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Una breve historia de terror // Gabriel Contreras
“SOY MIGRANTE”. Esas dos palabras cambiaron el rumbo de la conversación. Salió de un refugio y su idea era ir a meterse a otro. Lo suyo era dar palos de ciego. Y la verdad es que no hay quien meta las manos por él, que recorre calles y matorrales y territorios desconocidos sin esperanza alguna.
Es domingo, son las once de la mañana y la ciudad está que arde. Tal vez 35 grados a la sombra o más. Mientras abro la puerta del auto, un hombre me detiene. “Oiga”. Pienso de inmediato en un asalto y trato de imaginar un modo de defenderme. “Si le entrego las llaves, no habrá problema”, razono. “Señor, ¿sabe usted cómo puedo llegar al centro de Monterrey?”. Yo le digo que hay que tomar un camión o el Metro y le doy dos o tres detalles. Él me dice que estaba en la iglesia de San Jorge y que piensa irse a pie desde aquí, desde San Nicolás, porque nadie le da un aventón y no tiene los diez pesos para el camión. En ese momento me concentro en sus ojos y alcanzo a distinguir que, más allá de la irritación generada por el calor, el hombre está llorando. A sus treinta y tantos no sabe bien en qué ciudad está, ni sabe cuánto cobra el camión, ni tiene idea de dónde dormirá esta noche. O sea, que su vida es sencillamente una pregunta sin respuesta. Saco la cartera y le doy lo primero que encuentro. Agradece y se aleja, contento. Cincuenta pesos es nada, pero será suficiente para que él se salte una página y esté de pronto ya en el nuevo capítulo de una serie de terror que no sabemos quién está escribiendo.
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