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Matinée del domingo, por Carlos Diviesti

Por Carlos Diviesti

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Nomadland, de Chloé Zhao, ganadora del León de Oro en el 77º Festival Internacional de Cine de Venecia

Sin techo ni ley

Estados Unidos suele ocultar sus desigualdades sociales y económicas detrás del cada día más despierto “sueño americano”. La crisis que sacudió al país en 2008, tan grave como la de 1929 aunque todavía sin perspectiva histórica, dejó arruinados a muchos trabajadores en edad de jubilarse que vieron cómo el fisco les ejecutaba las hipotecas y los dejaba sin casa, por ejemplo. Muchos de ellos murieron por la angustia derivada de la corrupción del mercado y muchos otros decidieron irse. Irse a ninguna parte, pero irse con la casa a cuestas. Rodar con su casa por las rutas del medio oeste en caravana, vivir con los trabajos temporarios y manuales que empresas como Amazon tiene reservado para ellos en épocas como la de Navidad, no pensar en el retiro ni en los años dorados que les queden por vivir. Pero como dice Jessica Bruder en País nómada –la crónica de estos desclasados del siglo XXI, tan parecidos a los que retrató John Steinbeck en Viñas de ira hace casi cien años–, “ser humano, ser humana significa anhelar algo más que la mera subsistencia. Además de alimento y cobijo, necesitamos esperanza”. Nomadland, la película de Chloé Zhao que se basa en el libro de Bruder, ficciona parte de esa investigación, pero ni la noveliza ni la jibariza, en cualquiera de los múltiples tópicos en los que podría hacerlo, que sin duda la conducirían a la corrección política. Aunque Fern (el personaje que encarna Frances McDormand con una profundidad inusitada, y que merecería todos los premios que ya ganó por composiciones mucho más epidérmicas) es una construcción ficticia, muchos de sus compañeros de ruta –con sus nombres o con nombres inventados, no importa tanto– son los mismos que brindaron testimonio en la crónica de Bruder, lo que le da a la película un extraño aire de verdad, tan desusado en el cine estadounidense. En muchos aspectos, por su libertad, Nomadland recuerda a ciertas películas de Agnès Varda; quizás se deba a que Chloé Zhao es una mujer china inmigrante en aquel país, una mujer que observa sin prisa el mundo que la rodea, y que tal vez se deje llevar desnuda por el agua de un río y no por los mares de palabras que son incapaces de expresar la tristeza en el fondo de los ojos.

El agente topo, de Maite Alberdi, noble mirada hacia la vejez

La poética de la ensoñación

A medida que pasa el tiempo y nos vamos poniendo viejos, algunas cosas que no hicimos en la juventud (ni que hablar de la niñez) comienzan a aparecer en nuestras vidas con formas más simples y cotidianas, como por ejemplo ir a una plaza a hacer entrenamiento funcional para boxeadores. Por supuesto que pasados los cincuenta, difícilmente uno se pueda subir a un cuadrilátero a pelear con un contrincante, aunque el otro esté en las mismas condiciones que uno; pero con el correr de las jornadas uno quizás le pregunte al entrenador cuándo lo va a llevar a un frigorífico a pegarle trompadas a una media res como hace Rocky Balboa en la película. Algo así le sucede a don Sergio, viudo reciente, de 83 casi 84, que acude al llamado de un aviso en el diario que pide a un hombre de entre ochenta y noventa años, autovalente, para un trabajo que lo puede alejar unos meses de su casa en Santiago de Chile. ¿Qué trabajo puede realizar un hombre a esa edad? Agente secreto es uno posible, aunque no sea una de las tareas más difundidas dentro de la cartera laboral que impulsa la Organización Internacional del Trabajo. Don Sergio, pues, de acuerdo con el planteo de Rómulo, el detective privado contratado inicialmente por un particular, habrá de infiltrarse como interno en un geriátrico con la misión de investigar posibles maltratos y robos a los residentes en esa casa de retiro. Una hija quiere saber si su madre es robada por las enfermeras y hasta maltratada por ellas, y don Sergio no debe levantar la perdiz para no ser descubierto: deberá convertirse en todo un topo para llevar adelante con éxito su misión.

Este es el argumento de El agente topo, que podría ser interpretado, por ejemplo, por Jack Nicholson como don Sergio, y podría tener a Jane Fonda como alguna de las internas del geriátrico. Pero no. Maite Alberdi decanta toda ficción y cuenta esta historia con la posible verdad que permite el género documental, con gente que no percibe la presencia de la cámara y que es registrada al límite del pudor, con historias a las que uno tal vez le descrea la veracidad pero que sin duda alguna ocurren (y ocurrieron, y ocurrirán) tal como se las presenta aquí. El agente topo, después de verla, resulta una de esas películas imposibles porque uno no puede creer que lo que ve, tal como lo ve, haya sucedido de verdad. Pero hay que creerlo. Maite Alberdi, una realizadora delicada, sutil, leal a los protagonistas que elige para sus narraciones, ya dio pruebas de que puede contar historias clásicas con imágenes tomadas en sitios verdaderos, en los que la recreación es mínima o nula, en las que los personajes son personas de las que se ha seleccionado ese momento interesante donde revelan facetas profundas de su carácter, que los identifican y los hacen universales. Como en La Once, donde sigue a su abuela y las amigas durante un lustro cada vez que se juntan a tomar la merienda, o como en Los niños, donde sigue a un grupo de personas con síndrome de Down en su camino a la independencia, Maite Alberdi construye en El agente topo un ejercicio de paciencia, de empatía, de equidad, de nobleza, de respeto y de ternura que obliga al espectador a modificar su mirada hacia las obligaciones para con los mayores. Porque los mayores pueden ser graciosos, soñadores, problemáticos o heroicos, y hasta pueden sufrir por los surcos que les deja el tiempo, pero a los viejos de ninguna manera se los debe dejar solos. Porque dejarlos solos, tal vez, sea dejar morir la poesía.

Sobre El año del descubrimiento, de Luis López Carrasco, la mejor película de 2020

Crónica de un año de fuego

Hoy, época en la que quizás vivamos como si no hubiera un mañana, cuando hablamos de un pasado que ocurrió con nosotros en el mundo, lo que entra en colisión en nuestra cabeza es la disputa entre la palabra oficial y nuestra memoria. ¿Cómo recordamos eso que cruzó el espacio como una pavesa inflamada que se deshace en el aire, y cómo nos lo cuenta la historia autorizada? Las formas de reproducir el tiempo, hoy mismo, son muchas y muy diversas, y quizás la más cercana sea la imagen audiovisual. Pero la imagen audiovisual difícilmente sea objetiva: su constitución ya incluye el recorte, la selección, la omisión de determinados elementos. Ni la cámara es capaz de registrar todo lo que puede ver ni el micrófono todo lo que puede oír; así, nuestros ojos y nuestros oídos tal vez sean más perfectos.

En la Cartagena murciana, durante 1992, año de los festejos por el quinto centenario del descubrimiento de América, el presente de sus habitantes no tiene nada que festejar. Eran años de adscripción a un neoliberalismo que en el mundo intentaba atenuar los temblores que produjo la caída del muro de Berlín. Y aunque España estaba gobernada por el socialismo, un socialismo más preocupado por reinstalar al país en el concierto de las naciones (europeas, fundamentalmente) a través de la Exposición Universal de Sevilla y los Juegos Olímpicos de Barcelona, que por atenuar la recesión y el desempleo en los que se debatían la economía y la sociedad, el caldo de cultivo estaba en ebullición y no tardaría en desbordar la olla tapada. El proyecto de reconversión (eufemismo por privatización) de la Empresa Nacional Bazán, astilleros que daban trabajo a la mayoría de los trabajadores cartageneros, llevó a estos a levantarse contra las autoridades locales, puja que derivó en el incendio de la Asamblea Regional de Murcia con un saldo de cuarenta heridos: veinte obreros y veinte policías. El hecho, uno de los más violentos producidos en la sociedad murciana por su propia civilidad, hoy parece haber sido superado por otras cuestiones y es muy factible que lo olvidaran propios y extraños, aunque no por todos, porque el olvido, por suerte, no es unánime.

Luis López Carrasco, un joven realizador nacido en Murcia, recuerda este hecho ocurrido en Cartagena a sus diez años como un suceso nodal de su memoria. El año del descubrimiento, su segundo largometraje, es un documental que raya con la maestría cinematográfica. Durante doscientos minutos, López Carrasco analiza una (enorme) pluralidad de puntos de vista con un recurso que el cine siempre ha tenido a su disposición pero que rara vez ha utilizado, o que apenas utilizó de forma experimental: el de la imagen simultánea. En la mayor parte de su metraje El año del descubrimiento le presenta al espectador una pantalla dividida en dos, dos imágenes que ofrecen acciones y reacciones, la memoria de unos y las imágenes de archivo que las grafican, causas y efectos, opiniones contrapuestas, verdades contrastadas, ideas irrefutables. López Carrasco disuelve el tiempo para elaborar un nuevo concepto de presente continuo en el cine, uno que ensaya la democracia de pensamiento al involucrar al autor y a los espectadores en la búsqueda de una verdad común. Por eso es tan importante ver esta película en una sala oscura: la experiencia comunitaria nos obligará a descubrir que testimonios memoriosos, doloridos y viscerales como los de José Ibarra Bastida (“Yo era un niño impúber, no tenía pelos en los huevos, pero tenía un trabajo de hombre. Conoces el trabajo antes que el sexo, conoces el trabajo antes que el dinero, conoces el trabajo antes que el amor. Esa es la vida del obrero de los años ochenta. La nuestra es la última generación de niños obreros del país”.) forman parte también del tejido de nuestras propias vivencias. Y luego de ver este documental, no podremos menos que reflexionar sobre cuál es nuestro sitio entre dos imágenes, qué podrá pasarnos mientras nos decidimos a obrar, y comprendamos que el tiempo que tardamos en expresar nuestras ideas nunca será un tiempo perdido, ni para nosotros ni para los demás.

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