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LA POLÍTICA EN LA HISTORIOGRAFÍA PUERTORRIQUEÑA DEL SIGLO 19: ENTRE INTEGRISTAS Y SEPARATISTAS. LA INTERPRETACIÓN LIBERAL REFORMISTA DEL SEPARATISMO (CUARTA PARTE) MARIO R. CANCEL SEPÚLVEDA

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La política en la historiografía puertorriqueña del siglo 19: entre integristas y separatistas. La interpretación liberal reformista del separatismo (Cuarta parte)

Mario R. Cancel Sepúlveda

La intelectualidad criolla y la historiografía liberal veían al separatismo como una ideología que atentaba contra la hispanidad y la catalogaban como un peligro. Los intelectuales e historiógrafos integristas peninsulares o españoles, quienes se identificaban con el conservadurismo y el incondicionalismo, iban más allá al enfatizar en el riesgo representado por los separatistas con el fin de llamar la atención de las autoridades para que estuviesen atentas a la misma y la reprimiesen con eficacia. Ese fue el caso de los escritores Pedro Tomás de Córdova en 1832, un alto funcionario del gobierno colonial; y de José Pérez Moris, periodista y administrador del Boletín Mercantil, quien junto a Luis Cueto y González Quijano, oficial segundo del Cuerpo Administrativo de la Armada, fueron coautores de un volumen sobre el tema en 1872. Ambas fuentes apelaron a alegorías

extravagantes para llamar la atención sobre una amenaza que, si tocaba a la gente común, sería capaz de contagiarlos como si se tratase de una peste con potencial epidémico.

Para Pérez Moris la mejor metáfora para describir la propaganda separatista era la de un “virus” que se esparcía capaz de penetrar hasta “las últimas capas sociales” que, por lo regular, resultaban más fértiles al contagio de esos males por su incultura. Igual que una fiebre, los separatistas “extraviaban la opinión”, es decir, la confundían. Ramón E. Betances Alacán, aseguraban esos comentaristas, había sido capaz de “inocular entre las masas su odio a la nación” (1872, p. 275). La “nación” no era otra que la España monárquica y autoritaria a la cual la intelectualidad criolla demandaba el reconocimiento de la común identidad. Una retórica similar se aplicaba a la otra figura que preocupaba a aquello autores: Segundo Ruiz

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Belvis. La única diferencia era que, muerto el abogado de Hormigueros en Valparaíso, Chile en 1867 diez meses antes de la intentona de Lares, los señalamientos se concentraban en el médico de Cabo Rojo. Pérez Moris y Cueto mostraban un particular interés en llamar la atención sobre las discrepancias entre ambos caudillos asunto que, si bien apenas llama la atención de los historiadores hoy, sigue siendo un lugar común en las leyendas populares que han sobrevivido el paso de los siglos en el área oeste. Sin embargo, en cuanto a la vocación antiespañola y contracultural de aquellos, no vacilaba en equipararlos.

El producto del discurso era por completo distinto a la imagen romántica del héroe martirizado que inventó en algún momento la intelectualidad separatista antes de la invasión de 1898 en el marco de la escritura de Sotero Figueroa. También distaba mucho de la retórica nacionalista surgida en el contexto de la reinvención de Lares hasta la década

de 1930 en el marco de la transición del nacionalismo ateneísta al de la acción inmediata o radical (Cancel 2018). La sintonía entre el lenguaje, la figuración de la gesta y sus protagonistas entre Figueroa y Pedro Albizu Campos no deja de sorprenderme hoy en día.

Tanto en la escritura de Córdova como en la de Pérez Moris y Cueto se reiteraba la tendencia a equiparar a los separatistas independentistas con los anexionistas a Estados Unidos con quienes, por aquel entonces, formaban un frente común antiespañol que, por lo demás, no debió estar exento de contradicciones difíciles de documentar. Las relaciones tempranas entre ambas líneas de acción del separatismo no han sido trabajadas con profundidad. El anacronismo ha dominado las escasas interpretaciones al respecto en la medida en que se ha evaluado la misma a la luz de las contradicciones insalvables entre el independentismo y el estadoísmo en el siglo 20. pasando por alto que las condiciones en uno y otro momento eran distintas.

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La impresión que dan los textos de Córdova, Pérez Moris y Cueto es que temían más a la posibilidad de la anexión a Estados Unidos que a la posibilidad de la independencia o a la confederación de las Antillas. Una razón poderosa para ello era que presumían, sin prueba concreta alguna a la mano, que detrás del anexionismo se encontraba el interés oficial de Estados Unidos. Después de todo, aquellas fuentes reconocían la complejidad del separatismo del siglo 19 y las desavenencias que lo aquejaban. Los integristas de origen peninsular coincidían con la intelectualidad criolla en ese aspecto. Por eso la intelectualidad peninsular conservadora acostumbraba a acusar a los liberales reformistas, ya fuesen asimilistas, autonomistas moderados o radicales, de poseer vinculaciones con los separatistas y, en consecuencia, con Estados Unidos, a pesar de que aquellos sectores juraban ser tan integristas y pro-españoles como sus acusadores. Lo que resulta innegable es que el conservadurismo y el liberalismo tenían por adversario natural común al separatismo y ambos colaboraron en el emborronamiento de la memoria de aquella propuesta y de su papel en la historia de las resistencias en la colonia antes y después del 1898.

Desde la perspectiva conservadora, ser separatista equivalía a no ser un buen español. Pero ser separatista, desde la perspectiva liberal, implicaba que no se era un buen criollo, es decir, un insular que anhelaba ser reconocido como un español. El criollo, no hay que olvidarlo, sufría de una ominosa “ansiedad por la hispanidad” que nunca vio cumplida del todo. La marginación de los separatistas era más que notable y su condición de minoría dentro de una minoría, agravaba su situación. El hecho de que los separatistas fuesen tan “puertorriqueños” como los criollos, no alteraba la situación porque la opinión política se articulaba sobre el criterio de la relación y el afecto a la hispanidad. El conflicto identitario no podía ser más transparente.

Por eso la Insurrección de Lares fue un tema historiográfico polémico. En aquel evento el separatismo se había hecho visible confirmando el temor de Córdova en 1832. La fuente por antonomasia del acto rebelde, poco consultada al presente fue el texto de Pérez Moris y Cueto en 1872, hecho que convirtió su obra en una fuente obligatoria para los intelectuales criollos que se acercaron al asunto de la rebelión, para los separatistas que intentaron rescatar su memoria en la década de 1890 e incluso para los comentaristas estadounidenses que miraron al evento tras la invasión de 1898 con la intención de comprender el territorio que recién habían adquirido de manos de la decadente España.

La retórica conservadora de Pérez Moris proyectaba la figura siniestra del separatista con los atributos de un antihéroe pleno. El separatista -fuese Ruiz Belvis o Betances Alacán o José Paradís- poseía un carácter “intratable y altanero” que se exteriorizaba a través de un “lenguaje mordaz y atrevido” (Pérez Moris, p. 274), cargado de un cinismo que ofendía a las “personas honradas y bien nacidas” (p. 278). El separatista, estaba claro, no era ni “honrado” ni “bien nacido”. Se trataba de gente agresiva y temeraria que “no se hace amar, pero se imponen” (p. 274), proclives a la violencia, sanguinarios y morbosos hasta el extremo, además de anticatólicos, materialistas o, incluso, ateos. Un argumento cardinal fue la afirmación de que los separatistas “empequeñecen y calumnian a Cortés y a Pizarro” e incluso “osan dirigir sus venenosos tiros contra la memoria de la misma reina Isabel la Católica” (p. 278), es decir, laceraban la hispanidad y ofendía los nudos más sagrados del orgullo nacional. La visión de Pérez Moris era aplanadora: Ruiz Belvis y José Morales Lemus no diferían mucho en cuanto a ese aspecto por lo que el conjunto del liberalismo, con todas sus modulaciones, representaba el mismo nivel de peligro que el separatismo. La censura extrema que pesaba sobre el tema

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Grito de Lares (1961) Augusto Marín

del separatismo en 1872 provocó que, incluso, denostar con insistencia aquella propuesta ideológica fuese considerado tendencioso. Evaluarlo, subvalorarlo o sobrevalorarlo, venía acompañado del riesgo de ser condenado por el poder. Todo parece indicar que las autoridades favorecían el silenciamiento de la experiencia revolucionaria asunto que, a la larga, competía solo a las autoridades policiacas, militares y de alta política. Convertirlo en un asunto de discusión pública o intelectual podía producir efectos no deseados. Por ello el texto de Pérez Moris fue censurado por el general liberal Simón de la Torre acorde con los valores dominantes en el “Sexenio Liberal”. Su razonamiento sugería que infamar o injuriar en extremo a los separatistas podía encomiar la “sedición derechista” a la cual se le temía tanto como a aquella y que era tan o más peligrosa, los hechos de 1887 y los “Compontes” así lo ratifican, como la “sedición separatista”. Es paradójico, pero la

misma censura que impedía defender el separatismo en la prensa, los libros o la plaza pública, frenaba a los conservadores e integristas que buscaban despacharse con la cuchara grande tras la derrota de los insurrectos en 1868.

Para la intelectualidad criolla animada por el liberalismo reformista y el autonomismo, por otro lado, el separatista y el separatismo también ofendían a la hispanidad como ya se ha señalado en otro artículo de esta serie. Unos y otros estaban en lugares distantes del espectro político decimonónico. El fenómeno separatista y el separatismo como tema intelectual no fue una prioridad de la intelectualidad liberal y autonomista en la década de 1870: el mutismo que sugerían las autoridades con respecto al asunto a los conservadores surtió el mismo efecto entre los liberales y los autonomistas. Era como si, con la excepción de Pérez Moris y Cueto, todos coincidieran en que había que echarle tierra al asunto para que nadie

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lo recordada. Me parece que los intelectuales criollos, por cuestiones de cálculo, temían tocar un asunto que podía afectar sus aspiraciones políticas concretas durante el “Sexenio Liberal”. Era como si se hubiesen puesto de acuerdo con que para obtener libertades bajo España debían guardar silencio. La cuestión de la autocensura parece una explicación apropiada, pero, otra vez, no deja de ser resultado de una intuición indemostrable. Eso sí, cuando se extendió a Puerto Rico la Constitución de 1876 –hecho ocurrido en abril de 1881 con numerosas limitaciones a la aplicación del Título I o Carta de Derechos– el tema comenzó a manifestarse con alguna timidez. En el contexto de la reorganización de liberalismo alrededor de la propuesta autonomista, entre 1883 y 1886, distantes ya los sucesos de Lares, y la discusión maduró.

Un texto emblemático de la mirada liberal autonomista en torno al separatismo y a la Insurrección de Lares lo constituye la obra de Francisco Mariano Quiñones, Historia de los partidos reformista y

conservador de Puerto Rico, publicada en Mayagüez en 1889, poco después de la trágica ola represiva de los Compontes. El que escribía era un autonomista moderado que había estado muy cerca de una de las figuras más notables del separatismo independentista, Ruiz Belvis, y del liberal reformista José Julián Acosta y Calbo. Sangermeño con aspiraciones cosmopolitas, activista cultural en el Círculo de Recreo y masón activo, Quiñones es una de las voces más representativas de la reflexión historiográfica, la novela, el ensayo cultural y político de la región oeste cuya obra no encaja en el canon literario puertorriqueño ideado desde la perspectiva de la capital (Cancel, 1998). En ese sentido, se trata de un testigo de privilegio de la evolución de las concepciones historiográficas durante el siglo 19.

Quiñones, como buen intelectual criollo, partía de la premisa de que Puerto Rico era “miembro inseparable de la gran familia española” (p. III). La estabilidad de la familia que constituían la colonia y

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el imperio estaba amenazada por un “mando militar” asfixiante y una “pesada máquina administrativa” (p. 6). La solución que recomendaba era eliminar la marca del coloniaje del panorama, pero no mediante la separación, sino mediante la integración y la autonomía. Nadie puede negar que Quiñones se opusiera al “colonismo” (p. 12), concepto de probable origen portugués con el que denominaba al colonialismo. La metáfora de la “familia” y el uso del adjetivo “inseparable”, lo ubicaban a gran distancia de cualquier separatista al uso. ¿Por qué el interés en dejar aclarados esos puntos? Porque los conservadores e incondicionales les achacaban a los liberales autonomistas “el nombre de separatista, que tanta bulla ha hecho en nuestras contiendas políticas” (p. 13) y eso afectaba el desempeño y las posibilidades de aquel proyecto político, es decir, frenaba su acceso al poder. El planteamiento de Quiñones aclara que, a pesar de voluntad de censura que se impuso sobre el tema, su presencia en la discusión pública era inevitable. De allí en adelante el texto se convirtió en un esfuerzo por demostrar hasta la saciedad que los autonomistas no eran separatistas ni enemigos del orden.

En Quiñones la “asonada de Lares” (p. 20) era un acto que solo había servido para justificar la razia conservadora contra los autonomistas, es decir, los responsables de la represión furiosa de la militancia de su partido eran los separatistas. “Asonada” es un sustantivo que vale por tumulto violento y hostil ejecutado con fines políticos cercano al motín (RAE, 1884). No solo eso, aquella había sido una asonada “imprudente…en los campos de Pepino y Lares, sin raíces en los demás pueblos de la Isla” que contravenía las “pacíficas tendencias” y las “costumbres apacibles de nuestro pueblo” (Quiñones, p. 30). El desarraigo de los rebeldes se había combinado con la brevedad del acto para que, “dispersa a los primeros disparos de nuestros propios milicianos, ni dio tiempo para que

el país pudiese apreciar el carácter y las miras de los que la acaudillaban” (p. 31). Para Quiñones, Lares resultó en una “algazara con media docena escasa de muertos” (p. 31). Detrás de aquella postura estaba la convicción de que los separatistas no representaban al “verdadero puertorriqueño” el cual se presumía morigerado en la política, pasivo en la vida social e integrista de corazón como todo autonomista de buena fe.

Para Quiñones la figura cimera de aquel momento había sido el Capitán General Julián Juan Pavía y Lacy por el hecho de que pudo evitar un injusto derramamiento de sangre a raíz de la revuelta. La valoración histórico-política de Quiñones sobre la Insurrección de Lares era que el acto había favorecido o legitimado la unidad y la agresividad del bando conservador: “dio al partido conservador lo que antes le faltaba: fuerza, cohesión, crédito y disciplina; es decir, organización perfecta” (p. 33). Los argumentos sobre los que sostenía aquella afirmación responsabilizaban a la rebelión de Lares por la tirria y la furia manifiesta por los conservadores e incondicionales -la “sedición derechista” apuntada por De la Torre en 1872- durante los días de los Compontes. El pensador autonomista coincidía con la del poder colonial. El separatismo y la “calaverada de Lares”, reducido a la condición de un acto lleno de “egoísmo”, sirvieron para profundizar el “sentimiento de desconfianza” y el “odio” de las autoridades hispanas hacia los reformistas a la vez que agriaron las relaciones en el seno de la “gran familia española” en la isla (p. 36). Lares fue un suceso producto del esfuerzo de gente de poco juicio cuyos valores no correspondían a los de la hispanidad. Quiñones hablaba el lenguaje de Pérez Moris y Cueto, sin duda.

Con aquella actitud el intelectual autonomista intentaba ganarse la confianza de los conservadores y las autoridades españolas y confirmar su hispanidad de bien por medio de la devaluación del separatismo.

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El acto de seducción política nunca condujo a donde se esperaba. La desconfianza del peninsular hacia el peninsular o de los conservadores con los liberales siempre estuvo allí como una sombra. Su interpretación ratificaba, mejor que ninguna otra, el anti-separatismo y el integrismo de numerosos intelectuales autonomistas de fines del siglo 19. El culto vehemente a la hispanidad era patente: revelaba la profunda inseguridad en las posibilidades de progreso de un Puerto Rico separado de España y la confianza, acrítica desde mi punto de vista, en que el progreso solo sería posible si se mantenía y profundizaba la relación con el reino. La fe en la disposición de España a revisar y “democratizar” una relación que desde la colonialidad pudiese considerarse “entre iguales” no se ponía en duda. A nadie debe sorprender que, tras la invasión de 1898 y desaparecida España del panorama, Estados Unidos ocupara ese lugar sin fisuras aparentes. Quiñones, como tantos otros, acabó militando en el Partido Republicano Puertorriqueño que defendía un programa estadoísta. Ser integrista bajo España y estadoísta bajo Estados Unidos no representaba para él una ruptura sino un acto de continuidad. Como tantos otros, el pensador autonomista identificó la estadidad con el viejo autonomismo de una manera mecánica o superficial, contrario al juicio de intelectuales nacionalistas como Albizu Campos que acabaron identificándola con la independencia (Albizu Campos, 1935). En aquel escenario confuso la autonomía parecía significarlo todo y representar nada.

La historiografía criolla o puertorriqueña de tendencia liberal reformista o autonomista nunca desdijo de la hispanidad. Poseyó y expresó un discurso político moderado que se cuidó de desmentir las imputaciones de radicalidad que le hacían desde la derecha española. En última instancia todo parecía reducirse a un juego de manipulaciones o a un esfuerzo por acomodarse en un escenario que los rechazaba. La pregunta por responder es: ¿hubo acaso

alguna historiografía separatista que contestara a la tradición hispana conservadora y a tradición criolla o puertorriqueña de tendencias liberales y autonomistas de una manera coherente?

Separatismo, invasión e hispanidad

El consenso de los historiadores liberales reformistas y autonomistas era que la Insurrección de Lares había fracasado porque contradecía la “voluntad popular”. A ello se unía la palmaria incapacidad de sus dirigentes para conducir un pueblo en la ruta de la libertad al margen de España. Lares no se ajustaba a lo que Acosta y Calbo había denominado en un texto de 1889, la “Historia Psicológica de Puerto- Rico” (Acosta Quintero, p. 4). El concepto “Historia Psicológica” aludía a un hipotético relato colectivo capaz de informar de manera verdadera la evolución de la cultura y el espíritu de un grupo humano particular, en este caso, el puertorriqueño.

Quien mejor había definido aquel instrumento había sido Manuel Elzaburu Vizcarrondo en una conferencia en el Ateneo dictada en 1888 que merecería un estudio más incisivo (Elzaburu, 1972). Elzaburu Vizcarrondo describía la “Historia Psicológica” como un ejercicio interpretativo fronterizo entre la crítica literaria y el análisis textual. Una de las fuentes ideales para apropiar la historia lo constituían lo que algunos teóricos franceses de la década de 1970 denominaron los “textos imaginarios” en especial lo literarios (Le Goff y Nora, 1974). Dado que la literatura era considerada la expresión concreta de las “costumbres” de una cultura, aquella debía servir de fundamento para la historia de la provincia (Elzaburu, p. 220). Solo de ese modo se aclararía la “historia moral” (social) y se conocerían las “leyes psicológicas” (tendencias culturales) provinciales, es decir, puertorriqueñas (p. 221). Para Elzaburu como para la mayor parte de los comentaristas de su tiempo un “pueblo (…) no es más que una individualidad colectiva (p. 222) sin

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fisuras. El autor no tomaba en cuenta, claro está, ni las diferencias materiales acusada por las partes del pueblo ni el hecho de que la literatura era la expresión de unas elites privilegiadas y un recurso inaccesible para la mayoría de la gente que componía ese pueblo. La idea de definir a una comunidad por el comportamiento y los valores de una aristocracia social y cultural era, sin embargo, consistente con una concepción “moderna” de la identidad.

El pensamiento ilustrado francés había codificado con cierta vocación secular propia de pensadores como Voltaire, la noción “Espíritu del Pueblo” para referirse al mismo problema. El pensamiento alemán, con una vocación teologal acorde con la reflexión de Johan Gottfried Herder, lo nombró simplemente Volkgeist. Ya fuese “espíritu” o “alma” o “psicología” o “cultura”, la presunción de que una colectividad estaba animada por una sustancia común que la excedía y la homogeneizaba se iba generalizando en la Europa avanzada en medio del cual se pugnaba y negociaba con los valores del llamado Antiguo Régimen.

La aplicación de aquellos argumentos intelectuales a la experiencia de Puerto Rico por cuenta de Lares contenía una acusación más grave. Lo que se sugería era que el liderato del separatismo no tenía la capacidad de traducir las aspiraciones psicológicas -espirituales o culturales- de su pueblo por lo que era plausible concluir que la propuesta representaba una anomalía o una contradicción con el ser propiamente puertorriqueño. La deriva de aquel procedimiento era simple y devastadora: si la gente de la provincia era moderada y amaba la hispanidad, el separatismo representaba un contrasentido tan grande como la aspiración a la anexión a Estados Unidos. Puerto Rico no podía ser una

nación separada porque compartía la nacionalidad hispana.

La marginación a la que el discurso historiográfico liberal y autonomista sometió el tema del separatismo y las diferencias interpretativas entre los intelectuales de uno y otro bando reflejaban un debate sobre la identidad que, en la medida en que se cuenta la historia del siglo 19 desde la perspectiva de los vencedores, ha sido pasado por alto. En verdad no se trata de determinar cuál de los dos bandos poseía la interpretación más ajustada o verdadera. Eso siempre será materia de debate en un país que continúa siendo colonia de otro en el siglo 21. Lo importante sería esclarecer los mecanismos de poder que se utilizaron para imponer una mirada sobre la otra hasta el presente.

No se trata solo de eso. Al afirmar su integrismo con conceptos que devaluaban los extremos, los liberales reformistas y autonomistas se colocaban en una (in)cómoda posición de centro. Ello los convertía en blanco fácil para los integristas conservadores e incondicionales quienes los acusaban de separatismo; y para los separatistas que le reclamaban un compromiso mayor con su propuesta y los tachaban de moderados e incapaces de tomarse un riesgo. Lo que resulta innegable es que los liberales reformistas y autonomistas no se sentían atraídos por el separatismo porque contradecía su integrismo, una de las claves de su discurso político y cultural y expresión de su peculiar concepción de la modernidad. La condición moderna requería la permanencia de esa asociación con España porque romperla ponía en peligro su consecución. La idea de la modernidad compartida por aquellos sectores se ubicaba entre dos modelos: el europeo y el estadounidense. Pero todavía el modelo europeo le resultaba más seductor y convincente.

Las tensiones entre los liberales

José Morales Lemus

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reformistas y autonomistas y los separatistas se hicieron más visibles en los textos producidos desde el final del Sexenio Liberal (1868-1874), hasta la invasión de Estados Unidos en 1898, periodo en el cual las relaciones con aquel país, que habían sido muy intensas desde 1815, se habían intensificado hasta el punto de que generaban visibles contradicciones en la interpretación sobre el contenido del sueño de la modernidad. El culto a la hispanidad exhibido por los sectores liberales reformistas y autonomistas colapsó durante la coyuntura del 1898, como se sabe. Cualquier observador del proceso reconocerá la facilidad con la que el liderato de aquellos sectores, salvo contadas excepciones, caminó en la ruta de la franca y sincera

acomodo respecto a una situación ante la cual poco o nada se podía hacer, consideración que no niega la existencia de un apetito anexionista desde mucho antes de los días decisivos de 1898 y 1899.

La penetración del proyecto estadoísta en un significativo número de líderes antes comprometidos con el liberalismo reformista, el autonomismo moderado y radical, el separatismo independentista y confederacionista e, incluso, algunos conservadores españoles favorecedores del progreso, es un tema que se ha estudiado poco y el cual valdría la pena pormenorizar. Un estudio de esa naturaleza permitiría apropiar la complejidad y la diversidad del “trauma” del 1898.

defensa de los valores

El

dominio

estadounidenses.

Del

electoral

del

proyecto

mismo modo que antes

estadoísta entre 1899 y

se habían expresado en

1903,

incluso

cuando

contra de la independencia de España, tras los días

se toma en cuenta la poca confianza que se

del 1898 se expresaron

merecían

los

procesos

contra la independencia

electorales

bajo

la

de Estados Unidos. El cambio en el marco de referencia que una vez asocié al tránsito del polo

soberanía estadounidense en aquel entonces, es la demostración más clara de ello. Las dos fuerzas

Madrid/Europa

al

de

político-electorales

más

Washington/América, tuvo

Eugenio María de Hostos

notables,

el

Partido

efectos materiales y espirituales enormes. Igual que la Iglesia Católica se “romanizó”, Puerto Rico/Porto Rico se “americanizó” como secuela del 1898. El hecho fue que el territorio dejó de ser parte de Europa a consecuencia de un proceso en el cual no fue parte

Republicano Puertorriqueño y el Partido Federal Americano, aspiraban a la incorporación del territorio y a la futura estadidad. José Celso Barbosa, Manuel F. Rossy, Luis Muñoz Rivera y José de Diego Martínez, navegaban en el mismo bote. Sus diferencias no

activa ni fue consultado.

La identificación de la

tenían que ver con la cuestión estratégica del viaje

“americanización”, como vulgarmente se denominó aquel proceso, con el “progresismo” se impuso con toda su fuerza. La confianza en el “progreso” al amparo de España fue transferida a la nueva situación al amparo de Estados Unidos. Se trataba de un acto de

sino con respecto a quién manejaba el timón y con la pecata minuta de la forma concreta que debía adoptar la “asimilación” o igualación con el otro. Era como si el viejo asimilismo de los tiempos de España hubiese regresado redivivo bajo condiciones que no

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eran las mismas. Para cualquier observador resultará evidente que la asimilación a España y la asimilación a Estados Unidos no eran la misma cosa: se trataba de dos culturas distintas. Para equiparar aquellos proceso dispares habría que renunciar a la memoria y la historia.

Para un federalista estadoísta la aspiración a la estadidad podía entroncarse con el asimilismo al cual sus antecedentes moderados del siglo 19 habían ansiado. La actitud de complacencia y confianza de aquellos ideólogos ante la presencia estadounidense y sus objetivos para Puerto Rico y su obstinada oposición a la independencia, representa una continuidad con la tradicional renuencia al separatismo independentista que había manifestado el liberalismo reformista y el autonomismo a lo largo del siglo 19. Para un republicano estadoísta que compartía aquella herencia, la lógica era otra. El estadoísmo moderno que brotó del republicanismo barbosista, fue la reformulación del viejo anexionismo del siglo 19, facción también rechazada por los liberales reformistas y los autonomistas, cuyas expresiones más remotas se remontaban a la década de 1810. Aquel anexionismo se había sostenido sobre la base de un fuerte componente republicano, especialista y autonomista radical que nada tenía que ver con el sumiso asimilismo de los liberales reformistas moderados. En cierto modo, la apropiación dispar del pasado fue determinante para que los federales y los republicanos, a pesar de que convenían en cuanto a los méritos de la estadidad, no acabaran formando filas en un frente común que, a la postre, tampoco los hubiese conducido a la meta deseada. Los federales tenían un pasado de respeto a la hispanidad del cual carecían los republicanos por cuenta de que el anexionismo había sido consistentemente antiespañol. En ello radicaba la diferencia en matices entre ambas tenencias.

La situación plantea una paradoja interesante. Los liberales reformistas y autonomistas habían

tolerado la acritud de una relación desigual y autoritaria de carácter colonial con España porque confiaban en mejorarla sobre la base de su culto a la hispanidad concebida como un valor común. De igual manera, tras la invasión de 1898 aceptaron una relación incómoda y asimétrica colonial, con Estados Unidos con la esperanza de que desembocaría en un futuro no determinado en la democracia, la igualdad y la libertad en el seno de la unión. Padecía de una confianza excesiva y cándida respecto a la buena voluntad del imperio por lo esperaban demasiado del otro. La actitud es por completo comprensible por tratarse de grupos políticamente moderados que desconfiaban de la separación y la independencia como modelo de progreso desde tiempos de España.

Lo que sorprende es que numerosos separatistas independentistas del periodo ante bellum adoptarán una actitud similar. El discurso de que la independencia era posible y moralmente buena bajo España, pero no bajo Estados Unidos, se sostenía sobre una lógica que prescindía de la consideración de la independencia como un valor en sí mismo. En la práctica los separatistas independentistas que acabaron respaldando la nueva soberanía estadounidense se contuvieron políticamente, aceptaron e hicieron suyo el lenguaje del imperio creado por los republicanos al filo del 1898. En su conjunto, los separatistas independentistas y los anexionistas fueron partícipes y testigos de una fractura lógica tras el evento de la invasión. La independencia no desapareció del panorama y, de hecho, siguió siendo una opción de minorías que, si bien eran visibles, no contaron o no pudieron conseguir el apoyo popular. De momento no puedo afirmar siquiera que lo intentaran seriamente. El encantamiento con la cultura política sajona como signo de progreso y modernización fue enorme en las etapas iniciales de la intervención en el territorio.

El entusiasmo de los liberales reformistas, los autonomistas y los separatistas anexionistas, que

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Mapa del componte (Centro de Investigaciones Históricas UPR, RP, 1987)

vieron en el 1898 el arribo a una meta con la que habían soñado, no sorprende. El entusiasmo de los separatistas independentistas posee otro nivel de complejidad. El costo que pagar fue, desde mi punto de vista, la enajenación del apoyo de los separatistas anexionistas trasfigurados en estadoístas. Con ello se creó un nuevo campo de batalla para el independentismo. Es cierto que, en numerosas ocasiones durante el siglo 19 desde antes de Lares y Yara hasta Baire, los separatistas independentistas habían chocado con los anexionistas, pero la alianza táctica que Betances Alacán tanto se ocupó de defender fue capaz de mantenerse.

La pregunta por responder es, ¿era posible la subsistencia de un acuerdo entre ambos bandos tras la invasión? La colaboración intensa entre Eugenio María de Hostos Bonilla separatista independentista, y José Julio Henna separatista anexionista, en el seno de la Comisión Puertorriqueña que negociaba un acuerdo bueno para las partes me dice que sí. (Hostos, Madre Isla, p. 76 ss). Los que sabotearon aquella gestión fueron, de acuerdo con Hostos Bonilla, los estadoístas de nuevo cuño que observaban la situación desde el crisol insular cuya presión por la integración debió molestar al Congreso y a la jerarquía republicana

que no tenían aquello en mente para la isla recién adquirida tras la contienda. Cuando Hostos Bonilla y Henna abandonaron sus esfuerzos conciliadores ya era poco lo que se podía hacer y la posibilidad de una alianza táctica anticolonial entre independentistas y anexionistas, ahora estadoístas, se redujo. Es cierto que no desapareció del panorama: la lógica de Rosendo Matienzo Cintrón y la de Luis Muñoz Rivera en el marco de una posible “unión puertorriqueña” entre 1903 y 1904 lo confirman. Lo más interesante fue el papel protagónico que tuvieron en el diseño del estadoísmo republicano de Barbosa, distinguidos separatistas anexionistas como Henna y Roberto H. Todd, asunto que trataré en otro momento.

Los ideólogos y activistas separatistas que persistieron en la lucha por la independencia, como es el caso de Hostos Bonilla, confiaban en la buena voluntad de la elite republicana de Estados Unidos. Un buen ejemplo de ello puede ser el que sigue. El separatismo independentista hasta el 1898 reconocía que la separación habría que hacerla por la fuerza de las armas: la agitación política debía conducir a una insurrección, grito o levantamiento que debía ser apoyado con una invasión militar eficaz. Pero los

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independentistas posinvasión hasta 1930, presumieron que su meta se obtendría mediante una negociación sincera con las autoridades estadounidenses porque, en el fondo, seguían viendo el 1898 como un momento de “liberación”. La impresión que da el escenario es que aquellos sectores confiaban más en la disposición de la civilización sajona a negociar de buena fe un acuerdo justo con la colonia que lo que habían confiado en la hispanidad. En ese aspecto se equivocaron.

La explicación que suele darse a esa aparente anomalía es que la “patria” de aquellos intelectuales era el “progreso” y el destino del viaje en cual se habían embarcado y del cual el 1898 era un peaje que había que pagar, era la “modernización”. Estados Unidos podía garantizar mejor que España la “modernización” de Puerto Rico por lo que valía la pena esperar con paciencia. Lo que resuelve teóricamente esta afirmación es mucho, pero lo que informa respecto a los mecanismos concretos actuantes en cada caso es muy vago. No pongo en duda la validez de un argumento que incluso yo he sostenido. Sin embargo, cuando observo ese episodio a la luz de la evolución del pensamiento historiográfico puertorriqueño reciente saltan a la vista otras posibilidades poco exploradas. El pragmatismo, la conveniencia, la necesidad de acomodarse pudieron jugar un papel crucial. Pero la invisibilidad y la devaluación del pasado del separatismo independentista debió jugó un papel particular en aquel proceso confuso.

El hecho de que la historiografía puertorriqueña la hubiesen manufacturado liberales reformistas y autonomistas resultó determinante en aquella actitud de complacencia del liderato político e intelectual tras el 1898. La mayor gesta revolucionaria, Lares 1868, era un evento que había sido desvalorizado sobre la base de argumentos compartidos con el conservadurismo y el incondicionalismo más feroces. Su mayor figura, Betances Alacán, murió en París en 1898. Hostos Bonilla, separatista independentista desde los primeros

días pos-insurrección, era un extraño en su país tras años de trabajo en Chile y República Dominicana al momento de su fallecimiento en 1903.

El único esfuerzo por reevaluar la conjura de 1868 y el papel histórico de sus figuras más emblemáticas que conozco correspondió a un ideólogo autonomista radical quien con posterioridad defendió la independencia. Me refiero a Sotero Figueroa (1851- 1923), uno de los fundadores del Partido Autonomista Puertorriqueño en 1887 y quien, dos años más tarde, ya se encontraba en Nueva York colaborando con el separatismo cubano. Los “Compontes” debieron ser determinantes en su decisión de romper con España. Lo más cercano a una historiografía desde la perspectiva separatista es la obra de aquel tipógrafo ponceño y tan cercano, por otra parte, a la figura del intelectual cubano José Martí Pérez (Toledo, p. 37 ss). Su presencia histórica encierra otra paradoja interesante: un autonomista radical de excepción siembra la semilla de la historiografía del separatismo independentista a pesar de todo el escozor e incomodidad que aquel asunto despertaba entre los intelectuales de aquel sector político. Para comprender el carácter excepcional y único de Figueroa basta con pasar revista sobre la forma en que otros autonomistas se expresaron sobre el fenómeno radical.

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1 de febrero de 2019

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Repasar la historia, ser parte de la historia

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