El Comité 1973 número 31. Cuento Moderno

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Revista El Comité 1973 AÑO 6 Núm. 31 2017


El Comité 1973 Director Meneses Monroy

Editora

Publicación Bimestral

Asmara Gay

Octubre - Noviembre

Jefa de Redacción

Año 6. Núm. 31. 2017

Patricia Oliver

Jefe de Diseño

Israel Campos Nava

Imagen y Diseño Gráfico

El Comité 1973. Núm. 31. Cuento Moderno. Revista de disfusión, crítica y creación literaria. Correo electrónico: elcomite1973@gmail.com http://issuu.com/revistaelcomite1973 https://www.facebook.com/revistaelcomite1973 https://twitter.com/ElComite1973

CONSEJO EDITORIAL Agustín Cadena Guadalupe Flores Liera Israel J. González S. Claudia Hernández de Valle Arizpe Daniel Olivares Viniegra Juan Antonio Rosado Zacarías

COMITÉ COLABORADOR DE ESTE NÚMERO Asmara Gay Guadalupe Flores Liera Federico Ballí Miguel Ángel Hernández Acosta Dulce G. Ramírez Rodiles Joshua Torresvalle E. J. Valdés Xavier Enríquez Elena Odgers Alessandra Grácio Diana López

Publicación incluida en el catálogo de revistas elctrónicas de arte y cultura de CONACULTA http://sic.conaculta.gob.mx/ficha.php?table=revista_elec&table_id=136

A. Selene Quintanar


Dossier Radiografía del cuento moderno ........................................................................... (ensayo introductor Asmara Gay)

Nota Konstantinos Tzamiotis. La soledad ante las situaciones límite ............................. Guadalupe Flores Liera (presentación del autor)

Traducción Konstantino Tzamiotis / La antena ............................................................................ Traducción del griego de Guadalupe Flores Liera

Cuentos La invención del escritor ........................................................................................... Federico Ballí

Fin de cursos ............................................................................................................... Miguel Ángel Hernández Acosta

Acto de escapismo ................................................................................................... Dulce G. Ramírez Rodiles

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Aspas ...........................................................................................................................

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Cuentos modernos .......................................................................................................

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Minicuento Promesa cumplida ....................................................................................................

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Portafolio .....................................................................................................................

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Poema Extranjera ....................................................................................................................

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Aforismos Breves reflexiones sobre la mujer contemporánea ..............................................

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Autobiografía Un poema de Meneses Monroy .............................................................................

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Joshua Torresvalle E. J. Valdés

Xavier Enríquez Elena Odgers

Alessandra Grácio

Diana López


smara Gay

Lo primero que me parece pertinente de aclarar es que ‘moderno’ es un vocablo que generalmente se usa en literatura para referirse a una corriente literaria ―el Modernismo― nacida a finales del siglo XIX y principios del siglo XX, cuyo máximo representante es Rubén Darío. Aunque carece de manifiesto, algunos teóricos consideran que “Palabras liminares”, texto incluido en su obra Prosas Profanas y otros poemas (1908), puede leerse como un manifiesto de este movimiento latinoamericano. Fundado por Darío con la publicación de su libro Azul (1888), el Modernismo trata de renovar la literatura a través de un cambio en el modo en que se piensa la creación literaria, basado en un eclecticismo estético, donde la musicalidad, la sensualidad, el uso de la mitología, la experimentación constante, la búsqueda de una identidad, tanto latinoamericana como individual, y las influencias literarias serán sus rasgos principales. Sin embargo, no debe verse el uso del término ‘moderno’ como exclusivo de esta tendencia artística. Así, en fechas recientes, autores como Laura Elena Perales y David García Pérez recuperan el término al usarlo en su libro Literatura moderna: trazos y Caminos (2005) para referirse a todas aquellas corrientes que han forjado a la literatura desde el Romanticismo hasta la Postmodernidad, con George Orwell y José Saramago como representantes de este último movimiento literario. En cuanto al cuento, la apelación de ‘moderno’ significa precisamente una ruptura con la tradición clásica de la escritura de los cuentos. Hasta antes del siglo XIX, con pocas excepciones, el cuento se caracterizaba por contar una historia lineal (inicio-desarrollo-desenlace), en la cual se narraba un hecho significativo para sus personajes; muchas

veces, a estos relatos seguía una reflexión del autor que tendía a ser una enseñanza moral para los lectores. Con la aparición de los cuentos de Edgar Allan Poe (1809-1849) esta estructura en la composición cuentística cambia de manera importante, sobre todo por la reflexión técnica que el mismo autor hace de lo que debería ser un buen cuento en un ensayo reseñado sobre la obra Cuentos contados dos veces (Twice Told Tales) de Nathaniel Hawthorne. En este ensayo, Poe destaca aspectos importantes acerca de la creación cuentística: la importancia de mantener la atención del lector durante toda la lectura del cuento, la brevedad de la obra, la tensión del relato que, en términos de unidad, tendrá un efecto sobre el lector, el cálculo matemático de palabras, oraciones y párrafos que buscarán cierta musicalidad y carácter semántico en la obra; todo ello, de manera similar a lo expresado por Gorgias en su Encomio a Helena, con el fin de controlar el alma del lector. Dice Poe: “durante la hora de lectura, el alma del lector está bajo el control del escritor” (1842: 299). Con Poe, entonces, empieza una meditación teórica del género, sobre todo por parte de los hacedores de cuentos, quienes, influidos por las reflexiones del autor norteamericano, trataron de recapacitar ellos mismos sobre su propia composición cuentística, y al hacerlo seguirán los preceptos incorporados por Poe o se alejarán de ellos con la idea de renovar continuamente al cuento. Hablar de cuentos “modernos” es establecer ya la frontera entre éstos, nacidos, valga la redundancia, durante la modernidad y las “historias”

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perdurables de la época antigua, los fragmentos narrativos de la Edad Media y los del periodo transitorio entre ésta y la modernidad, indudables embriones de los del siglo XX. Con la obra de Poe, el cuento empezó a tomar, por decirlo así, una conciencia teórica sobre sí mismo que llevó a los cuentistas a buscar intencionalmente una renovación constante del género, siguiendo, resquebrajando o simplemente ignorando los lineamientos marcados por el autor de la “Filosofía de la composición” (Philosophy of Composition) (Samperio, 2007: 16).

Las meditaciones de grandes escritores posteriores a Poe, como Antón Chéjov, Horacio Quiroga, Guy de Maupassant, Sherwood Anderson, William Carlos Williams, Ernest Hemingway, Juan Bosch, Julio Cortázar, Enrique Anderson Imbert y Ricardo Piglia, entre otros, nutrirán de manera importante al género, pues desde los postulados de Poe el cuento se ha ido desarrollando de manera vertiginosa, suprimiendo, añadiendo o intercalando cuestiones técnicas tanto de la propia composición cuentística como retomando aspectos de otros géneros literarios. Entre las aportaciones más importantes que tenemos de estos autores se encuentran: la omisión de aspectos importantes de la historia, por la que ganará en tensión y polisemia el cuento (Chéjov y Hemingway); la necesaria imitación de otros escritores hasta alcanzar un estilo propio (Quiroga); tener algo importante que contar, sobre todo que sea fundamental para el escritor (Maupassant); ver a la literatura como un gran aporte de herramientas literarias que podemos retomar para nuestra propia composición (William Carlos Williams); la libertad creativa frente a los postulados matemáticos de composición de Poe (Cortázar); el decadente hombre moderno como fuente constante de creación (Raymond Carver y Sherwood Anderson); la alteración de la sintaxis como una herramienta simbólica interesante en la creación cuentística (Faulkner); la imposibilidad de atrapar al género en una definición cerrada, pues a cada definición surge un cuento que rompe con ella (Anderson Imbert), y la idea de que el cuento moderno cuenta dos historias, aunque de manera mucho más sutil que los cuentos de Poe, en los cuales se revela la segunda historia de manera sorpresiva (Piglia). Además de estos pensamientos que han alimentado la historia del cuento moderno, un rasgo principal que debe tomarse en cuenta para su escritura es la supresión o modificación de la estructura: inicio, desarrollo, clímax y desenlace son

partes móviles, no fijas como se entendía en el cuento tradicional. Así, desde Poe, los autores jugarán con estas partes del cuento para darle mayor vitalidad e interés al género. Por ejemplo: hay cuentos que empiezan en el desenlace y a éste sigue el inicio y desarrollo para terminar en la parte de más tensión del cuento, el clímax. Otros cuentos suprimen el inicio y entran de lleno en el planteamiento de la acción, es decir, en el desarrollo, y luego concluye la historia, o bien en el desenlace o de una vez en el clímax, y al hacer esto se suprimen dos partes del cuento. Hay otros cuentos que empiezan en el desarrollo, a éste sigue el inicio, después el desarrollo y dentro de éste podemos leer una estructura abismada (varias historias dentro de la historia principal) en la cual cada relato puede tener un clímax, adelantándose al clímax general o tal vez dejándolo de lado para dar paso al desenlace. Como se ve, la combinación de posibilidades estructurales dentro del cuento es grande, pero para saber mover estas piezas se necesita, por un lado, del conocimiento técnico del género, y, por otro, de la imaginación siempre viva del escritor. Este constante interés de los escritores por renovar al género ha traído, sin embargo, algunas aristas. Una de ellas es que a partir de la década de 1980, algunos escritores confunden las nociones de relato y cuento, y tratan de diferenciarlas arduamente a partir de su opinión, a veces oponiendo los conceptos, más allá de buscar en la propia teoría literaria lo que compone a uno y otro término. Vale la pena aclarar aquí, pues, que el término ‘relato’ se refiere a la narración de cualquier historia, independientemente de su forma. Así, relatos son las novelas, los cuentos, los poemas narrativos, las obras de teatro, las fábulas, las leyendas, etcétera. En cambio, el cuento, como ya se dijo, es un tipo de relato que cuenta un hecho significativo para sus personajes y cuya forma se estructura a partir de tres aspectos fundamentales (el inicio, el desarrollo ―con su clímax― y el desenlace) y que se caracteriza por la presencia de diversos atributos, como la tensión, el conflicto, la brevedad, la unidad de impresión desarrollada a partir del conflicto, el poco desarrollo de los personajes, la velocidad narrativa para mantener la tensión, entre otras propiedades ya mencionadas. Otro ángulo extraño con el que algunos escritores y críticos comprenden al género en la actualidad es la propuesta que hizo Ricardo Piglia en su Tesis sobre el cuento (1987): que el cuento cuenta dos historias; y sobre ésta han hecho una verdad absoluta, cuando en realidad es solamente otra forma de hacer cuentos, pues en la historia del género y en los autores anteriormente referidos no existe este pensamiento limitativo. Al contrario. Es, 04


de hecho, la libertad que antepusieron algunos escritores frente a varios de los principios de composición de Poe lo que ha dado mayor amplitud al género. El género cuentístico y el sistema lingüístico están cerrados pero no son cárceles: tanto el cuentista como el hablante pueden combinar todos los elementos a su disposición, pueden experimentar, pueden crear, pueden construir, desconstruir, reconstruir (Anderson Imbert, 2007: 19).

La última arista que he visto, y es quizá la que más me preocupa, es la desinformación, la tergiversación, la usurpación que algunos autores (y editores) hacen del género llamando “cuento” a lo que no lo es. Si bien la libertad del género permite incorporar algunas nociones de otros géneros literarios, ello no quiere decir que todo aquel texto que relate una historia sea un cuento (a eso, como ya quedó dicho párrafos arriba, se le llama relato). Un poema en prosa, un ensayo con un relato en su interior, un epigrama, por poner algunos ejemplos, no son, por sí solos, cuentos, aunque ellos puedan albergarlos. Es verdad que hay muchas maneras de hacer cuentos, pero antes que nada hay que saber qué es un cuento y qué lo compone para, después ratar de ser original a la hora de escribirlo y, si la suerte lo acompaña a uno, aportar además algo al género. Como en cualquier ámbito de la literatura, la técnica es algo esencial en cualquier obra de arte literaria; y, ya sea antiguo o moderno, el cuento no deja de ser una obra artística, pues su composición requiere de diversas cuestiones técnicas, estructurales y conceptuales, que se manifiestan en esta expresión de la literartura.

Poe fue el primer realizador del cuento moderno y sus ideas aún tienen trascendencia en la práctica y la teoría del género. En su obra se hace evidente que detrás de esta milenaria fascinación que el hombre siente por escribir, contar, leer y escuchar cuentos, se reinventa, como apunta Julieta Campos, la magia: esa técnica “para volver realizable el deseo, para modificar al mundo y configurarlo a la medida del propio deseo”. Guillermo Samperio

Anderson Imbert, Enrique (2007). Teoría y técnica del cuento. Barcelona: Ariel. Perales, Laura Elena y David García Pérez (2005). Literatura moderna: trazos y caminos. México: Thompson. Poe, Edgar Allan (1842), “Review of Twice-Told Tales”, Graham’s Magazine, pp. 298-300, (enlínea), The Edgar Allan Poe Society of Baltimore, https://www.eapoe.org/works/criticsm/gm542hn1.htm Samperio, Guillermo (2007). Después apareció una nave: Recetas para nuevos cuentistas. México: Alfaguara.

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La soledad ante las situaciones límite Konstantinos Tzamiotis nació en Lárisa, capital de la prefectura del mismo nombre, en Tesalia, Grecia, en 1970 y vive en Atenas. Estudió cine y ha trabajado para el cine, la televisión y como publicista. Fue jefe de redacción de la revista Αντί y dirigió la revista bimestral de arte Highligths. En 2001 publicó su primera novela Η συνάντηση (El encuentro)traducida al italiano. Actualmente circulan otros diez títulos suyos, entre ellos Οβαθμόςδυσκολίας (El grado de dificultad, 2004), que ha sido calificada de “novela metamoderna”;Η παραβολή(La parábola, 2006), calificada de novela futurista; Ηπόληκαιησιωπή (La ciudad y el silencio, 2013), considerada una visión cáustica de la forma de vida actual en mitad de la crisis o Το πέρασμα(La travesía, 2016), que describe la migración como un reto contemporáneo capaz de revertir la normalidad y sacar a flote personalidades ocultas. Tzamiotis escribe cuento, novela, ensayo, crítica de cine y teatro. Le interesa indagar en la relación que existe entre la verdad y el arte, la vida y la escritura, el pasado y sus interpretaciones, la realidad y la fantasía, la autenticidad de los sentimientos en relación con la cotidianidad, la pugna entre lo que se es y lo que se desea ser; en resumen, lo que oculta la misteriosa arquitectura del cuerpo en relación con la corporeidad ajena al servicio de las necesidades particulares. Este autor tiene una admirable capacidad de encontrar los hechos que ponen a prueba las convicciones de sus personajes y los colocan en situaciones críticas ante sus propios códigos morales. Más que agradar desea inquietar. Dueño de una prosa recia y fluida, incorpora en su obra los temas que caracterizan a la sociedad actual. A propósito de La travesía el mismo autor escribió: “Las cada vez más frecuentes movilizaciones masivas de población así como el medio ambiente constituyen los dos más grandes retos de nuestra época. Las proclamaciones acerca del final de la historia que reinaban sobre las décadas anteriores se han visto desmentidas. Nos encontramos ante hechos de dimensión tectónica que, tarde o temprano, querramos verlo o no, transformarán nuestro mundo. / Consideré siempre atractiva la literatura que se mide con su tiempo, así que si tuviera a toda costa que resumir el sentido de mi tentativa diría que La travesía es una novela acerca del inevitable y violento encuentro de mundos distintos, la necesidad de seguridad y libertad de todos, pero también del destino humano común enfrentado al peso de la historia”.

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Presentación y traducción del griego de

Guadalupe Flores Liera

Su obra teatral Ουδέτερηζώνη (Zona neutral) recibió el Premio Nacional de primera obra teatral. Le interesa escribir sobre asuntos que preocupan al ciudadano contemporáneo. Obras suyas han sido incluidas en innumerables antologías. El siguiente relato fue escogido por el autor para Δαίδαλος. Μεγάλη ανθολογία της σύγχρονης ελληνικής λογοτεχνίας, εκδ. ΕταιρείαΣυγγραφέων-ΕφημερίδατωνΣυντακτών (Dédalo. Gran antología de la literatura griega contemporánea. 4 volúmenes, edición especial de la Sociedad de Escritores para el Periódicos de los Redactores, Atenas, 2017).

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Una pareja de arquitectos, cansada de la vida en Atenas, decidió realizar un nuevo principio en un pueblo montañés. Con el dinero que obtuvieron por la venta de su departamento compraron una casa de piedra de dos pisos. El piso superior servía de vivienda y la planta baja fue convertida en taller, ya que nada deseaban más que consagrarse a la pintura, la que tanto amaban los dos. Por el momento, no tenían que preocuparse por el dinero, ya que el alquiler de una gran tienda, que aún tenían, parecía asegurado. Por lo demás, sus planes parecían simples. Por las mañanas pintarían, por las tardes explorarían los alrededores y por las noches se entretendrían en el café de la localidad. Sin embargo, muy pronto comprobaron que la cotidianidad en aquel, en efecto, pintoresco caserío no resultaba tan idílica como habían imaginado. Los hombres, cuando no estaban ausentes debido a su trabajo, se pasaban las horas frente al televisor del café, viendo partidos de fútbol, mientras que las mujeres no tenían más interés que las telenovelas que veían sin falta. Y cuando no hablaban de estas cosas dirigían la plática a la vida de las grandes ciudades, de la cual la pareja tanta necesidad tenía de escapar. Obligatoriamente limitaron sus caminatas a los hermosos empedrados y espaciaron sus visitas a la plaza, porque todo contacto con los lugareños se comprobaba decepcionante. Al cabo de interminables conversaciones concluyeron que la televisión era la razón primordial por la cual aquellos cándidos seres habían perdido su identidad. Si aquélla no existiera, todo sería mejor. Más o menos así fue como tomaron la, sin duda, decisión extrema de subir a la cumbre de la montaña vecina y destruir la antena de repetición, hecho que sucedió poco antes del invierno. Por días el tema primordial que se escuchaba en todas partes fue éste: ¿Cuándo van a arreglar la antena? Sin embargo, al cabo de dos semanas todos comenzaron a acostumbrarse a la idea de que ninguna cuadrilla de trabajo subiría a la montaña a reparar el daño antes de la primavera. La pareja, en la medida en que lo permitían el frío y la nieve, reinició sus paseos e intensificó sus visitas al café. Todo parecía mejorar, hasta que una noche, mientras tomaban su aguardiente, próximos a la estufa de calefacción,

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Presentación y traducción del griego de

Notadelautor: EltextoformapartedeΓιατίοιάνθρωποικάνουντοένακαιτοάλλο – 99 σύντομαμυθιστορήματα(Porqué loshombres hacen esto y lo otro – 99 novelas breves).

Guadalupe Flores Liera

comenzaron a conversar con un anciano que tenía fama de hombre ecuánime y serio. Para su sorpresa, el viejo aquel consideraba una verdadera desgracia la destrucción de la antena; desde el instante en que se vieron privados de la televisión los habitantes se habían entregado a sus antiguas pasiones, es decir, el abigeato, el chismorreo y el adulterio; le preocupaba que pudiera suceder alguna desgracia, con la cantidad de cosas que ocurrían. Al notar que lo escuchaban con desconfianza les refirió que incluso también sobre ellos se oían comentarios: que no estaban casados, que de qué vivían y que, puesto que no trabajaban, qué estaban buscando en tierra extraña y cosas de ese tipo. Algo que comprobaron de una buena vez al día siguiente, al acudir a la tienda de ultramarinos para adquirir las cosas necesarias y, por primera vez, ser objeto de una lluvia de preguntas indiscretas por parte de la dueña. También un día después un hasta entonces bienintencionado y servicial vecino llamó a su puerta de noche y los amenazó con que, si no trasladaban de sitio el tiro, se los iba a echar abajo, porque, según él, el humo de su chimenea se concentraba todo en su patio. Hechos semejantes tuvieron lugar los días que siguieron. Seguramente se trataba de una enajenación grupal y no cabía duda de que aquellos pacíficos aldeanos habían comenzado a convertirse en monstruos. Sin exagerar, cuando las nieves se derritieron y los caminos se despejaron, la mitad de los pobladores del pueblo no se hablaban con la otra mitad. Discordias viejas y nuevas se habían exacerbado provocando que vecinos, amigos y parientes, que hasta entonces parecían bien avenidos, se comportaran como enemigos entre ellos. Sin pensarlo por más tiempo, la pareja se comunicó por teléfono con un amigo de la familia, quien tenía un puesto influyente, y le suplicaron que intercediera, de manera que el daño, que ellos mismos habían producido a la antena de repetición, fuera reparado de inmediato. Así sucedió. A los pocos días, todo se había resuelto y paulatinamente se restableció el orden en el pueblo. Cuando los hombres no estaban ausentes debido a su trabajo se pasaban las horas frente a la televisión del café viendo partidos de futbol y las mujeres no tenían más interés que las telenovelas que veían sin falta. En cuanto a la pareja, decidió regresar a su antigua vida y desplazarse al pueblo exclusivamente para sus vacaciones veraniegas.


Federico Ballí

Busco el reflejo en mananitial espejo de feroz cascada sustentado, sombra de luna en el hierro de la noche.

El 4 de marzo del 2011 abandoné la carrera de medicina y decidí dedicarme a la escritura. He querido relatar lo que sucedió, pero no sé cómo hacerlo.Cuando intento recordarlo,todo se me presenta como sumergido en una bruma de imágenes y palabras desarregladas. Si no fuera por las pesadillas, el dolor de pecho y los versos que en este momento tengo frente a mí,pensaría que sólo fue ficción, un recuerdo inventado. Quizás incluso eso es ficción. Ya no importa. Escribiré lo sucedido. Si todo es un cuento, no será nada diferente de lo real. La noche anterior había pasado una guardia horrible: diez ingresos, tres paros cardiacos y cuatro defunciones. En la mañana todavía no terminaba de llenar el papeleo y, para cuando finalizó mi turno, ya me había resignado a no salir del hospital hasta la noche. El cansancio me pesaba en los párpados mientras caminaba con monotonía entre los pasillos que se retorcían en un laberinto de sombras, de ruido y de luz artificial. Salí del hospital poco después de las nueve de la noche. Arrastré los pies hasta mi carro y manejé con los movimientos automáticos de quien conoce el camino de memoria. El aire que se filtraba por la ventanilla suspiraba. La dejé abierta para no dormirme, aunque el sueño yame había abandonado. Tendría que soportar otra noche de insomnio. Al cruzar el umbral de mi casa, tuve la sensación de soñar despierto. Algo estaba fuera de lugar. Permanecí en la penumbra y recorrí el lugar con la mirada. La puerta de cristales rotos, el sillón de vestiduras desgarradas, un pino de navidad seco arrumbado en la esquina de la cochera. Estaba en la casa equivocada. Habíamos vendido esa casa para comprar la propiedad de enfrente y, aunque aún no terminábamos de mover todas nuestras cosas, vivíamos en la nueva casa desde hacía más de una semana. Durante un tiempo, estuve inmóvil en la obscuridad. Parte de mí quería ir al viejo cuarto y acostarse en el piso hasta que llegara el día siguiente. Era una idea tonta. Sólo tenía que cruzar la calle para poder acostarme en una cama. Giré la cabeza y, a través de un agujero en la puerta, vi la otra casa. Sería mejor aprovechar el error para recoger algunos libros de la vieja biblioteca. Caminé a tientas por el recibidor. En la oscuridad,el olor evidenciaba la humedad que se filtraba por el techo y envejecía las paredes. Subí las escaleras sin fijarme en nada más que mis pensamientos. 10


Recordé la casa en su antiguo esplendor: la sala de tapiz verde iluminada por una luz cálida que envolvió mi primer beso, el amplio comedor en el que organizábamos las fiestas familiares, la estancia en la que durante toda una noche se escucharon los alaridos de mi madre. A la vez, la imaginé transformada por el nuevo dueño: un cambio de cerraduras, un muro derrumbado, nueva pintura para la fachada. Las dos imágenes competían y se desplazaban en mi mente. Una voz me golpeó el oído, arrebatándome de unos pensamientos tan profundos que se confundían con sueños. Sin darme cuenta había llegado hasta la biblioteca. La luna se filtraba por el tragaluz e iluminaba los libreros abarrotados contra las paredes. En el centro del lugar, un hombre, sentado en un sillón de piel, alzaba unos papeles en mi dirección. ―¿Es usted Federico Ballí? ―preguntó. ―Sí, soy Ballí―respondí con voz ahogada. ―Encontré estos papeles en mi oficina. Imagino que viene por ellos. ―Sí, yo… Usted nos dijo que no ocuparía el lugar inmediatamente y esperaba tener algunos días más para sacar mis cosas. Hice una pausa para no atragantarme con mis palabras. La sangre me quemaba el rostro. El hombre me veía con tranquilidad; su mirada parecía buscar algo tras de mí. Con más detenimiento, observé la vejez de su semblante,acentuada por la luz de luna. Tardé un instante en reconocer la imposibilidad de sus facciones. ―Yo lo conozco. Usted es el escritor ―dije. ―Es verdad que escribí algunas cosas. ―No. Usted no escribió nada. Sin sorprenderse, sin delatar alguna señal de ofensa, guardóu n breve silencio como si degustara mis palabras y dijo: ―Ya veo. Se refiere a que es imposible saber si uno escribe... Negué con la cabeza. ―Lo que quiero decir es que usted no existe. Yo lo inventé en una noche de insomnio. Ante una declaración como esa, cualquier persona mostraría cierta alteración; incluso yo me esforcé por suprimir una sonrisa incrédula. El escritor, sin embargo, reaccionó como si aquello fuera algo natural, algo obvio. ―La cuestión aquí no es de existencia. Si, como usted dice, yo fuera un sueño o un producto de su insomnio, ambos existiríamos, aunque sea en diferentes planos. No sabemos si yo, inconscientemente, lo he creado en mis escritos o usted me ha inventado en sueños ―guardó silencio como si esperara una respuesta de mi parte y,al no surgir ésta, continuó―:Además, al igual que Coleridge, soñó con el palacio de Kubla Khan, es posible que usted crea que me ha inventado cuando alguien más lo ha hecho antes. Afirmé, más confundido que de acuerdo. Él alzó los papeles en su mano. ―¿Ha escrito mucho más? ―Sólo eso. ¿Lo leyó? ―¿Ha leído usted a Dante? ¿Las mil y una noches? ―le contesté que no. Algo en su tono me hizo sentir avergonzado―.Los autores del pasado viven en los escritores del futuro. Me ofreció mis escritos. Se los arrebaté y salí tropezando dos veces en el camino a mi nueva casa. Azoté la puerta a mis espaldas. Iba a tirar los escritos a la basura, pero una anotación al margen llamó mi atención. Leí los cuatro versos una y otra vez. Mi padre me encontró de pie en el comedor con la mirada engarrotada en el vacío. Cuando me preguntó por qué no estaba listo para ir al hospital, le contesté que ya no iría. Subí a mi cuarto y decidí no abandonarlo hasta completar el poema que el escritor comenzó en el margen de mi cuento. Aún lo intento. 11


Miguel Ángel Hernández Acosta

FIN DE

CURSOS

El último semestre de la prepa no tuvo la unión que caracteriza los finales de fiesta. Cada grupo andaba por su lado y el compañerismo no había penetrado en nuestra generación: unos seguíamos considerándonos neozapatistas, algunos eran claros seguidores de Salinas de Gortari y otros ya planeaban sus primeros días de estudios en el ITAM, la Ibero o alguna otra universidad. El único acuerdo tomado en conjunto fue que no habría baile de graduación; en su lugar, viajaríamos a Ixtapa, quizá con la esperanza de que lejos olvidaríamos nuestras diferencias. Sin embargo, conforme pasaban los días unos y otros argumentaban no tener ganas de ir a la playa, resentir la crisis zedillista, preferir estudiar para algún examen de admisión… Unos días antes de nuestra partida me di cuenta de que ninguno de mis verdaderos amigos estaba en la lista de quienes viajarían. Yo, que imaginaba un fugaz romance en la playa con la muchacha que me había gustado durante cuatro semestres, era el único con un lugar reservado. Mis padres se habían esforzado por pagar aquellas vacaciones de fin de cursos. Me acuerdo que el día que partimos hice el examen de ingreso a la UNAM. No tuve suerte. Al salir, en una camioneta un poco destartalada, junto con mis tíos y mi prima (quien también había presentado el examen), volamos por circuitos y avenidas para ir al aeropuerto (mi tía, al mirarme pasar por el arco detector, me regaló un globo metálico que decía algo como: “Felicidades campeón, lo lograste”. A lo mejor aún esté guardado en algún cajón en casa de mis padres). Ése fue mi primer viaje en avión. Iba sentado junto a un joven que nunca me había dirigido la palabra en la prepa. Entonces tampoco lo hizo. Así, el trayecto fue largo y tedioso, a pesar de durar solamente 45 minutos. Cuando llegamos a Ixtapa, y tras repartir las habitaciones (fui el gordo al que un equipo de futbol se resigna a aceptar al no tener otra opción), estuve consciente del error que significaba estar ahí.Me hice habitual a la alberca, donde casi todos mis compañeros se la pasaban tomando bulls de vodka con jugo de naranja o de uva. Desde mi sitio, un camastro a la distancia,observaba cómo bebían y trataban de conquistar gringas. La segunda tarde se acercó a mí una compañera: ambos nos sentíamos fuera de lugar (entre los marginales siempre nos reconocemos). Sin siquiera notarlo, dos más se nos unieron: después de las primeras borracheras y fajes deseaban que ese viaje fuera diferente. Al final, se unió Ana, a quien sus amigas guapas habían dejado de lado apenas empezaron una relación con algún extranjero. 12


Los seis que terminamos juntos caminábamos por Ixtapa, bebíamos cerveza, nos atragantamos con el buffet (el hotel era todo incluido), e íbamos a nadar o a ver el mar tirados en sillas de plástico rotas que nos pellizcaban las piernas… La dicha se sentó junto a nosotros en ese tiempo. La noche previa a nuestro regreso decidimos ir a la discoteca. El cover incluía barra libre y costaba sólo 40 pesos. Quisimos imaginar que nos llenaríamos de baile, alcohol y sexo (quien pudiera), no en balde comenzaban a llamarnos la “generación de la fiesta”. Al llegar al lugar vimos que casi todos nuestros compañeros estaban ahí. La joven que me gustaba bailaba con su novio (siempre pensé que era idéntico a Cuauhtémoc Blanco), quien estaba borracho y la manoseaba a media pista. Hice como si no me importara, pero de inmediato pensé en esas películas gringas en las que el nerd termina la noche salvando a la joven popular que ama en secreto. No quise hacerme ilusiones, por lo que intenté no voltear a mirarla. Fallé. Aquella ocasión los otros, a los que había reunido la soledad, bailamos, sudamos y bebimos. A las dos o tres de la madrugada, salimos del lugar felices, sintiendo que sólo había una forma de terminar la velada. Sin embargo, no sabíamos cuál era. En determinado momento nos separamos y recuerdo que Ana y yo anduvimos por varias discotecas buscando a sus amigas (le habían llamado al celular después de que sus “novios” las dejaran). Encontramos a una (delgada, con el rímel corrido y borracha) y a otra la dejamos a las afueras de un baño, esperando al galán, quien tras vomitar le había pedido perdón. Entre Ana y yo ayudamos a su amiga a llegar al hotel. Estando ahí, nos pidió llevarla a la playa, pues deseaba ver el amanecer a la orilla del mar. La acostamos en una tumbona; Ana y yo nos sentamos en la arena. Aún faltaba para la salida del sol. Ana prendió un cigarro (el último que llevaba) y comenzó a reírse sin sentido, tal vez con un dejo de tristeza. Yo trataba de adivinar el contorno de mis pies en aquella oscuridad. Pronto la amiga de Ana se quedó dormida: —Hay que esperar a que aclare para despertarla, a lo mejor ya se le bajó para entonces y nos vamos al cuarto. Recuerdo que platicamos sobre el día que fui vestido a la prepa con un pantalón beige y un suéter de tonos ocres (“parecías abejorro”, bromeó Ana); me contó de su sueño de quedarse a estudiar en el Distrito Federal (“pero es que nos vamos a vivir al extranjero”); le confesé mis anhelos por convertirme en VJ de MTV… Recostada en la arena, mientras ella miraba el cielo y hablaba, pude observar a Ana con detenimiento: tenía sobrepeso, su cara estaba llena de acné y su nariz pequeña y respingada producía el efecto de estar siempre en un gesto adusto. Platicaba de forma simple y amena. De pronto, se reía de sus palabras sin gracia, y otras veces dejaba las frases sin terminar. Se burló de mí cuando le dije a lo que quería dedicarme: “no manches, si cada rato se te traba la lengua” y guardó un silencio de comprensión cuando le confesé la soledad del primer día del viaje. Me interrogó por mis amigos y, aunque íbamos en una prepa pequeña, no reconoció el nombre más que de uno. Supongo que eso describía exactamente nuestro papel en aquella escuela: éramos los que llenaban salones, pero cuyos nombres nadie sabía, los becados. Me dijo que había estado enamorada del ex novio de su mejor amiga y que se ilusionaba al pensar que cuando aquella relación terminara tal vez él voltearía a verla; pero apenas sucedió, fingió ni siquiera conocerla. 13


Platicamos de tantas cosas durante esas dos o tres horas que ahora ya no sé si realmente dijimos lo que recuerdo. Tengo la seguridad, eso sí, de que poco a poco nos fuimos acercando y de que hubo un momento en que sentí que Ana habría sido una de mis mejores amigas si hubiéramos cruzado palabra en alguno de los seis semestres en los que compartimos algunas clases. Cuando empezó a verse la luz detrás del mar intentamos, sin éxito, despertar a su amiga. Luego nos envolvimos en una toalla llena de arena y nos abrazamos. Primero llegó una claridad violeta, luego roja, al final amarilla. Conforme amanecía fue descubriéndose para mí otra Ana: unas sandalias de marca, las uñas de los pies perfectamente pintadas, su tobillo izquierdo tatuado con una inscripción en un idioma extraño, un short de mezclilla demasiado pegado al cuerpo, unos ojos color miel... Volvía a ser esa muchacha de dinero que en la prepa se paseaba altiva dejando su aroma a perfume caro, con un dejo de “nadie me merece”, de “sé lo que tengo y no me importa lo que digan de mí”. A pesar de ello, quizá porque las despedidas vuelven impredecible nuestro actuar, sentí ganas de besarla y ella permitió el acercamiento. Olía a perfume, a juventud, a ansiedad. Nos miramos muy de cerca y ella ladeó un poco la cabeza. Sonreímos. Rocé con mi mano su cara y ella entreabrió los labios. A lo lejos, las olas reventaban sobre la arena con el ímpetu de la juventud. La marea refrescó el aire. Miré sus ojos cerrados. Ambos temblábamos. Su amiga se movió como si fuera a despertar de un sueño placentero; nosotros, lo hicimos: Ana fingió que la toalla la incomodaba y se separó de mí. Segundos más tarde, fui yo quien pretexté levantarme a despertar a su amiga y terminé sentado lejos de Ana, sobre la arena fría. No recuerdo a qué hora nos fuimos a la habitación, ni por qué amanecí en el suelo del cuarto de ellas; tampoco me acuerdo qué le dije al joven con quien compartía la habitación cuando, malintencionado, me preguntó dónde había estado. Sólo sé que durante la madrugada, por primera vez, sentí que a alguien le importaba lo que sentía, lo que pensaba, lo que decía… También estoy seguro de que el olor de una mujer a nuestro lado y al amanecer puede ser el recuerdo que permanecerá con más claridad en nuestra mente, aunque todo lo demás se haya ido. A Ana, como a casi todos mis compañeros de la prepa, nunca la volví a ver. De mis amigos de entonces he olvidado ya algunos nombres y sólo recuerdo los apodos con que nos llamábamos: Berni, Tino, Kranky. Del viaje a Ixtapa tengo la impresión de que la tristeza y soledad de entonces no eran sino parte de ser adolescente. Cuando vuelvo a aquella época pienso que de haberme acercado a la muchacha que me gustaba, de alejarla de su novio borracho y si me hubiera permitido acompañarla al hotel quizá tampoco me habría atrevido a darle un beso. En ese caso, con seguridad, estaría menos arrepentido.

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escapismo Todas las personas tenemos gustos secretos, pequeñas piezas que consiguen mantener nuestra identidad intacta durante el día a día. Quizás usemos el mismo checador al llegar y salir del trabajo, el mismo uniforme, el mismo medio de transporte, hasta las mismas herramientas; sin embargo, siempre hay algo que nos conserva siendo nosotros mismos. Ernesto siempre llegaba temprano:comía una manzana mientras checaba los correos en su computadora. Con suerte, al terminarse la manzana habría terminado de checar todos, y entonces podría limpiarse los dedos con un pañuelo de la caja que tenía a la derecha y sacar del cajón del mismo lado una hoja en la que imprimiría el primer reporte para su jefe. Apenas eran las ocho con quince, sería una larga jornada laboral. Una angustia enorme como de fuego le solía invadir desde la garganta, y bajaba hasta su abdomen si se quedaba sin nada que hacer horas antes de salir del trabajo. Esa angustia era la responsable de que ahora se tomara su tiempo para cada actividad que realizaba. A veces observaba a los demás por encima de su escritorio. La mayoría de sus compañeros se tomaban más tiempo que él al iniciar la jornada: platicaban sobre el tráfico, las noticias amarillistas que habían visto o escuchado antes de llegar al trabajo, los nuevos memes de Facebook o el pleito que tuvo Mariana con la conserje de la escuela que abrió a las cinco para las ocho cuando debía abrir diez minutos antes… —Apenitas pude dejar a mis hijos, y el checador casi daba la hora límite cuando llegué —explicaba mientras buscaba algo con urgencia dentro de su bolsa. Ernesto casi podía apostar, después de seis años trabajando para la empresa, que las problemáticas se repetían con una frecuencia tal que se volvían casi predecibles. A menudo se hallaba a sí mismo escuchando la plática de algunos compañeros en el cubículo contiguo: tenía como pasatiempo adivinar lo que diría cada uno de ellos, y la mayoría de las veces acertaba con casi total exactitud. Su momento favorito del día era cuando salía, pero no del trabajo, sino del transporte colectivo y llegaba, por fin, a su departamento, aventaba el uniforme y el portafolio, se ponía ropa cómoda y navegaba en la web con total libertad. Nadie lo sabía, pero una de las cosas que más le gustaba a Ernesto era la magia, sobre todo los actos de escapismo. Le encantaba ver videos al estilo de Houdini y de Santini. Contemplar cada nuevo reto de escapismo le hacía sentir un éxtasis total. La vida en esos momentos no valía las más de 50 horas semanales que pasaba trabajando, sino el escaso tiempo que dedicaba a ver los actos de escapismo más fantásticos y riesgosos del mundo. Era la única manera en la que se sentía capaz de afrontar otra aburrida jornada laboral. 15


Dulce G. Ramírez Rodiles Así pasaban los días, uno igual al anterior, salvo sus pequeñas diferencias tan poco notables. Pero un día llegó aquello que Ernesto más temía: faltaban dos horas para salir y ya había terminado todas sus actividades; la angustia de tener que esperar empezaba a bajar lentamente desde su garganta… Se observó a sí mismo, vio cómo sus piernas estaban sujetas a las patas de la silla con gruesas y firmes cadenas, y sus brazos amarrados a su tronco con una cuerda que daba muchas vueltas al respaldo de la silla. No se podía mover y le faltaba el aire. A su alrededor todo era agua, su visión se había vuelto borrosa, le dolían los ojos si intentaba ver con claridad, sabía que contaba con escasos segundos para lograr zafarse y no morir… a lo lejos una voz parecía decir… diez, nueve, ocho, siete… poco a poco se fue zafando de las cadenas y después de las cuerdas, seis, cinco, cuatro...Cuando al fin salió, tomó una fuerte bocanada de aire. —¡Señoras y señores! ¡El gran escapista Ernesto Rodríguez lo ha vuelto a lograr! Una ola de aplausos llenaba la sala. Ernesto, aún con la ropa y el cabello mojados, hizo una reverencia ante el público que lo aclamaba. En el trabajo nunca más volvieron a ver a Ernesto. Nunca más.

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Joshua Torresvalle En la habitación se encuentran dos sujetos en un par de sillas colocadas una frente a la otra de modo que no puedan evadirse.El primero tiene el cabello relamido y una sonrisa de mármol, viste un traje impecable y zapatos lustrados; el otro es un chico desaliñado, de ropas sucias y un tic frenético en el ojo izquierdo. Sobre ellos, un ventilador gira vertiginosamente. El zumbar de sus aspas parece un enjambre de avispas, ninguno de los presentes le da importancia. El hombre de zapatos lustrados contempla a su acompañante. Te vas a morir Steve, le dice en tono solemne. El chico del tic en el ojo se sobresalta. Contempla por un instante al hombre de zapatos lustrados, quien le sonríe abiertamente. El chico es incapaz de sostenerle la mirada y vira su atención a sus tenis sucios. De nuevo el silencio. El ventilador sigue girando como un reloj incansable. El hombre de zapatos lustrados se ve confiado, le respalda su educación y la posición social que seguramente el otro no tiene. Steve, en serio, te vas a morir. El chico del tic en el ojo no consigue disimular su ansiedad, el sudor le escapa por las sienes hasta perderse en su rostro. No me llamo Steve, déjame en paz. Eso no importa, de todas formas vas a morir. Las aspas se tuercen más rápido, pero el calor no se va, el ambiente parece sofocar al chico, que ahora se rasca toscamente la cabeza: el tic no cesa. El hombre de zapatos lustrados no se molesta en ocultar su deleite, como si el miedo del muchacho fuera un manjar para sus sentidos. Steve, te vas a morir. ¡Tu puta madre! ¡Que no soy Steve!¡Y no voy a morir! Su voz se diluye en el perverso siseo del ventilador. ¿Cómo estás tan seguro? Cualquier cosa puede pasar, Steve. El chico del tic en el ojo sube la mirada, sus pupilas se dilatan de pavor al descubrir aquella rueda violenta acechando desde las alturas. Te vas a morir, Steve. El chico del tic en el ojo se incorpora de golpe y se abalanza sobre el hombre, quien lo recibe con un golpe, el chico cae al suelo. ¿Aún no te queda claro, Steve? El hombre estalla en carcajadas mientras le brinda una paliza al chico del tic en el ojo. De pronto, el soporte que sostiene al ventilador se rompe, dejándolo escapar. Las aspas rebotan por las paredes hasta impactar con el hombre de zapatos lustrados. Las paredes se salpican con pequeñas chispas carmesí, un cuerpo cae sobre el otro. Silencio. 17


E. J. Valdés

Basado en hechos más o menos reales

Me invitaron a leer, junto con otros autores locales, en un evento de la biblioteca estatal, así que escribí un par de cuentos para compartir durante mi intervención. Quiso un improvisado sorteo que yo fuera el primero en plantarse ante el público, tanto más cuantioso de lo que había anticipado. Me presenté y comencé con mi primer texto, que iba de un hombre cuyas canciones daban consuelo y fuerza a los prisioneros que construyeron el ferrocarril de Birmania. La lectura me tomó alrededor de siete minutos y, al final, no hubo un solo aplauso; la gente me miraba sin interés, yo diría que aburrida. Un carraspeo surcó el silencio. “Público difícil”, pensé, y de inmediato seguí con el otro relato. Éste, un poco más extenso, contaba las aventuras de un marinero que durante un viaje de pesca hallaba una isla sin registro en el mapa, poblada por una fantástica sociedad de mujeres gigantes. Lo consideraba un mejor trabajo que el anterior, un tanto reminiscente de Swift, pero tan pronto terminé de leer y alcé la mirada descubrí que los asistentes lucían enfadados. Un hombre consultó su reloj como para cerciorarse de que mi tiempo se hubiese agotado. Algo en el ambiente me decía que, incluso si no fuera el caso, esas personas no estaban dispuestas a escuchar otro de mis cuentos, así que di las gracias con la mejor sonrisa que pude y fui tras bambalinas con un hostil silencio a mis espaldas. Se hizo una pausa mientras el siguiente participante se preparaba (imaginé que debía calentar y hacer estiramientos antes de salir a leer). Durante este receso se acercó el coordinador del evento. —¿Tan mal están mis historias? —le pregunté. —No es eso —me dijo—. Lo que sucede es que tu narrativa no está muy apegada a lo que la gente espera escuchar en estos tiempos. —¿De qué hablas? —Bueno, es que actualmente el público prefiere textos más... modernos, por adjetivar. Un poco enfadado, iba a preguntarle a qué se refería cuando el siguiente participante, una chica de unos dieciséis años, salió ante el público. El coordinador y yo nos asomamos para apreciar su intervención. De inmediato saltó a mi vista que no llevaba consigo libros u hojas, y torcí los labios cuando, tras decir su nombre, bailoteando, sacó su móvil. —Voy a compartirles algunos de mis cuentos —dijo, y comenzó a leer de la pantalla. 18


El público la miraba tan escéptico como a mí. “La harán pedazos”, asumí, mas conforme la chica leía los rostros enfadados se serenaron y algunos incluso comenzaron a sonreír, cuando no a asentir, satisfechos. “Pero qué carajo…”, exclamé para mis adentros, incrédulo. Lo que ella leía era un diálogo entre dos personas, al parecer dos jovencitas, que discutían sobre si una de ellas debía perdonarle al novio mirar las fotografías de una tercera fémina en las redes sociales. Por el vocabulario, el constante uso de “ja, ja, ja” y el hecho de que incluso enunciaba el empleo de emoticones, inferí que el relato era en realidad una conversación de mensajería instantánea. Whatsapp, pues. Y a la gente le gustó tanto que, cuando llegó al punto final —un punto final que a mí no me supo a punto final— le obsequiaron un aplauso. La chica agradeció el gesto con una reverencia y continuó con otra historia extraída de su teléfono, de corte muy similar al anterior. De nuevo, la recepción fue positiva, cosa que yo no podía asimilar. —¿Me estás diciendo que esto es lo que la gente quiere leer? —interrogué al coordinador bajo el estruendo del aplauso. Él asintió. ¿Creerán que jamás en la vida me he sentido tan pasado de moda? —Me rehúso a aceptarlo —me quejé. —Oh, venga… Es un género nuevo que ha cobrado auge rápidamente. Al público le gusta porque se trata de historias con las que tienen un suelo común, escritas con un léxico que comprenden, mucho más amigable que el de la narrativa convencional. Para esta gente, los cuentos de la chica hablan de un mundo que conocen, mientras que los tuyos… Vamos, ¿cuántos de ellos saben dónde queda Birmania? No quise escuchar más. Fui a sentarme, cruzado de brazos, al tiempo que comenzaba a leer el siguiente autor. Su trabajo y el del resto de los participantes no fue muy distinto al de la chica: temáticas ordinarias apoyadas en redes sociales, hashtags, intercambio de mensajes, memes… Y el público aplaudía con creciente entusiasmo. Por mi parte, me marché despotricando. Iba camino a mi bicicleta cuando el coordinador me alcanzó. —¿Te vas tan pronto…? Bueno, en un par de semanas tendremos otra lectura en el auditorio del Colegio de Artes. ¿Cuento con tu participación? En aquel momento estaba tan enfadado que le dije que lo pensaría y me fui a casa, en donde estuve enfurruñado otro rato. El mal sabor de boca me duró unos días, tras los cuales reflexioné en torno a lo sucedido en la biblioteca: quizá el coordinador estaba en lo cierto y mi narrativa era anticuada; quizá para mantenerme vigente (y acaso ganar una poca popularidad) necesitaba actualizarme; quizá debía bajarme de mi pedestal conservador para escribir cosas más mundanas y relajadas. Así, opté por dar una oportunidad a lo vanguardista y, basado en contenidos de mis redes sociales, produje tres cuentos muy semejantes a los que escuchara en la pasada lectura. Ya de mejor humor, telefoneé al coordinador para decirle que siempre sí me contemplara en el programa del Colegio de Artes. Llegado el día, acudí sin un papel; mis nuevos cuentos, mis “cuentos modernos”, los llevaba en el móvil, tal como estilizaban los autores de moda para ahorrar recursos y salvar árboles. Antes de comenzar conocí al resto de

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los participantes, muy jóvenes todos ellos, al igual que los asistentes, en su mayoría estudiantes de teatro, artes plásticas y literatura. “Muchachos que seguro aprecian las corrientes contemporáneas”, pensé. Quiso el coordinador que, de nuevo, yo fuera el primero en pasar, dado que era el autor más experimentado de todos. Luego de que me presentara recibí un breve aplauso y comencé a leer. Aquel día, sin embargo, mis relatos tampoco tuvieron una buena acogida: al terminar el primero no hubo aplausos y, conforme proseguí, se percibía una creciente tensión en la atmósfera. El segundo tampoco tuvo suerte, y hacia la mitad del tercero comenzaron los abucheos y los gritos que exigían que dejara el escenario. No pude terminar, y ya oculto de aquellas hostiles voces descubrí que los demás participantes me miraban con desdén y reproche. De inmediato el coordinador se acercó. —¿Pero qué fue eso? —quiso saber. —Cuentos como los que me dijiste que gustaban a la gente. —¿Acaso perdiste la razón? ¡Ya nadie lee ese tipo de cosas! —¿Cómo que ya nadie las lee? Tan solo hace dos semanas me… —Ya lo dijiste: hace dos semanas. La tendencia actual es el micromodernismo absoluto. —¿El qué? —Mira, si pones atención comprenderás… Para entonces ya ocupaba el escenario el siguiente autor, un chico de camisa a cuadros y gruesos anteojos de pasta. En las manos llevaba un cuaderno y de una de sus páginas leyó: Manzana Platón de fruta Hambre El vacío Y el auditorio rompió en una ovación. Durante los aplausos, el coordinador comenzó a explicarme la relevancia de esta nueva corriente, pero no quise saber nada de ello; cogí mis cosas y me fui a casa, cierto de que el mundo giraba demasiado a prisa para mis gustos y de que la modernidad, en definitiva, no era para mí.

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Xavier Enríquez Hay una gran penumbra en mi habitación, y, con todo, sé que del otro lado de la ventana ella me espía. Me levanto, recorro la persiana y la miro. Su rostro carece de ojos, lo que prueba que los gusanos se han alojado en aquel cuerpo desde hace mucho tiempo. Le digo que se vaya, que no puedo más, que no está bien que me siga a todas partes cuando cae la noche, que me deje vivir como yo quiero, que me deje solo, que me deje solo… Pero ella no hace nada, no dice nada. Sus grandes cuencas me observan sin comprender; se queda tan quieta, tan trasparente, tan fugaz. Con un solo pensamiento que hace que regrese cada noche desde el más allá: estar juntos para siempre.

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Elena Odgers

Doctora en Proyectos de Pintura por la Universidad Politécnica de Valencia, España (2009). En 1996 obtuvo, con mención honorífica, la Licenciatura en Artes Visuales, en la Escuela Nacional de Artes Plásticas de la UNAM, y posteriormente cursó varios diplomados en diferentes universidades de México. Trabaja como docente en la ENPEG “La Esmeralda” desde 2009; en el Centro de Arte Mexicano, desde 2010, y en la Universidad del Claustro de Sor Juana, desde el 2012, mientras que entre 20011 y 2013 lo hizo en el Instituto Tecnológico Autónomo de México. Los cursos que ha impartido incluyen Teoría del arte, Historia del arte, Pintura, Composición, así como Historia y poder de la imagen. Ha realizado más de diez exposiciones individuales, tanto en el país como en el extranjero y ha participado en más de treinta colectivas, nacionales e internacionales.

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Habitar El hombre no se mueve arbitrariamente en el espacio, sino que todos sus caminos están referidos, en último término, a la antítesis fundamental del partir y del volver. Otto Friedrich Bollnow Las obras de nidos y carpas de Elena Odgers intentan evocar metafóricamente la búsqueda y la perdida del hogar, ya sea por los diversos cambios naturales en la vida o por la necesidad de emigrar a otro país sin importar cual sea el motivo. Estas situaciones nos obligan a mover lo que consideramos hogar y con ello reestructurar uno nuevo. La evocación del hogar vacío se hacea partir de nidos que se sitúan sobre un mapa de la ciudad de México del cual las mismas calles son las ramas que los cobijan. En otros cuadros se representa el viaje de las carpas sobre un mapa como metáfora de la migración y los obstáculos que se deben librar en el movimiento. Así los nidos vacíos y las carpas son la metáfora de nuestra necesidad de lejanía y nuestro anhelo por volver al hogar; el gusto por incorporarnos al mundo y nuestra necesidad de construir nuestra propia identidad a partir de la casa original, ala que de una u otra forma, siempre volvemos. La representación del hogar no implica únicamente la construcción de un espacio arquitectónico, sino la construcción de una extensión de lo que somos y de lo que quisiéramos llegara ser. No es únicamente la casa, sino los aromas, los colores, los sonidos y todo lo que se desprende de ese espacio en que vivimos mientras dejamos nuestros recuerdos, como una improntaen sus paredes. De ahí que al hablar de nuestra identidad, es importante que consideremos nuestra forma de construirla en el espacio que habitamos. El hogar es también nuestro refugio contra el exterior, el espacio que nos protege y en donde nos sentimos seguros, un lugar donde no tenemos miedo de ser nosotros mismos.

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Ausencia Tinta / tela 200 x 200 cm. 2011

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Carpa 1 20 x 20 cm. Óleo / tela 2017

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Carpa 2 20 x 20 cm. Óleo / tela 2017

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Carpa 4 20 x 20 cm. Óleo / tela 2017

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Carpa 5 20 x 20 cm. Óleo / tela 2017

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Cascada 1-9 25 x 60 cm. c/u Impresiรณn de tinta y bordado / papel de arroz 2016

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Laberinto 1 Tinta / tela 60 x 60 cm. 2010

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Laberinto 2 Tinta / tela 60 x 60 cm. 2010

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Nido 1 25 x 15 cm. fotocopia y bordado / papel de arroz 2017

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Nido 3 Bordado / tela 25 x 25 cm. 2017

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Nido- guĂ­a roji Papel entrelazado 25 cm. 2017

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Mi cuna, fosa común del mundo que inventas para acogerme Vano intento Mi ser invisible se mutila en una mera clase de geografía Mi madre, ánima. Papá, eco: Paipaipai… Hay olas en sus pupilas y me tiñen los pies en la esperanza de que no me vaya Espuma que grita Paipaipai: Morí al despertar del otro lado del mapa hoja blanca soy Me lleva el aire que exhala sus ímpetus de bestia Subo Tiemblo Bailo, en fin Vals de inocencia Hoja verde también fui… ¿Te acuerdas? La bestia se cansa, inevitablemente. Soy rígida. Ensayo un clavado para crujir bajo tus pies. Caigo Gota seca. Me arrastro… Pai, pai, pai… El asfalto: mi casa. Por fin… he llegado.

Alessandra Grácio

Pertenezco a la frontera: Hija sin sangre Beso de muerta


La mujer debe de dejar de ser el vehículo por el cual el hombre se encumbra hasta alturas sobrehumanas y por el cual la mujer misma desciende al nivel más bajo de la creación divina…

Diana López

La mujer no puede ser realmente una mujer mientras esté atada a un hombre o a una familia.

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Un poema de Meneses Monroy Yo tuve aspiraciones, las dejé como propina en un bar de moda que hace años cerró. Y conocí la amistad, era una perrita cocker, lindísima, hasta que la atropellaron. Y fui promesa, el atleta del pueblo que nunca pasó de ser el atleta del pueblo.



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