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CONCHA TISFAIER
Me han dicho que ahora hay libros que no se publican porque hay una “crisis del papel”. No hay oferta, pero la demanda sigue creciendo. Queremos leer y queremos hacerlo en papel. El precio del papel sube, las papeleras no dan abasto, las plantillas exigen las mejoras laborales que merecen, las imprentas pelean para conseguir remesas, las editoriales quieren aprovechar el tirón de ventas que supuso la pandemia pero se topan con la falta de materia prima. ¿Literatura? No. Papel. El papel y no la pantalla es lo que está provocando la crisis. El papel y no la creatividad. El papel y no la falta de gente que escriba. La falta de papel y no la falta de gente ávida de asomar narices a vidas ajenas de mentira. Si tienes una historia y no la pones en papel podrá ser una performance, una improvisación, un blog, una canción o un monólogo, pero parece que la literatura necesita papel. Da igual que podamos leer en el móvil, mandarnos fotos de poemas con nuestras amigas, comprar ebooks y editar nuestras guías para hacernos ricas escribiendo en Amazon. Quienes leemos, quienes escribimos, quienes hacen que este proceso sea posible y quienes se lucran de ello (a veces todo coincide en un ente y a veces somos personas muy distintas) necesitamos papel.
Y qué antiecológico y capitalista es esto. Aunque compres los libros que quieres acariciar de segunda mano y las novedades las selecciones en la biblioteca. Aunque exista el papel reciclado, los libros electrónicos, las bibliotecas privadas nutridas a medias con tu grupo de amigas. Si alguna vez habláis de publicar algo os lo imagináis en papel. Con una portada chula, un mes pensando en la dedicatoria y en si llevará índice o no, vuestra imagen firmando la hoja del título a personas que hacen fila para decirte lo mucho que les ha llegado tu libro. Porque eso no te lo dicen igual en Instagram. Que con cincuenta ejemplares una ya dice que es escritora, pero con cincuenta followers ¿a dónde vas, alma cándida?
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Nos gusta leer en papel, subrayar, el gesto de sacar un libro de la estantería, de abrir un libro al azar y decidir que esa frase que leemos definirá nuestro día, volver a oler el libro que paseamos por la facultad pero que nunca nos gustó, acumular obras que un día leeremos sin recordar cuándo las compramos, que te devuelvan un manuscrito corregido a lápiz o subrayar un libro de texto con el fracaso del “no presentado” aún lejano. Sé que no es sostenible, que no lucha contra el cambio climático, que las grandes editoriales acaparan la materia prima y juegan con los márgenes de beneficios, que siempre se imprime lo mismo… pero soy incapaz de tirar de ebook. En la pandemia entré en pánico cuando cerraron bibliotecas y librerías. No quería comprar on-line por todo eso de “compra local” pero al final me pillé un ebook de segunda mano: “A Dios pongo por testigo, que estos ojos jamás volverán a pasar hambre”. Ni un libro me he leído en él. Es como la lata de alubias guardada en un búnker antinuclear en un mundo que morirá incendiado antes que radiado. Por suerte, abrieron pronto los estancos y pude acaparar unas pocas novedades en edición de bolsillo, ya manoseadas por mi madre y la mitad de mis amigas.
No puedo, es que esas letras en fuente arial narrow no son libros; esos párrafos cuyo tamaño puedes modificar a tu antojo, no tienen sentido; poner la pantalla en modo noche me parece un oxímoron. Y aquí me hallo, pensando cómo conseguir cambiar el sistema para que nunca nunca nos falte papel y a la vez nunca nunca nos falten árboles. A un paso de la renuncia, desisto y leo libros sobre reciclaje y ecologismo mientras quemo palosanto con cerillas y bloqueo cualquier información sobre incendios. El apocalipsis siempre fue muy parecido a una hoguera de libros. Muramos con las páginas abiertas.
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