presentación
Ana María Shua, la polígrafa Ricardo Martínez
de las cosas que sorU naprenden cuando uno se aproxima a la obra de Ana
María Shua (Buenos Aires, 1951) es su diversidad, su riqueza. La autora ha acometido una enorme multiplicidad de géneros a lo largo de varias décadas de producción literaria y a lo largo de decenas de libros y centenares de textos. Ha cubierto la poesía desde una obra temprana a los dieciséis años, El Sol y yo. Ha cubierto, asimismo, la literatura «adulta» (y a continuación se entenderá por qué uso la palabra «adulta»), como en su reconocida novela La muerte como efecto secundario, de 1997. Del mismo modo, en los últimos años, ha cubierto la narrativa infantil ampliamente, en escritos de muy diversa naturaleza y tono, como un volumen de poemas intitulado alegremente Las cosas que odio –donde se da espacio para hablar, a través de la lírica, de las experiencias de la niñez desde el ángulo de la gigantesca variedad de gustos y disgustos de las niñas y los niños– y otros con nombres sugerentes como Un circo un poco raro o Una plaza un poco rara. Ha cubierto, finalmente, la narrativa juvenil, en que comunica a lectoras y lectores mayores historias entretenidas, interesantes, y, si se me permite la palabra, didácticas (en el mejor sentido que puede tener ese vocablo), como en Cuentos de fantasmas y demonios. En la producción de la profesora Shua hay también espacio para los guiones de películas (Los amores de Laurita) o la publicidad.
Se trata entonces de una polígrafa en estado puro. La diversidad, sin embargo, no se reduce a los géneros cubiertos. Quiero destacar dos o tres características que a mí me han llamado la atención de su voluminosa obra. La primera es una conciencia profunda y penetrante de quiénes son sus lectoras y lectores. Ana María Shua es capaz de escribirle a un niño de siete años en su propio lenguaje, con su propio registro, con sus propios intereses y obsesiones. Y lo mismo ocurre con jóvenes de quince, o con adultos de treinta y cinco. La autora modula su forma de comunicación de manera de ajustar lo que va contando, para que quien está del otro lado del texto entre en comunicación con ella y con su historia de manera cordial y amena. La segunda característica es la conciencia de la propia escritura. La profesora Shua explora cada espacio escritural de modo de ser fiel al formato, a los contenidos y a la extensión de cada forma literaria. Si se trata de un cuento, despliega en él los recursos del cuento. Si se trata de una anécdota, sintetiza lo esencial. Si se trata de un relato más extenso, ocupa ese espacio muy dedicadamente. La tercera característica es algo que parece atravesar todos sus textos, independientemente del lector a quien está destinado o del género: la documentación. Hay en toda la obra que he podido leer siempre una fuente documental que no se agota para nada en la simple investigación
enciclopédica: lo mismo puede tratarse de la historia del Golem contada a adolescentes como del cambio en los espectáculos de magia cuando se pasó del escenario circense de 360 grados al music-hall de 180, como cuenta en Fenómenos de circo. O como la misoginia y la no misoginia, abordada en tres libros sobre la mujer, el último de los cuales, publicado este mismo año 2012, se titula justamente Todo sobre las mujeres. Cuando uno lee a Ana María Shua ocurren dos cosas que rara vez van juntas: se adquieren relatos, y se adquiere conocimiento; «cuento» y «documento». Por supuesto que de entre toda la voluminosa obra de Ana María Shua uno de los géneros que más ha sido destacado por la crítica es el del microrrelato, como en La sueñera o Temporada de fantasmas. Aunque como he dicho su creación excede con mucho ese solo estilo, de esa experticia es de lo que quiere conversar ahora con nosotras y nosotros.