El Comité 1973 número 39. Literatura norteamericana (Canadá, Estados Unidos y México)

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EL COMITÉ 1973, Núm. 39. Literatura norteamericana (Canadá, Estados Unidos y México) Revista de difusión, crítica y creación literaria. Correo electrónico: elcomite1973@gmail.com http://issuu.com/revistaelcomite1973 https://www.facebook.com/revistaelcomite1973 https://twitter.com/ElComite1973

El Comité 1973 Director Meneses Monroy Editora Asmara Gay Jefe de redacción Erasmo W. Neumann Diseño gráfico Jovany Cruz / Dania Montiel

Consejo editorial

Agustín Cadena Guadalupe Flores Liera Claudia Hernández de Valle Arizpe Daniel Olivares Viniegra Juan Antonio Rosado Zacarías Eduardo Torre Cantalapiedra

Portada y contraportada Dania Montiel Publicación Bimestral Junio - Julio Año 7 | Número 39 | 2019

Comité colaborador de este número

Ander Azpiri Maitane Aguirre G. Viviana Belmonte Óscar Cuapio Lima Abraham Miguel Domínguez Eder Elber Fabián Pérez Guadalupe Flores Liera Asmara Gay Daniela Gómez Consejera en artes visuales José Martín Elsa Madrigal Meneses Monroy Aída Padilla Nateras Rocío Prieto Valdivia Juan Antonio Rosado Z. Manuel Alberto Sedamano Erasmo W. Neumann Publicación incluida en el catálogo de revistas electrónicas de arte y cultura del conaculta http://sic.conaculta.gob.mx/ficha.php?table=revista_elec&table_id=136 La revista El Comité 1973, es una publicación realizada por el grupo literario El Comité. Todos los derechos reservados.


ÍNDICE

Dossier Sobre la literatura Norteamericana ...............................................................................4 Asmara Gay

Poesía Desesperanza............................................................................................................... 7 Meneses Monroy Canta, Norteamérica.................................................................................................... 8 Manuel Alberto Sedamano Suelo sin tiempo............................................................................................................ 10 Maitane Aguirre G. Ensayo Literatura Norteamericana: la mentira que nos hace libres............................................. 11 Óscar Cuapio Lima Breve panorama de la novela mexicana del siglo XX........................................................ 15 Juan Antonio Rosado Z. Twain: Dos duelos......................................................................................................... 23 Erasmo W. Neumann La epistemologia de la metáfora: una invitación a la lectura de El sueño de Sor Juana....... 25 Aída Padilla Nateras F. Scott Fitzgerald: hermoso y maldito........................................................................... 31 Abraham Miguel Domínguez Minificción Error moderno.............................................................................................................. 37 José Martín La hormiga viajera........................................................................................................ 38 Rocío Prieto Valdivia Artículo Salinger: el escritor entre el centeno a cien años de su nacimiento.................................... 39 Eder Elber Fabián Pérez Reseña Mónica Mansour: San Francisco “En cuerpo y alma”........................................................ 45 Guadalupe Flores Liera Portafolio Ander Azpiri .........................................................................................................................50 Ensayo Mi primera manifestación feminista.............................................................................. 68 Daniela Gómez Poesía Los ausentes.................................................................................................................. 72 Viviana Belmonte


SOBRE LA LITERATURA NORTEAMERICANA Asmara Gay

El arte vive de la discusión, del experimento, de la curiosidad, de la diversidad de intentos, del intercambio de pareceres y de la comparación de puntos de vista; y existe la presunción de que aquellas épocas en que nadie tiene nada que decir sobre él, en que nadie tiene razones para justificar una práctica o una preferencia, aun cuando pueden ser épocas brillantes, no son épocas de desarrollo; y, posiblemente, hasta son un tanto insípidas. Henry James

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ara algunos estudiosos, el título que hemos puesto a la edición de este número de la revista, “Literatura norteamericana (Canadá, Estados Unidos y México)”, tal vez parezca provocador, en la medida en que comúnmente entendemos por “Literatura norteamericana” la literatura escrita o producida en Estados Unidos y, casi siempre, por escritores anglosajones. No obstante, en la revista El Comité 1973 pensamos que el término “Literatura norteamericana” es tan amplio como la geografía a la que alude. Si bien Norteamérica abarca más territorios que solamente Canadá, Estados Unidos y México, lo cierto es que las relaciones que han establecido estos tres países en las últimas décadas ha suscitado vasos comunicantes entre ellos; de la misma manera en que, por ejemplo, Estados Unidos 4


tiene vasos comunicantes con Inglaterra, o México con el resto de Hispanoamérica. Y esos vasos comunicantes pueden observarse, por supuesto, también en el ámbito literario. En el caso de México, la influencia de autores estadounidenses como Poe, Whitman, Hawthorne, Fitzgerald, Hemingway, Dos Passos, Faulkner, Carver, la generación beat, Bukowski, por ejemplo, ha tenido un peso significativo en diversos escritores mexicanos, de acuerdo con los gustos y búsquedas literarias de cada generación que nos ha representado en las letras. De la literatura canadiense, aunque a primera vista no parece que tengamos influencia, en realidad sí la tenemos, porque Alice Munro, Margaret Atwood o Michael Ondaatje han dejado huella en muchos de nosotros, especialmente en los últimos veinte o treinta años. Acerca de la influencia que la literatura, específicamente estadounidense, tiene en los escritores mexicanos, René Avilés Fabila comentó que

ricano: cuyas raíces están en John Reed y Ernest Hemingway) de Tom Wolfe, Norman Mailer, Rex Reed y Terry Southern y la literatura Non fiction de Truman Capote. […] Esto no es bueno ni malo, es un hecho, una realidad fácilmente comprobable. El escritor, el artista, suele apropiarse de todos aquellos elementos que le sean útiles. En arte, no hay mucho nuevo, la propiedad privada es discutible, existe un eterno reciclaje y un fructífero intercambio que de pronto produce innovaciones que una generación aprovecha por su aceptación en el gusto estético de una época (2016).

En cuanto a la importancia que México ha tenido sobre autores canadienses y estadounidenses, si bien hay casos notables como Jack Kerouac (Tristessa, 1960), Katherine Ann Porter (Judas en flor, 1930), Claude Beausoleil (Furor por Mexico, 1992) o Peter Kuper (Diario de Oaxaca, 2009), ésta ha sido lenta, pese a los esfuerzos de varias casas editoriales por acercar nuestra literatura a aquellos países. Y uno de los problemas que existen para que este diálogo literario no se dé es, en gran medida, el que menciona Eduardo Lago en su libro Walt Whitman ya no vive aquí. Ensayos sobre literatura norteamericana:

El intelectual mexicano tiene capacidad para abrevar en otras latitudes sin que por ello se someta o pierda su identidad. Tampoco su capacidad crítica se dispersa. Los escritores aceptan la importancia de una larga lista de artistas norteamericanos. […] La influencia de la literatura norteamericana es persistente merced a su altísima calidad y sus capacidades innovadoras. Autores como Ricardo Garibay y Vicente Leñero, antes de llegar a sesenta años, escribieron libros memorables gracias a la influencia del llamado Nuevo Periodismo (un fenómeno profundamente norteame-

Yo lo veo así: en Estados Unidos son vagamente conscientes de que hay otros países y otras culturas. Desconocen de manera escandalosa otras literaturas, porque sólo se alimentan de sí mismos. Ellos no conocen lo que hay fuera de su propio canon, sólo se leen a sí mismos y se critican a sí mismos (citado en Talavera, 2019).

Afortunadamente, la literatura mexicana ha llegado por otros caminos. Por un lado, está la academia que estudia a autores mexicanos, entre los que destaca, por supuesto, Juan Rulfo (el

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más leído y de quien Susan Sontag dijo: “Rulfo era el escritor más importante en el siglo XX y era el mejor fotógrafo en América Latina”, [2017]); por el otro, la residencia o el nacimiento de autores de origen mexicano ha vinculado nuestra literatura con la de aquellas regiones, desde hace muchos años: Rudolfo Anaya, Kathleen Alcalá, Gloria Evangelina Anzaldúa, Ronald Francis Arias, Sandra Cisneros, Rolando Hinojosa-Smith (Estados Unidos), Gilberto Flores Patiño, Martha Bátiz, Silvia Moreno-García, Ángel Mota, Omar Alexis Ramos (Canadá), por mencionar a algunos de los muchos autores de origen mexicano que publican, dan clases, traducen y proponen sus estéticas literarias en aquellos países (sobre esto, véase Lago, 2014 y New, 2002). Sin embargo, los esfuerzos por mostrar el valor de nuestra literatura como una representación de lo que es la literatura norteamericana, no sólo a nivel geográfico sino por las influencias estéticas y los contextos históricos, sociales y literarios impresos en la escritura son pocos, parciales y tímidos. Sirva, pues, este número para entrar en diálogo con lo que ha estado ocurriendo en la práctica desde hace muchos años, en la pluma de los escritores norteamericanos. No existe una literatura nacional que no tenga influencias extranjeras. Wolfgang Vogt Referencias Avilés Fabila, R. (2016, 25 de mayo). Infuencia norteamericana en la reciente novela mexicana (1/2). En Crónica. Recuperado de http://www.cronica.com.mx/notas/2016/962931.html Lago, E. (2014, 24 de enero). Literatura hispana se convierte en potencia cultural en EEUU. En El País. Recuperado de https://elpais.com/cultura/2014/01/23/actualidad/1390479980_742205.html New, W. H. (Ed.). (2002). Encyclopedia of Literature in Canada. Recuperado de https://books.google.com.mx/ books?id=Mkh2vJ_9GpEC&pg=PA633&lpg=PA633&dq=mexican+canadian+writers&source=bl&ots=bhda-UD5zW&sig=ACf U3U32tjUB7ZJfd4nM-fx2Q21sb7jTtw&hl=es&sa=X&ved=2ahUKEwjt_9Ha6IThAhWXCTQIHUrwCfIQ6AEwB3oECAQQAQ#v=onepage&q=mexican%20canadian%20writers&f=false Obra de Rulfo interesa cada vez más en Estados Unidos: Roberto García Bonilla. (2017, 28 de mayo). En La Unión. Recuperado de https://www.launion.com.mx/blogs/vida-y-estilo/noticias/107454-obra-de-rulfo-interesa-cada-vez-mas-en-estados-unidos-roberto-garcia-bonilla.html Talavera, J. C. (2019, 3 de enero) La “Gran Novela Americana”, literatura de autoconsumo. En Excélsior. Recuperado de https://www.excelsior.com.mx/expresiones/la-gran-novela-americana-literatura-de-autoconsumo/1288119 Vogt, W. (1990). Influencias extranjeras en la literatura mexicana anterior a la revolución de 1910. En Relaciones. Recuperado de https://www.colmich.edu.mx/relaciones25/files/revistas/042/WolfgangVogt.pdf

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Meneses Monroy

No mariposas volarán de nuevo enamoradas enlazando tu esencia con la mía, porque las mariposas eran sólo ilusión, ilusión el amor de tu mirada.

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Canta, Norteamérica Manuel Alberto Sedamano

Eres Norteamérica verso de primavera, perfume de sabor tropical de voces de caña y de nogal; eres el suspiro de la noche de mágicos veranos templados y de majestuosas praderas de otoño que evocan el espíritu salvaje de lobos, osos y caribúes; eres la danza de las estrellas sobre la Bahía de Hudson que canta al firmamento nuevas utopías de amor y de pasión; eres la tundra de ensueño que se apodera de mi mente y que explora mis más bellos sentimientos; eres el espíritu de mayas y toltecas que cobija mi corazón de fuego y el canto guerrero de mis latidos; eres la luz de la razón de libertades proclamadas y el susurro irreverente de los bosques de coníferas que albergan odas de democracia y de hermandad;

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eres la confesión del alma de inuits y esquimales que cubren con sus sueños el sagrado beso níveo de la tierra; eres el impetuoso océano Atlántico de Hemingway y el surrealista Pacífico de Octavio Paz; eres el gallardo arrullo de los Montes Apalaches que recita versos matinales en los inviernos más fieros; eres el atardecer de hombres de maíz y la dulce melodía del Mississippi que domina las más inhóspitas tierras; eres mito e historia de almas vernaculares que aún reposan en el Templo de Quetzalcóatl; eres el eco poético de otoño de realismo mágico que se atesora en las entrañas de la Sierra Madre; eres ópera y mixtura de color y sabor, eres cosmopolitismo y tradición, eres esperanza y placer, eres nieve y palmera… canta, Norteamérica.

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Suelo sin tiempo Maitane Aguirre G.

Aquí, cuando llueve, la luz se vuelve estrella en las ventanas de la incontable cantidad de viviendas que invaden cada rincón de la ciudad. Pasear por las calles, preciosas y tristes, es como viajar en el tiempo. El viento raspa junto al ruido del abominable tránsito enfurecido y cansado; aunque, a veces, también arrulla con la melodía de algún viejo organillero uniformado. Arte rebelde, irreverente, pintarrajeada en las fachadas de las que en algún momento fueron imponentes residencias. Aquí la gente camina con máscaras pálidas, sin ojos ni memoria. Sombras sin cuerpo en un enorme fantasma. Hay quienes habitan oscuras esquinas y tienden una mano desde el suelo, recibiendo nada. En este colorido cementerio de guerra, se es número en busca de alma.

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LITERATURA NORTEAMERICANA:

la mentira que nos hace libres

Óscar Cuapio Lima

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Las ideas hechas pueden o no convenir para tales intereses, pero siempre convienen para un interés de la conciencia: no replantearlo todo. GABRIEL ZAID

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ecir que la literatura norteamericana se limita a las obras estadounidenses es una mentira que nos acerca a la autenticidad creativa, pues libera la poética mexicana del modelo literario que excluye lo distinto a sí mismo o, como diría Gabriel Zaid: “Rechaza la posibilidad de enterarse de todo aquello que no puede integrarse a eso” (Zaid, 2014, pp. 188-189). Norteamérica está conformada por Canadá, Estados Unidos y México; basta con algunas nociones de geografía y política para saberlo. Así también lo reconocen el actual Tratado de Libre Comercio y los organizadores del Campeonato Mundial de Futbol que, en el año 2026, se llevará a cabo en esta tercia de países. Si nos ponemos estrictos, geográficamente hablando, el hemisferio norte del continente americano se extiende desde Canadá hasta Panamá y, en sentido político, de la tierra de Frances Brooke al terruño de José Joaquín Fernández de Lizardi. Por gentilicio, las personas que nacen en América del Norte son norteamericanas; asimismo, por denominación de origen, sus ideas y producciones. A pesar de la validez de este razonamiento, el término “norteamericano” ha sido utilizado alrededor del mundo para referirse exclusivamente a lo procedente de Estados Unidos. Digamos que se trata de una falacia ad populum, una mentira que parece verdad, un

juicio falso de dominio público que se toma como verdadero porque la mayoría de gente lo asume de esa manera. Me llama la atención que, hoy en día, cuando apostamos por una educación global y basada en la democratización del conocimiento, la mentira de la que hablo siga vigente. No viene al caso cuestionar si se debe a la ignorancia, sino por qué el conocimiento fundamentado no es suficiente para enmendar el error, ni siquiera para los expertos del lenguaje. Al final del año pasado, Eduardo Lago, escritor y traductor español, exdirector del Instituto Cervantes y profesor de Literatura en Nueva York, publicó su libro: Walt Whitman ya no vive aquí: ensayos sobre literatura norteamericana (2018). A lo largo de las páginas, sólo figuran escritores estadounidenses. En una entrevista del diario Crónica Global le preguntaron por qué no había incluido a la canadiense, ganadora del Nobel, Alice Munro; él respondió que se debía a meros propósitos editoriales y asuntos de geografía (Iglesia, 2019). Ni aunque hubiera sido lo políticamente correcto ni su autoridad literaria, claro está, impidieron que Lago y su editorial optaran por identificar Norteamérica exclusivamente con Estados Unidos. En México no nos hubiéramos resistido a interrogarlo por nuestra literatura. Ya sabemos la respuesta. Casos como éste evidencian que la perpetuación de la falacia sobre cómo se ha entendido la literatura

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norteamericana no se debe a la ignorancia de la geopolítica, sino a una decisión deliberada y a intereses particulares. ¿Tiene, entonces, algún valor esforzarnos en abrir el concepto para incluir específicamente las obras mexicanas? Insistir en ser parte de la literatura norteamericana, como yo lo veo, implicaría bloquear nuestras propias posibilidades literarias. Una de ellas es mostrarnos constantemente críticos ante la falacia de la que hablo y observar que, por una parte, nos rechaza y, por la otra, nos acerca a la libertad creativa, a la autenticidad: no somos norteamericanos. Éstos escritores, según David Foster Wallace en una entrevista con Eduardo Lago, desconocen lo que se escribe fuera de Estados Unidos (Lago, 2018, p. 24). Además, la literatura de ese país se caracteriza, según Wallace, si no por ser comercial, sí por su innovación, experimentación, quebrantamiento de la tradición narrativa e incorporación de todo tipo de discursos (religiosos, filosóficos, políticos, científicos, etc.) para reinventarlos (Lago, 2018, p. 17). De ser así, la literatura mexicana está lejos de ser parte de la norteamericana, pues nosotros no vendemos libros por millones, pero estamos abiertos a distintas influencias, tanto que, al mantenernos pendientes de la poética estadounidense, dejamos de innovar, experimentar, quebrantar la tradición narra-

tiva e incorporar diversos discursos para renovarlos. Mas, advierto, no se trata de cerrarnos a las influencias extranjeras, sino de que cada vez que miremos las obras de otros países, nos cuestionemos qué es lo propio de nosotros, cuál es nuestra identidad, qué nos distingue, cuál es nuestra voz en el diálogo que las culturas entablan en el arte, de qué manera contribuimos al mundo literario. No ignoramos que relacionar exclusivamente la literatura norteamericana con la estadounidense, se trata de una mentira con apariencia de verdad. ¿Tenemos que convencernos de que, por procedencia, somos parte de Norteamérica? Nos aferramos, ad populum, en ello. Nuestra literatura podría considerarse norteamericana, si y sólo si reconociéramos que los convencionalismos en auge no son, en automático, el medio más adecuado para expresar nuestras propias experiencias que, si realmente nos pertenecen, nos manifiestan deformes, extraños, distintos, ajenos a los modelos imperantes. En palabras de Luis G. Urbina: “Si somos mexicanos para vivir, lo somos para hablar, y para soñar, y para cantar. Y estos son los elementos, los materiales con que componemos nuestra obra de arte” (Urbina, 2016, p. 105). Por una parte, escribir al modo de los estadounidenses con el afán de que nos reconozcan, nos condena al anonimato, a ser uno más en el

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sueño americano que se repite una y otra vez; nadie nos notaría. Por el otro, al innovar, terminamos siendo unos completos extraños, los irreconocibles ante los estándares. Ya nos había sucedido una vez, cuando los escritores criollos buscaban la originalidad, pero reclamaban el reconocimiento de la poética española. Ahora solicitamos la validación del país que, hacia el norte, colinda con México. Pareciera que estamos condenados a rezagarnos al pie de los muros fronterizos, fuera de lo común y familiar, a ser los eternos extranjeros dentro del hemisferio donde escribimos. Pero más que una condena, muchas veces se trata de una conveniencia: la desgana de replantearnos y responsabilizarnos de nuestra poética. Norteamericana o no, las obras mexicanas han sido y serán literatura en la medida en que su ficción se mantenga crítica ante la mentira que encierra el término “literatura norteamericana”, reinventando una realidad que solemos tomar por mentira: el ser humano, el escritor,

sea en Canadá o en Estados Unidos o en México (en todo el mundo), es libre en tanto que aprecia y crea tantas buenas historias como existen diversas experiencias más allá de los modelos estadounidenses, a no ser que nos consideremos muy poca cosa como para no tener algo que decir, algo íntimo y, en efecto, familiar. ¿No tenemos acaso más posibilidades de que nuestras creaciones sean valoradas por distintas y, sin embargo, universales; por discurrir con tal transparencia que cualquiera pueda reconocerse auténticamente en ellas? Al final de cuentas, ser distintos es lo que nos da un lugar y lo define. Si hay algo de lo que México se enorgullece, es de ser original en sus manifestaciones artísticas como las literarias, lo que es suficiente para sentir orgullo de que dentro de la literatura norteamericana se encuentra la mexicana.

Referencias de libros LAGO, E. (2018). Walt Whitman ya no vive aquí: ensayos sobre literatura norteamericana. Madrid: Sexto Piso. URBINA, L. G. (2016). Origen y carácter de la literatura mexicana. En J. L. MARTÍNEZ (Comps.), El ensayo mexicano moderno, 1 (pp. 98-106). México: FCE (Colección Letras Mexicanas). ZAID, G. (2012). Conectar lecturas y experiencias. En Leer (pp. 183-190). México: Océano exprés (Colección Ensayo). Referencias de medios electrónicos IGLESIA, A. M. (2019, 14 de enero). Eduardo Lago: la literatura ha evolucionado menos que otras formas de expresión artística. Crónica Global [en línea]. Recuperado de: https://cronicaglobal.elespanol.com/letra-global/ la-charla/eduardo-lago-literatura-norteamericana_213780_102.html

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BREVE PANORAMA DE LA NOVELA MEXICANA DEL SIGLO XX Juan Antonio Rosado Z.

Desde sus inicios en el siglo XIX hasta la época actual, la novelística mexicana ha tenido innumerables avatares. Corrientes, grupos literarios y polémicas en torno a una visión específica de lo que debe o no debe ser la literatura “nacional” se han sucedido en un marco múltiple y heterogéneo. Sin duda, la literatura mexicana se ha debatido entre dos claras tendencias: por un lado, aquellos autores que —a semejanza de los costumbristas, románticos o realistas del siglo XIX— buscan lo propio, lo nacional, lo que nos diferencia de otros países; y por otro, aquellos artistas cosmopolitas, que buscan en las literaturas europeas y del mundo entero los motivos, temas y estilos de sus narraciones para, también, conformar una literatura propia y original. Si es verdad que estas posturas se han definido con claridad a lo largo de más de 200 años, sería ingenuo pensar que hay o ha habido un divorcio tajante entre ambas, ya que en general han mantenido un diálogo estrecho y constante, aunque alguna de las dos haya

sobresalido en determinada época o en determinado grupo o corriente, y aunque a menudo hayan entrado en conflicto al generarse importantes polémicas que cambiaron el curso de las tendencias temáticas y estilísticas. Con estilo pulcro, conciso y a la vez lírico, nutrido por la escuela naturalista de Emilio Zola, pero sumergido en el paisaje y en las costumbres mexicanas, Federico Gamboa es nuestro primer gran novelista del siglo XX. De Santa (1903) se ha hecho una buena cantidad de lecturas y versiones cinematográficas. Esta novela, que lo mismo participa de un espíritu nacional que cosmopolita, sigue publicándose y conserva su frescura e intensidad, a pesar del trasnochado moralismo que a veces interfiere en la trama. Unos años después de su publicación, en 1907, un buen número de jóvenes intelectuales y escritores, discípulos del maestro Justo Sierra —entre quienes figuran los futuros miembros del famoso Ateneo de la Juventud (1909)— le rendirán un homenaje masivo al poeta Manuel

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Gutiérrez Nájera, muerto en 1895. Esta polémica manifestación en defensa del poeta y contra un periodista que se había apropiado de su revista (la revista Azul, órgano del modernismo, tendencia ecléctica y universalista de finales del siglo XIX), tendrá como consecuencia la toma del poder cultural por parte de dichos jóvenes. Nombres como los de Alfonso Reyes y otros futuros ateneístas empiezan a figurar en la vida intelectual del país, en medio de una verdadera revolución cultural que antecede e incluso prefigura a la futura revolución de 1910. Es inevitable aludir a la Revolución Mexicana en tanto que esta serie de movimientos producirá una de las corrientes literarias más fructíferas y de más larga duración: la llamada Novela de la Revolución Mexicana. El antecedente lejano de esta tendencia de corte realista se encuentra en una novela basada en un hecho histórico: la masacre cometida por los soldados de Porfirio Díaz contra un pueblo de Chihuahua llamado Tomóchic, en 1892. La novela Tomóchic (1893), de Heriberto Frías, testigo presencial de la masacre, fue corregida y aumentada por su autor durante los primeros años del siglo XX. Se trata de una obra vivida con intensidad, leída y asimilada por futuros escritores, como Mariano Azuela y, posteriormente, José Revueltas. Ya las ediciones de 1906 y 1911 de Tomóchic mantienen un tono netamente antiporfirista. Pero suele considerarse a Los de abajo (1916), de Mariano Azuela, como la primera gran novela de la Revolución, aunque de verdad desencantada de un levantamiento lleno de oportunismo e ignorancia. La fecha de su primera edición posee un interés relativo para la historia

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de la literatura, ya que no será sino hasta fines de 1924 y principios de 1925 cuando la crítica —sobre todo Francisco Monterde— dará a conocer la novela al gran público, en medio de una polémica entre el grupo de los nacionalistas y los llamados universalistas. Unos, entre los cuales se encontraba Victoriano Salado Álvarez, el autor de los Episodios nacionales mexicanos, decían que en México sólo había literatura “afeminada”, evasiva, no comprometida con la realidad ni con la Revolución; Monterde, por el contrario, sostuvo que sí había una literatura “viril” y puso como ejemplo Los de abajo. Como ocurre con la mayoría de las polémicas, los oponentes nunca cedieron y cada quien permaneció con sus opiniones, pero esta polémica lanzó a la fama la novela de Azuela y motivó a otros escritores a narrar sobre la Revolución. En realidad, a partir de 1925 se inicia lo que conocemos como Novela de la Revolución Mexicana, pues durante los años de conflictos y caudillajes más bien se había puesto de moda la llamada literatura colonialista (una reivindicación y reinterpretación de la etapa colonial que funcionó como evasión de una realidad sangrienta e indomable). Para 1925, la contienda bélica ya había terminado y faltaban cuatro años para la creación del Partido Nacional Revolucionario (PNR). Los escritores y artistas se inclinaban, como era natural, hacia el nacionalismo, y utilizaban preferentemente las descripciones realistas. Un exmiembro del Ateneo de la Juventud y primer secretario de Educación Pública, José Vasconcelos, contrataba, durante el obregonismo, a los pintores muralistas y, como ya se ha dicho, a partir de 1925 —con el redescubrimiento de

Los de abajo— surge la Novela de la Revolución. Martín Luis Guzmán —también exmiembro del Ateneo— publica El águila y la serpiente (1928). Al año siguiente da a conocer La sombra del Caudillo, escrita con un estilo magistral y basada en las figuras y regímenes de Álvaro Obregón y Plutarco Elías Calles. No se trata de una novela de la Revolución propiamente, sino de una novela política sobre la ambición de poder y la corrupción para llegar a él y conservarlo. Otro extraordinario novelista de la Revolución es Rafael F. Muñoz: ¡Vámonos con Pancho Villa! (1931) y Se llevaron el cañón para Bachimba (1941) constituyen dos visiones sobre la lucha armada y la barbarie de la época revolucionaria. Las Memorias, de José Vasconcelos, consideradas como novelas de la Revolución, aparecen entre 1936 y 1939, en cuatro tomos: Ulises Criollo, La tormenta, El desastre y El proconsulado. Un quinto volumen, La flama: los de arriba en la Revolución, historia y tragedia, aparecerá en 1959. Esta gran autobiografía en cinco tomos, a pesar de algunas parcialidades, es valiosa no sólo por su estilo e intensidad vivida, sino porque ilumina un trozo fundamental de la historia de México, si bien es necesario considerar que fue escrita de modo visceral, después de que Vasconcelos fracasara en su intento por llegar a la presidencia en 1929. Otros novelistas de la Revolución son Francisco Urquizo (Tropa vieja), Agustín Vera (La revancha), Nellie Campobello (Cartucho y Las manos de mamá) y Miguel N. Lira (La escondida). De modo paralelo a la Novela de la Revolución surgen otras tendencias, como la narrativa cristera (que puede estar a favor o contra este movimiento, dependiendo del autor), la narrati-

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va del petróleo o de contenido social, así como la corriente indigenista. Las tres últimas se vincularán al cardenismo. Autores como Gregorio López y Fuentes, Mauricio Magdaleno, José Rubén Romero y José Mancisidor publican novelas ideológicamente comprometidas, cuyo contenido social —la mayor parte de denuncia— está muy vinculado a la izquierda y al anhelo por un mundo mejor. Herederos de estas corrientes, aunque con una calidad literaria superior y un refinamiento estilístico del que carecían muchos autores de los años treinta, son los nuevos escritores postrevolucionarios. En particular, tanto José Revueltas como Agustín Yáñez y Juan Rulfo le dieron un viraje total a la novela. El luto humano (1943), de Revueltas, Al filo del agua (1947), de Yáñez, y Pedro Páramo (1955), de Rulfo, incorporan técnicas narrativas novedosas y estilos refinados, sin abandonar del todo el compromiso social. La estructura atemporal, la gran calidad lírica del lenguaje y la profundización en el interior de los personajes hacen de Pedro Páramo un clásico de la literatura mexicana. Con estas obras el realismo tradicional muere de forma definitiva. Algo similar puede afirmarse de Los días terrenales (1949), de Revueltas, que ocasionará una encendida polémica con el Partido Comunista, al que este escritor cuestiona y critica. Por su parte, Rosario Castellanos aborda el problema de los indígenas: su segregación y su conflicto con el mundo de los blancos, en Balún Canán (1957), así como el mundo de los tzotziles, en Oficio de tinieblas (1962). Otros narradores que han escrito novelas sobre los indígenas, desde distintos puntos de vista, son Antonio Mediz Bolio, Ramón Rubín, Andrés Henestrosa, B. Traven, Ricardo Pozas, Miguel N. Lira, Francisco Rojas González, Eduardo Luquín y Ermilo Abreu Gómez. Durante los años cuarenta se consolida en México la novela policiaca. En Ensayo de un crimen (1944), Rodolfo Usigli le da a la estructura tradicional de este género un interesante giro. Rafael Bernal, el futuro autor de El complot mongol (1969), empieza a publicar en estos años, al igual que Enrique Gual. María Elvira Bermúdez dará a conocer sus novelas policiacas en los cincuenta. Cabe mencionar que en esta última década se da a conocer

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una novela que había sido publicada por entregas, en un periódico, a finales del siglo XIX: La Rumba, de Ángel de Campo (Micrós), obra clásica del porfiriato, que describe la situación de miseria en la Ciudad de México. Si la menciono aquí es porque aparece en el siglo XX y porque, junto con Santa, constituye uno de los antecedentes de la llamada literatura urbana. Uno de los novelistas con vocación sostenida a lo largo de los años ha sido Carlos Fuentes. En La región más transparente (1958) se describe la vida de la Ciudad de México. El influjo de la Revolución aún está presente. El personaje Federico Robles, antiguo revolucionario, se ha enriquecido. Hay una severa crítica contra los revolucionarios que aprovecharon la contienda para sus fines personalistas. Fuentes no abandonará su inquietud por el tema de la Revolución en obras posteriores. La región más transparente, además, ha sido considerada como un verdadero mural donde desfilan muchas capas sociales y donde la capital del país ocupa el centro de la narración, al grado de convertirse en auténtica protagonista. Suele decirse que esta extensa obra es la fundadora de la llamada literatura urbana, aunque ya Luis Spota, en Casi el paraíso (1956), había recreado la modernidad de la urbe, y mucho antes los estridentistas la habían poetizado. También Josefina Vicens, con El libro vacío (1958), ha ubicado su novela en la urbe, aunque con otros fines: representar la vacuidad de la existencia en el seno de una ciudad donde el protagonista se exilia: el peso de la ciudad propicia la soledad, una soledad urbana. De tema totalmente urbano es Ojerosa y pintada (1959), de Yáñez. El protagonista es un

taxista en cuyo vehículo desfila todo un mural de clases sociales. Pero volviendo a Carlos Fuentes, en La muerte de Artemio Cruz (1962) la Revolución cobra de nuevo importancia: se rememora la lucha armada a través de un personaje. Es la historia de un revolucionario que se corrompe. La obra abarca la agonía de Artemio y simultáneamente nos presenta tres tiempos: pasado, presente y futuro, cada uno desde un punto de vista distinto. Ya en otras novelas Fuentes da un rotundo viraje. Obras difíciles como Cambio de piel (1967), Zona sagrada (1967) y Cumpleaños (1969) responden a la experimentación literaria que se da durante los años sesenta. Aura (1962), en cambio, es una narración sencilla, un relato de tipo fantástico y erótico con una estructura circular y escrito en segunda persona gramatical. Los sesenta fueron, en general, la década de la experimentación y del juego. Por ejemplo, Juan José Arreola, en La feria (1963), experimenta, de forma lúdica, con el costumbrismo y el llamado “color local”. No es coincidencia que en esta década aparezcan dos exquisitas visiones irónicas de Jorge Ibargüengoitia sobre dos tipos de novelística basados en situaciones históricas o políticas, y que han tenido gran aceptación en México (las novelas de la Revolución) y en Hispanoamérica (las novelas de la dictadura): Los relámpagos de agosto (1964) parodia a las primeras; Maten al león (1969), a las segundas. En esta época se da a conocer la llamada Generación del Medio Siglo o de la “Casa del Lago”. Cosmopolitas y elitistas, los miembros de esta generación hurgan en el erotismo, en la transgresión del orden establecido, en el problema

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de la identidad, de la locura, del mal y de la muerte. Farabeuf (1965), obra maestra de Salvador Elizondo, ha sido considerada como el gran experimento de la literatura mexicana. Si es cierto que esta novela admite la influencia del nouveau roman francés, va mucho más lejos al incluir el cuestionamiento por la identidad desde una óptica existencial. Muerte y erotismo son los dos ingredientes de esta “crónica de un instante”, como la llamó su primer editor. De la misma generación de Elizondo son Juan Vicente Melo, Sergio Pitol, Juan García Ponce y la cuentista Inés Arredondo. Melo trata sobre todo el problema de la identidad en su mejor obra, La obediencia nocturna (1969). Pitol mantendrá una actividad novelística sostenida desde su primera novela, El tañido de una flauta (1972), lo mismo que Juan García Ponce, quien se dedicó a profundizar en los rituales eróticos, en el problema de la identidad y en la relación de la vida con el arte, en novelas como La cabaña (1969), El gato (1974), De anima (1984), Inmaculada o los placeres de la inocencia (1989) y, sobre todo, en la que considero su obra maestra: Crónica de la intervención (1982), uno de los más grandes monumentos literarios de la segunda mitad del siglo XX en México y summa de preocupaciones, temas y obsesiones de su autor, que conjuga distintos discursos (monólogo interior, diario íntimo, informe psicoanalítico...) con una gama de narradores y personajes, de entre los cuales destacan cinco protagonistas masculinos y dos mujeres de apariencia idéntica: Mariana y María Inés. En un contexto variado, plural, de intereses y preocupaciones distintos, surgen novelistas como Luisa Josefina Hernández, Sergio Galindo, Sergio Fernández y José Emilio Pacheco. Este último —quizá el más polifacético de su generación— da al público la primera edición de Morirás lejos, en 1967. Esta obra explora, sin renunciar al compromiso histórico y social, el problema de la identidad. El tema central es la persecución y la estructura se nos descubre como una serie de proyectos de narraciones. En tal sentido, ha sido comparada con Rayuela (1963), del argentino Julio Cortázar. Otra breve novela de Pacheco es Las batallas en el desierto (1981). Con una visión retrospectiva, en esta pequeña obra el amor de un niño por la madre de su amigo se enlaza con la crítica a la corrupción durante el régimen de Miguel Alemán, con

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la sátira de las instituciones y con la nostalgia por una ciudad ya desaparecida. Una generación antagónica a la del “Medio Siglo” es la llamada Generación de la Onda. Surgida a mediados de los sesenta, esta literatura se centró en la antisolemnidad y el juego, así como en el uso de un lenguaje urbano y juvenil de clase media o media alta. En palabras de José Agustín: “Mi generación [...] se inclinó más a una reconexión con la tradición popular y con la presencia de la modernidad a través de la música rock, el cine, la televisión y los medios”. Novelas como La tumba (1964), de José Agustín, Gazapo (1965), de Gustavo Sainz y De perfil (1966), del mismo Agustín, son representativas de esta tendencia. Más tarde se publica Pasto verde (1968), de Parménides García Saldaña. Durante los años setenta la literatura suele abandonar los aspectos lúdicos y experimentales para retornar a un realismo y a un compromiso social y político más explícito. El detonante fue la masacre en la Plaza de las Tres Culturas, en Tlatelolco, el 2 de octubre de 1968. Se produce la llamada Literatura del 68, con obras como Ensayo general (1970), de Gerardo de la Torre; Los días y los años (1970), de Luis González de Alba, miembro del Consejo Nacional de Huelga, arrestado en Tlatelolco y preso político hasta 1971; La invitación (1972), de Juan García Ponce; Los símbolos transparentes (1978), de Gonzalo Martré, que incluye desde el tema del bazucazo a la Preparatoria Uno hasta la masacre del 2 de octubre, y muchas otras. Asimismo, en este decenio se intensifican dos temas que ya habían aparecido en el anterior: la homosexualidad y el feminismo, y surge —con Juan Miguel

de Mora, autor de La fórmula, Gallo rojo y Si tienes miedo— la novela de la guerrilla. En lo que toca al tema homosexual, es ya clásica la novela de Luis Zapata El vampiro de la Colonia Roma (1979). En los ochenta destaca la novela urbana de denuncia. Por ejemplo, Mal de piedra (1981), de Carlos Montemayor, trata sobre el abuso del poder. Hay novelas que expresan el fraude y la corrupción en todos los niveles. La novela de los setenta y principios de los ochenta suele estar politizada, desencantada de las instituciones, de las políticas gubernamentales, de la vida urbana y de diversos fundamentos o convenciones sociales. Agustín Ramos, en La vida no vale nada (1982), muestra la cotidianidad de los habitantes de una colonia proletaria de la ciudad. Joaquín Armando Chacón, en Las amarras terrestres (1982), denuncia la vida automatizada de nuestra época. Aparecen obras como La casa de las mil vírgenes (1984), de Arturo Azuela y El desfile del amor (1984), de Sergio Pitol, en las que se reconstruyen las vidas de los personajes mediante la historia de un edificio. En 1987 Héctor Manjarrez publica Pasaban en silencio nuestros héroes (1987). En esta década y en la siguiente se siguen escribiendo novelas sobre la guerrilla. Salvador Castañeda narra las penurias de un guerrillero caído en prisión en ¿Por qué no lo dijiste todo? (1980). Al año siguiente, sale a la luz una crónica novelada sobre la vida del guerrillero Lucio Cabañas: Ejerció de guerrillero, de Carlos Bonilla Machorro, y en 1982 una novela sobre guerrilla urbana: La sangre vacía, de Rubén Salazar Mallén, escritor que ya se había dado a conocer en 1932 con una controvertida obra, de la que sólo se publicaron unos capítulos en la

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revista Examen (dirigida por Jorge Cuesta). Me refiero a Cariátide, que causó que dicha revista fuera cancelada por las autoridades. Otras novelas sobre la guerrilla son Guerra en el paraíso (1990), de Carlos Montemayor; La guerra de Galio (1992), de Héctor Aguilar Camín y La lotería de San Jorge (1995), de Álvaro Uribe. Entre las últimas novelas del siglo se encuentran las de autores como Daniel Sada, Luis Arturo Ramos, Rafael Pérez Gay, María Luisa Puga, Armando Pereira, Anamari Gomís, Cecilia Urbina, Julián Meza, Hernán Lara Zavala, Elmer Mendoza, Jorge Volpi, Xavier Velasco, Eloy Urroz, Eve Gil, Edmee Pardo y Agustín Cadena, entre muchos otros que sería muy tardado mencionar. También prolifera la novela en torno al narcotráfico y sus consecuencias sociales. Lo cierto es que la pluralidad de tendencias temáticas y estilísticas en la novela mexicana hacen de este género literario uno de los preferidos por el gran público lector. Para no mencionar la extraordinaria riqueza de la novelística decimonónica (Payno, Altamirano, Sierra O' Reilly, Cuéllar, Riva Palacio...), en el siglo XX se enriqueció desde la aparición del tema colonial (segunda década) —con autores como Artemio de Valle-Arizpe—, hasta la novela erótica, pasando por la policiaca, la política, histórica, indigenista, testimonial, de denuncia, la que experimenta con la estructura y el lenguaje, la que encuentra su centro en la sociedad o, por el contrario, en el individuo y en la intimidad. Cada obra constituye una visión diferente de la realidad y pone la imaginación al servicio de las letras. En su conjunto, la novelística mexicana es una manifestación de la pluralidad, de la heterogeneidad de la cultura de este país. Ya sea que la novela pretenda explorar en lo propio o en las propuestas de tipo cosmopolita (o ambas), ha pasado, por su calidad, de lo regional a lo universal.

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DOS DUELOS Erasmo W. Neumann

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s posible hallar en la biografía de Mark Twain episodios tan singulares que bien podrían tomarse por ficciones extraídas de alguno de sus libros. Gran ejemplo es aquella ocasión en la que ganó dos duelos en un día sin siquiera participar en ellos. Según relata él mismo en Chapters from my Autobiography, hacia 1864 trabajaba como editor del diario Enterprise de Virginia City, Nevada. Por aquel entonces, los duelos eran muy populares entre la clase laboral del oeste, y no pocos hombres anhelaban involucrarse en un enfrentamiento de estos para probar su valentía y hacerse de una reputación. Durante una ausencia de su superior, el editor en jefe, Twain quedó encargado de su puesto y recayó sobre él la responsabilidad de escribir el editorial del periódico. La que parecía una tarea fácil resultó no serlo tanto, y puesto que al segundo día se quedó sin ideas recurrió a la aún vigente práctica de criticar a los personajes destacados de la ciudad. No tardaron las reacciones a sus palabras. El primero en levantar la voz fue James L. Laird, dueño de otro diario de Virginia City llamado Union, quien, contrario a lo que Twain temía, envió una educada contestación antes que un reto. Seguro que el escritor creyó haber esquivado una bala. Pero si bien él no buscaba hacer más grande el pleito, sus compañeros de la redacción lo empujaron a provocar a Laird hasta que éste accedió a enfrentarlo. La madrugada siguiente, al fondo de una barranca, Twain aprendía a disparar su arma junto a su segundo, un grandulón de nombre Steve Gillis. Sin mucho éxito, cabe señalar. Como el estruendo de los tiros atrajo a la gente de Laird, 23


quien también practicaba su puntería cerca de allí, Gillis decidió ocultar la inexperiencia de su amigo y disparó su revólver contra un pájaro, que cayó muerto justo cuando los mirones asomaron por el risco. Les informó que había sido Twain el certero ejecutor, e incluso subrayó que lograría la proeza cuatro de cinco veces. Como ninguno de los curiosos deseaba confirmarlo, le fueron al agraviado con el chisme y éste, intimidado, pidió suspender el enfrentamiento. Mas el meollo no terminó allí: horas más tarde se sabía en todo el pueblo que Twain y Gillis habían instigado un duelo, cosa que era ilegal en el estado de Nevada. Para evitar la penitenciaría, los dos optaron por ocultarse y huir en el primer coche que saliera de Virginia City. Entonces se enteraron de que alguien más andaba tras la cabeza del escritor: un tal William K. Cutler, aludido también en su editorial, lo retaba a respaldar sus mordaces comentarios con plomo. Twain, al saber esto, encargó a Gillis que lo convenciera de desistir. No le fue difícil con su estatura y fama de bravucón; a unas horas de lanzar el desafío, Cutler se retractó. Al día siguiente, Twain renunció al periodismo y partió rumbo a California, en donde trabajó como minero durante la fiebre del oro y comenzó a cosechar sus primeros éxitos literarios. Sobre su experiencia con los duelos, Twain escribió lo siguiente: “Desapruebo los duelos por entero. Los considero imprudentes y sé que son peligrosos. También pecaminosos. Si un hombre me retase ahora, lo tomaría amable y misericordiosamente de la mano, lo llevaría a algún lugar apartado, y lo mataría”.

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ra: o f ´ á t e m a l g´ia de o l o m e t s i p La e ura de t c e l a l a n ´ ció una invita

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´ñoo El sue de S r Juana

Aída Padilla Nateras

n uno de sus famosos fragmentos, Friedrich Schlegel se propone transmitir a sus lectores la maravillosa idea que tiene acerca de que, a pesar de que un texto clásico nunca puede ser comprendido del todo, los individuos que se empeñan en erigir tan alto como sea posible su torre de Babel intentando darle al mismo tiempo una forma bella, deben querer seguir nutriéndose de su incomprensibilidad y de sus misterios (2009, p. 29). Todo el mundo sabe que el Primero Sueño de Sor Juana Inés de la Cruz es un texto clásico de la literatura mexicana, pero ¿cuántos de nosotros realmente nos hemos dado el lujo de leerlo? Esta invitación de penetrar la espesísima selva pretende ir de la mano de una respuesta, tan artificiosa como podría ser cualquier otra, a la pregunta acerca de qué de interesante puede haber en leer poesía y, siendo un poco más precisos, qué podría uno sacar de bueno de la lectura de este texto en particular. Porque, como dice también Schlegel, toda recensión debería ser al mismo tiempo una filosofía de la recensión (2009, p. 67) —y también la raíz y el cuadrado de lo que intenta reseñar (p. 28)— y es importante advertir que nada de lo que pueda ser dicho al respecto es comparable a la verdadera experiencia de lectura. Aludiendo a la misma Juana Inés y modificando un poco lo que dijo en su Respuesta a Sor Filotea, habría que decir que de aquellas cosas que no se pueden decir es menester siquiera decir que no se pueden decir. Está claro que hay una gran diferencia entre escuchar hablar acerca de una persona y sentir en carne propia su cercanía: 25


oír su voz y olerla o incluso tocarla. Una vez habiendo señalizado los abismos infranqueables que la empresa conlleva, se puede proceder a hablar acerca de lo que sucede en el poema ya sin tanta pena, iniciando (im) pertinentemente con una reflexión e intercalando de vez en cuando algunas otras: Paul de Man, el excelente filósofo y crítico literario de origen belga, tiene un escrito llamado La epistemología de la metáfora en el que intenta deconstruir las fronteras entre filosofía y literatura. Toda la filosofía está condenada, en la medida en que no puede librarse de la figuración, a ser literaria, y como depositaria de este problema, toda literatura está también condenada a ser filosófica (1997, p. 50). Si uno busca en el Diccionario de la Real Academia de la Lengua Española la definición de “entender”, la primera entrada dice que la palabra hace referencia a “tener idea clara de las cosas”. El término “idea”, sin embargo, proviene del griego εἶδε (según Paul de Man, “luz”) o εἶδος, que significa, entre otras cosas, “imagen” y alude a la figura que

nos ofrece una cosa al verla, por lo que definir la idea de “luz”, por ejemplo, sería algo así como “dar luz a la luz” o, en todo caso, “proporcionar una imagen de la luz”. Los atomistas, que definen el movimiento como “el paso de un lugar a otro”, no hacen más que utilizar un sinónimo, pues qué es paso, sino movimiento (1997, p. 38). ¿No parecen entonces las definiciones una especie de traducción tautológica que no hace más que intercambiar ciertas formas o imágenes por otras? No es casualidad que la palabra alemana “uebersetzen”, que se utiliza para referirse al acto de “traducir”, signifique “sobreponer” o “pasar de un lugar a otro”; es decir, prácticamente lo mismo que “metaforizar” (μετά, “al otro lado” o “más allá” y φέρω, “llevar” o “trasladar”). Por más que filósofos como Locke hayan propuesto una campaña para limpiar los discursos que aspiran a la “verdad” de los tropos —esos virgilios que, según ellos, tienden a conducirnos por el camino de la confusión, las meras apariencias o el engaño gracias al poder que tienen de tornar más fuerte el argumento más débil— parece no haber manera de lograrlo. Y si nos es imposible evitar utilizar metáforas para ilustrar nuestro conocimiento, no es descabellado preguntarse si en realidad, aunque nos cause cierta indignación aceptarlo, no

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son las metáforas, que parecen trascender el ámbito de lo puramente ornamental o estético, las que constituyen el conocimiento. Tan pronto como uno comienza a darse cuenta de sus implicaciones epistemológicas, los conceptos son tropos y los tropos son conceptos (1997, p. 43). Incluso solemos trasladar de un lugar a otro a los números de los que tanto nos fiamos; esas abstracciones, producto de cortes arbitrarios que ayudan a darle forma a una “realidad”, a un “no-yo” que de otra manera resulta imposible de navegar. Las abstracciones se forman, según dice Condillac, cuando uno deja de pensar en las propiedades que distinguen a las cosas y se queda con las que comparten. La estructura de este proceso es una vez más el de la metáfora (1997, p. 42) Después de problematizar la composición de los gruesos muros que llevan ya buen rato separando los ámbitos estético y epistemológico y si el conocimiento es una tradición particular, de entre las tantas que hay, de poiesis, no resulta tan difícil evidenciar lo absurdo que es creer que leer poesía es una pérdida de tiempo porque desvía o aleja de “lo real” importante, perdiéndonos en un mundo de quimeras. Cuando Góngora se refiere en su “Soledad primera” al rayo del sol como una “dulce lengua de templado fuego” otra posible dimensión de lo

real se hace visible. Esa metáfora en particular nos hace entender algo nuevo acerca del mundo, sentir de manera diferente: entrar en una relación distinta —quizá mucho más erótica— con lo que nos rodea. Eso es también una forma de conocimiento. El Primero Sueño es —interesante coincidencia—un poema acerca del conocimiento. Inés ofrece al principio una serie de imágenes que envuelven al lector en la atmósfera de la noche, esa sombra “piramidal” y “funesta” que se cierne siempre puntual sobre la tierra, ejerciendo su somnífera influencia en todos los seres sin distinciones. El sueño que invade al hombre, extraño estado en el que la fantasía va generando imágenes asociadas tanto a lo percibido por los sentidos como a conceptos abstractos permite, para Inés, que el alma, convertida en algo inmaterial, casi se libere de las cadenas del cuerpo que según las creencias de la época no la dejan elevarse tan alto como a ella le gustaría, impulsada por “esa centella que participa del alto ser” o del Absoluto —volcando la imagen al término predilecto de los idealistas alemanes—. Es así como cuenta en el poema que su alma, creyéndose una inteligencia separada al modo de los ángeles, se eleva a la cima de una altísima montaña desde la que intuye, de manera inexplicable, todo lo creado;

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cúmulo que, aunque manifiesto a la vista, termina resultando inaccesible a la comprensión. Siempre me he preguntado al llegar a este punto si Inés intenta expresar que la visión de la que habla es percibida por el ojo físico —en el sueño— de una extraña manera imposible de imaginar, por el de las “intuiciones intelectuales” o por ambas. En todo caso, a lo que remite es a una especie de Aleph, a un mirar a través de los ojos de Dios durante un instante que le quema; revelación mística que vence al entendimiento una vez que éste quiere asirla o comprenderla. Interesante es pensar que esto se debe a que de ella, debido a nuestra condición finita, no es posible extraer una imagen concreta. El Absoluto es imposible de metaforizar. Siendo omniabarcante no existe un “más allá” hacia el cual dirigirlo, un lugar al cual pueda ser trasladada su imagen. En él la circulación de propiedades se detiene. No pudiendo recuperarse del espanto que le causa el impacto de las infinitas cualidades de cada infinita cosa, logra quedarse a penas con el “informe embrión” de un confuso concepto —justamente el de la Totalidad o el Absoluto—, recipiente que, a pesar de estar condenado a quedar corto incluso al pretender acoger al menor de los objetos vislumbrados,

se empeña tercamente en apresar lo inabarcable. Esa tempestad hace que su alma encalle en la “costa del océano del conocimiento”, tal y como ella dice, con el timón destrozado y los mástiles rotos. La prudencia repara los estragos y le hace entender que, dada su condición de criatura finita, le es más conveniente ir estudiando poco a poco las cosas mediante el aprendizaje de la ciencia de la generalización y de los universales, único paliativo ante la imposibilidad de asir al Absoluto de nuevo a través de la razón. De esta manera va construyendo su “pirámide”, símbolo material de la intención que tiene el alma de escalar hasta la “Causa Primera”. Con esta ambiciosísima meta en mente, intenta subir, peldaño por peldaño, la escalera del conocimiento, comenzando por el estudio de los minerales y pasando por las plantas y el reino animal hasta llegar a lo humano, que con su “altiva bajeza” parece tener la facultad de conectar con lo divino. Juzga a menudo excesivo el atrevimiento por no poder entender, a pesar de los esfuerzos, ni siquiera la más pequeña parte de ese todo, reprochándose otras veces su cobardía, espueleada por la idea de que la recompensa es enorme y de que no hay manera de probar que, a pesar de que todos los que han

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intentado acometer la empresa han fallado, alguien no pueda en algún momento lograrlo. Increíble que en el poema cuente Inés que todo esto sucede adentro de un sueño y que, mientras se debatía acerca de si insistir o no insistir más en su intento, poco a poco comenzó a amanecer y ella se vio forzada a despertar. A la prisa que regularmente gobierna nuestros pasos le hacen falta momentos de descanso, momentos que nos devuelvan a un tiempo lento al que ya estamos totalmente deshabituados, ese tiempo ritual en el que se rompe el hilo de la cotidianidad, forzándonos a abrir paréntesis para reflexionar acerca de lo extraño que es en realidad todo lo que, aletargados por ese ritmo tirano y cohersivo al que parecemos estar esclavizados, a primera vista suele parecernos ordinario. Si uno reflexiona lo suficiente al respecto no es tan difícil llegar a la conclusión de que una de las maneras de lograr la parte que sí parece ser viable del proyecto de elevación hacia “lo divino” planteada en el poema de Sor Juana es intentando conectar con lo otro, con ese “no-yo” al que solemos mantener a buena distancia, propiciando islas de monólogos sin eco —la imagen es de Gorostiza (2014, p. 109) e ilustra muy bien la tendencia, actualmente quizá más acentuada que nunca— y de que una buena

manera de intentar conectar con lo otro es tratando de leer textos, es decir, de interpretar tejidos de realidad. Un texto puede ser una persona o un poema, patria por excelencia de la metaforización. Con la finalidad de seguir invitando a la lectura, no está de más detenerse un poco en este tema. Como dice Alessandro Barico en su maravilloso ensayo El alma de Hegel y las Vacas de Wisconsin, toda interpretación es el contrapunto de un misterio. Se trata de intentar penetrar en una zona fronteriza: tierra de nadie que no pertenece ni al texto ni al sujeto que la acoge. En tal proceso encuentra su momento de verdad el lugar común que relaciona al arte con la ambición de alguna trascendencia (2016, p. 36). La tarea del intérprete consiste en inventar algo que en realidad no existe: un texto o fragmento de la realidad que parece haberse originado con anterioridad pero que al mismo tiempo clama por acontecer en el tiempo presente. La categoría del “sentimiento individual” o de la “subjetividad” suele ser una trampa en la que es fácil quedarse atorado durante la interpretación. Intentar sólo hinchar un texto con la propia subjetividad es aislarse, poner un alambrado de púas en vez de intentar tender un puente. A la hora de la interpretación ambas cosas han de conjugarse y ser igualmente tomadas

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en cuenta: los vínculos —áreas de confluencia— y la subjetividad o aquello que creemos que nos separa y que nos hace diferentes. Frente a una forma de apreciación superficial, incluso las más grandes obras maestras se convierten en productos de consumo puros y simples, carentes de poesía. Ninguna obra de arte es tan fuerte como para sobrevivir al filisteísmo de quien entra en contacto con ella (2016, p. 39), por eso es importante prepararse para tratar de evitar este tipo de fracasos mencionando que uno se va a topar con algunos obstáculos a la hora interpretar el texto del que hemos estado hablando. A él hay que enfrentarse protegido por una gruesa armadura de voluntad inquebrantable y blan-

diendo una espada de filosa intuición sintáctica capaz de soportar las múltiples estocadas que seguro habrán de lanzar los arcaísmos, las obscuras e inusuales alusiones mitológicas y el tedio que seguro terminará provocando la difícil digestión de todo esto. La lectura de poemas de largo aliento no es una carrerita de patio de secundaria, sino un auténtico e intimidante maratón. Semejante cruzada tiene también sus gratas recompensas. Volviendo un poco a la cuestión de lo que la filosofía y la literatura comparten, el poema sintetiza quién sabe cuántos años de peripecias filosóficas del canon occidental, así que los interesados en el tema podrían verlo como una excelente inversión de tiempo y esfuerzo.

Referencias Baricco, A. (2016). El alma de Hegel y las Bacas de Wisconsin. Madrid: Siruela. De Góngora, L. (2019, 25 de febrero) Soledades. Biblioteca virtual Miguel de Cervantes. Recuperado de http://www.cervantesvirtual.com/obra/soledades--0/ De Man, P. (1997). Aesthetic Ideology. Minneapolis/London: University of Minnesota Press. De la Cruz, S. J. (2009). El Sueño. México: Programa editorial de la UNAM. De la Cruz, S. J. (2008, 8 de marzo). Respuesta a Sor Filotea de la Cruz. Marxist Internet Archive. Recuperado de https://www.marxists.org/espanol/tematica/mujer/autores/sorjuana/1692/ marzo01.htm Gorostiza, J. (2014). Poesía. México: Fondo de Cultura Económica. Schlegel, F. (2009). Fragmentos, seguido de Sobre la incomprensibilidad. Barcelona: Marbot ediciones.

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F. SCOTT FITZGERALD: HERMOSO Y MALDITO Abraham Miguel Domínguez

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o literario siempre es un artificio para explicarnos la realidad. Es una construcción, un relato creado para darnos una visión de las diferentes caras del mundo. Son mentiras hechas de palabras e imágenes que venden la ilusión de que la existencia humana puede ser de otra forma. Lo literario no es la realidad, y, sin embargo, las grandes novelas crean un realismo tan propio y verdadero que peligrosamente caemos en el hechizo de pensar que la vida es la novela y que la novela es la vida. Tal es el caso de la escritura de Francis Scott Key Fitzgerald. Sus novelas están construidas a partir de experiencias personales, es una escritura absolutamente vivencial ordenada gracias a poderosos recursos literarios que lo han encumbrado como uno de los grandes escritores de la historia. Es curioso ver cómo su vida es muy parecida a las historias que escribió; en una suerte de magia literaria, sus novelas —sobre todo Hermosos y Malditos— son un testimonio personal que se da el lujo de casi predecir el futuro que le esperaba. Con él se cumple la famosa premisa de que se debe escribir de lo que se conoce. Fitzgerald es la representación del lado oscuro del sueño americano, de la época del Jazz en Estados Unidos, esos años exuberantes y divertidos, pero convulsos y críticos en el fondo. Nació el 24 de septiembre

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en Minnesota en el seno de una familia de clase media alta. La primera parte de su infancia la vivió en Buffalo, Nueva York. Cursó gran parte de sus estudios en escuelas católicas, donde mostró una gran inteligencia y un particular interés por la literatura. Para 1908 regresó a Minnesota y escribió sus primeras historias de detectives en periódicos escolares. Ya en 1914 se instala en Nueva Jersey y entra a la Universidad de Princeton. Ahí busca convertirse en futbolista, pero fracasa en el intento; se concentra en la literatura, publica relatos en revistas de la universidad y escribe su primer intento de novela, Los hijos de Charles Scribner. En 1917 se retira de los estudios y se alista en el ejército. Llega a ser subteniente de infantería en Montgomery, Alabama, y es ahí donde conoce a la que sería el amor desgarrador de toda su vida, Zelda Sayne, la típica niña bonita de la sociedad en Montgomery. Desde el primer momento, Fitzgerald se enamoró de ella y comenzaron un romance, el cual sería tormentoso a lo largo de su vida a causa de los problemas psiquiátricos de Zelda (era esquizofrénica) y los altibajos económicos. Para poder casarse con ella, necesitaba dinero, pues Zelda no estaba dispuesta a moverse en un nivel inferior al que tenía, así que Fitzgerald se volcó de lleno en la escritura y terminó su primera gran novela, A este lado del paraíso, la cual le trajo fama y un salario estable al momento de su publicación. Su estilo de vida alocado, lleno de alcohol y fiestas, típico de la época decadente del jazz, acabó con el equilibrio económico que había alcanzado, así que tuvo que escribir historias cortas muy comerciales para el Saturday Evening Post. A Fitzgerald esta actividad le generaba dinero, pero también numerosas críticas tanto de Zelda como de otros colegas (Hemingway, por ejemplo, de quien fue amigo cercano), ya que no era posible que un escritor serio se vendiera de esa forma. Durante esos años, la salud mental de Zelda se fue degenerando más y Fitzgerald tuvo que recurrir a diversos préstamos para mantener un estilo de vida que requería visitas al doctor y tratamientos. Además, a pesar del éxito de A este lado del paraíso, sus libros posteriores no tuvieron la misma fortuna. Hermosos y Malditos (1922) y El Gran Gatsby (1925) tuvieron pocas ventas y fueron ignorados por la crítica. Con una situación económica cada vez más difícil, decide trabajar en el cine escribiendo comedias y guiones. Y lo hará hasta 1940, el año de su muerte. Para él era un trabajo de segunda, así que la sensación

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de darse cuenta de que muy probablemente era un fracaso como escritor, arreció su alcoholismo. El final de su vida fue trágico, murió a los cuarenta y cuatro años después de un infarto. En cuanto a Zelda, su final fue aún más desastroso: murió en un incendio en el psiquiátrico donde se encontraba internada. La vida de Fitzgerald es el reflejo de un sueño americano fragmentado en su totalidad. Lo que brilla no es oro, mucho menos en el fondo. Toda su narrativa es una exploración realista de ese “ideal americano” que tanto se enalteció durante los años veinte. La tierra donde todo era posible, envuelta en un romanticismo de los ideales, dejaba consecuencias brutales a niveles ideológicos y, por supuesto, emocionales. El desarrollo de esta temática creó una especie de saga, por decirlo de alguna manera, en la que el sueño americano es el trágico protagonista, dueño de una gran oscuridad. Hermosos y Malditos es una novela que narra la degradación de los personajes envueltos en un romanticismo pervertido. Existen ideales, amor y pasión, pero son relatos tan frágiles que lo único que hacen es demostrar la decadencia de los seres humanos en ese torrente de vida que proponía el jazz. La fiesta, la diversión y la pasión desmedida terminan por destruir. Anthony Patch, el protagonista de la novela, espera que la muerte de su abuelo Adam Patch, un filántropo conservador,

le haga llegar una herencia que le resuelva la vida. Dueño de una cultura literaria y de un temperamento filosófico, es incapaz de introducirse en los aspectos laborales del mundo. Le gustaría, en algún momento, escribir libros, pero aún no se toma el asunto en serio. Su vida cambia cuando conoce a Gloria, una mujer egoísta, superficial y temperamental. Ambos forman una pareja apasionada que se irá degradando con el tiempo gracias a que las condiciones sociales y económicas penetran el hechizo romántico que se ha instaurado entre ellos. Los dos se corrompen al ver que su “ideal” no se cumple y que la realidad es insuficiente. Hermosos y Malditos es una novela realista escrita en el siglo XX que recupera parte de la gran tradición de las novelas realistas del siglo XIX. No es gratuito que Anthony, en algún momento de la historia, se encuentre leyendo La educación sentimental de Gustave Flaubert, autor que describió lo dañino que puede ser el adquirir un relato romántico que esté totalmente desconectado de los asuntos reales del mundo. En La educación sentimental, Frédéric Moreau vive enamorado de Madame Arnoux durante mucho tiempo hasta que muchos años después descubre que no es la gran dama ni la gran belleza que había imaginado en su juventud. El fallo de los ideales, el fracaso de la idea romántica, tema tan decimonónico explorado por Balzac, Dickens, Stendhal y Eliot sigue siendo

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motivo de preocupación en las novelas de la llamada Generación Perdida, todos esos escritores que vivieron en París desde finales de la Primera Guerra Mundial hasta la llegada de la Gran Depresión en 1929. Asunto inevitable, ya que después de vivir la superficialidad de la época del jazz, el mundo llegaba con un tremendo golpe de realidad para decir que la situación estaba lejos de ser perfecta y que bajo todo ese oropel se escondía un terrible silencio. Hermosos y Malditos es un análisis minucioso del poder destructivo del dinero, de su lugar en la sociedad y de esa narrativa familiar, tan de moda en esos años, donde la herencia monetaria era la base del sueño americano. La novela cuestiona a todos esos individuos que adquieren el dinero de forma fácil, sin ningún esfuerzo de por medio, dejando a la generación protagonista de la época del jazz muy mal parada. Se trataba de un círculo social que vivía envuelto en el afán de lujo, de comodidad, de fiestas, de alegría, de sentimientos arrebatados y de éxito fácil obtenido por un golpe de suerte. Fitzgerald critica la posición del dinero en el mundo americano, y en especial, la vida en las universidades de la Ivy League, de los Country Clubs y de las casas de los ricos. ¿Cómo es posible que el sueño americano se sostenga si no ha sido generado por un esfuerzo de voluntad? Fitzgerald es implacable con todos aquellos que llevan un estilo de vida extravagante obtenido sin mérito alguno. Anthony y Gloria anhelan una vida épica que no les requiera mucho esfuerzo. Creen que el famoso golpe de suerte, suceso tan propio del sueño americano, les va a cambiar la vida. Su afán romántico de lograr sus ideales se contagia hasta en su relación. Anthony siente una gran pasión por Gloria y por fin se cree capaz de tener un verdadero objetivo en su vida. Gloria también vive esa pasión, sin embargo, ninguno de los dos se da cuenta de que el arrebato amoroso no tiene fundamento para lograr una estabilidad. Suponen que las cosas mejorarán cuando la herencia de Adam Patch llegue, que las diferencias que tienen en su matrimonio irregular se resolverán cuando el dinero entre a manos llenas. Esto puede verse de dos formas: la relación no funciona por falta de dinero o porque el dinero será la finalidad de esa unión. Como sea, Anthony, a lo largo de la historia, se dará cuenta que es un individuo incapaz de involucrarse en el capitalismo que lo rodea. Posee un temperamento demasiado romántico e inútil para lograr sobrevivir en medio de la locura laboral. Al igual que las novelas

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realistas decimonónicas, Fitzgerald nos dice que un personaje tan romántico como lo es su Anthony Patch, con el sueño americano totalmente instaurado en su cabeza, no tiene otro final más que la degradación absoluta. Anthony se levanta como el gran mediocre de la novela, no quería nada y, a la vez, sí quería algo, aunque no sabía con precisión qué. Por otro lado, su matrimonio con Gloria se va distanciando cada vez más. Ninguno de los dos logra adquirir responsabilidad alguna, sólo les interesa obtener placer. Las fiestas y el alcohol cubren el gran vacío existencial que ambos tienen. Hermosos y Malditos es una novela realista y, como tal, contiene ciertos elementos naturalistas. La teoría decimonónica desarrollada por Thomas Hardy y Émile Zola, influida por el pensamiento darwinista, que declaraba que la vida es una lucha animal, cuyo único objetivo es sobrevivir, queda representada tanto en Anthony como en Gloria. Su vida está determinada por instintos y pasiones, por el entorno social y diversas circunstancias económicas. Entre más se colapsa su mundo, más irracionales se vuelven. Sus comportamientos son erráticos y toman decisiones en falso. Las frágiles ilusiones de ambos se destruyen, esos relatos románticos terminan y se ven perdidos por una realidad que llega a amenazarlos. Hermosos y Malditos es una novela sobre el sueño americano, pero también sobre la mediocridad de la vida misma. Se desean cosas,

sueños, que no llevan a ninguna parte y que no cultivan el espíritu. Anthony es un personaje con ideales frágiles, que a veces intentan ser épicos y que, de pronto, se vuelven infantiles. Gloria es una mujer caprichosa y egoísta y que, al igual que su marido, es incapaz de tener un sentimiento de empatía. Fitzgerald narra un proceso de deshumanización, ocasionado por un relato romántico que ha sido generado por el sueño americano. Esa sociedad, la de los años veinte, envuelta en los placeres carnales y materiales, pronto caería. Otro tema que Fitzgerald analiza es el matrimonio. Independientemente de que sea tratado como un remate del relato romántico que domina la novela, el autor nos dice que es un campo de batalla en donde la humanidad saca a flote los instintos de supervivencia más elementales. La sensualidad termina por romperse tarde o temprano y la pareja saca a flote su bestialidad. Recuperando un poco la teoría tolstoiana, el matrimonio es lo peor que puede pasarle a una relación. Los detalles insignificantes de la rutina desembocan en grandes bolas de nieve que arrasan la calidez que pudiera existir entre dos individuos que comparten un sentimiento amoroso. Es, incluso, tratado como una limitante para el desarrollo pleno de la vida. En la narrativa de Fitzgerald nada es lo que parece. Debajo de ese sentimiento fiestero se guarda el vacío más profundo. Los personajes

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de sus novelas sucumben y la vida se encarga de ponerles las más terribles pruebas, todo bajo un embrujo de música y fiestas. Ese brillo se fatigó al cabo de los años y llegó la Gran Depresión, cuestionando los valores materiales de la sociedad americana. Sin embargo, Hermosos y Malditos cruza las fronteras de cualquier nacionalidad y nos dice que para vivir la vida se necesita madurez y una capacidad poderosa de enfrentar la realidad. Y que cuando se trata de evadir, el desastre llega tarde o temprano. Fitzgerald escribe sobre lo que sabe y sobre lo que vive. Hermosos y Malditos es el testimonio de ello. Irónicamente, no deja de ser sorprendente cómo él mismo dio en el blanco de lo que sería su triste destino: un hombre que perdía constantemente las ilusiones y que, acompañado de la bebida, poco a poco se fue convirtiendo en nada. Hermosos y Malditos es, entonces, el típico ejemplo de una gran novela capaz de funcionar como una bola de cristal.

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Error moderno José Martín

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noche falleció Joaquín. Lo mataron cuando regresó a Tecámac. Así es el municipio: hosco, violento e inicuo. Hoy es el entierro. Issac se dirige al camposanto. Una Arantza le pende del pecho, circuida de miradas mentales. Todos estos años se ha esforzado por recordar su cuerpo desnudo, pero lo único que evoca es a Joaquín recriminándole, rabioso, el espiarlos. Se apea de la camioneta y se acerca a la multitud que ya atraviesa el arco del camposanto. Desde ahí vislumbra a Arantza entre las mujeres enlutadas. Su maquillaje es más recio que de costumbre; las mujeres de Tecámac han de aparentar denuedo a causa de la violencia. Issac camina tras ellos hasta alcanzar la fosa en donde depositarán a Joaquín. Arantza se aleja de pronto, su teléfono en mano. Hay incredulidad y horror en su rostro.

Mira a todas partes. Busca algo. O a alguien. Issac se acerca por entre las tumbas. —Arantza —le dice en voz baja y ella enseguida se apoya en su pecho. —Mira… Issac observa la pantalla del teléfono y siente una punzada en el corazón: “Joaquín está cerca, envíale un mensaje”, reza una cerúlea notificación. —Está aquí… —musita, pero Arantza no comprende—. No me refiero a Joaquín, sino… —Sí, sí. Ya lo sé. Es lo que intento decirte. —De cualquier manera, nada hay que podamos hacer… Pero Arantza escribe el mensaje y, cuando lo envía, se escucha el teléfono de Joaquín en el bolsillo de Issac.

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LA HORMIGA VIAJERA Rocío Prieto Valdivia

Una hormiga intenta subir por la oreja de mi taza favorita. La veo trepar muy despacio, pues a pesar de sus diminutas patas es bastante ágil. Supongo que el aroma a manzana-canela y las gotas de miel, son el motivo para que la audaz viajera inicie su camino a una posible muerte. Siento pena por ella. Pero la dejo luchar por alcanzar la cima. La observo llegar triunfante a la cúspide, y por un momento creo escucharla: —¡Lo he logrado!; ahora a darme un baño en estas termales aguas. Quito la vista un momento para volver al párrafo del libro que leía. Al regresar la vista a la taza, cuál va siendo mi sorpresa, que la muy indina ha invitado a todas sus amigas a disfrutar de mi té. Resignada y abatida, aparto la taza para dejarlas disfrutar de ese merecido baño. Las observo entrar y salir triunfantes. La hormiga líder se mantiene en la cúspide, erguida y orgullosa. 38


Salinger: el escritor entre el centeno a cien años de su nacimiento

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l primero de enero de 2019 se cumplieron cien años del nacimiento del escritor estadounidense Jerome David Salinger. Muchos recordarán su obra cumbre, The Catcher in the Rye, y las leyendas que giran en torno a ella. Se dice que hay en circulación más de ciento cuarenta millones de copias del que también es considerado un libro maldito. Recordemos el caso de Mark David Chapman, quien después de asesinar a John Lennon releyó la obra de Salinger; se dice que al final del libro escribió “mi confesión” y firmó en la última página como Holden Caulfield, protagonista del mismo. Incidente parecido fue el de Robert John Bardo, quien asesinara a la actriz Rebecca Schaeffer; cuando fue aprehendido, la policía halló en su bolsillo una copia de la novela. Otro caso que causó polémica fue el de John Hinkley Jr., quien atentó contra el ex presidente Ronald Reagan influido, al parecer, por la lectura de The Catcher in the Rye.

Eder Elber Fabián Pérez

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Opuestos a la noción del libro maldito, varios autores han reconocido la influencia de la obra de Salinger en las suyas. William Faulkner refirió en más de una ocasión: “Me impresionó. Me pareció que desplegaba no un defecto, sino una maldad contra la que el escritor se tiene que armar...”. Concluyó que la de Salinger era la mejor novela de su generación. Según Matt Salinger, su padre odiaba los días festivos, las celebraciones planificadas u obligatorias y, en especial, los cumpleaños. Con estos antecedentes, él mismo llegó a la conclusión de que el también autor de Nine Stories odiaría ser recordado en este centenario suyo. Sin embargo, Matt agrega: “le encantaba escribir y amaba a sus lectores, y espero que sus lectores estén contentos con una excusa para recordarlo de esta manera”. Son varias las actividades programadas en torno al siglo del natalicio de J. D. Salinger; éstas van desde reediciones de Nine Stories, Franny and Zooey, Raise High the Roof Beam, Carpenters and Seymour: An Introduction y, por supuesto, The Catcher in the Rye. Además, se oficiarán eventos en librerías de toda Norteamérica, entre los cuales se presentarán algunos trabajos inéditos. Por último, la Biblioteca Pública de Nueva York prepara una exposición del archivo del escritor en octubre de este mismo año. Tales festejos no buscan sino rendir homenaje a uno de los más extraordinarios practicantes de la literatura universal. Jerome David Salinger nació el 1 de enero de 1919 en Nueva York, hijo de un comerciante judío-polaco de nombre Solomon Salinger. El nombre de su madre era Marie Jillich, y por sus venas corría sangre escocesa e irlandesa.

Su hogar fue un lujoso apartamento en Park Avenue, en donde permaneció con sus padres y su hermana, Doris, desde 1932 hasta 1947. Como estudiante, su rendimiento dejó mucho que desear, si bien varios profesores lo consideraban el niño más inteligente de su clase. Tras fracasar como estudiante, sus padres optaron por ingresarlo a la Academia Militar de Valley Forge, en Pensilvania, en donde permaneció tres años. En 1939, Salinger asistió a un curso de narrativa breve en la Universidad de Columbia impartido por Whit Burnett, editor de la revista Story, quien le aconsejó publicar sus relatos. Fue entonces que comenzó su carrera literaria, con críticas y reseñas de cine que escribía para una revista estudiantil. Ya en 1940, Salinger publicaba en revistas como Story, Saturday Evening Post, Esquire y The New Yorker. Este año fue de gran importancia para él, pues en el mismo daría a conocer dos capítulos de su novela The Catcher in the Rye, que no se publicaría completa hasta 1951. Por aquel entonces tuvo lugar un acontecimiento que cambió su vida para siempre: en 1941, los japoneses atacaron la base naval de Pearl Harbor, lo cual ocasionó que los Estados Unidos anunciaran su intervención en la Segunda Guerra Mundial. Este evento motivó a Salinger a enlistarse en las fuerzas armadas. Dos años después se unió al XII Regimiento de la Cuarta División de Infantería, el cual acabaría por desembarcar en Liverpool y participaría en la toma de Cherburgo, Mortain y en la liberación de París. Fue en dicha ciudad que conoció a quien, de manera indirecta, sería su maestro: Ernest Hemingway. El encuentro tuvo lugar en el hotel Ritz, en donde,

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se dice, Hemingway alardeaba, fiel a su persona, haber salvado a la ciudad de los nazis (lo cierto es que los alemanes habían abandonado París tiempo antes de la llegada de Hemingway). El de Hemingway y Salinger fue, sin lugar a dudas, un añorado encuentro en el lugar menos inesperado. El autor de The Old man and the Sea reconoció de inmediato al joven Salinger gracias a una fotografía publicada en la revista Esquire. Hemingway declaró haber leído todos sus cuentos publicados. Durante el encuentro, que duró aproximadamente dos horas, Salinger habló sobre un cuento nuevo publicado en la revista The Saturday Evening Post que, según se sabe, fascinó a Hemingway. Éste sería el único encuentro de estos dos gigantes de la literatura, si bien intercambiaron correspondencia en los años siguientes. En ella, Hemingway declaró su embeleso por la escritura y el fino oído de Salinger, mientras que éste le confesó su secreta pasión por la escritura de F. Scott Fitzgerald. Más allá de esos gustos compartidos, esta carta, escrita por Salinger durante su estadía en un hospital militar, es evidencia de una cordial amistad entre ambos escritores: Querido papá: Estoy escribiendo desde el Hospital General en Núremberg. Hay una notable ausencia de Catherine Barclay1, es todo lo que tengo para decir. Espero poder salir mañana o pasado. Nada estaba mal conmigo excepto que he estado en un casi constante desaliento y pensé que sería bueno hablar con alguien cuerdo… ¿Cómo viene tu novela? Espero que estés trabajando duro. No la vendas al cine. Eres un hombre rico. Como presidente de tus muchos clubes de fans, sé que hablo por todos los miembros cuando digo abajo con Gary Cooper2. ¿Realmente estás trabajando en una nueva novela, cierto? Entiendo que los coches en Cuba no son seguros… Espero estar cerca la próxima vez que vengas a Nueva York y que tengas un tiempo para verme. Las conversaciones que tuve aquí contigo fueron los únicos minutos esperanzadores de todo el asunto. Sinceramente, Jerry Salinger Posdata: Si hay algo que pueda hacer por ti desde este sitio, cualquier mensaje que pueda darle a alguien, yo estaría encantado. 1 Personaje de la novela A Farewell to Arms, de Hemingway. 2 Actor estadounidense, quien hizo al personaje de Frederic Henry en la cinta A Farewell to Arms.

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Tiempo después, cuando Salinger se había recuperado casi por completo, hablaría del rechazo a los escritores reconocidos. Por supuesto que Hemingway era uno de ellos. Lo último que se supo de la relación entre Hemingway y Salinger fue que aquél contaba a éste entre sus tres autores contemporáneos favoritos. Al registrar la biblioteca de Hemingway tras su muerte, fue hallado un ejemplar de The Catcher in the Rye. Otro episodio relevante durante esos años fue su galanteo con la hija del dramaturgo y ganador del Nobel de literatura Eugene O’Neill. Su nombre era Oona y tenía 16 años cuando Salinger, de 22, la conoció. La relación, sin embargo, nunca se concretó: Salinger se embarcó en una odisea contra los nazis y Oona aspiraba a ser una famosa actriz de Hollywood. Pese a que Salinger sabía de los romances de Oona (entre éstos su relación con Orson Welles), él tenía claro que Oona solamente amaba a una sola persona: a Oona misma. Terminaría por desposar al maestro de la comedia, Charles Chaplin, cuando cumplió la mayoría de edad. Salinger se enteró de esto a través de los periódicos. Muchos años después, él se casaría con Claire Douglas, pero la relación duraría solamente diez años; se separaron en 1967, cuando el escritor encontró un remedio al dolor espiritual en que se encontraba inmerso: la filosofía zen. Respecto a este tema, Salinger en alguna ocasión le confesó a su hija Margaret lo siguiente: “El olor de la carne quemada nunca te lo puedes sacar por completo de las narices, da igual cuanto tiempo vivas”. Y es que, tras la guerra, Salinger tuvo un colapso mental. La ayuda tardó en llegar: fue hasta julio de 1945, dos meses después de su primer colapso, que lo ingresaron a un psiquiátrico. Durante su estadía en el hospital sólo escribió cartas a sus conocidos. A pesar de que el diagnostico arrojó que se trataba de un caso de fatiga de combate, Salinger no tuvo problemas durante la guerra, sino al término de ésta. El escritor sufría estrés postraumático (así conocido hoy día) a causa de las monstruosidades cometidas por los nazis y, por supuesto, como resultado de las diversas incursiones realizadas por él y su batallón. Los remedios que lo ayudaron a salir avante fueron la lectura y la escritura. El desahogarse por medio de la escritura, narrando sus desilusiones, la destrucción, la muerte y la histeria, terminó por arrancar a Salinger del abismo. Fue en especial curioso su amor por The Catcher in the Rye, su amuleto preciado. Recordemos que fueron algunos de los primeros capí-

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tulos los que le dieron fama. Durante la guerra llevó en su equipaje otros cuatro capítulos de la novela, que completó en el transcurso de los años siguientes. La amarga vida de Holden Caulfield, su paso caótico por diversas escuelas y los amores perdidos son fiel reflejo de la vida del escritor, según nos indica Kenneth Slawenski en su biografía: “Para J. D. Salinger, escribir The Catcher in the Rye fue un acto de limpieza interior. Se alivió de un peso que había cargado desde el final de la guerra”. Sin embargo, éste no es el único caso en el que Salinger exorcisó sus demonios: otro ejemplo es “For Esmé–with Love and Squalor”, en donde el alter ego de Saliger, el sargento X, sufre un colapso nervioso tras la guerra. En el relato se abordan temas que Salinger vivió en carne propia, como las batallas y las crisis nerviosas. Descubrimos el infierno por el que pasó el sargento X y cómo las personas a su alrededor percibían su crisis. En un cuento aún sin publicar, y de cuya existencia apenas tenemos noticias vagas, Salinger retoma su crisis nerviosa bajo la definición de “fatiga de batalla”. El relato se titula “The Magic Foxhole”; en él, el ex abogado Gardner pierde el juicio durante una batalla en la que todos sus camaradas son asesinados. Por último, cabe recordar la espléndida narración “A Perfect Day for Bananafish”; en éste comprendemos desde el inicio que el protagonista, Seymour, no se encuentra del todo bien. La tensión reina todo a lo largo del cuento y el final es extraordinario. Salinger pone en boca de la madre de Muriel cuán preocupada se encuentra por la inesperada salida de Seymour del psiquiátrico, y acaba por juzgar el crimen

cometido por el hospital al dejarlo salir cuando no se encuentra emocionalmente bien. El padre de Muriel reconoce la posibilidad latente de que Seymour pierda la razón. Muriel, por su parte, no halla razones para preocuparse y deja que el antiguo soldado vague por el hotel y la playa. Salinger, quizá sin quererlo, se preocupaba por las posibles secuelas traumáticas que sumían a los soldados en profunda depresión. Esto lo deja en claro en “A Perfect Day for Bananafish”; es posible que el desequilibrio mental de Seymour fuera el mismo que sufrió Salinger. La de Salinger se ha denominado “literatura del desencanto”, pues el sentimiento de alienación que corrió después de la guerra permeó sus relatos y novelas. En cada una de sus obras nos permite vislumbrar los mundos caóticos, llenos de locura, melancolía, odio y tristeza en que viven sus personajes; nos muestra una literatura psicológica en donde sus antihéroes nos convidan de sus emociones, preocupaciones y dilemas. Salinger transformó la narrativa del siglo XX. Su influencia en artistas alrededor del mundo es indiscutible. En México, José Agustín reconoció la influencia de The Catcher in th Rye en las novelas La tumba, De perfil y Se está haciendo tarde. Por otro lado, el escritor ruso, nacionalizado estadounidense, Vladimir Nabokov atribuyó a “A Perfect Day for Bananafish” inspiración para escribir Lolita. Sylvia Plath fue otra escritora que expresó gran afinidad por The Catcher in the Rye; a partir de ella construyó The Bell Jar. Queda claro que con la muerte de J. D. Salinger, acaecida el 27 de enero de 2010, la leyenda cobró vida. Sus cuentos, novelas y

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demás aportaciones han hecho eco por todo el mundo a pesar de que algunos espacios se han mostrado renuentes a tener sus obras en sus estanterías, presas de un irracional temor a que la obra de Salinger convierta a los lectores en psicópatas. La auténtica intención de Salinger es mostrarnos el mundo como es: con sus defectos, hipocresía y violencia. Holden Caulfield termina por alcanzar la libertad; es libre para actuar como lo desee, ya sea en su forma de vestir o en su manera de hablar; consigue escapar de toda la hipocresía que lo rodea. Los personajes de Salinger preservan su encanto y conectan con el alma del lector, como bien lo señaló Harold Bloom: “las nuevas generaciones de jóvenes no cesan de encontrar algo de sí mismos en la obra de Salinger”.

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MÓNICA MANSOUR:

San Francisco “En cuerpo y alma” Guadalupe Flores Liera

[Mónica Mansour, En cuerpo y alma, Planeta, México, 1991, 160 pp.]

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l poeta Jaime Sabines solía decir que en México algunos de los mejores poemas han sido escritos en forma de relato o novela. Y citaba como ejemplos a Juan Rulfo y a Juan José Arreola, dos autores ya clásicos, dotados de especial capacidad de penetración y dueños de una expresión de altísimos vuelos. La referencia viene a colación porque Mónica Mansour no solamente es una de las primeras difusoras de la obra de Sabines ―tal vez fue la primera crítica en entender la profundidad y peculiaridad de su poesía, hasta entonces considerada secundaria―. El comentario surge también porque esta primera y única, hasta el momento, novela de Mónica Mansour, En cuerpo y alma, muy bien puede sumarse a esa lista de poemas escritos en forma de novela. A San Francisco, California, se fue la protagonista de esta narración allá por 1963, “a averiguar de qué se trata el mundo” (p. 160). Y el resultado fue esta obra peculiar escrita con mirada retrospectiva, desde una madurez forjada a pulso, y que es mucho más que un libro de viajes, pues bien podría considerarse una autobiografía y la manifestación de una Poética; porque lo que Mansour desarrolla en sus páginas es una visión personalísima de cómo concibe el arte de vivir, que es al mismo tiempo el arte de amar, de pensar, de sentir y de escribir. Su ser-en-el-mundo es un acto constante

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de búsqueda, descubrimiento y encuentro, un rito que se renueva a cada instante, y no un encadenamiento de costumbres vueltas rutina. También es el relato de un aprendizaje en el que la cultura norteamericana de los sesenta tuvo un papel esencial. Tal vez por esta razón el San Francisco de los años sesenta la atrajo como un imán, por su geografía llena de curvas, colinas y recovecos, por su bahía que había propiciado todos los extremos: “las peores cárceles y los más hermosos puentes, la miseria y el lujo [...], la mayor rebeldía y el mayor conformismo, la convergencia de los cuatro puntos cardinales en razas, lenguas, políticas y costumbres. Y siempre el misterio” (pp. 159-160). San Francisco, quizás por la “cercanía” ―cincuenta y ocho horas en autobús desde la capital de México―, fue elegido como el principio de un recorrido que deseaba incluir otras metrópolis de la época: Nueva York, París y, por qué no, tal vez Londres, Praga y Atenas, pero que, por las dificultades económicas propias de una adolescente que lucha por independizarse, en vez de abarcar el ancho del mapamundi se convirtió en un periplo por las entrañas de una ciudad que

reunía todos los atractivos de la modernidad, junto con todos los atavismos y contradicciones, todavía sin resolver, de la cultura estadunidense eterna, y que al hacer eclosión de nuevo en nuestro tiempo sólo lo hacen para producir terremotos. Similar a la conmoción psíquica que, confiesa la narradora, produjo en su espíritu la experiencia de ese encuentro tectónico al concluir su ciclo escolar en una escuela para señoritas, espacio tapiado y sujeto a reglas estrictas, que no era más que el microcosmos de la antitética hipocresía reinante difícil de asimilar y de llevar a la práctica cuando no se ha mamado desde la cuna. En 1963 un pequeño lavamanos en una cafetería fronteriza con la leyenda “colored” se convirtió en el primer aviso de que se ingresaba en un mundo que era no sólo “inexplicable, sino también desconcertante, agresivo y violento: una granada potente dentro de un pequeño cerebro, una rabia desconocida” (p. 11). Con los días, la autora describirá el racismo y los movimientos antisegregacionistas que despertaron el hambre y la sed de los grupos de ultraderecha, como el KKK y el Hell’s Angels; los esfuerzos de las

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organizaciones por los derechos humanos, no sólo de los negros, sino de la mujer, de los inmigrantes, de los jóvenes que deseaban un mundo diferente al de sus padres; la hipocresía victoriana y el sexo a tope mientras se conservara el himen intacto; las fiestas obligatorias organizadas por los directores escolares ―llamadas “mixers”― con el fin de combatir la timidez y propiciar el trato con chicos de status similar; el juego de las apariencias pequeñoburgués que impedía el matrimonio mixto, no sólo entre razas sino entre distintas culturas y colores de piel; que imponía una determinada vestimenta para cada ocasión, que enviaba a todo “transgresor” al psicólogo (por negarse a acudir a una clase, digamos), pero que se hacía de la vista gorda ante el consumo consuetudinario de drogas de todo calibre y fácil adquisición: “Si la marihuana circula a pasto [...] entonces los revoltosos no circulan” (p. 53), o de bebidas alcohólicas ―“la ley seca en Estados Unidos no era un dato de la historia, sino una grotesca cicatriz en la moralidad del país” (p. 21)― e, incluso, ante una violación masiva ocurrida en el rincón de una clase de baile y que no escandalizó a nadie.

Asimismo, el asesinato de Kennedy: “Kennedy había sido asesinado en Dallas, Kennedy el bienamado [...], Kennedy el liberal y moderno, Kennedy el maravilloso, pero también Kennedy el católico, Kennedy el que negociaba con Cuba después de tratar de invadirla, Kennedy el poderoso. Kennedy había sido asesinado y su país, gran parte de su país, lloraba” (p. 29). El asesinato de Kennedy, describe la autora, “era la pérdida de muchos símbolos que había necesidad de sostener”. Poco después, el asesinato de Martin Luther King, “el pastor, el pacifista, significaba la destrucción del único control sobre una revolución en ciernes que amenazaba la imagen de la democracia tan publicitada hacia el mundo entero” (p. 30). Asimismo, un personaje olvidado, en absoluto especie en extinción, el candidato que entonces no llegó a la presidencia Barry Goldwater “pregonando su conservadurismo reaccionario y su abierta y descarada política de discriminación social” (p. 48) que, sin embargo, consiguió reencarnar en la figura del actual presidente Donald Trump, para confirmar que la “América profunda” permanece fiel a sus principios, sus delirios y sus fantasmas y

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que “los pecados capitales del American way of life” se siguen cometiendo. Con gran economía de recursos, sin excesos estilísticos, Mansour desarrolla una temática difícil y perturbadora con admirable sencillez. Sobre todo, ofrece una obra penetrante y deslumbradora porque narra con honestidad pliegues de su intimidad, al mismo tiempo pone sobre el tapete algo que en la actualidad brilla por su ausencia en las editoriales: que la literatura es vivencias y que sólo puede escribirse de forma tan contundente y convincente cuando se habla de lo que se ha experimentado con todos los sentidos y las potencias del alma. Escribir con honestidad, subraya la autora, presupone desnudarse ante el lector, sin falsos pudores, sin imponer reglas, porque la lectura es el punto en el que dos almas se tocan y se conocen, como en un encuentro amoroso. El éxito en la consumación del acto ―el goce pleno dependerá de la predisposición con que se asume el momento de la lectura. La descripción del mundo físico y la narración de las múltiples peripecias en que se vio envuelta la protagonista en su afán de conseguir los medios materiales para continuar el viaje que no logró prolongar más allá de algunos suburbios de San Francisco, se alternan con páginas de enorme lirismo dedicadas a hablar de cómo ese viaje iniciático nutrió la reflexión y el autoconocimiento, cómo cada paso la condujo a la exploración de su personalidad. Porque el viaje en realidad fue doble y el segundo implicó una inmersión en su propia interioridad. La narradora recorrió el cuerpo de San Francisco rincón a rincón, y la ciudad le develó su alma.

Dos cuerpos frente a frente, pues, la ciudad y la visitante, cada uno el espejo donde el otro se busca y donde el alma se muestra sólo a quien se aventura a ir en pos de ella. Mónica Mansour ofrece al lector un relato esencial cuyo fin es poner en contacto a dos seres: el recorrido por las palabras tiene por objetivo el encuentro de cuerpos y almas. Leer es para ella ofrecer al lector amorosamente ―eróticamente― el libro como el amante ofrece su cuerpo e invita al recorrido y al descubrimiento. Por esta razón, y lo ha demostrado a lo largo de su extensa producción literaria, no escribe para los editores sino para los lectores, es decir que no escribe para el mercado sino para el ansiado lector que está en busca de un encuentro radical: “[...] lo que quiero decir es que los textos están y hay que saberlos leer y para eso no basta identificar las letras, como hacemos cuando somos vírgenes de lectura: hay que saber leer el cuerpo ajeno, el alma ajena, el texto ajeno” (pp. 113-114). Y añade: “Ahora bien, perder la virginidad del texto propio también puede proporcionar un placer muy intenso. Permitir que alguien lea ese texto y lo comprenda es una delicia verdadera, es igual que estar un cuerpo desnudo junto a otro con la energías confundidas y repartidas” (p. 116). Desfilan por estas páginas los mitos y realidades estadunidenses de una generación que no logró vivir el cambio, una amalgama en la que participaban la cultura budista mezclada con un poco de Market Street, Jack Kerouac y los poetas beatniks, Berkeley, Janis Joplin, Mahalia Jackson, Joan Baez, Simon y Garfunkel, Pete Seeger, Peter Paul & Mary..., junto con “el amor

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libre, el amor a la naturaleza, el desprecio a la hipocresía, la lucha de la mujer, el compartir el presente, el cuestionamiento, la rabia y la soledad [que] nos hacían únicos y diferentes. Nos llamaron hippies” (pp. 52-53). Sobre todo, Leonard Cohen (“cuidado con los maestros porque ellos tampoco saben” y Bob Dylan (“aprender a ser únicos”) ―presentes desde los epígrafes, quienes presiden también el pulso de la escritura―, finalmente, ¿quién no ha deseado ir por la vida “like a complete unknown, like a rolling Stone”? Por cierto que Mansour preanuncia las razones por las cuales Dylan llegaría a hacerse merecedor del Nobel más de una generación después: “La música no debe controlar la vida sino que, al contrario, la vida regir, manejar, determinar y controlar la música. Eso lo decía Bob Dylan [...] Los comerciantes de la música no entendían el ‘fenómeno Dylan’. Muchos fans admiradores tampoco. Porque cuando llegaban corriendo a donde habían visto a Dylan, él ya estaba en otra parte. [...] Su enseñanza ha sido la alergia a los encasillamientos y las definiciones absolutas” (p. 39). Mónica Mansour es una de nuestras mejores escritoras, de nuestras críticas literarias

más serias y mejor pertrechadas, además de extraordinaria poeta, cuentista, ensayista, cronista, articulista, prologuista e investigadora; es estudiosa de José Gorostiza, Jaime Sabines, Efraín Huerta, Mario Benedetti, Juan Rulfo, la poesía negrista, la poesía francesa, inglesa; es excelente traductora de títulos esenciales en los campos de la lingüística, semiótica, filosofía, historia del arte, estudios literarios, poesía, traductología; ha vertido a nuestro idioma obra de Roman Jackobson, Albert Béguin, Mircea Eliade, Paul Bowles y un largo etcétera. Incomprensible que editada bajo el sello de una editorial como Planeta la novela En cuerpo y alma haya pasado prácticamente inadvertida, porque no ha perdido actualidad y bien merece una segunda oportunidad. Pero, como escribe ella misma en sus páginas: “al fin y al cabo, todo en la vida tiene un precio y cada quien elige el precio que más le conviene y acomoda”. Mónica Mansour se hizo su libertad a base de coherencia y construyó su espacio, su recinto es una obra sólida y de calidad, de grandes aportaciones. Y esto es algo que nadie le puede quitar.

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Portafolio Ander Azpiri

UN LUGAR Azpiri encuentra las similitudes entre la vida vegetal y la naturaleza humana, nos da un desciframiento del mundo, un mensaje secretamente transmitido, que es posible absorber debido a nuestro propio conocimiento y a las conexiones que realizamos a partir de nuestra experiencia. “A modo de ejemplo, la forma en que las plantas perciben los cambios en su medioambiente para florecer en el momento exacto, se convierte en referencia para nuestra lucha diaria y nuestros intentos de mantener el equilibrio”. En Un lugar existe la creación de una atmósfera donde las estructuras se complejizan para dar pie a un discurso trabajado y analizado sobre el comportamiento y los procesos sociales. Los materiales utilizados, observados desde la perspectiva del arte, se convierten en piezas con un significado personal. Se vuelven símbolos de un entendimiento del entorno, al tiempo que subvierten nuestra noción de las implicaciones y posibilidades de la relación entre lo natural lo industrial. Ayudado del conocimiento de cómo se desarrolla la flora, refuerza la legitimidad del medio que crea. Logra que visualmente funcione y se transforme en fácilmente creíble, eso que es por completo opuesto: la naturaleza y los elementos con los que está constituida. Los materiales fríos, rígidos, desprenden las formas de lo frágil y sentimental que puede ser la representación de la vegetación, haciéndonos cuestionar también acerca de la belleza intrínseca de la materia. El tiempo en esta exhibición parece no existir. Contrario a lo natural, no acontece un ciclo de vida, volviendo sumamente recomendable el entrar y perderse en una sensación de eternidad. Inés Maldonado

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ANDER AZPIRI Artista visual, nacido en Guadalajara en 1971. Licenciado en Bellas Artes por la Universidad del País Vasco, cursó residencia en escultura en la Hochschule der Künste (Escuela Superior de Arte) en Berlín, y Maestría en Museos en la Universidad Iberoamericana. Expone desde los años noventa en diversos espacios en países como México, España, Alemania, Estados Unidos, Colombia o Inglaterra. Miembro del Sistema Nacional de Creadores de Arte.

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Agรณnica (detalle) 2018 Guajes, hoja de oro y animales disecados.

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Caducifolia (detalle) 2009 Madera y plumas

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Compuesta (detalle) 2015 Manguera de pvc

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Crรกter simiente (detalle) 2016 Tezontle, guaje y hoja de oro

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Cuenca (detalle) 2017 Madera, guajes, hoja de oro y agua

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Duda 2018 Guaje, pigmento y alacrรกn disecado.

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Extinta (detalle) 2016 Madera, guajes, pelo.

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Grillo (detalle) 2009 AudĂ­fonos, cable, reproductor de mp3 con grabaciĂłn de campo.

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Herbรกcea (detalle) 2013 Alambre de cobre, manguera de pvc.

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Horizonte 2010 Lรกmpara y pelo.

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Paraje 2010 Lรกmpara y pelo.

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Pรณlipo (detalle) 2015 Hilo de aluminio.

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Quiste (detalle) 2013 Cucharas de plรกstico.

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La subida del nivel del agua (detalle) 2010 Madera, mariposas y abejas disecadas.

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Un Lugar, exposiciรณn en Foro38 del Claustro de Sor Juana 2010.

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MI PRIMERA

manifestación feminista

Daniela Gómez

M

i primera manifestación feminista fue a los once años y la organicé yo. Semanas atrás, antes del día en que todo explotó, había comenzado a tener discusiones con mis compañeros, sobre todo en la clase de deportes. Desde esa edad empezaba a ser consciente de la reafirmación de superioridad que hace el hombre a través de un lenguaje misógino: “el último que llegue es niña”, “pateas como niña”, “no seas rajón”. No hubo una sola vez en que escuchara esas frases y no me sintiera ofendida. Y me comía la cabeza pensando... ¿por qué? En los recreos, jugaba futbol con mis compañeros, les metía gol y corría a la

misma velocidad que algunos, hacía fuercitas contra mujeres y hombres y sacaba las mismas calificaciones que ellos. Entonces… ¿por qué? ¿Por qué no me daba igual escuchar eso? ¿Por qué me quemaba por dentro? ¿Por qué la profesora no los detenía? ¿Por qué me dolía? Era la última clase, la clase de fe. El profesor hablaba sobre el Génesis, específicamente cuando Dios dicta sobre la mujer la sentencia del pecado. El maestro explicaba que, por culpa de la mujer, el hombre fue expulsado del paraíso y que la mujer corrompe al hombre en todas las áreas de la vida. En particular, recuerdo el castigo que da Dios a la mujer: 68


estaba roja como tomate) y se me había acumulado mucha tensión en la mandíbula. Volteé a ver las caras de mis compañeros para buscar en ellas alguna expresión de desacuerdo (nunca me distinguí particularmente por ser una rebelde así que supuse que alguien más sería el o la primera en hablar). Esperé algunos minutos y nada, nadie. Así que dije en voz alta: “No estoy de acuerdo”. El profesor me ignoró y continuó la clase. Pasaron otros minutos y, entonces, decidí pedir la palabra cuando el profesor empezaba a hablar sobre los sacerdotes. Levanté la mano y cuestioné al profesor con la primera pregunta que se me vino a la cabeza: “¿Por qué las mujeres no pueden ser sacerdotas…? No es que yo quiera ser sacerdota, pero, ¿por qué no podemos?” (incluso ahora, dieciséis años después, el corrector automático de mi computadora me insiste en que la palabra sacerdota no existe). El profesor dejó salir una risa condescendiente y nos entregó una letanía sobre el por qué eso no era posible: “Porqué el rol de ustedes es ser madres, estar en la casa. No están biológicamente hechas para liderar. La tentación de la mujer es un peligro en la iglesia y en todas las instituciones”. Me di cuenta de que estaba resultando peor el enfrentarlo, pues cada respuesta que me daba, era un tema más por cuestionar. Ese día llegué a casa, me senté en la mesa junto a mi hermana mayor y mis padres y, después de dudarlo por unos minutos, me dispuse a contarles lo que había sucedido en la escuela. Cuando acabé el breve recuento del suceso (como pude traté de recapitular las palabras del profesor), volví a tomar aire para declararles mi decisión: “Papá, mamá, les informo que, desde hoy, no puedo volver a creer en Dios”.

A la mujer dijo: “En gran manera multiplicaré tu dolor en el parto, con dolor darás a luz los hijos. Con todo, tu deseo será para tu marido, y él tendrá dominio sobre ti.” Cuando el profesor acabó de leer, cerró la biblia y continuó con su propia interpretación del papel de la mujer en el mundo. Decía que, en efecto, Dios nos había castigado con los partos y el dominio del hombre sobre nosotras. Lo primero que me viene a la memoria tras escuchar aquello es mi reacción física: me temblaban las manos, sentía la cara hirviendo (seguramente 69


(¿Cómo podía creer en un Dios que no me veía a la par?, que no me dejaba liderar en sus iglesias, que me creía la culpable de todo el pecado que hay en el mundo.) Tuve mucha suerte, porque después de un corto silencio, que a mí me pareció eterno, mis padres me respondieron que ellos tampoco creían en un Dios así. Esa tarde fue la primera vez que me senté a escribir algo por voluntad. Como quería estar preparada para el día siguiente, pensé que, si tenía una tesis lo suficientemente sólida, el profesor me escucharía esta vez y no rebatiría con facilidad mis argumentos. Así que, sin haber terminado de comer, subí al cuarto donde teníamos nuestra primera computadora, y, sin tener claro lo que era una tesis o el cómo escribirla, comencé a buscar sobre el tema en internet. Unos minutos después estaba leyendo sobre feminismo, supe por primera vez de las mujeres que comenzaron el movimiento y me enamoré de Sor Juana. Con letra comic sans e imágenes con muy mala calidad, hice mi escrito y resolví llevarlo al día siguiente, pero no se lo entregaría al profesor, sino al sacerdote de la escuela, porque, a esa edad, tenía claro que, si alguien lo tenía que leer, era él. El sacerdote me hizo pasar a su pequeña oficina dentro de la capilla. Le entregué el documento al mismo tiempo que comencé a explicarle, sin pausas para respirar, lo que había pasado el día anterior, lo que el profesor de fe nos había dicho. El padre hojeó mi “tesis” a través de sus pequeñísimos lentes, me dijo unas palabras en desaprobación que, por fortuna, no recuerdo y la tiró a la basura. Mientras hago memoria de esto, pienso que no sé realmente

cuál era mi objetivo: ¿Que corrieran al profesor de fe? ¿Cambiar la religión católica en el mundo? ¿Que nos pidieran perdón de manera pública a mí y a todas mis compañeras y a todas las mujeres del planeta? ¿Que hubiese una reedición de la Biblia a nivel internacional para que se eliminaran todas las partes que ofenden a la mujer? Y, tras meditarlo unos segundos, descubro que la respuesta a todas esas preguntas es: Sí. Estoy segura de que la niña que era a esa edad quería todas esas cosas y lo creía posible. Me parecía lógico y tan justo pedirlo, que me sentía con el poder y la seguridad de poder cambiar el mundo (o, por lo menos, la institución del catolicismo, o, ya de perdida, mi clase de fe). Me rompió el corazón que mis ideas de una tarde completa de trabajo acabaran en el basurero del sacerdote, así como me rompió el corazón cuando entendí que no importaba la cantidad de goles que metiera en los partidos, nunca serían suficientes para lograr que mis compañeros me dejaran de decir “juegas como niña”. Los siguientes días, tal vez por una semana o menos, decidí improvisar la organización de una manifestación feminista. Le dije a mis compañeros que debíamos armar una revolución. Les pedí que arrancaran el Génesis de sus Biblias y que tiraran sus libros de fe al basurero del salón. Y no sé si fue por diversión o aburrimiento, por rebeldía, o porque tal vez a algunos les resonó en algún sitio sensible, pero lo hicieron. De un momento a otro, el salón se convirtió en un auténtico campo de batalla. Recuerdo gritos revolucionarios, los libros de fe y Biblias volando en cámara lenta hacia el basurero, los menos atinados azotándose contra el pizarrón. Las

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páginas del Génesis hechas bolita o convertidas en aviones planeando sobre nuestras cabezas, y todo esto mientras en mi cabeza escuchaba a Sor Juana gritar desde su tumba “Hombres necios que acusáis a la mujer sin razón…”. Como uno se podrá imaginar, la revolución no llegó muy lejos. Muy pronto entraron al salón los profesores y en menos de dos minutos nos sometieron a todos. Llegaron las amenazas, los reportes, las expulsiones: “que nos iban a bajar la calificación”, “que éramos unos herejes”, “que luego nos explicaban qué era un hereje”, “que nos iban a expulsar”. Un día después, como era de esperarse, citaron a mi madre “para acabar de una vez con el asunto”. No sé exactamente qué sucedió entre el profesor y ella. Pero a la salida me la encontré con una sonrisa enorme y me dijo lo orgullosos que estaban mi papá y ella de mí. Al llegar a casa mi papá me pidió una reimpresión de mi tesis. La volví a imprimir y se la dediqué. A partir de ese momento tuve la enorme y urgente necesidad de buscar mi propia historia, necesidad de no sentirme sola con todas esas ideas y frustraciones en la cabeza. Esa fue mi salvación. Un profesor de fe que me hizo sentir sola y un par de padres que me ayudaron a seguir mi instinto. Años después se sumaron muchas cosas: el encontrar que una mujer en el París de los años veinte escribió sobre feminismo y sobre mis propias insatisfacciones en la vida, me pareció brutal; leí el Segundo Sexo y lloré en mi habitación, no necesariamente por mí, sino por ella y por todas las que lucharon por una habitación propia para escribir, por las que se tuvieron que disfrazar de hombres para

poder estudiar, por las que fueron diagnosticadas de neurosis e histeria y recluidas y por todas las “anónimas”. A partir de que empecé a estudiar sobre género y feminismo, a partir de que me encontré con esas voces, el mundo se hizo más tolerable, porque ellas estaban ahí, acompañándome, en otra época, en otro idioma, pero conmigo. Unos meses después de la revolución en clase de fe, me llamaron feminista por primera vez y me parece curioso que, al contrario de lo que muchos sienten hoy en día, no lo interpreté como un insulto o algo negativo. De la misma forma me parece curioso también que a los once años, aún inconsciente de cualquier idea de cultura machista, me pareciera lógico que una niña podía cambiar el mundo. Hace unas semanas estuve presente en la marcha en contra de la violencia contra la mujer, y me acordé de esa niña que quería cambiar el mundo. Las marchas no cambian necesariamente las cosas. Pero nos unen, nos liberan, mantienen la conversación de todo lo que está mal. El ver a miles de personas, bailando, gritando, haciendo arte por un mismo tema, nos llena de seguridad, nos ayuda a sacudir el enojo y la tristeza, nos regala, aunque sea por un día, el poder caminar tres horas sin miedo en las calles de uno de los países con más feminicidios del mundo. Y no sé, puede ser que sí siga creyendo que se puede cambiar el mundo.

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Los ausentes

Viviana Belmonte

¿En qué hondonada esconderé mi alma para que no vea tu ausencia que como un sol terrible, sin ocaso, brilla definitiva y despiadada? Jorge Luis Borges

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Los kallawayas de mi tierra culpan al miedo aquél que absorbe inunda y engulle sobrepasa cántaros vasijas espacios

para llamarlos por las calles de Sinaloa Ecatepec o Ciudad Juárez

solito y huérfano se queda nuestro ajayu en Los Andes el alcohol y la ropa del hombre con miedo bastan para traerlo de regreso a la vida

se quedan millones de ajayus solitarios ya nadie los llama la presencia de los ausentes en México pasan muchas cosas hay muchos muertos también muchas mujeres y hombres sonrientes ajenos sin miedo

pero ¿aquí? ¿aquí acaso nos los devuelven con vida? a los nuestros a los desaparecidos aquí el alcohol ayuda a quemar cuerpos dejarlos en cenizas ¿qué ropas dicen las madres? cuando todo es ausencia la ausencia de los muertos no basta entonces litros de alcohol

la elegía de los caídos en las esquinas de un país sin ajayus sin kallawayas sobran los muertos sobran las tumbas

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