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La literatura, Mario y la pandemia

Vivimos tiempos extraños. El mundo con muchas de sus actividades en pausa, dos metros de separación entre las personas y los diseñadores volcados a la creación de tapabocas. Tiempos fermentales para la creación y la solidaridad.

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La Fundación Mario Benedetti, creada por el escritor en su testamento, tiene dos cometidos centrales: promover la literatura y los derechos humanos. Por eso no es de extrañar que apenas entraron en vigencia las medidas de alejamiento físico, comenzara a pensar cómo apoyar a los escritores. Ya no tendrían la posibilidad de talleres presenciales, de conferencias públicas, de vender al ritmo de antes sus obras en librerías.

Entonces se creó el Fondo 100 años de Mario Benedetti, formado básicamente con dinero de los derechos de autor de su fundador, pero también con aportes de otras entidades, como la Casa de los Escritores y de Cooparte. En una primera convocatoria apoyó a más de 38 autores y autoras.

Para alimentar ese fondo, el periodista Andrés Alsina recordó que Benedetti, además de autor de ficciones, fue su colega, sudando la hora del cierre en redacciones de diarios y semanarios. Por supuesto en páginas literarias pero también políticas, de humor y hasta deportivas. Así que convocó a tres decenas de periodistas de hoy para que contaran qué libro les hizo nacer el vicio de la escritura. Con eso elaboró una selección que se venderá para recaudar recursos para una nueva ronda de apoyo a los escritores.

Entre el mayor y la más joven que integran la antología hay casi medio siglo de diferencia. Aquí ofrecemos cuatro ejemplos como adelanto. Están el más veterano, el propio Alsina (ex El Observador, Rocket, Brecha, La Diaria y un largo etcétera), la más joven (Sofía Kortysz, de Brecha), y dos situadas a mitad de tabla etaria (Mariana Zabala, ex El Observador y El País; y Daniela Bluth, directora de Galería).

Palmeras aún salvajes

Andrés Alsina (1946)

Tendría no más de trece años cuando leí Las palmeras salvajes, en la edición de Emecé con tapa en dos colores pastel que no olvido, y traducción que firma Jorge Luis Borges. Con la entrada en la adolescencia, yo buscaba el ingreso a ese puente a la vida que era la idea genérica de una mujer. Fue así casi inevitable que la frase final de la segunda novela que se entrelaza en la obra se afincara en mi memoria como una divisa: “¡Mujeres!... dijo el penado alto”.

La trama con la que el personaje y yo llegamos a esa comprensión en la derrota era la de un preso al que la crecida del Misisipi había arrastrado del grupo de prisioneros que laboraban el campo, hasta poder refugiarse de las aguas en un árbol donde estaba aferrada una mujer ya embarazada, y por lo tanto vedada al sexo. La salva; no se fuga. Y luego tiene un trabajoso regreso a la cárcel porque arrastra el bote que consiguió para salvarse, para devolverlo. Ya de nuevo en la prisión, sus carceleros conversan el asunto, convencidos de que no se fugó. Pero igual le imputan el intento de fuga y añaden otros diez años a su pena.

La primera novela del libro termina en el capítulo anterior con el pensamiento de su personaje, que mucho quería aceptar una derrota que hiciera tolerable la costumbre, y su frase final de “entre la pena y la nada, elijo la pena” también es notable. Yo la relacioné, recuerdo, con que al penado alto de la segunda novela no le importaran los más años de condena, sino que fueran diez años más sin una mujer. De allí la frase que hice divisa.

Por ese tiempo, Juan Carlos Onetti me dijo que en el original, la frase era “Women, shit” (Mujeres, mierda), que la traducción la había hecho en verdad la madre de Georgie, Leonor Acevedo, que habría preferido esa tergiversación a la grosería. Hoy, conociendo hombres y prisiones, me parece más que probable la versión de Onetti. En aquel momento no me importó; me importaba el puente, que, me temo, sigo sin terminar de cruzar.

Antes y después de Isaac Bashevis Singer

Daniela Bluth (1975)

Fue recién cuando cursaba el segundo año de la Licenciatura en Comunicación en la Universidad ORT que conocí el trabajo de Isaac Bashevis Singer. Si bien varios de sus libros formaban parte de la biblioteca de mi casa desde siempre, nunca había reparado en ellos. Ana Solari, entonces profesora del Taller de Redacción II, nos pidió que hiciéramos el análisis de un autor a partir de sus obras. Yo, que inicialmente había llegado a la carrera pensando en estudiar Publicidad, quería evitar los favoritos de todos los tiempos, los grandes nombres de la literatura y, entre las opciones que tenía más a mano, el polaco fue el que más me sedujo.

De los cuatro o cinco ejemplares que encontré, me quedé con Enemigos, una historia de amor, cuya primera edición fue en 1974, y Escoria, de 1991. Para entonces, 1996, ambos ejemplares ya tenían las hojas amarillentas y curtidas. Para completar el trabajo también conseguí La familia Moskat, de 1950, en su versión en inglés. Hijo y nieto de rabinos, Bashevis Singer nació en Polonia en 1904 y, aunque emigró a Nueva York en 1935 y se nacionalizó pocos años después, eligió seguir escribiendo en su lengua original, el yiddish. En 1978 recibió el premio Nobel de Literatura.

El estilo directo y moderno del autor me conquistó a las pocas páginas. A través de las historias que elige contar, sean de amor, fraude o fe, demuestra ser un escritor universal que comprende la naturaleza y los misterios de la existencia. El judaísmo, un tema que me toca de cerca por mi propia historia, es casi un personaje más en sus libros. Pero lo que más me llamó la atención fue su habilidad para enlazar pasado y presente, marcando así el destino de los personajes y dejando entrever que eso también ocurre con el suyo propio.

Después de ese trabajo, en el que incluí una entrevista imaginaria con el autor –un recurso con el que todavía juego cada tanto como forma de ejercitar la parte más creativa de mi profesión–, Ana me sugirió que evaluara la posibilidad de cambiar de orientación y elegir periodismo. Así lo hice y no me arrepiento. Quizá, allí también, hubo una pluma que cambió la historia.

Despertar a las fieras

Mariana Zabala (1969)

Nunca supe cómo aquel libro llegó a casa, con sus 615 páginas que entonces parecían mil. Yo tenía todas las preguntas del mundo y me encontré con las que Oriana Fallaci disparó a esos “veintiséis monstruos sagrados de espaldas a la pared”, como los llamó. Era Entrevista con la historia, tenía 15 años y me lo tragué entero.

No sabía bien quién era Henry Kissinger, ni imaginaba la estatura de Indira Gandhi, y poco había escuchado de Helder Camara. Pero amé la capacidad de la reportera de mirar a los ojos a un entrevistado y, al tiempo de hacerle una pregunta incendiaria, notar que le comenzaban a incomodar los zapatos.

Descubrí que preguntar es un oficio y probablemente un arte. También que las preguntas despiertan a las fieras, desnudan almas, molestan, ahogan y salvan vidas. ¿Cómo no abrazar aquel convite?

Amaba las palabras, intuía que guardaban secretos que no lograba explicar. Asumí entonces que enhebrando dudas y respuestas se podía contar el mundo de a retazos, probablemente con la esperanza de completar un puzle utópico. Hoy no aspiro a tanto, pero sigo creyendo que es posible hacer cosas con palabras.

El periodismo es una buena costumbre, me gusta pensar con la esperanza de que otros se contagien, al menos en transitar la existencia con sed. “Ninguna experiencia es en vano en la vida de un periodista”, dice mi colega y amigo Andrés Alsina, y le doy la razón. Leer entre líneas, dudar, examinar, intuir, lograr otra perspectiva. En fin, mientras todos rezan en La Meca, preferir elevar la cabeza y quedarse viendo cómo oran los demás.

Tiempo después de aquel libro el destino me regaló a María Esther Gilio como fugaz profesora y con ella entendí que preguntar es también un acto de dignidad. Nunca se lo dije; por entonces le temía a los clichés. Hoy no me asusta decir a quien lo quiera escuchar que ser periodista supone ponerse en el lugar del otro, que la duda es el comienzo y que estar atento es una forma de sobrevivir. A la vida y a la ignorancia.

La mujer de nombre potente

Sofía Kortysz (1991)

Volver a un libro puede resultar decepcionante o se puede entender mejor qué tan bueno era lo que supimos bueno. La pasión según G. H. me atrapó hace unos quince años. Zambullirse ahora en esta novela era un riesgo. De haber salido mal, ¡qué desilusión!

Con ella supe que el escupitajo de una catarata de pensamientos redactado en primera persona, casi sin diálogos, puede ser un libro. Las historias suelen narrar hechos, acciones. En cambio, yo escribo sobre las palabras. Pasa el tiempo y cada vez es más así. Pienso que quizás sea denso, repetitivo. Sin embargo, en mi memoria está Clarice Lispector –su escritura tiene la fuerza de su apellido– para susurrarme que es factible cavilar en unas hojas sobre los temas universales. En una obra breve, ella interpreta el mundo. Define qué son el amor, el lenguaje, el paraíso, el infierno, Dios. Se pelea con la belleza y descubre cuán hermosos son lo feo e inmundo. Describe lo abstracto: la cosa, el núcleo, lo neutro. De la protagonista hay varios datos, aunque poco desarrollados. Es escultora, pero ¿dónde trabaja?, ¿ya murió alguna vez?, ¿cómo es su rostro? La información sobre G. H. está condensada en cortos párrafos, interrupciones fugaces. El resto es la verborragia de esa cabeza imparable.

Siempre dudé de la calidad del arte de quienes se entregan a él con la única finalidad de sanar. Supongo que G. H. comparte los fantasmas con su creadora. Si estoy en lo cierto, Lispector me demostró que las personas más hábiles son capaces de escribir sus miedos. Comprendí también que es posible contar lo que aún no se sabe, lo que aún no se dijo, la imposibilidad de decir.

Vuelvo a Lispector después de haber pasado por Foucault y todos sus excluidos, por la locura agrupada en las márgenes y su obra, lejos de achicarse, se enriquece con lo incorporado en estos años. G. H. teme romper los límites que la contienen, su “forma”, “desorganizarse”. La humanidad, recuerdan Lispector y su personaje, es todo lo que se hace para no salirse de la norma. Leer La pasión según G.H. es saberse acompañado. Lispector me permite escribir con placer y rigurosidad sobre aquello que me nace. Releerla es la confirmación de que el caos puede decirse en orden y habrá un lector al alpiste. D

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