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MARÍA

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COLO

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6 de septiembre de 2019

María

Sylma García González

Como todos los días, durante los últimos tres meses, María barría las hojas que un impertinente húcar vecino dejaba caer en su inmaculado balcón. A pesar del absoluto orden que reinaba en su casa, fuera de esas cuatro paredes, el paisaje seguía siendo tétrico y desolador. Al menos, ya no quedaba rastro de los cuerpos descompuestos que se habían acumulado por semanas en las aceras y las calles, dejando escapar un insoportable olor a muerte. Los perros realengos se habían hecho cargo de la nefasta limpieza final, royendo distraídamente los huesos podridos de niños, mujeres, ancianos. Todo lo demás permanecía intacto, como si el tiempo se hubiera detenido tras la inesperada catástrofe. Solo la casa de María permanecía imperturbable en el centro de tanta miseria.

Desde niña se había acostumbrado a llevar su vida mediante una estricta e imperturbable rutina. Cada acto que llevaba a cabo ocurría en el momento preciso. Nunca dejaba nada al azar: no había sobresaltos,

alegrías ni tristezas imprevistas. Durante cuarenta años se había desempeñado como auxiliar en una farmacia en Santurce. Vestía siempre de gris, pues el resto de los colores le parecían escandalosos. Cada día se levantaba a las 5 de la mañana: hacía ejercicios, se bañaba, desayunaba, se vestía, regaba las plantas y salía a trabajar, siguiendo siempre la misma ruta y llegando siempre a la misma hora. Nunca se ausentó de su trabajo; jamás estuvo indispuesta ni hastiada. Al regresar a casa, siempre a las 4 de la tarde, dedicaba el resto del día a mantener su casa en orden: limpiar los espejos y la porcelana, mapear, lavar el baño, barrer las hojas del balcón. Además, le dedicaba una hora, por reloj, al pequeño jardín trasero. Por la noche, leía pasajes de la Biblia o alguna revista dedicada a temas del hogar, y se acostaba a dormir temprano para iniciar, a la mañana siguiente, un día exactamente igual al anterior. Aunque se mostraba afable en su trabajo y con quienes interactuaba de vez en cuando, María vivía concentrada en sí misma, sin

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El ahora nuestro

mostrar el menor interés en nadie más. No tenía familia ni amigos ni mascotas. Jamás había intercambiado más que un rápido saludo con sus vecinos más cercanos. Los únicos momentos en que debía enfrentarse con lo imprevisible eran los que dedicaba a ir al supermercado o hacer alguna gestión ineludible.

A María le importaba muy poco lo que pasaba a su alrededor; nunca veía televisión ni leía el periódico ni escuchaba radio. Por esa razón, no vio las señales evidentes que anunciaban el fin de la humanidad, y a nadie de los que la conocían se les pasó por la cabeza advertirle. Si bien es cierto que ella notó vagamente cierta agitación en las calles, angustia en los rostros y desesperación en las palabras, no les prestó atención porque, para ella, la mayoría de las personas se alborotaban

por cualquier cosa. Lo que fuera que los hubiera alterado, ya pasaría. No cometería el error de involucrarse en cualquier cosa que pusiera en riesgo la imperturbable estabilidad de la que gozaba su vida.

Cuando, por fin, advirtió la llegada de los zombis, estos ya habían acabado con la mitad de la ciudad. Los que lograron sobrevivir al brutal ataque huyeron aterrorizados a algún lugar desconocido. María, por primera vez en su vida, se alarmó de veras y corrió a esconderse en el baño, de donde no salió en dos días. Muerta de hambre y de sed, se aventuró a acercarse a la cocina que, curiosamente, permanecía en el más perfecto orden; de hecho, toda la casa lo estaba. Por alguna razón extraña, los zombis no habían entrado a su casa. Se asomó, con cautela, por la ventana y vio decenas de cuerpos destrozados, tirados en la calle. No distinguió ni a un solo ser humano en los alrededores, como si ella fuera la única persona viva en la ciudad. Probablemente, lo era. Las casas vecinas habían sido saqueadas y los carros vueltos chatarra, mientras los zombis daban tumbos por entre los escombros. María pensó que, por suerte, no la habían visto y se sintió aliviada. Los días fueron pasando y ya se iban terminando sus reservas de comida, así que se armó de valor y decidió salir a la calle.

Con una pala como arma de defensa, se dirigió con cautela al Econo de la esquina. En todos lados solo veía destrozos, pero el caos inicial se había convertido en una insoportable calma. En el camino se topó con varios zombis que, por suerte, parecieron no notar su presencia, en su afán

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inútil por saciar su apetito incontrolable. Entró, decidida, al establecimiento, que lucía desierto. Tomó una bolsa plástica y comenzó rápidamente a llenarla de latas de conservas, botellas de agua y algunas medicinas que encontraba entre los escombros. Los zombis habían destrozado el lugar, como todo lo que hallaban a su paso. En un momento en que se distrajo brevemente para recoger unas latas de jugo del suelo, se encontró a pocos pasos de uno de ellos. Era una criatura horrible, desesperada por el hambre, sin visos de humanidad. Sus ojos se encontraron y ella pudo advertir el abismo insondable de su mirada. María, petrificada por el terror, cerró los ojos y rogó por una muerte rápida. Imaginó los dientes feroces despedazando su carne virgen. Sin embargo, tras unos segundos de espera agónica, los abrió para percatarse de que el zombi había pasado por su lado, solo rozándola con su pudrición. Ella, entonces, descubrió que, increíblemente, los zombis no tenían interés en alimentarse de ella.

Al pasar de las semanas sin que nada distinto ocurriera a su alrededor, María se dispuso a establecer una nueva y estricta rutina. La fuerza de la costumbre resulta muy difícil de vencer. Cada día se levantaba a las 5 de la mañana: hacía ejercicios, se bañaba, desayunaba, se vestía, regaba las plantas y, como ya no podía salir a trabajar, dedicaba el resto del tiempo a abastecerse de comida y agua por la ciudad, y cuidar las plantas de su jardín. Ese día, como otros tantos, cuando barría las hojas del molestoso húcar vecino, mientras observaba a los zombis pasar

frente a su balcón sin notar siquiera su presencia, se preguntaba por qué solo ella había sobrevivido al ataque inmisericorde de esas horribles criaturas sin alma. Lo que ella jamás supo fue que los zombis no se comen entre ellos.

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