Editorial
TREINTA Y CINCO
L
a última sobremesa de la época Orsai ocurrió en la esquina de Finochietto y Perú, y aprovechamos para crear la portada más autorreferencial de los tres años de revista. Las dos fotos que ilustran este editorial, y la foto de tapa pertenecen a Marcos López, a quien invitamos a esa conversación final. Quisimos alejarnos de la producción fotográfica. «Que sea verdad, que refleje este mediodía en serio», le dijimos a Marcos. Fue una tarde de sol, en medio de la primavera porteña y pasamos por ella en puntas de pie, sin ser del todo conscientes de que allí, a esa hora, se estaba acabando la revista para siempre. En medio de una carne con ensalada, y después del fernet con coca, le contamos a Marcos que Chiri y yo nos conocimos durante la primera clase del cursillo de la Comunión, en 1979. Éramos un montón de chicos de ocho años en un aula del Colegio Misericordia y la catequista nos dio un libro a cada uno y dijo que lo abriéramos en la página inicial. La primera tarea del libro decía: «Elige a un compañero dentro de la clase y pídele ser tu amigo. Si acepta, escribe tu nombre en su libro y viceversa». Sin conocernos de nada, Chiri y yo nos miramos (estábamos sentados cerca), nos intercambiamos los libros y pusimos nuestros nombres. «Christian», puso el Chiri en mi libro. Y yo firmé el suyo: «Hernán». Esa mañana de sábado, a la salida del curso, posiblemente tuvimos nuestra primera conversación. Ninguno de los dos nos acordamos qué nos dijimos ese mediodía, pero sí tengo una sensación grabada: el sábado siguiente fui a Catecismo con ganas de ir, porque se podía charlar con alguien. Es muy probable que, hasta entonces, yo no haya conversado de verdad con un par. A esa edad había tenido conversaciones con mi madre y con mi padre, y sin duda también con varios compañeritos del colegio, pero los adultos tenían
Se pierde un chico en la playa y aplauden. Hijos de puta. | 3
charlas de adultos, y los chicos tenían charlas de chicos. Chiri en cambio tenía algo más: tenía teorías sobre las cosas y las sabía explicar. ¿Habremos hablado en abstracto ya de chiquitos? No lo creo posible, pero me conformo con sospechar una primera conversación sobre la Pantera Rosa (o sobre cualquier otro programa de la tele) un poco más consistente que las que yo mantenía con mis amigos del barrio, o con mis compañeros de la escuela. Algo hubo en esa primera charla, no sé bien qué. Pero nos resultó placentera. Lo malo era que yo iba a la escuela a la tarde, y él a la mañana. Es decir que solamente nos veíamos los sábados en Catecismo. Por suerte al otro año Chichita me pasó a la mañana —mi madre pensaba que el matutino era un turno más prestigioso, y que a la tarde iban los futuros vagos del país— y desde entonces Chiri y yo empezamos a conversar en todos los recreos durante más de diez años, de lunes a viernes. Y de aquello sí tengo buena memoria. Conversar era casi lo único que hacíamos en los tiempos muertos. Nos podíamos pasar tardes enteras hablando sobre cualquier cosa. La conversación, cuando es fluida y empieza en una edad temprana, provoca con el paso del tiempo un ritmo. Los cerebros se acomodan a la percepción del otro, y en un punto posterior uno no sabe quién dijo qué, quién pensó primero una idea, de qué modo se gestó. Charlar con un amigo de un modo sereno, a través del tiempo, se convierte en una forma dual de pensar en voz alta. Y ocurre que, sin que nadie se dé cuenta, las charlas se convierten en proyecciones del futuro. ¿Cómo seremos a los quince años?, nos preguntábamos a los once. ¿Qué estaremos haciendo cuando tengamos veinte?, ansiábamos saber a los catorce. ¿De qué corno hablan todo el día?, se preguntaban nuestros padres. Durante años, no hubo un banco de plaza en Mercedes, ni una calle nocturna, donde no hayamos conversado horas y horas sobre asuntos que no le importaban a nadie, y que sin embargo nos resultaban fundamentales. Me acuerdo una conversación de 1981, en los banquitos de adelante del Club Mercedes: teníamos que decidir si nos íbamos a dedicar al humor gráfico o a la literatura. No le decíamos así. Le decíamos «dibujar o escribir». Las dos cosas nos gustaban mucho, pero sospechábamos que no podríamos estudiar las dos. Me acuerdo una vez, en un departamento de Almagro, que hablamos ocho horas y veinte minutos (con una botella de Criadores en medio) sobre los personajes de una novela de Feinmann que se llamaba Ni el tiro del final. Me acuerdo de una caminata triste en invierno en 1998, en la que hablamos de mil cosas y ninguna fue el fútbol, media hora después de que Argentina perdiera con Holanda unos cuartos de final. O un viaje en tren, desde Buenos Aires a Zapala, donde no paramos de hablar un segundo y el viaje se nos hizo corto. O de una charla en el año 2000. Chiri ya estaba casado y yo fui a Luján a visitarlo. Le llevaba una noticia: me iría a España. Conversamos una noche entera abajo de la parra de su patio. Cuando casi amanecía, me dio permiso. Después de eso yo empecé a vivir en otro país y las conversaciones empezaron a ser telefónicas. Había un truco para llamar barato desde España (todavía existe) que consiste en marcar el 902 055 058 y después, sin casi perder tiempo, discar el número de teléfono lejano. Si lo hacés así, la llamada te sale a precio nacional. El único problema de ese sistema
4 | El cura de clase alta dice «ah men».
es que exactamente cada una hora se corta y hay que llamar de nuevo. En mis primeros años viviendo en España cortábamos y volvíamos a llamar toda la noche. Eran conversaciones larguísimas, insomnes, porque nos teníamos que poner al día sobre casi todas las cosas del mundo. En esas charlas interoceánicas yo intentaba convencer a Chiri, con todos los argumentos posibles, de que se viniera con su familia a vivir a este pueblo de la montaña. Tardé casi ocho años en convencerlo, y un día se apareció, con esposa e hijos, y alquiló una casa a seis cuadras de la mía. En una de las primeras sobremesas presenciales que tuvimos después de mucho tiempo, en el patio de casa, empezamos a hablar de esta revista, de cumplir un sueño que nos debíamos. Conversamos muchas horas sobre cómo tenía que ser, de los autores que queríamos invitar, de su formato, del olor de sus páginas. Si la aventura de esta revista fue, entre muchas otras cosas, la puesta en práctica de un sueño conjunto que veníamos masticando desde chicos, hubo un guiño en cada edición que nos colocó en un ámbito propio: las sobremesas redactadas a cuatro manos. Nunca dejamos de conversar, en el mismo tono y con la misma sensación de aquella primera vez a la salida de Catecismo. Después de cada cuento, después de cada crónica de otros en Orsai, nos sentamos a charlar tranquilos, de cualquier cosa. Y hoy lo haremos por última vez en este ámbito. Hoy, después de tres años de charla, nos toca hacer lo que hacemos siempre para que no se nos duerman las piernas: levantarnos de la mesa, estirar las patas y cambiar de posición la espalda. Redacto este editorial —el más largo de todos— con los originales de la Orsai número dieciséis terminada y casi corregida, a punto de entrar a imprenta. Sé que es el número final de la revista, sé también que es el último texto que escribo en ella, y sin embargo no estoy melancólico ni me estoy poniendo triste. Me pasa otra cosa, y voy a ver si la puedo explicar. Me pasa una cosa parecida al día en que tuvimos que cantar, todos juntos y agarrados de la mano, la Canción del Adiós en la escuela secundaria al acabar quinto año. «Se va la luz, se esconde el sol / pero siempre ha de brillar / la antorcha que en su fuego da / el calor de la amistad...». Hubo muchos compañeros que se hundieron plácidamente en el dolor de esas estrofas, que soltaron lágrimas reales mientras movían las cabecitas y cantaban «No es más que un hasta luego / no es más que un simple adiós / formemos compañeros /una cadena de amor». Pero a nosotros, en cambio, ese ritual de despedida triste nos provocaba risa tentadora y muy poco desconsuelo. Estábamos eufóricos y en otros asuntos, muy lejos ya de ese salón de actos; sabíamos que al año siguiente nos íbamos a Buenos Aires a vivir solos, y que tendríamos la llave de nuestro propio departamento, y que podríamos emborracharnos y cantar y fumar en la cocina sin que se aparecieran los padres de ninguno a pedir silencio. Fue gloriosa, por larga, pero también por desquiciada, una charla que tuvimos la noche anterior en la plaza San Luis: hablamos de lo que haríamos en Buenos Aires, de cómo nos íbamos a comer el mundo, de qué poco tardarían todos en caer rendidos a nuestros pies. Íbamos a escribir, o a hacer radio, o cine, nos daba lo mismo, pero estábamos convencidos de que saldríamos disparados de Mercedes y volveríamos en limusín. Por eso la Canción del Adiós no nos causaba tristeza ni llanto.
¿De qué hablarán en el ascensor los meteorólogos? | 5
Habíamos pasado unos años alucinantes en la escuela primaria y secundaria (allí nos habíamos conocido, y eso era fantástico) pero sabíamos que ya estaba bien de guardapolvos blanco y de libros de texto, sabíamos que ahora se venía lo bueno. No entendíamos por qué lloraban los llorones: probablemente creían que los años escolares serían lo mejor que les iba a pasar en la vida, o que desde entonces tendrían que ser grandes a la fuerza, ponerse corbata, estudiar una carrera y pagar impuestos trimestrales. O capaz lloraban porque ya no verían cada mañana a sus amigos de la última década. O porque empezaban a sospechar que algunos sueños de pupitre no se cumplirían nunca. Quién sabe si era eso, o solamente una sensibilidad que nosotros no teníamos. Pero la verdad es que nos daba risa ese colofón, ese piano sensible, esa ronda de alumnos con manos entrelazadas. Nos mirábamos cómplices, de una punta a la otra del círculo, y sentíamos vergüenza ajena por aquellos que se lo tomaban tan a la tremenda. ¿Para qué estar tristes, si las charlas no se terminan cuando se acaba la escuela? Al revés: las charlas serán mejores en el futuro, cambiaremos de tema, creceremos indefectiblemente, habremos aprendido nuevos trucos para divertirnos mejor. ¿Para qué llorar justo ahora, que está por empezar la mejor época de la vida? Un poco antes, en el aula, las compañeras nos habían hecho firmar sus anuarios, y nos habían pedido intensidad en las frases inmortales; y en el patio del recreo los muchachotes rifaban abrazos toscos y fuertes, como si al día siguiente se acabara el mundo. Todo tenía para ellos un resabio de quiebre o bisagra, y en cambio nosotros estábamos ansiosos para que se acabaran de una vez por todas las vísperas y empezara, por fin, la nueva versión de nosotros mismos. No sé si lo expliqué bien, pero estas semanas, mientras hacíamos la Orsai dieciséis, estuvimos con una sensación parecida a aquella del salón de actos. Preparamos (al mismo tiempo) el último número de esta revista final y la primera edición de Bonsai con una felicidad creciente. No nos queda resto para el altibajo anímico porque estamos embalados con algo que tenemos en la cabeza y no vemos la hora de empezar a hacer al cien por ciento. Y eso no quiere decir que seamos poco cariñosos con estas páginas que se terminan hoy. Al contrario. Esta etapa —en la que no nos peleamos ni discutimos ni una sola vez— nos enseñó que podemos hacer lo que se nos antoje. Estaremos toda la vida enamorados de estos tres años de Orsai, y de sus dos mil quinientas cuarenta y ocho páginas, y de sus doscientos treinta y tres autores invitados; hicimos esta revista con todo el corazón que teníamos; no nos dejamos nada adentro. Fueron treinta y seis meses que estarán en el podio de nuestros grandes recuerdos, y sobre todo unas épocas vitales en la construcción de nuestras anécdotas futuras. Pero lo que viene es mejor. Lo sé porque me lo dice la mirada cómplice de mi amigo, desde la otra punta de la ronda. «Lo que viene es mejor, Jorgito», me dice Chiri sin hablar. Y yo ya le conozco esa seña desde 1979. Ya son treinta y cinco años, y el vaticinio no falló nunca. x
Hernán Casciari
6 | Mickey se tomó unas minnie vacaciones.
Pensar en voz alta es hablar, pelotudo. | 7
Cartas de lectores
Orsai se despide con cartas intensas en donde los lectores reconocen haberse mofado de Corky, agradecen causalidades, viajan cuatro mil kilómetros para perder la revista en un bus, nos expresan su odio con buenísima literatura, nos confiesan cuánto les sirvió esta aventura, nos utilizan para entrar en un telo y nos dicen adiós con mariconadas. Yo veía Corky Señor Director: En casa siempre fuimos de ver tele. Mi vieja me sentaba religiosamente todos los viernes a ver Viaje a lo inesperado porque a ella le gustaban las series de terror, pero no se bancaba verlas sola y, como mi viejo laburaba y mi hermana hacía la suya, allá estaba yo, sin entender cómo corno un monstruo de la laguna negra, la mujer víbora, la momia, y un muerto viviente se hacían ocupas del veinte por ciento útil de mi cerebro. Crecí con la figura del héroe solitario y cuando ya despuntaba los diecinueve años apareció en la pantalla Corky. Fue una suerte de revelación. Los sábados a la noche nos juntábamos en la casa de algún amigo y, cerveza de por medio, mirábamos Corky. Una vez en pedo, nos poníamos a imitar al protagonista y a repetir latiguillos y frases recurrentes. Canturreábamos el estribillo de Whitney Houston cada vez que alguno del grupo se mandaba una boludez o fallaba en el intento de levantar una mina en el boliche. Pero un día vimos un capítulo en donde pasó algo revelador: Corky se perdía en una metrópolis (creo que era Nueva York). Unos chabones lo maltrataban y le afanaban lo poco que tenía y lo dejaban en la lluvia, triste y solo. Nada podía estar peor. En ese preciso momento, cuando ya sabíamos cuál era el piso de las desgracias, apareció de la nada una piba, una prostituta de más o menos veinte años, divina, que se apiadó de Corky y lo llevó a su altillo para refugiarlo de la noche, del frío, de la lluvia y de los malhechores. Se hizo un silencio eterno entre los ebrios jóvenes que solíamos ser. Ni una papa frita fue comida durante los minutos en los cuales Corky era desnudado por la chica y posteriormente ce-
pillado como nunca. Cuando pasó la escena y empezó la tanda, se levantó el ancho López y, señalando con el pico de la botella de cerveza a la pantalla, dijo: «¿Viste boludo? ¡Hasta el mogólico ese la pone!, ¡somos unos pelotudos!». Éramos un fracaso. Así que apagamos la tele y fuimos al bar de la esquina a pensar sobre esto. Nunca más vimos Corky en nuestra vida. Un abrazo, Hernán. Raúl Leiva Suscriptor Nº 17343
Symns en la esquina Señor Director: Soy periodista, trabajo en un diario y leo Orsai desde el segundo año. Cuando abrió la universidad a principios de año me lancé a anotarme al taller de Josefina Licitra, pero llegué tarde: el cupo estaba lleno. Entonces me anoté en el taller de Crónica policial de Rodolfo Palacios. El jueves quince de agosto nos encontramos en el Club Orsai seis alumnos para el inicio del taller. Ese día, Fito nos despidió con una promesa: el jueves siguiente nos visitaría Enrique Symns. En persona, en vivo y en directo. Una semana después, el monologuista de Los Redondos nos mantuvo a todos callados, contando su vida, su experiencia, sus escritos, sus locuras y su filosofía. Me despedí sonriendo: Symns me había firmado la última Orsai en la que escribió. Tres días después les conté a unos amigos mi encuentro con Symns. Uno de los anfitriones, también periodista y lector de Orsai, me prestó una edición especial sobre Los Redondos que una famosa revista de rock publicó el año pasado. A doble página una gran foto retrata a Symns junto a
8 | Se sacó los brackets y tuvo sexo desenfrenado.
Skay y el Indio, a principios de los ochenta. Luego nos fuimos para mi casa en Villa Ortúzar. Teníamos que pasar a buscar plata para ir a un recital en el Luna Park. Bajamos del 71 y cruzamos la calle. Pasamos por la vereda del bar de la esquina de mi casa. Miré hacia adentro del local y me encontré con los rulos negros de Palacios. Frente a él, y de espaldas a la puerta ventana, un viejo canoso se servía vino. ¡Era Symns! Me lancé hacia el bar con una sonrisa de oreja a oreja, con la revista de Los Redondos en la mano. Mis amigos me siguieron detrás sin entender a quién había encontrado. Creo que no le hizo mucha gracia a Symns que le muestre la tapa de la revista y la foto suya con Skay y el Indio. No dijo ni una palabra y se metió un pedazo de pan en la boca. Y creo que tampoco recordó que yo había sido uno de los alumnos en la clase del jueves anterior, pese a que Fito lo comentó. Pero nada de eso borró mi sonrisa y empañó la sorpresa de haber encontrado al genio escritor en la esquina de mi casa. El encuentro duró poco, apenas un minuto o dos, pero aún siento esa extraña sensación de lo increíble que es la vida y sus causalidades. Porque si no hubiese estudiado periodismo, nunca hubiera trabajado en un diario y tal vez conocido a Orsai. No me habría interesado por los talleres, ni mucho menos habría apostado por el de Palacios al saber que el curso de Licitra estaba lleno. En la comida de ayer con mi amigo nunca le hubiese contado que tuve una inolvidable charla con el creador de Cerdos y Peces ni le hubiese pedido que me preste la revistahomenaje a Los Redondos. Y si no íbamos a un recital en el Luna, jamás hubiéramos bajado del 71, ni nos habríamos encontrado nunca, pero nunca, a Enrique Symns en la
orsai.cartas@gmail.com
esquina de mi casa, ni yo estaría sonriendo ahora. Gracias. Mauricio Caminos Suscriptor Nº 20234
Odisea joyceana Querido Hernán: Te escribo estas líneas a diez mil pies de altura con destino a mi ciudad, Guayaquil. Soy un seguidor silente —cuasi voyerista— del proyecto Orsai desde antes de sus inicios. Algo así como el abuelo que espía a sus vecinos por la mirilla de la puerta. Recuerdo que el primer cuento tuyo que leí fue aquel en el que recibes la llamada de tu madre presagiando la muerte de tu padre. Terminé de leer el cuento y tuve la misma sensación que experimenté la primera vez que leí «Continuidad de los parques» o «La noche boca arriba» de Cortázar. A partir de ahí, me enganché con tus textos. Alguna que otra noche, eufórico, levantaba a mi esposa: «Mi amor, escucha esto», por ejemplo, cuando escribiste tu renuncia a las editoriales. Ella, que siempre acolita mis pasiones y aficiones, me decía: «Ya no me jodas más con el gordo ese de Orsai y déjame dormir que son las tres de la madrugada». Lo de gordo te lo dice de cariño. En serio. Días pasaron; nació mi segunda hija y, entre el trabajo, las ocupaciones, el comprar y cambiar pañales (que no es lo mismo), pospuse la compra de mi primera revista Orsai. El destino quiso que viajara este fin de semana a Buenos Aires para una capacitación, por lo que incluí en mi agenda «Visitar Orsai Bar». Grande fue mi decepción cuando llegué a San Telmo la noche del sábado y encontré que no va más el bar. Cual Sabina, sentí ganas de vengarme a pedradas. «Sé que no lo soñé», les explicaba a los desconocidos en la calle: «Orsai existe». Decepcionado llegué a mi hotel y googlié para obtener noticias. Encontré la información de la despedida del bar y estuve a punto de llorar... Pero antes de que caiga la primera lágrima, leí que andaban en bús-
queda de un lugar para Orsai. Revisé la fecha y tenía solo un par de semanas de publicado. Me volvió la esperanza. Me alegré al saber que estaban inaugurando la nueva casa. Como el domingo (ayer) estaba cerrada, me apresuré a visitarla esta mañana, aun sabiendo que mi vuelo salía hoy y que debía estar en Ezeiza a las dos de la tarde. Llegué a Orsai y me abrió Pao que me mostró las revistas y libros y hasta me puso el cd de «El gran surubí» para que lo escuche. Yo había separado mis últimos setenta pesos para llevarme una revista y resultó que el valor era noventa. «Ok, no pasa nada —pensé—. La compro por internet». Intentamos hacerlo y no cargaba la página. Desesperados, reiniciamos la pc y no podíamos finalizar la compra. Desde mi tablet, tampoco. Pao te envió un mail enseguida. Llamó tres veces a Quiosquito. Intentamos todo. Parecía como si el universo no quisiera que me llevara una Orsai, lo cual no tenía mucha lógica para mí, ya que todo se había dado de tal forma que ya tenía las Orsai en mis manos. El universo —a veces— me recuerda a una mujer con síndrome premenstrual. Pao me dice: «Bué... ya fue... ni modo», con tono de resignación. Y yo pensando: «no he viajado cuatro mil kilómetros para regresarme sin una Orsai. Aunque tenga que agarrar una y correr hasta el hotel, no salgo con las manos vacías». Y, mientras tanto, el reloj seguía avanzando y aún tenía que ir a recoger mis maletas e ir al aeropuerto. Finalmente le dije: «Bueno, me voy a vender mi último billete de veinte dólares a la calle y regreso». «¡¿Qué?! Tenés un billete de veinte dólares, dejáme que llamo otra vez a Quiosquito y le pregunto». La pobre Quiosquito, desesperada porque no la dejamos dormir, accede finalmente a que le pague en dólares. Feliz, me despido, guardo mi revista y me voy. Tomo un bus hasta el hotel y olvido la revista en el asiento. Me siento como en una mala versión de Destino Final 26. Felipe Andrade Suscriptor Nº 26811
Odio sincero Te odio Hernán. No te conozco y te odio. Es un sentimiento sincero de rencor y desprecio. No te odio por cerrar Orsai, fue un proyecto editorial hermoso pero, como todo en la vida, a veces simplemente se termina. Te detesto porque me dejaste sin tiempo. No tengo más, se fue, se esfumó y voló lejos de mi alcance. Hace un par de años, antes de que vos empieces con la revista, te mandé un cuento espantoso. Ojalá (y es probable porque te drogás mucho) no te acuerdes de ese texto. Era una historia sobre un cavernícola que descubría el lenguaje y lo mataban por eso. Terrible la redacción, la estructura, todo, en esa especie de cuento, era un desastre. Me dio muchísima vergüenza habértelo mostrado pero aprendí a esforzarme y a trabajar mucho por lo que quiero. ¿Y qué es lo que quiero? Quiero aprender a escribir pero bien y en serio. No como los boludos autocomplacientes de mi generación. Esos pelotudos de treinta y tantos, pseudoescritores que se lamen las heridas y se aplauden entre ellos como focas bobas porque cuentan que de chiquitos sus papás los dejaron y se fueron con la empleada. Me aburren con sus historias sosas y sin alma. Quisiera decirles que la literatura no es esa diosa inalcanzable que algunos boludos ponen en un pedestal y adoran a mansalva. Lo siento, pero la literatura es entretenimiento. Es así de simple, si no te divierte o te conmueve no sirve. Pero yo carezco de autoridad moral para señalarles eso, soy una gorda pobre, negra, divorciada, de casi treinta años que nunca terminó su carrera universitaria y vive lejos en el conurbano rodeada de villas y de carros tirados por caballos flacos. Cómo me van a escuchar, tampoco sé si quiero que me escuchen. Supongo que perdí para siempre en la vida porque me quedé sin tiempo. Me duele mucho saber que ya no tendré la oportunidad de intentar publicar algo en la revista. Yo empecé a ir a talleres, a leer más, a establecer contactos para publicar algo y a mandar cosas a concur-
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Cartas de lectores
sos. Pensaba que si me esforzaba mucho, si me rompía el alma, si me desgarraba el cuerpo podría alguna vez tratar de llegar a tu revista. Pero una vez más la vida me pateó en la nuca. Bien fuerte, de lleno, con un botín con puntera de acero. Del tipo de calzado que usan los obreros en la fábricas para no perder los dedos de los pies si sufren un accidente. Esa sensación me invadió al leer que ya no iban a haber más revistas y te odié mucho. Y te odié porque me expusiste a una realidad que me destroza por completo, que me desmenuza en pedacitos muy tristes e inconexos. La verdad es que soy una inútil y aunque reviviera Borges mismo y empezara a ir a su taller literario, lo cierto es que creo que nunca aprendería a escribir bien. Jamás. Pero vos le publicaste el cuento del Power Ranger Rojo al pibe ese que te tocó el timbre y no saliste. Era una historia parecida a la de Jordi Sierra i Fabra que, a su vez, se basó en algo de Kafka. Lo dijo Chiri en la sobremesa luego y yo me di cuenta enseguida al leer esa historia porque leo mucho, desde chica, como todos los tristes aspirantes a escritores; y a ese libro ya lo había leído hacía un par de años. Yo pensé que tal vez podía tener una oportunidad porque le publicaste un inédito a un desconocido, pero ahora ya no va a haber más revistas, más timbres que suenan por las noches ni historias que se repiten en el tiempo. «Sin gritar, sin llorar», se lo digo a mi sobrina de tres años todo el tiempo. Que pida las cosas bien, sin gritar, sin llorar, sin desbordes ni pataleos. Que sea educada y que no pida más de lo que puede alcanzar. Cada vez que le digo eso me siento un monstruo, uno horrendo y despiadado. Porque creo que le estoy enseñando a no soñar y eso es terrible. Porque me parece que le estoy diciendo que sea recatada y simple, como una muñeca que sonríe si la pisan o la tiran a un lado del cuarto. Por eso te escribo esto así: desbordada de odio. No te estoy pidiendo que publiques nada mío, ni siquiera detrás de estos recovecos circulares por donde desvarío hay pedido alguno. No, simplemente estoy llo-
rando de odio porque soy un bicho inútil que vive escondido en la cueva más oscura, en la soledad más lejana. Te odio porque me exponés a mis miserias y limitaciones. Vos y tu revista de oportunidades, de entrevistas imposibles, de cuentos inéditos maravillosos y de ilustraciones hermosas. Vos y tu revista me permitieron soñar, me dieron la fuerza para pegar el volantazo en mi vida antes de estrellarme contra la pared del tedio y la resignación. Vos y tu revista de mierda me hicieron pensar que tal vez no era el fracaso de ser humano que soy. Pero se acabó y te odio porque ahora ya no puedo ni soñar con un futuro donde por lo menos alguna vez pueda ver publicado algún texto mío. Y vuelvo a mi refugio, a mi cueva triste, a ver pasar los días y las deshoras solitarias. Escondida, leyendo y tipeando sin parar. Estafando a mi familia con tiempo y dinero, descuidando mi carrera, perdiendo trabajos mal pagos, desperdiciando el aire de la tierra. Sin reír, sin llorar, sin amar. Monstruo. Te odio Hernán. Te odio. Noelia Torres Suscriptora Nº 00494
Despedida con anestesia Hernán: Llegué al viejo blog de Orsai cuando Playo linkeó en «Peinate» el post de «Matar la crisis a volantazos». Me acuerdo porque yo era residente de tercer año de anestesiología, eran las cuatro de la tarde, no tenía computadora propia, estaba de guardia usando una computadora del área de capacitación y docencia (que estaba llena de virus por el hecho de que nadie la utilizaba para capacitación y docencia, salvo que consideremos como fuente de educación a Poringa), vivía en un hospital abandonado en la triste ciudad de Río Cuarto y seguía el blog de Playo desde hacía ya un tiempo. Cuando leí ese post pensé: «¡Pero qué huevos que tiene ese tipo!» y me colgué horas leyendo Orsai hasta que me llamaron para una cesárea o alguna cosa
de esas. También empecé a entender lo del «PRI» y esos juegos que nos llevan a la infancia como cuando jugábamos en las calles de tierra y teníamos que cortar el partido para que pase el camión regador. En el medio pasaron varias cosas: me robaron, compré la notebook desde donde estoy escribiendo ahora, me mudé a Córdoba, volví a Río Cuarto y ahora vivo en Buenos Aires. La etapa de mi vida en Córdoba siempre fue vivir con lo justo (no voy a decir acá lo mal pagos que están los médicos en mi provincia) pero el tres de diciembre saqué plata que no tenía para dejar mi pedido de la N1. Tengo la colección que se va a completar con la ya legendaria N16. El primer año comprado íntegramente en Córdoba, el segundo y el tercero en el Bar Orsai, en Buenos Aires: me tomaba el subte en Congreso de Tucumán, bajaba en Catedral y de ahí me iba caminando mientras veía las vidrieras de San Telmo. No importaba porque era una parte mínima (pero parte al fin) de una revolución silenciosa. De personas que creemos en la cultura libre y accesible para todos aquellos que la quieran. Te escribo y se me llenan los ojos de lágrimas porque me doy cuenta de que estoy hablando en pasado aunque todavía me faltan leer dos revistas. Sin caer en la autoayuda de supermercado te puedo decir que leer Orsai me sirvió para mucho. Para empezar a saber que si no puedo escribir bien como para que me convoquen no sirve escribir. También me mostró un montón de autores que no conocía: Mairal, Oyola, Hornby, Aguirre, Villoro... Para envidiar a los ilustradores. No te voy a decir nada de la parte económica porque imagino que ya estarás harto de todos los que saben qué hacer cuando no son los que ponen la plata, por mi parte voy a comprar lo que pueda de la colección para que el golpe sea un poquito más leve. En definitiva te escribo para despedirme de la revista, agradecerte por la magia, para intentar no llorar cuando tenga la N16 en mis manos, para agradecerte dejarme ser parte y por haberme autografiado la N1, para decirte que me cagaste el sueño
10 | No sé cómo seguir con esta cirugía, te lo digo con el corazón en la mano.
orsai.cartas@gmail.com
de escribir en Orsai, y (como en el correo de lectores pedías un dejo de neoliberalismo) decirte que la inflación galopante en la época del Turco no pasaba. Muchas gracias. Vic Castellano Suscriptor Nº 00994
Pertenecer tiene sus privilegios Señor Director: El veintiséis de este mes va a hacer un año que estoy viviendo en Brasil. Ahora estoy instalada en el nordeste, en Porto de Galinhas, Recife, después de haber pasado por Sao Paulo y Paraty. Me mudé a este país, entre muchas razones, para cumplir un deseo: ser inmigrante por un tiempo y aprender otra lengua. Durante el primer mes y medio viví en la casa de una amiga mía, Kristina, en Sao Paulo. Ella, su madre y su hermana fueron muy generosas conmigo: además de un techo, me dieron de comer, me ayudaron con el idioma y me asesoraron a la hora de decidir sobre un empleo. Mi amiga, además, me presentó a mucha gente y me compró un chip de teléfono. En una semana, yo tenía unos veinte contactos en esa ciudad, varias salidas programadas… y un chongo. Este chico, además de ser lindo, de familia respetable, deportista y muy caballero, hablaba inglés. Mi dominio del portugués se limitaba a leer carteles de señalización urbana, lo que lo convirtió en (casi) la única opción. Hablamos mucho en las reuniones, chateamos por Facebook, whatsappeamos y salimos un par de veces… Hasta que el cuerpo pidió más y decidimos ir a un motel. O telo, ponéle. Como hace más de diez años que vivo sola, yo estaba completamente fuera de forma en el tema. No sé si las cosas cambiaron en todos lados o, simplemente, son diferentes en Brasil. En «mi época», fueras en coche o a pata, llegabas con cara de nada a la recepción, casi sin mirarte con tu compañero, decías rápido el tipo de habitación
que querías, pasabas el dinero por la ranura que había debajo de un vidrio blindado y la persona a cargo del otro lado te daba dos informaciones: número de habitación y tiempo disponible. Nada de oraciones bimembres ni buenos deseos. Tampoco contacto visual. Pronto. La cosa es que llegamos a uno con nombre de un reino español. Entramos con el auto y, para mi sorpresa, la recepción estaba apenas traspasar el portón. Ahí se hacía todo el trámite. Tipo Auto Mc. Por supuesto que fue él quien se encargó de todo: habló, buscó papeles, dinero, se los pasó, se volvió a mí y me preguntó: «Do you have an ID?». «What?». «Your passport… something… anything». Yo había dejado mi DNI, mi cédula de identidad y mi pasaporte (tres, a falta de uno) en la casa de mi amiga. «No…». ¡¿Desde cuándo te piden documento para entrar en un telo!? Me hundí en mi cartera en busca de un papel, una esperanza o algo que me identificara. Encendió las luces de adentro y yo me morí de vergüenza. Mi maldita costumbre de viajera de hostel de dejar los documentos siempre a buen resguardo iba a detonar lo que prometía ser un excelente plan. No respiré durante casi un minuto en el que busqué y rebusqué hasta que di con mi identificación de suscriptora de Orsai… «¡Acá!», le dije sonriente y decidida mientras le estiraba mi casera plastificación del carné. Era en blanco y negro, pero tenía mi nombre, mi apellido y mi foto. Él intentó verificar qué era, pero yo lo apuré: «Dale, dale…». Le pasó el carné de Orsai a la recepcionista. Ella también lo miró recelosa, mientras yo me asomaba por la ventanilla del conductor sonriendo para que chequeara rápido y me dejara hacer lo que había ido a hacer. Cuando la señora dio el ok yo no podía creer lo que estaba pasando. ¡Simplemente era maravilloso! «Esto se lo tengo que contar a Casciari», pensé, mientras me reía. No voy a ser infidente, pero basta con contarle que este muchacho no pasó la prueba de salir con una suscriptora de Orsai: se necesita de mucho coraje (originalmente, acá, había puesto «hue-
vo» pero me pareció que confundía las cosas) para vivir fuera de juego y, aun así, no perder la sonrisa. ¡Gracias totales! Clara Retta Suscriptora Nº 05806
Adiós muchachos Señor Director: Escribo porque estoy hecho un maricón. Leo una entrada del blog que augura el fin de la revista: me enojo, no entiendo la caprichosa decisión de los editores, y me entristezco. Pasan unas semanas, busco la revista, leo la primer línea apurado en el auto y, claro, me entristezco. La cierro. Por la tarde leo el editorial, esa carilla, y dejo la revista. Pienso: la N15 la voy a rumiar cual vaca al pasto. Mientras trato de entender la decisión de terminar esta relación tan linda que tenemos. ¡¿Por qué?! Si estábamos tan bien; ustedes escriben, nosotros leemos, somos felices así ¿para qué salir de nuestra zona de confort? No los entiendo, me pongo mal. Esa noche, ya nostálgico por lo que se viene, vivencio la última aventura de nuestro querido Walter White. Vi toda la serie en solitario; y tomo la (equivocada) decisión de ver este capítulo acompañado. Quiero llorar y no puedo porque tengo gente alrededor comentando sobre el desenlace de Jesse y la actitud de Skyler. Me voy a dormir, triste, por supuesto. En la mañana abro la revista, voy por orden, me pregunto qué carajo les pasa a algunos lectores por sus cartas tan raras y me identifico con otros. Ahora sí: viene lo peor. La historia de la foto. Un detonante eficaz para alguien como yo que desde 2008 no dejo de escuchar «qué buen tipo que era tu viejo, cómo lo quería». Listo, es mi momento. Estoy solo en casa. Hago mi catarsis hecho un mar de lágrimas: adiós viejo, adiós Orsai, adiós Breaking Bad; los voy a extrañar. Bernabé Durini Suscriptor Nº 03340
Ella nunca quería tragar, ahora él se lo echa en cara. | 11
SOBREMESA
OTRA VEZ
—Y
a me había acostumbrado a hacer estas sobremesas por Skype —me dice Chiri—, y verte ahora acá en persona me da un poco de asco. ¿Estás más viejo, no? —Te parece que estoy más viejo porque ahora uso anteojos. Pero estoy igual que siempre. —Entonces estás más sucio. Algo distinto tenés. —Eso sí puede ser. Me baño bastante menos desde que hacemos Orsai. Me di cuenta de que es al pedo bañarse tanto para dirigir una revista literaria. —O capaz que es solamente la falta de costumbre. Me había acostumbrado a hablar con vos por Skype, eras una cabeza sin cuerpo. —Sin axilas, sin calores corporales... —¿Nunca habíamos hecho un cierre con vos en Argentina, en estos últimos años, no? —No. Es verdad: todos ustedes acá, y yo solito allá. Pero la foto de portada nos necesitaba a los dos juntos. No hubiera tenido sentido que Marcos López le sacara una foto a la pantalla del Skype. —Estar acá charlando me hace acordar a las primeras épocas, finales de 2010, cuando recién empezábamos con la revista y vivíamos todos en Sant Celoni. Fueron solamente tres años, pero sí creo que estamos más viejos. ¿O más sabios? —Más sabios seguro que no, Christian Gustavo. Pero qué loco es todo: empezamos haciendo una revista en un patio, y la terminamos en un patio. Mi casa y tu casa. Hablando boludeces a la intemperie hasta que se nos hace de día. —¿Qué sentís? —¿Qué siento de qué? —De este final de Orsai. —Más o menos lo que cuento en el editorial largo del principio. ¿Lo leíste? —No, me aburre leerte. —¿Desde hace cuánto? —Desde 1983. Con la llegada de la democracia empezaste a escribir distinto. ¿Qué ponés en el editorial? —Que tengo muchas ganas de hacer otra cosa, de hacer Bonsai, de cambiar de aire. Pero
12 | Mandarina es naranja con abrefácil.
CARA A CARA también digo que estoy contento de que hayamos hecho esto durante tres años. ¿Vos qué sentís? —Lo mismo —me dice—. ¿Te acordás cuando hicimos el decálogo de una revista imposible? Decíamos que íbamos a durar hasta que se cansen los lectores o hasta que nos cansemos nosotros. «Lo que pase primero», pusimos. Nos cansamos primero nosotros, ¿no Jorgito? —Yo creo que sí —le digo—. Estuve en dos o tres países en estos meses, en Colombia, en Costa Rica, en México, y los lectores estaban tristes. Y yo no podía coincidir en esa tristeza... —Claro. Estabas eufórico por dentro, por Bonsai. —Sí. Y lo peor es que no lo podía decir todavía. Y también hubo muchos mails de colegas, de escritores y de ilustradores con esa sensación, como si Orsai se hubiera acabado por razones tristes. Y nada que ver. De hecho, quedaron muchas cartas de lectores afuera en esta edición, cartas lindas, muy sentidas, de lectores llorosos por el final del ciclo. —¿Y por qué no pusiste todas esas cartas? —Hubieran sido demasiadas páginas, puse algunas. Siempre tuvimos solamente cuatro páginas para cartas. Si las ponía a todas no nos hubiera quedado lugar para los textos. —Sos un insensible —me dice. —No. Al revés. Estoy muy sensible con esta época. En el buen sentido, tengo muchas ganas de volver a escribir, de reencontrame con mi lector desde un lugar más propio. No estoy sintiendo el final de Orsai, estoy sintiendo el principio de Bonsai. Lo huelo y me gusta. —Pero Bonsai no tendrá sobremesas. —No públicas. Seguiremos charlando como antes, en privado. A veces por Skype, a veces como ahora en el patio de tu casa. —Desde 2014, cuando tengamos sobremesas presenciales —me dice Chiri, con tacto—, ¿te vas a volver a bañar? —Sí, creo que para hacer una revista como Bonsai hay que bañarse más seguido. Es una intuición que tengo. —Ojalá sea así Jorgito. No sabés cómo te lo agradecería. x
AMÉN, por Bernardo Erlich |
HONRARÁS A
TU PADRE ESCRIBE RODOLFO PALACIOS ILUSTRA LEANDRO BUSTAMANTE
Esta es la historia de un chico de clase media que quiso entrar en el mundo del espectáculo pero no lo consiguió. También es la historia del hijo de un ladrón de bancos que no pudo escapar de la sombra de su padre. Y, por último, el relato de una enorme disyuntiva personal: elegir un camino honrado o vivir al margen de la ley.
U
RODOLFO PALACIOS Mar del Plata, 1977
Periodista e investigador. Trabajó en el diario La Razón y en la sección de policiales de los diarios El Atlántico de Mar del Plata, Perfil y Crítica de la Argentina. Colaboró en el semanario La Maga, en las revistas Playboy, Ñ, Muy interesante, y en el programa Cárceles de Telefé. Escribió los libros El ángel negro, vida de Robledo Puch, asesino serial (Aguilar), Pasiones que matan, 13 crímenes argentinos (Aguilar), Adorables criaturas, crónicas grotescas de ladrones y asesinos (editorial Ross), y Conchita, el hombre que no amaba a las mujeres (Libros de cerca). Además es autor de dos biografías de la colección «200 argentinos, vida, pasión y muerte (1810-2010)», dirigida por Jorge Lanata para la revista Veintitrés. Dicta el taller de Crónica policial en la Universidad Orsai.
16 | Le vendí el auto a un sordomudo, me dejó la seña.
n ladrón le propone a un periodista ir a un robo que está por ocurrir. El periodista le dice que no irá. Además de cuestiones morales, siente que es imposible romper el axioma según el cual el cronista de policiales siempre llega cuando los hechos fueron consumados. Por otro lado, cree que el rufián le hizo una broma. No lo tiene claro, hasta que finalmente la curiosidad lo impulsa a ir a la hora y el lugar indicados. Pero todo está en calma: nada hace pensar que en esa cuadra se esté cometiendo un asalto. El hombre se va. Al otro día, con pavor, lee los diarios y comprueba que el robo existió. El ladrón se llama Pedro. Su nombre real se mantendrá en reserva porque revelarlo sería la cárcel para él y un destino de zanja profunda y lejana para el periodista policial. Que soy yo. Conocí a Pedro en 2010, cuando él me contactó después de que yo entrevistara a su padre Luis, un viejo ladrón de bancos. Cuando lo vi pensé lo mismo que sigo pensando hoy: Pedro desmiente las teorías lombrosianas que definen al delincuente como un mono feo y monosilábico. Él es rubio, mide un metro ochenta, es atlético y no habla con el lenguaje del hampa. Al principio yo no sabía que él era delincuente como su padre, tal vez porque en cierto modo, cuando nos conocimos, Pedro no era tan ladrón como es ahora. De hecho me dijo que quería
verme para que lo ayudara a escribir un guion de cine sobre un robo a un banco en el que había participado su padre. Ese día también me contó que quería ser actor y que había sido tan extenso su trajín por agencias y productoras que hubiera podido escribir un manual de cómo afrontar un casting y no morir en el intento. Su ansiedad y su inexperiencia lo habían llevado a entregar el alma a cambio de, en el mejor de los casos, un cameo en la novelita del momento, una publicidad, una obrita de teatro o un lugar en la tribuna de reidores de cualquier programa con panelistas y archivo. Pedro había recorrido a fondo los piringundines de Once convertidos de la noche a la mañana en oficinas que prometen bailar en lo de Tinelli o cantar en los concursos de Marley. Esos lugares eran sucuchos de la estafa. Los miserables engañaban a los ilusos. Curraban un mes o más, el tiempo que tarda en desvanecerse una esperanza o una promesa de ese tipo, y se rajaban a otro lado con la guita. Pedro había caído en esa trampa más de una vez. Solo le habían conseguido una publicidad para posar en calzoncillos. No estaba mal. Otros la habían pasado peor. A Pedro le había parecido que el tipo que le había tomado el casting le miraba el bulto. También había probado suerte con los castings oficiales. Al de Gran Hermano fue dos veces. En la primera dijo que su sueño era ganar el premio mayor de cien mil dólares para asegurar
Me contó que quería ser actor y que había sido tan extenso su trajín por agencias y productoras que hubiera podido escribir un manual de cómo afrontar un casting y no morir en el intento.
Si nos miramos en la cámara de seguridad todos parecemos delincuentes. | 17
| Honrarás a tu padre
el futuro de sus hijos y que quería ser famoso. No convenció a nadie. La segunda vez, su relato fue más atractivo. Dijo la verdad: —Soy hijo de un ladrón de bancos. La historia de Pedro no terminó por seducir a los productores. Ya habían metido en la casa a prostitutas, bailarinas de caño, cartoneros, un ladrón, el hijo de un asesino, travestis, homosexuales, lesbianas y hermafroditas. Si a Pedro le hubiese ido bien en alguno de los castings, probablemente no habría empezado a hundirse, día a día, en el delito. Pero le fue mal. Así que esta es también la historia de una transformación: el devenir de un pibe de treinta años de clase media, con estudios secundarios, con posibilidades de estudiar una carrera universitaria, que vive en un barrio residencial y no puede liberarse de una gran contradicción: vivir honestamente o al margen de la ley. Por momentos, no parece haber grandes diferencias entre lo uno y lo otro. El submundo del hampa se parece a las familias de artistas: los padres les trasladan el oficio a hijos, sobrinos y nietos. Un ejemplo es el de El Gordo Valor, el mítico líder de la superbanda que en la década de los ochenta robaba bancos y blindados. Valor tiene dos hijos y tres sobrinos que también roban. En muchos casos, los hijos sienten admiración por sus padres pistoleros. Eso queda claro con Pedro. Una vez le pregunté cuándo supo que su padre era delincuente. Su respuesta me sorprendió: —Cuando era chico creía que mi viejo era oficinista. Muchas veces se iba vestido de traje y con un maletín. Mi abuelo era un hombre pudiente, tenía campos y estaba metido en política. Mi viejo quiso seguir ese camino, asesoró a un diputado bonaerense, pero terminó robando para la corona. Esto lo supe de grande, porque de pibe no imaginaba que mi viejo andaba en la pesada. A veces faltaba de casa varios días y yo pensaba que era viajante. Pero en realidad robaba blindados, camiones, bancos, y andaba armado con un fusil. Un día la cana le metió un balazo en el estómago y estuvo muy mal. Ese día, cuando lo vi lleno de cables postrado en una cama de hospital, me cerró su historia. Supe que se dedicaba a robar, no hizo falta que me lo dijera. Después no sé cómo me fui metiendo en el delito, mi viejo siempre me dijo que no lo imitara, que no siguiera sus pasos. Empecé con estafas, metiendo dólares falsos en los negocios y después en las máquinas tragamonedas del hipódromo. Amo la calle. En la calle está todo:
18 | ¿Si soy mitómano? No sé, si te digo te miento.
Si a Pedro le hubiese ido bien en alguno de los castings, probablemente no habría empezado a hundirse, día a día, en el delito. Pero le fue mal.
la acción, las historias, los aromas, el dolor, los gritos. Soy un coleccionista de escenas. Durante un tiempo, Pedro y su padre fueron una especie de asesores del hampa para cada una de mis notas sobre delito. Me daban datos técnicos o me ayudaban a pensar como el delincuente que había cometido el robo. Un día me invitaron a comer un asado en la quinta familiar en Berazategui. Pasamos el día en un jardín florido. Pedro estaba con su esposa y sus dos hijitos. Luis y su pareja, veinte años más joven, fueron los anfitriones. No había ningún detalle que me llevara a pensar que era una familia de hampones o un clan mafioso. Las mujeres, que estaban al tanto de las actividades de sus hombres, se movían con gracia y naturalidad. Y Luis y Pedro escapaban al estereotipo del delincuente argentino que lleva a pensar en un tipo rudo, violento, mal hablado, machista y orgulloso de sus acciones criminales. Ellos no lucían así: podían pasar como padre e hijo bancarios o contadores. En ese almuerzo, Luis se mostró muy afectuoso con sus nietos, a quienes sentaba sobre sus piernas con un gesto de ternura. Lo único fuera de lo normal fue que uno de los nenes, de dos años, manoteó un vaso de vino y empezó a tomar. Luis y Pedro se rieron, pero no le sacaron el vaso. El niño reía a carcajadas y ponía cara de asco, pero seguía tomando
Rodolfo Palacios |
vino. Luego cayó dormido en brazos de su madre. Por la tarde llegó una visita inesperada: un experto ladrón de bancos. Vestía todo de blanco y llevaba un cinturón Armani. En un momento, con la excusa de ir a comprar helado, salió de la casa con Luis. Pedro me contaría luego que en realidad su padre y él habían hablado de volver a hacer algo juntos. Hacía unos años, Luis había cometido un gran robo, del que no puedo dar detalles. Pedro no estaba al tanto de ese plan: de hecho nunca había robado con su padre. Recién se enteró de ese asalto cuando su padre lo citó pocas horas después del hecho en un café de Constitución. —Hijo, vengo de hacer algo grande —le dijo Luis. —¿Vos estuviste en eso? —le preguntó Pedro mientras señalaba con el dedo índice el televisor del lugar, que mostraba las imágenes del robo. —Sí. En el baúl del auto tengo un regalito para vos. No quiero que alquiles más. Comprate una casa. Después fueron a la quinta y les pasaron el secador de pelo a los billetes porque estaban húmedos. Ahora, siete años después, Pedro dice que no llegó a comprar nada porque la plata desapareció «misteriosamente» cuando su padre fue detenido. Pedro quedó obsesionado con la historia del robo. Quería contarla. Llegó a anotarse en un taller de guion de cine que se dictaba en la Universidad de Lomas de Zamora. Veía hasta diez películas por semana: todas de acción. Se aprendió casi de memoria las escenas y los diálogos de las de Tarantino. Entrevistó a su padre y a los cómplices del robo para agregar escenas al guion. Pero su proyecto no avanzó: lo dejó en varias productoras y hasta se lo envió al actor Viggo Mortensen. Para Pedro y los hampones es más fácil robar un banco que filmar una película.
M
i relación con Pedro siempre se basó en la confianza. A él le gustaba escuchar mis anécdotas y a mí sus historias delictivas. Pero cuando se está con un hombre de acción como él, había cuestiones de las cuales era y es mejor callar. Por eso aún me arrepiento de haberle contado un pequeño drama que afectaba mi vida. Un día, mientras yo estaba en el living de mi departamento, un primer piso que daba a la calle, mi mujer vino hacía mi horrorizada, con
la misma expresión de las películas de terror cuando la chica ve un zombi hambriento. Pero ella no acababa de ver nada de eso. Mientras lavaba los platos en la cocina, por el ventiluz que daba a la calle, había visto cómo un tipo desnudo, asomado por la ventana de un primer piso del edificio de enfrente, la miraba con lascivia mientras se masturbaba. Me asomé y lo vi con el pito en la mano, buscándola a ella con la mirada y apuntando con su miembro. Le grité, pero el tipo siguió tocándose, como ignorándome. Nunca le pegué a nadie, pero me vi obligado a bajar para ir a buscarlo. El tipo luego se escondió. Enseguida hicimos la denuncia en la comisaría de la vuelta, pero noté que el oficial de servicio estaba más interesado en el escote de mi mujer que en la denuncia. —Mirá —me dijo el cana—. Hasta ahora es un exhibicionista. Le cabe una contravención, que pasó a ser un delito penal. Igual no creo que lleguen a nada. Muchos de esos casos se resuelven a las trompadas. Desde entonces, no volví a salir tranquilo a la calle. Al día siguiente el sátiro aprovechó otra vez para espiarla y tocarse. Habíamos perdido la intimidad. Llegamos a vivir con las persianas bajas, mientras el tipo espiaba por las hendijas de su persiana o se asomaba apenas detrás de la cortina, con la mano adentro de la bragueta. Decidimos hacer la denuncia en la justicia contravencional. El fiscal, que tenía la mano derecha enyesada, nos preguntó si teníamos alguna prueba. —¿Qué prueba? —quise saber. —No sé, alguna foto, algún video. —¿Y usted piensa que mi mujer va a tener la tranquilidad de filmarlo? —Lo entiendo, pero ahora no tenemos pruebas. ¿Saben el nombre? ¿A qué se dedica? —Eso lo deberían investigar ustedes. No queremos que este tipo pase a la acción y un día se meta en nuestra casa. —Sí, es difícil. Capaz que es un voyerista, pero no lo sabemos. Les digo una cosa y que quede entre nosotros. Yo que vos —me confesó mientras me miraba fijo— le doy su merecido. Yo no lo puedo hacer porque, como podés apreciar, tengo la mano enyesada. Me fui desanimado, con la copia de la denuncia en la mano. El sátiro la siguió espiando. Mi mujer ya no quería salir a la calle. Sentirse observada,
Cortaron la 9 de julio. Quedó en 7 de Abril. | 19
Rodolfo Palacios |
El sátiro la siguió espiando. Mi mujer ya no quería salir a la calle. Sentirse observada, con alguien al acecho, pendiente de sus movimientos, la traumaba. A esa altura, yo estaba harto.
con alguien al acecho, pendiente de sus movimientos, la traumaba. A esa altura, yo estaba harto. —Esto se termina hoy —le prometí. Eso mismo me dijo Pedro cuando le conté la historia: —Esto se termina hoy. Pedro sentía rabia, los ojos le brillaban, estaba indignado. —Qué degenerado hijo de puta, yo te lo voy a resolver. ¿Le mostró el miembro el sorete ese? A ver si me lo muestra a mí. Se lo arranco. Odio a estos violines. Uno de estos manoseó a mi hermana hace muchos años. Es sabido que en los códigos no escritos del hampa, ser violador, manoseador de mujeres, exhibicionista obsesivo y otras malas artes, se paga caro en los pabellones. Durante dos días, sin que yo supiera, Pedro siguió al sátiro y comprobó su rutina. Sabía que todas las noches, poco después de las once, llegaba a su casa, siempre vestido con camisa, pantalón de vestir, zapatos y un bolso. Una noche, nos sentamos en la esquina a
esperarlo. Tomamos cerveza en lata para matar el tiempo. Si el tipo seguía su rutina, iba a llegar en veinte minutos. Yo estaba nervioso. —Che, loco, que no se te vaya la mano. Una charlita y nada más. Decile que no joda —le advertí. —Quedáte tranquilo, amigazo. Una apretadita. Simple. —Pero no lo amenaces ni le pegues. —Vos dejálo en mis manos. Yo te aseguro que este hijo de puta no los va a joder más. Faltaban diez minutos. Quedaban dos latas de cerveza. Pedro estaba ansioso. Hacía saltitos como los boxeadores, lo que preanunciaba que iba a haber algo más que una charlita. Miraba para la esquina, el punto fijo que tenía entre ceja y ceja. Faltaban cinco minutos. —¿Y si el tipo se quedó haciendo extras en la oficina? —pregunté. —¿Horas extras? Nadie hace horas extras porque no las pagan. Ni en el delito se pagan las extras —bromeó Pedro. —O capaz que tenía otro plan. —¿Querés dar marcha atrás? El plan que tiene este forrazo es pajearse con tu mujer. Te lo digo así para que entiendas que esto tiene que terminar, porque vos no podés… Pedro iba a seguir hablando pero lo interrumpí con un grito: —¡Ahí está! El sátiro caminaba con un bolso negro, camisa blanca, pantalón negro y zapatos marrones. Medía como un metro noventa. Yo ni siquiera le hubiera podido tocar un pelo. Cuando lo vi más de cerca noté otros rasgos, como una cicatriz en la cara. No había marcha atrás. Pedro se le abalanzó. No le dio tiempo a nada. Le metió un directo al mentón. —Violador, dejá de espiar a mi hermana. —Yo no fui —dijo el tipo. Y ese yo no fui luego sería toda una certeza para Pedro. Para él, el «yo no fui» no era la respuesta de un inocente. Lo más común hubiese sido decir «no entiendo de qué me hablás». Pedro pegó, jab de izquierda, cross a la mandíbula; el grandote seguía de pie, con la cara ensangrentada, tiraba algunas manos, que en realidad parecían manotazos de ahogado. Estaban parados en el medio de la calle, sobre el empedrado. Pedro tiró un golpe voleado y se resbaló, cayó al piso y el sátiro comenzó a patearlo. Yo miraba desde diez metros de dis-
El taxista con GPS es un médico que busca síntomas en Wikipedia. | 21
| Honrarás a tu padre
tancia. Si la cosa seguía así, no me iba a quedar otra que meterme. Me preguntaba por qué no había sido capaz de arreglar esto con mis propios puños. Me lamenté por ser cobarde, por depender de otros, por meter como excusa que yo no podía exponerme en esto porque podía terminar con problemas legales. En un momento vi que el policía que custodiaba el restaurante de la otra cuadra se acercaba. Pedro se levantó como un toro ciego de furia. Y se repuso. Y pegó. En el estómago del sátiro, en la cara, en las costillas, el sátiro cayó. Nocaut. —¡Ya está, loco! —le grité. Pensé que las cosas podían terminar peor e incluso ser más graves que el origen de todo esto: un onanista que espiaba a una mujer. Antes de irse, Pedro miró fijo al sátiro y lo amenazó: —Nunca más vuelvas a abrir la ventana. Mañana voy a venir a matarte. Me sentí mal. Esa noche corrimos con Pedro y nos refugiamos en un bar infecto de Congreso. Tenía las manos llenas de sangre. —Loco, te dije que no lo amenazaras —le dije. —Me calenté. Me dio bronca que me dijera yo no fui. Es una tomada de pelo. Le dejé la cara llena de chocolate, ¿lo viste? Mi mujer se enojó por todo lo que había pasado. Al otro día, Pedro fue al traumatólogo porque se había fisurado la mano. El sátiro nunca volvió a levantar la persiana. Al menos hasta que nos fuimos de ese barrio.
H
asta esta parte de la historia, puedo decir que Pedro era hijo de un veterano ladrón, que había cometido estafas menores, que soñaba con filmar una película o aparecer en la televisión, y que ajusticiaba a degenerados que espiaban mujeres. Lo que nunca imaginé era que su carrera delictiva, por entonces la de un principiante, iba a dar un vuelco. Una tarde, mientras tomábamos un café en la terminal de Retiro, me hizo una pregunta que me dejó helado: —¿Querés ver un robo en vivo? —No entiendo —le respondí. —Te pregunto si querés estar cerca de un lugar en el momento en que se está cometiendo un afano. —No me jodas, loco. No me metás en quilombos —le dije. Por un lado, sentía una gran
22 | La paradoja de hacer cola para entrar al telo.
curiosidad. Pero por el otro, no entendía qué rol iba a tener Pedro en el supuesto robo. Sabía que él había cometido algunas estafas menores. El ladrón pesado, y miembro distinguido del gremio del hampa, era su padre. —Está bien, amigazo, te lo dije por si querías estar en el lugar de los hechos cuando están ocurriendo —dijo Pedro con tono desinteresado—. Va a ser un laburo fino. —Estás loco. Vas a terminar en cana. ¿Y qué vas a hacer? —quise saber. —La banda va a voltear una financiera. —¿Qué banda? —le pregunté. No solo no sabía de la actividad delictiva de Pedro: también ignoraba que formaba parte de un grupo criminal. —No va a ser una banda con batería, bajo, viola y cantante. Es una banda que va a trabajar conmigo. Igual yo no voy a entrar. —¿Vas a hacer de campana? —¿Me ves cara de che pibe? Eso es para los principiantes. Mi papel será superior —dijo con aires de superado. —Dale, loco, no te hagas el misterioso. —Mirá vos, no querías saber nada y ahora te morís por saber todo. Pedro no se equivocaba. Yo sentía una mezcla de intriga y de incredulidad. En los últimos años había entrevistado a más de cincuenta ladrones y asesinos, esos seres que viven aferrados a los pliegues más sórdidos de la sociedad: ese submundo paralelo y en penumbras que vive de lo ajeno. Pero nunca me habían propuesto llegar antes que la noticia. El periodista policial siempre llega después de que los hechos ocurren, cuando los actos son irreversibles: el asesino ya mató y no hay forma de retroceder; el ladrón huyó con el botín; la víctima ya está en la telaraña viscosa tendida a modo de trampa por los rufianes. —Amigazo, voy a hacer la inteligencia. Y puedo decir que soy el autor intelectual del robo. —A la pelota. Lo confieso: en ese momento pensé que Pedro me mentía, o exageraba el asunto. No lo creía capaz de organizar un asalto, no por torpeza o falta de inteligencia, más bien porque no lo hacía dedicado de lleno al delito. —Un empleado infiel me entregó el dato. Lo chequeamos y seguimos adelante. Entré un par de veces a la financiera, me hice pasar por cliente, bien vestido y perfumadito. Y le di el choreo a la banda. Se lo serví en bandeja. —¿Y los tipos qué tienen que hacer?
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—Van a lo seguro, amigazo. A la caja fuerte. Van a reducir al guardia, seguro van a decir lo de siempre: esto es un asalto, arriba las manos. Y van a salir tranquilos, con la guita. —¿Cuánto? —Calculamos cien mil de los verdes. Veinte mil para cada uno, contando al entregador. —¿Y si algo sale mal? —Nada puede salir mal. Está todo planeado. No va a durar más de cinco minutos. —¿Y vos qué vas a estar haciendo? —Voy a estar cerca, con un handy. —¿Estás hablando en serio? —Obvio, amigazo. —Estás loco. No te metás en esa. —No va a fallar. Y ya no se puede dar marcha atrás. Unos días después, Pedro me mandó un mensaje de texto: «Mañana es el gran día, a las diez de la mañana en donde te dije la otra vez». Había dicho la dirección, pero no la recordaba. Sabía que era en la zona del microcentro, en la city. No respondí el mensaje. Aunque no tenía nada que ver, me sentía como parte de la banda que, irremediablemente, iba a entrar en una financiera, apuntaría con pistolas al guardia y a los empleados —uno de ellos actuaría el temor y escondería su complicidad: la entrega de un dato que equivale a tres años de su sueldo— y enfilaría en dirección a la caja fuerte. ¿Cómo convivir con la certeza de que se está por cometer un robo y que uno sabe la hora y el lugar en que será cometido? ¿Lo correcto sería alertar a la policía? ¿Delatar a Pedro y traicionarlo? ¿Ser un buchón y carne de cañón para que la banda cobrase venganza? ¿Mantenerse callado ante el riesgo de que alguna persona saliera lastimada? ¿Y si todo era una fantasía de Pedro? Saber ese secreto era un peso demasiado grande. Prefería no saberlo, mejor dicho: borrarlo de mi cabeza. Olvidar los detalles de ese plan que de un momento a otro iba a ejecutarse. Quizá lo mejor fuera hacerme el tonto y seguir mi vida: ir al trabajo, tomar mate con mis compañeros, hablar de fútbol, de política o de cualquier cosa. Pero no podía dejar de pensar en el robo. «El hecho pasó para mañana, que es día de pago. Misma hora. Mismo lugar. Pasáte», fue el mensaje que me mandó Pedro un rato después. Tampoco le respondí. Pensé en llamarlo para que no me informara más sobre ese tema. Pero la paranoia me llevaba a pensar que si lo llamaba podía quedar registrado en alguna escucha o seguimiento policial.
«Van a lo seguro, a la caja fuerte. Van a reducir al guardia, seguro van a decir lo de siempre: esto es un asalto, arriba las manos. Y van a salir tranquilos, con la guita».
A la mañana siguiente desperté pensando en el robo. Seguía creyendo que podía ser una mentira de Pedro. Los ladrones suelen agrandar sus acciones o hasta inventarlas. Me duché, me cambié y salí a la calle. Por entonces, mi trabajo quedaba cerca del Luna Park. Siempre iba caminando y a mitad de camino pensé que la dirección donde supuestamente iba a ser el robo quedaba de paso. Algo se apoderó de mí, quizá la curiosidad, el morbo. Fui al lugar. Llegué dos minutos antes de la hora indicada. Supuse que había llegado antes que los protagonistas del hecho: los ladrones, las víctimas y, por supuesto, los policías y fiscales. Era como un espectador que asistía media hora antes a una función de teatro y esperaba tranquilo, mientras los actores repasaban el libreto en el camarín o se maquillaban y se transformaban en sus personajes. Primero me senté en un banco de la peatonal Reconquista. Pasó un barrendero y un camión de basura esperaba en la esquina. La gente iba y venía. Había vendedores ambulantes, un linyera que hablaba solo, arbolitos con la cotización del día, volanteros y tipos trajeados que iban al trabajo o salían a tomar un café. Había un policía federal que caminaba por la
Hasta la paloma de la paz debe cagar gente. | 23
| Honrarรกs a tu padre
24 | Mama, uh uh uh uhhh, en la escuela me dicen Freddie Mercury.
Rodolfo Palacios |
cuadra. Y un payaso que vendía globos con formas de animales. Luego fui a un café, frente a la financiera, y me senté en una mesa de la vereda. No me sentía en peligro. Si el robo iba a ocurrir de verdad, no creía que los ladrones fueran a salir a los tiros. Pasaban los minutos y no veía nada. Ni siquiera a Pedro, que debería estar en la zona. De la financiera salieron tres hombres trajeados que saludaron al guardia de la entrada con naturalidad. Nada anormal. Miré para los costados por última vez. Hojeé el diario aunque no me concentré ni en los títulos, pagué el café y pensé que Pedro era un versero. Al menos respiré aliviado porque no había pasado nada. Al otro día, sin embargo, leí en los diarios que en un golpe comando ladrones habían robado una suma no precisada de dinero de una financiera. Sentí un escalofrío. Fui a mi trabajo. Y el correr de las horas me hizo olvidar del frustrado asalto, hasta que un rato después me avisaron de recepción que me buscaba Pedro. Vestía camisa y corbata. Llevaba lentes de sol y un maletín negro. Fuimos al café de la esquina. Pedro apoyó el maletín en la silla. Sonreía todo el tiempo: su cara se parecía a la de los políticos que posan en los afiches de campaña. Esa sonrisa impostada que muestra los dientes blancos. Sospeché que tenía algo para decirme. —El robo salió de diez. —Estuve en el lugar y no vi nada. —¿A la hora que te dije? —Sí. —¿Dónde estuviste? —En el café. —¿Qué viste? —Un cana, un barrendero… —Sí, un barrendero, al cana lo vi. También había un payaso y un par de arbolitos. Pedro describió las mismas cosas que yo había visto. —Pero de la financiera salieron tipos trajeados —dije. —Eran los chorros, amigazo. Parecían empresarios. De repente, Pedro se levantó y fue al baño. —Ya vuelvo. Su ausencia comenzó a intranquilizarme. Me pregunté por qué. Miré a los costados, miré la mesa y descubrí que el motivo de mi nerviosismo estaba en el piso, apoyado contra una de las patas de la mesa. Era el maletín negro. Sentía una mezcla de intriga y temor. El contenido del maletín era misterioso: nunca había visto a Pedro con uno. Y de ser cierto el éxito del robo,
sumaba uno más uno y podía llegar a la solución obvia: ese maletín estaba lleno de plata. Plata sucia. ¿A un día del asalto seguía con el botín a cuestas? Sea como fuere, bastaba con que entrara un cana, si es que alguno se avivó y siguió la ruta oscura de ese dinero, manoteara el maletín y encontrara parte del botín robado. ¿Yo qué diría? ¿Que es de un amigo que fue al baño? ¿Que ignoraba lo que había adentro? Nadie me iba a creer. Ese maletín era una bomba de tiempo que podía estallar en cualquier momento. ¿Y si el maletín tenía otra cosa? Capaz que el loco de Pedro llevaba un currículum, un par de guiones escritos a los apurones, algún regalo para sus hijos. En un momento, entró en el café un policía federal. Estaba apurado. Se pudrió todo, pensé. En circunstancias como estas, la cotidianeidad aparece distorsionada y en vez de ver actos sencillos y normales, vemos peligro o señales inequívocas de que algo anda mal. Este era el caso: el federal había entrado a pedir un vaso de agua. Se fue tranquilo, justo cuando reapareció Pedro. Ahí aproveché yo para ir al baño. Mientras meaba, apareció Pedro con el maletín en la mano. Fue como ver un fantasma. —¿Qué hacés? —le pregunté. —Te voy a mostrar algo —dijo Pedro y se metió en un compartimento con inodoro. —Vení, loco. Acercáte —me dijo. La puerta estaba entornada. Pedro abrió el maletín y vi lo que se ve en algunas películas: adentro tenía varios fajos de dólares. —Hay cuarenta mil de los verdes. Encontramos más guita de la que imaginábamos. Sacále una foto con el celu. —No, loco, todo bien, pero hasta acá llego —le respondí y salí del baño. A la salida me crucé con un tipo de traje negro, bigote y cara de cana. Otra vez pensé lo peor. Seguro que el baño tenía cámaras y los de seguridad habían visto todo. En lugar de esperar a Pedro en la mesa del café, pagué y salí. Más tarde supe que el tipo era un cliente más del café porque Pedro me llamó preocupado por mi retirada.
N
o volví a verlo por varios meses. Lo mejor era alejarme, no escuchar sus confesiones ni quedar pegado a sus acciones. Hasta que un día me llamó su padre, Luis. Lo noté preocupado. Me citó en un café de tribunales, después de que fuera citado a declarar por una causa por robo. Vestía traje y lucía unos Ray Ban.
¡Monstruo, fuiste elegido empleado del Ness! | 25
| Honrarás a tu padre
Los chorros que han dado grandes golpes nunca lo hicieron drogados. Robar un banco o un blindado exige lucidez, precisión, tranquilidad. Y nada de eso se logra con el polvo blanco.
—Te cité porque Pedrito anda en cosas bravas. Yo no quiero que se meta en el delito. Va a terminar mal. No deseo ese futuro para mi hijo. Yo sé lo que es la cárcel, él no. —¿Pedro está por robar otra vez? —Sí. Un banco. Reclutó una banda. —¿Te pidió consejos? —No, me contó por arriba. Lo quiere hacer por su cuenta, como si buscara sorprenderme o maravillarme. Tratá de convencerlo de que es una pésima idea. Me había distanciado de Pedro por sus secretos, y ahora era su padre el que me los contaba. No solo eso: pretendía que persuadiera a su hijo. Empecé a pensar que Pedro planeaba ese golpe como una manera de decirle a su padre: yo también puedo hacerlo. Una semana después, me reencontré con Pedro en un bar rastafari de Córdoba y Santos Dumont. Lo noté extraviado, y más tarde supe que había tomado cocaína. Un abogado del hampa siempre decía que esa droga sería un método ideal para que interroguen los jueces y fiscales. Unos pocos tiros son suficientes para confesar el robo con todos los detalles. El problema es irse por las ramas o lloriquear como
26 | En el Ballet Parking te estacionan el tutú.
un bebito de cinco días. Todo sería más fácil. Al otro día, los diarios titularían: «Después de esnifar un gramo de cocaína, el asesino confesó su horrendo crimen». Pedro sabe que lo mejor que se puede hacer con la merca es no tocarla. Los chorros que han dado grandes golpes nunca lo hicieron drogados. Robar un banco o un blindado exige lucidez, precisión, tranquilidad. Y nada de eso se logra con el polvo blanco. Hasta Freud, en su libro Escritos sobre la cocaína, cuenta de un experimento que se hizo entre hombres que dispararon al blanco después de consumir. En esa época se creía que la merca mejoraba la puntería. Pero la realidad es otra. La falopa arruina. Los chorros que la toman para guapear en un asalto son desgraciados. No tienen pulso ni para sostener el fierro. Y son capaces de tirarle a una embarazada. Es como creer que Maradona hizo el segundo gol a los ingleses después de tomarse una línea tan larga como el recorrido que hizo de mitad de cancha hasta el arco contrario. Pedro recordaba la frase de un legendario pistolero: —La papusa no sirve para robar. Sirve para festejar. Ese hampón robaba miles de dólares y por la noche celebraba con putas y merca. La noche del reencuentro, Pedro me dijo que no solía drogarse, pero que se tentó cuando un amigo le regaló una bolsita. No hizo falta que yo le sacara el tema del robo al banco, Pedro es un boquiabierta. Enseguida lo mencionó él. Hablaba en voz alta, como si me estuviese contando una película: —Está todo arreglado. Un empleado de mantenimiento filmó la bóveda con una lapicera especial que compré en Once. Vamos a entrar cuando no haya nadie. Acá tengo el video y una carta que pienso dejar en el banco como mensaje, si querés vamos a un cíber y lo vemos —dijo Pedro y luego me mostro un pendrive. —No, loco. Pará. No me metas en líos. Frená un poco. Hacelo por tus hijos. —Lo voy hacer por ellos. Voy a chorear por ellos. Todo lo que hago es por ellos. Pedro fue al baño a tomarse otra línea. Esa noche podría aspirarse todo lo que se interpusiera entre su nariz y el aire y el mundo que lo rodeaba. Luego, vio una piedrita blanca en el piso. La apretó con el dedo índice, la piedrita le quedó pegada, y la esnifó. Su apuro lo había traicionado. Tosió hasta que los ojos se le llenaron de lágrimas. No fue efecto de la coca. Lo
Rodolfo Palacios |
que acababa de aspirar no era merca, sino un pedacito de pochoclo blanco. Intenté usar esa muestra de torpeza para convencerlo de que no tenía que seguir con su plan. —Si confundiste merca con pochoclo, no podés robar un banco —le dije con cierto cinismo. Pedro no dijo nada. —Pensá que podés caer en cana. Y ahí te quiero ver. Mirá tu viejo todos los años que estuvo preso. Pedro no respondió. Al final encontró la bolsita en el piso y fue presuroso al baño. Volvió enseguida porque el inodoro estaba ocupado. Como si estuviese solo, peinó una línea en la mesa y aspiró fuerte. Una mitad con la fosa nasal derecha y la otra con la izquierda. Otra vez los ojos brillosos y las ganas de hablar: —Va a salir todo bien. Es un plan perfecto, como el de las películas. —Esto no es cine. Todo lo ves como si fuera una película. Esto es mucho peor. No es un juego. —Ya sé que no es un juego —dijo mientras el mozo traía otra cerveza y un recipiente lleno de pochoclos. —Boludo, no te lo confundas con merca —lo cargué—. Hablando en serio, creo que te la van a poner. Vas a caer. Por empezar: ¿confiás en los otros miembros de la banda? —En la mayoría sí. —¿No confías en todos? —No pongo las manos en el fuego por ninguno de ellos. —¿Y si alguno te traiciona o te quiere mejicanear? —Eso no va a pasar. Ya hicimos algunos laburos juntos. Y acá está todo calculado. Hasta nos juntamos en un departamentito a ensayar los movimientos. Para no perder tiempo y no quedar registrados en la cámara. —¿Qué laburos hicieron juntos? —Un par de financieras. —¿Y son tipos expertos? —Sí. Quedáte tranquilo, amigazo. Va a ser el plan perfecto. —¿En qué te basás para decir eso? —En la confianza. Planifiqué todo. Hasta el más mínimo detalle. —Pensé que habías aprendido la lección. —¿Qué lección? —La banda de tu viejo fue muy audaz. Tenían todo calculado. Pero algo falló y caye-
ron en cana. Era el plan perfecto. No existen los planes perfectos. —Pero los traicionó una mina. Una despechada. Si esto sale bien, voy a dejar mucha guita en un comedor infantil. —¿Y quién te garantiza que alguno de tu banda hable de más, tome una copa como estamos tomando ahora, y se vaya de pico, o quiera sacar chapa con alguna mujer? —Eso se va de las manos. ¿Querés que les haga firmar un contrato de confidencialidad? Somos ladrones y no valemos por las armas o la valentía que tenemos. Valemos por la palabra. El que no la cumple, deberá atenerse a las consecuencias. —¿Y el empleado infiel qué onda? —El tipo quiere salvarse. —Yo creo que ese tipo es el primero que va a caer. Todos van a sospechar de él. Y él, por nada, los va a delatar. Porque no tendrá nada que perder. Pedro se quedó pensando. —No creo que el chabón quiera mandarnos en cana. No se va a meter en problemas. A los pocos minutos, Pedro recibió un llamado y se fue a las corridas. Supuse que era de uno de sus cómplices. Me di cuenta de que no había marcha atrás. Su padre, Luis, me había contado que una vez le aconsejó: —No hagas la que hice yo, pero si un día llegas a robar, no lo hagas con armas. Pedro sabía que las armas no las cargaba el diablo sino el hombre. Y en su banda había un hombre, apodado Petaca, que por nada del mundo estaba dispuesto a salir a robar sin su pistola. —La Bersa es como mi verga: siempre la llevo conmigo —le advirtió a Pedro. —No lo lleves, Petaca. Es para cagada. Hay gente inocente. —Mirá, Pedrito, esto debés saberlo, varón. No te voy a mentir. Nunca salgo sin el morocho. Es parte de mi cuerpo. Lo llevo como un anillo de casamiento. Y te voy a decir algo. ¿Me escuchás bien, varón? —Sí. Te escucho. —Mirá, cuando le robo a personas de bien, a gente de la calle, hago una cosa. ¿Me seguís? A Pedro le irritaba que cada dos frases el Petaca interrumpiera su relato para pedirle atención o preguntarle si estaba atento. —Escucháme, varón. Cuando le apunto a un chabón de bien, a un padre de familia, a
Con un óvulo y un espermatozoide estás hecho. | 27
Rodolfo Palacios |
alguien bueno, no lo hago con el dedo apoyado en el gatillo. Pero cuando enfrente tengo a un cobani, a un ortiva del orto, apoyo el dedito en el gatillo porque ahí vale todo. Es él o yo. Y si yo no lo aprieto, lo va a apretar él. ¿Me seguís, chabón? Pedro se quedó callado. Comprendía que Petaca no iba a salir desarmado. Sabía, ahora, la sutil diferencia de la posición del dedo en el gatillo. Aterraba saber cómo un roce, un movimiento que involucra a tres huesos del índice, podía ser la diferencia entre la vida y la muerte.
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on Pedro nos volvimos a ver una semana después, en el gimnasio Ringo Bonavena de Huracán, en Parque Patricios. Yo entrenaba en ese lugar y él iba cada tanto a liberar tensiones. En el precalentamiento corrimos diez vueltas en el patio. En un momento, le sonó el teléfono. Pedro enfureció: —Loco no me tomés por pelotudo, entendiste. No te hagas el gil, perro boludo. Pagá lo que debés, gato. Me venís bicicleteando desde el otro día. Yo no soy gil, loco. Al rato, por el mismo teléfono, lo llamó su esposa para pasarle con su hijita: —Mi amochito, como estás. Mi bichito peshioso, godita de papá. Era notable ver los dos lados de un mismo hombre, cómo podía pasar de la violencia a la dulzura. Cambiar el tono de voz y el vocabulario. Luego me explicó que el primer llamado era de un excompañero que se había quedado con el vuelto de un robo que habían cometido disfrazados de policías. Pedro le pegó a la bolsa con violencia y también le dio patadas, lo que ofendió al tano, el encargado del gimnasio, un personaje de otro tiempo. Aparentaba cincuenta, pero tiene sesenta. Pedro pidió perdón. Y después me dijo: —Quiero liberar tensiones porque en dos días es el gran robo.
Leandro Bustamante Montevideo, 1987
No dijo más nada del tema. No volví a verlo por un buen tiempo. Solo sabía de él por lo que publicaba en su perfil de Facebook. Un día contó que para su clase de guion había filmado la escena de Nueve Reinas en la que Ricardo Darín y Gastón Pauls corren por Puerto Madero. Otro día publicó fotos en las que aparecía con sombrero y lentes negros, como Walter White, el personaje de Breaking Bad. En otras posaba con un habano, traje y lentes negros, emulando a Al Pacino en Scarface. ¿Su fantasía era robar como si todo fuera una película? ¿El personaje podía devorarlo? Pero a diferencia de aquel robo a la financiera, yo no tenía detalles del asalto que pensaba cometer entonces en un banco. A la semana siguiente salieron publicados en los diarios dos robos a bancos del conurbano. Pero por mi salud mental y mi integridad física, tomé la decisión de no volver a ver a Pedro. Cambié de celular, por cosas de la vida dejé de trabajar donde lo hacía y perdimos el contacto. Cada vez que leía sobre un robo a una financiera o a un banco, me imaginaba que él podía estar detrás de esos golpes. Un día me mandó un mail para encontrarnos en Avenida de Mayo y Piedras. Me contradije y fui a la cita. Lo noté cambiado: su postura corporal, sus gestos, hasta sus facciones parecían las de otro hombre. ¿Acaso uno no es el mismo después de robar un banco? —Al final no robé nada, amigazo —dijo Pedro con picardía. Supe que mentía. No dio más detalles, tampoco se los pedí. Me contó que había vuelto a estudiar guion de cine y que su padre ya no tenía deudas con la Justicia. Al final caminamos hasta Florida y Corrientes. Antes de despedirse, Pedro me avisó: —En un par de semanas mirá la tele porque va a pasar algo grande. Y caminó rápidamente por Florida, abriéndose paso con su maletín entre la gente, perdiéndose como uno más entre la multitud. x
Estudió Diseño Industrial, pero se gana la vida con el diseño gráfico, la ilustración y las caricaturas. Dibuja desde que tiene memoria, y aunque cursó la carrera de Bellas Artes un año, paralelamente a sus estudios formales siempre pintó y dibujó de forma autodidacta. Sus trabajos se pueden ver en el ilustracioneslea.blogspot.com.ar/.
Tengo un sueño bárbaro: invadir el Imperio Romano. | 29
SOBREMESA
FÍSICA Y QUÍMICA
¿C
ómo te imaginás la cara de Pedro, el ladrón de la crónica del Rodo? —me pregunta Chiri. —Mientras leía el texto para mí Pedro tenía la cara de Alexander Monday —le digo—, el personaje de Ladrón sin destino. —De Robert Wagner, querrás decir: el esposo de Natalie Wood. —Exacto, ese mismo —le digo—. Me encantaba Natalie Wood, ¿se murió joven, no? —Sí, creo que más o menos a nuestra edad. ¿Vos sabías que hay toda una trama policial detrás de su muerte? Una cosa muy misteriosa... —No tenía la menor idea, ¿qué pasó? —Natalie murió ahogada —le digo—. Iba en un yate con su marido y se cayó al agua. En el barco creo que también iba Christopher Walken. —Siempre me dio un poco de miedo ese señor. Tiene una cara muy rara, no me digas que no… —A mí me encanta —le digo—. No me lo olvido más en la película El cazador, de Michael Cimino. —¡Enorme peli! —Pero sobre todo cada vez que me cruzo con el video de Weapon of Choice no puedo dejar de verlo. Me hipnotiza ese video… —Sí, es verdad —me dice Chiri—. Es increíble cómo baila. Mejor que Fred Astaire. —Volviendo al tema del yate y Natalie Wood, ¿vos decís que estos dos la tiraron? —Todavía no se sabe —le digo—. Esto pasó a principio de los ochenta, y hace poco la causa se volvió a abrir porque apareció un testimonio nuevo: el del tipo que manejaba el barco. —De todos modos, por más pruebas nuevas que aparezcan, dudo que alguna vez alguien meta preso a Alexander Monday: era muy escurridizo. —Qué bueno que hayamos podido cerrar los policiales del tercer año con otra historia de Rodo —me dice Chiri—. Me encantó su crónica sobre el caso de las gemelas, y esta me parece brillante. —Es un maestro el Rodo… —le digo—. ¿Y sabés qué? Cada vez me gusta más el género policial. Ahora, por ejemplo, estoy viendo en la tele muchas series policiales suecas y danesas… Un descubrimiento reciente que me tiene muy contento.
30 | Trato de no apoyar queso en la mesa ratona.
—¿Sí? ¿Qué hay? Dame alguna pista sobre series nuevas porque estoy un poco perdido. —Tenés de todo —le digo—: Forbrydelsen, el germen de The Killer, por ejemplo; las verdaderas Wallanders también están muy bien… Pero si querés empezar con una que va a volarte la cabeza descargá Bron/Broen. Un lujo mitad sueco, mitad danés. —¿Cuál es? ¿La del puente? —Esa misma. —Empecé a ver The bridge, la versión americana, pero no me gustó. —¡Porque es una mierda! —le digo—. Tenés que ver la original. —¿El planteo es el mismo? —Idéntico, pero sin las pelotudeces de la industria norteamericana: una noche aparece un cadáver justo en la mitad de un puente que une Dinamarca y Suecia. Y la cuestión esa esa: hay medio cuerpo en cada país. —Un mensaje muy extraño… ¿Se sabe de quién? Porque yo la dejé de ver en el segundo capítulo... —Se va sabiendo, pero no te quiero dar ningún espoiler. Tenés que verla. —Dame una pista más, no seas puto. —Cada uno de los países manda un detective. Por un lado una sueca rubia de personalidad impresionante: tiene algo parecido al síndrome de Asperger, es decir, obsesiva, limitada, de sociabilidad escasa... —Como Sheldon Cooper, de The big bang theory. —Exacto. Y el otro es un danés caótico, un tipo sanguíneo y calentón… ¿Sabés qué descubrí con esa serie? —Qué. —Que para los suecos, Dinamarca es el tercer mundo. —Eso es mentira. —No, es la pura verdad —le digo—. La historia es alucinante, pero la química entre estos dos personajes es de las mejores de la historia de la televisión. —¿Tienen más química que nosotros dos? —Nosotros no tenemos química. Tenemos física. —No seas zalamero. x
CARTA ABIERTA, por Liniers |
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(FOTO: DIARIO LA TERCERA, CHILE)
EL VERANO
CHILENO ESCRIBE JOSEFINA LICITRA
La primavera estudiantil pasó y ahora sus principales líderes —entre ellos la bellísima Camila Vallejo— pelean por una banca en el Congreso nacional. Crónica de una gesta social que ya se ha vuelto partidaria, y que tiene a jóvenes de veintitantos años jugando un rol fundamental en la elección más importante desde la caída de Augusto Pinochet.
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JOSEFINA LICITRA La Plata, 1975 Periodista y narradora argentina. Ha escrito para Rolling Stone, Letras Libres, Piauí, El País Semanal, Etiqueta Negra, El Malpensante, Gatopardo y las revistas del diario El Mercurio, entre otras. En 2004 ganó el premio CEMEX-FNPI en la categoría texto. En 2007 publicó Los imprudentes (Tusquets), en 2011 publicó Los otros. Una historia del conurbano bonaerense (Debate/RHM), y en 2013 publicará su tercer libro. Algunos de sus trabajos fueron traducidos al inglés, francés e italiano, e integran antologías como Crónicas filosas de Rolling Stone, Las mejores crónicas de Gatopardo y la Antología de Crónica Latinoamericana Actual. Es editora de esta revista desde fines de 2012. Dicta el taller de Crónica periodística en la Universidad Orsai. Sus alumnos la quieren porque aprenden mucho, pero sobre todo porque en la clase se come bien.
34 | Llegué a una conclusión y me volví.
sta es la escena; ocurrió el veintiuno de mayo de 2012. Esa mañana, en Valparaíso, una ciudad costera ubicada a ciento veinte kilómetros de Santiago de Chile, el presidente Sebastián Piñera debía dar la «cuenta pública anual»: un discurso ante el Congreso en el que el primer mandatario tenía que rendir cuenta del estado administrativo y político de la Nación. Ese día, a diferencia de tantos otros años, la situación era especialmente tensa. En pleno auge de las protestas estudiantiles —la gesta popular más importante que tuvo Chile desde el regreso de la democracia, en 1990— cualquier aparición pública de Piñera garantizaba, como mínimo, un recalentamiento del humor social. Adentro y afuera del Congreso había gente apostada, aunque la tensión era distinta en cada lado. Adentro, en un ambiente más calmo, estaba Jaime Parada: un concejal y militante por los derechos civiles de las minorías sexuales que asistía al discurso a sabiendas de que Piñera se pronunciaría sobre el asesinato de Daniel Zamudio, un muchacho gay cuya muerte había paralizado al país. Afuera, en cambio, manifestando en contra de Piñera estaban los estudiantes encabezados en buena parte por Giorgio Jackson (presidente de la Federación de Estudiantes de la Universidad Católica - FEUC), Francisco Figueroa (exvicepresidente de la Federación de Estudiantes de Chile -FECH) y Camila Vallejo, vicepresidente de la FECH, quien gracias a un discurso de hilvanes perfectos y a una belleza inaudita le había dado voz y rostro al movimiento ante todos los medios de comunicación del mundo.
(Foto: publicada en TheClinic.cl, Chile)
Camila y Jaime —amigos— acortaban la distancia enviándose mensajes por Whatsapp, la aplicación de chat telefónico con la que fue coordinada buena parte de la revuelta estudiantil. «Leona esto ya termina tenemos que encontrarnos» le escribió Jaime a Camila cuando acabó el discurso. «Sal y nos vemos» respondió ella, y Jaime salió. Una vez en la calle, Jaime buscó a Camila entre el gentío hasta que dio, finalmente, con la escena: a lo lejos, y en el medio del caos de las protestas, Camila avanzaba rodeada por un anillo de compañeros de la Juventud Comunista —el partido al que ella pertenecía y pertenece— que la protegía del desborde que se arrojaba sobre ella: una horda de militantes de ultraizquierda que le gritaban «vendida» y «amarilla» —«tibia»—; decenas de medios de prensa soltando preguntas al viento; y un manojo de vivillos que buscaban el momento de estirar la mano y tocarle el culo a la vez que le gritaban «hazme un hijo», «déjame chuparte las tetas», «acéptame en Facebook». —Era como una jauría en torno a la Camila, y ella caminaba estoica con su grupo de gente rodeándola. La Camila es muy admirada pero también es muy odiada, más aún por el mundo de la extrema izquierda que la considera una «amarilla» y está dispuesto a hacérselo saber. Pero ella puede vivir con eso. Tú la veías caminando y era como si nada pasara. Para mí esa escena explica como ninguna otra la complejidad del movimiento. Eso dice Jaime Parada ahora, un año y medio después, mientras toma té en un bar de Santiago de Chile. Durante la charla dirá también
otras cosas, pero será esta imagen —este trance cinematográfico— la que volverá infinitas veces a lo largo de este viaje, cada vez que tenga yo que recordar de qué está hecha «la Camila» y de qué está hecho, por tanto, el movimiento estudiantil chileno: el mayor alzamiento social que ocurre en Chile desde fines del pinochetismo y una hazaña política que este año está pasando por un momento crucial. El próximo diecisiete de noviembre habrá elecciones presidenciales y parlamentarias en el país, y muchos de los líderes que coordinaron la revuelta —entre ellos Camila Vallejo, Giorgio Jackson y Francisco Figueroa— intentarán, con veintiséis años de edad promedio, ingresar a un Congreso regido desde hace dos décadas por dinosaurios políticos. Aunque el salto tiene sus detalles. No todos los candidatos jóvenes van por un mismo partido, y de todos ellos fue Camila quien llegó más lejos y a un lugar más complejo. Tras decir infinitas veces, durante las protestas, que jamás votaría a la expresidente y hoy nuevamente candidata Michelle Bachelet —quien respaldó en su gobierno un status quo desfavorable para las clases medias y bajas de Chile— este año obedece las órdenes de su partido —el Comunista— y va de candidata a diputada apoyando la candidatura presidencial, sí, de Michelle Bachelet. Lo que tuvo consecuencias. Buena parte de la población apoya a Camila Vallejo, pero muchos estudiantes reaccionaron como se reacciona ante una estafa. «Falsa», «prostituta», «mentirosa», «política» (sic), «muppet»: estos son algunos de los calificativos que viene recibiendo Camila Vallejo por entrar a las filas
Un día me voy a curar la ceguera y ahí te quiero ver. | 35
| El verano chileno
de la Concertación, la coalición de partidos y movimientos de centro izquierda que se armó en Chile con el regreso de la democracia y que creció bajo la promesa —para muchos incumplida— de devolverles a los ciudadanos los derechos sociales perdidos durante los diecisiete años de dictadura de Augusto Pinochet. —Yo no soy principista. Tengo mis principios pero también sé lo que es la táctica y la estrategia, y entiendo que para avanzar en las demandas que se plantean hoy en Chile se requiere buena correlación de fuerzas políticas —dirá en unos días Camila Vallejo sin que una sola vacilación le robe gracia a su rostro templado. Cuando la vea y la escuche recordaré entonces esta imagen que ahora da Jaime Parada: construiré a Camila como una heroína de comic; como un personaje de paso plomizo que avanza entre el fuego social con los cabellos al viento. Camila es fuerte, pero además es —y esto se confirma cuando se la ve en persona— rematadamente hermosa. Tan hermosa que es imposible leer el movimiento como una gesta política apartada de su dimensión estética. La belleza de Camila llevó a Chile a los medios de prensa del mundo —el semanario alemán Die Zeit la entronó como figura emblemática de 2011, los lectores de The Guardian la eligieron como «persona del año», el New York Times habló de ella como «la revolucionaria más glamorosa», etcétera— y ese relato internacional a su vez robusteció la bases, el alcance y el poder político del movimiento chileno. —La Camila es muy inteligente, pero si hubiera sido gorda y con bigotes no te quepa duda de que no hubiera llegado a tanto —dirá en unos días Patricio Fernández, director del semanario The Clinic, acaso la única publicación contestataria y de alcance masivo que hay en Chile. —A la derecha le molesta que sea bonita, porque ellos asocian a la izquierda con la fealdad. Han hablado de la Camila como «esa perra» y han hecho chistes del estilo de «¿están haciendo casting los comunistas?». Los varones con Camila y las mujeres con Giorgio: así se definía la sexualidad de Chile hace dos años —dice ahora Jaime Parada. Jaime me ayudó estos días. Antes de viajar quise acordar una serie de encuentros con Camila y, contra lo esperable, me fue dada media hora de entrevista. A Camila no le interesan los grandes medios. Le da igual una radio regional que el New York Times, y hasta ha postergado encuentros a colegas que se han ido de Chile con las manos vacías. En ese contexto, media hora
asegurada es una conquista que atribuyo a Jaime Parada, con quien tenemos una amiga en común. Ahora estamos en un lindo bar de Providencia, el tercer municipio más rico de Chile —un país dividido en sesenta distritos— y el territorio que en 2012 erigió a Jaime concejal. Fue en esos tiempos, cuando asumía su cargo político, que Jaime empezó a hacerse amigo de Camila. Aun cuando militaban y militan en partidos distintos y bastante enfrentados dentro del abanico de la izquierda —Camila está en el PC y Jaime en el Partido Progresista— lograron amistarse ayudados incluso por un factor sexual. Camila podía estar con Jaime —gay— sin que hubiera ninguna especulación al respecto. —La Camila es muy acosada por los hombres, es la mujer de Chile más deseada. Si le preguntái a un heterosexual a quién desea con toda su alma te dice la Camila Vallejo. Entonces creo que de todas formas le hacía bien tener un amigo gay con quien salir más relajada. La Camila es muy sencilla, no quiere problemas de ese tipo. Jaime toma la taza de té y da un sorbo que acompaña con una torta de nuez. Tiene dedos finos y barba prolija, y esa clase de mesura que empieza a llegar —si llega— entrados los treinta años. Jaime tiene casi treinta y seis, creció en una comuna de clase acomodada de Chile y fue a la Universidad cuando el modelo neoliberal instalado por Pinochet y sostenido por los gobiernos democráticos mostraba todos sus brillos. Hasta el 2011, Chile venía siendo visto en el mundo como «el jaguar de América Latina»: un país que, según datos del Banco Mundial, tenía casi pleno empleo, solo un catorce por ciento de pobres y un Estado eficaz. Sin embargo, el movimiento estudiantil desnudó en 2011 las costuras de ese modelo. Y demostró que las estadísticas globales (que decían, por ejemplo, que cada ciudadano tenía un poder de compra de veinte mil dólares al año) eran promedios montados sobre una notable desigualdad social y sobre un modo de Estado demasiado ligado a los vaivenes del mercado. Las clases medias y bajas, se supo, tenían todos los procesos vitales intervenidos por el sector privado, y debían endeudarse hasta límites insospechados para pagar por derechos básicos como la salud, el cuidado en la vejez y la educación. ¿Por qué saltaron entonces los estudiantes, y no los viejos o los enfermos? Porque la transición chilena —que es como se llama al período de salida gradual de los esquemas institucionales de la dictadura— creó en torno a la educación un ideal de ascenso social que, a pesar de las
36 | Suspendemos el encuentro de pesimistas. Total no iba a venir nadie.
Jaime Parada
buenas intenciones, mantenía los fundamentos de la Escuela de Chicago instalados por el pinochetismo. Todos, se dijo, podían alcanzar una realización personal mediante el estudio, pero con la salvaguarda de que las universidades eran pagas y caras, y obligaban a buena parte de la población al endeudamiento con la banca privada para poder cumplir con las obligaciones económicas que suponía estudiar. Con el paso de los años empezaron a abrirse las grietas de este mito educativo. Miles de estudiantes comenzaron a egresar —y también a desertar— llenos de deudas y en el mejor de los casos con un título que no los habilitaba a conseguir un buen trabajo ya que muchas universidades, nacidas con el único fin de lucrar, tenían un nivel académico penoso. La educación se transformó, entonces, en un ejemplo perfecto de cómo las trampas institucionales creadas en la dictadura seguían siendo sostenidas en la democracia. Y los jóvenes reaccionaron ante eso representados, entre otros, por Camila Vallejo, Giorgio Jackson y Francisco Figueroa. —Ellos fueron la cara visible de un movimiento que desnudó la parte más difícil de Chile —dice Jaime Parada—, y por primera vez instalaron la idea de que en la clase política realmente existe una contraparte del establishment. Que paradójicamente pasa a pertenecer al establishment, porque la Camila ahora va de candidata a diputado. —¿Eso es un error?
Camila Vallejo (Foto: Diario La Tercera, Chile)
—No. Giorgio va, y Francisco, uno de los tipos más capaces que hay dentro del movimiento, también va. Lo que más molesta es el apoyo de la Camila a Bachelet. Eso le ha ganado respaldo político, pero también le sumó mucha antipatía dentro de los estudiantes. La decisión de Camila Vallejo —que en realidad no es suya, sino del Partido Comunista al que Camila pertenece— tiene una explicación. Y tratar de entenderla obliga a revisar el esquema político que Chile arrastra desde los tiempos de Augusto Pinochet. Puede ser espeso, pero es esencial. En Chile hay un sistema de gobierno «binominal», lo que significa que el país está dividido en sesenta regiones y que cada región debe elegir dos diputados (por lo que en el Parlamento hay ciento veinte diputados en total). Para elegirlos se da un proceso de sufragio por listas: las dos listas que ganen más votos en cada distrito son las que pondrán su diputado en el Congreso. La nota al pie es que las dos listas principales son siempre las mismas: la Alianza —la coalición de derecha a la que pertenece el presiden-
Hola, soy el obsesivo, ¿todo en orden? | 37
| El verano chileno
Giorgio Jackson, Camila Vallejo y Francisco Figueroa. (Foto: AhoraNoticias.cl)
te Piñera— y la Concertación, que encuentra a su mayor figura en Bachelet. Como esas listas siempre sacan el mayor caudal de votos, en todas las elecciones y en todas las regiones la Alianza y la Concertación ganan un escaño, por lo que el Congreso siempre está partido en mitades ideológicas exactas. Esto tiene consecuencias institucionales directas. Si se considera que las leyes solo se aprueban con el aval de más de la mitad del Parlamento, eso explica por qué es imposible sancionar un paquete de medidas que haga cambios de fondo en la realidad de Chile. Dado su alto grado de injusticia, este sistema está siendo interpelado por primera vez en décadas, y son los líderes del movimiento estudiantil quienes están buscando por vías políticas el punto vulnerable de este modelo conservador. Es un proyecto difícil, entre otras cosas porque los candidatos jóvenes deben pelear con partidos que cuentan con una ayuda extra: a diferencia de los movimientos chicos, la Alianza y la Concertación —al ser coaliciones que reúnen a varios partidos políticos— pueden presentar cada una dos candidatos por región que, llegado el recuento de votos, y a la manera de una ley de Lemas, sumarán sus boletas bajo el paraguas del partido que los aglutine. Los movimientos chicos, en cambio, solo pueden presentar un candidato. Por esa razón, cualquier figura que quiera ir de modo independiente —como Giorgio Jackson o Francisco Figueroa— se verá obligada a un esfuerzo feroz ya
que no pelea contra dos candidatos —uno de la Alianza y uno de la Concertación— sino contra cuatro. —Es un sistema perverso —explica Jaime—. Si quieres llegar al Congreso tienes que sentarte con la máquina de los partidos políticos en tu distrito. Si no lo haces, los partidos se vuelven extorsivos: «o nos apoyas —dicen— o nosotros instalamos en la región unos candidatos igual de fuertes que tú y se te acabaron las posibilidades». Eso le están haciendo a Giorgio, que quiere ir por afuera con un movimiento nuevo llamado Revolución Democrática. Y por eso el comunismo arregló con Bachelet. Esta explicación para muchos es insuficiente. La parte más radical de lo que fuera el movimiento estudiantil —que sigue vivo, pero sin los líderes ni los picos de fuerza de los años 2011 y 2012— cree que Camila Vallejo está desoyendo al colectivo de estudiantes que la enarboló, y que forma parte de un partido dispuesto a negociar sus convicciones por un puñado de cupos seguros en el Parlamento. Aunque hay otras formas de verlo: —Tú nunca eres lo suficientemente de izquierda —dirá Camila en unos días con el rostro lacio: iluminado. —Camila hizo lo que le pidió su partido, que tiene un rasgo pragmático altísimo, y ella es una militante disciplinada —dice ahora Jaime—. Además la gente la quiere. Yo ando con la Camila por la calle y no puedes avanzar cien metros sin que la paren tres veces al menos para
38 | Te das cuenta que está regalada por cómo se desenvuelve.
Josefina Licitra |
tomarse fotos… A propósito —Jaime pestañea, parece despertarse—: ¿has quedado finalmente con ella? —Había quedado para mañana, pero me canceló. —Ah… Es que mañana es un día muy importante para la Camila. Mañana rinde su último examen para recibirse. —Pero la van a aprobar, todos deben apoyar lo que ella representa. Jaime mueve la cabeza, frunce la nariz: duda. —Ella lideró un movimiento que eclipsó el sistema educativo de Chile. No creas que es tan fácil.
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l movimiento liderado, entre otros, por Camila Vallejo fue el último y el más potente dentro de una seguidilla de protestas que se venían dando desde fines de 1990. De todas ellas, el mayor antecedente ocurrió en el 2006 con lo que los medios llamaron «la revolución pingüina»: un fuerte reclamo de los estudiantes de colegios secundarios —cuyos uniformes remitían a los colores de un pingüino, de ahí el nombre— que cuestionaba un sistema educativo que se les hacía caro y malo. Los «pingüinos» querían estatizar la educación —derogando la LOCE, una ley parida durante el pinochetismo— y obligaron a la entonces presidente Michelle Bachelet a cambiar a su ministro de Educación de entonces y a sentarse a negociar con los alumnos, que a esa altura ya habían ganado el apoyo popular. Todo parecía estar dado para que los «pingüinos» triunfaran; pero se dio un episodio que hoy es visto como una instancia fundacional de la desconfianza de los estudiantes en el sistema político y específicamente en la Concertación. Y es que Bachelet promovió el armado de un concejo asesor formado por estudiantes, intelectuales y empresarios que reemplazó la LOCE, sí, pero por una ley que tenía poco que ver con las reivindicaciones de los estudiantes y que no tocaba el punto medular: el Estado seguiría subvencionando a cualquier empresa educativa que se abriera en Chile. Y las familias seguirían pagando lo que hubiera que pagar. De ese diálogo frustrado queda una foto que hoy es un símbolo de la «estafa progresista». En ella se ve a Michelle Bachelet festejando la nueva ley con una mano en alto, blandiendo un banderín de Chile y acompañada por todo el arco partidario, la derecha incluida.
Fue este antecedente el que marcó las bases del estallido social de 2011. Para ese entonces, los estudiantes —muchos de ellos, ex «pingüinos»— estaban de cara a un sistema que seguía siendo —como ahora— caro y malo. Hoy una carrera universitaria en Chile sale entre cuatro mil y seis mil dólares al año. Como buena parte del alumnado no puede enfrentar ese gasto —ya que la mitad de la población chilena gana quinientos dólares por mes—, casi todos acuden al llamado «crédito con aval del Estado»: un modo de endeudamiento creado durante la presidencia de Ricardo Lagos —otro de la Concertación— que endeuda a los estudiantes con la banca privada a tasas que los llevan, llegado el momento, a tener que devolver casi el doble del dinero que pidieron prestado. Así fue que en abril de 2011, y durante la presidencia del derechista Sebastián Piñera —educado en Harvard y fundador de Bancard, la mayor tarjeta de crédito de Chile, hoy vendida a una multinacional— estalló una bomba social que transformó a los jóvenes en la cara visible de una gesta que ya trascendía los claustros y ganaba el apoyo popular, con un respaldo al movimiento cercano al ochenta por ciento. Para diciembre de 2011 —a ocho meses de iniciadas las movilizaciones— los estudiantes ya habían forzado la renuncia de dos ministros de Educación y habían logrado colocar la reforma educativa al tope de la agenda parlamentaria. Toda esa presión y todos esos logros, entre tanto, eran gestionados y encarnados por figuras que abarcaban toda la amplitud del movimiento: Camila Vallejo presidía la Federación Universitaria de la Universidad de Chile, una institución laica, pública y anticlerical —aunque paga— a la que va la clase media erudita. Y Giorgio Jackson presidía la Federación Universitaria de la Universidad Católica, a la que va el conservadurismo religioso y social de Chile. —En la Católica los niños pobres se visten como ricos. En la Chile los ricos se visten como pobres —resume el escritor Rafael Gumucio en un bar del Drugstore, el espacio —ubicado en un pequeño shopping— al que concurre buena parte del circuito intelectual de Santiago de Chile. Gumucio siguió de cerca el movimiento. Y fue quien mostró, hacia el exterior del país, un rostro de la revuelta estudiantil distinto del de Camila Vallejo. En el año 2011, Gumucio publicó en la revista mexicana Gatopardo un perfil sobre Giorgio Jackson. —La Camila me parece la parte menos
Dios tendría que preguntar «¿quién se quiere morir?» y priorizar a esos. | 39
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interesante de todo este movimiento —dice—. Toda la gente de la Juventud Comunista se parece entre sí. En cambio Giorgio, por no hablar de Francisco Figueroa, que me genera un gran respeto, tenía algo distinto. Giorgio, dice Gumucio, era la parte acaso elegante de la gesta estudiantil. A los veinticuatro años —hoy tiene veintiséis— era un prolijo estudiante de Ingeniería, gustaba a las chicas y gustaba a las madres de las chicas porque salía dando notas a Al Jazeera en perfecto inglés. En ese entonces, cuando arrastraba tras de sí a un movimiento que llegó a llevar más de cien mil personas a las calles, vivía con su madre y sus cuatro hermanas en Las Condes, un barrio de clase acomodada del que se fue el año pasado. Ahora vive en Providencia, en una casa antigua junto a cinco amigos más con los que reparte el alquiler. Un rato después de hablar con Gumucio, toco el timbre de la casa y me recibe Auska Ovando, la encargada de prensa de la campaña de Giorgio para diputado; una chica amable que me hace pasar al living y pide que aguarde. Giorgio está en el cuarto contiguo dando una entrevista por radio. Tomo asiento. La casa se intuye grande y sólida, pero sin afeites. En el living hay esa comunión de objetos propia de los lugares donde vive demasiada gente. Se ve una colección de relojes antiguos, un cuadro de Al Pacino, otro de Emiliano Zapata, máscaras indígenas, sifones, paraguas, una valija chica, una guitarra, una planta, un mandala, adornos tailandeses, libros: una Enciclopedia Larousse, La conjura de los necios, una biografía de Obama. Arriba, una lamparita de bajo consumo arroja una luz dormida sobre la estancia. —A dos semanas las cartas están echadas, pero igual tenemos que ir casa por casa con los vecinos —se oye al otro lado de la puerta. Giorgio está hablando de la entrega de listas: dentro de dos semanas se sabrá si finalmente —y tal como terminará sucediendo— puede presentarse a elecciones como independiente a través de su movimiento, Revolución Democrática. Ahora corta la conversación y sale de su habitación. Giorgio se ve alto y saludable, dueño de una barba rubia que ralea sobre la piel pálida. Se está frotando un brazo. —Veinte minutos con el brazo doblado para tener el teléfono, tengo que cambiar de teléfono —dice. Con el brazo sano, toma un caloventor que tira un aire tibio y débil. Hace frío. Giorgio toma asiento y se masajea el bí-
ceps. Ayer y hoy estuvo dando demasiadas entrevistas. —Estas elecciones tienen un grado ideológico muy alto y son muy sofisticadas en términos políticos. Pero creo que esta vez tenemos fuerza suficiente para impulsar un cambio. Hay compañeros que nos critican por querer entrar al Congreso, pero es desde ahí donde se libra la batalla. En el Parlamento más del noventa por ciento van a la reelección, no se quieren ir. ¿Quién va a querer irse? Tenemos que sacarlos nosotros. Metámonos ahí, no regalemos nada. Cuando el gobierno dice que no puede haber educación gratuita en Chile porque no hay plata para eso, decimos cómo que no: somos un país de veinte mil dólares per cápita, solo es cuestión de hacer una reforma tributaria porque ese promedio de veinte mil dólares solo lo alcanza menos del diez por ciento de la población de Chile y es más: solo el uno por ciento en Chile acumula el treinta por ciento del ingreso nacional, entonces, claro, cuando se habla de promedio se esconde eso y se dice que en Chile estamos superbién, pero lo escondido es que el cincuenta por ciento de los chilenos gana menos de quinientos dólares al mes. Giorgio suelta datos de un modo casi deportivo, como si la política fuera un lucha que no se gana por noqueo sino más bien por puntos. Este concepto, de hecho, fue siempre la carta dorada del movimiento estudiantil: a sabiendas de que ellos eran jóvenes y de clase media, y de que los iban a criticar por eso, decidieron estudiar y apabullar con datos. Unas horas atrás, Rafael Gumucio contó una anécdota que permite entender esto aún mejor: al poco tiempo de iniciadas las protestas, el semanario The Clinic les ofreció a los estudiantes formar parte del consejo editorial de un número que estaría íntegramente dedicado al movimiento. La propuesta estética para esa edición, dijeron en The Clinic, consistía en poner en la portada a Camila desnuda de frente y en poner en la contraportada a Giorgio desnudo de atrás. Julio Sarmiento —cuadro de la Juventud Comunista, pareja de Camila e invitado a la reunión de pauta— miró a la gente de The Clinic con ojos de fusil. —Les cayó pésimo —contó Gumucio—. Para nuestra sorpresa, carecían completamente de sentido del humor. Tengo cuarenta y tres años y mi generación fue la del punk y lo visible, entonces dijimos: «hagamos esta portada porque vamos a matar», pero ellos son otra cosa. Se han tomado todo muy en serio. Creen mucho en lo
40 | «Perdón, olvidé el adjunto. Ahora sí»: el mail más veces escrito.
Josefina Licitra |
(Foto: ElQuintoPoder.cl)
que creen. Hay una pequeña solemnidad. Cuando mandaban los contenidos eran unos informes sociológicos con entrevistas a expertos y especialistas que… era una cosa desnuda de cualquier señal de juventud, y encima cada cosa era sometida a un asambleísmo infinito. Ellos tienen señales culturales distintas de la nuestra: no aceptan frivolizar, hacen énfasis en lo colectivo por encima de lo individual, tienen una visión de la igualdad como algo entretenido y una visión de lo público o lo socialdemócrata como algo trendy, como que es trendy andar en tren, ir a hospitales públicos… bueno, no: eso todavía no es trendy. Recuerdo a Gumucio mientras oigo a Giorgio, quien dice lo mismo que Gumucio. Pero a su manera. Giorgio habla de ser «mateos». —Los dirigentes en general, no solo Camila y yo, quisimos ser súper mateos, no sé cómo le dicen ustedes… Me refiero a una caricatura de los que están en las bibliotecas… —Tragas. —¿Pero tiene un significado malo? —No, no. Es irónico pero no significa nada malo. —Éramos tragas entonces. Quisimos explicar de manera clara que esto no era la agenda de un partido político particular o de unos chi-
cos aburridos y sin ganas de estudiar. Los viejos siempre nos tiraron con el discurso de «vagos» o de «jóvenes soñadores e idealistas». ¿Cómo eliminamos esos prejuicios? Siendo serios, ordenados en ciertas cosas, siendo tragas como dices tú, dando entrevistas al extranjero, mostrando cifras y hablando sin poesía y diciendo «respóndeme a esto». Y la verdad que la gente cree tan poco a los políticos que nosotros no tuvimos que hacer gran cosa para que nos creyeran —Giorgio sonríe—, solo teníamos que no ser mediocres. Les salió bien, o casi. Durante el 2011 y buena parte del 2012, todas las semanas decenas de miles de personas tomaban las calles y pedían un cambio que —esto es lo que no salió tan bien— chocaba contra las paredes de un Congreso incapaz de aprobar reformas reales. Eso dice Giorgio ahora, y eso dice también en El país que soñamos, un libro que salió a la venta en abril de este año —lo publica la multinacional Random House— y en el que relata la experiencia rica pero a la vez triste dentro del movimiento. Todos los principales líderes estudiantiles han sacado un libro. En el caso de Camila Vallejo, lanzó una compilación de sus discursos y columnas en medios de prensa, y
Contémonos, me parece que falta uno de los dos. | 41
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«La gente cree tan poco a los políticos que nosotros no tuvimos que hacer gran cosa para que nos creyeran, solo teníamos que no ser mediocres.»
(Foto: LaTercera.com)
Francisco Figueroa acaba de editar un título que, por esas casualidades, ahora un cartero deja en la puerta de la casa de Giorgio. Francisco Figueroa también quiere ser —y finalmente será— candidato. Lo hace dentro del mismo movimiento que Gabriel Boric —otro líder que hoy está haciendo campaña en el sur de Chile— y bajo la misma nube de problemas de Giorgio Jackson. Ambos, Francisco y Giorgio, saben que pelean contra dos grandes máquinas políticas (aunque Giorgio un mes después terminará siendo ayudado por la Concertación), y sospechan que la chance de ganar depende en buena parte del electorado joven. Eso, a su vez, exige un doble trabajo: deben convencerlos de que voten por ellos, pero sobre todo deben impulsarlos a que vayan a votar. En Chile el sufragio no es obligatorio y hay un gran descreimiento del poder de cambio del voto, por lo que muchos jóvenes, aun si están interesados en política, los días de comicios prefieren quedarse en casa. A ellos van dirigidas buena parte de las acciones de prensa que hacen, entre otros, Giorgio y Francisco. Ahora Giorgio se pone de pie y se aleja para dar otra entrevista por radio. Mientras lo espero googleo su nombre desde mi teléfono. «Mira a Giorgio en Instagram» leo. El link me lleva a una página llena de fotos en la que se ve a Giorgio comiendo empanadas, asando salchichas y planchando su camisa —dice— antes de
42 | Saltó a la fama pero cayó en el anonimato.
«la primera sesión de fotos que hicimos para la campaña». —Soy medio ñoño con la tecnología, pero creo que ayuda a generar cercanía y a que los jóvenes entendamos que no hay que hacer una carrera política para ser un sujeto político —dice Giorgio a su regreso—. Yo elegí hacer carrera política, esa es la única diferencia. Pero en lo demás soy como ellos y tengo los mismos problemas que ellos. Uno de los problemas comunes a buena parte de los estudiantes es el atraso en la carrera. En 2011 miles de universitarios estuvieron dispuestos a pagar el costo de la lucha, y perder el año. Y eso significa que ahora muchos militantes están concluyendo de un modo tardío sus carreras de grado. Esta semana Giorgio deberá terminar su tesis y en quince días deberá defenderla para recibirse de ingeniero. Camila, entre tanto, en este momento está defendiendo su licenciatura. Dentro de unas horas, los periódicos dirán que Camila «se tituló con distinción máxima». Pero en ningún medio —tal vez porque es un dato obvio— se leerá la otra parte: ahora que egresó, Camila deberá enfrentar una deuda bancaria de diez mil dólares.
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s un miércoles de sol. Es la mañana. El equipo de prensa de Camila Vallejo da una cita para la entrevista en La Florida, una comuna de clase media trabajadora por la que hoy Camila
Josefina Licitra |
es candidata. Ella creció aquí junto a su madre —Daniela Dowling, ama de casa— y su padre, Reinaldo Vallejo, un miembro veterano del PC que en los ochenta fue estrella de un teleteatro popular en Chile y que hoy tiene un negocio de reparación de radiadores. El centro de operaciones de campaña de Camila está en una urbanización sencilla a la que se accede atravesando un portón vigilado, y consiste en una casa menuda que organiza su dinámica en torno a la sala principal. En la entrada hay un cartel inmenso con el rostro de Camila —su piel luminosa, su aro en la nariz— y en el centro de la estancia hay una mesa larga en la que siete personas desayunan pan, queso y café. Hace frío. Un mechero —sobre el que hay apoyado un pedazo de pan— es la única calefacción del lugar. —Toma asiento, la Camila está viniendo. La que me recibe es Evelyn, una chica de cabellos cortos, pecas y una austeridad de gestos que delimita un carácter. Evelyn es la jefa de prensa y la mujer con la que estuve regateando los minutos de entrevista hasta último momento. Nada funcionó. Evelyn es marcial. Y es marxista. Forma parte de un cuerpo partidario que hizo de la disciplina un elemento fundante y que eligió a Camila, entre tantas cosas, no solo por su inteligencia y su belleza sino también por su voluntad de someterse a las normas que impone el partido. Eso, de hecho, solventa la mayor crítica que se le hizo a Camila en las elecciones de la Federación Universitaria de 2012: se le reprochó que obedeciera más al PC que al movimiento estudiantil, y se temió que —dado el afán negociador del comunismo chileno— eso llevara al movimiento a contactar con los políticos tradicionales de la Concertación. Por eso perdió Camila: salió segunda —quedó como vicepresidenta— detrás de Gabriel Boric, un estudiante de Derecho de enfoque más radical que ahora no está en Santiago de Chile sino en el Sur del país, donde se candidatea por la comuna de Magallanes, con altas probabilidades de salir diputado. En cuanto a Camila, terminó su mandato el veintiocho de noviembre de 2012 y hoy, como temió el movimiento años atrás, es una de las figuras más fuertes de la Concertación. —La Camila es una niña comunista, inteligente y linda, pero nadie pensó que fuera a llegar tan alto —dijo días atrás el escritor Rafael Gumucio—. Ni siquiera creo que ella estuviera pre-
parada: no era algo que ambicionara. Una cosa es que no estés preparado para ser John Lennon, ¡pero tú quisiste ser John Lennon! El problema es que ella no quería ser ni Ringo Starr. En algún momento llega Camila. Tiene una panza chica despuntando entre las ropas negras —está embarazada de seis meses— y tiene, sobre todo, una belleza desequilibrante. Camila es incluso más hermosa que en las fotos. La miro como se mira una estampa y me pregunto cuán difícil habrá sido que la tomen en serio, y hasta dónde el movimiento habría crecido de esta forma —con prensa internacional, con prensa local nutriéndose de la internacional, con ciudadanos alimentándose de la prensa local— sin el calibre perfecto de la cara de Camila Vallejo. —La Camila es muy inteligente, pero su belleza la lanzó y la transformó en la pieza de oro de una máquina más o menos oxidada —dijo Patricio Fernández, director de The Clinic—. Lo curioso es que a ella le cuesta y le ha costado mucho jugar con su belleza, cosa que no entiendo porque uno espera cierta frescura para hacerlo. Sácale partido a la belleza en vez de esconderla como si estuvieras avergonzada; eso es un remilgo, una coquetería penca y propia del conservadurismo histórico del PC, ¡usa tú una coquetería más rockera y ponte una minifalda, muestra el poto y sale a meter bulla! —Creo que lo de la belleza le aterró, le generó un pánico escénico —dijo Gumucio—. La Camila no es como alguien con vocación de artista ni mucho menos, entonces cuando se habla de su belleza se la ve muy incómoda. —La belleza de la Camila ayudó harto —dirá Francisco Figueroa—. Quedó la idea de que los dirigentes estudiantiles éramos héroes apolíneos cuando eso era una gran mentira. Gabriel (Boric) estaba gordito, a Giorgio se le está cayendo el pelo, yo tengo unas ojeras estructurales y en esos tiempos ninguno de nosotros alcanzaba ni a ducharse… Pero la belleza de la Camila creó una idea de lo bueno y lo bello. Sin desmerecer en ningún caso a nadie ni a la Camila, creo que fue súper relevante. Cuando ella sale presidenta de la FECH, la primera razón de la cobertura no fue que había presidente nuevo, eso a nadie le importaba. Lo que importaba eran sus ojos. —La alusión a mi figura suele ser un comentario recurrente —dirá pronto Camila—. Durante las protestas sabíamos que eso se iba a utilizar porque yo estaba consciente de la socie-
«Contá conmigo» debería aclarar hasta qué número. | 43
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dad donde vivo y porque la derecha lo iba a usar para banalizar las demandas del movimiento. Aunque tampoco pensé que podía ser tanto. Ahora Camila toma asiento y se acoda en la mesa larga que ocupa la habitación. A su alrededor hay gente. Esta media hora no será, exactamente, íntima. Algunos hablan por teléfono, otros le dicen a Camila alguna cosa vinculada a la campaña y otros le preguntan por la panza. A los veinticinco años y con el mito sexual sobre la espalda, Camila ha elegido atentar contra la libido social y transformarse en madre. Error: ahora le gritan «quiero hacerte otra guagua». Lo cierto es que para el mes de octubre —uno previo a las elecciones— espera tener la hija que buscó junto a Julio Sarmiento, su compañero de vida y de militancia. Cuando habla de la niña dice algo curioso: —Todas las mujeres nos preguntamos si podremos hacerlo bien, pero no soy la única. Lo importante es que la queremos y la vamos a querer: ella tiene garantías de amor. «Garantía». Esa palabra es central en el lenguaje del mercado —todo lo que se compra, viene con garantía— y ha sido central dentro del movimiento estudiantil. Luego de infinitas estafas políticas, los estudiantes supieron que eran necesarias señales confiables de que los reclamos sociales producirían cambios. Por eso este año muchos quieren ser candidatos: para tener garantías si no de amor, al menos de que no van a embaucarlos. Y por eso, también, hay tanto disgusto con la alianza entre Camila y Bachelet. —¿Cuán duro fue enfrentar esas críticas? —Creo que esa discusión está dentro del debate de qué es ser más o menos de izquierda. Uno de los problemas de la izquierda es justamente el no poder resolver quién es más de izquierda que el otro. Y creo que muchas veces se cae por error desde mi punto de vista en lo principista. Yo no soy principista. Tengo mis principios pero también sé lo que es la táctica y la estrategia. Personalizar las cosas no tiene sentido, hoy todos los candidatos presidenciales tienen pasados más o menos cuestionables y si uno se basa en eso la verdad que se va a quedar muy solo. Esta posición conciliadora, contra lo que pueda pensarse, le está dando un apoyo masivo a Camila Vallejo. Tanto es así que hoy Camila no es solo una candidata a la diputación, sino que encarna expectativas aún mayores dentro de la alianza progresista. Se cree que su imagen podría concretar una hazaña: duplicar los votos sobre la derecha y lograr que la Concertación
no meta uno sino dos diputados de La Florida en el Congreso. Esta apuesta tiene una traducción logística —hay todo un aparato trabajando para que Camila llegue al Parlamento— pero también tiene una contraparte: Camila, metida en el vórtice proselitista, podría estar perdiendo frescura. En Twitter, por ejemplo, donde hasta el momento tiene casi setecientos cuarenta y dos mil seguidores, Camila solo escribe sobre temas de campaña. Y el día de su graduación, lejos de hacer una catarsis pública —que es lo que acaso haría una chica de veinticinco años— solo se limitó a escribir «Muchas gracias x las felicitaciones, costó pero se logró!». Le pregunto a Camila por su egreso, y por su deuda. —Soy de un segmento medio, y los segmentos medios en Chile son todos endeudados —dice—. Ese dato es lo que no cabe dentro de la pobreza estadística. Es gente que tiene un ingreso y por eso no tiene ninguna protección social, y entonces tiene que endeudarse para todo porque por todo hay que pagar en Chile. Yo estoy endeudada. Mi hermana está endeudada. Mi familia está endeudada. Tengo una deuda de unos diez mil dólares, y eso que tuve la suerte de tomar un crédito blando del Fondo Solidario. Pero hay otros casos mucho más terribles que el mío. Hay gente que no termina la carrera y tiene que pagar igual. Camila habla con voz moderada, como esos nadadores que cortan el agua siempre por el centro del andarivel. Durante la charla responde con palabras como «proyecto», «educación» y «colectivo», y lo curioso no es tanto lo que dice, como el hilo perfecto en el que las ideas se van desgranando. A un lado, Evelyn chequea el reloj de su teléfono y mira con insistencia. Ya no hay tiempo. Pregunto si puedo volver a verla. Me citan esta misma noche a una actividad partidaria que se hará en La Florida. En un centro cultural se dará una charla abierta en la que se explicará la importancia de tener una nueva Constitución Nacional, un debate que se ha vuelto central en la campaña de Michelle Bachelet. Para hablar de eso estará Camila junto al diputado y candidato a senador Carlos Montes, y junto a Fernando Atria, un profesor de Derecho de la Universidad de Chile que se ha convertido en el mayor exégeta de la candidata presidencial. Cinco horas más tarde vuelvo al barrio. Ahora es la noche y la zona está distinta. En la avenida Vicuña Mackenna, una de las calles centrales de La Florida, brillan los tragamone-
44 | Voy a decir algo que va a quedar para la posteridad. Después lo digo.
Josefina Licitra |
(Foto: 3.bp.blogspot)
(Foto: Simenon.cl)
das y se ven los neones de unos salones de juego informal. El encuentro se hace en el centro cultural La Barraca, y está montado puntualmente en un galpón al que se llega luego de cruzar un patio donde unas mujeres hacen yoga sobre pelotas inmensas. En la entrada del galpón está Evelyn. Me dice que pase, a su manera: —Hola. Pasa. Una vez adentro el lugar está lleno de gente entusiasta. Algunos son militantes, pero otros —muchos otros— son vecinos que vinieron a escuchar y celebrar. Hay cierto clima de festejo que no parece tener que ver con una euforia boba sino —perdón por el lugar común— con cierto estado de esperanza. Apenas el presentador anuncia a los expositores, la gente comienza a aplaudir y a gritar «bravo» con un furor que va de lo admirable a lo bizarro en cuestión de segundos. «¡Quiero saludar a Fernando Atria! ¡Gracias por estar con nosotros!». «¡¡¡Bravo!!!». «¡Este es David Peralta, concejal de la comuna de La Florida!». «¡¡¡Bravo!!!». «¡Esta es nuestra candidata a diputado Camila Vallejo!». —Diputada —interviene Camila. Las mujeres hacen hurras por la aclaración. Gritan «¡¡¡Bravo!!!» y siguen las presentaciones: «Quiero saludar a los dirigentes del Partido Comunista que están hoy con nosotros». «¡¡¡Bravo!!!». «¡A los dirigentes del Partido por la Democracia!». «¡¡¡Bravo!!!». «¡A los dirigentes del Partido Socialista!». «¡¡¡Bravo!!!». «¡Y no sé si hay algún dirigente que no hayamos mencionado y que no sabemos que está pero aplausos para él también y para todos los dirigentes independientes que estarán en esta reunión!». «¡¡¡Bravo!!!». «Y ahora vamos a debatir sobre la reforma constitucional en Chile: ¿Por qué tener una nueva Constitución?». «¡¡¡Bravo!!!». El presentador pasa el micrófono. En una mesa, Fernando Atria agradece el fervor popular y trata de explicar, abriéndose paso entre los «bravos», por qué es fundamental hacer una reforma y por qué esa iniciativa es central en la campaña de Michelle Bachelet.
—Esta deberá ser la elección más importante de estos últimos veinte años —dice Atria, y se hace silencio—. Es momento de cambiar los fundamentos políticos inaugurados con el gobierno de Pinochet. Lo que necesitamos ahora es una forma política sin trampas. ¿Por qué no se pudo hacer hasta ahora? Porque hay tres cerrojos que lo impiden: el sistema binominal, el quórum de más del cincuenta por ciento para aprobar una ley, y la existencia de un Tribunal Constitucional que puede anular proyectos de ley antes de que se discutan. Hoy es imposible hacer una reforma porque el sistema institucional de Chile es como las tres hojas de una Gillette: la primera levanta el pelo, la segunda lo corta, y la tercera limpia lo que haya quedado. Risas, aplausos. Camila toma nota, sonríe y cada tanto come alguno de los caramelos que hay sobre la mesa. A sus espaldas hay un mural de colores, y a los lados hay dos afiches gigantes: uno muestra a Bachelet con Carlos Montes, el candidato a senador, quien está por llegar. Y otro la muestra a Camila sola. Aunque en breve se hará la polémica foto con Bachelet. Ahora Camila se aclara la voz y toma el micrófono: es su turno de hablar. Frente a ella hay unas doscientas personas y un pequeño radiador eléctrico que suelta un calor inútil. —Todas esas trampas de las que habló Atria protegían un modelo de sociedad —dice Camila—. La educación como bien de consumo y la posibilidad de que el sector privado haga negocios están resguardados por la Constitución actual. Con el movimiento fracturamos una hegemonía cultural bien grande. Esta imagen de que somos un país desarrollado, de que estamos súper bien y que aquí todo se conquista gracias a ambiciones personales, se rompió. Nosotros dimos el empujoncito, pero la gente igual ya se estaba cansando. Todos aplauden. Camila ha hablado, como siempre, como si cada palabra estuviera cosida por un hilo de seda indestructible. Mientras hablaba llegó Carlos Montes, diputado por La
La policía tira gas pimienta a gusto. | 45
| El verano chileno
Florida desde 1990 y, en tiempos de Pinochet, detenido y torturado por dirigir un movimiento popular desde la clandestinidad. Montes hoy es un político de raza. Llega vestido de traje y habla de pie con la naturalidad y la vehemencia de un predicador. Camila lo escucha mientras come algún dulce. Una mujer le señala la panza, como si dijera «alimenta a tu niño», y Camila sonríe. —En 2011 salió a la calle toda una generación que quiere otra sociedad; no existió algo así en la historia de este país —dice Montes—. Estoy convencido de que Camila Vallejo y Giorgio Jackson tienen que ser diputados. El desafío de ellos es ver cómo traducir los procesos políticos dentro de la institucionalidad. ¡Apoyen a Camila Vallejo porque va a hacer una gran votación y va a ser una gran diputada! El galpón se desploma: llueven aplausos y la gente grita «bravo» y se pone de pie. Varios minutos después, cuando Montes termina su exposición, el encuentro se abre al público. Un asistente pregunta si la nueva Constitución tratará a las Fuerzas Armadas como ciudadanos sin prerrogativas. Otro pregunta por qué debería creer en todo esto si la Concertación no hizo nada en los últimos veinte años. Otro habla de no quedarse en las propias casas, de seguir luchando desde los trabajos. Otro habla de patria grande y de imperialismo y dice «trabajadores del mundo uníos» y todos se le ríen por lo bajo. —Soy profesora —se escucha entonces: es una voz agrietada—. Ayer un periodista de CNN dijo que aquí «se les pasó la mano con el neoliberalismo»… ¡Hasta la CNN dice que nos hemos pasado! Aquí hay gente que trabaja dieciséis horas y gana una miseria y después tiene que aguantar que se le diga que en Chile «todo es posible»; acá se sigue diciendo «usted es pobre porque no es emprendedor» y uno tiene que cargar con eso de «ser más emprendedor» ¡y es mentira! ¡Uno no sube cuando «emprende»! ¡Uno sube cuando todos suben! Giro la cabeza. La que habla es una mujer vieja, de lentes, con un abrigo gastado que la guarda del frío. Alguien hace un chistido: que hagan silencio, que hay que escuchar. —La cultura, a eso voy yo. Al cambio cultural que hemos sufrido y que se nota en el marcado individualismo que hemos desarrollado. Esos hombres primitivos de los que venimos no estaban solos peleando contra los animales: ¡Sobrevivieron porque pelearon juntos! Eso es lo que yo quería decir. Lo que sigue es un aplauso íntegro y cerrado, en el que nadie llora de emoción. La gen-
46 | Lo mató la mafia china. Les debía dos palitos...
te sonríe, la gente grita «bravo». La gente se ve alegre, y fuerte.
—N
osotros no vamos con la idea de que siendo diputados vamos a volver realidad los anhelos de la gente movilizada. No vamos a vender esa pomada porque es mucho más difícil que eso. Esta es una pelea bien larga y en este rato vamos abajo: vamos perdiendo. Bachelet tuvo la oportunidad de hacer algo y no lo ha hecho, y ahora está intentando absorber las partes del movimiento. Francisco Figueroa no es tan optimista como la gente de La Barraca. Vine a verlo para darle a este artículo un cierre festivo, pero el cálculo salió mal. Francisco —mencionado por todos como una de las cabezas más brillantes del movimiento— vive en el centro, en una zona de universidades, y es un chico pálido y delgado que ahora toma asiento de espaldas a una vista admirable de Santiago de Chile. Su departamento está en el piso veinticuatro de unas torres que se levantan a metros de distancia de la Casa Central de la Universidad de Chile, el mayor epicentro de las tomas de 2011. De aquellos días, Francisco recuerda pocas cosas: todo es una larga confusión que se reparte en asambleas, reuniones, debates, viajes y entrevistas que Francisco solo pudo ver en perspectiva cuando sucedieron dos únicos eventos: el cumpleaños de su madre —en el que vio a su familia, poco politizada, al tanto de los pormenores de la lucha estudiantil— y el viaje junto a Giorgio y Camila a París y Suiza: una gira rápida en la que notaron que Chile era tema de la agenda mundial y que habían derrumbado el mito del jaguar latinoamericano. Para ese entonces, Francisco estaba a punto de recibirse de periodista, era vicepresidente de la FECH y con cuatro años dentro de la Federación se había transformado en uno de los analistas más precisos del movimiento. Sentado en su living —vive aquí junto a su novia—, mientras sirve café y coloca un tupper con galletas en una mesa ratona, Francisco no parece un chico que haga de su lucidez una herramienta de daño. Se lo ve amable: calmo. Y es con esa parsimonia que Francisco dice que la próxima elección no es un evento para aplaudir tanto. —Hay que ser fríos. Esta elección la va a ganar Bachelet cómodamente, pero eso todavía no es expresión de lo que está pasando en este país. La transición se va a acabar cuando se acabe ese modelo de Estado. Creo que esa es
Josefina Licitra |
la demanda de fondo que hay en el movimiento. Es un reclamo contra la mercantilización de la vida, y en la medida que eso no se traduzca políticamente vamos a estar en un período de agonía de lo viejo pero no de surgimiento de lo nuevo. Así que nosotros con la Izquierda Autónoma vamos a estas elecciones básicamente a seguir metiéndole la pica al edificio de la transición. Creemos que para que termine de germinar lo nuevo hay que matar a lo viejo. Matarlo, no… políticamente digamos, ¿no? Sabemos que es una locura tratar de romper el binominal como independientes, pero no estamos locos. Sabemos que es difícil, pero estamos confiados. Francisco habla como quien afila lentamente un cuchillo. Luego hace esta pausa. —Nosotros tenemos tiempo —dice. Tal como se ve —flaco, con lentes—, Francisco parece inofensivo. Y es acaso este aspecto —que es el de tantos estudiantes— el que ha generado el mayor equívoco entre los políticos de carrera. Francisco saltó a las primeras planas de los diarios durante una entrevista en CNN Chile en la que logró sacar de las casillas a Sergio Bitar, exministro de Educación del progresista Ricardo Lagos y el hombre que implementó el famoso «crédito con aval del Estado» que endeudó a buena parte de las familias chilenas. Bitar era uno de los tres enemigos más claros del movimiento estudiantil, y Francisco lo tenía a su lado en uno de los programas políticos centrales de Chile. —La Concertación y la derecha tienen que decidir si van a seguir siendo el brazo político de la banca —dijo Francisco en un momento, en el medio de una discusión llena de detalles técnicos—. Porque aquí la banca fue a golpear las puertas a la Concertación y la derecha para que les aseguraran un nicho de negocio rentista y usted, ministro, esa puerta la abrió. Antes de que Bitar pudiera abrir la boca, el presentador —Ramón Ulloa— mostró una placa en la que se veía el grado de endeudamiento de los estudiantes. Mientras Ulloa leía los números, Bitar parecía respirar con fuerza. —Es una insolencia —dijo— suponer que tú tienes la moral y que los demás no hemos luchado por… —Usted no tiene la moral. —¡Tú quieres hacer mejor política, entonces entra a la política y respeta a la gente! ¡Nadie fue a golpear la puerta del ministro diciendo «quiero hacer un negocio», por favor, yo tengo mi vida entera dedicada a la política! ¡Fui ministro de Allende y he estado preso y he estado
exiliado para que ahora venga un niño a calificarme de esta manera! Francisco lo miraba con los ojos alerta pero en estado de quietud. El presentador intentó moderar y resolvió darles treinta segundos más a cada uno. Empezó Bitar. Francisco aguardaba su momento, sin imaginar que esa escena se transformaría en un resumen claro de la brecha entre la vieja política de la Concertación, y la nueva política del movimiento. Las demandas sociales estaban en boca de una generación nacida en democracia, que no conocía el miedo, que estaba libre de los traumas de la dictadura, y a la que las credenciales convencionales —«he sido perseguido» «he estado con Allende»— le resultaban importantes, pero no le parecían un salvoconducto capaz de purificar cualquier error político. —Yo no caché que la entrevista había sido tan significativa, hablé y después me fui a la toma —dice Francisco—. Yo sabía que Bitar era un tipo de mecha corta pero… —¿Tenés copia de ese programa? —Lo puedes encontrar en YouTube. —¿Con qué nombre? —Tú pon «Sergio Bitar —tomo nota, aguardo lo que sigue— enloquece». «Sergio Bitar enloquece». Así lo busco en el teléfono y así llego al video: quince minutos de discusión con altos momentos técnicos en los que Bitar termina fuera de sus casillas —sin que sea algo excesivo: los chilenos son moderados—, y en los que el presentador Ulloa debe intermediar de un modo salomónico. Le da treinta segundos a Bitar primero, y treinta segundos a Francisco después. —Lo positivo de todo esto —dice finalmente Francisco, cuando le toca su turno— es que estas indecencias que se han cometido con los estudiantes y sus familias no se van a poder seguir cometiendo porque nuestra generación llegó a la política para quedarse y eso es lo que realmente irrita al exministro Bitar. Ellos han tenido el monopolio de la política —Francisco mira a Bitar— y eso va a dejar de suceder. Mientras termino de ver el video, Francisco se levanta de su asiento, va a su cuarto y regresa con un libro —su libro— que tiene en portada una foto del movimiento en la calle. El título es Llegamos para quedarnos y lo que hay adentro es —sabré después— una ácida crónica de la revuelta estudiantil, pero también una advertencia de cara a los años que vendrán. A un futuro que, se sabe, pertenece sobre todo a los que tienen tiempo. x
Uso antitranspirante pero los transpirantes se me acercan igual. | 47
SOBREMESA
CHICAS LINDAS
—A
mí las dos chicas actuales que más me gustan en el mundo son Camila Vallejo y Lena Dunham —le digo a
Chiri. —No tiene nada que ver una cosa con la otra… —Para mí sí, son dos señoritas muy inteligentes que están haciendo una revolución. —Pero una es fea y la otra es linda. —Las dos son lindas. —Lena, no. —Si la mirás bien es lindísima. Pero tenés que mirarla fijo mucho tiempo. Además es muy inteligente y creativa. Te pongo un ejemplo: Lena creó una aplicación ficticia en su serie Girls, y la idea resultó tan útil que se terminó vendiendo en la vida real. —¿Cómo es? —El invento se llama Forbid, y te lo bajás en tu teléfono. Es una aplicación que impide que hagas ciertas llamadas que no querés hacer: a una exnovia, por ejemplo. O a cualquiera que tenés la necesidad de llamar, o de mensajear, y sabés que no es correcto. —¿Cómo hace? —Simplísimo, vos indicás el número al que no querés contactar, y si caés en la tentación de hacerlo la aplicación te cobra diez dólares. No sabés cómo está funcionando eso en el mundo de la gente joven. —Es un compromiso con vos mismo… —Claro —le digo—. Y si lo rompés, pagás un precio. Es una idea brillante, realizada con un código mínimo, simple. En un punto yo creo que eso también puede ser arte. —Estás demasiado enamorado de esa chica, Jorge. —Y de Camila también. Camila Vallejo es el personaje más interesante que dio Chile desde Roberto Bolaño —le digo. —Es una simplificación muy pajera. Lo decís solamente porque te calientan sus tetitas encabritadas y sus ojos como faroles. Y además no sabés un carajo de Chile como para decir semejante cosa. —Sí que sé —le digo—. Sé que la selección chilena terminó tercera en las Eliminatorias para el Mundial de Brasil. Y que el mayor logro futbolístico
AÑOS TONTOS en su historia fue salir tercero en el Mundial ‘62. —El Mundial que hicieron ellos, así cualquiera —me dice. —Claro, nosotros, en cambio, salimos campeones en el ’78 de manera tan natural que la gente de cristales Swarovski nos dio un premio a la transparencia…. —No seas sarcástico, nadie sabe si hubo tongo —me dice Chiri—. Y si lo hubo, lo compensamos con lo que nos hizo la FIFA en el Mundial de Estados Unidos. ¿Vos creés que vamos a salir campeones en Brasil? —Yo creo que no, que ganan los dueños de casa. —¡No digas eso, hijo de puta! —Shhhh… Vos dejáme —le digo—. Prefiero tener las mínimas expectativas, para que no me agarre ese ataque de llanto que me agarró cuando Alemania nos hizo cuatro. —Es verdad, yo tampoco quiero sufrir más. —¿Quién suponés que va a cantar la canción mundialista del año que viene? ¿Chico Buarque, Caetano Veloso o João Gilberto? —No hace falta apostar. Ya eligieron a Ricky Martin. —Eso no es cierto —le digo con los ojos llenos de sorpresa. —Es verdad: ya está decidido. —¿De verdad me lo decís? ¿Cómo puede pasar eso, estamos todos locos? Con razón los brasileños están tan enojados con el Mundial. Ojalá que rompan todo. —El otro día me acordaba de una cosa que escribiste hace un tiempo; decías que los años en que no hay mundial son años tontos. —Años tontos y largos. Es más, yo creo que por eso hicimos Orsai. La revista, quiero decir. Para divertirnos en los años tontos donde no hay Mundial. La empezamos en 2011 y la terminamos en 2013. —¿Vos decís que en 2015 volvemos? —No. Pero firmemos la siguiente promesa: «La revista Orsai jamás saldrá en años donde haya Mundial de Fútbol». ¿Firmás? —Firmo. —Listo. Me encanta cuando las cosas tienen reglamentos coherentes. El futuro así es mucho más ordenado. x
48 | En la última cena, ¿por qué se sentaron todos del mismo lado?
CINISMO ILUSTRADO, por Salles |
UN ESCRITOR
TÉCNICO ESCRIBE HERNÁN IGLESIAS ILLA ILUSTRA MARIANO EPELBAUM
Siempre que termina un libro largo y trabajoso, Hernán Iglesias Illa se hunde en la extraña adicción al Football Manager, un videojuego inglés que permite transitar la experiencia de un técnico de fútbol en primera persona. Compra y vende jugadores, elabora esquemas tácticos, brinda conferencias de prensa e insulta a los árbitros que perjudican a su equipo. Hasta que comienza un nuevo libro y, por suerte, se olvida de todo.
E
HERNÁN IGLESIAS ILLA Buenos Aires, 1973
Vive en Nueva York desde 2004. Desde allí escribe para distintos diarios y revistas de América Latina y España como La Nación, Gatopardo, Rolling Stone, Vanity Fair, Expansión y Brando. Ha sido editor de The Wall Street Journal Americas en Nueva York y redactor del diario El País en Madrid. Es autor de dos libros: Golden Boys (Seix Barral, 2008), donde narra la historia de los banqueros latinoamericanos en Wall Street, y Miami. Turistas, colonos y aventureros en la última frontera de América Latina (Seix Barral, 2010), retrato de no-ficción de la nueva Miami latina. En 2006, con un jurado compuesto por Martín Caparrós, Juan Villoro y John Lee Anderson, ganó el Premio Crónicas Seix Barral, de la fundación Nuevo Periodismo Iberoamericano y el Grupo Editorial Planeta. Participó en las antologías Los días que vivimos en peligro (Emecé, 2009), Holy Fuck (Garrincha, 2011), y Sam no es mi tío (Alfaguara, 2012). Su página web es hernanii.net.
52 | El gay camina rápido para no ir a paso de hombre.
n mayo de 2018, estoy cerca del ascenso a Segunda. Juego con el Lemona, un equipo vasco que desapareció en la vida real pero en el Football Manager sobrevive a duras penas, siempre con problemas económicos, sin dejarme fichar jugadores ni ampliar el estadio, sostenido por los ochocientos o novecientos hinchas que lo van a ver a Arlonagusia, su cancha cerca de Bilbao. Es la última fecha de la Zona II de Segunda B. Si empato o gano contra el Zamora, salgo campeón, después de treinta y ocho fechas y unas diecisiete horas de juego. Estoy en un café cerca de casa, adonde vine para intentar trabajar un poco y despegarme de mi adicción al Football Manager. No lo he logrado: llevo toda la tarde apretando la barra espaciadora, que mueve el tiempo hacia adelante, y corrigiendo los detalles que creo necesarios para levantar al humilde Lemona hasta el paraíso de Segunda. Después de dudar un momento, elijo ver el partido contra el Zamora en el simulador visual. Normalmente, para que no se haga tan largo, prefiero leer solo la flemática narración en inglés —«buen intento de David Suárez, la pelota se va al córner», «ha marcado Aguirre, que no puede creer su suerte»—, pero ahora, dada la magnitud de la ocasión, quiero ver a mis desconocidos jugadores, algunos de ellos inventados por la máquina, darse un homenaje y recibir el premio que se merecen a una temporada heroica. Entre las varias opciones de longitud (desde «partido completo» a «solo comentarios»), aprieto en «momentos clave», que interrumpe la narración para mostrarme, en una
interfaz poco lujosa pero bastante futbolera, las jugadas más importantes. La mitad de estas jugadas son los goles del partido: temo lo peor cada vez que cambia la pantalla y veo a uno de los rivales con la pelota en los pies. Casi siempre acierto. El Zamora, que no se juega nada, acierta las que no necesita y yo tiro afuera las indispensables. El resultado final es 2-2. Mis jugadores han pateado veinte veces al arco, contra nueve de ellos; y han pateado once veces entre los palos, contra cinco de ellos. Han tenido el cincuenta y siete por ciento de la posesión de la pelota. Pero no han ganado. Como pasa muchas veces en este juego enloquecedor, pero también en el fútbol profesional, el marcador del partido tiene poco que ver con las estadísticas sobre su desarrollo. Quedo tercero, detrás del Real Unión y el Palencia, y clasificado para unos repechajes dificilísimos de los que quedaré eliminado en primera ronda, dentro de dos semanas virtuales (media hora de juego), contra el Castellón. Cuando el Zamora ha metido el segundo, faltando quince minutos, le he dado un sacudón a la mesa del café, como si hubiera querido matar una mosca; tembló el piso de madera, tintinearon las cucharas en la taza vacía. La Segunda División B de España es una aventura eterna, casi sisifeana, porque solo ascienden cuatro de sus ochenta equipos. Para los otros setenta y seis, el fútbol es aquello que ocurre los domingos en canchas poceadas y semivacías y que tiene que valer la pena solo por sí mismo, como un purgatorio del que es improbable escapar. Me gustaría irme de la Segunda
Estoy en un café cerca de casa, adonde vine para intentar trabajar un poco y despegarme de mi adicción al Football Manager. No lo he logrado: llevo toda la tarde corrigiendo los detalles para levantar al humilde Lemona hasta el paraíso de Segunda.
El amén es el Enter de la misa. | 53
Hernán Iglesias Illa |
B, pero no puedo: mi prestigio en el Football Manager («oscuro», según mi ficha) me impide aspirar a coliseos mayores. Desde que empecé a jugar, hace dos semanas, mi carrera ha sido un constante descenso de categoría. Empecé en el Arsenal, de donde me echaron, como dicen los españoles, antes de comer el turrón de Navidad. «Los hinchas se rebelan contra el desconocido Hernanii», clamaban los titulares de prensa preparados por el programa. En julio de 2018, Argentina ha despedido a Alejandro Sabella por su «pobre desempeño en el Mundial de Rusia», dice una nota. La selección, sin Messi, lesionado, perdió en octavos de final contra Inglaterra. Estar sin trabajo en el Football Manager es una experiencia extraña. El mundo del fútbol sigue adelante («Barcelona se ha clasificado a las semifinales de la Copa del Rey», «Thiago, jugador del mes en la Liga BBVA») pero sin la participación de uno, que lo mira desde el otro lado de la pantalla. Uno ve a los demás divertirse, competir, participar y no puede hacer nada por acercarse. Está congelado en la vida virtual y también en su vida real, sentado en calzoncillos y medias frente a la computadora, dándole con nervio a la barra espaciadora, esperando a que algún club, cualquier club, le ofrezca un trabajo. Cuando ese club aparece, normalmente es de menor categoría al del último empleo, pero uno está tan desesperado por trabajar (es decir, por jugar) que acepta cualquier oferta. Además, exagerando un poco, como soy de la primera generación de argentinos que salió al mercado laboral con un desempleo del quince por ciento, estoy acostumbrado a decir que sí a todo lo que me ofrecen. Nunca rechacé un trabajo en la vida real y nunca rechacé un trabajo como técnico en el Football Manager. Así caí en el Blackburn Rovers, un equipo de la Segunda División inglesa con pasado ilustre y presente vergonzoso. Duré casi un año, desde febrero hasta diciembre, intercalando derrotas con empates y alguna victoria, siempre tirándole pelotazos al delantero centro (eso me pedían los hinchas en sus mensajes), hasta que una racha de seis derrotas seguidas, otra vez antes de Navidad, me devolvió a la calle. El tercer escalón descendente fue el Lemona, cuya existencia desconocía y que el Football Manager había mantenido vivo para mí (en la vida real fue liquidado en el verano de 2012). En el Lemona, sin hinchas y casi sin futbolistas, tuve que afinar la mirada y aprender a ser director técnico. En lugar de poner a los que
parecían mejores, o de dejar que mi ayudante de campo eligiera la formación, empecé a bucear entre los miles de interruptores y palancas del FM, que parecen irrelevantes al principio pero se revelan vitales después: la diferencia entre perder y ganar es muchas veces la diferencia entre preparar o no preparar un partido; en decirle a un jugador que marque a tal en lugar de a aquél; en cambiar la táctica, minuciosa e interminablemente, una o dos veces por partido. El Football Manager es cruel porque castiga a los técnicos turistas, que llegan con la cerveza y el pochoclo y esperan ganar la Champions League porque han elegido jugar con el Barcelona, y premia a los nerds futboleros a quienes les gusta hurgar en los detalles y disfrutan de poner a un marcador lateral a practicar sus rechaces con la zurda. Este hundimiento, del turista al nerd, lleva semanas enteras de juego, y debo admitir que nunca logré completarlo. En julio de 2020, Mariano Andújar se retira del fútbol, después de una década en el Catania. Tito Vilanova, que ha sobrevivido a su cáncer, renuncia a la selección española. En los últimos años, cada vez que he terminado un proyecto largo me he permitido transportarme durante una o dos semanas al mundo hermético y paralelo del Football Manager. Vuelvo a descargarlo cada vez, pagando los treinta dólares de su precio legal, vuelvo a poner mi nombre, fecha de nacimiento y nacionalidad verdaderos (y mis equipos favoritos, en este orden: River Plate, Arsenal, Villarreal), y otra vez me decepciono por los fracasos iniciales y la granítica paciencia requerida para evitar las derrotas humillantes. La última vez que hice esto fue hace dos semanas y todavía estoy esperando que llegue el momento del asco y la saciedad, esa sensación tan intensa de frustración y vergüenza que me permitan desconectarme, borrar todo rastro del Football Manager en mi disco duro y olvidarme de él durante un par de años. Pero ese momento no ha llegado. A pesar de la desilusión con el Lemona y un paso lamentable por el Milton Keynes Dons, de la tercera división de Inglaterra, en 2021 y 2022, sigo intentándolo, recogiendo jugadores libres de las estepas castellanas y poniéndoles un informe, con la esperanza de que se conviertan en futbolistas reconocibles. En Primera División, casi todos los jugadores son calificados con cinco estrellas y altísimos puntajes técnicos; en la Segunda B, y especialmente en los equipos de Segunda B que se dignan a contratarme, los
«¿Cuántas veces te dije que no seas tan obsesivo?». «129». | 55
Hernán Iglesias Illa |
jugadores tienen media o una estrella y son tan desconocidos que sus puntajes técnicos están vacíos. Esos jugadores, sin contrato, siempre disponibles, con facciones inventadas por el programa (los senegaleses son negros, los españoles son trigueños y a veces pelados, los franceses son rubios y a veces de pelo largo), son los que tengo a disposición para no irme al descenso. Son mis guerreros, a quienes a veces hago jugar lejos de sus posiciones ideales porque no tengo reemplazantes mejores, y a quienes insulto cuando se erran varios goles o se lesionan durante varias semanas o son incapaces de recibir un 7.0 en su calificación. A veces, casi nunca, el Football Manager se tilda. Se queda pensando en algo, procesando algunos de los miles de partidos que tiene en la cabeza, y nunca vuelve al menú principal. Entonces tengo que forzarlo a cerrar, abrirlo otra vez y cargar el juego desde la última vez que se guardó. Es una sensación rara y frustrante volver a jugar partidos que ya he jugado: repetir mi vida, sabiendo que la segunda versión siempre es peor. Las pelotas que en el primer intento han ido adentro, ahora pegan en el palo; los árbitros que antes han cobrado penales a favor, ahora los cobran en contra. Los partidos que he ganado en mi primera vida, los he empatado o perdido cuando me ha tocado revivirlos, mientras trataba de repetir mis decisiones anteriores. Como me pasa en marzo de 2023, dirigiendo al Hospitalet. Tres partidos que ya gané —contra Denia, Gavà y Gramenet— pero debo volver a jugar. Empato contra el Denia, un 1-1 bajo la lluvia, pierdo de local contra el Gavà, que venía penúltimo, y me pongo de tan mal humor que pienso en renunciar. Pero le gano 6-0 al Gramenet, con cuatro goles de Belarmino de Castro, un ficticio jugador angoleño que rescaté, improbablemente, de las inferiores del Rennes, y recupero algo de entusiasmo. En su perfil generado automáticamente, Belarmino es negro, tiene bigotes y unos ojos claros que parecen (no se ve bien) verdes o grises. Años después, cuando he dejado al Hospitalet pero sigo dirigiendo en los potreros de Segunda B, veo que De Castro es titular en el Espanyol, en primera división, y no puedo evitar sentirme orgulloso por él. Si tuviera alguien con quien comentarlo, le diría: «A Belarmino lo descubrí yo, cuando nadie daba un peso por él». En Hospitalet juego de local ante setecientas once personas. Un sábado de febrero, en 2021, la ficha del partido dice que está ventoso
y nublado y que la temperatura es de dos grados centígrados. Me siento mal por esas personas. El partido termina 0-0. Me importa menos, sin embargo, el estado de mi equipo. Barranca abajo en una mala racha que parece no tener fin (he ganado dos de los últimos catorce partidos), puedo notar cómo me estoy dejando ir. Elijo las formaciones automáticamente, sin fijarme quién está jugando bien y quién mal, ni pongo a prueba mis hipótesis tácticas: aprieto la barra espaciadora para huir hacia adelante, esperar el milagro de que mi equipo meta más goles que el contrario. Así deben de sentirse, pienso, los técnicos de equipos verdaderos cuando saben que se están quedando sin ideas ni energía. Siguen haciendo lo mismo de antes y esperan que esta vez el resultado sea distinto. Por eso estos técnicos taciturnos y resignados duran pocas semanas, hasta que renuncian o son despedidos. Así me siento ahora: sin fuerzas ni entusiasmo para abrir el capó del equipo o buscar jugadores para la próxima temporada. Me acerco al despido como un tren contra una pared, pero soy incapaz de hacer nada para corregir la dirección. Después de siete derrotas consecutivas, me echan. Tarde, veo un mensaje que se me había escapado: «Hernanii se niega a experimentar. Después de perder 0-3 con el Alcoyano, los hinchas se preguntan si no debería cambiar su sistema 4-2-3-1». Suspiro. Quizá los hinchas tenían razón. Me ha pasado de encariñarme con mis jugadores. Josu Extaniz, un central vasco y melenudo que tuve en el Lemona: no se lesionaba nunca, metía muchos goles de cabeza y todas las temporadas terminaba con un promedio de más de 7.0, la barrera psicológica entre los buenos y los malos jugadores. En el Lemona también me gustaba un flaquito llamado Pablo Larena, que era lento y viejo pero dirigía al equipo desde la mitad del campo, moviéndose poco para que los demás se movieran a su alrededor. Solo después de varias temporadas me di cuenta de que Larena existe y es un jugador de verdad, uno de esos conmovedores casos de volantes talentosos pero indolentes que nunca cumplen a los treinta las expectativas generadas a los veinte. Larena jugó en Primera en el Atlético y en el Celta, más de suplente que de titular, y todavía anda por ahí, entre el Recreativo de Huelva, los intentos de regreso a su Las Palmas natal y las pruebas en equipos ingleses. No sabe que en otra vida ha sido feliz en el Lemona, donde el técnico lo ponía siempre y sus
La clase de ceremonial y protocolo se suspendió, la concha de su madre. | 57
| Un escritor técnico
compañeros le pasaban la pelota. Cuando un jugador alcanza los treinta y cuatro o los treinta y cinco años, el ayudante de campo del FM te susurra al oído: «Los mejores años de Fulanito han quedado atrás». Pero uno se niega, después de tanto compromiso, a sacarlo del equipo. Llega junio y le renueva el contrato, por un poco menos de plata, en contra de la opinión de los dirigentes. Suben desde el equipo filial medios centros jóvenes que creen hacerlo mejor, el ayudante de campo recomienda reemplazantes lozanos y baratos. Pero Fulanito —como Larena o un tal Miguel, otro de mis favoritos— sigue saltando a la cancha y haciendo lo que sabe hacer, arañando el siete de promedio, cada vez más despacio pero con la misma calidad, dándole al equipo gravedad y empaque. Ahora he vuelto al MK Dons, el club antes conocido como Wimbledon y rebautizado tras una liquidación y una fusión. No me reciben como a un hijo pródigo. El equipo está penúltimo en la tercera división de Inglaterra y al plantel no le sobra nada. Tardo una hora en jugar el primer partido, ajustando acá y allá (¿quién patea los córneres desde la izquierda?, ¿cuánto recorrido le permito al lateral derecho, que parece medio burro?), ansioso por debutar pero sabiendo, a esta altura, que si no toco todas las perillas voy a perder. El primer partido tiene un marcador glorioso pero exagerado (5-0 contra el Bournemouth), tan injusto que me irrito. Tengo la sospecha de que la máquina me ha dejado ganar (quizá por respetar aquello de «técnico que debuta no pierde») y, como en efecto ocurre, me sacude después con tres derrotas seguidas, tan injustas como aquella primera victoria. Un día me expulsan a un jugador a los once minutos del primer tiempo y la tarde siguiente, en conferencia de prensa, me preguntan por el árbitro. El FM me da cinco opciones de respuesta, algunas prudentes, otras arriesgadas. Elijo una que me parece prudente. «Desde donde yo estaba», les digo a los periodistas, «me ha parecido una decisión un poco dura». En el mensaje siguiente, recibo el titular que han formado con mis palabras: «Hernanii protesta contra el árbitro». La federación inglesa me abre un expediente y me advierte oficialmente que no critique la tarea de los referís. Sacudo mi cabeza real. Al final tienen razón los futbolistas y los técnicos: es imposible lidiar con la prensa deportiva. Verano de 2022. En la bolsa de jugadores errantes, donde esperan los futbolistas huérfa-
Como nos pasa en el fútbol (y también en la vida), tenemos el ojo bien entrenado para detectar las injusticias y la mala suerte en nuestra contra pero rara vez las advertimos cuando nos tocan a favor.
nos que nadie quiere, distingo un nombre: Enzo Zidane. Viene de hacer las inferiores en el Real Madrid y de jugar cinco años en el Portugalete. No parece muy bueno, pero lo contrato igual. Como tiene el nombre y el apellido de dos de mis ídolos máximos, lo pongo siempre de titular, en contra del consejo de mis ayudantes. Brilla poco, pero con el tiempo se gana la titularidad. Eso me hace sentir bien: el hijo de Zidane, bautizado con el nombre de Francescoli, convertido en un jornalero del fútbol, yendo con su mochila a donde le ofrezcan una camiseta y un par de botines, ha encontrado conmigo, en Castellón, un lugar donde sentirse en casa. En los días difíciles, me irrita lo que percibo como una excesiva aleatoriedad del juego. Hay resultados extraños (un 4-0 que termina 4-5, una sospechosa cantidad de goles en los tiempo de descuento) y patrones que me parecen poco creíbles: soy regularmente incapaz de ganar los partidos de local contra los equipos que van últimos, y una semana más tarde goleo de visitante al que va tercero o cuarto. Me consuelo pensando que en el fútbol de verdad, el más arbitrario y frustrante de los deportes profesionales, eso también pasa. Pero igual me
58 | La muletilla «ehhhhh...» es el «escribiendo» de la vida real.
Hernán Iglesias Illa |
gustaría que hubiera algo más de previsibilidad: si soy un equipo de mitad de tabla, como casi siempre lo soy, quiero que sea por ganarles a los malos y perder contra los buenos, no al revés. En el FM, un 2-0 en el entretiempo no quiere decir nada: la máquina es capaz de dártelo vuelta con tres goles imprevistos, una expulsión salida de la nada y dos lesiones que dejan fuera a tus mejores jugadores para el resto de la temporada. Quiero empezar tranquilo mi partido contra la Real Sociedad «B» —como en todos los partidos, el 0-0, mientras dura, parece eterno— y me meten a los quince segundos un gol que no respeta los rituales ni los ritmos del fútbol verdadero. Cuando ocurre algo así, acuso al árbitro o a los programadores de estar conspirando en mi contra, de querer hacerme sufrir un infarto a propósito. Pero después, pienso, eso es lo mismo que creen los entrenadores profesionales, que planifican como científicos durante la semana y se vuelven locos como directores de orquesta los días de partido. Como nos pasa en el fútbol (y también en la vida), tenemos el ojo bien entrenado para detectar las injusticias y la mala suerte en nuestra contra pero rara vez las advertimos cuando nos tocan a favor. En julio de 2027, la AFA despide a Diego Simeone como técnico de la selección argentina tras su «decepcionante» rendimiento en la Copa América. Con Simeone, la selección ha
conquistado el Mundial de 2022 en Qatar y la Copa América de 2023. Los candidatos para reemplazarlo son Mauricio Pochettino, Javier Zanetti y un tal Juan Semino. Una vez, después de más de un año desempleado, me han ofrecido dirigir a la selección de Estados Unidos. Me sorprende, pero acepto. Una semana antes, tras postularme para dirigir al Eibar, los diarios, crueles, habían titulado: «Eibar se ríe de la candidatura de Hernanii». Si el Eibar se ríe de mi candidatura, pensé, es que ya no me quiere nadie. Pero aparecieron los gringos, despistados o engañados por una falla en el sistema. El trabajo como seleccionador, sin embargo, es aburrido. Hay pocos partidos, no conozco a los jugadores y la prensa me vuelve loco: si convoco a uno es un escándalo, si no convoco a otro es una ignominia. ¿Por qué no llamaste a Josh Kleinert?, me preguntan en conferencia de prensa. Me habría gustado responder: porque no sé quién es. Preparándome para un amistoso contra Italia, ya clasificados los dos al Mundial de 2030, el programa se bloquea y falla. Aparece una ventana con varias líneas de lenguaje de programación y una ventana de diálogo con dos botones: «Close» o «Reopen». De repente, el hechizo se ha roto. Cierro la ventana y me quedo solo, en silencio. Me preparo un té. Le mando un mensaje a mi mujer: «¿Dónde estás? ¿Querés que te pase a buscar?». x
POSDATA DE HERNÁN IGLESIAS ILLA. Hace dos años recibí uno de los mejores correos de mi vida. Era de Hernán Casciari, con quien nunca había tenido contacto pero cuyas aventuras editoriales había seguido de cerca, siempre hinchando por él y el Chiri para que las cosas les salieran bien. «Me encantaría contar con vos en el primer número», decía Hernán, o Jorge, en aquel mail donde me contaba los planes de la revista. Escribí entonces sobre San Martín de Brooklyn, mi equipo en una liga amateur de Nueva York, o sea que mi participación en Orsai se abrió y se cerró con notas sobre fútbol: la primera en tres dimensiones, al aire libre, con rivales y árbitros de verdad; la segunda, la de hoy, en dos dimensiones, encerrada en mi escritorio, con rivales y árbitros de mentira pero igual de caprichosos. En el medio pasaron dos años, otras dos notas —una sobre mis viajes en moto por la ciudad (en Orsai N5), otra sobre el paso del huracán Sandy (Orsai N11)— y el declive irreversible de mi relación con el fútbol: a punto de cumplir cuarenta años, ya me cuesta mucho jugar al fútbol de once y me siento más cómodo apretando teclas y botones en el fútbol de mentira donde ni siquiera soy jugador de mentira: soy su entrenador. Pedí escribir esta posdata para reflejar este proceso, que me duele menos de lo que parece (trato de tomarlo con humor), y para decirle adiós a Orsai, que me alegró y me dio la posibilidad de escribir con libertad y apoyo en todo este tiempo. Ha sido un placer y un gran orgullo. x
Mariano Epelbaum Buenos Aires, 1975
Es ilustrador. Es el creador de los personajes de la película Metegol, de Juan José Campanella, y co-director de arte del film. Ha publicado libros para Santillana, Alfaguara, SM, Edebe y diversas editoriales. Al mismo tiempo se desempeña como diseñador de personajes para animación de largometrajes y publicidades.
No podía pegar un ojo y lo echaron de la fábrica de muñecos. | 59
SOBREMESA
CIVILIZACIÓN
¿Y
a leíste el último libro de Iglesias Illa? —me pregunta Chiri. —¿American Sarmiento? No todavía. Estoy esperando que me llegue. —¿Ya lo pediste? —No —le digo—, pero calculo que cuando mi tocayo lea esta sobremesa se va a copar y me va a mandar un ejemplar a casa. —No me parece bien esto que estás haciendo. —No me importa: tengo muchas ganas de leerlo, me encanta la idea de Hernán haciendo el mismo viaje que Sarmiento hizo por Estados Unidos. ¿En qué año, te acordás? —Sarmiento viaja a mediados del siglo diecinueve y se queda dos meses. Parece que llega y se fascina con lo que ve, y a partir de ahí cambia su modelo de civilización: ya no le importa tanto Francia sino los Estados Unidos… —¡Qué pelado hermoso! —Yo estuve con Iglesias Illa comiendo un asado en mi casa de Luján cuando estaba en pleno proceso de escritura, y cuando le faltaba poco para terminar el libro —me cuenta Chiri—. Me encantó lo que me dijo del libro: que había seguido los pasos de Sarmiento por Estados Unidos, pueblo por pueblo y ciudad por ciudad… Y escribe una cosa muy rara y alucinante, una mezcla de ensayo y crónica de viajes y crónica autobiográfica. Está muy bueno. —Qué raro que es todo, querido Christian Gustavo: pensá que Iglesias Illa empezó escribiendo con nosotros una historia de fútbol de verdad en la Orsai N1, San Martín de Brooklyn: once contra once, cancha y olor a pasto, y terminó emulando un rol bastante absurdo de DT virtual. —Me parece que la tecnología y el periodismo free lance lo único que hacen es quemarle la cabeza a la gente de bien. —Vamos a terminar siendo chupados todos por avatares, como ya planteó tan sabiamente la precuela de Galáctica. —Caprica. —Hablando de avatares, acordate muy bien de este nombre, porque dentro de algunos años ya no lo vas a poder olvidar nunca más: Dmitry Itskov. —Dmitry Itskov —repite Chiri. —Y acordate también que la primera vez que lo escuchaste fue de mi boca, como casi todos los grandes descubrimientos que luego conociste en tu vida.
Y BARBARIE 2.0 —¿Quién es Dmitry, gordito salamín? ¿Un agente de Caos? —Es un ruso multimillonario, ¿viste que ahora hay muchos rusos multimillonarios? —Sí, claro. Compran equipos de fútbol europeos. —Bueno, este es uno muy loco con una ambición todavía más demencial: contrató a los mejores científicos del mundo para encontrar la fórmula de la inmortalidad. —¿Cómo? —Escuchá: el proyecto que desarrolla Dmitry se llama «Avatar». La idea del muchacho es diseñar un prototipo de robot que sea capaz de albergar un cerebro humano; el suyo, para empezar. Y después, cuando el invento funcione, Dmitry lo habilitará para el resto de la humanidad. —Para los que puedan pagarlo, me imagino. —Por supuesto: yo entre ellos. —¿Cómo va a hacer el ruso? —Lo tiene todo planeado. La misión tiene cuatro fases y se va a desarrollar de acá a treinta años, hasta el 2045. Dmitry calcula llegar vivo a esa fecha… —Esperemos que antes no lo pise un camión… —Concentráte en lo que digo, no hagas chistes. La primera fase pretende desarrollar un robot humanoide que se va a poder manejar mentalmente. El paso siguiente, la fase B, consiste en trasplantar un cerebro humano a un Avatar. Y en las etapas finales se pretende lograr que la mente humana, y toda nuestra personalidad, tal cual somos, esté integrada al avatar sin la necesidad de un cuerpo. —¿Pero vamos a ser nosotros? ¿Seremos conscientes tras la muerte? —El ruso dice que sí… Y lo más loco es que a partir de acá ya no vamos a necesitar ni siquiera un robot, porque vamos a poder vivir hasta el fin de los tiempos, si queremos, en forma de holograma. —Suena muy espantoso. —A mí me encanta. Imagináte que la humanidad contara con este invento desde hace cien años y que pudiéramos tener, por ejemplo, un avatar de Sarmiento mirando la Argentina de hoy. —¿Qué creés que pensaría? —Supongo que no vería las cosas muy diferentes a como las dejó. x
60 | El albañil a su novia: Desde que te fuiste teché de menos».
ME IS BEAUTIFUL, por Manel Fontdevila |
LAS CARTAS DE
THELMA Y LOUISE ESCRIBE ÁNGELES ALEMANDI ILUSTRA ANA BUSTELO
ÁNGELES ALEMANDI Santa Fe, 1981
Estudió Comunicación Social en la Universidad Nacional de Entre Ríos. Llegó a Buenos Aires en 2006 con apenas un bolso naranja fosforescente y el título a estrenar: quería ser periodista. Sus primeras crónicas las escribió en el taller de Águilas Humanas de Cristian Alarcón. En 2008 ganó la Beca Avina para la Investigación Periodística. Ha publicado en Hecho en Bs. As., suplemento Las 12 de Página 12, revista ELLE, Para Ti Mamá, Cosecha Roja, diario El Litoral, entre otros. En 2012 tuvo su primer hijo. Le gusta decir que parir es partirse en dos, pero ella se partió en mil pedazos. Para el desahogo abrió un blog: estaquetepario.com, aunque ahora sabe que la maternidad fue una excusa, solo escribe porque le gusta escribir.
De: Ángeles Alemandi Para: Josefina Licitra Enviado: 23 de abril de 2013 Josefina, te escribo de parte de Ana Prieto. No sé si este mail es un sumario o un manotazo de ahogado. Ayer dejé la ciudad de Buenos Aires para mudarme a un pueblito de La Pampa y mientras desarmo bolsos y vomito de los nervios y agarro al nene para que no meta la mano en el agua del inodoro, me pregunto qué hago acá. Cómo es que la maternidad me ha convertido en alguien que nunca imaginé ser. Mi propuesta sería escribir sobre eso: sobre cómo la llegada de un hijo te vuelve otra. Alguna vez solo soñé con ser periodista, pero era recepcionista en un centro de salud. Vestía un uniforme azul y llevaba un pin que decía «la
64 | Es probable que llores si se te mete una basurita en la vida.
Ángeles Alemandi —periodista, madre y recientemente mudada de Buenos Aires a un pueblito pampeano— le escribió a nuestra editora para ofrecer una historia. Lo que sigue no es la historia, sino el intercambio epistolar entre dos mujeres; un ida y vuelta que se va haciendo doloroso y vital, y que termina construyendo su propio relato: el que junta las aguas entre la vida y la escritura.
excelencia depende de mí». Hacía entrevistas telefónicas encerrada en el baño de la oficina. Escribía un párrafo de una crónica cuando los pacientes me daban cinco minutos de paz. Salía a la calle a buscar mis fuentes los fines de semana. En el medio de todo eso imprimí el «Renuncio» de Casciari y lo puse en un folio que colgué en mi box. Un día yo también diría basta. Después de cinco años lo logré: dejé ese trabajo por uno que al fin me conectaba con lo que más quería. Entonces llegó lo otro: quedé embarazada. «Quedé», como quien no quiere la cosa. Mientras la panza crecía yo pensaba que todo sería un trámite, que tres meses de licencia de maternidad bastarían y sobrarían para rehacer mi ego. Pero no. Mi hijo en brazos hizo que mi mundo implotara. Y de un modo imprevisto elegí lo que tanto le recriminé a mi madre: quedarme en casa a criarlo. Aunque lo hice con resguardos: abrí un blog, estaqueteparió.com, porque necesitaba un espacio de sincericidio. Así la fui llevando unos meses. Hasta que me decidí a volver al trabajo y anoté a mi hijo en un jardín maternal, y entonces recibí el mazazo de que Cristian, mi algúndíamarido, había sido trasladado por trabajo a General San Martín, un pueblo de menos de cuatro mil habitantes que todavía no sé si es el paraíso o Dogville. Fuimos para allá. Desde ahí (acá) te escribo. Te paso el link al primer post de mi blog, a modo de carta de presentación y porque hay un poco de todos los condimentos desde los que
vivo la maternidad. Es mi espacio de catarsis, de reconciliación. Contame qué opinas. Te mando un beso, Ángeles.
k De: Josefina Licitra Para: Ángeles Alemandi Enviado: 12 de mayo de 2013 Ángeles querida, cómo estás. Te pido disculpas por el atraso. Finalmente hoy leí tu post en el blog y me gustó mucho. Dejáme que lo hable con los chicos, más que nada para ver si ellos también se enganchan y —por cruel que suene— «a propósito de qué» podríamos poner la historia. Porque el tema «maternidad» está muy trabajado, incluso en su versión áspera y honesta, como es tu caso. Quizá la historia sea «me fui a vivir a un pueblito». Ahí podría estar la punta de algo. ¿Tu nueva vida te depara —valga la redundancia— novedades? ¿Hay algo que te sorprenda de vivir ahí? Me gusta esto de «no sé si es el paraíso o Dogville». Creo que ahí, cuando leí eso, me empezó a gustar más la historia. Si podés contame un poco más sobre ese micromundo. Beso grande, la seguimos. Jose
El oso bipolar inveranea. | 65
| Las cartas de Thelma y Louise
k De: Ángeles Alemandi Para: Josefina Licitra Enviado: 17 de mayo de 2013 Ahí voy. El día que se supo lo de Tribilín, ese maternal de San Isidro donde unas locas de atar maltrataban a los niños, yo llevaba a mi nene al jardincito por primera vez. Quedé paralizada. Había anotado a mi hijo tres horas por la mañana. Iban a ser tres horas para mí después de diez meses de encierro, pero ahí estaban los diarios recordando que no todo era tan fácil. No supe qué hacer. El jardín no era el mejor lugar. Y la calle tampoco era una opción. El niño no crecería como yo saltando cunetas, trepando árboles y andando en bicicleta a la siesta en una ciudad del interior. Lo lamentaba. Escribí un post recordando mi infancia, la vez en la que volvía de un taller de pintura con mi amiga Luci y no nos animamos a cruzar la vía porque vimos dos desconocidos y nos dio terror de que nos secuestraran para robarnos los órganos. La inseguridad era eso: una sensación, un miedo de pibita mirando mucho noticiero. A la semana de ese descargo en la web, de esa añoranza por lo que no podría darle al nene, me enteré de la mudanza. Cristian viajaba cada vez más al pueblo pampeano, y eso terminó en un traslado definitivo. La noticia fue un cachetazo. ¿Vos lo pedís? Vos lo tenés. ¿Y si no lo pedís? Yo amaba esa vida en Buenos Aires, con todo lo que me daba y lo que me quitaba. Al mes y medio llegamos a General San Martín. Somos los nuevos. No hay forma de disimularlo. Todos sienten la confianza para preguntarte cómo te trata la vida ahora. Tengo, obvio, la vecina que te presta el aparato de los mosquitos, la que te avisa qué ventanas están rotas y la que calcula los arreglos que hacés en la casa por los movimientos que ve. Vivo frente a la plaza. En Buenos Aires los chicos hacían cola para subir a las hamacas, pero acá voy con el chango y estamos rodeados de hormigas y bichos bolita. Se vive en un estado de siesta permanente. Desesperante. Desde la ventana del living veo la iglesia. La iglesia a la que nunca entré aunque mi padre dice que pase a agradecer. Acá los pampeanos te dan una indicación y te dibujan un mapa porque los lugares no se marcan con direcciones sino con referencias: en
frente de, a la vuelta de. Hace un frío que no imaginaba y el viento ya me cortó el cable del teléfono. Llegué con mi computadora y la vida de periodista independiente hace que el mundo no se me caiga a pedazos. Lo que no sé es cómo se sostienen los sueños acá. A veces me despierto y me desorienta no encontrar las cortinas del departamento de Buenos Aires. Por momentos estoy convencida de que elegí bien al seguirlo al padre del pibito, y me digo «adelante» mientras unto tostadas con la mermelada de la calidad de vida del interior. Pero de a ratos lloro. Le tengo terror a esta calma.
k De: Josefina Licitra Para: Ángeles Alemandi Enviado: 2 de julio de 2013 Ángeles querida, te pido tres mil millones de disculpas por este atraso en la respuesta. No entiendo por qué vivo en este caos ridículo. Me gusta lo que contás. Ayuda a desmitificar un poco esto de que «acá estamos todos locos y mejor irse a vivir a un pueblito». Creo que, en la ciudad —y lo pienso mientras me leo a mí misma—, la tranquilidad está sobrevaluada: todos queremos tranquilidad, pero después nos llevan a un pueblo y no hacemos otra cosa que prenderle velas a internet. En cualquier caso, te cuento. Puse al tanto a Chiri de todo nuestro intercambio. Decir que «lo puse al tanto» es en realidad una frase austera: le conté todo. Lo primero que me escribiste, lo que yo te contesté, lo que me respondiste… No es que se lo conté oralmente: le mandé una versión acortada de nuestra charla online. Y le conté algo que no te dije: estuve buscando tu pueblito en Google. Me puse a buscar algún asesinato, o lo que fuere: algo interesante que pudiéramos encargarte. Pero las fotos que encontré son de una desolación importante. Ahí fue que le mandé a Chiri nuestro intercambio, y que él quedó encantado con este diálogo epistolar. Su lectura fue: «Este es un hermoso diálogo-de-editora-que-quiere-encontrar-untema-para-su-autora-que-para-colmo-se-fue-avivir-a-un-pueblito». Por supuesto, todo esto funciona porque los dos leímos tu blog. Y nos encantó. Escribís muy bien. Después dicen que los blogs no sirven para nada.
66 | A los protagonistas de «Viven» se los termina comiendo el personaje.
テ]geles Alemandi |
Xxx. | 67
| Las cartas de Thelma y Louise
Lo que entonces te sugiero hacer —y te va a sonar raro— es trabajar esto en clave epistolar. Escribámonos. Sin pretensión de que «se note» la literatura. Escribámonos como nos vinimos escribiendo hasta ahora. Y escribámonos, por supuesto, con una excusa muy periodística: buscar un tema para que escribas. Buscando un tema, de hecho, Chiri encontró algo. Es maravilloso. Te copio el primer párrafo, como para entrar en autos: «Regresó de la localidad de General San Martín, provincia de La Pampa, el investigador Pablo Cano, con el objetivo más que cumplido de profundizar sobre el caso de Raúl Dorado, el chacarero que estuvo frente a un ovni y le sustrajo su teléfono celular, como así también tomar contacto con los casos de mutilación de ganado del 2002 y del presente año». Oh, Ángeles, me encantaría que investigues si es cierto que a Raúl Dorado, que será vecino tuyo, un ovni le robó el movicón. Fijate qué podés encontrar, y no me mandes una historia final —no es eso lo que queremos— sino los partes diarios o semanales con lo que vayas encontrando, con vistas a evaluar si hay o no tema (aun cuando ambas sabemos que «el tema» es el intercambio —hola McLuhan). En esos partes, contame también qué es de tu vida. Contame cómo esa búsqueda se ensambla con tus días en General San Martín. Habláme de todo lo que me quieras hablar, siempre que en el medio me metas un ovni.
k De: Ángeles Alemandi Para: Josefina Licitra Enviado: 2 de julio de 2013 Hoy mientras almorzábamos Cristian me dijo «vos tenés ganas de salir corriendo, ¿no?». Tragué los fideos como pude. A la mañana había subido a la fanpage del blog una imagen de Thelma y Louise en su auto celeste. Escribí: «Necesito una vuelta a la manzana. Busco a mi Louise». Él nunca vio esa foto. No necesitaba verla. Ahora leo tu mail de pie, en el celular, mientras voy con mi hijo a upa, lo leo mientras manoteo el pañal, lo leo y le limpio el culo al nene y se me caen los lagrimones porque no puedo creer lo del chacarero, lo del movicón, lo del ovni, y porque me doy cuenta de que sos la Louise que estaba buscando. Quiero hacer esa historia.
68 | La rutina es el estribillo de la vida.
k De: Josefina Licitra Para: Ángeles Alemandi Enviado: 2 de julio de 2013 Recién me acordaba de Vagabunda, mi libroamuleto, de Fernanda García Lao. Es un libro especial para mí, y creo que —si no lo leíste ya— es ideal que lo leas en algún momento. Habla de las mujeres y la fuga. Es absolutamente Thelma y Louise. ¿Va alguien para tu pago en breve? Te lo puedo mandar. Por lo demás, ve a buscar tu ovni. Quién te dice la fuga no sea en auto sino en plato volador.
k De: Ángeles Alemandi Para: Josefina Licitra Enviado: 5 de julio de 2013 Jose, apenas tenemos una pareja de amigos en el pueblo. Tienen una beba de ocho meses. La empatía nos amuchó por ese lado. Marcio es de Jacinto Arauz, el pueblo de al lado, de donde es Raúl Dorado. Marcio conoce a Dorado y sabe de su encuentro con un ovni en 2002. Me dijo que ese plato tenía el tamaño de un silo, confirmó que le chupó el celular a Dorado y juró que después del episodio el viejo se curó del corazón. En ese tiempo, me dijo Marcio, en La Pampa se reproducían como hongos las historias de animales atacados por chupacabras o superratones. Marcio me contactó con Jorge Román, maestro mayor de obras, profesor y aficionado al tema. Viste: lo bueno de lo malo de vivir en un pueblo es que las fuentes vienen con viento pampeano de cola. Hace un rato conversamos por teléfono con Jorge Román y quedamos en vernos la semana que viene. Él me va a llevar hasta Raúl Dorado. La charla duró diez minutos en los que me contó algo impresionante: en 2005 ese movicón apareció. O eso creen. Turistas espirituales hallaron partículas exactamente en el mismo lugar donde Dorado había vivido la experiencia. Como si el aparato hubiese sido arrojado desde el más allá y con el impacto se hubiera hecho polvo. Lo otro que me dijo es que este caso no pierde repercusión —a Dorado lo llaman aún de radios de Europa para entrevistarlo, es uno de los once casos del libro Invasores de
Ángeles Alemandi |
Alejandro Agostinelli y fue noticia en los diarios de la zona— porque no tiene cierre, porque no se puede explicar. Esta mañana, antes de hablar con Román, yo había manejado cuarenta kilómetros para ir al hospital de Guatraché porque en General San Martín el ginecólogo viene una vez por mes. Necesitaba verlo ya que tengo un nódulo en la mama izquierda. Apenas dos meses atrás, antes de dejar Buenos Aires, me hice eco y mamografía. Migré con la tranquilidad de que no era para preocuparse: debería hacerme un control en seis meses. Pero la cosa creció, me palpé un ganglio en la axila, sumé el antecedente de mi mamá y exploté con ese miedo materno a morirte y dejar a la cría sola. Al especialista no le gustó nada. Quiere punzar. Hacer una biopsia. Ver qué es eso. Siempre me gustó la palabra OVNI. Aunque nunca me preocupó el tema. La mayor cercanía con naves espaciales son los libros de Fabio Zerpa que mi hermana guardaba en la mesita de luz. Jamás me interesó saber si hay vida más allá. Es como tenerle miedo a los muertos. Si la palabra OVNI siempre me fascinó, quizá sea por lo inconmensurable. Cuando corté con Jorge Román, horas después de haber ido al médico, lloré. De algún modo yo sentía un Objeto No identificado incrustado en mi mama. Lo que necesito ahora, como nada en la vida, es que la ciencia me lo explique todo. Entonces la cinta de Moebius hace su enrosque y pienso que si de verdad Raúl Dorado tuvo esa cosa enfrente, vivir con esa falta de respuestas debe ser como mínimo agobiante. Ya me contará. Un beso, Ángeles. PD: Estaba averiguando para comprar el libro en Bahía Blanca, pero la punción se hará en Buenos Aires, la semana que viene seguramente. Ahí lo voy a conseguir. PD 2: No sé qué tan prudente sea contar el tema médico, pero ay, es parte de mi «hoy».
k De: Josefina Licitra Para: Ángeles Alemandi Enviado: 12 de julio de 2013 Ángeles querida, me siento para el recontra orto: recién ahora pude sentarme a leer tran-
quila tu mail, y en la primera lectura cruzada leo la palabra «biopsia», así que empiezo por la mitad. ¿Tenés novedades de eso? ¿Cómo sigue? ¿Volviste a ir al médico? Hace un tiempo le contaba a una amiga que siempre que viajo por placer —o sea: vacaciones— me agarra un brote hipocondríaco. Siempre me dio un poco de miedo tener «algo» lejos de casa. La última vez que recuerdo fue en España. Estábamos en Galicia (fuimos a ver a mi viejo y nos tomamos unos días en la costa) y no sé qué palpé y alarmé a todo el mundo. Al final fue algo tan tonto que la doctora ni siquiera me cobró la consulta. Sintió compasión. En fin, que supongo que cualquier cuestión médica tiene su contenido extra cuando uno está lejos. ¿Para vos estar ahí es estar «lejos»? ¿O esa es ya tu casa, tu «cerca»? ¿Estás en Buenos Aires? ¿Estuviste? Me lleno de preguntas conforme leo el mail y me voy enterando de todo. Tarde. Me siento horrible. Contame de vos. Beso inmenso, Jose PD1: Lo de los chupacabras y los superratones forma parte de ese abanico de fenómenos insólitos y encantadores de las zonas rurales. Me da curiosidad lo de Jorge Román, ¿hubo margen para que se vean? ¿Te presentó a Raúl Dorado? PD2: En cuanto al tema médico, a mal puerto has venido a separar las aguas entre vida y escritura. Uno «es» escritura; no sé si me interese encontrar el límite forzado entre dos universos que son el mismo.
k De: Ángeles Alemandi Para: Josefina Licitra Enviado: 15 de julio de 2013 Vivo unos días raros, tristes. Mi mamá leyó por ahí que no hay que pre-ocuparse sino ocuparse de las cosas cuando pasan. Es su mantra. Le falta darme detalles de cómo carajo se hace. Estoy tan enterrada en mis fantasmas que de golpe cruzo la calle y seguro miré antes para los dos lados, pero no lo puedo recordar. O le estoy dando el yogur al nene y llego al fondo del pote y no sé cómo se lo comió tan rápido. Mi concentración está puesta en no llorar más. Siento que armé una carpa en otro planeta, quizá don-
Hola, te traje un presente. Listo, ya pasó. | 69
| Las cartas de Thelma y Louise
de viven los pleyadianos, los grises, los sirios, o alguna de las otras cincuenta especies de extraterrestres de las que me habló Jorge Román. El martes pasado me encontré con él. Llovía, manejé los veinte kilómetros hasta Jacinto Arauz agarradísima al volante y estirando el cuello como vieja que ve poco. El pueblo tiene su fama: en 1950 René Favaloro recibió una carta de su tío, que vivía ahí, en Jacinto, donde le decía que el único médico estaba enfermo y le pedía que lo reemplazara por dos o tres meses. Favaloro se quedó doce años. Yo entré al «pueblo de Favaloro», como le dicen, con GPS. Seguro eso me delató ante Jorge Román, quien parado en la puerta de su casa me hizo señas de que estaba en destino. Su casa tenía pinta de haber sido una tienda de ramos generales. Los ambientes estaban separados por estanterías llenas de libros y revistas y portarretratos. Tenía dos telescopios donde otro tendría macetas con plantas. Había una pista de trencitos al fondo. Temblaba un esqueleto en un rincón. Sobre su escritorio había fotos de Jesucristo, el Che, Einstein. A los diecinueve años se fue de mochilero rumbo a las Cataratas. Hizo dedo, lo levantó un camión y pararon a dormir en el camino, en las salinas de San Martín. Esa noche Román vio una luz en el cielo que dibujaba figuras geométricas. Fue el disparador. Supo que no estamos solos. El caso de Raúl Dorado, me dijo, se dio en la misma ventana de tiempo en la que se registraron mutilaciones de animales. Román vio vacas y un toro destripados, con cortes circulares perfectos: les faltaba la lengua, la zona glandu-
lar, las mamas y el ano en algunos casos. Pero no había ni una sola gota de sangre derramada. No había huellas alrededor, ni siquiera las del propio animal. No había registro de la patada post mórtem. Los veterinarios de la zona juraban que ni con todo su arsenal de instrumentos quirúrgicos hubieran podido hacer algo así. La respuesta oficial, dijo Román —pelado, petiso, ojos que se agrandan al contar cosas extraordinarias—, fue que eran atacados por el ratón hocicudo. Pero en el fondo él creía otra cosa. Él sabía que se trataba de abducciones: «ellos chupan el ganado para hacer investigaciones genéticas», dijo. Román se ganó su lugar en el pueblo como receptor de historias increíbles. Una mujer le confesó que una noche, mientras preparaba la cena en el campo, vio en el patio algo parecido a un oso de peluche. No medía más de un metro, tenía los ojos rojos. Corrió las cortinas, puso llave a las puertas y cerró la boca para no alarmar a los chicos. Al otro día encontraron dos animales mutilados a metros de la casa. También escuchó a capataces de estancias decir que encontraron vacíos los tanques que contenían entre veinte y treinta mil litros de agua. Sin filtraciones. Sin zonas húmedas alrededor. Román cree que los extraterrestres tienen una fuente de hidrógeno ahí: que los tanques serían sus estaciones de servicio para cargar nafta. Al día siguiente toqué timbre en la casa de Raúl Dorado (setenta y cinco pirulos, delgado, camisa y pantalón a cuadros, ojos claros). Dorado puso la pava para el mate y dejó una hornalla
70 | Al final dejé el libro de Coelho por la mitad. Con una sierra.
Ángeles Alemandi |
encendida para calentar la habitación. Empezó a hablar. El encuentro cercano del tercer tipo, como lo llaman los ufólogos, ocurrió el dos de agosto de 2002. Ese día, como todos, Dorado se levantó temprano y desayunó un café con galletas sin sal. Es que estaba con problemas en el corazón: tenía un sesenta y siete por ciento de insuficiencia cardíaca según estudios que se acababa de hacer. Después hizo algunos trámites y alrededor de las tres se subió a su Renault 12, tenía que darse la vueltita por el campo para alimentar a los animales. Hizo la recorrida casi de memoria, y cuando giró sobre sí mismo para regresar escuchó un silbido... pensó que era cosa del viento norte. Hasta que por el monte de caldenes apareció eso. El remolino lo noqueó. Levantó la vista y era como un silo color verde que estaba a la altura del cielo raso. En una mano Dorado tenía el celular que sería succionado por la nave, y en la otra el rifle. Cayó de rodillas. Quedó duro como si hubiera recibido un golpe magnético y perdió la noción del tiempo. Apenas podía mover la cabeza pero vio que el platillo se iba hacia el Este. Fin. «Ellos hacen con uno lo que quieren y yo ni los pude ver» me dijo fastidiado. He ahí el gran drama para él. Después del episodio, Dorado llegó a su casa de noche. La esposa le abrió la puerta al grito de «por qué no te quedás a vivir en el campo». Él se dio cuenta de que no tenía voz para responderle. Buscó un papel y escribió: «SE ME APARECIÓ UN PLATO VOLADOR». Fueron al hospital. Tenía marcas en dos dedos,
como pinchazos debajo de la cutícula. Le dieron tranquilizantes. A la madrugada, cuando ya en su casa se levantó para ir al baño, Elda le preguntó si estaba bien y él respondió que sí. De ahí en más volvió a hablar con normalidad —o incluso más que antes— y empezó a sentirse con una energía de pibe de veinte. «Energía para todo, todo», me dijo la doña guiñando el ojo. A la semana siguiente del episodio de película, que hace que aún en la cola del súper le pregunten «Raúl, ¿no han vuelto los amigos de arriba?», Dorado fue a Santa Rosa a la Junta Médica que validaría su salud para acelerar la jubilación. Lo revisaron, le sacaron sangre, le hicieron más estudios y sorpresa: su insuficiencia cardíaca apenas llegaba al seis por ciento. Me gusta la teoría de Jorge Román sobre este caso: «a Dorado le hicieron un recauchutaje gratis in situ. Actividad coronaria extraterrestre. Pura cuestión humanitaria». En eso pensaba esta mañana, en viaje fugaz a Buenos Aires, mientras esperaba mi turno para la punción en el Hospital Italiano. Pensaba que al final Dorado era un viejo con suerte. En cambio yo estaba ahí, sonándome compulsivamente los nudillos, temblando del susto, con mi juventud bajada a tierra como paloma que recibe un gomerazo, al borde de ser aplastada por mi Objeto No Identificado. Aguanté sin rezongar esa aguja que se hundió seis veces en mi pecho izquierdo para extraer las muestras. Una se hace experta en aguantar. La maternidad reforzó esa condición estúpida que siempre gotea por algún lado. Re-
Sos lo que pensás mientras te cepillás los dientes. | 71
| Las cartas de Thelma y Louise
cuerdo ese día que el bebé lloró toda la tarde por los cólicos. Yo tenía ganas de ir al baño y me decía: cuando se calme, cuando deje de pegar estos alaridos, ya se va a dormir, ya va a pasar. Hasta que me hice pis encima. Apenas salí del hospital me largué a llorar. Torrencialmente. Estoy asustada como nunca antes. O sí. Se parece a lo que sentí cuando supe del cáncer de mama de mi madre. Odio la palabra cáncer. La odio porque tiene el descaro de llevar acento en la «a», como si no fuera ya lo suficientemente grave. Al llegar a mi casa porteña con la cara hinchada como un sapo, alcé al pibito, abracé a Cristian y le dije que estaba muerta de miedo. Él me contestó: «todos tenemos miedo».
k De: Ángeles Alemandi Para: Josefina Licitra Enviado: 18 de julio de 2013 Anoche me dormí pensando en el campo de Raúl. Conciliar el sueño es difícil. Hace quince meses que no duermo. Mi hijo no sabe lo que es rendirse tres horas corridas. Me crecen más las ojeras que las uñas. Suena a exageración, pero he tenido miedo de morirme de sueño. Qué estúpido parece ahora todo. Qué ironía la vida que de golpe me encuentra prometiendo lo que hasta hace veinte días me parecía una barbaridad. Si zafo de esta, quiero otro hijo. La segunda vez que nos vimos Raúl me llevó al campo. Caminamos entre juncos de casi un metro. Los más cortitos me pinchaban las piernas. No recuerdo de qué hablamos ese rato, mi cabeza estaba en otro lado: si llego a tener cáncer tal vez ya no pueda tener críos. Ya sé, no es de chica inteligente estar pensando así. Pero no hay manera de evitarlo. El campo estaba amarillo. Esta Pampa es seca. La otra, la húmeda, no está donde yo vivo. Por eso no hay ombúes como imaginé al principio: hay caldenes. Se veían a cien metros. Todo lo demás era nada. Cómo una no va a sentirse tremendamente sola acá. Cómo hacer para no levantar la vista y ver ese monte y sentirse un poco Eusebia Escobar, la protagonista de Vagabundas, el libro que me recomendaste, Jose. Mientras hacía fuerza para dormir, para no pensar, la veía a Eusebia descalza sobre la arena, con el camisón como bandera flameando en el viento, soñando con su huida. Raúl Dorado
es mi Pierre Sedeville, el tipo que se llevó a Eusebia en una avioneta azul. Pierre también era ganadero. Eusebia saltó arriba de su nave y lo dejó todo para ser la vagabunda migratoria que quería. Yo, a mi modo, también había subido quince minutos atrás al Renult 12 de un chacarero para escapar de mí misma. En el lugar exacto donde Dorado cayó de rodillas había tres ramas perpendiculares. Dorado perdió la cuenta de la cantidad de personas que pasaron por ahí. A la mañana, a la tarde, a la noche han ido curiosos, «periodistas que me preguntan y vuelven a preguntar a ver si uno se pisa la piola», y otros que creen en estas cosas y vienen a absorber la vibra extraterrestre. Me agaché, toqué con la mano izquierda los troncos, enterré los dedos, sentí la humedad, cerré los ojos y pedí un milagro. Jose, son casi las doce, me voy a llamar al doctor: solo me dirá si ya está el resultado de la biopsia, pero no me adelantará nada por teléfono. No sé cómo seguirá todo. Decime por favor si voy bien con esto. De a ratos me siento muy dispersa, me releo y ay, no sé. Hacé fuerza por mí. Te abrazo.
k De: Josefina Licitra Para: Ángeles Alemandi Enviado: 18 de julio de 2013 Estoy en la ruta. Estuve cuatro días cerca de Balcarce en un lugar sin conexión a nada. Me habían dicho que en la cabaña había wifi, pero era un wifi de mentira. Casi me vuelvo loca. Solo me entraron cuatro mails. Uno fue el tuyo. Cuando te leí sentí que la sierra se había abierto solo para que tu mail bajara. Me sentí muy cerca. Estoy cerca. Decirte «vas bien» abre tantas preguntas sobre vida y escritura que todavía no me animo a decirte eso: vas bien. Lo que quiero con el alma es que estés bien. Cruzo los dedos por hoy. Te mando un abrazo inmenso y te escribo mejor cuando salga de la ruta. Cualquier cosa vos decime y yo te busco en el auto azul. Enviado desde un teléfono móvil.
72 | Tengo un amigo astronauta pero nunca me trajo nada de otro mundo.
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De: Josefina Licitra Para: Ángeles Alemandi Enviado: 25 de julio de 2013 2:55 Ángeles, hermosa. Fueron varios días sin saber de vos, hasta que recién entré a tu blog. Pensaba darte mis excusas: el trabajo, el trabajo, el trabajo. Pero borré todo porque te leí. No sé qué decir. «Fuerza», «va a estar todo bien»: merecés algo mejor que esto. Pero busco la palabra que merecés y no aparece, quizá porque la palabra no la tengo yo. La palabra es tuya. Creo que tenés que escribir, querida Ángeles. Hay que dar batalla por todos los frentes. Te quiero mucho y te abrazo con una fuerza que viene de antes, de lejos, del cuerpo que nos fue dado cuando nacimos mujeres. Jose
k De: Ángeles Alemandi Para: Josefina Licitra Enviado: 26 de julio de 2013 Jose, trabajé cinco años en un centro de salud. Fui recepcionista, tipeé ecografías, mentí diciendo que el doctor estaba demorado porque había tenido una urgencia cuando en realidad se había quedado dormido. Aprendí la jerga, los modos de nombrar lo espeluznante, la falsa
contención, la empatía de algunos que es como la luz que se cuela debajo de la puerta y deja entrever la verdad. Odié ese trabajo, sin embargo mimeticé tan bien el código que pude ir descifrando todo con una anticipación dolorosa. Cuando el viernes pasado el mastólogo nos hizo pasar al consultorio para darnos el resultado de la biopsia y noté ese movimiento casi inconsciente que hizo con la cabeza antes de empezar a hablar, confirmé lo que pasaba, lo que suplicaba que no fuera. No me acuerdo las palabras que usó para darnos la noticia. Sí recuerdo mi ahogo, los ojos mansos y azules de Cristian que se desfiguraban. Tengo cáncer de mama. Me harán quimioterapia, iré a cirugía, necesitaré rayos. Caí despedazada en una cama, quería licuarme. Me levanté al rato porque mi hijo me tiraba de las orejas. Lloré de nuevo porque recordé el imán que hice de souvenir para su primer cumpleaños, apenas tres meses atrás. Es una imagen de sus ojos que dice: «La vida es corta, la vida es bella, la vida es ahora». Pienso en eso todo el tiempo. El otro día vi en la tele una escena de salmones saltando contra la corriente. Mis palabras tienen algo de esos peces. En un mail anterior te escribí «no sé cómo se sostienen los sueños acá». Mi acá era el pueblito pampeano. Qué guacho el destino que hoy me trae de nuevo a Buenos Aires para que le ponga el cuerpo a un tratamiento. En esta ventana de tiempo —como diría Román— que abrió nuestra correspondencia, desnudé un poco todas las mujeres que me habitan. Dejé retazos de
Batí un récord: oércdr. | 73
| Las cartas de Thelma y Louise
mi maternidad; de la tipa que extrañaba lo que ofrecía la ciudad y se paralizaba con la calma de una comarca como la de 1480 almas; de la periodista que temía que la comieran los ratones hocicudos de La Pampa; de la piba que se temía enferma y ahora mismo de una tarada que se sabe a punto de perder las defensas pero que está convencida de que va a ganar impunidad. No sé cómo sigue esto. En ningún sentido.
k De: Josefina Licitra Para: Ángeles Alemandi Enviado: 26 de julio de 2013 Querida, vamos a hacer algo. Julio termina pero quedan todos los meses que vienen, quedan miles de meses. Vamos a hacer algo para (y por) el futuro. Vamos a seguir haciendo esto. El pueblo ya no está, pero estás vos. Eso en realidad es lo que importa. Pienso en esa frase de Brecht: «Me parezco al que llevaba el ladrillo consigo para mostrar al mundo cómo era su casa». Somos nuestro ladrillo, no hay con qué darle. Cada vez que quieras, vos escribime. Yo mientras voy a pensar bien qué hacer con esto. Lo más difícil, en este caso, va a ser trabajar una edición tan delicada. Quiero decir: ¿cómo hacer para decir «esta palabra mejor no, esta tal vez sí, qué tal si esta idea la llevás a tal parte...» cuando estamos hablando de tu cuerpo? Pienso en esto y pierdo la brújula y siento que todo se vuelve un flan. Pero algo va a salir. Confío en mí pero sobre todo confío en vos. Hace unos días me preguntaba sobre nosotras, sobre nuestra entidad adentro y afuera de un texto. ¿Somos personajes, somos personas? Intuyo que finalmente el texto no va a ser sobre un pueblo, sobre un ovni o sobre una enfermedad, sino —en el fondo— sobre la escritura. Te mando un beso inmenso, cuando puedas contame cómo están tus cosas.
k De: Ángeles Alemandi Para: Josefina Licitra Enviado: 20 de agosto de 2013 Jose querida, perdón por la demora en responder, vengo de unos días moviditos.
Una siesta, el día antes del primer ciclo de quimioterapia, tocaron el timbre. No esperaba a nadie. No quería ver a nadie. Insistieron. No atendí. Dos horas después bajé porque la farmacia pasaba a entregarme la medicación, entonces encontré un ramo de flores en el hall del edificio. Me lo enviaba mi amiga Celina, que vive en Montreal, a través de una cómplice porteña. Cuando tomé el ascensor me vi en el espejo: en una mano llevaba drogas, en la otra, flores. La vida no era más que esa ecuación. Desde que lo supo mi madre inició un peregrinaje que llamó «rally de santos». El fastidio (mío) de que ella me llene de medallas y estampitas lo ha compensado con ese nombre de cruzada genial. Cristian recobró toda su acidez y le gusta decirme: «qué ganas de cagarnos la vida que tenés». Eso sí, cuando me ve caída tira frases memorables. El otro día hablaba del cáncer y decía «lo nuestro», «lo nuestro va a salir re bien». Juré casarme cuando esto termine. Me divierte mucho el backstage de la enfermedad. Durante la primera quimio me concentré en las pelucas que usaban algunas mujeres y en cómo se maquillaban las cejas ausentes, y adoré escuchar sus charlas sobre los sueros, a los que llamaban «piñas». Mi sachet de bienvenida fue rojo fluorescente. «Con este se te va a caer el pelito» me dijo Roberto, el enfermero. Ay, el lenguaje, pensé. Rally-de-santos-lonuestro-piñas-pelito. Ahí lo supe. La letra era lo que iba a mantenerme fuerte. Leer todo en clave narrativa. Mi vivir para contarla. Algunos monstruos se fueron desvaneciendo. Raúl Dorado me dijo que él no había quedado con miedo después del episodio con el plato volador, yo ahora lo entendía. ¿Miedo a qué podía tener, cuando ya se había cruzado el límite? Por eso el fin de semana que el cabello empezó a caer decidí cortarlo. Nos encerramos con Cristian en el baño y me pasó la máquina de afeitar en filo cero. Aún veo la bolsa de residuos verde donde fue cayendo mi pelo castaño enrulado. Cuando mi hijo me vio con mi look onco corrió a abrazarme mostrándome sus ocho dientes. Me siento bien y fuerte. Compartí en el blog una foto en la que estoy amamantando, de hace exactamente un año atrás. El bebé está prendido de la teta izquierda, donde hoy hay un tumor de casi cuatro centímetros. Me empeciné con que la lactancia materna exclusiva era lo mejor que le podía dar, pagué por eso tener los pezones sangrantes y ordeñarme decenas de ve-
74 | Es difícil que lo entiendas, pero no te subestimo para nada.
Ángeles Alemandi |
ces para evitar una mastitis. Ahora que vuelvo a esa foto, que me enfrento a una posible mastectomía bilateral, siento la paz de haber hecho siempre lo que quise. Si sigo bien, en unas semanas nos vamos a pasar unos días a nuestra casita pampeana, estoy emocionada. Te abrazo Ángeles.
k De: Josefina Licitra Para: Ángeles Alemandi Enviado: 6 de septiembre de 2013 Querida, te leo bien y eso me pone contenta. Me alegra mucho, también, que puedas irte a La Pampa. Si tenés tiempo y fuerzas, lleváte para leer Una forma de vida, un librito de Amélie Nothomb. Cuando a Chiri se le ocurrió manejarlo como intercambio epistolar, los dos pensamos en el acto en ese libro. Es el intercambio de Amélie con un supuesto marine de guerra que le escribe desde algún tipo de trinchera personal. Puede estar bueno leerlo. Contame por favor —y si querés— cómo te va en el pueblo. Te mando un grandísimo abrazo, y cuando pase esta nota —y si tenés ganas— quiero que nos juntemos a tomar algo. Yo te llevo la Orsai. Jose
k De: Ángeles Alemandi Para: Josefina Licitra Enviado: 2 de octubre de 2013 Jose, pasaron ya más de dos meses del diagnóstico. Cristian quedó a más de setecientos kilómetros, en General San Martín. Apenas nos vemos los fines de semana. Con mi hijo estamos viviendo en el departamento de Buenos Aires. Hasta hoy, que te escribo desde el pueblo, creía que esa era mi casa.
Ana Bustelo Palencia, 1982
No me animé a venir antes porque no soporto la idea de estar lejos del hospital. Ya pasaron tres ciclos de quimioterapia y casi no he tenido efectos colaterales. Lo que sí he naturalizado es que casi siempre entre uno y otro levanto fiebre y es porque me quedo sin defensas. Ahí peregrino un poco por la guardia clínica, y me colocan en la panza un par de inyecciones para multiplicar los glóbulos blancos. Esta vuelta sumé veinte mil, valgo por tres personas. Era entonces un buen finde para viajar. Llegamos el jueves. Nos trajeron mis papás. Cristian nos esperó con la casa pintada y construyó hamaca y tobogán para el changuito. La cama estaba tendida. La heladera, llena. El teléfono de línea aún apretaba el papelito donde anoté el número del centro médico de Guatraché, y no me animé a tocarlo. Me di cuenta de que esta era mi casa, Jose. La recorrí con la nostalgia de una enamorada que cada tanto abre la caja para oler el vestido blanco y recordar con más intensidad la boda. No es que los planetas se hayan alineado de repente. Ni que me crea eso de que una aprende de lo que le pasa. Ni que piense de golpe que General San Martín se convirtió en algo que no es. Casi no he salido de casa para evitar miradas inquisidoras. Me indigné al enterarme de que el mes pasado hubo un crimen y no estuve para regodearme escribiendo una crónica policial. Reí a carcajadas con el relato de mis padres que el sábado llevaron al nieto a una de las «únicas dos funciones» que daba un «circo internacional» que pasaba por acá. Los días me hicieron bien. Ahora estamos los tres en la cama grande con la perra recostada sobre mis pies. Todos duermen y yo pienso que ojalá el pibito tire esta noche de corrido. Mientras tanto me doy el gusto de terminar el libro de Nothomb y me relajo en la almohada, segura de que algún día, cuando abra de nuevo los ojos, voy a despertarme otra vez en este cuarto, de un modo definitivo, viendo cómo amanece mi pueblo a través de la ventana. Te abrazo. Ángeles. x
Estudió Bellas Artes en Madrid y más tarde se especializó en Diseño. En 2007 comenzó a trabajar como ilustradora de libros y revistas. También realizó trabajos para agencias de publicidad. Ocasionalmente participa en exposiciones, tanto individuales como colectivas. Su web es www.anabustelo.es.
¡Tanto tiempo! Hacía un montón que no te quería ver. | 75
| SIN AFEITAR, por Gustavo Sala
THE END ESCRIBE PEDRO MAIRAL ILUSTRA JUAN SÁENZ VALIENTE
«Cuando las cosas se terminan, ¿cómo se terminan, cómo es el borde, la cola del lagarto, la despedida?», se pregunta Pedro Mairal en este texto, y Juan Sáenz Valiente lo ilustra desde la orilla de otro final: el de esta revista. Mudanzas, nacimientos, el cierre de una época y el comienzo de otra, los desenlaces en la ficción, los cierres personales, biográficos, y hasta un inventario de rupturas amorosas. Léase ahora, mañana ya no estaremos.
| The end
L PEDRO MAIRAL Buenos Aires, 1970 Escritor. Su novela Una noche con Sabrina Love recibió el Premio Clarín de Novela en 1998 y fue llevada al cine en 2000. Publicó además las novelas El año del desierto y Salvatierra; un volumen de cuentos, Hoy temprano; y dos libros de poesía, Tigre como los pájaros y Consumidor final. Ha sido traducido y editado en Francia, Italia, España, Portugal, Polonia y Alemania. En 2007 fue incluido, por el jurado de Bogotá39, entre los mejores escritores jóvenes latinoamericanos. En 2011 condujo el programa de televisión sobre libros Impreso en Argentina. En 2013 publicó El equilibrio, una recopilación de sus columnas, y El gran surubí, una novela en sonetos en editorial Orsai.
80 | No soy de generalizar, como hace todo el mundo.
levaba una semana viviendo en el departamento nuevo, cuando terminé de ordenar la biblioteca, salí al balcón y lo vi a Julio, el portero del edificio donde alquilaba antes. Ahora estoy en un piso dieciséis, me mudé a una cuadra. Ahí estaba Julio en la azotea del edificio anterior, fumándose un pucho, escapándose un rato de las viejas con perro. ¡Julio!, le grité. Al principio no me oyó. Había que hacerse oír por sobre las sierras eléctricas de las obras, los motores del tráfico, el rumor del barrio, los aviones de fondo. Le grité un par de veces más hasta que miró para mi lado. Él sabía que yo me mudaba ahí a la vuelta. Levanté el brazo lo saludé como de un barco a otro, de lejos. Cada uno en el techo de un edificio gigante, cada uno al borde de su precipicio. Entre los dos había un abismo. Al final levantó el brazo y gritó: ¡Pedrito! En la ciudad no hay distancia espacial, no hay aire entre la gente. Estás cabeza con cabeza en el subte pero separado por una distancia sofocante, la distancia del siamés, la distancia de la necesidad de anular al otro por proximidad, cuanto más cerca lo tenés menos existe el otro. Por eso me gustó ese saludo en el viento de la altura. En ese edificio había dos Julios, porteros. El otro Julio se jubiló el año pasado y antes de irse dejó una carta para todos, que estoy tratando de buscar y no la encuentro. Contaba de sus cuarenta años de trabajo en el edificio, de todo lo que había visto. Eran quince pisos con
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ocho departamentos por piso: ciento veinte departamentos, unas cuatrocientas personas más o menos. Un pueblo chico, vertical. En todos esos años había asistido partos, había estado en velorios, había salvado a una mujer que se quiso tirar por la ventana, había ayudado a apagar incendios. Un bombero involuntario. No lo contaba haciéndose el héroe sino como una consecuencia lógica de estar tantos años como encargado de esa estructura gigante. Fue la carta más digna que leí jamás. La tengo que encontrar. El Julio que quedó sale a fumar a la azotea, como un chico rateándose del colegio. Hay algo antiguo en saludarse así de lejos. Hoy día la gente se llama por celular o se manda mensajitos dentro de la misma casa. Pero gritarse así... Quizás en la cancha todavía se hace. De hecho la cancha es el lugar del grito autorizado. Hay felicidad en gritarse de cumbre a cumbre, como una manifestación del yo en reconocimiento del otro. Un juego de probar el espacio, poblarlo, ser enorme por un instante. Me contaron que los sherpas del Himalaya, de tanto llevar escaladores argentinos, se gritan boludo desde lejos. Es el legado cultural que vamos aportando al mundo. Los escaladores argentinos se gritaban así y a los sherpas les gustó y ahora lo usan. Se gritan a la distancia un largo boludo que atraviesa el viento helado de las cumbres. No sé si será cierto, pero me gustó cuando me lo contaron. Me intrigan los finales. Cuando las cosas se terminan, ¿cómo se terminan, cómo es el borde, la cola del lagarto, la última parte, la despedida? Ordenar la biblioteca fue el final de algo. El final de una época confusa, medio nómade, desperdigada. Me dio muchísimo trabajo, no físico, sino mental. Estuve años sin poder ordenar los libros. Estoy pensando por qué. Más allá de la falta de espacio, supongo que no quería tomar decisiones: qué libros se iban, qué libros se quedaban. Eso te obliga a definirte, definir una estética, un canon personal. También estaban los libros de poesía que me dejó el que fue mi maestro. Los tenía en unas cajas sin animarme a mirarlos mucho. No podía. Porque eso implicaba aceptar plenamente que él ya no está. Fueron demasiadas mudanzas, demasiado quilombo en estos siete años. Tuve que encontrar la calma, el tiempo, las ganas. Aceptar que la gente se muere y dejar que pase el tiempo para poder reencontrarse con sus palabras, sus libros, su lectura. Sumar sus libros de poesía a los míos terminó siendo una gran felicidad. Sus primeras ediciones de Neruda, un libro de
82 | Tengo un complejito de inferioridad.
Wilcock dedicado que dice «Al Grillo, con toda la amistad que merece su inteligencia y que de todos modos es ya irreparable. J.R. Wilcock 7-6-45», otra de Mastronardi que dice: «A Félix della Paolera, con el recuerdo de hermosos días australes y con el afecto cierto de Mastronardi, Viedma, 63». Lo bien que me hizo unir fuerzas con Grillo. Sumar nuestros libros. Fue como agregarle parte de su memoria a mi cabeza, sumar espacio. Algo se despejó. Esos libros que Grillo leyó y que voy leyendo de a poco, incorporándolos. Saber que están ahí en los estantes sus libros barajados con los míos. Terminé de hacer eso, salí al balcón y lo vi a Julio. Ganas de saludarlo a Grillo así, de lejos, de una montaña a otra. A él le gustaba el cuento de los sherpas. Las cosas cuando terminan pareciera que se ordenan, que encuentran su destino, empieza la distancia, se empieza a ver el dibujo total, la perspectiva invisible en la que estábamos metidos. Yo creo en el destino solo cuando miro hacia atrás. Cuando miro hacia adelante creo (quiero creer) en la libertad. Los finales, buenos o malos, tristes o felices, abiertos o cerrados, siempre perfeccionan, mejoran, dan un sentido a lo que parecía no tenerlo. ¿Qué empieza ahora? Otra manera de escribir, quizá. Mi hija de seis meses tiene ciclos de distracción de quince minutos más o menos. Un cuarto de hora que yo aprovecho como si fuese oro. Estoy aprendiendo a hacer coincidir mis párrafos con esos ciclos. Su rotación es así: se queda en su manta, luchando boca abajo con un pulpo de sombrero piluso; o en una hamaca con sonajeros colgantes que ella patea con energía de recién venida al mundo; o en el cochecito, sentada estrangulando una jirafa sucia. A veces no le gusta y hay que intentar otra variante: mamadera, cuna, cambio de pañal. Muchas veces esto pasa en medio de la oración, la niña llora en tu frase, no hay postergación, el alarido hace eco en tu estructura sintáctica y la derrumba como las trompetas a la muralla de Jericó. No podés seguir con la frase. La furia del bebé gigante de El viaje de Chihiro, así de impostergable es su reclamo. Si la dejás llorar empieza un terremoto mayor, que te destruye la paciencia, la autoestima, de pronto sos un sicópata insensible, lleno de furia, un padre no apto para la paternidad, de esos que dejan al bebé en el auto para meterse a apostar en el casino. ¿Qué provoca ese llanto en tu cerebro? Si no fuera así de irritante la humanidad ya se hubiera extinguido hace rato. Tiene que ser molesto
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el llanto para que te ocupes de la micro tirana inválida. Una invalidez en vías de sanación. Porque la ves que se va moviendo, mueve las piernas, bracea, patalea, nada en seco, levanta la cabeza, va a gatear, a agarrarse de las cosas, se va a parar, a caminar, un milagro, talitha kume, niña levántate. Y cuando la tengo en brazos para distraerla, ocuparme de ella, cambiarla, preparar la mamadera, quedo pensando en lo que venía escribiendo, en lo que sigue, cómo sigue, pero muchas veces se me empieza a deshacer, la cabeza se mete en una zona preverbal, caigo en una especie de dialéctica neandertal: quiere o no quiere comer, hizo o no hizo caca, tiene o no tiene sueño. Una vez resuelto ese dilema hay que volver a meterse en la historia occidental. No es fácil. Salir y volver. Porque ya entraste en su idioma gutural, su dadaísmo, sus onomatopeyas, su presente continuo, ya te pusiste horizontal en el piso para jugarle, ya volviste a tu momento de primer anfibio reptante, tu estado de axolotl amniótico, y le empezás a hacer mini ataques de león en el cuello, en la panza, y la risa que le da. No hay mayor felicidad. A no quejarse. En todo caso aprenderás a usar párrafos más cortos. Tu escritura va a lograr más concisión, tu hija te va a ayudar a afilar el estilo y ser más directo. Al final de cada párrafo hay un bebé llorando. ¿Se podría escribir una novela solo hecha de finales? Si El Museo de la novela de la Eterna, de Macedonio, es un libro solo hecho de comienzos, una serie de prólogos de una novela que está siempre empezando, se podría entonces escribir una novela que esté siempre terminando, donde todo parezca la última página. Alguna vez vi una recopilación de finales, últimas páginas de novelas y cuentos célebres, y no funcionaba. Faltaba lo que en música se llama (creo) gravitación tonal. Antes del final hay una serie de elementos, una tensión, una curva que se está por completar, algo se vuelve inminente, se acerca el desenlace, los acordes sugieren otros acordes, los anticipan, los atraen con su gravedad, los necesitan, y entonces sí, sucede, se vuelca el camión de naranjas, se muere el rey, se despiden los amantes, caen los acordes derramados en su propio peso y se termina. El final llega con naturalidad de final. No se puede recortar la última página, porque la última página empieza mucho antes de la última página. En cine me gustan los finales largos, que siguen, los finales tristes, también. Por ejemplo,
84 | Feo es que te toque pasillo en la vida.
Cinema Paradiso tiene un gran final. La idea de algo que está recortado a lo largo de toda una película (una vida) y que se manifiesta todo junto al final, una secuencia de besos censurados, uno tras otro, un legado, un regalo que deja alguien que muere. (Todos sus libros de poesía). Un final perfecto. Y el final de Midnight Cowboy, donde el personaje de Ratso se muere en el ómnibus yendo a Florida, los pasajeros se dan vuelta para mirar, y su amigo, su compañero de derrotas, Joe Buck, le pasa el brazo sobre el hombro. Lo cuida. Ratso está muerto pero igual Joe lo cuida. Y por la ventanilla pasan hacia atrás las palmeras de Miami. Ese tiene que ser el mejor final del mundo. ¿Y el final de ¡Átame!? Victoria Abril, Antonio Banderas y Loles León yendo en auto por la ruta, cantando «Resistiré para seguir viviendo...». Los finales musicales son peligrosos pero pueden funcionar, sobre todo si el secuestrador, la secuestrada y su hermana terminan contentos y entonando juntos una canción. En El gusto de los otros vemos y oímos durante toda la película a uno de los personajes tratando de tocar algo en la flauta traversa. No le sale, pifia, repite, vuelve a intentar. Al final lo vemos empezar a tocar esa melodía que no tenía sentido por sí sola, pero ahora junto a una orquesta. De pronto su flauta se vuelve parte de un todo, se vuelve una pieza más de algo armónico. En ese sentido funcionan como redentores esos finales donde, a pesar del gran fracaso del protagonista, las piezas rotas de su destino terminan conformando algo distinto, inesperado y finalmente vivo. Cuando mi hijo mayor empezó a ir doble turno en preescolar, estaba indignado, no solo conmigo sino con toda la idea. —¿Cómo te fue? —le pregunté el primer día. —Bien —me dijo—, ¿pero sabés qué? Cuando termina, sigue. Eso me dijo. Y yo me di cuenta de que hay muchas cosas que cuando terminan siguen: películas, novelas, relaciones. Eso me interesa, cómo terminan, cómo se terminan las relaciones.
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i hago un inventario de escenas de rupturas amorosas, la cosa es más o menos así: De ómnibus a ómnibus, volviendo del campo de deportes, cruzo miradas con V. L., una morocha de ojos verdes. La veo que le dice
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algo a la amiga sobre mí. Estoy seguro de que le gusto. Se lo cuento al Vaca G. Un rato después llega ella con su amiga al rincón del patio y me dice: No digas pavadas, nene, no gusto de vos, y se va. La relación más corta del mundo. En ese mismo recreo, rompo con el taco del zapato varios azulejos del baño. Ingreso por primera vez al lado oscuro. Plaza de Olivos a la noche, en un banco S. me dice: Si yo te digo por teléfono «hola amor» vos no podés preguntar «quién es». Pizzería en Almagro, L. pide un vaso de agua y, después de dos años de cajitas de Prime, se toma en mi cara la pastilla para coger sin forro con su nuevo novio. En la calle Galileo, yo caigo de sorpresa con flores y el sereno me chusmea divertido que la hermosa C. tiene un novio fijo, un pelilargo que se queda a dormir. Encima lo conozco. Un bar horrible de avenida Las Heras con N. Después de meses de telos, ahora uno a cada lado de la mesita enclenque, sin tocarnos, como si en medio hubiera un blindex de cárcel americana. Hablamos de otras cosas. Sabemos que no podemos vernos más. B. muy enojada, llamándome pendejo cada tres frases. Se acabó el mundo. Yo guardo mi bici en el baúl del auto y me voy a lo de un amigo que vive cerca. En la puerta trato de bajar la bici, se traban los pedales, el manubrio, los frenos, tironeo furioso. Lloro como un pendejo. F. en la ducha me dice que no quiere. No puedo más, dice. Se deshace el abrazo, giramos con cuidado por lo angosto de la bañadera y el piso jabonoso, una especie de paso de tango al revés, nos damos la espalda, como dos retados a duelo que caminan en sentido contrario para después rematarnos de lejos con disparos certeros en Tribunales. M. diciéndome con buena onda pero algo dolida en un taxi en un reencuentro amistoso: «Me discontinuaste como jean nevado». J. viene a casa con calzas de gimnasia. Trae comida. Se niega a coger. Me humillo con insistencias y ruegos. Se niega. Disfruta de su dominio. Tiene diez años menos que yo. «Los culitos van y vienen», me dice. El día de la discusión final, T. abre su email en mi laptop y sale sin cerrar la sesión. No nos vemos nunca más, pero yo sigo todo su duelo por sus chats y sus mails con sus amigas. Me entero, sin filtro, de los apodos con los que me llaman. Leo lo que opinan de mí, lo que opinan de mis libros. En un momento sospecho
86 | Puede ser una llamada perdida aunque te atiendan.
que ella sabe que la espío y que me manda mensajes indirectos, venenosos. Borro su contraseña para siempre. F. me manda mensajitos, que la llame. Dice que tiene un atraso. Le digo que se haga un Evatest. Le pregunto si se lo dijo también al escritor con el que, quizá para darme celos, me contó que se había acostado. Me insulta con un mail larguísimo. Da vueltas durante días. Yo no duermo. Le gusta el fantasma del embarazo, lo hace durar. Un día me pidió que vuelva a un telo a buscarle el cinturón de un impermeable italiano. Fui y no lo encontré. Al final no estaba embarazada. Una noche, dos semanas antes de casarse, V. manda un mensajito y viene a mi casa medio borracha después de una fiesta. Solo quiere coger por última vez. Casi no me habla. Después lagrimea. Yo, haciéndome el cool, le digo que no sea tan terminante, que deje que las cosas fluyan. No la veo nunca más hasta dos años después cuando me la cruzo con marido y bebé. Está radiante.
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as cosas llegan a su fin. Me fui como quien se desangra, dice Fabio Cáceres al final de Don Segundo Sombra. «Centrando mi voluntad en la ejecución de los pequeños hechos, di vuelta mi caballo y, lentamente, me fui para las casas. Me fui como quien se desangra». Fabio se separa de su padre adoptivo que sigue con su vida nómade y él se vuelve a su nueva casa. Ahora es patrón. El tipo libre que era antes ahora se desangra, se muere, ya no tiene fuerza, se acaba, se va. La última palabra es desangra. Habría que hacer una aplicación que nos diga la última palabra de todas las novelas. El gran sí del Ulises de Joyce. Molly Bloom recuerda cuando le dijo sí a un soldado, besándolo en Gibraltar. La novela es un gran no, una pareja que no va más, un tipo que deambula todo el día por Dublín haciendo tiempo para no volver a su casa porque sabe que su mujer le está metiendo los cuernos con un conocido en su propia cama. Ese es Leopold Bloom. Y Stephen Dedalus le dice no a su religión, non serviam, un claro no. En cambio al final el río femenino de Molly es el Sí, con mayúscula, serpenteando en esa ese. Yes I said yes I will yes. Primero lo rodeé con los brazos sí y lo atraje encima de mí para que él me pudiera sentir los pechos todos perfume sí y el corazón le latía como loco y sí dije sí quiero Sí. ¿Cómo se termina un cuento, una novela?
| The end
¿Cómo se termina un párrafo, una oración? Lo que está al principio y al final es lo que más se ve. Desangra. Yes. ¿Los párrafos son pequeñas estructuras, como células donde se guarda el ADN del texto largo? ¿Está codificada la novela en una sola oración? ¿Esa larga frase del monólogo de ser o no ser, de Hamlet, que termina con la expresión «navaja», o «daga», guarda la violencia del final sangriento? La punta de la oración es la punta de la daga. Si la palabra «daga» estuviera puesta en medio de esa famosa enumeración de motivos para matarse, perdería su filo. Pero puesta al final está perfecta, sobre todo si pudiéramos tomarnos la libertad de traducir «bodkin» por «navaja», que en su jota parece que corta hasta la yugular. ¿Los humanos dónde terminan? ¿En el ombligo? ¿O en el remolino de pelo de la cabeza? ¿O en la boca por donde muere el pez? El último aliento. ¿Y la ciudad? Siempre me gusta ver cómo se va deshaciendo la condensación urbana. La ciudad se desgarraba en suburbios, dice Borges. Se va rompiendo. Quedan atrás los edificios, las casas se vuelven bajas, se ve el cielo, aparece un baldío, gomerías, fábricas, telos, piletas verticales... Hay un fanzine de Juan Sáenz Valiente que se llama Más allá de la Richieri. La historia, contada solo con imágenes, es más o menos así: en la estación de ferrocarriles Ezeiza, que queda junto a un lago y un puerto con hidroaviones, una especie de Caperucita Roja o de Dorothy en El mago de Oz, toma un tren a vapor, entre maleteros enanos y hombres chancho. Lleva una bolsa del duty free-shop. El tren bordea carteles de Duhalde Presidente. En el camarote viajan también Daniel Divinsky y He-Man, que lee el diario Semanario con las favoritas del Bailando. Pasan frente a refugios de colectivo donde unos viejos personajes de dibujito animado esperan el bondi, frente a un negocio de piletas riñón paradas de punta donde Gaturro en chancletas fuma esperando clientes. Caperucita se baja del tren con su bolsa del free-shop, atraviesa descampados, zanjones, alcantarillas, cruza alambrados. La salen a recibir unos hombrecitos perro, gorditos con micropene y cabeza de pastor alemán. Cantan los pájaros del conurbano. Ella y los perros hacen una pausa significativa en el monte. Después
Juan Sáenz Valiente Buenos Aires, 1981
bordean una ciudad antigua y escalonada. Pasan entre torres de alta tensión, junto a una estatua gigante de Mafalda, torcida y rota en la arena, perteneciente a una antigua civilización, y finalmente llegan. En unos géiseres se baña, rodeado de cajitas de vino vacías, una Mona Giménez gigante, enorme de gorda, casi como un Jabba varado en el barro. El regalo del free-shop es para él. La Mona lo abre: es un reproductor de DVD. Los personajitos de historieta forajidos, en ese más allá de la frontera, celebran. Larguirucho sin afeitar, tías y abuelas de Juan, los hombrecitos perro, Clementes, Bart, un Dieguito arruinado, el Topo Giggio... Todos contentos en las ruinas de un mundo que fue. Caperucita regresa atravesando sola el campo. Detrás, en el atardecer, brilla poderoso el logo de DVD Video TM. Fin. Fin de todo. Fin de la ciudad, fin de la revista, fin de la historieta, fin del artículo, fin del párrafo, fin de la frase, fin del fin. Y cuando termina, sigue. Te doy contra el ropero hasta que aparezcamos en Narnia, dice la mejor frase popular acuñada en los últimos años. Aparecer en Narnia es algo que nunca va a suceder, por lo tanto te doy hasta la eternidad. O también se puede entender como que aparecer en Narnia es la metáfora del gran orgasmo. Y de eso pensaba hablar. Pero no. Iba a hacer paralelismos del final, de terminar, acabar, etcétera, pero me cansé un poco de los temas sexuales. Creo que solo hay que hablar de los polvos malos. Todos los polvos felices se parecen; los infelices lo son cada uno a su manera. La tristeza es mejor para escribir. Hace un mes, volviendo de Medellín, vi una familia dividida en dos, todos llorando. Los que hacían la fila de migraciones y los que quedaban del otro lado. No me gusta ver nenes llorando. Escribir no soluciona nada real. Solo alivia al autor al ordenar un poco el caos de su cabeza. Uno se cree inmortal. Te creés que vas a ir a tu propio entierro, vas a leer un discursito vos mismo junto a tu féretro. El cerebro no concibe realmente la idea de dejar de existir. Por suerte. Me gustan los finales íntimos, que suceden para adentro. Los finales donde solo el protagonista y el lector saben que todo está terminando. Para los demás el mundo sigue, y está bien que sea así. x
Es historietista, ilustrador y animador. En 2004 publicó en Francia Sarna, historieta con guion de Carlos Trillo. Colaboró en la realización del libro Arte y técnica de la animación, junto con su padre, Rodolfo Sáenz Valiente. Es fundador del «Manifiesto de Banda Dibujada». Desde 2009, realiza la serie de TV Impreso en Argentina.
88 | Si no te odia no sos el amor de su vida.
SOBREMESA
SOBRE LOS
—A
sí como muchos putos dicen que son mujeres encerrados en el cuerpo de un hombre —le digo a Chiri—, yo creo que Pedro Mairal es un hombre de campo encerrado en el cuerpo de un porteño. —Es la pura verdad: Pedrín es un tipo de la llanura, un entrerriano perdido en la gran ciudad. No sé qué hace ese muchacho sensible rodeado de edificios tan altos... —Este año sacó dos grandes libros: El gran surubí, con nosotros, y El equilibro con Garrincha Club, una excelente editorial. Una producción impecable: son pocos los que se pueden dar esos lujos. —Yo coincido plenamente con lo que dice Santiago Llach en el prólogo de El equilibrio —me dice Chiri. —¿Qué dice? —Te leo: «Pedro Mairal es para mí un escritor ejemplar. Su virtud más notable es digna de envidia: se las arregla para producir felicidad en el lector». ¿La puta verdad, no? —¡Claro! Es totalmente así: leer a Pedro siempre te pone bien. Es una rara virtud la de nuestro amigo. ¡Qué lindo pendejo! —¿Por qué le decís pendejo, Jorge? —Cariñosamente le digo, él sabe que lo quiero mucho. —Otro lujo de este número final es publicar a Claudia Piñeiro y a Selva Almada. Las dos entraron casi sobre el tiempo de descuento. —Eso es muy cierto. Dos escritoras que no quería perderme. —¿Te quedaste con ganas de publicar a alguien en estos tres años de revista? —A varios… A Julio Villanueva Chang, por ejemplo. —¡Cómo nos bicicleteó ese muchacho! Pero también nos dimos el lujo de conocer a otros escritores increíbles, como el caso de Ángeles Alemandi, la chica que se carteó todo este año con Josefina. ¿Te gustó ese epistolario, no? —Muchísimo. Es uno de los textos que más me gusta de todas las Orsai. —¿Tanto? —Tanto. Tiene un nivel de verdad, de intensidad... Te sentís un voyeur leyéndolo, es un viaje alucinante. Y tiene un final literario, fuertísimo. —A propósito, ¿coincidís con los grandes finales del cine que nombra Pedro?
90 | El velatorio es como un baby shower al revés.
FINALES
—Totalmente, sobre todo con el final de la peli de Tornatore, Cinema Paradiso, me parece maravilloso ese enjambre de imágenes. —Hablando de finales, ¿te gustó el de Breaking Bad? —¡Ah! ¡Maravilloso! No te pierdas la carta que le manda Anthony Hopkins a Walter White, después de hacer una maratón con las cinco temporadas. —¿Dónde está esa carta? —Buscála en Google, Chiri. No te puedo dar todo servido. —Otra de las cosas que terminaron este año fue la trilogía de Richard Linklater: Antes del amanecer, Antes del atardecer, Antes del anochecer… —La trilogía más pobre de la historia, como él dice. —Es cierto —me dice—, sobre todo si la comparás con El señor de los anillos. Pero dudo que la última haya sido el final de la historia. Para mí dentro de nueve años hacen otra. —Puede ser, Linklater no lo afirma, pero tampoco lo niega. —¿Te gustó la última? —Un poco menos que las dos primeras, pero yo creo que hay que dejarla madurar y darle tiempo. Son unas de las películas que mejor nos pintan a nosotros como generación… ¿A vos te gustó? —Me gustó ver a July Delpy en tetas, era hora. Pero me quedo con la dos, y con ese final maravilloso de Céline bailando con Just in Time de Nina Simone… —Y diciendo «baby, you’re gonna miss that plane». Maravillosa peli. —Y ya que estamos hablando de finales, ¿te gustó el final de Dexter? —Para nada, Christian Gustavo. No me lo creí mucho. Hay un montón de cosas que no cierran en ese final, problemas de guion sobre todo. Y en la escena final, además, cuando están en Buenos Aires, hay algo que no puede ser. —¿Qué cosa? ¿El obelisco tan cerca de la calle Leandro Alem? —No, algo peor. En la escena final está la rubia envenenadora y el hijo de Dexter tomando algo en un bar porteño. En el bar hay un pizarrón con los precios de las comidas. Y si mirás bien, el plato de canelones cuesta veinte pesos. ¡Es imposible, con la inflación que hay! —Cuánta razón, gordito. x
PLANETA TUTE, por Tute |
UN HOMBRE TIPEA
BAJO LA NIEVE ESCRIBE CLAUDIA PIÑEIRO ILUSTRA MATÍAS TOLSÀ
Desde el primer número de esta revista venimos persiguiendo a Claudia Piñeiro para que nos entregue un texto inédito, sin nada de suerte. Pero a último momento sucedió algo: un ejemplar de Orsai agotado y perdido para siempre, la culpa de la escritora y una promesa extorsiva hicieron que ocurriera el milagro.
M CLAUDIA PIÑEIRO Burzaco (Buenos Aires), 1960 Ejerció como Contadora Pública Nacional durante diez años hasta que en 1991, mientras volaba hacia Sao Paulo para realizar un trabajo aburridísimo de auditoría en la empresa en la que trabajaba como gerente administrativa, tuvo la revelación de que lo suyo era la escritura. Al regresar de ese viaje pidió vacaciones y escribió El secreto de las rubias, novela finalista en el concurso La sonrisa vertical, de Tusquets. Desde entonces Claudia Piñeiro escribe, hace guiones de televisión y teatro. Publicó las novelas Tuya (Colihue, 2005); Las viudas de los jueves (Alfaguara, 2005), ganadora del Premio Clarín Alfaguara de Novela y llevada al cine por Marcelo Piñeyro; Elena sabe (Alfaguara, 2006), Las grietas de Jara (Alfaguara, 2009), con la que obtuvo el Premio Sor Juana Inés de la Cruz. Ha publicado también cuentos para chicos y obras de teatro. En 2005 recibió el Premio de literatura infantil y juvenil Fundalectura-Norma de Colombia por Un ladrón entre nosotros y dos años después fue galardonada con el Premio ACE 2007 por Un mismo árbol verde.
ediados de 2011. Me escribe Hernán Casciari desde Barcelona. Quiere que haga una nota para Orsai. Un cuento, prefiere. Me encanta la idea. Le digo que sí, pero que necesito tiempo porque tengo varios escritos pendientes, y una serie de viajes por delante, y largas lecturas para concursos, y... Casciari me dice que sí, que me espera. Y aunque sé que no haré la nota en el corto plazo quiero conseguir cuanto antes algún ejemplar de Orsai, leerla en detalle. Conozco la revista, claro, su salida armó revuelo y tiene fanáticos hablando de ella en cada reunión literaria. Y no literaria, también. No estoy suscrita, el sistema de juntarse de a diez para encargar el envío se tuvo que enfrentar con mis fobias y mis fobias siempre ganan, así que me quedé afuera. Pero si es que voy a cumplir con mi compromiso con Casciari, necesito leer algunos artículos para estar a tono con la publicación. La llamo a Débora Mundani, escritora, amiga, fanática de Orsai y suscriptora de la primera hora. Le pido que me elija el ejemplar que más le haya gustado, y que me lo preste. Selecciona para mí el ejemplar número dos de la primera temporada. Unos días después nos encontramos y me entrega la Orsai. «Dice el Gordi que este ejemplar es extraordinario». El Gordi es el marido de Débora, tan fanático de Orsai como ella. O más. En la tapa: nieva sobre un hombre que escribe en su computadora. La doy vuelta y la contratapa devela que aquello que parecía exterior es interior: nieva dentro de su propio escritorio. Una portada donde predominan azules y naranjas, algo de blanco. Y de negro. La revista va a la pila de lecturas pendientes. La hojeo una noche, leo algunos artículos: el editorial de Casciari, el texto de Josefina Licitra sobre el presidente
94 | El paranoico, de chiquito, tiene un enemigo imaginario.
uruguayo José Mujica. Voy a la última página y me entero de que en ese espacio no se pueden publicar chistes bajo pena de sanción porque «resulta punible de multa hacer chanzas o distracciones voluntarias en el entorno de una comunicación jurídica». Pero no me queda claro si la anécdota de los dos hombres informándole a Casciari acerca de esa infracción y de la pena correspondiente es cierta o efecto de la acaroína. «Una vez cumplida la orden, diré que todo lo que puse antes es falso y que lo escribí bajo los efectos de la acaroína». Un artículo, un editorial y una posdata, pero mi artículo, ese que yo tengo que escribir, se sigue aplazando. Otros textos pendientes por compromisos asumidos con antelación, viajes, lecturas para concursos. Sobre finales de 2011, Casciari escribe por segunda vez. «¿Y cómo va el cuento?». «Aún no va», le digo. Le doy explicaciones, él me disculpa, siento vergüenza. No mucha, no tanta como para ponerme ya a escribir el artículo. Una cierta molestia tolerable. No quiero perderme la oportunidad de escribir para la revista, eso está claro. Y si sigo así me la voy a perder. Pido un nuevo plazo. Casciari me lo concede. La vida continúa. Procrastino. Otros escritos, viajes, lecturas para concursos, otras lecturas urgentes. Débora me recuerda que tengo su revista. Me dice que no la necesita, que la tenga el tiempo que me haga falta, pero que cuando ya no la use se la devuelva. Que se la devuelva porque «yo la colecciono». Le digo que se quede tranquila, que en cuanto termine la nota, o el cuento, se la llevo. Pero el cuento no está ni siquiera iniciado, se resiste. Miro nevar sobre el hombre que tipea en su computadora portátil. Nieva mientras él escribe. Yo no. Comienza 2012. Segunda temporada de Orsai. Casciari vuelve a mandarme un mail, yo
vuelvo a fallarle, Débora reclama una vez más su revista: «Yo las colecciono». El hombre bajo la nieve ya no me mira desde la pila de lecturas pendientes. Sobre él se montaron otras lecturas y otros hombres. No lo veo cada tanto, pero sé que está ahí. A veces lo tengo presente, muy presente; por momentos lo olvido. «En realidad la colección es del Gordi», me presiona un tarde Débora mientras tomamos un café, «el otro día, mientras la ordenaba, se dio cuenta de que falta el ejemplar número dos de la primera temporada, le dije que lo tenías vos y me dijo que no había problema, pero acordate, cuando ya no la uses..., ¿vas a escribir la nota finalmente?». Le aseguro que sí, que la voy a escribir, que tengo textos anteriores pendientes, y viajes, y lecturas urgentes. Pero la escribo seguro. Le pido que me deje la revista un tiempo más, que quisiera leer algunos artículos que me faltaron y releer los que ya leí. Igual que Casciari, Débora me cree y me concede ese nuevo plazo. Me pregunto si el hombre bajo la nieve, esperando su turno con paciencia en la pila de lecturas pendientes, también me creerá. ¿Será paciente ese hombre? Mientras tanto, yo procrastino. Pasan algunos meses. Casciari vuelve a escribir. Pido otro plazo. Débora me extiende el préstamo de la revista por un tiempo más. Si el Gordi se queja, yo no me entero. Me olvido del asunto. Hasta que un día la periodista María O’Donnell (trabajo en su programa de radio) menciona la revista durante una emisión y yo me quedo muda: la imagen del hombre bajo la nieve me asalta en medio de la charla al aire. Decido que tengo que poner manos a la obra de una buena vez. Esa misma noche busco la revista en la pila, no está. La debo haber llevado al escritorio de la planta baja, me digo. O a alguna de las bibliotecas. O a otra pila. No im-
Madurás cuando no te causa gracia la palabra envergadura. | 95
| Un hombre tipea bajo la nieve
porta, es tarde, aún no escribo la nota. La escribiré en esos días. Pronto. Decidir que ya debo escribirla, no es escribirla. Otros escritos, lecturas urgentes, viajes. Avanza la temporada 2013 de Orsai. Casciari ya no vuelve a mandarme mails. Sospecho que la nieve que cae sobre el hombre que tipea en su máquina de escribir se debe haber derretido. Hace mucho que no me lo cruzo, que la tapa azul de la Orsai número dos de la primera temporada no me llama, ni desde otras pilas, ni desde mi escritorio, ni desde ninguna de las bibliotecas de mi casa. La vida sigue, escritos pendientes, lecturas urgentes, viajes. El Gordi arma una nueva biblioteca en su casa y nota que el espacio previsto para el ejemplar número dos de la primera temporada de Orsai sigue vacío. Le reclama a Débora. Débora me reclama a mí. «Nosotros la coleccionamos». Asumo que por más que quiera escribir para Orsai, ser parte de ella, ya no puedo seguir pidiendo que me esperen. Aunque sospecho que Casciari ya no me espera. Busco la Orsai de Débora en la pila de lecturas pendientes. No la encuentro en una primera pasada. Reviso la pila en detalle, de arriba hacia abajo y de abajo hacia arriba. No está. Desparramo sobre mi cama los libros y revistas que la componen. El hombre que tipea bajo la nieve no aparece. Me inquieto. La busco en el estante donde pongo el material que no es mío y que tengo que devolver. Tampoco está allí. Trato de recordar. Me parece que hace un tiempo, luego de ordenar una biblioteca, la puse en el estante donde coloco otras revistas, LaMujerdemiVida, El Malpensante. Busco pero allí tampoco está. Les pregunto a mis hijos. No saben de qué les hablo. «Un hombre vestido de azul que tipea bajo la nieve», me miran con una mezcla de indiferencia y preocupación. En dos días tengo que ver a Débora. Reviso todas las pilas una vez más, todas las bibliotecas, cada rincón. No aparece. Me baja la presión. Pienso en el Gordi y la presión me baja un poco más. No sé cómo voy a hacer para enfrentarlo. No puedo enfrentarlo. Porque el verdadero problema no es Débora sino el Gordi. Tengo que conseguir otro ejemplar. No va a ser fácil. No la venden en los quioscos. Los que la suscriben la coleccionan, como el Gordi. Busco en MercadoLibre, nadie la oferta. Intento otras búsquedas en la red sin resultado. Empiezo a sospechar que la solución será dicotómica: o enfrento al Gordi o enfrento a Casciari. Prefiero enfrentar a Casciari. Le escribo, le cuento la situación. Le pregunto si a
96 | Los obsecuentes son las risas grabadas de la vida.
pesar de no estar suscrita hay alguna forma de conseguir un ejemplar de la revista Orsai número dos de la primera temporada. Casciari se ríe. No puedo asegurarlo porque él está de un lado del océano y yo del otro y apenas nos comunicamos vía mail. Pero estoy convencida de que al leer mi correo Casciari se ríe. Sospecho que si pudiera encontrar al hombre que tipea bajo la nieve sabría que él también se está riendo. «¿Podés creer que es el único número de la revista que está totalmente agotado?». No, no lo puedo creer. Me manda un link a una página donde se venden los ejemplares atrasados de la Orsai. El del hombre que tipea bajo la nieve está cruzado por un cartel blanco con letras rojas de imprenta mayúscula que dice: AGOTADO. El único ejemplar inconseguible de las tres temporadas. Ese que Débora eligió para prestarme unos meses atrás. Imposible de reponer. Casciari me escribe: «Viajo en octubre, tengo un ejemplar en casa, si querés cuando voy te lo llevo». «Sí, quiero», contesto. «Y si lo necesitás con urgencia te lo mando por correo puerta a puerta a cambio del cuento que me debés». Touché. «No, tráelo en octubre, no hay apuro, pero por supuesto te escribo el cuento que te debo». «¿Fin de este mes?». «Fin del próximo», contesto y gano unos días. Los últimos días. Le cuento el episodio a Débora. Le digo que se quede tranquila, que la revista la consigo, que el Gordi no se preocupe. La vida sigue, textos pendientes de escritura, viajes, lecturas urgentes, y una fecha pactada para mi entrega a Orsai. Empiezo a darle vueltas a ese cuento que voy a escribir, pronto, en estos días, pero no ya. Ahorita, como dicen los mexicanos. Me encuentro en el Tortoni a tomar un café con el escritor Javier Sinaí. Hablamos de su último libro. Hablamos de otros libros. Hablamos de revistas. Me cuenta que a fin de año Orsai no saldrá más. La noticia me impacta. Si no hubiera sido por el hombre que tipea bajo la nieve, nunca habría salido una nota mía en la revista. «¿Qué hombre bajo la nieve?», me pregunta. Le cuento. «Pero ese es el cuento», me dice, «el del ejemplar número dos perdido». Me lo quedo pensando. «¿Sabés que sí...?», le digo finalmente. Y me alivio pero aún no escribo. Arranca octubre. Escribe Casciari, «¿te habrás olvidado?». «No, no, este fin de semana lo tenés». Escribo a cuatro manos, sin parar, corrijo, agrego, quito. La crónica del ejemplar perdido de Orsai está lista. Este texto. Me acomodo en el sillón donde suelo sentarme cuando
Claudia Piñeiro |
doy clases de escritura creativa, allí leo el borrador impreso de mi texto. Junto al sillón tengo una mesa auxiliar con los cuentos que van escribiendo mis alumnos a lo largo del año. Busco una lapicera en la mesa para hacer una marca sobre mi relato. Revuelvo un poco, no encuentro la lapicera a primera vista. Entre los textos de mis alumnos se asoma un papel de otro espesor, azul, celeste, negro, con manchas blancas. Lo tomo con cuidado, pero también con cierta indignación. Es. No hay dudas. El hombre sigue tipeando. La nieve no se derritió. Tengo en una mano mi texto y en la otra el ejemplar número dos de la primera temporada de Orsai. Dejo mi texto a un costado. Busco dentro de la revista al hombre que tipea. Lo encuentro en un relato de Hernán Casciari adaptado por Javier Olivares. Se me pone la piel de gallina. El relato cuenta una situación similar a la que intento contar en la novela que quiero escribir y no escribo. Todo tiene que ver con todo. Otros textos pendientes, lecturas urgentes, viajes. La protagonista es una mujer, no el hombre bajo la nieve. No puedo
escribirla porque sé que va a doler mientras lo haga. Una novela que vengo posponiendo con más vehemencia que esta nota para Orsai. El de Casciari es un hombre que cree haber matado un niño, su sobrina, pero no, lo que atropelló es un tronco. Leo y cito. «Por suerte, casi siempre es un tronco y vivimos en paz. Pero todos sabemos, por debajo de la risa y del amor y del sexo y de las noches con amigos y de los libros y de los discos, que no siempre es un tronco. A veces es Finlandia». Porque en Finlandia, allí donde nieva hasta incluso dentro del propio escritorio, es donde el hombre se refugió a escribir mientras pensaba que había matado a un niño. Ahí también transcurrirá mi próxima novela, en ese lugar donde se escribe bajo la nieve. Otra Finlandia. No la de Casciari. Pero Finlandia al fin. Primera certeza después de tanta búsqueda: mientras tipee mi próxima novela, nevará dentro de mi escritorio. Segunda certeza: el Gordi tendrá que acostumbrarse a ver su colección incompleta, este ejemplar de Orsai se queda conmigo. x
Mamá, mamá, en la escuela me digo egocéntrico. | 97
RECONSTRUCCIÓN
DE LA ESCENA
DEL CRIMEN ESCRIBE SELVA ALMADA ILUSTRA MATÍAS TOLSÀ
Dos mujeres, tía y sobrina, avanzan por un camino y se detienen en el sitio donde, en el pasado, ocurrió un episodio escalofriante. Una pequeña y sensorial historia de tierra adentro, habitada por un extraño personaje del que todos hablan pero que pocos ven.
—F
SELVA ALMADA Entre Ríos, 1973
Escritora. Publicó las novelas Ladrilleros (2013) y El viento que arrasa (2012); los relatos Una chica de provincia (2007) y Niños (2005); y el libro de poemas Mal de muñecas (2003). Integra distintas antologías de relatos, entre ellas Die Nacht des Kometen (Alemania, 2010). Su novela El viento que arrasa será traducida al francés, al italiano y al portugués, y llevada al cine y al teatro. En estos días escribe Chicas muertas, una no ficción sobre tres casos de femicidio adolescente ocurridos en la década del ochenta, que será publicado por Mondadori en 2014. Codirige los ciclos de lecturas «Carne Argentina» y «Rojo». Coordina talleres de lectura y escritura.
ue acá. Justo acá —dijo parándose en seco y dando un golpe con el pie sobre el camino de tierra. Volví sobre mis pasos hasta quedar junto a ella, casi pegadas. —Acá se me apareció de repente. Como salido de ninguna parte. Si no lo conociera desde que soy así, habría pensado que era el Diablo y no el Tatú—, volvió a pegar con el pie levantando una nubecita de polvo. Nos quedamos calladas, conteniendo la respiración. Ella, reviviendo el momento. Yo, tratando de imaginármelo, de ponerme en su lugar. A ambos lados del camino crecía el maizal casi tan alto como nosotras dos. Como ella que era petisa y como yo, que a los doce era demasiado alta para mi edad, siempre me decían. El sol partía la tierra y no se escuchaba nada fuera del viento pasando entre las hojas y las cañas haciendo ese ruido áspero, de garganta seca. —Yo iba a lo de la Teya —dijo extendiendo un brazo desnudo y enrojecido hacia adelante. Ella tenía la piel muy blanca, como la madre. Mi otra tía y mi tío también. Mi padre tenía la piel oscura como su madre muerta, la mujer que tuvo mi abuelo antes de casarse con la madre de mis tíos que era bien gringa, rubia y de ojos claros. Ellos heredaron su tez, por eso en el verano se ardían. La Teya era una vecina que vivía a dos
kilómetros siguiendo el camino. Era una mujer alegre. La confidente de mis tías. —Todos los días iba a esta hora. Le limpiaba la cocina y después tomábamos mate de té y escuchábamos la radio. Nunca me di cuenta, pero el Tatú me espiaba —dijo bajando la voz. Miré a los costados. El maizal se extendía, verde y compacto, hasta donde alcanzaba la vista. El Tatú o cualquiera podía acechar sin ser visto. —Entonces me cazó así —dijo poniéndose frente a mí y agarrándome los brazos. Un grito se me atravesó como una espina de pescado. —Y me miraba con los ojos brillantes. Y me olía el cogote y el pecho. Ay, me acuerdo y se me pone la piel de gallina. Mirá —dijo soltándome y mostrándome el brazo encrespado. Otra vez nos quedamos en silencio. Dos o tres metros adelante distinguí una delgada huella sinuosa en la tierra suelta. Por ahí había pasado una víbora. En otro momento me hubiese asustado, pero no me cabía otro miedo que el de esa historia, ocurrida varios años atrás, actualizada por la narración de mi tía.
E
l Tatú era un primo suyo, diez o quince años mayor. Vivía en una granja vecina con Cali, su padre, y dos hermanas: la Negra y Sonia. Los tres solterones con el padre viudo. Yo fui muchas veces a su casa con mis tías. Pero al Tatú no lo vi nunca. Cuando llega visita, él se esconde. El Tatú es raro. Así le dicen ellas. Por parte de la familia materna de mis tíos siempre hubo algún raro. Una fruta picada. De la mujer de mi abuelo, que yo le decía abuela aunque no era mi abuela, también decían que era rara. Mi madre se enojaba cuando decían así. Para ella, la abuela no estaba loca, sino que todos la trataban como a una retardada y ella se acostumbró. Puede ser que si alguien no sale raro de nacimiento se le haga creer que sí con tal de no cortar la cadena de taras que la familia arrastra de generación en generación. A la prima Sonia, mis tías con sus amigas, le decían la fallada porque nunca le bajó la regla y entonces no pudo tener hijos ni casarse. Ese día, durante esa siesta, ni mi tía ni yo
102 | ¡Qué grande está tu ego! Hacía un montón que no lo veía.
ni nadie podía sospechar que veinte años después, le saltaría la falla hereditaria a mi tío y se volaría la cabeza de un disparo.
—E
ntonces ¿qué pasó? —le pregunté.
El sol estaba picante y las dos estábamos todas sudadas. —Me miraba así como te digo. Los ojos como dos tizones encendidos. Quería zafarme, pero me tenía agarrada muy fuerte. Me llevó a la rastra hasta el maizal. Vení, te muestro. Tomé la mano que me tendía y fui tras ella por el sendero angostísimo que quedaba entre los surcos sembrados. Las hojas y las cañas me arañaban los brazos y las piernas. Nos metimos unos cuantos metros. Miré hacia atrás y ya no se veía el camino. Mi tía se detuvo. —Más o menos por acá, había un círculo pelado. El desgraciado había cortado varias cañas y armado un colchón con las hojas. Las hojas ya estaban secas y crujieron cuando me echó de
espaldas y se me cayó encima porque me tenía agarrada de las muñecas. Me tenía como estaqueada y no podía moverme. Un poco porque lo tenía arriba mío y otro poco porque estaba muerta de miedo. Así que me encomendé a la Virgen y cerré los ojos esperando que pase lo peor. Se quedó callada. —¿Y después? —pregunté. —De repente me soltó una muñeca y lo sentí correrse para el costado. Todavía me tenía bien fuerte de la otra mano. No me animaba a mirar, así que esperé un ratito, quieta, juntando valor, calculando el momento justo para escaparme. Abrí los ojos. Era un día como hoy. El sol estaba acá arriba, grande y brillante. Me lastimó la vista y tuve que pestañear varias veces hasta acostumbrarme. Giré despacito la cabeza y lo vi echado boca arriba al lado mío. Estaba dormido. Dormido como un bendito. Moví un poquito el brazo, él aflojó los dedos y pude soltarme. Me paré tratando de no hacer ruido y caminé unos pasos y ahí sí empecé a correr. Y corrí y corrí. No me daban las patas, te juro. x
¿Y cómo está descompuesta tu familia? | 103
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CapĂtulo VI
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SOBREMESA
FINAL
—S
aqué la cuenta de cuántas sobremesas hicimos desde que empezamos Orsai —me dice Chiri abriendo
un excel. —Apuráte a decirme porque está por llover. ¿Cuántas fueron? —Desde la primera, en la página cuatro del primer número de Orsai, hasta esta que es la última, fueron ciento dieciséis sobremesas. Vos y yo hablando boludeces entre crónica y crónica. Y todas ilustradas por el gran Paco Ermengol. —¿Solamente dejamos de hacerlas en la edición número tres? —Tampoco las hicimos en la edición número cinco. Porque pensábamos que aburrían a los lectores. —Y se quejaron. —Como guanacos —me dice. —Qué suerte que se quejaron, porque a mí siempre me divirtieron mucho estas charlas fuera de juego. —Y está muy bien terminar de hacerlas después de «Hot». Porque nunca habíamos hecho una sobremesa por detrás de la novela gráfica de Horacio. —Durante todo este año —le digo a Chiri— Jimmy Chance fue como uno más de la familia. Una historia hermosa, que en realidad es una saga que tendrá dos partes más. Me encantó ser el primer lector de esa historia, gracias a que Altuna siempre entregó los originales tarde... —La leyenda dice que es su costumbre. —¿Entregar a última hora? ¡Sí! En la revista Humor, en Fierro, en todas partes se ganó esa fama. Pero gracias a eso yo leía cada episodio en tinta, todavía sin color... Ser el primer lector de una obra suya me causó orgullo cada vez. Fueron seis veces de orgullo. —Qué lujo haber tenido una novela gráfica de Horacio todo este año —me dice Chiri—. Mirá si de chicos, cuando leíamos «Las puertitas del señor López», o incluso «El loco Chávez» en el diario, hubiéramos sabido que muchos años después trabajaríamos con él. —Yo lo veo todavía más increíble, pero desde otro lugar —le confieso—. A Horacio lo conocimos cuando empezábamos con Orsai, y con el tiempo nos fuimos haciendo amigos. De hecho,
112 | La barba candado nunca me cerró.
DEL JUEGO cuando ustedes se volvieron a Argentina Horacio los extrañó mucho, cada vez que viajo a Buenos Aires él manda saludos y los recuerda con intensidad. Pero yo me quedé en Barcelona... —...y lo ves mucho más seguido. —Claro. Nos juntamos siempre que podemos. Y en un punto, en mi cabeza, Horacio empezó a cumplir una función paternal para mí. Pero no lo digo en un sentido metafórico, ni artístico. Para nada. Lo digo literalmente: pude volver a hablar de Racing, o del Barça, o de la vida, como hablaba con mi papá cuando estaba vivo. —Qué loco —me dice Chiri—, y qué bueno. —Más que bueno: es un regalo, un regalo inesperado además. Una yapa que trasciende la aventura de Orsai. Haber conocido a Horacio en este tramo de nuestra vida fue importante. Es un tipo muy sabio, pero sobre todo muy generoso y cotidiano. —Yo lo extraño un montón, María también. A él y a Anita, a los dos —me dice—. Muchas veces nos gustaría teletransportarnos para estar en una sobremesa con ellos. Orsai también fue eso para nosotros: haber conocido gente pulenta. —Gente increíble. Apasionados. —Esa podría ser una buena moraleja —me dice Chiri—. Por lo menos para cerrar la última sobremesa pública de esta época. Moraleja: cuando trabajás con gente apasionada deja de ser un trabajo. —Sí. Y lo mismo funciona como advertencia si lo decís al revés. —¿Cómo sería? —Cuando jugás con gente sin pasión, nunca es un juego. —Me gusta. Es una buena ecuación. ¿Te parece que cerremos con esto y nos vayamos a hacer Bonsai? —No veo la hora, querido amigo. Pero antes dejáme que me ponga sentimental, aunque sea en el tiempo de descuento. —¿Vas a llorar? —No. Te agradezco estos años de charla. —¿Estos tres? —No. Los treinta y cinco. La estoy pasando muy bien. —Los que vienen serán mejores —me dice, y empieza a llover. x
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Orsai,
2013
rsai
es o
inauguramos en el bar
Orsai, unos hermosos másteres de crónica narrativa, entrevista y perfil, periodismo cultural, dibujo y novela gráfica, edición, literatura y ficción, y crónica policial. Desde principios de año y más tarde en la casa
más de ciento cincuenta alumnos pasaron por nuestra redacción para dejarse formar por los mejores en cada rubro: Josefina
Licitra, Pablo Perantuono, Gonzalo Garcés, Miguel Rep, Pablo Plotkin, Pedro Mairal y Rodolfo Palacios, respectivamente. Los muchachos y muchachas trabajaron duro y felices durante dos semestres, persiguiendo el más noble fin: redactar trabajos de calidad que serían publicados en el último número de amigos!
En
Orsai. ¡Ha llegado el día,
las próximas veinticuatro páginas
publicamos cinco de los mejores trabajos de los pioneros en los másteres.
Cada
uno de
los textos ha sido ilustrado y editado por los propios alumnos. no hizo nada.
Es
decir: el staff de
Orsai
Nuestro complicadísimo plan de rascarnos el higo estos meses ha resultado.
(Policial)
Confesiones de una defensora serial
Una investigación de MARIANA RECA Ilustra FEDERICO BEN CATTAN
M
ariana es abogada defensora oficial. Defiende a ladrones y asesinos, también a inocentes. Además del tono que encontró en sus relatos, tiene cosas que la diferencian del estereotipo del abogado penalista que aparece en la prensa: es sensible, trata a sus defendidos como personas y no como clientes o mercancías, y escribe. En el taller busqué que encontrara su voz autoral, que se sacara el traje de abogada y se pusiera el de escritora de no ficción. Sus primeros escritos me recordaron a los cuentos del alemán Ferdinand von Schirach, el llamado «abogado de la literatura», que en sus libros Crímenes y Culpa habla de casos reales que le tocó vivir como penalista pero los cuenta como escritor. En el caso de Mariana, le sugerí que ella debía aparecer en el relato porque vivió de cerca los hechos policiales en los que le tocó intervenir. Su relato nos permite vivirlos como si estuviésemos a su lado o espiáramos por la cerradura de la puerta de su despacho. Esas historias de vida que la atraviesan reflejan la trama laberíntica de la Justicia. Si a eso le sumamos que enfrenta casos trágicos y cuando llega a su casa busca olvidarse de todo para cuidar a sus dos hijitos, la historia gana más peso. El relato tiene escenas fuertes, pero también un tono esperanzador.
Rodolfo Palacios
E
scribo de noche. Tengo dos hijos chiquitos y no hay otro horario en el que pueda contar con un poco de silencio. Los únicos sonidos que me acompañan ahora son mis dedos contra el teclado y el segundero del reloj de la cocina. Estoy sola con un ratoncito en la cabeza que lo único que hace es buscar en los cajones al estilo Decur, pero a diferencia de él no encuentro imágenes dulces para niños, como juguetes o mares de violetas. El ratón que husmea en los cajones de mi mente solo encuentra historias oscuras que muchas veces puedo contar en clave cómica pero solo para poder atravesarlas. A veces ni siquiera las puedo contar. No soy una novelista ni una periodista policial. Cuento historias del crimen desde otro lado: soy abogada defensora de hombres y mujeres del conurbano bonaerense que perdieron mucho más que la libertad. Podría decir que soy abogada desde que tengo memoria. De chica siempre defendí las causas perdidas. Ahora no elijo a mis defendidos. Los casos me tocan. Como defensora oficial, tengo la obligación de defender a todos, aunque no sean inocentes y sus causas no sean justas. Eso incluye temas difíciles de digerir y siento que es por eso que decidí escribir. El nombre con el que firmo no es real y el único motivo por el que uso un seudónimo es para escribir con libertad: no quiero que mi trabajo interfiera en esta catarsis. Conozco a personas con las que no mu-
chos quisieran hablar: aparecen en mi oficina con mochilas pesadas, cargadas de odio pero también de amor, de tristeza y de esperanza. Llegan a hablar conmigo después de haber sido rechazadas muchas veces por el sistema. Muchos de ellos no pueden salir del laberinto kafkiano de la Justicia. Mi trabajo pocas veces sale a la luz. No soy como esas abogadas que suelen mostrar en las series: peinadas, maquilladas y con pose de divas dentro de sus trajecitos encorsetados. Desde que pienso en escribir este texto, me ocurre algo extraño: las caras y las voces de los detenidos que defiendo vienen a mi cabeza. No puedo desvincularme de los casos que me llegan. No puedo llegar a mi casa despojada de los relatos que escucho, del dolor pegajoso que queda en el aire. Me acosan las historias de vida de los detenidos: saber qué eran antes de apretar el gatillo o antes de usar sus manos para robar. Trabajo en un edificio de más de sesenta años, y todos los días llego a mi oficina después de subir dos pisos por escalera porque el ascensor nunca anda y de atravesar un pasillo de casi setenta metros. En mi despacho hay un escritorio, una computadora, dos sillas y un teléfono que rara vez funciona. Las historias suelen ser flashes que aparecen y se van, pero algunas se quedan conmigo por un largo tiempo. Para trabajar, necesito olvidar por momentos el suceso policial que trae a los detenidos a mi oficina. Es una manera de poder ocuparme de las personas. Mi primer detenido fue condenado a prisión perpetua por el delito de homicidio agravado por alevosía. Lo que más recuerdo es la cara de tristeza de su madre cuando lo detuvieron después de estar prófugo más de dos años, acusado de planificar un asesinato con dos cómplices. Ver a sus familiares el día de la lectura del veredicto fue comprobar, de algún modo, que no solo se condena al acusado sino también a toda su familia. Es abrumador pensar en los tiempos de las condenas. Cuando empecé en la justicia penal trabajaba en una fiscalía donde se hacían acusaciones por muchos años de prisión. La pena mínima por un robo con armas era de cinco años. Yo pensaba todo lo que podía hacer uno en ese lapso. En cinco años, por ejemplo, un bebé recién nacido se convierte en un chico que egresa de preescolar y un joven que termina la secun-
daria se convierte en abogado. Sin ir más lejos, una persona como yo en cinco años se casa y tiene dos hijos. Cómo puede cambiar la vida en tan poco tiempo para quien está en libertad pero cómo puede no cambiar nada para quien permanece detenido. Eso es lo despiadado de la prisión. Son esas historias las que me trajeron hasta acá para tratar de darles voz, de hacerlas visibles. Y escribirlas. Escribir pese a todo. Mi trabajo se convirtió en una rutina como cualquier otra. A primera hora vienen familiares de los detenidos a buscar novedades. Quieren la fecha de la libertad pero el expediente rara vez incluye ese dato. Por momentos la cuestión es tan imprevisible que da pavor. La mayoría se divide entre madres desesperadas por sus hijos presos y esposas con hijos pequeños que tienen problemas para sobrevivir con el marido detenido. Los menos son amigos preocupados por alguien que está en prisión, parece que la amistad no resiste los tiempos de Tribunales y la rutina de la cárcel. Ninguno de ellos tiene el dinero suficiente como para pagar un abogado particular. Lo que más tiempo me lleva son los expedientes: ver las novedades y apelar resoluciones y sentencias. También hay una tarea que nadie ve y es la que más me cansa: hablar con fiscales y jueces sobre el futuro de mis defendidos. La defensa trabaja sola, sin ayudantes ni medios para investigar: solo puede recurrir a la familia, que en algunos casos aporta algún testigo u otro elemento para llevar algo de verdad a la causa judicial. Nuestra tarea es remar contra la corriente. Algunas de mis jornadas terminan con entrevistas a los detenidos, en las que soy testigo de sus confesiones, su desolación, su dolor y su futuro incierto. Recuerdo la primera vez que vi la muerte. Yo tenía veinte años y recién empezaba a cursar Derecho Penal en la Universidad de Buenos Aires. Por ese entonces, en los noventa, trabajaba gratis en una fiscalía de Instrucción y era costumbre que ante un homicidio, el fiscal se trasladara al lugar del hecho. Una mañana recibimos la llamada de un oficial de calle de la comisaría primera de San Justo que informaba que un panadero había matado a un ladrón cuando intentaba robarle la recaudación. Me ofrecí a acompañar al fiscal. Cuando llegamos
Él escuchó lo que la secretaria del juez decía y gritó: ¡Nooo! Al mismo tiempo, sacó de su boca una media hoja de una gillette y se cortó las venas de los dos brazos.
al lugar, me encontré con la tragedia: en la vereda, bajo una frazada, había un cuerpo sin vida de un chico de dieciséis años, con remera, bermudas y zapatillas deportivas. En su mano, ya rígida por la muerte y ubicada cerca de la cara, estaba el botín: dos billetes de dos pesos apretados entre los dedos. Del panadero no me acuerdo ni la cara. Tampoco me acuerdo de la panadería. En realidad creo que de ese día no recuerdo nada más que ese chico tirado en la vereda, esa bala calibre veintidós y esa muerte que llegó por cuatro pesos. Este fue el punto de partida de mi carrera delincuencial, mejor dicho, cerca del delito. Siempre atrás, después de que ocurre un crimen o un robo, caminando sobre las consecuencias de los actos. Sobre la vida de unos, de otros y también sobre la mía. Durante un tiempo trabajé como empleada en un juzgado de Garantías, a cargo de un juez sin sonrisa, duro como el acero. Comprobé que trabajar en Tribunales a más de una persona la anestesia. No le creen nada a nadie y siento que un poco deja de importarles la humanidad de quien tienen enfrente. A mí me gusta escuchar a los otros. En esa mesa de entradas conocí a personas muy distintas a mí, que vivían hacinadas en casas precarias donde estudiar era algo que a casi nadie le pasaba y trabajar tenía muchos significados distintos del que podía tener para mí. Muy pocas veces encuentro personas a las
que les interese lo que hago. Ni siquiera mis familiares más directos entienden que pueda gustarme mi oficio y ahora que me pongo a escribir sobre mi trabajo, lo único que me viene a la cabeza son escenas que convencerían a cualquiera de dedicarse a otra cosa. Basta un ejemplo. Hace muchos años, yo trabajaba de empleada en un Tribunal Oral. Era una oficina de tres por tres con cuatro escritorios. Estábamos un poco apretados pero organizados para poder trabajar. Era la lectura de una sentencia que condenaba a un hombre a una pena de ocho años de prisión por un robo agravado. Él escuchó lo que la secretaria del juez decía y gritó: ¡Nooo! Al mismo tiempo, sacó de su boca una media hoja de una gillette y se cortó las venas de los dos brazos. Esto ocurrió delante de mí. La sangre manchó el expediente que estaba sobre el escritorio. El policía que custodiaba al condenado se quedó en la puerta sin moverse. Yo me quedé inmóvil. No me salía una palabra y me empezó a faltar el aire. Los jueces no estaban, pero en un minuto entró en la sala una jueza que le ordenó al detenido que dejara la gillette sobre la mesa. El tipo estaba furioso, pero cuando la vio fue como si estuviera ante la Ley en persona. No solo le obedeció de inmediato sino que además aceptó sentarse y esperar, en calma, a que vinieran los médicos a salvarle la vida. Después de ese día, por mucho tiempo recibí a los detenidos esposados y así los dejaba. Me había quedado tan impresionada que no podía confiar en ellos, pero tampoco en los policías que los traían. Con el tiempo volví a atenderlos sin esposas. También he presenciado lecturas de veredictos con final feliz. Recuerdo a un acusado de violación que siempre había jurado ser inocente: tenía veinte años, trabajaba, estaba casado y tenía una hijita de dos. En los tres años que tardó el juicio perdió todo: su esposa lo dejó, no volvió a ver a la nena y lo echaron del trabajo. Solo lo acompañó su madre. Cuando los jueces lo declararon inocente, ella le dijo: «Yo te dije que confiaras en la Virgen, que ella no te iba a abandonar». A mí se me humedecieron los ojos. Hay personas detenidas que luchan contra el olvido, acaso la peor condena. Quiero que tengan voz. Nunca volverán a ser los mismos. Sus familiares tampoco. Ni siquiera yo vuelvo a ser la misma después de cada caso. A ellos los transforma el encierro. A mí me transforman sus historias. x
(Perfil)
Secuestré a
tu padre y está en tu cabeza
Una entrevista de ANA GARCÍA BLAYA Ilustra GUSTAVO DE TANTI
C
on simpleza y un par de pinceladas sutiles, Ana García Blaya talla el perfil de Luis, un exconvicto —sobrio, prolijo, quizá culto— que acaba de salir de un largo encierro y busca reinsertarse. Exhibido con crudeza, el relato de Luis le sirve a la autora para desentrañar —y mostrarnos— los oscuros recodos de una pesadilla apócrifa: los secuestros virtuales. Lo elegí porque, una vez que atravesó la instancia de edición, se consiguió un texto honesto y brutal pero a la vez efectivo, cuya virtud es la de no juzgar o subrayar la tarea criminal del retratado, y, luego de ganar su confianza, se destaca porque lo acompaña —lo guía— en el descenso hacia su infierno. Ana maneja muy bien el diálogo y la observación sobre un hombre que, aun estando preso, seguía vulnerando la ley. Pablo Perantuono
«Y
o te llamo a vos. No estás en tu casa y me atiende tu hija. A tu hija le hago agarrar toda la plata que tenga, la hago salir de la casa sin cortar el celular y te llamo a vos; te digo que la tengo a ella y vos te vas a volver loca. Porque tu hija no va a estar en tu casa y su teléfono te va a dar ocupado. ¿Qué vas a hacer? Vas a querer ir a tu casa. Pero yo no te voy a dejar. Hasta que pagues». El que habla es Luis. Tiene treinta y un años, una hija de nueve y usa anteojos. Hace dos meses salió de la cárcel de Devoto después de diez años de encierro. Tiene un jefe que le consiguió hace dos semanas un trabajo digno de cinco mil pesos al mes como custodio. Supo ganar cientos de miles en solo tres horas de desgaste telefónico. Pero eso, dice, «ya es cosa del pasado».
L
a teoría de los seis grados de separación intenta demostrar que uno puede estar conectado con cualquier otra persona del planeta a través de no más de cinco intermediarios. Está bien, sí, se puede dudar de esto. Pero no hay
dudas de la pequeña distancia que existe entre cualquier habitante de la ciudad de Buenos Aires y algún caso de secuestro virtual. Me pasó, lo escuchaste, lo vivió. Tan famosos que están casi extintos; tan fáciles de realizar que, durante más de siete años y desde la comodidad de una celda, supieron acabar con abultados ahorros en apenas minutos. ¡Ring! ¡Ring! «Esta llamada proviene de un servicio penitenciario». Dos opciones: podés cortar o podés quedarte a confirmar si escuchaste bien. Claro, hoy es obvio que cortás, ya todos estamos alertados, pero cuando Luis conoció ese establecido —aunque por entonces nuevo— método de engaño, todavía no existía la máquina que decía la procedencia del llamado. —No había eso —cuenta Luis mientras busca ubicación esquivando la sombra en una plaza de Lugano. Se detiene, mira al cielo para empaparse de luz y sigue—: hasta el 2006 salían todas bien, después ya empezó a hacerlo cualquiera, se expandió tanto que incluso lo hacían de afuera. Para realizar un secuestro virtual se debe seguir un breve instructivo: primero se elige un barrio, por ejemplo Caballito, o un apellido cualquiera, por ejemplo, Monserrat. Monserrat, Claudio. Junto al nombre también está la dirección: Villafañe 220, tercer piso. La guía lo informa todo. Entonces la tarea se realiza de a dos: uno que disca y otro que toma nota. No se les puede escapar un detalle, se trata de repetir los pequeños datos que van obteniendo y llevar la charla como un suceso verosímil. «Buenos días, ¿con quién tengo el gusto de hablar?», nueve infalibles palabras que logran una respuesta automática del otro lado. «Le hablo de la Policía Federal, señora, habla el oficial Horacio Rojo de Delitos Complejos en colaboración con el SAME». De ahí en adelante, la psicosis. Paso uno: Luis se hace pasar por oficial de policía para informar el supuesto accidente de un familiar. El objetivo: recabar datos. Paso dos: se «confiesa» que en realidad tal accidente no existió y que el ser querido en cuestión ha sido secuestrado. Paso tres: se cobra el rescate. En lo que dura una introducción telefónica, Luis obtiene información de la familia, del vehículo en el que se mueven, dónde trabajan, los números de celular. Sin darse cuenta,
y eclipsada por el miedo, la víctima aporta el guion que los futuros secuestradores utilizarán para engañarla. —En menos de tres minutos tenés la red de comunicación de toda la familia. Mientras ocupás el teléfono de uno, llamás al otro y no lo dejás cortar, nadie se comunica con nadie, vos los llevás de acá para allá. —Sos un actor ahí. Te tenés que meter en el personaje. —La persona cuando tiene miedo, hace lo que le decís. Cuando mandábamos al cobrador, algún amigo de la comisaría treinta y uno, él lo veía de lejos y nos contaba. Entonces nosotros le decíamos: «te estamos mirando, ¿eh? A ver, rascáte la cabeza, tocáte el culo». ¡Y el tipo se tocaba el culo, no te estoy jodiendo! Pagaba y seguíamos. «¡Dale, dale, corré media cuadra! ¡Tirá el celular ahora!». ¡Plaaaaa…! Y se terminaba. Luis se ríe nervioso. No espera aprobación. No cuenta las historias con orgullo, aunque a veces no puede contener la burla. Porque, claro, desde el encierro él podía privar de la libertad a cualquiera con solo un llamado. Camina por la plaza, siempre parado, como alerta. Todavía no parece adaptarse completamente al afuera. Pasó un tercio de su vida a la sombra; para quienes contamos el tiempo en mundiales, tres de ellos los vio tras las rejas. ¿Cómo era posible hacer estas llamadas interminables si en la cárcel son limitadas? Luis introduce el término «chip biónico», algo que por cien dólares le daba canilla libre telefónica: le permitía pasar días enteros secuestrando mentes por la ciudad. —Una vez, sin querer, llamé a la mamá de un pibe que estaba en cana conmigo, un conocido de toda la vida. Mientras la mina me tiraba la data me di cuenta. Le corté. Él nunca se enteró. Con esta metodología Luis y sus secuaces podían romper chanchitos de hasta medio millón de pesos a la distancia, como esa vez en que toda una familia de paraguayos, dueños de un puesto de flores, se movilizó y consiguió el dinero para el rescate de un secuestro que solo existió en sus cabezas. Y en la de Luis, claro. —¿Por qué se acabó? —Porque la gente dejó de creer. Cuando se estaba terminando la racha tuve suerte y en una me atendió un pibe de once años. Le dije
que el padre tenía un problema. Lo hice llamarme desde un celular y me lo llevé a él y a la hermanita de la mano. Cruzaron la 9 de Julio con seis mil dólares para ayudar al papá. Esa vez Luis habló casi dos horas por teléfono con el nene. Lo tranquilizaba y le aseguraba que el padre iría a verlo pronto. —Te encariñaste. —Me tuve que encariñar. Me hice de San Lorenzo por ese pibe. La memoria emotiva no es patrimonio exclusivo de aquellos que sueñan con un público que aplauda de pie. Estos estafadores que mienten cautiverio e imponen soluciones planteaban consignas tanto a sus víctimas como a ellos mismos. Porque un error de acting podía significar el fracaso de la credibilidad: el plan arruinado por una comunicación abruptamente concluida.
E
l botín lo repartían entre varios: el que llamaba, el que anotaba y apuntaba los detalles, el que arreglaba con el cobrador, el cobrador y todos aquellos que se sumaban para cubrir la red que muchas veces iba creciendo a lo largo de la llamada. Los arreglos se hacían afuera. Luis repartía su ganancia entre Karina, la mamá de su hija, y sus padres. No podía guardar ni ahorrar nada de lo que obtenía con los secuestros virtuales, pero pedía que le enviaran lo que necesitaba «adentro no me faltaba nada», sostiene.
P
aradójicamente, o no, Luis se enamoró a través de un teléfono. Ese instrumento con el que a tanto ser en libertad engañó, también le jugó una mala pasada durante su década perdida en Devoto. Le faltaban solo tres años para salir y fue entonces cuando Luis recibió diecisiete puñaladas en una pelea. Terminó en el hospital. Ahí conoció a un tipo que le presentó por fotos a su compatriota Inga, una narcotraficante lituana que estaba presa en Ezeiza. Durante un año y medio se comunicaron por teléfono y finalmente, para poder verse las caras en persona, decidieron pedir permiso y casarse. Inga y Luis se conocieron y contrajeron matrimonio el mismo día. Dos años después, «buena conducta»
Esa burocracia que a tantos atrapa y asfixia, a Luis solo le provoca sensación de libertad. Libre para inscribirse, libre para aportar.
para ella —con la posibilidad de viajar un mes a su país— y la condena casi cumplida para él. Por las noches, sueños de libertad. Y amor. ¿Final feliz? No por ahora. Hoy para Luis no hay más engaños telefónicos. Tampoco señales de vida de Inga. A través de una mueca tierna y serena, recuerda las diecisiete puñaladas que casi lo matan: «No te voy a decir que era un santo, me las merecía, era un hijo de puta». Lo que más le duele es la bomba de humo que tiró su esposa. —Me faltaban tres años para salir y estaba feliz, enamorado, muy contento. Cuando ella desapareció ya no me importaba irme o quedarme; me daba lo mismo. Aunque cuando te falta un mes, directamente no podés dormir.
T
odavía no cobró su primer sueldo, el primero de toda su vida; antes tiene que terminar con los trámites que lo convertirán en monotributista, darse de alta en ingresos brutos y mandar a imprimir su talonario de facturas. Esa burocracia que a tantos atrapa y asfixia, a Luis solo le provoca sensación de libertad. Libre para inscribirse, libre para aportar. —Cuando cobre mi primer sueldo, te puedo invitar al cine. Elegí la película que quieras y vamos. Me descoloca. No habla en serio. Disfruta la posibilidad de poder hacerlo. x
(Crítica literaria)
El cuento del gurú
Un ensayo de DANIELA CHUEKE Ilustra BRENDA FAHEY
Me gustaría publicar muchas de las notas escritas en este taller. Las notas lisérgicas de Juan Moretti y Hernán Barreda, las notas tan narradas y trágicas de Sebastián Villar, las sociales de Federico Frau Barros, las insolentes de Pablo Nardi o las minuciosas de Karina Ocampo, entre otras. Elegí esta de Daniela Chueke porque combina elementos muy Orsai: descubre una obra rara y fascinante, entrelaza la confidencia y la reflexión, se interesa por las imposturas, termina la nota con menos certezas que al empezarla, y todo sin tomarse nunca demasiado en serio. Espero que tenga los lectores que merece. Gonzalo Garcés
¿P
or qué un tipo con túnica, que dice proceder de un lugar inubicable en el mapa, que propone una verdad incomprobable, carente de documentación y, en ciertos casos, de todo saber socialmente relevante, puede conquistar a miles de adultos educados? Es una pregunta que promete responder el documental Kumaré: the True Story of a False Prophet. Desde que debutó en 2012 en un festival de cine estadounidense, el film y su director, Vikram Gandhi, reavivaron el debate. En YouTube puede verse el tráiler y una serie de charlas donde el cineasta describe el proceso de creación de su película o, según se promueve, del experimento Kumaré.
E
n alguna red me topé con esta historia. Cuando encontré al cineasta en una charla TedX terminó por seducirme. No solo es un morocho alto, de camisita ultra cool, jeans no
achupinados, gestos de tímido-no-me-enteroque-soy-lindo y oratoria impecable; además, con la transparencia de un chico que confiesa su última travesura, nos cuenta cómo un día decidió disfrazarse de gurú y mudarse a Arizona. Años antes, el famoso experimento Milgram, expuesto en I como Ícaro, fue criticado con dureza por ocultar a los voluntarios que la meta era medir su grado de obediencia a la autoridad. El experimento de Vikram Gandhi fue mucho peor: se propuso reclutar adeptos para una religión falsa. Como hijo de hindúes religiosos, Gandhi contaba con el physique du rôle y la parla precisa para crear un «manochanta». Pretendía demostrar que es muy fácil para cualquier pibe de barrio hacerse pasar por iluminado. Planteo cautivante para todos los que alguna vez nos preguntamos de qué la juegan figuras como Sri Sri Ravi Shankar, Osho, o Sai Baba. No voy a narrar aquí mi zigzagueante (pero no infructuosa) búsqueda espiritual; lo cierto es que entre las ganas de creer en mensajes del más allá y el intelecto que me confronta con mi existencia terrenal, siempre elegí lo segundo. Nunca pude alinearme —no incondicionalmente— con ninguna comunidad instituida alrededor de una supuesta santidad. Y sin embargo, tampoco dudé en aceptar la invitación a conocer a Sri Sri Ravi Shankar, cuando estuvo en la Argentina en 2012. Casualmente, por esos mismos días se estrenaba en Estados Unidos Kumaré. NINGÚN GURÚ ES SAGRADO Unas palabras sobre Ravi Shankar. Es homónimo del músico indio y padre de Norah Jones, dato importante, ya que al buscar al gurú en Google podés, en el mejor de los casos, descubrir a esta cantante magnífica. En los treinta años que lleva de gira por el mundo, su ONG «Arte de vivir» se convirtió en la mayor del mundo. Tiene veinte millones de seguidores en más de ciento cincuenta países. Shankar fue nominado tres veces al Nobel de la paz. El año pasado, su evento «Argentina respira», un festival de meditación, atrajo a más de ciento cincuenta mil seguidores. Antes de su llegada yo también participé en uno de sus cursos, que se nos ofreció en exclusividad a un grupo de pe-
riodistas para que podamos experimentarlo en carne propia. Seguramente la vivencia nos iba a predisponer para una cobertura amorosa sobre la gran movida que se venía. Aprendí un método de respiración antiestrés que me sugirieron promover y así contagiar de felicidad a más seres y de este modo sumar mi granito de arena para desterrar la violencia del planeta. Incluso se lo impartieron a un exterrorista de Al Qaeda, que terminó por arrepentirse de sus crímenes. Todo es cuestión de sonreír más. Años antes había leído a Osho, que pregonaba algo similar. Ya muerto, el gurú de las modelos —como lo llamó Alejandro Rozitchner— me resultó un guía funcional a los padeceres de adolescentes tardíos y de fóbicos al compromiso. En sus libros, que fueron traducidos a más de cincuenta idiomas, Osho predicaba el amor libre. Cuando algunos de sus seguidores provocaron el primer ataque bioterrorista en Estados Unidos, Osho fue deportado a la India. Sus seguidores afirman que murió envenenado por los servicios de inteligencia. Tanto Shankar como Osho deben crédito a su gran inspirador: el Maharishi Mahesh Yogui. También oriundo de la India, el maestro diseñó una técnica de meditación a la que llamó trascendental. En los años sesenta la llevó a Estados Unidos y a Europa, donde sedujo a Mia Farrow y a los Beatles. Cuando Maharishi murió en 2009, a los noventa años, era el gurú de las celebrities: también Steve Jobs y Nacha Guevara, pionera del método en la Argentina, se cuentan entre sus admiradores. En cuanto a Kumaré, no menciona a los citados. Pero muestra a otros que declaran lo que para ellos significa ser un gurú. Está el que defiende la intimidad sexual entre maestros y seguidores; está el que se describe a sí mismo como único nexo entre sus discípulos y la divinidad. Algún discípulo explica que su acceso a todos los secretos de la consciencia universal se produjo cuando su mentor le apoyó el dedo en el entrecejo. El documental no juzga actos ni filosofías; ni siquiera indaga si las enseñanzas que pregonan estos gurúes son coherentes con sus vidas privadas. La impresión, según el mismo Gandhi explica, es que todos son falsos y que nadie realmente los necesita. Lo cual vuelve todavía más chocante el final imprevisto de su film.
NO SOY QUIEN USTEDES CREEN QUE SOY «El yoga —explica Gandhi en el documental— se ha transformado en la respuesta a todos nuestros problemas en Occidente y en una industria de cinco mil millones de dólares al año. Estados Unidos está abrazando la misma tradición que yo trato de esquivar». Pero también en la India percibió que la mayoría —si no todos— de los maestros espirituales que entrevistaba eran farsantes. Esta certeza lo convenció de ponerse en la piel de un falso profeta. Quería comprobar su hipótesis y dejar registro de sus resultados en un documental. Al volver a Estados Unidos se dejó crecer el pelo y la barba, adoptó el acento indio de su abuela y se convirtió en un gurú falso. Inventó sus propios movimientos de yoga. Inventó el u-a-ié —un mantra propio, de notable parecido gráfico al símbolo del om—, una técnica de meditación basada en la visualización de una luz azul y un set de mensajes motivadores que surgió de la traducción al sánscrito de dos conocidos eslóganes publicitarios «Just do it» (Nike) y «Be all you can be» (Ejército de los Estados Unidos). Compuso así su propia pseudofilosofía y la hizo accesible al mundo desde su sitio web. Ya podía lanzarse a conquistar el mercado de productos y servicios espirituales de quince millones de consumidores en Estados Unidos. De túnica naranja, descalzo y portando su tridente con el símbolo del u-a-ié, Gandhi se mudó a Phoenix, Arizona. Momentos inefables que captura el documental: conversaciones íntimas. Miradas de adoración. Gestos de respeto. A medida que los discípulos pierden pudor para develar dolor y dudas, se acrecienta la creencia en los superpoderes del gurú. Finalmente, Gandhi queda atrapado en su propio experimento: esa conexión profunda que muestra el documental, reconoce, fue lo más real que le pasó en la vida. «Cuando estaba en ese círculo con todos tomados de las manos —dice— me di cuenta de que en ese poco tiempo como Kumaré me había conectado más profundamente con la gente que en toda mi vida como Vikram».
¿A QUIÉN ENGAÑA? Durante todo el film se mantiene una intriga: ¿cómo reaccionarán sus seguidores cuando sepan que les vendieron humo? ¿Se largarán a llorar? ¿Lo cagarán a trompadas? ¿Lo demandarán? Cuando finalmente Gandhi les revela su verdadera identidad, solo cuatro de los catorce adeptos se ofenden. La mayoría, al contrario, sigue agradecida por las enseñanzas. Es más, logran llevar a cabo los planes que se habían propuesto, o al menos así se informa en los créditos finales. Una explicación para este final insólito estaría en el concepto de la disonancia cognitiva: según este modelo de la psicología social, cuando las teorías fallan la gente se inclina por buscar justificativos que sostengan la estructura explicativa sin que la hipótesis principal se desmorone. Otra explicación: Gandhi es víctima de su propia trampa. En su afán por revelar el truco del mago, termina por entender que en definitiva un maestro es quien se dispone con generosidad para quien lo escucha. Es aquel que nos permite proyectar sobre su imagen nuestras propias verdades interiores. Ninguna de las dos explicaciones me convence. Sin desmerecer este notable trabajo artístico y su producción, creo que el gran desconcertado termina siendo el espectador. Pero no cualquier espectador, porque aquellos que busquen disfrutar de una peli con buena fotografía, lindos paisajes, vestuario impactante y hasta chicas bien torneadas elongando en asanas dignas del Kamasutra, sin dudas se darán por satisfechos. Me refiero a aquellos que quedamos atrapados en las expectativas propias del formato documental y en su gran promesa: esclarecer la mecánica detrás del gurú. Esto no se devela nunca. Finalmente te das cuenta de que las conclusiones en verdad sirven para defender cualquier postura o su contrario. Porque su razonamiento es circular: no necesitamos gurúes ya que todos son falsos, pero resulta que aunque sean falsos sus enseñanzas nos sirven, así que no importa que sean falsos, porque en verdad nosotros somos nuestro propio gurú y todas las respuestas las tenemos en nuestro interior… En palabras de cuatro famosos discípulos: Help! x
(Literatura)
Carne cruda
Un relato de GONZALO GERARDIN Ilustra JUAN CRUZ BALIAN
S A
cá va un pedazo de violencia argentina. La mujer de un militar cuenta su historia. Elijo este cuento porque pasaron meses desde que Juan lo leyó en el taller y todavía me queda sonando la voz de esa mujer como si yo fuera el chofer a quien ella le habla. Todos los otros participantes del taller merecen también este espacio. El grupo de escritura de ficción que se armó en Orsai es indetenible. No dejen de pasar por la página «Que no te falle el verosímil» donde van apareciendo grandes cuentos de ese grupo de dementes, ilustrados por dibujantes del taller de Miguel Rep.
Pedro Mairal
i yo le cuento capaz que usted me entiende. Maneje tranquilo, no lo quiero distraer, usted escúcheme nomás y maneje que apurada no estoy. Una a esta edad acepta lo que viene, despacito, una cosa a la vez. Ya se pasaron las épocas de planificar a largo plazo. Hay que disfrutar de los pequeños placeres que quedan. ¿Le molesta si abro la ventanilla? Gracias. Estas manijas son un poco duras pero ahí está, un poquito nomás, para que entre el aire fresco. Está linda la noche. ¿Usted lo conoció a mi Eugenio? Personalmente, quiero decir. Los soldados rasos no lo conocen más que de vista pero veo que usted es un oficial. Capaz alguna vez tuvo el gusto de cenar con él. Se acordaría por ese ruido que hacía siempre al masticar, especialmente el asado. Le gustaba jugoso, casi crudo, un espanto. Y lo masticaba con la boca un poco abierta y eso que era más bien un hombre de boca cerrada. Hablaba poco aunque tenía una ternura ahí, como escondida, que yo a veces lograba sacarle. Como la vez que nos conocimos. Me lo presentó mi tía en una cena allá en Las Violetas, ella era amiga de no me acuerdo yo qué brigadier y por esos años cualquier tertulia era buena para buscar un pretendiente. No se asuste que no voy a entrar en detalles, si le cuento esto ahora es para que me entienda y porque charlar se puede charlar con cualquiera, pero lograr que a una la escuchen, no, qué esperanza. La cuestión es que ese día él cayó todo uniformado, una pinturita. Me lo presentaron al borde mismo de la mesa, antes de sentarnos, y apenas le dijeron mi nombre se apuró a besarme la mano y me corrió la silla. Imagínese la impresión que me causó a mí que no vengo justamente de cuna alta. Mi padre era inmigrante y mi familia se hizo desde abajo, trabajando, primero en el puerto y después con una carnicería que empezó a funcionar cada vez mejor, así,
hasta que bueno, para cuando a nosotros nos presentaron yo ya vestía alguna que otra cosita bien elegida, unas perlas auténticas que eran mi regalo de quince. Y él ahí, tan imponente, tan caballero corriéndome la silla a mí. Dígame dónde encuentra a un joven así en estos días, ya no quedan, y en ese entonces tampoco era tan fácil. ¿Qué pasaron? ¿Veinte años, veinticinco? Mire, ya perdí la cuenta. Nos enamoramos casi al instante, no íbamos a andar con vueltas. Y usted sabe, cuando uno se enamoraba entonces se casaba y se compraba una casa. Todo pagado con el trabajo de él, a mí nunca me pidió que mueva un pelo. Vivimos bien varios años. A mí me molestaba que hiciera eso del ruido y la carne cruda. Como la carnicería de mi padre era ya un frigorífico, todas las semanas llegaba un camioncito repleto de cortes para elegir que él iba y seleccionaba personalmente. Y cuando entraba a la casa llamaba a mi padre para agradecerle y decirle que no era necesario y que viniera a comer un asado pronto. Mi padre encantado venía y yo los tenía que ver, le digo, no era tanto la masticación sino que después le quedaban fibras metidas entre las muelas y se la pasaba toda la sobremesa rebuscando con la lengua para sacársela. No lo iba a encontrar nunca usando un escarbadientes, eso ni loco. Pero sí podía ver el bulto que se le hacía en los cachetes yendo y viniendo, frunciéndosele el entrecejo cuando se esforzaba por llegar a un lugar particularmente difícil. Y como siempre fue flaco, así medio chupado, se le notaba el doble. Mi padre hacía lo mismo, pero él era más bien rellenito y no se le notaba tanto. Una aprende a vivir con esas cosas. Conseguir un buen marido, alguien tan bien posicionado en la Fuerza, no es algo para despreciar por culpa de una maña tan triste pero tan humana. Abro un poquito más si no le molesta. Entra rico el viento de noche, hacía tiempo que no teníamos un invierno tan indulgente. ¡Mire, esa pizzería todavía existe! Nunca se lo hubiera imaginado, pero nosotros fuimos a comer ahí una vez también. Para ese entonces él ya era bastante conocido, no le digo como el Presidente, pero bastante. Lo hicimos casi como una aventura, todavía éramos jóvenes, no se imagina las caras cuando entramos. Hubo un par que se levantaron y se fueron, así de intolerante es la gente con los que no piensan como ellos. Pero
los mozos nos atendieron bien. Y mire cómo nos lleva todo a lo mismo que fue ahí cuando me propuso tener un hijo. ¿Sería tan amable de darme un cigarrillo? Hace añares que no fumo… gracias. ¿Fuego? Ahí está, gracias. Le decía, ahí me propuso lo de tener un hijo y yo no recuerdo una felicidad tan grande como la de ese día. Me dijo que todavía teníamos menos de cuarenta y que ahora el país estaba mejor y que su carrera iba en franco ascenso. Hicimos planes de mudarnos a un departamento más grande, sobre Libertador, seguro vamos a pasar por la puerta así que se lo muestro también. Yo le dije que sí a todo, porque en el fondo siempre fui una niña. Volvimos a casa y bueno, ocho meses después estábamos corriendo al hospital. Esa fue una experiencia que no me olvido. Los gritos, las contracciones, la partera, como si fuera hoy. Ni siquiera tuvimos tiempo de ir al Hospital Militar, a duras penas llegué consciente al Fernández porque Julito se empezó a anunciar cuando estábamos en lo de mi tía que vive ahí por Coronel Díaz. Fue tanto el esfuerzo que me desmayé. No lo vi a mi bebé hasta varias horas después. Cuando lo conocí ya estaba limpio, no lloraba, era un primor. ¿Usted es padre? No entiende la ilusión, el amor que a una le crece. Es como si de un día para el otro supiera que no hay nada más importante que la criatura esa que tiene en brazos y cuesta creer que hasta ayer nomás estaba adentro de la panza, todo entero ya, con pelitos en la cabeza todavía blanda. Pasaron los años y para mí fue como si no pasara nada. Mi marido iba y venía, cada vez más serio. Ascender, ascendió. Eso no se puede negar. Fue necesario cuando estalló la guerra. Ahí me preocupé, pero como a él no lo mandaban al frente y Julito tenía cuatro años la verdad es que no me quedaba tiempo para mucho. Empezamos a vernos poco, lo sentía entrar y salir cada tanto, llegaba cansado y apenas comía. Llegaba él y era un poco como si llegara el mundo de afuera, porque en la casa se vivía otra historia. Usted se preguntará si yo no salía, si no tenía amigas y claro, sí, pero con ellas una no hablaba de política ni de la guerra. Si cuando terminó casi no me di cuenta. Lo único que cambió fue que él empezó a estar más seguido, a pasar más tiempo con nosotros. Siempre con nosotros, casi nunca solo con Julito. Parecía que se olvidaba del hijo cada tanto, literalmente
se le olvidaba. Yo no le daba importancia, era su carácter. Es cierto que ya no era el muchacho tierno de Las Violetas exagerando las cortesías y con el uniforme pintadito, si hasta ya empezaba a echar una barriga redonda que no le coincidía con el cuerpo alto y flaco, pero cada vez se ponía más, cómo decirle, huraño. A mí no me molestaba. Me dejaba ser. Ah, mire qué cosa, la muchacha de la limpieza tiene llave y no alcancé a decirle que no venga. Pobre. Viene del norte ella, de ver a la familia, me dijo que llegaba a esta hora, como para dormir en casa porque a mí me gusta que los lunes empiece a trabajar temprano. Se va a encontrar con tanta gente… qué se le va a hacer. Las cosas por las que me preocupo ahora, qué vergüenza. En fin, le decía, se terminó la guerra y todo empezó a declinar de a poco. A él le recortaron el sueldo, tuvimos que vender la casa de fin de semana. Después se lo recortaron otra vez y ahí nos tuvimos que mudar a este departamento que usted conoció, y que es más chico, pero bueno, Julito pudo crecer bien ahí. Un poquito más ajustados, pero a él no le faltó nada. Fue a la mejor escuela, consiguió las mejores notas y por eso ahora está estudiando en el exterior. Ay, siempre es tan agradable salir de la ciudad. Cambia el aire, y las luces no te atosigan los ojos. Mire, ¿me convida otro cigarrillo? ¿No es un abuso, no? Gracias. El fuego de nuevo. Ahí, bien. Yo no digo que Julito sea un desagradecido, no, siempre tuvo su carácter también y está claro que lo heredó del padre. Pero cuando escribió esa carta desde Berlín se ve que estaba contrariado. Bueno, habrá estado furioso. Y es comprensible. Decía cosas muy fuertes en la carta. Que no iba a volver decía, y claro. Porque no era nuestro hijo decía, y ahí yo casi me muero. Explicaba largo y tendido que había encontrado con ayuda de una gente la historia sobre su vida, que nosotros le habíamos mentido. Mi hijo, mi propio hijo me decía que yo le había mentido, criatura. Por supuesto que no le creí. A quién se le puede ocurrir semejante barbaridad, semejante locura. Como si no hubiera estado yo en el hospital gritando de dolor el día que nació. Esas ideas se las habrían metido en la cabeza la gente con la que se juntaba en la universidad, pero yo le iba a explicar. Decidí esperarlo a Eugenio para que me ayude.
Vino tarde. Me dijo que había estado con ustedes, hablando, recordando las viejas épocas. Se sacó el gabán y lo dejó arriba de la silla. Fue hasta la heladera, se sirvió un pedazo de carne al horno y empezó a comerlo frío como estaba. Sentado en la cocina, descalzo, tomando vino y masticando con la boca abierta. El ruido una y otra vez, como un chasquido. Entonces fui y le pregunté. Le mostré la carta y le pedí que me ayude a entrar en razón a Julito que se nos había ido de las manos, no sé cómo ni cuándo. La leyó tranquilo. Después la dejó en la mesa. «Tiene razón» dijo y siguió comiendo. Como si no le importara nada. Yo casi me desmayo, imagínese, me tuve que sentar. Entonces él dejó de comer pero empezó a rebuscar con la lengua los pedacitos de carne triturada que se le habían incrustado entre los dientes, y mientras tanto me contó que el día del parto yo me desmayé y que el nene nació muerto. Me dijo que en ese momento no supo cómo decirme la verdad porque yo estaba tan ilusionada que me hubiera partido el corazón, si no fuera porque entonces le llegó el dato de un bebé que había quedado huérfano, ahí nomás se lo habían sacado justo a tiempo a una jovencita que había caído en un enfrentamiento. No sabía si tenía padre, pero si lo tenía seguro andaba prófugo. Entonces pensó que lo mejor era quedárnoslo, y cuando me desperté me lo dio y me dijo que era mío. Me acuerdo, «es tuyo» dijo. Ah, ya llegamos. Mire lo que son estos árboles, que entrada más bonita. Una sola vez vine hasta acá, para una ceremonia cuando lo nombraron coronel. En fin. ¿Qué le voy a decir? Acortemos la historia. Hice lo que debía. Lo que la situación demandaba. Si no había hijo, no había marido, no había nada. Yo quería vivir una vida pero no cualquier vida. Quería criar a mi hijo y el tipo este me encajó a un huerfanito de sangre sucia como a una nena a la que le compran otro perro porque se le perdió el primero y le dicen que lo encontraron y que es el mismo. ¿Cómo piensa que me lo voy a tomar? Veintitrés años me mintieron, mire cómo recuperé la cuenta. No, si yo memoria tengo. Lo que pasa es que piensan que una es tarada. Ya me bajo, ya me bajo, le termino el asunto acá: usé una pistola de él, la que guardaba en el cajón del estudio. La tenía siempre cargada. Por las dudas que pase algo. x
(Cr贸nica narrativa)
Pancho el
sobreviviente Una cr贸nica de TOM WICHTER Ilustra GUILLERMO ORTIZ
E E
n abril, cuando empezó el taller, pedí a los chicos que mandaran los sumarios con los temas sobre los que querían trabajar en profundidad a lo largo del trimestre, y de todas las salvedades que hice hubo una que ahora tiene sentido mencionar: pedí que no propusieran «la historia de la abuela» —todos tenemos a mano un abuelo con algo para contar— y que apostaran a relatos con mayor ambición periodística. Algunos días después, con la cola entre las patas, Tom Wichter me mandó un sumario y encabezó el mail con la siguiente frase: «Todo lo que pediste o sugeriste encajó con mi idea, salvo un ítem: “No me manden la historia de su abuela”. Aunque me tengo fe igual». Con esta apuesta comenzó el trabajo sobre una historia a la que —Tom tenía razón— valió la pena ponerle fichas. En «Pancho, el sobreviviente» Tom habla de su abuelo, Francisco Wichter, el único argentino que estuvo en la lista de Schindler y un hombre cuya vida pública y mediática dio un vuelco luego del estreno de la película de Steven Spielberg. Y lo hace —y esto probablemente sea lo más interesante— desde un punto de vista que difícilmente pueda encontrarse en otro texto sobre víctimas del Holocausto o de cualquier otra tragedia social. Tom habla de su abuelo con ternura pero a la vez con una gran incorrección política, y trata de entender, mediante un relato familiar que recuerda por momentos a las películas de Ana Katz, qué complejidades rondan la cabeza de un sobreviviente. ¿Es posible «comer» de la tragedia? Lo que sigue es el incómodo relato de una búsqueda, y acaso también una respuesta. Josefina Licitra
stoy acostumbrado a acompañar a mi abuelo a sus charlas sobre el Holocausto. Lo vengo haciendo desde que tengo memoria. Prolijamente abrochado, interlineado doble y letra dieciséis, Pancho lleva su discurso en un sobre color madera que no suelta durante todo el evento. Lo lleva en su mano izquierda porque la otra la usa para estrecharla a sus fanáticos: personas de tercera edad, o en vísperas de serlo, que durante la exposición acompañan sus palabras con el ceño fruncido y asintiendo con la cabeza. Algunos, los más cholulos y emocionados, lo saludan personalmente: lo felicitan por su valentía, le agradecen el heroísmo. Pancho suele adivinar los elogios en la expresión de sus rostros. Porque conoce el paño y porque desde hace unos años, aunque no lo admita, ya no escucha como antes. Más allá de esto hubo una vez, en 2012, en el que todo este folclore reiterado en los distintos homenajes se vio interrumpido por un hecho inédito. Fue en el club Hebraica. En uno de los tantos reconocimientos de la comunidad judía, mi abuelo se sentó entre Daniel Rafecas y Max Berliner. El primero era juez federal, reconocido en el ambiente de las instituciones judías por sus estudios académicos sobre el Holocausto, la discriminación y los Derechos Humanos. El otro era un actor que entonces tenía noventa y tres años y hacía teatro desde los cinco. Desde hacía un tiempo el país se había encariñado con él cuando la televisión lo había mostrado colgado de un pasamanos en una publicidad de un remedio contra el reuma; y por esa persistente simpatía ese día en Hebraica estaba por recibir un premio. Pancho, mi abuelo, conocía la trayectoria de Berliner pero sabía muy bien que el lobby iba por otro lado. Mientras yo insistía en fotografiar a mi abuelo con el cómico, Pancho le metía fichas a Rafecas. Preparaba el terreno para encararlo al final del evento. Quería regalarle un libro. Su libro. Lo logró. Pancho habló unos minutos con Rafecas, y cuando el monólogo no daba para más sacó un tarjetero de metal que yo nunca había visto y le entregó una tarjeta. De todo lo que había sucedido en ese evento, Berliner y el tarjetero habían sido lo novedoso. Bastante adrenalina para lo que suele ser un homenaje a un sobreviviente de la Segunda Guerra Mundial.
Nos fuimos. Ni bien llegáramos a su casa, dijo Pancho en el taxi de regreso, él le firmaría a Rafecas un ejemplar de su libro y yo sería el responsable de que llegara a manos del juez. Entendido. Pero mientras Pancho me dictaba una y otra vez esas sencillas instrucciones, mi cabeza rebobinaba la escena en la que su mano arrugada le extendía una tarjeta a Rafecas. Hasta ese momento conocía muchas cosas de mi abuelo: su historia, su libro, su familia, sus estrategias para jugar burako, sus silencios, su lenguaje gestual. Pero nunca había visto su tarjeta personal, esa especie de credencial que él evidentemente entregaba a intendentes, dirigentes, gobernadores, presidentes (Fernando De La Rua, Néstor Kirchner) y viejos cholulos. Todos se habían llevado una primera impresión de mi abuelo a través de una tarjeta que yo no había visto jamás. Intuí que ese papel escondía una revelación. No me equivoqué. Cuando mis abuelos y yo entramos al departamento, Pancho se fue a poner sus pantuflas y mi abuela se fue a buscar la torta que venía prometiendo desde el taxi de ida. Por su carácter obsesivo, aun sin saber si lo había guardado y mucho menos en dónde, abrí el cajón en el que suponía que mi abuelo colocaba el tarjetero. Ahí estaba. Tomé la caja metálica, saqué una tarjeta y —sin imaginarlo— quedé de cara al relato que mi abuelo había generado en torno a su pasado. En el cartón no decía «abuelo», ni «jubilado», ni «presidente de la asociación de víctimas del Holocausto». En su lugar decía: «Francisco Wichter, Sobreviviente de la Lista de Schindler». Así se presenta mi abuelo ante el mundo.
A
los dos días del descubrimiento de esa tarjeta fui a almorzar a su casa. Como siempre que los visito, mi desayuno fue liviano porque sé que el desafío gastronómico suele ser exigente. Una plancha de ravioles y un bife. Tallarines caseros y una pechuga de pollo. Una fuente de ñoquis y tres milanesas. Para Hinda, mi abuela, la carne es apenas una guarnición. Más cuando me quiere alimentar a mí. Con su acento idish y arrastrando la «erre» como únicos síntomas de inmigración, Hinda me pasea por su triángulo de preocupaciones: mi trabajo, sus dolores, algún bisnieto. Mientras lo hace, y yo como, mi abuela me mira fijo.
Pancho también, pero al menos no a los ojos. Él es el principal cómplice de esos banquetes de mediodía que me dejan drogado. Desde que ella apoya los platos frente a mí, él no se aleja más que los tres metros que separan a la mesa de la esponja y el detergente. Su misión es que no pase más de un minuto entre mi último ñoqui y el retiro de platos, fuente, cubiertos y vaso. Los dejo hacer. Rituales como estos sobran en ese departamento de Villa Crespo. Para dormir la siesta, para jugar al burako, o para discutir en idish o castellano siempre hay que seguir una norma del hogar. Hinda y Pancho responden fanáticamente al estereotipo de la pareja de abuelos judíos. Él obsesivo, ella culposa. Él lector, ella atenta todas las tardes al programa de Jorge Rial. —Chismes y más chismes que no interesan —se queja Pancho con su gesto más clásico: la mano abierta barriendo el aire de arriba hacia abajo, como si espantara la mosca de la frivolidad. El departamento también cumple con la escenografía de hogar judío que tan bien se representó en la tira Graduados. Repleto de cuadros levemente torcidos, manteles opacos y sillones de cuero con cobertores, el living-comedor no exhibe más símbolos religiosos que un par de candelabros, uno vacío y otro con velas de shabat sin estrenar. Un mueble extiende tres metros de portarretratos con fotos de la familia. Desde la mamá de Pancho hasta sus siete bisnietos y los nietos con sus parejas. Solo faltamos un primo —casado pero sin hijos— y yo, el soltero. En el medio de esa línea del tiempo fotográfica descansa lo que ellos llaman «los premios de Pancho». «Al señor Francisco Wichter, único sobreviviente de la lista de Schindler en Argentina», se lee en una bandeja con madera tallada que firma la Cámara de Diputados de la Provincia de Salta. También aparecen «premios» de la Universidad del Litoral, AMIA, Comunidad Judía de Mendoza. Los miro. Mi «premio» favorito es una medalla del Concejo Deliberante de Mar del Plata con una ola de mar dibujada en el dorso. El que más me choca es uno de un Liceo Militar que dice: «Orden, disciplina, perfección». De eso mi abuelo ya tuvo bastante.
L
a historia política de mi abuelo empezó en 1943. Ese año, Francisco, quien en ese mo-
mento se llamaba Faivel, decidió entrar a Budzin, uno de los tantos campos de concentración que había conocido. Allí se sentía más seguro que escondido en los bosques polacos —si lo encontraban el fusilamiento estaba garantizado— y más a salvo que en Poniatov, un campo con detenidos bien alimentados, jardín de infantes y conciertos para los presos que intuyó que era una trampa (y tenía razón). En Budzin la policía interna —y judía— del campo rápidamente le asignó un rol: hombre de reserva. Cada vez que se escapaba un «obrero», la orden del comandante nazi era fusilar a otros diez en castigo. Entonces, cuando se producía una fuga, Francisco se sumaba a las filas de prisioneros para que el recuento diera el mismo número que en la jornada anterior. Mientras tanto, era ocultado en un calabozo oscuro junto con otros compañeros que habían llegado allí por distintos delitos considerados «graves», como ingresar comida al campo. Se fue sumando gente al calabozo hasta llegar a once. Hasta que una tarde les ordenaron salir. Diez personas salieron ansiosas del encierro, pero Faivel se quedó. Ni hoy sabe por qué lo hizo. En la oscuridad nadie se dio cuenta de que alguien permanecía allí dentro. La puerta se cerró y no pasó un gramo más de comida. Al tercer día se acercó al único cono de claridad de la celda y observó un caño y tres llaves. Por instinto, por hacer algo, se puso en puntas de pie y giró dos llaves antes de que su debilidad lo arrojara al suelo. Al mediodía siguiente la puerta se abrió y asomaron dos plomeros y un policía judío. Alguien había abierto una llave que no debía y la cloaca del campo desbordaba. Eso le contaron a Faivel. Eso y lo otro: sus diez compañeros habían sido fusilados un par de horas después de la salida del calabozo. Un judío se había fugado del campo. Gracias a varias casualidades como estas, los últimos meses de la guerra encontraron a Faivel vivo y en una atípica fábrica en Checoslovaquia. Allí, un empresario alemán se dedicaba a salvar judíos. Faivel estuvo entre ellos. Terminada la guerra, sin casa y sin familia —como casi todos—, deambuló por varios campos de refugiados y se acercó a instituciones que llevaban sobrevivientes a la entonces Palestina. Pero Faivel se abrió de ese camino porque la opción no le parecía segura. Así fue que se hizo amigo de un judío que también intentaba empezar de nuevo, y con él un día llegó a Italia.
Allí conoció a la prima de su amigo. Era Hinda, otra sobreviviente.
E
n algunos aspectos, el final de la guerra fue tan caótico como su desarrollo. Los sobrevivientes del Holocausto deambularon por Europa escapando de violaciones del ejército soviético, milicias nacionalistas polacas y acciones civiles de quienes no querían devolver las casas confiscadas a dueños judíos. A esas persecuciones —que siguieron incluso luego de la rendición nazi— en la jerga paisana se las llama «pogrom»: un término ruso que significa «devastación» y que refiere al linchamiento y ataque masivo sobre un grupo social por razones étnicas o religiosas. El pogrom contra los judíos ya había sido un clásico de siglos anteriores, y a mediados del siglo veinte reencarnó con la misma excusa: un grupo de agitadores largó el rumor de que las decenas de sobrevivientes que deambulaban en Rzeszov habían matado a un niño cristiano y habían usado su sangre para elaborar pan ácimo. Para escapar de las piedras y los palos de uno de esos pogroms, Hinda y un grupo de cincuenta sobrevivientes de la guerra se subieron a un tren rumbo a Cracovia. La primera parada del tren fue Tarnov, y allí fue detenido el contingente. Los retuvieron en un galpón, e Hinda ocupó el único banquito que había en el lugar. Se puso a charlar con una sobreviviente de Auschwitz, el campo de concentración más famoso del Holocausto. Entraron en confianza y después de un rato Hinda le ofreció el asiento. La otra mujer aceptó. De puro chusma, un miliciano polaco que custodiaba el grupo se acercó a escuchar de qué hablaban las dos chicas, y por accidente se le disparó el fusil. La del asiento murió en el acto. Hinda ya había esquivado la muerte otras veces. Nunca había estado en un campo de concentración porque sus rasgos físicos la hacían parecer aria y de esa manera había conseguido un documento falso. Así, había soportado la guerra trabajando de empleada doméstica en hogares que la sospechaban judía, hasta que un día escapó porque sus empleadores la habían denunciado. Finalizada la guerra, quiso volver a su casa. Pero en su antiguo hogar no encontró más que amenazas de muerte y así fue que desde entonces inició su vida de refugiada como cualquier otro sobreviviente. En ese camino, la casualidad la
cruzó con un primo y gracias a él conoció a Faivel, con quien se casó en abril de 1947 en Roma. Reconstruyeron sus vidas con dos hijos, seis nietos y siete bisnietos. Y una épica para contar.
M
edio siglo después, en la década de 1990, mi abuelo aprendió a contar su historia y cada vez más gente empezó a querer escucharla. Noté eso a los diez u once años, una noche en mi casa de Bahía Blanca, cuando minutos antes de la cena familiar alguien encendió la tele. Seguramente mis viejos querían ver Telenoche y yo otra cosa, no lo recuerdo, pero sí puedo asegurar cierto clima de rutina hasta que en el medio de un zapping mi viejo se agarró la cabeza con las dos manos. Todos acompañamos el susto con los ojos clavados en la pantalla. Pancho era dueño del primer plano. No miraba a cámara, seguramente no sabía que lo estaban filmando ya que todavía estaba detrás de escena. Mientras lo ponchaban, la voz de Mauro Viale anticipaba una entrevista exclusiva con el único sobreviviente argentino de la fábrica de Oskar Schindler. Esa sería la época de mayor exposición de mi abuelo, y coincidía con la de Samantha Farjat y Natalia Denegri, figuras de una década complicada de la televisión argentina. Mucho ruido y poca ropa, Samantha y Natalia se hicieron populares en 1996 a partir del caso Coppola —representante de Maradona—, a quien la policía le había encontrado un jarrón con medio kilo de cocaína. Mientras Coppola estaba preso, Mauro Viale la juntó en pala gracias a estos dos personajes: las hizo pelearse en cámara, las hizo besarse, e inspiró a Machito Ponce a componer una canción que decía «Samantha, toda la noche se la aguanta». Natalia también llegó a la música, en su caso con voz propia, para difundir por todo el país su «Quién me la puso, quién me la puso, es lo que quiero saber», un estribillo que jugaba con el doble sentido: su reclamo de inocencia en la causa del jarrón y su fama de reventada. En ese mismo programa en el que Natalia solía cantar, mi abuelo estaba por dar una entrevista. Y aunque la producción había tenido la delicadeza de que fuera un mano a mano, sin los panelistas habituales del programa —Samantha, Natalia, abogados, testigos encubiertos y hasta personajes de Titanes en el Ring—, el
hecho fue motivo suficiente para que mi viejo se agarrara la cabeza. Claro mi abuelo tuvo apariciones en la prensa mucho más felices que aquella. Después de años de esconder su historia, Pancho empezó a sentirse reconocido como nunca en su vida, así fuera a través de un dibujo de Rep en Página/12 o en el zoológico que inventó Mauro Viale. «Digan lo que digan, Schindler se portó bien» tituló El Cronista. «Schindler´s List survivor tells family tale» se leyó en el Buenos Aires Herald. «No existió la suerte ni el heroísmo, solo las circunstancias me salvaron» publicó La Capital de Mar del Plata. «El hombre que se salvó por la lista de Schindler» lo presentó La Nación. Paseó por todas las redacciones de Buenos Aires y fue personaje de tapa en varios diarios del interior que aprovecharon su visita. Estuvo en decenas de programas de radio y televisión, a veces junto a su amiga Emilie Schindler, y empezó a construir un legado. Así como el relato familiar —una historia de persecuciones y asesinatos— fue el legado de su madre hacia él, el de él hacia el mundo sería la edición de un libro y una carpeta azul. En ella hoy guarda todas sus apariciones en prensa gráfica. No sabe a quién dejársela.
—E
staba muy contento por haber ido al programa de Mauro Viale, de lo más visto en el país en ese momento. Pero a los pocos días se suicidó —o lo mataron, no sé— Alfredo Yabrán. «Justo ahora» dijo Francisco, medio en chiste y medio en serio. Es que si Yabrán no se hubiera suicidado en ese momento, Francisco se hubiera mantenido en los programas principales un tiempo más, y hasta el libro se hubiera vendido mejor. La que habla es Elsa Drucaroff, escritora de profesión y editora de Undécimo Mandamiento, el libro que mi abuelo decidió escribir luego de ver La Lista de Schindler. Elsa es la testigo más directa del segundo momento bisagra —después de la guerra— de la vida de Francisco: el lanzamiento del libro; un hecho posiblemente tan importante para él como el nacimiento de cualquier hijo o nieto. No es una ironía. La posibilidad de contar su historia hizo que mi abuelo hablara sobre los episodios más trascendentes de su adolescencia por primera vez en casi setenta años de vida.
Antes todo había sido silencio, o casi. Cuando mi abuelo llegó a la Argentina un empleado público decidió que Faivel pasaría a llamarse Francisco, y ese cambio de nombre enterró temporalmente el pasado. Francisco no hablaba de los derroteros de Faivel. Sin ir más lejos, la primera vez que mi viejo —su hijo— escuchó el apellido Schindler —por dar un ejemplo— fue a los cuarenta años, es decir en 1993, con el estreno de la película. Hasta entonces mi abuelo no era más que un sobreviviente de la guerra llegado al país a mediados del siglo veinte. Francisco e Hinda llegaron a Argentina en 1947, al poco tiempo de casarse. Eligieron este país por unos tíos de él que habían abandonado Polonia antes de la guerra y se habían instalado en un conventillo en Parque Patricios. —¿Vos sabés cómo murió tu madre? —le preguntó Francisco a su tía para cortar una inercia insoportable. Pero ella respondió con una mirada triste y nada más. Ese silencio fue una marca de la que Francisco pronto se apropió. Él tampoco volvería a hablar mucho del tema. Ni con su descendencia ni con nadie. En esos días de mediados de siglo, ninguno sabía cómo tratar al otro y la convivencia no fue fácil. Ni en ese conventillo, ni en el resto de la comunidad judía que recibió sobrevivientes y no supo cómo tratarlos. Eso generó división. Estaban los amarillos, los maduros; y los verdes, los inmaduros que debían pagar derecho de piso. —Vos sos verde y querés saber más que yo —acusó el tío a Francisco en una discusión de tantas. La adaptación de verdes y amarillos fue traumática para ambos bandos, pero eso no impidió que todos pusieran huevo para salir adelante. Con lo que recordaba de su padre zapatero, Francisco se inició en el mismo oficio. Hinda había trabajado en la industria textil durante la guerra y siguió en ese rubro. En diez o quince años de mucho laburo, ya con dos hijos —mi viejo y su hermano, que falleció en 1979 por un derrame cerebral—, la pareja se acomodó económicamente. Esta etapa de sus vidas siempre me llamó la atención. Sin un peso y con una mochila llena de traumas sin tratar, en menos de dos décadas el matrimonio estabilizó sus cuentas. Y bastante bien. Gacela Sport, el negocio de artículos de cuero que instalaron en Uruguay al 300, fue un proveedor de ropa de los sesenta y setenta para
clase media-alta, incluyendo algunos famosos. Allí Jorge Porcel consiguió su talle especial para gordos y también el sindicalista José Ignacio Rucci compró sus camperas, esas prendas que ante la opinión pública lo convirtieron en el primer gran burócrata de la CGT. «¿La campera? Me costó veinticinco lucas. Un Lujo de Secretario General» dijo a la revista Primera Plana y desató el escándalo dentro de la clase trabajadora. ¿La guerra? Poco y nada. Los hijos se casaron, aparecieron los primeros nietos y el horror quedaba atrás. Hasta una tarde de 1993 en la que Pancho se enteró de que Spielberg estaba preparando una película sobre la historia de mil doscientos sobrevivientes del Holocausto, dentro de los cuáles estaba él. «Me gustaría que leas este libro» le dijo Pancho a mi viejo antes del estreno de la película. El libro era El Arca de Schindler, de Thomas Keneally, obra sobre la que se había basado el film. Sin escucharlo directamente de la boca de Pancho, ahí la familia supo que había algo más para contar. Para mi abuelo había llegado el momento de hablar, y decidió que no iba a hacerlo solo en la mesa de su casa sino ante todos los que quisieran escucharlo. —Voy a escribir un libro —se dijo. La decisión estaba tomada. Empezó con unas veinticinco hojas escritas a mano, y con ese comienzo recurrió a Elsa Drucaroff. Yo tenía siete años así que no recordaba ni el nombre de la editora, pero sabía que a partir de ella iba a conocer, con ojos adultos, al Pancho de mi infancia. —Francisco me contó que no había podido dormir las noches anteriores y posteriores al estreno de La Lista de Schindler, y que ahí decidió volcar por escrito todas las imágenes que se le pasaban por la cabeza —recuerda Elsa sobre el origen de Undécimo Mandamiento. El título está inspirado en la escena en la que Francisco se despide de su madre, y esta le ruega que sobreviva y cuente su historia. El undécimo mandamiento es sobrevivir y contar. El insomnio no terminó con la decisión de escribir el libro. Según Elsa, la forma de escupir sus recuerdos más profundos tenía momentos de una fuerza narrativa perfecta y otros en los que no se entendía nada. Generalmente, cuando no podía seguir el hilo era cuando refrescaba los momentos más terribles. —Se ponía a trastabillar cuando tenía que
contar situaciones delicadas. Cuando trabajamos la parte del fusilamiento de su padre (un día llegó una citación judicial: fue detenido y sentenciado a muerte por un jurado inventado por el nazismo para asesinar bajo el amparo del Derecho) yo me daba cuenta de que sufría. Le ofrecía dejarlo para más adelante y me decía: «No, no lo dejamos, esto hay que contarlo». Y lo hizo en las casi doscientas páginas que cada tanto vuelvo a leer. Pero a los trece, dieciocho, veintidós y veinticinco años me pasó lo mismo: nunca escuché ahí la voz de Pancho. En el papel no aparecen los mismos tonos de sus discursos en AMIA, Hebraica, el teatro Coliseo o los almuerzos en su departamento. Sospechaba que Elsa le había hecho decir cosas que Pancho jamás diría, o de una forma que no lo representaba, como había visto en tantos artículos de esa carpeta azul en las que sus declaraciones sugieren la solemnidad de un político o académico, pero nunca de mi abuelo. ¿El Pancho que hace un tiempo me encontró en la calle charlando con un amigo y se metió en la conversación para contarle su historia es el mismo que inició su libro con una explicación del contexto histórico de Polonia desde el siglo doce? ¿El irritable abuelo que no soporta la escasez de comodines en el burako es también el que matiza entre las virtudes y defectos de Oskar Schindler con un espíritu constructivo inédito en la familia? —Empezó contando la situación de los judíos en Polonia como si quisiera, con muy buen criterio, introducir el contexto social y político. Fue algo que él necesitó empezar a contar, incluso cuando escribió a mano. Fue idea de él, y eso habla de una lucidez muy grande. No se consideraba una víctima individual, sino que había una idea clara del fenómeno histórico y político. Elsa me cagó. Sin que le preguntara, me destacó esa escena y me hizo entender, además de que soy un periodista prejuicioso, que Pancho tiene la misma pasión por el detalle histórico que cualquier viejo que supera los ochenta años. Qué bueno —pensé—, en esto Pancho se parece a cualquier otro abuelo.
S
us exposiciones públicas nunca me conmovieron especialmente. Desde muy chico conozco la cocina de esos discursos que alguna vez yo mismo edité, y su repetición me achanchó el corazón. Me crie leyendo y escuchando la serie
de casualidades que le permitieron sobrevivir a mi abuelo durante la Segunda Guerra Mundial y su experiencia en la fábrica de Oskar Schindler. Pero todos en algún momento nos cansamos de las historias de grandes. Mi promedio de asistencia a sus charlas debe ser de un acto por año, aunque estoy seguro de que a Pancho le hubiera gustado de parte de sus nietos otro compromiso con la causa. Otra emoción, como la de su público, y que alguien agarrara la bandera de su historia para calcarla en las generaciones futuras. Pero no tuvo suerte: dos hijos y cinco nietos, todos varones, heredaron el gen Wichter previo al libro: secos, poco expresivos, bailamos en caso de extrema borrachera y nos abrazamos únicamente cuando Olimpo mete un gol importante. Jamás lloraríamos con una película, y menos con una que conocemos de memoria. Hace rato que Pancho abandonó esa lucha. Y, como cada vez que lo necesitó en su vida, le buscó la vuelta: encontró una nieta sustituta. Alguien que lo visita frecuentemente y se emociona con su historia al mismo tiempo. Se llama Magalí, es fotoperiodista y tiene veintiún años. Desde chica se sensibilizó con los relatos de la Segunda Guerra Mundial, hasta que un día pudo conocer a un testigo directo. —Siempre quise hacer algo relacionado con el Holocausto, lo sentía como un legado hacia la comunidad. Y dentro de una materia de fotoperiodismo había que contar una historia. Unos días después escuché a Francisco en el Teatro Coliseo en un acto de Iom Hashoa y dije: «Este es mi sobreviviente». Aunque esa última frase me impactó, por suerte Magalí no es la fanática freak que había imaginado antes de la entrevista. En definitiva, con su cara de nena, fue la elegida por mi abuelo para viajar a unas charlas en Tucumán, y la responsable de contactarse con mi viejo para avisar que habían llegado bien. A través de ella y de sus fotos pude entender un poco más el fenómeno que genera Pancho. Y con ello, pude entender a mi abuelo también. Al considerarla una nieta sustituta, al minuto de encender el grabador parecíamos dos primos que se vieron pocas veces en la vida y que por eso se manejan con poca confianza. Le consulté sobre su relación con mis abuelos, pero también charlamos sobre el sobreviviente mediático y el mundo que lo rodea, terreno al que
no sabía de antemano si iba a poder acceder. Magalí me contó, por ejemplo, la diferencia entre el público de Tucumán y el de Capital Federal. —La diferencia es que en Tucumán no hay más sobrevivientes. Cuando entramos a la escuela de la comunidad judía de Tucumán, pasamos por la ventana de un aula y unos chicos empezaron a gritar por la ventana «¡Ahí está el sobreviviente!». Claro, en Buenos Aires los chicos se acercan a saludar con otra confianza. Gracias a Dios en Capital todavía quedan sobrevivientes y existe la oportunidad de escucharlos. Magalí me describió otros secretos del backstage. Me dijo que a los adolescentes, más que un discurso, les atrapa la experiencia de estar con un sobreviviente «ay, sacame una foto, me piden»; y puntualizó sobre los momentos del discurso donde el público suele emocionarse con mayor intensidad: —El momento que más emociona a la gente es cuando relata la escena del calabozo y las llaves, o cuando ve a su mamá por última vez. A veces lo cuenta al principio y a veces más en el medio. Ahí se gana al público, y vuelve a emocionar al final cuando cuenta que se casó, tuvo hijos y nietos. Son los dos momentos que pegan. Respecto a Hinda, Magalí también agudizó su mirada. Al igual que con Elsa hace varios años, mi abuela no quería saber nada con Magalí y no participaba de las charlas. Pero a fuerza de una torta y un par de partidos de burako, Magalí se ganó su confianza y se quieren mucho. Hinda —una bobe, al fin y al cabo— le cuenta sobre sus nietos y bisnietos. Ese es su rol: contar lo que pasó después de la guerra. Para el antes y el durante está su compañero de casi toda la vida. Igual en esta simpática relación entre Magalí y mis abuelos hay gato encerrado. A espaldas de Magalí, la militancia de Hinda va por otro lado. Si bien el cariño hacia la nieta sustituta es genuino, lo que más le interesa a mi abuela es presentarme a Magalí para hacernos un lugar en el mueble de nietos y bisnietos. —Tenés que casarte antes de que me muera —me apura, sin éxito.
M
is abuelos, como buena parte de los jubilados, necesitan ocupar su tiempo de algún modo. En el caso de Pancho, profundizó su participación en la asociación de sobrevivientes del Holocausto y desde hace años es el encargado del discurso principal en cada uno de los
actos comunitarios. Nietos, periodistas, Magalí, instituciones: cuando alguien llama, el teléfono es siempre para Pancho. Uno de los últimos llamados fue de la oficina de Claudio Avruj, subsecretario de Derechos Humanos del Gobierno de la Ciudad de Buenos Aires. Le dijeron a Pancho que querían declararlo «ciudadano ilustre» o algo por el estilo. Y será, según se lee en la invitación oficial, «algo por el estilo»: el dieciséis de octubre. Dos semanas después del momento en el que cierro este texto, iremos hijo, nietos y bisnietos —y Magalí, claro— a la Legislatura porteña. Allí le entregarán a Pancho un Diploma de Honor como Personalidad Destacada de los Derechos Humanos de la Ciudad, y mi abuelo retribuirá el gesto con la donación de ciento cincuenta libros de su autoría recién salidos de la imprenta. Ahora, a quince días del evento y a seis kilómetros de la casa de Pancho e Hinda, me tomo el 93 pensando en lo que significa este evento para mi abuelo, y en cómo hacer para contar esta historia. Me agobian las dudas y la precariedad de mi cuaderno de apuntes, y decido amenizar el viaje con un libro. Esta mañana encontré en casa El Libro de Arena, de Borges, a quien no leía desde la secundaria. Arranca así: «El hecho ocurrió en el mes de febrero de 1969, al norte de Boston, en Cambridge. No lo escribí inmediatamente porque mi primer propósito fue olvidarlo, para no perder la razón. Ahora, en 1972, pienso que si lo escribo, los otros lo leerán como un cuento y, con los años, lo será tal vez para mí». Cierro el libro. Agarro el celular, busco «Pancho» en la agenda de contactos, llamo a su teléfono móvil y me atiende mi abuela. —Es Tom —escucho que dice incluso antes de llevarse el teléfono a la oreja. Tras las preguntas de rutina le pregunto si Pancho tiene prevista alguna charla durante los próximos días. Ella me dice que por ahora no. —Ya está grande para estas cosas —se queja Hinda. No es la primera vez que lo dice, pero su enojo no es más que parte de un protocolo que todos sabemos de memoria. Pancho es feliz con esta —no tan— nueva vida y mi abuela es feliz con Pancho feliz. Eso son, al fin y al cabo: dos viejos felices y simbióticos dueños de un futuro que jamás soñaron cuando eran adolescentes y que significa ahora, al menos para mí, la mayor victoria de ambos. x
233 ARTISTAS EN ORSAI
GUÍA DEFINITIVA DE COLABORADORES
Este listado, que puede parecer una guía telefónica de autores e ilustradores hispanoamericanos, es en realidad una forma de agradecer la pasión por el trabajo. Compartimos esta revista con estos doscientos treinta y tres colegas y amigos. La calidad no hubiera sido posible sin ellos. Acosta Matías
Alemandi Ángeles
Balian Juan Cruz
Agrimbau Diego
Almada Selva
Buenos Aires, 1975 Guionista. Escribió el guion de «Halloween, 1938» para Orsai N9.
Entre Ríos, 1972 Narradora. Participó con un cuento en la última edición de Orsai N16.
Barizzoni Leo
Agudelo Diego
Almazán Alejandro
Quindío, 1980 Ilustrador. Dibujó en Orsai N2 el ensayo «¿Un nuevo idilio eterno?».
Ciudad de México, 1971 Periodista. Escribió la crónica «México maltratado» para Orsai N11.
Barón Rojo, El Nombre secreto
Aguirre Carolina
Altuna Horacio
Buenos Aires, 1978 Escritora. Colaboró en Orsai N1, en las Orsai de 2012 y parte de 2013.
Córdoba, 1941 Guionista y dibujante. Colaboró en Orsai N1, N7 y en todas las de 2013.
Barrejón Sergio
Aguirre Lucas
Amengual Lorenzo
Córdoba, 1979 Artista plástico. Ilustró «Personajes imaginarios» en Orsai N3.
Córdoba, 1939 Arquitecto y humorista gráfico. Ilustró «Black Jack» en Orsai N12.
Bauer Lula
Aguirre Max
Aranda Carlos
Buenos Aires, 1971 Ilustrador, historietista. Colaboró en Orsai N4 y en Orsai N9.
@Cararanda Creativo, twittero. Sus frases al pie aparecieron en las Orsai N10, N12 y N13.
Bayer Edu
Aidt Naja Maria
Azcueta Ignacio
Groenlandia, 1963 Escritora. Su cuento «Bulbjerg» se publicó en Orsai N13.
Necochea, 1989 Narrador, traductor. Tradujo un cuento del danés en la edición N13 de Orsai.
Bellatin Mario
Aimar Gustavo
Bageant Joe
Ben Cattan Federico
Paysandú, 1980 Ilustrador. Dibujó «Comunicación de crisis» en Orsai N4.
Buenos Aires, 1973 Ilustrador y artista plástico. Sus dibujos se ven en «Cartas», Orsai N4.
Santa Fe, 1981 Narradora. Participó con una crónica narrativa en la edición de Orsai N16.
Virginia (1946-2011) Periodista y escritor. Publicamos su último ensayo sobre EE.UU. en Orsai N9.
Buenos Aires, 1984 Narrador, alumno de los Masters Orsai. Su trabajo fue publicado en Orsai N16.
Montevideo, 1971 Fotógrafo. Colaboró en «Mujica, el presidente imposible» en Orsai N2.
@ElBaronRojo Creativo, twittero. Sus frases al pie aparecieron en la Orsai N3.
Madrid, 1973 Guionista. En Orsai N1 dio anticonsejos a los futuros guionistas.
Buenos Aires, 1979 Fotógrafa. Colaboró en «La canción sin nombre» de Orsai N7.
Barcelona, 1982 Fotógrafo. Colaboró en «Pienso, luego estorbo» en Orsai N3.
Ciudad de México, 1960 Escritor. Participó con dos crudos relatos en Orsai N4 y Orsai N9.
Buenos Aires, 1990 Ilustrador, alumno de los Masters Orsai. Su trabajo fue publicado en Orsai N16.
Bernatene Poly
Cabral Jorge
Casals Albert
Betteo Patricio
Cabrera Chiara
Casas Fabián
Birmajer Marcelo
Calero César
Casero Alfredo
Boligán Ángel
Campos Daniel
Castillo Abelardo
Bras Oliver
Cañellas Hernán
Cervera José
Bravo David
Carballo Álvaro
Coletti Hugo
Budassi Sonia
Carelli Lynch Guido
Córdoba Tatiana
Buenafuente Andreu
Caro Juan Pablo
Correal Víctor
Bustamante Leandro
Carpio César
Corte Maidagan María
Bustelo Ana
Carretero Nacho
Cuadro Estela
Buenos Aires, 1972 Ilustrador. Colaboró en la N8, N10, N11, N13 y realizó la tapa de la N12.
México DF, 1979 Ilustrador. Dibujó el relato de Garcés en la N2 y el de Villoro en la N9.
Buenos Aires, 1966 Escritor y guionista. Su relato «Un día de trabajo» se publicó en Orsai N4.
La Habana, 1965 Humorista gráfico. Colaboró en Orsai N4 y en todas las Orsai de 2013.
Francia, 1971 Periodista. Escribió el guion de «Allende, el último combate» en Orsai N15.
Sevilla, 1978 Abogado. Explicó cosas muy interesantes en Orsai N2 y ficcionó en Orsai N15.
Bahía Blanca, 1978 Autora y editora. Participó en Orsai N4 con su cuento «Comunicación de crisis».
Tarragona, 1965 Humorista. Nos acompañó durante todo 2012 con su sección «La foto pensada».
Montevideo, 1987 Ilustrador. Participó con sus dibujos en la última edición de Orsai, N16.
Palencia, 1982 Ilustradora. Participó con sus dibujos en la última edición de Orsai, N16.
Buenos Aires, 1965. Diseñador editorial. Ilustró «10.6 segundos» en Orsai N11.
Canarias, 1978 Fotógrafa. Colaboró en «Enrique Meneses, un flash» en Orsai N1.
Madrid, 1965 Periodista. Participó con dos crónicas: una en Orsai N2 y otra en Orsai N12.
Córdoba, 1965 Diseñador e ilustrador. Colaboró en «Diario de un librero», Orsai N7.
Buenos Aires, 1966 Ilustrador. Colaboró en varias Orsai: N3, N10, N11 y N12.
Montevideo, 1974 Periodista. Nos contó de qué se ríe Evan Henshaw en la Orsai N7.
Buenos Aires, 1984 Periodista. Relató su experiencia de celoso digital en Orsai N4.
Buenos Aires, 1980 Ilustrador. Dibujó el cuento «Papelitos» en Orsai N12.
Arequipa, 1979 Dibujante autodidacta. Ilustró el relato de Rafa Fernández en Orsai N1.
A Coruña, 1981 Periodista, escritor y fotógrafo. Publicamos «Mi tía Chus» en Orsai N14.
Barcelona, 1990 Durante el primer año de Orsai relató su vuelta al mundo en silla de ruedas.
Buenos Aires, 1965 Escritor y karateca. Nos conmovió con su cuento «El padrino» en Orsai N2.
Buenos Aires, 1962 Humorista. Participó como guionista en una tira gráfica durante todo 2012.
San Pedro, 1935 Escritor y novelista. Su cuento inédito «Las larvas» aparece en Orsai N1.
Getafe, 1964 Biólogo y periodista. Publicamos «Reivindicación de los bajíos» en Orsai N3.
@HugoColetti Creativo, twittero. Sus frases al pie aparecieron en la Orsai N15.
Bogotá, 1988 Ilustradora. Acompañó a Natalia Méndez en la N1 y a Juan Sklar en la N9.
Barcelona, 1980 Productor. Relató el viaje de Albert Casals en las Orsai N1, N2 y N3.
Barcelona, 1983 Ilustradora. Dibujó «Reivindicación de los bajíos» en Orsai N3.
Buenos Aires, 1979 Fotógrafa e ilustradora. Ilustró «Diario de Alcalá» en Orsai N4.
233 ARTISTAS EN ORSAI
GUÍA DEFINITIVA DE COLABORADORES
Cuatrecases Adrià
Debat Laureano
Erlich Bernardo
Cuenca Andrés
Decurgez Guillermo
Escolar Ignacio
Cháves Luis
Del Fuego Andréa
Etcheves Florencia
Chinchilla Esteban
Dengis Horacio
San José, 1978. Fotógrafo y escritor. Colaboró en Orsai N14 junto a Karina Salguero-Moya.
@HoracioDengis Creativo, twittero. Sus frases al pie aparecieron en la Orsai N9.
Fahey Brenda
Chueke Daniela
Díaz Junot
Buenos Aires, 1965 Periodista, alumna de los Masters Orsai. Su trabajo fue publicado en Orsai N16.
Santo Domingo, 1968 Escritor. Regresó a su casa después de veinte años y lo contó en Orsai N10.
Faigenbaum Gustavo
Dalla Torre Gabriel
Dufour Sebastián
Neuquén, 1977 Periodista. Su crónica «YPF: nacido y criado» se publicó en Orsai N7.
Buenos Aires, 1967 Ilustrador. Dibujó el ensayo de Juan Forn en Orsai N14.
Farruqo Pepe
Danticat Edwidge
Durán Julio
Puerto Príncipe, 1969 Escritora. Tradujimos al español su cuento «Fantasmas» para Orsai N11.
Lima, 1977 Poeta, traductor. Tradujo un cuento del inglés en la edición N5 de Orsai.
Fernández Rafa
Darger Henry
Edelstein José
Chicago, 1892-1973 Escritor e ilustrador. Sus dibujos se publicaron en Orsai N1.
Buenos Aires, 1968 Físico teórico. Entrevistó a Stephen Hawking para Orsai N15.
Fernández Mallo Agustín
De Pedro Ángel
Enríquez Mariana
Zaragoza, 1952 Pintor e ilustrador. Participó en Orsai N3 en la crónica de Gabriela Wiener.
Buenos Aires, 1973 Escritora. Su cuento «La casa de Adela» se publicó en Orsai N10.
Ferri Leo
De Tanti Gustavo
Epelbaum Mariano
Fonseca Diego
Barcelona, 1981 Productor. Relató junto a Víctor Correal el viaje de Albert Casals.
Montevideo, 1982 Fotógrafo. Colaboró en Orsai N7 en la entrevista a Evan Henshaw.
San José, 1969 Escritor, poeta y traductor. Relató su amor-odio a Costa Rica en Orsai N2.
Buenos Aires, 1969 Ilustrador, alumno de los Masters Orsai. Su trabajo fue publicado en Orsai N16.
Lobería, 1981 Periodista. Realizó un perfil del prolífico Curtis Garland en Orsai N6.
Rosario, 1981 Ilustrador. Colaboró en Orsai N2, Orsai N12 y realizó todas las tapas de 2012.
San Pablo, 1975 Autora de «Francisco no se da cuenta», relato publicado en Orsai N6.
Buenos Aires, 1975 Ilustrador. Participó con sus dibujos en la última edición de Orsai, N16.
Tucumán, 1963 Humorista gráfico y escritor. Formó parte del staff de Orsai desde la N1.
Burgos, 1975 Periodista. Escribió «Wikileaks, la guerra y la verdad» en Orsai N2.
Buenos Aires, 1971 Periodista. Relató un caso policial que conmovió a los argentinos en Orsai N15.
Buenos Aires, 1985 Ilustradora, alumna de los Masters Orsai. Su trabajo fue publicado en Orsai N16.
Buenos Aires, 1966 Psicólogo y filósofo. Nos dejó las «Postales de Burning Man» en Orsai N2.
Córdoba, España, 1974 Humorista gráfico. Ilustró «Educando al extraño» en Orsai N2.
Canarias, 1974 Escritor. Participó con dos relatos de ficción en Orsai N1 y Orsai N14.
La Coruña, 1967 Físico y escritor. Colaboró en Orsai N1 con «El cielo de Henry Darger».
Buenos Aires, 1981 Periodista. Eligió «Cinco discos» para que disfrutemos en Orsai N3.
Córdoba, 1970 Editor. Escribió «Belindia» para la N4 y el perfil de Lynda Carter en la N9.
Fontdevila Manel
Gaspardo Luis
Santa Fe, 1969 Ilustrador y caricaturista. Ilustró «Bicho» de Rodrigo Solís en Orsai N4.
Nakskov, Dinamarca, 1965 Nakskov, Dinamarca, 1965 Escritora. Publicamos su cuento «¿Más café?» en Orsai N13.
Forn Juan
Gerardin Gonzalo
Hernández Arístides
Buenos Aires, 1976 Ilustrador, alumno de los Masters Orsai. Su trabajo fue publicado en Orsai N16.
La Habana, 1963 Humorista gráfico y psiquiatra. Ilustró la crónica de Seselovsky en la N1.
Fucile Rodolfo
Giardinelli Mempo
Herrera Pupi
Chaco, 1947 Escritor. Publicamos su cuento inédito «Los traidores» en Orsai N9.
Córdoba, 1985 Ilustradora. Dibujó el relato de Melania Stucchi en Orsai N14.
Galera Daniel
González Enric
Hornby Nick
Barcelona, 1965 Historietista. Disfrutamos de sus dos tiras gráficas durante 2012 y 2013.
Buenos Aires, 1959 Escritor. Nos conmovimos con su genial «Ceremonia del adiós» en Orsai N14.
Buenos Aires, 1978 Ilustrador. Participó en Orsai N12 en la crónica de César Calero.
San Pablo, 1979 Escritor. Publicamos «Cada instante es un universo entero» en Orsai N6.
Galli Granada Ricardo
Formosa, 1965 Informático. Nos mostró la cocina de los indignados del 15M en Orsai N3.
Gallotta Nahuel
Buenos Aires, 1985 Periodista. En Orsai N13 nos contó cómo operan los «apartamenteros».
Garbulsky Gerry
Buenos Aires, 1966 Científico. Nos mostró en Orsai N2 las postales bizarras de Burning Man.
Garcés Gonzalo
Buenos Aires, 1974 Escritor. Formó parte del staff de Orsai y escribió en casi todas las ediciones.
García Blaya Ana
Buenos Aires, 1979 Periodista, alumna de los Masters Orsai. Su trabajo fue publicado en Orsai N16.
García Robayo Margarita
Cartagena, 1980. Escritora. Fue foto de portada y autora de «Amar al padre» en Orsai N14.
Barcelona, 1959 Periodista. Su crónica «Un oficio imperfecto» fue publicada en Orsai N13.
González Jorge
Buenos Aires, 1970 Historietista. Participó en muchísimas Orsai. Ilustró tapas e historietas.
Graziano Martín
Tres Arroyos, 1980 Periodista. Colaboró en Orsai N7 con «La canción sin nombre».
Guareschi Giovanni
Parma (1908-1968) Escritor. Reeditamos el prólogo de su Diario clandestino en Orsai N3.
Guerriero Leila
Junín, 1967 Escritora. Colaboró con dos crónicas alucinantes en Orsai N4 y Orsai N10.
Gumucio Rafael
Santiago, 1970 Escritor y humorista. Publicamos su crónica «Exilio en segunda» en Orsai N4.
Gutiérrez Pedro Juan
Matanzas, Cuba, 1950 Escritor y periodista. Publicamos su cuento inédito «Miedo» en Orsai N9.
Helle Helle
Surrey, 1957 Escritor. «Mi hijo nunca será una estrella» fue un lujo de Orsai N1.
Hsu Wen
Taiwán, 1976 Arquitecta e ilustradora. Ilustró «Un país de la mente» en Orsai N2.
Huisman Marcos
Chubut, 1987 Ilustrador. Dio vida a los personajes de Guillermo Martínez en Orsai N4.
Iglesias Illa Hernán
Buenos Aires, 1973 Escritor. Escribió en la N1 y en la N16, pero también en el jamón del medio.
Ippóliti Gabriel
Santa Fe, 1964 Ilustrador. Dibujó «El padrino» en la N2, y «Halloween, 1938» en la N9.
Junowicz Carlos
Buenos Aires, 1977 Ilustrador. Colaboró en Orsai N3 en «Prólogo de un diario clandestino».
Juul Pia
Korsor, Dinamarca, 1962 Escritora, poeta y traductora. Publicamos «Un mar rojo» en Orsai N13.
233 ARTISTAS EN ORSAI
GUÍA DEFINITIVA DE COLABORADORES
Kosta Kardo
Lunik Alejandra
Méndez Natalia
Kunzru Hari
Llanos Héctor
Mey Luis
Valladolid, 1981 Periodista. Entrevistó a Peter Jenner para Orsai N5.
Buenos Aires, 1979 Librero y escritor. En Orsai N9 nos contó el sacrificio de su trabajo.
Maia Ana Paula
Mochkofsky Graciela
Nova Iguaçú, 1977 Escritora. «Carbón animal» fue el cuento que elegimos para Orsai N6.
Neuquén, 1969 Periodista. Explicó los problemas del periodismo actual en Orsai N13.
Mairal Pedro
Montt Alberto
Buenos Aires, 1970 Escritor. Participó en el principio, en el nudo y en el desenlace de Orsai.
Quito, 1972 Humorista gráfico. Ilustró en la N1 y desde Orsai N5 forma parte del staff.
Manuli Gabriela
Moore Lorrie
Buenos Aires, 1980 Periodista. Nos llevó a Hungría para conocer a los Polgar en Orsai N12.
Nueva York, 1957 Escritora y profesora. Su relato «Perdidos en los papeles» salió en Orsai N15.
Marchi Sergio
Mora Sergio
Buenos Aires, 1963 Periodista. Se confesó en Orsai N2 con «Charly García: la era del hielo».
Barcelona, 1975 Ilustrador. Colaboró en Orsai N14 en el relato «Amar al padre».
Lomé Carlos
Martínez Guillermo
Morris Keith Lee
Bahía Blanca, 1962 Escritor y matemático. Su cuento «Help me» fue publicado en Orsai N4.
Carolina del Sur, 1960 Novelista y narrador. Dejó su «Testimonio» en Orsai N5.
López Alfons
Martirena Alfredo
Murillo Catalina
Santa Clara, 1965 Humorista gráfico. Colaboró en Orsai N4 en «Celosos digitales».
Costa Rica, 1970 Escritora. Su relato «Memorias de la burbuja» se publicó en Orsai N8.
López Marcos
Maslíah Leo
Nazarian Santiago
Montevideo, 1954 Músico, humorista y escritor. Relató una historia surrealista en Orsai N4.
San Pablo, 1977 Escritor. Publicamos «Sos mi Cristo redentor» en Orsai N6.
López García Diego
Mata Iván
Nine Carlos
Morón, 1952 Artista independiente. Ilustró «Mi selva desde adentro» en Orsai N3.
Londres, 1969 Editor y periodista. Su cuento «Raj, bohemio» fue publicado en Orsai N8.
Kuper Simon
Uganda, 1969 Periodista y escritor. Retrata al magnífico Cruyff en Orsai N10.
Laurencich Alejandra
Buenos Aires, 1963 Escritora. Participó en Orsai N15 con el cuento «Las mellizas Bugatti».
Licitra Josefina
La Plata, 1975 Periodista y editora de Orsai. Publicó crónicas en Orsai N2, N8 y N16.
Loiseau Juan Matías
Buenos Aires, 1974 Historietista. Colaboró en Orsai N3 y realizó «Planeta Tute» durante 2013.
México DF, 1981 Narrador, traductor. Tradujo «La lengua de Chifu» en Orsai N12.
Lleida, 1950 Humorista gráfico. Participó en Orsai N1 en «Antidecálogo».
Santa Fe, 1958 Fotógrafo. Colaboró en Orsai N2 y N15. Realizó la portada de las N14 y N16.
Bogotá, 1980 Ilustrador. Colaboró en Orsai N4 en el relato «Exilio en segunda».
Santiago de Chile, 1973 Ilustradora. Participó en Orsai N10 y en dos tiras gráficas de 2012 y 2013.
San Sebastián, 1979 Ilustrador. Ilustró «Cielos de plomo» en la N1 y participó en Orsai N13.
Buenos Aires, 1976 Profesora en Letras. Nos enseñó a elegir literatura infantil en Orsai N1.
Buenos Aires, 1944 Dibujante. Compuso páginas maravillosas en la N5 e ilustró en Orsai N11.
Nine Lucas
Pape María
Petre Horacio
Oates Joyce Carol
Papic Diego
Piñeiro Claudia
O’Keeffe Alejandro
Parpaglione Diego
Playo José
Olguín Sergio
Pastura Franco
Prieto Ana
Olivares Javier
Paz Soldán Edmundo
Pugliese David
Ortiz Guillermo
Perantuono Pablo
Pulido Sonia
Otero Pedro
Perdomo José Luis
Quintana Pilar
Oyola Leonardo
Pereyra Marcos
Racionero Alexis
Palacios Rodolfo
Pérez José A.
Ragendorfer Ricardo
Buenos Aires, 1975 Ilustrador. Participó en Orsai N3 en «Deconstruyendo a Harry» de Ana Prieto.
New York, 1938 Novelista. En Orsai N10 publicamos «¿Dónde vas? ¿Dónde estuviste?».
Rosario, 1959 Ilustrador e historietista. Dibujó en «Cosentino y la puerta» en Orsai N13.
Buenos Aires, 1967 Escritor y Periodista. Desmenuzó la serie Mad Men en Orsai N1.
Madrid, 1964 Ilustrador. Ilustró «Finlandia» y la tapa de N2. Participó en Orsai N11.
San Vicente, 1968 Ilustrador, alumno de los Masters Orsai. Su trabajo fue publicado en Orsai N16.
Buenos Aires, 1979 Fotógrafo. Fotografió a los entrevistados por Gonzalo Garcés en 2013.
Buenos Aires, 1973. Escritor. Colaboró durante todo 2012 con su folletín «Cruz/Diablo».
Mar del Plata, 1977 Periodista. Investigó dos grandes policiales en las Orsai N12 y N16.
Paoletta Sergio
@SergioPaoletta Creativo, twittero. Sus frases al pie aparecen en la presente Orsai N16.
Dinamarca, 1985 Narradora, traductora. Tradujo un cuento del danés en la edición N13 de Orsai.
Buenos Aires, 1977 Periodista. Nos habló de Seinfeld en Orsai N2 y de Louie en Orsai N14.
Buenos Aires, 1980 Caricaturista e ilustrador. Colaboró en Orsai N4 en «Un día de trabajo».
Buenos Aires, 1961 Docente, periodista. Detalló cómo encontrar porro en Río en Orsai N5.
Cochabamba, 1967 Escritor. Colaboró en Orsai N3 con su crónica narrativa «Los suicidas».
Buenos Aires, 1971 Periodista. Entrevistó a Sábat en la N3 y al Indio Solari en la N8.
Algeciras, 1973 Periodista. Entrevistó a Enrique Meneses para Orsai N1.
Buenos Aires, 1968 Abogado y escritor. Nos hizo apostar al Black Jack en Orsai N12.
Bilbao, 1979 Escritor. Participó los tres años de Orsai hablando de vivos y de muertos.
Pescetti Luis María
Santa Fe, 1958 Escritor, músico y actor. Escribió unas cartas preciosas para Orsai N4.
Bahía Blanca, 1966 Diseñador gráfico. Colaboró en Orsai N2 en el relato de Sergio Marchi.
Burzaco, 1960 Narradora, participó con un cuento en la última edición de Orsai N16.
Córdoba, 1974 Escritor y docente. Escribió sobre personajes imaginarios en Orsai N3.
Mendoza, 1975 Periodista y escritora. Colaboró en Orsai N3 con «Deconstruyendo a Harry».
Buenos Aires, 1978 Ilustrador. Colaboró en Orsai N15 en el relato «Cosa de machos».
Barcelona, 1973 Ilustradora. Dibujó «Una vespa en Nueva York» en Orsai N6.
Cali, 1972 Creativa publicitaria y escritora. Relató su huida a la selva en Orsai N3.
Barcelona, 1971 Historiador y viajero. Nos contó «La memoria de las Casas» en Orsai N3.
La Paz, 1957 Periodista. Inauguró la sección Policiales con «El Oso» en Orsai N11.
Reca Mariana
Buenos Aires, 1963 Periodista, alumna de los Masters Orsai. Su trabajo fue publicado en Orsai N16.
233 ARTISTAS EN ORSAI
GUÍA DEFINITIVA DE COLABORADORES
Reinoso Cristóbal
Rubio Diarte Verónica
Sbarra José
Rep Miguel
Rubio Malagón José
Scafati Luis
Repiso Jorge
Sábat Hermenegildo
Scioscia Pablo
Ricciardulli Jorge
Sacheri Eduardo
Schritter Istvan
Riera Daniel
Sáenz Valiente Juan
Seselovsky Alejandro
Rodríguez Ulises
Sala Gustavo
Shúa Ana María
Rodríguez Xtian
Salles Eduardo
Sinay Javier
Ciudad de México, 1987 Humorista gráfico. Dibujó nuestra antipublicidad durante todo 2013.
Buenos Aires, 1980 Periodista. Nos mostró la sangre de «Cuatro mujeres muertas» en Orsai N14.
Romero Trinidad
Salguero-Moya Karina
Siri Ricardo
@TrinidadRomero Creativa, twittera. Sus frases al pie aparecieron en la Orsai N8.
Costa Rica, 1970. Editora y miembro de nuestro staff. Entrevistó a Luis von Ahn en Orsai N14.
Buenos Aires, 1973 Historietista. Su tira «Carta dibujada» salió en la N5 y en todo 2013.
Roncagliolo Santiago
Samper Pizano Daniel
Sklar Juan
Lima, 1975 Escritor. Escribió sobre lo complicado de ser padre en Orsai N2.
Bogotá, 1945 Escritor. Participó en Orsai N2 con su ensayo «¿Un nuevo idilio eterno?».
Buenos Aires, 1983. Guionista. Tocó el timbre en Orsai N9 y nos dejó un Power Ranger Rojo.
Rosemffet Gusti
Santiago Stella Maris
Solano Ramírez Daniel
Santa Fe, 1946 Humorista gráfico. Colaboró en Orsai N2 y en Orsai N11.
Buenos Aires, 1961 Dibujante y humorista gráfico. Forma parte del staff de Orsai desde la N5.
Buenos Aires, 1964 Periodista. Nos mostró «Los arquetipos del turista argentino» en Orsai N9.
Luján, 1959 Artista plástico. En 2012 ilustró el folletín «Cruz/ Diablo» de Leo Oyola.
Buenos Aires, 1970 Ventrílocuo y periodista. Escribió «Modern school» para Orsai N14.
Buenos Aires, 1979 Periodista, locutor y productor. Escribió sobre René Lavand en Orsai N4.
Buenos Aires, 1970 Escritor y traductor. «Relatos de Hawai» se publicó en Orsai N4.
Buenos Aires, 1963 Ilustrador. Acompañó a Carolina Aguirre en 2012 en su folletín «La laguna».
Zaragoza, 1984 Ilustradora. Dibujó el cuento «La central» de Leo Maslíah en Orsai N4.
Madrid, 1972 Ilustrador. Dibujó el ensayo «El botón que copia los tomates» de Orsai N2.
Montevideo, 1933 Humoristas gráfico. Ilustró «Sábat, bajo perfil» de Perantuono en Orsai N3.
Buenos Aires, 1967 Escritor. Su relato «Cosentino y la puerta» se publicó en Orsai N13.
Buenos Aires, 1981 Ilustrador. Participó en la Orsai N3 y se quedó para siempre con nosotros.
Mar del Plata, 1973 Ilustrador. Desde la N5 nos viene dejando la cabeza como una licuadora.
Buenos Aires, 1978 Artista plástica. Ilustró «El sexo de los ángeles» en Orsai N15.
Buenos Aires, 1950-1996 Periodista. Nos dimos el gusto de publicar «Plástico cruel» en Orsai N7.
Mendoza, 1947 Dibujante. Colaboró en Orsai N11 en «El Oso, un policial insurgente».
Buenos Aires, 1983 Comunicador social. Su crónica «Cosa de machos» se publicó en Orsai N15.
Madrid, 1968 Ilustrador, diseñador y escritor. Ilustró «Un oficio imperfecto» en Orsai N13.
Rosario, 1971 Periodista. Colaboró en Orsai N1 y en Orsai N11 con dos crónicas arriesgadas.
Buenos Aires, 1951 Escritora. Su cuento «Por qué mueren los terrícolas» salió en Orsai N4.
San José, 1978 Infografista. Ilustró «Delicias de Hawai» en Orsai N4.
Solís Rodrigo
Trímboli Jorge
Villoro Juan
Spinetta Luis Alberto
Travezán Jaime
Vote por Lancha Nombre secreto
Spinozo Nombre secreto
Turcios Omar
Wernicke María
Stucchi Melania
Urmeneta Mikel
Wichter Tom
Symns Enrique
Vallesi Santiago
Wiener Gabriela
Tognola Martín
Vázquez Eva
Worcel Lucas
Tolsà Matías
Venturini Aurora
Yiwu Liao
Tolsà i Badia Ermengol
Vicchiarino Ariel
Zabala Javier
Torres Carla
Vigalondo Nacho
Zela Richard
Campeche, 1980 Escritor. Colaboró en Orsai N4 con «Bicho» un relato sobre su bella hermana.
Buenos Aires, 1950-2012 Músico. Otro gran lujo de Orsai: ilustraciones de Spinetta en la N4.
@Spinozo Creativo, twittero misterioso. Sus frases al pie aparecieron en la Orsai N14.
Buenos Aires, 1976 Guionista. Escribió un folletín en 2012 y colaboró también en Orsai N14.
Buenos Aires, 1946. Periodista y escritor. Relató parte de su vida en las Orsai N8, N10 y N13.
Buenos Aires, 1972 Ilustrador. Colaboró con sus dibujos en las Orsai N3 y Orsai N9.
Villa Constitución, 1983 Ilustrador. Forma parte del staff y participó en todas las ediciones de Orsai.
Córdoba, 1958 Dibujante. Miembro fundacional de Orsai. Participó en todas las ediciones.
Quito, 1973 Artista gráfica. Ilustró «¿Por qué mueren los terrícolas?» en Orsai N4.
Tourné Marcelo
Bahía Blanca, 1968 Narrador, traductor. Tradujo un cuento del portugués en la edición N8 de Orsai.
Buenos Aires, 1958 Narrador, traductor. Tradujo un cuento del portugués en la edición N6 de Orsai.
México DF, 1956 Escritor y ensayista. Escribió dos relatos maravillosos en Orsai N1 y N9.
Lima, 1963. Reportero gráfico. Fotografió a Stephen Hawking en Orsai N15.
@VotePorLancha Creativo, twittero menor de edad. Sus frases al pie aparecieron en la Orsai N11.
Corozal, 1968 Humorista gráfico. Ilustró «Un mail» de Pedro Mairal en Orsai N1.
Olivos, 1958 Ilustradora. Dibujó «Nueve cuentos» de Orsai N3 y «Mi tía Chus» de Orsai N14.
Pamplona, 1963 Dibujante y empresario. Desparramó locura en ocho páginas de Orsai N8.
Kfas Sava (Israel), 1987 Periodista, alumno de los Masters Orsai. Su trabajo fue publicado en Orsai N16.
@Mic_y_Mouse Dibujante, escritor. Sus frases al pie aparecieron en las Orsai N4, N5, N6 y N7.
Lima, 1975 Periodista. Escribió en la N3 y opinó sobre el Fin del Mundo en las Orsai de 2012.
Madrid, 1970 Ilustradora y arquitecta. Participó en «Apartamenteros» en Orsai N13.
@korochi Creativo, twittero. Sus frases al pie aparecieron en las Orsai N1 y N2.
La Plata, 1922 Escritora. Publicamos «El murciélago», un cuento inédito, en Orsai N9.
Sichuan, 1958 Escritor. Sacó la lengua en Orsai N12 y nos quitó el hambre para siempre.
Buenos Aires, 1977 Fotógrafo. Colaboró en «René Lavand, el mundo en una mano», Orsai N4.
León, 1962 Ilustrador. Realizó la portada de Orsai N13.
Cantabria, 1977 Director de cine, actor. Escribió sobre cine en casi todas las Orsai de 2012.
Villafañe Javier
Buenos Aires, 1909-1996 Escritor. Publicamos nueve cuentos del genial titiritero en Orsai N3.
México DF, 1982 Ilustrador. Colaboró en Orsai N1 en «Mi padre el cartaginés».
Orsai
La letra pequeña
ORSAI POR BONSAI N
os vamos. Hoy dejamos de pedir crónicas y dibujos a nuestros artistas admirados. Pero nos quedamos para empezar otro proyecto, en el que escribiremos y dibujaremos nosotros. Gracias por acompañar a la revista Orsai, por difundirla, por leer sus páginas y por ofrecernos toda la confianza del mundo. Ojalá se queden con nosotros en la etapa que viene. Haremos un hijo de Orsai, más pequeño y también más nuestro, que se llamará Bonsai. Desde 2014 lo podrán encontrar en OrsaiBonsai.com. Si tenemos suerte, viejo y querido lector de Orsai, en enero te diremos otra vez «hola», pero desde las páginas de una aventura nueva.
BONSAI es una revista bimestral para toda la familia, con 88 páginas sin publicidad. Escriben Hernán Casciari, Chiri Basilis y la presentación estelar de Josefina Licitra en el papel de «Gabi». Arte y diseño de María Monjardín, Poly Bernatene y Matías Tolsà. Asesoramiento de Natalia Méndez y Eduardo Abel Giménez. Desde el 1 de enero.
CAJA POR LIBRO Los lectores que compraron la suscripcón 2013 antes del quince de mayo esperaban junto a esta edición una caja contenedora. ¡Por el amor de Dios, no descarguen la furia contra sus distribuidores, no hagan piquetes en las calles ni manden cartas al diputado de su barrio! Las cajas contenedoras no se pudieron imprimir porque tuvimos problemones de costos, de inflación y de logística. Es decir: hicimos mal los cálculos y llegamos al final de año con la lengua afuera. ¿Eso quiere decir que los lectores se quedarán sin nada? No señor, porque sentimos culpa. Tenemos las direcciones de todos los beneficiados —o perjudicados, según se vea—, y cada uno recibirá un producto Orsai a elección. A finales de diciembre recibirán un mail con indicaciones puntuales para que puedan elegir el regalo vía web. (En este caso no es un regalo, sino un desagravio.) A pesar del obsequio supletorio, que esperamos les encante, les pedimos muchas disculpas por no haber podido cumplir esta parte de la letra pequeña.
Aviso legal. Desde este momento la publicación llamada Orsai deja de pertenecer a nuestro tiempo histórico y se convierte, sin dilación, en una revista de culto. Por tanto, queda terminantemente prohibido decir «yo los acompañé desde el primer número» o «tengo la colección completa» o «yo colaboré en Orsai». Todas estas frases, y otras en el mismo estilo pomposo, serán ridiculizadas por nuestros hijos y nietos. Desde hoy, tener una revista Orsai en la mesa ratona del comedor (como decoración intelectual) o en los estantes más visibles de los anaqueles, será considerado snob. La que ustedes tienen ahora en sus manos es la última edición de un sueño breve que duró tres años. Solamente eso. Y ahora nos vamos a hacer otra cosa. Los ejemplares de esta Orsai número dieciséis definitiva, correspondientes a los meses de noviembre y diciembre de 2013, fueron velados en imprenta Mundial, de calle Cortejarena 1862 de Buenos Aires, en el mes de noviembre de 2013. El depósito legal es el L-1382-2010. El ISSN, el 9772014015004-16. La marca «Orsai, Nadie en el Medio» ya descansa en paz.
146 | Todas las frases al pie de esta edición son de @SergioPaoletta.
STAFF Editor responsable Hernán Casciari Jefe de redacción Christian Basilis Dirección de arte María Monjardín Edición Josefina Licitra Karina Salguero-Moya Novela gráfica Horacio Altuna Arte y diseño Ermengol Tolsà Matías Tolsà Humor gráfico Ángel Boligán Bernardo Erlich Eduardo Salles Gustavo Sala Juan Sáenz Valiente Liniers Manel Fontdevila Miguel Rep Tute Alberto Montt Corrección Florencia Iglesias En este número Marcos López Rodolfo Palacios Leandro Bustamante Hernán Iglesias Illa Leandro Bustamante Ángeles Alemandi Ana Bustelo Pedro Mairal Claudia Piñeiro Selva Almada Mariana Reca Federico Ben Cattan Ana García Blaya Gustavo De Tanti Daniela Chueke Brenda Fahey Gonzalo Gerardin Juan Cruz Balian Tom Wichter Guillermo Ortiz Sergio Paoletta Desarrollo web Guillermo Harosteguy Administración Cristina Badia Silvia Peralta