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Madres: Espejo emocional de los hijos

Cómo gestionar las emociones en la crianza

Por la Lic. Gabriela Casco Bachem, psicóloga

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Como me ves, te vi; como te ves, me verás

La maternidad es una compuerta que abre una infinidad de emociones. Las mujeres no solo tenemos la responsabilidad de atender la integridad de nuestros hijos, sino también el desafío de entender qué nos pasa y cómo sobrellevar nuestras emociones.

En esta etapa, se amplifican el miedo y la culpa. A veces, no sabemos expresar los sentimientos negativos y pueden aparecen síntomas como la depresión posparto y, más adelante, aquellos que nos hacen dudar de si estamos haciendo bien las cosas. Para aprender a gestionar las emociones propias que nacen con este rol, es importante para entender cómo influyen en el desarrollo psíquico y emocional de nuestros hijos.

Evitar la contaminación de miedo y culpa

El criterio personal y la experiencia de crianza que hayamos tenido son los referentes para desarrollar nuestro rol como padres. Por eso, suele ser común que, por ejemplo, cuando queremos advertir y enseñar a nuestros hijos sobre los peligros del mundo, utilicemos mal el factor miedo para tal didáctica. Analicemos algunos ejemplos:

Vamos caminando por la calle, vemos a un perro y le decimos a nuestro hijo: “¡No te acerques a ese perro, es bravísimo y te puede morder! ¡Además, si te muerde, puede tener rabia y te podés morir!”. Quizá digamos esto porque alguna vez nos mordió un perro, pero ese es nuestro miedo y no tiene por qué contaminar la percepción que tienen los niños. Una mejor opción podría ser decir: “Ese perro es desconocido, es ajeno, vamos a pasar a su lado, pero no lo podés tocar porque no sabemos si le va a gustar y puede morder. Si el dueño lo permite y el perro mueve la cola de contento, podés tocarlo”.

En la primera situación estamos induciendo nuestras emociones y contaminando la percepción del niño, que depende de las nuestras.

En el segundo caso, damos la opción de comprender que es necesario respetar el espacio y las pertenencias del otro. También ejercitamos la capacidad de empatizar con los demás y, a partir de eso, la posibilidad de decidir si acercarse o no a algo o alguien.

Ejercitar la autocrítica, no la culpa

La autocrítica es una forma de desbancar la culpa; la primera juzga el acto erróneo en vez de someter a evaluación a la persona. No es necesario machacarnos y sentirnos inútiles o egoístas, recordando y amplificando todo lo que hacemos mal; podemos preguntarnos ¿qué necesitamos para salir de ese estado?, ¿qué necesitamos para estar más disponibles para nuestros hijos?

Los hijos están recibiendo la imagen que les transmitimos, y si esta proyecta miedo y culpa, pues eso recibirán. Se sentirán inseguros y temerosos porque deberán mirarse en un espejo empañado de dudas, quejas y recriminaciones.

A veces, es inevitable y las madres nos comparamos con otras madres que, suponemos, están haciendo mejor las cosas que nosotras. Si cometemos un error, como olvidarnos de la merienda del colegio, sentir que no les dedicamos tanto tiempo a los chicos, o que no llegamos para contarles un cuento antes de dormir, las madres tendemos a sentimos las peores personas del mundo. ¡Nos autoexigimos demasiado hoy día!

La realidad es que nadie llega a todo lo deseado. Todos los padres cometemos errores, algunos simples y otros más complejos. Lo cierto es que todo aquello que hagamos con amor y de corazón, no puede ser imperdonable. Tenemos que empezar a perdonarnos más, a ser más tolerantes con nosotras mismas; con esa misma energía, todo fluye con más naturalidad y no como un ritual forzado para ser las mejores. Nuestros hijos no necesitan a las mejores madres del mundo, sino a sus madres humanas e imperfectas, así también ellos serán tolerantes y sabrán aprender de sus errores y seguir adelante.

Validar las emociones de los hijos

Carlos González, pediatra español, dice en su libro Bésame mucho: “El apego seguro no depende del tiempo que esté el niño en brazos, sino del caso que se le hace. Es decir, de que el cuidador responda a las necesidades del bebé con rapidez y eficacia, aceptando sus sentimientos, dándole consuelo y seguridad”.

“Es posible —continúa diciendo el doctor González— tomar en brazos a un niño que llora, pero no aceptarle ni responder a sus necesidades, sino negarlo o ridiculizarlo (parece mentira, una niña tan grande; qué feo te pones cuando lloras) o anteponer un supuesto sufrimiento del adulto a las necesidades del niño (no le hagas esto a mamá; sé un niño bueno y no llores; si lloras, papá se pone malo) o responder con hostilidad (¡ya estamos otra vez!)”.

En ese mismo libro, González afirma que el bebé y el niño pequeño necesitan padres tranquilos, que sepan qué hacer en cada situación. Deben saber que pueden llorar cuando tengan cualquier dificultad, porque recibirán consuelo. “El niño no puede sentirse seguro con unos padres que parecen inseguros, atemorizados o irritados ante su llanto (o a veces, las tres cosas alternativamente). Es posible tomar a un niño en brazos y al mismo tiempo ignorarlo y rechazarlo emocionalmente. Son los padres los que tienen que cuidar a sus hijos y no al revés”, dice González en otro pasaje de su libro.

El niño no debe tener la sensación de que “no puedo llorar porque mamá se pone triste o se enfada”. Así, si nuestros hijos tienen un berrinche (lo que normalmente sucede, con más frecuencia en la etapa de dos a tres años), tenemos que pensar: ¿cómo queremos que nuestros hijos aprendan a resolver los problemas? Si les gritamos para que se callen, ellos también gritarán a sus amigos o, incluso, a nosotros. Si somos indiferentes a su estallido de frustración y no los escuchamos y dejamos que llore solo, así también será cuando les hablemos y querramos que nos escuchen; simplemente no lo harán. Si les pegamos, también pegarán; si les sentamos en la sillita de pensar, también nos van a ignorar, castigar y rechazar.

Tenemos que considerar cómo queremos que ellos resuelvan los problemas en el futuro.

Como nosotros resolvamos los propios, esa será la forma en la que ellos van a aprender a reaccionar, un verdadero espejo emocional. Lo mejor es calmarlos, hablarles sobre cómo se sienten, preguntarles qué pasó, poner en palabras sus emociones e, inmediatamente, pasar a otra cosa, no echar en cara o recriminar.

Y cuando sean más grandes y traigan notas malas o negativas, no recriminar ni hacerles saber lo mal que nos sentimos nosotras, sino preguntarles a ellos cómo se sienten con todo eso. Si les ahogamos con nuestras emociones de adultas, no vamos a poder independizarlos de nuestro espejo emocional; el suyo tiene que aparecer y tomar protagonismo en sus vidas en esta etapa. Dejarlos hablar, que nos den sus razones (aunque sean excusas). Entender que esa es su verdad en ese momento para poder descubrir qué hay detrás de las calificaciones o la falta de motivación.

Dejemos que aparezca la autocrítica y veamos si les estamos exigiendo de más, ya que la familia es donde se gestan las emociones. En un ambiente familiar estresante, pueden aparecer

problemas de atención o hiperactividad; en uno muy exigente y con discursos repetitivos o excesivos, pueden aparecer sentimientos de depresión y reacciones de frustración e ira, incluso.

Las madres tenemos la oportunidad de ser espejo, ejemplo, referencia y fuente de inspiración para nuestros hijos. Eso nos motiva para mejores personas, ilumina nuestras sombras, saca de los problemas e impulsa a buscar ser la mejor versión de nosotras mismas.

La maternidad es una oportuniad de redención que ofrece la vida, una forma de empezar de nuevo con nuestros hijos el maravilloso viaje hacia el crecimiento integral. Y este crecimiento no es solo suyo, sino uno más desafiante y, quizá, pendiente: el nuestro propio.

Evolucionemos en sincronización con las personas que más amamos en el mundo y, en retribución, valorémonos a nosotras mismas y a todas mujeres que nos rodean y nos acompañan en esta maravillosa y única misión. ¡Feliz Día de la Madre!

Para más información y consultas, escribí a gabrielacascob@hotmail.com

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