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Cambiarlo todo es lento Beatriz Llenín Figueroa
Beatriz Llenín Figueroa
“It is not the decline of the West Indies that should engage our sentiment, but rather their endurance as a perennially fertile hunting ground for everyone except the people who live there.”
(Gordon Rohlehr, pensador guyanés, 1974) 1
Amo estas islas y las lloro y las lloro y las lloro. Se abalanzan y se agolpan y se funden y se coagulan los siglos de saqueo y nos dan ganas de prenderlo todo en fuego.
Nos han atragantado de calma y de espera y de decepción y de abandono y de traición y de miedo y de cólera y nos dan ganas de prenderlo todo en fuego.
Pero me da pánico asolarlo todo como el poder nos ha enseñado. No quiero. Si de algo nos sirve la conciencia histórica, es para saber que una vez desplegamos el horror de la violencia inmisericorde, acabaremos dudando hasta de nuestra sombra y las cabezas que rodarán también serán las nuestras. Tengo que creer que hay otros modos de cambiarlo todo porque hemos cambiado tanto, siempre, aun cuando no lo hayamos deseado.
Quisiera saber las palabras para abarcar esto que llamamos el presente en Puerto Rico. “Temblor,” como “promesa,” antes me parecían hermosas. Tendremos que inventarnos lenguas y actuar en/por ellas. A la vez,
1 Lo que escribo es para/sobre “the people who live t/here,” que sabemos no son quienes ostentan el poder porque no viven aquí, aunque lo hagan.
también habremos de recordarnos que los usos habituales de las palabras no las agotan, nunca. Necesitamos creer que es posible volver a temblar de amor, que seguimos siendo capaces de prometer no cobrar las deudas del amor.
Hay otras cosas que tendremos que hacer para cambiarlo todo. Escuchar y abrir, antes de pontificar y clausurar. Tener modestia y sentido autocrítico, antes de hundir la espada trágicamente apresurada, antes de lanzar rayos desde el tope de una cima de superioridad moral y política, acomodando a les demás –sin importar sus voces ni sus versiones ni sus trayectorias ni ninguna forma de evidencia– en las cajitas de los criminales y los enemigos que, de paso, han perdido cualquier sentido diferenciado de proporción y magnitud. Detener el tiempo frenético de la hoguera y de su implacable maquinaria para poder pensar y hacer/nos las preguntas necesarias y muchas veces difíciles –complejas como esta vida lo es– antes de decidir y juzgar. Respetar en los huesos que todo tiene historia, que no llegamos primero ni somos les mejores, que siempre ha habido gente puesta –puestísima– pal problema, y que con esa gente –en toda su densidad– tenemos deudas de amor que nos han hecho posible vivir. Defender con denuedo que la humanidad es siempre capaz de cambiar –para mejor o para peor, por supuesto– y que el azar existe, razones por las cuales no todo está sujeto a nuestro control ni merece el estatismo de una reja carcelaria. Recordarnos que mientras más alta es la cima, más violenta será la caída.
Tenemos que confiar que nuestras cuerpas son capaces de tanto más –y tan distinto– que ser comandante, soldado y policía, que despedazar y matar. (El poder también nos enseña que podemos matar matando y también sin matar.)
abatido país. También hay pistas en los mundos no humanos que convendría estudiar e imitar: por ejemplo, los principios de simbiosis, colaboración, justicia, proporcionalidad y alcance del daño –y de la cura– por los que se rigen otras especies. Podríamos aprender, incluso, que la quietud, el silencio y la contemplación son, en ciertas condiciones, la resistencia.
También, la ternura: una política de la ternura y una ternura política. No hay proyecto del poder –llamémosle capital, colonia, racismo, patriarcado, heteronorma…– que se fundamente en la ternura, ni que la admita como imprescindible requisito. Y precisamente por ello, una política de la ternura y una ternura política aportarían a cambiarlo todo.
Ante el afán por matarnos que exhibe el poder –el poder con trayectoria indudable, evidencia palpable, proporción, magnitud y alcance desmedidos de recursos y armas para destrozarnos–, opongamos la promesa de las deudas incobrables del amor. Ensanchemos, quienes vivimos aquí en el sentido de Rohlehr, la ternura de tenernos, de acompañarnos, de cuidarnos, de pensar juntes los modos en que enfrentaremos el daño, cuando se suscite, para que la reparación sea posible, o al menos imaginable. No agudicemos más la intemperie integral que vive el país destrozando los techos que hemos sido capaces de construirle.
Sé, entiendo en mi carne, que queremos cambiarlo todo, ahora. También yo lo quisiera ahora. No merecemos esta recua de criminales negligentes, ni hoy ni en el pasado ni nunca. Pero jamás un proceso transformador ha sido ahora. La inmóvil lógica generacional que dicta una esencia respectiva de los boomers, los X, los millenials… tiene limitadas solvencia y aplicabilidad. Cambiarlo todo es lento, tiene historia ancestral y requiere nuestros techos.
Quemarlo todo, explotar el planeta con una bomba atómica, tomar el poder con la violencia de un ejército, es rápido, rapidísimo, en su ejecución (si descartamos el tiempo requerido para su planificación), pero lento, lentísimo, en los días después del día después. La magnitud y el alcance de los efectos que tienen los fuegos asoladores, las bombas atómicas y los ejércitos violentos siguen hoy con nosotres: su lentitud es también asesina –irreparablemente.
Nuestra especie salió de los peces que salieron de las aves que salieron de… ¡cuánto tiempo para cambiar y para seguirlo haciendo! La lava que explota e irrumpe no responde al acelerado tiempo del capital, sino al lento ritmo de la transformación geológica. El fuego arde, aunque no se vea. Y cuando explota, funda países –islas volcánicas–, tomándose su tiempo.
Me prometo que mi lucha –lenta, ancestral, cobijada– es por una vida en que los daños irreparables no sean. A sabiendas de que es muy improbable, me prometo que mi lucha es por una vida en la que quienes nos afanamos por evitar los daños irreparables no seamos sus protagonistas. Me prometo, en fin, que mi lucha es por una vida otra, en la que todas las criaturas vivas mueran sencillamente porque morir –contra sus usos habituales– es vivir.
_________ Algunos trozos de este texto fueron publicados primero en redes.