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Los objetos del poeta

Fotos: Carlos Contrera.

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En la sede de la Fundación Mario Benedetti se conserva un museo donde están varios de los objetos que pertenecieron al escritor. Desde su boina hasta el reloj de pie que era de los abuelos de su esposa y que los acompañó en todas sus mudanzas montevideanas.

Varios periodistas uruguayos interrogaron a esos testimonios de la vida del poeta. Fue durante un taller brindado por Roberto Herrscher, uno de los maestros habituales del “nuevo nuevo periodismo”, director de cursos en universidades de Barcelona y de Chile, y autor de Periodismo narrativo, texto de referencia en el tema.

Aquí ofrecemos tres de los textos resultantes de esa excavación de arqueología literaria.

Los andamios de un despojador

Agustín Acevedo Kanopa*

Mi fisiatra dice que se debería medir a los hombres por cómo están gastadas las suelas de sus calzados. En el museo de tus objetos recuperados, recojo el diminuto zapato negro y lo doy vuelta. Ahí lo veo: el tacón de goma con sus aristas sin erosión alguna, pero más adelante, donde comenzarían tus dedos, la suela desgastada, el beige claro asomando a rayones entre el marrón oscuro como una madrugada brumosa. Un zapato gastado de andar en puntas de pie.

Vengo de una generación que aprendió a caminar clavando los talones, como si estuviésemos abriéndonos paso en la nieve. De una que quiso dar cada paso como si fuera un punto o una raya de un código morse trazado a machetazos. Mis zapatos no resisten un año.

Y mientras tanto los tuyos permanecen ahí, impolutos, suspendidos asépticamente en las cinco tablitas de la base del despojador. ¿Cuánta distancia hay de aquellas maderitas al suelo? Cuatro centímetros, máximo. Me quedo en ese detalle, la maña de evitar que las suelas acaricien el suelo, el humanismo de dejar que reposen. Recuerdo a quienes te conocieron diciendo que nunca hacías ruido en la casa, y te imagino ahí, haciéndote un café, levantándote a buscar un ejemplar de Marcha, ligeramente encorvado, deslizándote por las habitaciones con tus plantas a cinco centímetros del suelo, solo frenándote con las puntas de tus pies, como en un patín de cuatro ruedas.

Vengo de una generación que se saca los pantalones sin usar las manos, que salta de ellos a la cama sin recogerlos del suelo, como el cuero de una culebra al cambiar de piel. Una generación que tira sus buzos húmedos al fondo de un ropero sin puertas en el que también reposa una corbata con el nudo hecho por su padre, lista para ser colocada en nuestro cuello o ahorcarnos en esas dos o tres veces del año que el deber nos llama. Todo apelmazado, en la espera de su dueño.

En cambio ahí, en tu despojador, uno puede seguir la línea punteada que va de los zapatos a los tiradores y de los tiradores a la boina y ahí encuentra unos pies, un pecho y una cabeza, una silueta igual de baja a lo que decían que eras, como si fueras vos, el fantasma sin sábana, invisible. O a lo mejor me equivoco y cada una de aquellas maderas verticales y horizontales perfectamente encastradas del despojador son aquellos andamios sobre los que se construyó tu mito.

Sos de una generación donde cada función tenía un objeto específico para realizarla, un perfecto par esperándolo, como dos seis nacarados en esas hermosas y diminutas piezas de dominó, como esa esposa a la que acompañaste hasta el final. Una vida de desayunos y merienda-cenas diagramada como el cuadriculado de las hojas de tus libretas, como las manzanas de la Ciudad Vieja, como el orden de los cumpleaños anotados en tu agenda.

Y es quizás por eso que mi generación te quiso matar. En los ochenta, en los noventa y en los dos mil también. Mi generación no supo qué hacer contigo, con todo lo bueno que se decía de vos, con esa idea de tu extravagante humildad de tiradores y boina como encarnación suprema de lo uruguayo, con argentinos que cruzan el río con tus libros bajo el brazo, diciendo “disfruten lo que tienen”.

Me gusta la idea de tu despojador, por lo mismo que sugiere su nombre. Te imagino yéndote así, caminando de puntillas, desapareciendo, hasta que tu cuerpo queda reducido a eso. Porque en definitiva, los escritores terminan reduciéndose a unos zapatos, unos tiradores, una boina. Un libro, unas páginas, unas palabras.

Metódico, espartano y siempre atildado

Gabriela Cabrera Castromán

Las llevaba consigo. Siempre. Tenía alguna a mano. Siempre. Y las guardaba luego de completarlas. Siempre.

Son pequeñas, sin ser diminutas, y se manipulan con facilidad porque viajaban con él. Viajaban en la línea del ómnibus 142 desde su casa de Malvín a la Ciudad Vieja, cuando trabajaba de oficinista. Viajaban en su portafolios o en el bolsillo de su saco. Viajaban y vivían con él. Primero en Montevideo y luego en el exilio en Buenos Aires, Lima, La Habana, Madrid...

En cualquier momento las sacaba. Las llevaba consigo para registrar –con método y tenacidad– pensamientos, ideas, proyectos. Podía tener más de una en uso. Siempre tenía una lista para albergar cuentos, poemas, ensayos, crítica y piezas periodísticas porque “encaraba la creación literaria con una enorme vocación y sacrificio y aprovechaba todos los momentos para escribir”, dice su biógrafa Hortensia Campanella.

Son las libretas de Mario. Son el registro de su creación literaria, el testimonio de su personalidad reflejada en un papel blanco que el tiempo todavía no ha amarilleado. Se conservan en la Fundación que lleva su nombre. Hay cinco libretas sobre el que era su escritorio. Las demás están en cajas. Están todas porque Mario no tiraba nada. Era metódico en todo sentido: para escribir, para investigar, para guardar. Algunas son austeras (de tapa de cartón y con espiral) y otras más elegantes, enfundadas en cuero.

Con letra menuda, discreta y prolija escribía en la hoja impar. Siempre. La otra, la par, la reservaba para las anotaciones, que son escasas, como interrupciones de un ritmo constante de trabajo que se refleja en una hoja completa y otra vacía. Una hoja completa y otra vacía. Y otra. Siempre. Las libretas nos muestran un Mario rítmico, orquestal y consonante que elegía realizar anotaciones en hojas cuadriculadas o con renglones.

Con lapicera negra o azul, la letra de Mario revela la conquista de las hojas. Una detrás de la otra, las caras impares muestran frases prolijas, sin blancos y con muy pocos tachones. Todo exhibe cuidado y modestia. Los vestigios de su escritura nos muestran un Mario atildado hasta en las tachaduras, que no arrugaba ni rompía hojas. Las libretas tampoco tienen manchas.

Con el tiempo, Mario se interesó por los procesadores de texto. Pero no abandonó la práctica y el uso de las libretas. La escritura a mano quedó reservada para la creación poética y de expresión, porque decía que no podía escribir poesía directamente en la computadora. Las libretas, entonces, pasaron a ser el nido viajero de sus versos. Con él, siempre con él, estos minúsculos cuadernos nos muestran la intimidad de su letra, el rigor de su trabajo, su trazo prolijo y la comodidad de Mario frente a la palabra.

En puntas de pie

Andrés Alsina

Está entrando a la izquierda; de él penden una gorra inglesa marrón anaranjado que calza en el madroño superior, dos pares de tiradores, uno liso y otro cuadrillé para mejores ocasiones, cruzados sobre la prolija cavidad que debería recibir monedas y otros objetos del bolsillo pero que ya ni los extraña, un calzador de metal corto, fuerte, funcional, trabado en un travesaño del que podría colgar plegado un pantalón, y abajo, sobre los cuatro travesaños que aseguran el pie del mueble, un par de zapatos negros con el opaco del embetunado a mano, con cordones casi nuevos, con la suela apenas rayada, con tacos de goma sobre dos capas de tacos de suela.

Al mueble se lo llama despojador, pero Mario no era hombre de despojarse de nada. Tal vez lo llamara valet, su nombre anterior, cuando apareció como sustituto económico del ayudante de cámara; estructura de madera que no necesita hablar, sugerir siquiera, porque el hombre volverá a vestir lo de ayer con la misma prolijidad de siempre; llegada la ocasión, usará un chaleco para cubrir los tiradores.

Saliendo de ese cuarto, en la foto que preside el hall, está Mario sentado en un sofá con almohadones de motivos que parecen recorrer los horizontes de sus varios exilios, la espalda encorvada, sonriendo con la cara abierta y sus ojos limpios, y una camisola que no logra disimular su grosor. Los tiradores, de tenerlos, impedirían marcarle la cintura. Si los tuviera, es fácil imaginarlo en ese mismo sillón, pero recostado y “con cierta poesía en la mirada”, pasando suavemente el pulgar por dentro del tirador en un movimiento vano que no seguiría siquiera el compás de su Mozart. Atrás de él, un cuadro de Mariano Rodríguez, que fue parte de la vanguardia pictórica cubana en 1930 y que seguramente se lo regaló en aquella amistosa La Habana de su refugio, en la segunda mitad de los setenta.

En esa foto no se ven los zapatos de Mario. El cuadro no está allí, sino en el cuarto donde están tantos de sus objetos personales y ese mueble que no despojaba. Por el contrario: tal vez Mario en verdad agregara: allí en ese cuarto sí están sus zapatos, y si se los mira con atención se verá que son del número 42, ortopédicos y hechos en Montevideo, en la calle Francisco Aguilar 772. La plantilla interior es abrigada, lisa y blanca. La única modificación perceptible está en el taco. “Era alto como yo”, dice la señora que lo cuidó, Rosana Echagüe: 1,59. Mido el grosor del taco de los míos, son once milímetros. Los dos tacos de suela encimados en cada uno de los zapatos de Mario suman dos centímetros, y se agregan los ocho milímetros del taco de goma. Es cierto: el hombre conoció alturas que a mí me fueron ajenas.

Los naipes de luz

Diego Recoba

Dispone las barajas. Un juego de los tantos que aprendió gracias a un viejo librito que aún conserva. Libro de solitarios, sexta edición de Hijos de Heraclio Fournier, año 1942. Puede ser Madrid o Montevideo, pero la casa va a estar en silencio y solo se escuchará el leve sonido de sus manos dando vuelta las cartas. No hay nadie, en el aire quedan rastros del olor del café de la mañana.

Nunca lo acompaña. Prefiere hacer los mandados, pasar rato con las plantas, resolver solitarios. Si no se van a ver por unos días y está en Madrid, se hace una escapada a Ginebra.

Los juegos de cartas existen desde la antigüedad, algunos afirman que nacieron en India, otros en Egipto, la mayoría cree que en China. Lo cierto es que desde Oriente y a través de las Cruzadas arribaron a Europa. Como ellos, que luego de peregrinar por Uruguay, Argentina, Perú y Cuba llegaron a España.

Dos de corazones, siete de trébol, jota de diamante, la falta de ases es un problema. Cuando lo termine repartirá otro, o quizás lea lo que le dejó para corregir. Una novela en la que trabajó durante meses, sobre un exiliado que vuelve a su tierra.

¿Qué solitario jugar en Malvín o en Buenos Aires? ¿En Lima, La Habana, Mallorca o Madrid? ¿Qué juego elegir cuando la ausencia del otro es por un premio, una conferencia y cuál cuando el exilio separa forzosamente el invierno uruguayo del calor del Caribe?

Resolver cada partida requiere atención, paciencia y destreza. Una capacidad analítica para leer cada aparición de una carta, pero también mucha memoria, pues el movimiento es parte de una continuidad. Con las mismas características logra adivinar quién es el asesino o el criminal en las novelas policiales que lee con voracidad. No imagina mientras juega, o resuelve crímenes, que años después, el Alzheimer le hará perder esas virtudes.

estábamos estamos estaremos juntos

a pedazos a ratos a párpados a sueños

soledad norte más soledad sur

Se detuvo. La mano está entreverada, las opciones se fueron reduciendo hasta quedar en una sola. Si esa carta que falta dar vuelta no es un as, perderá la partida. La mira, la toca, con el dedo comienza a doblar la esquina para descubrirla.

Los mazos y el librito no son de Mario Benedetti, son de Luz López Alegre, su esposa, su primera lectora. Sus pertenencias están en una casa que no es ninguna de todas en las que vivieron. En un estante con puertas de vidrio, contra un rincón, cerca de una foto de ellos dos juntos, la juventud de ambos y la sonrisa de Luz, varios mazos de barajas francesas y un libro pequeño con instrucciones para jugar sesenta solitarios distintos. Sesenta solitarios, cuarenta barajas por mazo, sesenta años juntos, cinco años entre la muerte de ella y la de él, dos libros que ella nunca llegó a corregir. D

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