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EL SUEÑO DE LA ALDEA

Renato Leduc y la huella de López Velarde

paz de abrir su charla más o menos así (invento sobre sus huellas): “A todo mundo le entusiasma que Octavio Paz haya escrito un sabio, si algo choJUAN LEYVA cante, tratadito sobre la chingada, cuando es mucho más importante, y está por Mito y verdad, vida y obra convirtie- hacerse, un ensayo sobre, por ejemplo, ron a Leduc en un icono de humor, le- las nalgas, harto más divertidas que la yenda, transgresión y desfachatez que chingada, creo yo; y en lo que se reasustaba a incautos y pudibundos, y fiere a usos, tanto o más flexibles que complacía a aquellos que sabían apre- aquélla. Y si no que lo digan estas fraciar la ruptura de límites gastada por ses: lo trae de nalgas; escribe con las un hombre longilíneo, desfajado y rejo- nalgas; estoy hasta las nalgas; ¡qué rineador impermeable al patetismo. Des- cas nalgas!; está en un lío de nalgas; de sus recorridos con las tropas de la ya dio las nalgas; no es más que un Revolución hasta su itinerario como ofrece-las-nalgas; es nada menos que miembro de una asociación mundial de la otra nalga del licenciado; se siente periodistas; desde su experiencia del muy nalga; me daba hasta las nalgas, arrabal hasta la del palacio; desde sus pero ahora me ha de llegar como al vínculos con obreros y campesinos has- hombro; o, finalmente, en este munta su amistad con Lara, Frida Kahlo o do, amigo, sólo hay dos cosas: las nalel torero “Dominguín”, no dejaba de gas, y lo demás…” Claro que la filosofía de las nalgas sorprenderle la admiración de la multitud por su obra ni de entusiasmarle nunca ha sido bien vista; por eso, un el ejercicio de la provocación (incluso día Leduc le dijo a un censor, diccioa costa de la poesía), ya fuera por me- nario en mano, “mire usted, nalga es dio de la risa, la altisonancia o la crítica cada una de las dos porciones carnosas al poder instituido. Por eso, un poco an- situadas donde termina la espalda…”, tes de morir se sorprendía ante Monsi- en un intento por documentar el linaváis: “no sé qué carajos hago en el je del vocablo. Olimpo”. Era de tal índole que, por ejemplo, En Leduc el chiste opaca los procedien un solemne foro de poetas —ya se mientos: fusión de géneros cultos y sabe que abundan— hubiera sido ca- populares; rima obscena y bilingüe; × RENATO LEDUC (ARCHIVO PATRICIA LEDUC)

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alejandrinos de pie quebrado, versolibrismo. El sarcasmo oculta la lírica; la risa, todo viso de seriedad; el juego alivia la melancolía. Ése es el temple de su primer libro, El aula, etc… (1929), imprescindible para entender la poesía de aquella década, y una contraparte festiva de las solemnidades contemporáneas. A pesar de la advertencia incluida (“No haremos obra perdurable. No / tenemos de la mosca la voluntad tenaz” [1929]), nunca, ni siquiera hoy, han faltado críticos que le reprochen su “falta de seriedad” y disciplina, sus “salidas de tono” o su aplomo antipoético. Pero, con todo y los pleitos tras bambalinas en torno a su inclusión, ya en Poesía en movimiento (1966) el autor empezó a ser aceptado dentro del canon, sin olvidar los esfuerzos anteriores de Maples Arce o Monsiváis. Así, parecería que a nadie asustan ya los versos de las Oceánidas a Prometeo, preso esta vez por robar los secretos del placer sexual, en el durante años prohibido, oculto o vergonzante Prometeo sifilítico (traducido al portugués en 2008): Desdichado titán, hemos venido veloces desde el fondo del océano para tenderte una piadosa mano en el momento en que te ves jodido. Relátanos por qué quiso el Cronida 4

tenerte así, con la cabeza erguida, con los brazos en cruz y ¡oh, cruel tirano! con un falo metido por el ano.

Ni estas resonancias del Arcipreste de Hita: O como el jubiloso campanero que con igual fervor mueve el badajo en la boda, el bautizo y el postrero instante en que nos vamos al carajo.

Ni finalmente éstas: Esto mismo afirmaba don Pepe Marroquín: no me las den morenas, no valen un comín, sólo llegan las rubias, en amor, hasta el fin… Aquél, ávido busca las carnes de canela, aquél busca las negras, y el otro se desvela por una flaca y triste y llamada Manoela…

A propósito de rubias y morenas, decía un profesor que en otras épocas el prototipo de hembra fogosa era exactamente contrario al de Leduc, de modo que un día le pregunté a Federico Álvarez, en su clase de teoría literaria, en qué zona de las temperaturas eróticas nos hallamos cuando una morena se tiñe de rubia, o viceversa. Luego de un instante de enjundia meditativa, respondió: “¡Ah, eso es la posmodernidad…!”


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No temía, Leduc, el escándalo; pero sí, y mucho, la seriedad, porque era de la estirpe de Rabelais cuando éste decía, refiriéndose a los enemigos de la risa, aquellos hipócritas, aguafiestas y melancólicos: “¡Atrás, mastines, fuera de la cantera, lejos de mi sol, frailuchos, idos al diablo!…” Y así, nuestro autor no sólo se divertía con la altisonancia y el albur, sino aun con cándidos alardes farmacológicos: El triste lamentar de Nemoroso que a Salicio le cuenta sus pesares Garcilaso me manda y no dilato en pensar que el autor de estos cantares no pudo a Nemoroso dar reposo porque un Salicio no es salicilato.

Siempre en guasa, hasta la Virgen de Guadalupe posó en sus páginas como una dulce y vigorosa diva, lo que no dejó de costarle una quema de libros allá por tiempos de Miguel Alemán (¿venganza contra el antirreeleccionismo que él y Piñó Sandoval gastaban por entonces?): Anhelantes de sed y de impotencia en turbias fuentes beberemos ciencia… ¿para qué…? Si el caramelo que mi boca chupe será siempre tu nombre: Guadalupe…

Insobornable ante lo solemne, Leduc amplió la crítica que ejercía en

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sus columnas diaristas al ámbito de los versos, si bien los Catorce poemas burocráticos y un corrido reaccionario no forman parte de lo mejor de su escritura: Algo a cada cual nos da la vida… Tu marido es cornudo y millonario, a mí nada me dio… pero eres mía cual grato complemento a mi salario.

Si con reparos, no dejó de colarse a la poesía llamada seria, pese a aquella rotunda declaración: “escribir en 5


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serio es fácil. El chiste es hacerlo en pitorreo (…) yo admiro más a un ciclista acróbata que a uno que sea campeón de carretera”. No sólo publicó Algunos poemas deliberadamente románticos y un prólogo en cierto modo innecesario, justificándose en que fueron hechos a fin de que se viera su aptitud para ese tipo de poesía, sino que en realidad estaba enamorado al escribirlos y versaba a tono de los Veinte poemas de amor y una canción desesperada —muy de moda entre universitarios de la segunda mitad de los veinte—, todo sin descuidar el toque humorístico:

requiere abrirse, aunque sea un poco, ante las necesidades de su propio mercado y el empuje de nacientes generaciones ilustradas. El país de licenciados y oratorias, que Leduc rechaza, pese a ser amigo de Miguel Alemán y Adolfo López Mateos desde la edad preparatoriana. Por cierto, se ha hablado de misoginia y homofobia en Leduc. ¿Cómo explicar entonces sus vínculos con mujeres de todo estilo, o el verdadero afecto y amistad que le tuvieron Leonora Carrington, María Félix o la pintora Aurora Reyes (sólo por mencionar amigas de toda la vida)?; ¿o su amistad con Monsiváis y su reconocimiento a Novo o, en fin, su admiración por Proust? Tal vez la quise mucho, pero tal vez la Nadie va a negar sus bromas y exaquiero. bruptos (espíritu provocador), pero paEsta frase te ofrezco, cuyo único pero es que la dijo antes un autor extranjero. rece haber tenido mayor pluralismo que los defensores de una corrección poCon Leduc estamos ante el México lítico-cultural muy de hoy que se cree posrevolucionario, donde empieza a des- ahistórica e impoluta, y a veces no es puntar la generación de Frida Kahlo más que otra forma de intolerancia y y se abrirán paso, después, mujeres co- rigidez o, peor, bandera para escalar mo María Félix (también amiga del poe- posiciones y hacerse con prerrogativas ta). Al mismo tiempo, estamos ante un a menudo excluyentes. país que ya en 1918 había decepcionaEs Leduc un poeta adverso al modo a López Velarde en su esperanza dernismo y su romanticismo tardío, y política y de cambio social. Es el país tampoco se apega al posmodernismo de la nueva repartición de la riqueza de López Velarde: comparte con el poey de su renovada concentración; el país ta de Jerez un tono jovial e inclusivo, machista y misógino, violento y conser- escéptico e irónico; pero en Leduc la vador; al mismo tiempo que aquel que calle y el arrabal, la ilustración fran6


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cesa de origen paterno, el andar citadino, el baile de salón, la chocarrería popular inundan los sistemas poéticos provenientes de la cultura letrada, y no menos el catolicismo que se les asocia; va en contra de óleos beatíficos y princesas guiñol, faunos de jardinería o metafísicas de seminario. Y, más allá de la poesía, se opone a un México que resulta hostil a quien carezca de ánimo para acomodarse a la corrupción y sus circuitos de ineficiencia. El México racista e intolerante, reacio al diálogo y el respeto a la diferencia. El México de la alegría corporativista que Huerta y el estridentismo aplauden y Leduc observa de soslayo y a distancia, y que nos mantiene atados a la herencia de un intermediarismo caciquil propio de la nobleza indígena, argamasa entre el invasor y los macehuales, y hoy entre el capital y el paisanaje. Leduc no se resigna, pero tampoco se flagela; ríe, critica, es solidario, amplía el espacio de la cantina y el burdel hasta las esferas de la poesía y la diplomacia: como escribió Iduarte (citando a Bassols), pese a ser un bohemio incurable, era el primero en llegar a su oficina —la pagaduría de Hacienda en París— para que todos tuvieran su cheque a tiempo, en aquellos años de ascenso fascista y todavía unos meses luego de la ocupación alemana (antes

de irse a Bruselas y más tarde emprender la retirada a Lisboa). También era capaz de frenar las riñas más violentas e incluso convertir en amigos a fatuos púgiles de cuadrilátero escolar. Se trata de una jovialidad igualatoria que viene de lejos, de la herencia paterna y el relativismo milenario y campesino en scorzo rabelesiano, pero también de la vida en vecindad y la noción abierta del otro, por más diverso que fuera; de la tropa y el baile, de la fiesta y el aula, de la guerra y la oficina, de Tlaxcala y París (madre y abuelo). La antisolemnidad de El aula… brillará en Breve glosa al Libro de buen amor, con cierta burla de la poesía pura (que el autor conocía bien), y enlazará los barrios urbanos con la risa medieval, luego de un intermedio reluctante (Algunos poemas…) y otro obsceno (Prometeo…). Por último vendrían las XV fabulillas… y los Catorce poemas burocráticos y un corrido reaccionario para solaz y esparcimiento de las clases económicamente débiles. [Ramón López Velarde: poeta de sol y de sombra], el ensayo de Leduc que aquí publicamos, es una conferencia dada en Columbia University en noviembre de 1941. El poeta había llegado a Nueva York un par de meses antes en compañía de Leonora Carrington, huyendo 7


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de la situación precaria y peligrosa que cundía en Europa. La historia ha sido contada, pero recordemos que la pareja se había casado en Lisboa como solución ante la dificultad para actualizar la visa de la pintora y la lentitud de los arreglos para embarcarse (Leduc incluso había escrito a Miguel Alemán, entonces secretario de Gobernación, para tratar de ayudarla, mas la respuesta nunca llegó). No del todo a disgusto pese a la circunstancia, vivieron unos meses en Nueva York y finalmente lle8

garon a México, donde el poeta iba a iniciarse en el oficio de periodista, que hasta entonces sólo había ejercido de forma incidental. Habían sido recibidos en Manhattan por Andrés Iduarte, muy ligado a esa universidad y organizador de encuentros entre hispanohablantes y la comunidad local. Ambos mexicanos se conocían desde los veinte, y cuando Iduarte se marchó a España sostuvieron correspondencia para, más tarde, encontrarse en París. En sus Semblanzas Iduarte dedica una a Leduc y menciona la conferencia, extraviada por décadas entre los papeles de este último, admirador del jerezano, a quien se refería como su maestro. La huella de López Velarde es clara en la “Oda a la ciudad” y en otros poemas (“¿Quién no insinuó a su prima con violetas / u otra flor, esperanzas tan concretas / cual dormir una noche entre sus tetas?”), pero, además, en 1921 Leduc estuvo inscrito en Literatura Castellana, materia que el poeta de Jerez empezó a impartir ese año (murió al poco, no en noviembre, como recordaba Leduc, sino en junio, y no era el único en impartirla). La carrera universitaria de ambos sólo pudo cruzarse en 1921. Leduc ingresó a las aulas de la Preparatoria en 1911, como oyente, a una clase de matemáticas, pero sus estudios formales


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de bachillerato van de 1919 a 1925 (andanzas, trabajo, primer matrimonio y dificultades económicas hicieron que de 1923 a 1925 aprobara materias rezagadas); y cerró su trayectoria en octubre de 1936, a casi dos años de vivir en Francia (luego de pasar de la carrera de Economía a Derecho sin concluirla). López Velarde recibió su primer nombramiento en la Nacional Preparatoria con el “2º Curso de Literatura” en 1914. Y las únicas dos materias de literatura cursadas por Leduc son de 1921 (hay otras de lengua castellana, además de latín, italiano, inglés y francés, pero no de literatura). La clase de López Velarde cuyo título figura en el certificado de Leduc se inicia en marzo y termina en junio, con su muerte, de manera que hay sólo cuatro meses para el encuentro. (Inimaginable que Leduc hubiera ido de oyente a alguna clase previa del zacatecano, con los deberes y distracciones que tenía de sobra; de hecho, la mayor parte del tiempo parece haber estado inscrito en la Preparatoria Libre, modalidad creada entre 1917 y 1918 para resistir la política carrancista en torno a la Universidad e inicio de una lucha que desembocaría en la autonomía diez años más tarde.) Además de lo que sugiere la conferencia, una declaración de Leduc señala aquel contacto: “mire usted, López Ve-

larde fue mi maestro de literatura, y López Velarde decía que le debía mucho a Aguascalientes, que él se sentía de allá, porque allí hizo su bachillerato…” Sin embargo, hasta ahora es difícil probarlo: tanto en la modalidad libre como en la convencional había dos cursos de lengua y uno de literatura castellanas, más uno de literatura “General”, pero no he hallado a Leduc en las actas de exámenes ni en las listas de inscripción de Castellana, como figura en su certificado, mientras que en el papeleo de López Velarde un día se escribe Lengua y Literatura Castellana como una sola materia y otro como dos distintas, e incluso como Literatura Española (así la recordaba Villaurrutia, que, a sus 15 años y habiendo leído Zozobra, en compañía de Novo se asomaba por ahí para esperar a la salida de clase al profesor). Habría posibilitado el encuentro una transferencia súbita del jerezano de la Facultad de Altos Estudios a la Nacional Preparatoria, debida a dos causas: grupos saturados para esa materia en la Preparatoria, y cero alumnos en Literatura Mexicana e Hispano-Americana, que tenía asignada en Altos Estudios. En su conferencia Leduc dice que las clases de López Velarde eran aburridas, según “la mayoría de sus jóvenes alumnos”. ¿No concordaba o no había sido testigo? 9


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Por entonces, el autor jerezano gozaba ya de cierta fama gracias a La sangre devota (1916) y Zozobra (1919); y su temprano éxito había llegado incluso a convertirlo en objeto de parodia en la revista estudiantil San-Ev-Ank (1918), fundada y dirigida por Luis Enrique Erro (y redactada en parte por algunos de quienes iban a ser los Contemporáneos): Como los oradores pueblerinos a vosotras, también, gatas eclécticas, gala de mis destinos, llegan mis estrofas irrevocables. Usáis de la paciencia a cada paso, gatas anónimas y es cuando el “niño” con desprecio cursi pide un pedazo de salchicha o un beefsteak a la parrilla en bisoño pambazo…

De modo que Leduc pudo haber visto en persona a López Velarde sabiendo ya de sus libros, y haberlo oído en charla casual (no sólo en clase), pero el magisterio sería una combinación de la breve experiencia escolar, el impacto de la muerte de un profesor joven y famoso (sin siquiera concluir el curso), y la inmediata aparición en la revista El Maestro de “La Suave Patria” (más próxima a su temperamento que las dos primeras obras): “Oda a la ciudad”, de El aula…, muestra una temprana lectura del poema y, pese a lo dicho, ha10

bría sido el primero de su autor leído por Leduc. La experiencia de contacto, incluso precaria, se habría tornado relevante. Leduc no escribía crítica literaria y seguramente no pensó en publicar la conferencia, de la que se conservan dos versiones, una inconclusa y con introducción alusiva al contexto político y de guerra. Agradecemos a su hija Patricia la autorización para publicar la versión acabada. El autor suprimió aquella página inicial; nosotros añadimos palabras suyas a manera de título.

Ramón López Velarde: poeta de sol y de sombra RENATO LEDUC

Un día —no recuerdo ya si claro o brumoso—, un día del melancólico mes de noviembre del año 1921, los personajes más eminentes de la vieja Universidad de México vistieron traje de luto para acompañar al cementerio los despojos de un joven catedrático de entre ellos que acababa de morir, angustiosamente, en el seno de la santa madre iglesia. El catedrático difunto, que en vida


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se llamó Ramón López Velarde, había nacido treinta y tres años antes —en 1888— en el corazón de la República Mexicana, en un pueblecito del Estado de Zacatecas, llamado Jerez, famoso en todos aquellos contornos por la opulencia de sus rosales y por la hermosura cándida y fuerte de sus mujeres. El catedrático difunto había nacido y había crecido en la paz, mitad campesina, mitad pequeño-burguesa de que disfrutaba en México la clase media provinciana de fines del siglo pasado y principios del presente. Hijo de una familia honesta, católica y tradicionalista; robusto de cuerpo y limpio y, en apariencia, un tanto simple de espíritu —en alguno de sus poemas declara que era entonces “yo seminarista sin Baudelaire, sin rima y sin olfato”; robusto de cuerpo y limpio de corazón, Ramón López Velarde llegó a la adolescencia con el alma henchida ya por los gérmenes que más tarde, fermentando, habían de dar tan peculiar aroma a su poesía; llegó a la pubertad con el alma henchida de insondables dudas metafísicas y de graves crepúsculos cuaresmales y con la carne atenazada por impetuosas urgencias varoniles. “Eres un lampo —dice a una de sus amadas imaginarias—, eres un lampo ante las fauces lóbregas de mi apetito”.

Y luego, más concretamente: “Yo era rapaz y Agueda que tejía mansa y perseverante en el sonoro / corredor, me causaba / calosfríos ignotos / (Creo que hasta le debo la costumbre —heroicamente insana de hablar solo).” Y el pobre adolescente, como por lo demás todos los pobres adolescentes de su época, tenía, en efecto, que conformarse con hablar solo o, cuando más, con las piedras de la calle, porque la vida del México de aquellos días y, sobre todo, la vida de la provincia mexicana de aquellos días, estrecha, mojigata y asustadiza, no le ofrecía ni podía ofrecerle la amable medicina que, por lo 11


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común, calma el género de ardor que padecen los adolescentes; pues sin la aquiescencia parroquial, sin el matrimonio —albur audaz— las decantadas doncellas provincianas, aquellas vírgenes hoscas y suaves, detentoras de “sexos como sañudos escorpiones” eran punto menos que inexpugnable para los jóvenes coetáneos de López Velarde. Pero mientras la generalidad de sus jóvenes coetáneos, de extracción ordinaria, encontraban con más o menos facilidad el sucedáneo de la medicina susodicha en el alcohol, en el matrimonio prematuro, en la carambola a tres bandas o en los sórdidos lupanares del lugar, la sensibilidad mórbida de Ramón, refrenada por una incurable timidez y por un gratuito sentido de culpabilidad ante el simple deseo, destilaba ya las estrofas quejumbrosas de La sangre devota, su primer libro: “Ser una casta pequeñez…” O bien: ¿Imaginas acaso mi amargura impotente?

O la suplicante Epístola a su inolvidable Fuensanta: Yo no sé si estoy triste por el alma de mis fieles difuntos o porque nuestros mustios corazones nunca estarán sobre la tierra juntos.

O el melancólico frenesí de: 12

Y pensar que pudimos enlazar nuestras manos (…) Y pensar que pudimos en una onda secreta de embriaguez, deslizarnos, valsando un vals sin fin, por el planeta...

Podemos creer que el arte —y con el arte la poesía— es un don de la divinidad; podemos decir que es un resultado o producto de fuerzas físicas, fisiológicas, psicológicas, sociales, económicas o, incluso, metereológicas; podemos afirmar que la poesía es o debe ser la expresión de la razón pura o de la voluntad creadora o bien de los impulsos irreflexivos que bullen en la subconciencia. Puede uno tener sobre la poesía, como sobre todas las cosas de este mundo, una opinión modesta o pretenciosa, pero casi resulta obvio suponer que siendo la poesía una de tantas manifestaciones de la personalidad humana, debe estar, forzosamente tiene que estar influida, entre otras cosas, por las condiciones de vida del individuo, como —perdóneseme lo sobado del símil— la nota musical está condicionada, entre otras cosas, por la calidad del instrumento que la emite. Y tampoco cabe dudar que, en las voces que el instrumento hombre emite, tiene mucho que ver el funcionamiento normal o irregular de las vís-


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ceras, pues no reacciona lo mismo un hombre rebosante de salud que un hombre —poeta o no— que padece un dolor de muelas o que tiene el hígado congestionado. Ahora bien, resulta que en la primera década de este siglo en que, precisamente, Ramón López Velarde sufría los ineludibles ahogos de la pubertad, la vida de México estaba regida por la mano paternal y ya suficientemente callosa o encallecida del viejo dictador Porfirio Díaz. El viejo dictador había sido héroe de las guerras de Intervención y Reforma, había militado bajo el presidente Juárez en las filas del Partido Liberal que es tanto como decir que el viejo dictador era, si no precisamente enemigo personal de dios, sí, por lo menos, enemigo jurado de los ministros de dios sobre la Tierra. Pero es de sabios —reza el refrán— cambiar de opinión y tal vez por eso los dictadores de la América española han manifestado siempre una pasmosa facilidad para mudar de convicciones o, como dice gráficamente el pueblo de México, para voltear chaqueta. Por otra parte, los dictadores de la América española tienen, por lo común, un lado flaco: las mujeres o, si ustedes prefieren, la mujer, que a veces, cuando le da por colaborar con ellos, les resulta mujer fatal. (Parece que el ochenta

por ciento de la incontestable fuerza política de Hitler le viene de que en sus decisiones nada tienen que ver las señoras.) Y así fue como por alguna de las dos razones apuntadas —señoras, cambio de chaqueta—, o por ambas a la vez, el antiguo perseguidor de curas permitió que en las postrimerías de su gobierno los curas, abierta o solapadamente, dirigieran las conciencias de los mexicanos. Y como el clero católico conoce, desde mucho tiempo antes que el doctor Goebels, los frutos que se recogen de una propaganda eficaz y no desaprovecha en un ápice las oportunidades que se le ofrecen, con la amable complicidad de las distinguidas damas del régimen, aprovechó admirablemente su posición para sembrar, en las ingenuas conciencias que le estaban confiadas, un santo horror al pecado, advirtiendo que el pecado en aquellos días iba desde mirar al soslayo a una mujer hasta murmurar del gobierno y sus satélites. Y como, además, por aquellos días no se habían descubierto aun las maravillosas propiedades terapéuticas de los arsenicales, el alma cándida y temerosa de los jóvenes católicos de la época oscilaba como un péndulo entre el susodicho santo horror al pecado y al infierno y el horror, no menos santo pero mucho más concreto, a la sífilis y al hospital. 13


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No soy más que una nave de parroquia en penuria, nave en que se celebran eternos funerales… *

Soy el mendigo cósmico y mi inopia es la suma de todos los voraces ayunos pordioseros (...) Prosigue descubriendo mi pupila famélica más panes y más lindas mujeres... *

Mi única virtud es sentirme desollado en el templo y en la calle, en la alcoba y en el prado. *

De manera es que conforme aquel adolescente salido del Seminario y nutrido de Biblia y Teología —Ramón López Velarde fue, parece, un estudiante de teología fracasado— se iba haciendo hombre; conforme aquel adolescente que llevaba “un encono de hormigas en las venas voraces” iba acrecentando su “experiencia licenciosa y fúnebre” el conflicto entre su “sangre briosa” y su “conciencia mojada por el hisopo” se iba haciendo más y más dramático y el deseo, poderoso pero refrenado o mal satisfecho, le iba volviendo la voz más ronca, más opaca y más entrecortada y desde entonces sus poemas trascienden un erotismo fúnebre, a veces macabro, gemelo del de Baudelaire; y si no, oídlo: 14

Para volar a ti le dio su vuelo el Espíritu Santo a mi esqueleto.

Y así por el estilo, como un camposanto, toda su poesía está sembrada de estas cruces y estelas funerarias. Toda su poesía está iluminada por la luz cenicienta de los relámpagos que produce el choque continuo de las electricidades contrarias que sacudían dolorosamente a este espíritu raro y tenebroso. Xavier Villaurrutia, el más atento de sus comentadores y el que indudablemente lo ha entendido mejor, dice de López Velarde: “Bien pronto se dio cuenta de que en su mundo interior se abrazaban en una lucha incesante, en un conflicto evidente, dos vidas enemigas, y con ellas, dos aspiraciones extre-


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mas que imantándolo con igual fuerza lo ponían fuera de sí. ”Con una lucidez magnífica, comprendió que su vida eran dos vidas. Y esta aguda conciencia, ante la fuerza misma de las vidas opuestas que dentro de él se agitaban, fue lo bastante clara para dejarlas convivir y, por fortuna, no lo llevó a la mutilación de una de ellas a fin de lograr, como lo hizo Amado Nervo, una coherencia simplista y, al fin de cuentas, una serenidad vacía.” Y más adelante, en su sagaz estudio sobre López Velarde, nos explica Villaurrutia cómo este poeta (que, según confesión propia, nada pudo entender ni sentir sino a través de la mujer), sin renunciar a su religiosidad ni a su erotismo, logró al fin conciliarlos mediante la fórmula dichosa de los paraísos mahometanos, cuando nos refiere que “gasto mis talentos en la lucha de la Arabia feliz con Galilea”, o cuando declara que es …árabe sin cuitas que siempre está de vuelta de la cruel continencia del desierto y que en medio de un júbilo de huríes, las halla a todas bellas y a todas favoritas.

Como Góngora, que es sin duda su muy próximo ancestro poético, Ramón

López Velarde es poeta de luz y de sombra o, para valernos de un símil de tauromaquia, es poeta de sol y de sombra. Como Góngora, tiene un aspecto claro y soleado. Como un circo taurino, tiene un tendido de sol al alcance de todas las fortunas, que es el que sus imitadores han invadido y han difundido a tal punto que, a estas horas, López Velarde es en México lo que seguramente jamás imaginó ni pretendió ser: un poeta popular. Esta sección accesible y clara de su obra la constituyen particularmente sus cantos fervorosos a la provincia, tema o motivo que, como lo hace notar don Federico de Onís, se extiende a veces hasta abarcar la patria mexicana. López Velarde es ya un poeta popular e, incluso, no ha faltado quien descubra profecías políticas o programas económicos a seguir en ciertos y determinados pasajes de su obra, tales como el famoso dístico de La suave Patria: El Niño Dios te escrituró un establo y los veneros de petróleo el diablo.

Pero seguramente no será esta parte de su obra, en la que los mexicanos hemos querido ver la expresión del alma nacional, la que un día quizá coloque su poesía al lado de la poesía universal, torturada y desoladoramente humana de Baudelaire. 15


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Pero decía yo antes, Ramón López Velarde ofrece también un tendido de sombra al que no entra todo mundo; Ramón López Velarde tiene también una vertiente escarpada, abstrusa y por momentos estrafalaria que lectores poco atentos le perdonan como una humorada y por la que pasan como sobre ascuas. Y a quienes logran penetrar allí, al tendido de sombra, el poeta ofrece un espectáculo bizarro, mitad orgía mitad misa negra de una tenebrosa y singular belleza.

Xavier Villaurrutia, a quien antes cité, se pregunta si la oscuridad de expresión de López Velarde fue voluntad de exactitud o simple deseo de singularizarse; si las metáforas de su poesía son rebuscadas o inevitables. Tal vez haya lo uno y lo otro. Tal vez para aquel espíritu impregnado de la suntuosa liturgia eclesiástica era corriente e inevitable esa manera, digamos ornamental, de expresar los sentimientos más inconsútiles. Tal vez ese espíritu que nunca perdió su limpia candidez aldeana emEn el prólogo de una pequeña edición pleaba, sin quererlo, el ingenuo y un de las Soledades, Antonio Marichalar, poco atolondrado truco que todos hesi mal no recuerdo, explica la creación mos empleado cuando, adolescentes, del lenguaje gongorino como la nece- intentábamos seducir a la primera nosidad, en determinadas épocas y en de- via hablándole de la luna y de las terminados medios, de comunicar o estrellas. Tal vez el horror de López expresar ideas o sentimientos cuya di- Velarde al lugar común y la metáfora fusión se juzga peligrosa o inconvenien- gastada venía sencillamente de que no te; la necesidad de expresar, por medio olvidó nunca aquella breve y aguda de metáforas o alegorías más o menos lección de Juan Ramón Jiménez que oscuras, aquellas cosas que por decen- reza: el primero que dijo que las percia, temor u otra consideración análoga, las eran lágrimas fue un genio y el no es permitido llamar por sus nombres. último que lo repite es un idiota. O tal Necesidad en cierto modo semejante vez, como ocurre frecuentemente, no a la que ha dado origen así al lengua- se trata en este caso tanto de la oscuje esotérico de ciertas religiones como ridad del artista cuanto de la miopía o el argot o jerigonza, caló o slang de los descuido de los espectadores, pues remerceros, truhanes, gitanos, pordiose- sulta que muchos de sus adjetivos —que ros, gangsters y demás clases peligro- según alguno de sus panegiristas tensas de la sociedad. drían “coroza y vela verde en un auto 16


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de fe”— resultan, examinados de cerca, de una pasmosa precisión. Por ejemplo: estamos acostumbrados a oír decir de la humanidad —con inicial mayúscula o minúscula— que es buena, mala, feliz, desdichada, perecedera, inmortal, divina y, hasta humana; pero de pronto abrimos un libro de López Velarde y nos encontramos allí una humanidad giratoria, y este calificativo, para la humanidad, nos parece absurdo pero gracioso, y cerramos los ojos y vemos una multitud de hombrecillos que giran como peonzas o trompos de colores. Y la imagen chusca nos hace sonreír y estamos ya a punto de perdonar al poeta la bizarría de su imaginación, cuando caemos en la cuenta de que la humanidad —con mayúscula o sin ella— ha vivido y vive y está condenada a vivir sobre la faz de la Tierra —planeta doblemente giratorio— y que, por lo tanto, la humanidad podrá corregirse o empeorar, podrá reír o llorar, podrá vivificarse o perecer, pero mientras no cambie de planeta estará condenada a girar por los siglos de los siglos y, por consiguiente, la única calidad o cualidad imprescriptible de la humanidad es su calidad o cualidad giratoria. El adjetivo, la metáfora, la alegoría velardeana podrán ser rebuscados e inevitables, su poesía podrá ser barroca, ininteligible y aun absurda, pero en

todo caso es de una plasticidad casi tangible y de un poder de sugerencia que es muy difícil superar. Señores y señoras: sé del amor que en este país, los Estados Unidos, se tiene a las estadísticas, incluso a las estadísticas poéticas; el dato preciso, y hubiera querido dar a ustedes pormenores más concretos, más exactos, más precisos acerca de la vida y de la obra de este poeta que es, a no dudarlo, el más fino y el más hondo de los poetas mexicanos del presente siglo. Quisiera decir a ustedes, por ejemplo, el nombre del cura que lo bautizó y la hora exacta 17


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de su muerte; quisiera decir a ustedes el tiro de cada una de las ediciones de sus libros y el número de ejemplares vendidos; quisiera decirles la marca y el precio de los amplios sombreros negros que usaba y, aunque no estoy seguro de que en Wall Street se cotice el viejo doblón español, quisiera decir a ustedes el equivalente en dólares de los doblones a que alude en su poema dístico a Tórtola Valencia, pero desgraciadamente hace años ando rodando por el mundo, desconectado de mi país y el recuerdo de Ramón López Velarde se me ha vuelto un recuerdo rigurosamente poético, esto es, nebuloso, flotante y ya muy deshilvanado. Sólo puedo decirles que era catedrático de literatura en la Escuela Nacional Preparatoria de México, que la mayoría de sus jóvenes alumnos se quejaban de que su tono divagado y ausente hacía sus clases muy aburridas. Escribió tres libros de poemas: La sangre devota, Zozobra y El son del corazón, este último publicado después de su muerte. Escribió, además, una serie de pequeños ensayos que publicó con el nombre de Minutero, cuyo tono recuerda, por momentos, a Baltazar Gracián. Y, coincidencia curiosa, dos de sus poemas llevan por título sendas cifras. Uno de los más inquietantes poemas de Zozobra se llama “Día 13”, día al 18

que él llama “temerosa fecha” y Ramón López Velarde murió el 13 de noviembre. Uno de los poemas de El son del corazón se llama “Treinta y tres” y en él dice: “No tengo miedo de morir, / porque probé de todo un poco…”* Ahora bien, Ramón López Velarde murió exactamente cuando tenía 33 años y, para fortuna suya y de su poesía, dudo mucho que haya probado de todo un poco. Nueva York, nov. 1941

*

Por hallarse Renato Leduc en el extranjero, es probable que citara de memoria los versos de López Velarde, como parece que ocurre a lo largo de la conferencia. Pero también es posible que la transcripción fuese la causante de los yerros. Aquí, como es evidente, los versos referidos no corresponden a “Treinta y tres” sino a “Gavota”. De todos modos, las lagunas o los equívocos han sido subsanados. (N. del E.)


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EL SUEÑO DE LA ALDEA

La memoria inconforme LUIS VICENTE

DE

AGUINAGA

Casi tan original como inventar el agua tibia es proclamar que todo lector de poesía es, en tanto sujeto, el espacio donde se dan cita, enriqueciéndose, un texto leído en el presente y muchos otros leídos —recordados, oídos, comprendidos— en el pasado. No hacen otra cosa, en realidad, los aficionados a la música, la pintura o el cine: percibir, en la obra que se oye o se ve, no sólo un tema ya expresado en por lo menos otra obra, sino igualmente una técnica, un ritmo y una tonalidad emocional que, aunque indispensables para entender la obra en cuestión, proceden o se asemejan a los de obras anteriores. Esto, que por lo tanto es aplicable a cualquier experiencia de recepción artística, le da sustento y razón de ser a toda tradición. Las tradiciones, en consecuencia, son fenómenos que, nutridos en la comunidad, incluso en la colectividad, sólo adquieren forma cuando acceden a una subjetividad y, al acceder a ella, colaboran en su plural e incansable configuración. Circunstancia personal y tradición colectiva, en este sentido, al reconocerse como polos de una misma esfera, posibilitan la tensión interior de toda

identidad, que va de lo uno a lo diverso de la misma forma que un lector de poemas oye, mientras lee un poema, las voces de otros poetas, y deja incluso el poemario que leía en un principio con tal ir en busca de aquellos libros en que le parece recordar que había escuchado resonancias anticipadas del presente. Leer poesía es, por ello, exponerse a una tormenta de premoniciones, a un flujo de intuiciones que se verán confirmadas o descartadas en cuanto el poema de referencia llegue o no a saberse reconocido en la biblioteca de quien está leyéndolo. Desde luego, no tiene sentido afirmar que semejante vaivén de un texto a otro sea exclusivo de la lírica, o sea de su lectura, pero es un hecho que la poesía, más que ninguna otra especie literaria, exige ser leída frase por frase, verso por verso, sílaba por sílaba, de modo que su conocimiento implica recorridos más breves y pausas más frecuentes que, por ejemplo, el de un párrafo de novela, un artículo de prensa o una escena dramática. En esas pausas caben, a manera de rememoraciones casi siempre involuntarias, galaxias enteras de poemas vagamente recordados o perfectamente conocidos. En las notas que siguen he querido reproducir mi experiencia como lector de cuatro poetas mexicanos. No intento cerrar un círculo de poetas “im19


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portantes” ni busco postular a mis favoritos. Tampoco aspiro a recorrer sus obras exhaustivamente —no aquí, en todo caso— ni a fijar sus versos con alfileres, como harían ciertos aspirantes a entomólogos. Ya que no puedo ver en sus poemas otra cosa que la reacción que han suscitado en mí, en consecuencia tampoco logro hacer de mis apuntes a propósito de sus libros otra cosa que la materialización de una lectura en episodios: la lectura o inspección que hago de mi propia conciencia poética, de mis dudas y convicciones, de mis fidelidades y cambios de bandera, siempre que tal cosa pueda existir en un lector no como un sucedáneo de la conciencia poética del autor leído, sino como una modalidad autónoma de pensamiento. Leyendo a David Huerta, Raúl Bañuelos, Jorge Esquinca y Javier Sicilia (quiero decir: leyéndolos por escrito) me parece ver cómo se acentúa en cada uno de los cuatro alguna operación o facultad específica. En la poesía de Huerta el acento recae, por así decirlo, en el plano sensorial más arcaico de toda percepción, de modo que sus poemas van apareciendo ante quien los lee bajo una luz como de irracionalismo caótico. Ninguna figura le resulta más propia que la sinestesia. La poesía de Bañuelos, en cambio, parece 20

gobernada por el retruécano: sus poemas tienden a ordenarse alrededor de un punto de flexión o articulación rítmica entre la observación directa de la realidad y la expresión conceptual abstracta. Esquinca, más que decir o cantar, parece orar: en su obra la poesía toma la forma de un sistema de creencias, casi la de una religión, y se diría que su propósito es la restauración de los antiguos ritos órficos. Por ello mismo es importante notar cómo, a lo largo de los años, Esquinca ha ido ejerciendo, en sus propios poemas, cada vez más la función del oferente, del que presenta una ofrenda, y cada vez menos la del sacerdote o custodio. Y el más aparentemente religioso de los cuatro, Sicilia, es el que más energía invierte no en mostrarse inspirado ni absorto ni arrobado, sino en componer sus poemas como un testimonio de lucidez, dialogando con otros poemas, modernos y antiguos. Sicilia practica una poesía en permanente reelaboración: la concibe como una escucha que, si bien parece anteceder a la expresión propiamente dicha, sólo puede cobrar forma conforme se va escribiendo el poema. DAVID HUERTA:

“QUE LA MANO SE ABRA”

De vez en cuando los poetas identifican a sus maestros con determinado na-


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hual o animal totémico, atribuyéndole sus principales características o ambiciones. José Ángel Valente, por ejemplo, solía vincular a José Lezama Lima con el pulpo, expansivo y moroso, ávido de abrazar. Otras veces los periodistas culturales invitan a los escritores a formar equipos con sus pares a imagen y semejanza de ciertas escuadras de futbol, de donde malamente resulta que sor Juana, tan buena defendiéndose como atacando, hábil y atenta, sería el mejor diez que pudiera imaginarse, o que Alfonso Reyes no desentonaría en el rol erguido y desenvuelto, pero no irresponsable, de un Franz Beckenbauer literario. No podrían faltar los editores, agentes y propagandistas, que hace más de trescientos años hacían de Góngora un Homero español y de Quevedo un Heráclito cristiano (por no hablar de Cervantes, que llegó a referirse a una de sus obras como si fuera la de un “Ovidio español”). Yo, por mi parte, juego en ocasiones a establecer lazos entre algunos poetas y ciertas frases anónimas y usuales, ya sancionadas por el idioma, en consideración de lo que tales frases representan para los hablantes y también, por supuesto, de lo que tales poetas representan para mí como lector suyo. En este sentido, relaciono a Ramón López Velarde con la expresión con todo

DAVID HUERTA

gusto y a José Gorostiza con hecho y derecho. Frases hechas, como poetas, hay para todos los gustos, y tan descabellado y temerario es pedir a los poetas que se adapten al gusto de sus lectores como esperar de las frases que se reformulen espontáneamente según las expectativas del hablante. La expresión con la que yo suelo asociar a David Huerta es manojo de nervios. Así los nervios de la vista y el oído como los del gusto y el olfato, pero sobre todo las innumerables terminales nerviosas del tacto, se organizan en verdaderos manojos a lo largo de la poe21


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sía de Huerta. Cada uno de sus poemas, a decir verdad, funciona como un órgano del tacto, y cada una de sus palabras actúa como una suerte de ventosa o papila sensible a lo rugoso, a lo liso, a lo poroso, a lo seco, a lo húmedo, a lo frío, a lo caliente de la realidad. El tacto es, desde luego, un asunto de la piel, de la piel viva, cuya profundidad —si se me permite parafrasear a Eduardo Lizalde— no está sino en la superficie. Obsérvese, por si lo anterior fuera poco, cómo se habla de un manojo de nervios en “Conjuro desde septiembre”, poema de La calle blanca (libro de Huerta publicado en 2006): Que la mano se abra hacia el espejo del sueño Que el ojo se cierre hacia el manojo de los nervios Que la espalda se suavice en el reposo cristalino Que la boca se distienda bajo la electricidad de la noche Que el cuello se afloje en la flor del reposo Que la nariz se eleve en el perfume blanco del día Que la pierna se alargue detrás del magnetismo del viaje Que el pubis se encienda en el terciopelo del abrazo Que la cadera se curve en el esplendor de la brisa Que la oreja se despierte bajo el tintineo del contacto 22

Que el pelo se derrame desde el muro del cráneo Que el pecho se ilumine entre las astillas del grito Que el hombro se duerma ante la huella del neblí Que el pie se extravíe entre las magias del tiempo Que la garganta se oscurezca con la sílaba del espacio

Meticulosa travesía del cuerpo, la poesía de Huerta es notoriamente acumulativa y enumerativa. Las percepciones la guían (si bien los datos del tacto más elemental, insisto, la guían por encima del resto de percepciones) y toda percepción es acumulativa. La sofisticación del tacto es, al mismo tiempo, su vastedad, su amplitud, ya que ningún roce, ninguna pulsación es concluyente ni excluyente con respecto al roce, a la pulsación inmediatamente anterior. Desde sus primeros libros, David Huerta sabe muy bien que no está compitiendo en una carrera ni siguiendo un camino, sino buscando repetir una caricia y, al hacerlo, reproducir un estremecimiento. RAÚL BAÑUELOS: TARDANZA DE NOMBRAR LO DICHO

Alguna vez oí decir que hay dos tipos de artistas: los que tienen vocación de maestros y los que tienen vocación de dis-


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cípulos. Con el tiempo entendí que semejante disyuntiva era falsa, pues todo artista con vocación de maestro ha sido primeramente un discípulo agradecido. Yo diría más bien que, si de verdad hay dos tipos de artistas, unos tienen vocación de maestros y otros, con toda sencillez, no la tienen. Y es probable que Antonio Machado sea el mejor ejemplo moderno de poeta-maestro en lengua española: vivo, fue maestro de niños y adolescentes vocingleros y acaso un tanto desaprensivos, y muerto lo ha sido de varias generaciones de poetas, y tanto fue lo que buscó él mismo ser discípulo de alguien que terminó inventando a su maestro, Juan de Mairena. Sería inapropiado referirse aquí a la devoción magisterial de Raúl Bañuelos. Baste adelantar que sus poemas tienen, dada su disposición constructiva, una calidad ejemplar (o sea pedagógica) innegable. Y si digo ejemplar es porque me interesa referirme al empleo que Bañuelos, notable observador de los fenómenos más humildes, hace de la realidad cotidiana en sus poemas. Cuando, por ejemplo, Bañuelos observa el vuelo de un colibrí, o cuando se ve a sí mismo dar unos pasos en la calle, o cuando mira el “montón de piedras” que ha ido formando al filo de sus viajes y caminatas, invariablemente se pregunta qué aprendizaje quedará

RAÚL BAÑUELOS

por extraer de andanzas, pájaros y piedras. Ahora bien, por el solo hecho de que semejante aprendizaje sea, para Bañuelos, posible, se intuye que un antes y un después delimitan el pasado y ensanchan el porvenir de las palabras que desembocan en sus poemas. No hay aprendizaje sin cambio ni hay cambio sin transcurso, por lo que sólo es dable conocer y transformarse ca23


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yendo en la cuenta del paso del tiempo y, con él, de una tardanza que no por enigmática es menos palpable:

abstractos: para él escritura y enseñanza, creación y educación van de la mano, y “el deber de un maestro de Poética consiste en enseñar a sus alumnos a Porque las palabras no son las cosas reforzar la temporalidad de su verso”. te tardas en nombrar lo dicho Todo esto, si puedo introducir aquí una te tardas en hacer lo hecho breve nota personal, yo tengo la sensate tardas en tardar lo ido ción de oírlo siempre con la voz de Raúl A propósito de Juan de Mairena, el Bañuelos. Lector entusiasta de Machaprofundo y simpático personaje y al- do y partidario activo de sus ideas ester ego de Antonio Machado, es opor- téticas, Bañuelos entiende que la poesía tuno recordar un fragmento de su libro. es no sólo una frecuencia emocional Al comenzar el capítulo XLIX, dice de de particular intensidad, una mirada y Mairena un periodista tan apócrifo co- una fe, sino ante todo la conjunción del mo él: “El señor de Mairena lleva siem- tacto y el oído en la constancia más arpre su reloj con veinticuatro horas justas caica de la naturaleza: la constancia del de retraso. De este modo ha resuelto el ritmo. difícil problema de vivir en el pasado y El ritmo precede a la realidad y la poder acudir con puntualidad, cuando rebasa. No sólo está en el mundo desle conviene, a toda cita. Sin embargo, de antes que nadie: también es antecomo es un hombre un tanto desmemo- rior al mundo y está en el origen de riado, cuando oye sonar las doce en el su existir. Aquí seguirá estando cuansilencio de la noche, consulta su reloj do todo, incluso la tierra misma, sea y exclama: ¡Qué casualidad! También polvo nuevamente. De haber fortuna, las doce. Pero después añade sonrien- un día ese ritmo animará una gargante: Claro es que las mías son las de ta individual y hará que profiera soniayer.” dos que lo signifiquen todo: Se trata, por supuesto, del mismo Hay palabras que dicen Juan de Mairena que habría definido más de lo que tú podrías decir la poesía como “palabra en el tiempo” con ellas… y “diálogo del hombre, de un hombre Las “veinticuatro horas justas de recon su tiempo”. Y es útil recordar que Mairena, profesor de gimnasia y retóri- traso” del reloj de Mairena constituyen ca, no habla de la poesía en términos un día de anacronismo con respecto a 24


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las novedades periodísticas y noticiosas, pero también un día de ventaja con respecto a la historia. El poema se hace “temporal” cuando no sólo se proyecta en dirección del porvenir, sino hacia el fondo de la memoria y la experiencia: He limpiado de limo la pila de agua cuando empezaba a ser más limo que agua en la pila.

Poeta y maestro de poesía, en el sentido más práctico y afectuoso de la palabra maestro y en el sentido más noble de la palabra poeta, o al revés, Raúl Bañuelos puede reivindicar con toda serenidad la herencia de Juan de Mairena. Una multitud está con él: es la familia enorme de sus propios maestros y discípulos. JORGE ESQUINCA: INSPIRACIÓN Y RESPIRACIÓN

Con asombrosa nitidez, en la poesía de Jorge Esquinca se dan cita dos tradiciones decisivas para la conformación del oficio lírico mediterráneo (al cual me refiero con este nombre para desvincularlo de toda fantasmagoría más o menos occidental, o sea eurocéntrica, por inoperante y hasta enojosa en el contexto al que aludo). Pienso, por un lado, en el acervo estético y espiri-

tual de la religión órfica y, por el otro, en la escuela trovadoresca y su particular concepción del poema como entidad orgánica, del poeta como individuo en trance de liberación o toma de conciencia y de los temas, formas y figuras como partes de un repertorio vivo que aspira incansablemente a su propia coherencia. No ignoro que la poética trovadoresca es, en buena medida, un avatar del culto a Orfeo, y reconozco desde luego que muchos otros poetas de lengua española son, cada uno a su modo, herederos muy meritorios de ambas corrientes. Me importa destacar tan sólo en qué medida en Esquinca esta filiación se presenta como una voluntad, es decir: como un deseo explícito y un esfuerzo manifiesto. Ya en su primer libro, La noche en blanco (1982), Esquinca decidió poner bajo la protección de Rilke una serie de poemas de alto refinamiento, lindantes incluso con cierto preciosismo, cuyo tema principal era la llegada del amanecer en el cuarto de los amantes, quienes deploran el comienzo del día porque señala el fin de la complicidad nocturna. Todo lector más o menos familiarizado con la poesía moderna reconocerá en Rilke al mayor exponente del orfismo en la poesía del siglo XX y en el tópico del amanecer la principal característica del alba (llamada también 25


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bellos como “Muchacha en la playa junto a una palmera”, recogido en El cardo en la voz (1991), o “Consolament”, de Vena cava (2002). El título mismo de “Consolament” ya es de por sí una huella cultural que sería negligente pasar por alto. Se sabe que consolament era el nombre del sacramento universal —bautismo, comunión, ordenación y extremaunción, según el caso— administrado en la religión cátara, indisociable a su vez del espíritu de los trovadores. Esquinca da ese título a una conmovedora elegía por la muerte de su madre, poema que anuncia por añadidura una especie de segunda juventud o cambio de piel en sus libros. El poeta delicado, JORGE ESQUINCA culto y perfeccionista, partidario de la albada o alborada) de los trovadores tersura y la continuidad expresiva, occitanos. En el mismo sentido, en llega en Isla de las manos reunidas Alianza de los reinos (1988), la figura (1997) a una especie de frontera o, del enamorado que vela el sueño de su más aún, de cornisa o acantilado, y toamada se transforma en la del caballe- ma la valiente decisión de arrojarse al ro que vela sus armas en la noche que vacío. antecede a la batalla. Pero el motivo Además de Vena cava, los poemaque más intensa y claramente ilustra la rios Uccello (2005) y Descripción de confluencia de ambas tradiciones, la ór- un brillo azul cobalto (2008) articulan fica y la trovadoresca, es el de la mucha- ese arrojo, ese vacío y ese vuelo de cha que, si bien es una joven hermosa rejuvenecimiento. Puede temerse que y más bien precoz, también es la virgen Uccello sea una inmersión en el sinsenMaría y, por lo tanto, la diosa madre, tido pero en realidad es un desmontacuando no la madre sin más, la madre je del sentido. Por su parte, Descripción del propio Esquinca, en poemas tan de un brillo azul cobalto es una recom26


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posición de la identidad personal a partir de la muerte del padre y a través de una doble memoria: la memoria de la infancia y la memoria de la poesía. Nerval y Rilke (Rilke, una vez más) guían a Esquinca por las carreteras mexicanas de hace medio siglo tras el rastro de un Vauxhall azul, tan azul como un paisaje de agaves o un cielo sin fisuras atravesado por el avión de Charles Lindbergh. La desconcertante mascota con que Nerval recorría las calles de París al final de su vida, una langosta, se transforma en cangrejo —el cáncer o la constelación del mismo nombre— en Descripción de un brillo azul cobalto. El poemario estructura las etapas de un mismo sueño y de una misma caminata, o sea de una misma experiencia de sonambulismo. El texto, a medida que avanzan las páginas, va decantándose por estrofas de tres versos que, sin ser tercetos convencionales, aluden a éstos por su aritmética más elemental y por su dinámico empleo del encabalgamiento, que suscita una respiración agitada y prospectiva, sedienta de su propia resolución. María, entre cisnes de Andersen, domina el panorama. Subrayo un aspecto del párrafo anterior por considerarlo de particular importancia: el terceto en Descripción de un brillo azul cobalto se va improvisan-

do, esto es: toma forma conforme avanza la lectura, y en esta improvisación va presintiéndose la cercanía de César Vallejo y Gonzalo Rojas, de Blas de Otero y Claudio Rodríguez, grandes maestros del encabalgamiento en la poesía contemporánea en castellano. Ahora bien, si la música de los primeros libros de Jorge Esquinca fascinaba por su continuidad y tersura, la de sus últimos poemarios impresiona por sus interrupciones, por sus rupturas, por su polifonía y por su movilidad. Como el asunto del poema es doloroso, pronunciarlo se vuelve materialmente difícil. Y en la musicalidad, la nobleza expresiva, el acento puesto en las presencias de la enamorada y la virgen-madre, la inspiración como sucedáneo poético de la gracia y el respeto innegociable por la palabra queda resumida esa “virtud frenética de Orfeo” que ya cultivara López Velarde y que supone la mayor de las referencias para Esquinca. JAVIER SICILIA: EL RÍO Y EL ESPEJO

La primera estrofa de Trinidad, extenso poema de Javier Sicilia fechado en 1992, puede aclarar al mismo tiempo cómo fue, cómo ha sido y cómo ya no es la obra de su autor. He aquí sus quince versos, que son también tres liras garcilasianas con obvias resonancias 27


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de fray Luis de León y de san Juan de la Cruz: No sé mucho de Él, mas creo que en su Amor hay un espejo donde se mira y fiel emerge del reflejo el canto de su Verbo y su festejo, y gozoso de verse, de tanto amar, oh Dios Transfigurado, dichoso de saberse, Amante en Él y Amado, va vaciando su Ser enamorado, en esta hora oscura, en este instante eterno y suspendido que tras sus ojos dura y en un gesto innacido abre la realidad, crea el sentido. 28

No me parece que tenga ningún caso atribuir esto que acabo de citar al eventual y bastante improbable conservadurismo del autor (literario, religioso, político) ni a su conjetural deseo de molestar o provocar a sus posibles lectores vanguardistas. Aun así, es fácil caer en la trampa de catalogar a Sicilia como poeta católico y, con perdón, crucificarlo bajo esa etiqueta. Ello, en realidad, más que abrir, clausura toda posible interpretación y la resguarda tras la mole de una inmensa pero también rancia biblioteca, una tradición inmóvil —o sea una falsa tradición, porque las auténticas palpitan y se mueven— y un sistema de referencias fijo de antemano. El árbol del Siglo de Oro, por lo demás, acaso nos impida percibir el bosque de toda la poesía, moderna o antigua, y no sólo de aquella que superficialmente nos parece ver convocada en sus metros y rimas, al grado que un lector desatento dejaría pasar el eco de “The Dry Salvages”, tercero de los Cuatro cuartetos de T. S. Eliot, que cito aquí en la bellísima versión de Vicente Gaos: No sé mucho de dioses; pero creo que el río Es un fuerte dios pardo —adusto, indómito, intratable, Paciente hasta cierto punto, reconocido al principio como frontera; Útil, indigno de confianza, como un


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viajante de comercio; Sólo, pues, un problema que se opone al constructor de puentes. Una vez resuelto el problema, el pardo dios es casi olvidado Por los moradores de las ciudades —siempre, sin embargo, implacable, Conservando sus épocas y sus iras, destructor, recordando Lo que los hombres prefieren olvidar.

El manierismo es acaso la mayor tentación —y, por lo tanto, el mayor peligro— en la poesía del primer Sicilia. Pero no se trata nada más de un peligro y una tentación para el poeta: lo es igualmente para el crítico y, en general, para todo lector, desconcertado por los referentes formales de un estilo que, al menos en el México posterior al modernismo, no tiene casi representantes, como no se trate de Manuel Ponce y dos o tres poetas afines a él que, una vez más, deben sobrellevar la etiqueta o estigma de poetas católicos. Adherirle al Javier Sicilia de Permanencia en los puertos (1982), Oro (1990), el ya citado Trinidad (1992), Vigilias (1994), Resurrección (1995) y Pascua (2000) la etiqueta de versificador tradicional y epígono de tales o cuales maestros no aclararía, sin embargo, ni la sonoridad ni el misterio de un verso en apariencia reiterativo, incluso redundante, pero en verdad atractivo y sugerente, amasado en un ritmo de yambos y percusiones

arcaicas: “en este instante eterno y suspendido”. Pero hay otro Javier Sicilia: el de Lectio (2004) y Tríptico del desierto (2009). Y es necesario volver al diálogo entablado en Trinidad con T. S. Eliot para entender de lo que hablo. Ese mismo pasaje de los Cuatro cuartetos resuena en los primeros versos del Tríptico, al grado que su muy particular planteamiento sintáctico, casi el propio de una frase adversativa, se comprende mejor —o sólo se comprende bien— cuando se admite que detrás, en palimpsesto, hay un texto que se deja oír con persistencia. Eliot, y Heráclito en Eliot, pero también Jorge Luis Borges, y el Juan Ramón Jiménez de madurez y el Octavio Paz de La estación violenta, conviven aquí: No sólo el río, tiempo incontenible, sino la carne es un hermoso dios desnudo, un puente edificado entre el allá y el acá, débil, a veces fuerte y, no obstante, pleno en sus límites como un ave tendida en el viento, un signo en el abismo, no una mera consecuencia de los dioses, sino Dios mismo en su hueco, en su presencia retraída como un canto que emerge de los excavamientos del tiempo y nos permite ser, habitar en su abismo…

Hace algún tiempo, el filósofo Georges Didi-Huberman estuvo en la Feria 29


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del Libro de Madrid y, entrevistado por Javier Rodríguez Marcos, hizo una declaración que parece definir la relación de Sicilia con la tradición poética, católica o no. Me ha dado gusto leer después, en otro contexto, estas mismas palabras del filósofo francés, justamente citado por Sicilia: “Hay que arrancarle a la tradición el conformismo que la pone en peligro, trabajar en el espacio que dejan las oposiciones al uso: entre la tabula rasa de la modernidad y esa especie de supermercado de la memoria que es la posmodernidad. Inocentemente, la vanguardia cree que podemos olvidarlo todo (y digo vanguardia,

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no artistas de vanguardia, porque Malevich no olvidó jamás los iconos y Picasso nunca olvidó a El Greco). La otra inocencia es la de los que creen que la memoria consiste en conservar el pasado. Unos creen que pueden matar la memoria y otros, hacer de ella un tesoro.” En ese tercer espacio, que no es el de la desmemoria del vanguardismo a ultranza ni el de la memoria invertebrada de la posmodernidad, está fincada la relación de Javier Sicilia con la palabra. Calificar esa palabra de poética es, en su caso, un flagrante pleonasmo.


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Poema RAFAEL CADENAS

para Adolfo Castañón

Excavo en busca de palabras para dárselas al cuerpo, polvo erguido, venero de la fábula, dispensador de los dados. Las sopeso; algunas las cambio de lugar, otras las dejo donde estén, pero todas han de llevar nuevas de mi rendición.

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Poesía, lenguaje y poder YANIRA B. PAZ

A un poco más de un cuarto de siglo de la publicación de En torno al lenguaje (1985), de Rafael Cadenas, el propósito era conversar con él sobre la vigencia de lo que es el eje central de ese ensayo: la angustiante relación entre la crisis del lenguaje y la crisis de la sociedad. No obstante, muchas de las preguntas se quedan en el cuaderno de notas y la entrevista comienza en media res discutiendo sobre un tema ineludible en todas las conversaciones recientes con el poeta y ensayista venezolano, el discurso político... —...penetra en un sector enorme de la población, precisamente el que tiene un nivel un poco deficiente, pero es evidente que establece un contacto con ese sector de la población. Yo creo que ha hecho mucho daño ya que ha creado una especie de esquizofrenia, esquizofrenia significa división y el país está dividido.... —¿Qué paralelismo ve entre este comportamiento y el de la Austria de Kraus? ¿Cómo a través de la palabra se conforma un comportamiento social, es decir, se crean estereotipos: escuálidos vs. revolucionarios, reforma vs. enmienda constitucional? —¿Viste cómo está el lenguaje presente? Uno tiene que imaginarse el periodo de Kraus. La prensa en la época de Kraus tiene que haber sido muy diferente a la que existe hoy. Yo me imagino que era una prensa completamente dominada por la clase superior y donde no había la pluralidad que existe hoy. Fíjate que en esta especie de dictadura atípica que vivimos en Venezuela hoy todavía circulan periódicos críticos. Es más, yo creo que éste ha sido el presidente más criticado. 32


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—¿Pero no cree que ese “permiso” es porque le da visos democráticos al proceso? —Claro. Él usa eso como argumento. ¿Cómo me van a llamar a mí dictador si aquí ha habido no sé cuántas elecciones y además hay libertad de expresión? Ése es el argumento de él. —¿No hay presos políticos? —Sí, presos políticos sí hay y perseguidos también. Precisamente una frase genial del que era Defensor del Pueblo fue aquélla de que “aquí no hay presos políticos, sino políticos presos”. —Y pensar que ésa es una construcción lingüística cuya significación cambia al mover la posición del adjetivo. —Sí, pero significa lo mismo. Yo lo que creo es que un país donde no hay poderes públicos, ya que están totalmente dominados por el presidente, no es un país; es otra cosa. El dominio es tal que él no necesita dar órdenes sino que la gente lo complace de antemano. Le adivinan lo que él quiere y se adelantan y a veces se adelantan más que él. Es una cosa vergonzosa. —¿Cuál cree usted que debe ser el papel del poeta y de la poesía en estas circunstancias? —Hay algo que yo no entiendo y es cómo él tiene apoyo de intelectuales, de escritores, de poetas, porque para mí ésta es una especie de barbarie que no sabemos hasta dónde va a llegar. Hay una presión tanto interna como externa que lo frena un poco; porque es muy difícil frenarlo. Pero para mí es como la anticultura y, sin embargo, hay poetas y escritores que están con el proceso. —Para una persona como usted, que militó políticamente en la izquierda* y que inclusive tuvo que ir al destierro, ¿qué diferencia ve? —Por eso es que los conozco bien. En esa época, la impresión con los comunistas que yo trabajé era de gente honesta, creían en eso. Yo nunca los descubrí en una acción deshonesta. Pero claro, potencialmente estaba presente el peligro. Yo recuerdo que hablando con un camarada, dirigente comunista de allá de Lara, yo le dije pero por qué nosotros no ayudamos a alfabetizar *

Rafael Cadenas militó en el Partido Comunista, al cual abandonó hace más de cuarenta años. (N. del E.) 33


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a la gente. Entonces me dijo, no, eso cuando la revolución se haga. Alfabetizamos entonces. Ésa es la idea que han tenido siempre. Es la idea del futuro siempre. Hay una frase tremenda de Schrödinger, el físico: “lo único que no termina nunca es el presente”. El presente está dentro de un millón de años en el futuro o hace dos mil o diez mil. Siempre es el ahora, porque todo lo demás termina, las galaxias terminan, el mismo universo (hoy se habla de universos paralelos). —¿Cree que el socialismo de los años cincuenta o sesenta era más un socialismo utópico mientras que el socialismo del siglo XXI es más pragmático o inmediatista? —Los partidos comunistas sencillamente seguían las indicaciones de Moscú. Lo que decía Stalin se hacía en el mundo entero. Eso se ha venido abajo y ha habido modificaciones. Por ejemplo, lo que existe en China ahora es un capitalismo salvaje; ese sí es salvaje de verdad. No el capitalismo europeo. [Los chinos] no tienen idea de lo que es el capitalismo, lo están inventando. Ellos son unos trabajadores increíbles. Un amigo que vivió mucho tiempo en la China no comunista me hablaba de eso: que los chinos son increíbles como trabajadores. Para ellos una jornada de doce o catorce horas no significa nada; eso lo aceptan tranquilamente. —Pero en Venezuela se están proponiendo jornadas laborales de seis horas. —El problema que tenemos, y que ha ocurrido, es que no tenemos un proletariado fuerte ni un empresariado vigoroso, y además este hombre ha debilitado todo. Se habla que han desaparecido, de doce mil empresas que había, unas seis mil. ¿Qué más queda del comunismo? Cuba, que ya sabemos cómo es. Aquí lo que predomina es la marginalidad. Esa marginalidad recibe dádivas; gente con un nivel bajísimo que no tiene idea de sus derechos. Entonces le agradece al presidente esas dádivas. Falta mucho tiempo para que logremos una nueva conciencia en ese sector de la población, incluso en la clase media. Yo creo que esa clase media, así como la democracia, tiene mucha responsabilidad en lo que ha pasado porque no educó a la gente, le faltó una actitud didáctica. Se hizo mucho, es cierto. Pero nunca vi a un político explicándole al pueblo: “Miren, el Estado es esto y lo que se entiende por gobierno es esto”; qué es el congreso, qué son los poderes públicos. Esa cuestión elemental. —¿Y usted cree que este proceso lo está haciendo? 34


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—No. Lo está haciendo pero de manera parcializada, porque lo que él y su gente plantean es lo que a ellos les interesa. ¿Qué es lo que hacen? Atacar a la democracia, atacar al capitalismo, atacar los regímenes más civilizados y plantear un socialismo. En la educación el pueblo es muy difícil. Ellos, por ejemplo, editan libros, muchísimos y baratísimos, pero ¿quién lee esos libros? Ése es el asunto. A uno le cuesta en la universidad que los estudiantes lean, imagínate el caso de los demás. —En En torno al lenguaje, usted insiste en el problema de la lectura. Usted critica a la educación en su expresión “la gramática va en contra de la lengua” ya que no es la única vía para enseñarla, pero reivindica el placer de RAFAEL CADENAS la lectura. —Hay nuevos analfabetas. Yo soy un analfabeta en términos de tecnología; en cambio la nieta nuestra, que tiene siete años, es una “alfabeta” porque domina el aparato y las nuevas tecnologías. —¿Qué diferencia ve entre su “analfabetismo crítico” y el consumidor de tecnología que no puede discernir entre una buena fuente de información y otra que no lo es? —Estoy pensándolo porque al final uno termina cediendo. Yo tengo que ponerme a aprender algunas cosas. Por lo menos a escribir y a mandar. Sé que no es difícil. Pero mi nieta tiene que aprender a leer. —Alguien ha dicho que hay una nueva Era, aún más angustiante, que es de generación y difusión de conocimiento. ¿De qué manera el escritor y la nieta (las nuevas generaciones) asumen ese reto y cómo queda la lectura en este nuevo horizonte tecnológico? —La lectura no desaparece, tampoco el libro. Hay personas que sostie35


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nen que el libro va a desaparecer y lo dicen precisamente en la época en que se editan más libros. No creo eso. Es que todos los días se producen libros. Recuerdo el libro de Gabriel Zaid que se llama Los demasiados libros. Ocurre en esta época en que estamos viviendo una situación que puede convertirse en tragedia. ¡Ojalá no! Aquí se presentan por lo menos tres libros semanales. A mí no me alcanza el tiempo para ir a las presentaciones de libros. Lo que quiero decir es que el movimiento cultural es fuerte, por lo menos en ese aspecto. —Ahora, ¿quién publica esos libros? —Hay varias editoriales; luego están las publicaciones que hace el gobierno mismo, que son publicaciones dentro de esa corriente porque son muy sectarios. [La actual situación política] ha servido como de estímulo para desarrollar una labor crítica. —Google ha anunciado que dentro de cinco años se podrá acceder a través de su portal a todos los libros de la Biblioteca del Congreso. —Yo no podría leer un libro así. A mí me parece muy útil cuando te interesa parte de un libro. Eso sí, pero no el libro completo. Incluso para las personas acostumbradas será muy difícil. Esto expresa posibilidades enormes. Yo no estoy contra eso. Tú recuerdas que el mismo Octavio Paz hablaba que había que utilizar la televisión. Pero no se hace. Hay la idea de que un programa de tipo cultural es fastidioso. Bien hecho no es fastidioso. Yo he visto programas en televisión, por ejemplo en Inglaterra, donde tres profesores discuten sobre un poema. Eso se puede hacer, pero no interesa. ¿Qué quedó de eso? Claro que se editaron libros como Valores humanos, pero Uslar Pietri no fue didáctico en el sentido amplio. Yo pienso mucho en esto que estamos viviendo cuando hablo con alguien de un país latinoamericano. Siempre digo “Cuiden su democracia aunque sea mala”, porque tienes la posibilidad dentro de la democracia de ir modificando cosas, pero en un régimen como el cubano, no. Allí manda Fidel Castro y punto... y la televisión totalmente controlada. No hay periódicos. La gente no puede viajar. Por eso les digo a estos amigos “defiendan la democracia”. Generalmente dentro de las democracias hay corrupción, pero también hay sanción. Eso lo ve en los países europeos. El problema nuestro es que no hay sanción. —El problema es cómo el proceso se ha tergiversado y parcializado. 36


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—Hay unas inmoralidades aquí. No hay justicia. Todo eso lo maneja ya sabemos quién. Otra de las grandes inmoralidades es la diferencia de los sueldos; lo que gana, por ejemplo, un miembro del consejo electoral, el fiscal, el contralor. Son sueldos millonarios. Ellos ya son millonarios. Uno siempre habla de Chávez, pero se tendría que hablar de “ellos”, porque son miles de personas que se benefician. Es la famosa nueva clase. Si hubiera un verdadero cambio, habría que darle un sueldo digno a los maestros, los médicos, las enfermeras, los policías, la gente que barre las calles. A esa gente hay que subirle el sueldo para que pueda vivir bien. El otro día presenté el libro de un poeta polaco en una sala de la Universidad [Central] y después en la [Universidad] Católica, y en la sala le sugerí al rector que reeditara el libro de Milovan Djilas que se llama La nueva clase. En la presentación yo decía que es una ley de la historia porque en todas las llamadas revoluciones ha surgido la “nueva clase”, que no es el pueblo, es una clase reducida. Tal vez otra ley de la historia es el culto a la personalidad. Una idolatría a los jefes que encuentras en todos los países ex-comunistas. Otra cosa tan evidente es que la tal revolución ha fracasado en más de cuarenta países, porque tienes que incluir a los países que formaban parte de la Unión Soviética. En esos países fracasó. Djilas se da cuenta de lo que está pasando, siendo comunista y compañero de Tito. Entonces escribe ese libro y su gran amigo lo pone preso. Pasa cuatro años preso y torturado. En una entrevista, hasta aconseja cómo defenderse de la tortura. Dice que cuando lo torturaban (él sabía que no lo iban a matar porque generalmente la tortura no busca eliminar a la persona sino el sufrimiento) soportaba eso fijando la vista, concentrándose en una mancha que había en la pared. En esa entrevista relata que fue a hablar con Stalin porque estaba escandalizado porque los soldados comunistas saqueaban y violaban. Claro, él pensaba que era un ejército diferente; curiosamente, dice que el ejército inglés no hacía eso. Eran los comunistas. Le dice a Stalin eso y Stalin le dice: “usted sabe que ellos han luchado mucho; entonces tienen derecho a divertirse”. Ésa fue la respuesta de Stalin. Lo que se necesita, apartando el término revolución, es sentido común, resolver los problemas. —Volviendo al problema del poeta y la poesía, ¿cuál debería ser esa actitud para Rafael Cadenas frente al lenguaje y al poder? 37


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—Como ciudadano, cada vez que tengo la oportunidad, expreso la idea sobre lo que está pasando hasta donde se pueda. Espero que no llegue el momento en que uno tenga que apartarse. ¿Cuáles son las dos actitudes? La de los que apoyan el régimen, y que tampoco discuten, no hay diálogo, no hay discusión; otra actitud es la del que está en contra pero no hace nada porque quizás considera que no tiene mucho sentido. Una amiga escritora, para defenderse (porque esto invade el espacio síquico), dice que ella lee la prensa el fin de semana y trata de no ver programas de televisión. Porque trata de protegerse ya que este personaje está presente en todas partes. Ése es también un rasgo del fascismo. La imagen en todas partes, avasallante. La otra actitud sería la de unos amigos que escriben, que hablan en público sin ser políticos pero entran en lo político. —No ha mencionado usted, volviendo a Kraus y Steiner, el problema del silencio como opción. —Fíjate que pasaba en los países comunistas. Yo creo que es algo parecido, con la diferencia de que allá los que tenían una posición como la que tengo yo paraban en la cárcel. Por ejemplo Vaclav Havel, quien era un intelectual, autor de obras de teatro, de ensayos, el destino lo llevó, cuando hubo cambio de régimen, a ser presidente. Él estuvo preso un tiempo. Queda de ese periodo un libro: Cartas a Olga, cartas a la esposa, que tenían mucho que ver con su vida en la prisión, la vida cotidiana en la prisión. Así como hubo esa actitud, hubo la de otro poeta checo, el autor de Una noche con Hamlet [Vladimir Holan], que escribe una poesía bastante hermética. Él se retiró a escribir poesía. No participó ni nada. Lo que te quiero decir es que caben muchas actitudes. —¿Y frente al deterioro del lenguaje? —Eso no le preocupa a los escritores, por lo menos no como a mí. De pronto yo agarro un tema. El uso de la palabra “tema” es tan excesivo que sustituye a un montón de términos. Yo di un discurso sobre el lenguaje fuera de la universidad y ahora te doy un papel que le di a los estudiantes. No sólo se abusa de la palabra “tema” sino que se usa mal. Oyes expresiones tan absurdas como ésta: “Nosotros los caraqueños estamos azotados por el tema de la delincuencia.” No estamos azotados por el “tema” sino por la “delincuencia”. Es no querer hablar de la cosa real. Lo oyes constantemente: “El tema es que hay que votar.” En esos casos esa palabra es innecesaria. Hice una 38


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lista de términos que se pueden usar, tales como “asunto”, “cuestión”, “punto”. Son muchísimas las palabras. Eso se nota sobre todo en la gente de la televisión y la radio y los invitados. Estos muchachos alcaldes no sueltan la palabra “tema”. ¿No les gusta la palabra “asunto”? Cito un verso de Miguel Hernández que dice “voy de mi corazón a mis asuntos”. Noté en El dardo en la palabra, de Carreter, que él se burla del uso de “tema” y a cada rato dice perdonen que no hable de “tema” porque en España también está ocurriendo eso. —¿Que tal el problema con los neologismos como “aperturar”, “accesar”? —Son palabras innecesarias. —¿Usted no le perdona a los lingüistas lo de que “todo vale”? —Yo creo que ellos deberían preocuparse más por el problema del lenguaje en forma corriente, no tan técnica. Yo les decía allá en la escuela, cuando estaba activo: “ustedes sostienen eso teóricamente, pero cuando van a corregir el trabajo de un estudiante tienen que hacer las mismas correcciones que yo haría.” Creo que deberían participar más en esa defensa del idioma. Por supuesto, sabemos que el idioma cambia, y ahora va a cambiar con más rapidez por la aceleración que vivimos. Ése es el peligro precisamente. Pero es muy difícil atajar esas cosas. Hay dos fuerzas: una conservadora y otra renovadora, en muchos planos; por supuesto, en el lenguaje también. Entonces uno tendría que buscar un equilibrio. En mi caso, ser conservador pero tomar en cuenta lo nuevo que vaya surgiendo. —Frente a esta especie de verborrea o logomaquia usted propone en Ars poetica una especie de esencialismo, de minimalismo, de utilizar la palabra justa. ¿Cuál es el peso del aforismo, de esa mesura en el lenguaje cuando estamos arrollados constantemente por este tropel de palabras con muy poca sustancia. —Ars poetica sobre todo alude a la verdad, pero sobre todo a la verdad en uno. —¿Y a la verdad que hay en el lenguaje? —“Exactitudes aterradoras” es una expresión muy cíclica. —“Si no veo bien, dime tú, tú que me conoces, mi mentira, señálame la impostura, restrégame la estafa” (de Ars poetica). 39


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Hacia el castillo MARIANNE GRUBER Traducción de Francisco Díaz

Cuando K. despertó era temprano en la mañana. Se estiró sin cambiar de posición y miró asombrado la luz mortecina del día. El cielo estaba cubierto por una especie de velo de ceniza y plomo, cuya opacidad trataba de perforar un sol pálido. Allá en lo alto nada se movía. K. permaneció mucho tiempo inmóvil, mirando directamente hacia arriba, con los ojos clavados en el aparente vacío. Su mano izquierda descansaba en la nieve, y su cuerpo estaba cubierto por una montaña de pieles y mantas que olían a moho y podredumbre. Había pasado entonces la noche a la intemperie, en un rincón situado entre la casa de vivienda y los establos de algún edificio ruinoso. Como un perro, pensó, sorprendido de que su deterioro personal hubiera llegado al punto de permitirle mostrar su miseria sin vergüenza alguna. ¿No le habían aconsejado alguna vez ser más modesto? O quizás eso fuera todavía parte de un sueño que lo había rozado al despertar. Le vino a la mente el nombre Frieda. Y cierta posadera. Aún le resonaban en el oído las palabras que ésta le dijo, palabras escuchadas en el sueño: mañana me traerán un vestido nuevo, tal vez te haga llamar. Ella no lo había hecho llamar. Su mirada se detuvo en un hombre que estaba parado a sus pies y se inclinaba sobre él, contemplándolo con la boca abierta, junto a una mujer cuya vestimenta era anticuada, aunque no careciera de distinción. Ya lo ven, dijo la mujer, al notar que K. movía los ojos, ha vuelto a despertar. Todo no era más que habladurías. Mientras así se expresaba, lanzaba miradas de reproche hacia los que estaban allí. Por qué no hubiera debido despertar de nuevo, murmuró K., tratando 40


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de incorporarse; pero las pieles y mantas impregnadas de barro y nieve, apelmazadas por la helada nocturna, lo envolvían como una coraza impidiéndole todo movimiento. Tenía la cabeza pesada y se sentía aturdido como si antes de dormirse hubiera bebido demasiado vino de ese que solían diluir los posaderos, agregándole ingredientes de todo tipo para ocultar el sabor del agua. Por qué no hubiera debido despertar de nuevo, repitió, todavía aturdido. La mujer no se dio por enterada de la pregunta. Qué atrevimiento, dijo. Primero el susto porque el castillo no nos informó nada de su inminente fallecimiento, y ahora despierta de manera completamente normal, y para colmo aquí. El castillo, preguntó K. El castillo, sí, respondió la mujer en tono desagradable. Los presentes seguían con la vista clavada en K. Otros se sumaron al grupo; sobre todo dos de ellos le llamaron la atención. Se parecían como si fueran gemelos y le apuntaban con los dedos al modo de niños mal educados. Ja, dijo uno, y el otro repitió: ja. K. trató nuevamente de liberarse de su encierro. Hizo presión con las rodillas contra las pieles, martilló el suelo con los talones y con movimientos rítmicos del tronco dio empujones contra la coraza que lo encerraba y restringía sus movimientos. Debía ser cómico verlo allí sacudiendo la cabeza para conseguir al menos aflojar aquella apretura que le daba la sensación de que nunca más podría liberarse y de que pronto ni siquiera le sería posible respirar. Pero mayor aún era su temor de que perdieran el interés en él y lo dejaran librado a su inmovilidad, ahora que sabían que su estado no tenía nada de particular y que no se encontraba agonizando. He estado soñando, dijo, tratando de despertar el interés de los presentes —al menos que no lo dejaran solo—, y pensó en la fugaz impresión que siguió a su despertar. Había sido un sueño sin recuerdos, que supuestamente sucedía en su patria. Cuando uno está en lugares lejanos se supone que sueña con su patria y olvida lo soñado en cuanto abre los ojos, a no ser que despierte de manera completamente voluntaria y lenta en un espacio sin tiempo. Sin embargo, lo habían despertado las miradas clavadas en él. Trató de nuevo de incorporarse, pero volvió a fracasar bajo las miradas de los presentes, que al parecer se estaban divirtiendo. Los dos hombres que tanto se asemejaban entonaron una extraña cantilena. No se muere, no se muere, no se lo permiten. Ja. 41


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Es qué últimamente se necesita una autorización para morir, preguntó K. rebelándose. Últimamente, repitió sin dirigirse a él la mujer, que le tenía clavada una mirada severa. Ya lleva bastante tiempo en el pueblo y sigue sin comprender. Y en adelante tampoco comprenderá nada. ¿Bastante tiempo aquí? Verdaderamente K. no comprendía nada. Las palabras parecían venir de lejos, carentes de sentido, como la escena en su totalidad: el estar acostado allí. La manera cómo le hablaban. De lo que hablaban. Tal vez no hablaban con él en lo absoluto. Pero en aquel momento todo eso le parecía secundario. Lo único importante era que aquellas personas se habían quedado allí. Como fuera. Y ya que se habían quedado allí, podía esperar que después de todo, cuando se rieran de él y lo atormentaran por un tiempo, cuando se aburrieran de aquella situación, podría convencerlos para que lo liberaran. Qué historia, dijo la mujer haciendo un gesto desdeñoso con la mano, dispuesta a apartarse. Esto no es ninguna historia, replicó K., para atraer de nuevo hacia su persona la atención de los que allí se encontraban. Y no puede hablarse de morir, más bien, si queremos hablar del asunto, se trata de reflexionar sobre una historia como si ya uno hubiera muerto pero todavía no lo hubieran enterrado. Mientras no se está enterrado, queda algo de uno en el mundo, algo que se sabe más cercano a las cosas de lo que haya estado nunca antes. Un hombre se acercó y examinó a K. con mirada penetrante, exenta de curiosidad y sin embargo llena de simpatía, pero de pronto esa mirada se apagó, y dijo con ojos tristes: bien sabemos que debíamos haber enseñado eso. ¿Pero cómo hacerlo? ¿Ha pensado alguien en lo imponente que es aquí la nieve, no sólo el castillo y el camino que lleva hasta él? Todo aquí es imponente, y si contra toda prudencia uno se atreve a alzar la cabeza, se siente abrumado por completo y no puede hacer otra cosa que seguir callando. Ni siquiera perdura el recuerdo. También yo una vez... Sí, sí, a nuestro maestro le gusta filosofar, lo interrumpió la mujer. El maestro filosofa, y el señor de aquí, dijo señalando a K., sueña, y mientras tanto la gente como nosotros se preocupa por causa de ellos, descuida el trabajo y desatiende lo necesario. ¿Acaso ha soñado el señor con palomas asadas que le caen en la boca? 42


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He soñado que volvía a mi patria, dijo K., que entonces se interrumpió y examinó a la gente y las cosas que lo rodeaban, en cuanto se lo permitía su posición. Una niebla densa cubría el pueblo, de las casas apenas se distinguían más que unas siluetas borrosas, pero cabía suponer que estaban juntas unas a otras, formando una hilera que tenía su comienzo y su final. Estaban allí como en su sueño. Y había un castillo, como pudo escuchar, y personas —como en su sueño—, aunque también allí eran diferentes a esta gentuza repugnante que le tenía clavada la vista y se regodeaba en su desamparo. Obedeció un inesperado impulso de cólera ligera y dijo, más con ánimo de juego que con real rudeza: he soñado que lo necesario sucede, tal como se ha ordenado. Y qué sería lo necesario, preguntó con una entonación semejante la mujer, que al parecer no era ninguna campesina. Se había convertido definitivamente en la voz de los lugareños, que respetaban esa condición sin contradecirla, hacía resaltar su papel con todo tipo de bailoteos grotescos, y exhortaba a los presentes a que la imitaran haciéndoles señales con las manos. Y se prestaron a eso de inmediato, hicieron muecas, remedaron los convulsos movimientos de la cabeza de K. y prorrumpieron en lamentos. K. se dejó caer hacia atrás, absorbió el aroma de aquella región y trató de calmarse. Ahora comenzaban a moverse las cosas en el cielo. El sol se abrió paso a través de la capa de nubes, penetró en sus pupilas descubiertas causándole dolor y fue disolviendo la niebla que se extendía sobre aquel lugar. La belleza informe de la luz tenía en sí algo deprimente en su aparente ilimitación. En una fatalidad dorada como aquella, era fácil perderse sin darse cuenta. ¿Acaso no yacía moribundo, no estaba impedido de moverse, casi ciego, no tendrían razón los aldeanos y el castillo? K. cerró los ojos. No, murmuró, 43


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y aquel no lo tranquilizó por unos instantes. No había motivo de preocupación. Una vez más era sólo un sueño, un simple sueño. En algún momento despertaría en una cama con una sábana blanca y fundas blancas y reflexionaría sobre aquellas extrañas imágenes, trataría de descubrirles un sentido oculto, para encontrar quizás lo contrario, una cadena de casualidades a la que se atribuía arbitrariamente un significado, o también para descubrir que el sentido consistía en la falta de sentido de las imágenes; un esfuerzo que bien podría equivaler al intento de hacerse de una visión de la vida en la cual ésta conservara sus naturales y graves ascensos y caídas, pero al mismo tiempo fuera reconocida como una nada, como un sueño, como un estar flotando. Como un sueño, repetía sin palabras, como un estado de suspensión para despertar en un cuarto blanco, en una cama con vestidura blanca. Y entonces le pasó por la cabeza que probablemente el blanco, aunque carente de sentido, podría significar algo, posiblemente el final de los colores. ¿Eso no sugería el final de todo? Entonces soñaría precisamente su propia muerte y también tendría que sufrirla si seguía soñando. Pero no era un sueño. Conocía a aquella gente aunque le fueran extraños, conocía la calle, las casas, el rincón donde yacía, aunque no reconociera nada. Todo aquello existía y permanecería, nada podría apartar las sombras, las figuras, las miradas. Observó con un temor creciente a la gente del pueblo. ¿Cómo había ido él a parar allí? ¿Cuándo? Y sobre todo, ¿por qué? ¿No había partido de su país con un plan definido, con un proyecto y con esperanzas, que a juzgar por su situación probablemente debió abandonar por completo. Todo movimiento que percibía, toda imagen le recordaba lo olvidado, aquello de lo que ya no tenía recuerdo alguno. El castillo, la eterna añoranza. Ningún padre le había hablado de eso, y sin embargo le parecía que se hubiera puesto en camino por orden de un padre, para someter a prueba algo que era inescrutable. Basta ya, dijo en voz baja, pero los que lo rodeaban no se detuvieron. Unos animaban a los otros, bailaban alrededor de él en semicírculo y probablemente hubieran cerrado una rueda a no ser por la pared de la casa. Sólo una joven permanecía apartada, pálida e inmóvil, con la cabeza baja. Los demás chillaban y de vez en cuando tiraban de la coraza que los encerraba, aunque sin tratar en serio de romperla. Por último parecieron haberlo olvidado casi por completo y se alejaron, un montón de gente que bailoteaba, 44


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gemía y se convulsionaba, que había descubierto un nuevo juego y se entregaría a éste hasta extenuarse, mientras la angustia de K. aumentaba y hacía que el día se detuviera. Le daba la impresión de que el día llevaba horas detenido, aunque el cielo hubiera cambiado y el lugar comenzara a disolverse definitivamente bajo su resplandor. En ese cielo se sostenía inmóvil un pájaro negro, del otro lado de la hilera de casas que al ser bañadas por la luz sólo se percibían en silueta, como antes cuando había niebla. Y allí estaban aquellas otras sombras, la gente, y en el centro, en un cráter de asco y desesperanza yacía él, K., a merced del padre, del castillo de todo el mundo y de sí mismo, para admitir que no se había presentado a la prueba. De pronto todo comenzó a moverse, el horizonte, la calle y el suelo empezaron a girar. Y en el mismo momento en que el horror por lo que sucedía aumentaba hasta ser insoportable, se transformó en cólera. Basta ya, repitió K., sorprendido por el volumen de su voz y también porque se hubiera atrevido a alzarla. Ya es bastante grave, continuó sin bajar la voz, poner a una persona a una posición como la mía, de lo cual difícilmente puedan enorgullecerse el pueblo y las autoridades. Aún peor que haya que explicar también qué debe hacerse. ¿Acaso no es evidente? Ahora bien, increpó a los que habían quedado paralizados ante la fuerza de su voz, quizás los señores se decidan a emprender algo y liberarme de mi situación, antes de que un mensajero del castillo o un funcionario, lo que sería aún peor, me descubra aquí y tenga que ver cómo el pueblo completo se divierte con esto, en lugar de cumplir su deber, pues es esto seguramente lo que se exige de todos. La mención del castillo interrumpió el ajetreo, aunque sólo por un breve tiempo. No el pueblo completo, dijo una voz, y otra comentó: ahora de repente sabe de los mensajeros del castillo, lo cual asombró al propio K. Después las primeras manos se dieron a la tarea de romper la coraza que cubría su cuerpo, pero también esos intentos desembocaron en un juego y fracasaron. A alguien se le ocurrió traer un hacha, y a otro un cuchillo, y el grupo comenzó a imaginarse cómo se debía manejar el hacha y dónde se debía apoyar el cuchillo. Primero en susurros y dirigiendo miradas furtivas a K., y por último en voz alta, discutieron el hacha de quién y el cuchillo de quién debía traerse, si debía ser uno del pueblo o de propiedad condal, y analizaron hasta qué punto sería posible establecer una división como esa, pues 45


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en definitiva todo lo que pertenecía al pueblo también pertenecía automáticamente al castillo, aunque, intervino el maestro, que se había acercado de nuevo, existía de todos modos cierta diferencia, y sólo habría que preguntarse cuál sería y cómo describirla, en cierto sentido todo pertenecía al castillo, y sin embargo, todos sabían que los jarros de cerveza pertenecían a los taberneros, los rastrillos a los campesinos, etcétera. Por último, más por descuido que intencionalmente, el herrero liberó a K. de su penosa situación. A fin de mostrar su repugnancia por el que allí yacía, indefenso y sobre todo inútil, pues en esos términos se expresó, dio con su fuerza brutal un tirón tan violento a las pieles que la coraza estalló. K. salió trabajosamente de su encierro, como un gusano. Retorciéndose, deslizándose y por último a cuatro patas se quitó las mantas de encima. Con grandes esfuerzos obligó a responder a sus extremidades entumecidas y se levantó con dificultad. Era un acto humillante, no sólo por su dependencia hacia aquella gente, sino también por causa del hedor que salía del capullo reventado y se pegó a su cuerpo. De inmediato los lugareños se apartaron de K., algunos se taparon la nariz, y sobre todo los dos hombres que tanto se asemejaban lo hicieron con gestos exagerados de los brazos. Con el cuerpo ligeramente encorvado, cada uno de ellos extendía el brazo derecho para después de acercarlo a la cabeza en un amplio movimiento, taparse la nariz de una manera teatral con dos dedos, mientras mantenía igualmente extendido el brazo izquierdo con la palma de la mano en posición defensiva. ¿Artur y cuál más?, fueron palabras que cruzaron la mente de K., que bajó la vista para mirarse. Su propio cuerpo, que no era fuerte ni hermoso, pero tampoco feo o de algún modo deforme, aunque carecía de todo atractivo, resultaba siempre para él un descubrimiento incómodo, cuando no francamente desagradable. K. lo observó con repugnancia, ahora bajo las miradas de la gente, aquellas miradas que una vez más, como poco antes, lo llenaban de vergüenza y despertaban en él aquel sentimiento que nunca antes había conocido: la cólera se apoderó de él. Un baño, dijo con rudeza. Sus palabras provocaron nuevas deliberaciones. A todos les parecía recomendable aquel baño, y también muy necesario, pero ¿dónde, en casa de quién? ¿Y quién asumiría la responsabilidad? 46


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HACIA EL CASTILLO

Pues él mismo, dijo el herrero, y los que estaban allí asintieron ruidosamente, pero la mujer vestida con ropa elegante y anticuada, a la que alguno se había dirigido llamándola señora posadera y refiriéndose a la Posada de los Señores, tomó la palabra de inmediato. Oh, qué simpleza, exclamó, mientras miraba en círculo al cielo, al suelo y de nuevo al cielo. Si este hombre fuera capaz de asumir responsabilidad por algo, difícilmente lo hubiéramos encontrado en este estado, así que queramos o no es asunto del pueblo ocuparse de todo lo necesario. Pues para disgusto de todos y aunque esto sólo pueda aceptarse de mala gana, este individuo repulsivo que suele andar errado en todo sólo tiene razón en una cosa: no le haría honor al pueblo ni al castillo que un mensajero o quizás un funcionario descubra personalmente a K. en su lamentable estado. También a causa de los niños no sería posible dejarlo así, dijo en su apoyo el maestro, que después de la sarcástica observación de la posadera se había comportado exactamente igual que los lugareños. De nuevo se oyó un murmullo y se repitieron las miradas recelosas dirigidas a K. como un ritual establecido o al menos ensayado. A causa del hedor que despedía, K. no se atrevía a acercarse más, por mucho que hubiera querido oír lo que discutían de nuevo los lugareños. Por último, el maestro alzó la voz: por encima de todas las demás consideraciones, había que darle preferencia a la rápida solución del problema. En estas condiciones —dijo señalando a K.— sería absolutamente imposible presentarse en el castillo para efectuar una reclamación por causa de este hombre. K. podría quitarse sus prendas aquí mismo, lo mejor sería quemarlas en este lugar, debe ser posible encontrar una manta, cubrir la vergüenza desnuda de este individuo, para que recorra los pocos pasos que lo separan de la casa más cercana, sobre todo la manta es importante, por los niños. Con eso quedaría suprimida por el momento la causa principal de toda la repugnancia, sobre la manera de proceder en adelante se podría deliberar después tranquilamente con el alcalde del pueblo. Así que iban a querellarse contra él. K. oyó decir eso sin inmutarse. Esos campesinos podrían hacer lo que quisieran, con tal de que terminara aquella situación humillante. Miró hacia el castillo y vio cómo se reflejaba el sol en más de una ventana. Así que hay allí ventanas que pueden abrirse y cerrarse, y seguramente también personas que miran el pueblo desde allá en lo 47


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alto. “Todas las demás consideraciones”, repitió mentalmente una parte de lo dicho por el maestro. Evidentemente se reflexionaba mucho allí. Les daban vueltas a los pensamientos, frases y palabras, hasta que empezaban a significar lo contrario de lo que se había querido decir al principio, hasta que se volvían contra la intención original, incluso contra el que hablaba, o ya no quedaba nada de ellos. El castillo. No le parecía ni por asomo tan lejano como había dado a entender el maestro, y era extraño que él nunca hubiera llegado allí de haberlo intentado. Se irguió. La manta, dijo. Trajeron rápidamente una. A juzgar por el olor, venía de la caballeriza. K. se quitó la ropa lo más rápido que pudo. Prácticamente se la arrancó del cuerpo, mientras los presentes, que evitaban acercársele, le daban la espalda y formaban una pared, esperando hasta que se desvistiera y se envolviera en la tosca manta. Después lo acompañaron, formando una columna, hasta la casa más cercana, donde ya habían comenzado a calentar agua y preparaban una tina en el lavadero. Todavía le queda un atado de ropa en mi casa, dijo para sorpresa de K. una mujer a la que se dirigían como la posadera de la Posada del Puente, pues aparentemente había dos posadas en aquel poblacho. En el desván se encontrarían probablemente un pantalón, una chaqueta y botas. Voy a traerlos, exclamó la posadera, y partió a toda prisa. También encontraron pronto un pedazo de jabón. K. se sentó en la tina y una de las campesinas, mujer ya vieja, de enérgicos movimientos, comenzó a cepillarlo. Lo lavaba como a un niño, cuidando de que también se portara bien, como correspondía a una criatura, y K. la dejó hacer, con esa obediencia fingida propia de los niños temerosos o tímidos. 48


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Ahora todo de nuevo, dijo la campesina, que comenzó una vez más el procedimiento de limpieza. Lo enjabonó, le pasó el cepillo y comenzó a lavarle el cabello una vez más. K. apoyó la espalda en la tina, con la cabeza bien inclinada hacia atrás, mientras le corría por los cabellos y la cara el agua caliente, que cambiaron varias veces, y sintió cómo al estar envuelto en el calor bienhechor la frialdad que había dentro de él empezaba a deshacerse. Cedió la rigidez en sus articulaciones, y sintió la cabeza agradablemente despejada. De esa manera, abandonado por completo al calor y a los cuidados de la aldeana, aunque ésta no se los prodigara de buena gana, dormitó un poco hasta que lo despertó la voz de la mujer. Está bien ya, dijo ella. También hay aquí ropa interior limpia y las otras prendas. Es ese mi atado, preguntó K., y la aldeana le dijo que sí. Mis prendas, repitió, y ella le respondió malhumorada: claro que sí, ¿no se lo estoy diciendo? K. salió del agua, tomó una toalla que habían puesto a calentar en la estufa y después se vistió cuidadosamente. La aldeana lo observaba sin curiosidad y también sin sorprenderse de que las prendas que K. se estaba poniendo fueran mucho más elegantes que las que usaba anteriormente. La mujer miró con indiferencia su camisa de seda y la chaqueta de terciopelo. Cuando se la puso, ella abrió la puerta de un golpe y exclamó: está listo, es vuestro. K. salió a un mediodía radiante. Desde el lugar donde estaba veía brillar el castillo a lo lejos. La torre, que ahora podía ver, se asemejaba a la torre de su sueño, del cual lo habían despertado los habitantes del pueblo. Ahora volvía a recordar. Había estado en camino, hacia cualquier parte, evidentemente sin una meta definida, y el parecer fue así que llegó hasta allí. En sueños el edificio que se alzaba en una colina sobre otros edificios le parecía frágil, como si lo hubiera dibujado la mano insegura de un niño. Ahora se le presentaba como un indicador de camino al que era preciso seguir. De repente, le parecía que aquel día había sido creado para continuar su camino y superar todos los obstáculos. Se sentía el cuerpo ligero, como liberado de un peso insoportable, y la luz brillaba con un resplandor benigno y lejano. Pero entonces sopló el viento trayendo los olores de la región, que parecían mezclarse con otros aromas y olores venidos de muy lejos, mensajeros de 49


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una lejanía triunfante y a la vez dolorosa, a cuya absurda seducción uno estaba expuesto para extraviarse en ella, para extraviarse cada vez más y olvidar y ser olvidado. K. se entregó por completo a la sensación que despertaban en él aquellos olores, con la esperanza de que esa sensación lo absorbiera y en un proceso de disolución lo transportara a algún lugar donde ya no llegaría ninguna idea. El día había comenzado sin él, la noche comenzaría sin él. Todo comenzaría y terminaría sin él y mientras tanto existiría, sin que fueran visibles un comienzo y un final. Aquellos individuos podrían hacer con él lo que les viniera en gana. Se dirigió a ellos con ánimo apacible. Y ahora, preguntó. Eso lo decide el castillo, respondió el maestro. ¿El castillo? K. miró hacia la elevación. Entonces me presentaré allí. La mujer que desde el primer momento había hablado a nombre de todos se echó a reír. Vuelve a jugar el viejo juego con nosotros. Este granuja. El castillo te hará saber lo que debe suceder, si es que algo debe suceder. ¿Y hasta entonces? Hasta entonces, hasta entonces. Miradlo, exclamó la mujer. Y de nuevo le clavaron la vista como si fuera un animal extraño, o peor aún: como si fuera una enfermedad. Los que así lo miraban despertaron nuevamente la cólera de K., que se irguió. Puesto que no estaba previsto nada definido, dijo dirigiéndose a la mujer en tono imperioso, llame al castillo y dígales: K. vendrá ahora.

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Heredar a Eliseo Diego ELIZABETH MIRABAL

Y

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para que Fefé y Lichi (y quizás Rapi) no se olviden de nosotros

“No hay memoria de lo que precedió, ni de lo que sucederá habrá memoria en los que serán después.” Contra esta sentencia del Eclesiastés quiso rebelarse a lo largo de su vida Eliseo Diego, y la prueba de su propósito nos queda en una obra sembrada de paradojas. ¿Por qué alguien a quien le preocupaba sobrevivir de manera más perdurable que en el recuerdo, nos hacía, a decir de su hijo Rapi, “disfrutar el mundo como si acabase de salir de la fábrica y oliera a nuevo”? ¿Cómo la persona consciente de un esplendor presto a ser descubierto a su alrededor padecía un exterior que lo desconsolaba? Puede rastrearse el origen de varias de las constantes en los textos de Eliseo Diego. Su propósito de enfrentarse al mundo con los ojos del principiante, en la curiosidad con que en la infancia domesticó el inmenso jardín al que resguardaba una gran reja de dos enormes hojas de hierro. El terror a la muerte, al vacío, a la nada, en las historias sobre el demonio y el infierno que los hermanos de La Salle en el colegio del Vedado relataban a los alumnos de enseñanza primaria y que abrumaron a ese entonces niño de “imaginación bastante viva”. Suele ser muy solemne el tono cuando se habla del grupo Orígenes, y de cualquiera de sus integrantes, como si se tratara de arquetipos antes que de personas. Por eso escoger conversar con Josefina de Diego, Fefé, para saber más de Eliseo, el autor consciente de la volatilidad del lenguaje, de todas las variantes lúdicas de la escritura, como se aprecia en las notas dedicadas a los poetas que tradujo: “A ojos de sus compatriotas y hermanos de idioma, G. K. Ches51


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ELISEO DIEGO JUNTO A SU HIJA FEFÉ EN MOSCÚ,

1981

terton puede dar la impresión de que ha comenzado a caer en el olvido. Teniendo en cuenta su peso y dimensiones corporales, semejante caída iba a resultarles por lo menos incómoda a esos caínes de hermanos suyos, siquiera por las salpicaduras que provocaría. Dudo mucho, además, que el olvido tenga calado suficiente para cubrirlo.” Terminaba pesando siempre más en él, el sentido ético y de respeto hacia los demás, así fueran figuras muy lejanas en el tiempo, por ello añade a continuación: “Confieso que las líneas anteriores pecan de ligereza…” Si bien en todo lo que escribió Eliseo Diego comprobamos el oficio (él mismo se refirió a sí mismo como orfebre de la palabra), grita la autenticidad en ese constante volver sobre sus obsesiones, de las que contribuían a rescatarlo los libros que leyó y escribió para nosotros.

—¿Qué les contaban Eliseo y Bella a sus hijos de la época en que se hicieron novios? —Siempre hablaban de eso. Hay un primer momento, en 1936, en el que papá estaba junto a Cintio en la platea alta del teatro Campoamor, durante una conferencia de la Hispano-Cubano de Cultura que dirigía Fernando Ortiz —después lo recordaría—, y vio sentadas abajo a dos muchachas que llevaban unas boinas. Una de ellas subió y devolvió un libro de Gabriela Mistral a Cintio, quien las conocía, pero poco. Ésa fue mamá. Papá no la volvió a ver hasta el encuentro en la Universidad, en 1940, cuando él estudiaba Derecho. Cintio le dijo: “Te quiero presentar a una muchacha muy bonita e inteligente. Ella viene con su hermana.” Y en el encuentro con Bella y Fina, papá hablaba todo el tiempo con mamá, y contaba que de pronto se sintió mal. Pensaba que la muchacha a la que Cintio se refería era mamá y 52


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HEREDAR A ELISEO DIEGO

que lo estaba traicionando, pero se trataba de Fina. Me parece que fue de regreso de un viaje a Matanzas en tren cuando mis padres se hicieron novios. Sospecho que un jueves de octubre de 1941, porque en sus cartas hablan de “nuestro día, el jueves”. —¿De dónde surge la denominación de Agustín Pí de El Turco Sentado a las veladas diarias en casa de las hermanas García-Marruz? —Nunca se supo bien. Mamá y tía Fina vivían en el centro de La Habana: en los altos de Neptuno 308 entre Águila y Galiano, un edificio que ya se derrumbó, y en esa casa se reunían papá, Cintio, Agustín, Gastón Baquero, Octavio Smith, el padre Ángel Gaztelu, Virgilio Piñera. Lezama nunca fue. Eran jóvenes de 20, 21 años, que aparte de leer sus primeros textos, todo muy serio, escuchaban música, jugaban, hacían chistes. Papá cantaba una ópera en alemán, idioma que no sabía, y no era muy musical que digamos, nada afinado. Tampoco en materia de baile sabía dar un paso. Un poema de En otro reino frágil: “Versos para El Turco Sentado”, se lo dedica a Agustín Pí (mis hermanos y yo le decíamos “tío Agustín”). —¿Por qué Eliseo Diego afirmó que nunca fue un joven, sino de máscara? —Desde jovencito estuvo bajo tratamiento siquiátrico. Incluso, durante el noviazgo, papá se separó de mamá porque decía que no la iba a hacer feliz. Se fue a vivir a una propiedad de su familia en Cayo Smith, en Santiago de Cuba, con los pescadores. Sólo tenía 23 años y ya lo venían acorralando todas sus obsesiones con la muerte, la religión, tormentos que se ven en su poesía. En las cartas de entonces se nota muy triste, no la menciona a ella. Alguien como papá, con una sensibilidad, diría que a flor de piel, a veces sufría demasiado, lo agobiaban los misterios de la vida. —¿Fue Bella con usted y sus hermanos tan librepensadora como lo había sido su madre con ella y con Fina? —Mamá siguió esos pasos de mi abuelita —que fue una adelantada, pienso yo— en el sentido que respetó nuestros deseos, nuestras individualidades. Imagino que, en la intimidad con papá, hablara todo lo de sus hijos, nos criticara. Nunca intervino en nuestras decisiones de qué íbamos a estudiar o con quién salíamos. Claro, le preocupaba si era una buena persona o no, pero no era una madre metida. Lo único que hizo fue querernos mucho, cuidarnos, 53


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educarnos lo mejor que pudo. No fue impositiva, al contrario, creo que pecó un poco de liberal. Quizás en algún momento uno necesitó que lo regañaran, y ella generalmente no lo hacía. Porque por encima de todo, eso fue lo que siempre quiso en su vida: tener sus hijos. Siempre lo dijo, era su alegría más grande. Disfrutaba la poesía, disfrutaba la música, pero no tenía esa inquietud por ser creadora en un grupo donde todos lo eran. Nunca sintió complejo ni mucho menos, fue una mujer muy plena con su familia. Papá y mamá se casaron en 1948 (fueron novios durante casi ocho años) en la iglesia del padre Gaztelu, en Bauta. De la ceremonia, irían a su apartamento, antes de continuar de luna de miel en Nueva York, Washington y Miami. Pero mamá desvió el trayecto —papá contaba esto un poco molesto siempre— y quiso pasar por Villa Berta, en Arroyo Naranjo, y visitar luego a los descendientes de Eliseo Giberga y su esposa María del Calvo (ya fallecidos), quienes le habían regalado esa finca a mis abuelos, Constante de Diego y Berta Fernández-Cuervo. Eliseo Giberga, el autonomista, era hermano de la abuela materna de mi papá. Mis padres vivieron los dos primeros años de su matrimonio en el Vedado, porque Villa Berta todavía permanecía alquilada. Para mamá significaba algo muy solemne pasar por la casa y saludar a esa familia antes de ir de luna de miel. Existe una fotografía de la primera vez que papá llevó a mamá a Villa Berta, y papá la mostraba: “Ésta es la foto que yo hice a tu madre el día que pasamos por Villa Berta y ella dijo que quería que sus hijos se criaran aquí.” —¿Conservaba Eliseo el mapa del jardín que había hecho cuando niño? —Ese mapa no lo vi nunca. Cuando empecé a escribir El reino del abuelo, fue muy curioso, porque dibujé un mapita para ubicarme en los lugares que recordaba, y cuando se lo enseñé a papá, me dijo: “No, ése no es el jardín.” Entonces hizo su mapa con el jardín que conoció de niño, con todos esos frutales que sembró mi abuelo Constante para él. Porque el jardín había cambiado cuando mis hermanos y yo fuimos a vivir allá. —Lichi asegura que la infancia de su padre en Villa Berta, a diferencia de la de ustedes, fue mucho más triste —Papá fue hijo único. Su medio hermano, siete años mayor, Constantico, no vivía con él. Se describía como un niño solitario en medio de ese jardín: jugaba a los soldaditos, leía, y también percibía un problema familiar del cual nunca le gustó hablar, por la relación difícil entre su abuela materna, Amelia 54


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HEREDAR A ELISEO DIEGO

Giberga, y su padre. Amelia era una catalana aristócrata y mi abuelo un campesino humilde de Asturias, dueño de una joyería cuando conoció a abuela. La había heredado de su dueño, otro asturiano, abuelo trabajaba con él y Borbolla no tenía descendientes. La señora Giberga le hizo un poco difícil la vida a su hija y al esposo. Y papá, como niño muy sensible, se percataba de esa tensión. —¿Qué beneficios reconocía Eliseo Diego en ese don utilísimo de mirar su casa desde lejos, ganado en su niñez con las incursiones por la tierra de los cuentos? —Él habló de que en ese viaje a Francia se había encontrado con la Poesía en mayúscula, a través de su contacto, cuando enfermó, con el guiñol y con los cuentos de Perrault que le narraban Luigi, el maître del Hotel León de Roayat, y su esposa Olga. Nunca más supo de ellos, incluso nunca más regresó a Francia. Mencionaba siempre ese viaje, tenía sólo seis años, recordaba su casa, su jardín, sus juegos, y el contacto con esas nuevas maravillas lo ayudó a apreciar más las que le rodeaban, en un jardín también encantado, como aquel de la Auvernia. —¿Llegó Eliseo a recuperar el tiempo perdido de su infancia junto a sus hijos en la quinta de Arroyo Naranjo? —Regresó a un lugar con mucha vida, con una atmósfera agradable que no sintió de niño. Aunque se pasaba la mayor parte del tiempo en su estudio, y eso era algo para mi mamá sagrado: “Su padre está trabajando, no lo interrumpan”, se asomaba a la ventana y nos veía jugando. En las Navidades era él quien preparaba el nacimiento. Papá era un católico, lo que se llama practicante, igual que mis tíos Cintio y Fina. Mamá no tanto, era más a “su manera”, como se dice. Sobre una mesa colocaba libros y los cubría con papel color piedra, simulaba montañas, y disponía luego las figuras. Otra cosa que también le gustó siempre fueron los trencitos eléctricos. Mandó a hacer una mesa rectangular bastante grande, y con un cristalito daba la idea del lago, hizo el puente, el túnel —no sé cómo— por el que pasaba el tren, que se veía de lo más bien, puso las luces. Eso debía ser para sus hijos, pero creo que principalmente era para jugar él. —¿Cuáles claves aclaran las canciones que escogía Eliseo para dormirlos? —Su padre era asturiano y, su madre, cubana, pero hija de catalana y asturiano. Ellos lo durmieron con canciones españolas, y él hizo lo mismo con 55


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nosotros. Ésas eran las que se le ocurrían, aparte de “Duérmete, mi niño”, que la conoce todo el mundo. Las recogí en El reino del abuelo: “Ya se murió el burro, / que acarrea el vinagre, / ya lo llevó Dios / de esta vida miserable.” Hace poco escuché un disco donde un español la canta, y no es exactamente la misma letra, pero es la canción: “ya estiró la pata, / ya torció el jocico / y con el rabico decía adiós, perico”. “Papá, ¿cómo se te ocurría dormirnos con esa canción tan triste?”, le decía. Él se quedaba un rato callado: “Pero es que la parte que a ustedes más le gustaba era: turuturuturu que turuturuturu.” Es verdad. “¡Pero, viejo, la letra es terrible!” Otra, que nos cantaba, era: “No llores, no / que la vida es muy breve, / todo se pasa, / como una sombra leve.” Se las enseñó Julián Orbón; es una tonada del cancionero anónimo asturiano. Se podrán imaginar. Así y todo, mis hermanos, crueles, durmieron a sus hijos, y yo también a mis sobrinos Ismael y María José, con esas canciones, ¡qué eran las que nos sabíamos! —¿En qué consistía la participación de Rapi, Lichi y Fefé en las tertulias de los amigos de Orígenes? —Un poco que El Turco Sentado se trasladó a ese pueblito perdido en los mapas de la ciudad. Los domingos llegaban Cintio, Fina, Octavio Smith, Agustín Pí, Lezama, Julián Orbón, Cleva Solís, Samuel Feijoó, y traían a nuestros primos. Hacíamos lo que hacen todos los niños, jugar, sencillamente; eran nuestros tíos que venían a casa. Algo de lo que me arrepentiré toda mi vida, pero qué le vamos a hacer, fue un día que papá nos dijo: “Hoy viene un amigo, escritor argentino, y quiero que lo conozcan”, pero me coincidía con un partido de baloncesto. Yo tendría trece o catorce años, estudiaba la secundaria y jugaba baloncesto. Cerca de la hora, mis hermanos no sé dónde estaban, y yo: “Papá, me tengo que ir.” “No, hijita, espera, que están al llegar.” Vestida para salir, llegó el carro, la visita subió al estudio, y mamá me avisó: “Ve, que tu padre quiere que te conozcan.” Vi a Lezama, y sentado a su lado un señor al que me presentaron: Julio Cortázar. “Mucho gusto.” “¡Ah!, encantada.” “Bueno, me voy a un juego de básquet.” Dejé al señor Julio Cortázar sentado en el estudio de mi casa, se podrán imaginar. Todavía me doy cabezazos contra la pared. —Se dice que Eliseo Diego sentía celos del cariño de María Zambrano hacia Lezama Lima. 56


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—No puedo decir nada sobre eso, porque no sé si fue algo que papá dijo ni de dónde sacaron esa información. Toda la vida se habló de María Zambrano en casa como una referencia, alguien que los había marcado con sus clases en la Universidad. Ella vivió varios años en Cuba, se marchó en el 53 y nunca más volvió. En 1986, mis padres viajaron a Madrid. Zambrano hacía no mucho había regresado a España del exilio. Papá contaba que la llamó por teléfono: “María, ¿sabes quién te habla?” Y Zambrano dijo: “¡Ah, esa voz…!”, y recitó de memoria la dedicatoria de papá en el ejemplar que le regaló de En la calzada de Jesús del Monte. Se encontraron, y de ahí son las fotos muy bonitas de papá, mamá y María Zambrano. —¿Cuáles son las razones demasiado tristes que los obligaron a abandonar en 1968 la casa de Arroyo Naranjo? —El plan era conservar esa casa para siempre. Mi abuela paterna, Berta Fernández-Cuervo, la única con sentido práctico en la familia —los demás hemos sido un desastre hasta el sol de hoy—, no era rica ni mucho menos. De hecho, mi abuelo quebró durante la crisis del 29. Pero como ella (que nació en 1891 y se la llevaron muy pequeña a Estados Unidos, por la guerra) había aprendido a hablar inglés antes que español, comenzó a dar clases del idioma. Preparó un libro de texto en tres tomos, Exercises in Functional Grammar, y en la década del cincuenta llegó a ser inspectora general de los Centros Especiales de Inglés de Cuba. (Las personas de mi edad y un poco mayores recuerdan que en esos lugares se aprendía muy bien a hablar inglés.) De las entradas de los libros, y de la renta de unos apartamentos en la calle Compostela —que heredó también de María del Calvo—, unidas a su mentalidad práctica —imagino que aprendida en Estados Unidos— compró terrenos para construir en Alamar y Nuevo Vedado, además de una propiedad suya en Varadero. Lo hizo previendo el momento en que sus nietos crecieran, fuesen a estudiar a la Universidad o a trabajar, y conservaran siempre la finca de Arroyo Naranjo como casa de campo. Ése era su plan. Dos cosas mi abuela no pudo prever: uno, que las nuevas leyes revolucionarias, aún vigentes, prohibían mantener dos casas en la ciudad; y dos, que esos terrenos, los tres, cayeron en zonas que llaman “congeladas”. Creo que en el de Nuevo Vedado cavaron un refugio; en el de Alamar construyeron un edificio; y, en Varadero, debe existir un hotel. 57


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Ya desde antes la casa presentaba muy mal estado, incluso el piso de madera vieja de la planta alta tenía comején, y no había posibilidad de cambiarlo. Además del problema con el transporte. Mamá, que estaba enferma, se levantaba a las cinco de la mañana para llegar temprano a su trabajo en la Biblioteca Nacional, y regresaba a las siete u ocho de la noche, con buen tiempo. Papá tenía carro, pero no lo podía usar porque no había gasolina. Nosotros empezábamos la Universidad, y llegar de Arroyo Naranjo al Vedado, como ahora, era difícil. Cuando yo iba a la Cinemateca, mi padre me esperaba en la parada de la guagua, porque de ahí a la entrada de la casa había una oscuridad terrible. Un comandante llamado Argibáez, me parece recordar, quien murió después en un accidente, nos propuso, en 1968, una permuta cambiando propiedad por propiedad. Pensaba destinar el lugar donde se ubicaba nuestra casa para unas oficinas de la industria agropecuaria, pues quedaba cerca de avenida 100 y Calzada de Bejucal, y de unos planes agrícolas que se desarrollaban en Managua. Nadie nos obligó a permutar, fue una decisión que mis padres y mi abuela tomaron. Claro, abuela nunca estuvo de acuerdo con lo que se recibió a cambio. Porque entregamos aquella finca maravillosa con una casa enorme de dos plantas, estudio-garaje aparte y un jardín inmenso; y lo que se resolvió —que no fue fácil, nadie nos obligó tampoco— fue los bajos de una casa en El Vedado (pues en los altos vivía otra familia). Mis padres pudieron pedir algo mejor. No tuvieron en cuenta que sus hijos se iban a casar, y que a su vez iban a tener hijos. Papá y mamá dormían en un cuarto, Rapi y Lichi juntos, abuela en un tercero, y yo en otro. Se acabó la casa. Lichi después construyó en el patio. Rapi levantó una barbacoa, dormían arriba él y su esposa, y abajo estaban la cuna de Ismaelito y la mesa de dibujo. Difícil de resumir y asumir porque, como ven, el cuento es largo. Respeto la decisión de mis padres, para nosotros fue mucho más cómodo. Yo iba caminando a la Universidad, a las fiestas, los estudios. Pero el hecho cierto es que para todos en la familia fue una verdadera tragedia abandonar Arroyo Naranjo. Tía Fina dice en su poema “Mudada”: “Desmantelan/ la casa. / Nos desmantelan/ a todos/ el alma.” —¿Qué comprende y qué les perdona El reino del abuelo a usted y a sus hermanos? 58


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—Pienso que el libro fue una manera de pedir perdón a la finca, al pueblo, por nuestra partida. Traté de contar allí esos momentos que vivimos y que tanto bien nos hicieron. Un poco agradecerle al abuelo asturiano, pero también a los otros abuelos, a mis padres, por regalarnos un lugar así. Fue un reconocimiento a todos y a todo lo que hizo posible nuestra felicidad en esos años tan importantes que son los de la infancia y la adolescencia temprana. —¿Cuándo comenzó a descubrir ELISEO DIEGO EN EL ESTUDIO DE SU CASA DEL VEDADO, RODEAen los poemas de Eliseo Diego la DO DE SU FAMILIA. ENERO, 1970 (FOTO: LIBORIO NOVAL) misma perfección y pulcritud con que dibujaba los uniformes de sus soldaditos? —Con los años. Papá primero fue mi papá. (Sonríe). Fue el poeta Eliseo Diego después, porque ya les digo, dejé a Cortázar y a Lezama con la palabra en la boca y me fui. Sí lo miraba pintar —pintaba muy bien— los soldaditos, no los de plomo (esos se perdieron), sino unos de goma para unos juegos que él mismo inventó. No recuerdo cuándo lo leí por primera vez, pero fue en ese momento del preuniversitario, con diecipico de años: “Bueno, papá es un escritor famoso, vamos a ver qué escribe.” Lo primero fue Divertimentos, uno de los libros suyos que más me ha gustado siempre. —¿Percibía los momentos de aprehensión en que Eliseo atendía a los colores y sombras de su patria, las costumbres de sus familias y la manera en que se decían las cosas? —Tiene que ver con su forma de ser, su atención a “las pequeñas cosas”, y su comprensión, su acercamiento, a los demás y a la naturaleza que lo rodeaba, siempre con respeto, con un cuidado. Papá rechazaba esa poesía fabricada, la detectaba muy bien: buenos poemas, pero que no conmueven, no emocionan. Sabía que era un buen poeta, no les digo que no, le complacía que se lo dijeran. Tenía esa pequeña vanidad, pero una vanidad un poco infantil, me parece. Le gustaba que lo visitaran los jóvenes, entraban a casa como 59


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a un templo, tanto lo admiraban, pero papá se ponía a conversar con ellos con naturalidad, y terminaban hablando como si lo conocieran de mucho tiempo. Un día me contó que paseaba por G y se le acercaron dos jóvenes: “¿Usted es Eliseo Diego?” “Sí, hijo, ¿qué pasa?” “Mi novia y yo estamos enamorados de usted.” Y vinieron a casa. Eso lo halagaba muchísimo. Recuerdo que unos días después de su muerte me vinieron a ver dos muchachos que habían estado en casa; creo que preparaban su tesis sobre papá, y me dijeron que al conocer la noticia de su muerte se sentaron en uno de los bancos de la Avenida G, al lado de nuestro apartamento, a leer sus poemas. —¿Por qué alguien que confesaba “un corazón de habla española” conservaba la mayoría de sus libros más preciados en idioma inglés? —Eso se remonta a mi abuela Berta. Ella y mi padre se hablaban constantemente en inglés, y él, de niño, tuvo además una institutriz de ese idioma, por lo que llegó a conocerlo a la perfección. Abuela también inculcó el amor por escritores ingleses como Lewis Carrol y Charles Dickens. Eran sus lecturas, aparte de los clásicos españoles, que él dominaba. Quevedo, Cervantes, Góngora, Lope de Vega, Azorín, Gómez de la Serna, eran leídos y bien leídos. Para papá el Siglo de Oro español fue su fuente. Pero también la sintaxis del inglés se aprecia en su poesía. —Eliseo Diego enfrenta, en ocasiones, la pequeña casa, el ámbito familiar, contra lo que él llama el infinito espacio, el atroz exterior. ¿Qué aspectos del carácter y cualidades de Eliseo pueden explicar su interés por lo cotidiano y por un lenguaje que sirva de refugio frente a la realidad? —Pienso que en la familia, la casa, sus recuerdos de niño, mi padre encontraba consuelo, y buscaba entender la realidad a partir de las relaciones y objetos más humildes, cercanos y tangibles. El oscuro esplendor incluye el poema “Tesoros”, y es una enumeración: “Un laúd, un bastón, / unas monedas, / un ánfora, un abrigo, / una espada, un baúl, / unas hebillas, / un caracol, un lienzo, / una pelota.” Esos objetos simples, su familia, sus amigos, por su transparencia, lo acompañaban, lo ayudaban a comprender las tragedias: ver las cosas, nombrarlas. Era un hombre realmente sencillo porque su padre lo fue, porque así lo aprendió. Hizo un poema a un limpiabotas, porque el limpiabotas murió, y era su amigo. Tras la muerte de papá nos dieron el pésame muchos escritores, pero también gente del barrio, que a derechas no sabían ni que él era escritor. 60


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HEREDAR A ELISEO DIEGO

—¿Por qué cree que sus cuentos queden en un terreno tan ambiguo y que él mismo los haya valorado como meros entrenamientos para escribir poesía? —Sus primeros cuentos son más largos, pero creo que ya En las oscuras manos del olvido evidencia la añoranza de trascender la prosa, un deseo que implica la poesía. Nunca hubiera podido escribir la novela que quiso, porque la novela requiere, como dice mi hermano Lichi, mucha “carpintería”, y papá tendía a la concisión. En Versiones, la prosa todavía es más destilada que en Divertimentos. No creo que considerara sus cuentos algo menor, quizás no se consideraba a sí mismo un cuentista. Siempre dijo que a partir de En la Calzada de Jesús del Monte fue buscando otra forma en la que decir, más sintética. El primer discurso, casi poemas en prosa, lo va reduciendo y reduciendo. Pocos poemas de papá pasan las dos páginas, y El oscuro esplendor, el libro que según él más le gustaba, manifiesta la idea lo más concisa posible. Son sus mismos temas: el tiempo, la muerte, la amistad…, repetidos una y otra vez, tratando de desvestirlos de todo adorno y dejarlos en su esencia misma. —¿Sabe qué llevó a Eliseo a no deshacerse nunca del borrador de su novela inconclusa Narración de domingo, que comenzó tras publicar en 1942 En las oscuras manos del olvido? —No recuerdo que haya hablado nunca de ese proyecto, ni lo vi trabajar en él. Al parecer comenzó a tomar unas notas extrañas en el año 45, y luego desechó la idea. Llegué a pensar que hasta se le había olvidado, pero no pudo ser, porque lo conservaba en la gavetica al costado de su buró. No he revisado completo el borrador, la letra es muy incómoda de leer, pero se desarrolla en un sueño y una irrealidad que después llevó a sus cuentos y a su poesía. Sí quiso hacer una novela histórica, y quedan anotaciones; le fascinaba la batalla naval de Santiago de Cuba, porque su padre vio de joven en España salir a la armada del almirante Cervera rumbo a Cuba. —Eliseo Diego creía en la inspiración, pero también en la necesidad de reescribir el poema hasta que quedara tal y como lo tenía pensado, ¿era disciplinado a la hora de trabajar o esperaba a alcanzar determinados estados de ánimo? —Las dos cosas. Guardo casi doscientos poemas y conferencias manuscritas, incluso se demoró años en publicar algunos poemas porque no le satisfacían. El libro Cuatro de oros está compuesto, básicamente, de poemas 61


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que escribió en la década del setenta. Ahí están sus borrones. Comenzaba a escribir a mano, con su plumita, que era sagrada. Eso no se podía tocar, ni siquiera mamá. Llevaba los bolígrafos en el bolsillo de la camisa o los guardaba en una gavetica específica, cerrada. Si le pedíamos que nos prestara la pluma para anotar algo, no le gustaba, se quedaba con la mano extendida hasta que se la devolvieras. Después, esa primera versión la volvía a pasar a mano, la corregía otra vez, escribía de nuevo, y cuando creía que estaba bien, la pasaba a maquinita. Era un excelente mecanógrafo, tecleaba con la vista en la página, dejando los márgenes, los espacios, todo limpio, perfecto. Pero ahí también revisaba, y cambiaba una palabra. Leía luego en voz alta el poema, a mamá, siempre; a sus amigos: Agustín, Cintio, Fina, Octavio, y después que fuimos grandes, a nosotros, hasta quedar satisfecho. —¿Y ustedes le hacían señalamientos? —Sí, cómo no. Algunos los aceptaba, otros no. A veces se picaba. Pero generalmente lo que nos leía —no es por nada— estaba bastante perfilado ya. —¿Cómo explica que entre tantos bienes inmateriales posibles Eliseo Diego nos haya dejado en herencia el tiempo, todo el tiempo? —El paso del tiempo era su mayor obsesión, el sentido de existencia del hombre; él se abrumaba con la naturaleza y con la vida. Y cuando se ponen a ver, no se puede pensar mucho en eso. Ves la inmensidad del universo, te alejas, te alejas, y no existimos prácticamente. Ésos eran sus temores y preocupaciones que expresa en los poemas. Frente al espejo empieza: “En un abrir y cerrar de ojos / ya no estarás en donde estabas: / un triste viejo está mirándote / con qué terror desde tu cara. // Mirándote ávido y mirándote / mientras la luz te da en su cara: / en un abrir y cerrar de ojos, / ni tú, ni él, ni nada.” Cuando salió Inventario de asombros, un poeta amigo mío iba a una fiesta un sábado, pasó antes por una librería, compró el libro y se puso a leerlo en la guagua. Al terminarlo, regresó a su casa. A papá ese cuento lo entristecía: “¿Pero por qué tu amigo no fue a la fiesta?”, me preguntó, y yo le dije: “Pero papá, ¿tú no has leído ese libro?” Se sentía hasta culpable de que a ese pobre muchacho se le hubiese fastidiado su sábado. Tiene poemas tremendos, demoledores. Él lograba penetrar en una zona de la realidad que asusta. —¿Explicaba Eliseo por qué su letra cambiaba tanto a lo largo de los años? 62


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—No, y nunca le pregunté. Para papá el contenido de sus poemas era fundamental; pero, si se fijan, la forma del poema en la página, los espacios, también. Le gustaba ir escogiendo su letra, algo muy raro. Les he enseñado la de los trazos largos, él como que la dibujaba. Quizás era un problema de gusto gráfico, visual. Se demoraba cuando hacía una dedicatoria, dibujaba la letra. Su letra de jovencito no era fea, pero la fue mejorando en su afán por la perfección. Ya al final es una letra muy trabajada, casi estudiada. —Rapi asegura en “Una conversación para empezar” que su padre les regaló el asombro. —Por esa insistencia de papá en detenerse a captar las esencias. Ver un gatico, y más que el gatico, tratar de apreciar los secretos que los gaticos también tienen. Por eso en la dedicatoria de Por los extraños pueblos plantea que la poesía “es el acto de atender en toda su pureza”, poder captar, apreciar, sorprenderse, que no se le escape nada. —¿Qué viejas cosas no dejaba atrás en las estancias abandonadas? —Sus recuerdos, y sus libros de poemas, que también iban tras él. —¿Por qué sentía Eliseo que no podría acabar nunca a su gusto el homenaje a la tienda de su padre, La casa Borbolla, aún después de escribir el breve relato “Historia de una anticuario”? —Veía ese lugar como un sitio de infinitas posibilidades, porque lo recordaba con los ojos del niño. Siempre hablaba de eso. Parece que le causó mucha impresión esa mueblería y joyería de mi abuelo, que reposaba en una especie de almacén de antigüedades, quizás igual que el de la novela de Dickens. Y quizás pensaba que no había agotado todo lo que ese lugar le dio. —¿Cómo se las arreglaban Eliseo y Bella para burlar y embromar la desgracia en los momentos que aparecía? —Papá era un hombre taciturno, melancólico, con tendencia a la depresión. Él se refugiaba mucho en sus libros, sus lecturas y la religión. Para mamá, por el contrario, la vida era un regalo que había que disfrutar. Igual que Rapi, muy vitales en ese aspecto. Ellos dos asumían todo con alegría, como mamá enfrentó su diabetes, y como mi hermano, al final, enfrentó su enfermedad, con un sentido del humor y una grandeza que no se podía creer. Rapi estaba muy mal, y me escribía unas cartas con las que yo empezaba a llorar y terminaba en carcajadas. 63


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—¿Era práctica habitual entre los de su familia intercambiar insultos e improperios? —Desde El Turco Sentado empezó a ser así. Tío Agustín era famoso porque le decían El Bofe. Por supuesto, con cariño. Por ejemplo, tío Agustín venía, y ésa era “su” visita, éstos eran sus predios. Estaba tomándose su cafecito, fumando —cuando podía, porque después lo dejó—, y si llegaba otra persona en ese momento que era de él, había que verlo. Mamá y papá le decían: “Tin, no pongas esa cara de palo”, pero no podía evitar transmitir su incomodidad. Un día —esto papá lo contaba delante de tío Agustín y él se moría de la risa— papá lo llevó a un almuerzo con un amigo, pero aquello no estaba en los planes de tío Agustín. Cuando se separaban, ese amigo le dijo a papá: “¿Por qué invitaste a ese hombre a almorzar?” “¿Pero por qué?”, le preguntó. “Porque a este hombre hay que llevarlo al cine: allí ni se le ve ni se le oye.” A Octavio le decían El Simple. Tío Octavio era un hombre muy bueno, ingenuo, despistado. Papá manejaba muy bien, porque él todo quería hacerlo a la perfección, y eso a veces era un problema. Excelente chofer, extremadamente precavido, nunca chocó. De ellos, era el único que manejaba, porque ni Agustín ni Octavio ni Lezama sabían. Todos iban en taxi hasta Arroyo Naranjo, y papá luego los regresaba en su máquina. Lezama, con esa cadencia rara que tenía al hablar, por su asma, se burlaba: “Eliseo, cuando llega a una intersección, se baja del coche, otea a la derecha, otea a la izquierda, comprueba que no viene nada, se monta en el coche, y sigue su curso.” Fue famoso en una época que el grupo de Jesús Díaz, Raúl Rivero, Wichy El Rojo, muchachos inteligentes, agudos, ideaban epitafios de escritores, y se metían con todo el mundo. Ellos venían a casa a leérselos a papá, y papá estaba espantado de que le fueran a hacer su epitafio, por lo que él mismo se hizo dos. También componía limericks, una forma poética inglesa popularizada por Edward Lear, que yo retomo en Rimas y divertimentos. Consiste en cinco versos: riman entre sí el primero, el segundo y el quinto (que pueden tener entre siete y diez sílabas), y el tercero con el cuarto (de cinco a siete sílabas). Son nanas para niños, pero también con su carga política y de doble sentido. Él se moría de la risa inventando limericks en inglés a sus amigos, porque la gracia de él era hacerlos en ese idioma, como un alarde. 64


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—¿A qué atribuye que su padre y su madre aun en la vejez continuaran viéndose el uno al otro como un joven ciclista y una muchacha de apenas 19 años? —Papá decía que en realidad él era un joven al que una bruja muy mala había hechizado, y en vez de convertirlo en sapo lo había condenado en ese cuerpo de viejo. Veía a mamá como “la muchacha”, porque sus recuerdos más queridos eran de su juventud juntos. Su buró estaba lleno de retratos de mamá joven, hasta que ella un día enmarcó una foto reciente, la colocó junto a las otras, y le dijo: “Ésta es la vieja que soy.” Pero papá no podía evitarlo y continuaba refiriéndose a ella y a Fina como “las muchachitas”. —¿Cuáles eran las “clarísimas manifestaciones de malacrianza” de Eliseo a las que Lichi se refiere en La novela de mi padre? —Papá era hijo único. Ya eso dice mucho, pero además mi abuelita Berta era en exceso sobreprotectora con él, y así lo fue con mi hermano Rapi, que era igualito a papá. Por ejemplo, a papá había cosas que no le gustaba hacer, tan elementales como quitarle la cáscara a un huevo duro. Mamá los preparaba para comer cuando íbamos a la playa, y él le decía —lo cual la ponía frenética— que no sabía quitarle la cáscara al huevo. Y así, pequeños antojitos. Lo que lo distrajera de su mundo no le hacía mucha gracia. Yo le había puesto una tarea que detestaba, y consistía en buscar el pan por la tarde en la bodega de la esquina para que caminara, porque debía hacerlo. Siempre tenía un pretexto para no ir. Un día anunciaron un ciclón, había viento y lluvia, el ciclón a punto de entrar en la ciudad y, al regresar a casa, veo a papá listo para salir. “¿A dónde tú vas?” “A buscar el pan”, contestó. “Mira, papá, regresa a la casa, que es peligroso.” No le gustaba hacer aquello, pero como había surgido la aventura, agarró gabán y sombrero, un poco a lo Humphrey Bogart, e iba a buscar el pan en medio del ciclón aquél. —¿Lograba Eliseo amansar la angustia y la soledad volviéndolas poesía? —Que mi papá no pudiera leer, no pudiera escribir, para mí siempre fue síntoma de que estaba muy mal. Entraba en sus crisis depresivas y no podía ni escribir ni leer. Cuando escribía se sentía muy pleno. Era una forma de conjurar eso. Mientras pudo, estuvo trabajando. ¿Cómo se las arreglaban para rescatar a su padre de la melancolía y las depresiones relojeras? Yo le ponía su música de Mozart, me sentaba con él, o le llevaba libre65


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tas y una plumita muy buena que le regalé: “A ver, papá, escribe”, entonces él hacía un esfuerzo. Por eso los tres poemas que me dedica En otro reino frágil, en los que advierte: “Mi hija Fefé me está mirando.” Me hizo notas: en una decía que no se le ocurría nada, y ya que no se le ocurría nada es que se le empezaba a ocurrir algo. Pero cuando él se adentraba en sus crisis profundas era muy difícil sacarlo. Mamá fue quien siempre estuvo a su lado. Al principio, cuando Rapi, Lichi y yo teníamos veintipico de años, entrábamos, salíamos, que si la universidad, los amigos, las fiestas: “No te preocupes, papá, te vas a poner bien” (acaricia un cabello imaginario), y ELISEO ALBERTO (LICHI), CONSTANTE (RAPI) Y JOSEFINA (FEFÉ), nos íbamos. Y él ahí sentado, callaDELANTE DE UNO DE LOS NACIMIENTOS PREPARADOS POR SU PADRE , ELISEO DIEGO . NAVIDADES DE 1954 . do. Cuando somos jóvenes, somos egoístas sin darnos cuenta, estamos apurados por vivir la vida y no nos queda mucho tiempo para acompañar a “las personas mayores”. Adorábamos a nuestro padre, pero su enfermedad requería constancia. Él después decía que en esos periodos caía en el “pozo negro de Calcuta”. Nunca vi a mamá perder la paciencia con papá, era muy dulce, muy tierna con él. Ahí me di cuenta de cuánto lo quería. Siempre lo supe, pero en esas crisis lo pude apreciar mejor. Cuando papá murió, que regresamos a Cuba de México, ella se enfermó con una bronconeumonía brutal. La entramos en silla de ruedas al hospital, y no comía. Algo muy grave para un diabético. “Mamá, tienes que hacer un esfuerzo, pon de tu parte.” Y me dijo: “Hija, es que ustedes no entienden; durante cincuenta años mi vida fue un trazo perfecto —y dibujó una línea en el aire— y ese trazo se quebró.” Desde los 18 años había sido novia de mi padre. Batallé con ella y, por suerte, rebasó la enfermedad. 66


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HEREDAR A ELISEO DIEGO

—¿Cómo consigue su familia, a pesar de las pérdidas y las lejanías, conservar la fortaleza y la unidad salvadoras? —Con mucho cariño. Mi hermano Lichi ha escrito cosas muy fuertes, pero por encima de todo está el amor y el respeto a la familia como algo sagrado que no se puede romper. No porque sea un principio definido así, sino porque realmente nos queremos. —¿Qué cuentos escogería escuchar, si como cuando eran pequeños, Rapi y Lichi la despertaran para relatarle lo que no había podido ver? —Todos esos cuentos sobre los lugares a los que no me dejaban ir siendo yo pequeña, sobre todo al circo, esos circos de pueblo que ya han desaparecido, pero no podría escoger demasiado porque cualquier historia en boca de ellos siempre tenía una magia especial. —¿Por qué identifica como un emisario de Rapi al zunzún que la visita todas las tardes y toma agua en su ventana? —Cuando escribía Un gato siberian husky, Rapi enfermó. Y como un zunzún viene siempre a mi ventana y me alegra al igual que hacía mi hermano. Yo decía que el zunzún era Rapi que quería darme una buena noticia sobre el tratamiento de su enfermedad. Y se lo comenté a él. La décima al zunzún que incluyo en ese libro para niños está completamente dedicada a Rapi, por eso incluyo su nombre, Constante: “Pajarillo, zunzún mío / que en mi ventana apareces / no te vayas, no me dejes / regresa siempre conmigo. / Eres ágil, tienes brío / en ti todo es emoción / te consume la pasión / siempre vuelas vigilante / y con tu entrega constante / alegras mi corazón.” La décima del personaje de María José a la paloma también está dedicada a él, es un momento en que la niña está muy triste y la paloma la viene a acompañar y a jugar con ella. Rapi me acompañó cuando escribí ese libro; estaba vivo cuando Abel Prieto me lo pidió para publicar, y tiene mucho que ver con él. —¿Le reveló Bella Esther el secreto de saber conversar con los ausentes? —Mamá siempre hablaba de su familia y mucho de lo que cuento en El reino del abuelo es resultado de sus anécdotas. De ella heredé la costumbre de rescatar nuestra historia. Por eso guardo las fotos, cada papelito, con la fecha y una aclaración. Incluso organicé un libro con datos biográficos, fotografías y textos que llegan hasta donde he podido indagar, además de hacerle entrevistas a mamá y a papá. 67


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—¿Ha regresado alguna vez a Villa Berta? —Más de una vez, y me he subido al árbol, porque todavía lo veo y creo que puedo hacer como cuando era niña. Me da gusto ir al pueblito de Arroyo Naranjo. Y regreso contenta; no triste. —¿Por qué ahora, a diferencia de cuando era niña, su miedo es que la encuentren si se esconde? —Con los años me he vuelto más conversadora, pero sigo siendo reservada, tímida. Me gusta la tranquilidad, guardar mis secretos, mi mundo privado. Nunca quise escribir, me era muy difícil, y finalmente me decidí a hacerlo. Tratando siempre de que mi prosa sea, como me dijo papá después de leer El reino del abuelo, transparente, sin muchos adornos, esencial, honesta. —Al escribir Eliseo Alberto que usted no es sólo la más inteligente de los tres hermanos, sino la más buena, ¿lo movía únicamente hacer un cumplido? —A Lichi le gusta decir eso, creo yo, porque me quiere mucho y porque ellos se fueron a vivir a México y yo me quedé sola con nuestros padres, aunque se ocupaban mucho de nosotros. Rapi incluso postergó su primera quimioterapia porque mamá se acababa de caer y vino a verla, cosa que no debía haber hecho. Lichi piensa eso de verdad, pero es algo que yo no creo. Rapi era brillante, Lichi igual, en inteligencia y en bondad. —¿Quedará enterrado en medio de los seis pinos, cerca de la pequeña estatua del niño-vigía el cofre de los tesoros de Rapi, Lichi y Fefé con monedas o alguna carta a los Tres Reyes Magos? —Pues ahí está enterrado y ahí se va a quedar, porque ese jardín sigue siendo nuestro. —¿Cree en la posibilidad de que Rapi y Lichi la esperen con las caritas atrapadas entre las rejas, bajo la tutela constante de Bella y Eliseo? —Espero que sea así, que nos reunamos todos en algún momento y en algún lugar de la eternidad. Sueño con regresar a vivir a ese jardín. Rapi está muy cerca de mí, incluso más que mis padres, es una sensación muy real. Lichi y yo somos jimaguas y nos entendemos muy bien. Pienso que como todo es tan misterioso, quizás exista alguna posibilidad. Continuar lo que en realidad no se ha interrumpido nunca, estar todos juntos otra vez. La Habana, agosto 21 y 26 de 2008 68


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Extinciones JOSU LANDA

Hundo la azada en la misma tierra donde tantos cosecharon tantos frutos. Un pedazo de lata, una pila oxidada, girones de una bolsa de plástico, algún hueso indescifrable, es lo que desentraño ahora. Demasiadas cosas recordándome la muerte. *

Tiene que venir el crepúsculo, para descubrir que he estado todo el día en medio de la luz, sin percatarme de ello. *

Cada vez que el agua limpia pasa por mi cuerpo, sale sucia. *

El fresno avienta miríadas de semillas a la acera, al pavimento. Nunca germinarán. 69


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Llegan dos pájaros a guarecerse en el alero de mi ventana. Pían confiados, se picotean el cuerpo, hinchan el plumaje, estiran las alas, se rascan el pico... Viven sus vidas, mientras no se percatan de que los observo. Todo está bien hasta que aparezco en su escenario. Yo: el espantapájaros. *

Desde aquí veo a la luna dando la luz que le dan. *

La telaraña ha pescado diamantes en la noche. La araña los mira con desdén y espera a que el sol se los lleve en la punta de sus rayos. Al sol, lo que es del sol. *

Uno trata de pasar en silencio, pero la vieja puerta chirria. 70


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¿Qué me quiere decir? ¿Que también le duele el tiempo? ¿Que también se hartó de tanta soledad? *

Acabo de abofetearme. La mosca que debí haber aplastado, en mi mejilla, huyó otra vez a lugar seguro. Cada uno de sus asaltos a mi piel ha de confirmar mi olor a muerto. *

¿A qué espera esta calma? ¿Qué viene después de esta reverberación muda del aire, este vaho de metales muertos? *

No me ha hecho nada. No me consta que haya matado para vivir. Y, sin embargo, la aplasto: de noche, a la cucaracha, cuando se atraviesa en mi camino. 71


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Esta mañana, el sol apenas se fijó en mi piel. No le gustó mi carne fría. *

Después del aguacero, como si se me hubiera empapado, me pesa más la soledad. *

Todo sigue su curso con libertad: los pájaros, las nubes, los perros callejeros, los transeúntes... Todo menos uno, varado eternidades en otro embotellamiento. *

Ladra el perro a mi paso por la calle. Su irritación aumenta según me acerco a él. Como si acabara de morder mi aura rancia, amarga.

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Una pareja del campo ELKIN RESTREPO

“He ahí los estragos del tiempo”, fue lo que primero pensé cuando vi a la pareja entrar al mercado y dirigirse a la sección de frutas y carnes. Vestían quizás los mismos andrajos que tenían hace cinco años cuando se fueron a vivir a la finca que un tío harto del campo les había prestado. Sucios, desaliñados, indiferentes, daban la impresión de que un mago bromista los hubiera sacado del presente, dejándolos abandonados en aquellos tiempos en que las comunas campestres, el sexo libre y la marihuana, pasaban por una filosofía. La ola que había traído y llevado a los demás, a ellos sencillamente los había sepultado, dejándolos en un lugar aparte, como a criaturas de otra especie. Habían envejecido y su aspecto, nada bueno, mostraba las señales de una vida difícil, poco amable, y seguramente muy distinta a la que soñaban cuando un día renunciaron a todo para irse a experimentar otras cosas. Algo en su actitud, una desazón, un temor de ave, daban a entender que su presencia en el mercado era quizás una equivocación, en todo caso algo pasajero, justificada por la necesidad de avituallarse para no morir de hambre. Aunque, en un principio, ella hizo ademán de reconocerme, pronto siguió de largo, sin importarle que la última vez que nos vimos yo hubiese disfrutado de sus encantos nada desdeñables. De su marido, por la mirada vacía con la que me topé, colegí que nunca me había visto, así que fuera de observarlos y advertir lo que la vida hace de uno sin remedio, me puse a recordar su historia, sin olvidar a Araceli, la muchacha que luego se les unió, atraída por su tipo de existencia y las lecturas en voz alta que de Shakespeare, allá en lo hondo del jardín, hacía Jean Pierre cada que se daba la oportunidad. 73


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ELKIN RESTREPO

Cuando los conocí, Jean Pierre y Romina estaban recién casados y jugaban a ser modernos, como podían serlo dos cuya única preocupación era seguir el evangelio según san Bob Dylan. Por sus atuendos y extravagancia despertaban la curiosidad allí donde aparecían y eran, o por lo menos así lo querían hacer parecer, el capítulo que faltó a Woodstock. Por supuesto que no se les tomaba muy en serio, pero eran divertidos y no hacían daño a nadie y se les aceptaba como un ornitólogo acepta a un hipopótamo. Por pura simpatía con la creación entera. En su pequeño apartamento del barrio Los Ángeles, las macetas sembradas de marihuana se mezclaban caprichosamente con las plantas carnívoras, de manera que echarle moscas a unas y deshojar las otras constituía un pasatiempo al que eran invitados sus amigos. “Las chicas”, así llamaban a las plantas de su jardín casero, reverdecían con el buen rock y languidecían con Joe Cocker y sus perros rabiosos, por ejemplo. Así que la música en las fiestas que programaban obedecía a cánones muy severos, no fuera a colarse alguien con pava. Con Janis Joplin, no sobra decirlo, las maticas se transformaban en verdeantes arbustos con pájaros y nidos y, también, habría que verlo, en una ocasión única para que las moscas, excitadas, contrariando cuanta ley existe, por su propia iniciativa, sucumbieran al placer divino de ser devoradas por las flores canallas que por allí cundían. Sus ideas sobre el sexo giraban alrededor de un ejemplar manoseado del Kama Sutra y la edición reciente, puesta sobre una silla, de Lolita de Nabokov. Claro que en la práctica las cosas siempre iban más allá porque Romina, la sacerdotisa, no tenía ninguna dificultad en aceptar lo inaceptable. Y, tratándose del sexo, el sano, fortificante, medicinal sexo, ¿qué más se puede pedir? Ambos eran, pues, de ideas libertarias, y como un día descubrieron 74


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UNA PAREJA DEL CAMPO

que a su vida de recién desposados le hacía falta paradójicamente un poco más de oxígeno, aceptaron vivir en aquel caserón en las afueras, metido en medio de un bosque umbrío, que el tío enfermizo les cedió a cambio de nada. Hasta allí los acompañaron los amigos cuando se mudaron, y para no perderse el espectáculo de la mutación de aquellas larvas en crisálidas, empezaron a visitarlos con cierta periodicidad. La casa era blanca, espaciosa, de dos pisos, con detalles de buen gusto por todos lados, a la que envolvía también una leyenda. Se contaba que allí la antigua dueña, una solterona neurótica, herida en lo más íntimo, había disparado al mayordomo cuando lo sorprendió en ciertas disquisiciones amatorias con una oveja que apacentaba con sus corderillos en los alrededores, enterrándolo luego en el jardín. La fertilidad y belleza del sembrado de hortensias provenía al parecer de la calidad del abono, cuya composición química nadie desentrañaba hasta que el olfato de un experimentado sabueso, adscrito a la inspección policial, logró averiguar la causa. Pero esto había sucedido hacía tiempo, por lo que Romina, protegida por su mantra (remitido por un gurú californiano, falso por supuesto), al que se aferraba cada que la cogían los nervios en aquella desmañada soledad, decía no importarle. A la vuelta de la casa existía una caída de agua donde la pareja se bañaba desnuda y entonaba cantos obscenos que hacían palidecer a la legión de hadas gordas que merodeaba por allí, sin razón útil alguna. El tiempo, sobre todo al principio, fue su gran aliado y fuera de dar rienda suelta a sus instintos, que se extendían al hociqueo y la sodomía y al cosquillearse con una coliflor o una cola de marrano, su mínimo quehacer los gratificaba como a otros gratifica quebrarse el lomo veinte horas al día. Fue, llamémoslo así, su periodo azul, en el que Romina, hacendosa como era, para descansar del amor y sus somnolientas horas, fabricaba collares de achiras y hacía dulces variados, llenando aquellos predios de aromas ricos, que luego enfrascaba y vendía en la ciudad. Por su parte, Jean Pierre empezó a leer a Shakespeare en voz alta, primero a su amada y luego a quien apareciera por aquellos predios, a fin de superar el trauma de haber robado el volumen de las tragedias, allá en la infancia, con intenciones de prenderle fuego a la casa de sus padres. 75


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Leer era su primer oficio conocido y el consenso era que no lo hacía mal; por el contrario, por su dicción, tonos y compostura, aquel vozarrón, raro en alguien tan delgado, señal seguramente de alguna anomalía pulmonar, ponía a pensar a los oyentes en un relumbrante esquife que se desliza con elegancia y hechizo por el torrente verbal y metafórico, un océano en sí, del bardo inglés. Y Jean Pierre, para la concurrencia, a veces era Antonio despidiendo el cadáver de César, Falstaff vinculando su condición de ladrón al mismo hecho de las estrellas o Próspero aprovechando sus artes mágicas para engalanar las bodas de Miranda, su hija. Sin embargo, en su intimidad agreste, su mejor papel lo desempeñaba cuando se transformaba en el asno del que, por la burla de Buck, Titania se enamora con locura. El matrimonio vivía de lo que la huerta casera producía, sumándole por lo común frutos silvestres o algún animalillo de orejas largas o pico que, desprevenido, se acercaba hasta allí a curiosear. Sin embargo, con el tiempo, fueron cambiando sus hábitos y apetencias, entregándose cada vez más a una vida aislada, sin palabras, donde hasta lo acostumbrado constituía un exceso. Sus viajes a la ciudad empezaron entonces a espaciarse y cuando, intrigados, los amigos acudieron a averiguar la causa, aquéllos no disimularon su incomodidad, ni hicieron mucho para que se quedaran ni para atenderlos. Aunque su aspecto no era el mejor, no aceptaron atención profesional y, el último que apareció con intenciones samaritanas, fue devuelto con piedras y palos. De su admiración por Bob Dylan sólo restaba la dulzaina que Jean Pierre guardaba en su bolsillo trasero y ya no tocaba, y de Shakespeare, el ajado y roído ejemplar que en ocasiones escudriñaba como en busca de una razón que disipara la niebla que envolvía su alma y que era un vestigio de algo muy lejano, imposible ahora de precisar. Como ermitaños, vagaban por el bosque y las cañadas y defecaban y hacían el amor sin pudor alguno. Involucionaban, sumiéndose poco a poco en un ambiente cuyos rigores, poco líricos, los despojaban de todo ademán civilizado. Para atender a necesidades inmediatas, o por el simple gusto de hacerlo, un día desmantelaron la casa y construyeron otra al lado que era una versión estúpida, sin función alguna, salvo la de ser un remedo sin luces de la original. Allí, en aquel sitio informe que no alcanzaba a ser un lugar, como atraídos 76


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por viejos hábitos, se protegían de las inclemencias del sol, la lluvia y los relámpagos y de la amenaza ocasional de algún felino ocioso. En el fondo, tal conducta describía su estado mental y, si se quiere, la manera cómo para ambos el tiempo se había vuelto de repente una cosa extensa, insomne, a la que intentaban dar, si no una medida, al menos un nuevo comienzo, entregándose como primitivos a la tarea de colocar una piedra sobre otra, y en avanzar, tropezándose, en una dirección cualquiera. Su existencia, tan hija de la época, con el correr de los años, no sólo se había vuelto algo erróneo, sino incluso insignificante. Hasta el amor, esa deidad mayor, acabó indiferenciándose de los demás actos que componían su trivial existencia. A veces, mientras se abrazaban, no reconocían lo que estaban haciendo y si lo hacían era porque una cosa llevaba inevitablemente a la otra, y así, por pura inercia. Tampoco fue raro que, hijos de esta confusión, por periodos largos, sin darse cuenta, intercambiaran de rol, nombres, ropaje y modo de hablar. El uno podía ser el otro, y viceversa, un suceso del que, valga decirlo, no sacaban tampoco conclusión alguna. Pero en ellos, tan semejantes ahora, no había angustia ni desesperación, ni sentimiento negativo alguno, sólo la perplejidad de un insecto que se da de cabezazos una y otra vez contra una vidriera. La historia, hasta cierto punto, la cuenta Araceli, la pupila que Jean Pierre se inventó en un primer momento, y que con el señuelo de leerle las 39 obras de Shakespeare e identificar sus mil y pico de personajes, que bien podrían llenar cualquier escenario, más tarde invitó a quedarse en la casona. Bueno, y para escuchar a Bob Dylan como se debe, allá en aquellos salones desiertos, donde la muchacha pronto descubrió que la inocencia es la carne más 77


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apetitosa para individuos libidinosos que fingen ser más inocentes que su víctima. Araceli era virginal como las flores de mayo y aún desconocía, joven como era, qué suerte le guardaba la vida. Sabía, eso sí, que no era un interés ordinario el que la movía a escuchar a su sibilino maestro, y, si un día, como empezó a suceder luego, el placer se mezcló de manera descarada al capullo de sus ideales, fue porque —como se lo explicaron en detalle Jean Pierre y Romina durante una sesión redondeada de excesos alcohólicos—, no hay ideales sin placer, al menos que éstos sean falsos. No digamos que Araceli cayó en la trampa de los juegos de palabras, pero sí en las que el sexo tiende a una núbil muchacha cuya curiosidad se abre como orquídea atrapamoscas. Una tarde aceptó que Romina, con delicadezas de Celestina improvisada, la desnudara, a la par que con palabras suntuosas, en griego antiguo, la instruyera acerca de aquellas prácticas ancestrales que, sobre las plumas de los cojines desbaratados y dispuestos por la mano de la providencia en el piso del gran salón —a cada instante deformado por las llamas que envolvían los leños en la chimenea—, no tardaron en hacerse realidad allí mismo. Lo cierto es que Jean Pierre, aportando también lo suyo, tocaba la dulzaina y bailaba a saltos como un macho cabrío, hasta que, molesto con su mujer porque ésta, olvidándose de todo pacto, demoraba en cederle el lugar entre las piernas, los abrazos y los besos de Araceli, refunfuñó, coceó y babeó hasta perder la paciencia por completo, ya que aquélla, en pleno rapto, parecía sorda a sus reclamos, o, mejor, con oídos sólo para sus propios quejidos, mucho más rítmicos y acelerados que los muy tímidos arrullos de paloma de la muchacha, elevándola, a la señora de casa, en espiral hasta un punto del cual, por lo pronto, no podía descender. Jean Pierre, relegado, viéndose en el dilema de encallar en algún ángulo de esta figura doble o salir del festejo, optó por resignarse a labores complementarias, mientras Romina, gata siamesa, acabado lo empezado, de nuevo volvía a comenzar, hasta que, necesitados ambos de una solución, llamémosla salomónica, cada uno se hizo a una región de la anatomía de la doncella, más presta aún a dejar de serlo, cualquiera fuera la forma, en medida que el tiempo transcurría. 78


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Fue en verano, bajo la claridad de una luna repleta de aromas, que Araceli fue iniciada en el amor por el matrimonio amigo. Un amor de cuyas ambigüedades ya no pudo desprenderse en adelante y del cual disfrutaba, con mayor disposición y espíritu de aventura, cada vez que iba de visita con la idea, vuelta pretexto, de escuchar en la voz de tenor de su amigo la lectura de Shakespeare. La luna de miel con un tercero a bordo, que tanto bien trajo entonces a la vida conyugal de la pareja, duró poco más de seis meses, hasta que Araceli, husmeando en otros lados, decidió que sus intereses eran bien distintos. Sus visitas, por lo tanto, se hicieron menos frecuentes, raras incluso, olvidando la gratitud debida a su maestro, que fue lo que éste alegó cuando, a última hora, intentó retenerla en aquel arrume de tibiezas, olores y franca sexualidad que encerraba su casa. Para pagar la deuda, la muchacha pasó allí las vacaciones de mitad de año, que inusitadamente se fueron prolongando día tras día, quizás porque la vida en aquel lugar, al comenzar a perderse toda línea de frontera entre lo que piensa la mente y lo que las cosas son, a causa de la precaria dieta y los excesos, también la afectó. Incorporada al vacío de aquella existencia, faltó poco para que llegara al derrumbe. La salvó el miedo de enloquecer y el afán de sustraerse como fuera a aquel logaritmo insustancial en que, ajena a todo verdor o gracia musical, se había reducido la vida allí. Decir que meditó su fuga no sería exacto, pero sí que aprovechó la primera oportunidad que se le presentó, cuando una mañana salió a la carretera y le puso la mano a un bus de pasajeros. Después, ya recuperada, y pensando en ayudar en alguna forma a sus amigos, contó lo que ahora se conoce. Y lo que se conoce es bien poco respecto a lo que después contaron aquellos otros que fueron al rescate de la demencial pareja. Pero este capítulo el autor prefiere postergarlo hasta que el tiempo, los rumores y la maledicencia los haga públicos y generales, antes que su relato. Por lo que pasa la página.

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La enseñanza de la literatura moderna LIONEL TRILLING Traducción de Armando Pinto Me propongo considerar un tema de la literatura moderna que aparece con tanta frecuencia y con tanto prestigio que podría decirse que constituye una de las ideas que controla y moldea nuestra época. Lo denominaré el desencanto de la cultura con la cultura misma, pues me parece que el elemento característico de la literatura moderna, o por lo menos de la literatura moderna más desarrollada, es el amargo rasgo de hostilidad a la civilización que la contiene. Mi conciencia de este tema resulta de una experiencia personal, y me siento impulsado a abordarlo no de forma abstracta sino con los jirones de la experiencia colgados azarosamente de él. Iré tan lejos al hacerlo que describiré las circunstancias en las que la experiencia tuvo lugar. Estas circunstancias son pedagógicas —consisten en los problemas que encuentro al enseñar literatura y mis esfuerzos para solucionarlos—. Reconozco que la pedagogía es un asunto deprimente para toda persona sensible y sin embargo no me disculparé por tocarlo, pues el énfasis en la enseñanza de la literatura, y en especial de la literatura moderna, es en sí mismo una de las más destacadas y significativas manifestaciones de la cultura de nuestro tiempo. Si, teniendo en mente la conferencia de Matthew Arnold, “On the modern element in literatura,” buscamos el elemento moderno en la literatura moderna, podríamos de hecho encontrarlo en la predisposición de la literatura moderna a convertirse en una disciplina académica. Durante algunos años he dado el curso de literatura moderna en Columbia College. No lo he abordado sin dudas y no lo he enseñado jamás sin titubeos. Mis dudas no se refieren al valor de la literatura misma, sólo a la convenien80


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cia educacional de ser enseñada en la licenciatura. Estas dudas persisten a pesar de que entiendo perfectamente que la relación de nuestra enseñanza con la modernidad ya no es un asunto pendiente. El postulado no discutido de la mayoría de los programas escolares es que el tema real de estudio es el mundo moderno; que la justificación de todo estudio es su relevancia inmediata y presumiblemente práctica con la modernidad; que el verdadero propósito de la enseñanza es hacer al joven sentirse en casa y en control del mundo moderno. No hay modo, en realidad, de oponerse a esa idea y la consecuencia que se sigue de ella: la de instituir cursos cuya sustancia sea marcadamente contemporánea o cuando menos haga referencia a lo que es contemporáneo. Podría preguntarse por qué alguien querría discutir ese objetivo. A esa pregunta puedo responder sólo con una respuesta defensiva, autodespreciativa, excéntrica: porque a algunos de quienes enseñamos y pensamos en nuestros alumnos como los creadores de la vida intelectual del futuro nos asalta una suerte de desesperación. No se debe a que nuestros estudiantes no respondan a las ideas, sino a que responden a las ideas con felices vaguedades, con encantadora facundia, con una alegre sensación de poder recurrir a generalizaciones recibidas o admisibles, con la agradable sorpresa de lo fácil que es formular y juzgar, con la poca resistencia que el lenguaje opone a sus intenciones. Cuando esa desesperación nos golpea, nos sentimos tentados a abandonar la forma reconocida de evaluar la educación, y en lugar de premiar la comprensión y la aptitud, valorarla mediante algún signo del carácter personal de nuestros estudiantes, alguna muestra de voluntad individual. Pensamos que ella puede tomar la forma de resistencia e impenetrabilidad, de concentración o gravedad personal, del poder de suponer que las ideas son reales, un poder que conduzca al joven a decir lo que Goethe pensaba que era la forma moderna de decirlo: “¿Pero esto es realmente verdadero… verdadero para mí ? Y decirlo no de una forma fácil, no siguiendo la receta de la educación progresista de “pensar por ti mismo”, que consiste en pensar en las sensiblerías progresistas y no en las conservadoras (si alguna de éstas existe todavía), sino decirlo a partir de la sensación de sí mismo como persona más que como manojo de actitudes y respuestas listas para complacer al maestro y a la comunidad progresista. No podemos hacer nada con la cualidad existencial personal de nuestros estudiantes, pero tendemos a pensar en el equivalente al carácter perso81


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nal grave, concentrado y resistente —somos llevados a pensar en el pasado—. El protagonista del relato de Thomas Mann, “Desorden y dolor precoz”, ese triste profesor Cornelius, con su intenso y ambivalente sentido de la historia, viene a la mente. Para el profesor Cornelius, quien es historiador, el pasado está muerto, es la muerte misma, pero por la misma razón es la fuente del orden, del valor, de la piedad, e incluso del amor. Si pensamos en la educación bajo la oscura luz de la desesperación que he descrito, nos preguntamos si tal vez no es en el pasado donde se encuentra ese tranquilo lugar en el que el joven puede permanecer algunos años alejado, por lo menos un poco, de la actitudes competitivas y generalizadoras del presente, lejos, por lo menos un poco, de los problemas contemporáneos que le han dicho puede dominar mediante actitudes y generalizaciones, ese lugar tranquilo en el que puede estar en silencio, en el que puede conocer algo —en qué año fue construido el Partenón, el orden de batalla en Trafalgar, cómo fue descifrado el Lineal B: algo que no tenga que ver nada con el verborreico y afectado presente, nada que ver con las variaciones de las fórmulas aceptadas sobre la ansiedad y la sociedad urbana y la alienación, y la Gemeinschaft y la Gesellschaft, la materia de las disciplinas académicas que se basan en la autoconciencia y en la moderna autocompasión—. La moderna autocompasión ciertamente no carece por completo de justificación; pero si las circunstancias que la engendran han de ser superadas, debemos preguntarnos si el trabajo deben hacerlo mentes que han sido enseñadas en su juventud a aceptar esas tristes condiciones nuestras como objetos de estudio adecuados. Y muy aparte de cualquier consecuencia práctica, uno piensa en el simple placer estético personal de relacionarse con mentes jóvenes, y mentes maduras, que estén libres de hipocresía, que sean, para citar a un viejo poeta, “feroces, melancólicas, pacientes, atrevidas, modestas, tímidas”. 82


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A esta línea del pensamiento la he llamada excéntrica y quizás debiera ser llamada oscurantista y reaccionaria. Sea llamada como sea, no es probable que impresione al Comité de Programas de Estudio. Fue ese, pienso, más o menos el razonamiento de mi Departamento en Columbia, cuando, hace unos años, al surgir la cuestión, decidió no llevar los cursos más allá del siglo XIX. Pero nuestras razones no pudieron resistir la petición que un grupo de estudiantes le hizo a nuestro decano y que él nos comunicó. Los estudiantes querían un curso de literatura moderna —muy probablemente dijeron, al modo estudiantil, que era un escándalo que un curso de ese tipo no fuera ofrecido en el colegio—. No hubo argumento que pudiera oponerse a ese deseo expreso: sólo nos quedó capitular y luego, de buena gana, reunir las razones que justificaran nuestra aceptación. ¿No había avanzado el siglo XX más allá de la mitad? ¿No tenía casi cincuenta años que Eliot había escrito Portrait of a lady? ¿George Meredith no había muerto en 1909, e incluso los más viejos entre nosotros, ¿no habían leído alguna de sus novelas en el colegio? —muchas universidades rápidamente habían incluido en sus programas la literatura de finales del siglo XIX e incluso de principios del XX; había fuertes argumentos para nuestra capitulación—. ¿No había sido Yeats contemporáneo de Matthew Arnold durante veinte años? Nuestra resistencia a la idea del curso jamás se había basado en un juicio adverso a la literatura en sí. Formábamos un Departamento no sólo de Inglés sino de Literatura Comparada, y si el conjunto de la literatura moderna fuera examinada, podría decirse —y estaríamos dispuestos a decirlo— que ninguna literatura del pasado superaba la literatura de nuestro tiempo en poder y magnificencia. También es una literatura difícil, y es difícil no sólo en el sentido en que los defensores de la poesía moderna dicen que toda literatura es difícil. Hoy creemos que Keats es un poeta muy difícil, pero sus primeros lectores no lo creían. Ahora vemos la profundidad y sutileza de Dickens, pero sus lectores contemporáneos lo encontraban tan accesible como un plato de ostras en su concha. La literatura moderna, sin embargo, muestra sus dificultades a las primeras de cambio; hay dificultades literales y doctrinales —si nuestros estudiantes tuvieran que conocer su herencia literaria moderna, seguramente necesitarían toda la ayuda que el maestro pudiera darles. 83


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Ésas fueron las convincentes razones de nuestra decisión de establecer, por fin, el curso de literatura moderna. Fueron también la base para nuestra mal disimulada venganza final. Recuerdo que dijimos algo como: Muy bien, si quieren a los modernos ténganlos, como dice Henry James, en plena cara. Daríamos el curso, pero lo daríamos al más alto nivel, y si creían, como los estudiantes creen, que lo moderno los recibirá amablemente, dejémoslos tener sus buenos y felices momentos con Yeats y Eliot, con Joyce, Proust Kafka, con Lawrence, Mann y Gide. Finalmente, me tocó a mí dar el curso. Lo abordé con un desasosiego que no ha disminuido con el paso del tiempo —incluso, creo, se ha incrementado—. El desasosiego se debía a mi relación personal con las obras que forman el núcleo del curso. Casi todas ellas han estado en relación conmigo durante largo tiempo. Invierto el orden natural no por falta de modestia sino a partir del señalamiento de W. H. Auden de que un verdadero libro nos lee a nosotros. He sido leído por los poemas de Eliot y por Ulysses y por En busca del tiempo perdido y por El castillo desde hace años, desde mi adolescencia. Al principio algunos de estos libros me rechazaron; yo los aburría. Pero conforme crecí y me conocieron mejor, llegaron a tenerme simpatía y a entender mis ocultos significados. Su naturaleza es tal que nuestra relación ha sido bastante íntima. Ninguna literatura ha sido tan escandalosamente personal como la de nuestro tiempo —hace todas las preguntas que están prohibidas en una sociedad educada—. Nos pregunta si estamos contentos con nuestro matrimonio, con nuestra vida de familia, con nuestra vida profesional, con nuestros amigos. Me pareció bien escribir en el catálogo del colegio que mi curso “ponía especial atención en el papel del escritor como crítico de su cultura” —era puro sofisma: las preguntas planteadas por nuestra literatura no eran sobre nuestra cultura, sino sobre nosotros mismos—. Nos pregunta si estamos satisfechos con nosotros mismos, si estamos salvados o condenados —más que con cualquier otra cosa nuestra literatura concierne a la salvación—. Ninguna literatura ha sido tan intensamente espiritual como la nuestra. No me atrevo a llamarla realmente religiosa, pero ciertamente tiene la particular intensidad que se relaciona con la vida espiritual que Hegel hacía notar cuando hablaba del gran fenómeno moderno de la secularización de la espiritualidad. No sé cómo se las arreglan otros profesores con esta extravagante fuer84


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za personal de la literatura moderna, pero para mí resulta difícil. La enseñanza de la literatura tiende ahora a ser considerablemente técnica, pero cuando el maestro ha dicho todo lo que puede decirse de cuestiones formales, sobre tipos de versos, métrica, convenciones de la prosa, ironía, tensión, etc., debe confrontar la necesidad de expresar un testimonio personal. Debe emplear cualquier autoridad que pueda tener para decir si una obra es verdadera o no; y si no, ¿por qué no? Y si lo es, ¿por qué sí? Puede hacer esto sólo a costa de su privacidad. ¿Cómo alguien puede decir que Lawrence está en lo correcto en su rabia contra las emociones modernas, contra el sentido moderno de la vida y sus formas de ser, a menos que hable desde la intimidad de sus propios sentimientos, de su propio sentido de la vida y de su aspiración a una forma de ser? ¿Cómo, excepto arriesgando un juicio personal, le dice uno a los estudiantes que Gide es sumamente preciso en su representación del terrible fastidio y lenta corrupción de la vida respetable? Luego, probablemente, uno se apresurará a decir que eso no justifica por sí mismo la homosexualidad y el abandono de su esposa agonizante, no ciertamente. Pero entonces, después de cumplir nuestro deber con la moralidad, ¿cómo rescata uno el punto esencial de Gide del supremo derecho del individuo, sin convertirlo en algo puramente histórico, académico? Mi primera reacción a la necesidad de manejar temas de esta clase fue de resentimiento por la incomodidad que me producía. Se trata de temas que siempre tratamos ya sea inconscientemente o en la privacidad de nuestra propia conciencia, y si de vez en cuando revelamos nuestros pensamientos sobre ellos es a amigos de nuestra edad y especialmente cercanos. Y si los tocamos públicamente, lo hacemos con la relativa abstracción y anonimato de la imprenta. Pararse y hablar de ellos con nuestra propia voz a un grupo de oyentes que se hace cada vez más joven conforme uno se hace más viejo no es fácil y, probablemente, tampoco decente. Pero si, en cambio, hacemos a un lado las consideraciones personales, o las tomamos simplemente como una indicación de algo erróneo en la situación, ¿podemos dejar de reconocer que, cuando la literatura moderna es traída al salón de clases, el tema de estudio es traicionado por la pedagogía del tema? Tenemos que preguntarnos si en nuestros días el articulado de la academia no tiene previsto demasiado. Más y más, conforme las universidades 85


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se liberalizan y vuelven su mirada imperialista a la Vida misma, crece el sentimiento entre las clases educadas de que poco puede experimentarse a menos que esté validado por alguna disciplina intelectual, con el resultado de que la experiencia pierde mucho de su inmediatez personal y se convierte en parte de una actividad social acreditada. Esto no es enteramente cierto y no quiero jugar el aburrido juego académico de pretender que es completamente cierto que la mentalidad universitaria debilita y marchita todo lo que toca. Tengo que creer, y creo, que el estudio universitario del arte es capaz de confrontar el poder de la obra de arte completa y valerosamente. Incluso creo que puede descubrir y revelar el poder donde no se había visto antes. Pero el estudio universitario del arte alcanza este objetivo sobre todo con obras de arte de periodos anteriores. El tiempo parece tener el efecto de sosegar la obra de arte, de domesticarla y convertirla en clásica, lo que a menudo es una forma de decir que es simplemente un objeto de observación habitual. El estudio universitario de la clase correcta puede revertir este proceso y devolverle a la obra de arte su frescura y fuerza —puede, incluso, revelar poderes impensados—. Pero, con las obras de arte de nuestra propia época, el estudio universitario tiende a acelerar el proceso por el cual lo radical y subversivo se convierte en obra clásica, y el estudio universitario logra hacerlo en la medida en que es vivaz y perceptivo, y no académico. En uno de sus poemas, Yeats se burla de los eruditos literarios: “cabezas calvas que olvidan sus pecados”, las “viejas, eruditas, respetables cabezas calvas”, que editan los poemas de los poetas jóvenes y apasionados. Lord, what would they say Did their Catullus walk this way?

Yeats está pensando en su propio futuro, y sin duda ve una discrepancia cómica radical entre las pasiones del poeta y la ciega concentración del erudito en el texto. Por mi parte, cuando pienso en Catulo, me siento tentado a alabar el tacto de esas viejas cabezas, de Heinsius y Bentley a Munro y Postgate, quienes trabajaron en el Codex G y en el Codex O y de ellos sacaron conclusiones sobre el perdido Codex V —por hacer sólo esto y por no tratar de comprender y demostrar la verdadera intensidad y la verdadera cualidad y el verdadero significado cultural de la pasión de Catulo y arreglárselas por lograr un acuerdo eventual con su respetabilidad y calvicie—. En el presente, quie86


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nes tratamos con libros en las universidades vivimos con el temor de que el Mundo, que imaginamos vital, palpitante, apasionado, amante de la realidad, piense en nosotros como viejos, respetables, calvos, y vemos que en nuestro trato con Yeats (para tomarlo como ejemplo) su desenfrenado grito de rabia y sexualidad es escuchado por nuestros estudiantes y entendido casi por completo como —lo que eventualmente llamamos— una significativa expresión de nuestra cultura. La exasperación de Lawrence y la subversión de Gide, para el momento en que las abordamos con resolución y claridad, son ejemplos notables de la alienación del hombre moderno ejemplificado por el artista. “Compare el uso que Yeats, Gide, Lawrence y Eliot hacen del tema de la sexualidad para criticar las deficiencias de la cultura moderna. Apoye sus afirmaciones con referencias específicas al trabajo de cada autor. (Tiempo: una hora).” Y lo angustiante de nuestras preguntas de examen es que no son ridículas, son perfectamente sensatas —tanta sensatez que el joven que las contesta puede nunca saber la fuerza y el terror de lo que le ha sido comunicado por las obras sobre las cuales es examinado. Es muy probable que fuera la idea de librarme de la necesidad de hablar personalmente, y a mis estudiantes de tener que traicionar el duro significado de la gran literatura, por lo que al principio di mi curso en el modo más literario posible. Hace un par de décadas se descubrió que la obra literaria es una estructura de palabras: no pareció que saberlo fuera algo sorprendente excepto por su tendencia política, la cual urgía minimizar el monto de atención que le dábamos a la voluntad personal y social del poeta, a lo que él quería que pasara fuera del poema como resultado del poema; nos urgía a fijar nuestra atención en lo que sucede en el interior del poema. Para mí esta polémica tendencia fue de la mayor utilidad, pues corrigió mi propensión a fijar la atención principalmente en lo que quería el poeta. Durante dos o tres años dirigí mis esfuerzos a tratar con la materia del curso principalmente como estructura de palabras, de un modo formal, con la atención puesta en las dificultades literales que distinguían a muchos de los trabajos. Pero marchaba a contrapelo. Iba contra mi naturaleza. Iba contra la situación del salón de clases, pues el análisis formal se lleva a cabo mejor con preguntas y respuestas, lo que necesita grupos pequeños, y la inscripción para el curso de literatura moderna en cualquier escuela es seguramente numerosa. E iba contra la naturaleza de los autores mismos 87


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—habían creado ciertamente estructuras de palabras—, pero esas estructuras no eran pirámides o arcos triunfales, habían sido creadas evidentemente para no ser estáticas y conmemorativas sino móviles y agresivas, y uno no describe un quinquerreme o un howitzer o un tanque sin calcular cuánto daño puede hacer. Finalmente tuve que decidir que sólo había una forma de dar el curso, que era darlo sin estrategias y sin ninguna precaución consciente. No era honorable, tanto para los estudiantes como para los autores, ocultar o disimular mi relación con la literatura, mi compromiso con ella, mi temor y ambivalencia con ella. La literatura tiene que abordarse en los términos planteados por ella. En cuanto a los estudiantes, jamás he estado de acuerdo con la concepción moderna de “enseñar estudiantes, no temas” —siempre he pensado que es correcto enseñar temas, creo que si uno es fiel al tema, el estudiante será mejor instruido—. De modo que decidí dar el curso sin tener en mente más que mis propios intereses. Y como mis intereses me llevaban a ver las situaciones literarias como situaciones culturales, y las situaciones culturales como luchas muy elaboradas de asuntos morales, y los asuntos morales como algo que tenía que ver con imágenes gratuitas de la existencia personal y las imágenes de la existencia personal con el estilo literario, me sentí libre de comenzar con lo que para mí era el interés principal, los motivos del autor, los objetivos de su voluntad, las cosas que quería o las cosas que quería que pasaran. Mi método, cultural y no literal, me condujo a decidir que comenzaría el curso con la presentación de ciertos temas o asuntos que podrían atraer especialmente nuestra atención. Incluso fui tan lejos en mi alejamiento de la literalidad como para creer que mi objetivo se alcanzaría mejor si ideaba un “contexto” para las obras que leeríamos —quería proponer una historia para los temas o asuntos que esperaba descubrir—. No pretendía que esa historia fuera muy extensa o precisa. Quería sencillamente estimular algún sentido de la historia, alguna intuición general del pasado en estudiantes que, me parecía, no habían sido provistos de ella por su educación y que eran en general felices sin ella. Y como no hay todavía una obra general adecuada de historia de la cultura de los últimos doscientos años, me pregunté cuáles libros de la época que precedía a la nuestra habían influido más en nuestra literatura o, como estaba menos interesado en mostrar alguna influencia que en discernir alguna tendencia, qué libros viejos parecían caer en la línea de dirección a la que apuntaba nues88


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tra literatura y así servir como prolegómeno a nuestro curso. Fue casi inevitable que la primera obra que saltase a la mente fuera The Golden Bough, de sir James Frazer, no toda, por supuesto, sino ciertos capítulos, aquellos que trataban de Osiris, Atis y Adonis. Todo aquel que medita en la literatura moderna de un modo sistemático da por hecho el papel que juega en ella el mito, y en especial la parte del mito que habla de dioses que mueren y renacen —la creencia de muerte y resurrección, reiterada en el mundo antiguo en infinitas variaciones que son siempre la misma, cautivó el pensamiento literario en el momento en que, como coinciden los estudios de la era moderna, las más populares e irresistibles historias de resurrección habían perdido mucho de su influencia en el mundo. Tal vez ningún libro ha tenido un efecto tan decisivo en la literatura moderna como el de Frazer. Sumamente adecuado a mi propósito fue el que hubiera sido publicado diez años antes de que el siglo XX comenzara. Cuarenta y tres años después, en 1933, Frazer pronunció una conferencia, muy elocuente, en la que invitaba a no perder la esperanza frente a la amenaza que el poder nazi representaba para la inteligencia humana. Aún vivía en 1941. Pero había nacido en 1854, tres años antes de que Mathew Arnold diera su conferencia: “On the modern element in Literature.” Eso, ciertamente, era historia, era el pasado que yo quería, maravillosamente conectado con el presente. Frazer fue por completo un hombre del siglo XIX, y aun más porque el siglo XVIII era tan compatible con él —la conferencia de 1933, en la que predijo la derrota nazi tuvo como tema el libro de Condorcet: Progress of the human mind ; cuando le robaba tiempo a sus estudios antropológicos para tratar con la literatura, preparaba la edición de los ensayos de Addison y las cartas de Cowper—. Había perdido su vieja creencia en la virtud y poder de la racionalidad. Amaba y contaba con el orden, el decoro y el buen sentido. Este gran historiador de la imaginación primitiva se contaba en la tradición domi89


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nante de Occidente que, desde los días de Sócrates, condenaba las formas de pensamiento que llamamos primitivas. Puede decirse de Frazer que en su propósito inconsciente fue un representante de lo que Arnold quería decir cuando hablaba de edad moderna. Y tal vez nada puede aclarar más cómo han cambiado en cien años las condiciones de la vida y la literatura que la forma en que Arnold define el elemento moderno en la literatura y el modo en que nosotros lo definimos. Arnold emplea la palabra “moderno” en un sentido completamente honorífico. Tanto que parece desestimar cualquier idea temporal del mundo y la hace significar virtudes cívicas e intelectuales intemporales —su conferencia, de hecho, fue sobre el elemento moderno de las antiguas literaturas—. Una sociedad es moderna, dice, cuando mantiene una situación de reposo, confianza, libre actividad intelectual, y tolerancia con las opiniones divergentes. Una sociedad es moderna cuando proporciona suficiente bienestar material para las comodidades de la vida y el desarrollo del gusto. Y, finalmente, una sociedad es moderna cuando sus miembros son intelectualmente maduros, con lo que Arnold quiere significar que están dispuestos a juzgar mediante la razón, a observar los hechos con un espíritu crítico, e investigar la ley de las cosas. Con esta definición, la Atenas de Pericles para Arnold es moderna; la Inglaterra Isabelina, no; Tucidides es un historiador moderno, sir Walter Raleigh no. No continuaré con más detalles de la definición de Arnold de lo moderno. He dicho suficiente, creo, para dar una idea de lo que quiso ver realizado como el desiderátum de su propia sociedad, el ideal que quiso proponer a las obras del intelecto y la imaginación de su tiempo. ¡Y a qué distancia lo puso este ideal de lo moderno de nuestra propia concepción de la modernidad, de nuestra literatura! El ideal de Arnold de orden, conveniencia, decoro y racionalidad pareciera reducirlo a las pequeñas ventajas y excesivas limitaciones de la clase media de unas cuantas naciones prósperas del siglo XIX. El sentido de la historia de Arnold presenta a su mente el largo, amargo, sangrienta pasado de Europa y él se agarra apasionadamente a la esperanza de que la verdadera civilización ha sido alcanzada. Pero el sentido histórico de nuestra literatura tiene en mente un exceso de civilización al cual pueden atribuirse las amarguras y atrocidades tanto del pasado como del presente y cuyos aspectos pacíficos se consideran despreciables —su orden, alcanzado a costa de 90


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una exagerada represión personal, mediante la coerción o la aquiescencia; su reposo, ocioso; su tolerancia flácida o caprichosa; su bienestar material corrupto o corruptor; su gusto, manifestación de la timidez o del orgullo; su racionalidad lograda por el sacrificio de la energía y la pasión. Para comprender este cambio radical de opinión nada es más iluminador que tener conciencia de la duplicidad de la mente del autor de The Golden Bough. He dicho que Frazer ejemplifica conscientemente todo lo que Arnold entiende por moderno. A menudo habla severamente de la irracionalidad y de los excesos orgiásticos de las religiones primitivas que describe, e incluso el cristianismo es merecedor de sus críticas porque se interpone al pensamiento racional y aparta al hombre de la participación inteligente en la vida social. Pero Frazer tiene más de una idea, tiene una noción consciente y una inconsciente. Deplora la imaginación primitiva y al mismo tiempo no puede dejar de considerarla bella y maravillosa. Es raro el lector de The Golden Bough que encuentra las antiguas creencias y ritos completamente ajenos a él. Era de esperarse que la deducción de las muchas semejanzas paganas con los mitos cristianos haría pensar a los lectores cristianos que tenía un efecto adverso a la fe, el propósito indudable de Frazer era ese, pero muchos lectores piensan que Frazer hace cualquier fe y ritual congénito a la humanidad, casi biológico; piensan, como dijo De Quincey, que no tener cuando menos una pequeña superstición es carecer de generosidad mental. Por científico que fuera su propósito, Frazer tuvo el efecto de validar aquellos viejos modos de experimentar el mundo que los hombres modernos, comenzando con los románticos, habían buscado revivir para escapar del positivismo y el sentido común. Dirigir la imaginación hacia grandes y misteriosos objetos de adoración no es el único medio que el hombre usa para liberarse de la servidumbre de los hechos cotidianos, y aunque Frazer no puede ser considerado responsable de la creciente atracción moderna por los estados mentales extremos —el arrobamiento, el éxtasis y la trascendencia, que son alcanzados por las drogas, el trance, la música y la danza, la orgía y el trastorno de la personalidad— sí constituye un puente al entendimiento y la aceptación de esos estados; nos propone la idea de que el deseo y su empleo con propósitos heurísticos es una manifestación normal y aceptable de la naturaleza humana. Este aspecto de la obra maestra de Frazer difícilmente puede dejar de 91


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sugerir el siguiente de mis prolegómenos. Vale la pena subrayar que su autor fue, a su modo, un erudito clásico tan importante como Frazer —Nietzsche era profesor de filología clásica en la universidad de Basilea cuando, a los 27 años, publicó El origen de la tragedia—. Después de la aparición de este recuento sorprendentemente brillante de la civilización griega, en la que Sócrates no es el héroe sino el villano, ¿qué puede quedarnos de la Grecia ordenada y racional, de esa moderna, de esa siglo-dieciochesca Atenas en la que Arnold tanto confiaba como modelo para juzgar todas las civilizaciones? El profesor Kaufmann está en lo correcto cuando nos aconseja no suponer que Nietzsche exalta a Dionisio sobre Apolo y nos dice que Nietzche “pone énfasis en Dionisio sólo porque siente que el genio apolíneo de los griegos no puede entenderse cabalmente sin él”. Pero nadie que lea el ensayo de Nietzsche por primera vez le prestará atención a esta advertencia. Quien lo aborde antes de que la precaución intervenga, antes de estar consciente de la portentosa dialéctica entre Dionisio y Apolo, sentirá la excitación de sentirse súbitamente liberado de Aristóteles, la alegría de compartir el juicio del autor de que “el arte más que la ética constituye la actividad metafísica esencial del hombre”, de que la tragedia tiene su fuente en el arrobamiento de Dionisio, “cuya clásica analogía es proporcionada por la intoxicación física”, y que este arrobamiento, en el que el individuo “se olvida completamente de sí mismo”, no es un estado metafísico sino un despliegue orgiástico de lujuria y crueldad, “de promiscuidad sexual que se impone a cualquier forma de ley tribal”. Este frenesí sádico y masoquista, se empeña Nietzsche en insistir, necesita la mano domadora de Apolo antes de que se convierta en tragedia, pero es la materia prima del gran arte, y para la experiencia moderna de la tragedia esta explicación parece más pertinente que la de Aristóteles, con su ansiedad de olvidar sus orígenes para alcanzar un estado de noble imperturbabilidad. De suma importancia para mí fue que este ensayo tuviera la ventaja pedagógica añadida de permitirme establecer una línea histórica con William Blake. Nada es más característico de la literatura moderna que su descubrimiento y canonización de las energías no éticas primitivas, y el punto histórico puede perfeccionarse resaltando la correspondencia entre el pensamiento de dos hombres separados uno del otro por varias décadas, pues la orgía dionisiaca de Nietzsche y el Infierno de Blake son en mucho la misma cosa. 92


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Si Joseph Conrad leyó a Blake o a Nietzsche, no lo sé, pero su Heart of darkness es la siguiente en la línea. A esta gran obra jamás le ha faltado la admiración que merece, y le ha sido otorgada una suerte de sitio canónico en la leyenda de la literatura moderna al haber estado tan presente en la mente de Eliot cuando escribió The waste land y haber tomado de ella el epígrafe para “The hollow men”. Pero nadie, tengo entendido, ha confrontado explícitamente la ambivalencia de su extraño y terrible mensaje sobre la vida civilizada. Piense que su protagonista, Kurtz, es liberal y progresista y representante muy respetado de una sociedad que creemos generosa cuando, en realidad, es depravada. Piense también que es practicante de varias artes, pintor, escritor, músico y por añadidura orador político. Al mismo tiempo es el más idealista y el más exitoso de todos los agentes de la explotación belga del Congo. Todos conocen la verdad que Marlow descubre: que el éxito de Kurtz es el resultado de la terrible ascendencia que se deriva de sus pretendidos poderes mágicos o divinos, que ha ejercido su gobierno con una crueldad extrema, que se ha entregado a innominables actos de lujuria. Éste es el mundo de las páginas oscuras de The Golden Bough. Uno de los grandes atractivos del relato de Conrad es que Marlow habla de la vida primitiva de la jungla no como algo noble o encantador, o incluso liberador, sino como algo degradante y sórdido —y por esa razón irresistible: él mismo siente abiertamente su atroz atractivo—. Es a esta demoniaca depravación a la que Kurtz se entregó, y Marlow, aunque lo trata con hostil ironía, no lo deja de considerar un héroe del espíritu. Para mí, aún resulta ambiguo si el famoso grito de Kurtz en su lecho de agonizante, “¡el horror, el horror!”, se refiere a la proximidad de la muerte o a su experiencia de la vida salvaje. Sea como sea, para Marlow el hecho de que a punto de morir Kurtz pueda articular ese grito, mientras él mismo, cuando la muerte lo amenaza, la considere una cansada grisura, marca la diferencia entre el hombre ordinario y el héroe del espíritu. ¿No es esta la esencia de la creencia moderna sobre la naturaleza del artista, del hombre que desciende al infierno: el comienzo histórico del alma humana, un comienzo no dejado atrás sino arraigado en la humanidad tal como la conocemos, del hombre que prefiere la realidad de este infierno a las banales mentiras de la civilización que lo asfixia? Esta idea se propone nuevamente en un trabajo un poco menos pode93


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roso pero aun así conmovedor con el que sigo después deHeart of darkness : Muerte en Venecia. Quise esta noveleta no tanto por su relato de una extravagante personalidad apolínea rindiéndose a fuerzas que consideraba vergonzosas —aunque ciertamente encajaba en mi objetivo— sino más bien por las enfebrecidos sueños del pasado erótico, y en particular de la orgía del macho cabrío que Mann, siendo de la clase de escritor que es, teniendo la relación que tiene con Nietzsche, podía haber escrito como una ilustración de lo que El origen de la tragedia entiende por frenesí religioso, más todavía porque, por supuesto, Mann elige ese ritual orgiástico en particular: el sacrificio y la ingestión del macho cabrío, del que derivó la tragedia. Un elemento notable de esta narración, en la que el nacimiento de la tragedia juega una parte importante, es que la degradación y caída del protagonista no es representada como trágica en el sentido usual de la palabra —es decir, no se representa como un evento sumamente lamentable—. Es lugar común del pensamiento literario moderno que la forma trágica no sea accesible ni aun a los más grandes y serios de nuestros escritores. No estoy seguro de que sea la carencia que alguna gente cree que es y una marca de nuestra inferioridad espiritual. Pero si preguntamos por qué es así, una razón es que hemos aprendido a pensar en nuestro pasado a través de la tragedia hasta la materia primitiva de la que procede. Si consideramos las formas prohibidas de comportamiento que en la tragedia tradicionalmente conducen al castigo mediante la muerte, pensamos en ellas como el medio que conduce a la realidad y a la verdad, a la final autorrealización. Siempre nos hemos preguntado si la tragedia misma no habría estado diciendo justamente esto de una forma profundamente oscura, llevándonos a pensar en el pecado del héroe y su muerte como algo que en cierto modo confiere justificación, incluso una especie de salvación —no hay duda de que Nietzsche tiene esto en mente cuando dice que “la tragedia niega a la ética”—. Lo que la tragedia alguna vez pareció sugerir, ahora nuestra literatura está dispuesta a decirlo explícitamente. Si el Aschenbach muere en la cima de su poder intelectual y artístico, abrumado por una pasión que su razón ética condena, no pensamos que eso sea una derrota: al final de su vida el artista tiene conciencia de una realidad que hasta ese momento se había negado a admitir conscientemente. Razonamientos de ese tipo sugieren que otra obra de Nietzsche, La ge94


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nealogía de la moral, puede ser pertinente. Ésta propone una visión de la sociedad en consonancia, junto con la validación y ratificación de la energía primitiva, con la creencia de que el arte, y no la ética, constituye la actividad metafísica esencial del hombre. La teoría de Nietzsche del orden social descarta de sus orígenes cualquier impulso ético —la base de la sociedad debe buscarse en la racionalización de la crueldad: tan simple como eso—. Nietzsche no tiene ningún objetivo utópico al decir esto, ninguna expectativa de alterar la esencia del orden social, aunque piensa que su aflicción pueda mitigarse. Presenta la crueldad como una necesidad social, pues sólo mediante su ejercicio pudo el hombre ser inducido a desarrollar la persistencia de la voluntad: nada más que el dolor de la crueldad pudo crear en la humanidad la memoria del objetivo que hace a la sociedad posible. El método del cinismo que Nietzsche persigue —dejemos claro que es un método y no una actitud— va tan lejos como para describir el castigo en términos del placer derivado del ejercicio de la crueldad: “Compensación, dice, consiste en una garantía legal autorizando a un hombre a ejercer la crueldad en otro.” De ahí sigue el notable pasaje en el que Nietzsche describe el proceso por el cual el individuo vuelve la crueldad del castigo contra sí mismo y crea la mala conciencia, la conciencia de la culpa que se manifiesta como penetrante ansiedad. La complejidad del pensamiento de Nietzsche va más allá de cualquier comparación, pues en este libro, que está dedicado a la liberación de la conciencia, Nietzsche hace la defensa de la mala conciencia como una fuerza decisiva para la cultura. Es la misma línea de razonamiento que adopta cuando, al atacar la moralidad judía y la existencia canónica en nombre de la salud del espíritu, nos recuerda que sólo por su enfermedad el hombre se hace interesante. De La genealogía de la moral a La civilización y sus descontentos hay un solo paso, y algunos podrían pensar, por razones pedagógicas, que el paso es tan pequeño que vuelve al segundo libro superfluo. Pero aunque la visión de Freud de la sociedad y la cultura tiene una gran afinidad con la de Nietzsche, Freud agrega algunas consideraciones que son esenciales para nuestra comprensión del carácter moderno. Para comenzar, plantea la cuestión de si queremos o no aceptar la civilización. No es la primera vez que la paradoja de la civilización se presenta a la razón de la gente civilizada: la sensación de que la civilización hace 95


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al hombre actuar peor y sufrir más de lo que hacían estados menos desarrollados de la existencia humana. Pero hasta ahora esas ideas habían sido formuladas en un sentido moralizante —la civilización se presentaba como “corrupta”, como una divagación de un estado de inocencia—. Freud no se hace ilusiones sobre una inocencia primitiva, no concibe una alternativa práctica a la civilización. En consecuencia, sólo hay una a la pregunta que plantea de si queremos civilización con todas sus contradicciones, con todas sus penas —penas, para los “descontentos” no describe correctamente la idea que Freud tiene en mente—. Él tiene su propia respuesta a la cuestión —se la dicta su sentido de la vida, trágico, estoico: haríamos bien en aceptarla, aunque también habría que echar un ojo a las circunstancias que hacen que sea mejor que la aceptemos—. Como Nietzsche, Freud pensaba que la vida se justificaba por la respuesta heroica a este desafío. Pero la cuestión que Freud plantea no ha sido puesta a un lado o cancelada por la respuesta que él mismo da. Su respuesta, como la de Nietzsche, se encuentra en la línea del humanismo tradicional —lo podemos ver en la severidad con la que ordena a las mujeres no inteferir con el hombre en el cumplimiento de su deber natural, no reclamar al hombre por amor y por la familia en detrimento de su libre actividad en el mundo—. Pero es precisamente aquí donde reside la esencia de la cuestión que el mundo piensa cada vez más que Freud no responde. La pena que la civilización inflige es la de la renuncia al instinto, y parecería que cada vez más poca gente desea decir como Freud que la pérdida de la gratificación de los instintos, o el amor, es compensada por la seguridad de la vida civilizada o por los ascéticos placeres del carácter moral masculino. Con el ensayo de Freud terminé los prolegómenos para el primer curso. No haré mucho más que mencionar los libros con los que introduje el segundo curso, pero no quisiera dejar de hacerlo. Comencé con El sobrino de Rameau, 96


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con la idea de que la peculiar autoridad moral que Diderot le atribuye al envidioso, sin talento e incorregible protagonista, era particularmente relevante para la exploración ética de la literatura moderna. Nada es más característico de la literatura de nuestro tiempo que el reemplazo del héroe por lo que ha llegado a ser llamado el anti-héroe, en cuya indiferencia u odio a la nobleza ética se presume que hay una especial autenticidad. Diderot es muy franco en ese punto —él mismo, en su carácter público, es el deuteragonista, “la conciencia honesta”, como Hegel lo llamó, y se complace en el desconcierto de la persona decente y, para la mentalidad nihilista del sobrino, sin interés. Me parece que hay una particular utilidad en el hecho de que este antihéroe reconozca tan abiertamente su envidia, a la cual Tocqueville llamó la fuerza gobernante de la democracia, y que si bien envidia a todos aquellos que han tenido acceso a las comodidades materiales y a la condición social de las que él carece, lo que sobre todo lo anima es la envidia al hombre de genio. La nuestra es la primera época cultural en la que muchos hombres aspiran a grandes logros en las artes y, en su frustración, forman una clase desposeída que se sobrepone a los límites de las clases sociales tradicionales, convirtiéndose en un proletariado del espíritu. Aunque El sobrino de Rameau no fue publicado sino bastante tarde en el siglo, fue conocido en manuscrito por Goethe y Hegel; se adaptó a su carácter y se ganó la admiración de Marx y Freud por razones obvias. Y hay bases para creer que lo conoció Dostoievski, cuyas Memorias del subsuelo es un replanteamiento de la idea esencial del diálogo de Diderot en términos más extremos y menos amables. El sobrino está aún a la defensiva —es un pícaro cuando cuenta secretos del hombre y la sociedad—. Pero el hombre del subsuelo de Dostoievski vocifera su odio y envidia y lleva la carga de su odio a sí mismo y su alienación a la batalla en contra de los que considera “bellos y buenos”, desencadenando un ataque sin remordimientos a toda creencia no sólo de la sociedad burguesa sino del conjunto de la tradición humanista. La inclusión de Memorias del subsuelo entre mis prolegómenos constituye una especie de riesgo pedagógico, pues si deseara enfatizar la tendencia subversiva de la literatura moderna ésta es una obra que hace que cualquier subversión ulterior parezca afirmación, tan radical y brillante es su negación de nuestras creencias tradicionales y su afirmación de las nuevas. 97


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Vacilé compungido antes de incluir, después de Memorias del subsuelo, La muerte de Ivan Ilich, de Tolstoi, la cual destruye despiadada y ferozmente la ciudadela del lugar común en la que creemos poder guarecernos de nosotros y nuestro destino. Pero la incluí, y luego dos obras de Pirandello, las cuales, con la sórdida atmósfera de la vida común, socava las certidumbres del lugar común, del sentido común. De tanto en tanto me he planteado la pregunta de si mi elección de las obras introductorias no era extravagante, excesivamente tendenciosa. Nunca lo he creído. Y si estas obras sirven en verdad para indicar con precisión la naturaleza de la literatura moderna, un maestro podría considerar que vale la pena preguntarse cómo responden sus estudiantes a tan fuerte dosis. Una respuesta es la que ya he descrito —la disposición de los estudiantes a involucrarse en el proceso que podríamos llamar de socialización de lo antisocial, aculturación de lo anticultural o legitimización de lo subversivo—. Cuando los ensayos de fin de curso llegaron, fue claro para mí que casi ningún estudiante se sintió sorprendido por lo que había leído: habían contenido por completo el ataque. La principal excepción fue de los pocos que sencillamente no entendieron, aunque pudieron sentirse atemorizados por el tipo de nuestro discurso. En sus ensayos, como pobres criaturas de un cuento de Kafka, hallaron refugio, primero, en largas frases malentendidas, luego en la mala gramática, luego en la incoherencia generalizada. Después de que mi exasperación pedagógica se hubo agotado, descubrí que me sentía tentado a concederles un extraño respeto, como si se hubieran puesto de pie y dicho que de hecho no habían tenido la inteligencia de pararse y decir: “¿Por qué nos apresura? Déjenos solos. No somos el Hombre Moderno. Somos el Viejo. La nuestra es la Vieja Fe. Servimos a los Pequeños Viejos Dioses, los dioses de los lugares comunes, de las pequeñas, oscuras y, de algún modo, poderosas deidades de abogados, médicos, ingenieros, contadores. Con ellos no hay sensibilidad ni angst. Con ellos no hay disgustos —son ellos en realidad los que preparan el camino a los ‘bellos y buenos’ sobre quienes han surgido en este curso dudas vulgares, esos ‘bellos y buenos’ que no posemos y que no queremos poseer pero sabemos que justifican nuestras vidas. Déjenos solos y déjenos adorar a nuestros dioses en la forma en que ellos quieran, en paz y en la ignorancia.” Burdo pero —para emplear la interesante palabra que les he98


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mos aprendido a los curadores de los museos— auténtico. El resto, las mentes que me entregan ensayos A, B e incluso C+, se mueven por los terrores y misterios de la literatura moderna como muchos Parsifal, sin hacer preguntas ante el mandato de la maravilla y el miedo. O como muchos seminaristas que han sido instruidos en la constitución del infierno y las formas de condena. O como muchos lectores, entretenidos por historias de horror moral. Les pedí que miraran en el Abismo y, obedientemente y con alegría, se asomaron al Abismo y el Abismo los recibió con la grave cortesía de los objetos de estudio serio diciéndoles: “Soy interesante, ¿no? Y excitante, si consideran lo profundo que soy y las terribles bestias que moran en mis profundidades. Tengan en mente que el conocimiento de mí contribuye materialmente a vuestra realización, a vuestra plenitud.” Angustiado por el agravio que había conspirado a perpetrar contra la gran literatura, me pregunté si quizás no había estado leyendo esos ensayos demasiado literalmente. Después de todo, el ensayo final del curso no es un diario del alma, no es una ocasión para decir la verdad. Lo que mis estudiantes podían revelar de sus auténticos sentimientos a un maestro más joven no me lo revelarían a mí; ellos me daban la que creían era la respuesta adecuada a la versión oficial del terror que yo les proporcionaba. Venían a mi mente sus rostros, que no eran necesariamente los rostros de esos imperturbables ensayos, no eran, no todavía, los rostros de los padres de familia, o de los amantes del teatro o de los compradores de pinturas modernas: no todavía. Tenía que pensar que era posible que, de algún modo y en un grado que mantuvieron secreto, habían respondido directa y personalmente a lo que habían leído. ¿Y si lo habían hecho? Y si lo habían hecho, ¿yo estaría más contento? ¿Qué forma habría querido que tomaran sus respuestas? La que hago es la pregunta de un maestro, no la de un crítico. Hemos decidido en los años recientes pensar en el crítico y en el maestro de literatura como uno y el mismo, y sin duda es posible y útil hacerlo. Pero hay ciertos aspectos en los que las funciones de los dos no coinciden, o se puede hacer que coincidan sólo con gran dificultad. “La crítica —nos dijo Arnold— tiene que estar dotada para el estudio y el elogio de elementos que para la plenitud de la perfección espiritual son requeridos, a pesar de que pertenezcan a un poder que en la esfera práctica pudiera ser maléfico.” Pero a la enseñanza, o al menos a la ense99


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ñanza en la licenciatura, no se le otorga la misma licencia —no se le puede otorgar porque el público del maestro, el cual está frente a sus ojos, mientras el del crítico no lo está, hace preguntas sobre la “esfera práctica”, que el público del crítico no hace—. Por ejemplo, el mismo día en que escribo esto, cuando le dije a mi clase todo lo que podía pensar en decir sobre La montaña mágica la invité a hacer comentarios o preguntas, un estudiante preguntó: “¿Cómo generalizaría usted la idea del valor educativo de la enfermedad, de modo que fuera aplicable no sólo a un individuo particular, Hans Castorp, sino a la gente joven en general?” Nos hizo sonreír, pero fue hecha con toda seriedad, y era esencialmente seria, y tenía que ser respondida con seriedad, en parte mediante la reflexión de que esta idea, como muchas de las ideas encontradas en los libros del curso, tenían que pensarse sólo en referencia a la vida privada; que tocaban la vida pública sólo de una forma indirecta o tangencial; que debía uno toparse con ellas en soledad, incluso en secreto, desde el momento en que hablar de ellas en público y en nuestras instalaciones académicas hacía que pareciesen propuestas para su práctica pública, distorsionando así su significado. A esto, otro estudiante respondió; dijo que, a pesar del ritual público del salón de clases, cada estudiante inevitablemente experimentaba los libros en privado y encontraba su significado en referencia a su propia vida. Cierto, pero el maestro ve varias privacidades reuniéndose para formar un grupo, y ellas sugieren —sin duda además porque se reúnen todos los lunes, miércoles y viernes a una hora determinada— la idea de comunidad, es decir, de la “esfera práctica”. Siendo así las cosas, el maestro no puede escapar a la conciencia de ciertas circunstancias que el crítico, que escribe para un lector ideal, sin circunstancias, no tiene que tomar en cuenta. El maestro considera, por ejemplo, la situación social de los estudiantes —no son de origen aristocrático, no proceden de hogares en los que la obstinación, el orgullo y la costumbre consciente prevalezcan, no han nacido en una cultura marcada por esos rasgos, una cultura que resista ideas y compita con otras cosas valiosas o interesantes; proceden, en su mayoría, de “buenos hogares” donde la autoridad y la evaluación son débiles o al menos no muy importantes o audaces, de modo que esas ideas tienen para ellos, en el estado actual de su desarrollo, un peculiar atractivo y poder. Y respecto a ello el maestro debe tener en mente el presti100


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gio que nuestra cultura, en sus ámbitos superiores, otorga al arte y a las ideas que el arte propone —el convencimiento creciente de que el arte produce más verdades que cualquier otra actividad intelectual—. En esta cultura, qué impresión supone descubrir el acerbo escepticismo de Santayana sobre el arte, o la afirmación de Keats, que los críticos y estudiosos nunca notan, presumiblemente porque la consideran una aberración, de que la poesía no es tan “bella como la filosofía —por la misma razón de que un águila no es tan bella como la verdad”—. Para muchos estudiantes, ninguna idea que puedan encontrar en alguna disciplina del colegio igualará en fuerza y autoridad las ideas que les proporciona la literatura moderna. El autor de La montaña mágica dijo alguna vez que toda su obra podía entenderse como su esfuerzo para liberarse de la clase media, y esto, por supuesto, sirve para describir el objetivo principal de la literatura moderna. Y el instrumento para la libertad que Mann prescribe (a pesar de la ironía característica) es el instrumento de la libertad que de hecho toda la literatura moderna prescribe. Esto es, en palabras de Claudia Chauchat, “se perdre et même… se laisser dépérir”, y así, nombrar los instrumentos es hacer evidente que el fin no es sólo liberarse de la clase media sino liberarse de la sociedad misma. Aventuro la idea de que perderse uno mismo hasta el punto de la autodestrucción, o rendirse a la experiencia sin considerar el propio interés o la moralidad convencional, de escapar por completo a las ataduras sociales, es un “elemento” presente en algún lugar de la mente de cualquier hombre moderno que se atreva a pensar en lo que Arnold en su sincero modo victoriano llama “la plenitud de la perfección espiritual”. Pero el maestro que se compromete a presentar la literatura moderna a sus estudiantes podría no permitir que la idea permanezca en alguna parte, debe sacarlo del lugar donde habitualmente existe sin ser notado y ponerlo en la primera fila consciente de sus pensamientos. Y si está comprometido con la literatura moderna, también debe comprometerse con la idea principal de la literatura moderna. Insisto en la lógica de la situación no para cuestionar la legitimidad del compromiso, o incluso la pertinencia de manifestar el compromiso en el salón de clases (¡aunque parecería extraño!), sino para enfrentar a aquellos de nosotros que enseñan literatura moderna con la sorprendente realidad de nuestra empresa. 101


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Tres poemas JORGE ORTEGA

SUBIDA AL MONTE URGULL

Al fondo el mar, el sobrio mar de fondo que se nos desdibuja. Entre robles y helechos la espiral de piedra no pulida, las furtivas y onduladas terrazas del musgo. La espuma de la hiedra trepando por los troncos, los cauces de hojarasca crujiendo bajo una pisada en falso. Rampas. Escalones pacientemente relamidos por el inofensivo alud del vaho. 102


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Y el final en dónde o para cuándo: la cumbre se escabulle a nuestros ojos, pirámide borrada por la selva en una distracción. A mayor esfuerzo, menor la extenuación, mejor la claridad de los confines o pronta la llegada. El poema se hace en el trayecto, trata lo que tardamos en alcanzar la cima y descubrir ahí lo perseguido en vano, la veleidad del aire, el resbaloso pez de las alturas.

HORTUS CONCLUSUS

He mirado de cerca al colibrí y se ha puesto a flotar, activo en la quietud, con la velocidad de una milésima. En cada uno de sus aleteos caben las rotaciones de la luz y el tañido remoto de la cítara homérica en el jardín de Alcínoo; los viajes del reflejo en la piscina y las secretas músicas del día 103


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en las hondas cañadas de la hierba, lo que imaginas y percibes sin levantar un dedo. Qué podría añadir a su destreza sino estas apostillas, a manera de elogio, a lo que habla por sí con el hecho de ser. Afuera arde la épica de la sobrevivencia, marchan las multitudes, discurren los inventos y la historia se escribe con estruendo. Lejos de perecer en dicho intento me detengo a observar el picaflor cuya vivacidad baraja y aglutina los enigmas de todo el universo.

BOSQUE DE NIEBLA

Desescribir, borrar la exuberancia de esta línea hasta volver a lo blanco para decir la selva de otro modo. Para nombrar sin prodigar sus dones o tener que acabar de enumerarlos antes de que la lluvia nos alcance. 104


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Como si el lenguaje, como si la escritura nos bastara para impedir que el agua. Para reconocer las aves por su canto o la vegetaci贸n de golpe, a simple vista. Andamos sobrados de nombres o faltos de saber. C贸mo decir lo verde y no hacerlo brotar en un color. Igual que la belleza, la magnitud del bosque cabe en la renuncia a proclamarlo.

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Treinta dólares OLIVERIO COELHO 1

¿Qué es eso irresistible que un hombre obtiene de un animal? A lo mejor lo mismo que de un niño: la posibilidad inmediata de amar. Esto escribe Park Chang-ho después de elaborar un extraño método para deshacerse de su mascota antes del viaje de su vida. A diferencia de otros amos que en ausencia proyectan lo mejor para su animal, él, harto de la demanda de una gata castrada de diez años llamada Lola, planea demorar un mes exacto en hacerla explotar, asesinarla sin culpa, concederle lo que siempre ha pedido su gula: sobrealimentación estricta, lácteos, hígado crudo. Destinará una semana al duelo y otros tres días a los preparativos de su viaje a Corea Sur. Imagina que cremar a una gata de diez kilos, si su plan da resultado, será arduo, pero esta dificultad la considera generosamente contemplada en esa primera semana de duelo. Lo cierto es que el problema de Park no es Lola, sino la mujer de la que se separó hace seis meses. Todavía no ha pasado tiempo suficiente como para sacar conclusiones evidentes a los ojos de cualquier otra persona: dilapidó su juventud y su talento en una mujer hermosa que se coló por un intersticio de su débil instinto, una mujer que lo usó para saldar cuentas con su propia feminidad, vengar su suerte —un viejo anatema advierte que las mujeres demasiado bellas padecen los amores más desdichados—. Tampoco sabe que la verdadera realización de ella consistió en torturar a un artista ignoto, de ascendencia coreana, criado en el bajo Flores, alimentando con una regularidad metódica sus celos y el miedo a ser abandonado. Lo cierto es que al cabo de cinco años de relación las ambiciones artís106


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ticas de Park se esfumaron y él se transformó en la víctima perfecta para una mujer que venía abatida por las miserias del deseo masculino. Su suerte habría sido distinta si hubiera aceptado una mujer a su medida, pero el complemento para su ambición artística, por aquel entonces, consistió en tener al lado a una mujer deseada, según sus cálculos, por cualquier argentino. Como en un pacto diabólico, a cambio de una argentina bellísima, cedió de a poco el talento y el deseo de vivir. Logró a su vez que algunos lo miraran con otros ojos, como si definitivamente la compañía de una morocha de rasgos finos lo argentinizara, pero tras la separación perdió instantáneamente esos beneficios, volvió a ser, de un día para otro, el mismo descendiente de coreanos que pasaba inadvertido ante las mujeres y al que los hombres en la cola del supermercado se le adelantaban. Lo que había sobrevivido a su drama amoroso era la gata que él y ella habían levantado de la calle, a poco de conocerse, y que habían bautizado como Lola porque así pensaban llamar a esa primera hija que, por distintas razones, nunca tuvieron. Quizás por eso Park siente que desprendiéndose de la gata dejará de victimizarse. Cae en la cuenta de que su plan es absurdo cuando suena el teléfono y del otro lado escucha a la mujer que lo arruinó. Ahora ella lo saluda con indiferencia y le pregunta con quién dejará a la gata: Lola al fin y al cabo les pertenece a ambos. Park piensa súbitamente que la mascota en realidad no es Lola sino él mismo. Tartamudea y no puede responder cuando ella dice “entonces me la llevo a casa”. Se termina de convencer entonces de que la única posibilidad de seguir viviendo es viajar y en todo caso, si algo distinto sucede en su patria desconocida, reencarnar. 2

Un mes después, aunque sabe que no hay nada peor para un felino que ser privado de su hábitat, accede a que Lola se lleve a la gata. La entrega en la jaula de rigor que durante años usaron para trasladarla al veterinario. A partir de ese momento, para Park el mundo animal y el mundo femenino dejan de ser puertas de acceso al sufrimiento. Como en un duelo, ahora la soledad es la puerta de acceso a otro hombre. En un departamento que ha quedado vacío después de la ida de su exmujer y de Lola, y que con dos vali107


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jas en el pasillo parece a punto de ser abandonado, la imaginación de Park rebota de un lado a otro. Las paredes blancas transforman su mente en una cámara de ecos. Experimenta una especie de ebriedad optimista. En toda alucinación debe haber un límite para que no se desangre la sensibilidad, pero él ya está planeando otra vida en Seúl, se imagina hablando una lengua que nunca aprendió pero que se manifestará como un recuerdo innato, especula con la bondad y la sumisión de una mujer coreana, se ve a sí mismo como un modelo social de integración, un ejemplo de diáspora invertida acorde a las políticas de un país enriquecido que, apenas treinta años atrás, estaba sumido en la pobreza. Prepara las respuestas para una inminente entrevista en un diario importante que por el momento desconoce, pero que en segundos, al tipear en google “important newspapers Korea”, incorporará a su coreografía fantaseosa. Imagina el vernisage de las pinturas que, en el lapso de un mes, frenéticamente realizará a pedido de galeristas conmovidos por su historia de vida. Aunque Park sabe que hay genios que pasan penurias y son reconocidos post mortem, considera que su caso es más grave: a la falta de reconocimiento se suma una catástrofe migratoria que lo ha dejado sin patria. Nunca ha terminado de acomodarse a la idiosincrasia de los argentinos, pese a haber nacido ahí. Quizás por esa suerte de desprecio que profesa internamente, y no por sus rasgos orientales o su porte menudo, algunos argentinos lo adelanten en las colas o lo cuerpeen, como si fuera invisible, cuando cruza una calle. Por eso mismo quizás también perciba la falta de cortesía general y la torpeza de los cuerpos alienados en lo cotidiano como una agresión deliberada, cuando en verdad el dolor y la insatisfacción, según elucida siempre que se detiene a pensar en la Argentina, están distribuidos en la población, incluso en sus adefesios políticos. Esta vez no es el teléfono lo que lo vuelve en sí, sino el sonido del portero eléctrico. Atiende. Juega con la idea de que su exmujer regrese arrepentida a devolverle la gata que, por fuerzas extrañas, intuye se le ha escurrido entre las manos. ¿Cómo puede dirimirse la propiedad de una mascota si éstas no hablan? Piensa que como en el resto de su vida cotidiana, debe aceptar la ley del más fuerte. El taxi que lo llevará al aeropuerto está en la puerta. No es necesario describir la imagen penosa de Park arrastrando dos valijas de veintitrés kilos repletas de cosas innecesarias. Las cosas importantes de su vida más reciente 108


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no están ahí. Ya no existen en el horizonte de ese hombre a punto de reencarnar. 3

En Los Ángeles, escala obligada camino a Seúl, Park por primera vez se siente argentino. Tiene catorce horas de espera y acepta el convite de su compañero de asiento, John Barreth, un norteamericano voluminoso que vive en Los Ángeles y lo invita, según cree entender, a pasar unas horas en su casa, echar los huesos en el sofá y darse una ducha. Abordan juntos un taxi. John no deja de hablar sobre las bondades americanas en un inglés pastoso que Park comprende a medias. Entiende, sí, que John voló a Buenos Aires a acostarse con una mujer que conoció chateando y con la que pensaba casarse. Pero el encuentro fue absolutamente decepcionante: Gabriela vivía en un barrio decadente, en las afueras de Buenos Aires, no recuerda dónde —aunque de inmediato revisa su teléfono y acota “González Catán”—, con una hija de tres años feísima y con una madre postrada. Él, John Barreth, no podía trasladar a su casa a una familia disfuncional. Tampoco, después de evaluar el contexto humilde en el que se había criado Gabriela, podía confiar en el futuro de la pareja, casarse y rifar sus bienes. Aunque el nivel sociocultural de Gabriela era satisfactorio, inexplicablemente satisfactorio, algo le decía que su humildad, una vez en Estados Unidos, rápidamente mutaría en irracionalidad, y ella terminaría devorando sus bienes, colonizando la casa a través de una anciana inválida y una niña famélica. Había visto cientos de vidas desechas por una elección matrimonial inapropiada. Él, John Barreth, ingeniero informático, podía seguir esperando. Había viajado más bien para terminar de convencerse, en dos días y una noche, de que Gabriela era una de las tantas bellezas tercermundistas que habían encontrado en una conexión a internet y en una cámara la estrategia de escape a la miseria. El taxi poco después se detiene frente a un chalet con porche, edificado a imagen y semejanza de todos los que hay en el vecindario. John baja, paga, toma su equipaje del asiento de adelante, y como si olvidara la presencia de Park, camina hacia la puerta de su casa atravesando un pequeño jardín. Las piernas flacas, en contraste con el torso en forma de trompo invertido y las ca109


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deras obesas, subrayan un efecto óptico: parece un muñeco de nieve deslizándose en el césped. El taxista negro se vuelve y mira a Park un poco aterrado, tiene las pupilas irritadas, como si hubiera fumado marihuana o no hubiera dormido en días. De inmediato Park se siente expulsado por esa mirada, sale, pero John Barreth, a diez metros, da un portazo, evidentemente fastidiado, o bien por la tarifa del taxi, o bien por los malos recuerdos que revivió al hablar de su aventura bonaerense. Park piensa que no debería haberlo dejado hablar o que no debería haber aceptado el convite. Vuelve a entrar al taxi y, como un perro que ha quedado fuera del hogar, a través de la ventanilla mira fijamente la puerta, esperando una señal que nunca llega. Retrospectivamente, el viaje en avión junto a John se le representa de una complicidad patética. Ya había ahí señales de una hipocresía que no supo detectar. A todo Park asintió; con una fe resignada lo escuchó hablar de su negocio informático y hasta creyó identificar en él un modelo de hombre americano exitoso, para descubrir luego, en un suburbio prolijo de Los Ángeles, a un carenciado afectivo que vivía en un chalet impersonal que quizás fuera parte de un plan de vivienda social. Cuando el taxista pierde la paciencia, sin pensarlo él le dice “al centro”. “El centro es demasiado grande”… Entonces le viene a la mente el recuerdo de su profesor de coreano, que alguna vez le dijo que en Los Ángeles residía la mayor comunidad coreana del mundo. “Al barrio coreano”. “¿A qué zona del barrio coreano?”, pregunta el otro, desconfiado, y aprovecha para desabrocharse dos botones de la hawaiana. “Al centro”. El taxista sacude la cabeza, fastidiado. Apenas llegan a Korea Town, detiene el coche. “Son treinta dólares”, dice bruscamente. Park paga y se baja desconcertado. Nada indica en realidad que no esté en Corea: carteles en Hangul, calles repletas de restaurantes de cuyas puertas entreabiertas mana la inconfundible fermentación del kimchi, nativos hablando en coreano y comiendo samgyopsa, bulgogi y bibimpap. Algo, quizás su súbita argentinidad, lo detiene. Se avergüenza de no hablar la lengua de sus ancestros. Retrocede… Cae en la cuenta de que es un error viajar a Corea, nada lo emparenta 110


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a ese país, salvo parientes que no hablan ni inglés ni castellano, y rasgos faciales que le pesan como una máscara. En unas horas sus valijas seguirán rumbo a Seúl y él deberá decidir si seguirlas o empezar en Los Ángeles una nueva vida. No contienen nada importante. Sólo restos de su pasado más íntimo que, como pedazos de un viejo transbordador, quedarán girando en una cinta, en el aeropuerto de Inchong. Como si fuera el amo de su destino o una barca a punto de cruzar el Hades, el taxi que lo ha traído sigue detenido en el mismo lugar. “Lo sabía”, dice el taxista cuando Park se escurre en el interior del vehículo y en una frase irracional, como pronunciada por alguien que habla a través suyo, expresa su deseo: “Quiero ir al barrio de las putas”. “Lo sabía”, repite el taxista, y arranca ese Lincoln automático en cuya marcha Park recién ahora repara: tiene el andar del Boeing 770 que lo depositó en Los Ángeles. De a poco la ciudad se le representa espantosa. Sin ese chofer no podría llegar a ningún lado. Las avenidas anchas y las autopistas subrayan en Park la impresión de que el anhelado centro en Los Ángeles no existe, y que la topografía urbana se reduce a una aglomeración de suburbios impersonales. El único centro es ese Lincoln que ahora avanza por el bulevard Santa Mónica, en un trayecto sin retorno, cada vez más lejos del aeropuerto internacional. 4

Park pensó siempre que la debilidad de los hombres argentinos por el sexo pago —tiene entendido que Buenos Aires es la ciudad con más prostíbulos por habitante masculino en el mundo— se debe menos al temperamento evasivo de la mujer porteña que a la genética fallada de los machos argentinos. Más allá de esas migajas de temperamento histriónico que dejó la inmigración italiana, los porteños combinan dos hilos del mismo ovillo, hilos ancestrales de melancolía y misoginia, y gracias a una tarifa que asegura una gama de servicios inmediatos, juegan a buscar lo que en las mujeres que cortejan no pueden encontrar, eso que es, a la vez, aquello que una prostituta, por instinto de autoprotección, no podrá dar. La mujer que lo recibe en el bar de un hotel de mala muerte es mexica111


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na, se presenta como Jacinta y sonríe —¿se enternece?— al escuchar hablar a un coreano con acento sudamericano. Está apoyada sobre la barra sin ningún alarde de sensualidad, a punto de quedarse dormida. Detrás de las mechas de pelo que le ocultan la cara, boquea como un pez, habla sola, suelta palabras tenues. Park puede ver que le faltan dos dientes y que por esos huecos burbujean nudos de saliva cuando ella apura, cada tanto, un trago de cerveza. Juega un poco, como los bebés, a masticar el vacío, la sed o el hambre. Bajo la capa espesa de rímel que cubre los labios, hay estrías, una superficie agrietada por edades o padecimientos que Park no puede imaginar pero huele: bajo el maquillaje barato y tenue, detecta la dulzura somnífera del jarabe, esa especie de aliento enfermo y a la vez beatífico que cultivan quienes han pasado la noche bebiendo. Supone que el olor narcótico de Jacinta, y el hecho de que se presente con un nombre tan poco atractivo, la diferencia del prototipo de puta argentina. Parece venir de otra galaxia. O parece ser una mujer que la noche anterior tomó la decisión de hacerse pasar por puta y se disfrazó, sin ningún éxito, para yacer ahora en la barra, como si hubiera sobrevivido a un gran naufragio. Park no sabe si ofrecerle auxilio o solicitar sus servicios. Quizás una cosa implique la otra, de modo que le pregunta si pueden pasar a una habitación. Ella le contesta que está fuera de horario, se levanta la camiseta y le exhibe dos moretones, como si así demostrara que trabajó toda la noche, y le dice que de cualquier modo, si no tiene apuro, pueden ir a su casa. El taxi espera en la puerta. Park duda. Querría consultarlo con ese chofer que en menos de una hora se ha transformado en su ángel de la guarda. Se pregunta si entre Jacinta y el conductor no existirá alguna conexión, no un parentesco pero sí una relación venal e incluso afectiva. De estar en Buenos Aires, se creería víctima de una celada, pero en Estados Unidos, piensa, las cosas son diferentes, no necesitan víctimas internas para hacer dinero, siempre existe la posibilidad de una guerra afuera. Mira alrededor: el bar está desierto, el único mozo en el campo de batalla duerme en una silla, con la boca entreabierta, junto a una ventana. En la mesa un haz de luz recorta un cuaderno de contabilidad. Entran en el taxi. El conductor, del cual Park sigue sin saber el nombre, los recibe sobresaltado. Ahora lleva anteojos de sol. La postura lánguida en el asiento lo hace más pequeño. ¿O hubo, en el lapso de tiempo que pasó 112


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en el bar, una sustitución? Park no está seguro de que sea el mismo taxista y descubre que de hecho ya no viste una camisa hawaiana, sino una remera negra y un saco gris arrugado. A través del vidrio trasero busca el Lincoln con su barquero, pero no hay ningún auto estacionado, el sol resplandece en la calle, como si el asfalto fuera metal. Jacinta susurra una dirección, apoya la cabeza en un hombro de Park y sueña. Cuando despierta, están en el corazón de Korea Town. Park intenta persuadir a ese nuevo chofer de que están en el lugar equivocado. Piensa en bajarse y echarse a correr, aunque no tiene con el actual taxista la misma confianza que con el anterior. Seguramente éste, en vez de esperarlo, lo perseguirá. “Treinta dólares”. Park lee en esa cifra el precio de su libertad. Paga y se baja. La cabeza de Jacinta, sin apoyo, golpea contra un borde del asiento. Abre los ojos. Ve la cara de un coreano que desde afuera del coche le tiende la mano y extrañamente le habla en su lengua. Es el primer coreano que conoce que habla castellano. A duras penas, menos por la borrachera que por el sueño, ella conduce a Park por un callejón poblado de tachos de basura gigantes. Algunos perros huyen ante la presencia de humanos que a esa hora inmaculada de la mañana parecen cazadores. Entran a un edificio de dos plantas, a través de una puerta lateral, y suben una escalera de lo que parece ser una pensión. De la planta baja llegan diálogos en coreano que enseguida se ramifican en gritos. No terminan de llegar al descanso cuando un hombre en musculosa pasa fumando y se para en la puerta. No parece percibirlos, o al menos simula no verlos. Suelta el cigarrillo, pisa la colilla con la suela de una ojota, y se queda inmóvil, mirando la fachada desteñida de la casa que tiene enfrente: una suerte de paisaje industrial en ruinas que remeda los recovecos más sórdidos de Seúl después de la guerra. Así permanecerá, fumando y aplastando colillas, mientras Park, un piso arriba, en un cuarto cuya ventana da al mismo paredón descascarado, desnuda a Jacinta sobre un colchón y, casi en seco, con una erección incontrolable e inversamente proporcional a la duración que tendrá el acto, la penetra haciendo a un lado la bombacha. Jacinta gime tres veces al ser penetrada. No atenderá al hecho de que Park, después de acabar, se subirá los pantalones y el cierre de la bragueta, como si saliera de un baño público, y dejará la habi113


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tación sin pagar un solo centavo. El hombre de musculosa lo detendrá en la salida, le hablará en coreano, al notar su incomprensión le señalará la habitación de arriba y le reclamará treinta dólares que, sin pensarlo, Park cubrirá con un billete de cincuenta. Transido por una repentina repulsión y por la culpa, recorrerá el callejón sin esperar el cambio, y encontrará un taxi, quizás conducido por el mismo hombre que lo arrimó a la perdición, y al que con un poco de urgencia y culpa le ordenará ir hacia el aeropuerto internacional. 5

Un día después, en un recuadro ínfimo del diario Los Ángeles Times, en la página destinada a crímenes y menudencias sensacionalistas, John Barreth leerá la siguiente noticia mientras hace un repaso de las mujeres argentinas, rusas y colombianas que ha conocido en el MSN durante la última semana: Inmigrante mexicana de veintiocho años fue hallada muerta en un edificio ubicado en la intersección de W5th Street y S Kingsley Jr., pleno Koreatown, según la policía de Los Ángeles. Los detectives creen que la víctima estaría vinculada a una red de prostitución. La vivienda en la que fue hallada la víctima pertenecería al dueño de una cadena de restaurantes coreanos procesado por estafa y proxenetismo. Ningún otro detalle fue revelado por la policía, que dijo que las investigaciones seguirían.

Casi al mismo tiempo, Park aterrizará en Seúl y pasará un puesto de migraciones atendido por una empleada rígida, tan rígida como la norteamericana que lo interrogó en Los Ángeles. Recogerá sus valijas repletas de cosas inútiles y saldrá a un nuevo mundo. Afuera lloverá y el calor será insoportablemente pegajoso, como en un país tropical. Abordará un taxi y le extenderá al conductor un papel con una dirección en coreano. Las autopistas monumentales, las ciudades satélite encadenadas, los restos informes de la gran capital, las cruces iluminadas en los techos de las casas, como si la urbe en la noche se invirtiera y mostrara un cementerio de vidas, producirán en Park una visión inmediata: después de mucho tiempo está verdaderamente sólo, y todo eso que ve a través de la ventanilla del auto es el paisaje muerto que lo habita y debe conjurar. 114


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Entrevista a Luis Felipe Fabre GABRIEL WOLFSON

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Con sus dos primeras plaquettes, Vida quieta y Una temporada en el Mictlán, Luis Felipe Fabre se presentó en el escenario literario mexicano con una propuesta que distaba del debut que se hace perdonar la vida por su juventud o inexperiencia. En ellos aparecía ya lo que su producción siguiente iba a confirmar y potenciar: una galería de personajes travestidos que transitan por las fronteras del género literario, político y sexual, monstruos que son fruto de una maquinaria de interpretación y actualización con la que el autor hace suyo el principio deleuziano de la “fecundación estéril” al restaurar tradiciones tan dispares como la canción ranchera o la poesía trovadoresca, la dicción académica o los murmullos rulfianos. Junto con otros pequeños conjuntos o series, aquellos libros se integraron en Cabaret Provenza, uno de los cuatro títulos que hasta ahora conforman la obra de Fabre, una obra que se disfraza de breve y escasa pero cuyas resonancias vienen dadas por su oportunidad, pertinencia y concisión. Redactor ocasional de reseñas o comentarios críticos, Fabre más bien participa en la discusión literaria y cultural de manera oblicua: a través de la lectura de lo que en principio no puede ser leído, los huecos o las ausencias, en un puñado de textos latinoamericanos (Leyendo agujeros: ensayos sobre (des)escritura, antiescritura y no escritura), o mediante una antología que decididamente renuncia a serlo (Divino Tesoro. Muestra de nueva poesía mexicana). El cuarto título de su obra, el poemario La sodomía en la Nueva España, de reciente aparición, es el motivo central de la siguiente plática y pretexto para el resto de los caminos que en ella se abrieron. Concebida en conjunto, 115


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GABRIEL WOLFSON Y OCTAVIO MORENO CABRERA

una parte de la entrevista fue mantenida en París por Octavio Moreno y la otra parte en la Ciudad de México por Gabriel Wolfson. —Me gustaría saber un poco de la historia editorial de La sodomía en la Nueva España. ¿Intentaste publicarlo aquí, en México? ¿Hubo algún tipo de resistencia a ello? —Bueno, sí. Yo habría querido en primer lugar que se publicara en México, porque es un libro sobre historia de México y me parecía que el lugar natural para que apareciera era México. La verdad es que lo tuve LUIS FELIPE FABRE bastantes años y no me fue fácil, no encontré dónde publicarlo durante un tiempo. Coincidió después, cuando estaba aprobado en Pre-Textos, que hubo alguna editorial interesada en México, pero ya el proceso estaba avanzado y además me gustaba la idea de publicarlo en Pre-Textos, no lo pensaba retirar de allí. Intenté mandarlo a varios concursos, donde corrió una suerte lamentable. Lo mandé también a una editorial mexicana importante; me enteré de que había pasado los dictámenes y demás, pero nunca se comunicaron conmigo, no hubo ningún interés: por eso acabó saliendo en España. —¿Crees que opera algún tipo de alteración de la lectura el hecho de que La sodomía se publicara en España y no en México, siendo además un libro que trata asuntos de la Colonia? —Diría que sí, porque mi idea de la literatura es eminentemente material, así que el lugar donde escribes o publicas puede provocar esa alteración. A ver: lo que hago es material —en realidad, toda la poesía lo es—, un trabajo material, heredero de una tradición programática, la de las vanguardias. Para La sodomía, por ejemplo, investigué la historia, el discurso histórico, lo cual, en México, casi es ir contra la poesía: un poema con bibliografía, digamos, lo que está muy bien visto para las novelas pero no para la poesía. Y entre otras, ésa es una de mis salidas de tono de la poesía: descreer de la poesía como revelación y encararla, insisto, como trabajo. Así que claro: el lugar don116


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ENTREVISTA A LUIS FELIPE FABRE

de se publica un libro modifica su lectura. Con La sodomía lo que ocurre en este sentido es, casi sin querer, una vuelta, un ajuste poético, una suerte de justicia poética: que justamente una literatura colonial, o que juega justamente con la Colonia y que además es una relectura de los Siglos de Oro españoles, aparezca publicada en España por un mexicano. Eso me parece que alguna carga debe tener. También creo que los Siglos de Oro españoles, o sobre todo el barroco, la idea del barroco, ha sido retomada más por Latinoamérica que por la propia España en el siglo XX y en el siglo XXI. Mi libro es una suerte de retorno… como una cucharada de su propio chocolate. Creo que me habría ido mejor en España con otro libro que con este que juega con el barroco, tan mal visto en España. Pero me interesa lo mal visto. Creo que en México habría sido más fácil un libro barroco porque somos muy barrocos y, al mismo tiempo, me gusta que el tema de la homosexualidad pueda ser menos incómodo en España que en México aunque ahí lo que moleste muchísimo sea el barroco. A lo mejor lo que no incomoda en México es lo que incomoda en España, y eso me gusta. —¿Qué opinas sobre la polémica que se ha establecido a raíz de la antología Poesía ante la incertidumbre, donde se reivindica una poética de la claridad que remitiría a esa noción de poesía como revelación? —Es curioso que la preocupación sea la claridad. Creo que el problema no es de claridad sino de densidad lingüística, de densidad verbal, de preocupación formal, de capacidad crítica de un texto. La claridad o la oscuridad por sí mismas no me parecen valores ni artísticos ni poéticos, creo que son matices de la paleta, y me parece muy tonto que se rompan lanzas a favor de la claridad —y hasta con una carga de moralina—, que se endiose la claridad y se condene la oscuridad. Tampoco es que yo endiose la oscuridad. En el fondo ni siquiera es algo moralino sino una cosa muy simple: sienten insultante aquello que no entienden, como si el arte tuviera que entenderse. Qué sería del arte si todo el arte fuera comprensible. Es más: creo que lo que interesa es aquello que aun en su claridad se nos escapa, que es misterioso aun en su claridad, y uno no puede consumirlo en su claridad. Creo que el asunto… dicen claridad pero ni siquiera es claridad, es aquella cosa que se puede consumir inmediatamente y que implica poco esfuerzo por parte del lector; apenas un puñado de anécdotas de lo que hicieron en sus vacaciones. Tampoco digo que el lec117


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tor tenga que romperse la cabeza frente a un texto, pero creo que lo interesante de un texto es que no se consuma en su primera lectura. Todo este asunto se reduce a algo muy simple: textos que se entiendan. Consideran como si fuera un insulto o una afrenta algo que no entienden, eso me parece como una cosa de dictador, como que se están riendo de mí sin que yo lo sepa: casi casi una cosa de complot, de misterio, como si el misterio fuera contra ellos. —Sigamos entonces con lo barroco: La sodomía, así, a un primer golpe de vista, tiene un título que invitaría a pensar que lo que hay detrás es ensayo. Luego, uno empieza a leerlo y parece que está leyendo una obra de teatro, pero resulta que es poesía, y que por un lado juega con una tradición poética o varias tradiciones que vienen de la Colonia, y por otro lado cita constantemente textos que son prosa, prosa legal. ¿Cuál es ese juego que se establece ahí? Porque… ¿qué es La sodomía? —Bueno, La sodomía es una cosa muy rica… Ciertamente es un juego intergenérico, hasta hay un verso que dice “nefandos afanes de transgénero”, hay un juego como de géneros inestables, me parece. Creo que hay que sospechar de esa poesía que es de pe a pa poesía, o que se presenta indudablemente como poesía. Creo que no nada más la poesía sino básicamente el arte a partir del siglo XX empieza preguntándose por sus propios límites, siempre está tratando de que, frente al objeto, uno se formule la pregunta: “¿Esto que estoy viendo es arte?”, o “¿Esto que estoy leyendo es un poema?” Y me interesa que esa pregunta se formule. También creo que durante el barroco, sobre todo el tipo de género con el que dialogo en la primera parte del libro, que es el auto sacramental, pues no está nada separado de la poesía: algunos de los mejores poemas escritos en español están, me parece, dentro de los autos sacramentales de Calderón de la Barca. Había una mayor flexibilidad entre una cosa y otra. Una cosa distinta es la prosa legal y demás, y que es como un juego de alquimia, también como de volver, de convertir esa cosa condenatoria, esa prosa de opresión, darle la vuelta y por momentos exhibirla, reírte. O volverla hermosa a su pesar, digamos. Creo que es también un ajuste de cuentas poético: desde el lenguaje hacia el lenguaje. —Hablando de transgenerismo, de fronteras, de límites, el primer libro que publicaste, Vida quieta, y sobre todo la sección “The moon ain’t nothing but a broken dish”, retoma la tradición de la poesía estadunidense, y, sin em118


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ENTREVISTA A LUIS FELIPE FABRE

bargo, me da la sensación de que la retomas a través de Gelman y que además los personajes que planteas son personajes de palabra —ese vendedor de biblias que es en sí mismo la palabra que llega a venderse como palabra— y que describen puntos de fuga hacia la frontera misma. Es la sensación que tengo: como si los habitantes, las palabras de ese poema no escaparan hacia Estados Unidos ni vinieran de Estados Unidos, sino que se quedaran habitando la frontera misma. De hecho, en un momento del poema, si no recuerdo mal, se llevan la casa a cuestas, como caracoles que van moviendo su misma casa. —Creo que en ese poema hay muchas cosas. Por una parte, lo que dices de Gelman. Yo había leído uno de los libros más queridos de Juan Gelman, Los poemas de Sidney West, y lo que me gusta de esos poemas es que suenan como a traducción: poemas escritos en español originalmente pero que suenan a traducción de poemas norteamericanos. Eso me llama mucho la atención. Pero por otra parte a veces me he sentido mucho más cercano a la poesía norteamericana que a la poesía mexicana. Hay autores mexicanos que me interesan mucho, más cercanos… los mexicanos están más cerca de la poesía francesa que de la poesía norteamericana, y a mí me parece que, así como el XIX en la poesía es francés, el XX es norteamericano, con esa capacidad que tiene esa poesía de tocar lo inmediato, frente a una poesía mucho más abstracta en términos generales que sería la francesa posterior a Mallarmé, más intelectual. La poesía norteamericana creo que tiene una capacidad de volver metafísico lo doméstico, que siempre me ha parecido envidiable. Entonces sí: cuando leí a Gelman vi que había hecho algo que a mí me gustaría haber hecho, y creo que Vida quieta surge un poco de allí. Por otra parte… México, y los mexicanos en general, tenemos una relación un poco difícil con Estados Unidos, no con los ciudadanos en particular, digamos, pero sí con el concepto de Estados Unidos, y siempre digo un poco de broma y un poco de verdad que el epígrafe que deberían tener esos poemas de Vida quieta es aquella frase de Porfirio Díaz: “Pobre México, tan lejos de Dios y tan cerca de Estados Unidos.” Finalmente los destinos de Estados Unidos y de México están pegados. Entonces sí, creo que sí interviene el asunto fronterizo: de alguna manera el nombre mismo del personaje, Jack Mendoza, es transfronterizo, es como una mezcla de tradiciones poéticas que me interesan. Por una parte Gelman, la119


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tinoamericano, la poesía mexicana, yo soy mexicano, y por otra parte, esas ganas de ir hacia la poesía norteamericana y traerla a la propia tradición. —Y en esto de traer tradiciones distintas a la propia tradición, es decir, de hacer propio lo que es distinto… En el primer libro, Vida quieta, retomas la tradición estadunidense a través de la lectura que hacen de ella otros autores que no pertenecen a esa tradición, y en lo que has ido haciendo después parece que vas visitando otras tradiciones: te interesa la literatura estadunidense, e inmediatamente después es la literatura mexicana, la prehispánica, y luego ya cambias, ¿no?, y por ejemplo, has traducido textos de literatura provenzal y has escrito dialogando con esa misma literatura. ¿De dónde viene este interés de visitar una tradición, otra y otra —incluso tienes un Sūtra y un poema que se titula “Sumi-e”? —A lo mejor esto es una simple curiosidad, o una avidez, digamos: me gustan muchas cosas, y tal vez en el fondo, más que una cosa como multicultural, tiene que ver más bien con una imposibilidad, es decir: como si yo sintiera que la poesía me es imposible y solamente me quedan las parodias de aquello que me gusta; como si la poesía fuera insostenible en este momento de México, que se está cayendo a pedazos y donde hay una realidad urgente ahí… ¿cómo sostienes la belleza, cómo sostienes lo sublime, cómo sostienes la supuesta perfección del lenguaje? A mí la poesía me resulta imposible pero al mismo tiempo me niego a renunciar a ella. Y también están mis propias limitaciones, digamos: a lo mejor no me siento capaz de lo que yo considero poesía, entonces lo que hago es una suerte de nostalgia de la poesía. A lo mejor en el fondo todas esas cosas que aparecen como muchas tradiciones son únicamente una nostalgia por la poesía: mis esfuerzos o mis renuncias o mis parodias de eso: lo que hago con la imposibilidad del poema. —Por un lado señalas los que consideras como momentos importantes de la poesía y, por otro lado, lo que tú puedes hacer con ello no son más que pedacitos de obsidiana y no la gran escultura. —Pedacería, sí, por eso me gusta mucho la imagen como de piececitas rotas. No me acuerdo quién decía que finalmente Safo es la primera poeta moderna porque son puros fragmentos, que podemos considerar los pedacitos de Safo como poesía, aunque la propia Safo no los consideraría como poesía: esos pedacitos serían nada, serían basura. Pero existe ya una estética del fragmen120


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to —post-Mallarmé, digamos— que nos permite apreciar la belleza del fragmento y decir “¡Ah! ¡La Victoria de Samotracia!”, por decir algo. Entonces creo que sí: lo mío está hecho de pedacería. Pensaba también en que el gran reescritor de todo también es norteamericano, Ezra Pound, el make it new : yo no sé si yo lo haría nuevo, más bien es como esto: me es imposible hacerlo, entonces lo señalo. Pero pensaba, para pensar más en Latinoamérica, en los brasileños, en el movimiento antropofágico, que tenían por ahí esta idea: devorar todo, toda la cultura occidental, comérsela, y devolverla transformada. —¿La palabra piedra, que aparece en muchos poemas tuyos, desde “La virgen y la piedra” hasta “Piedras. Camino a Comala”, de Cabaret Provenza, tiene que ver con esa pedacería? —Era mi palabra preferida, sonoramente me gustaba mucho, durante muchos años fue como mi palabra fetiche, y el objeto, el objeto piedra me parece de los objetos más hermosos que hay… los cantos rodados… ese tipo de piedras de río me parecen los objetos más bellos del mundo. La palabra piedra es como la palabra palabra pero acortada. Sí, mis poemas tienen algo como de bloquecito, de ladrillitos puestos unos sobre otros; siento que la piedra se acomodaba muy bien, sobre todo los poemas de Cabaret Provenza tenían esto, dan la sensación de materia, como de bloques de materia, pilas de piedras, ésa era mi sensación y mi intención: que tuvieran peso y las palabras fueran como piedras puestas unas sobre otras. —Pero sin ánimo de construir nada con esas piedras… —No, pero sí de irlas amontonando, digamos: no construir una casa, pero sí a lo mejor una especie de Stonehenge o una ruina arqueológica… —En esa sección “Piedras. Camino a Comala” de Cabaret Provenza, y también ahora en muchos trechos de La sodomía, aparece recurrentemente una mediación: dicen. Las voces no se enuncian de manera directa sino a través de la mediación: se refiere lo que alguien dijo, lo que alguien dice que otros dijeron. Me gusta mucho este recurso porque, me parece, por un lado remite a un uso muy coloquial del español de México, incluso ya consagrado por los medios, y por otro porque inscribe permanentemente una distancia crítica, metapoética, en la enunciación de tu poesía: un recurso que, en ese sentido, rompe toda vana ilusión de “sinceridad”, de emotividad directa. ¿Qué opinas de esto? —Me parecen dos observaciones muy pertinentes. Mucha gente dice: “¿Tu 121


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poesía es contemporánea? Pero si en el fondo es muy bonita.” De pronto no se percibe que no hay un yo lírico. Creo que para mí eso es la piedra de toque de lo que hago. No hay un intento de sinceridad, es siempre artificial. De hecho creo que es muy teatral en el sentido de que cuando hay un yo, es un yo máscara, pero claramente máscara. Y en ese sentido, creo que lo que está puesto en duda todo el tiempo es un yo romántico, un yo profundo, un yo que se exprese allí. A veces siento mis poemas más como skecthes de cabaret, como si fueran canciones… pero no los pienso como tradicionalmente se piensa en la poesía. Por eso no estoy muy seguro de que sea poesía lírica en el sentido tradicional del término, como la expresión de un yo profundo. Creo que tiene más que ver con la poesía dramática, con la narración, con la épica en cuanto narrativa —de hecho, uno de mis libros favoritos es el Gilgamesh en la maravillosa versión de Jorge Silva Castillo—. Creo que ese yo lo tengo mucho más que en entredicho, totalmente imposibilitado… Y creo que no tengo casi ningún poema desde un yo puesto así, hablando de lo que le sucede o lo que siente: nada de esa sinceridad. —De acuerdo, no hay emotividad, en eso coincide también Gabriel… pero a mí, hay versos tuyos que me hacen llorar, como el “Monumento a Gerónimo Calbo” donde juegas con la literatura clásica para hacer nacer de ahí una flor que vas a ofrecer al sodomita asesinado… —Sí, no lo había pensado tan bonito como tú… tenía ganas de una cosa como estatuaria. Me encantan esas imágenes de los arcos triunfales, donde está Júpiter, Venus, y luego hay un textito chiquito chiquito abajo. Así se me antojaba que fuera. Y finalmente, pues sí: es como un monumento, tiene que entrar algo así como una tumba, una tumba verbal, pero en vez de una cruz, algo que nos gustase a ambos, a Gerónimo Calbo y a mí, y seguramente Jacinto y Apolo sí le habrían gustado, ojalá los conociera. Creo que ahí me puse un poco liricón, metí un poco de la lírica. Sí, es una parte que me conmovía enormemente. A diferencia de otros tipos de poemas, digamos, donde son personajes inventados, aquí no podía obviar que era gente que sufrió muchísimo, que los mataron, gente que amó y que estuvo allí… Creo que hay una parte de juego, hay una parte de pose, pero hay una parte… ahí sí, digamos, es un poema histórico, es un poema que… no es por ponerme de… de nada, pero, personalmente, de pronto me agobiaba un poco, me parecía horrible lo que les 122


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pasó, me pesaba estar trabajando ese asunto: no se trataba de victimizarlos otra vez; se trataba de, digamos —suena muy pretencioso—, de hacer con ellos algo hermoso. Creo que eso es el Jacinto finalmente. Es decir: si hicieron con ellos algo horrible, yo quería hacer con eso algo hermoso. Sí hay un punto a lo mejor más tradicional en ese último poema: de tanto dolor, de tanta crueldad de la que fueron objeto, finalmente algo hermoso como lo es el placer, y el amor. Se los cobraron, se los cobraron las autoridades del momento, e hicieron de eso lo peor, pero lo peor fue la parte de los verdugos. Y de pronto sentí que había como un poco de paz. De la tragedia de Jacinto nace una flor, la muerte de Jacinto tiene algo mejor porque es una muerte por razones pasionales, y en cambio la otra historia, la de los sodomitas novohispanos, es una muerte por razones ideológicas y moralinas. Yo puedo entender más la pasión que el asesinato por motivos ideológicos o religiosos, que también es otra pasión: no lo podría decir, no la muerte desde un sistema legal frío que decide. Puedo entender un crimen pasional, de personas, pero no de una institución a un individuo. Pero sí pensé que había que exorcizarlo un poco, volver a dar la belleza que tienen el placer y el amor. Suena un poco cursi. —Así como el “Monumento” es bello y emocionante, los “Villancicos” son de una gran humanidad. —Sí, el “Monumento” es totalmente teatral, casi alegórico. El “Retablo” es histórico, va desde el juicio, desde el proceso legal, aunque hay elegía, lamentos y demás, pero los “Villancicos” son algo que hizo uno de ellos, una cosa, un objeto —cómo lo concreto siempre funciona tan bien—: el indio Miguel de Urbina quemó al niño, ojalá lo hubiera inventado yo, pero le encontraron su niño quemado, lo quemó de desesperación: yo ya nada más lo transcribí. Y traté de hacer un acto remotamente similar al tomar una forma poética, el villancico, que es casi como un pesebre, el nacimiento del niño dios, esa forma que además es muy dulce, musical, para transgredirla, para transgredir esa forma, para transgredir justamente una figura tan dulce como el niño, el niño dios, al que Miguel de Urbina quema en un rapto de desesperación: qué mal la pasaron, qué angustia. Lo concreto es lo que funciona: es verdadero, digamos, y crea un símbolo. Cuando he hablado de poder generar una iconografía tiene que ver con esto: ojalá pudiera uno resignificar un jacinto, ojalá pudiera uno resignificar… ojalá alguien hiciera una bandera con un niño quemado. 123


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—Te preguntábamos al principio si La sodomía era poesía o teatro. Y luego has hablado de un yo mascara y de sketches de cabaret. ¿Podrías comentar un poco toda esa galería de personajes que a veces son masculinos y terminan siendo femeninos, o al revés, y que parecen personajes encima de un escenario? Porque, efectivamente, si hacemos un recorrido por los poemas recogidos en Cabaret Provenza lo que encontramos es una galería de personajes. —Es un dramatis personae, digamos. Me gusta leer teatro. Creo que ante esa imposibilidad del yo lo que ha surgido es una proliferación de máscaras y de personajes… y que tengo tendencia por cierto tipo de personajes. Me gustan mucho esas divas sospechosamente travestis. Finalmente también yo estoy jugando al travesti, digamos, en la enunciación. Me gusta algún que otro malhechor por ahí, gente sospechosa… pero me gusta mucho la idea del cabaret porque el cabaret es como el espacio natural del travesti. Y la figura del travesti me parece una figura básica que queda muy bien con mis poemas, con mi poética, porque el travesti es una criatura artificial que no pretende naturalidad jamás. El travesti es mero artificio y al mismo tiempo es una superficie radical: eso es lo que más me interesa del travesti. Creo que ni siquiera los punks pudieron hacer de la superficie, de la vestimenta, algo al mismo tiempo tan feroz como un travesti: el grado de desquiciamiento social que puede generar un travesti aun en estos momentos no lo lograron los punks, que es otra vestimenta feroz y me gusta mucho. Porque también voy un poco contra la profundidad… esas cosas que he dicho del yo, de la profundidad, la hondura y demás… creo que me gusta mucho el juego con la frivolidad y con la superficialidad porque además pienso que el arte, en gran medida, es una superficie, una forma, una materia, más que un contenido. El contenido es un efecto, y a lo mejor ahí sí retomo, no quiero resultar chocante, pero retomo un concepto que me parece más claro al respecto que es el de pliegue, de Deleuze y Guattari: la idea de que el barroco se puede cifrar en la idea del pliegue, esta tela drapeada y que siendo superficie da una idea de profundidad o una sensación de profundidad… Hablamos de otro tipo de superficie, la superficie del travesti: no es como un transexual, digamos, donde sí hay una operación física, corporal. Los travestis, como digo, son criaturas de carne y tela: la tela adquiere un poder, que en el teatro también adquiere el disfraz, que es pura superficie, pero en el caso del travesti me interesa esa superficie feroz, esa su124


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perficie radical… Porque todo el mundo critica: “ah, qué persona tan superficial, mira cómo se fija en la ropa”, pero lo interesante del travesti es que lleva esa superficialidad a tal extremo que la vuelve una radicalidad que muchos que van de profundos no podrían tener. —Pero no aclaras qué pone en juego esa radicalidad. —Yo no sé que ponga en juego yo, pero en el caso del travesti por lo menos pone en jaque lo binario del mundo, la masculinidad, la feminidad… Además, como dice Juan Carlos Bautista, un travesti rara vez aspira a pasar por mujer, aspira a pasar por travesti. No le interesa engañar ni que lo confundas con una mujer, lo que le interesa es ir de travesti. Son pocos los travestis que fingen la voz, por ejemplo. No es un ocultamiento sino una muestra, un evidenciar que va desquiciando, digamos, los órdenes de una sociedad. El orden más básico: eres hombre o mujer, y a partir de eso hacemos parejas de todo lo demás: bueno/malo, arriba/abajo, es como una heterosexualidad compulsiva, como cuando una pareja tiene un bebé, le nace niño, “¿y para cuándo la parejita?”, les preguntan, porque quieren hacer parejitas hasta con los hijos. El travesti justamente desquicia ese orden básico. Creo que mis poemas no llegan a tanto ni son tan valientes como un travesti, pero retomando un poco lo de este juego de aparentar —que el libro es teatro o que es ensayo y es poema o que va de poema y es una nota al pie de página—, el asunto es desquiciar un poco los órdenes que tranquilizan y que nos hacen decir: “ah, esto es claramente un poema”. Ojalá fuera un poco así. —De hecho, como decíamos antes, La sodomía se presenta muchas veces como muy poética; pero en su origen hay pura prosa (la de edictos, testimonios, estudios históricos). ¿Podríamos plantear que se trata de una prosa, la prosa de la Historia o de la Ley, ataviada de poesía? ¿O incluso más: que se trata de una poesía disfrazada de Poesía? 125


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—Sí, porque en el fondo lo que digo es que para mí la poesía es imposible… Me resulta insostenible, imposible. Sí creo que es una no poesía disfrazada de poesía, o una poesía disfrazada de imposibilidad. Ahora bien, además de esto, digamos que hay un asunto más concreto: me interesaba mucho que La sodomía, por aquello de lo que habla, estuviera muy blindada literariamente. Me parece que mucha escritura gay o feminista, digamos, ha sido descalificada desde lo formal como un recurso eufemístico para guardar silencio sobre todo lo demás. En este caso quería que nadie pudiera decir nada desde ahí, desde lo formal, para que tuvieran que tragarse a fuerza lo otro. En ese sentido, lo “literario”, o lo “muy poético”, como lo llamas, era una especie de estrategia, un disfraz. Es cierto que en mi caso hay una fascinación por lo literario, pues me permite decir ciertas frases, frases cursis por ejemplo, que de otra manera me sería imposible. Por otra parte, tenemos versos como “¿Qué fueron sino verduras / de las eras?”: ahí no me importa que el autor fuera un niño bien y que su padre se muriera, hay ahí una belleza que me fascina y punto. Sin embargo, claro, no apelaría a esa belleza formal como algo eterno pues siempre hay una suerte de conciencia histórica en su lectura: las coplas de Manrique me fascinan, mientras que los endecasílabos de Gorostiza, por poner un ejemplo de algo que en México siempre se asocia con belleza formal, me parecen anacrónicos. —Muchas veces has dicho, retomando a Pignatari, que lo que te interesa de la poesía es lo que no es poesía y, parafraseando a Rimbaud, dices que la poesía está en otra parte. Y cuando eliges y comentas textos de otros en tu libro de ensayos, Leyendo agujeros, lo que te ha interesado son los agujeros que hay en esos poemas, lo que en esos poemas no es poesía. —Vuelvo a lo de antes. Mi poesía realmente es casi una no poesía, y estoy atento a ver la no poesía en los demás o dónde entronca. Por otra parte, me interesa el poema que sale del poema y se convierte en otra cosa. Me interesa primero el poema como centro, pero el poema no se acaba ahí. Me interesa con qué se pone en relación un poema, con qué entra en contacto. Me interesa mucho ver la trayectoria de los poemas. Tengo una especie de fetiche por coleccionar poemas de ocasión del siglo XIX. Me gustaba mucho cuando la poesía tenía una función casi social: es tu cumpleaños y te escribo un poema, es el aniversario y voy a leer un poema... esa cosa sin mayor preten126


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sión de durabilidad, sin idea de eternidad: sólo la idea de que se agotara en su momento. Me parece que eso tiene una parte muy moderna, en tanto poemas para un lugar y un momento específicos, casi de arte conceptual, instalación o performance ; más performático que instalación, como algo que se cumplía para ese momento y renunciaba a la eternidad. Eso me gusta mucho de la poesía de ocasión. A mí no me interesa la poesía escrita para la posteridad, para la eternidad, sino la poesía que conecta con su momento y puede desaparecer allí o convertirse en otra cosa o dar pie a otra cosa. Además del texto me interesa la trayectoria de un texto, cuando el texto deja de ser texto y se convierte en otra cosa. Por eso me gustaban también los trovadores: cómo un poema puede convertirse en una visión, en una cosmología del amor, en una idea y luego en una costumbre y en unos modales… No tenemos que leer a los trovadores para que vivamos a los trovadores porque nuestra sociedad está estructurada a partir de ciertas cosas que surgieron en determinados poemas suyos. Creo que lo mejor que le puede pasar al poema es que se convierta en otra cosa. —Sin embargo, en tus libros anteriores siempre parece haber un gesto, un gesto no textual —una disposición plástica, una referencia cultural, una cierta forma digamos social de presentar los textos, en fin— que contribuye al poema desde fuera del poema. En La sodomía, en cambio, podría parecer que todo es muy terso, casi desaparece el gesto, lo que incluso se ve reforzado por la bella edición de Pre-Textos… —Es que el gesto en este libro era justo ése: el disfraz de “gran literatura”, o sólo de literatura si tú quieres. Hay que verlo así. Y ya que mencionas la edición, yo quería que el libro apareciera como consagrado, en una editorial así. Si lo hubiera publicado en Quimera, por ejemplo, su recepción podría ser muy distinta. Porque además habría que tomar en cuenta otra cosa: La sodomía es todo lo que no se debe hacer, de acuerdo con mi propia tradición, con mi formación: mientras lo escribía me angustiaba pensar que no le iba a gustar nada a Eduardo Milán, que ha sido mi maestro. Siglos de Oro, versos medidos, poemas cerraditos: el libro puede fastidiar, pero ojo, no sólo a los conservadores sino a mi propia escuela, la que proviene de las vanguardias. Así que el gesto puede estar ahí: es un disfraz de “gran literatura” que incluso, sí, tal vez muestra que soy un tradicional de clóset, pero también era 127


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una ruptura, una ruptura con mi propia escuela de ruptura. En todo caso, y aunque al final a Milán sí le gustó, para mí era un gesto para mantenerme en el alambre: no me interesa estar ni por completo fuera ni por completo dentro de la literatura, ni en el margen o la pureza absolutos ni en la integración total. —Me da la sensación de que cuando buscas agujeros en la obra de los otros estás tanteando el cuerpo del poema para hallar una apertura por donde meterle el dedo, por donde entrarle al poema. Creo que aquí estamos en un asunto de penetración, convirtiendo además el orificio de salida en orificio de entrada. —Sí, me interesa ese otro recorrido. Hay una hermenéutica, una erótica del texto, creo que fue Susan Sontag en Contra la interpretación quien lo dijo, y además es muy morboso. Yo pensaba en un eslogan para La sodomía que podía ser: “Entrada a la historia de México por la puerta de atrás.” Sí hay una idea de que mi poética es sodomítica en un sentido deleuziano, hay una sodomía del texto en mi manera de leer los textos. Y lo del erotismo es real. Durante mucho tiempo —mi adolescencia fue antes de internet— mi acceso al erotismo era básicamente a través de la literatura o a través de enciclopedias de arte griego. Pero aun ahora me excita mucho más leer un pasaje erótico que verlo, porque mi formación está ahí. Y creo que también reconocer a un autor homosexual en un texto, ya sea de una manera más visible, abiertamente, o con guiños, a mí me abrió posibilidades, era como si alguien desde el pasado te echara una cuerda. Y volviendo a la idea de los agujeros… creo que mi lectura es sodomítica, sí: me interesa follarme al texto, digamos, en el sentido de disfrutarlo y en el sentido de preñarlo a traición, como lo que dice maravillosamente Deleuze, y hacerle decir otra cosa… A lo mejor en el momento de la escritura vendría esa fecundación traicionera o en el momento de interpretación del texto vendría otro tipo de escritura... Pero no por donde debería de ser sino por donde se me pegue la gana. —Pero sí que hay un agujero que se repite constantemente en tus poemas. Me refiero al contenido en el signo de los dos puntos. —Me gustan porque son casi como un signo de igual. Es una pausa necesaria a veces en el texto, pero al mismo tiempo es un seguido y no un punto y coma; a mí no me gusta mucho el punto y coma. Es un juego que vuelve inestable el texto: si esto es igual a esto pero esto está negando esto, entonces está 128


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poniendo en entredicho esta cosa y la otra. Creo que es un signo que le da inestabilidad al texto y que puede significar una inequivalencia; a veces hay una cosa casi de ecuaciones, como de dos incógnitas con un signo de igual: ecuaciones que no se resuelven exactamente, o a veces sí, digamos. Es un signo suficientemente ambiguo: no se sabe si es una pausa o una continuación o un fin. A veces es también un modo de unir cosas que no se pueden unir de otra manera. Porque si dices “Manzana. Pera” son dos cosas distintas, pero si pones “Manzana: Pera” estás haciendo como equivalencias imposibles. Sí, a mí los dos puntos me encantan por las posibilidades que abren. Son inestables y abiertos, pero al mismo tiempo muy matemáticos. —Por seguir con las operaciones de lógica, en tus poemas, y pienso por ejemplo en la sección “Vacas Sagradas” de Cabaret Provenza, aparece constantemente el recurso a la tautología. —Me encantan las tautologías, pero no tengo claro de dónde vienen. Creo que tienen que ver con la neurosis. De alguna manera pienso que son versos neuróticos que se obsesionan y se cierran sobre sí mismos, casi como ese símbolo de infinito, como uróboros que se muerden la cola y dan vueltas y vueltas. Son versos neuróticos, más simétricos no pueden ser. Me parece que es básicamente neurosis. —Dos puntos, tautología… pero también encabalgamiento, ¿cierto? —Agamben lo dice muy bien: realmente, lo que podría definir un poema es el encabalgamiento. Y además, cuando uno no está haciendo versos por motivos métricos o por motivos de formas fijas y demás, creo que se hace por motivos de ritmo, y el encabalgamiento te da el ritmo pero al mismo tiempo es ahí donde se cumple la función del verso, que es ir hacia delante y a la vez replegarse sobre sí mismo. Creo que la tautología tiene que ver con hacer evidente este repliegue sobre sí misma de la poesía, la poesía va —en esta línea tradicional: no diré que la prosa no va así—, la poesía esencialmente va así, en dos direcciones, hacia delante y hacia atrás. Por eso verso viene de versura, de esta vuelta que se daba cuando terminaba el surco, la vuelta que daba el arado para hacer el siguiente surco, ese círculo se denominaba versura. Creo que ahí está bien cifrado lo que es un verso. Por una parte va en el tiempo, como el discurso que va avanzando, y por otra parte se repliega sobre su propia materialidad y su propia sonoridad. El encabalgamiento tiene 129


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eso de ir hacia delante y al mismo tiempo hacia atrás, y por eso me encanta el poema de sor Juana que empieza diciendo “Detente, sombra de mi bien esquivo”: ahí hay algo que parece que va a avanzar y lo primero que hace es frenarte, jalarte las riendas con una coma e ir hacia atrás. Creo que la poesía es siempre ir hacia delante y hacia atrás al mismo tiempo, ahí está la tensión del verso. —Sin embargo, el lector de tus poemas se sorprende al escucharte leerlos: tú siempre cortas el verso y nunca haces el encabalgamiento. —Sí, no sé por qué, a mí me dijeron a una temprana edad que el corte de verso equivalía a media coma y yo me lo tomé muy en serio. Tuve un novio actor que me regañaba cuando yo leía porque me decía: “No versees.” Cuando leo versos siempre hago la marca del corte de verso, y en teatro sería horrible estar leyendo a Calderón marcando el corte de verso: sería espantoso. Pero para mí es importante el corte y dónde cortas, si interrumpes o no la secuencia lógica, por qué, en qué palabra: no puede serme neutro. Parece que hay gente que no sabe cortar versos, los cortaron porque se les pegó la gana o se les acabó el renglón, sin ninguna lógica. —En una reseña, Christopher Domínguez alertó contra el peligro de que La sodomía pudiera pasar de manera equívoca por literatura de género, misma reseña donde te emparentó con nombres ya clásicos de las letras mexicanas del siglo XX —Novo, Monsiváis, López Velarde—. ¿Crees que exista la posibilidad de que con este doble movimiento se pudiera llegar a encasillar la discusión de manera un poco maniquea: o literatura de género o Gran Literatura, postulada nuevamente como una entidad sagrada y única? —Más que una literatura que reivindica causas, prefiero la que problematiza cosas, que dinamita cosas: cuestiones de género, ideológicas, filosóficas, religiosas, políticas, lo que quieras: artísticas y demás. Creo que en mi libro hay una cosa de hacer visibles momentos de la historia que a lo mejor no han interesado lo suficiente, hay historiadores que han trabajado sobre eso, pero desde el espacio de la poesía, desde el espacio de la literatura… porque yo me basé en historiadores que han trabajado al respecto, yo no hice la investigación de archivo. Pero curiosamente uno de los primeros que subrayó ese capítulo de la historia de la Nueva España fue un escritor, fue Novo, que desde la literatura vio ese asunto del que luego se ocuparon los historiadores, en un 130


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pequeño ensayo, “Las locas y la Inquisición”. Sí creo que Christopher Domínguez dice que mi libro no viene con su instructivo ni está hecho para que lo lea la o el académico gringo o seudogringo —pues en las universidades de todo el mundo hay departamentos así— desde ese espacio de mucha comodidad que puede ser la literatura de género. Aunque fuera muy cómodo entrar en ese espacio, yo quiero pensar que lo que podría leerse en La sodomía es más problemático. También me interesa que se diga que no es literatura de género porque es un círculo mucho más restringido dentro de la literatura. A mí lo que no me gusta es que, si entras en ese círculo, eximes a los demás lectores de leerlo, pero si pones el libro a circular en un espacio más amplio se lo tienen que tragar aunque no les guste, como decíamos. Los problemas de edición que tuve se debieron a que yo buscaba editoriales no especializadas en literatura de género, donde a lo mejor me habría sido mucho más sencillo publicarlo. No me interesa la literatura de gueto, y no por la idea de normalización sino por la idea de que, fuera del gueto, aunque a la gente le incomode no lo pueda obviar. Finalmente, a los entendidos no les incomoda. Me ha tocado gente que no puede pronunciar el título, dicen “tu nuevo libro”, les da un poco de vergüenza decir La sodomía, pero tienen que referirse a él. Eso me interesa más que lo otro. No porque desprecie el espacio de la literatura de género: creo que el libro puede admitir perfectamente una lectura de género. Pero lo que me interesa es que el libro circule fuera de ese espacio de género: donde puede incomodar o puede constituir una pequeña transgresión. También me ha tocado alguna reseña que decía: “pese a su título, el libro no es grosero”. A mí, el título me parece lo menos grosero, casi aséptico, yo esperaba la obscenidad dentro. Es muy raro que mucha gente obvie el tema y se vayan nada más por la forma. Pero se tuvieron que comer el tema. Si no pueden hablar de eso, ése es su problema. A mí me divierte un poco porque… es como estar viendo una película porno diciendo “qué hermosa fotografía”… Creo que hay algo de los intereses sexuales cuando uno elige ciertos temas. Tampoco puedo obviar que hay una materia verbal que elegí allí, como digo en la nota final del libro. Y que hay una carga de reivindicación y que esa reivindicación me sirve a mí para dialogar con una tradición cargada de una ideología católica y unas formas determinadas. Sí tomo un auto sacramental, que servía justamente para valorar, para festejar la eucaristía, que se representaba en Corpus Christi —creo 131


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que es el día en que se representaban—, y juego un poco con el auto de fe y pongo en el lugar de la hostia, en el centro, la nada. Por eso me gusta pensar que hay un fondo negro… Me gustaría que se sintiera que hay un fondo negro en todo esto: como que sucede el poema y atrás está la cámara negra, como un teatro sin escenografía; están las figuras, las letras, y en el fondo está el retrato de Cotita de la Encarnación como un fondo negro, eso es lo que me gustaría, ese fondo de misterio, y que ahí aparezcan las palabras, con claridad o no… Pero el diálogo con esa tradición me lo brindó el capítulo histórico que elegí. Aquí elegí primero el tema antes que la forma, y el tema me llevó a visitar la literatura de la época desde otra perspectiva, como decimos a veces de hacer un hijo por la espalda, una inmaculada concepción: me llevó a traicionar esa forma. —Antes hablabas del gran aparato formal de tu libro como de una especie de estrategia… —A ver: armé un gran armatoste, si tú quieres, para poder contar lo que quería contar, pero diría que en algún lado del libro debe de haber un guiño, un hueco, que es el que me permitió hacer Literatura sin hacer Literatura y sin creer en la Gran Literatura. Por ejemplo: me asumí escribiendo en esa posición muy conservadora y muy mexicana de la erudición. Yo no creo en la erudición, pero —y tal vez ahí está lo más mexicano del asunto— lo que hice fue, digamos, falsa erudición, bluff : yo no soy un intelectual, me muevo más en el plano de los artistas, donde ese plano quiere decir una mayor ignorancia y al mismo tiempo una mayor libertad. Entonces espero que en el libro haya todo el tiempo un sí y no: sí literatura pero no, sí canon pero no, sí reivindicación pero no. Nada es del todo ni meramente literario ni meramente político. Pensemos que la literatura, la verdadera literatura, aun la que parece intachable por haber sido incluida dentro de determinado canon, tiene, o tuvo en su momento, un elemento transgresor, de insurrección, aunque a veces, con el paso del tiempo, ya no sea muy evidente. En arte y literatura siempre se pacta algo y se transgrede algo, lo mismo Shakespeare y sor Juana que Rimbaud. El canon está conformado, realmente, por los malos hijos. Los buenos hijos no sirven para la literatura. Ahora bien, cuando hablo peyorativamente de la “Literatura” o incluso de la “Gran Literatura”, más que a autores o textos me refiero a una idea de la literatura, una idea anacrónica 132


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que la considera un lenguaje sublime, ahistórico, fuera de la sociedad, una belleza que se justifica a sí misma, etcétera. —Y no obstante, junto a la estrategia a la que nos hemos referido, está lo que podríamos llamar el asunto, la materia de tu libro, y ahí no hay una elección entre otras posibles… —Sí hay una carga allí, tampoco me voy a desdecir, no voy a afirmar que no la hay, que no la había calculado y que no me ha traído ciertos problemas. Me habría sido más fácil publicar ese libro si… bueno, ese libro no habría existido sin ese tema. Evidentemente no tomé la historia de la gente que hace donas o la masacre contra los criadores de borregos: tomé un tema que de alguna manera me toca personalmente, y además me interesaba generar imágenes, una especie de iconografía en una tradición de resistencia, en una tradición gay también, digamos. No sé si los gays mexicanos lean el libro o no, pero creo que me interesaba que Cotita de la Encarnación fuera un personaje que esté ahí, me interesaba rescatar e inventar ciertos símbolos… Ese capítulo de la historia lleva a una literatura que me gusta y que es una tradición, se puede decir, de los conquistadores, aunque es cierto que mucha de esa tradición a la que apelo no la encontré en libros de literatura sino de historia. Me refiero a esos poemas y canciones populares, anónimos, y sobre todo a esos textos escritos por locos y herejes, que quedaron como pruebas de delito en los archivos de la Inquisición, textos sin mucho valor literario, entonces y ahora, si se los mira desde una perspectiva tradicional: una tradición que no ha sido leída desde la literatura sino rescatada por historiadores, una tradición chica, no grande, que no ha sido casi renovada y con la que me interesa meterme. Pero en fin, hablaba de esa tradición de los conquistadores, considerada peninsular frente a la Colonia, una literatura que me sirviera de modelo de alguna manera, y mi deseo fue intervenir ese modelo en un momento en que España no se encarga de su modelo porque en este momento España tiene un enorme desprecio por su barroco. Volvemos a lo de la poesía de la claridad y demás. San Juan de la Cruz es barroquísimo y al mismo tiempo es diáfano y al mismo tiempo es misterioso —eso por no hablar de que es probablemente el primer poeta trans : “la amada en el amado transformada”: en realidad, la Santa Patrona del Transgénero—. No todo el barroco se reduce a Góngora y Góngora además tiene momentos diáfanos y momentos oscuros 133


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y tan fascinantes unos como otros. Así que está esto y también está ese otro juego político y otro juego ideológico… Digamos que el tema me sirvió de coartada para revisitar los Siglos de Oro desde un flanco moralmente transgresor —a mí no me lo parece pero a mucha gente le sigue pareciendo transgresor. —Para mí, lo más transgresor de todo el libro es la risa. Porque creo que efectivamente en la primera parte estás jugando, en el momento de la hoguera, con la imagen del purgatorio, de las ánimas benditas, lo que normalmente se figura como idea del horror. Sin embargo, en el poema el fuego es fuego de papel, y salen a cantar los sodomitas. Me parece que ahí hay un salto del horror a la risa, una risa que es como un grito contra esa instancia represora. Pero además juega en toda la obra, y ese verso de “Vayamos, pastoras, al Belén de la repisa” tiene una cosa de chiste. Por eso, a mí lo más transgresor del libro me parece el recurso a la risa, como si todo lo que hemos visto fuera una obra de teatro y ahora vinieran los personajes a cantar la cancioncita del final, que es como chistosa; vienen todos sonrientes y a jugar: no sé lo que hay detrás, pero es que hasta pienso en Rabelais, en esa risa que acaba con todo y que, me parece, atraviesa toda tu obra. —Creo que aquí hay además como… hay como chistes vulgares, es decir: me gusta la ironía, y más en la vida cotidiana, pero tiene algo ojete, algo cruel, porque te pone por encima. Y creo que la risa más rabelesiana no es irónica, es la risa de bajar a la Tierra, es otro tipo de humor. La ironía siempre te eleva, estás viendo todo por arriba, y me interesaba en este caso un humor menos irónico, menos perdonando la vida a los demás, digamos: me interesaba un humor más de chiste de borracho, de chiste de retrete, de albur, y eso no es irónico, eso es… más cabaretero. Y eso no te salva: te incluye en esa 134


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mierda que somos y uno se ríe de eso. Y creo que me interesaba, además, frente al horror, la risa que es ahí sí una manera de salvar, de salvar el texto, porque también podía naufragar en una elegía. No sé, es como una risa de horror, por una parte —porque el asunto es: o ríes o lloras—, y por otra parte es también como voltear un poco la tortilla: frente a la solemnidad, frente a los poderes instaurados, la risa siempre es un recurso corrosivo, y creo que es a lo que menos se puede resistir un poder. Es como de salón de clases: al profesor lo peor que le puede pasar es que los alumnos se estén riendo y no sepa de qué, siente que su poder… y a lo mejor pasa por un chiste que no tiene absolutamente nada que ver con él, pero el profesor siente que se están riendo de él: la risa es un atentado frente al poder. —En tus poemas, abordas a veces problemas sociales, anécdotas, sucesos o cosas puntuales, y hay como estrategias de resistencia. Pienso, por ejemplo, en “Investigación de mercado”, que es una crítica a la imagen que se tiene del mendigo. —Me interesa más un humor que no deja títere con cabeza, y creo que, generalmente, me molestan los biempensantes del mundo, que cada vez más me parecen pura hipocresía. Habrá gente que esté luchando por cosas que valen la pena, pero hay una postura generalizada, una cosa políticamente correcta y biempensante que no te deja decir nada: efectivamente son los nuevos modales del mundo. Creo que habría que tener mucho cuidado con eso. Ahí también algo me hace ruido, me pone en alerta. A veces es más respetuoso reírte de lo que hay que reírse que aguantarte la risa. Me gusta reírme del respeto de los biempensantes. —¿Y no hay además un interés por denunciar ciertas cosas? —Mira, uno de los problemas, sobre todo de la literatura… porque el arte en general va de otra cosa: tú vas a un museo y el arte se está encargando de problemas sociales, antropológicos, políticos, sin empacho alguno. Yo no sé por qué la poesía de repente parece que está totalmente separada de eso: o tocas temas literarios o tocas temas del mundo, y si tocas temas del mundo son reivindicaciones o panfletos. Creo que pueden ser cuestionamientos sobre el mundo, diálogo con el mundo, sin tener que estar necesariamente defendiendo una causa o comprando una ideología o estando en el lugar correcto o en el incorrecto: creo que estoy pidiendo libertad para el poema. Curiosa135


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mente la poesía parece muy acotada: puedes hablar de tu ombligo, puedes hablar de la tradición o puedes hablar de que estás escribiendo un poema sobre el poema, pero no puedes hablar de nada más. Uno de los discursos más amordazados, más censurados que hay, fíjate, es la poesía, sobre todo la poesía en español; creo que la poesía en inglés, o al menos de las tradiciones que más o menos conozco —no conozco la poesía italiana contemporánea, la francesa del XX un poco, digamos, pero no, no las conozco—, en el siglo XX la norteamericana no tuvo ningún empacho de tocar absolutamente nada. Pero en la poesía mexicana parece que todo tenía que ser muy retórico, no podías decir nada directamente. Y no que haya que decirle cosas a la gente, pero sí creo que de pronto se convirtió en un discurso muy restringido en el peor de los sentidos: hay cosas de las que se puede hablar en poesía y hay cosas de las que no se puede hablar en poesía. Pues no. —De la misma manera que decías antes que la literatura española tiene un problema para aceptar su pasado barroco, Octavio piensa que la literatura mexicana tiene un problema con México. ¿Qué dices? —Sí, es evidente. Es un tema que se tendría que tocar extensamente. Pienso que durante muchos años la poesía en México fue una manera de evadir México. Es muy raro: todo mundo habla de la televisión como evasión, y del entretenimiento como evasión, pero también habría que hablar del arte como evasión, y creo que para determinados países el arte es una evasión, una evasión hacia lo sublime si quieres, pero una evasión de tu realidad. Y creo que la poesía mexicana de los últimos treinta años tiene muy poco que decir, porque trabajó como una evasión de su propia realidad: su presente y su contexto eran lo más imposible para el poema. Se podía hablar del silencio, del pájaro, del río, pero no podías hablar de nada más: a eso voy. Creo que la cosa está empezando a cambiar tanto para bien como para mal, digamos. Por una parte, desde hace tiempo los poetas más jóvenes —los nacidos a partir del 76: Inti García Santamaría, Marisela Guerrero, Rodrigo Flores, Paula Abramo, Óscar de Pablo, Daniel Saldaña, Yaxkin Melchi o Iván Ortega López— tratan con mayor naturalidad su contexto; por otra parte, me parece que, de una manera más artificial, los poetas que durante estos treinta años hablaron de pajaritos, ante el momento que está viviendo México, se sienten obligados a hablar de lo que está sucediendo, pero en la mayor parte de los casos lo 136


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hacen torpemente, porque sigue siendo el mismo concepto de poesía: lo sublime, lo eterno, lo trascendente, y entonces realmente no pueden tocar lo que está pasando. Y es que no es un problema meramente temático o léxico: es un problema de forma, de una forma que responda al momento, y más aún: el problema de qué se entiende o no se entiende por poesía. Gerardo Deniz es en este y muchos otros sentidos una excepción. Entonces creo que es un problema de la tradición mexicana, una tradición que todo el siglo XX se la ha pasado luchando entre lo universal y lo nacional, que es una falsa dicotomía: había que ser nacionales o había que ser universales, y finalmente ganó el partido de los universales, digamos; ganó una parte de los Contemporáneos, ganó finalmente la tradición de Paz. Ahora bien, Paz podía hablar de México, pero los que son más pacianos que Paz se tomaron muy en serio esta cosa, aquello de “la lengua es una”, que es una frase de Paz, como si el español fuera todo igual, y no trabajaron a partir de las diferencias del español, como hicieron muchos argentinos: es un idioma, es un español neutro desde el cual se escribe la poesía. Partiendo de ahí, cómo vas a hablar, digamos, de tu país, o de tu contexto, si ni siquiera en tu propia materia dejas que se trasmine eso. Creo que, más allá, hay un concepto de la poesía como algo que está hecho para durar, como que si hablan de algo que va a caducar no se va a entender dentro de mil años: mejor regálale a la poesía algo eterno como un pájaro.

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Tres poemas LUIS ALBERTO ARELLANO

EFECTO NOCTURNO

No mire a sus espaldas/ no hay nadie No camine a sus espaldas/ no hay nadie No entienda las voces a sus espaldas/ no hay nadie No finja conocer el barrio a sus espaldas/ es de Nadie No mire de frente a los hombres a sus espaldas/ se llaman Nadie No esconda sus plumas en el puño cerrado a sus espaldas/ el muro es de Nadie No escriba su nombre completo a sus espaldas/ es lectura de Nadie No escuche consejos de viajeros a sus espaldas/ es tierra de Nadie No pague con billetes en público a sus espaldas/ nada es el valor de Nadie No vaya a lugares públicos a sus espaldas/ el festejo es de Nadie No se quede en casa solo a sus espaldas/ lo visitará Nadie No encienda aparatos electrónicos durante el despegue a sus espaldas/ el vuelo lo pilota Nadie No recline su asiento antes de que se encienda la luz roja a sus espaldas/ caemos por culpa de Nadie No registre su teléfono a sus espaldas/ es trabajo de Nadie 138


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No espera detrás de la puerta a sus espaldas/ la escucha es para favorecer a Nadie No intente esto en casa a sus espaldas/ usted vive en casa de Nadie No discuta cuando le pidan sus objetos de valor a sus espaldas/ Todo pertenece a Nadie No exponga a sus hijos al fuego a sus espaldas/ la materia es porosa como Nadie No se deje al alcance de los niños a sus espaldas/ la precaución es objeto de estudio de Nadie No conteste el teléfono a cualquiera a sus espaldas/ su posición en el mapa es saber de Nadie No camine por calles sin iluminación a sus espaldas/ la oscuridad es premisa de Nadie No finja que sabe la respuesta a sus espaldas/ la pregunta la formula Nadie No negocie con terroristas a sus espaldas/ no tiene permiso de Nadie

CELEBRACIÓN

Es particular entre las normas oraculares que se tome el dicho de un hígado multiforme por bueno No importa si el ganado ha sido sometido a estulticia vegetal o se ha impedido de la acción heroica de la guerra entre iguales Ni las sustancias prohibidas son todo lo prohibidas que dice la 139


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propaganda comunista Ni el ardor en los ojos es consecuencia de la lluvia química producto del desaseo moderno Toda ola contiene en sí misma su reflejo e índice como un pequeño manual de instrucciones Es compromiso de los ciegos tomar partido por todo lo escrito en ellas De lo contrario la furia de los ciclos hará que los elementos desbocados no reconozcan origen ni celebración alguna Sometidos a este rigor de creencias el ayuno cobra sentido de responsabilidad cívica y el castigo corporal es una minucia para quejosos sin vocación de servicio Mal visto por sus pares el amor entre miembros de la familia debe ser reconocido como un elemento de distrofia muscular avanzada a fin de que la población someta sus deseos a la delirante producción masiva de glosolalias en público

TIPOS DUROS

Usted llegará esa noche temprano a casa. Festejo, emergencia o flujo hormonal. Encontrará todo dispuesto. Festejo, emergencia o flujo hormonal. Cada evento tiene su lenguaje que lo distingue de los otros eventos. Cada evento tiene sus protagonistas y sus antagonistas. Unos buenos, otros malos. 140


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Así funciona el entretenimiento masivo. Signos reconocibles: el color de la ropa, el tipo de peinado, si tiene vello facial o carece de lo mínimo varonil. La música incidental es propia de las producciones caras. Usted llegará temprano esa noche a casa. Celebración, apuro o libido. Los colores ocres y las combinaciones chillonas señalan culpable. Usted llegará esa noche temprano a casa y encontrará un objeto costoso decorado con grandes piedras que sean signo de la entrega al capital y sus ciclos. Ese objeto decorado será un arma o una joya o un instrumento de placer destinada al ocio contemplativo. Usted recibirá una llamada que lo apure a llegar a casa. Amable, cínica o provocadora. Una llamada que haga que tome todo por perdido y se dirija con premura a su casa. La voz en el teléfono es la organización material del evento. La voz en el aparato es la consecuencia práctica del evento. Todos los eventos serán organizados de acuerdo a los flujos de personal que se adecúen a la sociedad en curso. Usted llegará a casa con tiempo para resolver imprevistos. Cosas que no son de uso cotidiano. Como joyas o armas o dildos. Usted llegará a casa con tiempo. La fantasía confirma la regla: todos somos puntuales.

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Dioses con ojeras GABRIEL RODRÍGUEZ LICEAGA

Laura sale del Metro Insurgentes. El suelo está lleno de charcos almacenando agua de distintos aguaceros. Ahora mismo llueve sin malicia. Ella abre su paraguas y sostiene el mango con fuerza, como si más bien empuñara un arma. Insegura entra por uno de lo tantos túneles que conectan la glorieta con la calle. El pasillo está lleno de policías quitándose los uniformes. Laura desconoce las razones de tal ceremonia, camina entre policías obesos cambiándose de ropa en la vía pública. Al ver a Laura decenas de oficiales con el cuerpo venidísimo a menos, en trusa y agujerada camiseta rimbros se agarran el pene por encima del calzón, le silban y la desnudan con la mirada. Un oficial le truena los dedos exigiéndole que apure el paso. A Laura entre que sí le gusta y no le gusta pasearse por ahí. Sale a la calle, del lado donde se ubica la tienda de ropa para prostitutas y los negocios de artículos sexuales. En esa cuadra de Insurgentes las paredes sudan y el suelo pegajoso abraza las pisadas con tronidos grotescos. Apesta a estornudo. Avanza entre los changarros que ofertan penes de goma, dvds tres equis, jaleas especiales, tinta china, falsos labios de mujer y una especie de rosario para el ano. Se detiene en una pared de la que cuelgan películas pornográficas debajo de un letrero que dice: Videos Reales. Viaja la mirada leyendo las inscripciones. Hoteles de Tlalpan. Hoteles de Viaducto. Tacubaya. Revolución. Salida a Cuernavaca. Salida a Pachuca. Cámaras escondidas. Prepa Seis. La ciudad y sus habitantes cogiendo. —Dos por treinta pesos. Una por quince —dice el dependiente. Un tipo mugriento y con los pelos embadurnados en exagerado gel. En sus piernas 142


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está sentada una mujer embarazada. Ella, desinteresadamente, reitera la estúpida promoción: —De a dos por treinta. Aunque no es la primera vez que compra pornografía, la sensación siempre es la misma: algo que la inquieta y ensucia se introduce entre sus piernas y presiona su estómago sometiéndolo dentro de un puño. En otras palabras: no sabe si está nerviosa o excitada. Le da pena estar ahí, sospecha que en cualquier momento aparecerá detrás de ella su madre difunta, alguna maestra de la infancia o un compañero del trabajo. Lo que sí aparece súbitamente es una niña de la calle. La mocosa extiende la mano solicitando dinero. “Para un taco”, balbucea. Laura se deshace de ella meneando la cabeza en rotunda negativa. La niña insiste. Laura no soporta a los niños de la calle. No soporta a los niños en general. “Maldita especie de no deseados”, piensa observando de reojo el vientre hinchado de la vendedora. —Quiero cambiar estas dos…. —explica Laura y saca de su mochila un par de películas. —El cambio te sale en diez por disco —responde el hombre del peinado horrendo…— pero ya es la última vez que te lo hago efectivo… —O no nos sale —concluye su preñada mujer. Laura elige los primeros dos discos que se encuentra, lo que menos quiere en este momento es ponerse a negociar con un matrimonio de fayuqueros. Una de las películas corresponde a la colección “Hoteles de Tlalpan”, la otra simplemente dice “Casa Silencio”. Laura paga y se marcha. Tres estaciones después entra a casa completamente empapada. Coloca uno de los discos en su computadora y en escasos diez minutos revisa cada una de las cogidas que forman la recopilación. Las atiende en fast forward y sin atajos, tampoco se detiene en una sola de ellas. No hay créditos finales. No se lleva la mano a la entrepierna. Nada. Inserta el segundo disco. Lo revisa completito y a toda velocidad. Después ve un poco de tele, cena cereal y se recuesta. Como sucede cada noche, duerme aterrada, deseando que el sueño de las cubetas de sangre no se presente de nuevo. En la pornografía de finales del siglo XX uno presenciaba la sexualidad huma143


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na no como es, sino como desearía que fuera: poderosos machos sometiendo a incansables mujeres voluptuosas, multiorgásmicas y flexibles, un guión sexual que inicia con una mamadita y termina con la mujer degustando el chorro seminal. Motivada por los avances electrónicos, la pornografía de inicios de siglo tiende a retratar la brutal y boba realidad del ayuntamiento carnal. Las filmaciones pecan de amateurs y poco profesionales. Ese descuido le da al coito videograbado una atmósfera inigualable, como si por unos momentos el sexo de nuevo fuera pecado y origen. En muchas ocasiones las chicas involucradas ni siquiera saben de la existencia de la cámara que filma sus vaivenes y favores. El sexo real es bien pagado. Basilio conoce a un tipo que por cada grabación le da “una buena lana”. De sus sesiones con Teresita sacó para una cámara digital bastante eficiente. Solía acomodarla en un librero. Programaba el aparato para filmar con acercamientos automáticos a la chica en turno y sus senos rebotando. Conoció a Laura en el club de videorrentas donde trabajaba. Él era cajero ahí y ella tenía la costumbre de ir cada martes a rentar algo. Poco a poco se empezaron a saludar. Intercambiaron teléfonos, estaturas y directores favoritos. Ella siempre se llevaba los títulos que Basilio le recomendaba. Un día fueron al cine. A la salida, tomando café, se besaron por primera vez con las lenguas quemadas por la bebida caliente. Fueron al cine otras tres ocasiones. En las últimas dos Laura se dejó meter la mano. —El estudio de mi papá está cerca, ¿vamos? —le dijo Basilio. Laura asintió y abandonaron la función sin darle una segunda pensada. Basilio detuvo el primer taxi que pasó y ya abordo prefirió hacerle plática al chofer que a la mujer excitada a su lado. Estaba peculiarmente nervioso. La ciudad brillaba más que otras noches. Laura sonreía con los ojos cerrados, apretándolos fuerte. No quería enterarse de a qué parte de la ciudad la llevaban. —¡Cuántos libros! —exclamó ella apenas entraron al domicilio aquel. —Mi papá me los compró todos. Siempre dice que él hubiera deseado crecer con una buena biblioteca a la mano. Pero a mí no me interesa leer, lo que me gusta es el cine. Ella paseaba los dedos entre los libros como si más bien acariciara la nuca de cada uno de los autores. Basilio encendió todas las luces del estudio. 144


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Laura se descalzó. Y fue como un augurio. Acabarían sin ropa. Era cuestión de tiempo. —Yo sí leo —exclamó ella—. Y de hecho me hubiera encantado que mis papás me tuvieran preparada una biblioteca así… —Llévate el que quieras. Pero ahorita ven. Siéntate conmigo. Laura descubrió la cámara escondida, entre Las cajas y Las uvas de la ira. Él se puso rojo. No supo qué decir, el plan entero se le venía abajo. Quiso pedir perdón pero antes de que abriera la boca Laura ya se estaba bajando los pantalones y los calzones en un mismo esfuerzo. —Pero lo borras, ¿eh? —le dijo sonriendo. Él tomó asiento. A gatas, ella se le aproximó ronroneando y con maestría le bajó el cierre del pantalón utilizando los dientes. —¡Está de la mierda tener un hijo contigo! —exclamó Laura amenazando con arrojar el teléfono. Prefirió simplemente colgarle. Basilio estaba en la esquina, resguardándose debajo de un techito. Tenía hasta los calcetines mojados y unas inmensas ganas de orinar. Tomó el teléfono celular y volvió a marcarle. Desde ahí alcanzaba a observar la habitación de Laura, en el segundo piso. Primero oscura y luego momentáneamente iluminada por el tenue brillo del teléfono sonando. Después oscura de nuevo. “No va a responder”, pensó. Basilio lucía completamente pálido y trasnochado. La posibilidad de crear una vida le impedía dormir bien. Aún quedaban rastros de la granizada: escarcha apilada, hielo sucio y ni un solo peatón. Laura no respondió a un tercer llamado. Basilio estuvo escupiendo a un charco. Le urgía echarse una meada, tenía dolor de cabeza. Ni siquiera bebió tanto. Cerró los ojos, apretándolos como si fueran sus puños. Hizo una llamada te145


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lefónica tras otra. Quería suplicarle que lo dejara pasar al baño. También quería convencerla de que abortara al hijo. Llevaba poco menos de cuatro meses gestándose. El tiempo pasó rapidísimo. Le quedaban dos cigarros. Los últimos dos cigarros del mundo. Le dolían los dientes, necesitaba mear. Necesitaba solucionar el problema antes que Teresita se enterara. Basilio marcó de nuevo pero ella seguía empotrada en la necedad de no responder. Adentro y arriba, Laura lloraba vestida de sombras. Cada que su teléfono sonaba, el rostro se le iluminaba de un verde fluorescente más bien tétrico. Cada que leía en la pantalla del celular el nombre de Basilio, lo maldecía. Hace rato que asomó la mirada entre las cortinas rumbo a la calle no pudo distinguirlo de pie en la esquina. Sólo se alcanzaba a ver un pequeño punto rojo subiendo y bajando entre eructos de humo. Laura miraba con miedo. En cada una de las esquinas del cuarto aparecía y desaparecía un niño de piel oscura solicitando teta entre berridos. Laura no quería ser madre. ¿Pero… y si decidía serlo? Brillaba el teléfono testarudamente. Harta, decidió silenciar su luz aprisionándola primero con ambas manos y luego entre sus muslos. Su mente elegía probables nombres para el bebé o la bebé: Luis, Luisa. Mario, María. Gustavo, Daniela, Javier... No había dormido en días. Para evitar observarse en los espejos, los retiró momentáneamente. No quería reconocerse hinchada y macilenta. También le urgía un corte de cabello. Menos mal que no se hizo el estúpido tatuaje de mariposa en la cintura, lo imaginaba deforme y rasgado por culpa de una panza con hijo. Un hijo que tiene calentura porque le están saliendo los dientes o que necesita dinero para el recreo o tiene alergias en la piel y muelas picadas. Laura sentía ganas de vomitar solamente porque le dijeron que iba a sentirlas. Imaginaba su carne desgarrándose, sus diminutos senos alimentando, el centro del mundo entre sus piernas brillando como un sol. Basilio se sacó la verga dispuesto a orinar en el mismo charco que aparentemente formó con escupidas. En medio de la meada comenzó a vibrar su teléfono. —¿Bueno? ¿Tere? —respondió suspendiendo la chis. Era Laura. —¿Cómo planeas pagarlo? —dijo ella con voz firme. 146


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Laura ingresa a Plaza Meave. Le toca ver cómo preparan el gigantesco trompo de pastor en la taquería que está a la entrada. Aquella disciplina artesanal asquea a Laura. Ella evoca el sueño de las cubetas con sangre cada vez que los taqueros remojan los tajos de carne en una cubeta llena de un líquido bravo y carmesí. Pacientemente van armando la descomunal perinola colocando uno por uno los tajos de carne. Cientos de tortillas apiladas aguardan su turno. El fuego está apagado. Laura desearía no estar en sus días. Va a comprar pornografía. Siente el mismo hormigueo de siempre: su estómago es un avispero, una comezón vanidosa, ganas de cagar, ganas de tener un pene adentro. Camina entre los pasillos de calzado deportivo, artículos electrónicos, juguetes, falluca, montañas de ropa, medicamentos, ruido. Ruido. Laura se interna en las entrañas del búnker. Se suena la nariz innecesariamente. Sube dos grupos de diez escaleras. El olor a tacos no desaparece, se le ha impregnado en la ropa. Un cólico tormentoso la amenaza. A lo lejos suena un relámpago. Diferentes canciones se hilvanan en un solo gemido intimidante. Canciones de cogedera. Películas de cogedera. Al lado de una virgen de Guadalupe con foquitos hay una pantalla plasma empotrada. Un grupo de estudiantes uniformados y dos militares observan dicha televisión con agitado interés. En la película un obeso masturba con el puño entero a una prieta bustona. Laura se acerca al negocio. Lo atiende un tipo que parece un pollo rostizado. Ella le explica lo que está buscando. Él señala una arrinconada caja de zapatos que tiene escrito con plumón: “Pornos Reales”. Laura lee los títulos: Hoteles de Satélite, Hoteles de Cuernavaca, Tierra Caliente, Ambos Mundos, Las Fuentes, Hotel Tijuana, Videos reales Gay, Gordas, Día de la secretaria, Hoteles de Coapa, Monterrey, Bloopers… El país y sus habitantes cogiendo. —¿Cuánto por estas cuatro? —pregunta Laura. Huye de Plaza Meave. El enorme trompo al pastor aún no está listo. Se interna en el trajín del Eje Central. Abre su paraguas mientras camina rumbo a Bellas Artes. Está lloviendo bien feo. No ha dejado de llover en años. Jamás pensó que el diluvio universal fuera tan desesperante. No ha sabido nada de Basilio en más de cinco años. No siente nada 147


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GABRIEL RODRÍGUEZ LICEAGA

por él. Ni odio, ni rencor, ni deseo. Recuerda su nombre pero no sus gestos ni el aroma de su piel o el sabor de su semen. Hace poco espió su página de internet. Ha engordado y tiene pésima ortografía. Sin embargo sueña muy seguido con él: caminan de la mano en un inmenso sendero formado por cubetas llenas de sangre. En algunas aún flotan los fetos desmembrados. Basilio pagó el aborto vendiendo las grabaciones de sus encuentros sexuales a un pornógrafo. En aquel entonces ese tipo de películas no era tan normal como hoy en día. Ella lo acompañó para firmar unos papeles, el comprador era una persona común y corriente, no el demonio que ella había imaginado. Hasta les sobró dinero para desayunar al día siguiente en un bar de Sanborn’s. Ella se la pasó llorando frente a dos molletes fríos y él, en silencio, no paraba de darle sorbitos a una cuba interminable que sabía a lodo. No desea verlo en persona. Aún así lo busca. O más bien, se busca a sí misma chupándole la verga. Se busca masturbándose para él, completamente ebria; sonriendo, siempre sonriendo. Busca el registro audiovisual de que un día fue hermosa y estúpidamente feliz y sin ojeras. Quiere observarse con Basilio adentro. Por ahí debe estar extraviada la grabación en que se embarazó. Esa misma cogida sirvió para matar a Gerardo o Mariana o Maribel o Bruno o Jessica o Mario o Estefanía o Rocío... Laura sabe que jamás encontrará los videos que busca, pero le tranquiliza imaginar que cuando ocurra será como esas fotografías en las que aparece un fantasma o un brillo providencial. O tal vez Dios cagándose de risa.

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Dos poemas AGUSTÍN CALVO GALÁN

DESNUDAR NOMBRES I. LA ESPERA

Los muchachos del polígono son de plumaje oscuro se acallan silbidos, oraciones en voz baja ondulan las voces sobre el agua negra espejeando mientras, en las esquinas, los contenedores y las furgonetas de los mossos d’esquadra se camuflan en verde y azul marino y una colilla que olvida su humo y se ahoga en saliva. 149


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Los muchachos se acurrucan en nidos de alambres y liman sus alas con esponjas y espanto algunos se marchitan bajo el óxido del atardecer saben de esta hora, las luces que se van persiguiendo hacia el límite de la ciudad y un sinfín de mequetrefes que vendrán al insulto en procesión de esvásticas y puñales. II. EL ENCUENTRO

Por fin, en la madrugada se abren las puertas del infierno, y todos caen. Yo caigo tras ellos preguntándoles ¿quiénes de vosotros me reconocerá? El amanecer es una línea sobre la que se sostienen las palabras del atrevimiento unto mis manos con el eccema de sus plumas 150


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¿quién de entre vosotros? quiero su deseo gris, fugaz, el escozor de este dolor humanizado subiéndome por las fosas nasales ¿quién me aguardará en su abrazo líquido? el aire nos separa, su naturaleza me niega, todo se despide ante mí, ni siquiera me queda el peso de sus nombres ascienden ligeros, ya sin añoranza la coraza que sostiene mi mirar no se disolvió ante su aletear de enamorados y espío su extraño adiós.

AL BORDE DE TI

Lo supe después: las sombras acudieron a tu encuentro. Sin nombre, calles sin nombre 151


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bajo la capa del insomnio se desvanecían. He visto como soñabas temblando de furia entre mis brazos abriendo balcones en medio de la oscuridad. Calles, calles que corren bajo un cielo sereno. No hubo ruido, nadie salió, nadie dijo yo lo vi todo, ni siquiera yo mismo y me dolía. Un momento fatídico, no las buscabas, pero las sombras llegaron para encontrarte; no las creías y ellas vinieron para arrancarnos un pedazo de aquellas madrugadas y los años. Calles, calles que pisan mis palabras y las tuyas.

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Andrés Henestrosa, el último liberal ALEJANDRO GARCÍA

Cuando se publique lo que Henestrosa ha escrito, habrá que darse tiempo para leerlo. Su producción en el periódico alcanza un área espacial que, cuando se ordene y publique, llenará muchos y fornidos volúmenes de indagación mexicana del siglo XIX. Mauricio Magdaleno, Cartas autobiográficas

Andrés Henestrosa —prolífera pluma, acuciosa palabra, lenguaje labrado en la precisión— fue hombre de tres centurias (nació el 30 de noviembre de 1906 cuando aun perduraban costumbres decimonónicas, vivió durante todo el siglo XX y conoció los albores del XXI, ya que falleció el 10 de enero de 2008 a la edad de 101 años). Orgulloso de su natal Oaxaca, nació en el mismo año en que apareció la revista Savia Moderna en la ciudad de México y ya cuando la Revista Moderna llevaba ocho de haber sido fundada por Bernardo Couto Castillo. Época del cénit del porfiriato, de simbolismo, parnasianismo y decadentismo representado, entre otros, por Amado Nervo, Balbino Dávalos, José Juan Tablada y los grabados de Julio Ruelas, pero que en Henestrosa significó una apacible niñez en San Francisco Ixhuatán enclavado en pleno Istmo de Tehuantepec, como él mismo recordaría después: “pueblecito con golpes de mar en los costados”, de días “anclados a un río a cuyo rumor se aduerme”, arrullado por tradiciones y relatos zapotecas en los que aprendió las primeras lecciones de la vida al través de la sabiduría popular de los refranes. Uno de ellos lo escuchó, como el mismo lo refiere en su emblemático libro Retrato de mi madre, escrito en 1937, de labios de Martina, su mamá: “Un diablo se parece a otro diablo”. 153


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Sabiduría del pueblo, que ya en 1816 José Joaquín Fernández de Lizardi había registrado en El periquillo sarniento, primera novela mexicana. Henestrosa jamás olvidó a Lizardi y a su obra. En 1946, en la caudalosa antología Cuatro siglos de literatura mexicana (realizada junto con Ermilo Abreu Gómez, Jesús Zavala y Clemente López Trujillo) señaló que “en la aurora del siglo XIX Fernández de Lizardi llevará un sentimiento pleno de polémica y sátira”. Cinco años después, el 17 de junio de 1951, Henestrosa inició su sección Alacena de Minucias en el periódico El Nacional, inspirada en el periódico Alacena de frioleras fundado por el ANDRÉS HENESTROSA mismo Lizardi.1 Reflejo de la profunda admiración de Henestrosa hacia un periodista representativo de los escritores del siglo XIX (admiración forjada en él por el mismo José Vasconcelos, quien tenía el ideal de que “nuestras referencias y nuestras fuentes fueran escritores nacionales”). Es así como Henestrosa desarrolló en su obra un constante y profundo examen de personajes e ideas de esa época: “seguro de lo mucho que todavía está por discutir y establecer en nuestra historia el siglo XIX”, en un momento en que las tendencias polítiHenestrosa comenzó su carrera dentro del periodismo en 1924 con artículos publicados en el periódico La Raza (actualmente imposible de conseguir en nuestros acervos); después colaboró en los ocho números de El Zapoteco (1928); y un año después participó en un periódico estudiantil de sólo dos números llamado El Tren Blindado (nombre de una novela del ruso Vsevolod Ivanov), dirigido por el revolucionario cubano Juan Antonio Mella y Tina Modotti; pero realmente fue en 1938, por invitación de Fernando Benítez, cuando Henestrosa participaría toda su vida en periódicos de presencia nacional. Años después, realizaría su más célebre columna: Alacena de Minucias, que duró cerca de veinte años (1951-1970). Sucedieron a ella, las columnas Factores de la Cultura de México y La Nota Cultural. Además, dirigió la revista El Libro y el Pueblo y fundó Las Letras Patrias. 1

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cas e historiográficas se centraban en valorar —y sobrevalorar— la etapa de la Revolución Mexicana como fundamento de las instituciones del México contemporáneo (aunque ya Jesús Reyes Heroles, en la introducción de sus tres volúmenes que conforman El liberalismo mexicano, señaló que “para comprender la Revolución Mexicana, su constitucionalismo social, tenemos que considerar nuestra evolución liberal”). En palabras de Adolfo Castañón: “al igual que otros mexicanos de la época, como Daniel Cosío Villegas o Manuel Gómez Morín, o los escritores de la llamada generación de 1915, Andrés Henestrosa está, por así decir, cautivado por una época y por sus hombres: la de la Reforma y la Intervención”.2 Ignacio M. Altamirano, Juan Bautista Morales, Hilarión Frías y Soto, Carlos María de Bustamante, Vicente Gómez Farías, Ignacio Ramírez, Vicente Riva Palacio, Luis de la Rosa, Benito Juárez, Justo Sierra y Francisco Zarco, entre otros, fueron los personajes con quienes Henestrosa mantuvo una profunda línea de afinidad creada “por el lenguaje, que es la mayor obra del hombre” (no olvidar que fue hasta los quince años que Henestrosa aprendió a hablar español, cuando se trasladó a la ciudad de México para pedirle a Vasconcelos, intérprete de por medio, una beca para ingresar a la Escuela Normal de Maestros). Todos ellos fueron novelistas y poetas, también periodistas, que en sus artículos reflexionaban sobre los cambios necesarios para el país —“¿dónde se hicieron Gutiérrez Nájera, Urbina, Amado Nervo, Altamirano, Sierra, Riva Palacio? En la redacción de los periódicos”, se pregunta y contesta Henestrosa—; o diputados en el Congreso que legislaban en torno a los derechos civiles y la creación del Estado mexicano; y soldados que, con fusiles y cañones, se debatían en diferentes trincheras, crisol de ideales: “hasta aquellos por definición literatos, y artistas, se vieron sojuzgados por el quehacer político”.3 Castañón lo puntualizó muy bien: “cabe decir que Andrés Henestrosa es un escritor liberal del siglo XIX extraviado en el siglo XX, como lo fueron en cierto modo Daniel Cosío Villegas o el investigador Boris Rozen, admirable editor de las obras completas de Altamirano, Ramírez y Payno”. “El hombre que dispersó su sombra. Cien años de Andrés Henestrosa”, en Revista de la Universidad de México, núm. 33 (noviembre de 2006), pp. 48-58. 3 Respecto a este tema, véase del mismo Henestrosa “El México literario en las primeras décadas del siglo XIX”, en El Nacional (26 de junio de 1956); y “Literatura y periodismo”, en Novedades (17 de enero de 1957). 2

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En la entrevista que realizó Martha Chapa, De domingo a domingo. Conversaciones con Andrés Henestrosa (2001), al contestar la pregunta de quién había sido el más grande periodista mexicano, respondió que Lizardi, Bustamante, Juan Bautista Morales, Zarco; para acotar que “vivos están en nuestros anales los nombres de los grandes periodistas independientes que México ha producido. Y debiéramos tomar el hilo de sus tareas donde las dejaron, y no echar en olvido la alta misión del periodismo”. Personajes que en cada uno de sus actos detentaron las libertades civiles y políticas del hombre, defendieron la vinculación del liberalismo con la democracia, apostaron por la secularización de la sociedad, reafirmaron la supremacía estatal sobre la identidad del federalismo. Por lo anterior —y como se abordará en las siguientes páginas—, considero a don Andrés Henestrosa “el último liberal” de ese siglo XIX que determinó todos sus actos de su vida y las páginas de su oceánica obra, la cual abarcó, en fría estadística, más de cuarenta libros y casi veinte mil artículos aun dispersos en revistas, periódicos y suplementos culturales, que ameritan, no sólo su compendio y publicación, sino una investigación que abarque los diferentes temas que permearon su quehacer. Cuatro fueron las personalidades a quienes Henestrosa dedicó afanes y estudios: Altamirano, Bustamante, Juárez y Zarco. El primero de ellos representaba la raíz indígena que se nutrió en el liberalismo mexicano —legado vernáculo que también corría por las venas de Henestrosa, que daría como resultado, años después, la realización de su deslumbrante libro Los hombres que dispersó la danza—. El segundo, Bustamante, es el ideal del periodista de la primera mitad del siglo XIX que registró en sus crónicas y artículos la lucha por la Independencia, el enfrentamientos entre logias, fueros e intereses de diversos grupos políticos, la llegada de caudillos y el desaliento ante la invasión extranjera. Por su parte, Juárez significaba la consolidación del triunfo ante la corte de ilusos que se derrumbaron por el devenir del liberalismo y el parteaguas que significó la Constitución de 1857. Zarco era el quehacer y la honestidad de la profesión del hombre de letras que registró minuciosamente su entorno y el inicio de una historia nacional. Henestrosa lo confirmó así al recibir la presea “Belisario Domínguez” (1993) que otorga el Senado mexicano: “en otras encrucijadas nos puso la historia. De algunas pareció que no 156


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saldríamos y salimos. Guerras intestinas, guerras nacionales, guerras contra invasores, ésa ha sido nuestra historia. A las desventuras estamos hechas. Afrontarlas es nuestra grandeza. No regirla nuestra gloria”.4 A la par de estos personajes, tres fueron los temas que, según mi apreciación, Henestrosa desarrolló minuciosamente sobre el siglo XIX: el rescate bibliográfico de escritores, lo cotidiano de la historia y los viajeros extranjeros en México. BUSTAMANTE, TIEMPO DE HABLAR

Paisano oaxaqueño, huérfano desde la infancia, Carlos María de Bustamante (1774-1848), historiador y periodista, se distinguió por ser “escritor abundante, descuidado, pero lleno de variedad”, quien murió “de la tristeza de ver derrumbarse la patria que soñó y que ayudó a levantar”. Henestrosa escribió su primer artículo sobre Bustamante en la sección Agua del Tiempo publicado en Novedades (13 de octubre de 1955). Dicho texto versaba sobre El Diario de México fundado por Bustamante y Jacobo de Villa Urrutia en octubre de 1805, publicación que constituyó un definitivo avance en la actividad periodística ya que “acogió, prohijó, empolló a los escritores públicos que iban a llenar el primer tercio del siglo XIX”; y además, por su periodicidad diaria, “un definitivo avance en la actividad periodística de la época”. La querencia no terminó ahí. Henestrosa publicó en 1968 la edición de No fue el único homenaje que tuvo en vida Henestrosa: en 1964 ingresó a la Academia Mexicana de la Lengua. En 1973 recibió la Medalla Elías Sourasky; Premio Nacional de Periodismo de México (1983); Presea Ciudad de México (1990); Premio Internacional Alfonso Reyes y Medalla Ponciano Arriaga, por méritos legislativos, Premio Juchitán de Plata (1991); Medalla René Cassin, de la Tribuna Israelita (1992); Medalla al Mérito Benito Juárez, de la Sociedad Mexicana de Geografía y Estadística (1993); Premio Nacional de Lingüística y Literatura (1994). Así como la Medalla al Mérito Cívico Eduardo Neri, Legisladores de 1913, otorgada por la Cámara de Diputados, y la Medalla de Oro del Instituto Nacional de Bellas Artes (INBA) (2002). Con motivo de sus cien años de vida, recibió el doctorado Honoris Causa por parte de la Universidad Autónoma Metropolitana (2007). En su honor se crearon: Medalla Andrés Henestrosa, de Escritores Oaxaqueños (1992) y Medalla de la Comisión del Deporte Andrés Henestrosa. El 30 de noviembre de 2003, en la ciudad de Oaxaca, se inauguró la biblioteca que lleva su nombre y en la que se resguardan los cuarenta mil volúmenes que adquirió a lo largo de su vida. 4

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Historia antigua de Oaxaca en la colección que él mismo impulsó: Bibliófilos Oaxaqueños (con doce tomos, 1966-1974 , lo que le permitió difundir aquellas obras que por su rareza y por su importancia eran verdaderas joyas de la bibliografía mexicana); así como en el periódico Novedades, entre 1972 y 1974, los artículos: “El llevado y traído Bustamante”, “Los primeros periodistas”, “Bicentenario de Bustamante” y “Otra vez Bustamante”; y la edición de No conviene a la libertad de la nación mexicana el nombramiento de un supremo director de ella en la segunda serie de Bibliófilos Oaxaqueños (1974). Un año después, el prólogo a Páginas escogidas de don Carlos María de Bustamante, en la colección Metropolitana, número 37, publicada por el Departamento del Distrito Federal. En 1986, Henestrosa reunió tres textos de Bustamante: Hay tiempos de hablar y tiempos de callar, y el Informe crítico-legal dado al muy ilustre y venerable cabildo de la Santa Iglesia Metropolitana de México. El primero de ellos es una reflexión sobre su vida y el segundo es un opúsculo sobre la aparición guadalupana como elemento de unidad nacional. Afanes que dieron lugar al tercero: Carlos María de Bustamante, con una presentación y notas suyas, publicado por el Senado de la República. En donde Bustamante podría representar “la historia del republicano mexicano, entendido fundamentalmente como la historia de la expansión de los derechos del hombre a partir de la tensión entre la libertad de los ciudadanos y el poder ejercido por los gobernantes”.5 Lecciones que el mismo Henestrosa trató de llevar a cabo, primero como diputado y, en 1982, al ser electo senador de su natal Oaxaca, preludio de su anhelo incumplido de ser gobernador del estado, pero que consolidan el pensamiento de los dos oaxaqueños, lejanos en el tiempo, pero hermanados por propósitos en común, como parte de una misma tradición liberal. JUÁREZ, SIEMPRE JUÁREZ

Henestrosa siempre mostró su admiración ante el constante afán de superación del originario de Guelatao, de quien aprendió que los altibajos lo mismo Alicia Hernández Chávez, La tradición republicana del buen gobierno, 1993, p. 201. 5

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FCE

, México,


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provocan aplausos que maledicencias. Admiración traducida en ensayos, prólogos, discursos, artículos y estudios biográficos. En 1944 preparó dos obras: Benito Juárez. Textos políticos (selección y prólogo de cartas, discursos y manifiestos), publicada por la SEP en su Biblioteca Enciclopédica Popular; y Flor y látigo. Ideario político (cuidadosa antología, como perlas hiladas por la reflexión, del principio juarista al través de sentencias, apotegmas o aforismos). El nombre de esta última se debió, en palabras del propio Henestrosa, a que “quise indicar que en Juárez concurrían dos naturalezas que actuaban sin contradecirse, riguroso y firme, sin dobleces; manso y tierno, sin blanduras, pero todo a su debido tiempo”. Henestrosa tuvo el honor de inaugurar una de las colecciones editoriales más importantes del siglo XX: SepSetentas que surgió por los afanes de María del Carmen Millán, quien encabezaba en la década de los setenta la Dirección General de Educación Audiovisual y Divulgación de la SEP, y también al apoyo de Gonzalo Aguirre Beltrán, a la sazón subsecretario de Cultura Popular y Educación Extraescolar. Dicha colección tuvo un inmediato éxito debido al prestigio de sus autores, el bajo precio de los ejemplares y por la diversidad de temas que se abordaron. El número uno de SepSetentas fue la obra Benito Juárez. Su vida y su obra, de Rafael de Zayas Enríquez, con prólogo de Henestrosa. También prologó la excelente biografía Juárez y su México de Ralph Roeder, de quien fue amigo personal. Monumental, exegética obra, de quien Henestrosa señalaba con admiración que: hecho escritor famoso, vino Ralph Roeder a México al iniciarse la década de los cuarenta, en 1942. Venía a documentar, ambientar y escribir una vida sobre Be159


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nito Juárez; pero le tomó súbita querencia a México y se quedó para siempre entre nosotros. Visitó la sierra de Ixtlán, el pueblo de Guelatao, el lago de la leyenda. Hizo el mismo camino que el niño indio, sólo que de manera inversa, pero igualmente penosa: si uno descendió el valle, el otro remontó las alturas, superó la sierra para vislumbrar desde allí el tamaño de la hazaña.6

Hay otras dos obras significativas de Henestrosa: Los caminos de Juárez publicado por invitación de Antonio Carrillo Flores en el Fondo de Cultura Económica a principios de la década de los setenta del siglo pasado, dentro de su colección Popular. Excelsa antología que reunió varios pasajes que dan una visión más completa y humana del hombre que gobernó el destino de México durante casi tres lustros. A manera de epílogo, Henestrosa escribió dos textos, “El camino de Juárez” y “La lección permanente”, en donde señaló que Juárez “nació indio, y nunca dejó de serlo, se formó mestizo y tampoco dejo de serlo. Era, así, un auténtico y cabal americano, es decir, aquel que concebía las dos razas, las dos sangres y las dos almas de que viene”. Martha Chapa, en su obra De domingo a domingo, conversaciones con Andrés Henestrosa (2001), resumió todo este monumental quehacer al señalar que “Henestrosa construyó su futuro con las pinceladas universales de su talento, reconociendo siempre a los héroes de su nación oaxaqueña”.7 “Prólogo” a Juárez y su México, FCE, México, 1972, pp. X-XI. Es ésta una de las pocas semblanzas que se tiene sobre Roeder —escritor extranjero envuelto en la incertidumbre de la leyenda, de quien apenas se conocen unos cuantos datos sobre su vida—, pero a quien se le debe una de las obras más significativas sobre esa época. Henestrosa realizó dos textos más en Novedades : “Roeder, biógrafo de Juárez” (11 de octubre de 1956) y “Un recuerdo a Ralph Roeder” (9 de abril de 1970). En contraparte, Henestrosa calificaba a otra biografía escrita décadas antes (Francisco Bulnes, El verdadero Juárez, 1904), como “panfleto o libelo”. En su sección Agua del Tiempo del periódico le dedicó una amplia, fundamentada refutación, capítulo por capítulo, durante dieciséis artículos. 7 Juárez: memoria e imagen, Secretaría de Hacienda y Crédito Público, México, 1998. Henestrosa también publicó otros dieciséis artículos sobre Juárez en Novedades: “La vieja controversia” (15 de marzo-5 de mayo de 1956); “El apotegma juarista” (21 de junio de 1956); “¿Qué son los moderados? (26 de enero de 1957); “El legado de los liberales” (7 de febrero de 1957); “La patria, a Juárez” (23 de marzo de 1957); “Juárez y la República Dominicana” (1º de noviembre de 1957); “Juárez, visto por Diego” (5 de febrero de 1958); “Una gran tarea” (1º de septiembre de 1966); “Juárez en el habla cotidiana” (7 de octubre 6

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ANDRÉS HENESTROSA, EL ÚLTIMO LIBERAL EL RESCATE EDITORIAL

Al recibir Henestrosa la medalla “Ignacio Manuel Altamirano” (1992) era a su vez un reconocimiento a una larga trayectoria y respeto hacia el originario de Tixtla, Guerrero, de quien aspiraba a ser vago sucesor: en variados artículos, en cálidas palabras, en contundentes frases, Henestrosa lo consideró siempre como “uno de nuestros grandes indios. De nuestros mármoles y bronces. Fue un cobre, que luego mostró el oro”.8 Hay vasos comunicantes entre uno y otro: la pobreza de la cuna materna, la marginación por la raigambre indígena, la tenacidad para superar los obstáculos de la vida y el magisterio ante la vida, la pulcritud de las acciones. Heredero del propósito de reafirmar la cultura nacional (como lo hizo una vez Altamirano con la publicación del periódico El Renacimiento en 1869), Henestrosa fue destacado editor: tuvo a su cargo la Biblioteca Iberoamericana (1932); jefe del Departamento de Literatura del INBA (1955-1959); subdirector de la Biblioteca del Congreso de la Unión; y en su natal Oaxaca rescató y editó la ya mencionada serie Bibliófilos Oaxaqueños. Ejemplo es la edición del folleto que en 1831 reunió poemas en torno al Grito de Dolores: Páginas presentadas por los ciudadanos Francisco Manuel Sánchez de Tagle, licenciado Manuel de la Barrera y Troncoso, Ignacio Sierra y Rosso, Luis Antepara y Anastasio Ochoa, individuos de la comisión encargada de este ramo. Fueron colocadas en lugares que se expresan. Otra rareza bibliográfica que rescató fue el Manuscrito de Miguel Beruete y Abarca o Diario del Primer Imperio, que abordaba la víspera de la proclamación de Iturbide como emperade 1971); “Carriedo: biógrafo de Juárez” (14 de octubre de 1971); “Epistolario de Juárez” (24 de noviembre de 1972); “Juárez y el toreo” (23 de marzo de 1972); “Juárez en el grito” (22 de septiembre de 1972); “Juárez en la anécdota” (3 de enero de 1974); “Otra lección de Juárez” (8 de mayo de 1982); “Mitología de Juárez” (3 de julio de 1982); y “Juárez, siempre Juárez” (17 de septiembre de 1983); así como “Juárez, elogio y recordación” en Cuadernos Americanos, núm. 6 (noviembre-diciembre de 1957); y “Valoración de Juárez” en México en la cultura (30 de noviembre de 1972). 8 Los artículos que publicó sobre Altamirano fueron “Un problema literario” (27 de abril de 1957); “El indio Altamirano” (20 de febrero de 1969); “Un libro de Altamirano” (6 de octubre de 1972); y “Altamirano: bronce y mármol” (9 de noviembre de 1973). Todos ellos en Novedades. 161


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dor de México y llegaba hasta su muerte. Dentro del océano de textos que era necesario rescatar del olvido de remotos acervos, del polvo de los anaqueles, está también Del movimiento literario de México del cubano Pedro Santacilia —yerno de Juárez y ferviente promotor del liberalismo—, publicado por Las Letras Patrias en 1952. También en 1965 Henestrosa editó, con prólogo suyo, Historia de la literatura en México. Poetas y escritores modernos mexicanos (1877) de Juan de Dios Peza, escritor, hasta ese momento, ceñido en silencio y olvido (Henestrosa recuerda que su madre, en su pueblo natal, le había leído a Peza, junto con Juan A. Mateos y Amado Nervo). La edición salió bajo el sello de la Secretaría de Educación Pública con el apoyo de la Subsecretaría de Asuntos Culturales y la revista El Libro y el Pueblo que Henestrosa dirigía por esa época. El prólogo se destaca por una breve interpretación de la poesía de Juan de Dios Peza: “habituado a los viejos moldes, a las rimas sonoras, al verso rotundo, a las consonantes y asonantes obvios”; así como un análisis sobre uno de nuestros primeros cronistas de la historia literaria mexicana y una amplia semblanza biográfica y bibliográfica de su obra. Pero uno de los aportes más significativos de Henestrosa fue dar a conocer en “Alacena de minucias” un texto que era de Hilarión Frías y Soto —escritor de vastas lecturas, médico de profesión, poeta joven, fecundo periodista, de prosa elegante y correcta en un México que hervía ante el enfrentamiento de posturas ideológicas, de la cual escogió el liberalismo, de ahí la admiración de Henestrosa por su vida y obra—, titulado “La lavandera” y que estaba destinado para la obra conjunta Los mexicanos pintados por sí mismos (1854). El cuadro de costumbres fue publicado originalmente en el periódico jocoserio La Orquesta (15 de abril de 1868), en donde Frías y Soto fue redactor en jefe y responsable, el cual había permanecido en el olvido hasta el rescate de Henestrosa quien lo editó en forma de libro en 1993. También logró encontrar las colaboraciones que, bajo el título de “Álbum fotográfico”, publicó el mismo Hilarión en La Orquesta, serie de artículos costumbristas que fueron la continuación de Los mexicanos pintados por sí mismos. Para completar los textos, Henestrosa redactó “El panadero” al mejor estilo costumbrista del siglo XIX y que nada le pide a los de Prieto y Altamirano: 162


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ANDRÉS HENESTROSA, EL ÚLTIMO LIBERAL

Juan Panadero se tumba en el petate y duerme a pierna suelta hasta la madrugada en que se levanta para ir a la tahona, a amasar la harina con que han de hacerse los cuernos, el pambazo, las regañaderas, la reja, la mariposa, el beso, la empanochada, la panocha, los ojos de Pancha, las roscas de blanco, el chimisclán, el nopal, la fruta al horno, el ladrillo, la lima, el moño, la trenza, el volcán. Y así, siempre, mísero y lloroso, desde que Dios amanece. Porque al pobre siempre le va del cocol, todo para él son cocolixtles. Y aunque lo fabrique, el pan siempre fue escaso en su mesa.9

No fue la única vez que don Andrés realizó esta valiosa obra de rescate. En el estudio biográfico publicado en 2001, Henestrosa. Nombre y renombre, de Adán Cruz Bencomo, se citan otros textos decimonónicos: una décima inédita de Manuel Acuña titulada “Dios”; un cuento de Guillermo Prieto llamado “Angelita” y el discurso “El 5 de mayo”; poemas de Francisco González Bocanegra (autor del Himno Nacional); dos romances: “El chinaco”, atribuido a Riva Palacio —“conjunción armoniosa de un hombre, un poeta y un soldado”, lo definió Henestrosa—;10 así como la letra y música de la canción “La soldadera” cantada en la época de la Intervención Norteamericana. Otro texto que encontró y transcribió fue el Diario de Miguel Beruete, el cual dio a conocer en la sección Agua del Tiempo; y la Visión de Cuernavaca, de Manuel Gutiérrez Nájera, con un prólogo titulado “El aroma de un recuerdo” en 1992. A Zarco, a quien ya señalamos en líneas anteriores como uno de los más queridos por Henestrosa, lo consideraba como “el más brillante paladín del liberalismo mexicano” —en tan breves cuarenta años de vida escribió más de mil trabajos sobre diversos y variados temas—, por lo cual, un excelente “modelo por seguir para un escritor público de nuestros días”. Henestrosa fue uno de los grandes promotores para que se reunieran sus obras completas ya que para esa época “sus escritos costumbristas, apenas han sido aluVéase Los mexicanos pintados por sí mismos, Querétaro, México, 1986, t. 2, p. 207, y Álbum fotográfico. Hilarión Frías y Soto (ed., pról. y notas de Andrés Henestrosa), Las Letras Patrias, México, 1954. Otros tipos populares a quienes también les dedicó atención fueron: “Chinaco, chinacaste y chinaca” (12 de mayo de 1966) y “La Chinaca” (15 de junio de 1967). Ambos publicados en Novedades. 10 Henestrosa también realizó el prólogo a El libro rojo de Vicente Riva Palacio, Leyenda, México, 1946; y “Riva Palacio, poeta y soldado”, en Novedades (14 de marzo de 1957). 9

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didos, y están todavía por reunirse en volumen”, lo cual se logró años después gracias a la tenacidad de Boris Rosen.11 De Ignacio Ramírez “El Nigromante”, no sólo estudio su postura ideológica (la cual Henestrosa conocía muy bien, ya que en 1932, ante la derrota vasconcelista, junto con Alejandro Gómez Arias planeó la publicación de una hoja periódica titulada El Nigromante), sino también su poesía. Dio a conocer un soneto suyo dedicado a la Virgen de Guadalupe con su artículo publicado en Novedades: “Ignacio Ramírez, poeta” (19 de julio de 1956), lo cual, bajo el pensamiento liberal, era una aparente contradicción (ya que Ramírez se distinguió por su furibunda posición ante la Iglesia), pero Henestrosa descubre la congruencia de tal hecho en dos textos también publicados en Novedades: “Retorno a Ignacio Ramírez” (8 de agosto de 1970) y “El discurso de Ignacio Ramírez” (9 de marzo de 1972) en donde señala la dicotomía de los liberales que buscaban la secularización, pero “cuando la Patria lo reclamaba, sabía sobreponerse a sus doctrinas y vencer sus naturales oposiciones”, tal y como lo señaló don Justo Sierra: “Antes de la letra está la patria”.12 Véase Obras completas de Ignacio Ramírez “El Niogromante”, comp. David R. Maciel y Boris Rosen, Centro de Investigación Científica Jorge L. Tamayo, México, 1984. Por su parte, los textos que Henestrosa escribió sobre Zarco fueron: “El escritor Francisco Zarco” (23 de febrero de 1956); “Un modelo de juventudes” (14 de febrero de 1957); “Los días nublados” (18 de enero de 1968); “La estatua de Zarco” (18 de diciembre de 1969); y “Zarco, una vez más” (16 de junio de 1984). Todos ellos en Novedades. 12 Consigna que Henestrosa retomó en su artículo “Primero la Patria”, en Novedades, 16 de agosto de 1956. También a Sierra le dedicó varios afanes: Justo Sierra. Conversaciones, cartas y ensayos, con prólogo suyo, publicado por la SEP en 1947 en su Biblioteca Enciclo11

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ANDRÉS HENESTROSA, EL ÚLTIMO LIBERAL LO COTIDIANO DE LA HISTORIA

Ajeno a los retruécanos de la controversia teórica que discute si la postura liberal implicaba adoptar la modernidad, pero sin rechazar la tradición,13 Henestrosa se acercó a un público lector más amplio, con el fin de difundir la historia de una manera agradable, anecdótica, al través de una columna diaria: “En el Museo Nacional” (18 de diciembre de 1938-27 de noviembre de 1940). Consistía en un texto literario inspirado en una pieza que se exhibía en dicho museo. Verdadera recreación de la vida cotidiana. Una manera ocurrente e ingeniosa de narrar la historia. De aquí surgieron breves y memorables textos sobre diversos episodios: el tintero de Hidalgo, una honda usada por los insurgentes, la espada de Javier Mina, un mechón de cabello de Guerrero, el tambor con que se tocó al llamado al Plan de Iguala, el crucifijo de Iturbide cuando fue llevado al paredón, el sombrero de copa de Juárez y el de Tomás Mejía, la pierna de palo de Santa Anna, el fusil con que se le dio el tiro de gracia a Maximiliano, una boquilla del general Miguel Negrete, una bandera quitada a los texanos, la cartera del general Prim, la espada de Manuel Gómez Pedraza y la pluma de Riva Palacio; así como la peineta, el abanico y los gemelos de Carlota. Años después, se hizo una selección bajo el título de Primores de lo mínimo con una portada de Francisco Toledo (1996). Textos intemporales y agradables. Informaban, comunicaban y trascendieron hacia una verdadera complicidad entre el autor y el lector, al mostrarles la historia como algo cercano, hecha por costumbres y tradiciones. VIAJEROS EXTRANJEROS

Henestrosa rescató también a varios escritores extranjeros que, a través de sus textos, permiten una mejor comprensión de la cultura mexicana. Entre ellos a Ramón Elices Montes, quien llegó a nuestro país en 1881 con la misión de dirigir el diario El Pabellón Español. Durante su estancia recorrió el país, copédica Popular, número 172; la edición Páginas escogidas. Justo Sierra, también editada por la SEP en 1948; y el artículo “Páginas de don Justo”, en Novedades (2 de mayo de 1957). 13 Sobre este tópico, véase el apartado “La trágica incomprensión: conservadores y liberales”, en Edmundo O’Gorman, El trauma de la historia, CONACULTA, México, 1997. 165


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ALEJANDRO GARCÍA

noció y frecuentó los círculos literarios de la época y escribió en 1885 Cuatro años en Méjico. Memorias íntimas de un periodista español. Henestrosa también realizó el prólogo al Anecdotario de viajeros extranjeros en México. Siglos XVI-XX de José N. Iturriaga, publicado por el Fondo de Cultura Económica en 1988. Con su franqueza acostumbrada —“lengua afilada y certera que no perdona jerarquías ni apariencias”, la define Adolfo Castañón—, con base en una firme postura liberal y personal, Henestrosa tuvo una fuerte crítica hacia la figura de José Zorrilla. Huésped palaciego de la corte de Maximiliano, de quien recibió obsequios y prebendas, no sólo de los emperadores, sino del pueblo mexicano y después, ante el triunfo liberal, huyó del país para escribir agrias contra México.14 A manera de epílogo, no queda más que evocar las palabras del último liberal, don Andrés Henestrosa, publicadas en la sección Agua del Tiempo (1957), en una época de andares de nostalgia pero de inmensa actualidad: “mas en Ocampo, Ramírez, Zarco, Arriaga, De la Rosa o Altamirano, la honestidad fue un escudo, una meta en la conducta pública y privada, y un rigor íntimamente vinculado a la idea de que sólo con insobornable apostolado pueden implantarse las instituciones capaces de elevar la dignidad de los pueblos”.

En Novedades publicó “El Don Juan de Zorrilla” (29 de octubre de 1955), “Zorrilla, Pelayo y García Icazbalceta” (27 de septiembre de 1956), “Zorrilla, Pelayo y Casimiro del Collado” (29 de septiembre de 1956), “Zorrilla se va de México” (26 de mayo de 1966), “José Zorrilla del Moral” (21 de julio de 1966), “Una vez más” (4 de agosto de 1966), “Un madrigal de Zorrilla” (27 de julio de 1967), “Zorrilla, una vez más” (2 de noviembre de 1967), “Zorrilla y los mexicanos” (5 de noviembre de 1970), “El poeta Zorrilla y el pintor Gallardo” (22 de junio de 1972), “El frustrado monumento a Zorrilla” (3 de noviembre de 1972), y “Zorrilla, última llamada”, en Novedades (5 de noviembre de 1983); así como “Zorrilla en México”, en La vida y la cultura en México al triunfo de la república en 1867, INBA, México, 1968. 14

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La vigilia de la aldea

La hoja fresca entre la hierba que arde DANIEL BENCOMO Juan José Macías, La expansión de las cosas infinitas, Mantis Editores/Selo Sebastiao Grifo, Guadalajara, 2010, 122 p.

La actualidad de la poesía escrita en México sostiene cuando menos dos polos estéticos desde los cuales se reflexiona y se delínean horizontes, sesgos peculiares ante el canon o tradición nacional. No se trata de dogmas suscritos a pie juntillas, pero alrededor de estos polos se trazan zonas de coincidencia entre comunidades de autores. Haciendo a un lado la reflexión erosiva del concepto de tradición, acotaré someramente la naturaleza de los polos estéticos a los que me refiero. Por un lado, existe una amplia zona que considera que el poema, ante todo, debe ser un registro de impecables hechuras, de claros vuelos retóricos, cuya factura subjetiva afirme un Yo lírico que debe ser el portavoz de una expresión privilegiada y comunicante; es decir, el poema como objeto que nos hace participar del mundo desde la visión única, emotivísima del bardo; considera además que es adecuado, para salvaguardar el tesoro de la poesía nacional, adscribirse a los ritmos y a las preocupaciones propias que la han caracterizado:

ritmos y métrica estables y un tratamiento solemne del poema como objeto de revelación metafísica certera, a través de una asimilación disciplinada de lo que entendemos por tradición mexicana. Por el otro lado, la segunda amplia zona opta por cuestionar el ejercicio lírico y la imperturbabilidad del sujeto poético, desde intuiciones que recurren a la ironía, al escepticismo, a la problematización formal e intelectual del objeto-poema, al uso de neologismos, slang e hibridación de idiomas; todo ello remite a la estética siempre renovable y en mutación de lo que entendemos por vanguardia, aunque ya sin la pretensión de desplegarse violentamente contra una verdad anquilosada para imponer una por anquilosar, mediando un escepticismo propio de la modernidad tardía. Se opta aquí por atender a influencias distintas, entre las que se distinguen poéticas estadunidenses y sudamericanas. Hay en este polo estético una apuesta por la contingencia, por lo imprevisto, por la desacralización del objeto poético. Una apuesta 167


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por resonancias diferentes en el poema, la aceptación de formas no perfectas, la dilución de la experiencia solipsista en pos de la frescura y el desequilibrio que fracasa y, por ello, se celebra. Es cierto que durante los últimos años ambas posturas han dado lugar a una intensa polémica en torno a lo que debe privilegiarse en una obra. Creo que tal polémica, cuando es bien reflexionada, no puede ser perniciosa y, además, hace patente que la idea de tradición es, en todo caso, la de un cuerpo que debe aceptar sus mutaciones, sin recurrir a posturas “humanistas” —pues todo poema es en cierto sentido inhumano— o a llamamientos cuasichovinistas. Creo también que la excesiva radicalidad en los postulados de los que aquí hago un esbozo pueden conducir a una práctica frívola y poco generosa: cada poética debe encontrar el equilibrio entre el estado de inocencia —lo dicho, lo dionisíaco— y el estado de alerta —lo apolíneo, la forma de lo dicho—, como bien entiende Edgar Bayley. Decidí este preámbulo para ubicar la obra de Juan José Macías (Fresnillo, 1960), pues ocupa un lugar peculiar en tales asuntos: el de dar el paso a un lado y discurrir poéticamente por una senda paralela. Lo que marca una diferencia en el trabajo de Macías consiste en reencauzar la lírica hacia la experiencia filosófica. El segundo trecho de su producción poética tiene como pregunta inicial la pregunta por la palabra y, con ello, por el origen del hombre, si se atiende a Rilke: “Canto es existencia.” La pregunta por la palabra es una 168

pregunta a su vez por la poesía. Sus poemas participan con serenidad de aquello que está en la base de su incursión poética, la experiencia del pensamiento. Quizás el mejor ejemplo de ello es el libro La expansión de las cosas infinitas. Hay un verso de Juan José al que acudo con frecuencia: “Aquí brota arbolado.” Ese “Aquí” nos hace recordar una de las caracterizaciones que hace el filósofo alemán Martin Heidegger del ser humano: el hombre (o Dasein, como él lo llama) es un Aquí. Sólo el Aquí puede establecer una distancia remisiva con el mundo, diferencia de quien nombra con aquello a lo que nombra: un Aquí que funda en su pensamiento un horizonte de mundo, basado en la posibilidad y en la finitud. Ser y tiempo, la obra más famosa de Heidegger, está cifrada en un lenguaje fenomenológico de considerable complejidad. En ella se analiza lo que hace hombre al hombre: su capacidad de fundar un mundo sobre la tierra; y ante todo, definir al Ser ya no como el sustrato estable de la tradición metafísica europea, sino pensar al Ser como acontecimiento, como suceso que se desoculta fugazmente en la palabra poética; tal desocultamiento precisa de la espera. Cito a Heidegger porque es una referencia imprescindible para Macías, que se adscribe a su pensamiento con frecuencia y lo alude en su producción lírica, desde un lenguaje que tiene como única arma retórica su limpidez y precisión. En Expansión de las cosas infinitas, el sujeto lírico no protagoniza: desde las palabras acerca a nuestra intuición lo que


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ya no puede ser dicho. Sólo después que en la lectura de los versos hemos dejado atrás la palabra, para percibir aquel remanente en el silencio, es cuando al fin brilla el verso como corpus verbal, en un acto de refracción luminosa que se produce por vía de la paradoja: no aspiro más que a la decepción escribo para lo único ilegible: la pureza

El acto puro de escribir es entonces el de incomunicar la pureza. Hacer legible lo ilegible. Lo que no tiene sentido, que es al mismo tiempo la base de todo sentido posible. Si el hombre se aísla del sentido, del darle dirección y finalidad a todos sus actos, el mundo aparece como no disponible. No hay nada. El mundo no se presta. El mundo no es. He ahí su origen. Sólo el tedio nos hace comprender lo que nos constituye: en el tedio aparecen, cercanas e indisponibles, todas nuestras posibilidades: el mundo necesita una crisis de tedio el tedio es la verdadera fisonomía de la conciencia —su despertar hacia la monstruosa vacuidad del mundo ser prescindibles nos vuelve incomparables

El tedio hace ser consciente y, al mismo tiempo, posible, prescindible, incomparable, a “ese dios insuficiente que es el hombre”. El tedio nos hace ser humanos; sólo padeciéndolo puede acaecer el asombro y lograr también una experiencia completa. El asombro nos hace, a diferencia del tedio, sentir todas las posibilidades del pre-

sente, de lo que mana brillante e indisponible y que puede pensarse sólo como acontecimiento. Agrupados como ciclos de poemas numerados del uno al cero, cada poema en Expansión de las cosas infinitas nos convida con su alimento paciente, de brillo y de presencia. Los motivos que desencadenan la poesía de este libro siempre son fundamentales: ser humano, ser tiempo, ser palabra, ser poesía. La mayoría de los poemas se distinguen por su concisión, por su puntualidad, por su disposición a lo reflexivo. En el idioma alemán la palabra con la que se nombra al poema es Gedicht, en franca relación con la partícula dicht que tiene el sentido de lo denso, lo espeso, lo concentrado. En Expansión de las cosas infinitas podemos sentir cómo cada poema se convierte en un núcleo que irradia: es materia concentrada devenida concentración. Nos invita a acercar “al alma propia las orejas” para escucharnos a nosotros mismos al mismo tiempo que escuchamos al mundo. No hay egoísmo. A decir de Hugo Mujica: “Se oye lo que llega, se mira desde sí.”* Hay que aprender a escuchar, porque aguardar es la condición propiciatoria; a decir de Macías: escucha esa cascada jamás vista esa caída de agua que refresca el oído desde lejos y que permite pensar

En este libro no escuchamos a un *

Hugo Mujica, “Orfeo”, en Poéticas del vacío, Trotta, Madrid, 2010. 169


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poeta que nos quiere decir qué tan altamente vive su “yo” el mundo. Escuchamos a alguien que escucha. Cada poema funda un lugar desde el cual el mundo se sabe, se cree, se crea intenso. Tal lugar se llama siempre sensación, se llama mundo, pero se llama también uno mismo. puedes imaginarte la playa o puedes pensar el desierto ahora imagina un grano de arena fuera de estos amplios y profusos recintos un único grano de arena existiendo en no se qué confines un pajar por ejemplo donde suelen alojarse las agujas un único grano de arena —¿puedes verlo?— y estás creando el mundo nuevamente

La única complejidad formal que admite es, como decíamos, la de la precisión; distante también del solipsismo lírico, el tono y los registros de Juan José Macías colman las frondas de su árbol genealógico, el cual crece en el diálogo con poetas como Silesius, Leopardi, Hölderlin, Rilke y el Eliot de Los cuatro cuartetos ; pero sobre todo con los poetas que, a cierto contrarritmo de la actualidad poética argentina, han germinado la semilla de lo esencial en su poesía: Antonio Porchia, Roberto Juarroz y Hugo Mujica —los dos primeros son incluso el motivo principal de otro más reciente libro de ensayos de Macías, La experiencia del pensar. Distante de las poéticas que asumen con riesgos estilísticos la tardomodernidad, Juan José Macías se aleja también con paulatina constancia de la es170

cuela zacatecana, de esa figura señera de exquisito lirismo que es Ramón López Velarde. Y se hace cercano, casi íntimo, con un poeta potosino que, sabemos, ha leído con toda atención y amistad poética. Me refiero a Félix Dauajare. Con estrecha cercanía, en los versos de Juan José vibra un íntimo acompañarse con los versos de Dauajare, tal en uno de los últimos poemas del potosino: “me falta solamente asentar / una palabra inexpresable”.* A fin de cuentas, ambos son poetas que buscan un lugar, el único viable para ellos, a saber: el de pensar una lejanía y tornarla algo profundamente cercano. hacia donde camina la música del piano o más bien se extingue su remanente de sonido (...) más allá de donde los minutos se extravían en tanto las horas duermen (...) supongamos que hay una hoja fresca de eucalipto perdida entre la hierba seca.

La obra poética de Juan José Macías no busca los reflectores, está hecha de intensidad y espera; es como las piedras que saben esplender en la cerrada noche con la tenue luz.

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Félix Dauajare, Cuadernos de memoria y cenizas, Ediciones NOD, SLP, 2000. Toda la obra poética anterior de Dauajare se reúne en La vida del relámpago, Verdehalago, México, 1995.


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Poner en crisis la memoria ALEJANDRO BADILLO Álvaro Enrigue, Decencia, Anagrama, España, 2011, 228 p.

La novela de la Revolución Mexicana fue influencia decisiva para varias generaciones de escritores que crecieron bajo su cobijo y que usaron su experiencia en el frente de batalla o en la política para construir sus obras. El reflejo de la Revolución en la literatura abarcó aspectos como la denuncia social, la biografía, la novela de costumbres o de aventuras. Sin embargo, al paso de los años, este movimiento literario fue perdiendo frescura sobre todo por la apropiación de los ideales y del discurso revolucionario por la estructura política del partido en el poder. Como sucedió en los Estados totalitarios, el gobierno mexicano influyó decisivamente en la creación artística pero al mismo tiempo condujo la escritura a un callejón sin salida: censura oficial y repetición de modelos que, en un inicio, habían dado resultados. La construcción de “lo mexicano” se transformó en un discurso de legitimación unidimensional que abarcó no sólo las letras sino también el teatro, la pintura y el cine. De entre las obras que trascendieron el tiempo destacan las de Martín Luis Guzmán, Rafael F. Muñoz y, sobre todo, la de Mauricio Magdaleno, cuya novela El resplandor —lejos de sentimentalismos o posiciones maniqueas— construye una trama inteligente que desemboca en una tragedia de la que nadie

sale indemne. Hablo de estos antecedentes ya que la Revolución Mexicana es la fuente de la que abreva Decencia, de Álvaro Enrigue (México, 1969), una nueva aproximación al movimiento armado y a sus ramificaciones que trastocaron vidas y destinos. Enrigue parte con las apuestas en contra por el reto de encontrar una nueva arista, una vuelta de tuerca que aporte algo distinto a una larga genealogía de obras; algo que convenza al lector de que está frente a una novela que pone en crisis la narrativa de la Revolución. Los autores contemporáneos, a falta de experiencia vital sobre los acontecimientos, buscan el soporte de sus obras en la documentación, en una mirada crítica o en una estética que revitalice el tema. Está el caso de Pedro Ángel Palou, cuyas novelas históricas se basan en una reconstrucción documentada con minucia en archivos y materiales de referencia que, en ciertos momentos, terminan por abrumar la trama. También destaca Fernando del Paso, quien en Noticias del imperio, además de la investigación, crea un mundo basado en el deslumbramiento del lenguaje. Enrigue, al contrario de estos autores, plantea su juego sin recurrir a los archivos y con una prosa cuya solvencia radica en el ingenio de las frases, en el ritmo de los diálogos y en un cúmulo de adjetivos engarzados a la perfección. El juego del tiempo y el intercambio de voces que fluyen del pasado al presente son los otros elementos en los que Decencia se basa. La Revolución Mexicana aparece, es cierto, como detonante e influye de alguna forma en el destino de los personajes pero 171


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no desborda la trama, no es una gran épica, sólo transcurre, avanza en un tono medio cuya función es encadenar sucesos hasta la última línea. Con estas referencias, el lector se interna en dos historias: una cuenta, en tercera persona, la historia de Longinos, un hombre adinerado que, en los años setenta, es secuestrado por un comando de izquierda que busca una buena suma de dinero por su rescate; la otra, narrada en primera persona, es la voz del mismo personaje que recuerda su niñez en Guadalajara, el encuentro de su familia con el movimiento revolucionario y sus amores con la Flaca Osorio, mujer de su socio en el floreciente mercado del tequila. La novela se define, a grandes rasgos, por el movimiento de ambas historias que transcurren paralelas y que de vez en cuando tienen algunos puntos de contacto. La lectura avanza y Longinos rememora las dificultades de su familia para pactar con la turba armada, jugando un papel ambiguo ante federales y revolucionarios para rescatar lo más posible frente a la desgracia. La otra trama se concentra en el secuestro y en la relación de la víctima con el comando integrado por una madre y sus dos hijos que buscan que la esposa de Longinos ofrezca un buen rescate. La primera historia pretende ser el marco para la crítica de un movimiento revolucionario que con el tiempo se pervirtió y, la segunda, una recapitulación de la izquierda militante que usó los métodos de la guerrilla para presionar al poder priista en los años de la “guerra sucia” en México. 172

Analizando estas dos intenciones, queda claro que Decencia está a medio camino de una crítica al sistema político mexicano y a la clase revolucionaria que traficó con el poder en las siguientes décadas. El narrador que rememora pasa lista a sus recuerdos pero la violencia de la Revolución es apenas el telón de fondo para contextualizar las anécdotas que se hilvanan. En efecto, hay sucesos históricos identificables pero cualquier asomo de crítica es filtrado por la frase afortunada, la sentencia ingeniosa que late página a página y conduce la escritura a una atmósfera tersa, donde el lector esboza una sonrisa que se mantiene hasta otro descubrimiento. En términos generales, la novela no plantea una crisis, un camino sin retorno como el que condensa el “¿En qué momento se jodió el Perú?”, de Mario Vargas Llosa, en Conversación en la catedral. El autor, antes de construir una trama donde los personajes se confronten con su entorno y reten desde ahí al lector, limita su escritura al recuerdo, al mundo íntimo que, si ignoramos algunos detalles, podría suceder en otro tiempo y espacio. En vez de la crisis y el riesgo que implica, Enrigue parece apresurado por engarzar otra acción, un nuevo diálogo, un nuevo elemento para describir o para regodearse con sus sentencias que transcurren en calma hasta la última página. Otro elemento que impide que Decencia se separe del resto de novelas históricas es la falta de innovación en el planteamiento. Si prescindimos del juego de voces nos quedamos con una obra resuelta técnicamente pero cuyas bases no subvierten la


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novela tradicional cuyo objetivo es pasar lista a los detalles, pulir diálogos hasta volverlos atractivos y el infaltable esbozo de la época: cabarés, pistoleros que recuerdan con nostalgia cuando los hombres tenían palabra, Agustín Lara tocando el piano, la ciudad de México en pleno desarrollo económico. Como apunta la reseña de Eduardo Huchín Sosa para la revista Letras Libres: “es una vuelta a la novela tradicional, se diría que incluso decimonónica”. La poca tensión en la novela se evidencia además por la ausencia de una anécdota fuerte que sirva de andamiaje y que dé fuerza a los sucesos relatados. Quizá por esto, a pesar de la sucesión cronológica, las acciones parecen dispersas. Sobresale esto por la intención del autor, pues su interés no es plantear una atmósfera o una colección de elementos intrascendentes, sino capturar al lector a partir de la peripecia y la anécdota. Donde más se destaca esta sucesión de escenas para lograr un avance en la historia sin profundizar en los personajes es en el periplo de Longinos con sus secuestradores. La relación pasa de una aparente violencia a una camaradería, a grado tal que la víctima termina intercediendo por ellos a través de sus relaciones. En este aspecto la reflexión del secuestrado y sus captores es escasa, incluso el contexto casi desaparece por completo: no hay motivaciones políticas más allá del dinero, no sabemos las relaciones de los secuestradores con movimientos de izquierda, entre otras omisiones. Todo se sostiene en la frágil línea del ingenio que pronto se disuelve en un humor que no alcanza a la parodia y

que naufraga en una caricatura de los actores que parecen sufrir un “síndrome de Estocolmo” involuntario. Como apunte final señalaré las políticas editoriales en la redacción de las contraportadas: no es un secreto que en la mayor parte de los casos abundan la desmesura y los lugares comunes. Es excesivo en este caso el comentario a Decencia: “Es al mismo tiempo un bildungsroman subvertido por el caos en la experiencia recobrada y una road novel que dura cien años.” La primera afirmación es endeble por la tradición que significa la bildugsroman, pues la obra de Enrigue carece del conflicto, el desarrollo psicológico o el rito de iniciación que refleje el crecimiento del personaje principal que es significativo en novelas como Los años de aprendizaje de Wilhelm Meister, de Goethe; Bajo la rueda, de Herman Hesse, o Retrato del artista adolescente, de James Joyce. Incluso está lejos de novelas mexicanas que se acercan un poco más al modelo como Gazapo o La tumba, de Gustavo Sáinz y José Agustín, respectivamente. La segunda afirmación, a pesar de ser más flexible por la connotación cinematográfica, también implica un recorrido lineal donde existe un aprendizaje o cambio notorio, sin embargo en Enrigue sus personajes no están sujetos a una transformación y su evolución es limitada. Al acabar de leer Decencia se tiene la impresión de abandonar unas páginas en el limbo, en medio de la parodia, la revisión histórica y la aventura. Hay personajes involucrados en la Revolución Mexicana, hay anécdotas sobre las familias que tuvieron 173


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que pactar con los jefes revolucionarios, hay un viejo secuestrado, un recuerdo de época en la provincia y en la ciudad de México, pero nada más.

Temple de alto octanaje VÍCTOR CABRERA Francisco Martínez Negrete, El temple, Ediciones sin Nombre, México, 2011, 120 p.

Hace algunos años, en un ensayo cuya materia central no alcanzo a recordar, Eduardo Uribe elucubraba sobre la naturaleza posible de las conversaciones entre Joyce y Beckett. Conjeturaba el poeta, en aquellos párrafos, que, tocadas por el espíritu de la amistad o de la mera camaradería, las charlas entre ambos escritores debían de haber transitado entre la trascendencia y la banalidad, dibujado su periplo de las elevadas cimas de la cultura universal a los barriobajeros sótanos de la vulgaridad de los pubs dublineses. Como las hipotéticas charlas amistosas imaginadas por Uribe, la poesía de Francisco Martínez Negrete conoce esos extremos complementarios del discurso que se (con) funden en una masa verbal notoriamente vital, por visceral, y notablemente honesta, por directa y descarnada, que contrasta, por oposición, con la corrección de cierta poesía mexicana escrita por sus contemporáneos. Es Martínez Negrete, en este senti174

do, un outsider de nuestras letras, un subterráneo a base de congruencia (no importa si se comulga o no con ella) entre lo que vive, piensa y escribe. Esa congruencia existencial y literaria queda ahora, una vez más, de manifiesto en las páginas de El temple. Como los anteriores poemarios del autor, El temple es también un libro extraño, caprichoso, sin asideros visibles ni unidad formal o temática aparentes, como no sea la que le confiere el yo poético que cohesiona y da coherencia al conjunto de poemas, el sujeto común a cada uno de éstos: Paco Martínez Negrete. El temple es, así, un libro múltiple, o mejor: mutante. Cambia y recomienza de uno a otro poema, en cada verso se desploma para ofrecernos, enseguida, el espectáculo de erigirse nuevamente, merced a sus potencias lingüísticas y emocionales, hasta alcanzar la altura vertiginosa de las revelaciones que duelen al enunciarse: “Apenas una línea para decir amor / el horizonte arde / en la tarde azulenca en desbandada / me deja entre las ruinas humeantes de mi vida / entre pecho y espalda —corazón— / ahí donde sabíamos que nada quedaría / que no fuese calcinado por la llama.” Entre muchos libros posibles, El temple es, primero y sobre todo, un libro de amor, una celebración (anómala, paradójica) en la que, como en algunos de los poemas más célebres del Siglo de Oro, el goce es una antesala de la ruina, del olvido, del desconocimiento del ser amado: “Nada hubo más / que aquello que nos diéramos / sin saber que nos dábamos / a la fruición del tiempo / que todo lo devo-


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ra / desintegra / olvida…” Y del dolor que heredan sus cicatrices: “Y tanto amor para llegar a esto / a este andén a esta despedida / para siempre jamás… / Hoy que comenzamos a vernos como extraños.” “Incómodo aguafiestas en la casa del amor”, muy pronto, desde el primer poema del libro, Martínez Negrete pone de manifiesto una noción que contradice cualquier idea sensiblera o francamente cursi: el amor guarda un “tufillo a requesón barato”, es la moneda de caras repetidas de un volado en el que alguien (todos) siempre pierde. Es eso, finalmente: una pérdida que vuelve la dorada felicidad de ayer bisutería, fantasmagoría. En esa tónica del discurso amoroso, el lenguaje es un paliativo al dolor, una tabla de salvación contra la muerte y el olvido: “¡Y los malditos poemas para qué?”, se pregunta el poeta antes de responder: “para arrancarle al tiempo la belleza / y detenerla trémula un instante”. Refutación del silencio, las palabras abren heridas paradójicas que nos alivian de la ausencia. Al fijar en el tiempo el instante trémulo de la plenitud, al arrojarse a su vacío colmado de lenguaje, la poesía, sugiere el poeta, nos salva de la muerte: “…pensando seriamente / en saltar / al vacío pero / me gana la pasión por el poema / y una / vez / más / la poesía me salva el pellejo”. En otro nivel, El temple puede leerse como una oda urbana, un canto al no-lugar y sus esquinas, un catálogo de los marginales y oscuros que las pueblan. En este sentido, dos poemas, me parece, conforman el centro vital de este libro: en primer lugar “Freak show”, delirante inventario de cria-

turas adictas a su miseria existencial, terapia de choque de la escoria caída en el fragor de la batalla contra la alienación individual y la excesiva carga de ser, celebración y denuesto de los paraísos artificiales: Tras de cortar cartucho insisto en que la droga está de pocamadre (—el jodido fui yo— recalco receloso calibrando el sentido de la frase) y me lanzo tendido en una perorata tornada apología ferviente del atasque (pienso en Coleridge Shelley Baudelaire y Rimbaud): El ajo y sus vislumbres mercuriales el opio y su dulzura trepidante la brutal claridad del peyotazo la aguda percepción chamánica-jolística-ego-desinfladora del derrumbe serrano la buena calidad del churro azteca el amargo sopor del nembutal el corazón sensual de la tachuela las visiones infinitas del san pedro la telaraña astral de la ayahuasca el patadón de mula —puro hirviente placer— de la tecata arponeada… Luego viene el bajón de la prendida fiesta desciendo al albañal: la huida de la novia y los amigos la oscura soledad del apestado el descenso cabal al inframundo la música funérea que deja lo perdido las sombrías presencias de ultratumba el delirio y su roedor aleteo de cristales la caída en la horrenda bocaza del vacío la desintegración en la locura (derretido cerebro/ corazón chamuscado)…

En segundo lugar, destaco “Gasolinera”, poema mecánico-amoroso de altísimo octanaje en el que, como un redivivo y desenfadado Álvaro de Campos, el poeta contempla desde su ventana ya no el estanco 175


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de su incertidumbre ni “el carro de todo alejándose por el camino de nada”, sino el local combustible de donde nacen el orden y el caos de las ciudades y, en última instancia, el combustible purificado del amor: “y de noche fosforece como un faro / y es promesa de santuario a los perdidos / de kilometraje a las exhaustas gargantas / de los carburadores que han andado / muertos de sed la noche interminable / expendio de vida y especie de hospital / da neuma a las llantas deprimidas / aceite al ponchis ponchis de pistones y engranes / claridad a los cristales empañados / de los autos que llegan enfermos de amor / —como yo a tus brazos”. Hace unos meses, en un artículo sobre el incómodo Louis-Ferdinand Celine, J.M. Servín rescató estas líneas que el mismísimo León Trotsky escribiera a propósito de Viaje al final de la noche : “a través de este estilo rápido, que pudiera parecer descuidado e incorrecto, apasionado, vive, brota y palpita la verdadera riqueza de la cultura francesa (…) Este artista sacude de arriba abajo el vocabulario de la literatura francesa”. Podríamos decir algo similar de Paco Martínez Negrete, quien al renunciar a la exactitud semántica, a manierismos vacuos y efectistas, a la corrección del discurso políticamente hipócrita, confiere a su poesía una fuerza inusitada en nuestro, muchas veces, pacato panorama poético. Manual de sobrevivencia física y anímica o mapa que al desplegarse señala las cumbres y las simas profundas del alma, El temple es, ante todo una muestra contundente de vigor verbal y pasión por la poesía. 176

Un espacio donde nada florece HÉCTOR IVÁN GONZÁLEZ Geney Beltrán Félix, Cartas ajenas, Ediciones B, México, 2011, 144 p.

Me había propuesto escribir estas líneas hacía un par de semanas cuando leí Cartas ajenas, sin embargo la intrusión de mi madre en mi biblioteca me impidió regresar a algunos fragmentos, revisar ciertas líneas y releer como se necesita para poder escribir algo coherente. Ahora que lo tengo en mi escritorio, después de que me lo han devuelto habiéndolo leído de cabo a rabo, y que he podido pensar un buen rato, lo primero que se me podría ocurrir es la pregunta acerca de ¿qué sentido puede tener escribir una novela sobre cartas, precisamente en este tiempo de correos electrónicos y redes sociales, estas herramientas que hacen de la comunicación un asunto acelerado y trepidante? También me puse a reflexionar sobre qué tipo de personalidad es la de Marioralio, un personaje de nombre inusitado, pero que puede resultarnos un tanto familiar. Y, antes de responder a mi primera pregunta, veo en el diario El País que la editorial francesa Grasset está a punto de sacar al mercado las Lettres à Hélène [Ryttman](“Cartas a Helena”), del filósofo francés Louis Althusser. Como se sabe, uno de los maestros del materialismo histórico, quien, presa de un arranque que lo encegueció, mató a su compañera Hélène Ryttman para poco tiempo después entregarse a la policía. La noticia


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fue muy sonada por aquel entonces e incluso dio carne a los fariseos que nunca tuvieron argumentos contra sus ideas para vilipendiar contra la enorme personalidad de Althusser. Por otro lado, me encuentro que, no hace mucho, nuestro FCE publicó la Correspondencia (1951-1970) de Paul Celan con Gisèle Celan-Lestrange. Ambas correspondencias, compuestas de los secretos, complicidades, confesiones, muestras de afecto, proyectos a realizar entre estas parejas, fueron el preámbulo a sendas tragedias, aquella de Althusser y el suicidio de Paul Antsche, llamado Celan. Lo cual me orilla a volver a replantearme la pregunta, pero de una forma más amplia: ¿Por qué en el siglo de los correos electrónicos y las redes sociales siguen interesando las correspondencias ajenas? Ahora sale la palabra correspondencia con su peso semántico que marca una “relación” o una “comunicación realmente existente”. Éste es el punto de partida, a mi modo de ver, para leer Cartas ajenas, obra que tiene lugar a partir de una transgresión a una correspondencia ajena. Su protagonista es uno más de los cientos de miles de burócratas que sobrevive gracias al Estado; ese tipo de personas que siempre es vilipendiada por los tecnócratas, o por aquellos que se sienten empresarios en potencia, los que arengan con la competitividad y la optimización de recursos que, según ellos, tendrían que destinarse a la eficiencia, y no a la manutención de la escoria burocrática. En un inicio había concebido a Marioralio como el Agrimensor de Kafka o como un heterónimo de Pe-

ssoa, sin embargo éstos tenían la certeza de que el Leviatán no tendría prisa en deshacerse de ellos. Todo lo contrario de Marioralio pues, en pocas palabras, él es un ser enquistado en los circuitos del neoliberalismo, un ser destinado a desaparecer. Sin embargo, en medio de la monotonía de las oficina de correos, Marioralio intenta un acto de transgresión que va a cambiar su vida, ¿para bien o para mal?, es una cuestión que no nos toca abordar; el hecho es que su curiosidad lo hace entrar en un mundo de enredos, lo hace partícipe de un campo donde lo resbaloso de la realidad lo va impregnando con sentimientos desagradables y, lo peor de todo, con la constatación fehaciente de que los personajes con los que se va encontrando en esa dinámica están igual o más vacíos que él, igual o más solos que él y que son igual o más miserables que él mismo. Cuando veía los rasgos del personaje, me venía a la mente el Meursault de Camus, aquel tipo que le daba igual casarse o no, tener un ascenso o no, asesinar o no. Sin embargo, en Marioralio encontré más soledad y más mezquindad en torno suyo que en las páginas de L’étranger (1942), porque a diferencia del argelino, el personaje mexicano (?) no tenía señales de que afuera de su solitaria intimidad hubiera signos de ternura, de fraternidad o de amor. La voz narrativa de Cartas ajenas impregna las páginas de una sensación asoladora, concibe un mundo sin esperanza y mete al lector jaloneándolo del cuello de la camisa a este espacio donde nada florece. Más allá de esto, de su personaje tan aislado y su acto de transgresión, está la tra177


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ma. Una trama que por momentos se codea más con el cine de Hitchcock que con la exangüe corpulencia de las novelas contemporáneas. Atisbos de La ventana indiscreta, de Vértigo o incluso de Trama macabra surgen a medida de que avanzan las páginas. Lo cual me permite pensar que el tiempo en que se escribió la obra fue antecedido por otro tanto de reflexión, premeditación, alevosía y ventaja, de la misma manera que las historias que valen la pena ser contadas son planeadas. No dudaría que detrás de esta novela existieran previamente algún tipo de mapas, entrevistas con gente del gremio, esquemas, fichas de los personajes, notas y anotaciones a manera de bocetos de los diálogos, que terminarían redundando en un ritmo narrativo que inflige al lector el sentimiento de experimentar lo ominoso. Sobre el estilo, me permitiré una analogía con el estilo del pugilato. Después de haber leído Habla de lo que sabes (Jus, 2009), libro de relatos del mismo autor, puedo decir que la pluma de este libro ha ganado piernas: es más ágil y más certera. De momentos, se percibía que en los relatos anteriores el estilo se quedaba en las cuerdas, jugaba un tanto con su suerte y se dejaba alcanzar por lo ralentizado del bending (flexionar). En cambio en esta novela el narrador da pasos certeros, cuida las metáforas al punto que se percibe una experiencia con la escritura que sólo la da el propio trabajo frente al espejo en el gimnasio o al teclado y la pantalla. Es difícil escapar de este libro, incluso su ritmo exige un atención particular, no es una lectura para realizar mientras uno come o escucha música, 178

porque su modulación es aquella de quien nos dice un secreto al oído. Así de exigente es la obra de la que hablamos. Cabe hacer una breve digresión, no para escapar, sino para profundizar en el asunto del estilo. Pues por una extraña razón, se ha abundado en el error de pensar que no hay mejor halago para definir un estilo narrativo que llamarlo “prosa poética”, como si en el entendido de que, al ser superior el verso a la prosa, o más difícil de escribir (como dicta el Diccionario de lugares comunes de Flaubert), esta última —mediante un esfuerzo denodado— alcanzara a rozar la cúspide del Monte Parnaso. Efectivamente, en gran medida, y de esto ha tratado Reyes en su Deslinde, lo poético siempre es algo que no llega a ser poema, que se queda en una especie de aproximación, impregnamiento que hace referencia o que sugiere, pero que por nada del mundo es el poema. Pero que —seamos claros— el estilo narrativo no necesita reflejar en su composición los logros de la poesía, y que, al contrario, al traerlos a cuento desdora el arte narrativo más que bruñirlo. Sin embargo, en esta obra no debemos cometer tal gazapo, la prosa que teje la obra no es poética (¡gracias a Dios!), es simplemente exacta. Con una exactitud que se permite arrojos como el de trastocar toda lógica precedente y, por algunos capítulos, cambiar el ritmo: algo así como si después de estar escuchando un vals de Strauss empezaran a entrar los acordes de una melodía de redova o un corrido, para regresar después a la cadencia austriaca. Cartas ajenas es atractiva y arriesgada,


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incluso, puede ser demasiado arriesgada para ciertos lectores, aquellos que buscan algo que Daniel Sada llama la “escritura mema”, porque Geney se va por el nocaut y juega en el último tramo de la novela con sus propias reglas —escribo “juega” en tanto que trampea, engaña y busca concesiones— cuyo resultado es la deliberada descomposición de la realidad. Es decir, a medida que su personaje va tocando el fondo de la experiencia, y a la vez de un estado mental, el lector puede presentir una suerte de desquiciamiento, una corrosión del lenguaje que se amalgama con la oxidación de la trama. Hay en las últimas páginas una descomposición o desvirtuación que se percibe en algunos momentos. Pensaría un poco en logros del Sabato más osado, de un Onetti rodeado de jeringas de mezcalina o de un Dostoievski desdoblándose y percibiendo el divorcio entre su versión de la realidad y la realidad misma, tal y como debieron sentir Althusser al aflojar la corbata que le arrancó el aliento a Hélène o el restallar del cuerpo de Celan al sentir la brevísima resistencia de las aguas del Sena. Y se me ocurre que la intromisión de Marioralio en las correspondencias ajenas es debido al mismo móvil que mueve al lector contemporáneo a adquirir y leer los epistolarios de sus autores, la cual radica en una profunda soledad y a la terrible acedia que contiene la vida, respirable en las páginas de esta primera novela de Geney Beltrán Félix. Por lo cual solamente diría, como en los depósitos radiactivos: Cartas ajenas es material inflamable: manéjese cuidadosamente.

Ciencia y belleza HÉCTOR M. SÁNCHEZ Malva Flores, El ocaso de los poetas intelectuales y la “generación del desencanto”, Universidad Veracruzana, Xalapa, 2010, 228 p.

Dos son los principios articuladores que, casi con igual fuerza, aparecen en El ocaso de los poetas intelectuales, y dos, por tanto, las perspectivas desde las que tenemos que acercarnos a cada uno de ellos, a fin de poder comprenderlos con mayor exactitud: por una parte, me refiero a la vertiente de este ensayo que se encuentra orientada hacia la producción de cierto conocimiento científico y, por otra, a la que está orientada hacia la búsqueda de la belleza artística —otra forma de conocimiento, por lo demás. En cuanto a su dimensión científica, hay que decir, como primer punto, que El ocaso… se encuentra dividido en dos secciones: una de carácter sociológico (“El ocaso de los poetas intelectuales”, pp. 19-80), y otra en la que más bien se echa mano de la investigación literaria (“La generación del desencanto”, pp. 81-195). La hipótesis defendida por el libro puede resumirse de la siguiente manera: a partir de la represión oficial, en México, a los movimientos estudiantiles de 1968 y 1971, los poetas de esa generación (nacidos entre 1943 y 1955, aproximadamente) o, mejor dicho, los poetas vinculados como generación por ese par de coyunturas, dejaron de pronunciarse (críticamente), salvo contadas excep179


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ciones, acerca de situaciones extraliterarias (políticas, económicas, sociales, etc.), como sí había venido sucediendo en México ya desde el siglo XIX, y se concentraron exclusivamente en escribir poesía (“Prólogo”, pp. 11-15) —pero, ¿qué clase de poesía?, apunta Malva Flores (pp. 15-18), pregunta que ya me genera ciertas suspicacias, de las que, sin embargo, hablaré más adelante; por ahora, pongámoslas a un lado—. La propuesta de trabajo (hasta antes de la pregunta) me resulta, así, bastante clara y, más aún, increíblemente atractiva; sin embargo, el tipo de argumentos seleccionados para desarrollarla y, en consecuencia, los resultados directos que se obtienen, no son, a mi parecer, los más efectivos. Veamos a qué me refiero. La parte sociológica del ensayo —tipo de investigación que la hipótesis requiere para ser demostrada— se estructura mediante una revisión de las publicaciones literarias más importantes del país en el último tercio del siglo XX (Plural, Nexos, Vuelta, México en la Cultura, etc.); de entre ellas, la autora va resaltando a los poetas (nacidos antes o después de 1943, pero activos en ese momento) que sí manifestaron (críticamente) sus ideas, en artículos, congresos y editoriales —y, a veces, en poemas (p. 42), registro que, por ser tan diferente a los otros tres, no debió de haber sido incluido en esta parte del ensayo, a mi juicio— acerca de la situación política y cultural en México: Octavio Paz, José Emilio Pacheco, David Huerta, Eduardo Lizalde, etc. Es decir, la argumentación, en este momento, es indirecta: se nos hace mención de los poetas 180

que sí cumplieron el papel de intelectuales —lo que, por cierto, nos va causando la impresión de que el panorama no estuvo tan desolado como el título del libro lo sugiere— y, por contraste, tenemos que imaginar que todos —una inmensa cantidad posible— los que no son aquí citados se mantuvieron completamente ajenos a esa función. Hasta ahora, bien, salvo porque el texto mismo va dando pie a una duda que, a su vez, nos conduce a otra: primero, ¿en realidad fue el desencanto —cualquiera que fuese su contenido: falta de confianza en el gobierno y su pretendida democracia, escepticismo ante los sistemas ideológicos “revolucionarios”: socialismo, comunismo, etc.— producido luego de 1968 y 1971, el que condujo a los poetas mexicanos a dejar de pronunciarse sobre los asuntos públicos? Dice la autora, hablando de 1953: “La idea de una revista cultural naturalmente inclinada hacia las manifestaciones literarias y, al mismo tiempo, abierta al análisis de los acontecimientos nacionales, parecía imposible” (p. 38) y, líneas más abajo, todavía sin llegar cronológicamente al 68: “Visto lo anterior, resulta evidente que con la excepción de Paz, Lizalde, Pacheco, Becerra y el joven David Huerta, la manifestación escrita y pública de la mayoría de los poetas apenas si se hizo notar mediante la firma de desplegados (…) Sin embargo, el rechazo de los poetas sí se expresó mediante su vehículo natural: la escritura de poemas” (p. 42). Hagamos abstracción, por ahora, del hecho de que la última afirmación de esta cita apunta a una confusión epistemo-


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lógica —en manifiestos no, pero en la poesía sí : ¿estábamos hablando, entonces, de la pronunciación en torno a asuntos públicos en artículos, editoriales, etc., o en poemas?, ¿se puede decir que un poema se pronuncia sobre un asunto público?— y señalemos que, más bien, estos fragmentos nos hacen pensar que el punto de quiebra se localiza en un momento anterior al 68: ¿Villaurrutia y López Velarde, me pregunto, sí se manifestaban públicamente sobre la economía y la política nacionales? Por la misma autora sabemos que, al menos en la década de los sesenta, Novo, Gorostiza y Torres Bodet no lo hacían de forma muy crítica (pp. 40-42) —es decir, que, según la definición de intelectual adoptada por Malva Flores, procedente de Zaid (p. 45), no podríamos considerarlos entonces dentro de ese rubro—. Segunda pregunta, consecuencia lógica de la primera: ¿a qué otra situación podría deberse el ocaso de los poetas intelectuales? El hecho de que el mismo texto me genere esta duda, así como la falta de explicitez terminológica y metodológica que lo recorre [¿hablaremos de artículos, editoriales y manifiestos, o de poemas (pp. 42-43, 47) que se pronuncian sobre asuntos públicos?, ¿por qué diferenciar a los poetas de los narradores —el mismo título del ensayo marca que sólo habremos de enfocarnos en los primeros— si a veces se les cita a los segundos (a Carlos Fuentes, Juan García Ponce y Gustavo Sáinz, por ejemplo, pp. 54, 64) para hablar de la relación intelectuales-situación nacional?, ¿no era más fructífero referirnos, en general, a los escritores inte-

lectuales?], circunstancia que entorpeció bastante mi lectura, son factores que le restan fuerza al ensayo —una argumentación que se me antoja eficaz para esta sección del volumen habría sido, digamos, contrastar, así mediante el comentario de sus textos como por resúmenes estadísticos, información de la que así yo como muchos otros carecemos, y que la autora da por sabida, cuando haberla expuesto aquí habría sido muy contundente, a la última generación de poetas que sí cumplían con la función de intelectuales (que podrían ser, especulo, los de la Revista Azul o los de la revista Contemporáneos), con la primera que dejó de hacerlo—. En síntesis: hasta este punto, fin de la parte sociológica del ensayo, la autora no me ha convencido sobre la validez de su hipótesis. La segunda sección del libro, en mi horizonte de expectativas, habría requerido precisamente de la demostración directa, desde un punto de vista sociológico, de la hipótesis de trabajo, apenas desarrollada indirectamente en la parte previa, esto es, de un comentario y un consecuente registro numérico de las publicaciones de los poetas en las revistas y periódicos literarios más importantes del último tercio del siglo XX para comprobar cómo sus textos, o bien eran poesía —que aun cuando su contenido parezca manifestarse sobre un asunto público, no puede ser, por sus características epistémicas, considerada como una pronunciación sobre un asunto público— o, bien, simplemente no hacían referencia a las condiciones económicas y políticas de México. Lo que encontra181


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mos, no obstante, es una investigación literaria a propósito de la “generación del desencanto” (poetas nacidos entre 1943 y 1955, con los sucesos de 1968 y 1971 como punto de vinculación entre sí, p. 16), investigación magnífica que, más allá de la clasificación que propone para estudiar las vertientes de la poesía mexicana contemporánea —clasificación que, se intuye, sólo tiene fines expositivos y nunca preceptivos—, nos comparte una lectura muy profunda y personal que constituye una línea bastante sólida para orientarnos en el panorama literario moderno. Esta sección, sin embargo, no contribuye a demostrar la hipótesis que articula el libro, ya que, para lograr este propósito, se requiere de un argumento sociológico —no literario—, como en la sección inicial de la obra: es necesario orientarse a la crítica del poeta como intelectual, no como poeta —se trata de dos registros muy diferentes, hemos dicho—; en efecto: el hecho de que, en sus versos, la “generación del desencanto” —o cualquier otra, para ser precisos— no hable de la realidad social mexicana no constituye, en sí mismo, un criterio para juzgar su función de intelectuales: para ello, habría que recurrir a su producción de artículos, editoriales, conferencias, declaraciones, etc.; por lo demás, la propia Malva Flores, al buscar la tradición en la que se inserta la poesía mexicana contemporánea, nos recuerda que, ya desde Baudelaire y Rimbaud, o Tablada y Paz, la actitud de autorreferencialidad y desencanto crítico ha predominado en la poesía: el desencanto de Baudelaire, no es, por supuesto, el de los 182

autores mexicanos nacidos entre 1943 y 1955 pero, aun así, queda claro que la desilusión en la poesía no es un fenómeno particular de los más recientes cuarenta años: nuevamente, creo que se le está dando al movimiento del 68 y a su consecuente represión un significado que, al menos en el rubro poético, no es tan decisivo —o que, si lo es, al menos en este ensayo no se demuestra con eficacia—. En resumen (y esto explicará la reticencia que nos generaba el cuestionamiento añadido —¿qué tipo de poesía escribió la “generación del desencanto?”— a la hipótesis central de la obra, reticencia que señalamos al principio de estas líneas): la improcedencia lógica de la segunda parte del libro como argumento para corroborar la hipótesis de trabajo general sólo puede entenderse si pensamos que la verdadera intención del ensayo era hablar sobre la poesía contemporánea en México, y que la primera parte no ha sido sino un pretexto que nos conduce hacia ella. No obstante, es aquí donde ya es justo empezar a referirnos al principio de belleza que recorre la obra, y que hace que nos olvidemos de casi todos los reparos que le hemos puesto a su sistema lógicoargumentativo; en efecto: si la búsqueda de una coherencia absoluta, así dentro de la primera sección de El ocaso…, como entre ésta y la segunda, nos lleva a cuestionar la eficacia demostrativa del texto, la lectura del mismo desde una perspectiva estética nos permite comprender que aquellos elementos que la lógica esquemática tacharía —y, como se ha visto, ha ta-


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chado— de errores, son en realidad virtudes. Así, la aclaración terminológica y epistemológica de conceptos como “novelista”, “poeta” y “escritor intelectual”, y la diferenciación entre el estudio de textos poéticos y artículos críticos que hemos solicitado, queda sacrificada, ya voluntaria o involuntariamente, en favor de la amenidad expositiva —que, de perderse en precisiones técnicas, se vería bastante opacada, y que, por tanto, apunta más bien a la descripción de los ambientes y los colores del siglo XX— y la interacción crítica: el lector va llenando los huecos e interpretando todas las afirmaciones implícitas en la obra, lo que lo mantiene en una continua actividad mental; a su vez, el horizonte de expectativas que nos produce la primera parte del ensayo con respecto a la segunda sirve para generar una tensión lectora —debo decir que, una vez empezado el libro, me costó un gran esfuerzo soltarlo— que, si bien desde un punto de vista lógico queda decepcionada al pasar a aquélla, no sólo no se comporta de esa forma desde el punto de vista estético, sino que se ve ampliamente reconfortada: la segunda sección del libro nos sorprende no sólo por el cambio de objeto de estudio —la vuelta de tuerca— que implica, sino también por la profundidad y originalidad con la que Malva Flores nos comparte su lectura de los poetas mexicanos contemporáneos. A esto hay que agregar una redacción casi perfecta y el uso muy puntual de símbolos e imágenes —el de la cancha de futbol, por ejemplo—, para así obtener una valoración más integral de El ocaso de los poe-

tas intelectuales y la “generación del desencanto”, libro que, más allá de la opinión encontrada que me ha merecido —y estas líneas son la prueba más fehaciente de ello—, me ha puesto a reflexionar, muy seriamente, que, en el género ensayo —y, por extensión, en la narrativa, en la poesía y en la vida misma—, todo argumento por desarrollar, todo contenido —toda historia, todo suceso—, no constituyen sino un paliativo para producir y contemplar la belleza, principio que, tal vez, debería regir nuestro mundo contemporáneo.

Del pasmo al movimiento VÍCTOR ALEJANDRO RAMÍREZ Pura López Colomé, Una y fugaz, Bonobos/UNAM, México, 2010, 108 p.

No es poeta aquel que no ha sentido la tentación de destruir o crear otro lenguaje Octavio Paz

¿Qué acontece cuando las palabras danzan en su musicalidad? Una bifurcación. En 183


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el destinatario de esas palabras danzantes se da el asombro; en la palabra un gesto de interioridad. Así, el pasmo proveniente del contacto con palabras que de tal manera se manifiestan provoca un quiebre en la relación de la lectura con la interpretación. Palabras que se musicalizan y que danzan en su musicalidad son las que conforman los poemas de la reciente obra publicada por Pura López Colomé, Una y fugaz, donde la lectura se desplaza sin esfuerzo y con claridad mientras que la interpretación se pasma en la impotencia de la dificultad. En el primer contacto con la palabra que danza se enmudece. Por tanto, de la admiración que el asombro conlleva se pasa a la cólera por el silencio insumiso. Debido al paroxismo, los poemas de López Colomé invitan a la relectura para proponer una interpretación, tratando de pasar del goce de la lectura al placer de la escritura donde se declaren los sentidos germinados en los poemas. La transparencia necesaria en la práctica habitual hace de la palabra un pasaje, en ella se transporta el sujeto con sus razones, sus pasiones, las cosas con su complejidad o trivialidad, los conceptos con su capacidad de hacer entender o de condensar los conocimientos. Comúnmente la palabra traslada y se traslada, es decir, cuando la palabra habla de algo que no es ella sin dar cuenta de sí misma. En el caso del traslado, la musicalidad que habita en la palabra se vuelve marco y la danza a la que puede mover cesa. Y así como un cristal de tanto ser tocado se opaca, la palabra de tanto circular se en184

turbia y su musicalidad deviene bullicio. Gracias al ingenio la palabra se revela, se redescubre y se la recibe con asombro. De ser un cristal ora translúcido ora opaco, de ser un marco, se vuelve presencia porque se deja oír como la pintura se deja ver. En la poesía de Pura López Colomé la palabra se deja oír no como bullicio ni en su clara articulación sino en su intensidad sonora exaltada por su musicalidad. Pero el nuevo brillo que la palabra aquí adquiere no proviene de los recovecos de la lengua ni surge de las acrobacias sintácticas, ya que el poemario no destaca, por ejemplo, por el diseño de hipérbatos que harían, aunque intricada, llamativa la lectura; en todo caso la figura sintáctica más recurrente sería el retruécano, del que hablaré más adelante. Dicho resplandor no brota sino por las relaciones insólitas entre palabras que conforman expresiones del habla coloquial, las que corrientemente se les conoce como “frases hechas”. Y más que las frases hechas, son los fragmentos y variantes de éstas los que conforman los presentes poemas. En el espacio intersticial entre el fragmento y la variación se propicia lo insólito de un sentido transformado porque las retahílas pasan de su estado contrahecho, de gestos afectados, al de maravillas, rehaciéndose con otras y disolviendo las costuras de su hechura, como leemos en “Seminal”: un peso con tiempo, muy mucho y tanto que aunque retumbe la certeza de que ya ocurrió, que ya ni llorar es bueno


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Por gracia del ingenio las frases hechas se vuelven otras y se logra el sentido insólito que las reviste de una nueva apariencia. El ingenio construye una poética de la fragmentación porque con los trozos de expresiones ordinarias se construye un discurso inesperado, asombroso, no sólo por el aspecto del significado, sino también por el lado sensible del significante donde se pone “a flor de piel” la musicalidad inherente a la palabra, que si bien se opaca por el contacto diario esa misma recurrencia conlleva el aflorar del sentido musical como una piel que, de tanto ser frotada, se despierta volviéndose más sensible al tacto. De manera tal, esos trozos de expresiones ordinarias al enunciarse del modo peculiar que se expresa en Una y fugaz se presentan a flor de piel, es decir, musicalizados, y sin embargo no sólo se hace festividad sonora, también asistimos a reflexiones sobre el lenguaje, como lo muestra la siguiente estrofa en forma de retahíla: Morir, no; dejar de respirar, sí, dijo el otro, el que se sentó a la entrada de su tienda a ver pasar el cadáver de, el que puso a remojar sus barbas, el que repetía como merolico frases a saber en qué idiolecto.

El despertar del sentido sonoro trae consigo la aparición de ritmos insinuantes que invitan a crear la imagen de una danza. En el ritmo de los versos, en la entonación de las frases, así como en su respiración y en las rimas intermitentes, se

musicalizan las palabras mientras danzan con retruécanos, con juegos de rima interna o con cambios de vocales, sílabas o consonantes: Hay una red entreambos, de cera y seda delicadas, que indistingue las fronteras, los adentros los afueras.

Otra bifurcación que se da en la palabra se manifiesta en la forma del retruécano, un recurso que moviliza la mirada del lector hasta el vértigo de las interpretaciones: La mirada de la sombra fija. La mirada fija de la sombra.

Como se lee al inicio de “Ondas opacas”, poema contenido en “Una”, la primera sección del libro, o como cierra “En su origen”, poema del penúltimo apartado de “Por aire”: llegó volando, entró gritando, murió llorando, voló llegando, gritó entrando, lloró muriendo.

Las bifuraciones son aquí posibilidades de retruécanos, de invertir el orden de las expresiones, en ocasiones comunes; buscando sentidos novedosos que derivan en juegos sonoros inauditos: “mal de ojo, ojo del mal”. Pero la frase hecha es una petrificación. Proveniente de un mítico movimiento en el que las palabras fluían sin cesar, la frase hecha queda como el rastro de una oscilación: la del habla, que va de lo común a lo insólito. Unas cuantas formas perma185


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necen como las marcas de agua que opacan cierta cristalina superficie. Poetizar en la frase hecha, con ella y desde ella, trae consigo salir del pasmo reanimando el mítico pasado, significa entrar en movimiento, tratándose de un dinamismo particular. No siendo el caso del desplazamiento de un caminante sino de los gestos del cuerpo que danza, los versos de Una y fugaz invitan a recrear una danza, para lograr de tal manera alguna interpretación. Gracias a este movimiento dancístico la palabra se vuelca sobre sí, queriendo realizarse en su musicalidad. Si en el significado se traslada hacia las cosas del mundo en ademán de apertura, en el significante encuentra su identificación consigo, volviéndose tan íntima de sí que levanta en su musicalidad un muro apartándose del exterior y creando un mundo de lo interior donde danza en su solitaria soberanía. Bifurcación en las bifurcaciones: el lector lleva a cabo una lectura sencilla, ligera, pero la interpretación resulta compleja y densa. Los poemas gozan de clara redacción y el recurso de frases hechas, extraídas de la jerga cotidiana, lo hacen sentir en un terreno familiar. Mas la interpretación nos encamina a percatarnos de que esta poesía nos mira desde lejos y que resulta extraña al pensamiento. Por tal razón, la mirada de quien recorre sus versos teme tanto ahondar en ellos porque los atisbos de las interpretaciones intuyen la proximidad del abismo. La poesía de López Colomé, con esta reciente entrega, nos deja apreciar la capacidad creadora de su ingenio que, más 186

que destruir, construye, recrea fragmentando las frases de la vida cotidiana de nuestro modo de hablar rehaciéndolas al integrarlas como versos, dándoles un sentido otro que maravilla. No crea nuevos lenguajes, porque el lenguaje sólo es uno, sino que busca posibilidades novedosas de manifestación, de hacer una forma otra. Como se sabe, desde la perspectiva de Arnold Hauser dos eran los ejes del arte, cuando éste se manifiesta para indicar algo que no sea él mismo o cuando, en un giro narcisista, lo primero que hace es dejarse ver, volviéndose espectáculo. Siguiendo este último eje se nos presentan los poemas de Una y fugaz.

Completar el rompecabezas JUDITH CASTAÑEDA SUARÍ Valeria Luiselli, Los ingrávidos, Sexto Piso, España, 2011, 144 p.

Un libro puede leerse en más de una forma, lo sabemos, aunque en el caso de Los ingrávidos, primera novela de Valeria Lui-


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selli, pareciera ofrecérsenos una especie de mapa en el que las rutas son varias y de un mismo color; el personaje femenino, o tal vez la propia autora, lo dice en varias ocasiones: “Generar una estructura llena de huecos para que siempre sea posible llegar a una página, habitarla”, o “una novela compacta, porosa. Como el corazón de un bebé”. Estas frases ponen en tinta y papel las interpretaciones de los lectores, dándole a cada uno la posibilidad de armar un rompecabezas incompleto con una o varias piezas propias. Llama la atención el título que, haciendo uso de una palabra cuyo significado es el no estar sometido a la fuerza de gravedad, se refiere a personajes distantes entre sí, más en específico a una mujer sin lazos sólidos con su entorno actual, con su familia —llama a sus hijos el niño mediano y la bebé; a su marido, mi marido; el vecino tampoco tiene nombre, es el vecino que cría “sapos y cucarachas de Madagascar”. Yendo más allá, podríamos aplicar otro término al personaje femenino: el de gravidez. El estado de una mujer embarazada, un cuerpo que guarda vida, como lo es el de ella, quien parece narrar las vidas que aún lleva dentro de sus recuerdos: “Todo empezó en otra ciudad y en otra vida, anterior a esta de ahora pero posterior a aquélla.” Texto fragmentario, experimentación, prosa, novela o no novela; los calificativos se multiplican, y tal vez cada uno de ellos sea correcto. Texto fragmentario: los episodios, pequeños capítulos, van de un

par de líneas, un diálogo corto, a párrafos que ocupan una página, página y media o dos, sin otra ley que el propio lenguaje —el libro manda—. Experimentación: términos como “Consincara” para referirse a un fantasma, o las frases “ecos de personas”, “volverse un hueco para los amigos”, reafirman lo maleable y dúctil del idioma, sus posibilidades. Prosa, novela o no novela: no hay un inicio, nudo, resolución como tales, sino una serie de acontecimientos —cotidianidades los más, como atender a los hijos, jugar con ellos, estancias en bibliotecas públicas, salidas a bares, un empleo—, un antes y un después, tres historias en las que el personaje central es, muy probablemente, el subway, la estación del metro inundada de rostros hechos de carne y hueso y de humo. Novela de fantasmas, si le creemos a la autora en voz del personaje femenino que responde: “¿De qué es tu libro, mamá? Es una novela de fantasmas.” Y en ella se pueden distinguir tres hilos que van entretejiéndose: el de la madre del niño mediano, el de la editora radicada en Nueva York, y el del poeta Gilberto Owen. La madre del niño nos recuerda a alguien que necesita una habitación propia; su esposo lee los fragmentos que componen su novela —la historia de la editora de Nueva York—, pregunta si eso en verdad ocurrió, si Moby existe, si ella lo conoció, pide: “Por favor, borra lo de los zombies”, califica: “Es horrible lo de la masturbación con la foto, opina mi marido.” Ello, aunado a las actividades de madre de dos niños pequeños —jugar a las 187


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escondidillas o alimentar a la bebé—, restan minutos al tiempo que podría pasar tecleando en la computadora; minutos que, sumados, son los más: “Los ciclos de ahora son breves y necesarios. Es imposible tratar de escribir.” Ella, en los archivos de su computadora, en apariencia, va tejiendo lo que su esposo piensa puede ser su vida de soltera. Aunque ella afirma que es una novela: “Todo es ficción, le digo a mi marido, pero no me cree.” Y le damos el beneficio de la duda al hombre; además de que la vida de la joven editora parece muy cercana, muchas veces la obra guarda algún dato autobiográfico de su autor. En esa otra vida de bibliotecas, libros prestados y traducciones, de amigos que llegan a dormir, a desayunar o a bañarse, de viviendas casi vacías y bares, va abriéndose paso el poeta Gilberto Owen. La biografía del autor nacido en El Rosario, Sinaloa, en 1904 es, en un principio, tan porosa y llena de huecos como el libro en Los ingrávidos. Esto, consecuencia de un empleo en la embajada mexicana. Owen salió de México desde muy joven, en 1928, radicando en Nueva York, por lo que “su regreso al país fue… un pretexto de curiosidad para aquellos que nunca antes lo habíamos tratado”, dice Alí Chumacero en su prólogo a las Obras de Owen. Valeria Luiselli aprovecha esta estructura llena de huecos y la amuebla, tal vez, con más de un dato ficticio —aunque también retoma fragmentos de las cartas de Gilberto Owen incluidas en sus Obras—. 188

Del primero es responsable la joven editora de “piernas fuertes y flacas”. Mientras hojea libros en la biblioteca, da con una carta de Owen dirigida a Xavier Villaurrutia: “Vivo en Mourningside Av. 63.” Y luego, quizás impulsada por un cierto entusiasmo que se siente cuando nos enteramos que vivimos cerca de donde vive o vivió alguien importante, o alguien famoso, decide proponer al poeta en la editorial donde trabaja. Y para terminar de convencer a su jefe, White, decide presentarle un manuscrito que es una traducción de varios de sus poemas a cargo de Louis Zukofsky. Manuscrito hecho por ella misma con ayuda de un amigo, Moby. Es a partir de entonces que los tres hilos forman un solo conjunto. La autora va esbozando lo que bien podría ser una réplica a palabras del “Drawing hands” de M. C. Escher. Al tiempo que la madre del niño mediano escribe “un libro sobre el fantasma de Gilberto Owen”, el poeta planea escribir una novela narrada en primera persona “por una mujer de rostro moreno y ojeras hondas que tal vez ya se haya muerto”. Se escriben uno al otro, como en el trabajo de Escher, donde dos manos que emergen de la página empuñan cada una un bolígrafo y esbozan el puño de la camisa de la otra. Consinrostro, el fantasma en la casa del niño mediano, y el fantasma —“o varios”— en el departamento de Gilberto Owen en Filadelfia, el árbol plantado en una maceta, sequísimo en solo dos semanas, abandonado por el poeta en la azotea de su edificio, y luego encontrado por


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la editora muchos años después, luego de tropezar con la carta a Villaurrutia en el Obras de la biblioteca, son algunos de los elementos que van anudando las tres vidas, pero el principal parece ser el metro, el subway, en el que la editora ve a Gilberto Owen, la cabeza recargada en una ventanilla del tren contiguo, el que “por unos instantes anduvo a la misma velocidad que el tren donde iba yo”, y en el que, a su vez, Owen la ve a ella, en circunstancias parecidas y con un libro de tapas blancas, de título en español: un ejemplar de sus Obras. La propia autora lo sugiere —incluso desde la portada, estación hecha con grises, blancos y negros—. Como en una de esas notas que escribe Owen sobre su novela no escrita pero pensada, o los postits que la editora hace florecer entre las ramas del árbol seco del poeta, Valeria Luiselli va dejando anotaciones a lo largo del libro. Una de ellas dice: “El metro, sus múltiples paradas, sus averías, sus aceleraciones repentinas, sus zonas oscuras, podría funcionar como esquema del tiempo de esa otra novela.” Y así funciona; la editora de piernas flacas ve a Gilberto Owen al otro lado de la ventanilla, él ve a Ezra Pound entre la multitud que espera en el andén, la ve a ella leyéndolo a él… Tanto dentro como fuera del libro, un vagón, el subway, el metro, es un lugar donde infinidad de vidas —¿de tiempos?— se cruzan, donde se guardan por un determinado lapso, lo que dure el viaje. De la misma forma giran su mecanis-

mo las páginas, las de la computadora, dispuestas verticalmente, las de un libro: en el papel descansan vidas y tiempos hechos con letras, con párrafos; vidas entran, salen y vuelven a entrar veinte cuartillas después o nunca. Y en Los ingrávidos, libro-vagón, Valeria Luiselli ha colocado un hato de personajes, de historias, que más que responder a la composición tradicional de una novela, forman parte de un deseo de experimentar tanto con el lenguaje como con la estructura de la narración, lo que al final prevalece sobre los hechos que se relatan y termina siendo el aspecto a destacar del libro.

El factor Reyes ANTONIO MORENO MONTERO Hugo Hiriart, El arte de perdurar, Almadía, Oaxaca, 2010, 176 p.

Los ensayos de El arte de perdurar, de Hugo Hiriart (Ciudad de México, 1942), 189


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nos conducen a un territorio que no sólo fomenta el mito, el misterio y los dilemas, sino que pone en juego la atracción y repulsión literarias como un sistema de fuerzas antagónicas: por un lado, Alfonso Reyes, una de las figuras por antonomasia de la ensayística en lengua castellana; y por otro, Jorge Luis Borges, quien de cierta manera es dueño de una obra que sabe resistir y adaptarse mejor al paso del tiempo. ¿Por qué la obra de Reyes se asemeja a un objeto monolítico del pasado, mientras que la de Borges es cada vez más imponente? En un plano más general, ¿en qué consiste la perdurabilidad y la vigencia de un texto? Quiero decir: la lógica de este sistema de fuerzas la impone el lector, e Hiriart responde a estas preguntas en la primera parte del libro bajo un consistente estilo que hace de lo simple y lo claro requisitos para que un ensayo sea extraordinariamente sofisticado. La segunda parte está conformada por una colección de ensayos breves dedicados a la presencia de la luz en las artes pictóricas y literarias. Si Reyes exhuma aquellas imágenes telúricas sobre nuestro origen cultural que alude en la Visión de Anáhuac [1519] (1917), que por su estilización literaria idealiza nuestra raíz, estableciendo a partir de allí una sensación y visión de mundo semejante a la antigüedad clásica, es para instaurar y reivindicar nuestra Ilustración; y al mismo tiempo, para proponer dentro del género ensayístico otra lógica de argumentación: jurídica, científica y artística, etc. El ensayo de Reyes se destaca por su elegancia, además de una lumi190

nosidad meridiana sin igual. Siguiendo los razonamientos de Hiriart, y sin soslayar estas virtudes, ¿por qué entonces los ensayos de Reyes no siguen teniendo vigencia? Si se lee por primera vez a Reyes, se advierte de inmediato, y lo mismo sucederá en la relectura, que esa luminosidad (des)favorablemente sublima al texto, y para deducir lo propuesto por Dionisio Longino, lo sublime cohíbe y excluye. Reyes y Longino tienen algo en común: el monopolio del juicio. Para decirlo eufemísticamente: la manera soberana de Reyes para expresar sus razonamientos tiene algo de aristocratismo que resulta un desafío para el lector, pese a que el ensayo alfonsino, sostiene Hiriart, se sitúa siempre en el orden de la conversación. Sin embargo, la prosa de Reyes transita sin estridencias, con armónica y aceitada suavidad, advierte Hiriart; así, inevitablemente, estas virtudes nos conducen a lo sublime. Es difícil proponer una respuesta sólida partiendo de la posibilidad de que si Reyes hubiera sido un ensayista satírico y feroz polemista, como plantea Hiriart, más allá de su cuota de lectores, gozaría hoy de una recepción crítica más entusiasta, porque da la impresión que las nuevas generaciones de lectores (y especialmente las conformadas por la academia), desconocen su obra o si la conocen la consideran un objeto anticuado e inútil. La de Reyes es producto de un largo periplo de lecturas que ayudó a transformar las convenciones del ensayo, como la de Borges, que revolucionó la manera de contar. Es cierto que el Reyes mundano revela un aura


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atrayente, cercana a nosotros, con intereses plebeyos como los que muestra en Memorias de cocina y bodega (1953), un libro que podría servir de lectura iniciática para eliminar el miedo y las distancias. O no tan plebeyos, como las intimidades que cuenta Edgardo Cozarinsky en su Museo del chisme (2005), con un Reyes apasionado por el amor de una actriz porteña que puso en riesgo su cargo como embajador en la Argentina, y atrás de este idilio estaba la imperturbable presencia de un Lázaro Cárdenas que le hizo ver su suerte en un telegrama categórico: “La puta o la embajada. Cárdenas.” Uno podría suponer que este libro de Hiriart tiene un origen edípico, narcisista e implacable hacia la obra de Reyes. Sin embargo, no hay en él ningún ánimo de menosprecio o rivalidad. El arte de perdurar tiene una noción freudiana del complejo de Edipo, pero para escarnecerlo al modo de Epicuro, en el sentido que son menos problemáticos los vínculos que puedan estrecharse entre el escritor y sus continuadores, los cuales —en ocasiones— se establecen a partir del placer: de la lectura, la escritura, el diálogo, el reconocimiento de las ideas y el res-

peto. Hiriart no confronta a Borges con Reyes, y tampoco toma partido por uno o por el otro, aunque sí deja en el camino huellas que revelan que es un brillante discípulo de ambos escritores. Este libro enriquece la tradición del ensayo en lengua castellana, visto como una repetición de los mejores patrones literarios, y menos como una elaboración de comparaciones estériles o diferencias accidentadas. El arte de perdurar goza de un poder especulativo de alto nivel, como cada texto de Borges, quien fue un perito de la especulación y hábil promotor de paradojas, cuya sabiduría—no salomónica como la de Reyes—es fáustica y fundadora de herejías; y poseedor de un estilo lacónico que nos proyecta hacia una laberinto infinito (¿quién no recuerda El sur?), relato que nos deja en claro que las casualidades no existen. Para Borges los libros significan la oportunidad de entablar diálogo, asimismo la oportunidad para fundar los cimientos de una nueva herejía. En ese sentido, el libro de Hiriart es más borgeano que alfonsino, en cuya tarea no sólo cabe el asombro, la diversidad de ideas, junto a la vastedad y riqueza humanísticas, sino que predomina también un sentimiento fuerte de gratitud.

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