presentación
La reconstitución del Otro Mauricio Electorat
todos los formatos o posibles de D esubgéneros la narración, el de la au-
tobiografía quizás sea el más engañoso, el más doble o acaso el más múltiple: lo que el lector espera, en principio, de este tipo de narración es conocer la vida de aquel que narra. Pero sabemos que en este pacto hay una ilusión, o dicho de otro modo, un malentendido común al lector y al escritor, porque en este «contar su vida» hay, en primer lugar –y acaso en último lugar–, el despliegue de una escritura. Contar su vida es, fundamentalmente, escribirla, tomar la propia memoria como materia de la escritura. Quien escribe, aquel que enuncia en el texto y dice «Yo» y dice sobre todo «yo recuerdo», no es aquel que se propone escribir, el ser de carne y hueso, o de carne y recuerdos, sino, para utilizar una imagen cara a Jorge Edwards, probablemente su fantasma. «Je est un autre», escribió Rimbaud y esa simple y célebre fórmula abre la puerta al juego de espejos, al lugar diríamos, desde el que se articula toda la narrativa moderna. En ese equívoco se fundamenta la posibilidad de todo relato. Derrida, en una magnífica y breve película, declara ante la cámara que escribe porque cuando dice «Yo» no sabe quién es ese que está diciendo «Yo». Me atrevo a aventurar que Jorge Edwards apela al formato de las memorias para convocar a la memoria, a su memoria personal, e intentar saber o terminar de saber quién es Jorge Edwards.
Así, estos Círculos morados son en realidad los círculos concéntricos, las capas de la cebolla, diríamos, de la memoria, con sus idas y venidas, sus puentes colgantes y sus nocturnos pasadizos secretos… Y me atrevo a aventurar también que el primer sorprendido con los hallazgos de esa memoria es el propio memorialista. «Yo pecador, me confieso a Dios», dice Gonzalo Rojas en uno de sus poemas. Y Jorge Edwards podría decir «yo, vividor» –en la acepción primera del término: aquel que vive, aquel que ha vivido y aquel que aún está viviendo, puesto que escribe– me confieso, no necesariamente a Dios, no en el sentido agustiniano del término –aunque a nadie se le escapa la filiación entre autobiografía y confesión–, sino en el sentido más bien roussoniano. «Yo, pecador», me confieso en primer lugar al Narrador. Y haciendo esto, poniéndose entre las manos del narrador o, mejor dicho, entre esos dedos que teclean con urgencia y también, acaso, con duda, con vacilación, el que escribe cuenta ya no su vida, sino una vida, una vida posible, entre otras muchas, y la entrega, la «libra» como se dice en francés, en el sentido de una entrega inerme, sin prevenciones, al lector. Hablé de san Agustín y sus famosas Confesiones, aunque, más que del impulso místico, estas memorias de Jorge Edwards apelan al modelo humanista de su mentor, de su amigo, diríamos, Michel de Montaigne: «Ainsi, lecteur, je suis moy mesme la matière de mon livre». Soy yo mismo la materia de mi libro, dice Jorge