presentación
Nadar con Forn María José Viera-Gallo
poco fui al concierto de la mítica banda britáH ace nica Happy Mondays en
el Teatro Caupolicán. A la salida del recital, ya pasada la avalancha de recuerdos y flashbacks deseados e indeseados, tuve la sensación algo tardía pero a la vez inédita de que esa noche se habían acabado los noventa. ¿Cuándo empezaron los noventa? ¿ Cuando mi generación bailó «Aleluya» por primera vez? ¿Cuando los psicotrópicos acabaron con el lamento ochentero? ¿Cuando se acabó la dictadura? Algunos hechos históricos, especialmente los que nos marcan, tienen finales y principios inciertos. Uno de mis principios inciertos favoritos para contestar a esta pregunta es el siguiente: tengo diecinueve años y alguien me pasa el libro Nadar de noche, de Juan Forn. Lo primero que pienso es: «¡Qué título tan zen!». Lo segundo: «¡Qué imagen esa de nadar de noche!». Lo tercero tiene que ver con una duda fonética. ¿Por qué todos los nuevos escritores que tengo en mi velador tienen apellidos que empiezan con F? Forn. Fresán. Fuguet. ¿Cacofonía? ¿Cofradía? En ese entonces estudio Letras, y quizás por rebeldía o por exceso de amor a los maestros norteamericanos, llámense Capote, Carver, Cheever, también escritores cosidos por una misma letra, la Gran Literatura Latinoamericana me parece un jardín enrejado, resguardado para sus padres y de acceso restringido para sus hijos. No hay nada malo en leer a Borges, Vargas Llosa,
Puig, pero a los diecinueve años quieres, ansías, deshacerte del padre todo talentoso y tenderte en tu cama a charlar con el hijo desconocido. Forn es uno de esos hijos, un hijo que no escribe con la mayúscula de los megadiscursos literarios propios de una Latinoamérica política (no olvidemos que es hijo de la dictadura argentina) o ese YO de poéticas autorreferentes de las denominadas vanguardias, sino con la minúscula propia de las historias íntimas –«realistas», simplificarán los críticos–, historias que cuando leí por primera vez me produjeron el mismo impacto que esas fotografías de extraños que uno se encuentra por casualidad en la calle y se queda mirando como si se viera retratado en ellas. Historias, como le dice el fantasma de un padre a su hijo sentados en el borde de una piscina al principio de la noche más larga de sus vidas, que siendo emotivas adoptan sin embargo una posición panorámica en cuanto a las emociones. El cuento al que me refiero, el bello y cristalino «Nadar de noche», sigue encantando a hijos (y padres) conscientes de que ciertas conversaciones solo pueden ocurrir en sueños o en las mejores ficciones, y es evocado ayer y hoy por sus lectores con suspiros emotivos de estrecha complicidad que nos recuerdan que un cuento debería ante todo tener la capacidad de maravillar al lector. Ciertos escritores, como Forn, y aquí voy a nombrar a otro más viejo pero cuyo apellido también empieza con F, como el Flaubert
de La educación sentimental, cuentan ademas del embrujo con el don y la secreta misión de convertirse sin querer en los intérpretes de una generación. En «El borde peligroso de las cosas», otro de los cuentos del libro, los treinta años son retratados así: «Los pibes con sus computadoras, su música sampleada y sus jueguitos electrónicos. Los cuarentones clavados en su pasado psicobolche o en la new age. Somos el jamón del sándwich: no entendemos nada, nadie nos entiende. Estamos como el pajarito agarrado a la última rama del árbol que crece al borde del abismo». La ficción de Forn –estos relatos, o sus novelas Puras mentiras y María Domecq– siempre resuena por lo no dicho antes que por lo dicho, por una selección impecable de detalles –Forn es un gran iluminador– que hace que todo suceda sin intenciones programadas, en tiempos muertos, con personajes cuyas vidas aparentemente domésticas se deshacen y rearman en un párrafo. Ahora la pregunta es ¿por qué releer al joven Forn si tenemos al maduro? Hace poco me compré la nueva edición de su novela debut, hoy acortada al título de Corazones, y descubrí algo que en los noventa no sabía. En un mundo sobreexpuesto y sobrevendido como el de hoy, donde la fragilidad humana es una enfermedad casi proustiana, donde todo parece poder superarse, y mal, a través de la vieja ironía posmoderna, el destino incierto de un