El Comité 1973 número 37. Erótica

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el comité 1973

Revista de difusión, crítica y creación literaria

Año 7 / número 37

ERÓTICA


EL COMITÉ 1973, Núm. 37. Erótica Revista de difusión, crítica y creación literaria. Correo electrónico: elcomite1973@gmail.com http://issuu.com/revistaelcomite1973 https://www.facebook.com/revistaelcomite1973 https://twitter.com/ElComite1973

El Comité 1973 Director Meneses Monroy Editora Asmara Gay Jefa de redacción Patricia Oliver Diseño gráfico Jovany Cruz Flores

Consejo editorial

Agustín Cadena Guadalupe Flores Liera Claudia Hernández de Valle Arizpe Daniel Olivares Viniegra Juan Antonio Rosado Zacarías Eduardo Torre Cantalapiedra E. J. Valdés

Portada y contraportada Jovany Cruz Publicación Bimestral Enero - Febrero Año 7 | Número 37 | 2019

Comité colaborador de este número

Lázaro Alarcón Federico Ballí Luna Beltrán Karina Castro Luz Elena Cruz Edgar Díaz Solís Guadalupe Flores Liera Icela Lightbourn Asmara Gay Consejera en artes visuales Guillermo Lera Pérez Elsa Madrigal Meneses Monroy Juan Fernando Reyes Juan Antonio Rosado Z. Juan Tovar Almendra Vergara

Publicación incluida en el catálogo de revistas electrónicas de arte y cultura del conaculta http://sic.conaculta.gob.mx/ficha.php?table=revista_elec&table_id=136 La revista El Comité 1973, es una publicación realizada por el grupo literario El Comité. Todos los derechos reservados.


ÍNDICE

Dossier Idea de lo Erótico .......................................................................................................4 Asmara Gay Poesía Alquimia...................................................................................................................... 7 Federico Ballí Orgasmo ...................................................................................................................... 8 Asmara Gay Granos de sal ................................................................................................................ 9 Karina Castro Soñar lo erótico............................................................................................................. 11 Edgar Díaz Solís

Ensayo Las dulzuras de Eros en el jardín de la cultura................................................................. 12 Juan Antonio Rosado Z. Cuentos La mascarada............................................................................................................... 18 Lázaro Alarcón El arte de Eros............................................................................................................... 22 Juan Fernando Reyes Minificción La espera...................................................................................................................... 25 Luz Elena Cruz Reseña Delmira Agustini: “La realidad trágica del Eros”.............................................................. 26 Guadalupe Flores Liera Portafolio Almendra Vergara.................................................................................................31 Poesía Poesía Juro.............................................................................................................................. 46 Juro.............................................................................................................................. 46 Luna Beltrán Luna Beltrán ........................................................................................................... 47 Ala’s Trump…eta. Ala’ s Trump…eta. ........................................................................................................... 47 Icela Lightbourn y Guillermo Lera Pérez Icela Lightbourn y Guillermo Lera Pérez Ensayo Ensayo Saburra: Acercamientos a la poesía de Gottfried Benn.................................................... 48 Saburra: Acercamientos a la poesía de Gottfried Benn.................................................... 48 Juan Tovar Juan Tovar Asmara Gay y el ensayo como material didáctico............................................................ 53 Asmara Gay y elRosado ensayo como Juan Antonio Z. material didáctico............................................................ 53 Juan Antonio Rosado Z. Aforismos Aforismos Aforismos de Meneses Monroy....................................................................................... 59 Aforismos de Meneses Monroy....................................................................................... 59


IDEA DE LO

ERÓTICO

Asmara Gay

El erotismo es sexualidad transfigurada: metáfora. Octavio Paz

E

l erotismo es una de las manifestaciones culturales más elevadas de una sociedad; tal vez junto con el arte, la filosofía y la ciencia. Su presencia, de la mano de las otras expresiones culturales, nos indica que el ser humano nunca podrá ser enteramente primitivo, en tanto viva dentro de una comunidad, pues cuanto llegue a su conciencia pasará por el tamiz cultural que se le ha enseñado y que, al mismo tiempo, reproduce y, en la medida de sus posibilidades, cuestiona. De tal modo que nada que sea inherente y natural al hombre permanece en ese estado, sino que se traslada a la Idea, sea ésta en un inicio colectiva y, luego, a partir del pensamiento de cada individuo, se volverá particular con base en su percepción y creatividad. En lo que respecta al hombre occidental, el erotismo es una desviación de la norma —una transgresión, diría Georges Bataille en su libro El erotismo, publicado en 1957—, pues la ley divina, herencia del cristianismo, ordena al hombre: “Id y multiplicaos”; pero el erotismo aleja al ser humano de su natural condición reproductiva. Si bien lo que acabo de enunciar parecería una paradoja, porque la reproducción podría ser una consecuencia de aquél, no lo es en la medida en que el erotismo transforma la sexualidad humana a partir de su intrínseco propósito: el goce. Para Bataille, sin embargo, el goce no es en sí mismo el fin del erotismo, sino solamente parte de él; para el autor francés la búsqueda incesante que se da en el erotismo es la continuidad de dos seres discontinuos (de ahí que el mismo Bataille haya afirmado: “el erotismo es la aprobación de la vida hasta en la muer4


te” [2008, p. 11]), y esa continuidad es un espejo de la muerte, porque en ésta lo discontinuo se anula. Desde mi punto de vista, para poder expresarse, el erotismo necesita de algunas otras consideraciones: el deseo, los sentidos, la seducción, el amor, el juego, la libertad y la creatividad. El significado más literal de la palabra ‘erotismo’ da cuenta de que es una actividad de amor sexual; esto es, un cuerpo se entrega, cohabita, se abandona en otro cuerpo que le atrae a partir del sentimiento amoroso que el otro ha provocado en él. Pero esta aproximación todavía es insuficiente para lo que ocurre con el erotismo. El Diccionario de Autoridades, publicado por la Real Academia Española en 1726, señala que el amor es: “Afecto del alma racionál, por el qual busca con deséo el bien verdadéro, o aprehendido, y apetéce gozarle”, y que el erotismo es: “Passión fuerte de amor”. De este modo, el erotismo es una expresión del amor, en tanto éste es producto del alma racional y se encamina al goce, a su materialización a través de la carne. En La llama doble, Octavio Paz comenta que el amor es una pasión que no está vinculada al cariño filial que le tengamos a hijos o padres, pues éste más bien se da por costumbre o por ideas religiosas o morales de la sociedad que nos circunda, y, en ese sentido, lo que sentimos por nuestros familiares no es racional, pues no conlleva la voluntad ni la elección, sino que es realmente piedad, virtud que incita a “reverenciar, acatar, servir y honrar a Dios, a nuestros padres y a la patria” (Diccionario de Autoridades, citado por Paz, 1994, p. 109). Puesto de esta manera, el erotismo es amor y, como dice Paz, “no hay amor sin erotismo

como no hay erotismo sin sexualidad. Pero la cadena se rompe en sentido inverso: amor sin erotismo no es amor y erotismo sin sexo es impensable e imposible” (1994, p. 106). Para su realización, en una acepción ideal, el erotismo necesita de dos cuerpos que se deseen y que, luego de traspasar la involuntaria atracción que los seduce, se elijan racionalmente. Esto es lo primero que nos aparta de la conducta sexual animal: la voluntad de buscar al otro para establecer una relación amorosa sexual. A diferencia de los animales, los seres humanos no llevamos a la inmediatez el impulso sexual (a menos que uno sea un enfermo), sino que, como ya lo mencioné al inicio de este texto, todo cuanto llega a la conciencia pasa por el tamiz de la cultura (social) y se detiene en nuestro pensamiento (individual) para reproducir una conducta o transformarla de acuerdo a nuestra percepción. Es así como, tras el deseo, y en busca del goce, los seres humanos desplegamos artificios para seducir al otro: Desde el punto de vista erótico, está completamente armada para la lucha; emplea las flechas de los ojos, el frunce de las cejas, la frente llena de misterio, la elocuencia de la garganta, las seducciones fatales de los senos, las suplicaciones de los labios, la sonrisa de sus mejillas, la aspiración dulce de todo su ser. Tiene la fuerza, la energía de una Walkyria, pero esta plenitud de fuerza erótica se tempera a su vez con cierta elevación tierna que se desprende de ella (Kierkegaard, Diario de un seductor, citado por Baudrillard, 1981, p. 110).

A través de los signos que extiende, la seducción entra en el terreno de lo erótico: en un ini-

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cio, para atraer al sujeto amoroso, y después, para ser uno con él, ser uno en él (aunque sea por un intervalo fugaz), para cultivar en el otro y en uno la llama del deseo, a pesar de la consumición y la costumbre. Es gracias a la apuesta seductora que el erotismo permanece como un juego entre los amantes, donde la primera regla de este juego es la libertad de entrar en él, pues, de otro modo, ya no sería erotismo, sino perversión, desvío, corrupción sexual en grado sumo, animalidad también, puesto que se anularía la voluntad y la elección de uno de los participantes debido al ejercicio de poder del más fuerte. Dice Johan Huizinga: “Todo juego es, antes que nada, una actividad libre. El juego por mandato no es juego, todo lo más una réplica, por encargo, de un juego” (1997, p. 19). Y más adelante comenta: “El juego no es la vida ‘corriente’ o la vida ‘propiamente dicha’. Más bien consiste en escaparse de ella a una esfera temporera de actividad que posee su tendencia propia” (p. 20). El que entra al juego erótico lo hace para representar lo que no es en un espacio y tiempo ordenados para ello, o, dicho de otro modo, para encarnar una parte de la vida interior del hombre, no siempre representada por él, y sin que, al hacerlo, deje de lado su cultura. Si bien el erotismo es una transgresión, como lo comenta Bataille, ello no quiere decir que el hombre rompa con todo lo que ha heredado de su cultura. Más bien, insisto, transgrede una norma, pero el ser humano sigue cargando con lo que lo conforma como ser social. Cabe decir también que, como afirmación de la vida, el erotismo va en contra de los pensamientos tanáticos de origen cristiano, sobre todo los relacionados con la sexualidad y el propio cuerpo, pues rompe con el rechazo, el miedo y con el asco que éste nos genera, y a la vez con la idea de que el cuerpo encarna al mal, al diablo. Si el ser humano contemplara el erotismo como una actividad lúdica y propia del hombre, ¿cómo sería esa sociedad en la que sus individuos le rinden culto a la vida, y a todo aquello que la cultiva, y no a la muerte y a la destrucción por la misma negación del cuerpo? Con la mirada puesta hacia delante, vale la pena seguir reflexionado sobre esto. Referencias Amor. (1726). En Diccionario de Autoridades. Tomo I. Recuperado de: http://web.frl.es/DA.html Bataille, G. (2008). El erotismo (Traducción de Antoni Vicens y de Marie Paule Sarazin). México: Tusquets. Baudrillard, J. (1981). De la seducción (Traducción de Elena Benarroch). Madrid: Cátedra. Paz, O. (1994). La llama doble. Amor y erotismo. México: Seix Barral. Erotismo. (1732). Diccionario de autoridades. Tomo III. Recuperado de http://web.frl.es/DA.html Huizinga, J. (1997). Homo ludens (Traducción de Eugenio Imaz). Barcelona: Altaya.

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Alquimia Federico Ballí

Ayer, ayer bailamos en la cama; versátil alquimia, humedad ensayada en vapores de voz, en fuego que por la boca resbala, en rocío de sal y espasmos de soledad fracturada. La inanición del insomnio curamos y él nos curó de la noche. Nos dio el alba. Tú me miraste, y me pediste que no me alejara. Yo te abracé, y así perdimos el compás de la danza. Un gramo de sol, dos gotas de luna y el hervir de la madrugada. Realizará la memoria su alquimia; regresarás transmutada; regresarás en bosquejos y bailaré con el insomnio en la cama. En rumiar de tropiezos serás el salitre que abrasa, serás lejanía, serás el rencor asentado en mi sábana. 7


ORGASMO

Asmara Gay

I

Desde la súbita caricia donde un beso, un olor, un roce abre un abismo con saliva y piel, un vértigo de cuerpos se desenvuelve; todo confuso, todo contrario. Cerrada sobre sí misma la mirada se entrelaza, danza con el caos. Y entonces…

II

Un momento explota Un momento se expande hasta el infinito como si todos los momentos estuvieran contenidos en el mismo Un momento en que la rabia, el ahogo del mundo, la inutilidad de mi sombra se borran o se expanden Un momento en que ya no me encuentro, como si no hubiera existido y un aliento nace otra vez Un momento de vuelta a la nada Un momento Un momento Un momento…

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Granos de

sal

Karina Castro

Atesoré tus miradas en mi garganta fugitiva. Me preguntabas el porqué de mi silencio. No lo dije: no quería que escapara ese tesoro, que volara como las gaviotas en esta playa confinada. Ahora tus miradas me saben a sal. No a la sal que adereza las lenguas de voces satisfechas, sino a la falsa sal que te invade y se adhiere a tu cuerpo y penetra los poros como si fuera a estar contigo siempre, como si negara que el agua, con su tenaz limpieza, fuera a expulsar cada fino grano alojado en la piel. Quizá no me creas; las gaviotas me siguen picoteando tu imagen: desean desgastar tu recuerdo, pero jamás se llevarán tus ojos. Esos ojos con los que jugaba ajedrez en el día me anunciaban la tormenta; en la noche, me recordaban el olvido necesario para imaginar un futuro. La parvada sigue sobre mí; me deja la imagen de tus ojos. Por eso, la lluvia no sorprende; tampoco las olas excitadas que acarician mi piel disimulando, siempre disimulando, y que tratan de arrancarme de la arena, violentas o sutiles, fingiendo que no saben que en algún momento partiré. 9


Contigo descubrí que el lenguaje no es tan inútil como yo creía. Me enseñaste que el cuerpo comunica, que no es hipócrita como las palabras, que no se pone máscaras. Así me descubriste. Pude haberlo evitado en aquella noche vértice. No lo hice (o no quise): dejé que me trazaras de extremo a extremo, que midieras cada uno de mis ángulos y delataras cada una de mis caras. Aprendí entonces que el transgresor no queda impune: huye, aunque siempre incompleto; va dejando los granos de su sal sobre la arena. Lo sabías y con tus olas trataste de alisarme, mas sólo las rocas permanecen. Los fugitivos cruzan bajo la tormenta y no regresan ya.

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Soñar lo erótico Edgar Díaz Solís

Hay otro Mundo en este mundo. No lo vemos con nuestros ojos. No es de carne ni de espíritu. Un paisaje acariciado apenas con nuestros sentidos, en nuestros sueños. Un paisaje abierto al cerrar los párpados, cuando otro yo aparece como Yo en nuestra cara… … y en este enlazamiento: abrazamos fantasmas. Nuestra realidad se diluye, se pierde en el despeñadero de sensaciones que nos hace pensar que el intenso momento que vivimos tiene un cuerpo, un rostro, un apellido…

pero es Nada.

Y mañana vendrá de nuevo. Otro yo se levantará ante nuestros ojos cerrados. Otro acostarse, contemplarla desnuda, penetrar una forma entre diversas caricias; fuente que no llega al final; savia que devora la llama mientras la imagen duerme; torsos platinados de fiebre e insomnio; sol y luna; gastada metáfora; dolencia de amor que nunca se cura; posesos por sangre negra… Y cerrar los ojos, un agujero negro, un big bang y recomenzar todo de nuevo. 11


LAS DULZURAS DE EROS EN EL JARDÍN DE LA CULTURA Juan Antonio Rosado Z.

L

a sexualidad abarca la naturaleza entera: reino vegetal y animal. Se trata de un fenómeno biológico, químico, natural, estudiado por la sexología. En el reino animal implica la mente y el cuerpo, desde el vientre materno hasta el deceso. Sin la sexualidad no habría vida ni reproducción ni instinto o prurito de cercanía con el otro. El erotismo, en cambio, como lo advirtió Georges Bataille, es un fenómeno humano, al igual que cualquier otra manifestación cultural. No consiste en la mera satisfacción de un instinto; tampoco en considerar los fines reproductivos, como lo hace el cristianismo paulino en sus orígenes y aún quienes siguen los preceptos de esa religión. Al erotismo —condenado por la cristiandad— no le interesa la re-

producción, sino el goce imaginativo, sensual y racional de la sexualidad sin pensar en la reproducción. Para mí, el erotismo es a la sexualidad lo que la gastronomía al instinto alimenticio. Mediante su raciocinio e imaginación, el ser humano altera los elementos naturales. Un perro puede conformarse con un trozo de carne cruda y con una cópula rápida para satisfacer sus instintos y reproducirse; en el humano no ocurre lo mismo, a no ser que hablemos de un violador o de un hombre primitivo, alejado de la cultura, quien sólo obedece a sus instintos y pone su escasa racionalidad al servicio de ellos. La gastronomía y el erotismo van más allá de eso. Así como los humanos inventamos recetas y aderezamos la carne (la transformamos

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en platillo), lo mismo hacemos con la sexualidad al transfigurarla en erotismo. Si para Bataille la cultura y, por tanto, el erotismo niega el dato natural, para mí en realidad el erotismo es la sexualidad transfigurada mediante la razón, la imaginación y la sensibilidad; por ello es, en esencia, estéril: su fin inmediato no es la reproducción, aunque ésta pueda presentarse. Racionalidad e imaginación convierten la sexualidad en algo cultural; también lo hacen con los movimientos del cuerpo al organizarlos y transformarlos en danza; también lo hacen con los sonidos de la naturaleza al organizarlos en ritmos, melodías y armonías, y transfigurarlos en música. No es que los pájaros “canten”: decir eso es una sobreinterpretación desde nuestro ámbito cultural. Lo mismo sucede con el lenguaje: una cosa es el lenguaje con mero fin comunicativo (como el de las ballenas, los pingüinos, gatos, perros y demás especies, o como el que usamos para solicitar algo en la tienda) y otra cosa es la palabra esencial, es decir, la literatura, que transforma el lenguaje en arte. De igual manera ocurre con los trazos y colores respecto de la pintura, y asimismo con la jardinería, que, mediante la razón y la imaginación, reorganiza el paisaje natural. Literatura, música, pintura, danza, jardinería, erotismo... son sólo humanos porque transfiguran los signos naturales en otra cosa. Si hablamos de “danza” en el reino animal, se trata de una sobreinterpretación. La danza de cortejo de ciertas aves o el modo de copular de las especies animales no cambian ni han cambiado: se han mantenido iguales por milenios y su fin es la satisfacción de un instinto; obedecen a una necesidad natural. Por ello, la homosexualidad se da en el reino animal, pero no el homoerotismo. El heteroerotismo, homoerotismo o autoerotismo entonces son fenómenos culturales, humanos. El juego de caricias, miradas, posiciones sexuales, perfumes, imaginación, así como el hecho de retardar la eyaculación para aumentar el deseo, por ejemplo, van más allá de la reproducción animal y de la sola satisfacción de un instinto. Las culturas orientales, como la hindú1, la japonesa, la china y también la egipcia antigua y la árabe tuvieron artes eróticas, libros donde se habla del goce sensual: Kama-Sutra, 1 Utilizo la palabra “hindú” como gentilicio, lo cual es totalmente correcto en español. Recordemos que tanto la palabra “hindú” como “indio” provienen de la misma raíz: el río Indo. Si hubiera querido referirme a la religión, hubiera puesto “hinduista”, persona adepta del hinduismo. El nombre del país de hecho es Bharata-Varsa, y el nombre de la religión es Sanatana-Dharma. A este respecto, léase el importante ensayo de Juan Miguel de Mora: “La palabra hindú y las veleidades académicas”, contenido en su excelente libro Tantrismo hindú y proteico (UNAM, 1988).

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ran que el fin de la pornografía es excitar. Es una apreciación subjetiva. En literatura o narrativa en general (incluidas las películas), la pornografía no presenta caracteres humanos, sino que los personajes son falos, vulvas, pechos, nalgas, piernas, flujo vaginal y semen. Todo se centra en esa cuestión y ya. En cambio, las representaciones eróticas —pictóricas, escultóricas, literarias o cinematográficas— poseen ingredientes formales, estructurales, estéticos, sicológicos, situacionales que hacen de dichas representaciones algo que va más allá de la mera genitalidad. No es igual un coito anónimo que la escultura de un coito en un templo hindú. En el segundo caso hay arte y un fin sagrado, pues el erotismo en India nunca salió del ámbito sagrado. No es igual un coito anónimo que una obra literaria con personajes que de repente practican un coito, aunque haya semen, penetración y todo lo que mencioné antes. La pornografía es gratuita, repetitiva, monótona y se centra en el anonimato sicológico y cultural al reducirse a lo genital. Puede ser didáctica, pero no es ni erotismo ni arte. Para comprender mejor lo anterior, una cosa es la violencia y sangre gratuitas (como en el cine gore o el snuff) y otra la violencia en un contexto determinado, que obedece a una trama, como la violencia física o sicológica aparecida en el cine de un gran artista como Ingmar Bergman. La pornografía es la sexualidad descontextualizada, carente de forma estética. Podría argumentarse que la Maja desnuda (de Goya) o El origen del mundo (de Courbet) son anónimos y están descontextualizados, al igual que los coitos en los templos de Khajuraho. Pero esto sería falso. La técnica, la huella del artista, las motivaciones estéticas o, en el caso de Khajura-

Ananga Ranga, El collar de la paloma, El jardín perfumado o El papiro de Turín son sólo unos cuantos ejemplos. Muchos de ellos aconsejan métodos anticonceptivos para centrarse en las formas y organización del placer. Ahora bien, amor y erotismo no son lo mismo. Hay que destacar que una relación erótica no necesariamente incluye amor; y el amor no por fuerza incluye el erotismo. Se puede sostener una relación erótica con una prostituta o con una amiga o amigo sin necesidad de amarlos, y se puede amar a un hermano, a un hijo, a una madre o incluso a un cónyuge sin tener que mantener relaciones eróticas o sexuales con ellos. El amor es un sentimiento, una emoción de afirmación, de aceptación plena del otro. No me refiero al amor-pasión, de corte narcisista, con el que amamos la idea que nos hicimos del otro y no al otro como tal, sino al amor entendido en su sentido más amplio. Algunas culturas o épocas han considerado el amor como locura y por ello se ha contrapuesto al matrimonio, contrato realizado sobre todo para destinar herencias. Otra distinción debe hacerse entre erotismo y pornografía. No estoy de acuerdo con quienes no los distinguen ni con quienes afirman que la pornografía es el “erotismo de los demás”. Sin importar su etimología y el modo en que empleó la palabra “pornografía” Restif de la Bretonne (el que la creó en el siglo XVIII), las representaciones pornográficas carecen de valor estético: su único interés es mostrar la genitalidad sin otro fin. Más que representación, hay presentación, como en la exposición-reportaje de un crimen, sin ningún tipo de recreación. Tampoco estoy de acuerdo con quienes aseve14


ho, el fin religioso, hacen que estos fenómenos no se reduzcan a la mera genitalidad como fin, que es justo lo que pretende la pornografía, sino que sean auténticas representaciones eróticas. En cuanto a nuestra cultura occidental, filósofos y médicos griegos proponían un elemento pasivo y otro activo en la relación. El varón adulto, sin importar su preferencia sexual, era activo; la mujer, en cambio, era siempre pasiva. La postura de Artemidoro, quien afirmaba que cualquier posición en que el hombre no estuviera sobre la mujer era producto de la locura o la embriaguez, indica una carencia de imaginación y refinamiento en la relación sexual, y admite la inferioridad de la mujer respecto del hombre. El mismo Aristóteles considera, en su Tratado de la generación de los animales, que se debe entender la condición femenina como si fuera una “deformidad”. Para los griegos, la civilización era masculina. No es por azar que ellos —como nos enseña Michel Foucault en su Historia de la sexualidad— no hayan concebido artes eróticas, sino sólo reflexiones que apuntan “a la instauración de una técnica de vida”. Sólo para las hetairas el amor se practicaba como arte. Entonces cuando hablamos de transgresión al decir que en Occidente el erotismo ha sido transgresor, necesitamos un referente. ¿Transgresión en relación con qué? ¿Transgresión de qué? El erotismo nun-

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ca fue transgresor en ciertos ámbitos de las llamadas religiones “paganas” ni en las orientales. Pensemos, por ejemplo, en el culto a Afrodita, aunque sí haya sido transgresor respecto de la cotidianidad y del mundo laboral, que siempre fue eminentemente profano y no sagrado. En algunas regiones del mundo helénico, llegó a existir la prostitución sagrada, pero en el ámbito transgresor de los templos, como también se daba la relación entre la violencia y lo sagrado. En el judaísmo, es curioso que el rabino Akiba haya sobreinterpretado el Cantar de los cantares como una alegoría y por ello este poema aún se mantiene como parte de la Biblia, libro en esencia patriarcal, con un Dios masculino. Cuando hablamos de cristianismo cambia la cosa. Aunque haya cristianos progresistas e inteligentes en la actualidad, como la monja Ivone Gebara, esta religión en verdad desacralizó la sexualidad humana, restringiéndola a un mero fin reproductivo en el seno del matrimonio; desacralizó a la naturaleza: dejó de haber árboles sagrados y piedras sagradas. Un supuesto diablo, con el que explican el “mal”, se convierte en el Príncipe del Mundo, ¡y cuanto más cerca estemos del mundo, de la materia, del cuerpo, más lo estamos del diablo! Esta concepción ha sido perjudicial para el planeta entero. Por ello, libros como Gargantúa y Pantagruel (Rabelais), El arte de las putas (Nicolás Fernández de Moratín), El Decamerón (Boccaccio), Los cuentos de Canterbury (Chaucer), El libro del buen amor (Juan Ruiz) y otros muchos han sido parcial o totalmente condenados. Y aunque las religiones y sectas de la cristiandad hayan cristianizado los elementos

paganos que les convino —como el culto al Sol en el solsticio de invierno, que se transformó en Navidad, o las Lupercalias, que se convirtieron en las Candelarias—, al desacralizar la sexualidad considerándola impura la condenaron cuando carece de un fin reproductivo o se halla fuera del matrimonio. Los testimonios de anti-erotismo, misoginia, machismo exacerbado, pudor ridículo ante cuestiones sexuales, represión, odio al cuerpo (a tal grado que en la Edad Media prácticamente nadie se bañaba) son tan numerosos, que podrían abarcar una enciclopedia entera. Léase, por ejemplo, la Historia sexual del cristianismo, de Karheinz Deschner. Como consecuencia de lo anterior, el erotismo es transgresor desde un punto de vista judeocristiano, porque esta postura declara que el hombre es Rey de la Creación; que la mujer nació del varón (de una de sus costillas) y por tanto debe someterse a él: Mulier non est facta ad imaginem Dei; que el varón debe estar siempre sobre la mujer en la posición sexual; que la sexualidad humana sólo sirve para reproducirnos (“Creced y multiplicaos...”. Incluso Jesucristo seca una higuera porque no daba frutos, aun cuando no era época de higos...). Esta concepción del mundo, a pesar de que haya variado considerablemente, llegó a lo más anti-erótico y grotesco: ¡la sábana con el agujero para que los cuerpos no puedan ni siquiera tocarse! Por ello surgió la pornografía como válvula de escape y abaratamiento de la relación erótica. En verdad, al tratarse de un fenómeno cultural, el erotismo, como la perfumería, la gas-

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tronomía, la jardinería o cualquier otro arte (efímero o no), es un signo de refinamiento, sensibilidad y racionalidad. Por ello concluyo este ensayo con una cita de Alain Daniélou, para quien los templos hindúes “están cubiertos de imágenes eróticas porque el hombre debe ser puro, libre de inhibiciones antes de poder alcanzar los secretos del conocimiento. El sabio no teme el espectáculo del placer, sino que admira la floración y la belleza. Podemos observar fácilmente que son los ambiciosos, los rapaces, los crueles, los acomplejados quienes temen a las manifestaciones de la sexualidad. El temor a lo sexual es siempre una manifestación de anti-espiritualidad”.

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La mascarada Lázaro Alarcón

D

espués de muchísima desidia, hoy por fin me resolví a escombrar el cuarto de los triques. Algunos muebles viejos y decenas de cajas se hallaban enterradas bajo una espesa capa del polvo acumulado tras décadas de abandono. Llevo quizá siete u ocho horas escudriñando la habitación; bajando bolsas destinadas al camión de la basura; también, rescatando reliquias de familia: cuadros, artesanías, vajillas, libros. Muchas cosas serán desechadas, pero unas cuantas irán a estorbar a otro lado. Cada objeto que levanto es una analepsis a la vida pasada, mas hay algunos recuerdos que parecen de la vida de alguien más. Ahora sostengo en mis manos un antifaz negro decorado con cristales de Swarovski que un viejo amigo diseñó para mí. Al igual que el recuerdo que lo acompaña, se conserva casi intacto. Sólo lo usé una vez, en esa mascarada a la que asistí en junio de 1989. Conocía muy poco al anfitrión, pero nos encontrábamos frecuentemente en los mismos círculos de amigos, por lo que tuvo la buena atención de invitarme. No recuerdo el motivo de la celebración, tal vez ni siquiera lo tenía. Se llevó a cabo en una bella casona estilo Art Nouveau de la colonia Cuauhtémoc. Al llegar ahí, lo primero que noté fue la espléndida decoración del salón en el que se congregaba la mul-

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titud, no se había escatimado en ningún gasto. En el fondo, una mesa sostenía una fuente de copas de champaña que los mozos se encargaron de llenar mientras los asistentes, impacientes por sus bebidas, hurgaban en los bolsillos para buscar algún cigarro. El ambiente era sensual, era un desfile de varones corpulentos vestidos en sus mejores trajes; de las mujeres francamente no puedo dar una opinión objetiva. Como muchos hombres homosexuales, difícilmente noté en ellas algo más que el vestido Dior, el perfume o los zapatos. Generalmente diría algún comentario como “¡amiga! ¡qué bien maquillada estás!”, pero la ocasión no se prestaba para resaltar las facciones con el maquillaje, pues la invitación lo dejaba muy claro: “Sólo por esta noche abandona tu verdadera identidad y colócate la mejor máscara que poseas. Disfruta de los placeres que brinda el anonimato”. Y así fue. Muchos jóvenes de hoy sienten que no pertenecen a la época en la que viven. A mis veintitantos yo me sentía más vivo que nunca; y en mi lugar. La de los ochenta, fue probablemente la década del siglo XX que tuvo la juventud más ardiente. Cada vez que en alguna estación de radio o en internet escucho las canciones pop de entonces, me acorrala una muy dulce nostalgia. Esa mascarada seguramente tuvo el playlist que los jóvenes de hoy adoran escuchar en los antros. Desearían haber ido a una fiesta real de los ochenta, tanto que se olvidan de vivir el momento y encargarse de propiciar la envidia en la generación del 2030. El momento cumbre de la fiesta, al menos para mí, fue cuando comenzó a sonar Las manos

quietas. En algún punto de esos tres minutos mi mirada se encontró con la de él. Aunque la barba y el antifaz ocultaban todo el rostro, era inconfundible la masculina simetría de la mandíbula cuadrada y la gelidez de los ojos zarcos. Era Fernando, enfundado en un ceñido traje gris oxford de Giorgio Armani, que acentuaba la arrogancia de su voluptuoso torso. Un segundo después de hacer contacto visual conmigo, apoyó sus pesadas manos en la espalda de Cristina. Recuerdo haberla envidiado entonces. Deseé que fuera mi espalda el receptáculo de esas manos macizas, de las que saltaban las venas como si estuvieran por estallarle. ¿Sabría esa mujer lo afortunada que era por tenerlo? No creo. A Fernando lo conocí un poco más atrás en el tiempo, en la universidad. Del grupo de seis amigos, nosotros dos éramos los más cercanos. Él estudiaba Ciencias Políticas, y yo, Psicología. Nos unían algunas materias de tronco común, más de relleno, típicas de las universidades privadas. Recuerdo que Luisa me decía “¡tú crees que todos son gays!” para silenciar las esperanzas que albergaba mi corazón de que Fernando me quisiera. En realidad, estaba celosa de la atención que recibía de él. Siempre prefirió mi compañía, y ella, como todas en la escuela, se hacía agua cada vez que estaba frente a él. Se dice de las mujeres que son poseedoras de un sexto sentido, una intuición que los hombres no tienen tan poderosamente desarrollada. Bueno, pues yo siempre he creído que los homosexuales somos el resultado de la colisión de dos esferas, una que aglutina las fuerzas masculinas y otra que congrega las habilidades sensoriales femeninas. Había algo en la mirada

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de Fernando que disparaba todas las alarmas en mi interior. Cuando me veía a mí, su fría expresión se tornaba cálida; sus ojos parecían cambiar de un tono celeste a un verde olivo. A solas, me hablaba con mayor delicadeza que cuando nos rodeaban los amigos. A veces los odiaba por no desaparecer. Yo lo deseaba sólo para mí. Mi mayor ambición era seguir siendo su favorito del grupo; impedir que cualquier otro se acercara al nivel de intimidad que teníamos nosotros. Él conocía perfectamente mi orientación sexual. Incontables veces le confié mis aventuras con algún hombre que conocí en la Alameda o en algún sitio semejante. Empezaba escuchando con atención, pero conforme llegaba a los detalles más sórdidos, no lograba esconder el ardor en su rostro. Cuando le preguntaba el motivo de su cambio de actitud, me respondía que simplemente no creía que los amores fugaces fueran para mí. No le creía una sola palabra. Me convencí de que estaba celoso. Cierta tarde, él me pidió que me encontrara con él al terminar su última clase en la escuela. Había estado muy tenso porque iba a dar una ponencia de la que dependía todo su semestre. Estaba tan nervioso que me hizo sentir igual. Como acordamos, lo esperé en nuestro punto, lo vi acercarse a mí con una sonrisa que era inusual en él. Estaba exaltado porque había recibido felicitaciones de sus profesores. No sólo se había quitado de encima la presión, sino que le había ido mucho mejor de lo esperado. Me abrazó, me miró y me preguntó: “¿No te pasa que en los momentos de tensión haces cosas que no harías normalmente?”. Me quedé pensando un momento tratando de recordar algo

así; sin embargo, me distrajo el acercamiento de su cuerpo que aún me sujetaba por los hombros. Sentí que me jalaba hacia él y me miraba directamente. ¿Estaba pasando? Esperé despertar. Siempre mis sueños se ven interrumpidos en el momento más álgido. Nada. Seguía ahí. Lo sujeté de la corbata, listo para aceptar su beso. Cerré los ojos. Y entonces… “Fernando, ¿cómo te fue, mi vida?”, gritó la oportuna Luisa que llegaba detrás de él. ¡Maldita! Aunque la unión de nuestras caras jamás se llevó a cabo, a partir de ese día, nuestra amistad fue en picada. ¿Temía acaso que yo fuera por ahí contándole a todos lo que estuvo a punto de suceder? ¿Es que no me conocía? ¿O era que de verdad temía sentir algo por mí, por un hombre? Esos pensamientos rondaron mi cabeza durante mucho. Hasta que el tiempo pareció desvanecer y enfriar el abrasador recuerdo de sus labios aproximándose a los míos. Verlo en la mascarada, se sintió como un estrujón en mis adentros. Pregunté por el baño a uno de los mozos, que me señaló las escaleras. Subí y me metí a la primera habitación que encontré, no era el baño, pero no tenía necesidad de uno en realidad. Sólo necesitaba respirar a solas. Encendí un cigarrillo. No le había dado tres fumadas, cuando escuché girar la manija. Me preparé para disculparme por la irrupción, pero no era el anfitrión, era Él. Cerró la puerta tras de sí y presionó el seguro con su pulgar. Esta última acción, por extraño que parezca, no me hizo prever lo que estaba por suceder. Puede que después de todo, mi intuición no sea tan buena. "Quizá sólo quiere hablar”, pensé. Pero no, no quería hablar, se aproximó y apoyó am-

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bas manos sobre mi cintura y me haló hacia él. La escena inconclusa de la universidad estaba concretándose cinco años después. Mi “yo” colegial estaba extasiado, observando enajenado desde un sueño del pasado. Nos desprendimos de toda prenda, excepto por las máscaras. Él, impaciente, se dejó además esos calcetines negros y largos. Miré por la ventana, las primeras gotas de las lluvias veraniegas rayaron el vidrio. Con sus hercúleos brazos me tomó por la cintura y me levantó. Yo le rodeé el cuerpo con las piernas y así me llevó cargando hasta la cama. A pesar de que ya era todo mío, sabía que no habría más que esa noche; mis manos y labios recorrieron meticulosamente cada paraje de su colosal anatomía. Pasé mis dedos por encima de sus pétreos muslos, seguí hacia abajo por sus enfundadas piernas hasta llegar a sus pies. Ahí sentí la ligera humedad de sus plantas y recibí el aroma de cuero nuevo de los zapatos que estaban tirados a un lado de la cama. A mucha gente le repugnan los pies. Tal vez a mí mismo me repugnarían los de otro que no fuera él. Pero yo no podía sino adorar cada gota que segregara su carne. Después de treinta años sigue indeleble el recuerdo del momento preciso en que, entre mis espinillas, sus iris polares rodeados por el antifaz, se encontraron con mis narcóticos ojos negros aletargados por un estallido opiáceo: que ondeaba desde mis entrañas hacia las puntas de mis dedos a la vez que sentía el ingente peso de su cuerpo sobre mi esqueleto. No se dijo una palabra. No lo esperaba. Sólo deseaba perpetuar en mi memoria ese instante en que me oprimía y en que yo me comprimía para azuzar ese mismo adormilamiento en sus pupilas. Y así fue. Treinta estíos separan esa mascarada de este día y es el mismo tiempo en que no lo he visto. Supe que, como ambicionaba, erigió una próspera carrera política y se casó con esa mujer que lo acompañó en la fiesta. Me pregunto si ella conoce las variadas caras del hombre que se despierta junto a ella. Bueno, ¡qué más da! Hay mucho por hacer todavía aquí. Además, en tres décadas coleccioné mil amores mucho más interesantes que contar. Y bien dicen por ahí que “hay recuerdos que no deberían bajar nunca del cuarto de servicio de la memoria”.

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El arte de

Eros Juan Fernando Reyes

Las nalgas de María son dulces. Lo sé porque las he probado. Tiene unos ojos profundamente negros, tan voluptuosos, redonditos y firmes, como los senos que la acompañan. Su rostro no es tan atractivo, pero el cuerpo lo compensa; sobre todo desde que aprendió de mí el arte de Eros, que le he enseñado con sagrada paciencia y absoluto descaro. Una sola cosa siempre me ha preocupado de María, y es que de tanto gustarle este arte, vaya al lecho de otros hombres para mostrarse como una digna maestra de las artes sexuales. Eso sería algo que no podría soportar, que de sólo pensarlo provoca una ira hasta ahora desconocida para mí. Por qué ¿no soy yo acaso a quien debe mostrar con su cuerpo toda la técnica aprendida dado que he sido con ella un buen maestro? Pero sé de la infidelidad de las mujeres: deshonran y engañan a placer, esa es su naturaleza, como lo decía el maestro Schopenhauer: la mujer carece de sentido de la justicia, porque no razona. Yo no quiero que María, por esta falta de pensamiento inherente a su sexo, entregue a cualquier semental todo el arte que le he enseñado. Así que he meditado y meditado por largas noches qué podría ser aquello que evitara que cayera en la inmediatez de sus instintos apartándola del sacrosanto orgasmo destinado para ella y para mí. 22


Una de las soluciones que me pasaron por la cabeza fue la que propone Henri Pierre Cami en esa biografía ficcionada de hombre desconocido llamada “Historia del joven celoso”; pero me pareció muy drástica, además de trágica. ¿Y si a María también se la llevaba un exhibidor de fenómenos? Además, qué iba a hacer yo con el fenómeno en que se iba a convertir María sin miembros y capacidad de movimiento, si lo que yo quiero es que día y noche aplique su arte sexual en mí, solamente en mí. Después pensé en la medida que propone Vladimir Nabokov en esa mística obra llamada Lolita: como Humbert Humbert, me la llevaría lejos de todo y de todos, huiríamos como dos amantes prófugos a quienes el hado les quiere arrebatar el gran placer de estar juntos en coito eterno; pero no pude hacerlo, ¿saben? No es tan fácil botar trabajo, familia y amigos y quedarse solo con una mujer para coger todo el tiempo, porque tampoco se trata de eso, ¿no?, el sexo se volvería aburrido. En fin, la única solución que hallé fue pasar todo el tiempo que pudiera a su lado, poner cámaras y micrófonos en la casa y contratar a un detective privado para que éste me diera cuenta de lo que hacía mi María. Las primeras semanas transcurrieron sin novedad. Desde mi computadora del trabajo, que está enlazada a las cámaras y micrófonos de la casa, pude ver que su vida es realmente tediosa. Después de que me salgo, por las mañanas, duerme un rato. Luego se baña y le habla a alguna de sus amigas para salir al cine o a tomar un café. El detective me dijo que María es realmente simpática, además de muy tranquila

y que mientras la vigila le ha dado tiempo de terminar dos libros que llevaba leyendo en los últimos meses y que no había podido completar por la agitada vida de las personas que anteriormente espiaba. Pues bien, así habían sido las cosas antes de esta semana. Pero desde el lunes noté a María algo distante, con un sabor amargo en la boca y como perdida en no sé qué telarañas. Por eso decidí faltar al trabajo, para seguirla, y no le dije nada al detective que había contratado, porque, con toda franqueza, tampoco confiaba en él. Creí que, como en otros casos que había leído, ya el detective se había presentado ante María para seducirla, sobre todo porque yo le había tenido que hablar del alto nivel de educación sexual que ella tenía y que no quería que compartiera con nadie. Para que no me reconocieran, había disfrazado un poco mi semblante y me había puesto una ropa distinta a la mía, que un amigo de la oficina, Manuel, me había prestado junto con su carro para que no llevara el mío. Aunque debo de aclarar que antes de que me prestara algo, Manuel me advirtió: —Estás reloco, güey —y luego me dio sus llaves y una bolsa con ropa. Como a las once, María salió de la casa y tomó un taxi. Pero no fue a un café, como me escribió en ese momento el detective por WhatsApp, sino a un pequeño hospital que quedaba cerca de la casa. En cuanto María entró en el edificio encaré al detective. Le pregunté que desde cuándo me estaba mintiendo, que no era correcto lo que hacía y que no le iba a pagar el resto de lo acordado, que esas cosas no se le hacían a un

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cliente, que de seguro ya María sabía que había contratado a un detective y que éste le estaba solapando una aventura con algún medicucho. —Cálmese —me dijo tratando de soltarse, pues lo tenía bien agarrado de las solapas de su traje—. Confíe en su mujer, hable con ella. Aventé al detective y apresuradamente entré en el hospital. El guardia de seguridad trató de detenerme, pero, por el semblante que traía, se echó para atrás. Examiné pasillo por pasillo, consultorio por consultorio, hasta que la encontré. Estaba de piernas abiertas frente a un joven médico… —Francisco… —dijo, temblando, ella. —¿Así me pagas todo lo que te he enseñado? —le pregunté. —¡Ah!, usted debe ser el esposo, me da gusto conocerlo, pero la próxima vez toque a la puerta —me dijo el hipócrita médico, con un acento entre bonachón y serio que no le quedaba. —¿Esposo? ¡Amante! es la palabra correcta.

—Lo siento mucho, amor… lo siento… de verdad… —dijo María bajando la cabeza y poniéndose a llorar. No podía soportar tanta bajeza, sobre todo porque el médico, con su rostro bonachón, seguía observándome. Y ya me acercaba para asestarle un buen golpe en su estúpido rostro cuando sus crueles palabras taladraron mi pecho: —Lo felicito, señor, va a ser papá. De aquel modo terminó ese día: con el fin de la época dorada de mi vida con María y con la espera del hombre que me la va a quitar para siempre, mi hijo. Ya nada será lo mismo. Estoy seguro de que todo lo que le enseñé se irá al pozo del olvido. El cuidado del niño, el trabajo, el cansancio, la impaciencia, la deformación de su cuerpo se levantarán como muros de agua entre los dos, y más todavía: habrá un silencio, discontinuo, silencio. Me duele… Mi María me duele, en todo el cuerpo.

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La espera Luz Elena Cruz

Al cabo de un rato escuché que venía. Lo oí girar la cerradura, bajar la manija y abrir la puerta. Yo lo esperaba en la cama, desnuda. —¡Pily! —me llamó—. ¡Pily! Ya llegué… —yo no respondía. Deseaba que me fuera a buscar, desesperadamente, y que al entrar al cuarto y verme sin ropa, un deseo lo incendiara poco a poco. Que un ansia, que él no sabría cómo llamar, lo colmara de tal modo que, sin importar los años juntos, la rutina y el cansancio, súbitamente anhelara ser uno conmigo, hasta en la muerte. Que por un instante todo se suspendiera, y que los celos, el egoísmo, la envidia, el rencor, el odio brutalmente desaparecieran. Que de pronto en él naciera la caricia de un amor y de un juego profundos que develaran que él era algo más que una bestia, más que una máquina que reproduce el mismo acto sexual, de noche, los lunes, apenas cerramos los ojos, y comienza una tras otra la embestida, por detrás, sin mi consentimiento… Entonces Ramón entró al cuarto: —Pero ¿qué estás haciendo? ¿Te has vuelto loca, Pily? Por favor, ten cordura, vengo del trabajo, estoy cansado y tú con esto… No quise escuchar más. Me levanté de la cama, caminé hacia la puerta, atravesé la sala y el comedor y, desnuda como estaba, salí del departamento y fui a tocarle a Braulio, nuestro vecino, que muchas veces me espiaba cuando yo dejaba abierta la ventana del baño mientras me bañaba y él creía que yo no me daba cuenta de que él me miraba. Cuando Braulio abrió, los dos nos sonreímos. 25


DELMIRA AGUSTINI: “LA REALIDAD TRÁGICA DEL EROS” Guadalupe Flores Liera

[Delmira Agustini, Poesías completas (edición de Magdalena García Pinto), ed. Cátedra, Madrid, 1993, 356 pp.]

L

a voz de Delmira Agustini es una de las más inquietantes y misteriosas de la poesía en lengua española; su muerte trágica la convirtió en la encarnación de la escritura ejercida como un acto de premonición. A su alrededor, se entretejen variadas y contradictorias interpretaciones que contribuyen a reforzar el halo de fascinación que rodea su obra. Tres libros publicó en vida que por décadas dividieron a la crítica entre si debía colocársela entre los nombres más destacados del Modernismo, entre sus epígonos o entre la primera generación del 1900 de la literatura uruguaya: El libro blanco (1907), Los cantos de la mañana (1910) y Los cálices vacíos (1913), que los intelectuales más destacados de su tiempo acogieron con entusiasmo, señalándola de inmediato como “uno de los temperamentos más fuertemente femeninos de la moderna literatura castellana”, como opinó Francisco Villaespesa después de la lectura de su primer título. El descubrimiento precoz de su vocación por la escritura; el talento indiscutible; una gran disciplina; una sensibilidad exacerbada por la ob26


servación de la naturaleza, la gente y el estudio de las emociones propias y ajenas; el trato directo con los creadores más destacados de su tiempo y una amplia formación autodidacta muy pronto dieron paso al encuentro de su voz particular, aun cuando no alcanzó a pulirla del todo. Su muerte temprana impidió la conformación cabal de su madurez poética, pero dejó verdaderas e indiscutibles muestras de expresión elevada que hicieron al escritor Carlos Vaz Ferreira denominarla “un milagro” en una carta que le escribió asombrado por su capacidad de pensar y sentir con profundidad sin imitar a nadie. Tanto así que el mismo Rubén Darío reconoció que “de todas cuantas mujeres hoy escriben en verso ninguna ha impresionado mi ánimo como Delmira Agustini [...]. Cambiando la frase de Shakespeare, podría decirse ‘that is a woman’, pues por ser muy mujer, dice cosas exquisitas que nunca se han dicho”.1 Y es que, en efecto, Delmira Agustini fue dueña de una intuición que derivó en un feroz deseo de comprensión y de aprehensión del universo sensible, así como del invisible, lo cual exacerbó en ella un deseo de posesión de la esencia misteriosa de los fenómenos. Todo esto resultó en una unión en ocasiones mística y en otras en una fusión casi carnal con el objeto de su deseo que consiguió expresar en versos trabajados con la tenacidad de un orfebre que sabe que produce una joya única.

Clara Silva, una de sus primeras biógrafas, encuentra que hay “contradicción entre la vida hogareña y burguesa y la niña de la casa con el erotismo tremendo de su poesía cultivada con orgullo de sus padres”, y añade que la definía una doble personalidad que se manifestaba de una manera en público y de otra en la soledad de su cuarto.2 “Al principio —anota Silva en su biografía— era sólo el pensamiento abstracto, cerniéndose libremente en vuelo sobre su vida; después fue el pensamiento dentro de la sustancia, animando la carne sensual, agitándose y sufriendo con ella, pugnando desde su ciega oscuridad por florecer en la revelación de los sueños; después fue su poesía con raíces en la realidad trágica del Eros [...]”.3 Pero, como la misma Silva señala, Agustini escribía y publicaba con el apoyo incondicional de su familia. Tan era así que su padre Santiago Agustini pasaba en limpio los poemas y su hermano Antonio los guardó con tanto cuidado que éstos se conservan y forman parte del Archivo Delmira Agustini de la Biblioteca Nacional de Uruguay, en Montevideo. Su padre, pues, fue su primer admirador y es evidente que no encontró nada de escandaloso o de reprochable en esa conciencia de la realidad carnal que Delmira explora y ansía con doloroso apremio, aun antes de vivir en plenitud su sexualidad. Delmira no acudió nunca a una escuela, toda su educación la recibió en su hogar de pre-

1 Estas opiniones están incluidas en el volumen que reseñamos [N. de la A.]. 2 Clara Silva, Pasión y Gloria de Delmira Agustini (Su vida y su obra), Biblioteca de Estudios Literarios, ed. Losada, Buenos Aires, 1972, p. 26 3 Ibídem, p. 155.

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ceptores y de su madre; hablaba francés, pintaba y tocaba el piano; sus lecturas fueron abundantes y conocía bien la literatura de su tiempo, además de a todos los autores hispanohablantes o extranjeros que influyeron en su generación, empezando por el gran Darío, y mantuvo amistad y relación epistolar con intelectuales señalados. Era consciente de su inteligencia y de su talento, y se consagró en el trabajo arduo de su materia. Desde sus primeros poemas, publicados en revistas cuando tenía quince años, Agustini fue capaz de expresar la banalidad de su mundo, tan superficial y fatuo como la parafernalia que rodeó la expresión modernista en que se enmarcan esos primeros textos. A pesar del exceso de oropel del que paulatinamente se fue desnudando, hasta comenzar a experimentar el verso libre —que causó más escándalo en su época que el contenido inegablemente erótico de sus poemas, por otro lado, común en la poesía de su tiempo—, es posible dilucidar su deseo expreso de algo superior. Su poesía es el muestrario del ritual al que vivía atada una chica de la alta burguesía en una ciudad de fin de siglo en Latinoamérica; y su voz, más bien un clamor por conquistar cimas y fundirse con lo Alto. “En la sala medrosa / entró la noche y me encontró soñando. // En el vaso chinesco, sobre el piano / como un gran horizonte misterioso / el haz de esbeltas flores opalinas / da su perfume; un cálido perfume / que surge ardiente de las suaves ceras [...] Y me parece que en la sombra vaga / surgir los veo de las sombras pálidas, / y tienen bellas formas, raras formas... [...] que me abren amplias puertas ignoradas que yo cruzo

temblando”. El análisis de las cosas, así sea una sombra, un sonido, un objeto cualquiera o una sensación la transportan a otra dimensión de la realidad que no teme afrontar, de forma “¡Que he llegado a pensarme un gran vidente / que leyera en la calma de las cosas / formidables secretos de la vida!” (“Nardos”, en El libro blanco, p. 117-118). Su deseo de ir más allá de la realidad formularia que la vida de una ciudad de fin de siglo XIX le ofrecía se hizo más intenso conforme fue reuniendo vivencias, hasta que dejó de ser un anhelo y se convirtió en experiencia consumada, porque para Agustini solamente el Amor podía salvarla de la vacuidad y sólo el Eros conseguiría elevarla hasta las alturas soñadas. El descubrimiento del placer fue de la mano con la explosión de cambios que el amanecer del nuevo siglo anunciaba, la escritora se vio inmersa en un universo que se sentía llamada a conocer y expresar. Por desgracia, es innegable que su largo noviazgo y su fugaz matrimonio fueron para ella fuente de infortunio; murió en 1914 a los 27 años asesinada por su esposo, Enrique Job Reyes, de quien acababa de divorciarse tras dos meses de convivencia y con quien mantuvo a la postre una relación clandestina, acogiéndose a la entonces recién aprobada primera ley de divorcio del continente (1907). El Misterio, el Pensamiento, la Idea, el Ensueño, el Sueño, la Poesía, la Fantasía, Dios, el Amor, el Destino, el Eros, escritos así con mayúscula, son parte de eso Inefable que en su discurso poético el Alma acecha con un Amor que es hambre, hiedra, serpiente, vampiro, río, sed y premonición de un mundo cuya conquista

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aproxima a la muerte, ya que después de ver saciada la sed el retorno al abismo de la vida vulgar se vuelve insoportable. El espacio en que Agustini mejor se mueve es su habitación, la sombra, y el marco de la ventana el umbral del misterio que provoca temor y temblor en el cuerpo anhelante de experiencias sacudidoras. “¡Poesía inmortal, cantarte anhelo! / ¡Mas mil esfuerzos he de hacer en vano! / ¿Acaso puede al esplendente cielo / subir altivo el infeliz gusano?”, se pregunta ya en uno de sus primeros poemas (“¡Poesía!”, en revista Rojo y Blanco, 1902, p. 64). La antología que elaboró Magdalena García Pinto es muy interesante, no sólo porque propone una lectura diferente de la poesía de Agustini, alejada del encasillamiento y el melodrama, sino que, además, proporciona datos de su vida y su obra con el fin de combatir, como afirma acertadamente, “los criterios de marginación y exclusión para la obra poética femenina [que] refuerzan la preeminencia de la visión falocéntrica y patriarcal de la historiografía de la literatura hispanoamericana para tratar el movimiento modernista” (p. 30), así como la manipulación segregacionista “que se extiende a otras prácticas críticas cuyas consecuencias son aún insidiosas”, pues las repiten mujeres que ejercen la crítica. Es interesante también porque reúne los primeros poemas publicados en periódicos y revistas no incluidos en los volúmenes mencionados, y recoge las diferentes variantes al confrontar los textos publicados con los originales que se conservan en el Archivo Agustini. Además, ofrece al lector otros inéditos, como los que bajo el título de El rosario de Eros fueron publicados póstumamente en 1924, así como unos textos en prosa. Entre otras razones propone leer esta poesía tomando en cuenta lo siguiente: “La intelectualidad rioplatense, a la que Agustini pertenecía, se había educado bajo el principio racionalista del positivismo, en el que la razón regula el ámbito de los deseos y en que el progreso social sólo se manifiesta guiado por el pensamiento científico y la educación” (p. 18). Cómo no habrían de sentir admiración los lectores de su tiempo cuando una adolecente publica este texto que envidiarían las plumas más maduras: “Hay un tétrico fantasma que en el cáliz de mi vida / va vertiendo amargas gotas de una esencia maldecida / que me enerva y envenena, que consume mi razón; / y si un grito suplicante, si una tímida protesta / brotan hondos, desgarrantes de mi alma dolorida, / el maléfico fantasma

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impasible me contesta / con sarcástica sonrisa que me hiela el corazón” (“Monóstrofe”, en revista La Alborada, 1903, p. 79). Aun cuando su estilo estuviera revestido de la estética en general sofocante de su época —aunque sin duda altamente simbólica—, Delmira Agustini tenía formada una idea de las cosas y sin cortapisas expresó que aspiraba a una realidad, una libertad y un amor distintos al que la sociedad de su tiempo le ofrecían y que únicamente la Imaginación, la Poesía y el Eros le posibilitaron tocar y disfrutar en plenitud.

OTRA ESTIRPE Delmira Agustini ¡Eros, yo quiero guiarte, Padre ciego... pido a tus manos todopoderosas, su cuerpo excelso derramado en fuego sobre mi cuerpo desmayado en rosas! La eléctrica corola que hoy desplego brinda el nectario de un jardín de Esposas; ¡para sus buitres en mi carne entrego todo un enjambre de palomas rosas! Da a las dos sierpes de su abrazo, crueles, mi gran tallo febril... Absintio, mieles, viérteme de sus venas, de su boca... ¡Así tendida soy un surco ardiente, donde puede nutrirse la simiente, de otra Estirpe, sublimemente loca! (Los cálices vacíos, 1913)

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Portafolio Almendra V. Vergara I'd like to thank my friend Behrooz Ahmadi for his support and kindness.

Eros, de hombres y migrantes Decidí fotografiar a un hombre iraní, visto desde su libertad. Libertad que en Irán no se permitiría por las creencias religiosas, este hombre se desenvuelve libre con su propio cuerpo y libre del estándar de belleza eurocéntrico que está basado en la piel blanca e imberbe, hombres de ojos claro —anhelantes de perfección—. La comodidad que se presenta en la aceptación de su propio reconocimiento está capturada en estas imágenes.

Artista visual, actualmente radica en Calgary, Canadá, egresada de la Licenciatura en Artes Visuales (2006) por la Universidad Autónoma del Estado de Hidalgo, especializada en pintura y gráfica. Ingresó en 2012 al Diplomado de Producción Escenográfica en la Facultad de Artes y Diseño, Academia de San Carlos de la UNAM. Ha expuesto en más de una docena de exposiciones colectivas en México y el extranjero; desarrollándose en el ámbito escénico como productora, pintora escénica, fotógrafa, utilería y docente. Su trabajo se ha visto en diversos medios como en el cortometraje “CULPA” de Producciones Mr. Cactus, con vestuario, utilería y prostéticos; elaboró el diseño de escenografía y pintura escénica para la obra “Baños de secundaria” dirigida por Marcos Matlhoz en el Foro Shakespeare, trabajó pintura escénica con la Compañía Nacional de Ópera con Arturo Durán en las obras “Otello”, “La última sesión de Freud” en el Teatro López Tarso, “La desobediencia de Marte” en el Centro Cultural Helénico, “Billy Elliot” en el Teatro Telmex 2, “Fausto”, Carro de comedias de la UNAM, entre otros.

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Almendra V. Vergara Serie “Eros, de hombres y migrantes” Fotografía digital Canadá 2018

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Almendra V. Vergara Serie “Eros, de hombres y migrantes” Fotografía digital Canadá 2018

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Almendra V. Vergara Serie “Eros, de hombres y migrantes” Fotografía digital Canadá 2018

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JURO

Luna Beltrán

El ruido de las hojas son las que crujen, No mi coraje, El aroma de las coladeras es el que apesta, No mi coraje, Lo verde del campo es lo que chilla, No mi coraje, El acero que me sabe en la boca, es mi saliva, No mi coraje,

Las piedras que me rasguñan la carne —son sólo eso—, No mi coraje, Me levanto del aire, me sumo en el paisaje: las calles entrelazadas, la luz roja y verde, roja y verde, los árboles secos y las ventanas de los edificios, los pequeños cristales rotos en el piso, los espejos y los aparadores con ropa me miran, No mi coraje. Detrás de mí, una y otra vez me caigo. Detrás de mí, una y otra vez me levanto. Detrás de mí, me hablo y no me entiendo. Detrás de mí, bostezo sin sueño. Frente a frente, frente a mi o tu cara, Mi coraje, Frente a frente: paisaje. La noche corre sobre un minutero, No mi coraje. 46


ALA´S

TRUMP…ETA Icela Lightbourn y Guillermo Lera Pérez

Burka colgada del copete de Trump nada rubia que gotea de su abismo sube con riendas metálicas estridente risa de un clown esquizofrénico mujeres sin rostro aplauden ja ja ja ja caen las torres y dios recibe un dollar ja ja ja ja mezquitas tragan cristianos el futuro fue ayer, trump con Mickey bajo el brazo el minarete psicodélico escupe babas de niñas United States of America ¡Que viva la libertad!

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SABURRA: ACERCAMIENTOS A LA POESÍA DE GOTTFRIED BENN Juan Tovar

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ablar de poesía en términos de producción es un concepto que para muchos artistas resulta incómodo, ya que desmitifica la figura del poeta y su inspiración divina; desacraliza al creador como ser único, como Hegel lo afirmó con el genio creador, capaz de evocar belleza y verdad por medio del arte. Pero hubo y habrá varios opositores a la figura del genio creador de verdades: Niezsche, Tristan Tzara, César Aira, etcétera. Otro notable ejemplo se halla en Gottfried Benn, que retoma el concepto de productividad de Nietzsche para hacer su propia concepción del mundo (Weltanschauung). Nacido en Mansfeld, en 1886, vástago de dos guerras mundiales, médico, narrador, expresionista, ensayista y poeta; debido a su adhesión al partido nazi, acto que le ganó enemigos dentro y fuera del régimen, se convitrió en una de las voces germanas más controvertidas y vertiginosas del siglo XX; por varios años le prohibieron continuar con su escritura, orillándolo al ostracismo. En la actualidad, Benn es reconocido como un poeta influyente debido a la potencia de sus figuras, a la intensidad lírica de sus versos, a su mezcolanza léxica fruto de una carrera como cirujano. Retoma varios personajes de la mitología griega (Ícaro, Dionisio, Apolo, entre otros) para alquimizar e indagar en la naturaleza del hombre y su condición corpórea. Es necesario aclarar que su obra adquirió renombre en el periodo de la posguerra, a partir de Statische Gedichte (1948), donde sus versos maduraron estética y sustancialmente, aunque aún conservaban elementos de sus primeras etapas: imágenes violentas, despersonalización del yo lírico (elemento que desarrolló durante toda su poesía y que apreciamos claramente en los 48


poemas del ciclo Morgue), instauración de nuevos valores a través de la creación; la constante reafirmación de la existencia por medio de la corporalidad y la perspectiva dionisiaca. En Statische Gedichte muestra un tipo de cristalización poética, un engrosamiento de la experiencia y la constante práctica de la poesía; recordemos que para Benn la inspiración, como decía Picasso, existe pero tiene que encontrarte trabajando, en otras palabras, su labor como escritor está ligada a un proceso de autocrítica e imperante reflexión estética. Dentro del creador debe existir un crítico, de lo contrario la creación se convierte en un regodeo narcisista que no supera a su autor; a la manera de Poe o Baudelaire, Gottfried redacta varios ensayos donde teoriza los conceptos que descubre a posteriori en algunos de sus poemas. Estamos ante un poeta dionisiaco, heredero de Nietzsche y Schopenhauer, un poeta que vivió su juventud en la ebriedad del campo y su madurez en los coágulos de la guerra. El pesimismo es otro punto de anclaje vital para comprender a Benn, incluso a partir de este concepto se podría explicar, parcialmente, su relación con el régimen nazi, complementándolo con ciertas aristas de la filosofía nietzscheana. No obstante, a este ensayo no le conciernen esos temas. Queda explícito el carácter transgresor de Gottfried, como una proeza más allá del genio, su voz poética se erige ante los prejuicios y la hipocresía de una época decadente y putrefacta. Poesía consciente de sí misma, regenerándose desde el crisol de su esencia, proyectada como un sedimento inconsciente; la progresiva obsesión por unificar sonido, significado y estructu-

ra, lo llevó a profundizar en la lírica, como lo han hecho Rilke o Brecht. Sus primeros años publicó libros breves o pequeñas series de poemas, y conforme avanzó el tiempo se manifestó un Benn más constante e interesado en dar solidez a su obra: estructurar un poemario consistente, extenso y sin fragmentar: desde Statische Gedichte, para muchos la cumbre de su poesía, debido a que muestra un magnífico despliegue de elementos líricos, estructurales y de contenido que no se habían revelado antes en su poesía. Cuando Gottfried habla del yo lírico hay que empalmarlo con el yo existencial, concepto que no deja del todo explícito en sus ensayos, sin embargo, la confrontación resulta inevitable. El pesimismo schopenhaueriano entra en pugna con el vitalismo en la filosofía de Nietzsche. Para Schopenhauer la voluntad se manifiesta en todos los niveles del mundo natural, pero se encuentra en un punto inconsciente más allá de nuestras decisiones, el acto racional de concebir nuestra conciencia es la representación.

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Entonces cualquier ser está sujeto a la voluntad, desde la piedra hasta el humano, quien alcanza el grado más alto al poder representarse por medio de la razón. Sin embargo, en sí misma la voluntad es una especie de torrente submarino ininteligible. Un impulso (Trieb) sin fundamento. De esta manera, no hay forma de alterar el flujo de la voluntad porque sería luchar contra nuestra naturaleza. El yo lírico, en palabras de Benn, es “un estado tardío de ánimo de la naturaleza y además un estado de ánimo fugitivo, interno y externo […] El yo no es uno de esos hechos primarios, de perturbadora claridad, con los cuales la humanidad inició”. Por consiguiente la visión de ese yo se revela como un estrato prelógico de la conciencia, semejante a esa voluntad schopenhaueriana, se intensifica dentro del espacio inaccesible a la razón, de ahí que Benn desdeñe al cerebro, barrera que nos impide alcanzar ese punto donde brotan las energías primigenias que nos permiten representarnos. En cambio, el yo existencial parte de la definción de existir: ex (hacia afuera), sistere (tomar posición), sería esa forma de representarse ante el otro y lo que nos rodea. De esta manera, el yo existencial, en la época de Benn, cae en un espiral bélica, decadente, reflejo de la sociedad europea. Vaciado ante una realidad hostil y sin esperanza alguna, el verdadero remanso se halla en ese estrato prelógico y original del yo lírico, y por ende la materia prima es la palabra, y ya no es posible verla desde el punto de vista romántico de inspiración, sino en el sentido de producción. “El animal para el día solo vive/ y en su ubre no hay memoria,/ el cieno silencia su flor en la luz/ y es destruida. […] Oh, uno de estos, salpicado por el olvido/ con ascuas juveniles la frente me derrite/ bebiendo mi descerebrada sangre”. Como Ícaro (título del poema recién citado), quisimos llegar al sol, símbolo de Dios, sublimación, redención, pero nuestras alas de cera se disolvieron ante el magma de nuestra apetito insaciable. “Yo vivo frente al cuerpo, y en su centro/ están pegadas las vergüenzas por doquier. Hacia allí husmea/ también el cráneo. Presiento/ que algún día la hendidura y la estocada/ al cielo se abrirán desde la frente. […] La corona de la Creación, el marrano, el hombre—:/ ¡regodeaos con otras bestias […] ¿Qué ladráis?/ Habláis del alma— ¿Qué es vuestra alma?” En este poema, “El médico”, Benn despliega una serie de imágenes que parten de la experiencia. Acto e intervención, el contacto es penetrante, los humores del cuerpo se propagan en el otro. El doctor ha pasado por las

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salas de parto, ha visto a los hombres con disfunción eréctil, a las prostitutas y madonas defecando. Los aromas, las texturas, las heridas y debilidades devienen a su corporalidad. En la primera metáfora se cuelan las sensaciones, y cierra la figura con un símil: “Se me queda pegada la dulce humanidad/ como saburra al cielo de la boca”. Es un alejamiento, transición del yo existencial al lírico, aunque aquél ha dejado su huella en la memoria del poeta. La praxis de su teoría literaria elevó el lenguaje de su poesía, puliéndola con obsesión. También se manifiesta El-mundo-de-la-expresión (Ausdruckswelt), parafraseando a un escrito de Benn, es una especie de indagación hacia la palabra, tan profunda que socava en ella; se concretizan las palabras con la potencia de lo real, con el ímpetu de lo vivo, mientras el poema avanza, una serie de reflexiones se encadenan. El desprecio por el órgano cerebral, que inhibe las pulsiones de la carne, el pesimismo fluye entre las arterías de los versos, aunque haya salud y luz, hay un vacío que permanece, y el estado precario de la existencia es irreversible. En su poemario Para acabar con el juicio de Dios, Antonin Artaud escupe las inmoralidades de una sociedad capitalista en auge. En sus versos el cuerpo exhibe su más directa obscenidad, esta serie de poemas semejan imágenes y conceptos en la poesía de Benn: No lo sé sin embargo sé que el espacio, el tiempo, la dimensión, el devenir, el futuro, el porvenir, el ser, el no ser, el yo, el no yo, no son nada para mí; en cambio hay una cosa/ que significa algo, / una sola cosa/ que debe significar algo, / y que siento/ porque quiere/ SALIR: / la presencia/ de mi dolor/ de mi cuerpo […].

Ambos comparten un atrevimiento que los semeja, aunque la conceptualización y el arrojo físico de Artaud son más severos, la forma en que azota al lenguaje, desporveyéndolo de un refugio o posible aire apolíneo. La teoría teatral de Artaud posee elementos estéticos similares a los de Benn. En El Teatro y su doble, Antonin inicia un capítulo narrando la llegada de la peste a Francia, enlaza el concepto de los síntomas e índices de contaminación con varias cuestiones de la actividad teatral. La diferencia radicaría en que Artaud llevó al “escenario” sus aspectos teóricos, y Benn, a la palabra pura. Ambos autores estuvieron comprometidos con movimientos de vanguardia: surrealismo y expresionismo. Otro vínculo es lo dionisiaco, que nos traslada a Nietzsche: hay embriaguez en la poesía de Benn, que en publicaciones posteriores a la guerra se dilucida hacia una postura filosófica madura y menos dionisiaca. No olvidemos que el ciclo de poemas Morgue fue de gran impacto para la sociedad. Ambos poetas reforman sus valores a través de un corpus corrosivo y severo, Proponen una revalorización del lenguaje a través de la negación. Benn tuerce su lenguaje, explotándolo con agresividad y anhelo. En el poema “Oh, Noche”, el yo nos dice que ha consumido cocaína, aquí se filtran aspectos biográficos que distanciaré para fines prácticos (en algunas ediciones críticas de G. Benn, se aborda el tema de su adicción a la cocaína y cómo ésta pudo o no afectar sus procesos creativos). En el terreno de la palabra, y en la diégesis de este poema, sabemos que el yo lírico ha consumido cocaína. Las imágenes van in crescendo: “[…] un pequeño fragmento de

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coagulación, […] Corpúsculos táctiles, orla de células rojas, […] Sólo un pequeño fragmento un brazalete/ del sentimiento del yo —¡en esta efervescencia/ florecer otra vez antes de la extinción!”. Al final del poema hay un cambio de tono magníficamente logrado: “¡Oh, calma! Siento un pequeño golpeteo:/ en mí caen estrellas —no es ninguna broma—:/ alucinación, yo—: para mí, dios solitario,/ concentrarse enorme en torno a un trueno”. En este poema hay un anhelo que circula de la carnalidad a lo hipnótico, esa exaltación revela tintes románticos: la noche, un ambiente lúgubre, la exaltación del yo es egocéntrica, a diferencia de otros poemas donde no se disuelve. Entre el bombardeo de imágenes brotan campos semánticos, como el de lo perecedero: extensión, efervescencia, marchito. Otro campo, el de lo inconsistente: fragmento, sueño, sombras. Es un poema de una estética a su máximo nivel. Se presenta esta idea de la lírica como ente orgánico, a través de las cogniciones y los efectos de retraimiento del yo, el poema comienza a palpitar. Sin lugar a dudas la poesía de Gottfried Benn debe ser leída no sólo por su amplitud de registros, sus intensa carga vivencial, espejo de una de las épocas más oscuras en la historia de humanidad, sino por su elegancia y dominio de las formas, por su constante pujanza y recreación de sí misma. Es una poesía que se mira a sí misma, que señaló sin recato la podredumbre y la luz en la sima de lo que somos capaces.

BIBLIOGRAFÍA Directa Artaud, Antonin. (2004). Para acabar con el juicio de Dios. México: Arsenal. Nietzsche, Friedrich. (2004). Selección de poemas. Madrid: Hiperión. Benn, Gottfried. (2008). Morgue. México: Zut editoriales. Benn, Gottfried. (2009). Un peregrinar sin nombre. México: Universidad Juárez del Estado de Durango. Indirecta Urdanabia, Javier. (1990). Los antihegelianos: Kierkegaard y Schopenhauer. Barcelona: Anthropos. Sánchez Bravo, Eugenio. (2012). Spinoza: nadie hasta ahora ha determinado lo que puede un cuerpo [archivo en PDF]. Plasencia, España: Aula de filosofía. Recuperado de http://auladefilosofia.net/ Deleuze, Gilles. (2008). Nietzsche y la filosofía. Madrid: Anagrama.

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ASMARA GAY

Y EL ENSAYO COMO

MATERIAL DIDÁCTICO Juan Antonio Rosado Z.

Hay tres grandes maneras de hacer que la otra persona cambie su pensamiento: la primera es mediante la fuerza o la violencia; la segunda, por medio de asociaciones (premios o castigos), es decir, la persuasión, dirigida siempre a las zonas emocionales, y la tercera, a través del razonamiento o argumentación convincente. Las dos últimas suelen combinarse sobre todo cuando entra en juego la retórica. En una sociedad cada vez más plural, que por un lado pregona tolerancia y por otro impone puntos de vista unívocos, se vuelven cada vez más necesarios los manuales y obras en general que enseñen a los usuarios a ejercer el pensamiento crítico más allá de la doxa —presuntamente compartida— y de las actuales opiniones públicas mediatizadas, o más bien opiniones mediáticas. Justo porque la multidireccionalidad, el multiperspectivismo de la era digital implica considerar nuevos y diversos modos de comunicarse, resulta imprescindible volver a los clásicos del pensamiento, que sin duda hallan un lugar especial en el género denominado, desde Michel de Montaigne, “ensayo”. Escribo “desde Michel de Montaigne” porque no comulgo con la idea de que este escritor haya creado o fundado lo que hoy denominamos ensayo; ni siquiera el ensayo moderno. Primero ocurre el fenómeno y luego alguien lo nombra. Se hace una reducción fenomenológica que engloba multitud de casos. El nombre no crea la cosa. A veces se le nombra de distintos modos en varios lugares y épocas, pero el fenómeno es, en esencia, el mismo. De los nombres que se le dan, alguno tiene éxito y es adoptado por la mayoría o por un grueso número de intelectuales. Luego llega el desfile de teóricos, algunos 53


caracterizados por su irrisoria soberbia; otros por su humildad y mesura, e intentan contemplar de cerca el fenómeno para caracterizarlo, analizarlo, clasificarlo, definirlo. Alfonso Reyes escribe: “La soberbia es casi otro nombre de la filosofía: yo me forjo una idea a priori de la realidad y comienzo por establecer que es la única idea legítima. Luego, si la realidad no la cumple, trato a puntapiés a la realidad”. Esto se ha hecho con el ensayo, del que, por su flexibilidad, suele conocerse de modo esquemático. Por ello se agradece una obra fácil sobre el tema, como el libro de reciente aparición El ensayo: fundamentos y ejercicios, de Asmara Gay, quien seleccionó con certero criterio algunos momentos brillantes de entre los procesos intelectuales que ha atravesado el mundo occidental y sus tópicos argumentativos. El libro está destinado al sujeto que duda y, por tanto, piensa, y cuyas inquietudes, por ello, desean ir más allá de los topoï aristotélicos para encontrar en la movilización de las ideas uno de los placeres de razonar. El ensayo y la argumentación nos ayudan a convencer o persuadir, pero también a revertir nuestras creencias o, por lo menos, cuestionarlas. El crecimiento intelectual se apoya en este movimiento, sin el cual caeríamos en fundamentalismos o tópicos anquilosados, tan ajenos a la pluralidad, que sin duda se halla ligada a la libertad de expresión, a la democracia moderna y, por supuesto, al arte. ¿Pero qué es un ensayo? Para la Real Academia, un género que desarrolla ideas sin necesidad de mostrar el aparato erudito; para María Moliner, las meditaciones del autor sobre un tema sin sistematización filosófica; para José Ortega

y Gasset, la ciencia menos la prueba explícita. En estas definiciones hallamos la negación introducida por la preposición "sin" o el adverbio "menos": es esto sin lo otro, sin necesidad de lo otro o menos lo otro. En su prólogo al libro de Asmara, la ensayista y narradora Cecilia Urbina lo define también por negación: no es cuento ni novela ni poesía, pero puede participar de esos géneros. Leopoldo Alas lo califica como "género intermedio". John Skirius lo define como “literatura de ideas”. Liliana Weinberg como “poética del pensamiento”. Yo podría definirlo como literatura híbrida de ideas generalmente escrita en prosa y donde el autor dialoga con la cultura. Tal vez una de las mejores definiciones sea la de Alfonso Reyes: “Centauro de los géneros, donde hay de todo y cabe todo, propio hijo caprichoso de una cultura que no puede ya responder al orbe circular y cerrado de los antiguos, sino a la curva abierta, al proceso en marcha, al Etcétera...”. Esta literatura mitad científica, mitad lírica, este centauro desplegará, con los siglos, multiplicidad de posibilidades, un abanico de variantes, muchas de las cuales Asmara contempla en su libro. En su libro, la autora sintetiza el recorrido de las ideas y toma como modelos a distintos autores occidentales. Su máxima virtud es la sencillez y a menudo el tono de charla, tan enaltecido en la obra. Por ello posee una función básicamente informativa y didáctica. Asmara se cuida de deslindar este prestigioso género de otros, más escolares, que a veces se confunden con el ensayo, como el reporte de lectura, el comentario, el informe o el texto de divulgación; también lo deslinda de géneros periodísticos

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como el artículo de opinión (yo agregaría el texto editorial), y de simples recursos expositivos, como el resumen, que más que género es un recurso. Nos aclara Asmara que el ensayo posee sus reglas, su estética e incluso su ética. En realidad, lo concibe como la “charla” que alguien sostiene consigo sobre un tema. Esta definición se liga a Montaigne, quien acuña el término y lo vincula a la autobiografía literaria y vivencial: experiencias personales y lectoras, a diferencia de Francis Bacon, quien lo vincula a la impersonalidad de la mirada objetiva y a las evidencias. La dificultad de comprender el ensayo como género radica en su flexibilidad. Sin negar otras posibilidades, incluida la académica, Asmara prefirió relacionarlo con una “charla” en que el ensayista exhibe su pensamiento con libertad y no siempre para demostrar hipótesis, como lo haría una tesis de investigación académica. Afirma que “Es habitual que el ensayista redacte su ensayo como si estuviese diseccionando el tema, como si quisiera mostrarnos [...] una especie de caleidoscopio a través del cual refracta las luces y dudas de su pensamiento”. Me parece un acierto que el primer ejemplo-modelo expuesto en el libro sea una de las cartas del escritor hispanorromano Lucio Anneo Seneca, de origen seguramente cordobés e hijo de un orador. Me parece un acierto porque justo Montaigne reconoció la fuerte influencia de este autor en sus Ensayos. La autora no se concreta a exhibir el texto: lo explica, desentraña su sentido y genera un valioso pábulo para el lector. Otro acierto es no soslayar la retórica clásica, que con apoyo de Helena Beristáin se simplifica para beneficio de los lectores, pues sumergirse, por ejemplo, en la retórica de Cicerón, hubiera sido tarea de nunca acabar. Las cualidades didácticas e informativas del libro se combinan con otra no menos atractiva: la de la antología comentada. A fin de ejemplificar distintos modos de ejercer el ensayo, el libro cita in extenso pequeñas obras o fragmentos de ellas. Desfilan ensayistas como Marco Aurelio, Montaigne, Bacon, Swift, Ruskin, Poe, Baudelaire, Guzmán, Torri, Henestrosa y Sabato. Extrañé a Reyes, sin duda uno de los más grandes y mejores. Al final, Asmara nos obsequia su ensayo "De la educación al trabajo", donde se refiere a la brecha entre el pensamiento grecolatino y el moderno. Si no hubiera puesto la palabra pensamiento, habría pecado de idealizar a una cultura y civilización cuya economía se fundamentaba en el esclavismo, y por ello mismo la aristocracia podía ser una clase ociosa. Recordemos que, en griego, la palabra

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sjolé, de donde se deriva “escuela”, significa “ocio” (en latín otium). El nec otium, es decir, el negocio, es la negación del ocio. En esas épocas los esclavos trabajaban. Ya lo he dicho en otro lugar: en griego clásico el doulos era el esclavo y la douleia era la esclavitud; en griego moderno, la misma palabra (douleia), pero pronunciada "duliá" significa "trabajo", palabra, esta última, derivada de tripalium, instrumento de tortura. Para las clases aristocráticas, lo que luego Thorstein Veblen llamará “clase ociosa”, era muy fácil enaltecer el conocimiento por el conocimiento: en eso consistía en gran parte el ocio. De hecho, la escuela, para los griegos y romanos, era el lugar adonde se iba a ejercer el ocio (sjolé). Alguien tenía que hacer el trabajo para que esa clase viviera. ¿Quiénes? Los esclavos, clase invisible que subsiste, bajo otras formas, hasta hoy. Recordemos que el mismo Aristóteles defendió la esclavitud en su Política y aun se refiere a las confesiones bajo tortura en su Retórica. A mí me gusta contrastarlo con lo que en la misma época ocurría en India. Mientras allí muchos pensadores escribían contra el sistema de castas, Aristóteles en Grecia defendía la esclavitud. Pero volvamos al ensayo, género que en España e Hispanoamérica es muy antiguo, incluso desde los hispanorromanos, como Marcial y Séneca, pasando por Quevedo, Lope de Vega, Gracián, Feijóo, Sarmiento, Bello, Altamirano, Martí y un extenso etcétera, pero jamás ellos les llamaron a sus textos reflexivos “ensayos”, aunque así los consideremos hoy. ¿Qué son Los sueños, de Quevedo, por ejemplo? Ocurre que en nuestra lengua española no se usará el término “ensayo” hasta finales del siglo XIX.

Asmara propone dos grandes tipos de ensayos: formales o académicos e informales o personales. Entiende los últimos como los que evidencian la subjetividad del escritor, y elabora una interesante, aunque tentativa, clasificación de ensayos informales. Digo tentativa porque la misma autora apunta algo en lo que coincido: “hay tantos tipos de ensayos como ensayos hay escritos”, pues las formas que adquieren se modifican. Asmara se refiere al ensayo reseña, al comparativo, al dramático (que juzga como “antiteatro”) y al narrativo, entre otros híbridos que toman recursos de distintos géneros y modalidades. En lo personal, considero que un ensayo no es literario porque use o no la narración; al fin todos narramos, incluso en el Ministerio Público. Un ensayo es literario (adquiere literariedad) por su estilo y búsqueda estética, use o no la narración. Para decirlo en términos del teórico Roman Ingarden, una obra de arte literaria es una formación multiestratificada, donde incluso se contempla el estrato fónico, la sonoridad, el ritmo, además de otros estratos que no vienen al caso. No basta imaginación o talento para generar estilo literario, donde, como advierte Stendhal, se dan todas las circunstancias calculadas para producir el efecto que se desea. Un acierto más de la obra de Asmara Gay es que, en lugar de adentrarse en las engorrosas y a menudo áridas estructuras de la argumentación lógica, con sus nombres en latín, prefirió hablarnos, de modo más amable, de argumentos por comparación, por ejemplificación, por autoridad, entre otros, así como de la demostración y la refutación, llamada también contrargumen-

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to, y con amenidad se adentra en los tipos de falacias, tan utilizadas en discursos publicitarios y políticos. Una digresión: sabemos que ha habido épocas más tolerantes que otras; épocas en que cualquier pensamiento hecho público que discrepe de la opinión o ideología oficial se arriesga a ser destruido. ¿Acaso la iglesia no quemó vivo a Giordano Bruno por sus creencias? ¿No hizo lo mismo en la Ginebra calvinista con Miguel Servet? El pensamiento crítico, nos dice Asmara, cuestiona todo. Habría que agregar que en ciertos contextos resulta peligroso. ¿Qué es la historia de las ciencias si no un despliegue de controversias, debates, polémicas? Lo mismo ocurre con la historia de las ideologías, filosofías o teorías en las humanidades. Asmara se centra en el mundo occidental (Grecia, Europa y América como extensión de Europa), pero apunto que mucho antes del florecimiento de Grecia, en India y China hubo grandes sistemas filosóficos ajenos a las religiones: desde el escepticismo y el materialismo hasta el idealismo y el nihilismo, como afirma Jaspers. Y esto para no hablar de otras disciplinas en que chinos e hindúes (utilizo la palabra hindú como gentilicio, lo cual es totalmente correcto) fueron grandes ensayistas y tratadistas. Además de la primera gramática, la India concibió, por ejemplo, el Artha-Sastra, un tratado de economía, política y administración que, entre otras cosas, clasifica los tipos de guerra. También es famoso El arte de la guerra, de Sun-Tzu. Y recordemos, más allá de todo eurocentrismo, que en Extremo Oriente nunca hubo conflicto entre ciencia y religión, como sí en la Europa cristiana. A pesar de lo anterior, los libros del sistema ateo Lokayata fueron destruidos por los brahmanes, tal como mil años después (o más) la Inquisición destruiría textos considerados nocivos por la ideología cristiana, incluidos los de Hipatia de Alejandría y hasta los poemas de Safo. Lokayata fue un sistema materialista y ateo hindú, que utilizaba la ironía para ridiculizar todo tipo de metafísica o idealismo religioso (en particular el hinduista). Los brahmanes, al atacar el Lokayata por escrito, reproducían citas de sus libros y tratados. Y, sin embargo, los únicos que defendieron a los Lokayata fueron los pensadores del jainismo, religión atea del siglo VI a. de n.e. que acuñó el concepto de ahimsa (la no violencia) y cuyo sistema filosófico, el Anekantebada, propone que la verdad no existe; hay verdades o distintos puntos de vista sobre una realidad. Con esto regreso al libro de Asmara, que, al desarrollar el pluralismo de ideas y la noción de charla, al hacer desfilar distintas formas de

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pensar y de ejercer el ensayo, opta por la anulación de la verdad porque, como le gustaba citar a Alfonso Reyes, “todo lo sabemos entre todos”. El Anekantebada de los jainas, por cierto, utilizaba la parábola de los seis ciegos que rodean al elefante: un ciego toca las orejas, afirma que el elefante es un abanico y defiende su verdad con ahínco; otro ciego toca el colmillo y sostiene que el elefante es un tubo; un ciego más toca la pata y asegura que el paquidermo es una columna; otro toca la panza y asevera que se trata de una pared, etcétera. Pero ningún ciego posee la verdad, y así somos los seres humanos: ciegos que defendemos una verdad que podría desmoronarse en cualquier momento; ciegos que desconocemos que lo que hoy es verdad, puede que ya no lo sea mañana. Cuando se repasa las contradicciones en el pensamiento humano, no puede sino dudarse de la verdad y adoptar el relativismo cultural como máxima para mejorar la convivencia. Así lo entendieron los jainas y así lo demostró la filósofa Hipatia, directora de la Biblioteca de Alejandría. Se afirma que esta mujer era tolerante hacia diferentes formas de pensar, pero la intolerancia acabó con ella, como lo hizo con una de las obras más importantes del filósofo Porfirio y con cientos de bibliotecas en Europa y América; por ejemplo, los miles de códices mayas que Diego de Landa hizo quemar. Esa gente creía en la verdad y no en la variedad de formas que adquiere, y que el ensayo, género flexible, defiende contra viento y marea. Es cierto que Asmara Gay marca las diferencias entre los ensayos de Montaigne y los de Bacon, pero por ello su postura es flexible, abierta. La obra se divide en cuatro partes: en la

primera, selecciona algunos antecedentes occidentales de lo que conocemos como ensayo; en la segunda, lo define y caracteriza; la tercera se concentra en su estructura, y la cuarta despliega una tipología de este género tan impuro. Quizá uno de los temas más valiosos sea la reflexión en torno a los distintos tipos de ensayos partiendo de los grados de subjetividad y objetividad. El problema de los libros teóricos es que rara vez descienden de su nube. Teoría proviene de theo (dios); significa ver a los dioses y está vinculada a la contemplación, pero toda teoría se origina de una realidad. La virtud de este libro es que no permanece en lo teórico y se agradece. Su fin no es sólo aportar conocimiento, sino que el usuario lo ponga en práctica. Sólo agrego que, para quienes hemos hecho de la actividad intelectual nuestro modo de vida (artistas, literatos, científicos...), esta obra no se lee, sino que, utilizando la metáfora que Paul Valéry aplicó al poeta Miguel Ángel Asturias (también extraordinario ensayista), se bebe. Sí: el libro se bebe, se disfruta como un café expreso bien hecho (cosa rara en México); se disfruta como charla de sobremesa. Por ello, se agradece la idea de sistematizar con agilidad un género tan difícil de asir, tan conflictivo y movedizo.

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El sentido de la vida es el que cada individuo le otorga.

El vivir es un morir cotidiano.

¿Qué te preocupa el morir, si las flores seguirán floreciendo?

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Meneses Monroy

Aforismos de


el comité 1973

Revista de difusión, crítica y creación literaria


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