna materia procesal se limitaban a realizar una mediocre exégesis de la norma, sin fomentar ningún tipo de análisis histórico ni mucho menos una cultura de la investigación. Asimismo, la enseñanza universitaria consistía sólo en un aprendizaje memorístico–repetitivo, que privilegiaba al alumno que recordaba la redacción al milímetro de la norma y su solemne formalidad, cercenando cualquier tipo de inquietud académica que pretenda ir un poco más allá del enunciado normativo. Es decir, al evaluar era mejor no pensar; bastaba con vomitar los conocimientos insertados a la fuerza la noche anterior. Pero si todo lo descrito hasta ahora parece excesivo y aberrante, lo más lamentable de tal coyuntura era la postración del servicio de justicia durante los 81 años de vigencia del procedimentalismo. En efecto, los jueces se encontraban más marginados que nunca, abrumados por el control absoluto del proceso por las partes y completamente deslegitimados ante su sociedad: Nadie creía en el Poder Judicial, porque el rol del juez estaba apañado por una normatividad que consagraba una ideología que, a su vez, entre otras cosas, lo condenaba a ser un mero aplicador de normas y a ser un espectador mudo en la contienda de las partes. Lamentablemente, el propio Judicial contribuyó a su desgracia; basta con recordar el impune formalismo con que la Corte Suprema anulaba los procesos judiciales que llegaban con varios años encima para constatar cuán descomprometido era el servicio de justicia con las necesidades de justicia de los ciudadanos. Por consiguiente, el juez peruano era un ser inerte, sin ningún tipo de compromiso por la tutela de los derechos de los justiciables. Aunque, lo cierto es que este confinamiento querido por el Código de 1912 en modo alguno es algo exclusivo de dicho ordenamiento; por el contrario, tiene su sustento en una doctrina arraigada en todo el pensamiento humano: el liberalismo1. Entonces, la concepción de un proceso donde el juez sea una figura decorativa debe ser entendida desde una perspectiva filosófica e ideológica antes que jurídica. Esto es lo que, con mucho éxito, muchos pensadores contemporáneos han afirmado y que nosotros nos referiremos a continuación. 1
Cabe resaltar que la concepción del juez como ajeno al proceso y su necesaria consecuencia –el control del proceso por las partes– se remonta hasta tiempos antiguos. En efecto, una de las más claras manifestaciones de ello eran las míticas ordalías o juicios de dios, presentes en las primitivas poblaciones germánicas, en donde los contendores soportaban inimaginables castigos físicos, siendo el vencedor quien, al final del proceso, quedaba con vida por exclusivo designio de dios. Como bien sintetiza Carlos Alberto ALVARO DE OLIVEIRA: «Como toda actividad destinada a la invocación de poderes mágicos o divinos, semejante procedimiento tendía a la obtención de una sentencia «justa» desde el punto de vista material, por medio del carácter irracional y sobrenatural de los medios procesales de decisión» (Del formalismo en el proceso (Propuesta de un formalismo–valorativo), Lima, Palestra, 2008, p. 45). Asimismo, otra manifestación se presenta en otra parte de la historia, más exactamente en el proceso formulario romano. Así, refieriéndose al principio del libre convencimiento que allí operaba, se afirma: «De ningún modo, no obstante, la libertad de convencimiento del iudex proviene de una conciencia procesal madura, ni esta libertad representa el medio más idóneo para la reconstrucción histórica de los hechos y la investigación de la verdad. El fenómeno solamente refleja el desinterés del Estado y del derecho en relación al juicio de hecho, básicamente porque el iudex no era un órgano estatal sino un simple ciudadano, actuando más como instrumento de las partes que como verdadero sujeto del proceso» (Carlos Alberto ALVARO DE OLIVEIRA, op. cit., p. 54). Como no es difícil deducir, esta característica del proceso civil trasuntó tanto al proceso romano–canónico como al proceso común medieval (op. cit., p. 61 y ss.).
II.
IDEOLOGÍA LIBERAL, NEUTRALIDAD DEL JUEZ Y MEDIACIÓN.
El derrocamiento del Ancien Régime producto de la Revolución Francesa no sólo significó un profundo cambio en el aspecto político y económico en Europa –con sus posteriores repercusiones en América– sino, principalmente, simbolizó el triunfo de la ideología liberalista que pregonaba la filosofía de la Ilustración. La confianza en el progreso, el incesante avance de la tecnología y el exacerbado culto a la razón fueron algunas de las principales características de esta corriente que, ciertamente, buscaba romper con el pasado e iluminar el futuro (de ahí que al siglo XVIII se le denominó el Siglo de las Luces; y a la doctrina filosófica que apareció en dicha centuria, Ilustración o iluminismo)2. Este inmenso movimiento acaparó una gran cantidad de ciencias y disciplinas del hombre y, como no podía ser de otra manera, al Derecho (o bien la ciencia del Derecho o jurisprudencia) le fue impuesta su ideología. Pero, ¿en qué consistía exactamente? La piedra angular de esta doctrina es el respeto por la libertad y autonomía del individuo. Por ello, lo que se conoce como Estado liberal es un fiel reflejo de esta intención de colocar al individuo en niveles casi supraestatales, pues la principal función del aparato estatal era no interferir en la esfera jurídica del individuo, no violentar su libre albedrío, ni mucho menos contravenir su voluntad. La más clara demostración de esta afirmación la podemos encontrar en el artículo 1142 del Code de Napoleón, que encierra la denominada incoercibilidad del hacer3. Por otro lado, como hemos dicho líneas arriba, uno de los postulados más trascendentales de la filosofía de la Ilustración era el culto a la razón. Así, cuando el Derecho adoptó los postulados liberalistas, se concibió a la ley como la perfecta concreción de la razón, por su carácter impersonal y abstracto, y porque –se creía– aspiraba a una igualdad absoluta entre detentores del poder y subordinados4. Entonces, no es difícil deducir que la conocida Escuela de la Exégesis –cuyo método era circunscribir únicamente los estudios jurídicos al texto legal– tiene su génesis en el
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MONROY GÁLVEZ, Juan y MONROY PALACIOS, Juan José, Del mito del proceso ordinario a la tutela diferenciada, en La formación del proceso civil peruano. Escritos reunidos, 2da. edición aumentada, Lima, Palestra, 2004, pp. 800 y ss. Como su nombre lo indica, la incoercibilidad del hacer alude a la siguiente situación: cuando una sentencia obligaba al perdedor a realizar un facere, el individuo podía elegir cumplir la sentencia por sus propios términos –es decir, ejecutar la prestación de hacer– o pagar una indemnización en dinero. Como puede apreciarse, esta noción entraña dos cuestiones: i) la exacerbada importancia que se le daba al individuo (tanto como para sobreponerse a una sentencia judicial); y ii) el ínfimo poder con que el juez contaba para realizar el derecho que había sido reconocido por la sentencia. Queda claro que en un proceso comprometido con la concreción de los derechos materiales y, por tanto, con los valores constitucionales, se debe esta situación –denominada por autorizada doctrina brasileña tutela resarcitoria por equivalente– debe ser exactamente la opuesta: que la sentencia se cumpla en sus propios términos, es decir que el cumplimiento sea específico. Cfr. MARINONI, Luiz Guilherme, Derecho fundamental a la tutela jurisdiccional efectiva, Lima, Palestra, 2007, pp. 51 y ss, traducción de Aldo ZELA VILLEGAS. V. MARINONI, Luiz Guilherme, Derecho fundamental…, op. cit., pp. 19 y ss.; MARINONI, Luiz Guilherme, O procedimento comum clássico e a classificação trinária das sentenças como obstáculos à efetividade da tutela dos direitos, en Revista Peruana de Derecho Procesal, V, Lima, Estudio Monroy Abogados, 2002, pp. 174 y ss.; MONROY GÁLVEZ, Juan, La ideología en el Código Procesal Civil del Perú, en La formación…, op. cit., pp. 437 y ss.
pensamiento liberal, cuya idolatría por la ley determinó la explosión de la codificación e hizo que la ley sea identificada con el Derecho mismo5. No menos importante es la preponderancia de la seguridad jurídica y la certeza como correlato de ella en el pensamiento liberal. Siempre bajo la premisa de respeto absoluto de la libertad del individuo, era imperativo que el modelo privilegiara la seguridad jurídica mediante la consagración de la ley como el eje del ordenamiento jurídico. Así, la seguridad jurídica plasmada en el proceso se manifestó, como veremos más adelante, en la instauración de un procedimiento que satisfaga las necesidades de los individuos y que se respete su autonomía y voluntad. Por esta razón, la confección (o, más bien, adaptación) de un procedimiento uniforme tenía que ser una garantía de seguridad para las partes, en cuanto la decisión –que debía fundarse en la letra expresa de la ley– no era otra cosa que una fórmula aritmética, un simple silogismo, cuya premisa mayor era precisamente la ley; y la menor, el caso concreto. En consecuencia, para llegar a esta decisión las partes tenían la obligación de probar sus afirmaciones, por lo que un rasgo esencial de este procedimiento era la amplísima facultad de ofrecer cuanto material probatorio fuera necesario y, por cierto, la obligación del juez de valorarlo íntegramente para aplicar bien el silogismo y brindar la certeza que el modelo liberal quería. En esa línea, y teniendo como antecedente la corrupción de los Parlamentos (el servicio de justicia francés antes de 1789), ¿qué papel debía desempeñar el juez según la ideología liberal? Pues casi ninguno. La justicia e igualdad que la ley intrínsecamente contenía –pues se aplicaba para todos sin excepción– no podía ser trastocada por el juez, que debía ser un mero aplicador de la ley o, como reza la conocida frase de MONTESQUIEU que resume la función del juez en el pensamiento liberal, la boca que pronuncia las palabras de la ley6. Era pues una desconfianza absoluta hacia el Judicial por parte del sistema y, consecuentemente, por su sociedad. 5
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«A necessidade de legislação escrita, como uma decorrência de segurança jurídica encontrou seu ápice no século XIX. Fio exigência do iluminismo a sistematização racional do Direito, em um ordenamento dotado de unidade, coerência e hierarquia. A codificação serviu para tomar o ordenamento jurídico claro, harmônico e ordenado, mediante a previsto de pricípios Gerais que informassem todo o corpo legislativo, evitando contradições, simplificando o conhecimento do Direito e possibilitando a sua melhor aplicação e controle. Em torno ao Code Napoleón, formou– se a Escola da Exegese, que erigiu este Código como sendo a única fonte do Direito Civil, reduzindo o trabalho exegético à explicação literal dos textos legais (dura lex sed lex). Houve, come feito, uma tentativa de manipular ideologicamente o Direito, com o fundamento de que a lei seria a tradução da vontade geral e do bem comum. Essa manipulação ideológica partiu da burguesia que, pretendendo a manutenção do status quo, visou ocultar o conflito de classes e de interesses, difundindo a idéia de paz e harmonia, ordem e progresso, consenso e felicidade geral. Tratava–se, também, de uma reação ao ancien régime, pois a codificação visava prevenir o arbítrio estatal contra possíveis inovações judiciais. O juiz, portanto, deveria ser neutro aos interesses em jogo e aos valores plasmados no Código, sendo considerado simplesmente como sendo la bouche de la loi (a boca da lei). A sentença deveria subsumir–se, direta e automáticamente, à lei para que, desta forma, fichase mais fácil controlar a atividade jurisdiccional» (CAMBI, Eduardo, Neoconstitucionalismo e Neoprocessualismo, en Panóptica, No. 6, Ano 1, p. 22–23). Pero no es necesario retroceder tanto en el tiempo para encontrar los vestigios del pensamiento liberal. En efecto, cuando CHIOVENDA hace referencia a que la sentencia debe actuar la voluntad de la ley (o la voluntad del legislador) no quiere dar a entender otra cosa que el juez debe transmitir lo que el legislador quiso. Ello se explica porque CHIOVENDA y la escuela fundada por él (la escuela sistémica), si bien lograron que la ciencia del proceso civil sea una disciplina autónoma del derecho civil, ello no quiere decir que en su doctrina no estuvo impregnada de la ideología liberal. Al respecto, MARINONI afirma: «La escuela sistemática, través de la llamada
Tenemos, en consecuencia, que la libertad y la autonomía de la voluntad de los individuos debían ser respetadas a ultranza, y que el Estado debía tener la menor intromisión posible en su desenvolvimiento. En ese sentido, cuando los individuos tenían un conflicto por resolver, necesitaban que el Estado les proporcione un cauce que se inicie y concluya a su voluntad, donde se privilegie el principio de la escritura y las formalidades, donde se ventile todo el material probatorio que crean necesario para demostrar la veracidad de sus afirmaciones y que la decisión sea una exacta aplicación de la ley al caso concreto, mediando siempre certeza en el pronunciamiento final. Desde esta perspectiva, dicho cauce –el proceso– se reduce a tan sólo un ámbito en donde los sujetos discuten sus derechos privados, por lo que la conclusión lógica e inexorable – siempre según el pensamiento liberal –es que el proceso debe estar a disposición de las partes, lo cual equivale decir que su naturaleza es privada7. Y, como es evidente, el papel del juez en un proceso concebido como un escenario donde el protagonismo lo tienen las partes porque están en juego sus derechos, no puede llegar a ser sino el de un árbitro, un modulador del conflicto. En efecto, por ningún motivo el juez, en este panorama, podría asumir la conducción del proceso o tan siquiera tener algún tipo de injerencia en la conducta de las partes. Este pusilánime papel del juez, contemplando cómo las partes hacen y deshacen el proceso a su voluntad sin que pueda intervenir, se conoce como neutralidad del juez. Con este
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«publicización» del proceso civil, tuvo el mérito de esclarecer que, por medio del proceso, se expresa la autoridad del Estado. Esta concepción supuso el abandono de la idea que el proceso sería un simple escenario para que los particulares resolvieran sus conflictos. Además, la acción, a la partir de allí, dejó de ser vista como un simple apéndice del derecho material, y pasó a ser concebida como un derecho autónomo de naturaleza pública. Sin embargo, ese cambio de perspectiva de la doctrina nada tuvo que ver con el surgimiento de una ideología política diversa de la liberal, ni mucho menos con los principios socialistas, constituyendo solamente el resultado de la evolución de la cultura jurídica, que apenas indirectamente pudo contener implicancia de naturaleza ideológica. Esta constatación es importante, pues si la escuela sistemática representó un evidente avance en relación a la exegética, esto no quiere decir que los valores liberales no hayan influido sobre los estudios chiovendianos e inclusive post–chiovendianos» (MARINONI, Luiz Guilherme, Derecho fundamental…, op. cit., pp. 44–45). Autorizada doctrina nacional comparte lo arriba expresado: «La publicización del proceso no podía por sí contrarrestar la concepción ideológica de un estado liberal decididamente preocupado por hacer de la justicia civil un instrumento garante y protector del orden establecido. Por eso, aunque con nuevos principios informadores del proceso, éste siguió privilegiando la seguridad jurídica. Sólo pasada la mitad del siglo, la incorporación e importancia que adquieren los principios de instrumentalidad y de efectividad del proceso, producirán el cambio que va a permitir a éste asumir una función más activa dentro de la problemática de la sociedad» (MONROY GÁLVEZ, Juan y MONROY PALACIOS, Juan José, Del mito del proceso ordinario…, op. cit., p. 804). «Así, la tesis de que los derechos civiles eran derechos privados respecto de los cuales cada individuo –su titular– podía hacer lo que quisiera con ellos tuvo especial significado para el proceso civil. De hecho determinó el auge de un sistema procesal llamado privatístico –como ya se describió– consistente en el dominio absouto que sobre el desarrollo del proceso (su inicio, continuación, suspensión, conocimiento del material probatorio, conclusión, etc.) tenían las partes. Como estas podían disponer con absoluta libertad sus derechos civiles (privados), también podían disponer del proceso civil, que no era más que el conjunto de actos a través de los cuales se discutía la vigencia de sus derechos» (MONROY GÁLVEZ, Juan, Introducción al proceso civil, Bogotá, Temis, 1996, p. 100).
término se alude precisamente a un juez pasivo, inactivo, neutral ante la controversia, la impartición de justicia y la tutela efectiva de los derechos8. Las manifestaciones palpables del sometimiento del juez a las partes, a causa de la concepción del proceso desde la óptica liberal, fueron muy diversas. Una de ellas, por ejemplo, tiene que ver con el objeto de nuestro tema por ser exactamente su opuesto: la mediación. Este principio no alude a otra cosa que la búsqueda del menor contacto posible del juez con las partes y del material probatorio que éstos ofrecen para sustentar sus pretensiones. En otras palabras, se quiere el máximo alejamiento del juez respecto de la controversia de las partes, con la finalidad que el juez decida sin ningún tipo de influencias ni que medien sentimientos personales en su labor. Por tanto, esta “pureza” (como lo contrario a la “contaminación” que la realidad de los sujetos del proceso y los objetos de prueba podía ocasionar al juez) garantizaba que el juez resuelva con mayor justicia e imparcialidad9. No hace falta decir que este juez, totalmente desvinculado del conflicto que debía resolver –salvo porque lo conocía a través de actas y escritos–, era un ser que ignoraba lo que sucedía a su alrededor, pues no tenía en frente personas, sino montañas de papel10. En otras palabras, la sociedad y el principal responsable de la tutela de los derechos de sus miembros (el juez) se encontraban absoluta y brutalmente separados. Por otro lado, resulta paradójico que, según el pensamiento liberal, el juez deba ser neutral para ser imparcial. O sea, que mientras el juez se encuentre más lejano de las partes y del material probatorio, menor posibilidad existirá que favorezca indebidamente a una de ellas y que su juicio se vea afectado por la cercanía a la situación de las mismas, ergo, que sea parcial. Decimos que esta concepción es paradójica puesto que, a nuestro criterio, mientras más apartado esté el juez de los justiciables, menos involucramiento tendrá con las necesidades que éstos le reclaman y, 8
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«Todo el proceso continuaba circunscrito apenas a las exigencias de defensa de los derechos de los litigantes, lo que paralelamente se correspondía con la pasividad y neutralidad del juez, dando oportunidad para la lentitud y el abuso. En ausencia de una intervención directa y, por tanto, de control del juez sobre el desarrollo del proceso, las partes y sus defensores se convirtieron en sus árbitros prácticamente absolutos. La fijación abstracta por parte de la ley de plazos de preclusión, insuficientemente delimitados, dio lugar a que las partes determinen no sólo el objeto material del proceso, sino también su desarrollo interno, haciendo de éste una cosa exclusiva de los litigantes. Cualquier especie de poder judicial era ignorado p por lo menos atenuado sustancialmente: el juez debía permanecer totalmente extraño a la dirección del proceso» (Carlos Alberto ALVARO DE OLIVEIRA, Del formalismo…, op. cit, p. 91). Asimismo, coadyuvó a la neutralidad del juez el hecho que se mantenga lo más lejano posible de las partes para que no se “contamine” y así sea más “imparcial”. En efecto, como afirma Juan MONROY GÁLVEZ: «Es decir, se estimó que mantener al juez alejado de los protagonistas del conflicto y de todo aquello que constituyan elementos objetivos de este es lo que precisamente iba a permitir al juzgador la expedición de decisiones imparciales y justas. En todo caso, antaño se afirmó que la separación del juez respecto del conocimiento del conflicto contenido en el proceso judicial que debía resolver garantizaba que no iba a estar afectado por sus propios sentimiento, impulsos, deseos, es decir, por su condición humana» (MONROY GÁLVEZ, Juan, Introducción…, op. cit., p. 94). Correlato inescindible del principio de mediación es la preponderancia completa del principio de escritura –que, en puridad de términos, no es un principio sino una técnica–. Es evidente que un juez aislado de las partes no participa en las audiencias (en el Código derogado, los auxiliares la podían presidir), por lo que deberá decidir sólo en base a las alegaciones formuladas por escrito. Por el contrario, como veremos más adelante, la inmediación se encuentra inextricablemente vinculada a la oralidad, aunque ello no implica que se elimine el uso de la escritura. Cfr. MONROY GÁLVEZ, Juan, Introducción…, op. cit., pp. 94 y 95.
como consecuencia de ello, la decisión que ponga fin a la controversia jamás podrá servir para tutelar adecuadamente los derechos invocados en el proceso. Existe pues una confusión entre neutralidad e imparcialidad. En efecto, para que el juez sea imparcial no se le debe excluir de tomar contacto con la realidad de las partes; así, una cosa es un juez confinado a realizar una labor administrativa sin poder impedir que las partes manipulen el proceso a su antojo, y otra que el juez le dé la razón a quien verdaderamente la tiene, aplicando el derecho que corresponda, su experiencia y su sentimiento de justicia11. No obstante ello, creemos que la búsqueda de la “no contaminación” del juez, responde más a un deliberado encubrimiento de la ideología liberal para justificar su aversión por la función jurisdiccional y por el juez, que a una loable voluntad que éste sea más imparcial y justo. Recuérdese que lo que más le preocupa al pensamiento liberal, respecto de la función del Poder Judicial, no es un juez justo, sino un juez que aplique la ley al pie de la letra, que es justa por naturaleza, como sostuviera Thomas HOBBES siglos atrás12. III.
LA INMEDIACIÓN COMO CONSECUENCIA DE UNA NUEVA IDEOLOGÍA.
Como contraposición del principio de mediación se encuentra el principio de inmediación. En ese sentido, lo que busca un sistema procesal que consagra este último principio es una cercanía del juez con los sujetos partícipes del conflicto y con la realidad que éstos le han llevado al proceso a través del material probatorio. Pero la instauración de este principio se subsume en un cambio en la forma de contemplar el proceso: que éste ya no sólo sirve como el estrado donde las partes discuten sus derechos, sino como una herramienta imprescindible del Estado para solucionar los conflictos intersubjetivos de sus gobernados. Ello equivale decir que el proceso tiene una innegable función social13. 11
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Por esta razón, es correcto referirse a la neutralidad del juez como un mito, entendido éste como una constante histórica que por el sólo hecho de serlo, se convierte en verdad incuestionable e inmutable a pesar del paso del tiempo; es decir, deviene en dogma. Cfr. MONROY GÁLVEZ, Juan, La ideología…, op. cit., p. 440. Luego de demostrar cómo, desde la concepción racionalista, el Derecho trató de ser concebido no como una ciencia social, intrínsecamente vinculada con el factor humano, sino como una ciencia exacta (como la matemática o la física) y desarrollarse bajo sus epistemologías, el maestro Ovídio Baptista DA SILVA dice: «La lógica de las ciencias explicativas, aplicada al Derecho, determina otra consecuencia decisiva. Si la función del juzgador es descubrir la verdad, entonces se suprime de su campo de actividad cualquier autonomía crítica capaz de permitirle, bajo el mismo texto legal, la construcción de dos o más soluciones según criterios valorativos diferentes. Esto sería no sólo volver insegura la ley del Estado, sino además, admitir que la justicia legal puede ser confrontada con la justicia del caso concreto, o con la justicia del magistrado que, como Hobbes dijera, es intrínsecamente injusta» (SILVA, Ovídio Araújo Baptista Da, Jurisdicción y ejecución en la tradición romano–canónica, Lima, Palestra, 2005, p. 168, traducción de Juan José MONROY PALACIOS). En efecto, el proceso tiene una –a nuestro criterio– incontrovertible función social: si se admite que el proceso sirve, más allá que a las partes, a su sociedad para componer los conflictos que se suscitan en su seno, ¿por qué algunos pretenden reducirlo tan sólo al interés particular o proclamar su naturaleza privada? ¿Es que acaso para ellos perdura la mentalidad del siglo XVIII? Por otro lado, frecuente es que se condene la llamada función social del proceso –que se identifica con los grandes poderes del juez– se origina de regímenes autoritarios, tal como sucedió en la Austria de la ZPO o en la Italia del Codice. Sin embargo, esta idea no es tan cierta.
En efecto, así como el liberalismo en el Derecho despreció al juez y lo deslegitimó frente a la sociedad, y el Estado liberal le otorgó a las partes un mecanismo para discutir sus derechos sin que sean perturbadas, la nueva ideología –denominada publicismo– advirtió que las partes no pueden ser más quienes controlen el proceso, sino que el Estado se vale de aquel para promover paz social a través de la composición de las controversias particulares. En nuestra opinión, este cambio de perspectiva fue necesaria y urgente –y más aun en nuestro país que había quedado rezagado respecto de otros países de la región como Brasil (Codigo de Processo, 1973) o Argentina (Código Procesal Civil y Comercial de la Nación, 1981)–, dada la iniquidad que significaba contar con un Código con una concepción privada del proceso, con la injusticia que significaba para los que contaban con menos recursos o tenían urgentes necesidades de justicia. Así, pensar que el proceso, o sea el Estado, debe estar al servicio de las partes se contradice con los postulados del Estado Constitucional de Derecho de nuestros días (que tiene el deber de otorgar protección y bienestar) y, lo más grave, que implica un descompromiso absoluto con la tutela efectiva de los derechos materiales; acaso como si la sociedad no hubiese cambiado en dos siglos. El alejamiento de la ideología liberal también se produjo por la concepción que el proceso no podía ser otra cosa que un instrumento para la tutela de los derechos sustanciales14. Así, el afán por equiparar en el mismo plano a todos los individuos – tanto a nivel material como procesal– condujo al establecimiento de un procedimiento único (que, en buena cuenta, era una derivación del ordo iudiciorum privatorum del Medioevo, redenominado procedimiento ordinario), el cual era el cauce para todas las situaciones jurídicas que se derivaban del derecho material y garantizaba la igualdad de las partes en el proceso. Asimismo, como hemos mencionado líneas atrás, el juez debía resolver mediando siempre certeza, pues un juzgamiento en base a la verosimilitud atentaba contra la seguridad jurídica y, principalmente, con los postulados de la
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En efecto, José Carlos BARBOSA MOREIRA, uno de los más eminentes procesalistas del Brasil, refiriéndose a las recientes reformas operadas en Inglaterra y Alemania en que se evidenció un incremento en los poderes del juez, afirma: «Atribuirle al órgano judicial las facultades indispensables para conducir el pleito a una conclusión justa de manera alguna es señal de autoritarismo. Ni Inglaterra en 1998, ni Alemania en 2001, vivían bajo regímenes autoritarios, en el sentido peyorativo de la palabra. Lo que sí reluce es el carácter eminentemente público del proceso. El litigio puede ser privado; el proceso, jamás. Su resultado interesa en primer término a las partes, pero no exclusivamente. De lo contrario, no tendría sentido el principio de la publicidad de los actos procesales: sólo a las partes se les concedería la posibilidad de asistir a las audiencias, a ellas y a nadie más se les comunicaría la sentencia, los fallos no serían divulgados por la prensa, la doctrina no los comentaría, los abogados y jueces de otros pleitos no los invocarían como precedentes, y así en adelante. El valor que se da a la jurisprudencia sería totalmente incomprensible si cada proceso fuera, para emplear la expresión alemana, una mera “Sache der Parteien”» (BARBOSA MOREIRA, José Carlos, La significación social de las reformas procesales, texto de conferencia dictada en el XXIII Congreso Argentino de Derecho Procesal (Mendoza, 23.9.2005) en Revista Peruana de Derecho Procesal, X, Lima, Communitas, 2008, p. 23). Doctrina del más alto nivel ya ha abordado este tema tan trascendental. Al respecto, además de varias de las obras citadas, puede consultarse a DENTI, Vittorio, Un progetto per la giustizia civile, Bologna, Il Mulino, 1982; DINAMARCO, Cândido Rangel, A instrumentalidade do processo, 10ª edição, São Paulo, Malheiros, 2000; RAPISARDA, Cristina, Profili della tutela civile inibitoria, Padova, Cedam, 1987; DI MAJO, Adolfo, La tutela civile dei diritti, Milano, Giuffrè, 1993; MONROY PALACIOS, Juan José, Bases para la formación de un teoría cautelar, Lima, Comunidad, 2002; MONROY PALACIOS, Juan José, La tutela procesal de los derechos, Lima, Palestra, 2004; entre otros.
sociedad liberal. En efecto, ¿cómo un juez podía resolver sin que exista certeza si él debe aplicar la ley y la ley simboliza la certeza? Asimismo, a esta idea se complementaba el dogma que sin una sentencia que produzca certeza no podía haber ejecución, es decir, no podía existir la concreción de la sentencia en la realidad. ¿Y cuándo un juicio era de certeza? Sólo cuando provenía de la instauración de un procedimiento ordinario, por lo que las modalidades sumarias se encontraban desterradas15. Esta noción se sustentó en el ya superado brocardo romano nulla executio sine titulo16. En consecuencia, si se concibe al proceso como un verdadero instrumento cuyo objetivo es tutelar los derechos materiales, entonces resulta una exigencia la creación e idónea aplicación de técnicas que permitan conseguir dicha finalidad. Se desprende de ello, que un procedimiento uniforme se ve imposibilitado de otorgar una tutela idónea a las necesidades del derecho material por la sencilla razón que existen situaciones más urgentes que otras y que, por lógica, requieren técnicas idóneas y diferenciadas, como por ejemplo un procedimiento más expeditivo o el empleo de una cognición que no sea plena (probabilidad)17. Este es un pequeño alcance del trasfondo para el cambio de ideología, el cual no puede darse sin la asunción del juez como nuevo protagonista del proceso. Queda claro entonces que los fines del proceso bajo el signo del “nuevo proceso” no pueden cumplirse sin un incremento de los poderes del juez, puesto que es él quien, a través de la utilización del proceso, tiene el deber de otorgar la debida prestación jurisdiccional para la realización de los derechos materiales. En efecto, dotar de mayores poderes al juez –y todo lo que ello implica– se hace imprescindible para la concreción de las 15
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Ciertamente, en el Código de 1912 era tan arraigado el mito que sólo después de un procedimiento ordinario podía existir certeza, que cuando el ejecutado resultaba perdedor en el proceso ejecutivo (que se introdujo el Código muchos años después de su entrada en vigencia) podía iniciar un procedimiento ordinario para “contradecir” la ejecución. ¿Cuál era la razón de semejante disposición? Que la decisión en un proceso ejecutivo, por ser éste más sumario que el ordinario (aunque en la práctica duraban casi igual), no otorgaba certeza a la parte perdedora, por lo que era “necesario” que la decisión sea corroborada a través de la tramitación de un ordinario. «La tutela ordinaria o clásica antes citada es pasible de ser clasificada en tutela puramente declarativa, tutela constitutiva y tutela de condena. Como se advierte, la clasificación asume como criterio la consecuencia jurídica y material (eficacia) que produce la decisión obtenido luego de concluido el proceso de conocimiento. Nótese que todas las formas de tutela ordinaria están conducidas a un propósito u objetivo común: obtener un título de ejecución judicial capaz de producir el resultado deseado. Como expresa Calamandrei, el resultado deseado está ligado fundamentalmente a superar la exigencia de la máxima latina: Nulla executio sine titulo. Afirmación que a su vez nos lleva a la tesis que ha permanecido inalterable durante buena parte de este siglo: no hay satisfacción sin cognición plena. Esto es, sólo puede conseguirse el resultado definitivo y deseado por quien solicita tutela judicial, cuando obtiene una decisión que es consecuencia del uso de un procedimiento ordinario» (MONROY GÁLVEZ, Juan y MONROY PALACIOS, Juan José, Del mito del proceso ordinario…, op. cit., p. 805). Como símbolo de una rebelión del proceso civil contra los moldes clásicos y completamente inadecuados para la tutela de los derechos de hoy, se comenzaron a configurar una serie de técnicas para cumplir con la finalidad del proceso como instrumento. Así, por ejemplo, la reducción de plazos y concentración de actos procesales se conoce como sumarización procedimental; y a la disminución del conocimiento del juez para emitir una decisión (o, lo que se denomina justicia de probabilidades). No es nuestra intención desarrollar estas técnicas, por lo que conviene remitirnos a MARINONI, Luiz Guilherme, Derecho fundamental…, op. cit., pp. 236 y ss.; MONROY GÁLVEZ, Juan y MONROY PALACIOS, Juan José, Del mito del proceso ordinario…, op. cit., p. 805, cita 11.
normas y derechos materiales en el proceso, por la finalidad que el Estado quiere asegurar a través de aquel. Y sin duda alguna, un necesario presupuesto para tan excelsa función es precisamente la eliminación del principio de mediación y la consagración del principio de inmediación. IV.
LA INMEDIACIÓN COMO PRINCIPIO FUNDAMENTAL PARA UN JUEZ COMPROMETIDO CON LAS NECESIDADES DE SU SOCIEDAD.
Es imposible entonces pensar en la efectividad e instrumentalidad del proceso con un juez aislado, conocedor del drama vivido en el proceso desde el encierro en su escritorio. Por el contrario, la cercanía del juez con quienes le confían la tutela de sus derechos y el material probatorio que ofrecen para dicha finalidad es imprescindible para conocer realmente sus necesidades y qué debe hacer para satisfacerlas. Asimismo, un juez debe estar en contacto físico con las partes puesto que sólo así tendrá un cabal conocimiento de la realidad de cada una de ellas. Ello le permitirá que las desigualdades que puedan existir entre las partes (y que para el Código de 1912, que consagraba el procedimiento ordinario no interesaban, porque “todos son iguales ante la ley”) no afecten la decisión que ponga fin a la controversia. Es decir, el juez deberá resolver y dar la razón a quien la tiene, según su percepción de lo justo, y no, por ejemplo, a quien mejor asesorado se encuentra, o a quien dispone de mayores recursos para la producción de medios probatorios. Esto último, cuya noción responde al principio de socialización del proceso, se encuentra inexorablemente vinculado al principio de inmediación, en tanto el juez sólo podrá conocer la real situación de quienes solicitan su intervención para la solución de su conflicto a través de sus rostros, sus gestos, sus palabras. De igual manera, la mediación genera que las partes vean al juez y al aparato de justicia como algo lejano e inaccesible. Esto conlleva a una permanente disociación entre el juez y la sociedad cuando, históricamente, nació con una intrínseca vinculación. Un juez que no muestra su rostro, no sabe del conflicto que debe resolver, porque la sentencia no sólo es una aplicación del derecho al caso concreto sino, sobre todo, un sentire, un sentimiento18. Es innegable que el efecto psicológico de ser juzgado por alguien a quien no se conoce directamente ocasiona temor, desconfianza y denota una disparidad enorme entre juzgador y juzgado. Esto es precisamente lo que siente un justiciable cuando, por desgracia, es parte en un proceso donde el juez es invisible, como el juez de KAFKA. Esta situación, sumada a la corrupción, la irrazonable duración de los procesos y la deficiente labor de algunos jueces, representa la eterna brecha entre el servicio de justicia y los ciudadanos.
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Refiriéndose a una expresión de Piero CALAMANDREI, el profesor MONROY GÁLVEZ afirma lo siguiente: «El notable maestro florentino suele recordar que la palabra sentencia admite como origen la palabra sentire que significa sentimiento, con lo que se comprende que una decisión judicial es menos un análisis lógico, riguroso y frío –un silogismo, por ejemplo– y más la expresión conjunta, cósmica, universal del juez respecto del conflicto que está resolviendo y del entorno en que tal acto está ocurriendo» (MONROY GÁLVEZ Juan, La ideología…, op. cit., p. 443).
Por el contrario, cuando es el juez quien preside las audiencias o cuando personalmente atiende el despacho judicial, el litigante siente que aquel no vive en el éter, sino que es un ser de carne y hueso. Ello le hace saber que la justicia no es algo inalcanzable, porque quien la imparte tampoco lo es. Pero debemos recordar que la inmediación no sólo implica una constante cercanía entre el juez con los sujetos del proceso, sino también con el material probatorio por ellos ofrecido. En este sentido, la inmediación le otorga al juez una mejor posibilidad de resolver pues, ciertamente, no todos los medios probatorios deben ser documentales. Basta pensar que existen situaciones en que la declaración de parte y la declaración testimonial son de gran ayuda para crear convicción en el juez, sobre todo, por ejemplo, en los procesos derivados del derecho de familia. Sin embargo, a nuestro criterio, el medio probatorio más importante que la implantación del principio de inmediación permitió es la inspección judicial. Con ella, el juez puede tomar contacto in situ con ciertos hechos que las partes pretenden acreditar, y obtener sus apreciaciones en forma directa. Basta imaginar, por ejemplo, la importancia casi determinante de la inspección judicial en un proceso de interdicto de retener por obra ruinosa, o en un proceso inhibitorio por la indebida construcción de una red de alcantarillado. Inclusive, dicha inspección podría ser mucho más trascendente si es ordenada de oficio. Estas ideas demuestran que el principio de inmediación permite al juez desempeñar el rol que le corresponde en su sociedad. Así, el juez penetra en el conflicto que debe decidir, pero no para favorecer a una u parte, sino para darle la razón a quien realmente la tiene. Por consiguiente, debe dejarse de lado la idea que el juez tiene que permanecer apartado de las partes por el riesgo de favorecer a una de ellas. Ello indica una lamentable (y condenable) confusión entre neutralidad e imparcialidad. La nueva ideología, a diferencia del pensamiento liberal, sí cree en el juez y lo rescata del abismo al cual fue confinado para consagrarlo como el protagonista y principal responsable de la eficacia e instrumentalidad del proceso, es decir, de su inescindible función de ser el mecanismo idóneo para la composición de los conflictos en una sociedad democrática. Y es que un juez verdaderamente comprometido con las necesidades de su sociedad es el modelo de juez que se requiere para generar el tan ansiado progreso. Lo que es más, un juez que asume este rol con responsabilidad y entusiasmo, como alguna vez dijo mi maestro, vale más que diez presidentes de la república o que veinte Congresos juntos.
V.
ALGUNAS REFLEXIONES FINALES.
Queda claro que la tremenda influencia de la ideología liberal hizo que el proceso se vuelva un instrumento ineficiente e inútil para la sociedad de hoy, pues respondió a un contexto histórico de efervescencia por el cambio y supresión de los cimientos de un régimen caduco como fue el absolutismo. Por ello, no podemos negar que la tremenda influencia que hasta hoy irradia el liberalismo fue producto de una época que marcó el rumbo de la historia, ni tampoco pretendemos afirmar que tal ideología debe eliminarse. Por el contrario, somos convencidos que existen ciencias y disciplinas –como por ejemplo la ética– que aún mantienen vigente el pensamiento liberal casi intacto. Lo que hemos querido demostrar a lo largo de estas páginas es que este pensamiento no puede aplicarse más al proceso.
Al fin y al cabo, creemos, la visión del proceso desde la óptica liberal fue una respuesta al contexto de su tiempo, como alguna vez entendió el inolvidable maestro Mauro CAPPELLETTI19. Sin embargo, el discurrir histórico no puede ser ajeno a nuestros sentidos. Así como la concepción liberalista del proceso ha sido superada por una más acorde a los principios constitucionales y valores democráticos de nuestro tiempo, seguramente esta última también deberá ceder el paso ante las constantes e incesantes transformaciones de nuestra sociedad, procurando adaptarse a éstas y no a la inversa, como sucedió en el Perú hasta hace poco menos de dos décadas. Por ello, se precisa tomar conciencia de la nueva función del proceso e, inseparable de ello, la del juez. Un juez que palpa con sus propios sentidos la realidad que las partes le llevan, es un juez que se sumerge en la problemática social de la cual jamás debió apartarse ni mucho menos ignorar. Y ello permite que asuma el rol que su sociedad le reclama porque, al final del día, sólo así tendrá sentido ese poder tan excelso como es el poder de juzgar.
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«Es una realidad que el derecho procesal, y también la técnica misma del proceso, no es nunca una cosa arbitraria, sino una cosa que trae su “metro” de las exigencias prácticas y culturales de un determinado tiempo. El derecho procesal, en suma, puede considerarse, en cierto sentido, si se nos permite la metáfora, como un espejo en el que con extrema fidelidad se reflejan los movimientos del pensamiento, de la filosofía y de la economía de un determinado período histórico» (CAPPELLETTI, Mauro, El proceso civil en el derecho comparado, Buenos Aires, EJEA, 1973, pp. 14–15).