Francisco Luna y Luca de Tena
La Confesiรณn
Nota a la 3ª edición La salida a la luz de esta edición del libro nos presta la oportunidad de destacar la insistente –llamativa podemos llamarla– enseñanza del Romano Pontífice sobre el Sacramento de la Penitencia. Estas páginas aspiran a ser un eco de su predicación, y en ellas se recogen, oportunamente, sus palabras. También se han actualizado las citas, de acuerdo con la disciplina del nuevo Código de Derecho Canónico de reciente publicación. Que la Santísima Virgen ilumine y mueva nuestros corazones hasta que lleguemos a tener un verdadero amor y una verdadera devoción al Sacramento de la Misericordia de Dios; del Perdón y de la Alegría. Madrid, 2 de octubre de 1988.
I. EL PECADOR El pecador Seguramente será el amor propio; sí debe ser él quien hace que nos creamos más de lo que somos: muchas personas se imaginan más inteligentes, más altas, más fuertes y más hermosas de lo que son en realidad, y aunque el pudor no les permite manifestar a las claras lo que piensan de sí mismas, cuando son juzgadas por los demás estiman que no se les aprecia en lo que valen. En efecto: es muy fácil para un hombre bromear acerca de su fealdad, pero en el fondo no termina de estar convencido de que sea tanta, y la prueba de ello es lo que le molesta que otros lo comenten. Y es que una cosa es pensar que tenemos defectos, «hasta el sol tiene manchas» – decimos para disculparnos–, y otra bien diferente aceptarlos como algo personal. Este comportamiento, que muchas veces se acoge en la vida social con una sonrisa, puede, sin embargo, tener una influencia definitiva en nuestro trato con el Señor, ya que la visión superficial con que contemplamos nuestra propia conducta nos lleva también a disimular las faltas y pecados, y con ello se levanta un muro infranqueable que nos impide acercarnos y tratar familiarmente con nuestro Padre Dios en el terreno de la verdad. Es el apóstol San Juan quien afirma que esta actitud responde a un planteamiento falso e irreal de nuestras relaciones con Dios: Si dijéramos que no tenemos pecado, nosotros mismos nos engañamos, y no hay verdad en nosotros (1 Jn 1, 8). Por eso es tan importante reconocer los pecados con humildad, no vaya a ser que nos ocurra como al fariseo del que nos habla Jesús en el Santo Evangelio: Dijo a algunos hombres que presumían de justos y despreciaban a los demás esta parábola: Dos hombres subieron al templo a orar, uno era fariseo y el otro publicano. El fariseo, de pie, oraba en su interior de esta manera: «¡Oh, Dios!, yo te doy gracias porque no soy como los demás
hombres, que son ladrones, injustos, adúlteros, ni tampoco como este publicano. Ayuno dos veces a la semana y pago los diezmos de todo lo que poseo». El publicano, al contrario, puesto allá lejos, ni los ojos se atrevía a levantar al cielo, sino que se daba golpes de pecho, diciendo: «Dios mío, ten misericordia de mí, que soy un pecador» (Lc 18, 9-13). Al leer con atención estas palabras del Señor, se sobrecoge el ánimo, porque, ¿no es asombroso el parecido que hay entre el fariseo y nosotros mismos? ¿No es verdad que llegamos, como él, a creernos buenos porque nuestra conducta está, más o menos, de acuerdo con una forma bastante cómoda de entender la vida sobrenatural? El fariseo de la parábola se portaba aparentemente bien, pero olvidaba una cosa: amar a Dios no consiste solamente en dar limosna y respetar la propiedad del prójimo o ayunar. Seguramente el publicano había cometido un número mayor de pecados que él, pero a pesar de ello volvió a su casa justificado, porque los había reconocido con humildad y había pedido perdón por ellos. ¿Qué quiere decirnos el Señor con esta parábola? ¿Acaso no era verdad cuanto decía el fariseo y acaso no era verdad también lo que repetía el publicano? En los dos casos eran ciertas sus afirmaciones, pero en el primero se trataba de una verdad a medias. El fariseo solamente veía el bien que había practicado, y comparaba su virtud, no con las enseñanzas de Jesucristo, sino con una medida que él mismo se había hecho de acuerdo con el egoísmo, y olvidaba que la justificación solamente se alcanza cuando se pide perdón de los pecados y se le da a Dios el corazón. El fariseo no amaba a Dios, se amaba a sí mismo y estaba orgulloso de su virtud. Despreciaba a los demás, y no se daba cuenta de que ésta era su falta más grave. Él no podía arrepentirse de haber robado ni de ser adúltero por la sencilla razón de que siempre había respetado la propiedad ajena y la mujer del prójimo. En estos puntos concretos su conducta era correcta, pero él no era bueno, pues despreciaba al publicano: Dios lo perdonaba y él lo despreciaba. El fariseo tenía que pedir perdón por algo fundamental: su falta de amor al prójimo. Era tan grande su amor propio que pasaba por alto lo que más
importaba: amar a Dios sobre todas las cosas y al prójimo como a sí mismo. Éste era su error y en esto consistía su ceguera: la soberbia no le permitía ver que aunque hacía algunas cosas buenas, también él era un pecador, que si bien cumplía la mayor parte de los mandamientos, no era fiel al amor a los demás. Su pecado consistía fundamentalmente en pensar que no tenía pecados, y como no reconocía su falta, no pedía perdón, y por ello volvió a su casa tal y como entró en el templo a orar. Tal vez sea ésta la razón por la que, a veces, se tiene la conciencia tan tranquila: la soberbia o el amor propio o la falta de sinceridad nos impiden reconocer que en el fondo todos tropezamos en muchas cosas (Sant 3, 2), y todos, no solamente algunos, tenemos de qué arrepentirnos.
Yo, pecador Es relativamente frecuente en el comportamiento humano una actitud relacionada con aquella otra a la que se ha hecho mención al describir la tendencia a disimular las propias faltas, que consiste precisamente en no sentirnos aludidos en cuestiones que realmente nos afectan. Así, por ejemplo, al oír predicar la palabra de Dios o cuando se rezan las oraciones del cristiano, parece como si aquello que se escucha o aquello otro que se pide tuviese más que ver con los demás que con uno mismo. ¿Cuántos, en efecto, se sienten verdaderamente culpables de repetir a Nuestra Señora: ruega por nosotros, pecadores, ahora y en la hora de nuestra muerte? Y es que aunque parezca mentira, y aunque una verdad general incluya en sí misma a todos los individuos de esa generalidad, no es lo mismo decir: «todos somos pecadores», que «yo soy un pecador». Pero es precisamente ahí, al reconocimiento personal de la propia condición de pecador, donde quiere llevarnos el Señor como lo hizo con San Pedro. Nos cuenta el Evangelio que hallándose Jesús junto al lago de Genezaret, las gentes se agolpaban alrededor de Él, ansiosas de oír la palabra de Dios. En esto vio dos barcas a la orilla del lago, cuyos pescadores habían bajado y estaban lavando las redes. Subiendo, pues, a una de ellas, que era
de Simón, le pidió que la desviase de tierra. Y sentándose dentro, predicaba desde la barca al numeroso concurso. Acabada la plática, dijo a Simón: Guía mar adentro y echad vuestras redes para pescar. Le replicó Simón: Maestro, toda la noche hemos estado fatigándonos, y nada hemos conseguido; no obstante, sobre tu palabra echaré la red. Y habiéndolo hecho, recogieron tan gran cantidad de peces, que la red se rompía. Por lo que hicieron señas a los compañeros de la otra barca, que viniesen a ayudarles. Vinieron luego y llenaron tanto las dos barcas, que faltó poco para que se hundiesen. Lo que viendo Simón Pedro, se arrojó a los pies de Jesús, diciendo: Apártate de mí, Señor, que soy un hombre pecador (Lc 5, 1-9). No es que Pedro deseara realmente que Jesús se alejase de él; nada más ajeno a su propósito, sino que había tenido una revelación, una luz de Dios, y había visto clara su situación, y por primera vez se sintió verdaderamente pecador. Comprendió de pronto el abismo que existe entre el poder de Dios y la pobreza de nuestras vidas, entre el amor con que el Señor nos ama y la ingratitud con que le correspondemos; porque el pecado es precisamente eso: la ingratitud llevada hasta el extremo de la ofensa. Resulta evidente que sin la ayuda de la gracia es imposible comprender de un modo vivo y personal ese misterio de iniquidad que es el pecado. Pedro lo entendió en un momento, Pablo tardó algo más: caminaba hacia Damasco y estaba ya cerca de la ciudad, cuando de repente le cercó de resplandor una luz del cielo y cayendo en tierra oyó una voz que le decía: Saulo, Saulo, ¿por qué me persigues? El apóstol está asombrado: ¿Quién eres tú, Señor? Todavía no se ha dado cuenta de que está hablando con Dios. Yo soy Jesús, a quien tú persigues; dura cosa es para ti dar coces contra el aguijón. Él entonces, temblando y despavorido, dijo: Señor, ¿qué quieres que yo haga? (Hechos 9, 5-6). El Señor nos busca y nos perdona individualmente, de uno en uno, por eso la justificación no se alcanza cuando se reconoce de un modo social, como ahora se dice, la existencia del pecado en el mundo, sino cuando se confiesan con humildad los pecados personales.
Eso es lo que hace San Pedro: soy un hombre pecador, y ésa es también la actitud de San Pablo: Señor, ¿qué quieres que yo haga? Mientras el hombre no se considere pecador y perseguidor de Cristo con sus pecados, y mientras no se ponga a disposición de lo que el Señor le pueda pedir en orden a su conversión personal, no se habrá planteado el problema de sus relaciones con Dios en el plano de la verdad, porque el pecador no es un simple espectador de cuanto ocurre en la Pasión del Señor, sino alguien que toma parte activa en la flagelación y en la coronación de espinas y en la crucifixión. Son los pecados de cada uno, los de los demás y los míos también, la causa del dolor y de la muerte de Cristo. Tan responsable como aquellos soldados que se burlan de Jesús y que le abofetean y le coronan de espinas soy yo, porque ellos, al fin y al cabo, no eran más que los encargados de convertir en afrenta física mis pecados y miserias. Al pensar en la Pasión del Señor se mira más la actitud de los que materialmente le golpean que al verdadero autor del castigo; nos sentimos enfrentados con aquellos hombres que no eran sino simples asalariados de nuestra maldad personal, pero no fueron ellos los causantes del sufrimiento de Cristo, sino los pecados de cada uno de nosotros los que destrozan a Jesús. Tan desfigurado estaba su rostro que no parecía ser de hombre (Is 52, 13). No hay en Él parecer, no hay hermosura que atraiga las miradas, no hay en él belleza que agrade. Despreciado, desecho de los hombres, varón de dolores, conocedor de todos los quebrantos, ante quien se vuelve el rostro, menospreciado, estimado en nada. Pero fue Él ciertamente quien tomó sobre sí nuestras enfermedades y cargó con nuestros dolores, y nosotros le tuvimos por castigado y herido por Dios y humillado. Fue traspasado por nuestras iniquidades y molido por nuestros pecados. El castigo salvador pesó sobre Él, y en sus llagas hemos sido curados (Is 53, 2-8).
Conocimiento personal del pecado: La razón
Todos tenemos de qué arrepentirnos. Pero para arrepentirse de una acción es preciso reconocer que se trata de algo que está mal hecho. Y, ¿qué significa este concepto de mal y aquel otro de bien que se le opone? ¿Existe alguna norma que nos indique dónde se encuentra el bien y en qué consiste el mal? Existe, en el fondo del corazón, una ley que descubre de un modo sencillo y elemental la bondad o la malicia de las cosas y que se manifiesta como un instinto que nos dice que al ser criaturas de Dios, a Él se le debe en exclusiva un acatamiento de adoración, de respeto y de obediencia que está por encima del que se le puede tributar a cualquier persona o cosa. Por esa ley sabemos también que se ha de respetar la vida del prójimo, su hacienda, su familia, su honor; que se debe honrar a los padres y que hay que ayudarles en sus necesidades físicas y espirituales, y que mientras todas estas cosas son buenas, aquellas otras que se les oponen, como la mentira, el robo, y la falta de piedad son males. Ésta es la principal de todas las leyes, la llamada «ley natural», que está «escrita y grabada en el corazón de cada persona por ser la misma razón humana que manda al hombre obrar el bien y le prohíbe hacer el mal» (LEÓN XIII, Enc. Libertas praestantissimum, 20-VI-1888). Todos los hombres conocen esos principios, que son inmutables y verdaderos en cualquier lugar y en todo tiempo (cfr. PÍO XII, Enc. Summi Pontificatus, 20-X-1939), porque «las obligaciones fundamentales de la ley moral están basadas en la esencia, en la naturaleza del hombre y en sus relaciones esenciales, y valen por consiguiente, en todas partes en donde éste se encuentre... De las relaciones esenciales entre el hombre y Dios, entre hombre y hombre, entre cónyuges, entre padres e hijos; de las relaciones esenciales de comunidad –en la familia, en la Iglesia, en el Estado– resulta entre otras cosas que el odio a Dios, la blasfemia, la idolatría, la defección de la verdadera fe, la negación de la fe, el perjurio, el homicidio, el falso testimonio, la calumnia, el adulterio y la fornicación, el abuso del matrimonio, el pecado solitario, el robo y la rapiña, la sustracción de lo que es necesario a la vida, la defraudación del salario justo, el acaparamiento de víveres de primera necesidad y el aumento injustificado de los precios, la bancarrota fraudulenta, las injustas maniobras de especulación, todo ello está gravemente prohibido por el divino. Legislador. No hay motivo para dudar. Cualquiera que sea la situación del individuo, no
hay más remedio que obedecer» (PÍO XII, Alocución 18-IV-1952; cfr. Decreto del Santo Oficio, 2-II-1956).
Conocimiento personal del pecado: La revelación Con la ley natural se comprende fácilmente que existe un deber que cumplir, y que si no se hace así se falta a una obligación que tenemos para con Dios. Esto constituye ya una idea bastante aproximada de lo que es el pecado. Pero aunque la razón humana sea «capaz de llegar con su fuerza y su luz al conocimiento... de la ley natural, impresa por el Creador en nuestras almas; sin embargo, no son pocos los obstáculos que impiden a nuestra razón cumplir eficaz y fructuosamente este su poder natural... »Y así sucede que, en estas cosas, los hombres fácilmente se persuaden de que es falso o dudoso lo que no quieren que sea verdadero. Por todo ello, ha de defenderse que la revelación divina es moralmente necesaria para que, aun en el estado actual del género humano, con facilidad, con certeza y sin ningún error, todos puedan conocer las verdades religiosas y morales que de por sí no se hallan fuera del alcance de la razón» (PÍO XII, Enc. Humani Generis, 12-VIII-1950). Por eso Dios no se limita a imprimir en el alma de sus criaturas la ley natural para que podamos conocer nuestros deberes fundamentales, sino que movido por su misericordia, y para que no nos equivoquemos en la interpretación de esa ley, nos dio los mandamientos, que no admiten falsas interpretaciones personales y errores porque en último término son el juicio que hace Dios de las obras de los hombres. En ellos se encuentran recogidas de un modo magistral –divino– todas las posibilidades del bien y del mal. No hay, en efecto, una sola acción humana, buena o mala, que no pueda considerarse incluida en el decálogo porque en él se tienen en cuenta tanto los deberes que tenemos para con Dios, como aquellos otros que se refieren al prójimo o a nosotros mismos. Los mandamientos juzgan de la moralidad de nuestras acciones de acuerdo con esa visión infalible de Dios, que no puede engañarse ni engañarnos, y
nos proporcionan, por consiguiente, el conocimiento imprescindible del pecado, esa realidad que se interpone entre el Señor y nosotros y que hay que evitar si no se quieren sufrir sus consecuencias en esta vida y en la futura.
La conciencia Para conocer el pecado contamos con la ley natural, que nos habla desde dentro del alma, y con los mandamientos del decálogo como expresión positiva y divina de esa misma ley. Pero es que Dios, además, nos ha dado la razón para que juzguemos por nosotros mismos acerca de la bondad o malicia de las propias acciones, y es precisamente a ese juicio personal a lo que llamamos conciencia. Tradicionalmente se la ha venido identificando como «una voz interior» que nos advierte de lo que hay que hacer porque es bueno y de lo que hay que evitar porque es malo. Y esa voz interior, la voz de la conciencia, tiene un papel casi definitivo en el desarrollo de nuestras relaciones con Dios, pues de ordinario es ella y solamente ella, la que nos advierte de modo inmediato, en el momento de actuar, de la moralidad de nuestras acciones: si son buenas o malas y por tanto, si nos hacen acreedores de un premio o de un castigo. «La conciencia es como el núcleo más íntimo y secreto del hombre. Es en ella donde se refugia con sus facultades espirituales en soledad absoluta: sólo consigo mismo, o mejor dicho, sólo consigo mismo y con Dios, cuya voz se escucha en la conciencia. En ella se decide el hombre por el bien o por el mal; en ella escoge el camino de la victoria o de la derrota. Aunque alguna vez lo quisiera, el hombre no lograría desprenderse de ella; con la conciencia, bien apruebe o desapruebe, recorrerá todo el camino de la vida; y con ella también, como testigo verdadero e incorruptible, se presentará ante el juicio de Dios» (PÍO XII, Alocución 23-III-1952). De ahí la necesidad de formarla de acuerdo con las enseñanzas divinas acerca del bien y del mal, ya que mientras permanecemos en la tierra, ella es la que nos amonesta y nos guía desde nuestro interior para conducirnos en todas nuestras acciones hacia esa meta del cielo a la que estamos
destinados por un providencial designio de la misericordia divina. Ella es la que desde lo más profundo de nuestro ser nos advierte del camino que hay que emprender o de las sendas que hay que abandonar. Por eso, ¡ay de aquellos que por negligencia o por abandono descuiden la formación de su conciencia!, porque se encontrarán conducidos por un ciego que no sabe por dónde va y si un ciego guía a otro ciego, ambos caerán en la fosa (Mt 15, 14; cfr. JUAN PABLO II, Exhort. Apost. Reconcilación y Penitencia, n. 18) y no podrán culpar a nadie más que a sí mismos de semejante ruina. Tal vez pueda parecer desproporcionado el calificativo de «tremenda», pero así es la responsabilidad de la propia conciencia. Con demasiada frecuencia se habla de los condicionamientos de la libertad humana, de la influencia de las pasiones y del ambiente, pero cuando se considera serenamente esa capacidad personal de hacer o de dejar de hacer el bien, no puede menos de reconocerse que Dios respeta absolutamente la libertad de sus criaturas: podemos pecar o alabar a Dios y esto sin que nada se interponga en nuestras decisiones. El hombre es, en definitiva, el único responsable de sus propias obras; y quien le conduce, le avisa y advierte acerca de la naturaleza moral de sus acciones no es otra que la conciencia, sobre la que descansa en último término la responsabilidad de acertar en una elección entre el bien y el mal que no hay más remedio que hacer en virtud de la libertad interior con que Dios nos ha creado.
Necesidad de actuar en conciencia La conciencia es «el juicio sobre la rectitud, sobre la moralidad de nuestros actos» (PÍO XII, Alocución 23-III-1952), por eso la moral cristiana afirma que es la regla próxima e inmediata de nuestras acciones. Es decir, que si bien podemos contar con la gracia de Dios en el ejercicio de toda actividad, a través de las inspiraciones del Espíritu Santo, eso no significa en modo alguno que el Señor vaya a hacer un milagro para iluminarnos, que se nos vaya a aparecer o que nos susurre unas palabras al oído, sino que somos nosotros mismos los que hemos de juzgar las propias obras en el interior de la conciencia y que es ella la que ha de decirnos si se trata de algo bueno o de algo malo.
La conciencia nos indica el camino a seguir y dicta con tal fuerza su norma que el hombre «está obligado a seguirla fielmente en toda su actividad para llegar a Dios» (CONC. VAT. II, Decl. Dignitatis humanae, n. 3). Por eso, la Iglesia en sus declaraciones llega todavía más lejos, pues afirma claramente que a nadie «se le puede impedir que actúe de acuerdo con ella» (Ibídem), y esto se debe a que existe una verdadera obligación moral de seguir sus dictados, de tal manera que «el que actúa contra conciencia está fuera del recto camino» (PABLO VI, Alocución 13-II-1969), y por tanto incurre en pecado. Tal vez con un ejemplo se entienda mejor: el que cree que el Jueves Santo es día de precepto y no asiste a la Santa Misa peca gravemente. Esto es así, no porque ese día sea fiesta de guardar –que no lo es–, sino porque no le ha importado cometer un pecado mortal del que le advertía la conciencia; y con su actitud manifiesta un evidente desprecio del primer mandamiento de la Santa Madre Iglesia, con la consiguiente ofensa a Dios. Se habla pues, con razón, de la necesidad de actuar en conciencia, y de la hombría de bien y de la autenticidad que supone seguir sus dictados, pero, a menudo, estos conceptos de necesidad y de autenticidad aparecen desligados de otros con los que no se puede dejar de contar sin que los primeros pierdan su verdadero sentido y razón de ser. Efectivamente, hay que ser consecuentes con las propias ideas, o si se quiere decir de otro modo con la propia manera de pensar. Pero para ser verdaderamente fieles a nosotros mismos, en primer lugar hay que serlo con nuestra condición de hijos de Dios dotados de naturaleza racional; y esto supone el reconocimiento de la obligación que existe de que ese modo de pensar sea recto y honrado, es decir, que esté de acuerdo con lo que dicta la razón iluminada por la fe y no por otros motivos, como podrían ser la sensualidad, el egoísmo, la pereza o el excesivo apego al propio juicio, porque en semejante situación no se escucharía la voz de la conciencia, sino el vocerío de las pasiones que nos invitan al desorden y al pecado (cfr. CONC. VAT. II, Const. Past. Gaudium et Spes, n. 16).
Honradez cristiana de la conciencia
Un cristiano no puede hablar de honradez de la conciencia si no ha tenido la preocupación de formarla a la luz de los preceptos divinos. Y se dice esto porque es relativamente frecuente acudir a la propia conciencia –a lo que cada uno piensa, opina o cree–, como si ésta fuese la norma suprema de moralidad, el árbitro definitivo del bien y del mal, olvidando que su misión no es la de dictar leyes morales, sino la de interpretarlas en los casos concretos para juzgar acerca de su conformidad o disconformidad con la Ley de Dios. Ciertamente la conciencia con su voz es la que nos guía mientras permanecemos aquí en la tierra, pero su función no es la del legislador, sino la del juez, que debe limitarse a la aplicación correcta de una ley que está por encima de él. De ahí que tenga tanta importancia su formación, que al fin y al cabo no consiste en otra cosa que en el perfecto conocimiento de nuestros deberes para con Dios. El cristiano, en consecuencia, debe esforzarse en formar su conciencia y en ordenar su conducta a la luz de los mandamientos. Esto significa que no se conformará con el simple asentimiento a la verdad moral revelada por Dios en el decálogo, que no se contentará con creer en el fondo de su corazón que ése es el único camino de la salvación, sino que procurará con todas sus fuerzas poner de acuerdo con ella no sólo su inteligencia, sino también su voluntad: su vida entera. Su inteligencia, porque hará cuanto esté de su parte para llegar a un conocimiento más profundo de la ley de Dios; en ella se mirará y allí encontrará la luz que ilumine su camino en la tierra. y su voluntad, porque con ella se esmerará en conseguir una más perfecta identificación de sus obras con lo que cree. Sería una deformación lamentable separar la fe de la vida como si se tratase de realidades diferentes que nada tienen que ver entre sí. Ser cristiano es creer en Cristo, y el que cree en Cristo cree en su palabra, que es principio de un nuevo estilo de vida, porque ¿de qué servirá, hermanos míos, el que uno diga tener fe, si no tiene obras? (Sant 2, 14). El mismo Jesucristo nos enseña la estrecha relación que hay entre la doctrina y la vida cuando nos dice: si entendéis estas cosas seréis dichosos al hacerlas (Jn 13, 17), porque la fe cuando es auténtica se traduce
necesariamente en «una vida cristiana plena, profunda, fuerte, sólida, alimentada por la doctrina y los sacramentos de Cristo, mantenida por la oración y la meditación, sostenida en lucha generosa contra cuanto pudiera contradecirla, ofenderla o debilitarla» (PÍO XII, Alocución 12-IV-1941).
Formación de la conciencia La obligación de adquirir la ciencia debida, de formarse según los principios de la doctrina católica es grave. Todos tenemos el deber de conocer la ley moral, por lo menos en sus normas fundamentales, pero la extensión y la profundidad de ese conocimiento depende de muchas circunstancias; no es lo mismo el trabajo de un sacerdote o de un abogado, que a menudo se encuentran con profundos e intricados problemas, que el de las otras profesiones, que apenas si presentan dificultades de índole moral. Sin embargo, unos y otros deben poseer la necesaria formación de la conciencia para no incurrir en el error; es preciso llegar a tal grado de conocimiento en lo que Dios nos ha dicho respecto al pecado, que estemos en condiciones de desarrollar cualquier actividad profesional, familiar o social, cualquiera de nuestras obras, sin peligro de ofenderle, porque «el deber fundamental del hombre es, sin duda alguna, orientar hacia Dios su persona y su propia vida» (PÍO XII, Enc. Mediator Dei, 20-XII-1947). Para adquirir esa ciencia del bien y del mal no debemos esperar gracias especiales porque la formación de la conciencia está al alcance de cualquiera y puede conseguirse sin necesidad de emplear medios extraordinarios; en realidad basta con tener la preocupación, y en consecuencia poner los medios convenientes, de evitar la ignorancia en materia tan importante como es la conducta moral. En esto, lo mismo que en tantas otras cosas de la vida, para andar seguros, convendrá empezar por los principios. Nos vendrá muy bien repasar el Catecismo porque allí se encuentran expuestas de un modo sistemático y con gran claridad las líneas maestras que deben orientar la vida moral de un
hijo de Dios; las verdades que hemos de creer, los mandamientos que hemos de cumplir y los sacramentos que se han de recibir para llegar a comportarse como verdaderos cristianos, y continuar después profundizando, más y más, en el conocimiento de la moral católica mediante el estudio o la lectura de otros libros que nos podrá aconsejar un confesor de buen criterio. Resulta sorprendente la falta de formación que puede descubrirse en personas que en el terreno profesional destacan por su prestigio, pero que en el campo de la moral se encuentran desorientadas, cuando la respuesta a sus problemas podría encontrarse en cualquier manual. En otras ocasiones estos problemas desbordan la propia capacidad y en estos casos se impone la consulta con un experto en la materia, con un verdadero maestro, pero siempre serán la excepción. Dios no nos pide que seamos especialistas, pero sí que estemos en condiciones de responder a los pequeños o grandes problemas morales que se plantean en nuestra vida ordinaria con una conducta personal siempre de acuerdo con la ley divina. Hay veces, sin embargo, en las que no se puede adquirir el conocimiento moral en todos sus detalles; por eso, la moral católica distingue entre ignorancia vencible e invencible. La vencible no nos excusa delante de Dios porque cuando una persona es culpable de su ignorancia no sólo se hace responsable de ella, sino también de los pecados cometidos a consecuencia de la misma. No se podría decir lo mismo en el caso de la ignorancia invencible, que es aquella de la que no se puede salir, bien porque ni siquiera se advierte, o porque se ha intentado inútilmente desvanecerla con el estudio y con la consulta a personas competentes; porque en este supuesto se trataría de una falta de conocimiento absolutamente involuntaria que, por lo tanto, suprime toda la responsabilidad moral. Recuérdese, a pesar de todo, que «si no rara vez ocurre que la conciencia yerre por ignorancia invencible..., no puede afirmarse lo mismo cuando el hombre se despreocupa de buscar la verdad y el bien y la conciencia se va entenebreciendo progresivamente por el hábito del pecado» (CONC. VAT. II, Const. Past. Gaudium et Spes, n. 16).
La opinión de los demás Por ser criaturas de Dios, por haber sido redimidos con la Sangre de Cristo, no debemos hacer de la vida moral un juego de opiniones más o menos acertadas, sino procurar, por todos los medios a nuestro alcance, conseguir la debida formación de la conciencia, de modo que ésta no sea otra cosa que un eco fidelísimo de las normas dadas por Dios para juzgar acerca del bien y del mal. Carecen de la debida formación y en consecuencia se equivocan los que toman por norma de conducta el modo de actuar de la mayoría, como si la mayoría estuviese en condiciones de dictar normas de moral que regulen nuestras relaciones con Dios. Así, en el mundo de los negocios hay quienes piensan que lo que hace la mayoría, por el mero hecho de que «todos lo hacen», es algo lícito. El razonamiento es muy sencillo: «si todos roban, yo también puedo hacerlo». Y no digamos en materia de castidad, en la que tanto influye el mal ejemplo, que lleva a muchos a creer que lo que se ve en la calle, en el cine, en la televisión o en la prensa diaria y en las revistas, es una norma de lo permitido, y con ese modo de pensar tan simple, justifican su mala conducta personal. No, no es la mayoría la que hace la ley moral, y las opiniones que se fundamentan en «lo que se hace» o «lo que se dice» no son reglas de nada, porque no es a los demás a los que hemos de rendir cuentas de nuestras obras, sino a Dios, que nos ha creado y que al hacerse hombre ha muerto por nosotros en una Cruz para redimirnos del pecado. Por eso es tan importante no dejarse llevar por la opinión de la mayoría, cuando esa opinión no está de acuerdo con la norma suprema de la vida humana que «es la misma ley divina, eterna, objetiva y universal, por medio de la cual Dios, en su designio de sabiduría y amor, ordena, dirige, y gobierna el universo y los caminos de la sociedad humana» (CONC. VAT. II, Decl. Dignitatis humanae, n. 3).
La propia opinión
Si se desea que las relaciones con Dios se establezcan en el plano de la verdad y que no se conviertan en un puro formalismo, es preciso acudir a la Revelación para saber qué es lo que Dios desea de nosotros y cómo quiere que nos comportemos, porque ocurre con frecuencia que se toman como normas de conducta las propias o las ajenas opiniones, con olvido de la verdad y de la certeza que encierran los juicios divinos (cfr. Hechos 16, 7), sin tener en cuenta que a un cristiano nada le debe importar lo que los demás e incluso él mismo puedan suponer por su cuenta, pues ese modo de pensar y de creer no afecta lo más mínimo al juicio de Dios. A este respecto, San Pablo ni siquiera se conforma con la tranquilidad que le proporciona la propia conciencia, porque sabe que en último término no es ella quien le va a juzgar, sino Dios. Por eso, cuando trata este punto en su primera epístola a los de Corinto, sus palabras son una expresión clara de lo que piensa: Por lo que a mí toca, muy poco se me da el ser juzgado por vosotros, o en cualquier juicio humano, pues ni aun yo me atrevo a juzgar de mí mismo: porque si bien no me remuerde la conciencia de cosa alguna, no por eso me tengo por justificado; pues el que me juzga es el Señor (1 Cor 4, 3-5). Y no es que la doctrina cristiana dude del valor indicativo de la conciencia, sino que lo admite solamente en la medida en que es un reflejo, un eco fiel, de la palabra de Dios. Tal vez alguno pensará que esta observación está fuera de lugar, pero no es así, porque desgraciadamente hay quienes no admiten otra ley que su propia opinión, olvidando que el hombre no hace la ley moral, sino que la recibe de Dios. El que sube a un tren con la opinión personal segurísima de que le conducirá a un determinado lugar no debe extrañarse si al fin del viaje ha llegado a otro, porque el tren va donde tiene que ir, con independencia de lo que piense el viajero; y la culpa no se le puede echar al maquinista, que se limita a cumplir con su obligación, sino al pasajero, que no se tomó la molestia de informarse convenientemente. Sólo se puede confiar en la propia conciencia en la medida en que lo que ella nos dicta coincide exactamente con lo que Dios dice, con la verdad moral revelada. Se equivocan, por tanto, los que toman la propia conciencia como si fuese la voz definitiva, como si a ella, solamente a ella se hubiese de atender en
asunto de tanta trascendencia. Cierto que a la hora de actuar hay que escucharla, pero para que la voz de la conciencia tenga valor imperativo, es decir, para que se le deba hacer caso, es preciso que se trate de una conciencia que no procede a su capricho, sino que se ajusta a la ley divina y es dócil al Magisterio de la Iglesia que interpreta auténticamente esa ley a la luz del Evangelio. En conclusión: es erróneo apelar al «sagrario inviolable de la conciencia» para evitar de este modo el deber de ajustarse a las verdaderas normas de conducta, que quizá ignoramos y deberíamos aprender. Por eso, decir «yo me atengo a mi conciencia» como dando a entender que es ella únicamente la que debe ser oída, equivale a renunciar voluntariamente a cualquier luz que pueda venirnos desde fuera; y quien actuase así, por soberbia, dejaría de oír la voz de Dios, que en definitiva es el único que no puede equivocarse, no encontraría el camino de la salvación y se le podrían aplicar con toda justicia las palabras del Señor: ¿De qué le sirve al hombre ganar el mundo entero si pierde su alma? (Mt 16, 26).
II. EL PECADO ¿Qué es el pecado? El pecado es una realidad; se presenta como un hecho que no necesita demostración y negarlo significaría estar ciego para la vida e ignorar el testimonio de la propia conciencia, que nos habla de las fuerzas interiores que nos impulsan al mal. El pecado es un hecho, ¿pero cuál es su esencia? «Aun cuando tengamos que contar con su realidad, no se trata de nada positivo. Es el “no” más categórico para todo lo que es Dios y de Él depende. Ha surgido de un “no” a Dios cuando los ángeles se rebelaron contra Él. Después de la caída al abismo de distancia de Dios que llamamos infierno, los ángeles rebeldes han hecho del “no” la característica fundamental de su esencia y esta actitud sigue existiendo todavía hoy y no cambiará en toda la eternidad. »Con este “no” el diablo sedujo a Adán y a Eva que, en el Paraíso, llevaban una vida de unión con Dios, unión que más tarde alcanzaría una perfección mucho más grande. Fue entonces, cuando la serpiente les obcecó: eritis sicut dii, seréis como dioses (Gén 3, 5). ¡Ser como Dios! ¡No tener que someterse a Dios, y ser uno mismo el Señor! Entonces dijeron los hombres a Dios el primer “no” que se oyó en la lengua humana. Y desde el momento en que este “no” sonó en el mundo, un siglo lo trasmite al siguiente y así hasta nuestros días. »El gran cambio lo trajo Cristo. Él volvió a decir “sí” a Dios y lo dijo con una incondicionalidad conmovedora, hasta la muerte y “muerte de Cruz” (Filp 2, 8). Con este “sí” nos trajo la salvación y la salvación será nuestro fruto si repetimos su “sí”. »El hombre es como un planeta. El planeta tiene que girar alrededor del sol. La obligación de girar pertenece a su esencia. Si el planeta tuviese voluntad libre, podría abandonar su órbita y desviar su trayectoria hacia cualquier
punto del espacio. Esto es lo tentador del pecado, su independencia. Pero sin duda, la independencia es para el hombre lo que sería para el planeta si pudiera librarse de su órbita. Naturalmente, el girar significa una obligación para él, pero también significa Luz. Mientras gire alrededor del sol recibe de éste la luz que le vivifica y calienta. Pero lejos, en el espacio universal hacia donde su libertad le impulsa, reina el frío y la noche. »Esto lo experimenta también el hombre que se aparta de Dios. La humanidad moderna, cuyas características son el alejamiento de Dios y el aprecio de este mundo, permanece en una obscuridad sin salida, por lo mismo que se ha alejado de la causa original de toda existencia. Obscuras están ahora las almas de los hombres, obscura es toda su convivencia. Mientras los hombres creían en Dios pudieron ser hermanos. Pero ahora, apartados de Dios y dedicados a este mundo ha surgido la especie de los envidiosos, de los que encarnizadamente luchan por lo material» (BIRNGRUBER, S., La moral del seglar, Madrid, 1963, p. 87). El pecado se define como «la ofensa que se le hace al Señor al anteponer nuestra voluntad a la suya y quebrantar de este modo el derecho que tiene a nuestra sumisión» (TANQUEREY, Teología ascética y mística, Roma, 1960, p. 466). Claro que a los que pretenden desconocer su condición de criaturas, la palabra sumisión les podrá parecer humillante, pero este juicio no deja de ser fruto de la ignorancia o de la malicia, que les impide reconocer la realidad de la creación y en consecuencia de nuestra dependencia absoluta de Dios. Es condición esencial para el reconocimiento del pecado, la previa aceptación de un Dios creador. Quien no se coloque ante Dios como Supremo Hacedor, difícilmente aceptará la realidad del pecado, ya que éste supone la negación práctica de esa sumisión que en estricta justicia se le debe como autor y conservador de nuestro ser. Es en la creación y posteriormente en la Redención, donde tienen su origen nuestros deberes personales para con Dios. A partir de esos momentos estamos en deuda con Él, que nos da el ser natural y ese otro ser sobrenatural que nace en nosotros mediante la infusión de la gracia santificante; todo se lo debemos a Dios y en consecuencia nos corresponde una sumisión que al no ser aceptada constituye una lesión del derecho que tiene sobre nosotros.
El amor de Dios El pecado se define como «la transgresión voluntaria de la Ley de Dios». Esta definición viene a afirmar que Dios tiene unos derechos que el hombre no puede negarle sin ofenderle, pero tiene el inconveniente de presentar en un primer plano la faceta jurídica. Quizá se deba a que resulta muy difícil encerrar en unas cuantas palabras algo tan rico en contenido como son las relaciones con Dios, dificultad que se acrecienta por el hecho de limitarse a contemplarlas desde el punto de vista de la ofensa. Sin embargo, y en cualquier caso, supondría una auténtica falta de sentido común y de sentido sobrenatural y una verdadera injusticia con el Señor estimar la Ley divina, los mandamientos del Decálogo como una imposición arbitraria. Hay quienes aceptan la Ley de Dios como algo que nos viene impuesto, forzado, a su entender, por la Omnipotencia divina, que marca el camino a seguir bajo la amenaza del castigo. Este concepto de la Ley de Dios no responde a la realidad, aunque llenos de buena voluntad lo hubiésemos aceptado como tal desde nuestra primera infancia. Los mandamientos no son un capricho de nuestro Creador, sino la expresión de un amor cuidadoso que desea encauzarnos por la senda de la salvación porque Dios quiere que todos los hombres se salven (cfr. 1 Tim 2, 4), y por eso manda a su Hijo Jesucristo para salvar a los pecadores (cfr. 1 Tim 1, 15). De la misma manera que a nadie se le ocurre pensar que una madre sea mala o caprichosa porque advierte a sus hijos del peligro que corren o porque les señala el mal que les puede dañar o porque desea para ellos el mayor bien y la mayor felicidad, nadie puede tampoco pensar que los mandamientos sean otra cosa que el cuidado paternal que Dios tiene con nosotros, que le lleva a comunicarnos esa ciencia divina del bien y del mal para que sin errores y con toda seguridad podamos alcanzar el Cielo. Ésta es la perspectiva desde la que se deben contemplar el amor a Dios y su negación que es el pecado. De este modo ya no se verá a Dios
exclusivamente como el autor de la Ley, sino más bien con esa otra visión más real y más completa en la que aparece como verdaderamente es: un Padre amoroso que respeta la legítima autonomía de las personas y de las cosas y las dirige con su luz y con su afecto hacia su verdadero fin. Quizá se pueda decir que no todos los cristianos poseen esa visión profunda del amor de Dios y del pecado y de los mandamientos, pero esto no indica otra cosa que una falta de la debida formación religiosa. Resulta contradictorio que muchos se afanen en adquirir una mayor capacitación profesional y un mayor prestigio social, con no pocos esfuerzos, y que carezcan después del oportuno conocimiento de Dios, tan necesario para mantener viva la fe como principio de sus relaciones con Él.
El autor del pecado El pecado es algo atribuible al hombre y solamente a él. Es un mal sin atenuantes. Solamente en el caso de que Dios colaborase con el pecado se podría encontrar un resquicio que permitiese disminuir la responsabilidad personal en que se incurre al cometerlo. Pero no es así; jamás se podrá hablar de colaboración entre Dios y el pecado, entre el Bien y el mal. El pecado es una acción concreta pero desordenada, es decir, privada de su ordenación a la norma (Ley divina) y el único autor de ese desorden es el hombre, causa de la deficiencia de la gracia (S. TOMÁS, Suma Teológica, 1-2 q. 112 a. 3 ad 2). Santo Tomás se vale de un ejemplo para explicarlo: la cojera –dice el santo– es una marcha desordenada, y todo lo que hay de positivo en ella procede de los centros locomotores, y todo lo que hay de desviación proviene de la tibia doblada, defecto que sólo puede atribuírsele a ella (Ibídem, q. 79 a. 2). El amo, prosigue en otro lugar, no podrá tenerse por responsable de lo que hace el criado contra su orden, e igualmente el pecado que el libre arbitrio comete contra el precepto divino, no podrá remontarse a Dios como a su causa (Ibídem, q. 1 ad 3). «En el pecado hay dos elementos: material y formal. Lo material no es sino el ejercicio natural de nuestras facultades, y Dios concurre a él como a todos nuestros actos. Este concurso es de toda necesidad, pues si Dios nos
lo negara, quedaríamos reducidos a la impotencia, y habiendo juzgado conveniente otorgarnos la libertad, prácticamente nos la negaría. »Sin embargo, el mérito o la falta es lo formal del acto, y en el pecado, lo formal es el “defecto voluntario” de la conformidad del acto con la voluntad de Dios. Este defecto no es un acto, es más bien su ausencia, y Dios no concurre a él, al contrario, lo prohíbe y ha señalado preceptos y ha hecho promesas y amenazas. Ofrece su gracia, solicita al alma para conducirla a su deber; ha hecho, pues, todo para impedir el pecado, pero no quiere llegar al extremo de violentar la libertad. »A pesar de todo lo hecho por Dios, el hombre, abusando de su libre albedrío no ha adaptado su voluntad a la de Dios; Dios, por lo tanto, no ha prestado su concurso sino a lo material del acto. »No hay cooperación al pecado, considerado como tal; lo ha permitido en cuanto que no lo ha impedido por medio de la violencia, sin que esta permisión sea un autorización, pues Él detesta la falta y se reserva el castigarla en tiempo oportuno. Mas entretanto, cabe en sus designios hacer servir el mal para el bien de sus elegidos, utilizando para esto la debilidad y la malicia de los hombres, sus faltas, hasta las más repugnantes. No de otra suerte se muestra un padre que queriendo corregir a su hijo toma la primera vara que le viene a la mano y después la arroja al fuego» (LEHODEY, V., El santo abandono, Barcelona 1968, pp. 160-161). El pecador, de ordinario, y salvo en los casos de ignorancia invencible, conoce la Ley de Dios, y la malicia del pecado, sus terribles consecuencias y el castigo que le corresponde por él, pero ha tapado sus oídos y cerrado sus ojos (Mt 13, 14), y prefiere prescindir de ese conocimiento para poder actuar con mayor tranquilidad de conciencia en la búsqueda de la satisfacción personal, de su orgullo, de su vanidad, de su pereza, de su sensualidad o de su egoísmo. El pecado resulta inconcebible a la luz de la fe y de la recta razón, y sin embargo es una realidad, un no libre y consciente a la divina voluntad salvífica con el que se escoge libremente el camino que lleva a la pérdida del mayor bien que es Dios.
Las condiciones del pecado Algunos creen que para pecar se necesita una maldad especial y que solamente se comete un pecado en el caso de que se haga movido por el odio a Dios, pero se equivocan los que piensan así. Para cometer un pecado no es necesario hacerlo con la intención concreta de enfrentarse con el Señor, en realidad el pecado es la desobediencia voluntaria a la Ley de Dios, y para caer en él es suficiente conocer esa Ley y no cumplirla. Esto significa que el pecado no es una sorpresa con la que nos encontramos de pronto, como con algo llovido del cielo, sino que para que éste exista realmente, hace falta que se cumplan tres condiciones: 1) que algo sea malo, o que se crea así (pensamiento, palabra, deseo, obra u omisión); 2) darse cuenta de que aquello está mal; 3) que se haga a sabiendas o se decida cometer libremente. Estas circunstancias se llaman, respectivamente: materia, advertencia y consentimiento y, una vez que se dan las tres, ahí existe un pecado personal, porque se ha querido algo malo, a pesar de conocer su malicia. Y no se diga que si las cosas son así, mejor sería desconocer la Ley de Dios; en ese caso la ignorancia sería culpable y los que actuaran cerrando así los ojos se harían responsables por su falta de conocimiento debido. Se les podrían aplicar las palabras de Jesucristo: Este pueblo ha endurecido su corazón, y ha tapado sus oídos, y cerrado sus ojos; a fin de no ver con ellos, ni oír con los oídos, ni comprender con el corazón, por miedo de que, convirtiéndose, yo le dé la salvación (Ibídem).
La gravedad el pecado Se nace con una serie de disposiciones naturales, y después, al ser bautizados se reciben, junto con la gracia santificante, la fe, la esperanza y la caridad, que nos capacitarán para la vida sobrenatural. Pero las virtudes, tanto las naturales como las sobrenaturales, solamente son el principio y los medios para lo que hay que conseguir con el esfuerzo personal y la ayuda de Dios. Y esto significa que para comprender la gravedad del pecado es
preciso contemplar primero la grandeza del amor con que Dios nos ama a la luz que las virtudes sobrenaturales proyectan en nuestra vida. Desde la eternidad, Dios pensaba en nosotros; en aquel entonces no éramos más que un pensamiento en la mente divina, pero ese pensamiento lo amó Dios tanto, con tanta intensidad, que le dio la vida. Y es que el amor que Dios nos tiene es tan grande, que fue capaz de hacer lo que ninguno de nosotros puede. En efecto: cuando se tiene un deseo, cuando se quiere algo que todavía no existe, por grande que sea nuestro afán, nos hemos de conformar con la esperanza de que aquello sea realidad algún día. Pero en Dios todo esto es diferente: cuando Dios ama, lo hace con tal fuerza que da la vida. Ésta es la explicación de nuestra existencia: el amor con que Dios nos ama. El único capaz en su grandeza de hacer que lo que todavía no es más que un pensamiento llegue a existir realmente. Y Dios nos hizo para Él, a su imagen y semejanza (cfr. Gén 1, 26), para que al conocerle y amarle pudiéramos ser felices, para siempre, a su lado en la eternidad, con una felicidad indescriptible que el Apóstol sólo sabe balbucear: Ni ojo vio, ni oído oyó, ni pasaron al hombre por el pensamiento las cosas que Dios tiene preparadas para aquellos que le aman (1 Cor 2, 9). Dios nos creó inmortales, llenos de gracia y de dones, y al desobedecer en el Paraíso perdimos la inmortalidad del cuerpo y la gracia del alma. Pero no por eso dejó de amarnos, y quiso que el hombre que había pecado fuese también el que reparase el daño. Ahora bien, aquello resultaba imposible, porque después del pecado original éramos incapaces con nuestras propias fuerzas de restablecer el orden primitivo. Y fue entonces cuando el Hijo de Dios se hizo hombre en las entrañas de la Virgen María, para pasar por todas las penalidades y el trabajo y la muerte por las que pasan las criaturas, a fin de ser Él quien pagase la deuda contraída por el pecado. Y por eso murió en una Cruz, perdonando y ofreciendo su vida al Padre como sacrificio propiciatorio por los pecados de todos los hombres. ¿Qué es el pecado? Pues el desprecio de todo eso. El olvido del amor con que Dios nos creó, el olvido del amor con que nos mantiene en la existencia, el olvido de la Encarnación del Hijo de Dios, el olvido de sus años de trabajo, el olvido de su vida escondida y de su obediencia a José y a María durante tantos años, el olvido de su Pasión y de su muerte en la Cruz.
El pecado se descubre con claridad al alma que ha sido capaz de recibir en la humildad del entendimiento la luz de la fe y, por ello, de creer en la infinita bondad del Creador y en su infinita misericordia en la Redención. Sólo hay un camino para penetrar en el misterio, el que se nos abre en el Evangelio: pensemos en Jesucristo, es verdaderamente Dios. Con su palabra resucita a los muertos, da luz a los ciegos y sana toda enfermedad. Le basta desearlo para que caigan por tierra los que se acercan a prenderle, y sin embargo, se deja traicionar, prender, juzgar y condenar. Le abofetean, le coronan de espinas, se burlan de Él, le calumnian y por último le crucifican. Y es a Dios a quien los hombres tratan así; vino a salvarnos y le condenamos a muerte, y todo ello por el pecado. Por eso resulta tan difícil, por no decir imposible, que los que no tienen fe puedan hacerse una idea de lo que es: una rebelión contra el Creador, y un olvido personal del amor con que nos creó y nos redimió.
La malicia del pecado Hay quienes no comprenden la malicia que encierra el pecado porque no miran a Dios, sino que se miran a sí mismos, y actúan como si una falta fuese más o menos grave según la impresión mayor o menor que les produce personalmente, olvidando que la magnitud de la ofensa a Dios no depende de lo mucho o de lo poco que nos repugne una falta, sino de lo mucho o de lo poco que nos aparte del Señor. El que no asiste a Misa en fiesta de guardar, es fácil que se retire a descansar, al fin de la jornada, con la preocupación de haber ofendido a Dios, pero si se acostumbra a hacerlo con frecuencia, la conciencia no le acusará con la fuerza de la primera vez, y sin embargo, a pesar de su falta de remordimientos, no por eso su pecado deja de ser grave. Tampoco debe olvidarse que la aparente pasividad de Dios ante los pecados actuales de los hombres no puede interpretarse como un consentimiento tácito de la conducta desordenada, porque es el mismo Jesús quien nos dice que hasta de cualquier palabra ociosa que hablaren los hombres, han de dar cuenta en el día del juicio (Mt 12, 13).
El pecado es un mal permitido por Dios, y nótese que se dice permitido porque Dios no lo quiere, lo tolera, como una rebelión, como una ofensa que no puede querer de ninguna manera. En este sentido es luminosa la parábola del trigo y la cizaña en la que se ve cómo hasta el momento de la muerte pueden convivir el justo y el pecador, la gracia y el pecado (cfr. Mt 13, 24-30). Evidentemente, Dios podría reprimir el pecado y aniquilarlo en su raíces, pero también puede, si decide respetar la resistencia de nuestra voluntad, dejar que se produzca y se desarrollen sus consecuencia en el mundo. Pero esto no significa que sea aceptado ni consentido ni siquiera como la condición de un bien pretendido por Él. «Hay ciertamente algún bien misterioso cuyo envés es el pecado, pudiendo dicho bien aportar cosas magníficas: la caída del primer Adán provoca la redención del Segundo Adán. “O felix culpa”. Pero estimar que Dios quiere el pecado en orden a la redención sería caer en la blasfemia hegeliana de un Dios, inmanente tanto al mal como al bien, que quiere indefinidamente el uno por el otro. Sólo la voluntad humana podía engendrar el pecado, y sólo la voluntad divina podía obtener la redención. Es cierto, sin embargo, que jamás habría Dios decidido permitir al hombre dirigirse libremente contra Él, si no hubiese podido ordenar a la magnificencia de la redención una catástrofe que le era metafísicamente imposible de querer» (JOURNET, El mal, Madrid, 1965, pp. 135-136). En resumen: el pecado siempre ofende a Dios, y no hay ninguna razón válida para sentirse libres de culpa por el simple hecho de la falta de remordimientos en la conciencia, ni tampoco por ese otro hecho de la pasividad actual de la Justicia divina. Y esto porque la malicia del pecado no se mide por lo poco o por lo mucho que nos conmueva interior o exteriormente, ni tampoco por la imposición más o menos inmediata del castigo, reservado de ordinario a la otra vida. Para reconocer la gravedad de una falta, en primer lugar hay que atender a lo que Dios nos dice de ella, a sabiendas de que la impresión que nos produzca no es la medida de su maldad. Por tanto debemos estar alertas para que, aunque no sintamos el pecado y sus consecuencias en la propia carne y como algo personal, no nos dejemos llevar por este modo sensible
de entender las relaciones con Dios, concluyendo que aquello no tiene importancia o que la tiene menor. Así, poco a poco, se deforma la conciencia y se agranda la distancia que nos separa del Único que verdaderamente puede hacernos felices.
Pecado personal y pecado social Debe haber alguna razón que seguramente encontrará su raíz en el pecado original, por la que, a la hora de buscar un culpable, miremos a nuestro alrededor en lugar de hacer como los santos, que antes de nada miran a su conciencia. Es condición humana disculparse o encontrar alguien o algo sobre quien poder descargar las propias responsabilidades, y quizá por eso se hable tanto de pecado social o de pecados sociales, como si ellos fuesen la causa del mal que se encuentra en los hombres y en el ambiente. No cabe duda de que los factores ambientales y la propia condición humana, con tantas tendencias y con las inclinaciones que ha dejado en nosotros el pecado original, pueden influir en nuestra conducta hasta el punto de ser, en muchas ocasiones, el origen de nuestras tentaciones. Pero pasar de ahí a afirmar que esos son los verdaderos pecados y a acusar a la sociedad o a las estructuras o a los sistemas como si sobre ellos debieran recaer nuestras faltas, para así quedar libres de culpa, media un abismo. «Es una verdad de fe, confirmada también por la experiencia humana y por nuestra razón, que la persona humana es libre» (JUAN PABLO II, Exhort. Reconciliatio et Poenitentia, n. 16), y por lo tanto no podemos echar sobre unos hombros tan poco firmes y tan etéreos como son la sociedad o las estructuras o las instituciones las propias culpas, porque «las verdaderas responsabilidades son de las personas» (ibíd.), que quizá estén al frente de esas sociedades, estructuras o instituciones, y son ellas precisamente quienes han de rendir cuentas de sus actos. Sólo podemos hablar de pecado social «en cuanto el pecado de cada uno repercute en cierta manera en los demás» (ibíd.) y hace daño a la Iglesia o a la familia humana (cfr. ibíd.) y esto incluso llevándolo hasta su máxima
expresión; a las relaciones entre pueblos y naciones. En resumen: que es demasiado simplista y cómodo hablar de pecado social para disculpar lo que no son más que pecados personales.
El pecado mortal Todos los pecados no tienen la misma importancia. Si se quiere comprender de alguna manera la distinta gravedad que encierran es preciso acudir a la palabra de Dios «que no puede engañarse ni engañarnos». Así tendremos ideas claras en materia de tanta trascendencia. Jesucristo habla de unos pecados que son más graves que otros (cfr. Jn 19, 11), y cuando se le acerca un hombre para preguntarle ¿qué he de hacer para conseguir la vida eterna?, le pone como condición para entrar en el reino de los cielos la guarda de ese Decálogo divino que un día le fue dado a Moisés en el monte Sinaí: Si quieres entrar en la vida, le dice, guarda los mandamientos. Dijo él: ¿Qué mandamientos? Respondió Jesús: no matarás, no levantarás falso testimonio, honra a tu padre y a tu madre, y ama a tu prójimo como a ti mismo (Mt 19, 16-20). Sin este cumplimiento es imposible el premio, porque hay pecados que acarrean la muerte (1 Jn 5, 17), que nos hacen acreedores de las penas del infierno, como nos atestigua el mismo Jesucristo al describirnos el juicio final y su sentencia, con terribles palabras que nunca dejan de impresionar: Apartaos de mí, malditos, al fuego eterno (Mt 25, 41). El pecado mortal se define como «una desobediencia voluntaria a la Ley de Dios en materia grave, con plena advertencia y perfecto conocimiento», y se llama mortal «porque priva al alma de la vida de la gracia y la hace merecedora de las penas del infierno». «Ésta es la aterradora realidad, por eso la Iglesia en su Magisterio nos amonesta a evitar reducir el pecado mortal a un acto de “opción fundamental” –como hoy suele decirse– contra Dios, entendiendo con ello un desprecio explícito y formal de Dios o del prójimo. Se comete, en efecto, un pecado mortal también, cuando el hombre, sabiendo y queriendo, elige,
por cualquier razón, algo gravemente desordenado. En efecto, en esta elección está ya incluido un desprecio del precepto divino, un rechazo del amor de Dios hacia la humanidad y hacia toda la creación: el hombre se aleja de Dios y pierde la caridad» (JUAN PABLO II, o.c., n. 17). Como la gracia es el don que nos hace hijos de Dios y herederos de su gloria (cfr. Rom 8, 17), no hay mayor mal que el pecado mortal. Todos los males de la tierra, las enfermedades, el dolor, la desgracia, la guerra con sus terribles consecuencias, no son nada en comparación con el mal del pecado. Y esto se comprende fácilmente porque el bien sobrenatural está por encima del natural, puesto que pertenece a un orden infinitamente superior: el de la gracia, al que el hombre ha sido elevado en virtud de la misericordia de Dios, que desea hacernos participar de su propia naturaleza divina para que un día lleguemos a gozar de Él en esa felicidad sin fin que es el cielo. El pecado mortal es una ofensa al Creador, una injuria a su Majestad infinita que tiene como único autor al hombre, el cual precisamente por eso incurre en una responsabilidad personal de la que nunca podrá sentirse libre el pecador, ya que es él la única fuente de donde procede el mal; una responsabilidad que le sitúa al margen de Dios y que se ve acrecentada por el hecho de que el pecado, no sólo se comete sin contar con la voluntad de Dios, sino también contra su voluntad; una responsabilidad que le enfrenta con sus terribles consecuencias: ¿No sabéis que los injustos no poseerán el reino de Dios? No queráis cegaros: ni los fornicarios, ni los idólatras, ni los adúlteros..., ni los que roban han de poseer el reino de Dios (1 Cor 6, 910). El pecado mortal arroja del alma a Dios. Jesucristo ha dicho: si alguno me ama, guardará mi palabra, y mi Padre le amará, y vendremos a él y en él haremos nuestra morada (Jn 14, 23), y esto quiere decir que Dios habita en nuestras almas como en un templo. La inhabitación trinitaria, que así se llama este misterio, consiste en que las tres divinas Personas vienen a vivir dentro de nosotros. San Pablo nos lo recuerda cuando nos dice: ¿No sabéis que sois templos de Dios y que el Espíritu de Dios habita en vosotros? (1 Cor 3, 16). Se trata pues, de una realidad: Dios está con nosotros haciéndonos participar de su propia vida, pone en el alma sus
complacencias, y la adorna con sus virtudes y dones y le da su gracia, con la que todas las obras del hombre se hacen merecedoras de la vida eterna. Y, ¿qué hace con todo esto el pecado mortal? Arroja a Dios del alma, y al perderle perdemos también grandes bienes, porque Él es la fuente de donde proceden. Se pierde la gracia santificante por la que nuestra alma participa en la vida divina, se pierden también los méritos de nuestras obras, adquiridos, a veces, con tanto esfuerzo, y se cae en una esclavitud que nos priva de la libertad de los hijos de Dios porque el que comete pecado se hace siervo del pecado (Jn 8, 34). De ahí que el Espíritu Santo clame contra el pecado: Pasmaos cielos, de esto y horrorizaos sobremanera, dice Yavé. Un doble crimen ha cometido mi pueblo: dejarme a mí, fuente de agua viva, para excavarse cisternas agrietadas incapaces de retener el agua (Jerem 2, 12-13). El pecado es siempre «un menosprecio e incluso un olvido de la amistad personal entre Dios y el hombre, una verdadera e injustificable ofensa a Dios, más aún, un ingrato rechazar el amor de Dios que en Cristo nos ha sido ofrecido cuando llamó a sus discípulos amigos y no siervos» (PABLO VI, Const. Apost. Indulgentiarum doctrina, 1-I-1967, n. 2). Por eso el pecado mortal es la mayor desgracia que puede suceder al alma redimida por Jesucristo, un mal tan grave «que todos los pecados mortales, aun los de pensamiento, hacen a los hombres “hijos de ira” (Efes 2, 3) y enemigos de Dios» (CONC. DE TRENTO, ses. 14, cap. 5: D. 899). De ahí que nos sintamos urgidos a poner cuanto esté de nuestra parte para no volver a cometerlo: «No olvides, hijo, que para ti en la tierra sólo hay un mal, que habrás de temer, y evitar con la gracia divina: el pecado» (Camino, n. 386).
El infierno En una estimación superficial podría parecer que las penas del infierno son desmesuradas en relación con el pecado. ¿Cómo es posible, se preguntan algunos, que al pecado mortal le corresponda una pena eterna?
A primeras de cambio se podría pensar que hay cierta desproporción entre el pecado mortal (culpa grave) y la pena correspondiente (castigo eterno), pero esto es debido a que medimos peor el pecado que su castigo. El hecho de que nos cueste aceptar el «para siempre» del infierno, no quiere decir que se trate de un castigo injusto, sino más bien que la malicia del pecado mortal es tan grave que de alguna manera se nos escapa su comprensión. Su maldad es tan profunda que no puede entenderse sin acudir a la razón iluminada por la fe: Santo Tomás la explica cuando nos dice que «el pecado cometido contra Dios recibe cierta infinitud de la Majestad divina, pues la ofensa es tanto más grande cuanto mayor es la dignidad del ofendido» (Suma Teológica, 3, q. 1, a. 2 ad 2). El pecado mortal ofende a Dios porque le defrauda en algo que en justicia le es estrictamente debido, lesiona el derecho que tiene a ser amado sobre todas las cosas, y el derecho a que su Sangre derramada en el Calvario no sea despreciada. Esta última razón es más fácilmente comprensible por los cristianos, que saben que Dios se hizo hombre y murió por nosotros en una Cruz precisamente por redimirnos: si el pecado fue motivo de la Encarnación y del sacrificio de Cristo, la consideración de esta verdad de fe descorre de algún modo el velo de ese misterio de iniquidad. El pecado mortal ofende a Dios porque le hiere, ciertamente no en sí mismo, pero sí donde es vulnerable; a saber: en el amor con que se esfuerza en salvarnos. Pero, ¿cómo podríamos comprender lo que es una ofensa a Dios? «En una primera aproximación se podría afirmar que el pecado es deicida en el sentido de que, en cuanto de él depende, trata de destruir a Dios si fuera posible. Pero esto es totalmente imposible. Me arrojo sobre un hombre para matarlo, pero mi cuchillo es de papel. Esta consideración esclarece la naturaleza del acto, no la manera como afecta a Dios, pues el pecado destruye alguna cosa de orden creado, nada destruye en Dios. »En una segunda aproximación, que me parece preferible, debería decirse que el pecado “priva” a la voluntad divina de alguna cosa que ha querido realmente... En su voluntad antecedente Dios quiere que todos los hombres se salven, quiere igualmente que todos mis actos sean buenos. Si yo peco, alguna cosa que Dios ha querido y amado, no se realizará jamás. Esto por mi iniciativa primera. Yo soy así causa –aniquilante– de una privación con
respecto a Dios, privación en cuanto al término o efecto querido (de ninguna manera en cuanto al bien del mismo Dios)... El pecado no sólo priva al universo de una cosa buena, priva a Dios mismo de una cosa que era condicional, pero realmente querida por Él. La falta de moral afecta al Increado, no en Sí mismo –es absolutamente invulnerable–, pero sí en las cosas, en los efectos que Él quiere y ama. »Aquí puede decirse que Dios es el más vulnerable de los seres. No hay necesidad de flechas envenenadas, de cañones y ametralladoras, es suficiente un movimiento invisible del corazón de un agente libre para herirle, para privar a su voluntad antecedente de alguna cosa de aquí abajo que ha querido y ama desde la eternidad, y que no existirá jamás» (MARITAIN, J., Nociones preliminares de la filosofía moral, Buenos Aires, 1966). Siendo el pecado deicida y teniendo como único autor al hombre, que es quien lo quiere, quien lo desea y quien lo realiza, con voluntad de ofender a Dios, no es justo un razonamiento que lleve a pensar en la aparente desproporción del castigo. La lógica no está en poner el acento en el efecto, que es proporcionado a su causa, sino en la causa misma. Lo correcto en este caso, desde el punto de vista de la fe y de la razón, es invertir los términos de la proposición: el pecado mortal encierra tal malicia en sí mismo y la voluntad del hombre es tan poderosa, que el pecador merece justamente un castigo eterno.
El pecado venial Aparte del pecado mortal, si se atiende la gravedad de la ofensa, existe también el venial, que se define como «una desobediencia voluntaria a la Ley de Dios en materia leve, o también en materia grave si no hay plena advertencia o perfecto consentimiento». El pecado venial no hace perder la gracia santificante, pero «disminuye el fervor de la caridad, nos dispone al pecado mortal y nos hace merecedores de las penas del purgatorio». Esta levedad del pecado venial, sin embargo, no debe llevarnos a disminuir su importancia, porque de suyo es un mal, el mayor de los males después del
pecado mortal: se trata de una ofensa a Dios, de una desobediencia a su divina voluntad. El pecado venial se diferencia del pecado mortal por lo que los teólogos llaman la materia, que en el primer caso es leve; también cabe que el pecado venial ofenda a Dios en cuanto supone una materia grave, pero imperfectamente advertida o consentida. El pecado venial se entiende mejor al meditar las palabras de Jesús amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma y con todo tu entendimiento (Mt 22, 37). Esta clase de pecados procede de una «reserva» en el amor, por la que nos quedamos para nosotros con algo que le corresponde a Él, algo que nos pide y que le negamos con egoísmo. El que peca venialmente prefiere una pequeña satisfacción personal, aun en contra del mandamiento divino, con la excusa de que éste no es grave. Santa Teresa lo describe admirablemente: «Que esto me parece a mí, ser como quien dice: Señor, aunque os pese, haré esto; y veo que lo veis, y sé que no lo queréis, y lo entiendo; mas quiero más seguir mi antojo y apetito que no vuestra voluntad» (SANTA TERESA DE JESÚS, Camino de perfección, cap. 41).
El purgatorio Si la gravedad del pecado mortal puede entenderse de alguna manera al pensar en las penas del infierno, donde el alma queda privada de la vista de Dios (pena de daño) y padece tormentos indecibles (pena de sentido), también podemos hacernos una idea bastante aproximada de la que encierra el venial, al considerar las penas correspondientes del purgatorio. A este respecto, no pocas veces habremos oído decir a más de uno que si tuviera la seguridad de ir al purgatorio quedaría bien tranquilo. Pero quienes esto afirman, movidos ciertamente por el deseo de asegurar su salvación eterna, hacen omisión, más o menos inconsciente, de lo que el purgatorio supone en sí mismo; ya que de otro modo buscarían por todos los medios a su alcance la posibilidad de ahorrarse tan doloroso trance.
En el purgatorio también se carece de la vista de Dios, y aunque esto aquí en la tierra resulta llevadero, e incluso es posible que sin esa visión de la Esencia Divina se pueda alcanzar una cierta felicidad, mejor dicho un cierto bienestar, allí las cosas son de un modo bien diferente, ya que la criatura se encuentra irresistiblemente atraída hacia Dios y se da cuenta de que únicamente en Él está la verdadera felicidad: comprende, en la soledad que le envuelve, la insuficiencia de todo lo creado para satisfacer el anhelo infinito que la empuja hacia su Creador. Ciertamente el alma conoce que aquello ha de terminar algún día, pero sus deseos de Dios son tan grandes como el ansia que se siente por respirar: se trata de una verdadera necesidad que es sentida no sólo de un modo intelectual, sino más bien como una vivencia que empuja al Amor. Y aunque el alma está persuadida de la necesidad de expiar esas consecuencias de sus pecados veniales, de tal manera que estaría dispuesta a pasar por mayores pruebas, si fuera preciso, no por eso deja de sufrir, puesto que desea ardientemente la contemplación de Dios, al que conoce ya con evidencia y de quien siente que ha de ser el que colme por completo sus deseos de felicidad. Las almas, al saber que el fin del purgatorio es limpiarlas de sus manchas, «se arrojan en él, y tienen por muy gran misericordia del Señor el haber un lugar en que puedan quedar libres de los impedimentos que ven en sí» (SANTA CATALINA DE GÉNOVA, Purgatorio, cap. 8), y se alegran de que se les dé esta oportunidad que les permitirá contemplarle finalmente. Pero «este contentamiento de las almas que están en el purgatorio, no las alivia un punto en sus dolores: lejos de ello, la tardanza en ver su amor satisfecho, les causa la pena que padecen, y crece ésta en proporción con el grado de perfección en el amor de que Dios las hizo capaces» (Ibídem, cap. 12). Esto en lo que se refiere a las consecuencias del pecado venial en el otro mundo, porque si se desea conocer de qué modo nos afecta en la vida espiritual presente habrá que tener en cuenta también que sus efectos perturban nuestras relaciones con Dios. El Señor desea que seamos santos, y después del pecado venial, ese amor con el que Dios nos pide que le amemos se enfría; y no puede ser de otra manera porque siempre se trata de
una ofensa voluntaria, con la que el alma insensiblemente se distancia de Dios. El pecado venial no supone una ruptura con Dios, ni priva al alma de la gracia santificante; sin embargo produce verdaderos estragos porque al no darle importancia a este tipo de pecados se termina por caer en la tibieza, ese estado que tanto horror debería producir en la conciencia y que lleva a decir al Espíritu Santo: Conozco tus obras, que ni eres frío ni caliente. ¡Ojalá fueras frío o caliente! Mas por cuanto eres tibio y ni frío ni caliente, estoy para vomitarte de mi boca (Apoc 3, 15-16). Por el pecado venial se pierde el sabor de las cosas espirituales y el alma se va sumergiendo, cada vez más, en ese mar de los gustos puramente humanos, de los placeres materiales que nos hacen perder el agrado de las cosas de Dios: de la oración, de la frecuencia de sacramentos, de la mortificación, en una palabra, de los medios que el Señor ha establecido como ayuda para alcanzar la santidad a la que todos somos llamados. Con esto se produce un enfriamiento de la caridad, y si se enfría la caridad, que es el amor con que se ama a Dios, mucho será de temer que con ese enfriamiento nos vengan males mayores, como podrían ser el pecado mortal con la pérdida consiguiente de la gracia santificante, de la filiación divina y del derecho a la gloria que tendríamos como hijos de Dios.
III. LA PENITENCIA La penitencia interior El Catecismo Romano, al tratar del sacramento de la Confesión, comienza explicando la penitencia interior, y la define como «aquella virtud por la que nos convertimos a Dios de todo corazón, detestamos profundamente los pecados cometidos y proponemos firmemente la enmienda de las malas costumbres, esperanzados por ello de obtener el perdón de la misericordia divina» (CATECISMO ROMANO, II, cap. 5, n. 4), y no duda en afirmar que «constituye la materia misma del sacramento», de tal modo que «si no vivimos sinceramente su realidad interior, la del alma, de poco nos serviría cuanto hiciéramos externamente» (Ibídem). Esto es así porque el Señor quiere la conversión del corazón: Convertíos a mí de todo corazón, en ayuno, en llanto y en gemido. Rasgad vuestros corazones, no vuestras vestiduras, y convertíos al Señor, vuestro Dios, que es clemente y misericordioso, tardo a la ira, grande es su misericordia, y se arrepiente de castigar (Joel 2, 12-18). El Señor quiere nuestra conversión interior. Si os convertís a Él de todo corazón y con toda vuestra alma, para practicar la verdad en su presencia, entonces se volverá a vosotros y no ocultará su rostro (Tob 13, 16). La penitencia es fundamentalmente conversión, es decir, esa maravillosa transformación que se realiza en el alma cuando ésta se deja empujar por la gracia de Dios que le lleva al arrepentimiento y a la enmienda. Convertir el corazón a Dios significa cumplir su voluntad sin engaños ni pretextos ni excusas que, en realidad, sólo nos conducen a hacer la propia voluntad. Es estar dispuestos a cumplir los mandamientos y a enfrentarnos con el deber. Es decidirse a alejar de nosotros todo aquello que de alguna manera ofenda al Señor: no sólo los pecados graves, sino también los leves y tantas y tantas negligencias consentidas. Es, en una palabra, manifestar con nuestras obras los deseos de cambiar.
«Encomendémonos y mejoremos en aquello en que por ignorancia hemos faltado; no sea que, sorprendidos por el día de la muerte, busquemos tiempo para la penitencia, y no podamos encontrarlo» (MISAL ROMANO, Ceremonial de la bendición de cenizas). La consideración de nuestros pecados, de todos aquellos que por debilidad, inconstancia, olvido o mala voluntad hemos cometido contra Dios, está pidiendo a gritos la penitencia, el arrepentimiento dolorido y sincero, que se manifiesta en la decisión de expiarlos y de reemprender la lucha espiritual con nuevo vigor. «Hay que decidirse. No es lícito vivir manteniendo encendidas esas dos velas que, según el dicho popular, todo hombre se procura: una a San Miguel y otra al diablo. Hay que apagar la vela del diablo. Hemos de consumir nuestra vida haciendo que arda toda entera al servicio del Señor. Si nuestro afán de santidad es sincero, si tenemos la docilidad de ponernos en las manos de Dios, todo irá bien. Porque Él está siempre dispuesto a darnos su gracia... para una nueva conversión, para una mejora de nuestra vida de cristianos» (Es Cristo que pasa, n. 59).
La penitencia y la gracia de Dios La fe nos enseña que, después de haber caído en el pecado mortal, nadie puede con sus solas fuerzas, es decir, sin el auxilio de la gracia, realizar un acto de penitencia que le justifique delante de Dios. La Iglesia lo ha definido así al afirmar que el hombre caído no puede convertirse y hacer penitencia sin un auxilio especial de Dios (cfr. CONCILIO II DE ORANGE: D. 177; y CONCILIO DE TRENTO, ses. 6, cap. 16, can. 3: D. 817). La razón para que esto sea así es muy simple: una vez perdida la gracia santificante desaparece la actividad sobrenatural, y a partir de ese momento, el hombre queda reducido en su obrar a los estrechos límites de la naturaleza. En este supuesto, pretender alcanzar la justificación –que pertenece al orden sobrenatural– con las fuerzas naturales sería tanto como intentar un absurdo, porque lo natural es natural y si fuese sobrenatural dejaría de ser lo que es.
Para obtener la justificación hace falta una verdadera intervención divina, una auténtica gracia de Dios. Por eso nos dice el Señor: Así como el sarmiento no puede de suyo producir fruto si no está unido con la vid, así tampoco vosotros si no estáis unidos conmigo. Yo soy la vid, vosotros los sarmientos: quien está unido conmigo, y Yo con él, ése da mucho fruto, porque sin Mí nada podéis hacer (Jn 15, 4-6). En el orden práctico, esto significa que el que está en pecado mortal no podrá salir de ese estado mientras Dios no le conceda de un modo absolutamente gratuito la gracia del arrepentimiento, porque la «reconciliación es un don de Dios, una iniciativa suya» (JUAN PABLO II, o.c., n. 7). Es decir, que aunque pudiera parecer de otro modo y resulte demasiado fuerte para oírlo, hablando de un modo absoluto y prescindiendo de toda circunstancia, no se arrepiente el que quiere, sino el que puede. Por eso resulta un verdadero disparate la actitud de tantos cristianos que retrasan su conversión, pensando quizá que en otro momento tendrán la oportunidad de hacerlo. No tardes en convertirte al Señor y no lo dejes de un día para otro, porque de repente se enciende su ira y perecerás en el día de la justicia (Ecli 5, 10). Cometido el pecado mortal, el único medio que queda al pecador para alcanzar la misericordia de Dios y la gracia del arrepentimiento es la oración. Nunca deberíamos olvidar que «Dios quiere ser rogado, quiere ser coaccionado, quiere ser vencido por una cierta inoportunidad» (S. GREGORIO MAGNO, S. 6 Penitenciales, n. 2). La oración de petición y más en este caso en el que se pide el don del arrepentimiento, de ninguna manera va contra las enseñanzas de Jesucristo que nos invita a pedir: Pedid y recibiréis (Mt 7, 7). El Señor se siente especialmente inclinado a la misericordia cuando nos acercamos a Él con el deseo de conseguir la verdadera penitencia, y la prueba de ello está en que cuando los discípulos le dijeron enséñanos a orar (Lc 11, 12), les dio el Padrenuestro, una fórmula sencilla, llena de confianza filial en la que desciende a explicar cómo hemos de pedir el perdón de los pecados: perdónanos nuestras deudas (Lc 11, 4). Para movernos a esa oración de petición, que tanta falta nos hace después de haber caído en el pecado mortal, Jesús nos empeñó su palabra de
escuchar nuestras súplicas y la ilustró con ejemplos que pueden ser entendidos por todos. Si entre vosotros un hijo pide pan a su padre, ¿acaso le dará una piedra?, y si pide un huevo, ¿por ventura le dará un escorpión? Pues si vosotros, siendo malos como sois, sabéis dar cosas buenas a vuestros hijos, ¡cuánto más vuestro Padre que está en los cielos, dará el espíritu bueno a los que se lo piden! (Lc 11, 11-13). Esa misma confianza nos lleva a ser perseverantes en la oración, a insistir, seguros de que al fin recibiremos, pues para eso pedimos, como nos dice San Agustín: «Rogué una vez, dos, tres, diez, veinte veces y no recibí nada. No ceses, hermano, hasta que recibas; el fin de la petición es el don recibido. Cesa cuando recibas; mas aún: ni siquiera entonces, sino persevera todavía. Si no recibes, pide para que recibas; cuando recibas, da gracias por haber recibido» (In dimissionem Chananeae, 10). Hay que insistir como el amigo inoportuno de que nos habla Jesucristo en otra de sus parábolas, como la viuda indefensa que clamaba día y noche para que el juez le hiciese justicia (cfr. Lc 18, 1). No es atrevimiento la perseverancia en esa oración de petición, es seguir a la letra el consejo del Señor, seguros de que al fin nos escuchará: Porque todo aquel que pide recibe, y quien busca halla, y al que llama se le abrirá (Lc 11, 10). El hombre con sus solas fuerzas naturales no puede salir de ese estado de postración que le produce el pecado mortal. Hace falta una auténtica intervención del Espíritu Santo, pues Dios es el que produce en nosotros, por un efecto de su buena voluntad, no sólo el querer sino también el obrar (Filip 2, 13), y esto significa que después del pecado no está todo perdido, nos queda el recurso de la oración. En cierta ocasión vi escrito sobre el dintel de la puerta, en una casa solariega, unas palabras que bien podrían ser el resumen de cuanto venimos diciendo: «ayúdate y Dios te ayudará», querían indicar que el hombre nunca debe de dejar de hacer lo que esté de su parte, con la seguridad de que Dios siempre acudirá en su favor. Por eso confiando en su infinita misericordia le podemos pedir: Hazme volver a ti y volveré, porque tú, Señor, eres mi Dios (Jer 31, 18).
La correspondencia a la gracia Cometido el pecado mortal es absolutamente necesaria para la salvación la virtud de la penitencia interior. Así nos lo enseñó Jesucristo: Si no hacéis penitencia, todos pereceréis (Lc 13, 5). La penitencia es un don de Dios, y para que produzca su fruto es imprescindible que el hombre se disponga a recibirla. Esto quiere decir que no debemos esperar el milagro –ya es suficiente milagro que Dios nos conceda las fuerzas necesarias para arrepentirnos–, de que esas fuerzas produzcan su efecto sin una colaboración personal y positiva de nuestra parte. La penitencia es una virtud, un impulso que Dios da a la voluntad para que ésta deteste el pecado con todas sus energías en el pasado, en el presente y en el futuro. En el pasado con el aborrecimiento por el que se desea sinceramente no haberlo cometido. En el presente con el deseo de destruirlo en nosotros con el remedio concedido por Dios para ello, que en la economía del Nuevo Testamento es la absolución en el sacramento de la Confesión, y para los que no tienen la luz de la fe el acto de perfecta contrición que se hace bajo la acción de una gracia actual. Y en el futuro con el propósito sincero de no volver a pecar. Y en todo caso con la voluntad de satisfacer y de pagar por la ofensa hecha a Dios. El Señor nos pide un arrepentimiento personal: Arrepentíos y convertíos para que sean borrados vuestros pecados (Hechos 3, 19), y para eso no basta que Dios nos dé su gracia, sino que es imprescindible además que el hombre preste su libre cooperación (Cfr. S. TOMÁS, Suma Teológica, 3, q. 86, 2). Y esto es así porque el pecado procede de la «mala voluntad» del pecador que se ha apartado de Dios para volverse desordenadamente hacia las criaturas, y mientras dure esa actitud, Dios no puede perdonarle sin contradecirse a sí mismo. Si lo hiciera, si perdonase al pecador sin que se arrepintiese de sus pecados, nos encontraríamos con el absurdo de que éste estaría a la vez en gracia y en pecado. En gracia porque Dios le habría perdonado, y en pecado porque mientras perdure esa «mala voluntad» permanecería en él.
La materia sobre la que versa la penitencia son los pecados, graves o leves, aunque principalmente son los mortales el objeto propio de esta virtud, porque solamente éstos nos apartan totalmente de Dios porque en ellos se da la plenitud de la ofensa. Los pecados veniales, en cambio, son una desviación del camino recto que nos lleva hacia Dios, sin que supongan una separación total de Él, por eso, sólo caen dentro del ámbito de la penitencia en segundo lugar, ya que esta virtud tiene como objeto restablecer la amistad con Dios que no se rompe por el pecado venial (cfr. Ibídem, q. 84, 2 ad 3). De ahí que haya penitencia en la medida que hay pecado. Solamente puede arrepentirse el pecador, los justos no tienen necesidad de penitencia (Lc 15, 7). Jesucristo y la Santísima Virgen no tuvieron motivos personales de penitencia y si la hicieron fue por nosotros, para desagraviar a Dios, y siempre en razón de nuestros pecados y de nuestras faltas para con Él. En eso, como en tantas otras cosas, fueron nuestro ejemplo, y su generosidad nos invita a imitarles y a expiar no solamente por nuestras faltas, sino también por las de todos los hombres: «¿Motivos para la penitencia?: Desagravio, reparación, petición, hacimiento de gracias: medio para ir adelante...: por ti, por mí, por los demás, por tu familia, por tu país, por la Iglesia... Y por mil motivos más» (Camino, n. 232). La penitencia mira a Dios, pero lo hace desde el punto de vista del pecado, desde esa lejanía, extraña quizá para los que no tienen sentido sobrenatural. De ahí que sea preciso pedir luces al Señor para reconocer nuestros pecados y fuerzas para arrepentirnos de ellos, porque entonces, solamente entonces, nos serán perdonados.
El perdón de los pecados San Marcos nos cuenta que en cierta ocasión, a causa del gentío que rodeaba a Jesús, unos que conducían a cierto paralítico para presentárselo, al no encontrar el medio normal de conseguirlo, descubrieron el techo de la casa –probablemente se trataba de una lona o de un sombrajo–, para descolgarle con su camilla.
Cuando el Señor ve la fe de aquellos hombres, las palabras que dirige al enfermo son una expresión de lo que más le interesa de su persona: Hijo, perdonados te son tus pecados, y sigue contándonos el evangelista: Allí estaban sentados algunos de los escribas y decían en su interior: “¿Quién puede perdonar los pecados, sino sólo Dios?”. Mas como Jesús penetrase al momento con su espíritu esto mismo que interiormente pensaban, les dice: “¿Qué andáis revolviendo esos pensamientos en vuestros corazones? ¿Qué es más fácil, decir al paralítico: tus pecados te son perdonados, o decirle: levántate, toma tu camilla y camina? Pues para que sepáis que el Hijo del Hombre tiene potestad en la tierra de perdonar los pecados: Levántate –dijo al paralítico–, yo te lo digo: toma tu camilla y vete a casa”. Y al instante se puso en pie, y cargando su camilla, se marchó a vista de todo el mundo, de forma que todos estaban pasmados y dando gloria a Dios y decían: “Jamás habíamos visto cosa semejante” (Mc 2, 3-12). En la escena comentada, lo más espectacular se realiza a la vista de todos, la curación del enfermo, pero lo más admirable es que se le perdonen los pecados y se le abran de par en par las puertas del cielo. Esa maravilla se repite, hoy también, al recibir el sacramento de la Penitencia porque Jesucristo, al enfrentarse con el pecado, no sólo ha querido ofrecer a Dios en la Cruz una satisfacción de valor infinito, sino que también ha querido que todos tengan la oportunidad de recuperar la vida de la gracia cada vez que la pierden por el pecado mortal.
La misericordia de Dios: El sacramento de la penitencia «Cuando nos damos cuenta de que el amor que Dios tiene por nosotros no se para ante nuestro pecado, no se echa atrás ante nuestras ofensas, sino que se hace más solícito y generoso; cuando somos conscientes de que este amor ha llegado incluso a causar la pasión y la muerte del Verbo hecho carne, que ha aceptado redimirnos pagando con su Sangre, entonces prorrumpimos en un acto de reconocimiento: “Sí, el Señor es rico en
misericordia” y decimos asimismo: El Señor “es” Misericordia» (JUAN PABLO II, o.c., n. 22). Jesús nos mira con ojos de Buen Pastor, piensa en nosotros, en el camino que hemos de recorrer, en las dificultades y caídas que podamos sufrir, en las veces que nos habríamos de levantar, y lleno de ternura se dirige a los que le siguen: El Hijo del Hombre ha venido a salvar lo que se había perdido. Si un hombre tiene cien ovejas, y una de ellas se hubiese descarriado, ¿qué os parece que hará entonces? ¿No dejará las noventa y nueve en los montes, y se irá en busca de la que se ha descarriado? Y si por ventura la encuentra, en verdad os digo que ella sola le causa mayor complacencia que las noventa y nueve que no se han perdido (Mt 18, 1113). Ésa es la misericordia del Señor, ésa es la piedad con que contempla nuestras vidas, que le lleva a prometer a Pedro y a los demás Apóstoles el poder de perdonar los pecados: Os empeño mi palabra que todo lo que atareis sobre la tierra será atado en el cielo, y todo lo que desatareis sobre la tierra será eso mismo desatado en el cielo (Mt 18, 18; cfr. Mt 16, 19); y poco después de su resurrección les comunica efectivamente esa potestad con las siguientes palabras: Recibid el Espíritu Santo; a quienes les perdonaseis los pecados les serán perdonados, y a quienes se les retuvieseis les serán retenidos (Jn 20, 21-23). Cristo ejerce el poder de perdonar los pecados porque es Dios; por eso dice al paralítico perdonados te son tus pecados, y por eso también, porque es Dios, comunica a los Apóstoles y a sus sucesores en el sacerdocio el mismo poder: «Si pecásemos hemos de decir “te confesé mi pecado, y te descubrí mi iniquidad: confesaré a Yavé mi pecado” (Sal 31, 5). Pues si hiciésemos esto y revelásemos nuestros pecados, no sólo a Dios, sino también a quienes pueden curar nuestros pecados y heridas, serán borrados estos pecados nuestros por Aquel que dice: “Yo he disipado como nube tus pecados, como niebla tus iniquidades” (Is 44, 22)» (ORÍGENES, In Luc. Hom., 17). El Sacramento de la Penitencia es el sacramento de la paciencia divina, el sacramento de la infinita misericordia de Dios que aguarda cada día el retorno del hijo que se fue. «Dios nos espera, como el padre de la parábola, extendidos los brazos, aunque no lo merezcamos. No importa nuestra
deuda. Como en el caso del hijo pródigo, hace falta sólo que abramos el corazón, que tengamos añoranza del hogar de nuestro Padre, que nos maravillemos y nos alegremos ante el don que Dios nos hace de podernos llamar y de ser, a pesar de tanta falta de correspondencia por nuestra parte, verdaderamente hijos suyos» (Es Cristo que pasa, n. 64). Por eso tarda en venir a juzgarnos, por eso espera: con paciencia por amor de vosotros no queriendo que ninguno perezca, sino que todos se conviertan a penitencia (2 Pedr 3, 9). «“Cuando aún estaba lejos”, dice la Escritura, “lo vio su padre, y se le enternecieron las entrañas y corriendo a su encuentro, le echó los brazos al cuello y le dio mil besos” (Lc 15, 20). Éstas son las palabras del libro sagrado: “le dio mil besos”, se lo comía a besos. ¿Se puede hablar más humanamente? ¿Se puede describir de manera más gráfica el amor paternal de Dios por los hombres? »Ante un Dios que corre hacia nosotros, no podemos callarnos, y le diremos con San Pablo, “Abba, Pater” (Rom 8, 15), ¡Padre, Padre mío!, porque, siendo el Creador del universo, no le importa que no utilicemos títulos altisonantes, ni echa de menos la debida confesión de su señorío. Quiere que le llamemos Padre, que saboreemos esa palabra, llenándonos el alma de gozo» (Es Cristo que pasa, n. 64). «Si nos arrepentimos, si brota de nuestro corazón un acto de dolor, si nos purificamos en el santo sacramento de la Penitencia, Dios sale a nuestro encuentro y nos perdona, y ya no hay tristeza: es muy justo “regocijarse porque tu hermano había muerto y ha resucitado; estaba perdido y ha sido hallado” (Lc 15, 32). »Esas palabras recogen el final maravilloso de la parábola del hijo pródigo, que nunca nos cansaremos de meditar: “he aquí que el Padre viene a tu encuentro; se inclinará sobre tu espalda, te dará un beso, prenda de amor y de ternura; hará que te entreguen un vestido, un anillo, calzado. Tú temes todavía una reprensión, y él te devuelve tu dignidad; temes un castigo, y te da un beso; tienes miedo de una palabra airada, y prepara para ti un banquete” (S. AMBROSIO, Expositio Evangelii secundum Lucam, 7; PL 15, 1540)» (Ibídem, n. 178).
«La parábola del hijo pródigo es, ante todo, la inefable historia del gran amor de un padre –Dios– que ofrece al hijo que vuelve a Él el don de la reconciliación plena (...). El hijo pródigo en su ansia de conversión, de retorno a los brazos del padre y de ser perdonado, representa a aquellos que descubren en el fondo de su propia conciencia la nostalgia de una reconciliación a todos los niveles y sin reservas, que intuyen con una seguridad íntima que aquella sólo es posible si brota de una primera y fundamental reconciliación, la que lleva al hombre de la lejanía a la amistad filial con Dios, en quien reconoce su infinita misericordia» (JUAN PABLO II, o.c., n. 6).
La conversión: Disposiciones interiores Se aprende en Física que los cuerpos tienden a la posición de mínima energía potencial; es decir, a aquella posición desde la que realizarían el menor trabajo. Este principio no es otra cosa que la expresión científica de un hecho que puede observarse en la vida ordinaria: los objetos situados sobre un lugar elevado, casi siempre acaban en el suelo. Una tendencia parecida se observa también en la vida espiritual y se manifiesta en el hecho de intentar reducirlo todo, o casi todo, a recetas que se aplican a los casos concretos, y que sirven para tranquilizar la conciencia, en un afán de evitar la responsabilidad de pensar en las consecuencias de nuestros actos y en las obligaciones que deben afrontarse en la vida. Nos gustaría poder apretar un botón y que una voz nos dijese exactamente lo que hay que dar de limosna, y a los tibios les dejaría más tranquilos que la Moral delimitase con mayor precisión las fronteras que separan el pecado venial del mortal. Hay que reconocer que si las cosas sucediesen de este modo, tal vez la vida resultaría más cómoda, pero no debe olvidarse que lo que caracteriza a los hijos de Dios no es la comodidad, sino el amor con que tratamos a nuestro Padre y que nos lleva a dar también importancia a los pecados veniales y a las imperfecciones.
En lo que se refiere a la confesión, indiscutiblemente pueden fijarse las condiciones que hacen de ella un signo eficaz de la gracia, pero no perdamos de vista que esos requisitos: examen de conciencia, arrepentimiento, propósito de enmienda, y manifestación de las propias culpas junto con cumplir la penitencia, no son una simple formalidad, sino la conversión del corazón a Dios: son los actos que nacen en el penitente al contemplar esa verdad que nos enseña la fe: la confesión es el encuentro con Jesucristo en un sacramento en el que se obtiene la remisión de los pecados. Por eso no debe mirarse como una receta más, sino como la correspondencia personal a la misericordia de Dios con la que nos preparamos para ese encuentro con las debidas disposiciones, que es lo único que el hombre puede poner de su parte, ya que lo más importante, el perdón, está en las manos de Dios. Estas disposiciones interiores son absolutamente necesarias para poder obtener el perdón de Dios, porque de la misma manera que para confeccionar el sacramento de la Sagrada Eucaristía hacen falta el pan y el vino que se han de convertir en el Cuerpo y la Sangre de Nuestro Señor Jesucristo; o para administrar el Bautismo hace falta el agua; para que llegue a existir el sacramento de la Penitencia es de todo punto imprescindible también la virtud interior de la penitencia, que es como la materia de este sacramento. Así nos lo enseña la Iglesia cuando dice que «son cuasi-materia de este sacramento los actos del mismo penitente, a saber, la contrición, la confesión y la satisfacción; actos que por institución de Dios se requieren en el penitente para la integridad del sacramento y para la plena remisión de los pecados, y que por esta razón se dicen partes de la penitencia» (CONC. DE TRENTO, ses. 14, cap. 3: D. 896). Jesucristo fue entregado por nuestros pecados y resucitado para nuestra justificación (Rom 4, 25). Por eso la confesión nos hace participar en la Pasión de Cristo y, por sus merecimientos, en su Resurrección porque no sólo se nos perdonan los pecados, sino que también renacemos a la vida de la gracia con una vitalidad tanto mayor cuanto más doloridas fueron nuestras disposiciones interiores.
«Mira qué bueno es Dios y qué fácilmente perdona los pecados, no sólo devuelve lo perdonado, sino que concede cosas inesperadas» (SAN AMBROSIO, Super Ev. Luc. tract., 2, 73). En la confesión se reciben gracias singulares para encauzar nuestra vida más de acuerdo con las enseñanzas de Jesucristo, y se nos aumentan las fuerzas para combatir las malas inclinaciones; recibimos ayuda para evitar las ocasiones de pecado y para no volver a caer en las faltas cometidas, además de la fortaleza necesaria para acometer con nuevos bríos el cumplimiento del deber y reemprender con ilusión la tarea de la santificación personal a la que nos llama el Señor. Sin embargo, no debe entenderse que, en todos los casos, confiera el mismo grado de gracia porque «la intensidad del arrepentimiento del penitente es, a veces, proporcionada a una mayor gracia que aquélla de la que se cayó por el pecado; a veces igual, a veces menor. Y por lo mismo el penitente se levanta a veces con mucha mayor gracia de la que tenía antes; a veces con igual; a veces con menor» (SANTO TOMÁS, Suma Teológica, 3, q. 89 ad 2). De aquí que sea tan importante insistir en la preparación de la confesión, ahondar en el dolor y en el amor, en el conocimiento de sí mismo y en la humildad. Debería ser tal nuestra disposición al confesar, tan profunda y sincera como si se tratase de la última vez que lo hacemos, como si a continuación hubiésemos de entregar el alma a Dios. Con qué cuidado, con qué amorosa diligencia haremos entonces el examen de conciencia. Con cuánto amor y con cuánto arrepentimiento pediremos, en esos momentos, perdón al Señor y qué firmes serán nuestros propósitos. Cuánta sinceridad y cuánta verdad al declarar los pecados, mientras se hace caso omiso de la vergüenza que antes nos atenazaba. Con qué claridad se descubrirá la verdadera importancia de nuestras faltas, y con cuánta fe y con qué fervor y con qué ilusionada esperanza cumpliremos la penitencia. Y, ¿por qué no ha de ser siempre así? Si el Señor nos da su gracia, ¿por qué no vamos a ahondar en cada confesión como si se tratase de nuestra última oportunidad? Para recuperar la amistad divina perdida por el pecado es preciso que se realice una profunda y sincera conversión interior: «volver hacia la casa de nuestro Padre. Volver mediante la contrición, esa
conversión del corazón que supone el deseo de cambiar, la decisión firme de mejorar nuestra vida, y que –por tanto– se manifiesta en obras de sacrificio y de entrega. Volver hacia la casa del Padre, por medio de este sacramento del perdón en el que, al confesar nuestros pecados, nos revestimos de Cristo y nos hacemos así hermanos suyos, miembros de la familia de Dios» (Es Cristo que pasa, n. 64). «El auténtico conocimiento de Dios, Dios de la misericordia y del amor benigno, es una constante e inagotable fuente de conversión, no solamente como momentáneo acto interior, sino también como disposición estable, como estado de ánimo. Quienes llegan a conocer de este modo a Dios, quienes lo “ven” así, no pueden vivir sino convirtiéndose sin cesar a Él. Viven, pues, “in statu conversionis” (en estado de conversión); es este estado el que traza la componente más profunda de la peregrinación de todo hombre por la tierra» (JUAN PABLO II, Enc. Dives in misericordia, n. 13). La mirada del Señor nunca se posa superficialmente sobre el hombre; Dios mira siempre al corazón porque de él procede la vida (Prov 4, 2). De la rectitud de nuestras disposiciones, de la intensidad de nuestra penitencia dependen en buena parte las gracias que se han de recibir en el sacramento; por eso hemos de hacer cuanto esté en nuestras manos para evitar que se vean disminuidas por la precipitación, la superficialidad o la ligereza. Para que se dé este retorno a la casa del Padre, es necesario que el hombre entre en sí, y al contemplar el abismo que le separa del Señor, se disponga a salvarlo con la ayuda de la gracia; de no ser así, nuestros afectos no serían sinceros, sino que permanecerían prendidos en el pecado, con lo que nos podrían aplicar las palabras que Jesús dirige a los hipócritas: Este pueblo me honra con los labios, pero su corazón está lejos de mí (Mt 5, 8).
La rutina Algunos tienen una visión un poco pobre de la Confesión porque solamente ven en ella el medio para alcanzar el perdón de los pecados, y no se dan cuenta de que cada vez que se acercan al sacramento con las debidas
disposiciones, la Iglesia les aplica, como si fueran suyas, la Muerte y la Resurrección de Cristo. Por eso hemos de acercarnos a la confesión con la misma entrega y con la misma confianza con que Cristo se entrega en la Cruz a los amorosos brazos del Padre: en tus manos encomiendo mi espíritu (Lc 23, 46). «Un hijo de Dios trata al Señor como Padre. Su trato no es un obsequio servil, ni una reverencia formal, de mera cortesía, sino que está lleno de sinceridad y de confianza. Dios no se cansa de nuestra infidelidades» (Es Cristo que pasa, n. 64); pero como la tendencia al pecado es constante, debemos fomentar en nosotros una tendencia también constante a la virtud de la penitencia interior y un amor grande a la confesión frecuente. Hemos de estar siempre dispuestos a dolernos y a pedir perdón, cada vez que lo necesitemos, en el sacramento de la Confesión, con la seguridad de que el Señor nos espera con los brazos abiertos dispuesto a perdonarnos. No se sabe por qué, pero no faltan quienes sienten ciertos reparos por la confesión frecuente, y aún a sabiendas de que para confesarse no se precisa otra cosa que la virtud de la penitencia, se retraen de recibir el sacramento, frenados quizá por su miedo a la rutina. Se asustan ante la posibilidad de acostumbrarse a confesar, y movidos por el deseo de hacerlo con mejores disposiciones interiores, lo retrasan de un día para otro, con el consiguiente daño para sus almas. A éstos habría que decirles que esa manera de proceder ni es sobrenatural, ni responde a los modos de actuar en la vida ordinaria. Basta abrir los ojos para darse cuenta de que no existe en el mundo una sola madre que de verdad quiera a su hijo, y que por miedo a acostumbrarse a ese amor huya de su presencia con el pretexto de un amor más grande. El corazón de una madre sabe siempre adivinar que con la ausencia el amor se extingue. Ellas saben bien que no hay peligro alguno para sus afectos en el trato frecuente y no temen buscar la compañía de aquéllos que llevaron en sus entrañas. Es cierto que con la confesión frecuente se podría caer en la rutina, «sepulcro de la verdadera piedad» (cfr. Camino, n. 551), pero el peligro no está en la mayor frecuencia de la confesión, sino en el modo defectuoso con que se haga. En realidad, no es malo acostumbrarse a confesar
semanalmente los pecados, como no lo es alimentarse a diario; lo malo puede estar en hacerlo sin las debidas disposiciones. Confesar semanalmente o cada quince días no es confesarse con rutina. Cae en la rutina el que no se prepara, el que no pone lo que está de su parte para disponerse dignamente a ese encuentro con Cristo. Es rutina acercarse a confesar cuando se está con la imaginación en otras cosas o pensamientos. Rutina es no darle importancia al sacramento que se recibe. Rutina es, en una palabra la falta de las debidas disposiciones que deben adornar el alma cuando Jesucristo sale a su encuentro. No, no debemos retraernos de la confesión frecuente con falsas razones que son movidas por el demonio, que sólo pretende alejarnos de Dios con el pretexto de un bien mayor.
La sexta semana Algunos piensan que la amistad con Dios consiste únicamente en no ofenderle, y con este concepto puramente negativo del primer mandamiento enfocan su vida de piedad. Por eso su situación interior es bastante triste y para ellos no existe la alegría de poder amar al Señor cada día un poco más. Son éstos, y los que acostumbran a vivir en pecado, los que no tienen a la confesión el aprecio debido, porque se olvidan de que este sacramento, además de perdonar los pecados, es un gran medio de progreso espiritual, ya que no sólo nos da la gracia santificante, sino que además y junto con ella recibimos también la llamada gracia sacramental, en la que encontramos fuerzas para luchar y perseverar en la tarea de la propia santificación. Ya es viejo el cuento del leñador, pero no por eso deja de tener un valor ejemplar que fácilmente puede aplicarse a la confesión. Había un labrador que tenía un borriquillo con el que se ganaba la vida. En invierno salía del pueblo y se dirigía al bosque. Allí cortaba la leña, la amontonaba en pequeños haces y a continuación la cargaba sobre el lomo del animal. En verano salía también, muy de mañana y se encaminaba a las frescas fuentes de la montaña para llenar los cántaros y llevar el agua a sus paisanos.
Un día pensó que podría ganar más dinero si conseguía que el jumento comiese un poco menos. Era un pensamiento egoísta, pero la ambición le pudo. Decidió que el animal ayunaría un día a la semana. Dicho y hecho, el miércoles, al llegar a su establo, el burro se encontró con la falta de su alimento diario. Pasó una semana y como no había ocurrido nada de particular, nuestro hombre decidió que a partir de entonces serían dos los días de ayuno. Así transcurrió la segunda semana, y el burrito continuaba trabajando sin desmayo. A la quinta semana eran cinco los días de ayuno, y cuando llegó la sexta, el pobre animal, extenuado, se murió. Entonces fue cuando el campesino, lleno de filosofía, exclamó contrariado: «¡Qué lástima, ahora que se estaba acostumbrando!». Con demasiada frecuencia nos ocurre lo mismo que al personaje del cuento. Un día porque no se tienen ganas, otro porque no se encuentra la ocasión de confesar, un tercero porque ya lo haremos en otro momento, y el hecho bien cierto es que se acaba por perder la gracia de Dios o por caer en la tibieza. Y la causa de todo esto hay que buscarla en la falta de amor al sacramento de la penitencia, que nos impide recibirlo con la frecuencia debida. Es cierto que no puede darse una norma fija acerca de la periodicidad con que debe confesarse. Para unas personas será suficiente acudir cada quince días, y otras, en cambio, necesitarán hacerlo semanalmente. En todo caso, como depende de muchas circunstancias, lo mejor será pedir consejo al confesor que, prudentemente, nos indicará lo que conviene hacer en nuestra situación concreta. Hay un precepto de la Iglesia que manda confesar los pecados mortales por lo menos una vez dentro del año, o antes si se está en peligro de muerte, o si se ha de comulgar. Pero no siempre se entiende bien este mandamiento que aprendimos en el Catecismo. Como todo el mundo sabe, la obligación de confesar los pecados solamente se refiere a los que son graves, mortales. Esto no quiere decir que en el caso de no tenerlos se daba prescindir de la confesión, porque una cosa es la obligación y otra muy distinta lo que conviene hacer si de verdad se desea que aumente en nosotros el amor por el Señor. No hay obligación de besar a una madre, ni de escribir a las personas que se aman, ni de alimentarse todos los días, ni de arreglarse para salir a la calle, pero cualquier persona de bien lo hace.
La vida espiritual no la constituyen solamente unas cuantas obligaciones que se cumplen, sino un amor que se demuestra. «Dios no se cansa de nuestras infidelidades. Nuestro Padre del Cielo perdona cualquier ofensa, cuando el hijo vuelve de nuevo a Él, cuando se arrepiente y pide perdón. Nuestro Señor es tan Padre, que previene nuestros deseos de ser perdonados, y se adelanta, abriéndonos los brazos con su gracia» (Es Cristo que pasa, n. 64). Por esto se recomienda con tanta insistencia que la confesión se haga semanalmente o cada quince días, o a más tardar una vez al mes. Hay quienes distancian sus confesiones, unas de otras, más de lo conveniente, porque no quieren acostumbrarse a hacerlas sin devoción. Y hacen bien en tener miedo a la rutina, pero no en espaciar sus confesiones, porque no deberían olvidar que la rutina no es lo mismo que la confesión frecuente y piadosa. No se cae en este defecto por el hecho de acercarse a confesar dos, tres o cuatro veces al mes, sino cuando acudimos al sacramento sin las debidas disposiciones. Por eso puede haber quienes tengan rutina aunque solamente se confiesen una vez al año. Es aconsejable confesar a menudo y si se desea progresar en la vida espiritual, en el amor de Dios, es imprescindible. A ello nos ayudará encontrar un confesor fijo que nos entienda y que nos diga las cosas claras, que llegue a conocernos bien y pueda aconsejarnos en nuestras dificultades. Si hay sinceridad en la confesión, nos podrá orientar en la vida espiritual de forma que no caigamos en el error de llegar a creer que lo malo es bueno. Si se trata de alguien que reúne esas condiciones podrá indicarnos lo que es pereza y le llamamos actividad, lo que es sensualidad y le llamamos amor, lo que es amor propio y se le llama caridad con el prójimo, lo que es envidia y se le llama justicia. A las personas que confiesan con frecuencia conviene recordarles que cuando lo hacen tendrían que fijarse más en la raíz de sus defectos que en la enumeración detallada de faltas pequeñísimas. Una cosa son los pecados mortales que hay que declarar, y otra muy diferente la minuciosidad casi escrupulosa de algunos que llegan a perder de vista que la confesión no es mejor por descender a detalles innecesarios, sino que es tanto más perfecta cuando el dolor es más profundo y el propósito de enmienda más decidido.
Una confesión bien preparada no debe durar mucho tiempo. Y esto debe aplicarse también a las personas que reciben dirección espiritual. Por eso convendrá, en todos los casos, ir al grano desde el principio. Se dirán los pecados, los graves y los leves, con sinceridad y claridad, y solamente después de hacerlo así, se harán las consultas necesarias o se pedirán los consejos oportunos para nuestra vida espiritual. De otro modo, la confesión resultaría confusa y haríamos perder el tiempo al confesor y a los que esperan para recibir también el sacramento. Indicaría poca delicadeza con los demás que, por no tener la debida preparación, los que aguardan para confesarse tuvieran que declarar como la primera de sus faltas, haberse impacientado por nuestra culpa. Todo esto no significa que deba hacerse con precipitación o con prisa. Que cada uno se tome el tiempo que necesite para confesar, pero después de prepararse convenientemente, para ese abrazo con Cristo en su Iglesia que es el sacramento de la penitencia.
IV. EL EXAMEN DE CONCIENCIA Examen de conciencia y confesión Reconocer nuestros pecados, darnos cuenta de que somos pecadores es principio de toda conversión, y es claro que este primer paso de reconciliación con Dios, lo mismo que los que seguirán hasta obtener perdón definitivo en el sacramento de la penitencia, no puede darse sin ayuda de la gracia.
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Pero la gracia no anula ni destruye la naturaleza, y esto significa que hay que cooperar con ella y no dejar que el Señor lo haga todo sin contar con la colaboración personal de cada uno, es decir, sin hacer el esfuerzo necesario para alcanzar la mano que nos tiende. A nosotros, en consecuencia, nos corresponde adquirir en el examen de conciencia el conocimiento de los pecados cometidos desde la última confesión bien hecha, para poder declararlos posteriormente, con dolor y con propósito de enmienda, y de esta manera recibir el perdón y la gracia de Dios en el sacramento de la Penitencia. Para examinarnos bien, lo primero que hay que tener en cuenta son las confesiones pasadas, porque el examen no ha de ser precisamente desde la última confesión, sino desde la última bien hecha. En esto conviene asegurarse, porque si las pasadas confesiones han sido malas y no se enmienda el mal, no haríamos otra cosa que acumular pecado sobre pecado. Sobre el examen de conciencia para la confesión no puede darse una norma general, porque no todos obran del mismo modo, ni están rodeados de las mismas circunstancias, ni reaccionan igualmente ante las dificultades que se presentan, ni se acercan al sacramento con la misma frecuencia. No es lo mismo una persona que se confiesa cada semana que otra que solamente lo hace para cumplir con el precepto pascual; ni un niño que un adulto; ni estar casado que no estarlo. Por eso, la mejor manera de hacer el
examen es traer cuidadosamente a la memoria todos los pecados cometidos y no perdonados en buena confesión de pensamiento, palabra u obra. Para esto es necesario recorrer los mandamientos la Ley de Dios y los de la Santa Madre Iglesia y ver si en ellos hemos faltado de alguna manera. También convendrá repasar los deberes del propio estado, los profesionales, sociales y familiares y cualquier otra circunstancia de nuestra vida, como pueden ser los malos hábitos y las ocasiones de pecar, con que podríamos haber ofendido a Dios. Y esto sin olvidar los pecados de omisión, que a veces apenas si son tenidos en cuenta, porque la mayoría de las personas se fijan más en el mal que han hecho que en el bien que han dejado de hacer, a pesar de que existe una verdadera obligación de ayudar a nuestro prójimo en sus necesidades espirituales y materiales. Por eso es tan frecuente, en almas que por lo demás son limpias, el hecho de no encontrar faltas de las que confesarse; no se fijan bastante en esos deberes que tenemos con Dios y en aquellos otros que nacen de nuestra común filiación divina, que nos hace hermanos en Jesucristo y que, en buena ley, nos conducirán a preocuparnos por la salvación de los demás con el ejemplo y con la palabra a través del apostolado, y tantas veces con el sacrificio personal. En cualquier caso, si se quiere hacer bien el examen de conciencia, convendrá dedicarle el tiempo necesario para averiguar el número y la clase de pecados, y encomendarlo a la Santísima Virgen y al Ángel Custodio para que nos alcancen del Espíritu Santo la luz que se necesita, a fin de que no se nos pasen por alto todas esas faltas que más o menos inconscientemente pretendemos disimular. Si existe el deseo de que la confesión suponga un adelanto en la vida espiritual y de que crezca en nosotros el amor de Dios, es imprescindible que el examen sea atento y se ponga en él el mismo interés que se pone en cualquier asunto de responsabilidad (cfr. Camino, cap. «Examen de conciencia»). El piloto de una aeronave tiene delante de sus ojos un cuadro de mandos en el que aparecen una serie de datos de la mayor importancia. Allí se señalan desde la presión del aceite de los motores hasta la dirección a seguir en caso de vuelo sin visibilidad; y si es un hombre consciente de su deber no dejará que ninguno de ellos se le pase por alto, porque de su recta interpretación
depende la vida de los que en él confían. Y no es que se quiera decir que el examen de conciencia sea una cuestión complicada y difícil, con este ejemplo sólo se pretende insistir en que es necesario procurar que nada de lo que interesa quede olvidado en cualquier rincón de la conciencia. Nadie nos conoce como Dios: Tú, Señor, me conoces; tú me ves, tú penetras los sentimientos de mi corazón (Jer 12, 13). Esto quiere decir que, a la hora de hacer el examen de conciencia, necesitamos especialmente de su ayuda para que nada quede escondido u obscuro y para que, en ningún momento se convierta en una especie de afán morboso de reconocernos interiormente con una mirada que tiene más de psicológica que de sobrenatural. El examen es una suerte de oración y, como la oración, debe ser un diálogo entre el alma arrepentida y Dios, en el que se esperan las luces del Espíritu Santo, que es quien de verdad ilumina los corazones de los fieles y los mueve al dolor sincero y humilde. El examen no es una simple reflexión, sino una oración en la que se habla a Dios de nuestras faltas y pecados para pedirle perdón. El fin del examen es acercarse más al Señor y ver nuestros pecados tal y como son a los ojos divinos: una ofensa a Dios y un olvido del amor con que deberíamos corresponderle. Al examen no vamos solamente para conocer nuestras faltas y pecados, sino para dolernos de ellos y pedir el perdón de Dios en el sacramento de la Penitencia, donde el Señor nos espera con los brazos abiertos para ponernos cerca, muy cerca de su corazón.
Pecado venial e imperfecciones El examen de conciencia de un cristiano no tiene nada que ver con la actitud del profesional que pretende alcanzar un conocimiento científico más profundo del alma humana. El examen de conciencia requiere ponerse en la presencia de Dios con la mayor sinceridad y humildad de que seamos capaces, para poder llegar al conocimiento de nuestras disposiciones interiores respecto a la voluntad divina.
El tiempo necesario para prepararse a recibir el sacramento de la penitencia varía de unas personas a otras, pero cuando se hace bien el examen diario, generalmente bastarán unos minutos para resumir lo hecho o lo omitido desde la última confesión. Para examinarse de los defectos y pecados veniales, no es preciso perderse en un sinfín de detalles insignificantes y circunstancias sin valor, porque lo que importa, en este caso, es descubrir las causas de esas debilidades que nos abruman. Lo que cuenta es conocer esas inclinaciones, saber dónde tenemos el corazón y hacia dónde se dirigen nuestros afectos. Otra cosa habría que decir si se tratase de pecados mortales, porque éstos deben confesarse necesariamente declarando su especie y su número con la mayor aproximación que nos sea posible (cfr. CATECISMO NACIONAL DE SEGUNDO GRADO, n. 270. Para más detalles, CONCILIO DE TRENTO, ses. 14, cap. 5, can. 7: D. 917). Pero si no es así, y esto será lo normal en un alma con vida interior, lo más importante es llegar a conocer las raíces de esas faltas veniales e imperfecciones, porque aunque las reconozcamos e incluso las declaremos en la confesión, todavía después de perdonadas dejan en nosotros una inclinación interior al mal, que habrá que combatir y sobre la que principalmente deberá versar el dolor y el propósito de enmienda. Nunca llegaremos a evitar completamente nuestras miserias, por lo menos algunas de ellas, pero hay que luchar, hay que conocerlas, hay que descubrir sus raíces. «No puede el hombre, mientras está en esta vida, no tener pecados, aunque sean leves; pero no desprecies estos pecados leves de que hablamos. Muchas cosas livianas forman un gran peso; muchas gotas llenan un río; muchos granos hacen un montón. ¿Y qué esperanza cabe? Ante todo, la confesión» (S. AGUSTÍN, In epist. Ioann. ad Parthos, tract. 1, 6). Una mirada superficial, distraída, no puede conducirnos más que a una confesión igualmente superficial que no lleva a eliminar la causa de la enfermedad. En cierta ocasión oí contar lo que le ocurrió a un profesor de la Universidad. Se encontraba haciendo la historia clínica de una paciente, y en un determinado momento, extrañado ante unos síntomas a los que no encontraba justificación, trató de averiguar las enfermedades que había padecido de niña. Una vez que la enferma se las enumeró, aquellos
síntomas continuaban sin tener explicación lógica. El doctor, hombre con experiencia, le preguntó si de pequeña había tenido otras enfermedades. La muchacha respondió que no. Fue entonces cuando le hizo la pregunta clave: «¿Y de más pequeña?». A lo que la chica respondió: «Sí, de más pequeña, sí». Algunos no saben descubrir sus faltas aunque las tengan delante de los ojos. Por eso debemos tomarnos el tiempo necesario para encontrar las que hacemos de modo habitual. Los pecados veniales deliberados: preferir alguna satisfacción propia a la voluntad de Dios, en materia no grave; apegamiento a la propia voluntad y al propio juicio o a la comodidad; propensión a la falta de caridad; faltas semideliberadas cometidas por sorpresa, por ligereza, por pura fragilidad, pero sin complacencia, de las que al punto nos arrepentimos y en las que procuramos vivamente no volver a caer; imperfecciones y poca generosidad en los actos de amor y de servicio a Dios y a las almas; la tibieza; las negligencias en el cumplimiento del propio deber; la ligereza en el hablar; los juicios más o menos exactos en materia leve acerca de las actuaciones de los demás; lo que deberíamos hacer por el prójimo y no lo hacemos; la mentira; la falta de sentido cristiano en las diversiones y en las relaciones sociales o familiares; las distracciones voluntarias en la oración; los descuidos en la vida espiritual; la resistencia a la gracia de Dios que nos está pidiendo determinados actos de virtud; deberían llamar nuestra atención y ser objeto de una acusación sincera y llena de amor y de arrepentimiento en el sacramento del perdón, y así purificados con la gracia de Dios, avanzar un poco cada día por ese camino de la santidad personal al que nos llama el Señor.
El diario examen de conciencia La mayor parte de las personas sólo hace examen de conciencia cuando se dispone a confesarse: traen a la memoria los pecados cometidos desde la última confesión bien hecha, los declaran al sacerdote y reciben el perdón de Dios. Sin embargo, la preparación necesaria para conocer nuestros pecados no debería limitarse al tiempo, más o menos largo, que precede a la
recepción del sacramento, porque mientras mejor los conocemos mejor podemos confesarlos. Si se tienen en cuenta las dificultades que encierra el propio conocimiento, que nos lleva, de una manera o de otra, a disimular o a pasar por alto o a quitar importancia a nuestros pecados personales, y que estas dificultades se ven incrementadas por la urgencia con que suele hacerse el examen para la confesión, en buena ley, habrá de recomendarse la práctica habitual, diaria, del examen de conciencia que nos disponga, poco a poco, para ese encuentro personalísimo con la misericordia de Dios que se realiza en el sacramento de la penitencia. La confesión no debe ser considerada únicamente como medio para perdonar los pecados. Es cierto que si se hace bien alcanza el perdón divino, pero no es ése exclusivamente el fin del sacramento, que como los otros seis, es también un instrumento de santificación instituido por Nuestro Señor Jesucristo. Desde este punto de vista que nunca debe olvidarse, cobra especial relieve el examen de conciencia diario, porque nos ayuda a profundizar en el propio conocimiento sin el que resulta imposible declarar tantas y tantas cosas que de otro modo nos pasarían inadvertidas. Desde esa primera llamada a la santidad que recibimos con las aguas del bautismo, en el alma del cristiano no cesan de oírse las palabras del Espíritu Santo: Ésta es la voluntad de Dios, vuestra santificación (1 Tes 4, 3). Pero aunque sea esa la meta de nuestras intenciones, no debemos cerrar los ojos a la realidad de la vida: son tantas las fragilidades, las caídas, el peso del día y del calor (Mt 20, 12), que no podemos dejar de desfallecer a lo largo del camino. Por eso no debemos permanecer ociosos en la oración, ni en nuestros esfuerzos por alcanzar la santidad y, mientras le decimos al Señor dame a conocer el camino por donde he de ir, porque a ti he levantado mi alma (Sal 142, 8), trabajamos en el examen diario, que como testigo excepcional dará fe de la debilidad de la voluntad y de la falta de firmeza de los propósitos. Ese examen será la luz y el principio de una nueva y diaria conversión en la que se enderezan las sendas que nos conducen a Dios y que nos llevan a empezar cada día: «Precisamente tu vida interior debe ser eso: comenzar... y
recomenzar» (Camino, n. 292). «Rectificar. Cada día un poco. Ésta es tu labor constante si de veras quieres hacerte santo» (Camino, n. 292). Esa labor diaria, ese recuento de nuestras faltas nos dispone para la confesión, porque a lo largo de la semana irán apareciendo los verdaderos obstáculos que se interponen entre Dios y nosotros. Y cuando llegue el momento de declarar los pecados, los acusaremos con mayor dolor y con propósito de enmienda más firme y decidido y las gracias del Señor nos llegarán con más abundancia, y será también mayor su ayuda para que no volvamos a ofenderle. De este modo queda purificada en la confesión nuestra vida entera, y el sacramento constituye un verdadero medio de progreso espiritual que santifica los deseos nacidos como fruto sobrenatural del examen de conciencia.
Examen de conciencia y amor a Dios Para la práctica del examen de conciencia hay que tener un motivo suficientemente poderoso, capaz de vencer esa especial repugnancia que nos produce enfrentarnos diariamente con nosotros mismos. Y esto es así, porque el examen de conciencia es incómodo, no nos engañemos: buscar y rebuscar en el fondo del alma la razón de nuestros pecados y reconocer, cada día, que somos pecadores es una tarea que no resulta atractiva. Por eso, son muchos los que se cansan pronto de este ejercicio espiritual y lo abandonan, y por eso son muchos también, los que al no ver un progreso inmediato en la marcha de su vida interior se desaniman y terminan por dejarlo. Ante esta situación convendría preguntarse por la razón de ser del examen diario: ¿por qué y para qué debemos examinarnos? A estos interrogantes no cabe otra respuesta que la que nos proporciona la fe: por amor a Dios, para agradarle. Las otras soluciones que se pueden presentar no pasarán de ser simples respuestas humanas a un problema que en realidad es sobrenatural. El examen de conciencia solamente adquiere su verdadero sentido en el plano de la fe. Y no es que se quiera negar su valor natural al «conócete a ti mismo» del filósofo, sino que nos parece que a un cristiano hay que darle
respuestas más convincentes, que le hagan comprender la conveniencia y la necesidad de conocer su propia vida para poder efectivamente encauzarla hacia Dios. El examen de conciencia está íntimamente ligado a la vida espiritual, es una cuestión de vida interior, de amor a Dios, y si no fuese ésa su razón de ser pronto se podría comprobar lo fácil que resulta abandonarlo. En esto sucede lo mismo que en tantas otras cosas de la vida ordinaria: hay quienes se dan cuenta de la necesidad que tienen de seguir un régimen de alimentación, de hacer unos minutos de gimnasia o de leer un libro, pero no encuentran el estímulo necesario para pasar a la acción y perseverar en ella. En el fondo comprenden que sólo la comodidad se interpone entre la realidad y sus deseos, pero no se encuentran en condiciones de superarla a costa de lo que estiman como un sacrificio desproporcionado. Pues eso exactamente es lo que pasa en la vida interior: para decidirnos a hacer el diario examen de conciencia es necesario encontrar una razón capaz de movernos, una razón que valga la pena, y para un cristiano la razón suprema, la única razón con fuerza suficiente para vencer la apatía y la desgana que suele despertar esta práctica de piedad es el amor a Dios. El cuidado del alma enamorada se resume en el deseo de agradar solamente al Señor, por eso debemos preguntarnos: «¿Te he agradado, Señor, en este día? ¿En qué te he disgustado? ¿Qué esperabas de mí y no he hecho?». Y al descubrir los pecados, las imperfecciones y los defectos, nacerá el arrepentimiento y el propósito de mejorar para el día siguiente, que son los frutos del examen. Hacer bien el examen diario exige el deseo de conocerse y obrar en consecuencia: «Examen. Labor diaria. Contabilidad que no descuida nunca quien lleva un negocio. ¿Y hay negocio que valga más que el negocio de la vida eterna?» (Camino, n. 235). Por eso no basta, para examinarse como conviene, revisar las cuentas al llegar la noche. El examen es algo que se prepara a lo largo del día, registrando en cada momento, en el libro de la conciencia, incluso tomando algunas notas, la bondad o la malicia de nuestras acciones.
Así es como llegaremos a conocernos de verdad, y podremos observar la auténtica importancia de nuestras obras y las disposiciones del corazón para poder plantear la lucha en el terreno de la realidad: «Limpia tu alma y guárdatela en el examen del corazón, para que desaparezcan todas las manchas que derivan de la maldad y todas las indecencias de los vicios, y haz que se engalane e ilumine con el resplandor de las virtudes. Escudríñate, pues, a ti mismo, averigua qué eres; haz todo lo posible por conocerte» (S. JUAN CLÍMACO, Scala paradisi, 4).
Sinceridad El conocimiento propio encierra ciertas dificultades que han de afrontarse en el examen de conciencia, por eso hay que acudir con la mirada limpia de los que están decididos a encontrar la verdad sin hacer caso del amor propio, que tratará de ocultarnos las propias faltas y pecados para impedir que nos veamos tal y como somos en realidad. «A la hora del examen ve prevenido contra el demonio mudo» (Camino, n. 236); la soberbia, tan inclinada a ver y a criticar las faltas ajenas, se siente incapaz de reconocer las propias y las calla celosamente y las oculta bajo mil razones y pretextos. Tal vez resulte fácil reconocer de un modo general que somos pecadores: el justo peca siete veces (Prov 24, 16), pero no lo es tanto reconocerlo de un modo personal: Soy un pobre pecador, por eso son tantas las veces que se hace el examen de conciencia con ojos de ciego: Han tapado sus ojos para no ver (Mt 13, 15), sin humildad y con esa falta de sinceridad con la que se pretenden justificar las propias debilidades. Para hacer bien el examen de conciencia es imprescindible una disposición de sinceridad que nos lleve a considerar nuestra personal debilidad en orden al pecado. Hemos dicho que el examen es oración, un diálogo entre Dios y nosotros, y diálogo significa intercambio de modos de pensar y enriquecimiento de la propia personalidad ante las ideas de los demás. En nuestro caso, es evidente que no vamos a enriquecer a Dios, sino que vamos a ser enriquecidos por Él. Pero para que Dios se comunique con nosotros es preciso partir de la idea clara de que somos nosotros los que tenemos algo
que aprender, de ahí que el examen no consista en una afanosa investigación para descubrirle al Señor lo que nos pasa, sino en el esfuerzo amoroso en conocernos y vernos tal y como Él nos ve y nos conoce, dejándole intervenir con su gracia y con su luz que harán posible ese conocimiento personal básico para poder corregir nuestros defectos. Si no dejamos a Dios que nos inspire y nos guíe, este ejercicio de piedad acabará transformándose en un monólogo y entonces ya no será oración, porque se habrá transformado en una forma más o menos disimulada de dar vueltas a los propios problemas. La sinceridad en el examen de conciencia no consiste en que le digamos al Señor la verdad de nuestras pobres vidas, puesto que ya la conoce, sino en reconocer efectivamente que somos así, tan distintos de nuestro modelo Jesucristo, y estar dispuestos a cambiar. Es sincero el que le deja hablar, el que está dispuesto a escucharle y a poner por obra cuanto le pida. En el examen es Dios el que debe llevar la voz cantante y a nosotros nos corresponde prestar atención a lo que nos diga. ¿No habéis observado lo que sucede entre dos personas, cuando una de ellas no quiere tratar determinado tema en la conversación? Se hablará de todo menos de lo que verdaderamente importa. Se dirá que nadie va al examen con esa falta de buena voluntad porque se hace difícil pensar que haya quienes sean capaces de semejante falta de disposición interior, pero el hecho de que cueste trabajo pensar en alguien así no significa que no exista esa persona y ni siquiera que no sea uno de nosotros. Podrá parecer mentira que nos engañemos a nosotros mismos, pero es verdad, y además ocurre a menudo, porque en el examen no es otro el hombre que se examina y habla con Dios que ese niño que nació hace tantos años y que ha venido tan inesperablemente unido a nosotros que somos nosotros mismos. Ese yo es el que se examina y por el hecho de hacerlo no deja de ser el que es, con sus defectos, con sus pecados, con sus virtudes y con todo el cortejo que acompaña la vida de cada uno. Y vamos a examinarnos tal y como somos. Esto significa que si en nuestra vida no somos sinceros y no nos acostumbramos a vivir la sinceridad, tampoco lo seremos a la hora de
examinarnos, por la sencilla razón de que esa falta de sinceridad nos impedirá ver y entender. Eso no quiere decir que en el examen no se pueda cambiar, sino que para poder cambiar en el examen se necesita una disposición de humildad en la que se reconozcan los propios pecados, o aunque no se reconozcan porque no se ven, que se esté dispuesto a hacerlo. Cuando el alma acude a Dios de ese modo, entonces puede ver y aprender, cosa que resulta imposible para el que se cree que ya ve o piensa que ya sabe. Descuidar el examen, hacerlo con ligereza o precipitación o con miedo a ver la realidad no nos hace mejores, es cerrar los ojos y abandonar el campo al enemigo, al demonio, que «desde siempre concentra su labor y su esfuerzo en no dejarnos examinar el corazón, porque no ignora los beneficios que obtiene el alma con el examen cotidiano» (HESIQUIO, De temp. et virt., 1, 30). No debemos acobardarnos ante lo que nos espera en el examen de conciencia, hemos de perder el miedo a descubrir nuestras miserias, porque contamos con la infinita misericordia de Dios, que sólo espera que reconozcamos nuestra pequeñez para acudir en nuestra ayuda. «Examínate: despacio, con valentía» (cfr. Camino, n. 237); tenemos que luchar por eliminar los obstáculos que nos impiden realizar cada día un buen examen. Hemos de estar prevenidos contra el demonio mudo, que antes citábamos, y contra la pereza que señala el principio de la muerte del alma, y que se manifiesta en el empeño por no examinarse, señal cierta de que el amor a Dios se ha enfriado, de que el interés por las cosas divinas se está extinguiendo. Si somos sinceros y tenemos el deseo eficaz de ser santos no temeremos reconocer la realidad de nuestra pobre vida. Escucharemos al Señor que nos habla en el examen y se hará la luz en el alma y se verán con claridad los obstáculos que se interponen entre Él y nosotros. No endurezcamos nuestro corazón (cfr. Sal 94, 8), no nos engañemos tontamente pretendiendo ignorar nuestros pecados y pongamos la atención en entenderle, que si se tiene buena voluntad, la gracia de Dios no nos ha de faltar en esos momentos tan importantes de la jornada.
Sinceridad en el examen es ir dispuestos a descubrir la verdad y no sólo eso, sino también aceptarla de buen grado: no es sincero el que acude a él a mirar y remirar, sino el que está decidido también a escuchar a Dios y a poner los medios para cambiar. Hay quienes huyen del examen, no porque les resulte más o menos difícil encontrar unos minutos al día para dedicarlos al Señor, sino porque saben lo que les va a decir, que es lo que ya les está diciendo y es precisamente lo que les impide acercarse a Él con confianza. La sinceridad en el examen puede decirse que se concreta en esto: saber escuchar a Dios. Si se hace así será un verdadero encuentro con el Señor que resiste a los soberbios y a los humildes da su gracia (Sant 4, 6).
Modo de hacer el examen de conciencia diario El examen de conciencia es una cuestión de orden práctico que hay que resolver individualmente, con la ayuda del Espíritu Santo, porque es tanta la diferencia entre unas y otras personas que resulta imposible dar una norma que sirva para todos. Si se tiene en cuenta que se pretende alcanzar un mayor conocimiento propio para poder rectificar nuestra conducta, y de este modo acercarnos un poco más a Jesucristo, a la hora de hacerlo habrá que situarse en una posición desde la que se pueda observar nuestro comportamiento a lo largo de la jornada. «Todas las noches, antes de entregarte al sueño, llama a juicio a tu conciencia, pídele cuentas muy exigentes de las decisiones malas que hayas tomado durante el día... arráncalas, destrózalas y castígate por ellas» (S. JUAN CRISÓSTOMO, Exposit. in Ps., 4, 8). Para hacer el examen se puede seguir un orden cronológico, es decir recorrer el día desde el momento de despertar hasta la hora de retirarse al descanso; de este modo se repasa la conducta que hemos observado con el Señor, al levantarnos, en el aseo personal, en el desayuno, mientras nos dirigíamos al trabajo, al volver a casa, durante el almuerzo, al reanudar la labor profesional, al salir de nuevo a la calle y durante esas horas que restan
hasta el fin de la jornada. No es que se quiera decir que éste sea el mejor de los sistemas, pero tiene la ventaja de pasar nuestras obras como por un tamiz, en el que se queda todo aquello que verdaderamente vale la pena tener en cuenta a la hora de pedirle perdón a Dios y de hacer un firme propósito de enmienda. También puede hacerse siguiendo los mandamientos uno a uno, con una ojeada que nos permitirá descubrir las infidelidades grandes o pequeñas y las desviaciones que hemos tenido en ese camino de amor que nos ha trazado el Señor. Hay otros que prefieren repasar ordenadamente sus deberes con Dios y examinar a continuación los que miran al prójimo y terminar con los que tienen para consigo mismos. Lo importante en cualquier caso, es contar con esa luz del examen que nos ayuda a descubrir las disposiciones fundamentales del corazón en nuestras obras, afectos, pensamientos y palabras que serán observados con la atención de quien está dispuesto a buscar las raíces de la enfermedad. «Como investigador diligente de tu pureza de alma, pídete cuentas de tu vida en un examen de cada día, averigua con cuidado en qué has ganado y en qué has perdido... Procura conocerte a ti mismo. Pon todas tus faltas delante de tus ojos, ponte frente a ti mismo, como delante de otro y luego duélete de ti mismo» (S. BERNARDO, Medit. piisimae, c. 5 De quotid. siu ipsius exam.). Sería una pena que por descuido o por negligencia estuviésemos preocupados en buscar honores o en aumentar nuestras riquezas o en hacernos famosos, mientras descuidamos el negocio de la propia santificación o, lo que es peor aún, de la salvación de nuestras almas. «La experiencia demuestra que quien hace con frecuencia examen de sus pensamientos, de sus palabras y de sus obras, tiene más fortaleza para odiar el mal y huir de él y también más ardor y más celo por el bien. También la experiencia demuestra a cuántos inconvenientes y peligros está expuesto el que se niega a acudir a este tribunal en que la justicia se sienta para juzgar, al que la conciencia acude como reo y como acusador» (S. PÍO X, Exhortación Haerent animo, 4-VIII-1908).
El tiempo empleado en hacer el examen de conciencia no tiene por qué ser demasiado largo. A un alma que habitualmente practica este ejercicio de piedad le bastarán, de ordinario, unos minutos, tres o cuatro suelen ser suficientes para encontrar las faltas fundamentales a las que convendrá prestar particular atención. En otras ocasiones deberá ser más extenso porque el Señor nos está ayudando con su gracia, de una manera especial, y entonces convendrá profundizar para llegar a descubrir lo que nos pide en esa temporada. Como regla general puede aconsejarse tomar alguna nota durante el examen; tiene la ventaja de que así no se olvidan los propósitos o de que, en caso de olvidarlos, con una simple ojeada se pueda volver a centrar la lucha en los puntos fundamentales. También se recomienda distribuir el examen a lo largo de la jornada, es decir, no limitarlo a la última hora del día, porque de este modo serán varias las oportunidades que se presenten de rectificar la propia conducta: hay quienes consultan sus notas nada más levantarse, al mediodía, después del almuerzo, a la hora de la merienda y antes de entregarse al sueño; pero no se trata de obsesionarse con el examen, sino de aprovechar realmente los deseos de servir a Dios y de poner por obra los medios que están a nuestro alcance. Por eso cada uno verá, con la ayuda del director espiritual, lo que más le conviene, según sus peculiares circunstancias.
V. LA CONTRICIÓN Dios está dispuesto a perdonar los pecados en el sacramento de la Penitencia, pero para alcanzar el perdón es preciso que nos acerquemos a la confesión con las debidas disposiciones. Estas disposiciones son espirituales e interiores, y entre ellas ocupa el primer lugar la contrición, que se define como «un dolor del alma y detestación del pecado cometido, con propósito de no pecar en adelante» (CONCILIO DE TRENTO, ses. 14, cap. 4: D. 987). Son, pues, dos los elementos de que consta la contrición: el dolor o arrepentimiento de los pecados y el propósito de no volver a pecar. Estos dos elementos son realmente necesarios para poder recibir la gracia santificante y el perdón, de tal manera que la ausencia de cualquiera de ellos harían la confesión inútil e incluso sacrílega. Tal vez podríamos peguntarnos por qué es necesaria la contrición. ¿No bastaría acercarse al sacramento para recibir el perdón? ¿Es que no es suficiente oír de labios del sacerdote esas palabras de absolución, con las que se nos declara que los pecados nos han sido perdonados? Para responder a estos interrogantes es preciso explicar algunos conceptos. Ante todo convendría recordar que perdonar es tanto como «remitir una deuda, ofensa, falta o delito que toque al que redime», y esto supone efectivamente que, en el caso del pecado, solamente Dios puede hacerlo. Pero para que Dios llegue a perdonar es necesario acudir a la Confesión verdaderamente arrepentidos y con propósito de enmienda, ya que de otra manera Dios no nos perdonaría; no porque no tenga poder, sino porque no podría hacerlo sin violentar la libertad del pecador. Quiere decirse que Dios respeta la libertad del hombre hasta sus últimas consecuencias, de tal manera que no está dispuesto a perdonar más que a aquel que lo desee de verdad.
Quizá podría pensarse que todos lo desean, pero en realidad no siempre es así. Éste es el caso de los que van a confesarse sin arrepentimiento o sin propósito de enmienda, porque aunque declaren sus pecados y digan por todos los medios imaginables que desean el perdón de Dios, no serían verdaderas sus palabras. Si lo fueran, en primer lugar aborrecerían sus pecados, los detestarían con todas sus fuerzas, y en este supuesto ya tendrían el arrepentimiento, y en segundo lugar, sería firme su decisión de no volver a pecar, de que el pecado no se repitiese más en su vidas, de que no volviese a ocurrir, y entonces ya tendrían el propósito de enmienda. De todo esto se deduce fácilmente que no es posible recibir el perdón de Dios y la gracia santificante sin la contrición, porque la falta de ésta supone un obstáculo tan grande, por parte del pecador, que ni siquiera Dios está dispuesto a ignorarlo a pesar de su infinita misericordia. Puede, pues, decirse que el arrepentimiento y el propósito de enmienda son absolutamente necesarios para hacer la Confesión con fruto sobrenatural, ya que su ausencia no sería otra cosa que una resistencia a los impulsos del Espíritu Santo, que invita a las almas al sacramento de la penitencia para darles la salvación. Por eso acercarse a la Confesión sin esas disposiciones sería una verdadera hipocresía, porque mientras con las palabras y con la actitud externa pedimos perdón al Señor, en nuestro interior lo estaríamos rechazando al conservar un auténtico apegamiento al pecado.
La luz y la fuerza de la gracia divina Siempre, y en la vida de piedad por consiguiente también, andamos buscando un motivo, una razón capaz de movernos a actuar. La mayoría de las personas cuando dicen, al hablar de la oración o al referirse al dolor de los pecados, que no sienten nada, no están pensando en el sentimentalismo, sino más bien en ese encontrar las razones de su dolor, que desearían notar con mayor intensidad, para tener la seguridad de que realmente lo poseen.
Desde luego, a cualquiera le gustaría encontrar en su camino la luz que le ciegue y que le rinda ante la evidencia de lo divino, como la encontró San Pablo. El Apóstol, antes de su conversión, no era precisamente partidario de los cristianos. Saulo, respirando amenazas de muerte contra los discípulos del Señor, se presentó al príncipe de los sacerdotes y le pidió cartas para Damasco, dirigidas a las sinagogas, para traer presos a Jerusalén a cuantos hombres y mujeres hallase de esta profesión. Cuando estaba de camino sucedió que, al acercarse a Damasco, se vio de repente rodeado de una luz del cielo, y cayendo a tierra oyó una voz que decía: Saulo, Saulo, ¿por qué me persigues? Él contestó: ¿Quién eres, Señor? Y el Señor dijo: Yo soy Jesús, a quien tú persigues (Hechos 9, 1-6). De este modo, Pablo encuentra la razón de su conversión en las palabras del mismo Jesucristo, que se dirige a él personalmente y de una manera que no ofrece dudas de ninguna clase. Pero habrá de reconocerse que no suele Dios actuar de la misma forma con todas las personas. Nos gustaría que el Señor nos hablase con la misma claridad que a Pablo, pero bueno será recordar aquí que fue el mismo Jesús el que dijo aquello de bienaventurados los que sin ver creyeron (Jn 20, 29). Es cierto que a Pablo se le remite a otras personas que le indicarán lo que debe hacer, pero previamente se ha realizado un encuentro con la gracia de Dios en el que se ha descubierto la luz, el motivo, la razón, eso que quizá podríamos llamar el sentimiento de lo que hay que hacer, el impulso interior que pone en marcha la voluntad: Señor, ¿qué quieres que yo haga? (Hechos 9, 6). Y es ahí, en ese momento, donde y cuando se realiza la conversión inicial; después vendrá la correspondencia a la gracia y con ella la unión, la identificación con Cristo. La gracia, en cierto sentido se siente, y no puede ser de otra manera, pero no se siente como una cosa especial, sino al modo humano. No quiere decirse que Dios no pueda hacer que un alma se encuentre removida por la acción divina, como lo hizo con San Pablo, sino que no es ése el modo ordinario con que el Espíritu Santo trabaja en las almas, ya que lo hace con mayor sencillez y con una apariencia menos sobrenatural, auque en realidad no deje de serlo.
La fuerza de la gracia toma forma de luz, y bajo esa luz el entendimiento ve y comprende que ha de arrepentirse del pecado; y toma forma de impulso en la voluntad, que se mueve bajo esa luz hacia el aborrecimiento de lo que ofende al Señor. Pero todo eso no hay que entenderlo como un «sentimiento», sino más bien como algo que se comprende que debe hacerse. En pocas palabras: el encuentro con la gracia se realiza en ese momento especial en que uno se da cuenta de que debería confesarse. No hace falta más porque ahí ya está actuando de un modo completamente sobrenatural el Espíritu Santo para llevar al alma hacia el perdón, aunque este proceso no se realice con gusto y delectación interior, sino más bien con la repugnancia lógica de quien ha de pasar por la pequeña humillación de reconocer sus pecados y de confesarlos después con el sacerdote en el sacramento de la Penitencia.
El verdadero dolor de los pecados y los sentimientos Buscar la luz, la fuerza que nos acerque a una buena confesión, no es malo. Lo que sí sería menos bueno es buscar un arrepentimiento de los pecados de tipo sentimental, porque con él no se encontraría otra cosa que la satisfacción que experimenta el egoísmo al encontrar una nueva emoción: en este caso la del dolor de los pecados, que quedaría reducido a un sentimiento, más poético, que no dejaría al alma en paz, porque no es fruto de la gracia, sino de la sensibilidad, y que no daría otra alegría que la que pueda producir un movimiento del espíritu. Sentir con emoción el dolor de los pecados no es un bien en sí mismo; el verdadero bien está en el arrepentimiento con que se detestan, y ese arrepentimiento radica en la voluntad, que rechaza al pecado al conocer su malicia como ofensa a Dios. Pero si el arrepentimiento viene acompañado de un dolor sensible, sea bienvenido en la medida en que nos ayude a concretar los propósitos de enmienda.
Con esto no se pretende otra cosa sino aclarar de alguna manera lo que es el principio y la razón de una vida nueva en nosotros, porque esa luz que ilumina el entendimiento y esa fuerza que impulsa a la voluntad son, en último término, el resultado de la acción con que Dios pretende atraer a las almas que se encuentran lejos de Él por el pecado mortal, o que se han enfriado en el amor a consecuencia del venial o de la tibieza. Todos, de una manera o de otra, buscamos eso que nos hará cambiar, eso que será el primer paso de nuestra conversión. ¿Por qué entonces permanecemos indiferentes ante ese encuentro con Dios que nos espera? ¿Es que no nos damos cuenta de que es el Señor quien nos aguarda? ¿Es que no queremos comprometernos? Si sabemos que hay que cambiar deberíamos hacerlo, porque la luz, el impulso de Dios en el alma, no consiste de ordinario en otra cosa que en saber lo que hay que hacer: eso es la gracia de Dios que actúa en nosotros y que nos llama a una nueva conversión, aunque en ella encontremos el sacrificio y la cruz. El único problema verdadero que se plantea en una conversión es el de apoyarse plenamente en Dios. La gracia del Señor no nos falta, pero nuestra correspondencia sí puede faltar, porque aunque el alma sepa que en aquello está su bien, no por eso abandona fácilmente ese bienestar perecedero, imperfecto y falso que le proporciona el pecado y siente la dificultad de cambiarlo por algo tan lejano e inasequible –así le parecen estar las cosas al pecador–, como son el amor de Dios y la gloria del cielo. Para recibir la gracia y para que la gracia nos mueva, es preciso dejarla actuar y mirar las cosas con ojos de fe. Así pues, aquí, en el dolor de los pecados, lo importante es la fe: ese darse cuenta de que hay que cambiar y acercarse a la confesión para recibir la vida que nos viene de Dios. A este propósito viene bien recordar la conversión de un pecador empedernido que durante muchos años vivió apartado de los sacramentos. En cierta ocasión, más por compromiso que por otra cosa, no tuvo más remedio que asistir a una homilía predicada por un humilde sacerdote. Éste se afanaba al hablar, y pedía luces al Espíritu Santo y palabras que conmoviesen al auditorio. Al terminar la plática quedó sorprendido porque el pecador, removido interiormente, cayó de rodillas a sus pies solicitando perdón de sus pecados con humilde y sincera confesión.
Todavía asombrado por aquella conversión, le preguntó, cuando se retiraba ya hacia uno de los bancos de la iglesia para rezar la penitencia, cuál había sido el motivo de su arrepentimiento y si recordaba algún razonamiento o algunas palabras que le hubiesen herido especialmente en el alma hasta el punto de provocar su vuelta a Dios, «para así poder predicar –añadió– con mayor eficacia en favor de las almas». A lo que nuestro hombre respondió: «Mire, me tendrá que perdonar, pero es que he estado todo el tiempo distraído, y ni siquiera sé qué es lo que se ha tratado en el sermón. Solamente le puedo decir que en un momento determinado usted dijo algo así como “hay que cambiar”, y para mí ha sido como una luz de Dios que me hacía comprender que, hasta el momento presente, había obrado mal y debería pedirle perdón por los pecados de mi vida y volver de nuevo a la fe de mi juventud». El dolor de los pecados, la conversión, no es cuestión de sentimiento ni de palabras más o menos acertadas, no se trata de conmoverse hasta las lágrimas, sino de ver con la luz de la fe y con la ayuda de la gracia la malicia del pecado para poder detestarlo y pedir perdón a Dios en una buena confesión. Por eso lo más importante no es la sensación interior de pena o de dolor, sino el verdadero arrepentimiento que tiene su origen en la gracia de Dios, que nos llama y que nos espera en todo momento dispuesto a concedernos su perdón. No hay que esperar más luces ni más nada para convertirse al Señor. Cuando se ve claro lo que hay que hacer, la respuesta debe ser inmediata, y en este caso nos llevará a prepararnos convenientemente para recibir el sacramento de la Penitencia con las debidas disposiciones, que no son, ni tienen por qué ser, algo sentimental y emotivo. No nos dejemos engañar por el demonio que se empeña en convencernos de que no estamos en condiciones de confesar o de que en otro momento lo haremos mejor; hacer caso de semejantes dilaciones es tanto como resistir a la gracia de Dios. De ahí que cuando no «sintamos» el dolor de los pecados, no esperemos ocasión más oportuna y, sin pretextos inadmisibles, nos acerquemos al sacramento donde el Señor nos dará con abundancia lo que a nosotros parece faltarnos.
Dolor perfecto o contrición Para procurar la amistad con Dios, perdida por el pecado mortal, es imprescindible arrepentirse. El arrepentimiento se llama también dolor de corazón porque bajo el nombre de corazón se entiende aquí la voluntad, y no debe entenderse como algo sensible, porque de no ser así, se llegaría fácilmente a la conclusión de que nos falta una de las condiciones para recibir el sacramento de la Penitencia, lo que sería un error lamentable. Algunos se imaginan que arrepentirse es tanto como detestar lo hecho con la misma fuerza con que un niño rechaza los dulces después del atracón. Desgraciadamente, no siempre ocurre así, pues hay ocasiones en las que después de ofender a Dios no nace en nosotros, como seguramente desearíamos, el aborrecimiento del pecado; y no sólo eso, sino lo que es peor, después de cometerlo se nota una tendencia todavía mayor a volver a caer, ya que de algún modo se debilitan nuestras fuerzas para el bien. El dolor de los pecados no se nota en que éstos, sean cuales fuesen, dejan de atraernos, sino en la decisión con que la voluntad los detesta. El arrepentimiento es ese «quisiera no haberlo hecho», o aquél «ojalá no lo hubiese cometido», y para que sea válido es preciso que hunda sus raíces en la vida sobrenatural, ya que de otro modo permanecería en el orden de las cosas naturales, en un plano distinto al de la vida de la gracia, con lo que ésta no podría llegar a nosotros. Por eso debe referirse de alguna manera al Señor, pues de lo contrario, si no tuviese como último fin a Dios, no nos acercaría a Aquél de quien vamos a obtener el perdón, sino que nos dejaría encerrados en los estrechos límites de la propia pobreza, absolutamente incapaz de alcanzar una gracia de la que carecemos. Son varias las razones que se pueden tener para arrepentirse de los pecados, pero no todas ellas nos disponen a recibir la gracia en el sacramento de la confesión. Por eso será conveniente estudiarlas para no caer en el error de ofender a Dios con un falso dolor que nos apartaría todavía más de Él. Hay un dolor de los pecados al que se le llama de amor, y procede del corazón: «Dolor de Amor. –Porque Él es bueno. –Porque es tu Amigo, que dio por ti su Vida. –Porque todo lo bueno que tienes es suyo. –Porque le has
ofendido tanto... –Porque te ha perdonado... ¡Él!... ¡¡a ti!! –Llora, hijo mío, de dolor de Amor» (Camino, n. 436). A este dolor se le llama perfecto o de contrición porque mira exclusivamente a la bondad de Dios y no a nuestro provecho o daño y nos hace alcanzar inmediatamente el perdón de los pecados, quedándonos, no obstante, la obligación de confesarlos (cfr. Tercer Catecismo de la Comunidad Cristiana. Ésta es nuestra fe, ésta es la fe de la Iglesia. Conferencia Episcopal Española, p. 256). Aquí surge una cuestión que parece interesante resaltar. Si el dolor perfecto o de contrición perdona los pecados, ¿por qué queda entonces la obligación de confesarlos posteriormente? La respuesta en realidad es muy sencilla: porque el dolor perfecto, para que sea tal, incluye necesariamente el propósito de confesarse (cfr. ibídem, n. 343). Cristo Nuestro Señor no sólo nos ha dicho que quiere perdonarnos los pecados, sino que ha instituido un sacramento, el de la penitencia, que nos da un signo sensible de ese perdón y lo realiza eficazmente. El cristiano agradece al Señor ese sacramento recibiéndolo con amor, de manera que si alguien no lo apreciara, demostraría que no ama a Dios y que no se duele realmente de sus pecados, tal y como se debe, ya que se niega a usar los medios de salvación que el mismo Dios pone a su alcance. Por eso el acto de contrición no perdona los pecados, sino en cuanto está unido al propósito de acudir a la confesión, y quien se negase a hacerlo no podría ser perdonado porque en realidad no ha hecho un verdadero acto de contrición. Sin embargo, quien a la hora de la muerte no encontrase confesor, para poder recuperar la gracia de Dios le bastaría el acto de contrición, es decir: un acto de dolor de amor de sus pecados, por haber ofendido a Dios, que es tan bueno con nosotros, con el propósito de enmienda y de confesión. De este modo recibiría la gracia santificante y la amistad y la filiación divina perdida por el pecado, porque ese requisito de la confesión, si no ha podido cumplirse, ha sido a causa de una absoluta imposibilidad, ajena por completo a su voluntad y deseo.
Pecado mortal, contrición y comunión A la luz de la doctrina expuesta sobre la contrición, cabe preguntarse si se podría comulgar después de haber cometido algún pecado mortal, con tal que se estuviese arrepentido de él y se tuviera el propósito de confesarse. La respuesta es muy sencilla: no. Y aunque parezca demasiado tajante no cabe contestar de otra manera; basta pensar que es a Dios a quien se recibe en la Eucaristía para entender que el alma debe encontrarse libre de pecado mortal: no vamos a alojar a Dios en el alma manchada, cuando tenemos a nuestro alcance el sacramento de la confesión, en el que se nos perdonan los pecados y se recibe la gracia santificante. A este respecto convendrá recordar lo que nos enseña San Pablo cuando nos dice inspirado por el Espíritu Santo: quien come el Pan y bebe el Cáliz del Señor indignamente, será reo del Cuerpo y de la Sangre del Señor. Examínese, pues el hombre a sí mismo, y entonces coma el Pan y beba el Cáliz, pues el que come y bebe sin discernir el Cuerpo del Señor, come y bebe su propia condenación (1 Cor 11, 27-30). Como se ve, el Apóstol tiene interés en dejar bien sentado que es un asunto de la máxima trascendencia. No se trata de algo accidental, sino de una cuestión de principios: el que recibe en pecado mortal la Comunión, se hace reo de su propia condenación. Se trata, por lo tanto, de un pecado gravísimo, que, sin embargo, también admite perdón en el sacramento de la penitencia, como cualquier otro pecado, si se confiesa debidamente. No hay, pues, otra salida: para acercarse a recibir la Eucaristía hay que encontrarse en estado de gracia. De aquí se desprende fácilmente la necesidad, expresamente declarada por San Pablo, de examinar la propia conciencia, y si ésta nos acusa de pecado mortal, de acercarse previamente a la confesión para que el alma quede bien dispuesta antes de recibir al Señor. Y nótese que no es suficiente hacer el acto de contrición, por muy perfecto que sea, sino que debe acudirse a la confesión. Así lo ordena nuestra Madre la Iglesia con palabras que no dan lugar a falsas interpretaciones: «Quien tenga conciencia de hallarse en pecado grave (...), no comulgue el Cuerpo del Señor sin acudir antes a la confesión sacramental, a no ser que concurra un motivo grave y no haya
posibilidad de confesarse; y en este caso tenga presente que está obligado a hacer un acto de contrición perfecta que incluye al propósito de confesarse cuanto antes» (CÓDIGO DE DERECHO CANÓNICO, can. 916). Sin embargo, como puede comprobarse con la simple lectura del canon citado, la Iglesia, en circunstancias excepcionales, autoriza a los fieles a la recepción de la Eucaristía con sólo el acto previo de perfecta contrición. Para ello es preciso que se trate de una necesidad urgente en la que se carece de confesor, circunstancia que rara vez se da en la práctica, y que nada tiene que ver con el deseo de comulgar que se puede sentir en un determinado momento. Entre los casos que suelen considerar los moralistas, solamente citaremos el de quien estando ya en el comulgatorio se acuerda de estar en pecado mortal y no puede abandonarlo sin grave infamia o escándalo de los presentes. En semejante situación, la Iglesia autoriza a comulgar haciendo antes un acto de perfecta contrición. Nótese bien que ni en este caso ni en ningún otro se permite comulgar en pecado mortal, sino únicamente comulgar en gracia haciendo un acto de perfecta contrición, dejando pendiente la obligación de confesar aquel pecado anterior en la primera confesión que haga (Para una explicación más amplia, cfr. ROYO MARÍN, A., Teología moral para seglares, Madrid, 1975, p. 219). A veces hay almas que cuando asisten a la Santa Misa y observan a los que se acercan a la Comunión sienten unos deseos vehementes de recibir al Señor. Cuando se encuentran en pecado mortal y movidos por esos deseos se adelantan a comulgar, que no tomen como justificante de su actitud la intensidad de sus deseos. Si tienen ganas de comulgar, mayores deberían ser las de confesarse, porque en esos casos la confesión es un requisito previo para comulgar dignamente, como nos enseña el segundo mandamiento de la Iglesia, que nos obliga a «confesar los pecados mortales al menos una vez al año, y en peligro de muerte, y si se ha de comulgar» (CATECISMO NACIONAL TERCER GRADO, n. 309). Esta cautela impuesta por la Iglesia en forma de mandamiento, responde en realidad al sumo respeto que se debe al Santísimo Sacramento de la
Eucaristía. Puede también decirse que si permanece el deber de confesar después de haber cometido algún pecado mortal, por muy arrepentido que se esté y por muy perfecto que nos parezca el propósito de enmienda, es porque no podemos estar seguros de que la contrición haya sido perfecta, mientras no sea el mismo Dios quien nos lo dice, ya que nadie tiene suficientes elementos de juicio personales para poder estimar que ya obtuvo la gracia divina. Situación bien distinta a la del que se confiesa con las debidas disposiciones, porque entonces ya no es la propia conciencia la que nos indica que hemos alcanzado el perdón, sino el mismo Jesucristo, que nos lo dice por boca del sacerdote: Yo te absuelvo de tus pecados.
La atrición o dolor imperfecto de los pecados La mejor disposición del alma para recibir la gracia de Dios en el sacramento de la penitencia es la contrición o dolor perfecto de los pecados, que procede del amor a Dios y que no puede coexistir junto al pecado mortal. Pero existe también otro dolor, distinto del anterior, que por no ser tan excelente se llama imperfecto o de atrición, y «es un sentimiento o pena de haber ofendido a Dios por temor al castigo o por la misma fealdad del pecado» (Ibídem, n. 266). Se trata pues, de un arrepentimiento del alma que tiene su origen en el miedo del infierno o de la Justicia divina, que también puede castigarnos en la vida presente. Ese miedo no es tan desinteresado como el amor, pero como se refiere al Señor y aunque solamente nos relacione con Él a través del temor, no por eso deja de ser un motivo sobrenatural, y suficiente, por tanto, para recibir posteriormente la gracia santificante en el sacramento de la penitencia. Efectivamente: «La contrición imperfecta, que se llama atrición, porque comúnmente se concibe por la consideración de la fealdad del pecado y temor del infierno y sus penas, si excluye la voluntad de pecar y va junto con la esperanza del perdón, no sólo no hace al hombre hipócrita y más
pecador, sino que es un don de Dios e impulso del Espíritu Santo, que todavía no inhabita, sino que mueve solamente, y con cuya ayuda se prepara el penitente el camino de la justicia. Y aunque sin el sacramento de la penitencia no pueda por sí misma llevar al pecador a la justificación, sin embargo, le dispone para impetrar la gracia de Dios en el sacramento de la penitencia. Con este temor, en efecto, los ninivitas provechosamente sacudidos ante la predicación de Jonás, llenos de terrores, hicieron penitencia y alcanzaron la misericordia del Señor» (CONCILIO DE TRENTO, ses. 14, cap. 4: D. 898). Como puede apreciarse fácilmente, la diferencia entre contrición y atrición es notable, pues mientras que la primera tiene su origen en el amor de Dios, la segunda lo tiene en el temor, que como nos enseña San Juan: no es perfecto en la caridad (Jn 4, 18), y aunque ese temor sea concebido también por un justo motivo sobrenatural, como puede ser la torpeza del pecado o el miedo del infierno, de ninguna manera llega a la perfección de la caridad por la que deseamos a Dios como Sumo Bien. El dolor de contrición mira solamente a Dios, mientras que el de atrición mira sobre todo a nosotros mismos. El primero es desinteresado y sólo contempla la maldad de la ofensa y la condición del ofendido, el segundo se fija más bien en el pecador y en el castigo merecido por el pecado. La contrición perdona el pecado antes de recibir la absolución sacramental, en virtud de ese proceso interior realizado en el alma a impulsos de una gracia actual que nos lleva al arrepentimiento perfecto; la atrición en cambio, por sí misma y aunque incluya el deseo de confesar, es absolutamente incapaz de alcanzar el perdón divino, porque no procede de la caridad y, por lo tanto, no justifica al pecador hasta después de haber recibido la absolución sacramental.
¿Arrepentimiento o soberbia? Existe un tercer dolor o arrepentimiento de los pecados, ajeno a la vida sobrenatural, al que podríamos llamar de soberbia porque tiene su origen no en el amor ni en el temor de Dios, sino en el amor propio que se siente
herido al comprobar la propia imperfección, y es esa tristeza que bien podría ser la envoltura de tu soberbia (cfr. Camino, n. 260). Cuando se tiene este dolor, no es la ofensa a Dios lo que nos duele, sino la propia pequeñez que nos humilla, y con él no podríamos acercarnos dignamente a la confesión porque indica la falta de disposiciones del alma, que no pretendería alcanzar el perdón de Dios, sino que estaría buscándose a sí misma en un desordenado afán de autoperfección. Ése fue precisamente el arrepentimiento de Judas, que después de haber sido elegido por el Señor como uno de los doce y después de haber convivido con Él durante tanto tiempo, cegado por la ambición llega al extremo de venderlo a sus enemigos. ¿Qué queréis darme y yo lo pondré en vuestras manos? Y se convinieron con él en treinta monedas de plata. Y desde entonces buscaba ocasión propicia para traicionarle (Mt 26, 14-16). Y después de entregar a Jesús con un beso y viéndole sentenciado, arrepentido de lo hecho, quiso restituir el dinero a los príncipes de los sacerdotes y a los ancianos diciendo: He pecado, pues he vendido la sangre inocente (Mt 27, 4). El arrepentimiento de Judas era un arrepentimiento consciente, tan consciente como su pecado, pero el suyo fue un arrepentimiento en el que no intervenía para nada la fe y la confianza en Jesucristo. Era un arrepentimiento egoísta, tanto como lo fue su pecado, porque a Judas lo que le importaba no era el Señor, sino su propia persona. Se trataba de un arrepentimiento verdaderamente doloroso, emocionado, violento incluso, porque cuando quiso devolver el precio de la traición, al comprobar que no querían aceptarlo, arrojando el dinero en el templo, se fue y echándose un lazo, se ahorcó (Mt 27, 5), y toda la fuerza de su dolor no le valió de nada porque no le condujo a Dios, sino que le mantuvo encerrado consigo mismo y en la pobreza de su propio ser. Judas comprendió que había obrado mal, reconoció la maldad de su pecado, pero no acudió al Señor con humildad y no quiso acogerse a su misericordia, sino a la de los cómplices de su traición. Quiso buscar el remedio dentro de sí y quiso encontrar la solución de un problema sobrenatural como es el del pecado, en unos medios humanos y por eso se
encontró pronto en un callejón sin salida, y fue entonces cuando optó por el camino de la desesperación, que le mantenía alejado de Dios y que hacía imposible cualquier otra solución que no fuese su triste fin. Si el dolor de nuestros pecados procediera de la soberbia, de nada nos serviría, como de nada le sirvió a Judas, sino para sumirnos en la peor desesperación. Por eso, cuando nos sentimos profundamente conmovidos por nuestros pecados debemos analizar la razón de ese dolor, no vaya a ocurrirnos lo que le sucedió a él. Quiere decirse con esto que a la hora de considerar el propio arrepentimiento, lo más importante no será lo que se sienta o deje de sentirse, sino que se mire bien si ese dolor es sobrenatural en su origen o es más bien fruto de la propia soberbia o del amor propio, que se siente herido al comprobar una vez más la personal debilidad, porque una cosa es la humillación de quien considera sus pecados como error personal, que le llena de pesadumbre, y otra muy distinta la humildad de quien considera que con esos pecados ha ofendido a Dios y que a Él, por tanto, debe acudir para alcanzar misericordia. En cualquier caso, el dolor es una gracia de Dios, pero eso no quiere decir que por tratarse de un don del Cielo nuestra actitud deba ser la del que espera, sino que convendrá pedirlo con fe y remover el alma con consideraciones de orden sobrenatural: la ofensa que se le ha hecho a Dios; la ingratitud del pecado; los sufrimientos de Nuestro Señor Jesucristo en el Calvario; su infinita misericordia en el sacramento de la penitencia; lo que supone la pérdida de la gracia santificante; el dolor de la Santísima Virgen junto a su Hijo; serán motivos más que suficientes para despertar en nosotros el verdadero arrepentimiento que nos dispone a recibir el perdón de los pecados en la confesión sacramental.
El propósito de enmienda De todas formas, el dolor que nos producen nuestras faltas no sería sincero si no fuese acompañado del propósito de no volver a cometerlas.
De pequeño leí en uno de esos cuentos infantiles un ejemplo de lo que podríamos llamar falta de propósito. Se trataba de un hombre que entre sus debilidades contaba con la que le producía los mayores beneficios materiales y a la vez los más grandes quebraderos de cabeza de su vida. Nuestro personaje tenía la flaqueza de apoderarse de lo ajeno siempre que se encontraba a su alcance. Cierto día, después de escuchar un sermón, decidió confesarse. Se acercó al sacerdote, se arrodilló delante de él y comenzó la confesión: «Padre, me acuso –dijo entre otras cosas– de haber robado». El confesor no le interrumpió, y cuando hubo terminado la enumeración de sus pecados le interrogó, como era su deber, acerca de algunos detalles que no carecían de importancia. Le preguntó qué era lo que había robado. «Unos sacos de trigo», respondió el penitente. «¿Como cuántos?», volvió a preguntar el sacerdote. «Como cinco –respondió el ladrón– pero ponga seis, porque mañana me llevo el que queda». En este caso se ve con claridad que falta el propósito de enmienda, condición esencial para que la confesión sea buena, y que consiste precisamente en la decisión de la voluntad de no volver a pecar. Pero esta determinación no lleva consigo la seguridad de que efectivamente resultará así, Para confesarse bien no hay que tener la certeza de que no se ofenderá nunca más al Señor, sino estar dispuestos a poner los medios para no volver a hacerlo. Todos, absolutamente todos, tenemos la posibilidad de volver a pecar, pero el temor de nuevas faltas futuras no debe apartarnos del sacramento, del mismo modo que el convaleciente no se aparta de la medicina aunque sepa que puede recaer, sino que precisamente por eso se acoge a ella como el náufrago a su tabla de salvación.
Las ocasiones de pecado Cuando San Pedro le pregunta al Señor cuántas veces debería perdonar, le insinúa, como en el colmo de la generosidad, ¿hasta siete veces? y Jesús le
respondió: No te digo yo hasta siete veces, sino hasta setenta veces siete (Mt 18, 22-23). Y si Dios nos dice esto, es porque Él también está dispuesto a hacerlo con nosotros cada vez que se lo pidamos con las debidas disposiciones. Estas disposiciones se notan cuando existen de verdad, no sólo porque se está arrepentido, sino también porque se está determinado a la enmienda. Y el que lo está, lo sabe porque está decidido, con la ayuda de Dios, a quitar las ocasiones de pecado, que son aquellas circunstancias de la vida en las que nos encontramos en trance de volver a ofender al Señor. En general se piensa poco en las ocasiones de pecado y lo más corriente es que apenas se les haga caso. Tal vez por eso, la mayoría de las personas las acepta como si se tratase de un mal necesario, de algo que no se puede evitar, sin darse demasiada cuenta de que muchas de ellas dependen, en buena parte, más de nuestra actitud interior que de las circunstancias exteriores. Esto sucede, por ejemplo, cuando se va por la calle. Tal y como están las cosas es evidente que hay que tener un cuidado especial, no sólo con la circulación, sino también con la guarda de los sentidos, porque el panorama que se nos ofrece supone una verdadera agresión al pudor y a la decencia, y aunque hasta el momento presente no se nos haya ocurrido nada para alejar esas ocasiones, que se presentan sobre todo ante los ojos, eso no quiere decir que no estén a nuestro alcance los medios humanos y sobrenaturales que nos ayudarán a evitar un posible daño del alma. Entre estos medios se encuentran sobre todo la oración y la mortificación de los sentidos. Su uso supone ya una cierta prevención contra las ocasiones de pecado, y si bien es cierto que resulta innecesario e incluso perjudicial llegar a obsesionarse con ellas, eso no significa que sea una buena actitud pretender ignorarlas, cuando se tiene en la mano el remedio oportuno. Así, si se desea guardar la vista, un buen sistema puede ser mantener una lucha positiva por permanecer en la presencia de Dios durante el camino. En dicha situación, lo mejor será rezar jaculatorias o pequeñas oraciones vocales, o hacer actos de desagravio cuando se presente la ocasión; o sin más complicaciones aprovechar ese tiempo para rezarle el rosario a la Santísima Virgen, aunque, por supuesto, las distracciones involuntarias
serán más frecuentes que si lo hacemos en el recogimiento de la iglesia o en la soledad de la propia habitación. En cuanto a la mortificación de los sentidos resulta de gran eficacia el ejercicio de pequeños vencimientos en cosas indiferentes, como pueden ser el automóvil que pasa y se deja de mirar, no prestar demasiada atención –a veces resultará lo mejor no prestar ninguna– al modo de vestir o conducirse de los demás, no detenerse ante el puesto de periódicos para leer los titulares o ver la portada de las revistas, que pueden producirnos más de una sorpresa desagradable. Estas pequeñas mortificaciones nos ayudan a tener la voluntad bien dominada para el caso de que se presente una verdadera ocasión de pecado, que nos encontrará bien dispuestos a rechazarla con prontitud. Otras veces, la ocasión de pecado es verdaderamente voluntaria y entonces existe una auténtica obligación de evitarla. Esto es lo que ocurre con las diversiones: no hay ninguna obligación de asistir a determinados espectáculos, teatros, proyecciones cinematográficas o programas de televisión, como tampoco hay ninguna ley que mande frecuentar la compañía de personas que con su trato nos dañan moralmente. Tampoco hay por qué leer el último libro con el pretexto de estar al día, cuando en ese libro se vierten conceptos o se describen escenas que en su simple lectura ya encierran una ofensa a Dios, y esto sin tener en cuenta el daño que posteriormente se puede seguir para la fe o para las costumbres del lector. Hay quienes piensan que no les daña nada y que están como inmunizados contra el pecado, y no se dan cuenta de que son tan débiles como los demás y de que lo que otros hacen también pueden llegar a hacerlo ellos y de que donde otros tropiezan también ellos pueden tropezar. Parece como si en su soberbia, porque esa actitud es una verdadera falta de humildad, no quisieran oír la voz del Espíritu Santo que les amonesta: El que ama el peligro perecerá en él (Eccli 3, 27). Por eso, un cristiano consecuente con su fe, y ser consecuente con la fe supone serlo también con la moral de Jesucristo, no debe asistir a un espectáculo o leer un libro sin la suficiente información acerca de su moralidad. Y si lo hace obra mal, y está ofendiendo a Dios porque voluntariamente y sin necesidad se está poniendo en ocasión de pecar, lo
que de suyo es ya un verdadero pecado, como lo sería tomar un alimento del que se sospecha, con fundamento, que puede contener un veneno. A la hora de apreciar el peligro de una ocasión de pecado, también deberán tenerse en cuenta las circunstancias personales, porque puede suceder que lo que a unos no les daña, a otros les produzca verdaderos estragos, y lo que en determinados momentos de nuestra vida ni siquiera nos supone tentación, en otros resulte un tropiezo de fatales consecuencias. El propósito de enmienda es una de las condiciones del verdadero arrepentimiento; por eso no puede decirse que esté arrepentido el que no está dispuesto a quitar las ocasiones de pecado. y no quita las ocasiones el que sigue saliendo con unos amigos que sabe que le arrastran a perder la gracia de Dios; ni el que continúa haciendo las mismas cosas que le llevaron a olvidarse de los mandamientos del Señor; ni el que asiste a espectáculos que le producen verdaderas tentaciones; ni el que prosigue la lectura de un libro que le despierta los malos pensamientos en los que cae con facilidad. No nos engañemos: cuando se quiere dejar de pecar se ponen los medios para conseguirlo. El enfermo que desea curarse toma las medicinas y sigue el régimen que le recetó el médico, y si no obra así, no puede decirse, se mire como se mire, que de verdad quiere la salud. «Pero es que no quiero pecar, es que soy débil», pues por eso, precisamente por eso, porque somos débiles es por lo que existe una obligación especial de evitar las ocasiones de pecado. Los hombres, cuando acudimos al sacramento de la penitencia, lo esperamos todo de Dios, y es cierto que solamente Él puede perdonarnos, pero no deberíamos olvidar que también hay algo que poner de nuestra parte y que nadie está en condiciones de hacer por nosotros: el propósito de enmienda, que solamente es auténtico cuando va acompañado de la determinación de apartar de nuestra vida, con decisión y por mucho que nos cueste, todo aquello que nos resulte ocasión próxima de pecado. Jesucristo lo dijo bien claro, al ponerlo como condición para salvarse: Si tu mano te es ocasión de escándalo, córtala; más te vale entrar manco en la vida eterna, que tener dos manos e ir al infierno, al fuego inextinguible, en
donde el gusano que les roe nunca muere, y el fuego nunca se apaga. Y si tu pie te es ocasión de pecado, córtalo; más te vale entrar cojo en la vida eterna, que tener dos pies y ser arrojado al infierno, al fuego inextinguible, donde el gusano que les roe nunca muere, y el fuego nunca se apaga. Y si tu ojo te sirve de escándalo, arráncalo; más te vale entrar tuerto en el reino de Dios, que tener dos ojos y ser arrojado al fuego del infierno, donde el gusano que le roe nunca muere ni el fuego jamás se apaga (Mc 9, 42-48).
La lucha ascética El propósito de enmienda debe ser concreto, y cuando existe se nota porque la voluntad está decidida a no volver a pecar y a poner los medios para evitar lo que suponga una ofensa a Dios. Sin embargo, hay veces en las que a pesar de nuestros deseos volvemos a tropezar y a caer en las mismas faltas. En estos casos habrá que preguntarse por la razón de esas recaídas y la respuesta habrá que buscarla, no sólo en el propósito de enmienda, sino también en la raíz de esos pecados que no siempre es tenida en cuenta. Tal vez con un ejemplo se entienda mejor. Supongamos que una persona es mentirosa y se confiesa de ello: se arrepiente y hace propósito de no volver a pecar. Pasa una semana y vuelve a confesarse de lo mismo, y a la siguiente de nuevo, y así durante una temporada. ¿Es que no tiene propósito de enmienda? Si se le preguntase nos diría que sí, que lo tiene, pero que a pesar de todo vuelve a mentir. ¿Qué es lo que le pasa entonces? Si de verdad desea saberlo tendrá que hacer un examen de conciencia más profundo y preguntarse la razón de sus mentiras: no si es mentirosa, que eso ya lo sabe, sino por la causa de esas mentiras. Y descubrirá, quizá, que es más vanidosa que embustera: no miente porque esto le divierta, sino porque le gusta quedar bien; por aparentar más de lo que es o más de lo que sabe; para disculparse; para no quedar mal; y por tantas razones entre las que destaca la vanidad.
Una vez descubierta la raíz de sus pecados, ahí precisamente será donde tendrá que atacar: no en la mentira, sino en la vanidad que es la que le lleva como de la mano a ofender a Dios. Este ejemplo nos puede servir para comprender cómo hay tantos casos en los que el propósito resulta ineficaz, porque no se acude a poner el remedio en la raíz de nuestros pecados. La mentira que tiene su origen en la vanidad, no es más que un botón de muestra de algo que se repite de un modo parecido con demasiada frecuencia: hay quienes hablan más de la cuenta y piensan que ése es su pecado, pero en realidad son envidiosos; otros que se dejan vencer por la impureza, pero el origen de su mal está en la pereza; quienes se acusan de perder el tiempo, cuando su peor defecto es el egoísmo; otros que creen tener mal genio cuando en realidad son soberbios. Esto nos obliga a pensar con mayor sentido de responsabilidad no sólo en la sinceridad con la que hay que hacer el examen de conciencia, sino también en el planteamiento del propósito de enmienda. Y será en la vanidad, en la envidia, en la pereza, en el egoísmo o en la soberbia donde habrá de concretar la lucha, porque es ahí donde se encuentra el origen del mal. Sin embargo, existen situaciones en las que la mejor solución no está en enfrentarse directamente con el pecado, porque el encuentro con un enemigo que, a veces, es más fuerte que nosotros, supondrá una auténtica derrota. En esas circunstancias, lo mejor será huir o dar un rodeo ante el obstáculo que se presenta; es lo que hace cualquiera que tenga un mínimo de prudencia. «Ese modo sobrenatural de proceder es una verdadera táctica militar. – Sostienes la guerra –las luchas diarias de tu vida interior– en posiciones que colocas lejos de los muros capitales de tu fortaleza. Y el enemigo acude allí: a tu pequeña mortificación, a tu oración habitual, a tu trabajo ordenado, a tu plan de vida: y es difícil que llegue a acercarse hasta los torreones, flacos para el asalto, de tu castillo. –Y, si llega, llega sin eficacia» (Camino, n. 307). Se trata, por lo tanto, de plantear el propósito en un terreno en el que somos o podemos ser más fuertes que la tentación, y esto es una cuestión que cada uno deberá resolver personalmente en su examen de conciencia y con la ayuda del confesor, que al conocer nuestros defectos y virtudes podrá aconsejarnos lo más conveniente.
En la confesión recibimos gracias de Dios que nos ayudan a cumplir el propósito de enmienda, pero si tenemos en cuenta nuestra personal debilidad convendrá, además, poner aquellos otros medios sobrenaturales que están a nuestro alcance y que contribuyen a reforzarlos. Entre estos medios se encuentra la oración: Orad para que no caigáis en la tentación (Lc 22, 46), y el trato frecuente y si es posible diario con Jesucristo realmente presente en el sacramento de la Eucaristía; y la devoción a la Santísima Virgen. ¿Cómo vamos a vencer en las tentaciones de la sensualidad, pereza, egoísmo y soberbia si no acudimos al Señor y a su Madre para que nos alcancen la fortaleza necesaria para conseguirlo?
VI. LA CONFESIÓN ¡Yo me confieso con Dios! «¡Mira qué entrañas de misericordia tiene la justicia de Dios! –Porque en los juicios humanos, se castiga al que confiesa su culpa; y, en el divino, se perdona. ¡Bendito sea el santo Sacramento de la Penitencia!» (Camino, n. 309). Así son las cosas de la vida sobrenatural: Jesucristo no emplea la ley del Talión, ojo por ojo y diente por diente, sino que espera pacientemente a que el pecador le abra las puertas del corazón para concederle de nuevo su amistad. Hay quienes creen que para recuperar la amistad divina perdida por el pecado basta con la conversión interior, con que desde dentro del alma se le diga a Dios que nos pesa haberle ofendido, pero olvidan que Él mismo fue quien dijo: A quienes perdonaseis los pecados les serán perdonados, y a quienes se los retuvieseis les serán retenidos (Jn 21, 21), y esto quiere decir que la posibilidad de perdonar o de retener le está encomendada a sus ministros en el sacramento de la penitencia. Sería ridículo argumentar que como el Señor lo puede todo no es necesario declarar los pecados a sus sacerdotes para obtener el perdón, que basta «confesarse con Dios», porque esta manera de pensar, que en apariencia sería fruto de la fe y de la confianza absoluta en la misericordia de Dios, en el fondo no sería más que la consecuencia de la falta de fe y de la soberbia de quien ni respeta ni admite las enseñanzas e instituciones divinas. Ciertamente Dios lo puede todo, pero eso no quiere decir que vaya a hacer lo que a cada uno se le antoje. La verdadera fe y la verdadera confianza, en este caso, no consisten en creer que Dios todo lo puede, sino precisamente en creer que es en el sacramento de la Confesión donde nos perdona los pecados. No cabe más reconciliación con Dios que la que se alcanza a través de Jesucristo; y es Él quien personalmente ha instituido un sacramento con ese fin.
Por eso, los que piensan que Dios les perdona sin necesidad de intermediarios y, por tanto, que no necesitan acudir al confesor, si se mira bien, lo que les pasa es que no tienen fe. Si la tuvieran creerían que cuando el sacerdote pronuncia la fórmula de la absolución no lo hace «como si declarase que los pecados están perdonados, sino a modo de acto judicial, por el que él mismo, como juez, pronuncia la sentencia» (CONCILIO DE TRENTO, ses. 14, cap. 6: D. 902), con la que verdaderamente se alcanza el perdón.
Ministro del Sacramento de la penitencia «En la Iglesia tienen potestad para perdonar los pecados el Papa, los Obispos y los sacerdotes que están debidamente autorizados» (cfr. Tercer Catecismo de la Comunidad Cristiana, p. 257); nadie más tiene esa potestad. «En la confesión de los pecados –escribía San Basilio en el siglo IV– ha de observarse la misma regla que se emplea en la curación de los enfermos. Las enfermedades del cuerpo no se muestran a todos los hombres, ni a cualquier persona, sino solamente a los expertos en el tratamiento de las enfermedades. Pues de manera análoga, la confesión de los pecados sólo debe hacerse ante aquellos que pueden curarlos» (SAN BASILIO, Reg. br., 229; RJ 875). Claro está que existe una diferencia fundamental entre el médico y el sacerdote; el médico cura porque tiene la ciencia que le viene del estudio y del ejercicio de la profesión, mientras que el sacerdote tiene ese poder sobre las almas porque lo ha recibido de Dios a través del sacramento del Orden. «El sacerdocio ministerial cristiano, a diferencia de cualquier otro sacerdocio..., no es una función a la que un hombre es destinado por otros hombres para que interceda por ellos ante la divinidad: es una misión para la que un hombre es asumido por Dios (cfr. Heb 5, 10; 7, 24; 11, 28) [...] una misión eminentemente sagrada: tanto por su origen (es Cristo quien la otorga) como por su contenido (los divinos misterios) y por la misma forma en que se confiere: un sacramento [...].
»Cristo está presente en el sacerdote para significar al mundo que la reconciliación por Él operada no es un acto circunscrito a un tiempo y a un lugar determinado, [...] para poder hacer comprender a los hombres que el perdón de sus faltas, la reconciliación del alma en Dios, no podría ser fruto de un monólogo –por aguda que sea la capacidad personal de reflexión y de crítica–, que nadie puede autopacificarse la conciencia, que el corazón contrito ha de someter sus pecados a la Iglesia-Institución, al hombresacerdote, permanente testigo histórico en el Sacramento de la Penitencia, de la radical necesidad que la humanidad caída ha tenido del Hombre-Dios, único Justo y Justificador» (DEL PORTILLO, A., Escritos sobre el sacerdocio, Ed. Palabra, 4ª ed., Madrid, 1976, pp. 101-103). «Como en el altar donde celebra la Eucaristía y como en cada uno de los sacramentos, el sacerdote ministro de la Penitencia, actúa “in persona Christi”. Cristo, a quien él hace presente, y por su medio realiza el misterio de la remisión de los pecados, es el que aparece como hermano del hombre, pontífice misericordioso, fiel y compasivo, pastor decidido a buscar la oveja perdida, médico que cura y conforta, maestro único que enseña la verdad e indica los caminos de Dios, juez de los vivos y de los muertos, que juzga según la verdad y no según las apariencias» (JUAN PABLO II, Exhort. Reconciliatio et Poenitentia, n. 29).
La acusación de los pecados Es dogma de nuestra fe que los sacramentos producen siempre la gracia a los que no les ponen un obstáculo al recibirlos. ¿Y no sería un verdadero obstáculo acercarse al de la penitencia sin estar dispuestos a declarar las propias faltas? «La confesión de las culpas, que nace del verdadero conocimiento de sí mismo ante Dios y de la contrición de los propios pecados, es parte del sacramento de la Penitencia» (PABLO VI, Ordo Poenitentiae, n. 6), que precisamente por esta circunstancia recibe también el nombre de confesión. La acusación de los pecados no consiste en la simple declaración de los mismos, porque no se trata de un relato histórico de las propias debilidades,
sino de un encuentro con Dios en el que solicitamos su perdón. A la confesión no vamos a disculparnos, porque «en tanto te perdona Dios, en cuanto tú no te perdonas a ti mismo» (TERTULIANO, De poenitentiae, n. 9), sino a manifestar sincera y humildemente el estado de nuestra alma para alcanzar misericordia. A la confesión no vamos a que nos comprendan, sino a que nos perdonen y para ello es imprescindible reconocer los pecados personales. Debe tratarse, por lo tanto, de una acusación dolorida que se esfuerza en evitar tanto los detalles inútiles como la fría generalización que, a veces, se hace de los pecados y de las circunstancias que los rodean, de una acusación en la que no caben esas disculpas con las que se pretende disimular las propias faltas o disminuir la responsabilidad personal. Por eso, San Josemaría Escrivá de Balaguer, con criterio especialmente práctico y sencillo, aconsejaba preparar la confesión para que fuese concisa, concreta, clara y completa.
Confesión concisa La acusación de los pecados no requiere muchas palabras. Hay quienes piensan que no saben confesarse, cosa que, a veces, les preocupa, pues creen que tendrían que alargarse más, como observan que hacen otros. A éstos habría que decirles que «las comparaciones son odiosas» y que, al desconocer la naturaleza de los problemas que los demás tratan con el sacerdote, lo mejor que pueden hacer es no preocuparse del tema y seguir haciendo como hasta el presente: es decir que continúen con su brevedad. Si a pesar de ello no quedan satisfechos, convendrá que se pregunten si son sinceros y también aconsejarles que expongan la cuestión al confesor; si éste les conoce suficientemente podrá tranquilizar sus conciencias y darles la orientación conveniente. «A buen entendedor con pocas palabras bastan» dice el refrán popular y realmente en este caso se cumple a la perfección, pues el confesor está preparado por el estudio de la Moral y fortalecido por la gracia de Dios para atender convenientemente a las almas. Por eso, a la hora de acusarnos de los
pecados bastan pocas palabras, que para decir lo que se ha hecho u omitido no hay que andar con rodeos ni con literatura. Con sencillez, sin justificaciones, sin adornos y con humildad se declaran los propios pecados, que cuando se ha hecho bien el examen de conciencia y se tiene verdadero arrepentimiento, no se encuentran mayores dificultades para pedir perdón en una confesión sincera con la clara conciencia de la propia indignidad.
Confesión concreta A la confesión vamos a pedir perdón de nuestros pecados y esto quiere decir que estarían de más las divagaciones y las teorías personales acerca de esto y de aquello. Ciertamente se le puede pedir orientación al confesor acerca de la moral católica o de la bondad o malicia de nuestras obras, pero convendrá hacerlo con humildad, porque allí no vamos a dar una lección o a discutir, sino a recibir la gracia y el perdón de Dios. Sin generalidades, el penitente «indicará oportunamente su situación, y también el tiempo de su última confesión, sus dificultades para llevar una vida cristiana» (PABLO VI, Ordo Poenitentiae, n. 16), declarará sus pecados y el conjunto de circunstancias que hacen resaltar sus faltas para que el confesor pueda juzgar, absolver y curar (cfr. Ibídem). Las generalidades son muchas veces una excusa tras la que se defienden el orgullo y la falta de sinceridad para reconocer las propias culpas. Se acusarán los pecados, se dirá si se trata de pensamientos, palabras, obras u omisiones, y su número aproximado, si es que éste no se conoce con exactitud; después se responderá a las preguntas que en nombre del Señor pueda hacer el confesor (cfr. Ibídem). Es conveniente recordar también que a la confesión vamos a acusarnos de nuestras faltas personales, y esto significa que las del prójimo no tienen por qué mencionarse, a no ser que se trate de pecados que ha cometido por nuestra culpa, o de faltas que se cometieron junto con él. En este caso habrá que declarar el parentesco, la condición o cualquier otra circunstancia que
modifique o agrave el pecado, pero siempre con la prudencia y el respeto de no indicar el nombre del cómplice. Una vez hechas así las cosas solamente queda recibir la absolución, que nos hará salir del sacramento con una profunda alegría de corazón.
Confesión clara La acusación de los pecados debe ser clara, que se entienda, porque a la confesión vamos a pedir perdón por unos pecados concretos y «si no declaras la magnitud de la deuda, no conocerás la grandeza del perdón» (SAN JUAN CRISÓSTOMO, De Lazaro hom., 4, 4). Tenemos una marcada inclinación a quedar bien delante de los demás y, si nos dejamos llevar por esta tendencia, fácilmente aparecerá la vergüenza como un obstáculo que se opone a la claridad y que impide la declaración de las propias faltas. A la hora de confesar hemos de estar dispuestos a ser sinceros y claros desde el primer momento y para ello no es preciso faltar a la delicadeza en nuestras expresiones, sobre todo en lo que se refiere a determinadas materias, como pueden ser las que miran al sexto y noveno mandamientos de la Ley de Dios. Pero ser delicados no quiere decir ser obscuros. Obscuro es el que tiene miedo a declarar la verdad, el que no llama a las cosas por su nombre, el que pretende disimular sus pecados y los envuelve en un ropaje literario que con sus adornos no permite descubrir la naturaleza de sus faltas. Es fácil imaginar que un niño pequeño, cuando se acerque al confesor le mire a los ojos y le diga: tonto, imbécil, idiota, feo y otras lindezas por el estilo para añadir a continuación que todo eso es lo que ha dicho a su hermanito. Desde luego hay que confesar con la mayor educación que nos resulte posible, pero no hay que agobiarse rebuscando una forma tan fina de decir las cosas que el confesor llegue a creer y a pensar que nuestros pecados son poco menos que virtudes. El que es claro manifiesta sus flaquezas con sencillez y sin miedo al qué dirán y sin importarle el qué
pensarán, porque sabe que allí el que oculta sus pecados no prospera, y el que los confiesa y se enmienda alcanzará misericordia (Prov 28, 13).
Confesión completa «De la institución del sacramento de la penitencia ya explicada, entendió siempre la Iglesia universal que fue también instituida por el Señor la confesión íntegra de los pecados (Sant 5, 16; 1 Jn 1, 9; Lc 17, 14), y que es por derecho divino necesaria a todos los caídos después del bautismo (can. 7), porque Nuestro Señor Jesucristo, estando para subir de la tierra a los cielos, dejó por vicarios suyos (Mt 16, 19; 18, 18; Jn 20, 23) a los sacerdotes como presidentes y jueces, ante quienes se acusen todos los pecados mortales en que hubiesen caído los fieles de Cristo, y quienes por la potestad de las llaves, pronuncien la sentencia de remisión o de retención de los pecados. »Consta, en efecto, que los sacerdotes no hubieran podido ejercer este juicio sin conocer la causa, ni guardar le equidad en la imposición de las penas, si los fieles declaran sus pecados sólo en general y no en especie y uno por uno. »De aquí se deduce que es necesario que los penitentes refieran en la confesión todos los pecados mortales de que tienen conciencia después de un diligente examen de sí mismos, aun cuando sean los más ocultos y cometidos solamente contra los dos últimos preceptos del decálogo (Ex 19, 17; Mt 5, 28), los cuales a veces hieren más gravemente el alma y son más peligrosos que los que se cometen abiertamente. »Porque los veniales, por los que no somos excluidos de la gracia de Dios, y en los que con más frecuencia nos deslizamos, aun cuando recta y provechosamente y lejos de toda presunción, puedan decirse en la confesión (can. 7), como lo demuestra la práctica de los hombres piadosos; pueden, sin embargo, callarse sin culpa y ser expiados por otros medios. Pero, como todos los pecados mortales, aun los de pensamiento, hacen a los hombres “hijos de la ira” (Efes 2, 3) y enemigos de Dios, es indispensable pedir
también de todos perdón a Dios en clara y verecunda confesión» (CONCILIO DE TRENTO, ses. 14, cap. 5: D. 899).
Circunstancias y número de los pecados Si se desea que la acusación de los pecados sea una manifestación de las disposiciones interiores y que produzca su fruto en el sacramento de la penitencia, no basta limitarse a confesarlos en general, sino que hay que descender humildemente a declarar su número y las circunstancias que cambian su especie. A esta manifestación de los pecados en la que se determinan su número y su especie es a lo que los teólogos llaman integridad de la confesión, porque de la misma manera que una cosa no está completa mientras le falte algo, tampoco la confesión lo estará si se omitiese la acusación de alguno de los pecados o no se declarase su naturaleza. Dice expresamente el Concilio de Trento que es necesario confesar «todos y cada uno de los pecados mortales cometidos después del bautismo» (Ibídem, ses. 14, cap. 7: D. 917), por eso, cuando no se puede precisar de una manera matemática la cantidad exacta habrá que acusarse de ellos con la mayor aproximación posible. En estos casos resulta bastante práctico emplear la fórmula del «poco más o menos». Cuando ni siquiera se puede hacer este cálculo bastará decir la frecuencia y duración del pecado (p. e.: He faltado a la Santa Misa unas dos veces al mes durante cinco años), pues de esta manera se obtiene una idea suficiente de su número. La integridad del sacramento de la penitencia exige además que se expliquen «en la confesión aquellas circunstancias que mudan la especie del pecado (can. 7), ya que sin ellas ni los penitentes expondrían íntegramente sus pecados ni estarían éstos patentes a los jueces, y sería imposible que pudieran juzgar rectamente de la gravedad de los crímenes e imponer por ellos la pena que conviene» (Ibídem, ses. 14, cap. 5: D. 899). La necesidad de declarar estas circunstancias es manifiesta si se tiene en cuenta que debido a ellas o bien se multiplica el número de los pecados, o
bien se cambia la gravedad de los mismos. Con dos ejemplos se comprenderá fácilmente. El que roba un cáliz, no es suficiente que declare en la confesión que ha robado, sino que además debe confesar la circunstancia del objeto, porque en este caso hay dos pecados: uno de robo y otro de sacrilegio por tratarse de un vaso sagrado. Algo parecido ocurre con el que se confiesa de haber llegado tarde a la Santa Misa en un día de precepto; en este caso habría que manifestar la circunstancia del momento de su llegada, porque si lo ha hecho antes del ofertorio sólo pecaría venialmente, mientras que si ha sido después, su pecado sería grave. «De ahí que sea ajeno a la razón enseñar que estas circunstancias fueron rebuscadas por hombres ociosos, o que sólo hay obligación de confesar una circunstancia, a saber, la de haber pecado contra un hermano» (Ibídem).
¿Y si se ocultan los pecados? Si a la hora de confesar se prescindiese en algún momento de esa visión sobrenatural que nos proporciona la fe en el sacramento de la Penitencia instituido por Nuestro Señor Jesucristo, tal vez podría parecer que se exige mucho a los penitentes, pero «es impío decir que resulta imposible la confesión que se manda hacer de este modo, como también es impío llamarla carnicería de las conciencias», porque nuestra Madre la Iglesia sólo pide que cada uno examine diligentemente los escondrijos de su conciencia y que confiese aquellos pecados «con los que se acuerde de haber ofendido mortalmente a su Dios y Señor» y reconoce que «la dificultad misma de semejante confesión y la vergüenza de descubrir los pecados, pudiera ciertamente parecer grave, si no estuviera aliviada por tantas y tan grandes ventajas y consuelos que con toda certeza se confieren por la absolución a todos los que dignamente se acercan a este sacramento» (Ibídem: D. 900). Los que obran de esta manera y se esfuerzan en confesar todos sus pecados, realmente los presentan a la divina misericordia para que se les perdonen, pero los que «a sabiendas callan algunos, nada ponen delante a la divina bondad para que les sea remitido por ministerio del sacerdote. Porque si el
enfermo se avergüenza de descubrir su llaga al médico, la medicina no cura lo que ignora» (Ibídem). La confesión ha de ser sincera, muy sincera. Es inútil pretender disimular o callar las propias faltas porque con ello lo único que se conseguiría es aumentarlas con una nueva, el abuso de un sacramento, que también es una ofensa a Dios, y en este caso, además, no se perdonaría ninguno de los pecados confesados por tratarse de una mala confesión. Cuando esto sucede, la única solución es volver a confesarse con las debidas disposiciones de arrepentimiento y propósito de enmienda, teniendo en cuenta que habrá que repetir la acusación de los pecados de aquella confesión, o de aquellas confesiones si fueron varias las que se hicieron mal, puesto que ninguno de ellos fue perdonado, y añadiendo además, el número de veces que se actuó con esa falta de sinceridad imprescindible para alcanzar el perdón de Dios. Otra cosa bien distinta habría que decir si ese callar se debiese, no a mala voluntad, sino a olvido involuntario o a que después de diligente examen no se cae en la cuenta de haber incurrido en determinados pecados; entonces, como el Señor se fija en las buenas disposiciones, esos pecados se perdonarían también porque «se entiende que están incluidos de modo general en la misma confesión, y por ellos decimos fielmente con el Profeta: De mis pecados ocultos límpiame, Señor (Sal 18, 13)» (Ibídem), aunque ciertamente queda pendiente la obligación de declararlos en la siguiente confesión que se haga. Ocurre aquí lo mismo que cuando se tiene una deuda que se ha pagado en parte: la obligación de devolver lo que falta permanece aunque el dueño de la cosa sepa que se tiene la intención de hacerlo. En todo caso, y para evitar esos defectos, se aconseja decir al principio de la Confesión lo que más nos cueste o lo que más vergüenza nos dé y así no se corre el peligro de olvidarlo o de callarlo en el último momento. En algunas ocasiones convendrá advertir al sacerdote que nos da un gran reparo confesar determinados pecados, para que él nos ayude con sus preguntas a hacer una buena Confesión.
¿Y si no hubiera pecados? Es relativamente frecuente en personas que tienen una intensa vida espiritual que, a pesar de sus deseos de confesar humildemente las faltas cometidas desde la última confesión, y aun después de haber examinado con profundidad y delicadeza la conciencia, no encuentren ni siquiera pecados leves. Como la confesión no tiene como fin exclusivo el perdón de los pecados, sino que a la vez nos proporciona un aumento de gracia santificante y la llamada gracia sacramental, en el supuesto de no haber descubierto en el examen de conciencia más que imperfecciones o faltas de amor a Dios que no llegan a tener carácter de pecado venial, también convendrá acudir al sacramento para recibir estas gracias del Señor que tanto necesitamos para perseverar en nuestros deseos de santidad. Sin embargo, en ese caso tropezamos con cierta dificultad, pues si no hubiese pecados que confesar no llegaría a existir el sacramento de la penitencia por falta de materia. Sucedería lo mismo que si a la hora de bautizar faltase agua: habría que buscarla y hasta que no se encontrase no se podría administrar el bautismo. Para que la confesión llegue a existir es preciso que haya una materia; y de la misma manera que para bautizar no importa que el agua utilizada se haya usado anteriormente con ese mismo fin, tampoco importa, en el supuesto de no encontrar pecados a la hora de confesarnos, que volvamos a acusarnos y arrepentirnos de pecados mortales o veniales ya perdonados en confesiones anteriores. En semejante situación, y para aprovechar esas gracias de Dios que confiere el sacramento, los fieles suelen hacer que la acusación de los pecados ya perdonados recaiga sobre aquellos puntos en los que más débiles se sienten y más fuerzas necesitan para luchar. Así, después de haber declarado sus imperfecciones, acostumbran a decir: «Me acuso también y me arrepiento de los pecados cometidos en mi vida pasada contra el cuarto mandamiento», o «contra el sexto» o «contra tal o cual virtud»; buscando en esta acusación no sólo la materia suficiente para poder recibir la absolución, sino también un aumento de su dolor, que se ve incrementado al volver a confesar aquellas culpas que más les duelen en la conciencia.
Confesión secreta La doctrina de la Iglesia nos enseña que «en cuanto al modo de confesarse secretamente con sólo el sacerdote, si bien Cristo no vedó que puede alguno confesar públicamente sus delitos en venganza de sus culpas y propia humillación, ora para ejemplo de los demás, ora para edificación de la Iglesia ofendida; sin embargo, no está eso mandado por precepto divino ni sería bastante prudente que por ley humana alguna se mandara que los delitos, mayormente los secretos, hayan de ser por pública confesión manifestados (can. 6). »De aquí que habiendo sido siempre recomendada por aquellos santísimos y antiquísimos Padres, con grande y unánime sentir, la confesión secreta sacramental de que usó desde el principio la santa Iglesia y ahora también usa, manifiestamente se rechaza la vana calumnia de aquéllos que no tienen rubor de enseñar sea ella ajena al mandamiento divino y un invento humano y que tuvo su principio en los Padres congregados en el Concilio de Letrán (can. 8). Porque no estableció la Iglesia por el Concilio de Letrán que los fieles se confesaran, cosa que entendía ser necesaria e instituida por derecho divino, sino que el precepto de la confesión había de cumplirse por todos y cada uno, por lo menos una vez al año, al llegar a la edad de la discreción [1]. »De ahí que ya en toda la Iglesia, con grande fruto de las almas, se observa la saludable costumbre de confesarse en el sagrado y señaladamente aceptable tiempo de Cuaresma; costumbre que este santo Concilio particularmente aprueba y abraza como piadosa y que debe con razón ser mantenida (can. 8)» (CONCILIO DE TRENTO, ses. 14, cap. 5: D. 901).
El Buen Pastor En la confesión, el sacerdote no sólo es el juez que perdona los pecados cuando se declaran con sinceridad y verdadero arrepentimiento, sino que
además de la estricta función judicial es también Médico, Maestro, Amigo y Buen Pastor. Esto es así porque el sacerdote cristiano «forma parte de una estructura institucional querida por Dios, para que la vida divina llegue a los hombres a través de ministerios específicos por Él igualmente establecidos. Como ha recordado Pablo VI con palabras del Apóstol, el sacerdote queda constituido en “dispensador de los misterios de Dios” (1 Cor 4, 1), con la misión de hacer llegar a todo el Cuerpo la vida divina, a través de la palabra, los sacramentos y el régimen pastoral; por eso, el sacerdocio ministerial cristiano “no es un oficio o un servicio cualquiera que se ejercita en favor de la comunidad eclesial, sino un servicio que participa de un modo absolutamente especial y con carácter indeleble en la potestad del sacerdocio de Cristo, mediante el Sacramento del Orden” (Mensaje a los sacerdotes del 30-VI-1968)» (DEL PORTILLO, A., o.c., p. 99). El sacerdote «por la consagración recibida en el sacramento del Orden se hace representante –la expresión más adecuada en este caso sería, con los debidos matices, “alter ego”– de Jesucristo-Cabeza de la Iglesia, para cumplir en su nombre y en su misma potestad (cfr. CONC. VAT. II, Decr. Presbyt. ordinis, n. 2) la función de enseñar, santificar y dirigir pastoralmente a los demás miembros de su Cuerpo, hasta el fin de los tiempos» (Ibídem, p. 98). Esto quiere decir que el sacerdote, mientras ejercita su ministerio en el sacramento de la confesión, tiene una especial asistencia de Dios no sólo para perdonar los pecados, sino también para atender con singulares gracias que le facilitan su misión, a los que acuden a él. Es de tal condición la presencia de Jesucristo en la persona del confesor que puede decirse, con razón, que éste actúa e interviene in persona Christi (2 Cor 2, 10); en el nombre y en la persona de Jesucristo; por eso, para obtener todos los frutos de la Confesión, la Iglesia recomienda a los fieles que procuren confesarse siempre con el mismo sacerdote, con el fin de que éste pueda juzgar con más profundidad, curar con más eficacia, enseñar con más claridad y guiar con mayor seguridad, porque mientras mayor sea el conocimiento que el confesor tiene del penitente, tanto mayor será la eficacia de la ayuda recibida.
A este propósito bueno será recordar que el sacerdote, de ordinario, no recibe especiales luces divinas en lo que se refiere al conocimiento de los penitentes. Es cierto que Dios ilumina más de lo que a primera vista pudiera parecer a aquellos que en su nombre escuchan la confesión de sus hermanos los hombres, pero esto no quiere decir que les revele sus pecados o que les haga conocer, directamente y sin necesidad de que se les manifiesten, las disposiciones interiores en orden a la vida espiritual, ni que conozcan por divina inspiración el carácter, el temperamento y las mil peculiaridades de cada uno tan necesarias para poder aconsejar debidamente a esas almas en su camino hacia Dios. Por eso es tan importante darse a conocer al confesor, no sólo al declarar sinceramente nuestras faltas y pecados, sino también a la hora de hablar de lo que pasa dentro de nosotros con la mayor claridad posible; manifestar nuestros problemas, tentaciones, dudas, dificultades en la vida espiritual y cualquier pormenor en relación con estos temas, porque su conocimiento hará más eficaz el consejo y la ayuda que como buen pastor puede prestarnos en la confesión. Si se desea el perdón de los pecados bastará confesarlos con las debidas disposiciones de arrepentimiento y sinceridad, pero si lo que se quiere es aprovechar esa presencia de Jesucristo en el sacerdote que escucha nuestra confesión, habrá de darse a conocer incluso en aquellas cuestiones que, aunque de suyo no constituyen materia del sacramento porque no son pecados, sí suponen materia de consejo y de lo que podríamos llamar dirección espiritual, que tanta falta nos hace para no dejarnos dominar por el amor propio, la pereza, la comodidad o la cobardía que nos impide cumplir con nuestros deberes de cristianos. Jesucristo es el Buen Pastor que va delante de las ovejas y las ovejas le siguen porque conocen su voz (Jn 10, 4), pero el Señor no se nos aparece ni nos habla directamente, sino que lo hace a través del sacerdote que en su nombre nos espera en el sacramento de la Penitencia para perdonar, curar y conducir al alma por los caminos de Dios, porque «conviene que conozcas esta doctrina segura: El espíritu propio es mal consejero, mal piloto, para dirigir el alma en las borrascas y tempestades, entre los escollos de la vida interior. Por eso es Voluntad de Dios que la dirección de la nave la lleve un
Maestro, para que, con su luz y conocimiento, nos conduzca a puerto seguro» (Camino, n. 59).
La confesión de los pecados veniales Para recibir la gracia de Dios en el sacramento de la Penitencia basta acusarse con arrepentimiento y propósito de enmienda de los pecados mortales cometidos desde la última confesión bien hecha. No es necesario, por lo tanto, declarar los veniales (cfr. CONC. DE TRENTO, ses. 14, cap. 5: D. 899), pero hay muchas razones que lo aconsejan. Una podría ser de humildad: ¿no es verdad que muchas veces es enojoso reconocer que hemos sido incapaces de vencer en lo pequeño, y que nos humilla el conocimiento de la propia miseria que nos permite vernos tal y como somos en la presencia de Dios? Otra segunda, sería la consideración de que la vida espiritual no tiene como meta exclusiva el destierro del pecado mortal, sino el progreso en el amor a Dios, que es incompatible con el pecado venial. Y también, convendría recordar que al acusarnos de nuestras faltas leves con verdadera contrición, el Señor acude en nuestro auxilio con las gracias actuales necesarias para ayudarnos a vencer, en el momento oportuno, esas tentaciones que nos invitan a caer de nuevo. Por si lo dicho no fuera suficiente, tal vez resultaría conveniente hacer algunas consideraciones en torno al pecado venial y a sus consecuencias, que tanto nos harán sufrir en esta vida, y, no lo quiera Dios, en la otra. Es verdad que el pecado venial no priva al alma de la gracia santificante, pero enfría la caridad y facilita el camino del mortal, con lo que se constituye en auténtico obstáculo para aquellos que verdaderamente desean servir a Dios y amarle con todo su corazón. El pecado venial no nos hace reos del infierno, pero sí del purgatorio, que es una verdad revelada por Dios, por ese Dios que para librarnos del pecado se ha hecho hombre y muerto por nosotros en una Cruz. Si se tiene en cuenta que para llegar al Cielo es necesario encontrarse libre de todo pecado y de toda reliquia de pecado, bien podría suceder que el
alma fuese retenida en el purgatorio más tiempo del que se piensa. Y esto es así porque para gozar de la presencia de Dios, de aquel gozo que el entendimiento humano es incapaz de comprender (cfr. 1 Cor 2, 9), se requiere una limpieza absoluta no sólo del pecado, sino también de esa inclinación a él que en cierto modo es voluntaria. Para que el alma quede purificada, completamente limpia, es indispensable que, en la medida de nuestra pequeñez, seamos perfectos, como nuestro Padre celestial es perfecto (cfr. Mt 5, 48); y esto significa que no ha de quedar en el corazón ni siquiera un resquicio de rencor, ni de pereza, ni de sensualidad, ni de amor propio, ni de soberbia; que de nuestra vida han de desaparecer esas malas disposiciones que con tanta frecuencia se manifiestan en la vida ordinaria. Al Cielo no se puede llegar mientras permanezca en nosotros el amor a la mentira, aunque esas mentiras sean la excusa para evitar un mal rato o una discusión, o «esa flojedad que te hace perezoso y abandonado en tu vida espiritual» (Camino n. 325), o la tibieza que nos lleva a hacer perezosamente y de mala gana las cosas que se refieren al Señor y a buscar con cálculo o cuquería el modo de disminuir nuestros deberes y a no pensar más que en la propia comodidad y a obrar por motivos humanos (cfr. ibídem, n. 331). Y si para llegar al Cielo es preciso superar todas estas inclinaciones, ¿no es verdad que nos queda todavía algo de camino por recorrer? ¿Cómo vamos a vencer los defectos en que incurrimos durante el trabajo y la vida de familia e incluso en nuestras relaciones con Dios, si no es con la ayuda del Cielo? Porque, ¿acaso no son pecados, aunque solamente sean veniales, los malos genios, las contestaciones bruscas, la desidia en las cosas pequeñas, en el cumplimiento de la obligación profesional, las distracciones voluntarias en la oración, la falta de amor a Dios, que nos lleva a una vida vacía en la que está como suprema aspiración el deseo de pasarlo bien aun a costa de olvidarnos del Señor? ¿Es que no constituye un pecado venial ese olvido de las oraciones del cristiano? ¿No se puede decir que un alma que pasa más de un día sin acordarse de Dios y sin dirigirse a Él peca venialmente? El pecado venial no es una ofensa grave a Dios, sino leve, y ¿no sería una ofensa al Señor ese
olvido de su amor y de su misericordia? ¿No le ofendemos mientras nos ocupamos tanto de satisfacer los propios deseos, aunque, por supuesto, se trate de deseos lícitos, y tan poco de darle gusto a Él, que nos ha creado para darnos su amor y hacernos felices también aquí en la tierra? Sólo los que intentan vivir en el amor a Dios saben el trabajo que supone ese afán de superación, con el que se pretende desterrar el pecado venial que cuando menos se piensa resurge de sus cenizas. Escarmentemos de una vez por todas y aceptemos humildemente las palabras de Jesucristo que nos enseña que sin Él no podemos hacer nada (cfr. Jn 18, 5), reconozcamos con sencillez que para vencer es preciso luchar con esperanza y sin descanso, que hay que acudir a los medios sobrenaturales, que es preciso ejercitarse en la mortificación con la que poco a poco se hacen morir las tendencias que nos inclinan al pecado, que hay que hacer penitencia para apagar y destruir tanto egoísmo, que es preciso acudir al sacramento de la Confesión. Para purificarnos y revestirnos de Jesucristo. «El uso frecuente y cuidadoso de este sacramento es también muy útil en relación con los pecados veniales. En efecto, no se trata de una mera repetición ritual ni de un cierto ejercicio psicológico, sino de un constante empeño en perfeccionar la gracia del bautismo, que hace que de tal forma nos vayamos conformando continuamente a la muerte de Cristo, que llegue a manifestarse en nosotros también la vida de Jesús. En estas confesiones los fieles deben esforzarse principalmente para que, al acusar sus propias culpas veniales, se vayan conformando más y más a Cristo y sean cada vez más dóciles a la voz del Espíritu» (PABLO VI, Ordo Poenitentiae, n. 7). Por eso la Iglesia aconseja a «quienes caen en pecados veniales, experimentando cotidianamente su debilidad, la repetida celebración de la penitencia que restaura las fuerzas, para que puedan alcanzar la plena libertad de los hijos de Dios» (Ibídem). «Queremos recomendar con mucho encarecimiento el piadoso uso de la confesión frecuente introducido por la Iglesia no sin una inspiración del Espíritu Santo: con él se aumenta el justo conocimiento propio, crece la humildad cristiana, se hace frente a la tibieza e indolencia espiritual, se
purifica la conciencia, se robustece la voluntad, se lleva a cabo una saludable dirección de las conciencias y aumenta la gracia en virtud del sacramento mismo. Adviertan pues, los que disminuyen y rebajan el aprecio a la confesión frecuente..., que acometen empresa extraña al Espíritu de Cristo y funestísima para el Cuerpo místico de nuestro Salvador» (PÍO XII, enc. Mystici Corporis, n. 39).
La absolución sacramental: formas de celebración La confesión es un sacramento que exige de una parte los actos del penitente: la contrición, la confesión y la satisfacción; pero por tratarse de una acción sagrada, para que realmente llegue a producir su efecto se requiere también la intervención divina por la que «Dios concede la remisión de los pecados por medio de la Iglesia a través del ministerio de los sacerdotes» (PABLO VI, Ordo Poenitentiae, n. 6). «Al pecador que manifieste su conversión al ministro de la Iglesia en la confesión sacramental, Dios le concede su perdón por medio del signo de la absolución y así el sacramento de la Penitencia alcanza su plenitud» (Ibídem, n. 31). Como la disciplina de los sacramentos no queda a la libre iniciativa ni del ministro que los confecciona, ni del sujeto que los recibe, siguiendo las indicaciones del Concilio Vaticano II, el «Ordo poenitentiae» ha autorizado tres formas para la administración del Sacramento de la Penitencia que, salvando siempre los elementos esenciales, permiten adaptarse a las distintas circunstancias pastorales. «La primera forma –reconciliación de cada penitente– constituye el único modo normal y ordinario de la celebración sacramental y no puede ni debe dejar de ser usada o descuidada. »La segunda –reconciliación de varios penitentes con confesión y absolución individual–, aunque con los actos preparatorios permite subrayar mas los aspectos comunitarios del Sacramento, se asemeja a la primera forma en el acto sacramental culminante, que es la confesión y la
absolución individual de los pecados, y por eso puede equipararse a la primera forma en lo referente a la normalidad del rito. »En cambio, la tercera –reconciliación de varios penitentes con confesión y absolución general– reviste un carácter de excepción y por tanto no queda a la libre elección, sino que está regulada por la disciplina fijada para el caso. »La primera forma permite la valoración de los aspectos más propiamente personales –y esenciales– que están comprendidos en el itinerario penitencial. El diálogo entre penitente y confesor, el conjunto mismo de los elementos utilizados (los textos bíblicos, la elección de la forma de “satisfacción”, etc.) son elementos que hacen la celebración sacramental más adecuada a la situación concreta del penitente. »Se descubre el valor de tales elementos cuando se piensa en las diversas razones que llevan al cristiano a la penitencia sacramental; una necesidad de reconciliación personal y de readmisión a la amistad con Dios, obteniendo la gracia perdida a causa del pecado; una necesidad de verificación del camino espiritual y, a veces, de un discernimiento vocacional más preciso; otras muchas veces una necesidad y deseo de salir de un estado de apatía espiritual y de crisis religiosa. Gracias también a su índole individual la primera forma de celebración permite asociar el Sacramento de la Penitencia a algo distinto, pero conciliable con ello: me refiero a la dirección espiritual. Es pues cierto que la decisión y el empeño personal están claramente significados y promovidos en esta primera forma. »La segunda forma de celebración, precisamente por su carácter comunitario y por la modalidad que la distingue, pone de relieve algunos aspectos de gran importancia: la Palabra de Dios escuchada en común tiene un efecto singular respecto a la lectura individual, y subraya mejor el carácter eclesial de la conversión y de la reconciliación. Ésta resulta particularmente significativa en los diversos tiempos del año litúrgico y en conexión con acontecimientos de especial importancia pastoral. Baste indicar aquí que para su celebración es oportuna la presencia de un número suficiente de confesores» (JUAN PABLO II, Exhort. Reconciliatio et Poenitentia, n. 32).
«No podemos, sin embargo, olvidar que la conversión es un acto interior de una especial profundidad, en el que el hombre no puede ser substituido por los otros, no puede hacerse “reemplazar” por la comunidad. Aunque la comunidad fraterna de los fieles, que participan en la celebración penitencial, ayude mucho al acto de la conversión personal, sin embargo, en definitiva, es necesario que este acto se pronuncie en el individuo mismo, con toda la profundidad de su conciencia, con todo el sentido de su culpabilidad y de su confianza en Dios, poniéndose ante Él, como el salmista, para confesar: “contra ti solo he pecado”. »La Iglesia, pues, observando fielmente la praxis plurisecular del Sacramento de la Penitencia –la práctica de la confesión individual, unida al acto personal de dolor y al propósito de la enmienda y satisfacción– defiende el derecho particular del alma» (JUAN PABLO II, Enc. Redemptor hominis, n. 20). De esto resulta que en realidad sólo hay dos modos de administrar el sacramento de la Penitencia: con confesión y absolución individual en los casos normales (que comprenden la primera y la segunda forma), y mediante una absolución colectiva cuando, en peligro de muerte, o por otras graves circunstancias, es imposible escuchar la confesión personal de cada penitente y éstos «se ven obligados, sin culpa suya, a quedar privados por un tiempo notable [“diu”] de la gracia sacramental o de la sagrada Comunión» (cfr. CÓDIGO DE DERECHO CANÓNICO, cánones 960, 961, 962). Para evitar posibles malentendidos la Iglesia ejemplifica algunas circunstancias que de ningún modo pueden entenderse como casos de «grave necesidad» y concretamente excluye de modo expreso «la gran concurrencia de penitentes que podría darse, por ejemplo, en una fiesta grande o en una peregrinación» (Ibídem). De hecho estos problemas de aglomeración que suelen producirse en una misión popular, con motivo de una romería a un santuario, en las vísperas de las fiestas u otros parecidos, siempre se han resuelto con el espíritu que debe informar tales manifestaciones de piedad, es decir, con un poco de sacrificio por parte de los sacerdotes y de los penitentes y ésa será una de las mejores muestras de penitencia, que se pueden pedir a quienes van a
administrar o a recibir la maravilla del perdón divino de los pecados. Cuando se nos aplican los méritos de la Pasión y de la Muerte del Señor no puede considerarse un sacrificio excesivo prescindir de unas horas de descanso o diversión. «Con respecto a los fieles, para que puedan obtener el beneficio de una absolución colectiva, se requiere siempre que estén debidamente dispuestos, es decir, que cada cual se arrepienta de sus pecados, proponga no cometerlos, determine reparar los escándalos y daños que hubiese ocasionado, y a la vez proponga confesar individualmente a su debido tiempo los pecados graves, que en las presentes circunstancias no ha podido confesar. »Los sacerdotes deberán instruir diligentemente a los fieles sobre estas disposiciones y condiciones requeridas para el valor del sacramento» (Ibídem, nn. 6 y 11, pp. 512-514). «Aquellos a quienes se les han perdonado pecados graves con una absolución común, acudan a la confesión oral, antes de recibir otra absolución general, a no ser que una justa causa se lo impida. En todo caso están obligados a acudir al confesor dentro del año, a no ser que los obstaculice una imposibilidad moral. Ya que también para ellos sigue en vigor el precepto por el cual todo cristiano debe confesar a un sacerdote individualmente, al menos una vez al año, todos sus pecados, se entiende graves, que no hubiese confesado en particular (ibíd. nn. 7 et 8: 1 c., pp. 512-513)» (Ibídem, nn. 33 y 34. Cfr. CÓDIGO DE DERECHO CANÓNICO, can. 963).
El confesonario «El sacramento de la Penitencia debe administrarse en el lugar y la sede que el Derecho establece» (Ibídem, n. 12). Y, ¿qué es lo que establece el Derecho vigente? En cuanto al lugar dice: «el lugar propio para oír confesiones es una iglesia u oratorio» (Ibídem, can. 964). Por lo que a la sede (confesonario) se refiere, el Derecho establece que: «la Conferencia Episcopal dé normas, asegurando en todo caso que existan siempre en lugar patente confesonarios provistos de rejillas entre el penitente y el confesor
que puedan utilizar libremente los fieles que así lo deseen» (Ibídem). Como se ve los fieles conservan su derecho a no revelar su identidad, a permanecer en el incógnito; derecho del que se les privaría si se les impidiera confesar a través de la rejilla. También establece el Código de Derecho Canónico que «no se deben oír las confesiones fuera del confesonario, si no es por causa justa» (Ibídem). Una vez preparada y hecha la confesión, de acuerdo con las disposiciones de nuestra Madre la Iglesia, ya sólo nos queda recibir la absolución sacramental. El ritual recoge en su fórmula el más hermoso resumen de cuanto se puede decir acerca del sacramento. Su lectura llena de paz al corazón, porque éstas son las palabras con las que el mismo Cristo nos sale al encuentro para perdonarnos los pecados por ministerio de sus sacerdotes. Dios, Padre misericordioso, que reconcilió consigo al mundo por la muerte y la resurrección de su Hijo y derramó el Espíritu Santo para la remisión de los pecados, te conceda, por el ministerio de la Iglesia, el perdón y la paz. Y YO TE ABSUELVO DE TUS PECADOS EN EL NOMBRE DEL PADRE, Y DEL HIJO †, Y DEL ESPÍRITU SANTO. La Pasión de nuestro Señor Jesucristo, la intercesión de la Bienaventurada Virgen María y de todos los santos, el bien que hagas y el mal que puedas sufrir, te sirvan como remedio de tus pecados, aumento de gracia y premio de vida eterna. Vete en paz (PABLO VI, Ordo Poenitentiae, nn. 102 y 104).
VII. LA SATISFACCIÓN Imposición de la penitencia Cuando el sacerdote impone la penitencia para cumplir, a muchos les pasa inadvertido su sentido y piensan que el confesor actúa así porque es lo que se ha hecho siempre –es lo que ellos han podido observar desde niños–, tienen interés en cumplirla, pero no saben por qué deben hacerlo. Es verdad que no suele entenderse del todo la malicia del pecado, y tal vez se deba a esa falta de entendimiento la razón por la que no se ve la necesidad de la penitencia. Pero como nos indica la Iglesia «de la existencia y gravedad de las penas se deduce la insensatez y malicia del pecado» (PABLO VI, Indulgentiarum doctrina, n. 3). El pecado mortal nos hace merecedores de la pena eterna del infierno, donde nunca cesa el tormento y donde lo peor es que nunca más se llegará a amar a Dios, el Bien supremo, la Belleza infinita, el Amor. El pecado venial lleva consigo la pena del purgatorio, en el que se padece casi tanto como en el infierno, pero donde el dolor está mitigado por la esperanza del cielo, de la felicidad sin fin. Según nos enseña la divina revelación, «estas penas son consecuencia de los pecados que han lesionado la santidad y justicia divina» (Ibídem, n. 2). Al recibir la absolución sacramental, los pecados y también las penas que nos corresponden por ellos son perdonados por el Señor, pero ocurre con frecuencia que al acercarnos a la confesión, nuestras disposiciones no siempre son perfectas, y en este caso, que es el más corriente, efectivamente se nos perdonan los pecados, pero como nuestro amor de Dios no alcanza el grado de pureza necesario, no se consigue también la remisión total de la pena debida por nuestras faltas (Cfr. CONCILIO DE TRENTO, ses. 14, cap. 8: D. 904).
Y esas penas, consecuencia de nuestros pecados, «han de ser purgadas en este mundo, con los dolores, miserias y tristezas de la vida y especialmente con la muerte, o bien por medio del fuego, los tormentos y las penas de la vida futura» (PABLO VI, Indulgentiarum doctrina, n. 20). Con otras palabras, el amor a Jesucristo no se termina con la fe en su palabra de perdón y con la gratitud: el verdadero amor lleva a compartir con Él sus dolores y sufrimientos. «Por ello, siguiendo al Maestro, cada cristiano debe renunciar a sí mismo, tomar su cruz, participar en los padecimientos de Cristo; transformado de esta forma en una imagen de su muerte, se hace capaz de meditar la gloria de la resurrección (cfr. Filip 3, 10-11; Rom 8, 17). También siguiendo al Maestro ya no podrá vivir para sí mismo (cfr. Rom 6, 10; 14, 8; 2 Cor 5, 15; Filip 1, 21), sino para aquel que le amó y se entregó por él (cfr. Gál 2, 20; CONC. VATICANO II, Const. dogm. Lumen Gentium, n. 7) y tendrá también que vivir para los hermanos, completando «en su carne lo que falta a las tribulaciones de Cristo... en favor de su cuerpo, que es la Iglesia (cfr. Col 1, 24). »Además, estando la Iglesia unida íntimamente a Cristo, la penitencia de cada cristiano tiene también una propia e íntima relación con toda la comunidad eclesial, pues no sólo en el seno de la Iglesia, en el bautismo, recibe el don de la “metanoia” [2], sino que este don restaura y adquiere nuevo vigor por medio del sacramento de la penitencia, en aquellos miembros del Cuerpo de Cristo que han caído por el pecado. »Porque quienes se acercan al sacramento de la penitencia reciben por misericordia de Dios el perdón de las ofensas que a Él se le han inflingido y al mismo tiempo se reconcilia con la Iglesia, a la que han producido una herida con el pecado y la cual coopera a su conversión con la caridad, con el ejemplo y con la oración (cfr. CONC. VATICANO II, Const. dogm. Lumen Gentium, n. 11). Finalmente, también en la Iglesia por el pequeño acto penitencial impuesto a cada uno en el sacramento, se hace partícipe de forma especial de la infinita expiación de Cristo, al paso que, por una disposición general de la Iglesia, el penitente puede íntimamente unir a la satisfacción sacramental todas sus acciones, padecimientos y sufrimientos (cfr. SANTO TOMÁS, Summa Theol. III q. 13, a. 28).
»De esta forma la misión de llevar en el cuerpo y en el alma la muerte del Señor (cfr. 2 Cor 4, 10), afecta a toda la vida del bautizado, en todos sus momentos y expresiones» (PABLO VI, Const. Apost. Poenitemini, 17-II1966).
Cumplir la penitencia Aclarados estos conceptos, puede entenderse un poco mejor el sentido de la penitencia que nos impone el confesor. Cuando éste nos indica que recemos tres avemarías o que hagamos una Visita al Santísimo Sacramento, al cumplirlo, no se sigue un buen consejo, sino que se paga, con esa oración o con esa obra de piedad, parte de la deuda que se ha contraído con el Señor al ofenderle. Al aceptarla, Jesucristo nos asocia a ese sacrificio de expiación que es su muerte en la Cruz. La penitencia sacramental no es simplemente una obra buena, sino que es sobre todo desagravio, reparación y satisfacción por la culpa contraída al ofender a Dios: es parte de la pena con que se castigan nuestros pecados, además de la medicina con que nos prevenimos contra ellos. Por eso hemos de esforzarnos en comprenderla en su hondo sentido sobrenatural y cumplirla con humildad y dolor: «en ella opera la “vis clavium” –la potestad de perdonar–, de modo que tiene más valor para expiar el pecado, que si la misma obra la hiciese el hombre por su propia elección» (SANTO TOMÁS, Quodlibet. 3, a. 28). »Deben pues, los sacerdotes del Señor, en cuanto su espíritu y prudencia lo sugiera, según la calidad de las culpas y la posibilidad de los penitentes, imponer convenientes y saludables penitencias, no sea que cerrando los ojos a los pecados y obrando con demasiada indulgencia con los penitentes, se hagan partícipes de los pecados ajenos (cfr. 1 Tim 5, 22), al imponer ciertas ligerísimas obras por gravísimos delitos. »Y tengan ante sus ojos que la satisfacción que impongan, no sea sólo para guarda de nueva vida y medicina de la enfermedad, sino también en venganza y castigo de los pecados pasados; porque es cosa que hasta los
antiguos Padres creen y enseñan, que las llaves de los sacerdotes no fueron concebidas sólo para desatar, sino para atar también (cfr. Mt 16, 19; 18, 18; Jn 20, 23; can. 15). y por ello no pensaron que el sacramento de la penitencia es el fuero de la ira y de los castigos; como ningún católico sintió jamás que por estas satisfacciones nuestras quede obscurecida o en parte alguna disminuida la virtud del merecimiento y satisfacción de nuestro Señor Jesucristo» (CONCILIO DE TRENTO, ses. 14, cap. 8: D. 905). Además, «no hay duda que estas penas satisfactorias retraen en gran manera del pecado y sujetan como un freno y hacen a los penitentes más cautos y vigilantes para adelante; remedian también las reliquias de los pecados y quitan con las contrarias acciones de las virtudes los malos hábitos contraídos con el mal vivir. Ni realmente se tuvo jamás en la Santa Iglesia de Dios por más seguro camino para apartar el castigo inminente del Señor, que el frecuentar los hombres con verdadero dolor de su alma estas mismas obras de penitencia (cfr. Mt 3, 28; 4, 17; 11, 21, etc.). Añádase a esto que al padecer en satisfacción por nuestros pecados, nos hacemos conformes a Cristo Jesús, que por ellos satisfizo (cfr. Rom 5, 10; 1 Jn 2, 1)» (Ibídem. D. 904). Por lo tanto, en estricta justicia, la penitencia debería ser siempre proporcionada a la gravedad de las culpas, pero como esto no es posible en todos los casos, debido a las mil circunstancias de cada uno, el confesor suele limitarse a imponer una pequeña penitencia para cumplir él personalmente la que dejó de imponer al penitente. Este modo de actuar de tantos y tantos sacerdotes que en eso no hacen más que imitar pobremente a Jesucristo, debería despertar en nosotros el sentido de la responsabilidad personal, de tal modo que nos llevase a ser más generosos en el cumplimiento de la penitencia, considerando la que se nos ha impuesto al recibir el sacramento como el primer paso de una satisfacción voluntaria ejercitada con mayor espíritu de sacrificio. Es mucho lo que se ofende a Dios y, en justo desagravio, es lógico que en la medida de sus fuerzas, cada uno expíe las propias faltas con una vida llena de amor y de entrega, a sabiendas de que con ello no se paga la deuda contraída con nuestros pecados, ya que es Jesucristo quien carga con la
parte más pesada al sufrir sobre su propia carne los dolores de la Pasión y de la muerte en la Cruz.
Las indulgencias Es verdad que con los dolores y sufrimientos de la vida presente, y en especial con los de la muerte, podemos purificarnos y pagar de alguna manera la deuda contraída con Dios por nuestros pecados (cfr. PABLO VI, Indulg. doctr., n. 2). Pero también es cierto que la Iglesia conserva un tesoro infinito de gracias que nos ganó Jesucristo con su Encarnación, su vida de trabajos y finalmente con su Pasión y Muerte en la Cruz. «Este tesoro lo encomendó, para ser dispensado a los fieles, al Bienaventurado Pedro, que tiene las llaves del Cielo, y a sus sucesores, vicarios suyos en la tierra; para ser misericordiosamente aplicado, con motivos razonables, a los que estén auténticamente arrepentidos y confesados, para la total o parcial remisión de la pena temporal debida por los pecados» (CLEMENTE VI, Bula Unigenitus Dei Filius, 29-I-1954). Este tesoro crece continuamente a causa de «las oraciones y buenas obras de la Bienaventurada Virgen María y de todos los Santos que, habiendo seguido con la ayuda de la gracia los pasos de Cristo Señor, se santificaron y cumplieron una obra grata al Padre; de modo que, con su propia salvación, ayudan también a la de sus hermanos en la unidad del Cuerpo Místico» (PABLO VI Indulg. doctr., n. 5). Para comprender bien la doctrina de las indulgencias convendrá recordar que en todo pecado existen dos elementos: el primero, es la ofensa a Dios, a la que llamamos culpa; el segundo, es el castigo correspondiente a esa culpa, y le llamamos pena, porque se ha de padecer en esta vida o en la futura. Pues bien, la Iglesia no sólo tiene la potestad de perdonar los pecados en la vida presente, sino que además, en virtud de la jurisdicción concedida a San Pedro: Cuanto desatares sobre la tierra será desatado en los cielos (Mt 16, 19), esa potestad se extiende también a las penas que les corresponden.
Por eso entendemos como indulgencia: «la remisión ante Dios de la pena temporal debida por los pecados que ya han sido perdonados en cuanto a la culpa, que un fiel dispuesto y cumpliendo determinadas condiciones, consigue por mediación de la Iglesia, la cual, como administradora de la redención, distribuye y aplica con autoridad el tesoro de las satisfacciones de Cristo y de los santos» (CÓDIGO DE DERECHO CANÓNICO, can. 992). Suele decirse que la Iglesia concede la indulgencia «a los vivos a manera de absolución» porque ellos están sujetos a la autoridad de la Iglesia; y a los difuntos a modo de sufragio, porque estos ya no están sometidos a la jurisdicción eclesiástica y, por lo tanto, la Iglesia no puede absolverlos de las penas, sino que solamente puede rogar a Dios que, en virtud de los méritos de Nuestro Señor Jesucristo, de la Santísima Virgen y de los Santos, les otorgue el perdón y el eterno descanso. Esto no quiere decir que las indulgencias aplicadas a los difuntos carezcan de valor, puesto que se trata de un ruego, de una súplica que, por intercesión de los méritos de Cristo, su divino fundador, la Iglesia misma, en cuanto tal, dirige a Dios en favor de las benditas ánimas del purgatorio. Las indulgencias que pueden ganarse para uno mismo y que son siempre aplicables a los difuntos (cfr. CÓDIGO DE DERECHO CANÓNICO, can. 994), son de dos clases: la plenaria, que perdona toda la pena temporal debida por el pecado; y la parcial, que solamente libera de parte de ella. «Al fiel cristiano que, arrepentido de corazón, realiza una obra enriquecida con indulgencia parcial, se le confiere por obra de la Iglesia tanta remisión de la pena temporal cuanta él mismo ya recibe por su acción... Para alcanzar una indulgencia plenaria se requiere la ejecución de la obra enriquecida con indulgencia y el cumplimiento de tres condiciones: Confesión sacramental, Comunión Eucarística y oración por las intenciones del Romano Pontífice. Se requiere además excluir todo afecto a cualquier clase de pecado, aun venial» (PABLO VI, Indulg. doctr., normas 5 y 7). En cualquier caso, las indulgencias no deben entenderse como «un camino más cómodo para poder sustituir la necesaria penitencia de los pecadores» (PABLO VI, epístola Sacrosancta Portiunculae, 14-VI-1966), porque la Iglesia nos concede la remisión de las penas del purgatorio cuando somos
merecedores de ello, no cuando pretendemos alcanzar una especie de perdón del Señor mientras nuestro corazón permanece aferrado al pecado, aunque por supuesto no se trate más que del venial. Se busca, sobre todo, la conversión del corazón que nos acerque, cada vez más, a esa fuente de la gracia que es Jesucristo. «El fin que se propone la autoridad eclesiástica en la concesión de las indulgencias consiste no sólo en ayudar a los fieles a lavar las penas debidas, sino también a incitarlos a realizar obras de piedad, penitencia y caridad» (PABLO VI, Indulg. doctr., n. 8), con lo que realmente aparecen, de alguna manera, como un complemento de la confesión sacramental, a la que nos invitan con el incentivo de una mayor remisión de la pena temporal que nos corresponde por nuestros pecados, a la vez que fomentan su práctica favoreciendo esas disposiciones interiores del alma en el ejercicio de las virtudes cristianas. Por eso, a la hora de enumerar las obras y oraciones enriquecidas con indulgencias, tiene muy en cuenta las circunstancias de la vida del hombre en el mundo de hoy, y en lugar de pedirle obras extraordinarias, se esfuerza en recordarle constantemente que es en medio de sus diarias ocupaciones donde encontrará el camino del perdón y de la santidad.
En este mundo Las penas que corresponden a nuestros pecados, no tienen que ser cumplidas necesariamente en el purgatorio: cabe también la posibilidad de pasarlas en la tierra llevando con alegría y con sentido sobrenatural las penas y sinsabores que nos salen al encuentro (cfr. Ibídem, n. 2). Pero esto no quiere decir que se haya de convertir la existencia en un sufrimiento continuo, no, realmente no se trata de eso, sino de todo lo contrario: la vida puede y debe ser lugar de alegría en el que se empiece a saborear de algún modo la felicidad del cielo. En la mayoría de los casos, las penitencias que podemos hacer están al alcance de la mano y no habrá que ir demasiado lejos para encontrarlas
porque son los pequeños sacrificios –mortificaciones– que con frecuencia nos salen al paso y nos proporcionan la oportunidad de ofrecer a Dios algo que nos cueste un poco. «Esa palabra acertada; el chiste que no salió de tu boca; la sonrisa amable para quien te molesta; aquel silencio ante la acusación injusta; tu bondadosa conversación con los cargantes y los inoportunos; el pasar por alto cada día a las personas que conviven contigo, un detalle y otro fastidiosos e impertinentes... Esto, con perseverancia, sí que es sólida mortificación interior» (Camino, n. 173). A la mayoría de las personas no les pide el Señor la entrega de su vida de una vez y en un instante, sino en la mortificación constante y generosa, en los detalles de cada día. Tal vez pueda parecer algo sin importancia, y alguno dirá «eso también me ha pasado a mí», pero ahí queda por si puede servir de ejemplo. En una reunión se comentaba la actitud de una persona respecto a otra: una de esas actuaciones que hacen que la sangre se suba a la cabeza, que la vista se nuble y que las palabras se agolpen en los labios – confío en que muchos lectores lo comprenderán–. Pues bien, el interesado escuchó lo que tenían que decirle y cuando todos esperaban la reacción en un estallido de ira, se limitó a sonreír y a cambiar de tema de conversación. Si de verdad queremos que la satisfacción por nuestros pecados guarde cierta proporción con la culpa, si de verdad se desea que no sea Jesús solamente el que cargue con la Cruz, comencemos por ofrecer, juntamente con la penitencia impuesta por el confesor, lo que de alguna manera nos contraría. No es fácil llevar con una sonrisa en los labios y sin perder la compostura eso que se ha dado en llamar las contrariedades de la jornada; sucesos en apariencia insignificantes, pero capaces de alterar nuestro carácter y la pacífica convivencia con los demás: con la familia o con los compañeros de trabajo. Son tantas, a veces, las ocasiones que se nos presentan de perder el buen humor y con él la presencia de Dios, que sería una verdadera pena desperdiciar la oportunidad de ofrecérselas al Señor (cfr. Ibídem). «¡Cuántos que se dejarían enclavar en una cruz, ante la mirada atónita de millares de espectadores, no saben sufrir cristianamente los alfilerazos de cada día! –Piensa, entonces, qué es lo más heroico» (Camino, n. 204).
Si deseamos cumplir la penitencia que merecen nuestros pecados, hemos de estar dispuestos a sobrellevar con perseverancia estas pequeñas o grandes incomodidades, con el pensamiento puesto en el Calvario, donde Jesús expira por nosotros. «La mortificación no consistirá de ordinario en grandes renuncias, que tampoco son frecuentes. Estará compuesta de pequeños vencimientos: sonreír a quien nos inoportuna, negar al cuerpo caprichos de bienes superfluos, acostumbrarnos a escuchar a los demás, hacer rendir el tiempo que Dios pone a nuestra disposición... Y tantos detalles más, insignificantes en apariencia, que surgen sin que los busquemos, –contrariedades, dificultades, sinsabores–, a lo largo de cada día» (Es Cristo que pasa, n. 37). Es cuestión de empezar y de seguir, que aunque se trate de cosas pequeñas su valor estará en hacerlas con amor: «Hacedlo todo por Amor. –Así no hay cosas pequeñas: todo es grande. –La perseverancia en las cosas pequeñas, por Amor, es heroísmo» (Camino, n. 813). Mucho amor a Dios supone la aceptación incondicional de esas contrariedades en las que de alguna manera se manifiesta la divina voluntad. Recordemos que la prueba de ese amor está en la alegría, en esa alegría que cuando falta hace que se pierda parte del mérito que tienen las buenas obras. Es el mismo Jesús quien nos lo dice: Cuando ayunes, perfuma tu cabeza y lava tu cara, para que los hombres no conozcan que ayunas, sino únicamente tu Padre que está presente a todo (Mt 6, 7). Los sufrimientos de la vida no hay que sobrellevarlos de mala manera, sino como algo que nos viene del Señor y que puede servirnos para desagraviarle por nuestros pecados y, además, con el convencimiento de que si se hace así, nos lo premiará disminuyendo la pena que les corresponde justamente. Nada sucede sin que Dios lo permita o lo quiera. Por eso, la enfermedad, la contradicción, la muerte misma, para un cristiano no son más que una muestra del amor que Dios nos tiene y de que quiere purificarnos de nuestros males y pecados, para poder tenernos lo antes posible junto a Él en el cielo.
Lo que falta a la Pasión de Cristo San Pablo, en su epístola a los colosenses, ha escrito unas palabras que no dejarán de sorprender a más de uno: Sufro en mi carne lo que falta a la Pasión de Cristo (Col 1, 24). ¿Es que la obra de la redención no es completa y perfecta? ¿Es que Cristo no ha pagado sobreabundantemente por todos nosotros con su Encarnación, con su vida de trabajo y con su muerte en la Cruz? ¿Es que no es suficiente tanta solicitud y tanto amor por parte de Dios? Amó Dios tanto al mundo que no paró hasta dar a su Hijo Unigénito, a fin de que todos los que creen en Él no perezcan, sino que vivan la vida eterna (Jn 3, 16). La muerte de Jesús es nuestra salvación, un tesoro infinito de gracias que nos están esperando; pero convendrá recordar con San Agustín que «Dios que te creó sin ti, no te salvará sin ti», es decir, que en la obra de la redención, el Señor cuenta con nuestra correspondencia. Para salvarse hace falta la gracia de Dios y la cooperación del hombre. Por parte de Dios todo está admirablemente dispuesto para vencer el pecado y alcanzar la vida eterna: Todo está cumplido (Jn 19, 30), y sin embargo, por parte del hombre todavía falta algo: nuestra cooperación personal y libre, nuestra penitencia, nuestra mortificación, eso es lo que falta a la Pasión de Cristo. No nos engañemos con razones más o menos convincentes, el Señor en el Calvario nos muestra la senda de la salvación y de la Vida; no existe otro camino, si queremos acompañarle habrá que aprender a renunciar con alegría a determinados bienes sensibles, porque la mortificación cristiana no es la simple moderación en el uso de los bienes temporales que nos hace contemplar el mundo y sus riquezas con frialdad e indiferencia, sino una verdadera participación sobrenatural en la Pasión y en la muerte de Cristo.
El sembrador
Hay muchas personas que verdaderamente desean convertirse, pero que a pesar de sus esfuerzos no lo consiguen. La causa de este fracaso, si es que realmente lo es, hay que buscarla no en Dios, sino en ellas mismas. Quiere decirse con esto que aunque acuden a la confesión con sinceridad y con ganas de cambiar, no lo consiguen porque lo esperan todo, absolutamente todo del sacramento, sin poner lo que está de su parte para conseguirlo. Se preparan bien con un examen de conciencia profundo y delicado, se ejercitan en el dolor de sus pecados y hacen propósito firme de enmienda, pero a los pocos días tornan otra vez sobre los mismos pasos que les apartan de Dios, a quien de nuevo vuelven a ofender. ¿Es que la gracia de Dios no es eficaz? La gracia del Señor siempre es eficaz, pero ocurre con demasiada frecuencia que no somos fieles a esa gracia, que lo esperamos todo de ella como quien espera un milagro, y la verdad es que la gracia no destruye la inclinación al mal, sino que manifiesta en nosotros como una fuerza que nos ayuda a vencerlo, a superarlo. Pasa con la gracia, lo mismo que con la semilla de la parábola: Salió el sembrador a sembrar su semilla, y al sembrar, parte cayó junto al camino, vinieron las aves y se la comieron. Otra cayó en pedregal, donde no había mucha tierra, y al punto brotó por ser la tierra poco profunda. Saliendo el sol, la agostó, y, por no tener raíz, se secó. Otra cayó entre espinas, crecieron éstas y la ahogaron. Pero otra parte cayó en tierra buena, y dio fruto, una ciento, otra sesenta, otra treinta (Mt 13, 3-9). En toda confesión bien hecha siempre se realiza un milagro: el de la gracia que se deposita en el alma. Pero puede ser que esa semilla de la gracia no dé fruto verdadero: unas veces porque la arrebata el maligno, otras porque aunque se recibe con gozo, se pierde por la inconstancia o porque la comodidad y el afán de placer o la preocupación por las riquezas la ahogan (cfr. Mt 13, 18-24), y la causa de tales estragos no hay que buscarla en Dios, sino en nosotros mismos, que nos dejamos arrebatar ese don precioso del Señor. No basta confesarse y a continuación frotarse las manos con la satisfacción del deber cumplido. Para corresponder a la misericordia de Dios es preciso poner los medios a nuestro alcance a fin de que la gracia dé su fruto en el momento oportuno. La confesión no es una meta o el final del camino
recorrido, sino un medio sobrenatural para alcanzar el perdón de Dios y la ayuda imprescindible para perseverar en el afán de santidad que debe presidir la vida del cristiano. Precisamente por eso la confesión debe ser frecuente, porque «educa la mente a discernir el bien del mal; es palestra de energía espiritual, entrena la voluntad para la coherencia, para la virtud positiva, para el deber difícil; diálogo sobre la perfección cristiana, ayuda a descubrir la vocación propia de cada alma y a confirmar sus propósitos en orden a la fidelidad y al progreso hacia la santidad propia y ajena» (PABLO VI, Audiencia general, 23 marzo. «L’Osservatore Romano», 24-III-77).
La concupiscencia de la carne Después de confesarse, el pecado sigue llamándonos y atrayéndonos, y aunque la confesión nos dispone para vencer, las fuerzas que recibimos en el sacramento hay que ejercitarlas precisamente en ese sentido, porque de ninguna manera excluyen la lucha interior y el esfuerzo personal necesarios para vencer las tentaciones. Esto significa que debemos luchar contra nuestro enemigo el pecado, y éste es precisamente el sentido de la mortificación cristiana, ésta es su función en la vida espiritual: con la mortificación no se busca otra cosa que adquirir esa libertad de espíritu, tan necesaria para poder prescindir del uso desordenado de las criaturas que pretenden someternos a su dominio y esclavitud. La mortificación, la negación de nosotros mismos, pero especialmente en el afán de gozar, de no perder ninguna de las oportunidades de disfrutar que la vida nos ofrece, buscando el propio bien en las criaturas, será el medio más eficaz, la forma más directa de colaborar con la gracia que recibimos en la confesión para conseguir que la semilla de Dios dé su fruto en nosotros, porque «la concupiscencia de la carne no se reduce exclusivamente al desorden de la sensualidad, sino también a la comodidad, a la falta de
vibración, que empuja a buscar lo más fácil, lo más placentero, el camino en apariencia más corto, aun a costa de ceder en la fidelidad a Dios. »Comportarse así, sería abandonarse incondicionalmente al imperio de una de esas leyes, la del pecado, contra la que nos previene San Pablo: Cuando quiero hacer el bien, encuentro una ley por la que el mal está pegado a mí; de aquí es que me complazco en la Ley de Dios según el hombre interior, pero veo que hay otra ley en mis miembros, que resiste a la ley de mi espíritu y me sojuzga a la ley del pecado... Infelix ego homo!, ¡Infeliz de mí! ¿Quién me libertará de este cuerpo de muerte? (Rom 7, 21-24). Oíd lo que contesta el apóstol: La gracia de Dios, por Jesucristo Señor Nuestro (Rom 7, 25). Podemos y debemos luchar contra la concupiscencia de la carne, porque siempre nos será concedida, si somos humildes, la gracia del Señor» (Es Cristo que pasa, n. 5). Por eso, la Iglesia nos invita a todos a acompañar la conversión interior –y cuando nos confesamos se realiza una auténtica conversión– con obras externas de penitencia y ante todo insiste «en que se ejercite la virtud de la penitencia con la fidelidad perseverante a los deberes del propio estado, con la aceptación de las dificultades procedentes del trabajo propio y de la convivencia humana, con el paciente sufrimiento de las pruebas de la vida terrena y de la profunda inseguridad que las invade» (PABLO VI, Const. Apost. Poenitemini). Y a los afligidos por la debilidad, las enfermedades, la pobreza y la desgracia, les aconseja a su vez «unir sus dolores al sufrimiento de Cristo, para que puedan no sólo satisfacer más intensamente el precepto de la penitencia, sino también obtener para los hermanos la vida de la Gracia, y para ellos la bienaventuranza que se promete en el Evangelio a quienes sufren» (Ibídem).
La concupiscencia de los ojos Sin embargo, debe reconocerse que esto, a primera vista tan sencillo, encierra no pocos problemas, porque no siempre estamos dispuestos a sobrellevar de buen grado las dificultades que la vida nos presenta, sobre todo si se tiene en cuenta «la concupiscencia de los ojos, una avaricia de
fondo, que lleva a no valorar, sino lo que se puede tocar. Los ojos que se quedan como pegados a las cosas terrenas, pero también los ojos que, por eso mismo, no saben descubrir las realidades sobrenaturales» (Es Cristo que pasa, n. 6). Para aceptar generosamente las oportunidades de hacer penitencia que la Providencia nos ofrece convendrá seguir el consejo de San Jerónimo: «Negarnos a nosotros mismos, no sólo en tiempos de persecución, sino en todas nuestras obras, palabras y pensamiento» (Epístola, 131, 3). Así es como nos disponemos eficazmente para esos momentos en los que el Señor espera que le acompañemos en su Pasión, porque «si somos generosos en la mortificación voluntaria, Jesús nos llenará de gracias para amar las expiaciones que Él nos mande» (Camino, n. 221). «La necesidad de la mortificación del cuerpo se manifiesta claramente si se considera la fragilidad de nuestra naturaleza, en la cual, después del pecado de Adán, la carne y el espíritu tienen deseos contrarios (cfr. Gál 5, 16-17; Rom 7, 23). Este ejercicio de mortificación del cuerpo –ajeno a cualquier forma de estoicismo– no implica una condena de la carne, que el Hijo de Dios se dignó asumir (cfr. Martirolog. Rom., la Vig. de Navidad), al contrario, la mortificación mira por la “liberación” del hombre (cfr. Liturgia Quadragessimae, nota n. 53 B), que con frecuencia se encuentra, por causa de la concupiscencia, casi encadenado (cfr. Rom 7, 23) por la parte sensitiva de su ser: por medio del “ayuno corporal” (cfr. Misal Romano, prefacio de Cuaresma). Con la mortificación el hombre adquiere el vigor y “la herida producida en la dignidad de nuestra naturaleza por la intemperancia queda curada por la medicina de una saludable abstinencia” (Ibíd., oración del viernes después del I domingo de la Pasión). En el Nuevo Testamento y en la Historia de la Iglesia –aunque el deber de hacer penitencia esté motivado, sobre todo por la participación en los sufrimientos de Cristo–, se afirma, sin embargo, la necesidad de la ascesis que castiga el cuerpo y lo reduce a esclavitud, con particular insistencia para seguir el ejemplo de Cristo» (PABLO VI, Const. Apost. Poenitemini).
La soberbia de la vida
La meta de la vida cristiana es parecernos cada vez más a Jesucristo, de tal modo que llegue un momento en el que pensemos y amemos como Cristo lo hace, pero, ¿cómo vamos a parecernos cada vez más al Señor si no mortificamos y sometemos también a la razón y la dejamos iluminar por la fe? La razón, muchas veces «se cree autosuficiente para entender todo, prescindiendo de Dios. Es una tentación sutil, que se ampara en la dignidad de la inteligencia, que Nuestro Padre Dios ha dado al hombre para que lo conozca y lo ame libremente. Arrastrada por esa tentación, la inteligencia humana se considera centro del universo, se entusiasma de nuevo con el “seréis como dioses” (Gén 3, 5) y, al llenarse de amor por sí misma, vuelve la espalda al amor de Dios» (Es Cristo que pasa, n. 6). Lo peor de la soberbia es su modo de proceder: el demonio se empeña en convencernos en que consiste exclusivamente en algo externo, en las actitudes frente a otras personas, en el mal genio o en el mal talante con que se les trata, y hará lo posible y lo imposible para que no nos demos cuenta de que el mal está en nuestro interior, en el fondo del corazón. Se habla de la soberbia de quienes fría e intelectualmente niegan la existencia de Dios, pero son pocos los que actúan de ese modo tan cerebral y tan sin sentido y sin razón. La soberbia de la mayoría de nosotros no es de ese tipo, ya que se trata más bien de una soberbia en el terreno práctico. Consiste en no reconocer, en nuestras obras, la existencia y la necesidad de adorarle y de vivir para Él como criaturas y como hijos suyos. Y eso es lo que sucede, aunque pudiera parecer de otra manera, a los que no se confiesan. El que no se confiesa es soberbio porque no quiere pedir perdón, él se justificará quizá diciendo que no tiene tiempo de hacer lo que no le apetece o que en otra ocasión lo hará, pero esas disculpas son manifestación de su soberbia, que no le permite humillarse y que no le deja, con uno o con otro pretexto, ejercitarse en la humildad. Y es soberbia porque con esa actitud indica que se basta a sí mismo, que en la práctica puede muy bien valerse sin Dios y sin la ayuda de su gracia, que se conforma con sus debilidades y pecados y no ve, o no quiere ver, la necesidad de cambiar para ordenar su vida de acuerdo con el amor a Dios.
Se le llamará como se le quiera llamar, frialdad, indiferencia, comodidad, pereza o de mil otras formas diferentes, pero en el fondo es soberbia, la soberbia del hombre que vive separado de Dios, que no reconoce su condición de criatura, de pecador, que debe ponerse a bien con Dios pidiéndole humildemente perdón al único que se lo puede conceder. «No nos engañemos, porque éste es el peor de los males, la raíz de todos los descaminos. La lucha contra la soberbia ha de ser constante, que no en vano se ha dicho gráficamente que esa pasión muere un día después que cada persona muera» (Ibídem). Si de verdad queremos parecernos a Jesucristo, es preciso que la lucha contra la concupiscencia de la carne, contra la concupiscencia de los ojos y contra la soberbia de la vida se mantenga viva y encendida y actual, entendiendo, desde luego, que no se trata de una tarea puramente negativa, porque con ella no se pretende exclusivamente la negación de los sentidos y de la inteligencia o de la voluntad, que nos proporcionan el dominio de la propia persona, sino que se busca sobre todo –ésa es la meta de la mortificación– la unión con Dios; allanar con esos sacrificios y con esas renuncias el camino por el que el Espíritu Santo quiere conducirnos hasta la santidad.
El camino Algunos piensan que alcanzar la santidad supone conseguir una inmensa paz interior. En esto llevan algo de razón, pero no toda la razón. Ser santo no significa que las pasiones dejen de rebelarse, que la envidia se apague, que el amor propio se muera, que la sensualidad y la ira se extingan y que la propia vida deje de interesarnos. No, la santidad no es algo negativo, la santidad tiene signo positivo, la santidad no es un no sino un sí. Ser santo no es dejar de amar al mundo y a las criaturas, sino amar a Dios por encima de él y de ellas. Ser santo es luchar contra las tentaciones, no dejar de tenerlas. Ser santo es nadar en el torrente de la vida sin permitir que sus aguas nos arrastren. Ser santo es vencer con la ayuda de Dios. Quiere decirse con todo esto que es en la lucha contra nosotros mismos,
contra las malas inclinaciones que nos invitan al pecado, y en el esfuerzo por vivir como Cristo vivió, donde hay que aspirar a la santidad. Por eso se puede ser santo aunque se sea pecador: Todos tropezamos en muchas cosas (Sant 3, 2) y todos tenemos de qué arrepentirnos. La santidad se presenta como un ideal que hay que alcanzar, y si bien es cierto que para conseguirla habrá que superar los obstáculos que se interponen en el camino, también lo es que esos obstáculos serán precisamente los que nos indican la senda a seguir. El amor a Dios ha de manifestarse en la lucha contra nuestras pasiones y malas inclinaciones, y para que se trate de una lucha sobrenatural y no de un afán de autoperfección, esa lucha ha de plantearse bajo el amparo y la protección de Dios. Y ¿hay algún medio más eficaz de conseguirlo que no sea la identificación con Cristo? En la confesión conseguiremos esa plena identificación con Él. Allí, en el sacramento de la penitencia, es donde de un modo sobrenatural unimos el dolor de nuestros pecados con su dolor; ¿no es eso la contrición? Allí, al declarar nuestros pecados reconocemos con obras y de verdad (cfr. 1 Jn 3, 18) que creemos en su palabra de perdón. Y, por último, también allí, al cumplir la penitencia, pagamos, junto con Él, esa satisfacción con la que ofrece su vida al Padre. «El fruto más precioso del perdón obtenido en el Sacramento de la Penitencia consiste en la reconciliación con Dios, la cual tiene lugar en la intimidad del corazón del hijo pródigo, que es cada penitente. »Pero hay que añadir que tal reconciliación con Dios tiene como consecuencia, por decirlo así, otras reconciliaciones que reparan las rupturas causadas por el pecado: el penitente perdonado se reconcilia consigo mismo en el fondo más íntimo de su propio ser, en el que recupera la propia verdad interior; se reconcilia con los hermanos, agredidos y lesionados por él de algún modo; se reconcilia con la Iglesia; se reconcilia con toda la creación y –siguiendo la invitación de la Iglesia– surge en el penitente el sentimiento de agradecimiento a Dios por el don de la misericordia recibida» (JUAN PABLO II, Exhort. Reconciliatio et Poenitentia, n. 31, V).
Que la Santísima Virgen, Esposa de Dios Espíritu Santo, nos alcance a todos, de su Hijo Jesucristo, la gracia de recibir siempre con fervor y fruto sobrenatural el sacramento de la Penitencia, para que lleguemos a identificarnos con Él aquí en la tierra y con Él y con el Padre para siempre en el Cielo.
EXAMEN PARA UNA CONFESIÓN ¿Cuánto tiempo hace que no me confieso? ¿Mis confesiones anteriores estuvieron bien hechas?
Primer Mandamiento de la Ley de Dios ¿He admitido en serio alguna duda contra las verdades de la fe? ¿He llegado a negar la fe o algunas de sus verdades, en mi pensamiento o delante de los demás? ¿He desesperado de mi salvación o he abusado de la confianza en Dios, presumiendo que no me abandonaría, para pecar con mayor tranquilidad? ¿He murmurado interna y externamente contra el Señor cuando me ha ocurrido alguna desgracia? ¿He abandonado los medios que son por sí mismos absolutamente necesarios para la salvación? ¿He procurado alcanzar la debida formación religiosa? ¿He hablado sin reverencia de las cosas santas, de los sacramentos, de la Iglesia, de sus ministros? ¿He abandonado el trato con Dios en la oración o los sacramentos? ¿He practicado la superstición o el espiritismo? ¿Pertenezco a alguna sociedad o movimiento ideológico contrario a la religión? ¿Me he acercado indignamente a recibir algún sacramento?
¿He leído o retenido libros, revistas o periódicos que van contra la fe o la moral? ¿Los di a leer a otros? ¿Trato de aumentar mi fe y mi amor por Dios? ¿Pongo los medios para adquirir una cultura religiosa que me capacite para ser testimonio de Cristo con el ejemplo y la palabra? ¿He hecho con desgana las cosas que se refieren a Dios?
Segundo Mandamiento ¿He blasfemado? ¿Delante de otros? ¿He hecho algún voto, juramento o promesa y he dejado de cumplirlo por mi culpa? ¿He honrado al santo nombre de Dios? ¿He pronunciado el nombre de Dios sin respeto, con enojo, burla o de otra manera poco reverente? ¿He hecho un acto de desagravio, al menos interno, cuando oigo alguna blasfemia o veo que se ofende a Dios? ¿He jurado sin necesidad? ¿Lo he hecho sin verdad, sin prudencia o sin madura consideración o por cosas de poca importancia? ¿He jurado hacer algún mal? ¿He reparado el daño que haya podido seguirse?
Tercer Mandamiento y Primero a Cuarto de la Iglesia ¿Creo todo lo que enseña la Iglesia Católica? ¿Discuto sus mandatos olvidando que son mandatos de Cristo?
¿He faltado a Misa los domingos o fiestas de guardar? ¿Me he distraído voluntariamente en ella o he llegado tan tarde que no haya cumplido con el precepto? ¿He impedido que oigan la Santa Misa los que dependen de mí? ¿He observado la abstinencia en los viernes de Cuaresma? ¿He realizado un acto de penitencia si no he guardado la abstinencia los demás viernes del año? ¿He dejado de ayunar y de vivir la abstinencia el Miércoles de Ceniza y el Viernes Santo? ¿Cumplí la penitencia que me impuso el sacerdote en la última Confesión? ¿He hecho penitencia por mis pecados? ¿Me he confesado al menos una vez al año? ¿Me he acercado a recibir la Comunión en el tiempo establecido para cumplir con el precepto pascual? ¿Me he confesado para hacerlo en estado de gracia? ¿Me he callado en la Confesión por vergüenza algún pecado grave? ¿He comulgado después alguna vez? ¿Excuso o justifico mis pecados? ¿He guardado la disposición del ayuno una hora antes del momento de comulgar?
Cuarto Mandamiento Hijos ¿He desobedecido a mis padres o superiores en cosas importantes? ¿Tengo un desordenado afán de independencia que me lleva a recibir mal las indicaciones de mis padres simplemente porque me lo mandan? ¿Me
doy cuenta de que esta reacción está ocasionada por la soberbia? ¿Los he entristecido con mi conducta? ¿Los he amenazado o maltratado de palabra o de obra, les he deseado algún mal grave o leve? ¿Me he sentido responsable ante mis padres del esfuerzo que hacen para que yo me forme, estudiando con intensidad? ¿He dejado de ayudarles en sus necesidades espirituales o materiales? ¿Me dejo llevar del mal genio y me enfado con frecuencia sin motivo justificado? ¿Soy egoísta con las cosas que tengo y me duele dejarlas a los demás hermanos? ¿He reñido con mis hermanos? ¿He dejado de hablarme con ellos y no pongo los medios necesarios para la reconciliación? ¿Soy envidioso doliéndome si destacan más que yo en algún aspecto? ¿He dado mal ejemplo a mis hermanos? Padres ¿Desobedezco a mis superiores en cosas importantes? ¿Permanezco indiferente ante las necesidades, problemas, sufrimientos, etc., de la gente que me rodea, singularmente de los que están cerca de mí por razones de convivencia, trabajo, etc.? ¿Soy causa de tristeza para mis compañeros de trabajo por negligencia, descortesía, mal carácter, etc.?
¿He dado mal ejemplo a mis hijos no cumpliendo con mis deberes religiosos, familiares o profesionales? ¿Los he entristecido con mi conducta? ¿Los he corregido con firmeza en sus defectos o se los he dejado pasar por comodidad? ¿Corrijo siempre a mis hijos con justicia y por amor a ellos o me dejo llevar por motivos egoístas o de vanidad personal, porque me molestan, porque me dejan mal ante los demás, porque me interrumpen, etcétera? ¿Los he amenazado o maltratado de palabra o de obra, o les he deseado algún mal grave o leve? ¿He descuidado mi obligación de ayudar a cumplir sus deberes religiosos, de evitar las malas compañías, etc.? ¿He abusado de mi autoridad y ascendiente forzándoles a recibir los sacramentos, sin pensar que por vergüenza o excusa humana, podrían hacerlo sin las debidas disposiciones? ¿He impedido que mis hijos sigan la vocación con que Dios les llama a su servicio o les he puesto obstáculos o les he aconsejado mal? ¿Me preocupo de un modo constante de su formación en el aspecto religioso? ¿Al orientarles en su formación profesional, me he guiado por razones objetivas de capacidad, medios, etc., o he seguido más bien los dictados de mi vanidad o egoísmo? ¿Me he opuesto a su matrimonio sin causa razonable? ¿Permito que trabajen o estudien en lugares donde corre peligro su alma o su cuerpo? ¿He descuidado la natural vigilancia en las reuniones de chicos y chicas que se tengan en casa evitando dejarlos solos? ¿Soy prudente a la hora de orientar sus diversiones?
En la medida que pueda evitarlo, ¿he permitido que asistan a películas inmorales o que vean programas de televisión indecentes o impropios de una familia cristiana? ¿He tolerado escándalos o peligros morales o físicos entre las personas que viven en mi casa? ¿Me he preocupado de la formación religiosa y moral de las personas que viven en mi casa o que dependen de mí? ¿Sacrifico mis gustos, caprichos y diversiones, etcétera., para cumplir con mi deber de dedicación a la familia? ¿Procuro hacerme amigo de mis hijos? ¿He sabido crear un clima de familiaridad evitando la desconfianza y los modos que impiden la legítima libertad de los hijos? ¿Doy a conocer a mis hijos el origen de la vida, de un modo gradual, acomodándome a su mentalidad y capacidad de comprender, anticipándome ligeramente a su natural curiosidad? ¿Evito los conflictos con los hijos quitando importancia a pequeñeces que se superan con un poco de perspectiva y de sentido del humor? ¿Hago lo posible por vencer la rutina en el cariño a mi consorte? ¿Soy amable con los extraños y me falta esa amabilidad en la vida de familia? ¿He reñido con mi consorte? ¿Ha habido malos tratos de palabra o de obra? ¿He fortalecido la autoridad de mi cónyuge, evitando reprenderle, contradecirle o discutirle delante de los hijos? ¿Le he desobedecido o injuriado? ¿He dado con ello mal ejemplo? ¿Me quejo delante de la familia de la carga que suponen las obligaciones domésticas? ¿He dejado demasiado tiempo solo a mi consorte?
¿He procurado avivar la fe en la Providencia y ganar lo suficiente para poder tener o educar más hijos? ¿Pudiendo hacerlo he dejado de ayudar a mis parientes en sus necesidades espirituales o materiales?
Quinto Mandamiento ¿Tengo enemistad, odio o rencor contra alguien? ¿He dejado de hablarme con alguien y me niego a la reconciliación o no hago lo posible por conseguirla? ¿Evito que las diferencias políticas o profesionales degeneren en indisposición, malquerencia u odio hacia las personas? ¿He deseado un mal grave al prójimo? ¿Me he alegrado de los males que le han ocurrido? ¿Me he dejado dominar por la envidia? ¿Me he dejado llevar por la ira? ¿He causado con ello disgusto a otras personas? ¿He despreciado a mi prójimo? ¿Me he burlado de otros o les he criticado, molestado o ridiculizado? ¿He maltratado de palabra o de obra a los demás? ¿Pido las cosas con malos modales, faltando a la caridad? ¿He llegado a herir o quitar la vida al prójimo? ¿He sido imprudente en la conducción de vehículos? ¿Con mi conversación, mi modo de vestir, mi invitación a presenciar algún espectáculo o el préstamo de algún libro o revista, he sido la causa de que otros pecasen? ¿He tratado de reparar el escándalo?
¿He descuidado mi salud? ¿He atentado contra mi vida? ¿Me he embriagado, bebido con exceso o tomado drogas? ¿Me he dejado dominar por la gula, es decir, por el placer de comer y beber más allá de lo razonable? ¿Me he deseado la muerte sin someterme a la Providencia de Dios? ¿Me he preocupado del bien del prójimo, avisándole del peligro material o espiritual en que se encuentra o corrigiéndole como pide la caridad cristiana? ¿He descuidado mi trabajo, faltando a la justicia en cosas importantes? ¿Estoy dispuesto a reparar el daño que se haya seguido? ¿Procuro acabar bien el trabajo pensando que a Dios no se le deben ofrecer cosas mal hechas? ¿Realizo el trabajo con la debida pericia y preparación? ¿He abusado de la confianza de mis superiores? ¿He perjudicado a mis superiores o subordinados o a otras personas haciéndoles un daño grave? ¿Facilito el trabajo o estudio de los demás o lo entorpezco de algún modo, por ejemplo, con rencillas, derrotismo, interrupciones, etc.? ¿He sido perezoso en el cumplimiento de mis deberes? ¿Retraso con frecuencia el momento de ponerme a trabajar o estudiar? ¿Tolero abusos o injusticias que tengo obligación de impedir? ¿He dejado por pereza que se produzcan graves daños en mi trabajo? ¿He descuidado mi rendimiento en cosas importantes con perjuicio de aquellos para quienes trabajo? Esposos
¿He utilizado fármacos o dispositivos físicos que hacen imposible la vida de un hijo ya concebido? ¿He actuado –con mi consejo o de obra– contra la vida de un hijo en el seno materno? ¿Se ha seguido como efecto su muerte?
Sexto y Noveno Mandamientos ¿Me he entretenido con pensamientos o recuerdos deshonestos? ¿He traído a mi memoria recuerdos o pensamientos impuros? ¿Me he dejado llevar de malos deseos contra la virtud de la pureza, aunque no los haya puesto por obra? ¿Había alguna circunstancia que los agravase: parentesco, matrimonio, consagración a Dios, etc., en las personas a quienes se dirigían? ¿He tenido conversaciones impuras? ¿Las ha comenzado yo? ¿He asistido a diversiones que me ponían en ocasión próxima de pecar (ciertos bailes, cines o espectáculos inmorales, malas lecturas o compañías, etc.? ¿Me doy cuenta de que ponerme en esas ocasiones es ya un pecado? ¿Guardo los detalles de modestia que son la salvaguarda de la pureza? ¿Confundo en ocasiones esos detalles con la ñoñería? Antes de asistir a un espectáculo, o de leer un libro, ¿me entero de su calificación moral para no ponerme en ocasión próxima de pecado y para evitar las deformaciones de conciencia que pueda producirme? ¿Me he entretenido con miradas impuras? ¿He rechazado las sensaciones impuras? ¿He hecho acciones impuras? ¿Solo o con otras personas? ¿Cuántas veces? ¿Del mismo o distinto sexo? ¿Había alguna circunstancia de parentesco,
etcétera., que le diera especial gravedad? ¿Tuvieron consecuencias esas acciones? ¿Hice algo para impedirlas? ¿Después de haberse formado la nueva vida? ¿He cometido algún otro pecado contra la pureza? ¿Tengo amistades que son ocasión habitual de pecado? ¿Estoy dispuesto a dejarlas? En el noviazgo, ¿es el amor verdadero la razón fundamental del trato? ¿Tengo el constante y alegre sacrificio de no poner el cariño en peligro de pecar? ¿Degrado el amor humano confundiéndolo con el egoísmo y con el placer? El noviazgo debe ser una ocasión de ahondar en el afecto y en el conocimiento mutuo; ¿mi trato está inspirado no por afán de posesión, sino por el espíritu de entrega, de comprensión, de respeto, de delicadeza? ¿Me acerco con más frecuencia al sacramento de la Penitencia durante el noviazgo para tener más gracia de Dios? ¿Me han alejado de Dios esas relaciones? Esposos ¿He usado indebidamente del matrimonio? ¿He negado su derecho al otro cónyuge? ¿He faltado a la fidelidad conyugal con deseos o de obra? ¿Hago uso del matrimonio solamente en aquellos días en que no puede haber descendencia sin tener motivos graves o serios que justifiquen esta manera de actuar? ¿He tomado fármacos para evitar los hijos? ¿He tenido en cuenta que muchos de esos fármacos producen el aborto y, por tanto, que esa acción constituye un gravísimo pecado contra el quinto mandamiento? ¿He inducido a otras personas a que los tomen? ¿He influido de alguna manera – consejos, bromas, actitudes, etc.– en crear un ambiente antinatalista?
Séptimo y Décimo Mandamientos y Quinto de la Iglesia
¿He robado algún objeto o alguna cantidad de dinero? ¿He reparado o restituido pudiendo hacerlo? ¿Estoy dispuesto a realizarlo? ¿He cooperado con otros en algún robo o hurto? ¿Había alguna circunstancia que lo agravase, por ejemplo, que se tratase de algún objeto sagrado, etc.? ¿La cantidad o el valor de lo apropiado era de importancia? ¿Retengo lo ajeno contra la voluntad de su dueño? ¿He perjudicado a los demás con engaños, trampas o coacciones en los contratos o relaciones comerciales? ¿He hecho daño de otro modo a sus bienes? ¿He engañado cobrando más de lo debido? ¿He reparado el daño causado o tengo la intención de hacerlo? ¿He gastado más de lo que permite mi posición? ¿He cumplido debidamente con mi trabajo, ganándome el sueldo que me corresponde? ¿He dejado de dar lo conveniente para ayudar a la Iglesia? ¿Hago la limosna según mi posición económica? ¿He llevado con sentido cristiano la carencia de cosas necesarias? ¿He defraudado a mi consorte en los bienes? ¿Retengo o retraso indebidamente el pago de jornales o sueldos? ¿Retribuyo con justicia el trabajo a los demás? ¿Me he dejado llevar del favoritismo, acepción de personas, faltando a la justicia, en el desempeño de cargos o funciones públicas? ¿Cumplo con exactitud los deberes sociales, por ejemplo, pago de seguros sociales, etc., con mis empleados? ¿He abusado de la ley, con prejuicio de tercero, para evitar el pago de los seguros sociales? ¿He pagado los impuestos que son de justicia?
¿He evitado o procurado evitar, pudiendo hacerlo desde el cargo que ocupo, las injusticias, los escándalos, hurtos, venganzas, fraudes y demás abusos que dañan la convivencia social? ¿He prestado mi apoyo a programas de acción social y política inmorales y anticristianos?
Octavo Mandamiento ¿He dicho mentiras? ¿He reparado el daño que haya podido seguirse? ¿Miento habitualmente porque es en cosas de poca importancia? ¿He descubierto, sin justa causa, defectos graves de otras personas, aunque sean ciertos pero no conocidos? ¿He reparado de alguna manera, por ejemplo, hablando de modo positivo de esa persona? ¿He calumniado atribuyendo a los demás lo que no era verdadero? ¿He reparado el daño o estoy dispuesto a hacerlo? ¿He dejado de defender al prójimo difamado o calumniado pudiendo hacerlo? ¿He hecho juicios temerarios contra el prójimo? ¿Los he comunicado a otras personas? ¿He rectificado ese juicio inexacto? ¿He revelado secretos importantes de otros, descubriéndolos sin justa causa? ¿He reparado el daño seguido? ¿He hablado mal de otros por frivolidad, envidia o por dejarme llevar del mal genio? ¿He hablado mal de los demás –personas o instituciones– con el único fundamento de que «me contaron» o de que «se dice por ahí»? Es decir ¿he cooperado de esta manera a la calumnia y murmuración?
¿Tengo en cuenta que las discrepancias políticas, profesionales o ideológicas, no deben ofuscarme hasta el extremo de juzgar o hablar mal del prójimo, y que esas diferencias no me autorizan a descubrir sus defectos morales a menos que lo exija el bien común? ¿He revelado secretos sin justa causa? ¿He hecho uso en provecho personal de lo que sabía por silencio de oficio? ¿He reparado el daño que causé con mi actuación? ¿He abierto o leído correspondencia u otros escritos que, por su modo de estar conservados, se desprende que sus dueños no quieren dar a conocer? ¿He escuchado conversaciones contra la voluntad de los que las mantenían?
Moral Profesional Empresarios y obreros ¿Soy ejemplar en mi trabajo: trato con los demás, puntualidad, intensidad, etc.? ¿Cuido los instrumentos de la empresa como si fueran propios? ¿Utilizo cosas de la empresa (teléfono, coche, herramientas, etc.) en provecho propio, faltando a la justicia? ¿Soy consciente de que soy administrador de los bienes materiales que poseo y no dueño absoluto? ¿Actúo sabiendo que sobre estos bienes propios recae, como nos ha recordado frecuentemente el Papa, una «hipoteca social», que me obliga a disponer de ellos de tal modo que también sean útiles a los demás? ¿Me preocupo, con actuaciones concretas, de procurar una mayor y mejor distribución de los bienes?
¿Me preocupo de los demás, especialmente de los más necesitados o, por el contrario, voy sistemáticamente a lo mío? ¿Pago a los obreros el salario justo, dentro de las posibilidades de la empresa, o me contento con el salario mínimo legal? ¿Me esfuerzo en crear puestos de trabajo y mejorar la producción? ¿Evito la ostentación, el lujo y el enriquecimiento abusivo, a costa de los demás? ¿Vivo la lealtad con la empresa en que trabajo? ¿Defiendo sus legítimos intereses? ¿Participo o promuevo huelgas que en el fondo no tienen como fin el bien de la empresa o de los trabajadores? Médicos. Profesionales sanitarios ¿Estudio con asiduidad para poseer aquellos conocimientos que requiere mi especialidad? ¿Pongo amor y competencia profesional en el cuidado de cada enfermo, sin considerarle como un número, sino como una persona? ¿He practicado o aconsejado el grave crimen del aborto? ¿He puesto todos los medios para evitar operaciones que en sí mismo van en contra de la procreación querida por Dios? ¿He recetado o recomendado las prácticas anticonceptivas? ¿Aconsejo o vendo (farmacéuticos) productos anticonceptivos? ¿Me preocupo de la salud espiritual del enfermo de tal manera que pueda recibir una verdadera atención sacramental, etc.?
En peligro de muerte, ¿procuro según mis posibilidades que los enfermos se preparen adecuadamente, aceptándola, recibiendo la atención sacerdotal conveniente, ayudándoles a ofrecer el dolor? En los niños que corren peligro inminente de morir sin el Bautismo, ¿conozco que la Iglesia manda que se administre cuanto antes, y que todos, especialmente comadronas, enfermeras, asistentes sociales y médicos deben conocer, cada cual según su capacidad, el modo correcto de bautizar en caso de urgencia? ¿He pecado por omisión o negligencia en este tema? Periodistas. Publicistas ¿Me esfuerzo por adquirir una información verdadera sobre los acontecimientos y las personas, antes de darlo a conocer al público? ¿Me muevo frecuentemente con ligereza en este terreno? ¿Pongo la información o el éxito periodístico por encima de otros valores de mayor entidad? ¿Quito la fama con mis juicios o silencios a personas o instituciones? ¿Sé decir «la verdad en la caridad»? ¿Respeto la intimidad de las personas? ¿Propago rumores o calumnias que perjudican seriamente a la dignidad de las personas? ¿Colaboro en revistas inmorales, pornográficas o en periódicos que atentan contra la fe y las buenas costumbres? ¿Busco en mis escritos el sensacionalismo, la inmoralidad, etc., con tal de ganar dinero o fama? ¿Realizo o permito en mis publicaciones anuncios que desdicen de la moral, aunque las demás revistas o periódicos lo hagan?
¿Trabajo en empresas publicitarias que dañan el decoro, el pudor y la vida moral? ¿He procurado, cuanto antes, buscar otro trabajo, aunque sea menos remunerado o dé menos prestigio? ¿Soy valiente a la hora de recomendar a las empresas que respeten en sus anuncios la conciencia de los lectores? Profesiones Jurídicas ¿Procuro tener actualizada la ciencia debida y dedicar a la solución de los asuntos el estudio y el tiempo que requieran? ¿Retraso la resolución de determinadas causas por pereza, desidia, desorden o por su escaso interés económico? ¿Estoy dispuesto a sufrir una merma en mi reputación profesional antes que cometer o cooperar formalmente en una injusticia? Ante la posible existencia de leyes civiles injustas, ¿soy consciente de que debo evitar que mi actividad profesional pueda interpretarse como aprobación personal de la injusticia que esas leyes civiles autorizan positivamente? En los casos en que por razones graves no pueda evitar la cooperación material en la aplicación de una ley civil injusta, ¿procuro mitigar o corregir con medios lícitos, por ejemplo, con una interpretación restrictiva de la ley, la injusticia que produce su aplicación? ¿Soy consciente de que un juez católico no puede pronunciar, sino por motivos de extrema gravedad, una sentencia de divorcio civil para un matrimonio válido ante Dios y la Iglesia? Al asistir –por razón del cargo– al llamado matrimonio civil contraído por católicos, ¿me doy cuenta de que no hago otra cosa que cumplir por necesidad un requisito legal? ¿He advertido a los contrayentes, si es oportuno y de modo privado, de la invalidez de su matrimonio ante Dios y la Iglesia?
¿Me presto a defender, por dinero, etc., causas ciertamente injustas? ¿Pongo la diligencia debida en la asistencia de las causas que me correspondan por el turno de oficio? ¿He utilizado en alguna ocasión medios ilícitos –falsos testigos, difamación del contrario, etcétera– en las causas que defiendo? ¿Advierto con honradez al cliente acerca de las reales posibilidades de ganar o perder la causa que me encomienda? ¿Exijo honorarios que pueden considerarse abusivos por otros colegas?
Acudo a Santa María, Refugio de los pecadores, para que nos ayude a hacer una buena Confesión.
NOTAS [1] Esto quiere decir que no hay que esperar a que los niños cumplan siete años para acercarse al sacramento de la Penitencia, y, por lo tanto, que los padres y aquellos a quienes corresponde su formación pecarían si por su culpa se retrasa la recepción del sacramento. [2] Solamente podemos llegar al Reino de Cristo a través de la «metanoia», es decir, de aquel íntimo cambio de todo el hombre –desde su manera de pensar, juzgar y actuar– impulsado por la santidad y el amor de Dios tal como se nos ha manifestado a nosotros este amor en Cristo (Pablo VI, Const. Apost. Poenitemini, 17-II-1966)