ÍNDICE
Dossier Ricardo Piglia: Los lugares de la literatura. Ejercicios críticos. Presentación Adriana Rodríguez Pérsico
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Emilio Renzi. La literatura, una política alternativa Julio Schvartzman
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Lecturas Clásicas La reflexión literaria José Sazbón
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El presente transforma el pasado Tulio Halperin Donghi
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En las manos de Borges el corazón de Arlt (a propósito de Nombre falso) Noé Jitrik
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Inversión del tópico del beatus ille en La ciudad ausente Ana María Barrenechea
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Figuraciones del Sujeto Máscaras del sujeto y mitos de origen del relato en la narrativa de Ricardo Piglia Teresa Orecchia Havas
197
Los años de formación: literatura y vida Isabel Quintana
229
La forma de una vida literaria: Ricardo Piglia Mónica Bueno
240
Alter ego. Ricardo Piglia y Emilio Renzi: su diario personal Martín Kohan
261
Formas iniciales, formas finales
Last but not least Alan Pauls
273
La práctica literaria entre la pérdida y la restauración Adriana Rodríguez Pérsico
280
Itinerarios de lectura (y escritura) Rose Corral
291
Fuera de la ley Edgardo Berg
304
Los espejos y la cópula son abominables Julio Premat
316
Notas sobre Piglia (o la experiencia personal de un estilo) Adriana Amante
330
Historia, política y relato Respiración artificial o el escritor ante la historia Jorge Fornet
339
Traducir la historia Francine Masiello
362
Piglia y el Unabomber: literatura y política en El camino de Ida Daniel Balderston
378
Ricardo Piglia, la tenue objetividad Horacio González
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Presentación: Los lugares de la literatura. Ejercicios críticos sobre Ricardo Piglia Adriana Rodríguez Pérsico Universidad de Buenos Aires CONICET, Buenos Aires, Argentina
127 Ricardo Piglia murió el 6 de enero pasado. Sus últimos años, a pesar de la grave enfermedad que lo aquejaba, fueron de una extraordinaria productividad. Logró editar los tres tomos de sus Diarios que escribió desde 1957 –dos ya impresos, el tercero de próxima aparición-, publicó Antología personal, La forma inicial, Las tres vanguardias, Escritores norteamericanos. En los próximos años aparecerán varios volúmenes que recogerán clases, entrevistas y ensayos y un libro de cuentos, Los casos de Croce donde retoma el género policial en la línea de los detectives famosos de la literatura nacional de Jorge Luis Borges, Rodolfo Walsh y Adolfo Pérez Zelaschi. Cultivaba el humor y la ironía. Quizás para asordinar la pena, decía a los amigos que lo visitaban, lo mismo que Renzi: “Ellos pensarán que no es una metáfora y que cuando digo ´Vivo en el cuerpo de otro´ es así, tal cual, son literales, se toman todo al pie de la letra, por eso quiero decir que tengo la sensación de que mi cuerpo no me obedece, que yo estoy sano, lúcido, para decirlo así, pero mi cuerpo está averiado. Nada grave, no hay que alarmarse, les digo a mis amigos. Soy un herido de guerra, un veterano […]”.
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Pocas veces, el escritor quiebra los tonos del distanciamiento. Mantiene, en todo momento, una actitud cercana al pudor aunque hablar de pudor resulte un oxímoron porque nadie que quiere permanecer de incógnito sostiene semejante proyecto durante décadas. Lo cierto es que hay una búsqueda de discreción que apuesta a la ausencia de voces estridentes y la elusión de sentimientos trágicos. Cuando lo califico de pudoroso, apunto a un decir que prefiere los tonos bajos mientras argumenta contra las maneras desenfrenadas. Piglia se hizo un cuerpo de escritura que funcionó como antídoto; se construyó un cuerpo allí donde lo real lo conminaba al organismo. La vida y la literatura siguen muchas veces caminos paralelos. Si usamos
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el anacronismo –recurso al que el escritor apelaba con cierta frecuencia, basta con leer La ciudad ausente o Blanco nocturno-, hallamos en El último lector una escena anticipatoria. El ensayista transcribe un poema chino incluido en las cartas de Kafka en el que la mujer interrumpe la tarea del escritor que se ha pasado la noche en vela, y le arrebata la lámpara. El escritor halla el lugar ideal encerrándose en una cueva que lo pone a resguardo de toda intrusión de la vida exterior. Piglia se identifica con los deseos de Kafka mientras cita “la más extraordinaria descripción de las condiciones de una escritura perfecta” . En el breve prólogo a su Antología personal, fechado el 15 de julio de 2014, explica sus elecciones con el criterio de lo mezclado, lo desigual y lo múltiple: “La heterogeneidad, el cambio de registro, los distintos estilos son para mí un primer dato que identifica el carácter personal de esta antología y no su contenido o su valor. He elegido los textos porque los siento cercanos aunque han sido escritos a lo largo de varias décadas: son ficciones, ensayos, notas autobiográficas, intervenciones públicas que elaboran y registran imaginariamente experiencias vividas”, A la idea de antología, la dedicatoria a su amigo Roberto Jacoby superpone “retrospectiva”. El término implica volver sobre un tiempo pasado. Como si al final del camino, el sujeto se detuviera para ver lo que ha dejado atrás. Indica también efectuar un balance y ensayar una comprensión. ¿Qué significa hacer una antología? ¿Qué se elige y por qué? ¿Qué queda afuera? ¿Cuáles son los criterios para esas elecciones? ¿El
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gusto personal, la calidad del material, algunos temas, las experiencias atadas a los textos, los momentos de publicación? La presente no es una antología de Piglia sino sobre su obra. Pero los criterios de elección son similares a los que el escritor usó para armar su antología personal. Cada uno de los textos escogidos se aproxima al corpus con el afán de tocarlo, interpretarlo, descifrarlo, gozarlo y, por qué no, usarlo. En ese sentido, podemos decir que aspiran a la cercanía. Cada texto crítico captura alguna línea, tema, forma o gesto esenciales a la obra del escritor. La segunda razón que podríamos esgrimir es exactamente opuesta y se ajusta a la arbitrariedad que rige la lectura de la antologista que ha querido entreverar líneas críticas y tiempos de producción dando pie a una convivencia, no siempre pacífica, de pensamientos y reflexiones diversas. En el espacio literario uno y otro criterio no se repelen, por el contrario, se complementan para tramar un homenaje, género al que por cierto Piglia no era muy aficionado. Recuerdo los “congresos homenajes” en Cuba (2000), México (2005) y París (2008), todos ellos con la presencia del autor que pretendía pasar desapercibido, desaparecer del centro de la escena y participar sólo cuando no tenía otra alternativa. Entonces, ¿cuál sería un homenaje digno de Piglia? Ciertamente, no alguno que conservara la significación etimológica de la ceremonia de vasallaje que culminaba con el juramento y la obligación de fidelidad y respeto. Ricardo se burlaba de las fidelidades impuestas y de los respetos engolados. Sería más bien la celebración de una obra significante para la cultura argentina en el sentido de que cambió nuestros modos de leer, una obra capaz de engarzar tradiciones disímiles y de transitar y juntar los más diversos géneros, de articular la literatura con la historia y la política, de alternar la narración con la reflexión o mejor de ir a contrapelo de ideas convencionales puesto que decía que una idea puede narrarse. También hay una pasión de las ideas. Una pasión que concibe la ficción como soporte del pensamiento y ve en la actividad de pensar la base del relato. Su producción ficcional y ensayística desmiente la creencia común que hace del crítico un escritor fracasado al mostrar que entre esos dos lugares no hay oposición sino confluencia; afirma que el territorio dilatado del lenguaje borra las fronteras genéricas, barre con tipologías y yuxtapone discursos para materializar “un espacio fracturado, donde circulan distintas voces, que son sociales”. En el presente dossier, y en gesto casi arqueológico, quise recuperar algunos ensayos señeros. Por eso, aparecen bajo el título
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de Lecturas clásicas, que analizan Respiración artificial y La ciudad ausente, las dos primeras novelas y Nombre falso, todos ellos textos que introdujeron transformaciones decisivas en la narrativa argentina de las últimas décadas del siglo XX. La segunda parte, Figuraciones del sujeto, examina la construcción de identidades narrativas. Cómo se pasa del objeto – escribo cuentos, novelas, ensayos- al sujeto que conjuga un categórico verbo intransitivo: escribo. O dicho de otro modo, cómo se pasa de la actividad de escribir a la identidad de escritor. Recordemos que Paul Ricoeur sostenía que el acto de escribir puede entenderse como una puesta en intriga de la identidad.
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Piglia hace gala de una pertinaz heterodoxia cuando amalgama materiales y formas. Porque la literatura trabaja con la realidad elaborándola en una lengua opaca, el escritor resuelve las cuestiones estéticas planteando problemas de formas. Lejos de ser un azar, la noción de forma se replica abriéndose en un entramado de significaciones, como si el término estallara en fragmentos que entran en constelación. Los artículos incluidos en la tercera parte, Formas iniciales, formas finales, reflexionan sobre el tema de las distintas formas, géneros y estilos. Creo que las formas iníciales, en Piglia, son lo más privado, lo que define un estilo personal y a la vez, lo que pertenece a una comunidad, lo que aglutina por ser algo en común. Así, desde su óptica la narración sería la condición de posibilidad de ese acontecimiento en donde surge el lenguaje. Cuando le preguntaron en una entrevista de la revista Babel (diciembre de 1990) para qué servía un escritor, Piglia respondió sin vacilar: “para decir bien”. Su bien decir rechaza la nota esteticista y explicita, por el contrario, la voluntad de una palabra que se quiere plena en el punto donde la literatura converge con la historia y se reconoce ante todo como gesto político. Historia, política y relato resultan tres términos que se recubren y se superponen permitiendo así interpretaciones y abordajes múltiples como ponen en escena los ensayos de la última parte de este dossier. Hay un bello cuento de Borges, “El milagro secreto” en el que el protagonista Jaromir Hladík es apresado y condenado a muerte por las fuerzas alemanas de ocupación. El fusilamiento se prevé para el
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día veintinueve de marzo a las 9 de la mañana. Se dice del personaje que “el problemático ejercicio de la literatura constituía su vida” (509). Angustiado porque no había terminado su obra, la noche anterior a la ejecución ruega a Dios: “Si de algún modo existo, si no soy una de tus repeticiones y erratas, existo como autor de Los enemigos. Para llevar a término este drama que puede justificarme y justificarte, requiero un año más. Otórgame esos días, Tú de Quien son los siglos y el tiempo”. A la hora señalada, el mundo se detiene y Hladik logra concluir su drama. Habían pasado dos minutos de las nueve cuando la descarga de fusiles terminó con su vida. En los últimos tiempos, Piglia me recordaba al personaje de Borges. Eligió desde el inicio su destino de escritor y la literatura fue su forma de no sólo aplazar la muerte sino de transformar su sentido. De la lucha que emprendió, salió luminoso vencedor.
Buenos Aires, marzo de 2017
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Emilio Renzi. La literatura, una política alternativa 1
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Pablo Senarega
Julio Schvartzman2
Universidad de Buenos Aires
Una catástrofe En septiembre de 2013, cuando dictó sus cuatro clases abiertas sobre Borges en la Biblioteca Nacional de Buenos Aires, Ricardo Piglia creyó necesario detenerse en un momento crucial3. Venía hablando de la importancia fundante de la lectura en la teoría y la práctica de la escritura del inventor de Pierre Menard. Había recalado en esa línea 1 Este texto retoma y amplía el de una comunicación, con el mismo título, en las XXIX Jornadas de Investigación del Instituto de Literatura Hispanoamericana, Facultad de Filosofía y Letras, Universidad de Buenos Aires, el 17 de marzo de 2017. A su vez, lo leído entonces era una expansión del artículo “Los dos adioses”, publicado en La Diaria de Montevideo el 17 de enero pasado, once días después de la muerte de Ricardo Piglia. 2 Doctor en Letras por la Universidad de Buenos Aires. 3 Las clases están disponibles en línea <http://www.tvpublica.com.ar/programa/borges-porpiglia/>.
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nítida que se expresa en el trabajo con la cita y la traducción, y de pronto puso su atención en 1953, drástica demarcación impuesta por la ceguera. “Su capacidad de estilo –dictaminó– quedó destruida, porque no pudo leer sus propios manuscritos.” Subrayo: lo que destruye el estilo es no poder leer lo que uno mismo ha escrito. Eso, concluyó, fue una verdadera catástrofe. Pero “con una ética admirable, jamás se quejó, y trató de seguir adelante”. Desde luego, Borges encontró vías sucedáneas para seguir escribiendo, pero su principal etapa como escritor, insistió Piglia, había concluido irrevocablemente.
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Difícil no relacionar estas iluminaciones con los efectos de la esclerosis lateral amiotrófica cuyos primeros síntomas se manifestaron, en Piglia, apenas un año después de estas clases, y que lo llevó a la muerte el 6 de enero de 2017. Antes de que el deterioro irreversible le impidiera el uso de la palabra, solía decir, a quienes lo visitaban, con la sonrisa más fresca y radiante que se pudiera imaginar: “Es como si esto le estuviera pasando a otro”. Y un mensaje similar llegaba, un año después, cuando solo podía controlar el movimiento de sus ojos, escrito en la pantalla gracias a un programa de digitación ocular. Así, lento y paciente, escribía. Una voluntad inquebrantable seguía empujándolo a concretar sus proyectos pendientes, en particular la publicación de sus Diarios, obra de décadas cuya edición definitiva fue encarada cuando nadie habría esperado de él, ya, nada más. Incluso, entre una sesión con el kinesiólogo y varias horas de trabajo con su asistente, Luisa Fernández, podía recibir a un profesor de ajedrez: el aprendizaje se incorporaría, tal vez, al background de una ficción que estaba rumiando. Y todo, como había dicho, respecto del otro, en septiembre de 2013, sin el menor atisbo de queja. Las clases abiertas fueron su última gran intervención oral pública, así como la publicación de sus Diarios la última decisión de escritor.
Literatura y política Los Diarios de Piglia están en el comienzo de su iniciación literaria y en las determinaciones finales de su vida, cuando la publicación los convierte en Los diarios de Emilio Renzi: Años de formación, que llegan hasta 1967 (Buenos Aires: Anagrama, 2015),
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Los años felices, hasta 1975 (2016) y un tercer volumen que estaba revisando. En ellos se pueden seguir las alternativas y los costos de su temprana resolución de ser escritor y la consecuente forja de un mito. Esa elección rigió las principales encrucijadas de su vida y hasta el ritmo de su actividad cotidiana. Implicó también definiciones y estilos de comportamiento público y privado en relación con otros vectores: la política, el campo cultural, la condición de intelectual, el posicionamiento marxista, la participación en distintas formaciones y la creación de espacios y proyectos políticos, culturales, editoriales.
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Como para tantísimos otros, la entrada del Ejército Rebelde en La Habana el primer día de 1959 (cuando él tenía diecisiete años) y el inicio de la revolución cubana fueron marcas fuertes, aunque varios indicios, comenzando por la temprana adscripción de la dirigencia de la isla a las políticas del Partido Comunista de la Unión Soviética, motivaron una paulatina toma de distancia. En 1967, un año antes del apoyo del régimen a la invasión de Checoeslovaquia, su Jaulario fue mención en cuento del concurso de Casa de las Américas. Otros dos premios pueden ser orientadores, en la evocación: el muy inicial para “Mi amigo” (que haría parte de Jaulario en La Habana y de La invasión, en Buenos Aires), en el concurso de cuentos de El Escarabajo de Oro, en 1962, con libro publicado en el 64, Cuentos premiados, donde compartió espacio con Miguel Briante, Romeo Medina, Octavio Getino, Germán Rozenmacher, Juan C. Villegas Vidal, y como apoyo relatos de los jurados, Julio Cortázar, Beatriz Guido, Augusto Roa Bastos; y el del Primer Concurso Latinoamericano de Cuentos Policiales de la revista Siete Días 1975, idea y organización de Jorge Lafforgue, para “La loca y el relato del crimen”, seleccionado por Roa Bastos, Borges y Marco Denevi4.
4 Además, su cuento “Una luz que se iba” (en el índice de Invasión y de Jaulario) había sido premiado en el concurso organizado en 1963 por la revista Bibliograma, dirigida por Aristóbulo Echegaray, que integró el jurado junto con Marta Lynch, Denevi y Germán Berdiales. Referencias: VV. AA. Cuentos premiados. Buenos Aires: El Escarabajo de Oro, G. Dávalos y D.C. Hernández Libreros/Editores, 1964. El cuento de Germán Rozenmacher, “Los pájaros salvajes”, no pudo incluirse en el volumen. Ya lo había publicado Jorge Álvarez en 1962, como parte de Cabecita negra. PIGLIA, Ricardo. Jaulario. La Habana: Casa de las Américas, 1967. PIGLIA, Ricardo. La invasión. Buenos Aires: Jorge Álvarez, 1967. VV. AA. Misterio 5. Prólogo de Norberto Firpo. Buenos Aires: Abril, 1975.
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Claves
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“La loca y el relato del crimen” brinda en pequeña escala algunas claves de un proyecto narrativo de largo plazo, así como de sus presupuestos teóricos y de la imbricación de ambos aspectos. Por un lado, la presencia protagónica de Emilio Renzi5, que habrá de funcionar en adelante como una suerte de doble, construido con materiales de una autobiografía imaginaria, supliendo o quizá complementando las trampas del yo. Por otro, la convergencia, en Renzi, del periodista, el escritor, el investigador, el intelectual, no el militante, de modo que sus preocupaciones teóricas (aquí, la fonología de Trubetzkóy), articuladas con las pistas de un crimen en los bajos fondos, a través del análisis técnico de un discurso psicótico, llevan a un hallazgo que cuestiona el curso de la acción policial, por lo que no es publicado por el diario en el que trabaja, El Mundo, el de las aguafuertes arltianas; esa censura da lugar al cuento que estamos leyendo. Para entonces, Piglia había impulsado, desde la Serie negra de la editorial Tiempo Contemporáneo, la traducción y la lectura de Raymond Chandler, Dashiell Hammett, David Goodis, Horace McCoy, James Cain, James Hadley Chase, el raro José Giovanni. Adoptando el título de una colección de Gallimard iniciada en la segunda posguerra6, la consagró en especial a la difusión del mejor thriller norteamericano. Está muy dicho: esta vertiente reemplazaba la trama de enigma por un vértigo de acontecimientos donde lo criminal involucraba otra trama: la social. Siguiendo, en esto, la lucidez de Chandler, el propio Piglia propuso una suerte de quiasmo en la historia del policial: mientras en la línea clásica el crimen desencadenaba la investigación, la investigación desencadena el crimen en el noir, evidenciando los vínculos del hampa con la riqueza y el poder7. 5 El personaje se había presentado (“Me llamo Renzi”), ocho años antes, en “La invasión”. 6 La Série noire fue creada y dirigida desde 1945 por Marcel Duhamel, quien advertía en la presentación: “no es para cualquiera. El amante de los enigmas de Sherlock Holmes no se sentirá a gusto aquí”. Y el catálogo contaba, desde el principio, con autores como Peter Cheyney, Chase, Chandler, McCoy, Jim Thompson, Hammett, Don Tracy, W. R. Burnett, Harold Masur, Ian Fleming, Chester Himes. Casi la mitad del catálogo de la colección de Piglia, que llegó a los veintiún títulos, retoma obras de la de Duhamel. 7 Estas hipótesis pueden leerse en la nota introductoria de Emilio Renzi al primer volumen de la colección de Tiempo Contemporáneo, Cuentos de la serie negra (Buenos Aires, 1969), con prólogo de Robert Louit, y en la introducción, firmada por Ricardo Piglia, a la antología del mismo título publicada como segunda entrega de La nueva biblioteca (la primera fue El
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El vasto campo de sus lecturas, el mapa literario que va forjando a lo largo de los años, se proyecta hacia Joyce y Beckett, Kafka y Musil, Benjamin y Brecht, el primer Hemingway, Scott Fitgerald, James Purdy, Erskine Caldwell, Thomas Bernhard, Peter Handke, Philip Dick, Thomas Pynchon, Macedonio Fernández, Borges y Onetti, entre muchos otros; y en el marco más cercano que proporcionaba un ámbito de pertenencia y de diferencias, de experiencias compartidas y de inteligibilidad, Rodolfo Walsh, David Viñas, Manuel Puig, Juan José Saer, Miguel Briante, Luis Gusmán, Jorge “Dipi” Di Paola, y más tarde, sobre todo en la disputa y las tensiones, Osvaldo Lamborghini, Rodolfo E. Fogwill y César Aira.
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En adelante, los juegos de interpenetración de lo teórico y lo ficcional signaron la construcción de su obra, derivando en la textura ensayística de algunas de sus principales novelas y cuentos, desde “Homenaje a Roberto Arlt” (Nombre falso, 1975) y Respiración artificial (1980) hasta El camino de Ida (2013), y en el paso narrativo de sus muy estimulantes ensayos: desde Formas breves (1999) hasta El último lector (2005).
De Mao a Puig En 1965 apareció el número uno de la revista-libro Literatura y Sociedad. Piglia estaba pensando qué hacer con la tradición de las distintas vertientes críticas del marxismo y las vanguardias políticas y estéticas. Era una especie de estado de la cuestión, centrado en Della Volpe, Lukács, Goldmann, Lefebvre, Sartre, y que sumaba a Calvino, Hemingway, Pavese. Ese fue el único número de la publicación8. castillo de Franz Kafka) del Centro Editor de América Latina, dirigida por Carlos Altamirano y Beatriz Sarlo (Buenos Aires, 1979). El contenido de ambas selecciones difiere; coinciden en tres autores: Hammett, Chandler, Cain, pero con distintas piezas de cada uno; el libro de 1969 agrega a Ross MacDonald, E.S. Gardner, F. Brown y P. Cheyney; el de 1979, a William R. Burnett y a McCoy. Si pensamos que la nota introductoria de Renzi podría integrar un curriculum vitae del personaje, junto con sus antecedentes periodísticos, su obra de ficción y sus cargos académicos, sería posible no leer su nombre como seudónimo (así ha sido considerado muchas veces), para verlo asumir en cambio las condiciones autorales de un heterónimo. De hecho, en algunos papers y tesis, Renzi deviene autoridad en los estudios del género policial, junto con Cynthia Hamilton y Julian Symons, o con Jorge Lafforgue y Jorge B. Rivera en la Argentina. 8 Me refiero a Literatura y Sociedad como proyecto de R. P., aunque se insertó en una trama cultural y política más vasta, cuya convergencia y dispersión deben todavía estudiarse. La
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Después, los trabajos en los que Piglia ya no plantea el estado de la cuestión sino que lo cambia. En 1972, por dos canales muy diferentes, intenta una síntesis teórica general y ejercita la lectura minuciosa de una obra: en la revista Los Libros, con “Práctica estética y lucha de clases”, recupera, no sin audacia, bajo la apariencia de una reseña, los aportes de Mao en el foro de Yenan, inscribiéndolos esforzadamente en una línea que vendría de Tretiakov y Tinianov y que desembocaría en Brecht; y en el segundo volumen de Nueva novela latinoamericana compilado por Jorge Lafforgue (1972) analiza la dialéctica lengua/ estilo en la escritura de La traición de Rita Hayworth de Manuel Puig. Al año siguiente, otra vez en Los Libros, avanza en esta última dirección con un trabajo ejemplar sobre El juguete rabioso: “Roberto
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Arlt: una crítica de la economía literaria”.
Borges y Arlt Desde entonces, su tarea crítica no deja de refinarse, asociándose productivamente con su proyecto novelístico. En 1980, sus “Notas sobre Facundo”, en Punto de Vista, con la discusión sobre el uso bárbaro de la cita y el sistema de conocimiento basado en la analogía, pegan un giro histórico en las lecturas de Sarmiento; y poco antes, en “Crítica y ficción en Borges”, desarrolla su teoría de los dos linajes en el autor de “Hombre de la esquina rosada” y “El acercamiento a Almotásim”: el materno del culto al coraje y el paterno del culto a los libros. También en 1980, en el interior de Respiración artificial, Renzi, en diálogo con Marconi, extrema una antítesis, presentando a Borges como el último escritor del siglo XIX y a Arlt como el que inaugura el XX. Casi un cuarto de siglo después, en la Biblioteca Nacional, Piglia corrige a Renzi y hace justicia, nombrando a dos escritores como cifra del siglo XX: Borges y Kafka.
dirección era compartida con Sergio Camarda. El número trae entrevistas a Oscar Masotta, Juan José Sebrelli y Noé Jitrik, y entre otras colaboraciones, las de José Sazbón y Alberto Szpunberg. Una semblanza de Camarda y de su relación con Piglia puede verse en Emiliano Álvarez 2016, “La revista Literatura y Sociedad: entre la guerrilla, el marxismo y la crítica literaria ¿Un caso único y ejemplar?”. En AméricaLee, El portal de revistas latinoamericanas del CEDINCI. UNSAM. Disponible en: <http://americalee.cedinci.org/wp-content/uploads/2016/07/LITERATURA-YSOCIEDAD_ESTUDIO.pdf>.
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Anotación ambiciosa, programática, competitiva en los Diarios, un impreciso miércoles de 1970: “Todos nosotros nacemos en Roberto Arlt: el primero que consiga engancharlo con Borges habrá triunfado”. En 1980, en Respiración artificial, Renzi caracterizará el cuento “El indigno”, de El informe de Brodie, como una trasposición de El juguete rabioso. Y en 1994 la edición definitiva de Nombre falso lleva como epígrafe general la frase “Solo se pierde lo que realmente no se ha tenido”, atribuida a Roberto Arlt. En realidad, pertenece a “Nueva refutación del tiempo”, de Borges (en Otras inquisiciones, 1952), que la reformula en el poema “1964” de El otro, el mismo: “Nadie pierde (repites vanamente) / sino lo que no tiene y no ha tenido”. La falsa atribución termina de producir el enganche proyectado en 1970. ¿Habrá triunfado?
Colectivos Las mayores apuestas de Piglia, después de Literatura y Sociedad, en el sentido de inscribir su proyecto de escritura en un horizonte político-cultural, pasan por su participación en los colectivos de dirección de Los Libros y de Punto de Vista. En el primer caso, es parte del proceso de radicalización política de la revista de Héctor Schmucler, hasta integrar, con Carlos Altamirano y Beatriz Sarlo, el triunvirato maoísta que, tras desplazar al fundador, quedó a cargo de la publicación durante dos años, desde los primeros meses de 1973 hasta comienzos de 1975, cuando Piglia se retira por discrepancias con los otros dos. Punto de Vista aparece en 1978 y desempeña un papel muy importante al sostener un pensamiento crítico en los años oscuros de la dictadura militar. Significativamente, Piglia abandona Los Libros cuando Altamirano y Sarlo extreman su posición en un editorial en que plantean la defensa del gobierno de Isabel Perón contra el golpe de estado en ciernes, y Punto de Vista a fines de 1982, cuando el resto del consejo de redacción (Altamirano, Sarlo, Gramuglio, Vezzetti) adhiere al proyecto alfonsinista. Algo de su distancia respecto de cómo se produjo la transición democrática se deja trasuntar en La ciudad
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ausente, cuando el narrador, ante la muchacha que dice “Tuvimos que pasar por esta hecatombe para darnos cuenta del valor de la vida y el respeto de la democracia”, sentencia: “Repetía la lección como un lorito, con un tono tan neutro que parecía irónico. Era una arrepentida”9.
De Buenos Aires a Princeton
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En 1990 y hasta 1994, por iniciativa de un grupo de graduados y docentes, dicta un seminario en la carrera de Letras de la Universidad de Buenos Aires, cuyo primer programa, “Tres vanguardias”, hace poco publicado como libro, se dedica al estudio de la obra de Walsh, Puig y Saer (PIGLIA, Ricardo. Las tres vanguardias. Saer, Puig, Walsh. Edición al cuidado de Patricia Somoza. Buenos Aires: Eterna cadencia, 2016). Aparece allí el gran maestro oral en una gran performance didáctica que sus cursantes no han olvidado. Del mismo modo, en las entrevistas (las reunidas en Crítica y ficción y otras) se muestra como un conversador inteligente y sutil, que construye su pensamiento en el diálogo, si bien es cierto que se preocupó mucho, al principio, por la edición de esas entrevistas, haciéndolas más precisas y menos dispersas – más escritas –. La opción por un cargo de profesor en la Universidad de Princeton, que a él lo privó del ambiente en que se desplegaban sus interlocuciones y a los estudiantes de la UBA de un desafío permanente para pensar la literatura como práctica y sortear los límites de los pretenciosos “marcos teóricos”, fue en varios sentidos un sacrificio o más bien una concesión. Pero al menos, gracias al lugar y al nombre que había construido, pudo negociar sus condiciones de trabajo y permitirse sus escapadas anuales a la Argentina, hasta su jubilación. El problema no es (tanto) dónde se trabaja, pudiendo elegir, sino qué se logra, qué se resigna, qué se hace con lo que se resigna y lo que se logra.
9 Es interesante contrastar, aun después de la experiencia de Punto de Vista, los énfasis divergentes en los balances que hacen Piglia y Altamirano sobre la historia de Los Libros al ser entrevistados por Patricia Somoza y Elena Vinelli. “Para una historia de Los Libros”. Los Libros, Edición facsimilar, Tomo I (1969-1970). Buenos Aires: Biblioteca Nacional, pp. 9-19.
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Intervención
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“La experiencia personal, escrita en un diario, está intervenida, a veces, por la historia, o la política, o la economía”, se lee en Los años felices. Muy visible en sus “mudanzas”. La de su familia, de Adrogué a Mar del Plata, cuando el golpe de estado de 1955 que derrocó a Perón. La de él con su pareja, ante un operativo del ejército en su edificio, veinte años después. Hay otra intervención quizá más importante: la del propio escritor que, muy limitado por la enfermedad terminal pero utilizando una logística perfecta en cuyo centro estuvo siempre Beba Eguía, su mujer, edita los diarios, dispone en su interior lo que llama series – formas de organización del material que alterna con el caos vital de lo meramente cronológico10 –, interpreta un acontecimiento, editorializa en sentido fuerte. Admitidas, en algún lugar, como marco contextualizador necesario, sus intervenciones de autoedición y sobrescritura son mucho más (y distinto) que eso. Siguen erosionando la instancia del yo y se dejan notar por la diversa textura de esa prosa dictada. Subterráneos o emergiendo parcialmente a la superficie, los Diarios están en toda la obra de Piglia. Vale la pena, por ejemplo, cotejar los ligerísimos cambios entre el arranque de esas anotaciones, en 1957, tal como se registra en Prisión perpetua, y la versión que leemos en el “Primer diario” de Años de formación. La “Nota del autor” (o sea, ¿quién?), que preside este primer volumen dice que el que “había empezado a escribir un diario a fines de 1957 y todavía lo seguía escribiendo” es otro, y ese otro dice: “Por eso hablar de mí es hablar de ese diario”. El desplazamiento parcial de la autoría hacia Emilio Renzi juega con una vacilación que se proyecta a la lectura. De pronto, un parágrafo resuelto en la primera persona de sujeto de vida/sujeto de escritura deriva hacia la escisión de la tercera: algo se quiebra y no se recompone. Una frase de “En el bar” (Los años felices), en la que la entidad de lo que se va a leer es materia de conversación entre Renzi y el barman 10 Las series son un intento de encauzar la diversidad de la experiencia. Pero también están asediadas por el caos. “La tensión de una vida segmentada – se lee en El camino de Ida, y se trata de la dificultad de asir la unidad de la vida de otro –, de actos que se repetían en series discontinuas. ¿Qué escondía? ¿Qué había atrás?” (2013, Buenos Aires: Anagrama, p. 142).
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de El Cervatillo de Arenales y Río Bamba), culmina deslizándose, sin transición visible, hacia una referencia a Luisa Fernández, la asistente en el proceso final de edición. Maleable, el tiempo del texto deviene “tempo” y cuestiona la linealidad de su cronología.
“No soy yo” Martes 23 de un mes innombrado de 1969 en un cuaderno que habla de los cuadernos: “Un registro verdadero de acontecimientos ilusorios y de promesas (que no cumpliré)”. Un domingo 22, 1974:
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No me reconozco del todo en el individuo que escribe ahí ciertos hechos de mi vida. Ésa es la paradoja, es mi vida, digamos así, pero no soy yo el que la escribe. […] El material es verdadero, es la experiencia real, pero el que escribe –el que habla– no existe. Así defino yo la ficción: todo es o puede ser verdad, pero la clave del procedimiento es que quien narra es un sujeto imaginario. Prefiero vivir la vida de otro, o contar, como si fuera de otro, mi propia vida. ¿Quién escribe? Es la gran pregunta de las autobiografías y de los diarios. No es cierto, como dice Foucault que dice Beckett, que «no importa quién habla».
Importa. Justamente por eso, el deslizamiento R.P.-E.R. es también el encuentro de un lugar, la literatura, para ejercitar una forma alternativa de la política, muy diferente de la del escritor comprometido que dominaba la atmósfera de su formación. El lugar de la política, en Piglia, es siempre fundamental y siempre desplazado. En Literatura y Sociedad hablaba desde la pertenencia a la izquierda. En las clases Borges, cuando refiere al estoicismo ante la ceguera, apunta cáustico: “No era un hombre de izquierda, porque nunca se quejaba. Si ustedes quieren identificar a un intelectual de izquierda lo identifican inmediatamente, porque si tiene algún problema es porque la historia mundial lo está perjudicando a él específicamente”. La otra parte de la cuestión es su actitud hacia el peronismo. En términos familiares, el peronismo es su padre, y el apellido materno Renzi podría ser una vía para rehuir ese mandato. Pero siempre fue cuidadoso a ese respecto, como si primara una idea del aspecto más revulsivo y menos asimilable de lo que John William Cooke llamó,
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equívocamente, “el fenómeno maldito del país burgués”, y como si prefiriera asumir, sobre todo, la parte menos estatal y más conspirativa de la historia del peronismo: la etapa de la resistencia inmediatamente posterior al golpe de estado de 1955, autodenominado “Revolución libertadora”. Eso explica el uso cáustico que hace a veces, en la ficción, de un movimiento del que en los Diarios deslinda posiciones (“se autodesignan como peronismo revolucionario, lo que para mí es un oxímoron”): “Todo se individualiza aquí –piensa Renzi en El camino de Ida– […]. Les haría falta un poco de peronismo a los Estados Unidos”.
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El sentido se mueve dentro de esta dialéctica compleja. Si, obviando la brecha ontológica que las separa, nos pusiéramos a examinar a ambas figuras, en un ejercicio algo absurdo, veríamos que Piglia es más estratégico y Renzi más provocador; que Piglia ha circulado más por las editoriales y Renzi por las redacciones periodísticas; Piglia es diestro y Renzi zurdo; Piglia, peatón impenitente; Renzi, conductor nocturno; Renzi, más afecto a la frase escandalosa; Piglia, sin desestimar ese tipo de intervención, cauteloso cultor de un perfil más bajo. De nuevo: “Es como si esto le estuviera pasando a otro”. ¿No parece exceder la forma en que vivía su enfermedad terminal, para sonar como lo que en Prisión perpetua se dice de Steve Ratliff, ese escritor mítico por excelencia en/de Piglia? “Vivió su vida como si fuera la de otro, la puso al servicio de lo que quería escribir.”
Empatías y distancias El joven escritor anota en los Diarios charlas con los amigos, relaciones sentimentales, traslados, ganapanes, dificultades para escribir, planes, encuentros en bares y en editoriales (Jorge Álvarez, Tiempo Contemporáneo, Siglo Veintiuno). Sociabilidad buscada y de la que se huye, para preservar el codiciado espacio de escritura. Los alquileres, las deudas, lo que cobra por cada artículo, por cada prólogo, lo que se acepta por necesidad, lo que se rechaza pese a la necesidad para evitar la dispersión, las horas de trabajo diarias, semanales, mensuales. Tiempo de trabajo, dinero: números, números. Nombres propios muy frecuentes. Amigos-pares: Briante, Guzmán, Di Paola, Germán García, Roberto Jacoby. Críticos y ensayistas con los que
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comparte lecturas y discute hipótesis: Héctor Schmucler, José Sazbón, Josefina Ludmer, José Aricó, Carlos Altamirano, Nicolás Rosa (aquí, con alguna reticencia). David Viñas es una presencia permanente y un modelo del que toma distancia, construyendo así su propia perspectiva:
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A mediodía vino David, cada vez más tiempo sin vernos pero siempre la misma simpatía hecha de acuerdos y concesiones (mías). […] Mi situación con él: en el fondo le parezco «frío» y poco sincero, soy su mejor amigo, dice, y a la vez muestra una forma de ser –excesivamente explícita y autocentrada– que es mi antítesis. Da vueltas sobre algunos escritores: Manuel Puig, Conti, Borges, Cortázar o Bioy, que según David realizan un proyecto de derecha. Discuto eso muy férreamente con él, habla así porque no lee los libros, construye sus hipótesis sobre la base de lecturas arbitrarias y muy inteligentes que se centran en la figura del escritor.
Complejo de sensibilidad Pretendiendo ser la huella de una subjetividad – pero una huella que conforma al animal que la deja –, los Diarios terminan siendo el involuntario testimonio de una época: no de una estructura de sentimiento (¡no existe tal cosa!) sino de un complejo de sensibilidad.
Lo que uno se propone Más de una vez, en sus conversaciones, bromeaba, respecto de algún éxito lamentable o patético, invirtiendo un lugar común: “Hay que tener cuidado con lo que uno se propone, porque a menudo lo logra”. La frase (similar a la del comienzo de Madre noche, de Vonnegut11) implicaba una mirada suspicaz sobre la vida propia y la ajena, cuestionando la presunta dificultad de realizar los deseos. La consumación del deseo puede generar (lo sabía W. W. Jacobs, el de “La pata del mono”) terror. Lo cierto es que desde muy temprano Piglia supo lo que se proponía ser y marchó con decisión hacia allí, aunque eso implicara, inevitablemente, cosas que no se había propuesto. En ese sentido, no tuvo cuidado y su logro excedió con creces el propósito. Más allá de los resultados personales, esa elección nos cambió como lectores. Qué más. 11 “We are what we pretend to be, so we must be careful about what we pretend to be.”
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La Reflexión Literaria
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José Sazbón2
I. Morfología y representación
Il busillis sta qui: che la storia è appunto Darstellung e narrazione e non sempre teoria morfologica. Labriola a un corresponsal alemán (carta del 13/6/94)
Se me permitirá, supongo, empezar con la cita de una carta filosófica el comentario de una novela tejida de citas, articulada por cartas y cuya segunda mitad se llama “Descartes”. El problema de Labriola es preservar el carácter de la historia como representación y como narración, admitiendo que la explicación remite a una morfología 1 Publicado en Fornet, Variación Múltiple. Publicado en 1981. Punto de Vista, nº 11, Buenos Aires, 1981, pp 37-44. 2 Filósofo e historiador (Buenos Aires, 1937 – Buenos Aires, 2008).
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“no siempre” existente. La apuesta de Piglia: mostrar que la morfología de la historia es no siempre “visible”, y en la narración de su eclipse exhibir la ambigüedad de la representación. De Labriola a los modernos lectores de la Historia en clave retórica (por ejemplo, los colaboradores de la revista History and Theory, editada por la Wesleyan University) los extremos de la antinomia se han modificado: la inclusión de la escritura de un historiador en el orden pleno del discurso ha mostrado que la narración de los “hechos reales” (constantemente ironizada en esta novela) no puede esquivar las operaciones de semantización y la articulación figurativa propias de cualquier “versión” de lo real: la morfología es un tipo de representación y no su antítesis. El problema del conocimiento (histórico) se mantiene intacto; lo que varía es la percepción de los medios que tienden a él: “la posición” del lenguaje. Al escoger explícitamente los desdoblamientos escriturales de la representación como el verdadero “tema” de su libro, Piglia da – sin buscarlo – una respuesta moderna y comprometida (posicional) al busilis de Labriola; además, por hacerlo desde la “literatura”, muestra la efectiva posibilidad de eludir ese tentador gesto corporativo que cabría llamar, parafraseando a Mannheim, la “ficción sin ligaduras”: la suya es una ficción bien ligada a la historia, con la que busca una relación productiva, no lúdicra. Desde este punto de vista, las variedades – a veces laberínticas – de su parodización superan (aunque no lo omiten) el mero private joke destinado a una comunidad de lectores prolijos; el objetivo de esta parodia debería ser llamado catártico: busca atravesar las verdades ancilares de la escritura para desbordarlas hacia una “prolijidad de lo real” (aludida en hueco en la dedicatoria) determinante del texto y anterior a él. No cediendo a algún prejuicio “realista” (fijista), sino aceptando la inherencia histórica: esa prolijidad (racional) es la apuesta última, “morfológica”, de una ficción en la que se refracta una experiencia colectiva, “vertida” por contacto y por posición del autor. Tratándose, entonces, del status de la intervención cultural – aquí, del escritor –, es posible reformular lo específico del busilis. En Labriola, éste plantea la tensión entre la dispersión de la serie representativa y el cierre de la forma teórica como su matriz inteligible; en términos de práctica textual, el busilis indica la dificultad de articular
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tipos diferentes de figuración histórica: la historia de la narración (el juego de representaciones y estructuras en el texto), el presente histórico (correlato del texto que establece el margen de lectura) y la Historia como síntesis ininteligible (configuración morfológica, presente o no, en el texto). Esta tripartición sería excesiva en otros casos, no aquí: Respiración artificial exhibe “la diseminación” de la historia sólo como premisa de una triple recomposición: primero ilusoria (e irónica), luego real (pero depresiva) y finalmente racional (aunque problemática). Del juego de las representaciones a la recuperación de su sentido – del sentido –, el rostro inteligible de la historia aparece como una conquista. En el trayecto, prácticas no tan laterales de parodización enriquecen la fluidez del relato: en esta búsqueda de hombres y de significados el hallazgo o la intelección quedan a veces apresados en espejismos perversos. La duplicación arruina la identidad pero también la revela: ley constante de la narración que se propaga en diversas direcciones, suscitando la complicidad del texto mismo. Éste, espejo burlón o fervoroso de textos múltiples, ofrecidos en relectura excéntrica desde un centro itinerante que se complace en desorbitar la linealidad paradigmática, es también el cifrado espejo de sí mismo, que el lector recompone, a partir de entreverados índices: “seguros”, probables o ficticios. Historia de textos en este texto sobre la Historia; historia de inscripciones, fábulas hermenéuticas, teoría de las versiones, aventuras de la codificación. Piglia elige designar esos planos cruzados en el seno de un continuo clasificatorio, como las especies taxonómicas en que se distribuye la regulada dispersión de la escritura. Su metáfora fundacional es el “archivo”, el corpus indicial de la Historia, o, si se prefiere, la reinscripción de la escritura, la efusión que la memoria promete a quien “sepa leer”. La tensión más permanente de Respiración artificial puede resumirse en esta cuestión: ¿cuál es el orden de legibilidad que impide la pérdida del sentido? Ese núcleo prolifera: en su carácter de “muestras documentarias”, todas las inscripciones que da a leer la novela: cartas, diarios, memorias, citas, fragmentos, anotaciones, comparten la opacidad de un hermetismo anterior al tiempo del relato: designan la pérdida de la que él es el rescate: han sufrido una “malversación” de su sentido, una disolución que la interpretación debe contener. El
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esfuerzo de la recuperación de la medida del riesgo. Del mismo modo, el “Homenaje a Roberto Arlt” (en Nombre falso, Siglo XXI, 1975) era, entre otras cosas, una aventura de “transcripción”, donde las pruebas del héroe se resumía en su capacidad de controlar la siempre inminente evanescencia del texto.
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¿Cómo llegar a la morfología abarcadora que totalice los sentidos regionales? La elisión de un unificador – y la labilidad de los nexos que introducen la narración del protagonista –, la inexistencia del narrador impersonal (salvo en un caso al que se alude más adelante), vierte todo el relato a la forma documentaria. No sólo las escrituras – fragmentarias o conclusas – participan del status de la letra; la insistencia con que la primera persona (sometida por lo demás a rotación continua, o mejor, flexionada por un distanciamiento exploratorio del suplemento de incertidumbre que introduce “la versión en” su manifestación misma) indica la elocución como marca – “dijo la mujer, contó Marconi, me dice Tardewski” (p. 203), por ejemplo –, busca homogeneizar también el presente de la acción como muestra documentaria, al lado del documento escrito. Esta forma reflejante que expande hacia atrás la serie de los narradores, supervisando su inserción concéntrica, nivela la historia en curso y la historia transcurrida en el gesto único de la “atribución”, instaura el ademán de la inspección, relativiza cada manifestación verbal, situándola en el nivel de la escrita (incorporando la voz como inscripción diferida) y uniformiza, en definitiva, el conjunto con las articulaciones del “informe”. (“Esto que escribo es un informe”, empezaba asimismo el “Homenaje...” [p. 99], compendio también de muestras documentarias, de su historia conjetural y de la propiedad como atribución problemática). Pero si las representaciones de la historia no pueden eludir el status de la atribución y, por otro lado, la atribución se desdobla en una serie virtualmente infinita, ¿se puede hablar acaso de una morfología de la historia? Ésta, sin embargo, se postula (e incluso al margen de la ficción, si aceptamos que la lectura de un texto está mediada, entre otras cosas, por su propio metalenguaje: en este caso, la dedicatoria), aunque para demarcarla sea preciso tomar en cuenta: por un lado, el espesor social (y las restricciones ideológicas) de la atribución, y, por otro lado, su espesor propiamente textual.
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II. La escritura como género
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Les écritures peuvent être lisibles ou illisibles. Parmi les écritures illisibles il faut mettre à part celles dont l’illisibilité provient d’un excès de vitesse, sourtout si elles ne sont pas destinées à des tiers (notes personnelles, manuscrits et brouillons d’articles ou de livres). Elles indiquent l’activité de ‘l’esprit et la vivacité de la pensée. Lorsqu’il s’agit de lettres de correspondance, le scripteur fait alors preuve de sans-géne et d’un certain dédain pour ses correspondants et est souvent une marque d’orgueil. P1ERRE MENARD, L’écriture et le subconscient
La riqueza de sentido se presenta en la historia bajo el aspecto de una inmensa acumulación de escrituras, siendo la carta su forma elemental: esta paráfrasis del comienzo de un texto célebre (donde leemos la clave que ese “filósofo que pasó años trabajando en una sala de la biblioteca del British Museum” – p. 240 – descifró allí mismo) representa, creo, muy bien, la estrategia narrativa más global que desenvuelve la novela de Piglia. Ésta empieza y termina con cartas, y en su desarrollo las prodiga. La aventura central y articuladora es la búsqueda de un corresponsal esquivo, cuyos testimonios directos (para el lector y para el protagonista, que nunca lo vio) son una serie de cartas, en gran parte antiguas. Ese mismo corresponsal, a su vez, historiador amateur pero ferviente, dedica todo su empeño (y de algún modo condensa en él su identidad) a la penetración de cartas y documentos del pasado (pertenecientes a un outsider de los grupos intelectuales y políticos del siglo XIX) cuyo autor dedicó todo su empeño – y al parecer le iba en ello su identidad – a la composición de cartas del futuro. En este futuro, señalado utópicamente, “1979”, por aquél e indicado por el narrador como el presente del relato (p. 13), cartas presumiblemente similares a las utópicas son interceptadas sin pausa por un funcionario censor; son muestras variadas y representativas de la contemporánea “condición humana” nacional, que deben ser leídas,
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en definitiva, como la misma correspondencia utópica que imaginó el autor del siglo XIX (para integrar su propia novela). Por otro lado, el proyecto de un relato exclusivamente “hecho de cartas” (pp. 40 y 102) es también explícito y aspira a ser un paradigma de narración, incluso de carácter utópico (la referencia es más remota por caracterizarse al XVIII como un siglo de epístolas). Esta profusión, desde luego, es parte de otra mayor: la escritura cunde en las formas más variadas, designada siempre, o bien como enigma por descifrar, o bien como iluminación edificante. “Si hay una historia” (p. 13), es porque hubo una escritura. Pero la escritura, por lo general, no entrega su secreto sino en el interior de una historia de apropiación, de una aventura del sentido, de una exposición personal, pasión, inteligencia o voluntad, siempre en la cercanía de una promesa efectiva. Cada historia de interpretación (incluyendo cada interpretación de la historia) cambia al intérprete, y en los casos decisivos lo cambia en aquella acepción borgeana de instruirlo, para siempre, sobre su propia identidad. Presenciamos, en cada caso, esta conversión, a partir de la primera persona de un intérprete o de un testimonio escrito, insertado como documento de su búsqueda. Los únicos momentos en que interviene un narrador impersonal, momentos intersticiales que al diseñar el “anticlímax de la interpretación” connotan a ésta como perversa división del trabajo que recicla la inercia histórica, son aquellos en que asistimos, en un decorado poblado de cartas como indicios sospechosos, a las operaciones de su interceptor. Éste, único personaje que recompone sin evocar, que muta el corpus en cada lectura, que descifra sin historia, que decodifica sin pasión, es el reverso absoluto y solitario de la autocomprensión en que se resume el desciframiento de los otros: anti-Edipo a quien no le va la vida en la interpretación. La asimilación de la carta a la utopía (p. 103) – y, por expansión, de la escritura al deseo – tiene, en la escena de la intercepción, su conectivo más lúcido, su lección de historia. ¿Qué otra cosa que ruinas del deseo utópico son estas fallidas correspondencias entre los hombres, esta dialéctica de la comunicación degradada por una intercepción imparcial que la corrige o la cancela? Más generalmente, en la novela las cartas tienen el destino de no llegar a destino, o bien – como en el caso central de Maggi y Renzi – de ser el sustituto ambiguo de un postergado y fracasado contacto no escrito (amenazado, también, por lo escrito: “nunca nos vimos... ésta es en realidad una cita entre dos desconocidos” (p. 111)). Son la respiración artificial que
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concede el azar o los interceptores a quienes apuestan a la escritura y deben, ante una huella corroída por su deriva, asumir el vértigo de la inmediatez histórica: toda inscripción es un combate. La escritura deprimida por una historia heterónoma es una metáfora dilatada de los límites de la práctica ideológica cuando no está sobredeterminada por una apuesta colectiva; como tentación individual de trascendencia, es un índice y un efecto del enrarecimiento de la historia. Lo muestran – directamente – el delirio solitario de Enrique Ossorio, cercado por las fracturas del exilio, e – indirectamente – la antagónica evolución de su biógrafo. La práctica sedentaria de Maggi revela sus límites, su fragilidad, su dependencia de un exterior disuasivo: al interrumpirla (después de aclarar que “un hombre solo siempre fracasa” (p. 236)), Maggi abandona “lo único de lo que necesitaba desprenderse para quedar libre” (p. 275): sus escritos, protocolos de una interpretación que suscitaba esa libertad. Se diría que sus cartas, en realidad, sólo habían diferido ese momento, mientras las de su biografiado, que él sabía leer, lo preparaban. Por eso, en términos generales, las escrituras se muestran a menudo en su carácter fragmentario, agobiadas por la desintegración que les infiere la historia o una Razón hegeliana que las ironiza. Tentada por la utopía pero acosada por la parodia, la escritura aspira a ser morfológica, pero sólo consigue ser re-presentativa.
III. Cita, utopía, parodia
–¿Se trata de una cita? –le pregunté. –Seguramente. Ya no nos quedan más que citas. La lengua es un sistema de citas. J. L. BORGES, Utopía de un hombre que está cansado
“Una cita entre dos desconocidos” (p. 111): así se define en la novela el desenlace eventual – y no alcanzado – de la aventura de búsqueda que relata el narrador; en el momento mismo en que se esboza la ruptura del desequilibrio inicial (respecto a Maggi, el propósito de Renzi es idéntico al de Bertrand Russell en cuanto a Wittgenstein: tratar de conocerlo, p. 207), el texto ironiza la intriga y, despreciándola, retorna al juego de las marcas escriturales, que son su
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verdadero tema. En Respiración artificial, la cita, además de su normal función referencial, y también de su uso metafórico (por ejemplo, la asimilación del “modo de andar” a “una cita mal empleada” (p. 155)), es el modo propio y peculiar que tiene el texto de exhibirse, en sus reenvíos especulares, como bloque de secuencias cifradas; mediante la cita, la novela proclama que fuera de sus bordes lo verosímil decae a un punto cero y que dentro de ellos no hay más que operaciones de lectura orientadas tautológicamente. Para neutralizar el supersticioso cogito del lector, que puede aspirar a evidencias de un verosímil excedentario respecto al juego constructivo del texto, copiosos sintagmas – por su reiteración, por el modo en que la emergencia de lo mismo prescribe su función como citas recíprocas – figurarán cifrados indicios de lectura, como réplicas formales de los cifrados indicios que la historia exhibe y da para pensar a los intérpretes. La cita es el entre (y el entre es una cita: pp. 94, 96, 118, 120, etcétera) que separa y une a actores recíprocamente “desconocidos” – subsumidos por eso en la categoría de “actantes” representados por más de un actor. “Dos desconocidos” son, por ejemplo, Enrique Ossorio y Arocena, moviéndose “a ciegas” (p. 119) en el desciframiento inacabable; o Marquitos y Kant (pp. 46, 273-274) manteniéndose de pie con esforzada “dignidad”; o Kafka y el Senador (pp. 270-272, 75, 77), haciendo equilibrio sobre un punto frágil para avizorar el futuro. En cada caso, el desplazamiento pendular de la cita cifra sus movimientos y los reintegra a una reserva redundante que fija la semiosis del texto como juego autocentrado, disuasivo, respecto a cualquier reminiscencia realista. La escritura de la novela anuncia y confirma la gestualidad antirreferencial de la escritura en la novela. En la primera recomposición de las representaciones no hay fuera-de-sí para la escritura: la interpretación es interminable y su objeto, volátil. Esta hermenéutica – viciosa en cuanto a lo verosímil, productiva para la articulación desnivelada del texto – se manifiesta sobre todo en el caso estratégico del doble archivo, segmentario y lacunar – por eso mismo más representativo –, que el lector lee de acuerdo con el montaje de sus piezas, con la alternancia de las “pruebas” documentarias: por un lado, las cartas y el diario de Ossorio, por otro, las cartas que descifra Arocena. La sugerencia implícita de que uno y otro archivos tienen el
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mismo contenido, es decir, de que las cartas utópicas de 1850 fechadas en 1979 son las que en 1979 descifra el interceptor, con la misma perplejidad con que las descifraba su productor (moviéndose ambos “a ciegas”, insistiendo en su sospecha (p. 119)), sume la “interpretación” en el vértigo de un indecidible regressus in infinitum como el que muchas veces ocupó a Borges, pero aquí parodizado por apoyarse en el progressus de la utopía.
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Aunque no figurase en la novela, el lector reconstruiría fácilmente el nombre literario de ese dispositivo bidireccional: la “máquina del tiempo” (p. 29), mencionada precisamente por Maggi, el historiador, para indicar su inicial desarraigo, su “desembarco” perplejo en el presente antes de consagrarse a la exploración del pasado (y encontrarse en ella con la exploración del futuro). El aparato de Wells denota el viaje utópico de Enrique Ossorio y connota el método de su biógrafo (es prospectivo y no retrospectivo: “jamás habrá un Proust entre los historiadores” (p. 20)); asimismo, neutraliza la predicción del utopista con la retrodicción de sus intérpretes (Maggi, el Senador, aun Arocena). La “máquina del tiempo” es metáfora; a) de la novela misma (por sus mecanismos de propulsión y retroceso temporales); b) de su modo de grabar en la carne viva del presente la inscripción – viquiana, quizás – de una sentencia utópica, a la manera de la implacable máquina de Kafka (p. 264) en “La colonia penitenciaria”; c) de las operaciones mecánicas con que los descifradores buscan reconstruir un explicativo código histórico, en lucha permanente contra las “máquinas del olvido” (p. 30), y apelando a “la gran máquina poliédrica de la historia” (p. 65). Es, por otro lado, la representación metonímica de los envolvimientos recíprocamente inclusivos que los agentes, temporalmente distantes, ensayan, como se vio, “a ciegas” (p. 119). “Paródica” máquina de desplazamientos, no sólo entre esos dos personajes (el “protagonista” utópico y el descifrador “técnico”), sino, más borgeanamente, entre “otro” protagonista, Enrique Ossorio, y otro descifrador, Marcelo Maggi, al modo en que Kilpatrick, el protagonista, y Ryan, su bisnieto y descifrador contemporáneo (Maggi es bisnieto político de Enrique Ossorio desde su casamiento con Esperancita) juegan su juego cifrado y cómplice en el “Tema del traidor y del héroe”, tema del destino bifurcado de Ossorio.
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Apoyándose no sólo en la parodia de la cita interna, sino también en la cita paródica que convoca otros textos, el lector podría suponer, si lo desea, que ese “tema” no agota la presencia temática de Borges (además de sus otras presencias ostensibles). ¿Acaso el regressus in infinitum (sostenido adicionalmente por los sueños inversos de las mismas cartas, en Enrique Ossorio, p. 97, y el Senador, pp. 57-76) no nos da a elegir entre el doppelgänger histórico (o la identidad metafórica) y el sueño concéntrico (o la metonimia reversible), entre la tautología y el eterno retorno? ¿No es el “otro” Enrique Ossorio un anticipado lector de la realidad, fascinado ante las clásicas aporías del regressus? (“¿Habrá alguna forma de intervenir o sólo puedo ser un espectador?” (p. 123)). Por lo demás, la definición intersticial de la utopía (“entre el pasado y el futuro”, “entre dos lealtades” (pp. 94-96)) es idéntica a la del desciframiento; la utopía figura, en el tiempo, la intercalación de un espacio, el entre cifrado (pp. 118-120), lo que desafía al interceptor en su búsqueda del sentido textual. El exilio, distanciamiento de la historia, y el sentido, espaciamiento de la escritura: he aquí otra asimilación borgeana que muestra al Tiempo como un avatar del Libro, o a un cabalístico intervalo entre las letras como iluminación de un histórico intervalo entre dos destinos. Si el lector ha preferido esa lectura, concluirá, con toda facilidad, que Respiración artificial se propuso narrar una “Nueva refutación del tiempo”, y recordará la postulación más fuerte de este último texto: “¿No basta un solo término repetido para desbaratar y confundir la serie del tiempo [...] la historia del mundo, para denunciar que no hay tal historia?” El subrayado, desde luego, es de Borges, y en él estarían todos los subrayados “críticos” de Piglia. Tal lector pasaría por alto, en ese caso, el aspecto constructivoparódico más logrado de la novela; asumiría sin más el Nombre falso de Borges, mientras que éste sólo informa un eslabón (como si dijéramos, la parodia prima sometida a un nuevo trabajo) en la cadena de los paradigmas paródicos. La función de la repetición no es denunciar la inexistencia de la historia sino permitirnos ir de un lado a otro de la historia. Este reverberante sintagma estimula, en efecto, una conspicua clasificación de sus funciones, que se distribuyen entre: a) la figuración itinerante del discurso: el Senador (p. 64), Enrique Ossorio (pp. 73, 102), Hitler (pp. 267-268, 272) discurren “de un lado a otro”, estableciendo su respectiva visión del futuro: el acotamiento exhaustivo
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del espacio físico connota el del campo semántico que sostiene su “versión”; b) el circuito bloqueado del mensaje: para el Senador (p. 76), para Tardewski (p. 145), las palabras no pasan fácilmente a “este lado”; el interceptor, por su parte, se ocupa de ponerlas “a un lado” (p. 101); c) el desplazamiento simbólico de la interpretación: el bloqueo se neutraliza en el plano de la videncia: “decir algo sobre lo que está del otro lado” del presente es atributo del equilibrista kafkiano (pp. 105, 272), de la vidente actual (pp. 98-99) o de otro siglo (p. 97), que confían para ello en el vuelo de los pájaros, como también el Senador (p. 75) (la interpretación más dilatada se efectúa en una casa que evoca “una pajarera” (p. 196)); d) la temporalidad expansiva de la escritura: anunciadoras de hechos que van “a pasar en otro lado” (p. 119) son para el interceptor las cartas de hoy, así como las utópicas para Ossorio (p. 113), no menos que las palabras de Hitler para Kafka (pp. 260-261, 264) o el texto de Grace Paley para “Enrique Ossorio” (p. 122). Esto es apenas un comienzo de categorización del “otro lado” (pues aún habría que dar cuenta del “otro lado del río” (pp. 19, 71, 175); de la casa de “al lado” (pp. 216, 243, 248), etcétera, y finalmente, enumerar los “lados” residuales), pero basta para concluir que esa “clave” permite contestar a la pregunta que abre el texto (y lo obsede a cada paso): “¿Hay una historia?” (p. 13). La hay, para el lector, siempre “en otro lado”. La hay, para el autor entre “los dos lados”, precisamente “a igual distancia de los bordes” (p. 92), del texto, del río, del tiempo, de la realidad, de la utopía, del lenguaje. De modo que las duplicaciones que asedian la narración de la historia y las fisuras reguladas que hienden el texto deben entenderse como la brillante (y formal) clave paródica que exhibe, en su organización básica, el procedimiento constructivo de Onetti, que tiene en “los dos lados” y en los desplazamientos de uno al otro, su principio estructural (cfr. LUDMER. Onetti. Los procesos de construcción del relato. Buenos Aires: Sudamericana, 1977), potenciado aquí para otorgarle la irónica visibilidad que es el clásico atributo de la parodia. Se trata, entonces, no de la duplicación borgeana (presente también, pero como burla manifiesta, sobre todo en los “espejos abominables” que arruinan la identidad: existencia hecha “de citas” o vocación de “ser un Museo” (pp. 150, 273)), sino de la onettiana, del desdoblamiento generalizado, que a partir de la historia como representación se propaga aquí, en una cadena dual que inviste desde las oscilaciones de lo verosímil (la
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“versión”) hasta el movimiento pendular de los actantes “entre” dos mundos, dos tiempos, dos lugares, dos espacios de semantización, dos inscripciones, etcétera, y sus reflejos “cifrados”. En Respiración artificial el “otro lado” es la representación paródica privilegiada del conjunto de los traslados onettianos, “vertidos” como marcas de alteridad constitutivas de la historia en sus principales planos (véase, por ejemplo, la continuidad contradictoria de los desciframientos de Ossorio y Arocena, la anfibología del entre, la polisemia de “la historia”, etcétera). Para fomentar más el reconocimiento del modelo homenajeado no se escatiman, desde luego, los topoi de Onetti (la ventana, el río, la estación, la plaza), obviamente la forma epistolar y sus efusiones, las marcas literarias inglesas, etcétera, ni tampoco la reaparición, más o menos cifrada, de algunas de sus figuras novelísticas. Parece permisible reencontrar (de La vida breve) a la Queca en la Coca (la primera en el departamento de al lado, la segunda del otro lado del río), a Raquel en “Raquel” (la primera llega a Buenos Aires, la segunda “anuncia” su llegada a Ezeiza), a Arce en Arocena (el primero la recibe, el segundo la espera); al prostibulario Marquitos de Juntacadáveres; al Ossorio de Para esta noche, que aquí sí consigue llegar al “otro lado” del exilio; la “doble z” (p. 125) de la carta de Los adioses. No se puede desarrollar en este lugar una exégesis de la parodia; apenas podemos mencionar muy sumariamente (cfr. NEM, Op. cit.) la reiteración de los motivos de la llegada, la visita y la partida (comienzos de la primera y de la segunda parte y final de la novela, respectivamente); la “prótesis” escrituraria (que compensa, en Ossorio, la amputación de la patria, y en Maggi, su ausencia definitiva); la escisión de Ossorio en “el protagonista” imaginario desde el lugar privilegiado (entre dos lealtades (p. 96)) que le permite una “doble legalidad”, como el Brausen-Arce de La vida breve, y como él también, haciéndolo desde que se interesa en una prostituta (asimilando, en esta novela, su “oficio” (p. 83) a la propia situación que desencadena, la escritura y la ficción). De todos modos, el “otro lado del río” (o bien: “en la otra orilla; la construcción” (p. 65)) constituirá el más emblemático homenaje a Onetti. Como se ve, Respiración artificial es una conversación con la literatura, con sus mitos prolijos, quizás como irónica asunción de la proposición levistraussiana de que los mitos conversan entre sí. Conversación que, en el caso de Piglia, puede asumir la forma
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del homenaje admirativo (Borges, Joyce, Onetti, Arlt), del sarcasmo urgente o de la tolerante ironía: su textualización paródica es, digámoslo así, distributiva. Las ciencias humanas, por ejemplo, son aludidas con mordacidad y desenvoltura (cfr. la gauchesca “Lección de escritura” que remeda (p. 178), la levistraussiana de Tristes trópicos e incluye además a su crítico, Derrida; la historización del ajedrez propuesta por Tardewski (pp. 26-27), que desbarata el conspicuo ejemplo saussureano de la exclusión recíproca de sincronía y diacronía, e ironiza, quizás, la desrutinización del ajedrez propuesta por Pierre Menard como antecedente de su desrutinización de la lectura), e igualmente la filosofía en la diatriba frankfurtiana de Tardewski (el racionalismo, precursor del fascismo), en la burlona referencia a Heidegger (onettianamente mediada: la verdad del Ser habita en la casa de “al lado” (pp. 216, 243, 248)) y en la descripción de la mirada extrañada del europeo recién llegado (pp. 214-222) a ciertos ambientes filosóficos de los años 40. Más intrincados son los homenajes acumulativos (desglosando el constructivismo onettiano), en los que no nos podemos detener, salvo para mencionar, muy rápidamente, el joyceano intercambio que establece Piglia entre la Historia y la Literatura: poetización de la primera, historización de la segunda (cfr. la discusión literaria en el Club Social, réplica de la biblioteca uliseana). Además de la reivindicación de Arlt, que incluye la discusión, la voz de éste se escucha en varios lugares del texto, con una resonancia en parte distinta a la del “Homenaje...” que lo tomó por objeto en Nombre falso: articulada con otros módulos discursivos cuya modernidad revierte sobre Arlt, conservando y superando (hegelianamente) la vigencia de su escritura. Si aceptamos que el nivel de la parodización es puramente catártico, que la textualización superficial de la utopía conduce a aporías escépticas y que, a nivel del suscitado placer del texto el problema histórico figura un objeto irónico y no dramático, todavía quedan por ensayar otras dos lecturas que disciernan la realidad inmediata del presente y su intelección racional mediata: la apuesta de Piglia es descifrar el lado ciego de la historia y para ello no rehúsa descender, dantescamente, hasta sus círculos subterráneos.
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IV. Historia y pesadilla
–History, Stephen said, is a nightmare from which I am trying to awake. J. JOYCE, Ulysses
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“La historia [dice Marcelo Maggi] es el único lugar donde consigo aliviarme de esta pesadilla de la que trato de despertar” (p. 21). Esta versión libre da la medida precisa de un desplazamiento en la morfología fantástica, paródica o literaria de la historia: precisamente la medida de la libertad que se opone a su fatalismo. Se trata ahora de la representación como impulso del acto (“ser fiel en la vida al rigor de sus ideas” (p. 274)), de la morfología asumida en un registro estoico (“porque vemos cómo va a ser y en qué se va a convertir podemos soportar el presente” (p. 237)). Versión racional, cuyos alcances se pueden apreciar mediante un rodeo textual que permite fijar los contenidos de la pesadilla de la que Maggi trata de despertar. El paso de una clave a otra, de la historia como sueño a la historia como pesadilla, tiene lugar por una necesidad interna, pero excedentaria, en la secuencia infinita, circular, de las escrituras. En el orden simétrico del archivo, una “perversa intercalación” (p. 248) ha puesto de manifiesto la entropía del universo taxonómico, ha dado la razón al Senador cuando postulaba que “la desintegración [...] es una de las formas persistentes de la verdad” (p. 66). En las redes de ese cazador de significados humanistas que es Tardewski – un erudito para quien el ordenamiento de las citas se identifica con la articulación del sentido – ha quedado inmovilizada una cita monstruosa, un sentido terrible. La búsqueda de un texto de Hipias, que un instructivo azar convierte en la lectura de Hitler, le permite descubrir que la modulación del Logos puede ser también atroz, que el poder racional de las palabras puede mutarse en el delirio irracional del Poder, servirlo y fomentarlo; que la historia, en definitiva, no sólo promete las aventuras del orden, sino también los abismos de un desorden siniestro. Ése es el resultado – inicialmente una simple flexión del archivo que ironiza el primer paradigma, la morfología circular – al que se llega por la “intercalación” de un infierno entre el cielo de las ideas y el suelo de la historia (quizás otra padecida “versión polaca de la caverna de Platón” (p. 140)).
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A partir de aquí, la lectura del discurso fascista sobre el fondo histórico de sus efectos reales (que denotan la devastación europea de los años 40 y connotan todo terrorismo del poder) permite, en el desarrollo de la novela, un doble desplazamiento: hacia adelante, para abarcar un nuevo núcleo temático, y hacia atrás, para superponer ese núcleo a las pruebas documentarias acumuladas, dotándolas de un nuevo espesor. El tema es, una vez más, la “relación entre la literatura y el futuro”, planteada ya como “incomprensible” (p. 123) o como comprensible (p. 114) – en ambos casos por “Enrique Ossorio” – pero sólo en cuanto postulado; ahora la adición, por parte del erudito de la novela, de una hipótesis histórica en un caso habitualmente tenido por ejemplar – la presciencia kafkiana – modifica el planteo teórico, extrayéndolo de un marco explícita o tendencialmente fantástico, para situarlo en un terreno diferente: la posibilidad real, en el escritor, de estar “atento al murmullo enfermizo de la historia” (p. 266). Esa hipótesis (repetidos encuentros de Hitler con Kafka, en 1909-1910, que habrían permitido al primero monologar sobre el destino que pensaba infligir a Europa), manejada por el hermeneuta como un turbador descubrimiento que cambia su propia vida, si bien en un primer acercamiento parece disminuir el alcance profético de la “utopía atroz” (p. 264) que en diversas formas Kafka describirá en sus relatos, en verdad sólo le imprime un nuevo sesgo. Pues, así como antes – en el caso de Maggi, sobre todo – se trataba de saber leer el documento ambiguo (incluyendo su utopía), ahora se trata, con Kafka, de saber escuchar el verbo delirante (incluyendo su utopía). Planteada como una normativa del saber escuchar (simbolizada en la aterrada atención con que Kafka sigue, en un café, el monólogo demencial al acecho de una oportunidad histórica que permita verter el discurso en las cosas), la problemática de la literatura como transcripción de signos precursores desemboca en la finitud de la escritura cuando la pesadilla de la historia alcanza una magnitud “indecible” (p. 271). Punto límite que remite a lo indecible del ciframiento epistolar (en la primera parte) y retrotrae la lectura a la codificación del lenguaje, especiosa o ingenua, calculada o espontánea, pero siempre determinada por la misma envolvente historia. ¿No habrá algo de atroz en ella, una colectiva pesadilla como, precisamente, el historiador indicaba?
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La captación retrospectiva de los mensajes no tiene nada de forzada. ¿Acaso no escribe Kafka desde el porvenir, igual que Ossorio (el autor de “1979”) y lee desde el futuro, igual que Ossorio (el testigo anticipado de Bellow)? ¿No se mueven también “a ciegas” sus protagonistas y – a veces designados con iniciales, siempre nivelados por la cotidianidad – no son tan colectivamente representativos como los redactores de las cartas que recibe el Protagonista utópico? Si “Kafka es Dante” (p. 270), está permitido extrapolar su infierno.El giro regresivo modificará el status de las pruebas documentarias. Presentadas anteriormente como indicios de una historia plena de alusiones, cuyo ciframiento eventual daba la medida de lo que el código de escritura podía deber a la existencia del interceptor (atenuando el carácter paródico de sus operaciones), es decir, el homenaje calculado que toda inferencia del corresponsal rendía a la interferencia del poder, esas pruebas adquieren ahora la plenitud de determinaciones que en aquel código eran indecibles. No porque todos los corresponsales resolvieran cifrar la comunicación, sino por su inherencia social, por el espesor histórico que en ellos marcaba, diferenciadamente, la matriz generativa de lo comunicable; si todas las cartas son mensajes del exilio (externo e interno), como Ossorio decía que las suyas utópicas eran escritas por el exilio (p. 104), en las entrelíneas debería filtrarse la ominosa realidad no dicha. La transcripción prolija de este filtrado debe ser sustituida, aquí, por algunas indicaciones que ilustren el juego del texto. En concordancia con la instigación básica de la novela – ver el grafema del archivo como activador de una interpretación que no es sino memoria del presente, captar la huella documentaria como productora de indicios contemporáneos, establecer la ostranenie del lector corno revelación mediada por la propia lectura –, el descubrimiento inesperado de Tardewski en el British Museum abre esa otra instancia legible, siempre tramada por reinscripciones textuales. La “perversa intercalación” del Hi-Hi en la biblioteca (una sustitución de nombres que cambia a Hipias, el sofista metódico, por Hitler, el Sofista Armado, la razón versada por la razón perversa) había anticipado la intercalación del horror en la historia; el Hi de Hitler, esa fracción de un nombre de aniquilación, se espejará en los “murmullos despedazados” de sus víctimas (p. 245): animalizadas por el acoso, “aterrorizadas en sus madrigueras, reducidas a reproducir el chillido que emiten las ratas... Hi, hi, chillan” (p. 267). Relectura kafkiana, entonces,
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del epistolario interceptado. Ahora bien, son colonias animalizadas como las descritas por Kafka las que entrevemos, aquí, en la carta de la vidente. Este personaje, que capta el porvenir en un presciente “Dije” (pp. 98-99) es la versión contemporánea de otra fábula kafkiana, ya que el “Hi, hi”, chillido subhumano que identifica a una población reducida a la condición de ratas acosadas, es el lenguaje de ese “Pueblo de los ratones”, al que fascina y reconforta el chillido de “Josefina la cantora”, quien en el relato homónimo de Kafka canta “en tiempos de agitación”, cuando “múltiples preocupaciones y peligros” angustian al pueblo de los ratones. “Echevarne Angélica Inés”, alucinada reencarnación de Josefina, canta “para no ver todo el sufrimiento” (p. 99) y también, por sus dones, aspira a ser “la Cantora oficial” (pp. 99-100) de su pueblo. El desdoblamiento de la correspondencia en clave kafkiana suministra otros indicios para reforzar nuestra intuición de un enrarecimiento de las relaciones humanas, mediante la asimilación plena del juego especular de historia y literatura. No sólo en la correspondencia, desde luego: la novela permite que cada inscripción se reduplique y difunda en diversos contextos, aprovechando al mismo Kafka, pero no sólo a él. En el monólogo del Senador, por ejemplo, un título de Kafka puede fomentar visiones utópicas (p. 65), así como otro de Valéry (p. 77) la crónica (cifrada) de un presente aciago. En este punto conviene volver (por un atajo inesperado) a Arlt, y preguntarnos si el autor del “Homenaje...” que lo tomó por objeto no habrá querido ser fiel, en esta novela, a su mandato. Pues, en términos de la relación del escritor con su público, ¿qué puede ser “un cross a la mandíbula” como el que recomendaba Arlt (prólogo a Los Lanzallamas, 1931) en 1981? Quizás la transcripción de la aniquilación final en El proceso: “como un perro” (p. 265), para indicar, en la actualidad histórica, el costo irrestañable del proceso. Por la oscilación explícita entre Joyce y Kafka, que no es sino otra discusión sobre las claves del lenguaje, sobre el modo en que el juego de la escritura atribuye un status al signo, sobre la semantización llamada texto, la pesadilla disipada por Joyce como latencia de un presente esquivable deja su sitio a la pesadilla asumida por Kafka, como latencia de un futuro posible. Se da así una segunda (y no definitiva) respuesta a la interrogación inicial: “¿Hay una historia?” (p. 13). Ésta no puede ser ya circular, como borgeanamente lo permitía la primera
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manipulación de las claves. De las oscilaciones y simbolismos del sueño utópico se ha pasado a la vigilia del totalitario “sueño gótico” (p. 266), contemporáneo “mal du siècle” (p. 89), cuya recomposición es, morfológicamente, la de “una maldad geométrica” (pp. 145, 265). La segunda respuesta abandona una historia quizás indecidible por una historia tal vez insuperable: la pesadilla es ubicua, y si la literatura, con Kafka, representa La divina comedia (p. 270), hay que entender que se limita a la exploración de su Infierno, de su estratificado y concéntrico horror. ¿Existirá también un modo de remontar el abismo, tal vez escalando los “escarpados senderos” que conducen a “cumbres luminosas”, como decía otro lector de Dante, el filósofo del British Museum? Éste aseguraba que “no hay vía regia para la ciencia”; con mayor razón no la hay para la exploración conjetural de la ficción.
V. Las pruebas de la historia
Die Weltgeschichte ist das Weltgericht. HEGEL, Enzyklopädie
Si no hay, en principio, vía regia en Respiración artificial, si hay, en cambio, varios caminos de cintura, periferias que ciñen el texto a diversos niveles de su topografía, cinturones hermenéuticos cuyo recorrido está escindido por señalizaciones que demarcan el terreno y nos permiten ir de un lado a otro de la historia: la parodización de las marcas puede servir para acotar otro espacio no parodizado. Con el tema de la utopía, Piglia se interna en el presente histórico desde una perspectiva que muestra – indirectamente – la indigencia de los juegos (y sueños) joyceanos o borgeanos. En definitiva, la utopía puede ser una especie de rigurosa historia experimental, y si se la practica ex post facto aprovecha ventajosamente los recursos de la ostranenie: “esa forma de mirar” del que está “afuera, a distancia, en otro lugar” (p. 195), aunque ese lugar sea el mismo: transformar el mismo lugar en otro, mediatizar lo inmediato, “saber mirar lo que viene como si ya hubiera pasado” (p. 20) es el vértigo que a veces propone la historia (esfinge implacable o servicial) a quienes buscan esquivarla como fatalidad. La ostranenie es la mediación presente en la síntesis de Ossorio (“Entonces: el exilio
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es la utopía” (p. 94)) y la mediación ausente (y añorada) en la síntesis de Tardewski (“el cogito, ese huevo infernal [...] nos llevó directo a Mi lucha” (p. 247)): no hay conocimiento sino sesgado, la reflexión es un desplazamiento y, más aún, el saber de la historia requiere un rodeo: para conocer su lugar debemos ir de un lado al otro.
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Por eso, el tema del exilio en el siglo XIX, con sus resonancias contemporáneas (ampliamente “documentadas” en las cartas), se abre a una interrogación más radical sobre el lugar del pensamiento histórico y sus condiciones de posibilidad. El fictivo Enrique Ossorio, amigo de Alberdi, es una representación del mismo Alberdi como el gran desterrado de la historia argentina. Ossorio evoca de algún modo la situación de Alberdi como secretario de Lavalle en 1839, su formación intelectual con predominio del historicismo, su composición de una novela filosófica, Peregrinación de luz del día (con la que se podrían señalar también correspondencias, irónicas y paródicas, en cierta versión de la relación Europa-América y en el “descubrimiento” que hace Tardewski de la cultura argentina) y sobre todo el tenso exilio que colma su biografía: ¿qué son los escritos de Ossorio sino otras “Palabras de un ausente”? Alberdi, además, temió el desciframiento póstumo de sus escritos, igual que Ossorio, aunque, más perentorio que éste, prohibió (como Kafka) su publicación. Pero más allá de estas correspondencias (y de algunas otras menores), la que resalta como elemento no anecdótico sino estructural en la relación del “héroe” histórico con la historia posible es – recuperando su etimología – la utopía permanente de la vida de Alberdi: la situación inconfortable de habitar un no-lugar entre los proyectos históricos que se disputan la hegemonía en el siglo XIX: una ominosa “astucia” pone a la Razón del otro lado de su esperanza. Alberdi es el “héroe” (también llamado “traidor” en ocasiones) paradójico por excelencia: genera espacios de acción que la acción muta y disloca; provee lugares que la historia desplaza al afirmarlos; por eso – y no debe asombrar – crea las bases pero desecha el edificio; combate a Rosas pero también al nuevo poder bonaerense; apoya a Urquiza, pero frente a él aparece como el incorruptible; es aliado del Sarmiento utópico, pero no del Sarmiento histórico: quiere un país que no existe, que no tiene lugar, como no lo tiene el sincretismo buscado por Ossorio (p. 33), a su vez prefigurado en la alberdiana decimotercera palabra simbólica del “credo” de la Asociación de Mayo.
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Es en este sentido que hay que ver a Ossorio como la proyección novelescamente excesiva del meticuloso Alberdi (el “exceso” del que habla Maggi (p. 36)). Que ese exceso esté enmarcado por el desborde de sus lealtades, al otro lado de su fallida conciliación (ser el “eje de la futura unión nacional” (p. 33)) y que este desborde sea la condición de su visión utópica (p. 96), sitúa a Ossorio, dentro de la novela (y arrastrado por el caso ejemplar de Alberdi), como uno de los personajes que testimonian, desde distintas perspectivas, dónde está el lugar de la verdad posible: en la mirada histórica excéntrica, en la aventura del rodeo, en el que ve desde el exterior. El tema del traidor y del héroe se amplifica como contradicción mediada por la escritura o por la visión del “ausente”. Traidores al lugar que les asigna la clase, la profesión, la norma consensual, la historia vaciada de utopía, son todos los héroes que exhiben el lugar censurado, el otro lado del hecho, el “posible” contradictorio: Enrique Ossorio, pero también Luciano Ossorio, y Maggi, y quizás Tardewski. Kafka, Wittgenstein, de algún modo Arlt. A todos se les acaban las palabras, porque lo que se debe decir no puede ser escuchado: consensualmente indescifrables, ilegibles, son descifrados siempre desde otro lado. El suicidio de Enrique Ossorio (pp. 34, 37), el enmudecimiento del Senador (p. 80) o el de Wittgenstein (p. 209), la partida y el mandato “testamentario” de Maggi (p. 87), el avistamiento de Tardewski en las citas (p. 273), la “suprema tentación” de no escribir que se adjudica a Kafka (p. 271) o la imposibilidad de ser leído que se elogia en Arlt (p.167) son formas de clausura que variadamente connotan la no contemporaneidad del sentido y de sus “claves”, la persistente viscosidad del presente y la racionalidad diferida de la interpretación. Lo que no quiere decir que todas las clausuras estén en el mismo nivel y que no se restituya el juego de sus contradicciones: la circunspección de Wittgenstein es corregida por el atrevimiento de Kafka (p. 271), los límites del pensamiento en Tardewski, por la vitalidad de las ideas en “el Profesor” (p. 274). La clausura es sólo una forma metódica de la esperanza para quienes se mueven en la historia y – como Maggi y los Ossorio – apuestan al fracaso de los otros, designan la fragilidad de su resistencia (porque la suya es más fuerte) y traducen la razón en términos de proceso; para quienes conocen la antinomia (prefigurada en el mismo Alberdi) entre historicismo y utopía y se mueven dentro de sus límites. En esta perspectiva, el
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desarrollo discursivo más extenso y representativo (incluso por su retórica cifrada) es la expansión que permite al Senador exponer su Filosofía de la Historia argentina. La (faulkneriana) duración de la tierra – y su correlato: la memoria familiar (p. 70) – es asumida por él como “el exterior” (p. 65) desde el que aspira a otra memoria: la de una Idea, una hegeliana intelección que “abriría para todos la Verdad de este país” (p. 55). Héroe encadenado por la parálisis, el Senador es el traidor más neto: dice la verdad de su clase designando los circuitos materiales que la sostienen y la génesis contingente de su constitución, hace la crónica de la riqueza y desacraliza al patriciado (la fundación de una historia heterónoma), impugna la legitimidad del presente y anticipa su naufragio desde las rocas del porvenir, ve la dialéctica de Señores y Esclavos (p. 63) trabajada por la erosión de los primeros y el avance de los últimos (p. 751). Decir la verdad es traicionar el lugar instituido y mostrar cómo lo carcome “la corriente de la historia” (p. 71). En definitiva, la invitación de Respiración artificial, en este nivel temático que la lectura puede identificar como fundante, en cuanto a la ambigüedad de la historia, y como sobre-determinante, en cuanto a la significación social del texto en 1980, es incitarnos a pensar el mismo presente histórico desde los límites: el exiliado es aquel que puede cambiar el distanciamiento inferido en distanciamiento asumido, transformar su exclusión en ostranenie, su literal destierro en metáfora del destierro colectivo, la pérdida del lenguaje (frecuentemente aludida aquí) en signo de lo socialmente indecible, su marginación de la historia en índice de una historia heterónoma. A todos los hombres de la novela los afana una sola y la misma cuestión: ¿desde dónde decir? Descartadas las respuestas paródicas, la cuestión sigue en pie y es respondida por los que (como personajes de la novela o figuras reales aludidas en ella) han efectuado el rodeo, han ido hasta los límites, se han extrañado: el mutismo de Wittgenstein o la travesía dantesca de Kafka (como respuestas depresivas) tienen su réplica en la utopía positiva del Senador, exiliado interno, quien, consciente de que “el discurso de la acción es hablado con el cuerpo” (p. 52), está incapacitado de hacerlo, y en Marcelo Maggi, que sí lo hace, confiando en el otro lado de la historia y activando su conjetura. Decir es partir, trasladarse al lugar inteligible y, con “fe en las abstracciones [...] tomar decisiones prácticas” (p. 141). La instauración del futuro racional no
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puede asumir, entonces, la forma de la “utopía” – en el sentido habitual –, sino la de una recuperación de las raíces históricas de lo posible: la morfología de la historia tiene para Maggi, en su movimiento progresivo (p. 39), el mismo carácter problemático que conserva su movimiento regresivo en la interpretación. Para entender qué “expresa” el destino de Ossorio, hay que ir “desde el delirio final” (lo indecible, el fracaso) hasta el proyecto del “grupo intelectual autónomo” (p. 36) que no tuvo lugar. La “máquina poliédrica de la historia” (p. 65), mencionada por el Senador produce lugares y designa no-lugares; captar su actividad, ir de un lado a otro de su movimiento (de lo posible a lo diferido, de lo eventual a lo necesario, del futuro como promesa al presente como resistencia) es tanto una tarea de la interpretación como de la voluntad. Descartado cualquier optimismo utópico pero también todo pesimismo inmediatista, sólo queda la opción de Maggi – “¿Cómo podríamos soportar el presente… si no supiéramos que se trata de un presente histórico? Quiero decir..., vemos en qué se va a convertir” (p. 237) –, anticipada en épocas de similar incertidumbre por Gramsci, para quien las formas de desciframiento pueden llevar a consecuencias productivas: “una fuerza formidable de resistencia moral, de cohesión, de perseverancia paciente y obstinada” tiene lugar cuando “la voluntad real se disfraza de acto de fe en cierta racionalidad de la historia”. Quizás éste sea el desciframiento último a que nos induce Respiración artificial: admitir que la representación del fin es un modo de instaurar la morfología de sus condiciones.
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El presente transforma el pasado 1
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Tulio Halperín Donghi2
Esa conjunción de un momento en la historia del gusto con el más atroz de la crisis argentina dio su fruto más característico en Respiración artificial. No es exagerado, pero sí paradójico, calificar de clamoroso el éxito de esta novela de Ricardo Piglia, que no logró agotar en largos años su primera edición. Es que, del mismo modo que Camila (y a su modo ese más auténtico best-seller que fue Flores robadas en los jardines de Quilmes), Respiración artificial logró encontrar lectores que en la historia allí narrada reconocieron la suya propia, y si esos lectores eran menos numerosos que el público de aquellas dos obras, no eran por eso menos capaces de crear un clima de opinión. 1 Publicado por primera vez en Daniel Balderston et al: Ficción y política. La narrativa argentina durante el proceso militar. Buenos Aires, Alianza editorial, 1987, pp 71-95). 2 Doctor en Historia por la Universidad de Buenos Aires (Buenos Aires, 1926 – Berkeley, 2014).
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La intriga de Respiración artificial busca el homólogo del presente en la época en que también lo encontraron Gambaro y Bemberg, pero la semejanza termina ahí. La ambición de Piglia aparece suficientemente declarada en la cita de T. S. Eliot que abre la primera parte de su novela: “We had the experience but missed the meaning, / and approach to the meaning restores the experience”; más que claves para entender el desenlace particularmente atroz de la crisis argentina, lo que se busca aquí es el sentido de la experiencia de vivir ese desenlace, tal como ella es sufrida por un integrante de un grupo que se ve a sí mismo como vanguardia intelectual, quien al emprender su búsqueda de ese sentido se dirige a un we integrado por sus pares (el hecho mismo de que el autor de esa cita definitoria sea sólo identificado por sus iniciales sugiere con suficiente claridad cuál es el público que tiene en mente para su libro). Con ese propósito a la vista, Piglia va a explorar, antes que dos etapas de crisis que desembocan en el terror, la situación del intelectual en una y otra; la homología no se da entre Rosas y la dirección colectiva que administró el terror a partir de 1976; la que subtiende su narración es la proclamada en un momento de ella por un exiliado que en Caracas reconoce en su sino el de la generación de 1837, y, en efecto, los paralelos abundan entre ese Enrique Ossorio, suicida en Copiapó en la víspera misma de la caída de Rosas, de quien ni aun él mismo parece estar seguro si ha sido enemigo o agente, y el no menos ambiguo Marcelo Maggi, quizá antiguo preso político, quizá condenado por estafa, que luego de tan azarosas como enigmáticas navegaciones ha encontrado un puerto en Concordia, de Entre Ríos, y allí se consagra obstinadamente a la tarea imposible de aclarar el enigma del suicida de 1850, hasta que – se nos sugiere – entra a engrosar el censo de los desaparecidos. Algo más que un destino común une a la generación de la que Piglia se ha constituido en vocero y la de 1837; hay, en el modo en que Respiración artificial se aproxima a la crisis que ha desviado brutalmente el destino de una generación, una continuidad más estrecha con el adoptado por esos remotos precursores que lo que la modernidad de sus exploraciones formales permitiría anticipar. Ello es así sobre todo en relación con el fundador del grupo: en Echeverría encontrábamos ya una conciencia de los aspectos problemáticos del enraizamiento de
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su generación – tanto en el terreno de las letras hispánicas como en el de la sociedad argentina – que adquiere intensidad casi obsesiva; por dolorosas que sean las exploraciones en que esa obsesión se obstina, no puede negarse que ofrecen a la vez gratificación a un cierto egocentrismo colectivo que en ellas campea.
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Este subtiende también el más eficaz de los textos literarios de Echeverría: El matadero, como es sabido, ofrece la crónica de la muerte infligida a un joven integrante de las clases ilustradas por el personal de ese establecimiento, en el curso de una frustrada tentativa de violación ritual en que se expresa su celo rosista; esa anécdota es desde luego algo más que una anécdota, y el sacrificio de ese redentor anticipa el de toda una generación, que Echeverría habrá de evocar con melancólico orgullo en la dedicatoria de la Ojeada retrospectiva, de 1846. Hay todavía algo más: la anécdota de El matadero ofrece por primera vez una figura precisa para la que ha de ser obsesión intermitente de los intelectuales argentinos, al sugerir qué celadas pueden estar aún preparadas para ellos bajo la superficie de una realidad a menudo apacible hasta la insulsez. Una figura más marcada por el optimismo ochocentista de lo que la anécdota sombría sugiere; en un siglo más duro, el “Poema conjetural” que Borges compone en 1942 presenta una peripecia análoga como algo más que una celada: el degüello llega allí a Francisco Narciso de Laprida como la revelación del “destino sudamericano” contra el cual había buscado vano refugio en las filas de la Ilustración europea. La inmolación del intelectual, que en Echeverría era a la vez un imperdonable escándalo y una prenda de redención futura, aparece ahora casi como la reafirmación plena del orden natural, cuya maciza coherencia ha sido por un momento quebrada por esa presencia discordante. Sin duda sería ilegítimo leer en “Poema conjetural” las moralejas justificadoras del exterminio de esos contrabandistas de nociones exóticas que habrían sido los intelectuales argentinos, que se podían oír tan frecuentemente en 1942; entre ellas y las que propuso Echeverría, combinando la denuncia y la esperanza, el poema se rehúsa, en cambio, a optar; si tiene una dimensión profética, esta no puede ser otra que la develación de una desolada verdad.
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Respiración artificial ha de explorar exhaustivamente las variaciones del tema ya abordado con los recursos de la concisión y el silencio en los versos de 1942: a los motivos ya frecuentados por Echeverría (los planteados por la definición y el perfil de una cultura y una literatura nacionales para una nación marginal) se agregan ahora los sugeridos por una crisis general de civilización que no podría verse ya, como un siglo antes, como el feliz anuncio del nacimiento de un mundo nuevo.
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Este intrincado entrelazamiento de temas y motivos es abordado a través de variaciones que, sobre todo en la segunda parte, parecen esforzarse por agotar todas las posibles claves interpretativas y rutas de abordaje; allí encontraremos tanto una nueva exploración de ese camino real de la Razón occidental que conduce de Descartes a Hitler, como una reconstrucción de la vida cultural porteña a finales de la década del treinta, en la que no todas las discrepancias con la realidad parecen deberse al evidente sesgo paródico que Piglia ha decidido imprimirle. La vertiginosa variedad de perspectivas que ese tratamiento hace accesibles al lector es acentuada por la de los medios indirectos utilizados para comunicarlas, que incluyen tanto esos diálogos sobre temas que parecerían requerir tratamiento más sistemático que el propio de una nerviosa conversación entre intelectuales (y en efecto han venido a recibirlo en recientes ensayos de Piglia), en los que se continúa una tradición cultivada con más ahínco que fortuna por nuestros novelistas, desde Gálvez y Mallea hasta Cortázar, cuanto apólogos como el que narra el encuentro de Hitler y Kafka en un café de Praga. Esa abundancia de temas y motivos, y la abigarrada versatilidad en su tratamiento, que también campea en la segunda parte, contrastan con la obsesión casi monotemática de la primera en torno al misterioso paralelismo entre presente y pasado, hasta un extremo que sugiere que ya no se busca tan solo develar el sentido de la experiencia de vivir el terror de esa hora argentina, y que, por el contrario, se ha encontrado un objetivo nuevo en la exploración hacia todos los horizontes de las raíces locales y planetarias de la marginalidad del intelectual argentino; así lo sugiere también la ausencia de cualquier exploración
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digna de ese nombre sobre los nexos entre esa marginalidad y aquel terror. En consecuencia, pese a que en más de uno de los recodos de esa exploración nada rectilínea que avanza en la segunda parte parece vislumbrarse, por un instante, un enfoque que promete aproximarnos, así sea alusivamente, al sentido de la experiencia del terror, tales enfoques, condenados a ser sacrificados de inmediato a las exigencias de la carta de ruta que gobierna esta sección del libro, cumplen mejor su función orientadora cuando se los utiliza para iluminar las peripecias ya pasablemente misteriosas de que se ocupa la primera.
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Entre esos enfoques el más sugestivo es, sin duda, el que constituye el último mensaje del desaparecido de Concordia: “¿Cómo podríamos soportar el presente, el horror del presente, si no supiéramos que se trata de un presente histórico?” Sumergir el presente en el torrente de la historia es lo que intenta la primera parte, y para lograrlo debe ir más allá de ese egocentrismo colectivo que domina tanto las discusiones del cenáculo de Concordia como la evocación del destino de Enrique Ossorio, el suicida de Copiapó, para trasladar su atención de la experiencia de sufrir el impacto de la historia, tal como les toca vivirla a los intelectuales argentinos, a esa historia misma. Si Enrique Ossorio y Marcelo Maggi, el suicida y el desaparecido, ofrecen la imagen paradigmática de esos intelectuales marginales, otro personaje encarna, en la primera parte, una trayectoria individual del todo solidaria con la de la historia. Se trata de Luciano Ossorio, nieto del suicida de Copiapó, hijo póstumo de un caballero porteño muerto en duelo en 1879, y heredero de la fortuna territorial que ese beneficiario de la alegre liquidación de las tierras públicas había acumulado, invirtiendo en ello el oro que Enrique Ossorio había cosechado en la hora más temprana y febril de la bonanza californiana. Al llegar a la cincuentena, Luciano Ossorio es figura dirigente en las filas conservadoras, cuando en un acto público de su partido un excéntrico asistente le aloja una bala en la columna vertebral que lo confina, desde entonces, a una silla de ruedas; cuando se integra a la acción novelesca, hace cerca de medio siglo que vive en cada vez más íntima simbiosis con la metálica sustancia de ésta.
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Luciano Ossorio no parece haber hecho nada particularmente notable, más allá de administrar sus tierras esquivando la ruina y de ganar en las filas conservadoras la posición más expectable que influyente reservada a cualquier gran terrateniente que condescendiese a militar de manera activa en ellas, sin aportar especiales dotes políticas a la empresa. La invalidez que pone fin a su carrera política inspira en él, sin duda, una amargura que halla expresión en su sarcástica lucidez y en un apartamento cada vez más decidido del rumbo impreso a la historia argentina a partir de la restauración conservadora, que lo lleva, finalmente, a juzgar la situación instaurada en 1976 en los mismos términos que esos intelectuales que se consideran sus víctimas designadas; pero no es del todo verosímil que sea solo esa invalidez de Luciano Ossorio la que impide que su disidencia cada vez más cerrada encuentre canales más eficaces que unas cuantas frases incisivas en conversaciones y cartas privadas, y unas cuantas firmas al pie de manifiestos perfectamente inocuos. He aquí un personaje del que no se esperaría que fuese a abrumar con su maciza presencia la de esas sombras apenas corpóreas que son Enrique Ossorio y Marcelo Maggi. Pero es esto precisamente lo que ocurre: la figura de este hacendado y político del montón es construida utilizando tan convincentemente la manera monumental que el lector se sorprende compartiendo la sobrecogida admiración que ella parece inspirar al autor. Esa reverencia va, antes que a Luciano Ossorio, a la historia que en él se encarna: la continuidad entre la ambigua figura secundaria de la generación de 1837, su hijo, el abnegado militante mitrista que en algunos momentos de distracción acumuló un inmenso botín territorial, y su nieto, postrado pero no vencido, es la de la historia argentina en marcha, y la protesta de Luciano Ossorio, más fútil aún que la de los intelectuales cuya marginalidad condena a la esterilidad política, cuando no a engrosar el censo de víctimas de la historia, tiene, a pesar de todo, un peso del que carece la de éstos, porque está consustanciada con esa experiencia histórica misma. La historia argentina que subtiende Respiración artificial se concentra, entonces, en un solo momento, que no cabría llamar positivo, ya que sus dimensiones negativas son constantemente subrayadas, pero que aparece innegablemente como el único sustantivo. Si este periodo es el mismo elegido como objeto de su devoción por esa primera versión de la “historia oficial” recusada cada vez más eficazmente a
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partir de 1930, la imagen que de él sugiere, más que traza, la novela de Piglia, al hacer de su heredero la única figura de peso en el elenco de personajes, tiene muy poco en común con la impecablemente virtuosa propuesta por esa historia oficial; ello hace tanto más notable que, por razones no explicitadas y que hay que suponer radicalmente distintas, ese periodo sea visto con una reverencia menos bobamente admirativa pero no menos sobrecogida que la que impregnaba aquella versión del pasado nacional.
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Consecuencia de ello es que el “horror del presente” no pueda ya ser visto como la maduración de algo que se escondía en potencia en todo el curso de la historia argentina, sino como la culminación de un proceso degenerativo cuyo comienzo coincide simbólicamente con el confinamiento en la invalidez de Luciano Ossorio. La experiencia histórica argentina queda así absuelta, si no de todo crimen, sí por lo menos de la responsabilidad por un presente atroz; esta conclusión, alcanzada al cabo de un itinerante intelectual infinitamente más rico que el de la nueva historia oficial en estado naciente, ofrece a la vez confirmación y complemento a la de ésta. La negativa a ver en el reciente terror la revelación de un secreto exitosamente ocultado por siglos en las entrañas de la historia argentina, no requiere necesariamente adoptar la ceguera voluntaria que frente a los nexos múltiples entre ese terror y la trayectoria histórica que encontró en el provisional desenlace caracteriza a esa nueva historia oficial; se puede, en cambio, sacar la conclusión que parece solicitar el hecho de que el terror fue vivido por perpetradores, espectadores y víctimas como una experiencia radicalmente nueva: todos ellos advertían muy bien que cualesquiera que fuesen sus raíces en el pasado, él venía a aportar una innovación nada superficial a la textura de la vida nacional; por lo tanto, si era absurdo postular, con la nueva historia oficial, que ese terror era el resultado de la intrusión de un elemento radicalmente extraño a esa experiencia, no lo era asignarle un estatuto comparable al de otras innovaciones que tampoco hubieran podido introducirse si no hubiesen hallado en la sociedad elementos dispuestos a acogerlas e imponerlas, pero que aun así, más bien que revelar los rasgos fundamentales y hasta entonces ocultos de la experiencia histórica argentina, imponían a esa experiencia una inflexión nueva.
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Pero si la diferencia entre una actitud y otra es la que va de la deliberada ofuscación a la lucidez, ello no impide que esa lucidez traiga también consigo la disolución de las visiones globales de la historia nacional, que tanto la primera historia oficial como la revisionista habían buscado diseñar con trazos vigorosos; a la vez, mientras en la nueva historia oficial esa disolución instaura una tibia penumbra en la que se adivinan los contornos de una comunidad armoniosamente integrada en una misma fe nacional, en la visión histórica que domina la novela de Piglia, ella hace posible concentrar toda la luz sobre un momento específico y aun un protagonista privilegiado de esa experiencia histórica, una suerte de príncipe colectivo dotado, si no de las virtudes republicanas que en él descubría y veneraba la primera historia oficial, de una dosis superlativa de virtu maquiavélica, también ella más postulada que demostrada.
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En las manos de Borges el corazón de Arlt. Sobre Ricardo Piglia 1
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Noé Jitrik2
Universidad de Buenos Aires
Existe, sin duda, en la narrativa latinoamericana, una tensión de dos términos que se manifiestan pocas veces claramente; son más frecuentes, en cambio, y aparentemente más nítidos, los lenguajes indirectos o, mejor dicho, los niveles secundarios revestidos, ellos sí, de decisiones ideológicas vehementemente expresadas; esto no es nuevo en América Latina ni en la literatura, ni indica necesariamente “constantes”; sin entrar en estos deludes, podría decir que en la actualidad las dos líneas sean: a) una tendencia más o menos realista 1 Publicado en Cambio Nº 3, México, 1976, pp. 84-88. 2 Doctor Honoris Causa por la Universidad de la República, por la Universidad Nacional de Cuyo y por la Universidad Nacional de Tucumán. Escritor.
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(desde luego que renovada tanto técnica coma filosóficamente, puesto que el viejo realismo, de denuncia social, urbana o indígena, ha caducado completamente); b) una tendencia a recogerse en el campo de la “escritura”, a la cual sus detractores suelen añadir el adjetivo “pura”, evidentemente condenatorio. Sólo a riesgo de simplificar en exceso se podrían dar ejemplos claros de adhesiones bien definidas, a través de los textos mismos, a una u otra línea; en la práctica, las clasificaciones dependen de otros encuadres en los que, tal vez, esta bipartición indique algo: son los niveles secundarios; allí la discusión se encarna pero sus resultados no hacen un viaje de retorno para decirnos tajantemente que tal obra es de un campo y tal de otro.
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He tratado de razonar sobre esto mismo – preocupación que se me hace sistemática – en relación con un texto de Juan José Saer, El limonero real (Madrid: Planeta, 1975); hoy retomo la cuestión a propósito de los relatos de Ricardo Piglia, reunidos bajo el título de Nombre falso (Buenos Aires: Siglo XXI, 1975), fórmula que, de entrada no más, nos envía a tres zonas en las que se refracta y vibra: la primera, paradigmática, es la de lo real policíaco y/o político y/o artístico; la segunda es la de la literatura misma, uno de cuyos rasgos característicos sería la ficción, o sea, la falsedad; la tercera, es la de la relación entre la falsedad de la literatura y lo real en que tal falsedad tiene efectos. Habría, incluso, una cuarta, preparada por la palabra “nombre”, que remite a la acentuación de un elemento de la narración, el personaje, lo que implica, a la vez, una cierta posición de enfrentamiento con otros textos que dejan al personaje de lado (como Yo el Supremo, por ejemplo) y descargan sus energías en otros elementos, la articulación, o un concepto, o una potenciación lingüística. Estas iniciales derivaciones integran, sin duda, el campo polémico indicado en los párrafos iniciales de esta nota, pero además guardan alguna relación con los niveles secundarios en los que tal polémica se traduce. Me refiero concretamente a un enfrentamiento que, para algunos, permitiría entender la literatura argentina contemporánea y, ¿por qué no?, la latinoamericana. Quien especialmente lo ha hecho es David Viñas (Literatura argentina y realidad política. Buenos Aires: Siglo XXI), para quien el viejo conflicto entre Boedo (arte realista y social) y Florida (arte vanguardista y lúdico) de 1922 sigue vigente y se encarna en dos figuras, según su concepto, irreconciliables: Arlt por Boedo,
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Borges por Florida. Este último representaría la voluntad de admitir una incisión europea permanente en una narrativa “propia” y nacional, lo que implica posponer lo propio y nacional en favor de una obediencia a la “moda”, y la reducción de la capacidad de la literatura a mero refugio de la satisfacción formal y alienada de las clases medias; Arlt, por lo contrario, representaría una expresión fuerte y propia, un camino, aunque permeable, para una literatura “eficaz” en el sentido de expresar más cabalmente la lucha de clases. Yo creo que tal separación no deja ver lo que uno y otro están haciendo “significado en la escritura argentina y, en consecuencia, no deja ver lo que de carmín puede haber entre ambos; no se trata de una “esencia” que está más allá de la conciencia, sino de un flujo que hay que rescatar, de una relación diferenciada con una producción; tal como lo he intentado probar en un análisis de El juguete rabioso, ese flujo se daría en el inconsciente de los textos, que es donde habría que rastrear: de ahí se desprendía que la literatura toda es un espacio de fuerzas que se combaten y cuyo resultado sería menos un objeto de clasificación que un sistema de relaciones que hay que establecer. Dentro de estas coordenadas, meramente apuntadas, no faltará quien diga que Piglia se ha sustraído a las “modas” del estructuralismo y del “significante” para devolver con una energía insólita en esta época decadente un conjunto de buenas narraciones en las que se cuentan “cosas” claras y fáciles de comprender y, por lo tanto, en las que “se dice algo”. Retorno del “decir” y del “algo”, retorno triunfal de la “sustancia” frente a los desvaríos de un lenguaje que no atina más que a decirse a sí mismo. En apariencia as así: no cuesta ninguna dificultad reconocer y destacar virtudes de rigor, de precisión y de interés en todas y cada una de las narraciones incluidas (en Nombre falso). Tampoco cuesta comparar este libro con las pálidas o retorcidas o insustanciales o escapistas o mistificadoras narraciones que obtienen premios y que cubren el esfuerzo – no el pensamiento – de los críticos del continente: el libro de Piglia emerge como el resultado de un trabajo verdadero, que no precisa de exigencias temáticas para hacerse presente en un registro profundo y quebrado, en una zona en la que efectivamente “pasan cosas”, aunque las cosas que pasan en las narraciones mismas no tengan la pretendida envergadura del enjuiciamiento a los dictadores o de la propaganda de las guerrillas. Y aun en este sentido, me alegra señalarlo, como lo pude hacer respecto de otros libros aparecidos en
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estos últimos tiempos en la Argentina: seriedad de Yo el Supremo, seriedad de Matar a Titilo, de Arturo Cerretani; seriedad de El limonero real, de Juan José Saer (publicado en España). Seriedad, en este caso, es algo así como una actitud que se hace presente al ejecutar la tarea de contar, se desenvuelve y toma forma: es lo contrario de la trivialidad, pero también del oportunismo, que sabe a qué público debe estimular mediante sus complacencias, para consagrarse y consagrar lo que ya todos conocemos, lo que ha hecho generalizar un tedio que amenaza con tragarse a la crítica, a la lectura y a la literatura misma en uno de los momentos más graves por los que ha pasado nunca.
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Pero el libro de Piglia merece otra manera de dirigirse a él, no solo mediante notas deshilachadas como las precedentes; voy a entablar este diálogo a partir de la reflexión sobre el destino de la polaridad Arlt-Borges en la que Piglia se inscribe por varias razones: ante todo, porque, como crítico, ha trabajado sobre uno y otro, esa polaridad se le ha encarnado, por decir así; sus artículos son de lo más productivo y agudo que se haya hecho (digo hecho y no dicho) sobre ambos controvertidos monumentos; en segundo lugar, porque en la medida en que cuenta situaciones precisas (por ejemplo, la del hombre que emprende un viaje en ómnibus para asistir a la muerte de su padre en un hospital) o describe ambientes reconocibles (algunos bares de Buenos Aires, un hospital en Mar del Plata, un club) proponiendo atmósferas tristes y espesas que traen reminiscencias de la literatura urbana de Buenos Aires, se tendería a incluirlo en una corriente, precisamente en esa que va de Gálvez y Payró hasta Arlt, pasando por el sainete porteño e incluyendo tangos y novelas de Verbitsky, Gómez Bas y Valentín Fernando y acaso, marginalmente, Manuel Puig y otras múltiples manifestaciones que algunas veces se quedaron atrás cualitativamente, otras pegaron saltos y caracterizaron un ambiente, haciéndolo reconocible en el resto del mundo; la tercera razón se vincula con una de las narraciones, la que se titula “Homenaje a Roberto Arlt”, que ofrecerá un espacio privilegiado para justificar que pensemos en esa doble vertiente. Quedémonos en este “Homenaje”: se produce aquí una síntesis de lo esencial de los dos modelos; es Arlt en los ambientes, en los personajes (estafadores, prostitutas sanas y anarquistas), en el lenguaje al mismo tiempo preciso y ambiguo; pero también es Borges en la construcción narrativa, en la concepción misma del relato, que depende de un núcleo clásicamente borgeano, la obtención de un texto
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supuestamente perdido y, por lo tanto, de lo que de ahí se desprende: búsqueda e investigación para llegar a él, exactamente como en “Examen de la obra de Herbert Quain” y los fragmentos iniciales de “Tlön, Uqbar, Orbis Tertius”: mediante Borges, Piglia puede hacer algo con Arlt, pero no porque persiga una asociación ingeniosa sino porque la asociación está autorizada por todo lo que puede haber de común entre Arlt y Borges, mucho más de lo que suele preocupar a la crítica, satisfecha con la existencia de todas las oposiciones aparentes. Aquí, el espacio que los une es el texto que Piglia pudo construir, pero la unión ha sido posibilitada por un “antes”, por lo que va de texto a texto.
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En la obra de Borges es frecuente la relación entre un esclarecimiento bibliográfico y la investigación (inquisición) que de ahí se desprende; de eso a lo policial no hay más que un paso: todo crítico es un inquisidor, un torturador de los textos; en Arlt se da en cierto modo lo contrario complementario: la huida, toda su obsesión o las figuras imaginarias que propone, metaforizan el texto, que se escapa siempre, en su materialidad, en su significación. No es por lo tanto extraño que Piglia haya hecho de la figura de Arlt y su cuento póstumo extraviado el objeto de una bizquea que únicamente el esquema Borges le podía proporcionar. Finalmente, Piglia escribe un nuevo cuento, que Arlt no habría escrito y que está excluido en Borges: hay nuevos cruces, como en todo espacio de síntesis superadora, pero que deben repercutir en la lectura: el lector (yo) abandona su inercia, se le presenta la imperiosa necesidad de comprender, desde las líneas del texto, otras líneas que antes se le aparecían, o bien coma mistificadas o bien como objeto de “posiciones ideológicas” finitas y condenatorias: tienes que elegir por Arlt o por Borges y si eliges por Arlt te condenas, te pones fuera de la escritura, y si eliges por Borges te pones fuera de la realidad, te endeudas con el colonialismo hasta la muerte, te liquidas en la dependencia. Sería, por lo tanto, desviar la atención, reivindicar a Piglia como alguien que toma partido por el “realismo” en contra de la “escritura”. Lo que importa en él – y celebro la síntesis que logró, sorprendente en su concreción pero teóricamente pensable – es que a través de ella da cuenta de los movimientos que sacuden los modos de pensar nuestra
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narrativa: desde ahí se puede, a su vez, pensar en lo que los engendra, a que están ligados. O, si esto es demasiado pedir en una nota que no es una reseña y renuncia a ser un comentario, da en gran medida cuenta de las fuerzas y conflictos que tienen lugar en la narrativa argentina, campo contradictorio, de imponente tensión.
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Por último, diría que hay una propuesta: si la investigación (Borges) permite hacer un homenaje a una tendencia (Arlt) y construir una narración, lo que se está preconizando ya no es el realismo ni la pureza de la escritura sino la capacidad de la estructuración, la fuerza de la forma o, lo que es lo mismo, el poder del trabajo, que valida todo texto: cada texto en el que se ejerce se presenta de una manera absolutamente propia y rica, invocando elementos que en los otros textos no podrían ni siquiera pensarse.
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Inversión del tópico del beatus ille en La ciudad ausente 1
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Ana María Barrenechea2
He elegido tratar esta novela de 1992 porque la considero como un texto paradigmático de la narrativa de finales de nuestro siglo (y quizá – ¿será mucho decir? – de nuestro milenio). Dadas las limitaciones de desarrollo, prefiero profundizar en un punto aparentemente lateral, pero significativo, en esta obra tan compleja. La vieja tradición europea que exalta la vida “natural” y armoniosa del campo en oposición a la vida corrompida por la fiebre 1 Este trabajo fue publicado en Ricardo Piglia, edición al cuidado de Jorge Fornet, serie Valoración Múltiple. Bogotá: Casa de las Américas, 2000. 2 Doctora en Literatura por el Bryn Mawr College (Buenos Aires, 1913 – 2010).
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del oro y la alineación ciudadana tuvo su eco en Hispanoamérica, en sus manifestaciones populares o cultas, especialmente en los centros más importantes de la Colonia3. Junto a ellas se desenvolvió una literatura de la vida rústica, en especial de la ganadera: la de los gauchos en la Argentina y la de los llaneros en otras regiones del Nuevo Continente, con altibajos evaluativos.
Historia del gaucho y de la literatura gauchesca Después de la larga historia de exaltación y vituperio del gaucho , de su utilización en las guerras de la independencia, en la defensa de las fronteras con los indios y en la lucha de la Triple Alianza contra el Paraguay, o en el trabajo ganadero de los arreos y saladeros hasta la división de la inmensa llanura por el alambrado; desde la aparición de la literatura gauchesca en verso y prosa o de los relatos de viajeros hasta el ascenso del Martín Fierro a obra canónica a través de la voz de Ricardo Rojas, y también la disonante de Ezequiel Martínez Estrada, llega el tema del gaucho, en 1926, a una especial culminación. 4
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El proyecto de Ricardo Güiraldes El proyecto de Ricardo Güiraldes fue a la vez literario y político (sin duda de una política cultural). Era hombre de París (amigo, desde 1919, de Valery Larbaud, quien apoyó con entusiasmo a James Joyce y se relacionó con escritores sudamericanos, mientras buscaba ser conocido y editado él mismo en periódicos y empresas latinoamericanas) y también era hombre de San 3 Para la tradición del topo y su bibliografía, cfr. Avalle-Arce 1974; Hardin 1979 (que aunque restringido a literaturas en inglés, salvo Tristes Tropiques de Lévi-Strauss, llega hasta textos contemporáneos); Beverly 1985. Es indudable que la Galatea, las Novelas ejemplares y el Quijote de Cervantes son el ejemplo más fulgurante, en su conjunto, de la inventiva posible en tratamientos, registros y situaciones de la narrativa pastoril (que solo agrega nuevos enfoques desde el advenimiento del romanticismo). Para la época colonial americana interesa – entre otras – la mezcla de hablas indígenas, africanas, rústicas, criollas y mestizas en festividades religiosas y oficiales profanas. Cfr. por ejemplo, la bibliografía de Sor Juana Inés de la Cruz. 4 Para juicios sobre el gaucho y la literatura gauchesca cfr. Rodríguez Molas, 1968; Ludmer, 1988; Prieto, 1988.
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Antonio de Areco (es decir, de un pedazo de pampa cercano a Buenos Aires, propiedad de una familia tradicional de estancieros, un lugar donde la imprenta de Colombo podía producir ediciones artesanales exquisitas). Güiraldes quería coronar, renovando con un libro contemporáneo, esa larga tradición de literatura de temas gauchescos. Sería un libro paradigmático que uniría la figura condensadora de nuestra esencia argentina con la escritura nueva más prestigiosa. Aunque no tan nueva, porque no se trataba de la experiencia joyceana del Ulysses (1922) que ya conocía Borges5 ni de la ruptura surrealista de Breton (1924), ni de cualquiera de las vanguardias, sino de una narrativa gauchesca emprendida con la escritura impresionista, más cercana a la de los Goncourt.
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Esa exaltación esencialista está sintetizada y, al mismo tiempo, potenciada al máximo en la dedicatoria de la novela: A Vd., Don Segundo. A la memoria de los finados: Don Rufino Galván, Don Nicasio Cano y Don José Hernández. A mis amigos domadores y reseros: Don Víctor Taboada, Ramón Cisneros, Pedro Brandán, Ciriaco Díaz, Dolores Juárez, Pedro Falcón, Gregorio López, Esteban Pereyra, Pablo Ojeda, Victorino Nogueira y Mariano Ortega. A los paisanos de mis pagos. A los que no conozco y están en el alma de este libro. Al gaucho que llevo en mí, sacramente como la custodia lleva la hostia. R. G. (GÜIRALDES, 1991)6
Entre los casi infinitos e imprevistos textos con los que dialoga Piglia, están como telón de fondo los que constituyen la literatura pastoril, desde el helenismo griego hasta los de nuestra literatura gauchesca en prosa y verso, pero fundamentalmente y en forma explícita aparece el Martín Fierro y también el Don Segundo Sombra. 5 Borges anunció la publicación de Ulysses en Inquisiciones (1925), jactándose de ser quizás el único argentino que lo había leído y diciendo que se lo llevaba al sur. El poema “Jardín”, incluido en Fervor de Buenos Aires (1922), consigna su estadía en Yacimientos del Chubut, lo cual retrotrae a esa fecha su lectura. Vuelve favorablemente sobre esa obra en El Hogar, 5 de febrero de 1937 (p. 35), y rechaza sin remedio Finnegans Wake, el 16 de junio de 1939 (p. 203). Estos trabajos fueron reproducidos en Sacerio-Garí y Rodríguez Monegal 1986. 6 Cito según texto establecido por Élida Lois, p. a.
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Todos figuran trastornados, transformados, historizados y vueltos a dispersar para tejer nuevas redes, donde irrumpe Lucía Anna Joyce (y con la resonancia de su obra creadora, el padre James Joyce, su Ulysses y su Finnegans Wake)7.
El relato de la ciudad y de la voz que cuenta
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Nos introducimos en un texto en el que abundan narradores y personajes desarraigados, marcados por los adjetivos “delirante”, “acomplejado”, “lunático”, “obsesivo”, “loco”, “maniático”, “paranoico”, personas que no se sabe si son víctimas acorraladas o gentes lúcidas – “cada uno fingía ser una persona distinta” (PIGLIA, 1995, p. 14). Todos viven en una Buenos Aires de lugares puntuales (“el Hotel Majestic, Piedras y Avenida de Mayo” [p. 13]; o el diario El Mundo [p. 10], que ya no se publica pero existe porque Roberto Arlt escribió para él y en él sus Aguafuertes Porteñas; o plazas, calles, teatros que todo porteño conoce: Constitución, Corrientes, Leandro Alem, el Maipo)8. Una ciudad bien concreta y a la vez irreal, cotidiana y amenazante; mezcla de datos verdaderos e inventados; actual, anterior, futura y fuera del tiempo; con varios pisos superpuestos, como ocurre en la película Metrópolis9. “Nadie decía nada. Sólo las luces de la ciudad siempre encendidas mostraban que había una amenaza” (p. 14). En este lugar pudo vivir antes Macedonio Fernández, cerca de Tribunales, y hacer fotografías Grete Stern (aquí Grete Müller, en los sótanos del Mercado del Plata o en las galerías del subterráneo de 9 de Julio). Grete Müller, “investigando imágenes virtuales, había encontrado la forma de retratar lo que nunca se había visto” (p. 80). También desde allí (p. 81) teje otra red aludiendo al relato “La isla”, el lugar de una “ficción 7 Para la vida de Lucía Anna y James Joyce, su padre, cfr. una obra que sin duda conocía Piglia: ELLMANN, 1987. (Agradezco a la profesora Laura Cerrato el préstamo de la edición francesa y las observaciones sobre la información acumulada por Ellman.) 8 Para la atención al detalle en las artes, el psicoanálisis y la literatura detectivesca, cfr. GINZBURG, 1983 o 1989. 9 Cfr. SHARPE, 1990; AUGÉ, 1996; CERTEAU, 1990 (que al tratar problemas de espacio los relaciona, entre otras cosas, con todo relato y en especial, con el de viajes, como ocurre en La ciudad ausente). Para este tema cfr. PRIETO, 1996. Puede leerse con provecho – porque aunque su obra trabaje el espacio de modo diferente al de Piglia, no resulta totalmente ajeno – PEREC, 1974.
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virtual” sobre el lenguaje y sus poderes de eternizar a los muertos (pp. 118-134), y a la isla del Tigre, es decir, al último capítulo de La ciudad ausente (“En la orilla” [pp. 135-168]). Especialmente, en su última página se reúnen Grete, sus fotos, las figuras grabadas en el caparazón de las tortugas, Macedonio, su mujer, el Museo y la Máquina, Ada Eva María Phalcón, la cantante que se hace monja, Lucía Anna Joyce (el vago recuerdo de Kafka) y Joyce mismo con su Finnegans Wake, Anna Livia Plurabelle, y el río Liffey, que aún sigue corriendo a morir en la bahía de Dublín.
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Así se amplía el espacio de Buenos Aires al Gran Buenos Aires, y desde éste al espacio de Occidente, por un ademán de deixis textual, unido a un reconocimiento de tiempos recursivos y, a la vez, trastocados, de “trama fracturada” (p. 86), que al decirse se autodesignan (pp. 154155). La voz y la imagen de la ciudad se “acuerdan” (es decir, sonido y visión rememoran y concuerdan), tejen redes de conexiones pero también se proyectan hacia espacios y acciones y momentos diferentes, como desfasados.
Junior y Lucía Joyce introducen los topoi ciudad/campo En esa ciudad empieza el segmento que me interesa desarrollar, el de un topo que cuenta con siglos de historia en la literatura, retomado ahora a finales del siglo (o del milenio). Ocurre cuando Junior, el periodista detective en busca del Museo y de la Máquina de Macedonio, llega al hotel Majestic y se enfrenta con Lucía Joyce, la nueva (per)versión de Lucía Anna. Ambos confiesan venir de la provincia y ambos muestran la cara deformada y absurda del beatus ille total y disparatadamente invertida como en un vuelco pero con unas “codas” burlonas: [Fuyita] Decidió mandarme a Entre Ríos, ¿te das cuenta? Dice que yo acá estoy muy junada. Pero te das cuenta de lo que me quiere hacer, que me quiere enterrar en vida. [...] —Es lindo el campo —dijo Junior—. Podés criar animales, hacer vida natural. El noventa por ciento de los gauchos cogen con las ovejas. (PIGLIA, 1995, p. 23)
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—¿Sos del campo? —Sí —dijo Junior—. De Gualeguay. Mi viejo es capataz en la estancia de los Larrea. Era, lo mató un peón, le metió una cuchillada a traición, borracho, cuando bajaba del sulky, mi padre. [...] Son todos drogadictos, en el campo. Alucinados. —Sí —dijo ella—. Lo que yo digo. En el campo no duermo. Para donde uno mira hay droga y basura. (PIGLIA, 1995, p. 24) [Junior] —¿De dónde sos? —De aquí, siempre viví en este hotel, soy la nena del Majestic. Pero vengo de Río Negro. [...] En la provincia hay mucha heroína, en el campo [...] andan con los sulkys, los chacareros italianos la llevan escondida en las botas [...]. Me fui del pueblo que te la venden hasta en los kioscos de chicle y vine a la Capital [...]. Empecé a tomar ahí. Tomaba anís Ocho Hermanos, me acuerdo, al principio. (PIGLIA, 1995, pp. 25-27)
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Al mismo tiempo, la presencia de Lucía Joyce, en contrapunto con los topoi de “ciudad/campo”, introduce – aun en su metamorfosis discordante y precisamente por eso mismo – la apertura a otra red de alusiones: las que instalan a Lucía Anna Joyce y a su padre (y las obras de quien revolucionó la narrativa europea con Ulysses y Finnegans Wake). A diferencia de lo que ocurre en la novela, en la ópera homónima de Piglia y Gandini el personaje de Lucía es patético, de una belleza trágica, por momentos insostenible. En cambio, en el relato de La ciudad ausente su tratamiento está “rebajado”, y hasta es grotesco y lastimoso. La hija de James Joyce, según la documentación reunida, tomó lecciones de canto pero prefería la danza y el dibujo, fracasó en sus amores y pronto se reveló como una esquizofrénica evidente, pero su padre – siempre afectuoso y preocupado por su salud – se negaba a reconocerlo10. Lucía (Lucía Anna), reescrita e inscripta en el sistema novelístico de Piglia, cuenta a Junior su vida como cantante de boleros: “Bailé en el Maipo, yo, bajaba toda desnuda, llena de plumas. Miss Joyce, que quiere decir alegría. Cantaba en inglés” (p. 23). “Una vez viví en el Uruguay, canté en el Sodre, con eso te digo todo” (p. 28). “Nosotros, que nos quisimos tanto —cantó Lucía— debemos separarnos... Nosotros” (p. 29, cursiva del autor). 10 Sobre Lucía Anna Joyce, recuérdese a Karl Jung, que la trató algún tiempo y confesó en una entrevista con Ellman en 1953: “Lucía y su padre eran como dos personas que van a tocar el fondo del río, una cayéndose y la otra zambulléndose”. Sobre las creaciones verbales de Lucía, pensaba que sin darse cuenta imitaba las ideas y el lenguaje consciente del padre (ELLMAN, p. 334).
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El encuentro de Junior con Lucía sirve en la novela introducción, ostentosamente invertida, a los valores tradicionales la dupla “ciudad/campo”. Sin embargo, dicha oposición se vuelve seguida confusa e irreconciliable con los dos ejemplos de la red microrrelatos producida por la máquina de Macedonio Fernández.
de de en de
Pero Renzi habría contado antes el cuento Renzi había recordado en las charlas de café sus experiencias de estudiante y, entre ellas, la de Lazlo Malamüd. Había intentado enseñarle gramática española para que pudiera dar una conferencia en la Universidad, lo cual lo habilitaría para ser allí profesor de literatura. Pero el catedrático húngaro, “el mayor experto europeo”, traductor del Martín Fierro, era incapaz de hablar con otro vocabulario y otras secuencias que las de la poesía gauchesca:
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Era cómico, es cómico ver a alguien que no sabe hablar y trata de explicarse con palabras [...]. Siempre pensé que ese hombre que trataba de expresarse en una lengua de la que sólo conocía su mayor poema, era una metáfora perfecta de la máquina de Macedonio. Contar con palabras perdidas la historia de todos, narrar en una lengua extranjera. (PIGLIA, 1995, pp 16-17)
En este punto se interrumpe Renzi y salta a entregarle un casete a Junior, el de “La historia de un hombre que no tiene palabras para nombrar el horror” (p. 17), y así esboza un gesto, una deixis al futuro del relato: “la grabación”. Y señala también a la misma novela que estamos leyendo como si fuera un aleph de ella y, a la vez, de toda la historia de la Argentina y del mundo, de la literatura nuestra y de la de todos, porque focaliza lo que busca y sabe cada escritor por serlo: “Los tonos del habla que vienen directo de la realidad”, aunque antes había comentado que unos pensaban que era cierto y otros, mentira, y, luego agregará que hay miles de copias clandestinas de quienes resisten la opresión. Es así: porque nuestra mejor literatura y toda literatura que merece ese nombre, contó y contará el mismo cuento, el de la memoria personal y universal, pero será un cuento “que antes nadie había contado”11. 11 Pensemos también en Borges, quien a propósito de las fábulas, hizo decir al protagonista de una de ellas que los hombres “han repetido siempre dos historias: la de un bajel perdido que
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La(s) voz(es) que cuenta(n) la novela
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Por una parte figura un sistema de numeración aparentemente “decimal” de los capítulos y subcapítulos o un hilo conductor que no tiene origen y es a la vez algo “duro, real”, aunque lo cuente un testigo. Por otra están las alusiones históricas – ese nivel que nunca falta en Piglia – y que cuando lo ordena el lector, aunque parezca diseminado, puede remontarse al polvo del desierto formado por los huesos de las matanzas de indios (PIGLIA, 1995, p. 10), pasar por las injusticias denunciadas en la primera parte del Martín Fierro y aceptadas en la segunda, cuando vuelve el protagonista del desierto y da consejos a sus hijos, o por las víctimas de las elecciones con voto cantado en los atrios de las iglesias en el siglo XIX, los viajeros ingleses, avanzada de los capitales ingleses y sus ferrocarriles, los asesinatos de anarquistas extranjeros que antes aparecen contaminando a un anarquista gaucho, las etapas de los conservadores que también usan la fuerza para explotar a los inmigrantes en ascenso, las del irigoyenismo, las de los levantamientos militares, las de Lugones padre y el policía torturador, Lugones hijo, las del peronismo en el poder y en la resistencia (Evita cacheteando a los ministros [p. 165] y, sin embargo, Perón hablando en cintas grabadas que se oían a destiempo y distorsionadas [p. 11] o embaucado por Richter, el científico nazi), hasta la época más cercana al proceso (la que fue vivida por el mismo Piglia, que quiso ficcionalizarla en clave, quedándose en el país, en múltiples claves en Respiración artificial de 1980) y ahora vuelve con otras voces12, a decirnos “La historia de un hombre que no tiene palabras para nombrar el horror” (p. 17). busca por los mares mediterráneos una isla querida, y la de un dios que se hace crucificar en el Gólgota” (en “El evangelio según Marcos”, El Informe de Brodie, 1970); y en dicho relato, como en muchos otros, demostró que pueden renovarse aquellas que parecen intocables. Piglia, a su vez, hace lo mismo y lo convierte en un procedimiento básico e inagotable. Señalo dos ejemplos: el de la prostituta entresoñada por “El gaucho invisible”, que se refiere precisamente a la crucifixión de Cristo, y el de “La nena”, donde llega a tematizarlo extensamente, sobre la base de una tradición folclórica. 12 Conviene comparar el tratamiento de la historia argentina y las manifestaciones ideológicas, cuando Piglia escribe relatos novelescos o recoge textos críticos (por ejemplo, la colección de reportajes Crítica y ficción [PIGLIA, 1993a] o la atípica y significativa publicación de La Argentina en pedazos [PIGLIA, 1993b]). Piglia denuncia abusos contra el proletariado (campesinos y obreros) en diferentes tipos de obras, pero no lo hace de la misma forma. Algún crítico, aun ponderando La ciudad ausente, considera que los pasajes “didácticos” no la favorecen. Para la evaluación negativa del didactismo pueden servir de contraejemplo casos notables en distintos géneros, pero bastan las poesías de César Vallejo o el Facundo.
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Pero ahora también se busca con otra perspectiva la voz que abarca un aspecto más general, cuando el hombre busca como escritor palabras y tonos para decirse y decirlo en cada momento – únicas, nuevas y compartibles – de su tiempo y de su tempo, junto con las de antes y las futuras, el ritmo de su relato, las voces de sus personajes y de sus lectores.
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Técnicamente, habría que distinguir una voz autoral omnisciente y restringida (porque suma la suya a las de Renzi y Junior, a veces explícitamente). Al principio agrega sobre todo la de Renzi (“según Renzi” [p. 10], “dijo Renzi” [p. 11]), que cuenta la de Junior y la propia, con modalidad mezclada de estilo directo, indirecto o indirecto libre (este último en formas de fluir de conciencia). El todo constituye una masa “sonora” ambigua y fluyente, por unos momentos vertiginosa y por otros remansada, pero también cortada por marcas muy claras – interrogativas, exclamativas, introductorias, explicativas, resumidoras – para precisar sus diferencias, señalando las fuentes de la voz que también son las de la escritura. Hablo de “fuentes” como lugar de donde salen o desde donde son emitidas, no en el sentido tradicional de influencias; pero también pienso en el sentido moderno (¿bajtiniano?) de otras voces con las que dialogan.
Pasajes: cortes y deslizamientos En la inquietante ciudad iluminada día y noche, el lector pasa del espectáculo de una alucinada busca-persecución periodística de pistas sobre el Museo y la Máquina de Macedonio Fernández a la primera microhistoria que se le entrega (la última que pudo grabarse con ella). El tempo, el ámbito, las sensaciones opuestas que se interpenetran o se perciben irremediablemente irreconciliables y separadas, pero por momentos indistinguibles o mezcladas, confusas, fundidas, alternan entre la crispación y la serenidad, la agresión o el apaciguamiento a la vez interno o externo. Por ejemplo, el personaje y el lector, arrastrados por la marcha suave del taxi, los sonidos del walkman que clavan en sus oídos la canción “Crime and the City Solution”, los reflectores de luz que barren el cielo. En la mano, una cosa segura, la grabación de la Máquina que es a la vez
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[…] la voz de un testigo que contaba lo que había visto. Los hechos sucedían en el presente, en el borde del mundo, los signos del horror marcados en la tierra” pero “la historia circulaba de mano en mano en copias y reproducciones y se conseguían en las librerías de Corrientes y en los bares del Bajo. (PIGLIA, 1995, pp 30)
El personaje (Junior) y el lector vuelven al apaciguamiento del taxi que se desliza hacia el sur en un ámbito de niebla que desdibuja, acompañada por una voz narrativa oral, “el tono” de la última narración de la Máquina que es la primera que oyen.
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Este tono que cierra la despedida de la entrevista entre Lucía Joyce y Junior sirve para entrar en forma ambigua, mezcla de lo apaciguador y lo inquietante, en la red de historias de la Máquina. Todo empezó sin empezar con el relato folclórico que remite a Las mil y una noches, hasta llegar a la “ficción virtual”, la clonación, la “realidad virtual” y el “hipertexto”, temas que dejaré para otra ocasión13. Las dos primeras microunidades de La ciudad ausente son relatos gauchescos de la Máquina de Macedonio y de la máquina narrativa. En ellos la Edad de(l) Oro, el beatus ille, la literatura pastoril, el “menosprecio de corte y alabanza de aldea”, vuelven a decirnos una y otra vez en forma recursiva la misma historia argentina en una metamorfosis que sólo Piglia podía concebir. Como Macedonio Fernández, Arlt y Borges, a su manera, quisieron que fueran las suyas. De la ciudad al campo, de La ciudad ausente a la ausencia de la ciudad; de buscar a la Máquina a oír a la Máquina; de buscar el Museo a visitar el Museo; de penetrar en el infierno a descubrir que el infierno está en todas partes.
13 Scherezada aparece en La ciudad ausente (p. 46) y “La nena” figura como “la anti-Scherezada” (p. 57); también están las fórmulas “imágenes virtuales” (p. 80) y “ficción virtual” versus “realidad virtual” (pp. 47 y 147). María Inés Palleiro está desarrollando en sus investigaciones con relatos folclóricos, la formulación de mecanismos hipertextuales capaces de generarlos en forma de redes y variables. La novela de Piglia trabaja el relato con estas metáforas sugeridas por la actual revolución informática.
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Los relatos clonados Como vengo repitiendo, la red de relatos que produce la máquina alterna con la historia semidetectivesca de la busca incesante del Museo y de la Máquina de Macedonio, y ambas van confirmando la novela en orden aparentemente aleatorio, recursivo y con señales de proyección discrónica. En esa cadena diseminada, las dos historias que se leen desde este punto pueden pensarse como gemelas y pertenecen al “género gauchesco”, pero son de oralidad, escritura, tono, proceso de metamorfosis y condensación variables (esos famosos “nudos blancos”).
“La grabación”
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“La grabación” (la primera, que era la última de la Máquina: dicha-grabada-oída-escrita-leída) pasa de ser un diálogo casi ininteligible entre Malatesta, un inmigrante anarquista italiano que se comunica en cocoliche y por señas o dibujitos, con Juan Arias, apodado el Falso Fierro, porque “cuando se quedaba sin palabras empezaba a recitar el poema de Hernández” (PIGLIA, 1995, p. 31). Este premio de la historia, por una parte señala la forma invertida de la anécdota contada por Renzi sobre el académico húngaro (p. 15), pero por otra cuenta las luchas de paisanos y obreros en el campo, en los pueblitos, en cualquier lugar por la radio – voz y sonido – o por la televisión – voz e imagen. Lo fascinante es que Piglia no cuenta siempre la misma historia ni con la misma voz, sino que viene dialogando con los lectores a través del relato breve, de la novela, el ensayo y la entrevista, con una gama inagotable de estrategias discursivas. Con “La grabación” nos llega lo que a un hombre de campo le contaba “la finada mi [su] madre” (p. 32), hasta aquello de lo que fue [fui] testigo él [yo] mismo durante el Proceso militar. Sin poder olvidar al lector, sumergido en la trampa inventiva de la Máquina y el Museo macedoniano, porque eso es una parte de los microrrelatos fijados en un casete.
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El curso de la narración se concentra en un punto que es un “aleph del horror”, al descubrirlo en un pozo: “estábamos limpiando los tarros [del tambo] con mi mujer y yo tengo el incidente del ternero” (p. 33). Al tratar de izar el ternero caído, alumbrando con unos espejos para poder verlo mejor: [...] parecía, no sé, un osario [...] la luz que daba como un círculo, lo movía y veía el pozo en ese espejo, el brillo de los restos, la luz se reflejaba adentro y vi los cuerpos, vi la tierra, los muertos, vi en el espejo la luz y la mujer sentada y en el medio el ternero, lo vi con las cuatro patas clavadas en el barro, duro de miedo [...] lo sacamos, pobrecito. (p.34)
El punto brillante que condensa el espejo y los repetidos vi (que ya en Borges vienen de la Biblia, quizá pasan por La Araucana y seguramente también por Whitman) llevan la cadena de citas condensadas (los nudos blancos) a la palabra paisano.
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El último encuentro con el horror está vagamente en Córdoba, cerca de Carlos Paz, adonde ha llegado, huyendo de la visión anterior, la misma voz. Allí, de cara a una llanura en la que se ve un damero de pozos: “Yo le calculo así nomás, sin errarle, arriba de setecientos cincuenta pozos, calculo” (p. 36). Otra vez se piensa en la huida pero se sabe que cualquier lugar será peor y se repetirá el mapa del infierno, el proceso violento y ostentoso, las víctimas encapuchadas, los hombres armados, “sin apagar la radio en el coche, un auto sin patente, con música, con publicidad ¿eh?” (pp. 36-37). “Un mapa de tumbas como vemos acá en estos mosaicos [...] después de helada la tierra, negro y blanco, inmenso, el mapa del infierno” (p. 38) cierra el relato. Pero antes había dicho: “No se puede tapar y tapar porque a la larga la escarcha, la tierra removida se ve, claro que el mal ya está hecho” (p. 37).
Lo que pasa entre “la grabación” y “el gaucho invisible” En la irregularidad que caracteriza la aparente organización del texto, el número romano “I. El encuentro” inicia la novela La ciudad ausente y, con ella, la historia de Junior y su posterior destino como periodista-investigador del Museo y la Máquina de Macedonio. ¿Encuentro con quién? El de Junior con el periodismo, con el diario
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El Mundo (Roberto Arlt), con Renzi (que viene de Nombre falso, Respiración artificial, de su apellido materno y de una amistad entrañable de Piglia con el pintor fallecido), con en Museo y la Máquina de Macedonio Fernández, con la dupla “ciudad/campo” y, a la vez, con el de Junior y Lucía Joyce en el hotel Majestic, junto al más lejano con James Joyce, con Poe, con Stevenson, con Las mil y una noches, con una escritura.
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En el capítulo que marca el número romano “II. El Museo”, puede verse-leerse en un poco más de dos páginas iniciales sin título (PIGLIA, 1995, pp. 41-43), la protohistoria de la invención de la Máquina, las razones de su creación y sus primeras actividades y transformaciones. Digo verse y leerse porque el lector entra con Junior en el Museo que contiene la Máquina y la exhibición museológica de los objetos que documentan su trayectoria. Pero no trataré ahora lo que dicen y revelan estas dos páginas, que como siempre, reescriben la historia antes contada. Por ahora me interesa que la primera grabación no fue la primera, siempre inalcanzable, y la que primero pudo identificarse fue una traducción del “William Wilson” de Poe – relato de dobles – que tampoco se conservó. Sólo después de modificaciones irrecuperables produce Stephen Stevensen como “historia inicial” (p. 41), cuyo texto no consigna la novela14. Una coda humorística desencadena nuevas contradicciones, Macedonio se lamenta de que no haya gauchos que cuenten historias de aparecidos y recuerda al último que él conoció, el inventor de “El gaucho invisible”. Y en seguida surgen otros cuestionamientos. Como en todo relato folclórico (como en todo relato “real y virtual” y también en La ciudad ausente) el mismo caso lo habían oído en Tenerife y en otra parte de España; aunque es seguro que “lo había vivido don Sosa, un paisano que se había quedado paralítico de tanto meterse en el agua a buscar terneros guachos” (p. 43), en Quequén.
14 Se trata de un título formado por el nombre de pila Stephen, tomado de Stephen Dedalus (personaje de Stephen Hero, Portrait of the Artist as a Young Man y del Ulysses de Joyce) más el apellido Stevensen (quizá inspirado en el del escritor Robert Louis Stevenson, levemente modificado, autor de Treasure Island, New Arabian Nights y The Strange Case of Dr. Jekyll and Mr. Hyde, todas obras que dialogan en mayor o menor medida con los productos de la Máquina de Macedonio, según La ciudad ausente los muestra).
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Pero debe recordarse que don Sosa es el borracho que en Don Segundo Sombra bebe en el almacén y es víctima de las burlas de Fabián para hacer reír a los desocupados ricos del pueblo, y que Fabián es el gaucho que don Segundo Sombra transforma luego en resero gaucho, y después en gaucho esencial, porque continúa siéndolo cuando hereda las riquezas del padre estanciero que no lo reconoció en vida. Al terminar “La grabación” y antes de empezar “El gaucho invisible”, el lector transita, como vemos, por un espacio textual significativo, cargado de señales autorreferenciales. Una anuncia las transformaciones por procesos de inversión y mezcla de un Don Segundo Sombra en palimpsesto que después se hará más perceptible. Otra señala isomorfismos (anamorfismos) entre los microrrelatos y también entre pasajes de la línea novelesca, es decir, de la busca del Museo y la Máquina. Otra habla (de la Máquina) de la escritura.
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El gaucho invisible Este cuento empieza por tener como protagonista al tape Burgos, que en Güiraldes es la contrafigura de don Segundo. Ese paisano borracho, peleador y cuchillero, lo había insultado para provocar un enfrentamiento, y después de verse ignorado por don Segundo, el arquetipo gauchesco, lo ataca a traición, falla en su acto criminal y es vencido por el hombre que le perdona la vida y lo abochorna con su magnanimidad (pp. 12-15). Aquí el tape Burgos es un “troperito” contratado para un arreo de hacienda, como lo fue Fabián en su escapada para acogerse al padrinazgo de don Segundo. Pero en lugar de ser acogido desde el principio por los compañeros en un grupo de camaradas que lo ayuden a crecer, pronto se convierte en un extraño con su torpe compadrada inicial, en la que salva a un ternerito guacho. Durante el primer descanso imagina que se acuesta con una prostituta y recibe en ese sueño despierto la revelación de su extraño destino de gaucho invisible: “A los hombres les gusta ver sufrir, le dijo la mujer, lo vieron al Cristo porque los atrajo con su sufrimiento. Si la historia de la Pasión no fuera tan atroz, dijo la mujer, que hablaba con acento extranjero, nadie se hubiera ocupado del hijo de Dios” (PIGLIA, 1995, p. 44).
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Un paisaje de tormenta y un arreo tumultuoso, semejante pero no igual a los de Don Segundo Sombra, nos llevan a la escena central en donde el gaucho invisible entra en el círculo de camaradería que le estaba vedado. Dicha escena – en diálogo con “La grabación” y con Don Segundo Sombra – condensa la imagen del ternerito que se está ahogando y también la del que antes salvó el gaucho cuando se volvió invisible. El reserito-tape, Burgos, lo enlaza, y después lo levanta y lo vuelve a echar a la laguna repetidas veces (que parecen infinitas), rodeado por los compañeros que lo incitan: [...] hasta que por fin lo enlazó cuando estaba casi ahogado y lo levantó hasta las patas de su caballo. El animal boqueaba en el barro con los ojos blancos de terror. Entonces uno de los paisanos se largó del caballo y lo degolló de un tajo. [...] Todos se largaron a reír y por primera vez en mucho tiempo Burgos sintió la hermandad de esos hombres. (p.40)
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Hay que leer esta historia relatada por la Máquina como reflejada en múltiples versiones que se hacen eco la una a la otra: 1) La primera parte de “El gaucho invisible” y la segunda; 2) Esta última y la parte de “La grabación” que cuenta el descubrimiento del ternero en un pozo donde se acumulan víctimas del Proceso; 3) “El gaucho invisible” como reescritura de Don Segundo Sombra, según acabo de hacerlo (pero siempre con el contrapunto de “La grabación”) y el mismo Don Segundo Sombra en su totalidad porque se descubre mejor el trabajo de reescritura de Piglia y su intencionalidad. Si se repasan los pasajes de arreos donde Güiraldes exalta al gaucho en su epopeya de lucha con haciendas chúcaras (situadas en épocas de caminos y estancias alambradas), lo que resalta es, para el lector actual, el cuidado de los reseros en no perder animales, en impedir que se lastimen y haya que sacrificarlos por inservibles, hasta llegar a carnearlos y a avisar al dueño para que puedan vender las reses (198-199). En resumen, una verdadera “Edad de oro”, y si nos acordamos de ambas historias grabadas por la máquina, una “globalización” de la ciudad y del campo.
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Máscaras del sujeto y mitos de origen del relato en la narrativa de Ricardo Piglia 1
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Teresa Orecchia2
Universidad de Caen-Basse Normandie
A partir de los cuentos publicados en los años setenta y dejando atrás la factura realista de los primeros relatos (La invasión, 1967), una serie de preocupaciones metaliterarias ingresa explícitamente en la narrativa de Piglia. Esos temas surgirán en cuentos y novelas bajo la forma de una serie de propuestas ficcionales que irán variando en función de los planteos teóricos predominantes en cada una de las etapas de la obra. Entre ellos se encuentran de manera recurrente la cuestión 1 Publicado en Asedios a la obra de Ricardo Piglia / Essais sur l’œuvre de Ricardo Piglia, Berne, Peter Lang, collection ‘Liminaires-LEIA’, vol.17, 2010. 2 Docteur en Littératures Hispaniques, Université de Paris III.
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de los orígenes de la creación y la de las relaciones que vinculan al escritor – y a sus máscaras, es decir a las diferentes figuras del sujeto – con el proceso y los modos de la escritura. Después de un momento fundacional en que tanto ésta como la figura del autor aparecen ligadas sea a la relación con la función paterna (Nombre falso, 1975, y en especial “El fin del viaje”, dentro del mismo volumen), sea a la posición de un sujeto cercado por la muerte (Respiración artificial, 1980), los textos acaban construyendo un mito de la creación literaria centrado en torno a la emergencia de una voz “femenina”, que sería la voz propia de la literatura (La ciudad ausente, 1992). En estas representaciones, que revelan un imaginario permeado por elementos fantasmáticos, se hace visible la recurrencia de preocupaciones teórico-críticas en torno al modelo del artista, al problema de la ilusión (auto) biográfica, a la construcción del “yo” y de los otros sujetos posibles de la escritura y a la determinación genérica (masculino/femenino) de esos sujetos. Este trabajo buscará identificar las pautas más significativas de ese conjunto de relaciones escriturales e imaginarias que culminan en la segunda novela con el alegorismo de la máquina narrativa. El análisis se centrará en relatos a los que consideramos doblemente significativos por ser textos de transición que se ubican en el período intermedio entre las dos primeras novelas (se trata en particular de los relatos incluídos en la primera parte de Prisión perpetua (1988)), pero también se abordarán textos breves más recientes, como “Hotel Almagro”, o “La mujer grabada”, que contiene, según Piglia, el núcleo ficcional que da origen a La ciudad ausente.
Escritura y recontextualización Prisión perpetua aparece sólo dos años después de Crítica y ficción, primera recopilación de entrevistas y textos breves de crítica literaria, y un año antes de “Un encuentro en Saint Nazaire”, largo relato que elabora una alegoría de la lectura sobre un modelo mixto de narración policial y de ficción fantástica. Se trata de un período en el cual son notorias las preocupaciones teóricas referidas al trabajo literario, que han dejado de encontrarse en estado embrionario en los relatos, como ocurría en los libros anteriores a Respiración artificial, y recorren ahora en una línea sostenida y coherente todos los textos críticos
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y una buena parte de los de ficción. A las preguntas fundamentales que Respiración ... planteaba en ese terreno, subordinándolas a la intriga y sometiéndolas a múltiples variaciones formales, es decir, cómo narrar y cómo transmitir, estas obras parecen preferir la voluntad de interrogar y de revelar una poética por los caminos convergentes de la ficción y de la crítica. Las ficciones que aparecen en este momento evidencian así los rasgos fuertes que caracterizan al período: la expansión elocuente de la escritura metaliteraria, visible igualmente en la publicación de ensayos y entrevistas, y una nueva articulación del mito de la creación artística. En este terreno, Prisión perpetua ofrece un ejemplo singular, porque la glosa metatextual se revela ya en la construcción del encuadre y en la disposición del material, además de hacerlo en algunas de las narraciones que allí se incluyen. El armado del volumen, por el que empezaremos, puede leerse en efecto como un comentario abarcador sobre la historia de la escritura de Piglia, comentario que establece una jerarquización entre textos, y elabora supuestos pseudobiográficos en torno a la figura del autor. La obra parece entonces haber sido concebida como una suerte de mirador o de atalaya que, desciframiento de esos contenidos metatextuales mediante, permitiría ver el conjunto del proceso de creación tal como el autor mismo lo ve. El libro llama en primer lugar la atención como uno de los casos emblemáticos de la remodelación de volúmenes y la reinserción de viejos textos en nuevas publicaciones dentro del corpus completo de obras de Piglia, que se extiende a lo largo de unos treinta y cinco años (desde 1967, con Jaulario y La invasión, a 2000, fecha de las ediciones españolas de Crítica y ficción y de Formas breves)3. Dentro de ese corpus, la repetición de algunos relatos, “que salen” de ciertos libros para ser retomados en otros, es un modo de operar que por su amplitud y sus características supera el hábito circunstancial de la reedición, por otra parte bien menos frecuente dentro de las letras 3 En esas ediciones (ambas de Anagrama, de Barcelona) también se modifica el recuento de textos que comportaban las ediciones argentinas de los mismos libros, de modo que algunos pasan de Crítica y ficción a Formas breves y se agregan otros no incluídos antes al primero de esos volúmenes. La restructuración parece corresponder a un deseo de homogeneización interna y de diferenciación de las dos obras: Formas breves aparece entonces como un volumen donde se elabora una poética y un pensamiento crítico-ficcional sobre la literatura, mientras que Crítica y ficción, que incluye ahora (con una sola excepción) sólo entrevistas, enmarca la crítica en una relación más claramente biográfica, según la opinión bien conocida de Piglia, que la considera como una de las formas de la autobiografía (o sea, de relato metabiográfico).
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hispanoamericanas en el terreno de la colección de cuentos4 que en la categoría del ensayo. Es posible por lo tanto interrogarse sobre el sentido de esas prácticas que en el caso de este escritor equivalen a verdaderos procesos de recontextualización. Así, Prisión perpetua incluye en su sección central seis de los siete cuentos que integraban la recopilación precedente, titulada Nombre falso5 y aparecida trece años antes. Sin embargo, el orden de presentación de esos seis relatos es diferente, y a ellos se agregan tres nuevos cuentos y un breve ensayo crítico sobre Macedonio Fernández, que tiene la forma fragmentaria de una serie de notas. El epígrafe que introduce el volumen, “Sólo se pierde lo que no se ha tenido”, atribuído a Arlt, ocupaba el mismo lugar en la primera edición de Nombre falso, y establece un lazo de continuidad visible entre éste, la sección “Descartes” de Respiración artificial, con su texto cruzado de citas de y sobre Arlt (y de y sobre Borges), y el nuevo libro, insertándolo así en una amplia red textual. Por fin, Prisión ... está dividido en tres partes: la primera de ellas, con el mismo título interno de Prisión perpetua, incluye los dos nuevos relatos (“En otro país” y “El fluir de la vida”) que tienen un carácter pseudo-biográfico, y construyen de conjunto una breve novela de aprendizaje y una versión mítica del origen de la escritura. La segunda parte se titula Las actas del juicio, y contiene la mayor parte de las narraciones que proceden de Nombre falso, incluída la que lleva aquel mismo título, a las cuales se agregan “Notas sobre Macedonio en un Diario” y “La loca y el relato del crimen” (ambos ya publicados en medios periodísticos, pero aún no recogidos en libro). La tercera parte toma el título del volumen precedente, Nombre falso, e incluye los dos relatos “arltianos” de aquél, “Homenaje a Roberto Arlt” y “Apéndice: Luba”, que constituían dentro de lo ya publicado el intento más ambicioso de reunir crítica y ficción en una sola escritura. Esos dos cuentos exhiben una escritura de doble faz – respectivamente el estilo de la investigación crítica y la evidencia del objet trouvé –, comprometida en el cuestionamiento de problemas teóricos tales como la verdad de la ficción, la ilusión crítica, el sentido del plagio. 4 Dentro de esa categoría podríamos citar el caso de los Confabularios de Arreola, o las reorganizaciones efectuadas por Borges sobre sus propios libros. 5 Los cuentos de Nombre falso (Buenos Aires: Siglo XXI, 1975) son: “El fin del viaje”, “El Laucha Benítez cantaba boleros”, “La caja de vidrio”, “Las actas del juicio”, “El precio del amor”, “Homenaje a Roberto Arlt”, y “Apéndice: Luba”. Prisión perpetua los incluye todos, salvo “El fin del viaje”.
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Se podría en consecuencia concluir que Prisión perpetua absorbe y reordena el volumen titulado Nombre falso, dividiéndolo en dos mitades, a las cuales agrega, a manera de apertura, un conjunto nuevo y relativamente unitario, que presenta un retrato del artista y tematiza algunos principios de su poética. Ahora bien, si esa primera parte elabora una (auto) biografía imaginaria del autor, la segunda parte – los relatos que constituyen Las actas del juicio –, puede entenderse como el espacio de un muy particular libro de “Actas”, en el que se exponen las “pruebas” de su práctica, o sea los textos, documentos y huellas del “crimen”6 de escritura. A su vez, la tercera sección representaría otra forma del “delito” del escritor, puesto que se trata de un ejemplo singular de apropiación de escrituras halógenas a la vez que de una virtuosa demostración de las maneras de inducir y de desorientar una lectura respetuosa de la firma autoral. El sintagma Nombre falso, en tanto título de esta sección, calificaría al nombre de (todo) autor, cernido por la desapropiación característica del ejercicio de la literatura y habituado a la práctica de la cita y de la reescritura. Dentro de nuestra perspectiva, que interpreta la restructuración del libro como un nuevo ordenamiento de significado reflexivo pleno, el encuadre de esa tercera parte tiene la finalidad de confirmar el carácter de síntesis teórica al que pretendían, ya desde su primera aparición, las dos narraciones citadas, así como el sentido metaficcional del título del libro de 1975. El montaje de las tres partes de Prisión perpetua y el ejercicio reiterativo que supone la inclusión de textos en su mayoría ya publicados, reviste así el carácter de un comentario metaliterario sobre la escritura y sobre la historia imaginaria del escritor, comentario que comporta tres capítulos canónicos: la iniciación (imaginaria) a la literatura, los testimonios (o pruebas) de su arte, y, a manera de ilustración de su poética, una variación final sobre la utopía de la “auctoritas” y del nombre propio. Los títulos internos, resemantizados, como es el caso de esas mismas “actas” que en el relato homónimo califican el juicio de la historia y no el de la literatura, sirven para orientar la lectura metaliteraria y para enmarcar la aparente inestabilidad de unos textos 6 Aludimos aquí a conceptos elaborados por el mismo Piglia y nombrados según la terminología del policial. Ver por ejemplo su artículo “Sin huellas del asesino” (Página 12, 18 de octubre de 1991), sobre la presencia de referentes reales e históricos en Borges.
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que reaparecen para ser confrontados con otros y leídos de otra manera. Por otra parte, el procedimiento señala esos textos precisamente como objeto de una constante relectura por parte del autor-compilador, como si éste necesitara volver sobre la obra ya lograda y situarse de nuevo en medio de ella para poder continuarla. Coherentemente entonces, la figura de la prisión perpetua presente en el título general designa una profesión de fe en relación con la escritura (y con la lectura), como un veredicto pronunciado sobre la condición existencial del escritor, es decir sobre el vínculo ad vitam que lo liga recursivamente a su obra. La cuestión que se ha vuelto prioritaria en Prisión ..., y que se deja observar en la articulación de las tres secciones del libro, es la de la relación entre experiencia individual (Prisión perpetua. I)7, literatura (Las actas del juicio) y poética de la escritura (Nombre falso). Cuando Nombre falso se reedita en 1994 con la mención “edición definitiva”, los cuentos de 1975 reaparecen en su orden original8. Es decir, el libro retoma una distribución del material que no comporta una intención metaliteraria, salvo en el caso del título interno “Nombre falso”, que se vuelve a atribuir, reuniéndolos, a los dos relatos arltianos complementarios, cuyo carácter respectivamente de ficción crítica y de narración apócrifa ya ha comenzado a ser materia de discusión erudita para esa fecha9. La serie de publicaciones sucesivas de la totalidad o de partes de este volumen (1975, 1988, 1994) llama igualmente la atención sobre la importancia atribuída por Piglia a un grupo determinado de relatos. Esa serie se revela como un terreno de elección en que el escritor retrabaja el significado de sus textos, transformando las perspectivas de lectura, citándose a sí mismo y construyendo más o menos secretamente una glosa de su propia escritura. Así se constituye un corpus decantado de narraciones, una suerte de antología o conjunto 7 En adelante designaremos así la primera parte del libro homónimo, que contiene los dos relatos que nos interesan aquí, con el fin de diferenciarla del volumen en su totalidad. 8 Con la siguiente excepción: elimina la más antigua de esas narraciones (“Las actas del juicio”), e incorpora en su lugar “La loca y el relato del crimen”. 9 La muy abundante bibliografía existente sobre “Homenaje a Roberto Arlt” así como las declaraciones de Piglia sobre la cuestión, nos eximen de insistir en el tema del plagio y del ejercicio de crítica-ficción practicado en ese texto. Ver por ejemplo los artículos de Jitrik, Gnutzmann, Ferro, Fornet, y la entrevista de Piglia con Jorge Ariel Madrazo (en particular p. 102) indicados en la bibliografía al final de este artículo.
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en que cada pieza tiene un valor simbólico que se mide, en el momento de Prisión perpetua, al contacto con la historia mítica de una vida de escritor. Como si no hubiera escritura tendida hacia el futuro sin una revisión completa de las propuestas del pasado, como si no hubiera escritura posible fuera de la (re)lectura.
Autobiografías imaginarias El mito del escritor
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Prisión perpetua se abre con el texto de “En otro país”, que presenta sucesivamente un relato pretendidamente autobiográfico, transcripciones del Diario del narrador y reminiscencias de una novela que un segundo personaje le lee a éste, y por fin la reconstitución de un relato fragmentario de un tercer personaje. El sistema de enunciación presenta un juego de formas que se ha puesto a prueba algunos años antes en Respiración artificial: bajo la voz de un narrador que reúne experiencias ajenas, transparecen voces distintas cuyo origen se subraya. Este dispositivo, que distribuye la enunciación entre diferentes sujetos que terminan siendo equivalentes, produce un efecto de circulación de la palabra y el consiguiente enmascaramiento intermitente de la identidad del locutor, y reviste diferentes funciones en el discurso ficcional de Piglia10, donde sirve de apoyo a un yo vacilante o lábil al mismo tiempo que es vehículo de discursos sociales. Aquí se muestra doblemente pertinente para la construcción de una bio-grafía literaria dentro de la cual varios hablantes acuden al montaje de una identidad ficticia. Una serie de discursos orales se entrelaza entonces con fragmentos de escritura a fin de elaborar una doble biografía, la del narrador, constituída en particular por sus encuentros con un mentor literario, Steve Ratliff, y pautada por las notas de un Diario personal, en el que se retoman los temas de esas conversaciones, y la biografía de ese mismo Steve, atractivo modelo de escritor exiliado y bohemio, cuya obra está más en la conversación que en lo escrito, vida que aparece como un texto mucho más secreto y lacunar que el precedente. 10 Este punto ha sido desarrollado en nuestro trabajo inédito Génèse et continuité d’une écriture. L’œuvre de Ricardo Piglia. (C. III.7 y 8).
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Por otra parte, la totalidad de la narración está colocada, por medio de una nota sin firma a pie de página (p. 12), bajo la convención del relato enmarcado: se trataría de una conferencia dada en inglés (¿por el autor, como parece sugerirlo la nota, por el autor implícito, por el narrador ?) en Nueva York, en un ciclo destinado a que los escritores hablen de sí mismos. La estructura simétrica del relato subraya a su vez el paralelo entre el mentor mítico y el narrador hasta lograr un cierto grado de confusión entre las dos figuras, por medio de una secuencia biografía-textos que tiene la particularidad de entremezclar las voces y la escritura de ambos personajes, y que se repite dos veces. Así, la primera parte comienza con la biografía del narrador y comprende su encuentro con Ratliff, para continuar con la evocación de su Diario, donde están transcriptos una serie de temas, ideas, confidencias, actos de palabra del amigo norteamericano. El discurso indirecto desaparece por momentos, reemplazado por el estilo pseudo-directo, hasta que se llega a un punto donde sólo queda la primera persona de la enunciación, en la cual se confunden la voz de Ratliff y la del narrador (Dos autos, p. 24). Luego, la segunda parte sigue el mismo principio, pero centrándose en el personaje de Ratliff y en su novela. La tercera contiene una nueva versión de la vida de Ratliff contada por otro personaje (Morán). Los fragmentos del Diario del narrador y los de la novela del amigo americano, tal como la recuerda fragmentariamente el primero, constituyen en realidad una doble serie de narraciones breves, por turnos más detalladas o más sintéticas, que sirven para plantear una serie de cuestiones teóricas y técnicas sobre la literatura; son relatos embrionarios en los que la experiencia de la escritura y la de la lectura se ven como inseparables. Si la primera serie pasa en revista algunas ideas sobre personajes literarios, sobre los saberes de un narrador ideal, sobre algunos motivos y estereotipos habituales en Piglia, su parte más significativa es la que se refiere metafóricamente a la relación entre la literatura y la experiencia (bajo los subtítulos de Arkansas. París. Moscú; La luz de Flaubert; Adicción; Un arte que declina). La segunda serie vuelve sobre la relación indirecta y de futuridad entre la experiencia y el texto, y sobre varios temas frecuentes en la obra, todos expuestos por medio de narraciones breves que solicitan una lectura metaficcional (fragmentos sobre la locura y la ciudad, sobre la “verdad” del relato, sobre el secreto, la traición, la creación). Según la ficción el narrador tiene el papel de auditorio (o “lector privado”)
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sobre el que Steve, narrador oral que en alguna medida comparte rasgos de Macedonio Fernández y de Faulkner, prueba su novela. El cuento tematiza de este modo la apropiación del texto por el lector y la intensidad que puede alcanzar la experiencia de la lectura, en la que un relato único multiplicable en cantidad de versiones, ejerce su poder de fascinación, se vuelve pantalla sobre la que se proyectan las identificaciones del lector. Si el Diario de la primera parte está destinado, según el narrador, a construir la figura de Ratliff, es decir a urdir un personaje, la segunda parte termina con un axioma que se puede leer igualmente en otros textos de Piglia, y que explicita el poder atribuído al relato, la creación de experiencias ficticias: “Y quizá eso es narrar. Incorporar a la vida de un desconocido una experiencia inexistente que tiene una realidad mayor que cualquier cosa vivida.” (p. 43). Dentro de su estrategia de sugestión de una lectura biográfica el texto incita lógicamente a tomar al narrador como una figura identificable con la del autor real. Con esta finalidad, Piglia ha incluído cantidad de datos puntuales que corresponden, o podrían corresponder, a su propia biografía: lugares, fechas, hechos, desde el peronismo de su padre o el traslado de la familia de Adrogué a Mar del Plata en 1957, hasta la existencia de un Diario que se vuelve más esencial que la redacción de sus libros. Sin embargo, lo que parece ser la pista más importante sobre este punto, el personaje de Ratliff, precursor/ interlocutor del narrador, es una pista falsa, siendo en realidad la figura del amigo americano una representación de la relación esencial mantenida por el autor con la literatura norteamericana. A pesar de que Ratliff lleva casi con ostentación el nombre de un personaje de Faulkner (El villorio), y que existe una consonancia sugestiva entre su patronímico y el de Letiff, progenitura ficticia de Arlt en “Homenaje a Roberto Arlt”, la ilusión biográfica prevaleció durante cierto tiempo y definió la recepción crítica del texto, preparada hábilmente desde ciertas entrevistas del autor en las que hablaba de ese mismo “maestro” de su juventud11. Es así como, de un modo que recuerda lejanamente 11 Ver por ejemplo las entrevistas con Marithelma Costa (“Entrevista. Ricardo Piglia”. Hispamérica, n° 44, 1986, p. 39-54; en particular p. 40-42) y con Carlos Dámaso Martínez (“Novela y utopía”. PIGLIA, Ricardo. Crítica y ficción, pp. 138-39) así como las respuestas de “El laboratorio de la escritura ” (Op. cit., p. 92-93), todas previas a la publicación de Prisión perpetua. En la entrevista con Ana Inés Larre Borges (“La literatura y la Vida”. Ibidem, pp. 161-171), que data de 1989 y es posterior a la aparición del libro, ya Piglia insinúa el verdadero carácter del personaje, pero la formulación es ambigua: “Ratliff es para mí la literatura
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al de “Homenaje a Roberto Arlt”, “En otro país” evoca a una pareja de escritores, uno de los cuales parece cumplir con requisitos esenciales que lo acercan a la figura del autor real, un “Piglia” que ya no se presenta con el hábito del investigador meticuloso, sino bajo los rasgos del joven artista, e incluso del artista que reconoce su deuda con un maestro, haciendo de la historia un relato de iniciación literaria. Pero mientras “Homenaje ...” enfrentaba al personaje del crítico-escritornarrador anónimo asimilable a Piglia con una figura de historicidad probada (Arlt)12, “En otro país” coloca al narrador frente a un personaje totalmente inventado de maestro venido de lejos, fascinante por su misma condición de extranjero. En cuanto a la cuestión de su existencia “real”, ese maestro expuesto ante los lectores solicita entonces un grado de credibilidad proporcional al que se otorga al personaje del narrador. Del carácter pretendidamente autobiográfico del relato debe nacer el efecto de verdad, que irriga la totalidad de la intriga. El montaje de datos con que se construye la figura de Ratliff indica sin embargo claramente su procedencia literaria. Dentro de la técnica de préstamos intertextuales que había sido puesta a prueba en Respiración ..., proliferan en relación con él las citas y reminiscencias de Faulkner (el personaje del padre, vendedor de máquinas de coser en el campo, directamente salido de El villorio; el juez, padre de la adolescente proclive a la fuga que se vuelve amante del joven Ratliff, cuyo antecedente es el padre de Temple Drake en Santuario), de Scott Fitzgerald (el motivo de la mujer inaccesible, en cuya cercanía se instala el héroe, sacado de Gatsby, el magnífico, y ya reelaborado en Respiración ...), de Philip K. Dick (el primero de los argumentos o mini-relatos que parecen formar parte de la novela de Ratliff, en el cual una mujer consulta el I-Ching), de O’Henry (al que remite el nombre del único premio atribuído a Ratliff, que éste gana por otra parte con un cuento llamado “An american romance”, pastiche transparente de An american tragedy, la novela de Théodore Dreiser). Ratliff aparece en consecuencia como una suerte de condensado de una serie de lecturas de Piglia, de lugares textuales que éste utiliza como otros norteamericana. ¿Cómo convertir toda una literatura en un acontecimiento personal ? En un hecho vivido. Ratliff se construye por ese lado.”(p. 168) 12 También el nombre de Kostia, que designa a un personaje ficticio, viene sin embargo del testimonio de Onetti, “Semblanza de un genio rioplatense”, donde aparece como apodo de Italo Constantini.
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tantos motivos sintéticos aptos para la construcción de un personaje o de un ambiente. Steve es literalmente un hombre de papel hecho con esa literatura norteamericana que Piglia prefiere13. Por otra parte, el personaje está armado igualmente a partir de estereotipos – el escritor norteamericano que busca la experiencia excepcional como alimento de su ficción; el escritor que lleva encima un plano de su ciudad añorada (incluídas “las cortadas sombrías del East River al borde del Hudson” (p.16), ya mencionadas en Respiración ...) –, los cuales, precisamente por ser motivos míticos, resultan núcleos productores de narración. Este retrato hecho de discursos identificables representa tanto una celebración de la literatura norteamericana como la búsqueda de un lugar dentro de una genealogía literaria, e incluso una actualización en el proceso de aprendizaje del novelista. En ese sentido, “En otro país” opone a los escritores de la experiencia como Hemingway, que había sido considerado primero como maestro y modelo y luego progresivamente abandonado por Piglia14, la búsqueda de la novela de la forma a la manera de Flaubert, y preconiza la interpretación metafórica y alegórica antes que la lectura fiel de la aventura (Moby Dick). La tercera parte mantiene parcialmente la estructura de las anteriores. Vuelve a contar la biografía de Ratliff desarrollándola, y aislando e identificando el secreto que encierra su historia como un elemento que es indispensable a la existencia de la ficción, referencia clara a la cuestión del estatuto narrativo del secreto, otro tema teórico que preocupa a Piglia15. La historia de Steve se vuelve entonces ejemplo de un problema técnico, y al mismo tiempo esta reflexión se mezcla con un préstamo intertextual, porque el secreto mencionado no es otra cosa que una nueva versión de la secuencia de Gatsby, el magnífico ya mencionada. Según esta versión la mujer amada que Ratliff sigue, espía 13 Lamentablemente no hemos tenido acceso a ninguno de los dos artículos de Ana Monner Sans sobre este tema. 14 Para un testimonio en este sentido ver la entrevista con J.A. Madrazo (“Entrevista a Ricardo Piglia”. Atenea, n° 473, 1996, pp. 95-107; en particular p. 100), en la que Piglia afirma que para la época de la redacción de Nombre falso ya ha logrado liberarse de las limitaciones técnicas impuestas por esos maestros de la narración elíptica. 15 Hay numerosas menciones a este tema en sus entrevistas. Un seminario sobre “Secreto y narración” fue dictado por Piglia en la facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Buenos Aires en los años noventa.
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y espera desde su casa de La Loma está en la cárcel por haber matado a su marido, un ingeniero llamado Tom Bruchnam, nombre tomado al del personaje del marido en el libro de Fitzgerald (Tom Buchanam). Pero lo que importa aquí es una vez más la identificación entre los dos narradores, que se subraya al final del relato, cuando se da cuenta del suicidio del amigo americano, dentro de un marco narrativo en el cual queda claramente indicado que la voz de éste es la voz de toda una literatura. En el acto de contar, ambas voces se vuelven una sola:
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No está nombrado, pero se trata de él. He reproducido su tono y su modo de narrar. He contado lo que no conozco de su historia y la he entreverado con la mía, como debe ser. Estamos en el bar, uno de los dos tiene diecisiete años. El relato se llama El fluir de la vida podría llamarse Páginas de una autobiografía futura y también Los rastros de Ratliff. No he querido narrar otra cosa que la experiencia única de sentirlo narrar. Porque él fue para mí la pasión pura del relato. (p. 51)
“En otro país” retoma y transforma en consecuencia los términos en los cuales se había introducido, desde “La caja de vidrio” y “La loca y el relato del crimen”, el problema de las condiciones de posibilidad de la escritura y la idea del círculo lectura-escritura. Con la figura de Ratliff se ficcionaliza el papel activo del diálogo entre textos y de las lecturas del escritor en el proceso de creación. Ratliff – la literatura norteamericana, la literatura a secas, el poder de la narración – es además el otro positivo del escritor, su yo ideal, puesto que representa la memoria de la literatura. Si el texto articula entonces una autobiografía “falsa” del autor con algunos datos verídicos y otros sólo verosímiles y engañosos, lo hace con el objetivo tácito de poner en tela de juicio la dimensión autobiográfica: la vida del escritor se confunde con su escritura y sus lecturas, su corriente de vida no es exterior a él, es el fluir mismo del relato. Por fin, “En otro país” vuelve sutilmente sobre el mito personal del escritor, que había sido esbozado en “El fin del viaje” y redibujado en Respiración artificial, y vinculaba el nacimiento de la escritura primero con la muerte del padre y luego con una situación de enlutamiento y duelo. Prolongando esta idea, el narrador asume una palabra autónoma sólo cuando el maestro ha muerto, pero su discurso reúne esta vez explícitamente ambas voces. El acceso a la escritura se imagina bajo la forma de la aceptación reconocida de un legado, de manera menos ambivalente que en el “Homenaje a Roberto Arlt”.
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El cristal, el relato
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Contrariamente a lo anunciado en las páginas que lo preceden, “El fluir de la vida” no trata ni de Ratliff ni del narrador, pero transpone a través del relato de éste la narración oral de un nuevo personaje (el Pájaro Artigas), que a su vez retoma otros discursos (en particular el de un personaje femenino llamado Lucía Nietzsche, y también fragmentos epistolares de otros dos hombres). El cuento contiene una nueva meditación sobre la índole de la ficción y una muy interesante construcción metafórica sobre el tema de la voz narradora. Ahora han desaparecido los datos autobiográficos que salpicaban el primer relato, aportando una apariencia de verdad a la construcción de una vida ficticia, y ha ocupado el terreno la ficción pura, encomiada aquí como una empresa de orfebre y de falsario. En el curso de la historia reaparecen además algunos motivos habituales – la locura, la traición y la ambivalencia femeninas – que se repartirán en la novela siguiente (La ciudad ausente) entre varios personajes, entre los cuales hay también una Lucía (Joyce). Por otra parte, “El fluir de la vida” construye una nueva biografía imaginaria, la de la supuesta descendiente de Nietzsche, según un modelo genealógico rico en ejemplares extravagantes y neuróticos, que puede ser pensado, dentro de Prisión perpetua. I y en relación con “En otro país”, como una contrapartida tenebrosa y trágica de la historia de Ratliff. La legitimidad del nombre y de los orígenes ilustres se plantea para poder ser cuestionada, en una referencia simbólica al estatuto ambiguo de la verdad, tanto en el terreno de la ficción en general como en el de la historia de vida en particular. Sin embargo, el aporte más interesante de este texto se sitúa en el plano de la configuración de la voz narrativa, que agrega al esquema conocido de entrelazamiento de discursos diversos la presencia de una voz “femenina ”, llamada a representar metafóricamente la capacidad esencial de la ficción, es decir, la invención. Si bien tanto en “En otro país” como en “El fluir de la vida” se representan pares de narradores cuyas voces se alternan, dialogan, se confunden, se cruzan, en el primer texto se trata exclusivamente de voces masculinas (Ratliff y el narrador, luego Morán), que comparten papeles en el campo de la biografía imaginaria. La circulación de discursos reconduce en este sentido el modelo de la situación de lectura en alta voz y la convención de la reunión de relatos orales de primero y segundo nivel, formas que hacen del narrador un interlocutor, y facilitan la reflexión metaliteraria.
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Pero la representación de la voz femenina es aquí una nueva pauta, que parece obedecer a otros objetivos metaficcionales que aquellos que perseguía el desdoblamiento de los sujetos masculinos. El dispositivo de la doble voz se actualiza primero a través de un narrador que parece ser el mismo de “En otro país”, y que introduce a un segundo personaje (Artigas), precisamente en su calidad de hombre que tiene la costumbre de narrar (le) historias. Esa voz doble vuelve además a sugerir la identificación parcial con la del autor, puesto que los comentarios de Artigas a propósito de su propio relato reproducen juicios que han sido emitidos por Piglia mismo, a veces literalmente – “Narrar es transmitir al lenguaje la pasión de lo que está por venir” (p. 52) –, o bien retoman motivos críticos suyos bien conocidos – por ejemplo, la idea de que la narración comienza con el borrado, la desaparición o la pérdida de una mujer amada, como se dice en “Notas sobre Macedonio en un Diario” –. Pero más tarde, apenas comenzado el relato de Pájaro Artigas sobre Lucía, la voz de ésta se entremezcla con la suya, así como con la del primer narrador, que a su vez retoma indirectamente el discurso de Pájaro, cerrando el círculo. El mismo entrelazamiento de voces se combina en la segunda parte con la lectura de dos cartas que contienen discursos delirantes, discursos que nunca están ausentes de las novelas de Piglia, y que aparecen en varios de sus cuentos. El primero retoma la idea (ya comentada en tanto juicio crítico ficcionalizado en “En otro país”) de la distancia objetiva que existiría entre la experiencia y la verdad, está centrado sobre la superposición imaginaria de momentos de la historia argentina, y contiene la expresión ironizada del deseo de un destino heroico: se trata de una reconstitución del delirio de la Historia, puesta en boca de un condenado a cadena perpetua. El de la segunda carta, firmada por el supuesto tío abuelo de Lucía, el filósofo F. Nietzsche, expone un pensamiento obsesivo sobre los lazos de sangre y sobre la reivindicación de una identidad fantasmática y paródica (según ésta, Nietzsche sería un aristócrata polaco, médico y poeta, sin una gota de sangre alemana): es el delirio de la familia, del genos, de la propiedad, de lo idéntico, que replica a la locura de la Historia. Lucía, que por su parte acumula algunos de los rasgos más frecuentemente destinados a los personajes femeninos en los libros de Piglia – locura, presencia del fantasma, transgresión – es, a causa de esa concentración de lugares comunes, metafóricamente asimilable a la ficción misma. Su voz se destaca en el conjunto de los narradores
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tanto por aparecer como un puro poder de invención y de mentira, como por ser portadora de una indiscernible relación entre ficción y verdad, ambivalencia que caracteriza a la figura del narrador ideal según Piglia. Y así, de la misma manera en que el primer relato formulaba la identificación final entre las dos caras de un narrador – la duplicidad original, o el estatuto doble de toda voz narradora –, el segundo enuncia en su última página la identificación entre “todo” narrador y esa voz femenina venida de la lejanía, como surgida de las profundidades acuáticas de un espejo:
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Y desde la mujer subía una especie de quejido, en otra lengua, un murmullo, como un canto, una música alemana, se podría decir, que resaltaba más al aire dócil del cuerpo, recortado y bellísimo, en la claridad del espejo. Como si lo viera a través de una lente pulida hasta la transparencia, un objeto de cristal, invisible de tan puro, parecido al que puede usar un narrador cuando quiere fijar en el recuerdo un detalle y detiene por un instante el fluir de la vida para apresar en ese instante fugaz, toda la verdad. (p. 62)
Por primera vez en la serie textual iniciada con La invasión, la problemática del narrador se articula entonces claramente a un espacio genérico doble, masculino y femenino. Al incluir en estos términos a la voz femenina en el origen de la enunciación narrativa, el texto hace de esta última un objeto cuyo “otro” femenino representa la energía de la creación ficcional en estado puro (la “mentira” de la ficción). El narrador es quien, al intentar apresar la verdad (de la ficción o del recuerdo), sólo trabajaría por analogía con respecto a esa voz misteriosa que se desprende de un cuerpo de mujer cristalino como un espejo. Por eso, la construcción metafórica se prolonga en el párrafo citado hasta abarcar una figura antitética: la voz se compara al cristal que el narrador pule para hacer con él el prisma de la obra, pero ella es también la parte menos controlable, más pulsional y más extranjera a la verdad contenida en ese mismo prisma. La imagen del cristal, de larga y noble trayectoria (Quevedo, Baudelaire, Kafka) en su función metonímica con respecto al discurso literario, ya aparece al principio de “En otro país” (“Esa frase era el fin de un relato, el cristal donde se reflejaba la catástrofe” (p.11)), pero la figura cobra todo su sentido en el párrafo final citado antes, a través
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de una retórica más elaborada. El carácter reiterativo y la sintaxis ligeramente confusa de esas líneas aspira a reproducir el caudal de un discurso que es a la vez canto, energía o impulso y recuerdo, y a hacer referencia tanto al proceso de reproducción visual o sonora como a la imagen reproducida. La mención del cristal corresponde entonces a una semántica doble, de lo invisible y de lo visible, de lo transparente y de lo que se refleja, del material cristalino y puro, pero también de la superficie del espejo y de su reverso de azogue. El narrador (Artigas) no ve en éste su propia imagen, sino el reflejo – como una imagen escindida o desplazada – de un hombre y de una mujer, suerte de diálogo de la luz y la sombra que acompaña el “canto ” del relato. La pureza del vidrio, la precisión del instrumento constituyen la otra cara de la zona profunda de donde surge el placer absoluto del texto, que no es (o no es solamente) del orden de lo masculino. Con la evocación de esa voz en libertad de Lucía Nietzsche se asocia entonces una forma de la femineidad al lugar del sujeto, y más aún, se define su lugar como puramente narrativo (ficcional) precisamente por cuanto acoge un principio femenino. La operación supone una transformación importante del mito de los orígenes del relato, que representa ahora a la ficción como la sede del placer de la palabra, y como la parte femenina y delirante, seductora y mentirosa del discurso. [Lucía] Me leyó cartas apócrifas o verdaderas y me contó historias, las historias que yo quería oír, todo un verano, hasta la noche, dice el Pájaro, en que otra vez estábamos sentados en ese mismo lugar […] y de golpe escuché un ruido extraño, una especie de canto no ?que me llenó de alegría (yo tenía diecisiete años) y me asomé a la ventana y por una rarísima combinación de ángulos y de perspectivas vi la luna del espejo del ropero que reflejaba la luz del laboratorio, como un brillo de agua en la oscuridad, y en medio del círculo, al fondo, se veía a Lucía abrazada y besándose, en fin, con el que ella me había dicho que era su padre. (p. 62)
No se trata sin embargo de un cliché más. En la obra de un autor que comenzó a escribir en los sesenta, buena parte de cuya trayectoria queda marcada por un cuestionamiento reiterativo sobre la legitimidad de la ficción, esta nueva versión del mito es significativa. Sus ecos se encontrarán en los textos semi-críticos, semi-ficcionales del mismo
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período16, y servirán más tarde para construir las figuras alegóricas de la segunda novela. Esta nueva representación significa un paso adelante en la serie de hipótesis metaliterarias del corpus de relatos, y modifica en este punto la propuesta que había planteado unos años antes el texto de “La loca y el relato del crimen”, que asociaba locura (femenina) y discurso ficcional, colocándolos el uno en la vecindad del otro, pero que también los disociaba claramente separando la matriz del relato de la ganga del delirio, tarea que por otra parte aparecía tematizada en una intriga de investigación paródica lingüístico-criminal. Desde el punto de vista del imaginario de la ficción, Lucía, la incestuosa ambigua y delirante, es la que mejor puede entretejer los hilos de lo verdadero y lo falso, porque la cuestión del incesto, fuera de su cristalización como figura de lo prohibido que irriga los estereotipos femeninos, representa una dimensión fantasmática que expresa la confusión y la mezcla en el génos, y resulta simbólicamente semejante a la deconstrucción de la genealogía y de la escritura del padre que practica Piglia (autor implícito y autor real) con relación a sus modelos míticos. Es decir, ese personaje femenino es también una figura de la alteración del original, a través de la cual el texto incluye una lógica paradójica: la más refinada de las mentiras de Lucía – y el fragmento más logrado del relato – es el canto que emana de ella durante la unión transgresiva, en el acto mismo de contaminación de la legitimidad y la legalidad genealógicas, en la inversión de la relación con los orígenes. Ese murmullo, esa voz pura designa entonces un discurso que fluye (“un objeto de cristal, invisible de tan puro ”) liberado de la coerción del sentido; el principio femenino que es agente del misterioso poder de la narración resume el goce de la alteración de las reglas. Se lo celebra en fin como emisión de una voz, en acuerdo con el valor sugestivo de ésta y con los principios de la poética del autor, que considera la presencia de lo oral – portadora de elipsis, de sobreentendidos, de velocidad y de concisión – como un elemento decisivo del arte de la narración17.
16 Ver “Ficción y política en la literatura argentina”. Crítica y ficción. Op. cit., pp. 173-180. 17 Ver “Nuevas tesis sobre el cuento”. Formas breves. Buenos Aires: Temas Grupo Editorial, 1999, pp. 101-134.
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Fuera de La ciudad ausente, novela polifónica en la que se configurará un nuevo universo imaginario que desarrolla una parte esencial de esta problemática, otros dos textos de los años noventa muestran la fertilidad del cuestionamiento inaugurado por la primera sección de Prisión perpetua, así como su continuidad. Se trata de “Hotel Almagro” (primera versión sin título, 1995) y de “La mujer grabada” (1996).
Un desvío en el territorio del doble
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Pero antes de examinar los textos más tardíos evocaremos un relato que es prácticamente coetáneo de Prisión perpetua y que presenta algunos rasgos comunes con estas preocupaciones. “Un encuentro en Saint Nazaire” (1989)18 resulta, como los cuentos que analizamos aquí, de la tematización o desarrollo narrativo de un problema teórico, principio de trabajo que se encontrará igualmente en la génesis de La ciudad ausente, y que será explicitado en el volumen Formas breves 19. La historia expuesta en “Un encuentro ...” es una variación sobre la capacidad utópica del relato de introducir mundos alternativos en la “realidad ”, y se centra en la invención de un escritor de ficción por otro. Se ubica así en el registro temático del doble – tema que se encuentra sugerido ya en el nombre del autor maquivélico, Stephen Stevensen – e inscribe la intriga en un modelo que recuerda parcialmente el del relato policial, con desaparición inexplicada de un personaje, investigación espontánea de otro, enumeración detallada de las huellas dejadas por el primero, misterio resuelto al final a expensas del detective improvisado. Este encuadre contiene a su vez una secuencia que prepara y desdobla la demostración, en la cual el escritor demiurgo expone a su discípulo el carácter predictivo de su literatura, y le da las pruebas de la permeabilidad entre los mundos imaginarios y 18 Se publica en versión bilingüe español-francés en 1989 y reaparece en 1995 en la antología Cuentos morales (Cuentos morales. Antología (1961-1990). Buenos Aires: Espasa-Calpe, Col. Austral, 1995, pp. 81-101). 19 Sobre este punto, ver “Epílogo” (en Formas breves. Op. cit., p. 138). La idea está también presente, bien que en forma más circunscripta, en la lectura crítica que Piglia hace de Borges en el momento de “Tesis sobre el cuento” (en Crítica y ficción. Op. cit., pp. 73-79), texto en el que postula la existencia de dos tramas en el relato borgiano, una de las cuales se desprende de un principio formal – y, en ese caso, equivale a un género –.
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la “realidad”, obligándolo a enfrentar lo que él mismo llama “el poder de la ilusión”. Por otra parte, el cuento comenta una serie de problemas teóricos, que se exploran igualmente en los otros textos de este período y en la segunda novela, tales como la no pertinencia del concepto de verdad en el terreno de la literatura, el valor genético de la repetición y la variación, verdaderos motores de la escritura, la desaparición de la idea de original, la relación entre la experiencia y la escritura. El alcance alegórico de la intriga afecta directamente al estatuto del narrador, y lo lleva a descubrir que las posiciones simétricas o paralelas que el “otro” y él ocupan no son más que una apariencia, y que es él el verdadero personaje de papel, controlado por un “ordenator” que puede prever cada uno de sus movimientos. Ese narrador aparece entonces como un sujeto despojado de todo poder, excepto en relación con el desciframiento del enigma, poder paradójico de lectura que se vuelve contra él revelándole su calidad de ficción pura, o si se quiere, de elemento ficcional por definición. Un largo fragmento de este relato, la historia de Stephen Stevensen, ingresará a La ciudad ausente a manera de enigma cuya interpretación permitirá identificar cómo trabaja la máquina de Macedonio. A través de la búsqueda del protagonista (Junior), que intenta comprender el funcionamiento de la máquina a partir de una vuelta a los primeros textos que ésta ha producido (sección III. 2, pp. 103-106), y logra inducir los procedimientos, queda alegorizada la poética del montaje y de la variación que el autor practica. La génesis literaria está vista como una cuestión de transformación de elementos secuenciales y de atomización de un relato original – un mito – en una serie de ficciones. Junior se acerca al aparato –llamado aquí, con cita intratextual, “la caja de vidrio”, aun cuando el narrador habla de un manuscrito enroscado en un tambor de latón – y parece entrar en el relato para buscar las huellas materiales dejadas por Stevensen. Entonces descubre una gramática y una lógica de la narración que son las mismas que han sido ficcionalizadas en La ciudad ausente; en otros términos, expone en este episodio el programa que subyace en la novela. El texto recupera y amplía así la primera versión alegórica sobre la técnica de la escritura literaria que había sido propuesta en “Un encuentro ...” y que estaba ya centrada en la repetición y la combinación de fragmentos dispersos. Esta transcripción parcial del cuento – se suprime toda su segunda parte, es decir, todo el relato retrospectivo
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sobre las teorías de Stevensen, así como la lectura de su Diario por el narrador – identifica claramente la secuencia original como una historia de doble, y también como la resultante de un error, cometido a partir del elemento originario entregado a la máquina. Se indica aquí que la literatura trabaja con la duplicación – o con la repetición – y la desviación, y que cada relato está destinado a dar lugar a otro, dentro de una sucesión que es en principio interminable.
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Por otra parte, la novela refuerza el campo semántico del doble a partir de ciertos efectos de enunciación y de un empleo consecuente de la puntuación. La transcripción del fragmento mencionado acentúa desde el principio la confusión aparente de las voces de los narradores, intensificando lo que ya hacía parcialmente el cuento, y absorbe en un solo relato que Junior aísla y lee los dos discursos identificables en “Un encuentro ...”, la historia contada por el narrador y las frases dichas o escritas por Stevenson mismo. La relación entre los dos textos muestra claramente la continuidad del procedimiento por encastramiento de voces y/o de citas dentro del corpus, dispositivo que hemos comentado con respecto a los dos relatos de Prision perpetua. I y que es fundamental en Respiración artificial20. El sentimiento de extrañeza que se desprende de la lectura de la secuencia en La ciudad ausente – no sabemos quién habla, ni cuántos son los narradores, mientras que los objetos de Stevensen parecen revestir de pronto una presencia inesperada – resulta entonces precisamente de la inserción de un texto “original”, en el cual las voces enunciadoras son aún identificables, dentro de un texto de acogida que borra las fronteras y confunde entre sí las voces de esos primeros narradores (un personaje y su doble) para volverlas a confundir con la de un tercer narrador, correspondiente al texto de llegada, sin olvidar la representación del lector de esos fragmentos (Junior). “Un encuentro en Saint Nazaire” recuerda por fin las preocupaciones expuestas en “En otro país” sobre la identificación entre obra y vida, preocupaciones que por otra parte recorren los libros de Piglia y encuentran un último eco en sus “Nuevas tesis sobre el 20 Ver GRANDIS, Rita de. “La cita como estrategia narrativa en Respiración artificial”. Revista Canadiense de Estudios Hispánicos, vol. 17, n° 2, 1993, pp. 259-269; y “Enmendar la lectura ”, en su libro Polémica y estrategias narrativas en América Latina. José María Arguedas, Mario Vargas Llosa, Rodolfo Walsh, Ricardo Piglia. Rosario: Beatriz Viterbo, 1993, pp. 121-148.
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cuento”. La exposición de esas preocupaciones no explota sin embargo el campo de lo posible autobiográfico, como se lo hacía en “En otro país”, sino que se articula en torno a la idea según la cual la escritura de la obra debe acompañar la vida entera de un artista y confundirse con ella. El Diario personal de un autor, representado en la ficción por el de Stevensen, es un ejemplo privilegiado de esa relación: ese Diario contiene el enigma (la cifra) de una existencia – una vez más surge aquí la sombra de Borges – y es posible “entrar” en él como se entra en una memoria viva. En ese Diario que relee, Stevensen espera entonces encontrar algo así como el secreto de su vida, mientras que a medida que avanza su ansiosa relectura, obtiene briznas, embriones de datos, “hechos” que combina bajo la forma de historias policiales. El lector debe comprender que esos fragmentos tan estrechamente unidos al sujeto lector/escritor son la condición de posibilidad de su literatura. En consecuencia, este episodio hace del Diario un nuevo tipo de Archivo, pero al hacerlo, desplaza también la fuente de la ficción, que pone ahora explícitamente en relación con el registro y la lectura de pautas autoreferidas, tanto en el caso del sujeto como de la ficción misma. En esto radica el paso adelante que se da en “Encuentro en San Nazaire” sobre el territorio del comentario metaliterario de la cuestión autobiográfica.
Las dos caras del sujeto a) “Hotel Almagro” El texto de “Hotel Almagro” se publica por primera vez21 (sin título) en Primera persona (pp. 117-119), libro de entrevistas de Graciela Speranza con una serie de escritores, en el cual un corto ensayo biográfico, firmado por cada uno de los interesados, precede las conversaciones. El marco es más que propicio al desarrollo eventual de la autobiografía imaginaria, y a la reelaboración de mitos personales, aun cuando los entrevistados, salvo Piglia, parecen atenerse a datos más o menos verificables. De manera coherente con la estrategia ya utilizada en “En otro país”, el ensayo biográfico resulta en su caso de un auténtico ejercicio de invención que consiste en insertar datos verosímiles o 21 Con su título, y alguna mínima variación textual, como el borrado de la fecha de 1965 en la primera frase, aparece luego en Formas Breves (Op. cit., pp. 11-17).
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susceptibles de haber pertenecido a su experiencia – evocaciones de la pensión para estudiantes y de la vida de un universitario en La Plata, del barrio de Almagro en Buenos Aires, de la confitería “Las Violetas”, de la Federación de Box – dentro de un relato perfectamente ficticio. El grado más autónomo de ficcionalidad se alcanza aquí con la mención de un misterioso intercambio de correspondencia mantenido entre una mujer y un hombre e interrumpido por la separación o por la locura. Esa correspondencia que el narrador encuentra en las dos ciudades simétricas que evoca, Buenos Aires y La Plata, lo designa a su vez como un hombre de vida escindida, moviéndose entre dos espacios y endosando en cada uno de ellos una identidad diversa. El tema de la experiencia fragmentada por el efecto de contextos distintos o por la cesura de tiempos y espacios, pasa sin embargo a un segundo plano frente al de la división simbólica del sujeto y del género que representan esas otras figuras de “autor”, el hombre y la mujer de las cartas. La relación de corresponsalía conforma oportunamente lugares de simultánea ausencia y presencia, a la vez que es una forma confesional pero distanciada del diálogo, a la que se apela porque facilita la figura de la confusión de identidades y articula, bajo cubierto de una historia oscuramente sentimental, un sujeto dividido. Según lo tematiza el relato, se trata de un sujeto separado de su otro femenino, separado de sí mismo por la locura – en el texto, y según la distribución habitual, la locura afecta a la parte femenina del par –, un sujeto fragmentado imposible de reunificar. Como en Respiración artificial, en que los roperos de los dormitorios son los lugares extremos de la intimidad familiar, en los cuales se guardan los libros prohibidos, las correspondencias secretas y los recortes periodísticos comprometedores, los muebles pobres de los hoteles-pensión son en esta supuesta autobiografía los guardianes de las pruebas de la inexistencia del sujeto fuera de su esencia doble. En este sentido, “Hotel Almagro” representa la confluencia y la continuidad de las hipótesis metaliterarias de “En otro país” y de “El fluir de la vida”. En primer lugar, porque la lectura biográfica se cumple fuera del terreno de lo verificable y se confunden invención y relato de vida, y en segundo lugar, porque el sujeto que aborda la escritura aparece tematizado como una voz alternativamente femenina y masculina, siendo el lado femenino, como siempre, el que está marcado por la sinrazón, el encierro y la enfermedad.
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b) “La mujer grabada” En “La mujer grabada” resurgen tanto el personaje de Macedonio Fernández como el tema de la relación entre la loca y su padre-amante simbólico, el escritor. A pesar de que este texto parece ser de elaboración más tardía que la novela, y aparece después de ésta22, el narrador lo identifica como portador de la imagen genética de La ciudad ausente, imagen que sería en realidad doble, al abarcar al grabador (antecedente de la máquina), y a una voz femenina que, aquí al menos, no pertenece al fantasma de Elena de Obieta:
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Ese grabador y la voz de una mujer que cree estar muerta y vende violetas en la puerta de la Federación de Box de la calle Castro Barros, fueron para mí la imagen inicial de la máquina de Macedonio en mi novela La ciudad ausente : la voz perdida de una mujer con la que Macedonio conversa en la soledad de una pieza de hotel. (p. 46)
En este sentido, consideramos más bien a este relato como un texto de síntesis, que ha existido probablemente bajo un modo fragmentario – como nota de trabajo, o en estado de borrador – antes de la novela. En su versión publicada tanto como en la difundida por radio, ligeramente diferente, el relato parece destinado a reconstruir esa génesis posible. Su protagonista, la mujer del grabador, personaje de vagabunda delirante enraizado en una geografía porteña que tiene puntos en común con las narraciones de los años sesenta y setenta, pero también con la ciudad enigmática de la segunda novela, parece un resumen de los tópicos que afectan habitualmente al personaje femenino, y es claro que como tal ha podido nacer en cualquier etapa de la obra. La combinación de la figura de la marginal y el recuerdo de M. Fernández debe en cambio corresponder al período de reactivación del mito del escritor, que se puede situar sobre un largo lapso, desde las “Notas sobre Macedonio en un Diario” hasta el reciente Diccionario 22 El proceso de edición del cuento es el siguiente: a una primera versión grabada en video (1995) sigue la publicación en Ojo por Hoja (1996), y luego el texto se inserta en Formas breves (Op. cit., pp. 41-46. Citamos por la edición en libro). Entretanto, otra versión se difunde por radio en Francia (France Culture, programación del 6 de abril de 1997), en el curso de una audición de homenaje a Macedonio Fernández, bajo el título “La femme qui vendait des fleurs”.
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de la Novela de Macedonio Fernández. Por otra parte, existe un parentesco evidente entre este relato y el texto semi-autobiográfico “Hotel Almagro”, que vuelve más que probable la hipótesis de una redacción llevada a cabo en épocas no muy alejadas una de otra.
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En primer término lo situaremos entonces en el contexto de “Hotel Almagro”, y de la prolongación del juego de enmascaramientos del sujeto característico de la primera parte de Prisión perpetua. Como esos textos, está organizado según una estrategia de alternancia entre lo autobiográfico verdadero/falso y lo puramente ficticio. La historia está a cargo de ese mismo “Piglia” que cuenta episodios de la época en que fue a vivir a Buenos Aires, y menciona los mismos lugares familiares, el hotel, la confitería “Las Violetas”, la Federación de Box. La mujer a la que hace referencia el título es Rosa Malabia, un nuevo personaje de loca, que vende flores en la calle y afirma haber conocido a Macedonio cuando era joven. Imagen femenina devaluada, mujer devastada, Rosa lleva consigo un viejo grabador que “Piglia” recibirá por correo después de su desaparición, en el que brevemente están registradas su voz y la de un hombre “que puede ser” Macedonio. Ese grabador con dos voces es una figura semejante a la del intercambio epistolar de “Hotel Almagro”, y se la puede leer como una variante de la idea de la caja de la escritura, caja de cristal (en La caja de vidrio) o máquina de la literatura (en La ciudad ausente), según la manera en que la declinan los diferentes textos. Esa caja mágica, que en este cuento está designada a la vez como banda grabada y como dispositivo técnico, prolonga la propuesta sobre un sujeto genéricamente doble que venía siendo narrativizada a partir de “El fluir de la vida” hasta incluir la segunda novela. Como en “Hotel Almagro”, esa propuesta remite a la escisión y a la complementariedad entre los géneros (masculino/ femenino) – los “mundos” del sujeto –, y vuelve a desarrollarse a partir de un presunto diálogo (diferido o no) entre un hombre y una mujer; como en La ciudad ausente, esa hipótesis se apoya en una figura mítica de escritor, la de Macedonio Fernández. En consecuencia, “La mujer grabada” parece una auténtica “forma breve” con respecto al texto de la novela, por contener la reescritura de un tema que se repite, el del control ejercido por el escritor sobre una mujer imaginaria, cuyos únicos rasgos son ya en sí las pruebas de su despersonalización : el artificio y la mecánica repetitiva propias de la grabación, la voz como resto de una presencia, el aparato pasado de moda como metonimia
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del cuerpo. “La mujer grabada” podría por consiguiente considerarse como una imagen primera de La ciudad ..., pero no en el sentido de la genética textual, como borrador previo a la novela, sino de otra manera. Primero, porque contiene una presentación del mito de Macedonio al desnudo, es decir, despojado de su justificación sentimental; luego, porque el texto obliga a rehacer camino en la evolución del corpus hasta una configuración imaginaria más antigua, que representa el discurso – propio de un hombre de letras o de una mujer delirante – segun los rasgos distintivos de la recursividad y el automatismo.
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La versión radiofónica de este cuento, “La mujer que vendía flores”, que en principio data del año siguiente, aporta en realidad por su parte un estado previo del mito, que se centra en la figura del escritor – probablemente porque el marco es un programa de homenaje a Macedonio Fernández – y corrige el texto de manera de dejar un mayor protagonismo a este último. Así se borra una mención esencial sobre la mujer del grabador, la del registro de su voz, y desaparece en esa versión todo el párrafo siguiente: “Era un viejo Geloso de doble cabezal y si ahora uno lo enciende primero se escucha una mujer que habla y parece cantar y después la misma mujer conversa sola y por fin una voz, que puede ser la voz de Macedonio Fernández, dice unas palabras” (p. 46). En su lugar hay unas líneas que sugieren la identificación del artefacto con la máquina de la literatura: “Contenía [el grabador] una voz. No sé si era realmente la voz de Macedonio. Una frase se repite con pequeñas variantes, como si alguien estuviera dictando”23. En cambio, aunque la caja negra contenga sólo la voz de un hombre, la conclusión del narrador sigue siendo la misma: el grabador y la voz de una mujer están en el origen de la imagen de la máquina literaria. La difusión de “La mujer que vendía flores” fue seguida en la radio por algunas declaraciones de Piglia que vale la pena citar, puesto que insisten sobre el carácter del personaje de la mujer, y entregan una muestra más de las construcciones imaginarias que rodean a la figura de Macedonio. Allí dice: Hice un documental [video] con Andrés di Tella. [El] Pensaba que tenía que tener un narrador y que el narrador tenía que ser yo. Acepté esta difícil función y escribí esta suerte de alegoría: algo autobiográfico, con elementos reales. Cuando vine a Buenos Aires, fui 23 Traducción y subrayados nuestros.
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a vivir realmente en ese hotel y [había] esa mujer, que es verdadera … Como digo siempre: la ficción no es verdadera ni falsa, y si me preguntan si esa mujer existió, yo digo – por supuesto, ella existió. Hoy, diría que como los recuerdos o las pasiones, hay ahí algo incierto que no corresponde a la lógica. Entonces, esta mujer es verdadera, es alguien que en cierto momento conoce a Macedonio y queda prisionera de su imagen. Después, ella tiene un grabador en el que Macedonio parece haber grabado algunos de sus textos. Es muy interesante observar la relación de Macedonio con las mujeres. Porque no sólo tuvo esa relación de amor extraordinaria con Elena de Obieta, que es un gran mito romántico de este siglo, sino que después, cuando vivía solo, empezó a tener muchas amigas. Muchas de ellas eran mujeres de la vida, que trabajaban en los bares del barrio donde él vivía, que iban a visitarlo y conversaban con él; era muy protector […] Se dice incluso que la madre de Borges estaba contra la amistad de Macedonio con el padre de Borges, porque era muy mujeriego, y el padre de Borges también. Por lo tanto, hay que tener presente toda esta trama para comprender cómo esta mujer ha podido estar fascinada con él cuando lo conoció. Entonces, yo partí de esta experiencia autobiográfica para escribir un texto en el que intento expresar mi admiración por la obra y por el espíritu de Macedonio. La idea era recuperar su figura tratando de ser fiel a su manera propia de hablar de literatura, evitando hacer algo académico o estereotipado.24
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Los elementos pertinentes a la cuestión de los orígenes de la enunciación literaria deben buscarse entonces en relación con el estado de esa voz y el lugar de esa mujer. Según el cuento publicado, la voz está dentro y fuera del aparato, y está “grabada”, es decir, fijada frente a una figura masculina fantasmática; según la versión destinada a la difusión radiofónica, “la voz de una mujer que vende violetas” se encuentra atesorada en la memoria del narrador. En el primer caso, el cuento ofrece una síntesis de la investigación sobre el sujeto, la diferencia genérica y los orígenes del relato que ha sido llevada a cabo en el curso de varias ficciones; en el segundo, se propone más bien una nueva lectura del ideal macedoniano en tanto modelo de toda literatura. Ese modelo macedoniano tiene en verdad dos caras. Una es emblemática: para Piglia, Macedonio representa la literatura, o si se quiere, la literatura a la vez como oralidad y como escritura; su práctica se identifica con el espíritu moderno, su técnica es la más alta utopía verbal. Por otra parte, la vida y la figura de Macedonio resultan el 24 Traducción nuestra.
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precipitado de un conjunto de datos míticos que conciernen la idea del amor, y por consiguiente la figura femenina. Mientras el referente metaforizado en el cuento es el discurso literario, el motivo central de la intriga es la seducción: fascinación de la protagonista adolescente por un hombre mayor, conversaciones murmuradas en habitaciones de hotel, locura amorosa que se contenta con una foto abrochada sobre un vestido y con el surco sonoro de una voz casi imperceptible, a la cual se mezcla el “canto ” de la propia voz. La cuestión es interesante porque afecta otra dimensión imaginaria igualmente mítica, la del supuesto poder de seducción de la literatura, que está aquí personalizado en la figura del escritor, antes de ser “dicho ” por la voz femenina. El título explicita este encuentro de sentidos: la mujer ha sido grabada, marcada de por vida por su pasión por Macedonio, así como registrada en el magnetófono, grabada en la obra. En esa marca doble se confunden el hombre y su literatura, y queda despejado el terreno de las fantasías eróticas que unen al artista y su creación.
A modo de conclusión Puede decirse entonces que estos textos, que desarrollan ciertas preocupaciones teóricas al margen de las novelas pero sin perder la relación con ellas, aportan una nueva puesta en perspectiva de la idea de un origen disperso de la escritura, propio a la poética del fragmento, del montaje y del archivo que caracteriza la obra de Piglia. Prisión perpetua tanto como “Encuentro en San Nazaire”, “Hotel Almagro”, y “La mujer grabada” enuncian una lectura (auto) genética un poco diferente de la de la etapa precedente, en la que lo biográfico aparece más claramente como detonador de la ficción y también como material indicial para una lectura metaliteraria. En el comienzo de los ochenta, Respiración artificial sugería que el material histórico y policial puede leerse entre otras cosas como el terreno necesario – el elemento indispensable de verificación – de la búsqueda, búsqueda cuyo sentido sería en realidad la construcción de la identidad y de la filiación del sujeto (Renzi)25, y este intento se actualizaba en un texto novelístico construído ya a partir del principio de dispersión, e imaginado como un ejercicio de 25 Sigo aquí la idea de Jameson sobre la correspondencia funcional entre la búsqueda y el crimen, cada uno como contenedor del otro ante una posible derivación hacia lo simbólico.
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lectura de un archivo, en el cual se pone sobre todo de manifiesto la dificultad de trazar un perfil biográfico definido de los héroes de la Historia y de los sujetos de la literatura. En estos cuentos en cambio, el imaginario del recuerdo, del crimen, de la pasión, de la creación de universos ficcionales se organiza a partir de una constelación de datos que aparecen más directamente ligados a la figura del autor, aun cuando sean a veces auténticamente autobiográficos y a veces perfectamente ficticios. Esa red se exhibe como tal, desde la biografía imaginaria de “En otro país” hasta la recuperación de los lugares del pasado personal en “Hotel Almagro” y “La mujer grabada”. La problemática del detonador autobiográfico y de las máscaras del sujeto se combina estrechamente con la cuestión de la función enunciativa y con los mitos de origen de la creación artística. Narrador(es), autor ficticio, autor implícito, autor empírico son integrados en un sistema de citas de discursos dentro del cual sus voces se confunden. Esos discursos múltiples que de pronto parecen superponerse y esas alusiones a historias de vida, verdaderas o falsas, remiten de concierto a una figura imaginaria que está en el centro de la trama verbal, la del escritor, que ya no se disimula bajo la máscara de los discursos sociales que retoma y reelabora, como lo hacía en Respiración ..., sino que se ampara bajo la imagen constelada de sus dobles. Por otra parte, los textos esbozan una versión metafórica de la creación literaria, según la cual ésta se construye (también) con el desborde de una lengua femenina, suerte de energía irreprimible, pero bajo la dependencia de un sujeto masculino, ficción residual de la figura del Autor que suele tomar en este contexto los rasgos míticos de Macedonio Fernández. La lectura alegórica y autoexplicativa que elabora la literatura de Piglia en este período hace ingresar así una nueva pauta que se tematiza con el rasgo de lo femenino, y que toma por lo menos dos formas. Se la designa como la voz del relato, voz femenina enunciadora calificada con valencias cambiantes (idealizada, negativizada, equívoca), o bien aparece como motivo ficcional que se representa a través del personaje de la mujer mitificada, igualmente ambivalente: “inocente” macedoniana, lectora-oyente seducida y seductora, loca de amor, frágil objeto que representa el futuro de la escritura. Para dar cuenta de esas variantes nos detuvimos especialmente en el surgimiento de ese “otro” productor de relatos que es la voz femenina (“El fluir de la vida”), y en el tema de la figura escindida del
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sujeto y del “doble” (masculino o femenino) del escritor (“Encuentro en Saint Nazaire”, “Hotel Almagro” y “La mujer grabada”). Este último punto es esencial en la evolución de la propuesta metaliteraria sobre los orígenes y la función de la escritura que se completa y perfecciona en La ciudad ausente. Así, si hasta el principio de los años ochenta los textos unían la literatura a la muerte y al (falso) nombre, desde finales de esa década indican que el que habla en el relato ya no se encuentra en lugar de un (padre) muerto, sino que es una energía escindida, configuradora o emergente de un sujeto doble que es a la vez, pero no simultáneamente ni en el mismo “registro ”, masculino y femenino, sujeto que es fuente de una enunciación seductora, representante del poder de la ficción.
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Los años de formación: literatura y vida 1
Isabel Quintana2
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Universidad de Buenos Aires CONICET, Buenos Aires, Argentina
Ya en aquel tiempo tan lejano yo vivía una doble vida y practicaba la esquizofrenia que ha definido mi actitud ante la realidad. Ricardo Piglia, Los diarios de Emilio Renzi
1. Narración y extrañeza Años de espera por parte de los lectores para leer Los diarios de Renzi/Piglia. Años de especulación respecto a qué de lo no dicho en sus ensayos y obras de ficción aparecerían en la escritura de estos textos privados: los 327 cuadernos que comenzó a escribir en 1957. Y, sin embargo, el encuentro con esta escritura es un encuentro de reconocimiento de relatos y situaciones ya narradas en sus obras 1 Una versión abreviada se leyó en las XXIX Jornadas de Investigación. Instituto de Literatura Hispanoamericana. Facultad de Filosofía y Letras. UBA. 13 al 17 de marzo de 2017. 2 Doctora por la Universidad de California.
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publicadas. Pero no se trata de la simple reproducción de un texto en otro, sino de una operación de edición en donde a veces se nota claramente las marcas de una intervención posterior porque se lo explicita o porque corresponde a un tiempo narrativo actual en el que se exhiben las huellas del presente. Diario intervenido en el que puede leerse un balance de época, la declaración de una serie de principios respecto al acto de escribir. Y hasta una ética: entendida como la coherencia de la búsqueda de un estilo que de alguna manera está ya presente desde el principio de su obra. Y también en las diversas declaraciones, que no dejan de ser parte de una estrategia de autofiguración del autor: la de no “transar”, no negociar, no declinar en lo que se cree debe ser la literatura.
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El comienzo de este primer tomo, “En el umbral”, se inicia en un bar con la charla de un Renzi envejecido. El escritor, 50 años después (2007) toma la voz desde el presente para introducir esa zona de pasaje (el umbral) o de límite, a la espera de lo que vendrá, suerte de incertidumbre, en donde la presencia del abuelo Renzi y las primeras lecturas determinan esa espera. Comenzar con la historia del abuelo es una entrada que se desplegará luego a lo largo de los diarios, entre la repetición y la diferencia. El mundo está ahí, a la espera, el mundo y sus libros, y el niño sentado en el umbral de su casa en Adrogué está a punto de dar sus primeros pasos. Pero en las intervenciones que desde el presente realiza Renzi en dicho comienzo (“En el umbral”) hace una síntesis de los diversos ciclos de descubrimientos de lecturas en donde reflexiona, puntualiza, arma series, sintetiza: una manera de hacernos ingresar a la lectura de sus diarios. Como si Renzi/Piglia también nos ubicara en el umbral, a la espera, en un todavía no a la lectura de los cuadernos. Dilatar, posponer, explicar, retomar, intervenir, es una práctica que utiliza y define una poética y una ideología. Con ese background comenzamos a leer finalmente “El primer diario (1957- 1958)”. Allí se cuenta la historia de la huida de la familia de Adrogué a Mar del Plata ante la caída de Perón y la posible persecución de su padre, militante justicialista: en el inicio de la escritura, entonces, está la política. Historia que, a su vez, es el comienzo de su nouvelle Prisión perpetua. Este relato es una carta de presentación, el origen de una experiencia que pone fin a un ciclo ligado a su niñez. Una y otra vez leeremos esta historia que se delega siempre a una tercera persona
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(Renzi, en este caso). Un núcleo obsesivo, como se dice en los diarios y en Prisión perpetua, sobre el que giran el resto de las historias. Una voz que se distancia del padre y que se delega a otro. El contrapunto será el relato del abuelo: su homónimo Emilio Renzi. Aquí la sucesión no es de padre a hijo, sino de abuelo a nieto (o de tío a sobrino, como se declara en Respiración artificial). Una genealogía desviada, esencial para crear sus propios precursores.
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La repetición, que es un procedimiento sobre el que Renzi reflexiona en varias entradas del diario, constituye la base de la escritura en Piglia/Renzi. Una máquina que cuenta una y otra vez las mismas historias para destilar la contingencia y encontrar el núcleo duro, si lo hay, de la experiencia. Obviamente aquí la referencia es Freud y su reflexión sobre el trauma. Ese modelo concentra en la lectura de Renzi una poética (cuestión que aparece nuevamente formulada en Formas breves). Narrar es recordar un hecho, no el hecho en sí sino su intensidad. El recuerdo no es recuerdo del pasado sino de la experiencia como momento epifánico: una revelación, un corte en el transcurrir de la vida, algo acontece y entonces la realidad queda trastocada y el sujeto lo vive como una experiencia devastadora – y no necesariamente es del orden de la tragedia. La cuestión de la voz narrativa será otra de las entradas de este diario que se escribe, reescribe y es difícil como lectores saber qué leemos del diario original, qué es lo que Piglia ha corregido. El pacto de lectura se construye en esa incertidumbre que consiste en seguir las huellas expuestas, detectar otras y entregarnos, a su vez, a la fantasía del género que apuesta a un verosímil y nos hace ingresar a una cierta intimidad del joven Piglia. Esa reescritura también es una delegación de la voz al final de su vida: dictar para que otra escriba, su musa mexicana, como él la llama (la asistente que trabajó con él en la edición de los diarios), lo que intenta decir con un habla deformada, exagerando la distorsión, haciendo ingresar su enfermedad de un modo desafectado y riéndose de ese efecto en la escritura. Hay en esta postura, nuevamente, una ética del escritor. La pulsión por escribir, reescribir persiste incluso más allá de los límites físicos. Y, como señala Chejfec, la escritura es una escena que marca una relación materialista con la
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literatura. Se trata de una escritura como soporte físico que se compone de diversos ejercicios de ensamblajes, incrustaciones, acotaciones, sensaciones, mezcla de diversos registros que suponen una relación física con esa praxis. Un cuerpo que sostiene incluso en condiciones mínimas (dictarle a otro, escribir con la pupila) el acto de escribir: La relevancia de las escenas de escritura y la importancia que Piglia asigna a la faceta entrópica de la literatura –representada por borradores, papeles fronterizos, escrituras provisionales en general y vicisitudes reales o imaginarias–, se relaciona estrechamente con su ideología literaria materialista, cuestión que está mucho más allá de la reivindicación de una literatura vitalista. Más bien la curiosidad intelectual y reflexión analítica se potencian cuando describe casos en los que la literatura es asumida como refutación narrativa contra los discursos sociales dominantes; no de un modo declamativo, sino sobre todo a través de la construcción y la combinatoria de registros. (CHEJFEC, s/n)
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Delegar la voz, el uso de la tercera persona, recordar a partir del recuerdo del otro, o del relato de un personaje que habla sobre la experiencia de otro (como Renzi observa en la escritura de Hammet), una delegación diferida que plantea también una respuesta a la pregunta recurrente de: ¿cómo narrar? Esa voz atributiva o las marcas de la oralidad: el “le dijo”, “me dijo”, que insistentemente se impone abriendo una brecha que intenta tener al escritor a raya. Nada de primera persona, ni de escritor omnisciente ya que la escritura parte de un no saber y se constituye en esa deriva. Volver lo conocido en extraño, premisa formalista. Hacer de la historia familiar un relato ajeno. Dicha ajenidad es la base de una mirada estrábica, un principio constructivo que liga escritura y experiencia. Vivir vidas paralelas, escindir su subjetividad, mantenerse él en esa distancia de no reconocimiento y mirar a los otros, sus propios amigos, en un escenario completamente extraño. Una política de vida en el cruce con el existencialismo propio de los años de formación. Aunque también se aleja de Camus y por momentos de Sartre: “La idea sartreana, ¿qué puede La náusea ante un chico que se muere de hambre?, es moralizante y es un sofisma” (p. 205). Ese alejamiento le permite mantener una posición crítica que lo aparta incluso de sus propios compañeros de ruta: intelectuales, escritores, artistas.
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La militancia distanciada también es otra forma de sostener esa mirada reprobatoria. Mientras participa durante sus años de estudiante en la Universidad Nacional de La Plata como editor de una revista en una célula trotskista – en un clima hostil ante la presencia de la derecha católica, el grupo Tacuara, y la policía – no puede dejar de contemplar a sus compañeros como réplicas del modelo de captación evangelista. Aferrado a una suerte de consigna (no coincidir nunca, sospechar de toda afinidad) busca mantenersefiel a sus creencias, o a sus no creencias, un anarquismo intelectual que rechaza al gorilismo de la izquierda y la simplificación de los análisis marxistas que lo hace decir y preguntarse: “todo tiene que ver con todo”, “¿y quién decide dónde anda el pueblo?” (p. 42). El único modo de anexar su conciencia a la realidad es través de la escritura, de allí que la publicación de la revista Literatura y sociedad junto a su amigo José Sazbón pase a cobrar un interés vital en esos años. Una revista en la que trabaja arduamente, que edita una y otra vez ocupando un espacio vital durante meses porque tiene muchas expectativas respecto a su recepción ya que podría haber constituido un referente para cierto sector de la izquierda intelectual (allí confluyen ensayos de pensadores marxistas diversos Della Volpe, Goldmann, Lukács, hasta Sartre y Pavese). Pero esa empresa se frustrará debido a las condiciones políticas tras el golpe de estado al gobierno de Illía. En ese contexto, como un oráculo (imagen recurrente en su obra) declara: “Seguro vendrán años duros, en los que será necesario trabajar solo y en secreto” (p. 252). De modo que literatura, vida y política será un núcleo central en su obra que lo lleva armar diversos sistemas de lecturas: la novela negra, la ciencia ficción, la no-ficcion (De Chandler, Hammett, a Philiph Dick y Truman Capote). Entre sus reflexiones plantea que la novela policial es una condensación de lo social en donde se observa la tensión entre institución, ley y verdad. La ciencia ficción, a su vez, es réplica de la sociedad en tanto universo enrarecido (La ciudad ausente). La lectura de estos diarios nos permite armar un mapa epocal, en esto el texto tiene una densidad particular porque atraviesa los años 60 a través de la cartografía que despliega en su deriva el recorrido por bares míticos de esa generación, cines, calles, avenidas, pero sobre todo bares: “Pretendiendo ser la huella de una subjetividad -pero una huella que construye al animal que la deja-, los Diarios terminan siendo el involuntario testimonio de una época: no de una estructura de sentimiento (¡no existe tal cosa!) sino de un complejo de sensibilidad” (SCHVARTZMAN, 2017, p. 10).
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En un circuito en realidad reducido que por momentos se abre a La Boca o a Adrogué pero que básicamente se concentra entre la 9 de Julio y Riobamba. Una zona, como en Saer, que se traza y limita una y otra vez en sus recorridos. Las mismas calles, los mismos bares, como una escena de Glosa. Y en realidad aquí también se despliega esa escisión, entre La Plata (su lugar de trabajo) y la ciudad de Buenos Aires, su verdadero lugar.
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El espacio tiene un peso particular en esta autofiguración del escritor que se inicia, que está tras la búsqueda de un estilo y de reconocimiento. Por eso también dentro de esa cartografía los hoteles, pensiones, departamentos en los que vive definen por esos años una relación con el mundo. El encierro, otro de los escenarios de sus textos de ficción, tiene una importancia fundamental en la escritura. Aislarse para escribir, estar a contracorriente del ritmo regular de los horarios de trabajo. Comenzar de cero, no poseer nada. Y aunque rechace los estereotipos: el del escritor maldito, el del suicida, sigue una línea que lo emparenta directamente a Arlt (desesperación) y a Macedonio (pobreza, pensiones). Es esa posición anarquista la que lo lleva a tener una relación particular con el dinero, por lo menos en el Piglia/Renzi de estos años. Su amistad con Cacho, el ladrón de guantes blancos, no admite ningún juicio moral. Por el contrario, observa también en esa forma de vida algo del orden de la obsesión que lo impacta. Y, además, se lee en los diarios (también en el volumen 2) el proyecto de novela, Plata quemada, que muchos años después publicará: los ladrones de un banco que huyen a Montevideo y que acorralados por la policía deciden, en una suerte de orgía anticapitalista, quemar el dinero. Repetición, delegación de la voz, distancia y desdoblamiento. Todos estos procedimientos tienen como centro el relato familiar que le llega por vía materna. Y que por otro lado Renzi subraya una y otra vez: la infancia como paraíso perdido (¿y hasta dónde sigue a Proust?) y la figura del storyteller encarnada en su madre. Ese es el punto de partida y el punto de llegada. Un Hamlet de provincia que se nutre de los relatos familiares para leer también allí las figuraciones de la política en donde se dan cita locura, traición, enfermedad, mentiras. No es la acumulación de actos lo que define cada historia, al menos en el caso de la madre descubre una forma de narrar en donde toda causalidad esté elidida o al menos hasta determinado momento en que
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volviendo a contar una historia revela la verdad no dicha por el clan Maggi (la rama materna de la familia). Ese as en la mano que ella tenía guardado, como dice Renzi, obliga a volver a leer hacia atrás la historia del abuelo. Pero también lo lleva a aislar las historias individuales, en especial las que tienen que ver con el encierro de algunos parientes (y que toma para su ficción: cárceles, manicomios, hoteles, pensiones), para destilar ese núcleo de la experiencia. Allí encontramos a Marcelo Maggi que será el protagonista de Respiración artificial, quien huyó con una cabaretera. Y a una tía que decide no salir más de su casa, dedicándose interminablemente a tomar whisky y escuchar a Gardel. El secreto del abuelo Renzi y las causas del encierro no están dichas al comienzo y, en realidad, no interesan. Solo sus efectos, su intensidad, la producción de una realidad paralela, secreta, sobre la que se activa la escritura. Son series abiertas, fotos, dice el viejo Renzi, alejadas de toda introspección. Esas historias se vuelven a narrar con otros protagonistas y en escenarios diversos en los diarios y en las ficciones de Piglia, la reproducción de lo mismo lleva a extraer una forma común y tal vez a alcanzar un sentido (la historia de la nena autista en Respiración artificial, la máquina en La ciudad ausente). Todo gira insistentemente sobre un mismo tema, pero en realidad el relato no avanza o al menos no en el sentido del desarrollo de una trama y su resolución. El sentido se articula en la espera y lo no dicho. Como el archivo del abuelo: las cartas que no llegaron a destino de los soldados italianos en las trincheras durante la primera guerra mundial. Cartas incompletas que no se pudieron terminar ante el impacto de la artillería. Ese archivo, reaparece transfigurado en Respiración artificial, y es lo que determina la relación entre el tío y el sobrino de la novela (como vincula a Renzi nieto con Renzi abuelo). Aquí se arman dos sistemas que unen vida, política y escritura: el del abuelo que delega en su nieto el trabajo de ordenar las cartas, y el del archivo como resto, como memoria interrumpida, el corte brutal de una vida, las voces desesperadas que llegan del pasado – y aquí podríamos pensar en las voces de las mujeres al final de La ciudad ausente que van de Amalia a Evita Perón y Molly Bloom. Es una práctica de postergación porque es a la vez excusa para que el abuelo pueda contarle a su nieto una y otra vez la historia de la guerra. Un pacto, un acuerdo que sella los encuentros entre los
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dos Emilios. El abuelo sumergido en esa experiencia que suscita su permanencia en el relato oral y la lectura de las cartas, el nieto como escucha perfecto. Descifrar las cartas, otorgarles un final que nunca se plasma es una apuesta contra el vacío y de eso se tratan muchos de los relatos de Piglia.
2. Escenas de lectura
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La búsqueda de una poética, de un estilo definido está también ligada a las formas de leer. Varias reflexiones o escenas de lecturas recorren los diarios que buscan encontrar otra lógica de lectura: revivir la situación en que se leyó los libros, qué marcas dejaron. Y allí se juega la pulsión por la escritura: “Se escribe porque primero se leyó” (p. 18). La encarnación de la figura de escritor pasa por una autodesignación que busca modelos en la ficción; otra forma de desvío: no nominarse según los modelos reconocidos sino buscar ciertos comportamientos en los escritores ficticios (Dedalus), una “ficción privada”. Extrañamiento respecto del mundo, experiencias extremas en las que se hunde un escritor (Lowry que trabaja de fogonero), obra insignificante que produce efectos demoledores, son poses insistentes en este joven escritor que aunque huye de los modelos establecidos va creando su propia genealogía de escritores malditos (Dostoievsky, Gógol, Joyce, Arlt). La lectura como espacio íntimo parte de la configuración autobiográfica, revela su forma de entender la literatura, más cerca de Derrida de lo que en ese momento tal vez él se imaginara. Volver sobre sus lecturas, pero en especial sobre las notas, los subrayados, las frases incompletas, el uso de la última página como agenda, las marcas que a su vez se sobreimprimen a las de lecturas anteriores porque cambia el modo de leer: “Puedo ver cómo cambian las marcas, los subrayados, las notas de lectura de un mismo libro a lo largo de los años” (p. 27). Pero sobre todo hay una escena que inaugura el ciclo y que se encuentra atado a las figuras femeninas. Las primeras lecturas, no lo que se leyó sino lo que quedó fijado en la memoria. Esos primeros acercamientos de la mano de la madre y la maestra. Las escenas de ensayo de lectura en la cocina de su casa. La lectura que llega antes que la escritura:
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“Aprendemos a leer antes de aprender a escribir y son las mujeres quienes nos enseñan a leer” (p. 20). De allí la posibilidad de contar una vida a partir de esa serie de escenas: una condensación extrema de la vida y la literatura que no dejará de proliferar. Porque también lee por primera a partir de la pregunta de Elena: ¿qué estás leyendo?: esto es, armar una lectura que dé cuenta de una aguda reflexión sobre La peste de Camus (y que le sirva como arma de seducción, tema recurrente en los diarios: literatura y amor sería otra de las series que se puede armar a partir los diarios). Nada de Camus antes, la pregunta de la chica es la que lo hace salir corriendo a comprarse el libro y a leerlo afiebradamente por la noche. Pero también otra serie: lectura y viaje. El viaje leído, la lectura de viaje que escenifica su misma travesía a la Patagonia con el abuelo: “Voy en un tren y tengo el libro abierto sobre una pequeña mesa /…/. Leo Los hijos del Capitán Grant de Julio Verne. No recuerdo cómo descubrí esa novela que cuenta una travesía por la Patagonia mientras yo atravesaba la misma Patagonia que leía” (p. 21). Más allá de la ficción, el diario configura estas series en donde azar, contingencia y tradición (el relato de la voz femenina) confluyen en la infancia como origen de la lectura. A los tres años, sin saber leer todavía, se sienta en la vereda, en el umbral, a mirar un libro de tapas azules hasta que una sombra se acerca y le señala que el libro está al revés. Esa presencia fantasmática se le otorga a la figura de Borges, quién otro sino él podría haber hecho esa observación a un niño que imita el acto de leer. Esa sombra agigantada ante la mirada del niño define también una relación con el maestro y lo que significó particularmente en los años de formación de Piglia. Fantasma que aparece en el universo infantil, pero en el prólogo escrito muchos años después. Una forma de hacer ingresar al espectro borgeano:es decir, una idea fuerte de la literatura, un modelo con el que mantiene una relación problemática. Una figura que retorna una y otra vez en la literatura nacional y que sigue dejando su huella incluso después de muerto. El diario intervenido desde el presente (2012 es la fecha de dicha intervención) incluye una vuelta de tuerca porque arma una escena de lectura casi a modo de final de esta serie. Ese Renzi envejecido y enfermo abandona el bar con su interlocutor (¿el propio Piglia?) y se dirige a su estudio donde realiza la lectura de estos diarios: “Estaba
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mal de una mano y le costaba escribir. Leyó con voz tranquila, una entrada de su diario escrita cincuenta años antes” (p. 122). Entrada que conduce al otro Renzi, el abuelo, y a sus lecturas de las cartas en la se incluye ahora el sonido de su voz: Martes 7 de marzo de 1962 De hecho varias veces en los años siguientes pasé días enteros leyendo las cartas y las postales y las notas de mi abuelo, e incluso escuchando las grabaciones con la voz del Nono dando su versión de los hechos. (p. 122)
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Una iluminación: hacer ingresar al diario la presencia del viejo Renzi que lee lo que él mismo escribió en 1967 y que llama la prehistoria de su vida. Otra vez la repetición que insiste en volver al espacio de la infancia: Adrogué, pero el contexto de lectura es el 2007. Lectura de la escena de lectura: esta duplicación es otra forma de la voz delegada (Piglia-Renzi-Renzi el abuelo) que consiste en dramatizar la distancia entre el Yo y el lenguaje. De enfrentarse a la paradoja autobiográfica: “yo pero no yo”, diario de la experiencia que solo se puede contar a través de desvíos, elipsis, digresiones. Y de eso se trata la verdad, si es que hay una verdad de la vida. Porque en definitiva, es el lector el que debe descifrar o recomponer los sentidos escamoteados. Intervenir con su lectura aceptando o rechazando las emboscadas, las distorsiones y hasta la realidad recreada. “Es preciso acorralar las presencias tan esquivas en todos los rincones, saber que ciertos escamoteos, ciertos énfasis, ciertas traiciones del lenguaje son tan relevantes como la ‘confesión’ más explícita” (p. 336). Cerrar el ciclo, inventar un final posible, suscitar en el lector la tarea imposible de colocar un punto final o insistir en la postergación. Pero Piglia también se ha guardado un as en la manga y designa una lectora por encima del resto, no una última lectora (como son los lectores desesperados de El último lector) sino “La lectora de su vida: Beba Eguía”. En esa dedicatoria con la que se inician los diarios se condensa definitivamente la relación entre lectura y vida. Colocar a Beba, su esposa, en ese lugar es más que un reconocimiento, es la síntesis de un vínculo; en definitiva, se necesitan siempre dos en este escenario de lectura: el que lee y las ficciones de vida de un personaje que atraen esa lectura.
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La forma de una vida literaria: Ricardo Piglia
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Mónica Bueno2
Universidad de Mar del Plata
Nuestra ética y nuestra estética se derivan de las necesidades de nuestra lucha. Bertold Brecht
Le pedimos al lector que recuerde el epígrafe porque volveremos a él. Ahora nos interesa una afirmación de Carlos Marx: “Si los sentimientos, pasiones, etc. del hombre no son solo determinaciones antropológicas en sentido estricto sino afirmaciones esenciales (naturales) verdaderamente ontológicas, y si solo se afirman realmente por el hecho de que su objeto es verdaderamente sensorial para 1 Una versión abreviada de este artículo fue presentada en la Conferencia como profesora invitada en el I Congresso Internacional e o XVI Nacional Modernismo e Marxismo em Época de Literatura Pós-autônoma. UFES, Vitória, octubre de 2014. 2 Doctora en Letras por la Universidad de Buenos Aires.
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ellas, se entiende así que la forma de su afirmación no es en absoluto una y la misma, sino más bien la forma diferenciada de la afirmación construye la particularidad de su existencia, de su vida”. Más adelante agrega: se trata de “la existencia de objetos esenciales para el hombre, tanto en cuanto objeto del goce como de la actividad”. (MARX, 2003, p. 77)
Es en el tercero de los Manuscritos económico-filosóficos de 1844 donde Marx sostiene esta idea de “los objetos esenciales” para los hombres y es un disparador para hablar del dinero, la propiedad y Shakespeare. Nos quedamos con esta idea de “objetos esenciales” y la trasladamos a la figura de un hombre que se pone a escribir literatura. ¿Cuáles son los objetos esenciales de un escritor?
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“El escritor pertenece a la obra” declara Roland Barthes y revela en la figura el acto de escribir (BARTHES, 1984, p. 31). Subjetividad definida en el acto decisivo, apremiante de hacer escritura de la experiencia. Escribir es un verbo que impugna, al mismo tiempo, la transitividad de su acción – esto es el objeto sobre el que se escribe – y su intransitividad, es decir, el propio escritor. Cuánto de su época, de su lugar elige un escritor en la construcción de esa voz media, ese espacio que la sintaxis nos muestra entre la actividad del sujeto y su pasividad, epifanía de la literatura. La mónada de la “vida literaria” que se diseña en ese trazo transfigura esos “objetos esenciales” de los que hablara Marx y les hace decir algo de lo que no quieren hablar. Al mismo tiempo, la literatura describe la forma de otros objetos, elididos u olvidados. Se podría pensar que la poética de un escritor está marcada por la forma de este universo de objetos, por los atributos que el escritor le asigna y por la colocación de su propia figura. Ricardo Piglia siempre se ha definido como un escritor de izquierda. ¿Qué significa eso hoy en la Argentina? ¿Cómo una vida revela esa decisión?
Los libros. El lector Ricardo Piglia Hace dos años, en un suplemento literario, leía una entrevista a un escritor noruego llamado Karl Ove Knausgård que escribió una obra descomunal y autobiográfica con el polémico título de “Mi lucha”. Su primer tomo se presentaba en Buenos Aires. El escritor cuenta que
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el libro iba a titularse Argentina. Dice: “yo siempre tuve un sueño sobre la Argentina. Toda mi vida. Aunque nunca estuve ahí, para mí la Argentina es la literatura”. Más allá del exotismo del noruego, la analogía me pareció disparadora. Si la Argentina es la literatura, la literatura argentina es un territorio construido por sobre otro territorio. Nuestros grandes escritores son entonces extraordinarios arquitectos o ingenieros. La poética de Ricardo Piglia tiene una ingeniería precisa de intervención, relectura y colocación de la tradición propia y ajena. Pero además construye un tono, o mejor dicho muchos tonos en esa relación del narrador con la historia que narra. Es una música disonante, a veces apasionada, otras irónica, también elegíaca.
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Nuestro colega Edgardo Berg lo ha definido con claridad: “En la novela de Piglia nada parece casual y el libro no podrá pasar de mano en mano como un objeto cómodo. Siempre habrá un relato valija que nos lleve a otro lugar, una palabra llave que nos permita abrir alguna puerta” (BERG, 2003, p. 35)3. Ricardo Piglia diseña su figura de escritor en el medio de esa alianza que Barthes ha marcado con los términos ecrivain- écrivant. El ecrivain es “un hombre que absorbe radicalmente el porqué del mundo en un cómo escribir”. “Los écrivants, por su parte, son ‘hombres transitivos’, plantean un fin (dar testimonio, explicar, enseñar) cuya palabra no es más que un medio; para ellos la palabra soporta un hacer, no lo constituye.” (BARTHES, 1987, p. 177) El ecrivain/ écrivant es una figura bifronte, paradójica que hace de su experiencia algo singular y, al mismo tiempo, profundamente humana. Podemos pensar que esa experiencia hecha puro lenguaje es una especie de negociación con un estado de la lengua. La experiencia social con el lenguaje – el estado presente de la lengua – resulta el punto de inflexión de la constitución del estilo de un escritor. La colocación de Piglia como escritor tiene dos indicaciones precisas: su huella de lector de la que ha hecho ejercicio preciso de su escritura, laboratorio de su literatura y, por otra parte, su ética de las acciones que define su posición de izquierda. Planteamos aquí una 3 Este dispositivo deleuziano del “relato valija” con el que Berg lee la novela de Piglia nos estimula para pensar su poética de un modo fractal: una magna ópera cuyas partes dialogan y se reclaman.
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mirada genealógica y encontramos un punto nodal en esta arquitectura literaria. Nos referimos a la revista Los Libros. Desde sus inicios en los meses de 1969 que siguieron al Cordobazo4, Ricardo Piglia perteneció al Comité Editor, junto con Carlos Altamirano, Beatriz Sarlo, Héctor Schmucler su fundador, entre otros, hasta 1975. La revista deja de publicarse poco después del golpe de estado de 19765. Es posible ver en las intervenciones de Piglia ciertas marcas que indican su particular poética y la definición de literatura que esgrime en su poética. Coincidimos con Jorge Wolff: “Específicamente en Los Libros – sólo uno de los diferentes periódicos en los que entonces publicaba – sus intervenciones son cuantitativamente escasas, pero ideológicamente decisivas para el diseño del perfil de la revista, de etapa en etapa, en exactos diez textos.” (WOLFF, 2009, p. 152).
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Elegimos algunos de sus artículos que indican su política de écrivant. Su mirada crítica tanto sobre la tradición argentina cuanto sobre la tradición norteamericana definen esa posición. En “Una lectura de Las cosas concretas” analiza la novela de David Viñas y en el análisis de la novela ajena, deja ver su propia perspectiva sobre la literatura y el mercado. “La literatura que actúa en la legalidad del mercado es el reverso del discurso clandestino silencioso de la práctica revolucionaria” concluye (PIGLIA, 1969, p. 3). De esta manera lee la tradición literaria como un doble circuito, un anillo de Moebius que se reconoce y se rechaza. Su trabajo sobre la narrativa norteamericana, en este sentido, es complemento de esa doble implicancia ya que reconoce 4 Importante movimiento de protesta obrera y estudiantil ocurrido en mayo de 1969 en la ciudad de Córdoba, que dio lugar a una fortísima represión y a violentos enfrentamientos. El episodio, de enorme valor simbólico, fue el inicio una ola de movilización social que se prolongó hasta 1975. 5 Los Libros, Nº 1, julio de 1969, p.3. Disponible en: <http://izquierda.library.cornell. edu/> Patricia Somoza y Elena Vinelli, “Para una historia de Los Libros”, prologa la edición facsimilar de los cuatro volúmenes de la Revista Los Libros. Buenos Aires: Biblioteca Nacional, 2011, pp. 9-19. En la introducción a la serie de entrevistas que Patricia Somoza y Elena Vinelli realizaron a los principales protagonistas de Los libros y que antecede a la edición fascimilar, las entrevistadoras señalan: “En julio de 1969 empieza a ser editada la revista Los Libros. Fundada y dirigida por Héctor Schmucler, que acababa de llegar a la Argentina luego de estudiar en Francia con Roland Barthes, la revista toma como modelo la publicación francesa La Quinzaine Littéraire. Nos interesa resaltar que este “collage de entrevistas” que Vinelli y Somoza realizaron forma parte de una investigación mayor próxima a publicarse bajo mi dirección y la del Dr. Miguel Taroncher.” El sentido de la experiencia en las dictaduras de Brasil y Argentina” es el título de esa investigación financiada por la Secyt de la UNMdP.
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en esa tradición “zonas de aislamiento en el interior de la estructura, espacios de resistencia y de oposición a la voracidad del sistema”. Piglia lo ha señalado en varias entrevistas: lee la literatura como un modo de pensar lo social y no al revés. Juega con la irreverencia que Borges reclamaba en su célebre ensayo “El escritor argentino y la tradición”. El margen, pedía Borges, debe ser un lugar productivo por transgresor de los modelos centrales. Las dos frases que marcamos en estos dos artículos de Los libros resultan, entonces, fundamento de su poética.
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Ricardo Piglia relee las marcas del pasado propio y resignifica las huellas del relato nacional en función de esa postulación borgeana. En la relectura de la tradición cultural argentina, señala Piglia, a partir de Lugones, está enmarcada la crisis del modelo de Sarmiento y la inversión de la dicotomía: donde antes estaba la civilización, la ciudad, se encuentran ahora los inmigrantes, los bárbaros. La civilización hay que ir a buscarla al campo, nos dice. Según Piglia, podríamos incorporar en esta zona otro polo, la vanguardia, que forma parte del mismo contexto de crisis de las grandes líneas del pensamiento liberal que define la tradición cultural en el siglo XIX. Macedonio Fernández y Roberto Arlt funcionan como un reverso de Lugones, en polémica al mismo tiempo con Lugones y con la tradición liberal. Esta conjetura de Ricardo Piglia supone un tipo de noción nueva de lo que es la historia de la cultura, la historia de la literatura. Piglia elige un legado. Sarmiento, Arlt, Macedonio Fernández Witold Gombrowicz son algunos de los nombres del elenco que elige. No solo son los nombres propios los que señalan su particular uso de la tradición sino la perspectiva y la colocación de esas figuras. Por ejemplo, Para Piglia, Macedonio Fernández constituye “una nueva enunciación” de “una manera distinta de ver las relaciones entre política y literatura” (PIGLIA, 1993, p. 178). “Quiero decir que Macedonio definió las condiciones para una poética de la novela en la Argentina y estableció en el Museo de la Novela de la Eterna las bases para una historia del género” concluye (PIGLIA, 24, p. 1997). El número de Los libros de septiembre de 1972 comienza con un editorial titulado “Hacia la crítica” que formula la posición del Comité de la revista al respecto:
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Los Libros se inscribe en una zona que se define por la producción de ideologías (en la que se ubica el campo de “lo cultural”) para diseñar una propuesta: la crítica a la forma de producci6n de la cultura dominante. Y esto significa articularse en el contexto de la lucha de clases en la Argentina. (LOS LIBROS, 1972, p. 3)6
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Ricardo Piglia en el inicio de su intervención afirma: “Parafraseando a Gramsci podríamos decir: ‘todos los que saben escribir son ‘escritores’, ‘ya que alguna vez en su vida han practicado la escritura. Lo que no hacen es cumplir en la sociedad la función de escritores” y agrega “A mi juicio, preguntarse por esta “función” es (aparte de tener en cuenta sus efectos ideológicos) analizar los códigos de clase que decretan la propiedad de lo literario a partir de un recorte, que en el conjunto de los textos escritos, señala como “literatura” a un cierto uso privado del lenguaje.” (PIGLIA, 1972, pp. 6-7). La cita de Gramsci y la definición propia de literatura son hitos del recorrido de su vida literaria y son procedencias claras de su colocación con respecto al Estado pero también en relación con la vida académica, los circuitos y las exhibiciones y las intervenciones. Piglia ha diseñado un movimiento tanto de su figura como de su literatura que es siempre imprevisible, inasible y que destruye cualquier fijación. Sorprende, incomoda y genera polémicas. “Notas sobre Brecht” en el número 40 de la revista es otro hito de esta cartografía que intentamos diseñar “La aparición de los trabajos inéditos de Bertolt Brecht sobre la literatura y el arte es sin duda uno de los acontecimientos más importantes en la crítica marxista desde la publicación de los cuadernos de la cárcel de Antonio Gramsci” (PIGLIA, 40, p. 1972). Así comienza Piglia el artículo. La marca brechtiana de su poética tiene en su lectura del escritor alemán dos huellas indelebles: la contradicción entre capitalismo y arte, por un lado y la definición revulsiva del realismo entendido como aquel capaz de producir otra realidad, por otro. Ahí creemos ver la forma de la ficción que es, para 6 La posición de la revista marca la intención de debatir el lugar de la crítica cultural. Al respecto señalan: “Este número de Los Libros ha tomado como eje temático a la crítica, para tratar de explicitar de qué manera se articula hoy esta problemática en la Argentina. Nos interesaba averiguar algo sobre lo que las preguntas realizadas explicitan y sobre lo que se evoca en este texto. Las preguntas fueron formuladas a Noé Jitrik, Santiago González, Adolfo Prieto y David Viñas, que no contestaron. Obtuvimos las respuestas de Aníbal Ford, Luis Gregorich, Josefina Ludmer, Ángel Núñez y Ricardo Piglia, incluidas a continuación” Cfr “Hacia la crítica”. Los libros, Para una crítica política de la cultura, año 4, n. 28, setiembre de 1972.
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Piglia, un dispositivo político. El concepto de utopía de Ernst Bloch será otro elemento fundamental y complementario para entender su concepto de ficción. Para Piglia, la novela no sólo narra la tensión entre lo real y lo ficcional sino que es un procedimiento básico de construcción de lo no-real, de lo que todavía no es. La huella blochiana de lo aún no acontecido se muestra en esta idea del acontecimiento que la literatura puede mostrar como “conciencia anticipadora”7. En varias entrevistas se ha referido a esta posibilidad de la ficción literaria, en sus ensayos ha desarrollado esta premisa pero también en sus novelas y cuentos ha puesto a funcionar las formas del “espíritu utópico” de Ernst Bloch (Basta recordar Respiración artificial). El artículo de Piglia publicado en el número 25 de Los libros “Mao TséTung, práctica estética y lucha de clases” tiene un epígrafe de Brecht que resulta una suerte de condensación de su análisis (PIGLIA, 1972, pp. 22-26)8. Piglia lee en las reflexiones de Mao las respuestas a
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las preguntas fundamentales del escritor “¿Para quién escribir? ¿Desde dónde? ¿Quién nos puede leer?” Podemos ver, cuarenta años después, que sus preguntas son clave para entender las acciones de su política de escritor. En sus conclusiones aparece con claridad la marca de su poética: “Una práctica revolucionaria “en el arte y la literatura” debe tener en cuenta este momento productivo, experimental, de trabajo contra el “verosímil”, declara al final del artículo (PIGLIA, 1972, p.26). Esa decisión del experimento como dispositivo fundamental es su ejercicio de la literatura y explica la variedad de sus tonos, del uso de los géneros y las formas.
7 En El Principio Esperanza, Ernst Bloch desarrolla su peculiar concepto de “función utópica”. Es interesante observar cómo, para Bloch, ciertas producciones artísticas, Fausto, Don Juan, Hamlet, Don Quijote, por ejemplo, encarnan el “espíritu utópico”. “Esperanza”, “posibilidad”, “conciencia anticipadora” son elementos de esa red ontológica que Bloch diseña y que fundamenta el peso de lo “aún no acontecido”. Piglia toma esta resignificación del concepto de utopía en clave marxista. 8 “El arte es una práctica social, con sus· características específicas, y su propia historia: una práctica entre otras, conectada con otras. Bertolt Brecht” Cfr. Mao TséTung, práctica estética y lucha de clases”. Los libros, Para una crítica ·política de la cultura, año 3, no 25, marzo de 1972.
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Su lectura del marxismo, sus cuestionamientos, su interés en el debate marcan esa productividad de los conceptos que definen siempre su mecanismo descolocación – colocación de las cosas del mundo, muy parecido al de Borges. La diferencia entre uno y otro está en las constelaciones de análisis que implican la mirada ideológica de cada uno. La voluntad de debatir es también en Piglia una práctica constante. Transcribimos la cita del final del artículo: Sofocada por el monolitismo administrativo y burocrático de estética stalinista, esta corriente alcanzó, sin embargo, a crear una nueva alternativa: desde allí tenemos que leer, no sólo a Mao Tse-tung, sino también a Marx, a Lenin, a Trotski, a Gramsci, porque este ejercicio de relectura de los clásicos quizás ayude a sacar el debate marxista sobre “arte y literatura” del lugar ciego en el que lo anclaron a la vez el stalinismo y el liberalismo (momentos internos de un mismo pensamiento revisionista que puede mostrar su paradigma en las opiniones de Krutschev sobre arte que el PC argentino diera a conocer en 1963). (PIGLIA, 1972, pp.22-26)
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De esta manera, la literatura de Piglia y sus ejercicios de pensamiento y debate han sabido construir y ampliar su “comunidad de lectores”. Su relación con los críticos, sus intervenciones en la cultura popular y en los medios de comunicación, sus conferencias, su actividad como editor son acciones claras que definen esa comunidad pero también indican su vocación ética. Hay en él un sentido del deber de intelectual. Piglia cierra el artículo con la cita de Brecht que utilizamos como epígrafe de nuestro trabajo. En este sentido, si las intervenciones públicas de Piglia son fundamentales, sus omisiones y renuncias son indicativas de su política de escritor. Los libros también exhibe ese gesto siempre autónomo de su figura de écrivain-écrivant. En el número 40, el mismo donde sale su artículo sobre Brecht, Piglia renuncia al Comité de Dirección de la revista por divergencias políticas con Sarlo y Altamirano: “apoyar a Isabel Perón y pensar que la presidenta resiste la ofensiva golpista es no tener en cuenta que la política represiva, reaccionaria y antipopular de Isabel Perón, en verdad favorece el golpe de estado y alienta a los personeros de ‘imperialismo yanqui que trabajan por la restauración” señala en forma contundente. La respuesta de Sarlo y Altamirano aparece a continuación9. 9 Citamos algunos fragmentos de esta respuesta que muestra, por otra parte, la particular
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Crítica y ficción La posición de lector crítico que Piglia diseña para sí, en los años setenta (podríamos agregar Punto de vista y otras intervenciones de Piglia en un periodo político particular de la Argentina) exhibe procedencias insoslayables de su poética. Ficción, teoría y crítica encuentran en el espacio de su escritura alianzas peculiares. Desde su primera novela Respiración artificial, Piglia define esa marca de lo real que reconocía en Brecht. Desde Tinanianov a Wittgenstein, los traslados se hacen evidentes; la estrategia de la erudición encierra estas postulaciones teóricas ficcionales que llevan indefectiblemente el estigma borgeano.
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Como decíamos más arriba, en diferentes entrevistas, en sus trabajos críticos, Piglia ha sostenido una política de la literatura frente al Estado. Esta política implica definitivamente una política de la lengua. Lo ha dicho hasta el cansancio y lo ha llevado a la práctica: no es sólo su preferencia por personajes ubicados en el margen, no es sólo su reiterada fascinación por las locas pitonisas, se trata de un ejercicio que se hace militancia. Interrogado sobre la especificidad de la ficción, Piglia responde: “me interesa trabajar esa zona indeterminada donde se cruzan la ficción con la verdad” (PIGLIA, 1993, p. 12) y agrega en los noventa “la Argentina de estos años es un buen lugar para ver hasta qué punto el discurso del poder adquiere a menudo la forma de posición de Sarlo y Altamirano con respecto al peronismo y que resulta sorprendente, cuanto menos, respecto a la colocación que esgrimen hoy como intelectuales en relación con el gobierno peronista de Cristina Fernández. “Compañero Ricardo Piglia: Después de dos años de trabajo conjunto en Los Libros, a partir de su número 29 hasta hoy, las diferencias que pudieron superarse en otros momentos se convierten ahora en contradicción que no puede resolverse en el marco de la revista. Así es. La caracterización correcta del gobierno peronista, de la coyuntura actual y, en consecuencia, de las políticas concretas que debemos desarrollar los revolucionarios y patriotas argentinos son el eje fundamental de nuestras discrepancias. Nosotros pensarnos como vos que Isabel de Perón no debe ser confundida con el imperialismo yanki y sus aliados locales, es decir con el enemigo principal. Pero pensamos además que la acción del gobierno peronista hegemonizado por un sector de burguesía nacionalista y tercermundista no puede ser definida políticamente al margen de la actividad conspirativa del imperialismo yanqui y del socialimperialismo soviético. Y debe ser instructivo para nosotros que dos viejos socios de esa coalición antipopular que fue la Unión Democrática, el diario La Prensa y el partido comunista revisionista, exijan a su manera y según los intereses de sus mandantes “salidas” a la actual situación. (…) Pensamos que sólo el pueblo hegemonizado por la clase obrera puede asegurar el desenlace positivo de la actual situación y que las masas organizadas y armadas son la única garantía de un triunfo definitivo.
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una ficción criminal” (p. 13). Frente a este lenguaje que enmascara la verdad con la forma de una ficción que nos torna paranoicos, la literatura resulta para el escritor un lugar revulsivo, contraideológico que en las construcciones ficcionales encierra las formas de lo posible10. Para Piglia, la literatura es Scherezade: resiste las leyes del poder. Pensar mundos alternativos es privilegio de la Filosofía, llevarlos a la práctica, obligación de la Política, relatar sus extravagancias y diferencias, fundamento de la literatura. La ciudad ausente es una novela-máquina y formula, en esa paradoja, a la modernidad. Dónde empieza el relato de la ficción y dónde están sus límites son preguntas impertinentes en la sintaxis del mundo creado en la paranoia de una ciudad que no está pero que se muestra en los relatos.
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En La ciudad ausente muchos relatos se pierden, se fragmentan, se esfuman porque la máquina no puede parar (la máquina es una mujer Elena la Eterna de Macedonio, Eva (Perón), en definitiva, la Sherezade que habla e interpela al poder). El relato de la isla es uno de los últimos (Piglia publica este relato como uno de los “Cuentos morales” en 1997). Si en “Tlön Uqbar Orbis Tertius”, el famoso cuento borgeano, la metafísica es una rama de la literatura fantástica, en la isla de Finnegans, la linguística es la religión ominosa, la ciencia omnipresente. Una teoría del lenguaje encierra una teoría sobre la formas de vida. Desde Wittgenstein lo sabemos. En esa isla, la multiplicidad de formas vida se da en la superposición de lenguajes. Si un hombre y una mujer se aman en una lengua, se odian en otra, nos cuenta la máquina. La ficción de la isla anula la brecha entre lo posible y lo imposible porque todas las posibilidades coexisten por la simple efectuación de la lengua. Utopía de la anulación de la univocidad de lo real, política de la ficción frente al lenguaje del Estado. Las coordenadas del tiempo y el espacio se anulan mutuamente por la superposición de lenguajes. Los lenguajes siempre están aunque sean restos o vestigios del pasado. En las lenguas exiliadas, cifradas o perdidas se encuentran, para Piglia, las fisuras del discurso que acota lo real.
10 Completamos la cita: “...no hay campo propio de la ficción. De hecho todo se puede ficcionalizar. La ficción trabaja con la creencia y en este sentido conduce a la ideología, a los modelos convencionales de realidad” Cfr. “La lectura de la ficción”, en Crítica y ficción. Buenos Aires: Siglo Veinte, p. 15.
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La isla de Finnegans ingresa en el terreno de la imposibilidad lógica. “El hombre posee una capacidad innata para crear símbolos” dice Wittgenstein “sin tener la mínima idea de lo que significa cada palabra”; en la isla la proliferación de esta posibilidad se exacerba. De esta manera la imagen de la realidad como un edificio sólido se desvanece. “Dicen lo que quieren y lo vuelven a decir, pero ni sueñan que a lo largo de los años han usado cerca de siete lenguas para reírse del mismo chiste” a e inestable porque inestable es el lenguaje que la nombra. La distorsión de las lenguas es la distorsión del tiempo y del espacio y la irregularidad de una ciudad que muta y siempre se define por lo que ha dejado de ser. En la isla, esta ciudad ausente es casi como un secreto. Los ritos de los hombres quieren recuperarla y con ella el sentido primero, el sentido de patria11. Es en este punto cuando el
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texto deja ver su dimensión utópica: despierta detrás del desideratum la anticipación de lo que todavía no ha llegado a ser. La imposibilidad lógica se vuelve posibilidad utópica porque muestra los contenidos no aparecidos y también los no decididos. Magia de la literatura de Piglia que diseña ficciones que revelan lo aún no acontecido. Volvamos a Ernst Bloch: No hay realismo que merezca tal nombre si prescinde de éste, el más intenso elemento de la realidad en tanto que inacabada. Sólo la utopía socialmente lograda puede dar precisión a aquella pre-apariencia en el arte. (BLOCH. 1977, p. 122)
Esta pre-aparencia en el arte a la que se refiere Bloch es la que sustenta la política de la ficción que Piglia esgrime. Política de los lenguajes que agrietan, exploran y continuamente redefinen lo real, trabajando el complot dentro de la institución literaria. Un compromiso político es para Piglia un compromiso con la ficción. Si la literatura es un no lugar productivo de todas las posibilidades – las deseadas y las necesarias – el escritor exaspera las formas de buscarlas. “El mejor de los mundos posibles” debe tener un lenguaje; todos los mundos posibles pueden tener todos los lenguajes. 11 “Si llega a captarse así y si llega a fundamentar lo suyo, sin enajenación ni alienación, en una democracia real, surgirá en el mundo algo que a todos nos ha brillado ante los ojos en la infancia, pero donde nadie ha estado todavía: patria” Esta afirmación a un tiempo, utópica y poética, no es de la novela de Piglia, pero podría serlo. Se trata de Ernst Bloch que postula su utopía social. El principio esperanza, tomo III, Madrid: Aguilar, 1977.
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La figura de la isla nos parece una condensación de su ingeniería, un efecto de su poética, un diseño perfecto del tono polifónico de su literatura argentina. Ahí vemos también las resonancias de sus lecturas de Brecht, Gramsci y Mao, su posición frente al marxismo y su mirada siempre peculiar y corrosiva de la forma de una tradición. Esta ficción que nos propone la isla trabaja con el presupuesto, como decíamos antes, de la imposibilidad lógica. Si una de las marcas características de la utopía es la diferencia y esa diferencia se pone en evidencia en la formulación de un lenguaje, la isla de Piglia establece la diferencia por exasperación del absurdo de la mutación existente en todo lenguaje. Por otra parte, Piglia ha puesto a prueba la relación de la utopía con la ficción en Respiración Artificial y, por supuesto, ha elaborado una teoría12. La diferencia se muestra sobre todo en la
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construcción de un lenguaje que anula la lógica de la retórica del poder. En la serie utópica, Gabriel de Foigny es el que llega más lejos en la descripción de ese lenguaje13. Como Borges en Tlön, como Foigny en su utopía, Piglia describe un sistema lingüístico que se basa en la simultaneidad, la pérdida y la memoria. En la descripción de ese complejo sistema está la clave de la crítica política que toda utopía despliega, está el complot que desde la literatura las ficciones organizan para desenmascarar las otras ficciones que desde el poder, desde el Estado, se cuentan como verdaderas, Los nudos blancos de la ficción existen en ese entramado lingüístico que Piglia ensaya con la metáfora de la isla; esos nudos apretados se instalan en la estrecha marca de sus lazos para trabajar el libro del mundo desde el lenguaje que lo 12 Citemos y luego comentemos: “Ahora bien, he pensado hoy: ¿Qué es la utopía? ¿El lugar perfecto? No se trata de eso. Antes que nada, para mí el exilio es la utopía. No hay tal lugar” dice Osorio. Y más adelante aclara: “La utopía de un soñador moderno debe diferenciarse de las reglas clásicas del género en un punto esencial: negarse a reconstruir un espacio inexistente”. Ossorio decide colocar la utopía en el tiempo porque como hombre del siglo XIX desecha la alternativa en el espacio para apostar al desafío del tiempo futuro. Lo sabemos “las utopías tienen horarios” (Bloch). Lo sabe Piglia que en La ciudad ausente retoma la idea que descarta Ossorio y construye la isla. Cfr. Respiración Artificial. Buenos Aires: Seix Barral, 1994, pp. 77-79. 13 Pierre-Francois Moreau en La utopía. Derecho natural y novela del Estado, señala que Gabriel de Foigny en su Tierra Austral el lenguaje que inventa es “solamente uno de los tres sistemas de comunicación (...). Su lengua no es solamente extraña; también es simple y bien hecha, y tan bien hecha que revela mejor que la nuestra la naturaleza de las cosas. Lo extraño, es, pues, signo de superioridad.” En la extrañeza de ese lenguaje reside también la crítica política de la utopía a los modos de representación de una sociedad. Cfr. Buenos Aires: Hachette, 1986, pp. 55-56.
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nombra y que siempre es una lengua cifrada14. Pavel nos propone una distinción interesante entre los mundos de ficción que la literatura nos ofrece: aquéllos que se postulan como bases de ida y vuelta al mundo existente, por un lado y los que apuestan a quemar las naves e instan a la investigación y la aventura15. Esa isla que encierra todos los lenguajes pertenece a la segunda de las opciones: uno puede decidir ser un náufrago que se lanza a la aventura de desbordar una homogeneidad apócrifa, inventada por el discurso de la globalización. Entonces surge esa posibilidad utópica de la que nos habla Bloch, como el ángel de Klee, Piglia nos propone dar vuelta la cabeza hacia el pasado y tender la mano hacia el futuro. Buscar en el lenguaje lo que no está y alguna vez estuvo es también construir la posibilidad ontológica de lo real y desechar la absolutización ideológica del presente como un tiempo homogéneo y sólido.
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El final de la novela es indicativo: para Piglia, la literatura es una máquina – mujer eterna, infinita y contestataria. (“Estoy llena de historias, no puedo parar”). La insistencia es privilegio de la literatura: Las formas están ahí, las formas de la vida, las he visto y ahora salen de mí, extraigo los acontecimientos de la memoria viva, la luz de lo real tittila, débil, soy la cantora, la que canta, estoy en la bahía, en el filo del agua puedo aún recordar las viejas voces perdidas, estoy sola al sol, nadie se acerca, nadie viene, pero voy a seguir.
La tercera persona en el próximo milenio: el lugar de la literatura “Su obra – como la de T. Bernhard o la de Samuel Beckett – está situada del otro lado de las fronteras, en esa tierra de nadie que es el lugar mismo de la literatura...” dice Ricardo Piglia de Juan José Saer. Si plagiamos su frase y la pensamos para él, podemos decir que esa tierra es una isla proliferante, múltiple donde un viajero puede arribar en cualquier momento, es también la marca de “la vida literaria”. En 14 Dice Piglia: “Los espías y los poetas escriben en una lengua cifrada. El más complejo de los sistemas de cifrado trabaja con permutaciones lineales del alfabeto (en lugar de A pone B, en lugar de C pone D). A menudo, sin embargo, estas modificaciones son arbitrarias” En esta frase resume la ficción de la isla y deja ver su política acerca de la literatura. Cfr, “La cita privada”, en Crítica y ficción, op. Cit., p. 76. 15 Cfr. PAVEL, Thomas G. Mundos de ficción. Caracas: Monte Avila, 1991, p. 106. Al respecto, una cita para completar: “Los márgenes, los territorios, los asentamientos de ficción, todo esto clama por viajeros metafóricos”
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esa siempre nueva relación entre la vida y la literatura, Piglia dibuja en “una magna ópera” sobre el relato de la experiencia que encuentra sentido en la escritura y que tiene algunos movimientos constitutivos: la tradición, el secreto, el complot, la máquina. En su relato, la imagen del tiempo que se expande o se reduce, que destella como una epifanía o desaparece está la inexorable huella de su poética.
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En “Tres propuestas para el próximo milenio (y cinco dificultades)”, Piglia define su utopía literaria pero también determina su búsqueda. Como vimos, “crítica”, “ficción” y “teoría” son zonas de su universo que se reclaman y se corresponden; delinean, de esta manera, la relación entre política y literatura. Las tres propuestas: la búsqueda de la verdad como horizonte político, la distancia de la palabra propia y el desplazamiento a la ajena y, finalmente, la lengua privada de la literatura frente a los usos oficiales del lenguaje, son evidentes dispositivos de su poética y dibujan el perfil del “escritor de izquierda”. Sus “objetos esenciales” (aquellos que Marx reconoce en la vida de los hombres) son aquellos que lo instalan en el mundo y definen la forma de su vida literaria. Es por eso que vuelve a Brecht una y otra vez porque las dificultades, para Piglia, para Brecht, implican la marca política: En “Cinco dificultades para escribir la verdad”, Brecht define algunos de los problemas que yo he tratado de discutir con ustedes. Y los resume en cinco tesis referidas a las posibilidades de trasmitir la verdad. Hay que tener, decía Brecht, el valor de escribirla, la perspicacia de descubrirla, el arte de hacerla manejable, la inteligencia de saber elegir a los destinatarios. Y sobre todo la astucia de saber difundirla. (PIGLIA, 2001, p. 17)
Volvamos a las propuestas de Piglia. Roberto Espósito ha historiado en diversos trabajos el dispositivo de la persona como una construcción filosófica y cultural. En su libro Tercera persona. Política de la vida y filosofía de lo impersonal, Espósito concluye: “trabajar conceptualmente sobre la tercera persona significa abrir paso a un conjunto de fuerzas que, en vez de aniquilar a la persona, la empujan hacia afuera de sus confines lógicos e incluso gramaticales” (ESPÓSITO, 2007, p. 204). La tercera persona es el ejercicio de la lengua más extremo y, como bien señalara Benveniste, más complejo. Si la primera persona implica la configuración del ego, la subjetividad manifiesta, la tercera, en cambio, señala Benveniste, “representa de hecho el miembro no marcado de la correlación de persona” (BENVENISTE, 1976, p. 175).
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A la literatura siempre le ha interesado la ficción de un sujeto que da la voz al otro. (Nuestra literatura gauchesca, por ejemplo, hace de este procedimiento un estilo colectivo que tiene en el Martín Fierro su forma más dramática). Se trata del experimento que deja la experiencia personal de lo vivido para mostrar lo humano: el yo y se hace otro. Piglia lo propone como forma utópica que es deseo de vida literaria y homenaje a otros escritores como Walsh y Brecht. Dice Piglia al respecto: Me parece que la segunda de las propuestas que estamos discutiendo podría ser esta idea de desplazamiento y de distancia, el estilo es ese movimiento hacia otra enunciación, es una toma de distancia respecto a la palabra propia. Hay otro que dice eso que, quizás, de otro modo no se puede decir. Un lugar de cruce, una escena única que permite condensar el sentido en una imagen. Walsh hace ver de qué manera podemos mostrar lo que parece casi imposible de decir.
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Más adelante, concluye: La verdad tiene la estructura de una ficción donde otro habla. Hay que hacer en el lenguaje un lugar para que el otro pueda hablar. La literatura sería el lugar en el que siempre es otro el que habla. Me parece entonces que podríamos imaginar que hay una segunda propuesta. La propuesta que yo llamaría el desplazamiento, la distancia. Salir del centro, dejar que el lenguaje hable también en el borde, en lo que se oye, en lo que llega de otro. (PIGLIA, 2001, p. 17)16
Ricardo Piglia siempre ha diseñado una voz que es propia y ajena al mismo tiempo. Siguiendo ciertas tradiciones literarias ha inventado a Emilio Renzi que es el joven alter ego del escritor pero, al mismo tiempo, no lo es; en Blanco nocturno aparece por primera vez el comisario Croce. Piglia parece mostrarnos en él un funcionamiento 16 La clave de la tercera persona resulta para Piglia un ejercicio ético. Completamos la cita: “Podríamos hablar de extrañamiento, de ostranenie, de efecto de distanciamiento. Pero me parece que aquí hay algo más: se trata de poner a otro en el lugar de una enunciación personal. Traer hacia él a esos sujetos anónimos que están ahí como testigos de sí mismo. Ese conscripto que vio morir a su hija y le cuenta cómo fue. Ese desconocimiento, ese hombre que ya es inolvidable, en el tren, que dice algo que encarna su propio dolor, el otro soldado, el que muere solo, insultando”. Op. cit. p. 17.
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particular de ese desplazamiento que la literatura debe intentar según su propuesta. Croce es un viejo detective que busca la verdad desde un lugar particular, nombra el mundo con su propio lenguaje, sin ataduras, mucho más libre que el joven Renzi y es capaz de dejar su propia voz para escuchar los tonos ajenos. Croce sale de la novela y aparece en varios cuentos posteriores “La música” es uno de ellos. Piglia lo publica primero en el diario Página 12 (en diciembre de 2013) y luego, forma parte de su Antología personal (2014). Dice Croce:
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“Suerte que ya no soy más policía”, pensó Croce mientras se alejaba. No podía dejar de pensar en el joven encerrado en la celda. “No tiene a nadie con quien hablar”, pensó mientras salía del presidio y subía al auto y lo ponía en marcha. La ruta estaba medio vacía. “¿Qué podía hacer por el chico?”, pensaba mientras conducía y caía la tarde; la luz de los ranchos ardía, a lo lejos, en el campo abierto, y en el horizonte se oía ladrar los perros, uno y más lejos otro, y después otro. “Los que no salen nunca de la cárcel son los cristianos como éste”, pensaba Croce mientras entraba en el pueblo. Cruzó la calle principal y saludó a los que lo saludaron desde las mesas en la vereda del Hotel Plaza. (PIGLIA, 2014)
Pensamiento y acción en la voz de un personaje que desplaza su yo hacia el pensamiento y el dolor de otro. Eso nos muestra el cuento y nos revela también otro “objeto esencial” del universo pigliano: la ética. El cuento (podríamos haber elegido cualquier otro. Se nos ocurre “La película”) define un modo de lo humano que funciona siempre en relación con la poética de Piglia. Recordemos la frase de Walsh que Piglia elige para explicar su propuesta: “Y después escribe: “Hoy en el tren un hombre decía Sufro mucho, quisiera acostarme a dormir y despertarme dentro de un año” Y concluye Walsh: “Hablaba por él pero también por mí.” En esa escena de Walsh, Piglia ve el desplazamiento de uno a otro y lo llama “la experiencia del límite” que se trata, en definitiva, de “una toma de distancia de la palabra propia” (PIGLIA, 2001, p. 16). Croce piensa el dolor y la soledad del muchacho extranjero encerrado en la cárcel, desplaza su propio dolor y su propia soledad y logra el punto de encuentro de lo humano. La acción de Croce es consecuencia de ese modo del pensamiento. Como sabemos, la constitución del personaje literario implica no solo una cuestión estética sino también filosófica acerca de lo humano. Se trata
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de ficcionalizar lo que Hanna Arendt ha reconocido como el rango milagroso del “acontecimiento” frente al automatismo de los hechos. “Lo infinitamente improbable” es lo que efectúa una acción y define lo real, nos muestra Arendt (ARENDT, 1991, p. 3)17. Jacques Ranciére en El viraje ético de la estética y la política propone: Si queremos salir de la configuración ética de hoy, lo que precisamos es devolver a su diferencia las invenciones de la política y del arte, eso también quiere decir, justamente, recusar el fantasma de sus purezas, quiere decir devolver a esas invenciones de la política y del arte su carácter de cortes siempre ambiguos, precarios y litigiosos. Este trabajo supone en todo caso una condición esencial, que es sustraer las invenciones de la política y del arte toda teología del tiempo, a todo pensamiento de trauma original o de la salvación por venir. (RANCIÉRE, 2005, p.23)
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Política y arte pertenecen a la esfera de lo posible y la ética es, entonces, un ejercicio de invención en esos territorios. Piglia nos muestra en Croce esa pureza de las acciones como si fuera el reverso de las cosas, la huella indeleble de lo imperceptible, que nadie sabe, secreto y epifánico, al mismo tiempo. El cuento se cierra con una consecuencia magnífica donde el acontecimiento tiene más relevancia que el autor de la acción que lo provoca. Desplazamiento y límite, recordamos. Volvemos al epígrafe de nuestro trabajo. La cita de Brecht tiene un nuevo resplandor que las ficciones que Piglia iluminan en esta época de virajes y replanteos. (“Nuestra ética y nuestra estética se derivan de las necesidades de nuestra lucha”). Como vimos, Piglia ya lo pedía en los años setentas: debatir es generar pensamiento y acción. Su trabajo se cierra con la cita de Brecht18. Michel Löwy en una entrevista en 17 “Está en la naturaleza de cada nuevo comienzo el irrumpir en el mundo como una “infinita improbabilidad”, pero es precisamente esto “infinitamente improbable” lo que en realidad constituye el tejido de todo lo que llamamos real. Después de todo, nuestra existencia descansa, por así decir, en una cadena de milagros, el llegar a existir de la Tierra, el desarrollo de la vida orgánica en ella, la evolución de la humanidad a partir de las especies animales. 18 Dice Piglia en el final de su artículo sobre Mao: “Abrir una polémica sobre estos problemas parece ser la forma más productiva de hacemos cargo de aquella vieja consigna que Brecht había aprendido en Lenin: “Nuestra ética y nuestra estética se derivan de las necesidades de nuestra lucha”
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Página 12 (noviembre de 2014) parece continuar la reflexión de Piglia en Los libros. Para Löwy “El marxismo es el único método, el único instrumento de teoría crítica capaz de inspirar una resistencia crítica contra esta ola de políticas neoliberales desastrosas”19.
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Cuando Martínez Estrada escribe su ensayo sobre Martín Fierro, al referirse a José Hernández elige dos figuras. “Retrato de frente” (ahí cuenta los datos de la vida de Hernández). “Retrato de espaldas” parte de una anécdota. Parece que Hernández enamorado de una señorita se hizo sacar una foto de frente y otra de espaldas, los puso en un portarretrato y se lo regaló a su enamorada. Dice Martínez Estrada que dicen que la señorita, horrorizada, rompió el doble retrato. Fin del romance. Más allá de la misoginia interpretativa de Martínez Estrada sobre la anécdota (Hernández no quería a las mujeres. No parece confirmar esta hipótesis los siete hijos que tuvo más algunos no reconocidos “naturales” como se decía en la época, que le adjudican algunos biógrafos) al ensayista le sirve la figura del autor retratado de espaldas para preguntarse por esa dimensión del “otro”, por ese secreto que permite su gesto literario (el de Hernández), más contundente: darle la voz al otro. En junio del año 2011, la fotógrafa Alejandra López puso en el Teatro San Martín una muestra titulada “Algunos escritores”. La fotógrafa, en una entrevista, explica que intentó una representación de cada uno de los retratados, una suerte de interpretación, dice,
19 Completamos la cita: “Estas políticas se imponen en Europa, sea con la derecha o con los gobiernos de centroizquierda. Es más o menos lo mismo. Pero el marxismo no ofrece los instrumentos para proponer alternativas. Ahora bien, hay una condición: que el marxismo no se limite a repetir lo que está escrito en los libros de Marx o de Engels. Debemos ser capaces de abrirnos a los nuevos planteos que no estaban previstos por los fundadores. Estos temas van desde la Teología de la Liberación, los movimientos indígenas en América latina hasta, sobre todo, la cuestión ecológica. Esto es fundamental para un socialismo o un marxismo del siglo XXI. El marxismo debe ser actualizado en función de los desafíos, las luchas y los movimientos sociales de nuestra época” Frente a la pregunta del periodista acerca de la posible desaparición de la izquierda, Löwy reconoce que esa probabilidad existe en tanto y en cuanto no debate y no se actualice. “Puede ser que la izquierda desaparezca” entrevista de Eduardo Febbro a Michael Löwy, 2 de noviembre de 2014. <http://www.pagina12.com.ar/diario/ elmundo/4-258906-2014-11-02.html>.
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“en algún aspecto más inasible que el de la mera apariencia”20. Por supuesto, Ricardo Piglia está en esa muestra. Pero tiene dos retratos: uno de frente donde está el escritor, crítico y profesor. El otro retrato es de espaldas (según nos cuenta la autora, ocurrencia del escritor). Si seguimos la línea de análisis de Martínez Estrada respecto a José Hernández, podríamos ver en el retrato de espaldas de Ricardo Piglia algo del orden de lo inasible, profundamente humano, secreto y visible, al mismo tiempo, que el escritor quiere mostrarnos cuando exhibe su figura. Huellas de una ética que vislumbra otra figura: la del poeta, experimentando el mundo. Su ingeniería literaria nos da pistas para pensar esta figura. En Respiración artificial, dice Marconi:
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“Vinieron unos amigos a comer a casa, trajeron un vino chileno increíble y nos bajamos como seis botellas; después me fui a dormir y a la madrugada me desperté con el poema en la cabeza. Lo anoté tal cual lo había soñado; ahí va, dijo. Soy el equilibrista que en el aire camina descalzo sobre un alambre de púas.”
20 Respecto de la fotografía de espaldas, Alejandra López cuenta: “A veces, incluso, la foto se le ocurre al otro. La de Piglia, por ejemplo, se le ocurrió a él. Yo le había hecho unas fotos que no me gustaban mucho, así que un día lo llamé y le dije que cuando anduviera por Buenos Aires, con un rato libre, hacíamos otras. Esto fue un domingo en la city, vacía: tengo una serie divina. Y dejé ésta, porque a pesar de que está de espaldas, me parece tan reconocible Cfr. LÓPEZ, Alejandra. “Biblioteca del Sur”, en Radar, 12 de junio de 2011. <http://www.pagina12.com.ar/ diario/suplementos/radar/9-7095-2011-06-13.html>.
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Alter ego. Ricardo Piglia y Emilio Renzi: su diario personal
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Martín Kohan1
Universidad de Buenos Aires
¿Me parece a mí o en la expresión alter ego, que empleamos con razonable frecuencia, el sentido de ego es tan fuerte, tan espeso y tan potente, que tiende a debilitar a alter hasta casi desvanecer su presencia? Decimos alter ego y vemos un yo, o vemos el yo, mucho más que la voluntad de alteridad, la pretensión de volverlo otro. Como si un alter ego fuese la continuidad del yo pero por otros medios, y en este sentido su ratificación, y no su literal alteración, la apuesta a hacer otra cosa con eso (con eso aquí significa: consigo). Por supuesto que en ocasiones el ego y el alter ego son meramente intercambiables (Cortázar y el sudamericano en el cuento “El otro cielo”), en ocasiones responden 1 Doctor en Letras por la Universidad de Buenos Aires. Escritor.
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a un desdoblamiento (Borges como alter ego de Borges), en ocasiones apuntan a la duplicación (dos egos en vez de uno: Carri / Couceyro en la película Los rubios), en ocasiones el alter ego se impone y acaba por tragarse al ego (a Washington Cucurto lo conocemos todos, a Santiago Vega no tanto), en ocasiones impera por completo el enrarecimiento de sí a manos de una consumada alteridad (César en Cómo me hice monja de César Aira, César Aira en Embalse de César Aira).
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¿De Emilio Renzi qué decir, respecto, de Ricardo Piglia? ¿Y qué decir de la decisión de Ricardo Piglia de publicar, finalmente, sus diarios, tan insinuados y tan retenidos por largo tiempo, pero hacerlo mediante la atribución de esa vida escrita a Emilio Renzi? Emilio Renzi se inscribe en una especie de secundariedad nominal respecto del propio Piglia (Emilio es su segundo nombre, Renzi sería su segundo apellido, el de su madre). Pero no es lo mismo haberlo insertado como personaje en la trama de diversas ficciones, de Respiración artificial a Blanco nocturno, que asignarle tan luego la autoría del diario, que es el género del yo, el género de lo personal por excelencia. Hay tramos en los que simplemente prevalece el ego: leemos Renzi y entendemos Piglia, leemos ER y entendemos RP. Pero hay tramos (el título del volumen por lo pronto, la portada en la que coexisten uno y otro) en los que la voluntad de alteridad es lo que queda en primer plano. En un ensayo crítico sobre las relaciones posibles entre un autor y su héroe (y aun sobre los casos en los que el héroe es el autor), dice Mijaíl Bajtin: “la extraposición se ha de conquistar, y a menudo se trata de una lucha mortal, sobre todo allí donde el personaje es autobiográfico […]; esta colocación desde fuera permite ensamblar al personaje y a su vida mediante aquellos momentos que le son inaccesibles de por sí” (BAJTIN, 1989, pp. 22 y 21). En ello radica, para Bajtin, la clave para asumir una actitud estética: lo que asegura la esteticidad del texto. Lo que no deja de ser un dato relevante para una operación como la que Ricardo Piglia efectúa, ya que no se trata ahora de alguno de sus cuentos o alguna de sus novelas, sino del primer tomo (“Años de formación”: el primero de tres anunciados) de su diario personal. Insertar ahí a su alter ego, procurarse precisamente ahí ese efecto de extraposición o de exterioridad del que habla Bajtin, no supondría sino acentuar, por eso mismo, un esmero de estetización (de estetización, que no es igual que de ficcionalización) para un género de la verdad y
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de la privacidad como es el diario. Y en efecto, Los diarios de Emilio Renzi están intervenidos desde el presente, actualizados; Piglia les adosó textos contemporáneos, que llegan hasta su situación de hoy, entreverándolos con las notas que fue tomando a lo largo de los años en esos 327 cuadernos que un reciente film de Andrés Di Tella ha vuelto emblemáticos (nada impide pensar, y aun todo invita a pensar, que no hay ningún pacto de autenticidad e intangibilidad de por medio: que los textos del diario original pueden haberse visto transformados también).
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La autoría que Ricardo Piglia, autor igual, le cede o le concede a Emilio Renzi, esa decisión de incrustar un “él” en plena escritura del “yo”, no hace de los diarios una novela (según la conocida invitación de lectura que propusiera Roland Barthes) ni los convierte en una ficción (porque no por eso dejamos de leerlos en el registro de las verdades personales); pero sí los aproxima, en todo caso, a un régimen de construcción y de validación estética que Piglia evidentemente no ha querido declinar. Alberto Giordano ha reparado en una postura de resistencia, al amparo de la “nobleza de los valores modernos”, por las que se pretende “distinguir los ejercicios autobiográficos que configuran auténticas experiencias artísticas de las que se reducen a la mera exhibición narcisista y la autocomplacencia” (GIORDANO, 2008, p. 38). Giordano parece precaverse de esta clase de enfoques, pero concede que algunos libros que él considera en sus análisis se sitúan “en los márgenes ambiguos de la institución literaria” (p. 15), que están entre ser y no ser literatura (y en especial: que no les importa demasiado el asunto); y formula luego esta advertencia decisiva: “se puede pensar otra forma de superación del narcisismo y la autocomplacencia, esos dos peligros inevitables que corren los escritores del yo, en los términos de un ejercicio ético de autotransformación” (p. 39). Lo de Piglia no es una autobiografía, sino un diario; pero es un diario fuertemente recapitulado desde el presente; al ejercicio estético de la extraposición podría agregarse ahora este ejercicio ético de autotransformación: Ricardo Piglia / Emilio Renzi. Es como si el consabido “giro autobiográfico” comenzara a acelerarse hasta el vértigo, hasta lograr que el autor se transforme en su personaje o hasta lograr que el personaje se transforme en héroe: girar y girar y girar, hasta convertirse en otro (el ejemplo que se me ocurre es el de los giros
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ultraveloces con los que Linda Carter se transformaba en la Mujer Maravilla) y es como si el viaje al pasado se hiciera asimismo en giros, giros de alucinación, más que en la línea recta del recuerdo o los saltos asociativos de la evocación (el ejemplo que se me ocurre es el de los giros psicodélicos, cabeza abajo inclusive, de los héroes de El túnel del tiempo, que por cierto viajaban a un pasado que no era personal).
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Estamos así en las antípodas de esa tendencia de este tiempo, según Boris Groys destacó y celebró, por la cual, nuevas tecnologías mediante, la figura personal del autor y las menudencias probablemente insignificantes de su vida se adosan a su obra artística, acaban integrándose a ella como “sujeto de la autocontemplación” (GROYS, 2014, p. 35). Piglia, en cambio, publicando tan luego su diario, un texto sobre sí mismo y sobre su vida personal, procede a la inversa, imprime sobre esa escritura sus registros literarios, ensayísticos y críticos, en la tradición más fuerte de los diarios de escritor. La intimidad que pone en juego nada tiene de la inofensividad que Tamara Kamenszain (KAMENSZAIN, 2016) percibió en varios textos de la intimidad de la poesía argentina reciente, textos que no por nada parecen despreocuparse de la cuestión de la exigencia estética (despreocupación, más que transgresión, por los criterios del valor literario: ser buena o mala literatura, o ni ser literatura llegado el caso). Si algo hacen los Diarios de Piglia, y toda su escritura, y toda su lectura, y su trayectoria docente entera, y hasta podría decirse que él mismo, es resistirse a la insignificancia. Alan Pauls concibió en estos términos el dispositivo que alienta a los escritores a la escritura de un diario íntimo: el de abocarse a retener nimiedades con el “pálpito secreto” de que alguna vez se volverán valiosas, de que alguna vez tendrán su “redención futura” (PAULS, 1996, pp. 3 y 5). Claro que Piglia, al editar sus diarios como lo hizo, se ocupó él mismo de procurar tal redención. De ellos puede decirse lo que el propio Alan Pauls dijo de los diarios de Cesare Pavese (cruciales para Piglia, no sólo en Los diarios de Emilio Renzi, sino en un cuento como “Un pez en el hielo”): que antes que recordar un pasado, lo que hacen es “citarlo como se cita un texto ajeno” (p. 230). Piglia “produce” esa ajenidad por medio de Emilio Renzi. Su propósito declarado es lograr un “tono personal” (el que se espera de un diario) pero plasmado “en tercera persona” (PIGLIA, 2015, p. 198). Pasar de
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la primera persona a la tercera, contar lo propio como si fuese ajeno, es por supuesto un legado de Borges (de “La forma de la espada”, ante todo, pero también de “Hombre de la esquina rosada”, y en parte también de “Emma Zunz”); a Piglia, en los Diarios, le interesa especialmente: “Quisiera escribir sobre mí mismo en tercera persona”, dice por caso; “he aprendido a observar con distancia mi propia vida”; “También a mí me subyuga la presencia de un narrador que observa los acontecimientos, lejanamente implicado (como en Henry James, en Conrad y en Fitzgerald): me gustaría que él fuera el autor de estos cuadernos; con un estilo claro y eficaz reseña los hechos de mi vida, desde afuera”; “el escritor ha adquirido la costumbre de hablar de sí mismo como si se tratara de otro” (Ibidem, pp. 228, 251, 281 y 336). Pero este traspaso, este procedimiento, esta especie de tercerización de sí, no los aplica Ricardo Piglia tan sólo a la narración, a los modos de narrar, sino también a las vivencias (que es acaso lo que más estrictamente hace Emma Zunz: vivir una experiencia propia como si fuese una experiencia de otra). Vivir, y no ya narrar, como en tercera persona: “he entrado en mi autobiografía cuando he podido vivir en tercera persona”, “ilusión de vivir en tercera persona”, “el tema de una novela con un hombre que vive su vida como si fuera la de otro” (pp. 189, 204 y 297) (nada impide que esa novela cobre la forma de un diario, o que concretamente lo sea). Ese primo de Piglia “que es casi como mi hermano” y que, a diferencia de él, se quedó viviendo en Adrogué “en la misma casa en la que había nacido”, que se recibió de médico “como quería mi padre que hiciera yo” (p. 302), le ofrece la alternativa de esa visión singular: la de la vida que pudo tener él mismo, verse a sí mismo siendo otro, el que pudo ser y en cierta forma debió ser (Piglia habla sobre este primo en una entrada del diario del 30 de marzo de 1967, pero también, ya casi en el presente, lo hace en un pasaje de la película de Andrés Di Tella). Esa visión de sí mismo como otro se la ofrece este primo, o bien, aunque de otra forma, se la ofrecen los diarios; no ya al escribirlos, sino al leerlos o releerlos: “Releer mis ‘cuadernos’ es una experiencia novedosa, quizás se puede extraer, de esa lectura, un relato. Todo el tiempo me asombro, como si yo fuera otro (y es que lo soy)” (p. 212). La ecuación que propone Piglia es decisiva. En lugar de la distribución esperable, que pondría, de un lado, la vida y sus experiencias, y del otro, el diario y sus narraciones, inscribe la “experiencia novedosa” en la lectura y acude al diario para encontrarse,
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antes que con alguna vivencia, con la posibilidad de un relato. La noción de experiencia en Piglia es central y es recurrente, lo sabemos, y es uno de sus tópicos sin dudas (Piglia es un escritor de tópicos, es decir, de insistencias). Va de las entrevistas sobre el intercambio social de relatos, reunidas en Crítica y ficción desde 1986 en adelante, hasta llegar al capítulo dedicado al Che Guevara en El último lector en 2005, pasando por la máquina de narrar atribuida a Macedonio Fernández en La ciudad ausente en 1992. Las experiencias personales se entrecruzan en una red de circulación de relatos sociales, en un caso; en el otro, una sola experiencia personal, pero terrible, la muerte de Elena, va a resolverse (o en verdad, a problematizarse) mediante la generación incesante de historias; en el otro, nos encontramos al hombre de acción por excelencia (aquel que tiene a su alcance las más intensas de las vivencias posibles), aprovechando cada rato y cada tregua para hacerse un poco a un lado y para ponerse un poco a leer.
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Los diarios de Ricardo Piglia, presentados como de Emilio Renzi, o Los diarios de Emilio Renzi, firmados por Ricardo Piglia, no funcionan pues como un simple reservorio narrativo de sucesivas experiencias vividas a lo largo de los años, ni es apenas el ejercicio de su consignación en la cadencia regular del día a día; no es ni quiere ser la escritura inmediata de un yo (dado que, bajo sus propios criterios, si es escritura, no es inmediata). Las huellas de Walter Benjamin son explícitas en las reflexiones formuladas por Ricardo Piglia acerca de las relaciones entre experiencia y narración: que el arte de narrar experiencias está en crisis, que “cada vez es más raro encontrar gente que sepa contar bien algo” (BENJAMIN, 1986, p.189), que la impronta artesanal de las narraciones (su aura, incluso, podría decirse: el aquí y ahora del relato, la posibilidad de que en lo narrado queden impresas las huellas del narrador) declina frente al imperio cada vez más en expansión de esos factores tan eminentemente modernos que atentan contra dicha impronta (las ciudades, las nuevas tecnologías, las noticias periodísticas, el entretenimiento, las novelas). A esas ineludibles intervenciones de Benjamin, a las que Piglia se remite infatigablemente, podría agregarse hoy la especificación que en 1978 efectuara Giorgio Agamben: que para esa crisis de las experiencias transmisibles o comunicables (ya que no de las experiencias sin más) “ya no se necesita en absoluto de una catástrofe y que para ello basta perfectamente con la pacífica existencia cotidiana en una gran ciudad” (AGAMBEN, 2001, p. 8).
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La oposición de Ricardo Piglia a los relatos sostenidos en explicaciones, oposición que se reitera en los Diarios de Emilio Renzi, asume una resonancia benjaminiana (“nunca se explica el motivo de los hechos. Sólo se lo narra y se lo deja ahí”, “la teoría del iceberg de Hemingway no supone el escamoteo de los datos, sino más bien la ausencia de explicaciones” (PIGLIA, 2015, pp. 341 y 326)), orientándose en el sentido de que la narración cabal sea ante todo una narración de lo extraordinario (“Alguien hace algo que nadie entiende, un acto que excede la experiencia de todos. Ese acto no dura nada, tiene la cualidad pura de la vida, no es narrativo pero es lo único que tiene sentido narrar” (p. 42)). Una usina eminente de relatos así concebidos es la cárcel (tan propicia para la conversación, como sabemos por El beso de la mujer araña de Puig), bajo una disposición antitética a la que se establece en las novelas (“La cárcel es una fábrica de relatos, dice mi padre. Todos cuentan, una y otra vez, las mismas historias […]. Lo que importa es narrar, no importa si la historia es imposible o si nadie la cree. Lo contrario del arte de la novela, dice Steve, que se funda en la ilusión de convertir a los lectores en creyentes” (p. 42)). Los diarios de Piglia y de Renzi, mejor que las novelas y los cuentos de los que Piglia es autor, mejor que las novelas y los cuentos en los que Renzi es narrador o es personaje, resuelven esta combinación particular que se condensa en la fórmula del alter ego: aproximar en lo posible el relato y la experiencia, pero alejar ese relato de sí mismo. Si las cárceles se proponían como el ámbito por excelencia para la circulación de los relatos increíbles o imposibles, los hoteles, por su parte, son los lugares por excelencia en los que hacerse de experiencias que no son propias sino de otros: “Vivir en un hotel es el mejor modo de no caer en la ilusión de ‘tener’ una vida personal, de no tener quiero decir nada personal para contar, salvo los rastros que dejan los otros” (Ibidem, p. 241)2. La narración de experiencias personales, pero experiencias personales de otros, sería entonces la posición asumida por Piglia, ya sea robándoles experiencias a los otros (“Al principio las cosas fueron difíciles. No tenía nada que contar, su vida era absolutamente trivial […]. Entonces empezó a robarle la experiencia a la gente conocida, 2 “Hotel Almagro”, texto antes publicado por separado, o incluido en antologías, y que ahora se encaja, desde el presente, en el cuerpo de los diarios.
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las historias que se imaginaba que vivían cuando no estaban con él” (Ibidem, p. 11)) o ya sea traspasando a otros experiencias que son propias (“Quizá en la novela pueda construir a Cacho a partir de mi propia adolescencia; darle a él la experiencia de mi vida en esos años, extraerla de mis diarios” (p. 221)). Piglia desiste así de abocarse a los relatos de una vida trivial, declara que no tiene “interés en registrar aquí mi vida cotidiana” (p. 71); pero eso mismo, planteado en los diarios, es lo que lo lleva en definitiva a preguntarse: “¿Cómo definir la vida real?” (p. 57) (pregunta retórica que remite a aquella otra conocida pregunta retórica, la que consta en Respiración artificial: “Se planteó un solo problema: ¿cómo narrar los hechos reales? (PIGLIA, 1980, p. 20).
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El dilema, claro, lo suscitan los adjetivos: que los hechos sean reales, que la vida sea real. Sobre todo cuando lo más subrayado en Piglia es la disposición a debilitar eso que es o ha sido real, respecto de la escritura (la idea de que se escribe un diario para “negar la realidad” (PIGLIA, 2015, p. 28) o bien para postergarla, como Pavese que “escribe el diario para postergar el suicidio” (p. 146)), respecto de la lectura (se aprende a pescar leyendo un par de libros sobre el tema y se supera con creces a esos amigos pescadores de toda la vida), respecto de los recuerdos (regla mnemotécnica de Piglia: las vivencias se recuerdan a partir de los libros que se estuvieran leyendo en cada momento. Los libros son, no sólo lo que de por sí se recuerda, sino lo que ayuda a recordar el resto, todo eso otro que no son los libros). Piglia entonces va a destacar en Balzac, y luego en Hammett, un recurso que evidentemente toma también de Borges: que lo que se narra no es el acontecimiento sino la narración del acontecimiento, que el que cuenta una experiencia no es el que la tuvo sino el que la oye contar. ¿No es eso lo que se busca, en última instancia, con esta forma de disponer los diarios?: “Ya no se trata de la experiencia vivida, sino de la comunicación de esa experiencia, y la lógica que estructura los hechos no es la de la sinceridad, sino la del lenguaje” (Ibidem, p. 336) El lenguaje no vendría a constituir, en este caso, como proponía Heidegger, la Casa del Ser, sino más bien su hotel, con el carácter que a los hoteles les concede Ricardo Piglia: el lugar donde se recaban las
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huellas de las experiencias ajenas. Un hotel o bien una cárcel, como dijo Fredric Jameson a propósito del estructuralismo, pero igualmente bajo la potencia narratológica que a las cárceles elige otorgarles Piglia, el lugar donde todo el mundo cuenta historias que no se pueden creer.
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Esta sería, entonces, la declaración de principios de Piglia, si algo así puede decirse: “Siempre habrá un hiato insalvable entre el ver y el decir, entre la vida y la literatura” (Ibidem, p. 22). Insalvable es un decir (justamente: un decir), porque si bien en ocasiones la disyuntiva entre vida y literatura se padece (“Lo que no soporto es pensar que el 16 Lidia llamó y yo estaba leyendo estupideces en la biblioteca” (p. 55), otras veces se la busca y se la aprovecha (“Pasé la mañana en la biblioteca de la Universidad, es el lugar donde mejor me siento, a cubierto […]. Metido ahí, en el silencio, con todos los libros a mano, la vida exterior me importa poco” (p. 93)). El hiato es insalvable, sí, y eso se descubre cuando se lo quiere salvar; pero la importancia entera del hiato se advierte en que Piglia lo busca, en que lo produce para poder narrar. Esto último nos remite de nuevo a Borges, por supuesto, y el encierro en la biblioteca (como emblema de renuncia a las vivencias) también. Y hay una remisión expresa a Borges, y más concretamente a “La memoria de Shakespeare”, cuando en el prólogo a la Antología personal editada por Fondo de Cultura Económica, Piglia enfatiza: “la utopía reside en construir artificialmente la experiencia y vivir como propias vivencias que nunca se han vivido” (PIGLIA, 2014, p. 12). Ahí está, en efecto, la utopía literaria de Piglia, o su versión utópica de la literatura: no ya la plasmación de experiencias vividas, sino la construcción artificial de experiencias, de tal modo que las vivencias ajenas puedan pasar a funcionar como propias (y así las experiencias en sí mismas pierden su condición mítica de garantía intrínseca de la verdad, para pasar a cargarse de artificio). Así es en “La memoria de Shakespeare” de Borges, por lo pronto: un transplante de memoria permite hacer propias, en el recuerdo, las vivencias que tuvo otro. Esta forma de vincular literatura y vida ya es de por sí bastante menos vitalista que literaria; contar con el truco que sirve para apropiarse de una experiencia resulta claramente preferible al hecho mismo de vivir esa experiencia. La preferencia literaria se torna aun más evidente cuando se repara en que, puestos a tener la memoria de algún otro, ese otro
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no es sino Shakespeare, esto es, un escritor; el mejor de los escritores, claro, pero un escritor después de todo; se elige a Shakespeare y no a Napoleón Bonaparte, o a Cristóbal Colón, o a Marco Polo, o a Jorge Newbery, o a Joe Louis, o a Mario Boyé. La utopía de vivir como propias vivencias que nunca se han tenido se aplica, en definitiva, de todo el inmenso repertorio de vivencias disponibles, a una vivencia literaria (de la escritura de la vivencia a la escritura “como” vivencia).
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Un enfoque de esta índole parecería, a primera vista, incurrir en una consideración deslucidora del prestigio que se atribuye al hecho de vivir experiencias (en la citada tradición vitalista a lo Hemingway, por lo pronto). Cabría decir, no obstante, que sucede lo contrario: que se tiene una idea demasiado alta, demasiado exigente, de lo que cabe entenderse por una experiencia en el sentido más fuerte de la expresión. Pensemos, por ejemplo, en ese poema titulado “Instantes” y atribuido falsamente a Borges (acaso el único juicio que María Kodama hizo bien en cometer). Se trata a todas luces de una vendetta vitalista, lanzada en contra del deplorado intelectualismo borgeano, una exaltación moralista de la plenitud de la vida a fondo que se quiere infligir, por venganza, al hombre del repliegue en bibliotecas, prescindente y desentendido, compenetrado y ajeno, hecho de libros y nada más. No por nada el desvío autoral le fue asestado a Borges, no por nada una atribución literaria tan endeble consiguió pese a todo verosimilitud y produjo gruesos errores. Porque la premisa de que Borges se perdió “la vida” funciona en la cultura, porque su demasía literaria por lo visto perturba y fastidia, y a veces hasta no se soporta, y surgió así la necesidad de imaginarlo arrepentido por la vida perdida (imaginarlo mortificado, con culpa, diciendo a lo Julio Iglesias: “Me olvidé de vivir”). Ahora bien, ¿qué clase de experiencias concretas invoca el poema “Instantes”? Mirar más atardeceres, haber tomado más helados. ¿Son esos los tesoros que ofrece el vitalismo? ¿Mirar atardeceres? ¿Tomar helados? ¿Ir a los toros, ir de caza, ir de pesca, hacer guantes un poco, tomar mojitos? Sabemos que Borges en verdad no escribió “Instantes”; sabemos que sí escribió La memoria de Shakespeare. ¿Y qué valor tiene tomarse un helado, en comparación con escribir Hamlet? Y no
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ya bajo un criterio literario, sino incluso del vivir experiencias. Borges deja en claro, en El sur sin ir más lejos, qué entiende por experiencia: dar muerte a otro hombre, exponer la propia vida. La apreciación de la experiencia en Borges resulta pues más alta, más ambiciosa, más honda que la que se enarbola en el culto a la intensidad vital. En el cuento Un pez en el hielo, colosal homenaje a Pavese, ficción urdida a partir del diario de otro, Ricardo Piglia escribe: “No conocía ningún novelista que hubiera matado a nadie” (PIGLIA, 2006, p. 178). Ahí se expresa, con contundencia, otra vez borgeanamente, la escala en la que se mide qué es tener una experiencia. Debo admitir que yo tampoco he matado nunca a nadie. Así de pobres en experiencias andamos. El resto, como suele decirse, es literatura.
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REFERENCIAS BIBLIOGRÁFICAS AGAMBEN, Giorgio. Infancia e historia. Buenos Aires: Adriana Hidalgo, 2001, p. 8. BAJTIN, Mijaíl. Estética de loa creación verbal. México: Siglo XXI, 1989, pp. 22 y 21. BENJAMIN, Walter. “El narrador. Consideraciones sobre la obra de Nicolai Leskov”. Sobre el programa de la filosofía futura. Barcelona: Planeta-Agostini, 1986, p.189. GIORDANO, Alberto. El giro autobiográfico en la literatura argentina actual. Buenos Aires: Mansalva, 2008, p. 38. GROYS, Boris. Volverse público. Buenos Aires: Caja Negra, 2014, p. 35.
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KAMENSZAIN, Tamara. Una intimidad inofensiva. Buenos Aires: Eterna Cadencia Editora, 2016. PAULS, Alan (selección e introducciones). Cómo se escribe el diario íntimo. Buenos Aires: El Ateneo, 1996, pp. 3 y 5. PIGLIA, Ricardo. Los Diarios de Emilio Renzi. Buenos Aires: Anagrama, 2015, p.198. ______. Respiración artificial. Buenos Aires: Pomaire, 1980, p. 20. ______. Antología persona. Buenos Aires: Fondo de Cultura Económica, 2014, p. 12. ______. La invasión. Buenos Aires: Anagrama, 2006, p. 178.
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Last but not least
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Alan Pauls1
No hacía falta que Ricardo Piglia publicara El último lector para comprender hasta qué punto esa figura-límite, la figura del “último”, atraviesa de parte a parte toda su obra y la tiñe de una épica singular, hecha a la vez de melancolía y de encarnizamiento. Pero ya que estamos se podría empezar por ahí, por ese libro, y en particular por su estrella, su héroe total, ese lector del que se dice que es el último, verdadero mohicano de las letras que se niega a morir, se aferra con uñas y dientes a su mohicanidad – la compulsión de leer – y la reivindica practicándola a toda costa, con una obstinación suicida, ahí mismo donde todo, absolutamente todo, le es hostil y la vuelve impensable, suntuosa, incluso risible. El último lector, como sabemos, es el Che Guevara. 1 Escritor.
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Es el hombre que en plena era de la acción – una era de la que es el protagonista principal, si no lisa y llanamente, por lo menos en América Latina, el fundador, y el teórico supremo, y el propagandista más enfático –, en plena campaña militar, en medio de marchas penosas, de refriegas, de cercos, da un paso al costado, saca un libro y se pone a leer. Guevara es un gran lector, alguien que lee todo el tiempo, pero sólo se convierte en el último lector cuando lee en una coyuntura en la que ya no hay condiciones para leer, cuando leer no sólo no satisface sino que contraría las exigencias del presente, cuando el “tempo”, los protocolos, el ensimismamiento, incluso la postura física de abismarse en un libro suenan escandalosos y extemporáneos, como una provocación o un derroche. Guevara es el último lector cuando su fervor de lectópata consigue neutralizar y hasta invierte la clásica amenaza de interrupción que pesa desde siempre sobre la lectura, un karma que Piglia ya había detectado a fines de los años ‘60 en un ensayo legendario sobre Arlt y El juguete rabioso. El goce de leer deja de ser el blanco, el objeto de deseo de la interrupción. Es él, ahora, el que se pone a interrumpir. Es el goce de leer el que distrae de la acción, el que la difiere y la pone en suspenso. (En eso, en esa capacidad de inyectar suspenso, leer es parecido a pensar, y sobre todo a pensar mientras se narra, un procedimiento de interferencia que Piglia pone en marcha en Nombre falso y refina en Respiración artificial, y por el que ha sido criticado a menudo, culpable, al parecer, de atentar contra la fluidez “natural” que definiría la esencia de todo relato. Es cómico, por no decir patético, que sea la dimensión más hitchcockiano-brechtiana de su método – discontinuar la acción mediante intercepciones reflexivas – la que haya inspirado esa clase de imputaciones.) Salvando las distancias de escala mítica, envergadura histórica y reverberación pop que las separan del Che Guevara, todas las figuras de últimos que deambulan por el mundo de Piglia responden de algún modo a la tipología instituida por el último lector. El detective como “último intelectual”, Borges como el “último escritor del siglo XIX”, Tardewski como último avatar del europeo trasplantado en Argentina, el último narrador oral, el último oyente… Difícil dar un paso por Piglia sin tropezar con estos emisarios de una patria y una ética que agonizan, gente pasada de moda, “últimos sobrevivientes”, como se lee en Respiración artificial, “de una estirpe en disolución”.
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No es evidente que primero aparezca el personaje y después la condición de último. Quizá ser último no sea una cualidad, no se deje confundir con un estado – dramático pero contingente – del que el personaje siempre podría escapar, que podría olvidar o reemplazar por otro... Más bien parece ser al revés. En Piglia, la “ultimidad” es la condición de posibilidad del personaje. Aun sus héroes más opacos, más neutros, aparentemente más ajenos a esos laboratorios de intensidades donde proliferan delirios, conspiraciones, utopías, aun ellos, con sus abrigos gastados, su aire torvo, sus cuerpos pálidos, su manera como adormilada de abrirse paso en el mundo, aun gestos cristalizados como el de doblar en cuatro un billete de 50 y deslizárselo a un conserje venal para acceder a una habitación prohibida – aun ellos y todo lo que hacen y los distingue suenan siempre a resabio, eco, resto de una experiencia extinguida o en vías de extinción. (A menudo el género, policial negro, ciencia-ficción, novela utópica, funciona en Piglia como “último género”, menos como un código que como el recuerdo, el “aura” de un código, reserva extenuada de la que apenas nos llegan algunos reflejos fantasmales, como vaciados.) Pero la figura del último tiene al mismo tiempo una propiedad imbatible, que la arranca de la melancolía y la convierte en una especie de pura potencia. Porque el último siempre es doble, anfibio, ambivalente. Es cierto que eso que encarna – una cultura, un “ethos”, una forma de vida que van hacia el archivo – lo encarna siempre con una plenitud casi militante, y que en ese sentido funciona de algún modo como un paroxismo de identidad. La figura del último es condensación pura, cristalización, dos efectos de colmo a los que la poética de Piglia es particularmente sensible. Pero esa plenitud, en rigor, Piglia la sorprende siempre en crisis, en situación de inestabilidad, cuando está fuera de lugar, injertada en un contexto desconocido que acaso no la acepte, que quizá ni siquiera la reconozca, pero con la que no puede no superponerse, coexistir y entrar en fricción. El último está siempre en el borde, en esa zona liminar, un poco monstruosa, donde lo viejo todavía no ha muerto – como decía Gramsci – y lo nuevo no ha terminado de nacer. Guevara es el hombre de acción por excelencia, dice Piglia en El último lector, pero “a la vez está en la vieja tradición” y “la relación que mantiene con la lectura lo acompaña toda su vida”.
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De ahí, también, el parentesco perturbador que hay entre la figura del último y la del traidor, otro gran habitué del mundo Piglia. El traidor, es decir: el que parece incluido en un mundo, un mundo que dice representar, al que dice adherir, y de golpe, con una palabra, o un acto, o una palabra que suena y es eficaz como un acto, hace pasar de un lado a otro algo que no debería pasar, o pega el salto y se alista de lleno en el mundo enemigo. En Piglia, el último y el traidor son a veces la misma figura. Según una dinámica que no deja de ser pedagógica, ambos aseguran un pasaje, una transmisión, un legado: papeles, documentos secretos, fetiches personales que encierran la clave de una vida... Lo que está en juego es siempre algo que queda, un resto acorralado por un dilema fatídico: conservarse y consumirse o cambiar de mano y sobrevivir.
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Todo lo que en Piglia, en su ficción y en su crítica, aparece orbitando alrededor de la herencia, la sucesión, el encargo, incluso la misión – toda esa dimensión póstuma y testamentaria del sentido se articula alrededor de la figura del último: desde Steven Stevensen, último residente en el departamento del puerto donde recala el narrador de “Encuentro en St. Nazaire”, hasta los dos héroes de Respiración artificial, Maggi el historiador, que, puesto entre la espada y la pared, elige a su sobrino Renzi para dejar en sus manos el legado que de otro modo se llevaría a la tumba. Y a veces no hacen falta siquiera documentos, ni botín, ni secretos. Cuántas veces el último es “él mismo” el legado. Él, su cuerpo, su nombre, su palabra, es lo que sobrevive, lo que cruza el umbral de una época y pasa a la siguiente. Él, o más bien ella. Es el caso de las “locas” de Piglia, esas últimas mujeres que, a diferencia de los últimos hombres, no tienen nada que legar que no sea ellas mismas: mujeres-monólogo, mujeres-voz, mujeresdelirio que funcionan en bloque, en las que ya no es posible distinguir lo que tienen para legar de lo que son. Alucinadas, psicóticas, videntes, las locas de Piglia se dan un lujo radical, el lujo del anacronismo, y hacen suyo el famoso grito de guerra de Pound: “¡Todas las eras son contemporáneas!”. Porque ¿de dónde vienen esas poseídas, esas últimas criaturas sobre la tierra portadoras de verdad? ¿Del pasado o del futuro? En realidad, las locas de Piglia ponen en escena la naturaleza aporética de la condición última. Último es lo que acaba de pasar, lo que pasó
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recién, quizás en un antes inmediato, pero esa avanzada del pasado, por intrépida que sea, siempre está signada por la desaparición, condenada quizás a esa arquitectura del anacronismo por excelencia que es el museo (La otra, desde luego, es la biblioteca). Último, en todo caso, es lo que no volverá a pasar. Pero último es también lo más adelantado, lo que corre por delante, lo que nos aventaja, lo que ve más allá que nosotros, como cuando se dice “el último grito de la moda”. Último es ese punto límite donde pasado y futuro se vuelven indiscernibles y retaguardia y vanguardia se confabulan para desestabilizar el tiempo. El último, ¿no es siempre un poco el primero? ¿No acecha un Robinson Crusoe en todo último mohicano? En manos de Piglia, Joyce, que escribió en las primeras décadas del siglo XX, es el gran cerebro literario del siglo XXI hipertextual, hiperlinqueado, pero al mismo tiempo el Finnegans Wake es el libro primero, la sagrada escritura primitiva de la sociedad que Piglia inventa en “La isla”, uno de los relatos cautivos de La ciudad ausente.
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Gracias al último, paradigma del sobreviviente, un poco de pasado se inocula en el presente en el que desembarca, y un poco de presente se inocula en el pasado del que es el enviado. El último, digámoslo de una vez, es un portador de anacronismo. Su misión – y él, como la banda de Misión imposible, siempre decide aceptarla – es hacer visible, dramatizar la disparidad radical que afecta a la consistencia del tiempo, poner al desnudo las fibras heterogéneas y un poco dementes de que está compuesto eso que llamamos presente, pasado, futuro. Su misión, sobre todo, es reimplantar en el corazón de la historia, en su lógica unívoca, su melodía causal, algo tan aberrante como un “contratiempo”. Me pregunto si no es esta pasión del anacronismo la que de algún modo entrelaza en Piglia – hasta el punto de fundirlos en una de esas máquinas polimorfas que tanto le gustaban a Arlt – el trabajo de la ficción, el de la crítica y también, “last but not least”, algo que en la obra de Piglia no se interroga tanto como se debería: el trabajo del historiador. Y me pregunto si las tres B mayúsculas que planean sobre la práctica de Piglia – la B de Borges, la de Brecht, la de Walter Benjamin – no se encolumnan también de algún modo tras la consigna: ¡Anacronía ya!, la misma que se escucha entre líneas, por ejemplo, cuando Respiración artificial pregunta: “¿Quién de nosotros escribirá el Facundo?”
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Si la pasión del anacronismo es borgiana, brechtiana, benjaminiana, es simplemente porque es el avatar temporal de otra pasión, la del “montaje”: “El arte”, como escribe Benjamin, “de citar sin comillas”, de modo que el decir de otro se inmiscuya en el propio, se roce o choque con él, sobreviva en él como la vieja energía de la lectura sobrevive entre las balas en la sierra. Y si toda la fuerza del anacronismo se encarna en Piglia en la figura del último, es porque el último es el operador y a la vez el teatro de una especie de montaje histórico de atracciones, acontecimiento discrónico en el que al menos dos paños temporales entran en contacto y se sacan chispas para poner al desnudo la discontinuidad que está en el corazón de la historia.
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Nudos como la tradición, la contemporaneidad o las condiciones de posibilidad de la ficción, que la obra de Piglia no deja de convocar, no se entienden del todo, o corren el riesgo de sucumbir a una cierta literalidad, si no se las lee a la luz de la operación anacrónica, según esa lógica a contrapelo – o esa lógica “del” contrapelo, habría que decir – en la que las filiaciones se declinan de tíos a sobrinos tanto como de sobrinos a tíos, el pasado sólo se articula cuando le da sentido el presente y las ficciones nunca son contemporáneas de hecho, de por sí, por la mera fatalidad de caer en un momento dado, sino que “se vuelven” contemporáneas après coup, cuando las posee el fantasma de la historia o un golpe de azar, memoria involuntaria sin sujeto, las reúne de pronto en un acople aberrante. Así, por “un error de clasificación en el fichero de una biblioteca”, por ejemplo, Hippias pasa a ser contemporáneo de Hitler, del que lo separan siglos, y esa contemporaneidad a contrapelo activa otra, cronológicamente más razonable, la de Hitler y Kafka, que sin embargo permanecía dormida. Así, Kafka recién tiene la impresión de haber vivido cuando relee los hechos de su vida tal como los escribió en su diario, y es Witold Gombrowicz, un seudo conde polaco exiliado en Buenos Aires en los años ‘40 y ‘50, el reactivo completamente extemporáneo que hace existir y permite que descubramos a Macedonio Fernández, escritor argentino de los ‘20 y los ‘30. Le debemos al anacronismo ese rodeo alucinado por el siglo XIX en el que se funda la relación de contemporaneidad única, extraordinaria, que una novela como Respiración artificial inventa con el presente aterrador en el que fue
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escrita. Pero quizá le debamos más, mucho más. En un momento de la novela, Renzi escribe: “Redacto estas interminables páginas para vos, my uncle Marcel, que venís de tan lejos, desde un lugar tan antiguo, desde una época tan remota de mi vida que tu reaparición ha sido, en estos meses, el triunfo más puro de la ficción que yo puedo exhibir (por no decir el único)”. Le debemos, quizá, la posibilidad misma de que algo llamado ficción exista, que es como decir que le debemos todo.
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La práctica literaria entre la pérdida y la restauración 1
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Adriana Rodríguez Pérsico2
Universidad de Buenos Aires CONICET, Buenos Aires, Argentina
El archivo es exceso de sentido, en el lugar mismo en que quien lo lee siente la belleza, estupor y una especie de sacudida afectiva. Ese lugar es secreto, diferente en cada uno, pero en todos los itinerarios surgen encuentros que facilitan el acceso a ese lugar y sobre todo a su expresión. Arlette Farge
1 Publicado en CORRAL, Rose (editora). Entre ficción y reflexión. Juan José Saer y Ricardo Piglia. México: El Colegio de México, 2007, pp. 137-148). 2 Doctora en Letras por la Universidad de Buenos Aires.
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Alguna vez, Ricardo Piglia dijo que escribir es una experiencia pasional y por lo tanto, comparte la estructura de la vida3. Leamos la obra y encontraremos una subjetividad. En Respiración artificial, el epígrafe de T.S. Eliot, “We had the experience but missed the meaning / and approach to the meaning restores the experience”, señala los vínculos que mantienen sentido y experiencia en la práctica literaria (PIGLIA, 1980). Esos verbos, “perder” y “restaurar”, condensan una poética. A partir del análisis de El último lector, quisiera rastrear una concepción de la escritura como actividad que restituye lo que se ha perdido.
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En otra entrevista de 1989, Piglia declara que en la época en que trabajaba sobre la forma de Respiración artificial pensaba en la idea de archivo; el personaje de Ossorio, una inversión de Sarmiento, nació de la necesidad de hallar una fuente histórica que sirviera de base para construir el archivo (PIGLIA, 1990, p. 191). La actitud trasluce una imagen poderosa de escritor. Como dice Derrida escribir es un acto de memoria o archivación: “El primer archivero instituye el archivo como debe ser, es decir, no sólo exhibiendo el documento, sino estableciéndolo. Lo lee, lo interpreta, lo clasifica” (DERRIDA, 1997, p. 63). Las respuestas a las preguntas que plantea el archivero configuran la trama de sentidos que denominamos historia. El archivo se erige en testigo de vidas y acontecimientos; conserva miles de huellas diseminadas que crean la ilusión de que, si desplegamos el archivo, tendremos acceso a un pedazo de la realidad histórica. Aunque amante del archivo, Piglia atenta contra esa ilusión cuando enfatiza la relación distanciada que el escritor y el crítico tienen con la verdad. Más allá de cualquier eco foucaultiano, las consideraciones sobre la novela pueden ampliarse; quiero decir que, en su práctica, el escritor mantiene y desarrolla esa noción de la literatura como archivo. La afirmación implica el afán de consolidar una memoria 3 En una entrevista de Mónica López Ocón en 1984, dice: “Se vive para escribir, diría yo. La escritura es una de las experiencias más intensas que conozco. La más intensa, pienso a veces. Es una experiencia con la pasión y por lo tanto tiene la misma estructura de la vida. No son muy diferentes la vida y la literatura” (PIGLIA, 1990, p. 24). En otro momento, sostiene: “El sujeto de la crítica suele estar enmascarado por el método (a veces el sujeto es el método) pero siempre está presente y reconstruir su historia y su lugar es el mejor modo de leer crítica” (PIGLIA, 1990, p. 18).
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en la medida en que opera con la convicción de que la escritura logra derrotar a la muerte. La ley del archivo invoca la memoria, como anámnesis, mnéme o hypómnema, sostiene Derrida (Ibidem, p. 31) que aproxima el archivo a la noción de memoria voluntaria y reproductiva: “El archivo es hipomnémico” (p. 19). La pulsión de muerte amenaza al archivo; el filósofo francés la homologa con el mal de archivo mientras hace de la pulsión de conservación sinónimo del deseo de archivo: Como la pulsión de muerte es también, según las palabras más destacadas del propio Freud, una pulsión de agresión y de destrucción (Destruktion), ella no sólo empuja al olvido, a la amnesia, a la aniquilación de la memoria, como mnéme o anámnesis, sino que manda asimismo la borradura radical, la erradicación en verdad de lo que jamás se reduce a la mnéme o a la anámnesis, a saber, el archivo, la consignación, el dispositivo documental o monumental como hypómnema, suplemento o representante mnemotécnico, auxiliar o memorándum. (DERRIDA, 1997, p. 19)
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El gusto del archivo corresponde a una visión utópica de la literatura que ejerce la certeza de que ése es el modo posible de atrapar una totalidad, de imaginar un espacio autosuficiente donde los sentidos se articulan en densidad. En ella, la lógica de la réplica y la representación adquiere una función relevante al tiempo que el juego dialéctico entre pérdida y restauración hace zafar de todo matiz nostálgico. Nada más alejado de los tonos melancólicos que el universo de Piglia. La escritura esquiva la melancolía porque no se aferra a un original supuestamente más rico4. La literatura maneja dobles o sustitutos que no compensan pero constituyen, no obstante, las verdades a alcanzar o los objetos deseados. Las réplicas y los dobles, sin el aspecto siniestro que veía Freud, abren la esperanza de la restitución, o mejor, devuelve los objetos a la vida. Podría decirse que la práctica literaria realiza el trabajo de duelo.
4 En su ensayo “Duelo y melancolía”, Freud compara ambos procesos psíquicos que se originan en la pérdida del objeto amado. Las características son similares: “la cesación del interés por el mundo exterior – en cuanto no recuerda a la persona fallecida –, la pérdida de la capacidad de elegir un nuevo objeto amoroso – lo que equivaldría a sustituir al desaparecido – y el apartamiento de toda función no realizada con la memoria del ser querido” (1075). El trabajo de duelo consiste en que una vez que el sujeto comprueba que el objeto amado está irremediablemente perdido, debe retirar la libido de los vínculos que lo ligaban al objeto. El melancólico, en cambio, como no puede identificar la causa de la tristeza, queda en estado de inhibición.
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Los bellos sueños son alimentos esenciales para la vida. La historia de la literatura está plagada de libros que alaban sociedades felices y justas o se conduelen por un orden presente opresivo. El último lector señala algunos libros clásicos que componen distopías. En esos mundos crueles queda, sin embargo, un lector que resulta subversivo para el régimen, un rebelde que persevera en el supremo acto de resistencia. Otros mundos perdidos: “Siempre hay una isla donde sobrevive algún lector, como si la sociedad no existiera. Un territorio devastado en el que alguien reconstruye el mundo perdido a partir de la lectura de un libro. Mejor sería decir: la creencia en lo que está escrito en un libro permite sostener y reconstruir lo real que se ha perdido”. (PIGLIA, 2005, p. 152)
Robison Crusoe es el ejemplo. El empecinamiento del sujeto plasma en una réplica lo que existe en un mundo lejano.
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Bloch afirma que la utopía hace la crítica de lo presente; yo agregaría, del presente (BLOCH, 1993, p. 12). La función asignada pone en primer plano el carácter político del género. Una utopía arma un doble que se recorta sobre el mundo real; constituye su opuesto y como tal, colma una carencia. La utopía es una réplica invertida. Como la literatura, aporta un suplemento, un plus de sentido que se sobreimprime a la historia. Piglia considera a la literatura una utopía privada, el reino de la libertad. Y si de elecciones se trata, el escritor prefiere las utopías lingüísticas. Prueba de ello es la que diseña en La ciudad ausente: en la isla del Tigre la confluencia de lenguas hace posible lo imposible: la heterogeneidad resuelve las paradojas y establece de manera efímera los sentidos. Las autorreferencias se multiplican. Lo que aparece en la novela como relato, toma en El último lector la forma de una teoría sobre el universo joyceano en torno a las imágenes harto elocuentes del agua que fluye: “[...] todos emprendemos siempre una navegación preliminar por el delta del río Joyce y encontramos, en alguna de las islas perdidas, un Robinson que entretiene sus ocios y combate su soledad leyendo un libro escrito en todas las lenguas como si fuera el último” (PIGLIA, 2005, p. 188). La réplica remite a varios problemas teóricos y estéticos, la similitud, las relaciones entre el original y las reproducciones pero también a una concepción de la escritura que, como palabra dialógica,
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evoca otras palabras y provoca el cuestionamiento5. “La lectura, decía Ezra Pound, es un arte de la réplica”, comenta el narrador en el “Prólogo” a El último lector. Con la habitual mezcla entre ficción y ensayo, el prólogo presenta la estructura de un cuento; el narrador busca una casa ubicada en el barrio porteño de Flores donde hay una réplica de la ciudad de Buenos Aires montada por un fotógrafo extranjero llamado Russell, que aclara: “No es un mapa, ni una maqueta, es una máquina sinóptica; toda la ciudad está ahí, concentrada en sí misma, reducida a su esencia.” (Ibidem, p. 11). Lejos de ser una copia exacta de la realidad, la totalidad depende de la memoria selectiva del sujeto. Russell crea una ciudad borrosa, tal como se le aparece en el recuerdo. Las relaciones entre las palabras y las cosas, entre los signos y los referentes se tornan explícitas: “Lo real no es el objeto de la representación sino el espacio donde un mundo fantástico tiene lugar” (p. 12).
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El narrador encuentra el aleph, no en un sótano del barrio de Constitución sino en un altillo de esa casa de Flores. En ese lugar, se inscriben las ruinas circulares y el hospital donde está internada la mujer delirante de La ciudad ausente (tal vez la Ana de Pubis angelical, de Puig). Cuando, después de caminar por Rivadavia, el narrador toma el tren, su imagen se confunde con la de Erdosain. A modo de homenaje, una revelación borgiana cierra el texto: “Entonces comprendí lo que ya sabía: lo que podemos imaginar siempre existe, en otra escala, en otro tiempo, nítido y lejano, igual que en un sueño” (Ibidem, p. 17). Las alusiones intertextuales traducen la voluntad de incluirse en una tradición peculiar integrando el campo literario con numerosos libros ajenos y también con los propios. Es el material que elaboran estos ensayos donde el escritor analiza a los admirados, cita y se autocita, corrige, amplía y reformula hipótesis. Piglia cumple el papel de heredero al pie de la letra porque, como dice Derrida, lejos de someterse a los mandatos de la tradición, el heredero se apropia del 5 La proliferación de réplicas organiza, por ejemplo, La ciudad ausente con su máquina de fabricar relatos. Allí, Russo - el ingeniero que ayuda a Macedonio a armar la máquina y que colecciona autómatas – le explica a Junior: “Un relato no es otra cosa que la reproducción del orden del mundo en una escala puramente verbal. Una réplica de la vida, si la vida estuviera hecha solo de palabras. Pero la vida no está hecha sólo de palabras, está también por desgracia hecha de cuerpos [...]” (PIGLIA, 1992, p. 147). En la condicional, se perciben los límites del lenguaje.
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legado para reactivarlo por medio de un trabajo de transformación. Para conservarse fiel a las tradiciones, hay que ser infiel a ellas, haciendo el doble gesto paradojal de confirmar lo que nos es dado y de poner en movimiento la responsabilidad que supone toda elección. La pérdida es condición de posibilidad de la escritura. El siguiente pasaje presenta analogías – que configuran un núcleo productor de las reflexiones – entre la ciudad miniaturizada y el libro por venir, es decir, los ensayos que componen El último lector: “La ciudad trata entonces sobre réplicas y representaciones, sobre la lectura y la percepción solitaria, sobre la presencia de lo que se ha perdido. En definitiva trata sobre el modo de hacer visible lo invisible y fijar las imágenes nítidas que ya no vemos pero que insisten todavía como fantasmas y viven entre nosotros” (Ibidem, p. 13).
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El diálogo con Borges refulge en pequeños y múltiples destellos. En “El Zahir”, acosado por la imagen de ese ente proteico, el personaje Borges recorre infinidad de libros para dar con su enfermedad. En uno, encuentra la clave en el momento en que la prosa revela: “Zahir, en árabe, quiere decir notorio, visible” (BORGES, 1974, p. 593). Un objeto trivial impone su presencia al punto de convertirse en obsesión. En el relato, el Zahir – que ha asumido infinidad de formas – es una moneda de poco valor. Piglia traza otra analogía entre la ciudad y una vieja moneda griega, que resume un modelo económico y una cultura antiguos. La moneda tiene, además, valor en sí misma; es, un “objeto precioso”, un “objeto extraviado” de transacción. El narrador entrega un viejo dracma, no se sabe si verdadero o falso, a Russell quien lo fotografía – se queda con la réplica – lo devuelve a su dueño. La moneda es como la literatura: llega del pasado, su autenticidad es incierta, circula, cotiza en baja en el mercado. La pregunta por el lector resuena en un lugar abigarrado de signos en el que el sujeto procura orientarse. Hay lectores perdidos en el espacio caótico de las bibliotecas. El extravío se torna senda obligada para emprender una lectura fructífera o practicar una escritura que vaya a contrapelo de modas y convenciones. Por los caminos del azar y la arbitrariedad, los buenos lectores siguen el flujo de líneas, citas, o libros dispares. Porque no hay duda de que Piglia cataloga a los lectores en buenos y malos aunque ello no guarde relación con un gusto más o menos elemental o sofisticado. Así, perderse supone una
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actitud deliberada que culmina con el alcance de un conocimiento que permite torcer interpretaciones rígidas y abre a otros modos de leer: “Por eso, una de las claves de ese lector inventado por Borges es la libertad en el uso de los textos, la disposición a leer según su interés y su necesidad. Cierta arbitrariedad, cierta inclinación deliberada a leer mal, a leer fuera de lugar, a relacionar series imposibles” (CORRAL, 2007, p. 28).
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“Los rastros de Tlön” se llama un apartado que bien podría ser el subtítulo de El último lector. Sabemos que en el comienzo del relato, Borges cuenta la extraña anécdota compartida con su amigo Bioy cuando éste recuerda un artículo donde se describe la tierra de Uqbar; en vano revisan distintas ediciones; el ensayo existe en un único ejemplar falso de una enciclopedia. Piglia atribuye esa falta a un robo; alguien ha sustraído esas páginas. Pero no se trata de un misterio sino de un secreto: “Una página –un libro- no está, la carta ha sido robada, el sentido vacila y, en esa vacilación, emerge lo fantástico” (Ibidem, p. 27). Si se narra para hacer sentido, “para hacer visibles las conexiones, los gestos, los lugares, la disposición de los cuerpos” (Ibidem, p. 53), el género epistolar se adecua a tal fin. En este punto, resulta inevitable pensar en la primera parte de Respiración artificial en la que las cartas ligan las historias en torno a dos coyunturas violentas de la Argentina. El último lector ratifica el interés por el género; los procedimientos de los que se vale Kafka – “poner en relación los acontecimientos”, “acarrear lo que está en otro lado”, “establecer el enlace entre los fragmentos invisibles” – descubren el fin de la escritura al materializar las relaciones borradas por el fárrago de la vida. En “Tlön” hay un texto perdido, en El último lector se alude a otros textos extraviados como las cartas de la amada de Kakfa, Felice Bauer. Y si Piglia considera el mundo de Tlön como un hrönir borgiano, “la ilusión de un universo creado por la lectura y que depende de ella”, una especie de bovarismo invertido, construye la figura de la lectora a partir de las cartas de Kafka. La pérdida de la letra propia acarrea como consecuencia una subjetividad diseñada por la letra del otro. La lectora obediente y la copista, que replica textos configuran aspectos diferentes de la “mujer-máquina de copiar” que tiene otros emergentes en los ejemplos de Sofía Tolstoi o Vera Nabokov.
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“Una mujer en la posición-Bartleby” dice Piglia (Ibidem, p. 74). Recordemos que en la nouvelle de Melville, el obstinado “I would prefer not to” – que recibe el jefe por respuesta a cada pedido – encierra una negación radical que coloca al personaje al margen de todo intercambio social6. Con pinceladas humorísticas, El último lector examina en clave erótica la figura del escribiente al entender el enunciado como un chiste freudiano. Si culturalmente lo femenino ha sido marcado con la pasividad, la interpretación retuerce el lugar común indicando los actos de rebelión de las copistas y feminizando al personaje de Melville: “La atracción de esa figura en la literatura tiene mucho que ver con la ambigüedad. Bartleby: fantasía masculina del lector que se niega. La lectora perfecta. La figura masculina, neutra y asexuada, pero llena de deseo (sexualizada y ambigua) del copista fantasmal” (p. 75).
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El ensayista extrae de las cartas de Kafka un poema chino que hilvana las líneas argumentativas. Allí, la mujer interrumpe la tarea quitándole la lámpara al hombre que ha pasado la noche en vela, escribiendo. Es el lado oscuro de la lectora sumisa y deseante. Entonces, el hombre halla el lugar ideal para escribir: una cueva que defiende de un Bartleby femenino atemorizante. La pasión por la lectura es tan irrefrenable que hasta provee modelos de muerte. Piglia se detiene en un momento de los Pasajes de la guerra revolucionaria donde Ernesto Guevara rememora una experiencia límite. Herido, después del desembarco del “Gramma”, y creyendo que va a morir, evoca el cuento de Jack London Hacer un fuego; la narración ofrece reglas de dignidad ante lo fatal. De esta escena y apartándose de las hipótesis de Benjamín sobre el narrador, extrae la conclusión de que el lector de ficciones procura patrones de conducta para imitar: “No es un sujeto real que ha vivido y que le cuenta a otro directamente su experiencia, es la lectura la que modela y transmite la experiencia, en soledad. Si el narrador es el que transmite el sentido de lo vivido, el lector es el que busca el sentido de la experiencia perdida” (Ibidem, p. 105). En la figura de Guevara, 6 Dice Deleuze: “Bartebly es el hombre sin referencias, sin posesiones, sin bienes, sin cualidades, sin particularidades: es demasiado liso para que quepa colgarle alguna particularidad. Sin pasado ni futuro, es instantáneo. I PREFER NOT es la fórmula química o alquímica de Bartleby, pero puede leerse en el anverso, I AM NOT PARTICULAR, no soy particular, como el complemento imprescindible”. (DELEUZE, 1996, p. 106).
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el placer de la lectura – percibido de manera vergonzosa – permanece como resto de un período clausurado, que provoca tensiones con la acción que se le exige al guerrillero. La actividad de leer pertenece al mundo infantil, al espacio burgués y protector de la familia. Son escenas de pérdidas y recuperaciones. La escritura y la lectura rellenan la zanja que han cavado los años transcurridos.
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Al modo formalista, el capítulo “Cómo está hecho el Ulises” extrema el análisis microscópico para enunciar una poética de la composición que encuentra la piedra de toque en la palabra perdida o sobreentendida. El sobreentendido emite guiños de inclusión entablando complicidades con un interlocutor que comparte códigos y referencias. El salto explicatorio, sobre el que funciona, indica a las claras la pertenencia a la misma cultura. Haciendo alarde de una sutileza extraordinaria, el ensayo plantea, en este punto, problemas de construcción del texto literario. Con perspectiva materialista, Piglia explica en términos económicos los fenómenos estéticos. Las argumentaciones aseveran el carácter utilitario de la literatura: “Se trata de un uso práctico de la literatura, una lectura técnica que tiende a desarmar los libros, a ver los detalles, los rastros de su hechura. Y que se interroga además sobre la utilidades y el valor de los textos. ‘Cómo está hecho un libro’ y ‘cuánto cuesta’ son las preguntas fundamentales. ‘¿Cuánto vale un libro?’ es el correlato de la pregunta sobre su uso. La tensión entre el uso y el valor está siempre presente”. (Ibidem, p. 167)7
Dije que la pérdida acompaña a la restauración. ¿Cuál es la posición del sujeto restaurador? ¿Quiénes son capaces de leer o escribir lo que se ha extraviado? Los que están aislados, los marginales o los que quedan fuera de las normas de sociabilidad. Los últimos lectores adoptan el perfil del perdedor, del loser. Hay una galería de ellos en el texto, o mejor, el último lector es un sujeto excéntrico, que el mercado ignora; inútil para el sistema capitalista porque su producción no genera plusvalia. Russell, una especie de científico loco que pasa meses encerrado en su casa reconstruyendo la réplica de la ciudad, el coronel 7 En un pasaje de “Homenaje a Roberto Arlt” el narrador reproduce unas notas atribuidas al escritor en las que se cuenta un episodio de la revolución rusa incluido en la Autobiografía de Trotski: los obreros usaban los jarrones de Sevres como orinales ante el escándalo de Gorki. El “comentador Arlt” agrega: “(...) la belleza vale sólo cuando uno puede contestar ¿para qué sirve? ¿cómo se puede usar? ¿quién la puede usar? No hay belleza universal” (PIGLIA, 1975, p. 117).
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Baigorria, que vive entre los ranqueles, las lectoras “Bartleby”, Dupin excluido del circuito económico, Marlowe, un detective en decadencia, Guevara, el guerrillero que se aparta de la sociedad y menosprecia el dinero8. Quizás la figura más emblemática corresponda a Robinson, “el héroe del ascetismo protestante, que reproduce la economía capitalista en un aislamiento perfecto, es antes que nada un lector solitario” (Ibidem, p. 155). Los recorridos que emprenden estos lectores por los textos ajenos dejan huellas que podrían dar nacimiento a una historia literaria alternativa. El gesto optimista apuesta a un puñado de figuras que, por esa condición de perdedores, consiguen salvar el archivo. Hay en estos personajes una ética que cultivan a ultranza: no conceden, no negocian. Una definición de heroismo.
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La memoria preserva la realidad, sostiene Borges en Tlön...: “Las cosas se duplican en Tlön; propenden asimismo a borrarse y a perder los detalles cuando los olvida la gente. Es clásico el ejemplo de un umbral que perduró mientras lo visitaba un mendigo y que se perdió de vista a su muerte. A veces unos pájaros, un caballo, han salvado las ruinas de un anfiteatro” (BORGES, 1974, p. 440). Si el olvido decreta la extinción del mundo, el ser más insignificante ampara la existencia. Piglia opina que esa función compete radicalmente a los lectores.
8 El ensayo coloca al personaje en el contexto primero, antes de que la figura del Che se convirtiera en espectáculo y su imagen y su palabra generaran un mercado inagotable. Si hay un personaje que ha producido plusvalía a nivel mundial, ése es Ernesto Guevara, devenido en mito.
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REFERENCIAS BIBLIOGRÁFICAS ADORNO, Theodor; BLOCH, Ernst. “Something´s missing: A Discussion between Ernst Bloch and Theodor Adorno on the Contradictions of Utopian Longing”. BLOCH, Ernst. The Utopian Function of Art and Literature. Cambridge, Massachusetts: The MIT Press, 1993, pp 1-17. BORGES, Jorge Luis. Obras completas. Buenos Aires: Emecé, 1974. CORRAL, Rose (ed.) Entre ficción y reflexión: Juan José Saer y Ricardo Piglia. México: El Colegio de México, 2007. DELEUZE, Gilles. “Bartleby o la fórmula”. Crítica y clínica. Barcelona: Anagrama, 1996, pp. 98-127. DERRIDA, Jacques. Mal de archivo. Una impresión freudiana. Madrid: Trotta, 1997.
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______; ROUDINESCO, Elisabeth. ¿Y mañana qué...?. Buenos Aires: FCE, 2003. FREUD, Sigmund. “La aflicción y la melancolía”. Obras completas, Vol. I, 1075-1082. PIGLIA, Ricardo. Respiración artificial. Buenos Aires: Pomaire, 1980. ______. Crítica y ficción. Buenos Aires: Siglo Veinte/Universidad Nacional del Litoral, 1990. ______. La ciudad ausente. Buenos Aires: Sudamericana, 1992. ______. El último lector. Buenos Aires: Anagrama, 2005. ______. Nombre falso. Buenos Aires: Siglo XXI, 1975.
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Ricardo Piglia: itinerarios de lectura (y escritura) 1
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Rose Corral2
El Colegio de México
La literatura produce lugares y es allí donde se asienta la significación. Ricardo Piglia, El último lector
Ricardo Piglia ha generado nuevas maneras de pensar la literatura y la tradición. Asimismo, ha generado espacios distintos de discusión y reflexión, en la academia y fuera de la misma. Como todos sus lectores saben, el suyo es un discurso muy seductor y sus fórmulas 1 Publicado en CORRAL, Rose (ed.). Entre ficción y reflexión: Juan José Saer y Ricardo Piglia. México: El Colegio de México, 2007, pp. 193-205. 2 Doctora en Literatura Hispánica por El Colegio de México.
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son contagiosas. No resulta fácil tomar distancia, por la fuerza y certeza de su mirada. En las páginas que siguen procuramos abrir o despejar algunos de los “itinerarios” seguidos por el autor a lo largo de sus libros en un lapso de más de treinta años de entrega a la escritura. Una pregunta, para empezar, que tiene su origen en el epígrafe escogido para este trabajo y que ha sido una suerte de acicate: ¿A qué “lugares” se refiere Piglia? Acaba de hablar de Kafka y de su agudo sentido de la topografía, pero la conclusión parece ir más allá de Kafka. ¿En qué “lugares” del universo literario de Piglia se “asienta la significación”?
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La palabra “itinerario” para hablar de la obra en conjunto de Ricardo Piglia no ha sido escogida al azar. Alude a una noción espacial, geográfica incluso, que evoca desplazamientos, de un lugar a otro, de un texto a otro, una noción que permite ir configurando distintos recorridos, entrever desvíos, bifurcaciones, seguir ciertas huellas o pistas, y construir en suma un mapa para orientarse en la multiplicidad de caminos (de lecturas y relecturas) abiertos por Piglia en los últimos treinta años, si tomamos su excelente relato “Homenaje a Arlt” (o Nombre falso en la edición definitiva), publicado en 1975, como un parte-aguas, un texto híbrido, un palimpsesto de tramas, que significa un viraje o un cambio de dirección en la poética del autor3. Es sin duda determinante que sea precisamente en un texto de ficción, y no en un ensayo, que Piglia inicie un recorrido distinto y apunte otros usos y apropiaciones de los textos y la tradición. A partir de “Homenaje a Arlt” los “modos de leer” del escritor ingresan a la ficción y modifican la forma misma del relato: éste se convierte en una investigación, policial y literaria, en torno a un supuesto relato inédito de Arlt. Éste es un paso decisivo en la constitución de su poética, el momento en que descubre (y cito a Piglia) “un enigma, una intriga en el sentido fuerte de la palabra” (PIGLIA, 1993, p. 1). Poco tiempo antes de publicar en 1975 Nombre falso, el volumen de cuentos a que 3 El propio Piglia ha hecho alusión a ello en varias oportunidades. Prefiero citar una entrevista de 2006 en la que hace una suerte de retrospectiva de su trayectoria literaria: “Hay un texto que para mí es en cierto sentido un punto de viraje. Se trata de ‘Homenaje a Arlt’, anterior a Respiración artificial. Allí cuento la historia de un hombre a quien lo único que le había pasado en la vida era haber conocido a Roberto Arlt [...] Empecé entonces a contar la historia, la cual comenzó a transformarse. El tipo pasó de conocer a Arlt a tener un texto suyo”. “Del autor al lector”, entrevista de María Esther Gilio, en Radar libros, suplemento de Página 12. Buenos Aires: 15 de octubre de 2006.
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pertenece “Homenaje a Arlt”, Piglia había reflexionado y escrito sobre Arlt, sobre el papel del dinero en su ficción y también sobre el papel (central, por cierto) de la lectura en su primera novela4. Pero la lectura y la crítica sobre Arlt culminarán en un texto de ficción. Recordando lo que ha dicho el propio escritor sobre Borges y sus lecturas, podríamos decir que lo que importaba también para Piglia era “la dirección en que estaba leyendo, en función de qué estaba leyendo” (PIGLIA, 2001, p. 155). A partir de este texto fundador, parece difícil ya que publique los libros de crítica que viene anunciando en esos años: en 1973 promete el libro Traducción: sistema literario y dependencia y, en 1979, en una nota al primer ensayo que publica sobre Borges, “Ideología y ficción en Borges”, menciona que se trata del capítulo de un libro en preparación sobre Borges y Arlt5. Obviamente, abandona la forma del
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ensayo y suponemos que este material se integra al año siguiente en la novela Respiración artificial, una novela que confirma y expande el camino iniciado cinco años antes en el “Homenaje”. Paralelamente, a partir de los años 80 y hasta el presente, Ricardo Piglia multiplica las entrevistas que funcionan en varios sentidos como sustitutos de textos críticos. Con Crítica y ficción – que reúne esas entrevistas en un volumen que ya tiene tres ediciones, muy ampliadas – se propone construir un espacio eficaz de combate (más eficaz y directo que el del ensayo) para renovar los debates literarios, un espacio que le ofrece también mayor libertad para desarrollar sus estrategias de lectura. Desplegadas con suma inteligencia y poder de convicción estas estrategias han considerablemente cambiado nuestra percepción de la literatura argentina del siglo XX. Hay un gesto característico en la obra de Piglia, un doble movimiento que permite, por un lado, leer “en términos espaciales” la tradición literaria y, por otro, proyectar en su ficción espacios múltiples que funcionan también, como se verá, en un doble registro, como espacios físicos y como metáforas del acto de narrar. Piglia compara, por ejemplo, el trabajo del escritor con el del rastreador del Facundo 4 “Roberto Arlt: una crítica de la economía literaria”. Buenos Aires: Los Libros. n. 29, marzoabril 1973, pp. 22-27. El último inciso de este estudio se titula precisamente “escribir una lectura” en referencia a Astier, narrador y memorialista. Piglia también publica en 1974 otro ensayo sobre Arlt: “Roberto Arlt: la ficción del dinero”, Hispamérica, n. 7, 1974, pp. 4-9. 5 Véase en la revista Punto de Vista. Buenos Aires: n. 2, 1979, p. 3.
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“que busca en la tierra el rastro perdido, y encuentra el rumbo en las huellas confusas que han quedado en la llanura [...] Un escritor trabaja en el presente con los rastros de una tradición perdida” (PIGLIA, 1992, p. 63)6; o cuando lee “El Aleph” de Borges como una variante de su ensayo “El escritor argentino y la tradición”: desde un suburbio de Buenos Aires (la calle Garay en Constitución) es posible la apropiación del universo (p. 64). También la microscópica ciudad de El último lector, réplica de una ciudad real, Buenos Aires, que ha construido pacientemente el fotógrafo Russell, “se vincula, en secreto, con ciertas tradiciones del Río de la Plata”: pensamos en los laberintos de Borges, en el fantástico de Bioy en La invención de Morel (una novela aludida en el prólogo), y también en la obra de Felisberto Hernández y en la de Onetti, creador de la ciudad imaginaria de Santa María. Al final del mismo libro, en el capítulo dedicado a Joyce, Piglia vuelve al símil entre tradición y espacialización: “La tradición literaria es un campo de asociaciones tan visible como las calles de Dublín. O mejor, un espacio material tan visible como los recorridos por la ciudad” (p. 169). También Piglia construye espacios múltiples que funcionan, como dijimos, en un doble registro. Abundan en su obra los laboratorios (y el primero aparece, no casualmente, en el “Homenaje a Arlt”) y paralelamente los experimentos con las formas de la narración. La ciudad, a partir de La ciudad ausente, es un espacio y un texto, un mapa y una red de historias que circulan7. El vaivén entre textualidad y ciudad está en el centro mismo de la novela. Junior recorre la ciudad y a la vez circula entre las historias, se pierde en un relato como se perdería en una ciudad. En esta novela, la idea de desplazamiento, un desplazamiento incesante y vertiginoso por toda la ciudad, se corresponde con la igualmente vertiginosa circulación de las historias que propaga la máquina de narrar:
6 También el crítico es un buscador de caminos, el que traza “mapas” para orientarse: “el gran crítico es un aventurero que se mueve entre los textos buscando un secreto que a veces no existe [...] Benjamin leyendo el París de Baudelaire” (Crítica y ficción, p. 15). Al referirse a Borges como crítico, vuelve al símil del camino, del recorrido físico y geográfico; la de Borges es una lectura “que ve detalles, rastros mínimos y que luego pone en relación, como en un mapa, esos puntos aislados que ha entrevisto, como si buscara una ruta perdida” (Crítica y ficción, p. 149). 7 En su lectura del cuento de Borges, “La muerte y la brújula”, ya observaba Piglia en 1984 esta correspondencia entre ciudad y texto: “Lönrot [...] va hacia la muerte porque cree que toda la ciudad es un texto” (PIGLIA, 2005, p. 15).
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Entraba y salía de los relatos, se movía por la ciudad, buscaba orientarse en esa trama de esperas y postergaciones de la que ya no podía salir [...] Parecía una red, como el mapa de un subte. Viajó de un lado a otro, cruzando las historias, y se movió en varios registros a la vez. (PIGLIA, 1992, p. 91)
Tal vez lo decisivo o el tour de force de Piglia, en esta novela compleja y experimental, es haber convertido en anécdota su poética8. Es posible trazar otro itinerario, que se inicia con la entrada de Piglia en la literatura, cuando publica los primeros cuentos en el volumen titulado La invasión: se trata tal vez de un camino más oculto, que incide en los lugares de encierro o reclusión (cuartos de pensión, cárcel o prisión), un itinerario que posteriormente, sin perder su sentido original, se desvía y desplaza.
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Los dos últimos libros de Piglia, Formas breves de 1999 y El último lector, publicado el año pasado, incluyen textos que descolocan de nuevo el ensayo a secas porque tampoco pretenden inscribirse en una línea definida, de tipo ensayístico. Al amalgamarse los géneros, y al mezclarse los itinerarios de lectura del escritor con los de su escritura (algo notorio en ambos libros), se vuelve difícil desentrañar la ficción del ensayo. Tal vez habría que decir que leer y escribir se han vuelto para Piglia dos caras de la misma reflexión sobre la narración. Con un relato de tipo autobiográfico, “Hotel Almagro”, Piglia inicia Formas breves y con otro breve relato (disfrazado de “prólogo”) empieza El último lector: se trata de un pequeño y ceñido texto que nos permite penetrar en el “laboratorio” del fotógrafo y en el del escritor, en un altillo del barrio de Flores, un “prólogo” que también recuerda el “prólogonovela” anunciado por Macedonio, porque en él el relato parece darse “a escondidas del lector” (FERNÁNDEZ, 1996, p. 7). Puede leerse como un texto que condensa elementos clave de su poética y a la vez como una narración autobiográfica, que junta ficción y reflexión, y que se concentra en dos escenarios centrales de su mundo narrativo: el laboratorio y la ciudad. 8 Se trata de una idea que Piglia ya había formulado en 1987: “Borges (como Poe, como Kafka) sabía transformar en anécdota los problemas de la forma de narrar”, en “El jugador de Chejov. Tesis sobre el cuento”, América. Cahiers du CRICCAL (Université de La Sorbonne NouvelleParis III), núm. 2 (1986), p. 130. Este texto con un título abreviado, “Tesis sobre el cuento”, se integró a la segunda edición de Crítica y ficción. Buenos Aires: Siglo Veinte/Universidad Nacional del Litoral, 1990, pp. 83-90.
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El “laboratorio” es un espacio de múltiples resonancias en la narrativa (y crítica) de Piglia; allí circulan varios escritores con cuyos textos ha mantenido un reiterado contacto: Arlt, en primer lugar, y su laboratorio “real” en Lanús en el que ensaya su invento, medias de mujer irrompibles, pero también el de “la rosa de cobre” de la ficción que van armando los Espila en un galpón de Ramos Mejía. Hay quizás un antecedente todavía más remoto del laboratorio en una entrevista que le hacen a Roberto Arlt, en 1929, que Piglia conoce bien y que incluyó en su antología Yo, un libro que recoge en 1968 fragmentos de tipo autobiográfico de escritores y políticos argentinos. Al referirse a su trabajo de novelista, Arlt dice que “como no puedo hacer de mi vida un laboratorio de ensayos por la falta de tiempo, dinero y cultura, desdoblo, de mis deseos, personajes imaginarios que trato de novelar”9.
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La imagen del laboratorio, como sucede a menudo en Piglia, se va expandiendo y transformando. En su propia obra está el laboratorio del fotógrafo en “El fluir de la vida”, el de Macedonio (y Russo) en La ciudad ausente, en donde se construye la máquina de narrar. En Formas breves afirma que “todas las historias del mundo” son “mundos paralelos, vidas posibles, laboratorios donde se experimenta con las pasiones personales” (PIGLIA, 2009, p. 116). En El último lector la palabra “laboratorio”, reiterativa, parece ser sinónima del taller del escritor. Piglia se dedica a desmontar los mecanismos de lectura y escritura de varios autores cercanos: Borges y el “laboratorio de Tlön”, Joyce y el laboratorio del Finnegans Wake, el “laboratorio Kafka” en el que rastrea el modo en que éste lee y la recomposición de esta experiencia en un relato y en otro contexto10. Aunque Arlt aparece finalmente poco en El último lector, sigue siendo, nos parece, una referencia decisiva: pocos textos hay en los que las escenas o situaciones de lectura (véase El juguete rabioso) inciden tan notoriamente en la propia ficción.
9 Cf. “Yo, Roberto Arlt”, en Yo, selección y prólogo de Ricardo Piglia. Buenos Aires: Tiempo Contemporáneo, 1968, p. 79 (nosotros subrayamos). Juan José Saer emplea la misma imagen ya que concibe la obra de Arlt “como un vasto laboratorio, en el que sus personajes – Erdosain, el Astrólogo, el narrador de ‘El jorobadito’, el Escritor fracasado, Eugenio Karl, etc. - actúan constantemente como experimentadores, como agentes, como investigadores de una nueva moral”. (SAER, 1997, pp. 95-96.) 10 Véanse en particular los capítulos “Qué es un lector”, “Un relato de Kafka” y “Cómo está hecho el Ulysses”. El último lector, pp. 19-75 y 165-188.
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También el laboratorio, lugar por excelencia del trabajo del narrador, es un lugar secreto, como el del Diario, que escribe desde los dieciséis años, y en el que toma forma su relación con el lenguaje. El laboratorio del fotógrafo Russell en El último lector es entonces también una posible proyección del taller del escritor en el que ambos construyen “réplicas” de la ciudad, mundos paralelos, “perdidos en la memoria”, construcciones imaginarias “más reales que la realidad” (PIGLIA, 2005, p. 16). Esta fantasía se conecta, a su vez con la de Macedonio en el Museo de la novela de la Eterna cuando imagina “la novela salida a la calle”, la novela “menudeando imposibles por la ciudad” (FERNÁNDEZ, 1996, p. 14).
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El punto luminoso en el que se concentra la microscópica ciudad que observa largamente el narrador es también un espacio de revelación y epifanía, como el aleph de Borges. Son varias las similitudes entre ambas escenas. El sótano oscuro es sustituido aquí por un altillo circular y luminoso, pero en ambos casos la visión de lo infinito en un punto aislado (el aleph, la diminuta ciudad) es intensa y solitaria. El regreso a lo real es equiparable a un viaje, a un cruce de fronteras. Hay a continuación una escena simétrica pero de signo distinto. En los dos textos los personajes entran al subte, pero aquí ocurre una diferencia notable: el personaje “Borges” en “El Aleph” sólo desea olvidar la experiencia para regresar a la normalidad, a “las caras familiares”: “Felizmente al cabo de unas noches de insomnio, me trabajó otra vez el olvido” (BORGES, 1957, p. 167). Por el contrario, el personaje de Piglia, metido en la penumbra del túnel del metro en el que viaja de regreso, ve perfilarse de nuevo la “microscópica ciudad circular [...] con la fijeza y la intensidad de un recuerdo inolvidable” (PIGLIA, 2005, p. 17). La densidad y concentración extrema de este prólogo, umbral de un libro dedicado a la lectura en la ficción, lo convierten en un texto único en la narrativa de Piglia, una suerte de suma y síntesis de su escritura. Como lo anticipa en sus “Nuevas tesis sobre el cuento”, “el arte de narrar” es no sólo “un arte de la duplicación” (como las réplicas) sino también la posibilidad de ver mundos múltiples en el mapa mínimo de la ciudad o del lenguaje. La ciudad del fotógrafo es un espacio que prefigura estos mundos y que también cuenta, como siempre en Piglia, otra trama, más secreta, que vincula la lectura con la memoria y con la tradición.
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En La invasión, su primer libro de relatos, los homenajes están todavía a la vista: primero, en el epígrafe de Roberto Arlt (“A nosotros nos ha tocado la misión de asistir al crepúsculo de la piedad”), entresacado de una semblanza autobiográfica del año 1929 (MIRTA y BORRÉ, 1984, p. 217), y también en la dedicatoria a dos narradores norteamericanos: Hemingway y Scott Fitzgerald. Puede medirse mejor el elaborado trabajo que va armando Piglia con la tradición si se compara el camino recorrido entre los cuentos de La invasión y el relato “En otro país”, de Prisión perpetua, en el que el escritor construye ahora una narración y una historia que ficcionalizan la herencia y la deuda con esta literatura. En algún sentido, es la misma distancia que se aprecia entre el primer cuento escrito por Piglia, La honda, en el que la delación del obrero entronca de inmediato con el universo arltiano y algunos de sus gestos centrales, y el “Homenaje a Arlt” en el que el juego de las apropiaciones literarias está colocado en el meollo del texto.
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Tal vez más oculta, en este primer libro, está también la huella del “hombre en situación” de Sartre, el predominio de situaciones de encierro físico, emocional y de relaciones de dominio, una impronta existencialista que no desaparece (o se clausura) como podría pensarse, sino que se desvía y transforma en obras muy posteriores. Este itinerario, que incide en la reclusión y el encierro, recorre en efecto toda la obra de Piglia, con variantes, tanto en Prisión perpetua como en La Ciudad ausente, y podría leerse como un elemento clave y persistente de la “maquinaria secreta” de su ficción. No resulta extraño que Plata quemada, cuya primera versión es contemporánea de los cuentos de La invasión, plantea una historia que viene a ser también una variante del mismo núcleo. Existe asimismo un puente, que conviene explorar con más cuidado, entre lo secreto y la forma del enigma en el género policial, una forma que involucra la noción de lo cerrado (o “encerrado” como en el relato fundador del género “Los crímenes de la calle Morgue”) y que viene a ser una suerte de figuración espacial del misterio: “El enigma: lo que no se comprende, lo que está encerrado; el adentro puro” (PIGLIA, 2005, p. 85). En 1979, en una entrevista, Piglia había declarado “que no le interesaba tanto el personaje en sí” y agregaba:
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Trabajo más con situaciones, porque los personajes se definen por las situaciones [...] Mientras pienso en las situaciones, que no son muchas: encierro, dominio, etc., no pienso en un personaje únicamente. Me interesa definir una situación”. Asimismo, comenta que le fascinan “las situaciones de aislamiento, cuando el personaje se autoexcluye, ya sea en una isla o dentro de la sociedad, como puede ser en una pensión. (PIGLIA, 1979, p. 7)
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En los primeros relatos son varias las situaciones de encierro, la cohabitación forzada y las situaciones equívocas que provoca, las luchas por el territorio; son cuentos (y pensamos en Una luz que se iba, Tarde de amor, La invasión) en los que se percibe la huella de una escena fundadora de El juguete rabioso, la del encuentro de Silvio con el joven homosexual un cuarto barato de pensión11. Al cambiar el título primero del libro (Jaulario) y el del cuento En el calabozo (sustituido por La invasión), parece que Piglia hubiera querido atenuar el clima de opresión y encierro que prevalece en todo el volumen y que reencontramos con otros matices en cuentos de Nombre falso como La caja de vidrio y El laucha Benítez cantaba boleros12. Las prisiones se multiplican a partir del libro de relatos, Prisión perpetua, pero parece que el orden existencial deja el paso ahora a situaciones que tienen que ver con la misma narración: los relatores no pueden salir de sus historias (y de sus infiernos)13 y la cárcel como “laboratorio” y como “fábrica de relatos” es un espacio vinculado ahora al arte de la narración, un espacio que anticipa la otra fábrica de relatos que es la máquina de Macedonio. En la nouvelle En otro país, que abre Prisión perpetua, están las semillas de este “relato múltiple de la ciudad” que será La ciudad ausente. La cárcel funciona en varios niveles: como espacio físico, es la cárcel del padre peronista 11 Además de la huella de Arlt, también pensamos en algunos textos de Onetti en los que el encierro en un cuarto opresivo y las tensiones que tal situación va generando, se encuentran en el caso del narrador que escribe sus memorias en El pozo, o bien en otros personajes onettianos, como en el relato “Jacob y el otro”. 12 También en “Homenaje a Arlt” hay una interesante proyección de Piglia en el universo arltiano cuando define la obra de Arlt como un universo en que predomina: “la imposibilidad de salvarse y el encierro: el lugar arltiano” (Nombre falso. Buenos Aires: Siglo XXI, 1975, p. 139; nosotros subrayamos). Véase el ensayo de César A. Núñez, “Representaciones erróneas: espacios invadidos y políticas de la palabra”, que destaca ciertas similitudes entre los primeros relatos de Piglia y Saer (Entre ficción y reflexión: Juan José Saer y Ricardo Piglia, pp. 267-284.) 13 Kostia, el personaje de “Homenaje a Arlt”, es ya un antecedente de estos personajes “prisioneros de una historia”, como Ratliff o como Artigas en “El fluir de la vida”.
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del narrador, también la de varios de los personajes de los relatos fragmentarios que integran el relato. Está también la teoría de Ratliff sobre la novela moderna como “novela carcelaria”, una novela “que avanza hacia la perfección paranoica” (PIGLIA, 1988, p. 27), lo que prefigura, de nuevo, el clima de La ciudad ausente. En esta última, la cárcel, la opresión, la vigilancia, se ramifican y expanden a toda una ciudad que aparece sitiada y amenazada. La ciudad – texto, como vimos al analizar el prólogo de El último lector, pero también la ciudad – cárcel que atrapa en sus redes y configura una suerte de metáfora de la sociedad.
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Una variante o transformación de este “lugar” pigliano está en uno de los relatos de la máquina en La ciudad ausente, “La nena”. Se trata de un texto e historia que funciona como poética implícita de la novela toda. La niña enferma puede salir de su encierro mental y emocional gracias a la narración de un cuento, “una estructura cerrada”, que el padre repite cada tarde con variantes. La niña logra romper su encierro al incorporar a su propia vida la experiencia que comunica el relato. Salir del cuento es salir de la “prisión interna” de su vida y empezar a armar su propia historia, sus propias demandas. En el tránsito (de la literatura a la vida) está la liberación. Así lo describe Piglia: “esa tarde por primera vez la nena se fue de la historia, como quien cruza una puerta salió del circulo cerrado de la historia y le pidió a su padre que le comprara un anillo (anello) de oro para ella” (PIGLIA, 1992, p. 61). En otro de sus textos, Piglia dice precisamente que narrar “es incorporar a la vida de un desconocido una experiencia inexistente que tiene una realidad mayor que cualquier cosa vivida” (PIGLIA, 1999, p. 66). Piglia ha recordado en varias oportunidades una frase de Faulkner que liga la escritura a la lectura y que sería la “metáfora perfecta de la relación del escritor con la tradición: ‘Escribí este libro [El sonido y la furia] y aprendí a leer’” (Ididem, p. 138). Al escribir una nota sobre Hemingway, en 1974, Ricardo Piglia ya había apuntado esta interdependencia o cruce entre lectura y escritura: “Como toda verdadera escritura, la del primer Hemingway es un cruce de lecturas, un canje de textos: no hay Hemingway sin la experiencia de lectura
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de Mark Twain (la lengua hablada del Huck Finn), sin Winnesburg Ohio [...]” (PIGLIA, 1974, p. 61). A partir de “Homenaje a Arlt”, las rutas de la lectura y escritura se cruzan una y otra vez y empieza lo que podríamos llamar el “laboratorio Piglia”14. Este recorrido por algunos de los “lugares” de la obra de Piglia, para retomar lo dicho por él en el epígrafe a este trabajo, muestra cómo, sin renunciar a un núcleo primero de sentido, aquéllos se van expandiendo y transformando, en una búsqueda incesante. Estos lugares proteicos, como una materia en gestación, se convierten en lo que ha llamado el escritor “la pasión pura del relato”.
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14 En un trabajo anterior, analizamos los caminos abiertos por Piglia a partir de la obra de Roberto Arlt. Cf. CORRAL, Rose. “Los ‘usos’ de Arlt”, en Adriana Rodríguez Pérsico (comp.), con la colaboración de Jorge Fornet. Ricardo Piglia: una poética sin límites. Pittsburgh: Instituto Internacional de Literatura Iberoamericana, Serie Antonio Cornejo Polar, 2004, pp. 247-258.
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REFERENCIAS BIBLIOGRÁFICAS ARLT, Mirta; BORRÉ, Omar. Para leer a Roberto Arlt. Buenos Aires: Torres Agüero Editor. 1984. BORGES, Jorge Luis. El Aleph. Buenos Aires: Emecé, 1957. CORRAL, Rose. “Los ‘usos’ de Arlt”, en Adriana Rodríguez Pérsico (comp.), con la colaboración de Jorge Fornet. Ricardo Piglia: una poética sin límites. Pittsburgh: Instituto Internacional de Literatura Iberoamericana, Serie Antonio Cornejo Polar, 2004, pp. 247-258. FERNÁNDEZ, Macedonio. Museo de la novela de la Eterna, edición de Ana María Camblong y Adolfo de Obieta. España: Archivos / UNESCO, 1996.
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NÚÑEZ, César A.. “Representaciones erróneas: espacios invadidos y políticas de la palabra”, en Rose Corral (ed.). Entre ficción y reflexión: Juan José Saer y Ricardo Piglia. México: El Colegio de México, 2007, pp. 267-284. PIGLIA, Ricardo. La invasión. Buenos Aires: Jorge Álvarez, 1967. ______. Nombre falso. Buenos Aires: Siglo XXI, 1975. ______. Prisión perpetua. Buenos Aires: Sudamericana, 1988. ______. La ciudad ausente. Buenos Aires: Sudamericana, 1992. ______. Formas breves. Buenos Aires: Temas, 1999. ______. Crítica y ficción. Barcelona: Anagrama, 2001. ______. El último lector. Barcelona: Anagrama, 2005. ______. Yo, selección y prólogo de Ricardo Piglia. Buenos Aires: Tiempo Contemporáneo, 1968, pp. 79-80. ______. “Roberto Arlt: una crítica de la economía literaria”, en Los Libros. Buenos Aires: núm. 29, marzo – abril 1973, pp. 22-27. ______. “Roberto Arlt: la ficción del dinero”. Hispamérica, n. 7, 1974, pp. 4-9. ______. “La autodestrucción de una escritura”. Buenos Aires: Crisis, n. 15, 1974, p. 61.
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______. “No hay escritores espontáneos o ingenuos”, entrevista de Graciela Rocchi. Buenos Aires: La actualidad en el arte, año 3, núm. 17, 1979, pp. 5-7. ______. “El jugador de Chejov. Tesis sobre el cuento”. América, Cahiers du CRICCAL (Université de La Sorbonne Nouvelle-Paris III), núm. 2, 1986, pp. 127-130. ______. “Memoria y tradición”. Santa Fe de Bogotá: Revista de la Cancillería de San Carlos, n. 13, 1992, pp. 62-66. ______. “Ricardo Piglia: viento de historias”, conversación con Marco Antonio Campos. México, D.F.: Sábado, suplemento del diario Unomásuno, 30 de enero de 1993, pp. 1-3. ______. “Del autor al lector”, entrevista de María Esther Gilio. Buenos Aires: Radar libros, suplemento de Página 12, 15 de octubre de 2006. SAER, Juan José. El concepto de ficción. México: Planeta, 1997.
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Fuera de la ley: sobre Plata quemada de Ricardo Piglia
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Edgardo H. Berg2
Universidad Nacional de Mar del Plata
Nosotros, pequeños artesanos burgueses, nosotros que abrimos con nuestras honradas ganzúas las niqueladas cajas registradoras de los pequeños negocios, somos devorados por los grandes empresarios, detrás de los cuales están las grandes instituciones bancarias. ¿Qué es una llave maestra comparada con un título accionario? ¿Qué es el asalto a un banco comparado con la fundación de un banco? (Bertolt Brecht)
1 Las primeras reflexiones sobre la novela de Piglia se encuentran en mis reseñas publicadas en las Revistas Confluencia (1998, pp. 176-178) y en Hispamérica (1999, pp. 124-126). El presente trabajo, con ligeras variantes, fue leído el 20 de octubre del 2000 en el II Congreso Internacional de Teoría y Crítica Literaria, Facultad de Humanidades y Artes de la Universidad Nacional de Rosario, Centro de estudios de Teoría y Crítica Literaria. Fue publicado por primera vez en: RODRÍGUEZ PÉRSICO, Adriana. Ricardo Piglia: una poética sin límites. En colaboración con Jorge Fornet. Pittsburgh: Universidad de Pittsburgh, 2004. 2 Licenciado en Letras y Magister en Letras, especialista en Literaturas Hispanoamericanas.
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Una música familiar
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Existen todas las posibilidades de que un novelista en su trayectoria narrativa – más o menos extensa, más o menos intensa – adopte una serie de modificaciones y cambios de perspectiva respecto de un momento inicial. Sin embargo, no hay que pensar o imaginar esa composición o el diseño de una poética como una serie de bloques aislados e independientes. Si, desde una perspectiva del cambio, una poética puede ser vista como un perpetuum mobile o como un work in progress, se puede advertir, también, cómo fragmentos textuales, motivos, escenas narrativas o líneas de reflexión crítica se entretejen como un nudo o un pliegue; y resuenan, al modo de una música familiar y conocida. Una poética podría pensarse, en este sentido, de un modo más o menos metafórico, como un modelo de expansión semiótico, con sus marchas y contramarchas; o como una proyección virtual y utópica de la letra propia – eso que solemos llamar normalmente escritura, estilo o registro de un autor – en el universo simbólico de una cultura determinada. Como poética de la renovación, los textos de Piglia expresan de un modo implícito o explícito un modelo de laboratorio o de experimentación narrativa3. Las tensiones que atraviesan su poética son como arrugas en la frente de los textos que van conformando rugosidades, campos de fuerza o de asociación. Son textos, los de Piglia, que, en muchos casos, se desarrollan en las fronteras de la narración literaria y, muchas veces, incorporan problemáticas y ejecutan formas del relato que exceden el estrecho marco de los géneros. En ellos hay vibración de límites, ya que toda referencia es cambiante en la medida en que los términos no pueden considerarse fijos o estables. Este fenómeno puede ser visto ya sea desde la práctica de fusión o las señales de mixtura entre discursos heterogéneos – ficción e historia, crítica y relato o ficción y teoría como formas narrativas intercambiables y paralelas –, por los 3 “¿Cómo escribir para que la continuidad del movimiento de la escritura pueda dejar intervenir, fundamentalmente, la interrupción como sentido y la ruptura como forma?”, se preguntaba Maurice Blanchot (1993, p. 34). Blanchot pensaba las nociones de continuidad y ruptura bajo el prisma de la dialéctica hegeliana, no como pares antitéticos sino como dos opuestos oscilantes y permutables, todavía muy próximos. Dicho con palabras de Blanchot: “La continuidad no es nunca suficiente continua, al ser sólo de superficie y no de volumen, y la discontinuidad no es nunca suficientemente discontinua, pues logra tan sólo una discordancia momentánea y no una divergencia o diferencias esenciales” (p. 32). Cfr. Maurice Blanchot (1993, pp. 27-37).
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fenómenos de frontera – los desplazamientos o deslizamientos de un registro a otro, de un género a otro –; y, por último, en la discontinuidad o yuxtaposición de fragmentos narrativos que eliminan o socavan el estatuto tradicional de novela, provocando como efecto de lectura la deformación de la sintaxis narrativa tradicional. En Piglia, la novela puede ser vista según el modelo del archivo que, como un grafema o indicador escriturario básico, representaría el lugar y el espacio de colección, generación y transformación de enunciados posibles. En este sentido, la poética de Piglia puede ponerse en correlación con el modelo foucaultiano de archivo: como “sistema general de la formación y de la transformación de los enunciados” (FOUCAULT, 1987, p. 221). El archivo sería, entonces, un campo de enunciación extremadamente poroso e inestable; y, como zona de contacto de registros y articulación de enunciados múltiples, genera la intriga y pone en funcionamiento la maquinaria narrativa4.
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Brecht y el eslabón perdido Me pareció oportuno abrir este cuadro mínimo de reflexiones con un fragmento del parlamento pronunciado por un personaje en La ópera de dos centavos, para hablar de una novela que convierte la cita brechtiana en anécdota. La apuesta que hace Piglia con Plata quemada (1997) no es como piensa Marcelo Piñeyro, quien transforma una historia de fuerte conflictividad social en una relación casi adolescente de una pareja gay; o tampoco, como supone Martín Prieto, el adscribir a una poética populista (la poética de Piglia como satélite de la de Osvaldo Soriano, dice el crítico) para erigirse en un artista del consenso. Más bien, se trataría de hacer del discurso de un salteador de caminos – de Macheath, alias Makie Navaja – un emblema ideológico5. 4 Ricardo Piglia, pensando en las formas narrativas y en la idea de archivo como modelo, habla de “una tensión entre materiales diversos que conviven anudados”. Ver Piglia (1990, p. 161). 5 Como sabemos la novela sirve de base – con variantes notables, tanto en la composición narrativa como en la proyección ideológica – al exitoso filme de Marcelo Piñeyro. Pensada básicamente para un público adolescente y joven – una de las estrategias básicas de mercado del director, basta pensar en su otro filme taquillero Tango feroz, que recupera de un modo lavado la figura de José Ángel Iglesias, más conocido por su apodo Tango o Tanguito – , transforma una historia de fuerte contenido político (en la versión de Piglia) en una historia de amor, sustentada en las actuaciones de Leonardo Sbaraglia, Eduardo Noriega, Pablo Echarri, Leticia Brédice, Héctor Alterio, entre otros actores. Asimismo, para ver los comentarios de Martín Prieto sobre
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Ya hemos hablado en otros trabajos sobre la función y los efectos proliferantes y migratorios de la cita en el tejido pigliano: la cita como un modo de la intriga novelesca, la cita como robo y destrozo anárquico en el buen decir proudhoniano, la cita como pillaje arltiano en boca de Borges, la cita como inscripción y desvío genealógico, la cita como respirador artificial para arpegiar, en registro wittgensteniano, aquello de lo que no se puede decir, la cita como perversión sanguinolienta en la cadena de la serie familiar de la literatura argentina, la cita como utopía benjaminiana en clave polaca, la cita como modelo de pasaje entre crítica y ficción; o la cita, decíamos, como emblema ideológico. Utilice su escritura para amplificar las citas o las disuelva en su propia escritura, habría que afirmar que en Piglia la cita funciona como una suerte de sintaxis: una cadena o un engranaje hecho de envíos que, muchas veces, se expande y prolifera como un sistema de lectura o de pruebas, amenazado siempre por los efectos de la repetición y los espejismos falsos de la crítica. La poética de Piglia como una novela criminal hecha de delitos y apropiaciones pone en juego los modos de transcripción y derivación del tráfico literario: “[...] las citas en mis trabajos, cita Hannah Arendt, recitando a Walter Benjamin, son como ladrones junto a la carretera que realizan un ataque armado y exoneran a un holgazán de sus convicciones” (ARENDT, 1990, p. 178).
Un tratado radical sobre la delincuencia En nuestra contemporaneidad regida por el desarrollo de los medios masivos de comunicación, la mayoría de las veces, vemos los acontecimientos sociales, casi sin darnos cuenta, bajo la lupa del registro policial; miramos el mundo desde la lógica del delito y descubrimos nuestra realidad en el escenario del crimen. Los delitos de Estado, la corrupción en los ministerios públicos, la asociación entre sectores de la institución policial y la delincuencia común, el tráfico de drogas y el lavado de dinero son algunas huellas de lo empírico que generan un debate social sobre la constitución del Estado y de nuestra sociedad. En este sentido, la literatura muchas veces ha puesto en discusión las relaciones entre verdad y ley y ha analizado el engranaje secreto entre dinero, crimen y delito. La literatura en su vertiente la poética de Piglia ver María Teresa Gramuglio, Martín Prieto y Beatriz Sarlo (2000, pp. 1-9).
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“dura” o “negra” discute y polemiza con las razones capitalistas; articula una contraversión que perturba el estado natural de las cosas y provoca una fisura sobre las reglas y normas del buen funcionamiento social. Podríamos decir que algunas novelas actuales ingresan en el mundo contemporáneo observando “la jungla del asfalto” y vuelven a encontrar el tema balzaciano de la relación entre poder y secreto. ¿Qué es la ley? ¿qué es el delito? ¿qué es robar un banco comparado con fundarlo? Y en esto hay que volver a Marx – a Marx a secas y no a sus espejismos –. Ser radical para el discípulo descarriado de Hegel consistía en empuñar las cosas por su raíz. ¿Quién determina a quién? ¿La ley determina el delito o el delito determina la ley?
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La actividad del crimen ha interesado siempre y continúa interesando. La productividad del delincuente ante el aparato judicial y los agentes policiales del Estado ha cambiado a menudo, o, al menos, ha vacilado en distintos contextos históricos y culturales. Y en este sentido, el delito puede ser visto como una de las formas más polémicas sobre el slogan básico de la propiedad privada. De los innumerables actores sociales, no hay comparación con la intriga que producen los bandidos. Novelas, poemas, filmes, juegos electrónicos abundan en proyecciones de imágenes sobre asaltantes de bancos y salteadores de caminos. Desde la tradición tardomedieval de las baladas anglosajonas – basta pensar en Robin Hood – al furor y el ímpetu romántico del ladrón noble en Schiller, pasando por los Moreiras, los Mate Cosidos, los Severino Di Giovanni o los personajes arltianos de nuestra tradición, la literatura ha construido héroes vengadores que encarnan formas de resistencia social y sueños de justicia que, todavía hoy, perduran en nuestra sociedad. En más de una ocasión, en nuestra lectura de algunos textos de ficción, de una u otra manera, todos hemos deseado que el criminal triunfe o salga victorioso, porque el criminal, incluso en su versión más débil, siempre enfrenta la ley, los mecanismos secretos y salvajes del capitalismo. “El bandido, afirmaba Bakunin, es siempre el héroe, el vengador del pueblo, el enemigo inconciliable de toda forma represiva y autoritaria de Estado” (HOBSBAWM, 1983, p. 49). Sin embargo, Piglia no trabaja, en Plata quemada, la figura del bandido romántico, cuya moderación forma parte de la imagen noble del ladrón amigo quien roba a los ricos y distribuye a los pobres, sino, más bien, a criminales en estado puro.
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Muchas veces, se suele pensar en vox populi que el médico produce la salud o activa la enfermedad, los profesores universitarios fabrican papers, cuadernillos de cátedra, escritos en formato de tesis de Maestría o Doctoral, los políticos y los empresarios actos de corrupción y delito. En un apartado de la Historia crítica de la teoría de la plusvalía, Marx se detiene y retoma las reflexiones sobre la producción intelectual de Hans Storch en su Curso de economía política (1823), libro que recoge las conferencias que pronunciara el autor ante el gran duque Nicolás, para luego polemizar con la distinción que establece Adam Smith entre trabajo productivo e improductivo. Marx da otra vuelta de tuerca y ve, en el escenario social que produce el capitalismo, una serie plural de actores y amplifica el criterio de Storch, según el cual la producción intelectual queda reducida sólo a las profesiones especiales de la clase dirigente.
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Como sabemos a partir de Marx, un criminal no sólo produce delitos y estimula las fuerzas productivas sino que además “el delincuente rompe la monotonía y la seguridad cotidiana de la vida burguesa” (MARX, 1945, p. 265). Marx cita la Fábula de las abejas (1708) de Bernard de Mandeville – y en esto, Marx era también un salteador de caminos y un artista de la cita literaria – y sugiere que el libro presenta todas las clases de actividad productiva. En un pasaje impregnado de ironía, ironía que Marx solía usar para hostigar a los burgueses – y que Josefina Ludmer vuelve a citar en su libro El cuerpo del delito (1999) – analiza el papel de los criminales en las relaciones de producción y afirma: Un filósofo produce ideas, un poeta versos, el pastor sermones, un profesor manuales, etc. El delincuente produce delitos [...] El delincuente no produce solamente delitos, sino que produce también un derecho penal, produce el profesor que da cursos sobre derecho penal y hasta el inevitable manual en que este profesor condensa sus enseñanzas con vistas al comercio [...] El delincuente produce, además, toda la organización de la policía y de la justicia penal, produce los agentes de policía, los jueces, los jurados, los verdugos, etc [...] Además de manuales de derecho penal, de códigos penales y legisladores, produce arte, literatura, novelas e incluso tragedias. (pp.264-265)
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En los manuales clásicos de criminología se suele caracterizar a los criminales como elementos asociales. La evaluación de las normas legales (y de su moralidad implícita) de una sociedad es directamente proporcional a la estigmatización de las actividades que ponen en contradicción o interrogan los presupuestos de la economía política. Pensar una criminología radical es ir de una lógica jurídica sustentada en la teoría de la desviación a otra, basada en una lectura materialista de la legislación y el delito. Pero ¿qué pasa cuando el dinero que produce la ley y genera los tratados sobre la moral y las buenas costumbres es incinerado?
Una incineración anárquica
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¿En qué contexto leer Plata quemada? ¿En el contexto de la guerra de intereses de los suplementos culturales que se presentan bajo la forma de la polémica “franca” e “independiente”? ¿En el contexto de las formas de legitimación y consenso que regula el mercado literario?6 ¿Sobre el marco de los relatos en sordina que entretejen los críticos y escritores en los entreactos de los congresos, paneles internacionales o en las discusiones privadas de las redacciones?7 ¿O en el contexto de la poética de un autor que permite diseñar líneas de continuidad y ruptura en la historia de una escritura? Me voy a detener sobre este último punto. Podríamos decir que la novela retoma zonas y puntos de articulación narrativa propias de la poética de Piglia. En primer lugar, la configuración de la pareja de los asaltantes, el gaucho Dorda y el Nene Brignone, recupera la construcción de los roles complementarios, la identidad móvil del uno por el otro y el efecto del “doble” que se desarrrolla en algunos cuentos y novelas del autor: “El cuerpo es el Gaucho, el ejecutor pleno, un asesino psicótico; el Nene es el cerebro y 6 La novela obtuvo el premio Planeta de novela 1997, otorgado por el siguiente jurado: Mario Benedetti, María Esther de Miguel, Tomás Eloy Martínez, Augusto Roa Bastos y Guillermo Schavelzon. 7 Sobre la polémica entre formas de legitimación y consenso estético y las relaciones entre literatura y mercado en la contemporaneidad puede consultarse mi artículo “La joven narrativa argentina de los 90: ¿nueva o novedad?” (1996, pp. 31-46). Una versión reducida del artículo apareció en este mismo Suplemento Cultural, el 19 de junio de 1994, p. 5.
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piensa por él” (PIGLIA, 1997, p. 69). Así por ejemplo, la dupla DordaBrignone podría ponerse en correlación con otras, como con la del morocho y Celaya (en el cuento “La invasión”, 1967, pp. 91-99) la de Miguel y Santiago Santos (en “Mi amigo”, 1967, pp. 83-90), la de Rinaldi y Genz (en “La caja de vidrio”, 1975, pp. 57-68), la del “Vikingo” y el laucha Benítez (en “El laucha Benítez cantaba boleros”, 1975, pp. 41-55), la de Tardewski y Renzi (en Respiración artificial, 1980, p. 131 y siguientes) o con la de Russo y Macedonio Fernández (en La ciudad ausente, 1992, pp. 119-123). Por otra parte, cabe señalar que la configuración de Dorda como gaucho o matrero gay desautoriza ciertos remedios que proponía Césare Lombroso (1836-1909) para la curación de ciertas conductas “desviadas” del criminal nato8. Si hacemos memoria, uno de los antídotos que aconsejaba, el criminólogo y creador de la escuela positivista italiana en derecho penal, era promover una emigración al campo, sacar al réprobo de su medio natural (la ciudad) y de los espacios más poblados para prevenirlo de las peores influencias. Como sabemos Dorda es “pervertido” en el campo: Porque desde siempre, al Gaucho, que era un matrero, un retobao, un asesino, hombre de agallas y de temer en la provincia de Santa Fe, en los almacenes de frontera, al Gaucho siempre le habían gustado los hombres, los peones, los arrieros viejos que cruzaban a la madrugada por el arroyo, al otro lado de María Juana. Lo llevaban bajo los puentes y lo sodomizaban (esa era la palabra que usaba el Dr. Bunge), lo sodomizaba y lo disolvía en una niebla de humillación y de placer, de la que salía a la vez avergonzado y libre. (PIGLIA, 1997, p.224)
En segundo lugar, el punto de colocación o lugar de enunciación que ocupan los personajes en Plata quemada se inserta junto a toda la serie de extraditados, infames u outsiders de otros textos. En la mayoría de los cuentos que pertenecen a La invasión (1967), Nombre falso (1975), Prisión perpetua (1988) o en sus dos novelas anteriores, Respiración artificial (1980) y La ciudad ausente (1992), las voces de los fracasados, inventores, locos o criminales socavan y minan las 8 Es interesante el análisis de la novela que hace María Coira a partir de cierto efecto de lectura “naturalista”. En este sentido, la crítica argentina conjuntamente con ciertos aportes que le proporciona Alberto Vilanova, investigador de la UNMdP, especializado en historia de las ideas de la psicología, advierte ciertos matices del positivismo argentino de fin de siglo y resonancias lombrosianas en la construcción de la figura del gaucho Dorda. Cfr. María Coira (1999, pp. 79101).
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reglas de la “buena” sociedad y articulan un discurso alternativo y contrahegemónico. Dicho de otro modo, esos “infames” u outsiders interrumpen o abren una fisura sobre las normas y creencias que hacen posible el funcionamiento de la maquinaria social. En este sentido, los textos de Piglia pueden ser leídos como textos políticos. En tercer lugar, la cita de Bertold Brecht que sirve de epígrafe a la novela (“¿Qué es robar un banco comparado con fundarlo?”) que ya había ingresado en la voz del gordo Rinaldi, en un supuesto cuaderno de notas atribuído a Arlt en “Homenaje a Roberto Arlt” (PIGLIA, 1975, p. 105) o en su conocido ensayo sobre el policial negro (PIGLIA, 1990, p. 117), repone otra vez, la problemática entre política y delito, entre ley y transgresión, entre dinero y moral. A pesar de los paralelismos y los motivos recurrentes, podríamos decir que con Plata quemada, Piglia abandona el trabajo de experimentación que, a partir del andamiaje narrativo construido sobre la base del policial, el cruce de géneros y los juegos de homenajes, caracterizaba sus textos anteriores. A través de la historia narrada, la inscripción del suspenso y el sistema de marcos que construye el texto, la novela se coloca deliberadamente en el registro de la novela de no ficción o el thriller documental. La novela, en este sentido, quiere ser leída al lado de In cold blood (1965) de Truman Capote, Caso Satanowsky (1973) de Walsh, o de Crónica de una muerte anunciada (1981) de Gabriel García Márquez. La estrategia básica es convencer al lector de que el relato es verídico, basado en actas judiciales, grabaciones secretas de la policía, notas periodísticas y entrevistas a los sujetos implicados en el suceso. Los paréntesis narrativos (“dijeron los diarios”, “según las fuentes”, “yo vi, dijo la mujer”, etc), el epílogo y la contratapa de la edición de la editorial Planeta refuerzan el encuadre narrativo sobre el estatuto de la versión documental o “no ficción”. Sin embargo, al incluir como pruebas documentales las entrevistas al gaucho Dorda, las notas y la crónica “veraz” del enviado especial del diario El Mundo, Emilio Renzi, la novela juega a la desestabilización y ruptura con el registro. La aparición de ese alter ego del autor, verdadero fragmento e instante biográfico en la vida del personaje, inscribe la paradoja; reduplica y bifurca la narración en por lo menos dos: lo que se cuenta tiene ya la forma de la ficción.
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La novela cuenta centralmente la historia de un asalto a un camión transportador de caudales de la Municipalidad de San Fernando, de la Provincia de Buenos Aires, en 1965. La ruptura de la cadena y del pacto que une a políticos, policías y asaltantes provoca primero la fuga de la banda, luego, el asedio policial y finalmente, la captura definitiva. Al ser cercados por la policía, en un departamento de Montevideo, los ladrones deciden quemar quinientos mil pesos antes de morir. Podríamos decir que el “suspenso” dura lo que dura la ficción del valor. Y en este sentido, no es casual el cambio de registro de la escritura y el ritmo desquiciado y vertiginoso que asume la novela, al modo del travelling onírico del filme Asesinos por naturaleza de Oliver Stone, en la escena final del asedio policial (Parte Seis en la novela).
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La heroicidad sobrehumana ante el asedio policial del Gaucho Dorda, el Nene Brignone y el Cuervo Mereles, prenuncia la catástrofe o el derrumbe posible del sistema, sobre el borde mismo de la muerte. En este sentido, la “monstruosidad” o la “hybris” del acto final del Gaucho Dorda abre un vacío, formula un interrogante que desafía y hace tambalear los propios cimientos de la sociedad burguesa, construidos sobre la base del valor de la propiedad y el dinero. La incineración del botín, la destrucción anárquica o el “rito crematorio” es un acto criminal en estado puro que rompe la cadena de repeticiones y mutaciones del dinero; y a su vez, socava las motivaciones económicas que unen delito y transgresión de la norma. Como un signo sin voz en el mundo de la ley, la razón “perversa” es una contraversión y una réplica a la razón capitalista. Negar el “brillo” o disolver la forma del dinero es un acto que perturba el estado natural de las cosas y provoca una fisura sobre las reglas y normas del buen funcionamiento social: Empezaron a tirar billetes de mil encendidos por la ventana. Desde la banderola de la cocina lograban que la plata quemada volara sobre la esquina. (PIGLIA, 1997, p.190) Y después de todos esos interminables minutos en los que vieron arder los billetes como pájaros de fuego quedó una pila de ceniza, una pila funeraria de los valores de la sociedad. (PIGLIA, 1997, p.193) .
La novela parecería decir que a pesar de la “fantasmagoría” y el enrejado simbólico que sostienen la moral y las buenas costumbres, “todo lo sólido se desvanece en el aire”.
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Los espejos y la cópula son abominables. Notas sobre Plata quemada 1
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Julio Premat2 Université Paris 8
En la trayectoria de Ricardo Piglia el relato, omnipresente, parece al mismo tiempo inalcanzable, ya que su concepción de la ficción lo lleva a enfrentar o a dejarse llevar por fuerzas de desvío, mediatización, reflexión, fuera de una supuesta narración plena, de un tradicional despliegue imaginario de circunstancias, actos, caracteres. Literatura es lo que leemos como literatura, afirma Piglia (PIGLIA, 2001, p. 164), trayendo hacia ese terreno textos híbridos, alejados de la ficción, crispados en lo conceptual. En la perspectiva de 1 Publicado en RODRÍGUEZ PÉRSICO, Adriana. Ricardo Piglia: una poética sin límites. En colaboración con Jorge Fornet. Pittsburgh: Universidad de Pittsburgh, 2004. 2 Doctor en Literatura por Université Paris III.
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la obra precedente del escritor, Plata quemada sería una excepción, una especie de ruptura – o de resolución: la novela está construida alrededor de una escena, el desenlace, de gran intensidad dramática, imaginaria y simbólica. Después de un asalto sucedido en septiembre de 1965 en las afueras de Buenos Aires, se narra la huida sangrienta de tres delincuentes que terminan encerrados en un departamento de Montevideo, sitiados por la policía de dos países, por los medios de comunicación, por una proliferación de imágenes y discursos, lo que convierte al desenlace en una especie de paradigma del acontecimiento. Thriller, relato heroico, relato mítico, Plata quemada retoma rasgos fundadores de toda narración, introduciendo una visión más previsible de lo que sería la ficción3. Esta irrupción de lo imaginario entra en conflicto con el proyecto y la historia del texto tal cual se definen en el Epílogo. “Esta novela cuenta una historia real” afirma allí el escritor, narrando entonces, como en una novela de enigma, los pasos y circunstancias de la pesquisa que lo llevó, trabajosamente, a lograr conocer la historia. Los dichos y acciones estarían reconstituidos con “materiales verdaderos” (artículos de diarios, interrogatorios, informes psiquiátricos, declaraciones testimoniales, legajos judiciales del caso, transcripción de grabaciones secretas realizadas por la policía en el departamento), lo que permitió “reconstruir con fidelidad los hechos narrados en este libro” (p. 248)4. No sólo los hechos, por otro lado, ya que el texto respetaría los diálogos efectivos y las explicaciones o hipótesis formuladas por los protagonistas. Ahora bien, y a diferencia de otros textos de “investigación” (como los de Walsh), la tensión genérica (la de la novela policial), la fuerza de dramatización de la causalidad (proveniente del relato en tanto que forma), la polisemia discursiva y retórica, el uso constante del lenguaje figurado y la intensidad imaginaria, irrumpen en cada momento, excediendo la “historia real”, volviendo inverosímil el pacto de lectura propuesto a posteriori. Plata quemada se inscribe entonces con tanta vehemencia en lo literario porque, nos dice conflictivamente el Epílogo, es una historia real: leamos a la realidad como literatura, leamos, se nos dice susurrando, a la literatura como si fuera real.
3 Sobre el mito en la novela, cf. El artículo de Adriana Rodríguez Pérsico, Plata quemada o un mito para el policial argentino”. 4 Cito siguiendo: PIGLIA, Ricardo. Plata quemada, Buenos Aires: Planeta, 1998.
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Luego del relato de una serie de peripecias criminales, leemos entonces en el Epílogo el relato de una pesquisa, pesquisa tomada a cargo por un escritor comparable con un detective, no desprovisto de subjetividad y de personalidad (una especie de personaje de autor), que nos narra otra historia, la historia de la construcción de la historia leída. En el origen del texto encontramos una compleja red de relatos (o más bien una red de fragmentos y visiones de una historia incierta) que el escritor compila, y que a su manera interpreta, al menos por la manera en que los escucha. Sigo citando el Epílogo: “yo la escuché (la historia) como si me encontrara frente a una versión argentina de una tragedia griega” (p. 250). Piglia prolonga ese juicio afirmando que, al escribir esa historia en 1995, intentó ser “absolutamente fiel a la verdad de los hechos”, pero una verdad de hechos sucedidos treinta años antes y que él ya había intentado escribir por aquel entonces. Por lo tanto, afirma Piglia, la distancia que lo separaba de lo sucedido (una escritura treinta años después de los acontecimientos), los transformó, convirtiéndolos entonces en “el recuerdo perdido de una experiencia vivida”, recuerdo que estableció una lejanía entre él y la historia por narrar. Trabajó en ese relato, dice, como en el “relato de un sueño” (p. 251). La novela pasa de la verdad a la dimensión íntima del recuerdo y a la construcción onírica, proceso de interiorización que es sinónimo del paso a la ficción personal. La “historia real”, tal cual aparece explicada y delimitada en el proyecto enunciado a posteriori (en el desenlace de su escritura), se plantea por lo tanto en términos paradójicos. En las afirmaciones precedentes es fácil percibir una tensión entre los materiales de base (la novela como recomposición y organización de lo dicho por otros, o sea lo oído) y una transcripción desrealizante de ese mismo material, percibido en tanto que “tragedia griega” o “sueño”. De la oralidad preexistente a dos grandes universos tradicionales y referenciales del relato (dos “mitos de origen” de todo relato): la tragedia griega con su cohorte de héroes y el sueño como un análogo de la creación ficcional en la perspectiva freudiana. La compilación y la escucha modestas de los relatos, de las voces de la realidad, terminan, en el momento mismo de la recepción y del trabajo de escritura, negándose, superándose, transformándose en literatura.
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En Plata quemada la realidad es polifónica (es una “selva de voces”)5. A la sociedad se la percibe como una red intrincada de maneras de hablar, de usos de lengua, de transformaciones e interpretaciones de los conflictos en palabras. A la sociedad se la percibe, también, como un vivero de relatos, a los que se les presta espacio, escucha, para que se desarrollen: ciertas lecturas de Bajtín y de Foucault no son ajenas al dispositivo así descrito. La dramatización de la acción y la dimensión histórica, ética y sexual de la novela, están constantemente amplificadas por una tensión entre voces distintas, relatos dispares, que se repiten, difieren entre sí, se contradicen, cuentan fragmentos de sus historias, introducen modos de pensar, de juzgar el mundo, modos que entran en conflicto con otros, también presentes, en un movimiento continuo, paralelo a la agudización de la intriga. El habla se confunde con la escritura, en la medida también en que en todo momento se ponen de relieve ciertos términos, los personajes se interrogan sobre ciertas palabras, se dramatizan la función semántica y los alcances ideológicos del lenguaje. El resultado es un extrañamiento ante lo que Piglia denominaría los relatos sociales, presentados como ficciones que intervienen en la vida pública, pero también un extrañamiento ante la propia lengua. Así irrumpe la ficción en la escena social, una ficción surgida en modos de decir que se oponen a discursos dominantes, pero que son también ficcionales. La invención del sentido por los delincuentes (que “cambian” las palabras o las entienden a su manera)6, la introducción de otro relato por ellos o por los casuales testigos, son equivalentes a actuar, a robar, a matar, a drogarse y a vivir una extraña sexualidad, fuera de toda clasificación. Inventar el sentido, delirar el sentido, es equivalente, también, a quemar la plata. Quemar la plata es borrar el sentido, es renunciar a cualquier comprensión, ya que hacerlo implica negar las causas, las motivaciones de la acción, aun de los actos más sangrientos e intolerables. Al destruir lo que explica el 5 Sobre la polifonía en la novela, cf. CLAYTON, Michelle. “Ricardo Piglia: Plata quemada”, en PIGLIA, Ricardo. Conversaciones en Princeton. Princeton: PLAS Cuadernos 2, 1998, pp. 45-47, y sobre la polifonía en Respiración artificial, cf. GARCÍA ROMEU, José. “La parole dispersée: Respiración artificial de Ricardo Piglia”, La voix narrative n° 10, Nice: Centre de narratologie appliquée, 2001, pp. 485-494, y MARISTANY, José Javier. Narraciones peligrosas. Resistencia y adhesión en las novelas del Proceso. Buenos Aires: Biblos, 1999. 6 Dorda, por ejemplo, inventa un sentido a la palabra pusilánime: […] a quién se le puede ocurrir ser cana, a un enfermo, a un tipo que no sabe qué hacer con su vida, a un “pusilánime” (había aprendido esa palabra en la cárcel y le gustaba porque lo hacía pensar en un tipo sin alma)” (p. 160).
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crimen, la violencia y la muerte, se trata de crear otro espacio que no es ajeno al del deseo, pero que aparece ante todo definido en términos de lenguaje; efectivamente, ese acto suscita una avalancha léxica muy aguda, ya que es juzgado de acto “caníbal”, acto “de cretinos, malvados, bestias”, un “tamaño despropósito”, “de declaración de guerra total”, es “el peor de los crímenes”, “nihilista”, “terrorista”, un “rito”, un “potlatch”, “un sacrificio”, “un aquelarre del medioevo” (así lo van juzgando diferentes instancias cuando sucede – pp. 190-193). Acto transgresivo que desencadena una virulencia discursiva (“Hay que ponerlos contra la pared y colgarlos.”; “Hay que hacerlos morir lentamente achicharrados” – p. 192) y una anulación ética (“[…] quedó una pila de ceniza, una pila funeraria de los valores de la sociedad – declaró en la televisión uno de los testigos” – p. 193), fundamentales ambas para una interpretación de la novela. No sólo los testigos pero sobre todo los diarios desarrollan este aniquilamiento verbal de los delincuentes, aniquilamiento que tiene, en el contexto argentino, un extraordinario valor predictivo: la barbarie de la dictadura de los setenta está ya sugerida y hasta justificada en una explosión léxica de 1965, es decir en las ficciones que los discursos van construyendo frente a un acto transgresivo. La función de la oralidad y la polifonía remiten por lo tanto a las condiciones de producción, según se las explícita en el Epílogo: la literatura no es creación sino el fruto de una investigación, el resultado de una escucha particular, la transmisión coherente de lo que “suena” en el oído del escritor: es un robo, es un plagio de lo ya existente, es la reproducción de otras voces. El narrador intenta replegarse en una posición de “compilador”; como en una antología, él es alguien que no toma la palabra, sino que la distribuye y la organiza. Y extrapolando, la antología de relatos policiales argentinos de Piglia, Las fieras, podría leerse en este sentido como una anticipación de Plata quemada o un dispositivo, una maquinaria productiva que explica su escritura. Ahora bien, la afirmada veracidad del texto es estrictamente convencional, e inclusive ficcional. Más allá de todo conocimiento extratextual (sobre las prácticas y opiniones literarias de Piglia, por ejemplo), una simple lectura inmanente prueba la inverosimilitud de la focalización en el texto. Constantemente se pasa de las fuentes a la transformación figurada, a lo soñado, a lo imaginado. A partir de lo cierto, de las mismas palabras, de los mismos acontecimientos, surge el mito, se revela y materializa el mal, se amplifica la desorientación ética, explota lo afectivo y lo
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onírico. La literatura es el reflejo, pero en el reflejo mismo se produce una ficcionalización mayúscula, la del escritor y su gesto de invención. Porque Plata quemada está situada sobre una línea de fractura: por un lado la historia preexistente, el material verbal utilizado, las fuentes, la investigación; por el otro, la intrincada relación que el texto establece con el pensamiento crítico de Piglia, con otros textos de la literatura (una verdadera antología subterránea recorre la novela) y, sobre todo, con otros textos de ficción del escritor7. La verdad (la de la historia sucedida) habla del imaginario del autor, de una tradición literaria, de la dificultad de inventar historias. Habla de la sombra del “Escritor fracasado” de Arlt, ese “tipo que no puede escribir nada original, que roba sin darse cuenta” según leemos en el “Homenaje a Roberto Arlt”, el cuento de Piglia, y también leemos allí: “así son todos los escritores en este país, así es la literatura acá. Todo falso, falsificaciones de falsificaciones.” (PIGLIA, 1988, p. 171)8 A ese “fracaso” se le agrega
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una teoría y una representación del autor como oyente, ladrón, sujeto presente y ausente, máquina, ente despersonalizado, enfrentado a una imposibilidad, a un freno, a una inconcebible palabra propia. Al mismo tiempo, e inesperadamente, el Epílogo introduce al escritor en la escena ficcional, introduce otro relato, el del “encuentro” con la historia (cuando, supuestamente, Ricardo Piglia se encontró, en 1966, con una sobreviviente de la aventura delincuente). No sólo narración de una pesquisa, tramposo pacto realista, afirmación de fuentes y documentos para señalar su superación, sino también la emergencia de la historia, la dramatización de la figura del escritor que coincide con un relato preexistente, y en cierta medida las etapas, impedimentos, posibilidades de la narración. Plata quemada no sólo funciona alrededor del paso de lo real a la ficción (la lectura o la escritura de lo que no es literatura como literatura) sino que también se inscribe en una larga serie de textos de Piglia en donde se pone en escena un acto deseado e improbable: el hallazgo de una historia narrable. 7 En esa antología, sobre todo argentina, encontramos, por ejemplo, alusiones o evocaciones posibles a Arlt (p. 71) y a Los siete locos (p. 64), a Mansilla y los Ranqueles (p. 70), a Osvaldo Lamborghini (p. 93), al Funes borgeano (p. 94), a Kafka (p. 137), al Martín Fierro (p. 225), a La cautiva (p. 237). Con respecto a la propia obra, además de aspectos temáticos y genéricos, nótese la presencia de Renzi en la novela y peripecias en común con, por lo menos, dos cuentos: “El laucha Benítez cantaba boleros y “La caja de vidrio”. 8 Alusión repetida en otros textos, por ejemplo en Notas sobre literatura en un Diario (PIGLIA, Ricardo. Formas breves. Barcelona: Anagrama, 2000, p. 98).
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* * * * * Tres personajes reflejan, en abismo, la producción del texto, amplificando y anunciando la aparición de “Ricardo Piglia” en el Epílogo9. La primera, la más simple, es la de Emilio Renzi, personaje recurrente que asocia la novela con textos anteriores del escritor. Renzi, periodista en el diario El Mundo, figura como un investigador, interroga, desconfía y formula hipótesis iconoclastas sobre lo sucedido. Y no sólo hipótesis, sino también sugiere interpretaciones alrededor de conceptos que nada tienen que ver con el periodismo y que inscriben al texto en una esfera de significación superior: muthos e hybris (pp. 91 y 106). Crítico, detective, testigo, se trata de un doble transparente del autor. El segundo personaje es un empleado de la policía, un “operador de inteligencia”, Roque Pérez10, que gracias a un transistor
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y con los auriculares puestos “opera con la inteligencia”, o sea sigue las alternativas de lo que sucede en el departamento sitiado. Esa tarea de oyente, de espía de palabras ajenas y de vidas desconocidas, se va transformando en una tarea ficcional (Roque Pérez “completa” lo oído, proyecta sus recuerdos, utiliza su imaginación para darle cuerpo a los sutiles indicios sonoros que le brinda la realidad). Su intervención comienza con la incertidumbre (“¿De quién era esa voz?”, p. 179) y se prolonga en varios episodios que poco a poco producen un distanciamiento con respecto a la acción, una despersonalización: los personajes se convierten en puras voces, en sonidos imprecisos, en cruce de palabras (y recuérdese que la novela entera obedece a una construcción de ese tipo). El espía, el técnico que escucha para la policía, termina figurando entonces una representación del trabajo y del interés del escritor: “[…] no quería captar el sentido […], sino el sonido, la diferencia de las voces, los tonos, la respiración” (p. 182). 9 Michelle Clayton percibe otra imagen de autor en el texto, la del Malito, el organizador del asalto, el jefe que “había hechos los planes y había armado los contactos o sea el que “escribe” parte de la intriga que será narrada (Op. cit., p. 46). Sobre la creación, en el resto de la obra, de un personaje denominado Ricardo Piglia, véase FORNET, Jorge. “Un debate sobre poéticas: Las narraciones de Ricardo Piglia”. DRUCAROFF, Elsa (ed.). La narración argentina gana la partida (Historia crítica de la literatura argentina, vol. 11). Buenos Aires: Emecé, 2000, pp. 321-344. 10 Nótese que las iniciales de ese nombre, Roque Pérez, reproducen las de Ricardo Piglia. El escritor juega con ese tipo de coincidencias en el Epílogo, aludiendo a un cronista de El Mundo (E. R.) cuyas iniciales coinciden con el personaje ficticio Emilio Renzi.
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La escucha del sonido robado, el espionaje, como modo de escritura; la literatura como estilo, como lenguaje, como respiración de una lengua (una respiración verdadera, no una respiración artificial). Pero la escucha, por fin, se vuelve alucinada, Roque Pérez se pone a imaginar, la realidad se desdibuja, lo que emerge de la máquina se desdobla (“De dónde venían esos rezos, quizás de la propia memoria del radiotelegrafista… Iba grabando los sonidos y al lado alguien trataba de orientarse en esa selva de voces”, p. 207). El transistor, los auriculares, se convierten en una máquina de narrar; la escucha ilícita de lo que sucede adentro, del otro lado de la pared, engendra el relato paranoico.
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El relato como producto social, como elemento que circula (en el caso de Renzi), el relato como resultado de una escucha imaginaria, de un robo, de un trabajo de espía y de apropiación ilícita (en el de Roque Pérez): nos alejamos progresivamente de la investigación verosímil y del acto de escritura como reproducción de lo real, pasamos así del periodismo a una tarea creadora de oyente que completa las señales opacas que le brindan los demás. Estas dos opciones coinciden, ficcionalmente, con las definiciones ya citadas del trabajo de escritor según Piglia (oyente, ladrón, máquina). La tercera imagen, la más radical, pone en duda las fuentes reales del relato y la intervención de la razón en su emergencia; el tercer reflejo autoral es el Gaucho Dorda, el psicópata, el asesino, la encarnación del mal, el héroe. Ya no la escucha de los relatos de la realidad o la construcción imaginaria a partir de las palabras de los demás, sino la escucha delirante. De él se nos dice que es esquizo con tendencia a la afasia, que habla poco, que es callado porque oye voces: “Los que no hablan, los autistas, están todo el tiempo sintiendo voces, murmullos, un cuchicheo interminable” (p. 71). El Gaucho Dorda, cuyo sobrenombre lo relaciona con la tradición pampeana de la creación literaria11, oye voces entonces; y ese rasgo, presente desde el inicio de su caracterización, constituye un elemento esencial en la evolución y la justificación de la intriga (es uno de los 11 El contexto pampeano (delirios sobre indios ranqueles, elementos espaciales como lagunas, tacuaras, totoras), aparece en el pasado del Gaucho Dorda, y por lo tanto en su definición ficcional (cf. pp. 69-70). Dardo Scavino afirma que Piglia incluye al Gaucho Dorda en la tradición de los gauchos rebeldes o criminales sociales del siglo XIX (Martín Fierro, Moreira, Hormiga Negra) (SCAVINO, Dardo. “Le polar argentin”, Alma. n° OO, oct.-nov.-dic., p. 60). También podría leerse la novela a partir del corpus que establece Josefina Ludmer en su libro sobre el delito (LUDMER, Josefina. El cuerpo del delito. Buenos Aires: Perfil, 1999).
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mecanismos causales que explican lo que sucede). Frente a lo real se opone el otro plano, el otro discurso, lo que oye el Gaucho. Esas voces reproducen la polifonía de la novela y la escucha de Roque Pérez, pero en una órbita delirante: “Sentía como un murmullo en la cabeza, una radio de onda corta que trataba de filtrarse en las placas del cráneo, trasmitir en la parte interna del cerebro, algo así. A veces había interferencias, ruidos raros, gente que hablaba en lenguas desconocidas, sintonizaban, vaya a saber, de Japón por ahí, de Rusia” (pp. 62-63). Son voces de mujeres, que le dan órdenes, que lo tratan de “guacha”, de “yegua”, y que, desdibujando el pacto realista, deteniendo la cronología controlada y verosímil, irrumpen al final de la novela bajo el efecto conjunto de la droga, la violencia, las heridas, el agotamiento. Otra cita: “los que matan por matar es porque escuchan voces, oyen hablar a la gente, están comunicados con la central, con la voz de los muertos, de los ausentes, de las mujeres perdidas” (p. 76).
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Efectivamente, después de la muerte del Nene se interrumpe el relato fidedigno, el departamento en ruinas se puebla de imágenes, de recuerdos traumáticos surgidos nadie sabe de dónde; el Gaucho oye entonces frases sin locutor identificado, tiene incluso recuerdos ajenos (recuerda los recuerdos del Nene muerto – p. 235). La precisa maquinaria puesta en marcha desde el primer capítulo desemboca en una imagen pesadillesca de liberación de las voces internas, de las palabras no dichas, de imágenes antes reprimidas. El psicópata, a quien le cuesta hablar tiene, en ese momento, una biografía, recupera su pasado, vive sueños convertidos en realidad: la escucha de lo imaginario es entonces el resultado de la investigación en la verdad de los hechos. El apocalipsis final es también una imagen aguda, dramática, de la escritura: el que oye está solo, desterrado, sitiado, cubierto de sangre, rodeado de cadáveres semidesnudos, en medio de un espacio cotidiano convertido en campo de batalla y campo de ruinas. De la compilación a la investigación, de la investigación a la escucha ilícita, de la escucha ilícita al delirio psicópata: la palabra, surgida de la realidad, originada en los relatos sociales y en las voces colectivas, se libera progresivamente de sus lazos referenciales y racionales. La imposible irrupción de la imaginación, de la emoción, y el corolario inmediato, la irrupción del deseo, son el contrapunto constante a la referencialidad de la historia narrada.
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Pero el Gaucho no es sólo una singular figura de escritor, sino también un oxímoron identitario y pulsional, un absurdo en términos de definición genérica. Si bien se siente atraído por la Nena, se enorgullece de sus actos de violencia y tortura pero también del tamaño de la verga que lo violó, adora los coches, tiene orígenes “puros” (honestos inmigrantes del interior y campesinos), es valiente y muchos de sus actos corresponden a los de un “duro” (un hard-boiled que pone a raya a todos los enemigos – p. 79); el Nene dice que en la “época del general San Martín, el Gaucho […] tendría un monumento. Sería, no sé, qué sé yo, un héroe […]” (p. 79); el Gaucho es creyente y aun místico (“había querido ser sacerdote” – p. 81) y está poblado por la maldad (“yo soy un descarriado de la primera hora y sonreía como una chica” – p. 76). Su posición sexual, su discurso, quiebran todas las categorías: “Hay que ser muy macho para hacerse coger por un macho, decía el Gaucho Dorda. Y sonreía como una nena, más frío que un gato” (p. 75). Esa definición de lo impensable, de lo que está fuera de lo organizado, las identidades, los roles y las funciones, surge de la locura y dramatiza la literatura (esa verdad, esa realidad descontrolada), pero también remite a una circulación del deseo en la novela que es simétrica a la circulación de voces. La anulación ética, la multiplicación de versiones y discursos, la irrupción del azar como causa, como motor de la historia, la indeterminación generalizada, se reflejan en el plano de las prácticas, pulsiones e imágenes sexuales del texto. Así, la sexualidad se inscribe en una órbita de poder (de poder puesto en duda), de espacio de intercambio no previsto, no codificado, no dominado. Como sucedía con el pacto de realidad traicionado, excedido por el imaginario, la sexualidad inscribe a la historia sucedida en una esfera que la supera constantemente. La sexualidad, al igual que el crimen y que el asesinato, es transgresión, en la medida en que no está aquí enmarcada por instituciones, expectativas, comportamientos previsibles. Y aparecen una Lolita que “se calienta como una loca” cuando se entera que Mereles es un delincuente (p. 27), hay fantasías exhibicionistas o de intercambio de compañero, pulsiones por madres o mujeres embarazadas, y, por supuesto, una visión iconoclasta de la homosexualidad que no es ni “perversión”, ni identidad, ni historia de amor, sino peripecia del deseo (algo que, como en la intriga,
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sucede, sin más, se da, se produce, es algo que se puede “oír”). La sexualidad se comparte, se desplaza, ignora el bien y el mal, está tanto del lado de los culpables como del lado de la policía o del público, convierte en inasibles los discursos sociales y el poder de la palabra institucionalizada.
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En ese sentido hay que notar que esa circulación del deseo y en particular del deseo homosexual, interroga el contenido de la masculinidad, de una masculinidad asociada con el poder: tener el pene, tener la plata, tener la droga, tener el arma, tener la palabra, el discurso. La masculinidad es, por definición, inestable e incierta: es una construcción. El comisario Silva, que conoce el efecto que produce (sabe que los demás le tienen miedo – p. 87) posee características femeninas, su rostro es frágil y parece una “máscara japonesa”, sus manos son pequeñas, son manos “de mujer”, y lleva una “pistola gatillada hacia el piso en la zurda, como un garfio o una prótesis que completa un cuerpo imperfecto. Armado podía fingir” afirma el narrador (p. 196). Y del Nene, Giselle, su amante uruguaya, declara algo que podría aplicarse al temible comisario Silva: “Como todos los que representan el papel masculino con otros hombres […] el Nene era muy quisquilloso en la cuestión de su masculinidad” (p. 103). Frente a la prótesis, a la incertidumbre de la masculinidad, la humillación sexual del Nene ante otro hombre da lugar a una imagen lírica del deseo. Cuando sale en busca de un contacto homosexual fugaz, él se siente atraído por algo que se parece a la plenitud: “Es como buscar algo que se ha perdido y que de pronto aparece bajo una luz blanca, en medio de la calle” (p. 105). Lo masculino se presenta entonces como papel y el contacto homosexual como figura de un deseo libre, fuera de los relatos éticos y los relatos del poder: es el relato pleno, lo homosexual es el otro relato. Como la ficción final, como la irrupción del imaginario, el deseo trastoca y desdibuja lo representado, mezcla las categorías, invierte la compilación, la investigación, la escucha respetuosa de las voces sociales. En esta perspectiva resulta interesante la oposición con la historia amorosa de Molina y Valentín en El beso de la mujer araña, ya que la pareja del Nene y Dorda se define en alguna medida como una figura contraria: en ellos el deseo se sitúa fuera de valores sociales asumidos por palabras, fuera de las voces que atraviesan el espacio
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social, mientras que para Puig la homosexualidad es el punto de partida de una proliferación de discursos sobre la sexualidad (discurso tradicionalista de Molina, militante de Valentín, estética del cine, prejuicios sociales, psicoanálisis, psiquiatría, sociología, etc.) y de una inserción repetida de la práctica sexual en la órbita de la ideología. Quizás cabría leer Plata quemada como una continuación, como la etapa siguiente después de esa primera ruptura que implicaba la imposible historia de amor de El beso de la mujer araña, ahora fuera de la cárcel, fuera del poder del estado, fuera de la definición de roles sexuales, fuera de la ética, fuera de toda reivindicación; es una figura de lo imposible, de lo perdido, de un goce violento y autodestructor. * * * * *
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Junto de la historia explícita, Plata quemada esboza otra historia, otra ficción ya narrada en textos anteriores de Ricardo Piglia, la historia de un hombre, parafraseando La ciudad ausente “que no tiene palabras para nombrar el horror. Algunos dicen que (su relato) es falso, otros dicen que es la pura verdad” (PIGLIA, 1992, p. 17). Creación trabada, creación que ficcionaliza al escritor como alguien que desaparece, que no hace más que esperar que el relato surja, se imponga. Algo así como una coincidencia mágica: la historia encuentra su escritor, la palabra el libro, la imagen el sentido (“no tener […] nada personal para contar, salvo los rastros que dejan los otros” (PIGLIA, 2000, p. 10)). Esta otra historia, esta ficción oculta que representa la representación, es un elemento impregnado por un mito personal de la creación. O un mito sobre la esterilidad, del cual la máquina de narrar de La ciudad ausente sería seguramente el episodio más patético. Es también un largo proceso que va de lo real y lo social, de la mudez y la escucha, a la exuberancia imaginaria y pulsional. Si en Plata quemada no aparece, sorprendentemente con respecto a otros textos de Piglia, ningún metadiscurso explícito, es porque el dispositivo de construcción integra, en tanto que intenso secreto, la posibilidad de la narración. En todo caso, digamos que el reflejo, la representación, la homosexualidad, la locura, la oposición entre el bien y el mal, entre lo femenino y lo masculino, sugieren un término que, imaginariamente, puede rendir cuenta de la novela: la inversión. De las prácticas sexuales invertidas a una multiplicación de figuras de inversión: el
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macho que sonríe como una nena, el gaucho al que las voces tratan de guacha, la media puesta sobre el rostro viril en vez de estar sobre la pierna femenina. Pero también inversión con sus connotaciones financieras (el robo como inversión, como inversión invertida, como circulación fuera de los ámbitos habituales del dinero, como plata quemada), la inversión como figura de disolución moral (el héroe es el criminal, el hijo de buena familia es un destructor de los valores sociales, el comisario es un asesino), inversión como figura temporal (hoy por ayer y ayer por hoy en una novela en donde todo remite a otros pasados y otros presentes), inversión como eco de la escritura (la proliferación de versiones, la puesta “en versión” de la historia, la verdad que es mentira, la ficción que es real), la inversión inclusive como definición genérica del relato policial (que es, afirma Piglia, un relato en el cual “el que habla es el culpable […] El mundo es visto con los ojos del culpable” (PIGLIA, 1999, p. 13)). Inversión como dinámica de la representación: reproducción, repetición de lo material, alterando el orden y la perspectiva. Como esos espejos, que en un cuento célebre Bioy Casares asocia a la cópula y que tanto lo asustan cuando ve en ellos la imagen de dos hombres solos a altas horas de la noche, la literatura es abominable no sólo porque refleja sino porque multiplica la realidad, trastocando sus apariencias, revelando sentidos ocultos, liberando deseos que no son visibles al derecho sino sólo al revés. Esa reproducción mimética, esa adhesión entre el objeto y su imagen, corresponden también al proyecto de Plata quemada, una “historia verdadera” que reproduce (que refleja) algo sucedido. En esa reflexión se juega una novela que pone en escena una violencia estatal e individual, una anulación ética, un triunfo del caos, el fracaso del sentido, pero que también dramatiza, en términos legendarios, la posibilidad de la ficción. La historia, el poder, el hombre, son, en Plata quemada, “abominables”. Algo similar sucedía en el cuento de Borges: en el espejo, el reflejo invertido libera el sentido, introduce el imaginario, da lugar, en su tenue frontera, a la literatura.
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Notas sobre Piglia (o la experiencia personal de un estilo) 1
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Adriana Amante2
Universidad de Buenos Aires
El estilo es la voluntad de tener estilo. Ricardo Piglia3
Hay una prevención que acompaña y sostiene mis clases de escritura académica creativa (digo “prevención”, pero es casi también un lema por la negativa; y quiero remarcar además que lo de “escritura académica creativa” no es un oxímoron, aunque las 1 Una versión abreviada se leyó en las XXIX Jornadas de Investigación. Instituto de Literatura Hispanoamericana. Facultad de Filosofía y Letras, Universidad de Buenos Aires, 13 al 17 de marzo de 2017. 2 Doctora en Letras por la Universidad de Buenos Aires. 3 En Seminario de doctorado “D. F. Sarmiento: Facundo (Historia y literatura)”, dictado en la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Buenos Aires, primer cuatrimestre de 1998.
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burocracias institucionales a las que a veces tanto contribuimos puedan justificarlo). Entonces, decía – piglianamente, como es obvio –: “hay una prevención que acompaña y sostiene mis clases de escritura académica creativa” porque suelo tomar el recelo de Lönnrot frente a la simplificadora o extremadamente realista manera de entender el mundo que tiene Treviranus como matriz productiva para orientar la escritura de monografías, artículos o tesis (no solo ajenas, sino también las mías propias): “Posible, pero no interesante”. “Posible, pero no interesante”. Ya sabemos lo que esto implica: las hipótesis tienen la obligación de ser interesantes, más que posibles; compromiso del que podemos eximir a la realidad – como bien aclara Lönnrot – “pero no a la escritura”, podemos postular, en sintonía con el dictum borgeano.
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Aunque (que yo sepa) Ricardo Piglia nunca puso explícitamente este recelo a la base de su métier, creo firmemente que acompaña y sostiene el ejercicio de su escritura. Así que si bien no es este un lema que haya tomado yo de él – y tal vez sea esto lo único que no le imité ni le robé – no me cabe duda de que el haber adoptado ese imperativo lönnroteano es el más determinante aprendizaje que obtuve de Piglia. De todo lo que Piglia escribió o reescribió, tengo mis fetiches, ineludibles en general pero que hice míos de manera particular. Son “Notas sobre Facundo”, y el tándem “Ideología y ficción en Borges” – “Borges y los dos linajes”, para ir – como las aproximaciones críticas de Piglia solían hacer también – de Sarmiento a Borges. Pese a que con Noé Jitrik incluimos “Notas sobre Facundo” en el tomo de Sarmiento para la Historia crítica de la literatura argentina; y aunque tengo el número original de la revista Punto de Vista en que salió publicado, como lo mezquino y retaceo, suelo llevar fotocopiadas las cuatro paginitas de “Notas sobre Facundo” a mis clases (y aclaro además que las fotocopias son de simple faz, para poder barajarlas sin confusión al intentar hacer un análisis pormenorizado). Y no dudo en tomar el manojito de páginas fotocopiadas con los dedos pulgar, índice y mayor de mi mano derecha, para agitarlas como un siete de oros tintineando esperanzas y sobre todo con afán persuasivo cuando se da la oportunidad (lo que inevitablemente sucede sin importar el año, ni el programa, ni la carrera, ni el tipo de curso). Cuando llega la ocasión de dar la respuesta que los estudiantes solicitan pero no necesariamente celebran oír (por lo intimidante – reconozco –), en el momento en que
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– atribulados por la inminencia de la entrega de la breve monografía que hemos demandado – preguntan: “¿Cómo se puede escribir algo interesante, original, epifánico y con estilo en menos de cinco páginas?”. “Así”, me limito a decir categórica pero creo que – “espero” que – didácticamente, blandiendo esas hojitas como bandera que puede llevarnos a la victoria, si no de nuestras posibilidades personales, al menos de las posibilidades ciertas de la escritura. “Notas sobre Facundo” – todos lo sabemos – se publica en un número particularmente memorable de Punto de Vista por la ampliación del campo de los estudios latinoamericanos que propicia, dado que ahí se incluyen entrevistas de Beatriz Sarlo a Antonio Candido, Antonio Cornejo Polar y Ángel Rama, y esa red lo pone a Piglia y a su consideración de la dicotomía civilización-barbarie en sintonía dialéctica natural con el orden y el desorden propuesto por el crítico brasileño para entender el funcionamiento de una cultura nacional4.
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“Notas sobre Facundo” es una pieza modélica del poder cautivante de una escritura porque opera por provocación, hipótesis y demostración no servil. ¿Cómo? Desplegando la estrategia estetizante de la hipótesis por medio de un discurso indagador que escribe el análisis del objeto crítico con los mismos procedimientos con que se urde una ficción. Piglia es escritor y es crítico; pero en esa relación entre la crítica y la ficción, el orden vincular que más me convoca es, antes que el del escritor-crítico, el del crítico-escritor. Porque no es tanto lo que de ensayístico pueda tener su ficción lo que quiero destacar; lo que me fascina es ver que son los procedimientos de la ficción los que rigen el ensayo crítico de Piglia. (Pongo a Piglia a la cabeza de una pequeña legión de críticos-escritores, en la que incluyo otros de mi predilección, como Sylvia Molloy o Alan Pauls)5. 4 Abordé la importancia de este gesto político-intelectual en GARRAMUÑO, Florencia; AMANTE, Adriana. “Partir de Candido”, en ANTELO, Raúl (org.). Antonio Candido y los estudios latinoamericanos. Instituto Internacional de Literatura Iberoamericana, Universidad de Pittsburgh, 2001; y en AMANTE, Adriana. “Esquema argentino de Antonio Candido”, en Revista Literatura e sociedade, número 11. São Paulo: Departamento de Teoria Literária e Literatura Comparada da FFLCH – USP, 2009. 5 En “Notas sobre Facundo”, Piglia indaga el valor que adquiere en la cultura argentina la frase que Sarmiento pone a la cabeza de su libro y de su prédica ideológica: “On ne tue point les idées”, que sienta las bases del funcionamiento de la dicotomía civilización-barbarie al repartir la recepción entre los que pueden y los que no pueden entender esa cita cuyo contenido político radica ante todo en el uso del idioma francés. Como si el Facundo estuviera al servicio de las
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Otro modelo – como propondría el propio Piglia – es Borges. O, ensayo otra posibilidad: otro modelo – como propondría el propio Piglia – es Sarmiento. Dice en “Notas sobre Facundo”: “En Sarmiento la erudición tiene una función mágica: sirve para establecer el enlace entre términos que, a primera vista, no tienen relación”. Y lo que dice del otro le es totalmente aplicable a él mismo (probablemente porque es al propio Sarmiento al que le saquea procedimientos, ya que Piglia también aprende a escribir – o a pensar, que es lo mismo – leyendo). Como Sarmiento o como Borges, Piglia podía sobre todo poner en relación, y ahí radica su mayor potencia: “Amalia y Moby Dick se publicaron el mismo año: 1851”; o “Por cierto hay una contemporaneidad estricta entre la conocida carta de Flaubert a Louise Colette de enero de 1852 donde expresa su aspiración a escribir un libro sobre nada y la escritura de Campaña en el Ejército Grande de Sarmiento […] que busca en la eficacia y en la utilidad el sentido de la escritura”6.
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Y, a partir de las relaciones que establece entre los objetos críticos que va seleccionando, arma un sistema de derivación que funciona como un silogismo espontáneo. Hace combinaciones que actúan como razonamientos que vuelven natural y evidente – vuelven lógico y hasta deseable – el artificio de esa puesta en relación. O sea: con una laboriosidad decontracté, naturaliza la arbitrariedad de las aproximaciones no necesariamente insólitas, sino ante todo ingeniosas (y cuando digo “ingenio”, pienso el término más como la habilidad o instrumento de un fabricante o de un hacedor – para usar una palabra borgeana – que como la inspiración del dotado, aunque en el caso de Piglia un aspecto no excluye el otro). Y creo que ese alto grado de arbitrariedad de las relaciones que establece entre los elementos es el vínculo más estrecho de su escritura ensayística con la ficción, porque la arbitrariedad es más una prerrogativa de la ficción que de la crítica, a la que se le demanda exhaustividad en el tratamiento y argumentación plena, fundada e informada de las cuestiones que aborda. referencias extraídas de los libros de la cultura europea, visibles en el sistema de epígrafes y de alusiones letradas, es el avance de una cita a otra lo que constituiría la estructura sintáctica del texto. Esta forma de puesta en acto del saber se asienta fundamentalmente en la analogía, regida por una convicción: “conocer es comparar”, cuyas implicancias Piglia analiza indagando el modo en que Sarmiento plantea la articulación entre semejanza y diferencia cuando recurre al repertorio orientalista. 6 Propuestas realizadas por Piglia en el Seminario de doctorado sobre Sarmiento de 1998; y en “Sarmiento, escritor”, en Filología, 31, 1-2, Buenos Aires: 1998, p. 20; respectivamente.
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La argumentación, en Piglia, procede sin embargo por derivación o contigüidad, no por minuciosidad en la recolección de información, cosa que a algunas personas pudo darles pábulo para considerarlo a veces liviano o errado, por ciertas inexactitudes o escasez de datos con los que en algunas ocasiones puede manejarse. Pero, como en la anécdota sobre Roberto Arlt que él contaba – ocurrencia que también se la aplica Borges a Sarmiento (y no sería extraño que Piglia la haya tomado de ahí) –, “cualquier maestra de escuela” podría corregirlo pero ninguna podría escribir como él7. Cuando alguien se ensaña en decir que no es prolijo o riguroso con el dato que sustenta su hipótesis, e incluso que se equivoca a veces, siempre siempre siempre pienso cuánto daría yo por leer menos producciones ciertamente correctas y consecuentemente insípidas y más textos críticos que se equivoquen de manera tan brillante.
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Pero la escritura crítica de Piglia no descansa en la exhumación ni del dato ni de la fuente, sino en la exposición sintética de ideas y en su encadenamiento. Y quizás no sea posible ser sintético sin ser arbitrario, como se ve también en lo (aunque siempre amablemente) taxativo de sus planteos o en el modo en que fuerza las aseveraciones para poder extremarlas. Así es como Piglia resulta cortésmente terminante: “Lo que este texto no puede hacer es porque no se puede hacer”, dijo del Facundo en su Seminario de doctorado de 1998, cuando intentaba explicarnos la diferencia abismal entre la originalidad del libro de Sarmiento y lo epigonal de la Amalia de Mármol. Su pensamiento se hilvana también a fuerza de superlativos: “Pero Sarmiento llega más lejos que nadie” o “No conozco gesto más ilustrativo [de la cultura ostentatoria y de segunda mano de Sarmiento] que estas citas de Shakespeare en francés”8 o, cuando menciona la dimisión de Cambaceres a su banca de diputado para dedicarse a la literatura, y termina acotando entre paréntesis, como asordinada pero rotundamente: “(Y la novela argentina le debe todo a esa renuncia)”. El valor nunca radica en el dato sino en la deducción que se hace a partir de él. 7 (Y pido disculpas a las maestras, porque esta frase es tan políticamente incorrecta que ya no sé si vamos a poder seguir citándola). Se dice en Respiración artificial: “Cualquier maestra de la escuela primaria, incluso mi tía Margarita, dijo Renzi, puede corregir una página de Arlt, pero nadie puede escribirla” (PIGLIA, 1982, p. 166). Respecto de Sarmiento, Borges sostiene: “No hay una de sus frases, examinada, que no sea corregible […]. Cualquiera puede corregir lo escrito por él; nadie puede igualarlo” (BORGES, 1998, pp. 197-198). 8 “Sarmiento, escritor”, p. 34; “Notas sobre Facundo”, p. 17; y de nuevo “Sarmiento, escritor”, p. 20, respectivamente.
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Y que la síntesis, en Piglia, es un don, se ve también claramente en lo que va de “Ideología y ficción en Borges” a “Borges y los dos linajes”; esto es: del artículo publicado en otro número de Punto de Vista a la versión de La Argentina en Pedazos de la revista Fierro, un ejemplo maestro de la reescritura. De la reescritura, sí, pero no como cuando Piglia vuelve a ideas o incluso a fragmentos textuales de artículos suyos anteriores (tramos de “Notas sobre Facundo” que están también en “Echeverría y el lugar de la ficción” para reaparecer en la versión más desplegada de “Sarmiento, escritor”, que sin dejar de repetir hace otra cosa). Piglia puede hacer que las mismas ideas que ha podido enunciar en una revista como Punto de Vista, que parece requerir de su lector cierta expertise digamos “intelectual”, puedan difundirse entre un público más amplio, especializado en otras habilidades lectoras (las del cómic) pero acaso menos familiarizado con el sistema literario, y hacerlo, obviamente, sin ninguna actitud condescendiente. Es lo que va de un artículo a otro, que sin mezquinar complejidad, se ofrece tanto más didáctico en Fierro que en Punto de Vista siendo, al mismo tiempo, (casi) el mismo artículo9.
9 Piglia plantea que la literatura de Borges se asienta sobre una ficción acerca del origen, “que acompaña y sostiene” su escritura como un núcleo organizador que “no es anterior a la obra sino su resultado”. Ese relato disperso y fragmentado establece un linaje doble: por un lado, el de los antepasados paternos, asociados con la literatura, el saber y la cultura libresca de Europa; por el otro, el de la madre y sus antepasados criollos y guerreros, asociados a la historia y la tradición oral de la patria. Las armas y las letras, lo criollo y lo europeo, el linaje y el mérito, el coraje y la cultura constituyen pares dicotómicos de reminiscencias sarmientinas que en este caso se complementan y se integran. En la versión para Punto de Vista, Piglia propone que la memoria y la biblioteca son las propiedades a partir de las cuales Borges escribe y que dividen formalmente su obra. Alude, así, a dos series de textos: los que ligan el nombre con la muerte, haciendo del duelo su elemento estructurante; y aquellos en los que el nombre se vincula a la propiedad y tienen al apócrifo como base fundamental. Esa interpretación abstracta en relación con el duelo y el apócrifo no se plantea en la versión de la revista Fierro, y – más didáctico – indica qué leer: “Hombre de la esquina rosada” y “Pierre Menard, autor del Quijote”, respectivamente; al tiempo que aclara que “Historia del guerrero y de la cautiva” y “El Sur” son los relatos en los que estas “dos líneas se mezclan y se entreveran”. Piglia resalta que no debe confundirse esa ficción del origen con la autobiografía: “es más bien una reelaboración retrospectiva de ciertos datos biográficos que son forzados a encarnar un sistema de diferencias y de oposiciones”. Es una operación que Borges hace con los materiales de su vida para urdir su literatura, del mismo modo que Piglia opera sobre sus evidencias para tramar un sistema de develación y comprensión de esa obra. Después de conocer la lectura de Piglia, resulta difícil desembarazarse de su influjo, porque marca a fuego – también retrospectivamente – la interpretación de la obra borgeana.
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¿Y dónde puede observarse esa capacidad de síntesis que es una de las más nobles inflexiones de la reescritura? En la forma. Lo digo, así, crudamente: en la forma como materialidad, más que del pensamiento o de los géneros, “de la puesta en página”, que no es exterior al contenido – como sabemos – sino también inherente al sentido y, sobre todo, “determinante” del sentido. “Ideología y ficción en Borges” y “Borges y los dos linajes” son a la vez el mismo y otro texto. La plantilla gráfica de esa puesta en página es capaz de decirlo todo en un solo golpe de ojo: de “Ideología y ficción en Borges” a “Borges y los dos linajes”, Piglia segmenta la parrafada tupida de las tres columnas verticales de la página de Punto de Vista para terminar redistribuyéndola en pequeñas iluminaciones que se acomodan en la caja tipográfica apaisada de La Argentina en pedazos en su versión de libro. Lo que va de una versión a otra para un mismo capital de ideas es una demostración concreta de que, en el corte y pese al corte y al descarte, nada se pierde y todo se transforma para seguir siendo lo mismo pero también más y otra cosa. Así, en “Borges y los dos linajes” termina distribuyéndose una idea por (breve) párrafo, gráficamente diferenciados, en los que equilibradamente se disponen los fragmentos que Piglia rediseña del “Ideología y ficción en Borges” original. Y sé que Piglia no es el “autor” de la grilla material de esa página, pero sé también que en la urdimbre de su pensamiento hay una articulación visual del flujo de pensamiento que genera diseños gráficos. Entre párrafo y párrafo, los blancos del interlineado mayor devienen breves pero aliviadores rellanos de una escalera que va espiralándose en la búsqueda de la abstracción y del sentido, pero como sin esfuerzo ni del que escribe ni del que lee, porque todo el empeño está puesto en la arquitectura del texto y de las páginas para que el lector pase por ellas tal vez sin darse cuenta de la energía que invirtió. Piglia, el crítico-escritor, también es un diseñador gráfico de sus ideas que, a golpe de párrafos bien distribuidos y subtitulados, plantea sus hipótesis en pequeñas iluminaciones, pone la cita al servicio de su idea y de su escritura y no al revés (y esto es clave); abre o cierra el cuadro como aprendió del cine; ordena, jerarquiza, compara, da ejemplos; y le ofrece al lector del fanzine donde se publica la versión historietística de “Historia del guerrero y de la cautiva” de Borges a la que su texto precede, antes que
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un estudio introductorio, un verdadero rito de iniciación en el sistema Borges. Así es como puede proponerle, sintética y didácticamente, la serie de cuentos en los que podrá sumergirse si quiere ver cómo funciona el linaje materno de la memoria o el paterno de la biblioteca. Esos blancos entre párrafos son, como en una partitura, la escritura del silencio. De los silencios que Piglia sabía hacer en sus alocuciones. El fraseo oral de Piglia era el de quien hilaba una frase con la otra porque estaba indagando las circunstancias que marcaran el objeto, combinando y rumiando hasta que se diera la iluminación, como en la puesta en página de esos párrafos breves de La Argentina en pedazos. Esos blancos entre párrafos son las mismas pausas que Piglia hacía al hablar, cuando daba clase, ya que cuando uno lo oía a Piglia hablar, lo oía escribir. Porque, como el unitario de “El matadero” – y malgré lui –, Piglia también hablaba como si escribiera.
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REFERENCIAS BIBLIOGRÁFICAS AMANTE, Adriana (dir.). Sarmiento, vol. IV, en JITRIK, Noé (dir.). Historia crítica de la literatura argentina. Buenos Aires: Emecé, 2012. BORGES, Jorge Luis. “La muerte y la brújula”, Ficciones, en Obras Completas. Buenos Aires: Emecé, 1974. ______. Prólogo, en SARMIENTO, Domingo Faustino. Recuerdos de provincia. Buenos Aires: Alianza Editorial, 1998. PIGLIA, Ricardo. Respiración artificial. Buenos Aires: Pomaire, 1980. ______. “Sarmiento, escritor”. Buenos Aires: Filología, 31, 1-2, 1998. ______. “Ideología y ficción en Borges”. Buenos Aires: Punto de Vista, año 2, n. 5, marzo de 1979.
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______. “Borges y los dos linajes”. Buenos Aires: Revista Fierro, año 2, n. 22, junio de 1986. ______. La Argentina en pedazos. Buenos Aires: ediciones de la Urraca, 1993. ______. “Notas sobre Facundo”. Buenos Aires: Punto de Vista: año 3, n. 8, marzo-junio de 1980.
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Respiración artificial o el escritor ante la historia 1
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Jorge Fornet2
Casa de las Américas (La Habana)
Ficción y teoría A propósito de sus precursores más visibles, Ricardo Piglia ha elogiado en Borges “un tipo de construcción que ficcionaliza la teoría, que trabaja con la posibilidad de conceptualizar a partir de la ficción” (BRIANTE, 1984, p.3), mientras que la gran lección de Arlt sería “su mezcla de registros, esa hibridez [que] es por otro lado una de las marcas de la gran tradición de la novela argentina” (LÓPEZ ONCÓN, 1983, p.8). No es casual entonces que Piglia afirme también, apegado 1 Versión de un capítulo del libro El escritor y la tradición. Ricardo Piglia y la literatura argentina. Buenos Aires: Fondo de Cultura Económica, 2007. 2 Doctor en Literatura Hispánica por El Colegio de México.
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sobre todo a las concepciones de Borges, que “me interesa trabajar esa zona indeterminada donde se cruzan la ficción y la verdad. Antes que nada, porque no hay un campo propio de la ficción. De hecho, todo se puede ficcionalizar” (PIGLIA, 1990, p. 15). Y es esto quizá lo que hace, con mayor frecuencia, a lo largo de su obra. En otra de las entrevistas recogidas en Crítica y ficción, Piglia sintetiza lo que considera una noción clave. Respiración artificial, para él, narraba algunas cosas que, según se dice, no deben entrar en una novela. Pero justamente soy de los que piensan que todo se puede convertir en ficción. Los amores, las ideas, la circulación del dinero, la luz del alba. Cada vez estoy más convencido de que se puede narrar cualquier cosa: desde una discusión filosófica hasta el cruce del río Paraná por la caballería desbandada de Urquiza. Sólo se trata de saber narrar, es decir, ser capaz de transmitir al lenguaje la pasión de lo que está por venir. (p. 170)
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Aunque esta idea se halle en la base misma del arte narrativo, Piglia la asume entusiasmado y con ella se inserta dentro de esa tradición “ficcionalizadora” avalada por Borges y Arlt. En la segunda parte de Respiración artificial aparece, en el centro de una polémica entre Renzi y Marconi, una de las ideas más provocadoras de Piglia: la de que Borges es el más grande escritor argentino... del siglo XIX – un siglo que cierra él mismo en sus dos vertientes: la del europeísmo y la del “nacionalismo populista” (de Sarmiento y del Martín Fierro) –, mientras que Arlt es “el que abre, el que inaugura [...], el único escritor verdaderamente moderno que produjo la literatura argentina del siglo XX” (PIGLIA, 1980, p.164). La discusión, uno de los momentos culminantes del libro, se extiende a lo largo de casi veinte páginas y expone varias ideas discutibles pero convincentes. Los dos polemistas defienden posiciones encontradas, y Marconi toma partido por la más usual: la de que Borges no solo era muy superior a Arlt, sino que ni siquiera se había molestado en leerlo. Para demostrar lo contrario, Renzi opta por su muy particular modo de polemizar y “descubre” un inesperado y oculto homenaje de Borges a Arlt en el cuento “El indigno”, recogido en el libro El informe de Brodie. Aunque lo parezca, el análisis de Renzi no es descabellado si tenemos en cuenta que en el prólogo de Borges a ese mismo volumen (lo que, por cierto, Renzi no menciona) el homenaje es explícito:
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Imparcialmente me tienen sin cuidado el Diccionario de la Real Academia [...] y los gravosos diccionarios de argentinismos. Todos, los de este y los del otro lado del mar, propenden a acentuar las diferencias y a desintegrar el idioma. Recuerdo a este propósito que a Roberto Arlt le echaron en cara su desconocimiento del lunfardo y que replicó: “Me he criado en Villa Luro, entre gente pobre y malevos, y realmente no he tenido tiempo de estudiar esas cosas”.
Lo cierto es que ya a fines de la década del veinte, cuando le preguntaron a Borges a quiénes leía entre los nuevos autores, dijo: “de los muchachos leo a los poetas Nicolás Olivari, Carlos Mastronardi, Francisco Luis Bernárdez, Norah Lange y Leopoldo Marechal. Y de prosa es notable Roberto Arlt. También Eduardo Mallea. No leo otros” (BORGES, 1929). Es una confesión elocuente si se piensa que entonces Arlt solo había publicado, entre sus novelas, El juguete rabioso.
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En cierto sentido, la polémica de la novela podría leerse como un ensayo autónomo. Lo curioso es que buena parte de ella está armada sobre esas ideas ficcionalizadas, de tal modo que no se les ve como un agregado sino como la esencia misma del texto. Dicha tendencia parece tener, al menos, dos funciones: por un lado, demostrar que, en efecto, todo puede ficcionalizarse; por el otro, llevar hasta las últimas consecuencias ciertas ideas provocadoras atribuyéndolas, astutamente, a un “personaje” dentro de una “novela”. Así, el autor puede formular opiniones que, sin dejar de ser interesantes, se considerarían no pertinentes dentro de un discurso ensayístico. Por eso resulta sorprendente que varios críticos se cuestionen la tesis del personaje como si estuviera planteada desde la autoridad implícita de un ensayo. Quizás ello se deba a que el propio Piglia ha repetido la idea, aunque matizada, en discursos más cercanos al terreno de lo “verdadero” (MARIMÓN, 1980, pp.7-8; PIGLIA, 1990, pp. 121-122, 142-143, 146-147); otra, que en él la mezcla de géneros ha llegado a tal punto que muchos lectores lo leen sin reparar en las diferencias entre “ficción” y “realidad”.
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La voz de los marginados
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Varios críticos han señalado, con razón, que la novela está poblada por personajes marginados de los centros geográficos y culturales. Son outsiders empujados por el destino hacia la periferia. En otro tiempo, casi todos parecieron llamados a cumplir grandes misiones: Enrique Ossorio y su nieto el Senador, Maggi y Tardewski, e incluso Renzi y Marconi. Ossorio transita del heroísmo a la traición, mientras el Senador termina aislado y rechazado por sus propios hijos. Por su parte, Maggi y Tardewski debieron abandonar sus prometedoras carreras para recalar en la ciudad de Concordia. Tardewski es el paradigma del marginado: el joven de brillante porvenir, alumno de Wittgenstein en Oxford, que – como culminación de su desenfrenada y consciente búsqueda del fracaso – se ve “desterrado” en esta pequeña ciudad, donde su única ocupación es preparar a los estudiantes que deben rendir sus exámenes de filosofía. (Aquí el modelo pudo haber sido Kafka, al menos según la imagen que Walter Benjamin da de él: “Para hacer justicia a la figura de Kafka en su pureza y en su belleza peculiares, no se debe perder de vista lo siguiente: que fue un fracasado. [...] Nada merece mayor consideración que el celo con que Kafka subrayó su fracaso” (BENJAMIN, 1993, p. 208). Finalmente, Renzi solo ha podido escribir una novela mediocre “cuyo triunfo más puro” es la aparición de Maggi y, en consecuencia, la llegada del propio Renzi a Concordia. Marconi, por su parte (el único que no ha sido desplazado hacia esa ciudad, puesto que siempre ha vivido en ella) parece hallarse en el centro del universo; pero su estrella intelectual declina cuando aparece la escritora a quien Marconi engaña y que, sin proponérselo, margina intelectual y moralmente a su interlocutor. Todos ellos padecen, cada uno a su manera, una suerte de exilio que, como al predecesor Enrique Ossorio, los obliga a ver el mundo de modo peculiar, a “pensar el mismo presente histórico desde los límites” (SAZBÓN, 1981, p. 44). Según Sazbón, el exilio entraña un problema fundamental que obsesiona a los personajes: “¿desde dónde decir?” Así, algunos de los puntos más recurrentes de la novela – la automarginación y el exilio, la ostranenie, la pérdida del lenguaje –, no serían sino metáforas o formas de expresar el destierro, la exclusión, lo indecible, la historia heterónoma, etc. Los personajes se “evaden” geográfica o socialmente porque se niegan a aceptar una Razón implacable. No es casual que, en el presente, el que más lejos ha llegado
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en su condición de exiliado sea Tardewski, puesto que, como Kafka, fue el que conoció más a fondo el horror que implicaba esa Razón. Ya en una carta a Alberdi, Ossorio lamentaba que en “los tiempos que se avecinan”, los hombres honestos solo tendrían dos caminos: “el exilio o la muerte” (PIGLIA, 1980, p. 86). Únicamente desde el exilio podrán estos personajes buscar la utopía.
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El hecho de situarse en los márgenes permite tener una visión más certera del centro: los “marginales” suelen estar mejor dotados para ver lo que otros no pueden. Como los irlandeses o los judíos (para ceñirnos a los ejemplos que da Borges en “El escritor argentino y la tradición”), estos outsiders tienen la capacidad de descubrir lo que a los demás les está vedado. En este sentido, el ejemplo más claro y más profundamente enraizado en la literatura universal es el de los locos, esos marginados por excelencia, que parecen ser capaces de percibir ciertas zonas recónditas de la realidad. No es casual que sea una loca, Echevarne Angélica Inés, la única que –aparte del Senador – haga referencia más o menos explícita al horror del presente. En su diario, Ossorio escribe: “Hablo del tema de mi relato con Lissette. [...] Pondré [...] a una adivina, una mujer que, como tú, sepa mirar lo que nadie puede ver” (Ibidem, p. 97). E inmediatamente se reproduce una carta de la loca en la que esta se pregunta por qué tiene que ser ella la que deba verlo todo. Y agrega: “está ese muchacho que me busca, que me está queriendo ver. Y está el Polaco. Polonia. Yo vi las fotografías: mataban a los judíos con alambre de enfardar. Los hornos crematorios están en Belén, Palestina. Al Norte, bien al Norte, en Belén, provincia de Catamarca” (Ibidem, p. 99). Evidentemente, el muchacho y el Polaco no son otros que Renzi y Tardewski. De modo que la loca puede referirse a ellos aun cuando no hay razón alguna para suponer que los conoce y cuando ni siquiera ellos se conocen entre sí. A través de ese lenguaje en apariencia incoherente, la loca relaciona al Polaco con su país, a este con el holocausto – lo que la remite a Belén, en Palestina – e inmediatamente a la ciudad argentina del mismo nombre. De esa manera, en apenas unas líneas, traza un símil entre el exterminio judío y la realidad actual de su país, y sumerge en ella a los propios protagonistas de esta historia. Adelanta implícitamente la presencia de Hitler en el relato, del mismo modo que el Senador adelantará la de Wittgenstein y Kafka. Ellos, desde la incoherencia de sus respectivos discursos, dan coherencia al diálogo de la segunda parte.
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Archivos y linajes
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La estructura “de archivo” es, para Piglia, un punto de partida: “empecé trabajando la novela con la idea de hacer un archivo. Me tentaba la idea del archivo como forma” (“La literatura y la vida”, p. 191). Y es esa forma, según él, la que exige primero una fuente histórica que le sirva de base (Enrique Ossorio), luego un historiador que investigue (Maggi), alguien que preserve esa información de cualquier riesgo (Renzi) y un conjunto de personas a las que este último debe ver como requisito para comprenderla (el Senador, Tardewski). “Escribí todo el libro y me di cuenta que el archivo era exactamente lo que no debía estar en el libro. Empecé con él y terminé desapareciéndolo. La novela ya era eso” (CAMPOS, 1992, p. 105). El archivo da cabida a las más diversas fuentes: fragmentos de diarios, cartas, documentos de varios tipos, es decir, la materia prima del historiador. Esa estructura de archivo y las posibilidades que brinda suponen la existencia de historiadores o investigadores que deben desentrañar lo que los archivos o las cajas ocultan. Es precisamente esa estructura la que da sentido a varios de los personajes, entre los que se encuentran, en primer lugar, Ossorio y Maggi. El primero lo dice de manera más o menos explícita al hablar de “un historiador que trabaja con documentos del porvenir (ese es el tema). El modelo es el cofre donde guardo mis papeles” (PIGLIA, 1980, p. 101). De un cajón emergen los papeles de Maggi y de Ossorio, así como los cuadernos de Tardewski. Todos esos documentos debieron ser celosamente guardados para que llegaran finalmente a Renzi (y por extensión a nosotros). Las cajas son las guardianas de la memoria y están en la génesis de muchas historias y personajes. En lo tocante a Renzi, marcan su nacimiento físico e intelectual; en un cajón “más o menos secreto” del ropero de su padre se hallan, junto con la partida de nacimiento de aquel, los recortes de diario donde se hablaba del “caso Maggi”, así como Fisiología de las pasiones y mecánica sexual, del profesor T. E. Van de Velde, y el libro de Engels sobre el Origen de la familia, la propiedad privada y el Estado (p. 14). Es decir, en ese cajón – del que salen los recortes de la historia de Marcelo Maggi que motivan a Renzi a escribir su novela y en el cual están también dos clásicos de la historia de la sexualidad y la propiedad –, aparece el
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acta de nacimiento del personaje, curiosa coexistencia que ya había sido notada por Mario Cesáreo (p. 508). Su origen, en cierto sentido, está ligado a (o marcado por) esos temas. Renzi recibe, junto con el documento que “inaugura” oficialmente su vida, dos de las teorías clásicas de nuestro tiempo, pero no directamente de sus padres (Freud y Marx), sino de los “tíos”. Poco después, al hacer referencia a Tinianov, Renzi cita una de sus propuestas más conocidas, la de que la literatura no evoluciona de padre a hijo, sino de tío a sobrino, con lo que de paso alude a la relación que se establece entre él y Maggi. Algunos críticos han advertido ya que este tipo de legado indirecto es el que prevalece en la novela, y hasta los papeles de Ossorio deben seguir ese tortuoso camino. Recuérdese que Ossorio deja en herencia dos baúles, uno con su dinero, otro con sus papeles; si el contenido del primero va pasando de padres a hijos, el del segundo no. De hecho, el hijo de Ossorio estuvo a punto de destruirlo, por lo que pasa no a él sino al Senador, y de este no a su hija Esperancita sino a Maggi. No es de extrañar entonces que termine en manos de Renzi. La novela convierte en anécdota, por tanto, esa indirecta evolución de la literatura y de la historia a la que he hecho referencia. Por lo pronto Ossorio, quien para Piglia funciona como contrafigura de Sarmiento, “o sea, el que perdió, no el que llegó primero”, es quien en la novela “arrastraría la problemática de la historia argentina” (PIGLIA, 1990, p. 191). Para ello hay que construirle un linaje que le permita llegar a convertirse en metáfora de la historia del país. Y ese linaje no procede de Alberdi (quien, como han señalado Sazbón y Morello-Frosch, es el modelo principal de Ossorio) sino de Borges. La tesis según la cual Borges cierra la literatura del siglo XIX en sus dos vertientes remite a otra aparecida poco antes en un ensayo de Piglia: la de que “la escritura de Borges se construye en el movimiento de reconocerse en un doble linaje”, el linaje de sangre (“los antepasados familiares, ‘los mayores’, los fundadores, los guerreros”) y el linaje literario (“los antepasados literarios, los precursores, los modelos”). Ello no es sino otra forma de presentar la dicotomía cervantina, el tópico de las armas y las letras. Piglia considera que “en Borges las relaciones de parentesco son metafóricas de todas las demás” (PIGLIA, 1979, p. 3).
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No olvidemos que Ossorio es el padre del último argentino muerto en un “duelo” de honor, y autor de unas cartas “apócrifas” que inundan el relato. Tampoco se ha de pasar por alto el hecho de que Ossorio renuncia a la partícula “de” en su nombre, lo que significa también la renuncia a determinada herencia, la del linaje aristocrático. El dato es importante porque “la diferencia entre quienes tienen seudónimo y quienes tienen genealogía”, ha dicho David Viñas, “abre una línea fundamental en la literatura argentina” (MARGULIS, 1998, p. 70). Basta ver, por ejemplo, los casos de Güiraldes y de Arlt; el primero – reitera Viñas – tiene Don, el segundo, cuyo mejor seudónimo es su propio nombre, tiene prontuario. El asunto del nombre propio y de la genealogía no era ajeno tampoco a los escritores decimonónicos. Abelardo Castillo ha recordado el asombro de Martínez Estrada ante el hecho de que José Hernández no firmara Hernández Pueyrredón, cuando él mismo firmaba con sus dos apellidos. Y es que Hernández, como Sarmiento, no quería descender de nadie, sino ser fundador de dinastías (pp. 143-4). Ossorio se inscribe en esa tradición. Él tampoco es heredero sino fundador de linajes, así como lo fue del Salón Literario o de la Cultura Nacional. Al mismo tiempo es el único que no le debe nada a nadie; hizo su fortuna con el oro de California. De modo que cuando Maggi lo asume como tema de investigación está volviendo a los orígenes, intentando cerrar un círculo en el que cabe toda la historia de la nación.
Relato histórico y relato epistolar “¿Hay una historia? Si hay una historia empieza hace tres años. En abril de 1976, cuando se publica mi primer libro, él me manda una carta.” (PIGLIA, 1980, p. 13). Así comienza Respiración artificial, un comienzo tan seductor que la mayoría de los críticos que se han referido a él pasan por alto su última frase. Es ahí, en el mismo preámbulo de la novela, donde aparece la primera alusión a una carta y a una relación epistolar que será el eje de la mitad inicial del libro. Como se ve, es la carta la que desata la historia (si bien el detonante es la publicación de la novela de Renzi, que no en balde aparece aquí en una oración subordinada). Poco después esta idea es ratificada: “Esa fue la primera carta”, dice Renzi al final de ella, “y así empieza verdaderamente esta historia” (Ibidem, p. 21). O sea, la novela misma, la historia que narra,
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surge de una carta, y a partir de ella se establecen varias relaciones epistolares, si bien la más importante es la que se produce entre Renzi y Maggi. También escriben o reciben cartas otros personajes: el Senador, Enrique Ossorio (quien las mezcla con su diario y descubre que su relato utópico deberá ser epistolar), y otros personajes que solo ingresan al texto a través de alguna carta enviada o recibida. De ahí que Sazbón reconozca que “la riqueza de sentido se presenta en la historia bajo el aspecto de una inmensa acumulación de escrituras, siendo la carta su forma elemental” (1981, p.38), y luego añada, por razones que veremos de inmediato, que “las cartas tienen el destino de no llegar a destino, o bien – como en el caso central de Maggi y Renzi – de ser el sustituto ambiguo de un postergado contacto no escrito” (Ibidem, p. 39). En efecto, lejos de propiciar un encuentro entre remitentes y destinatarios, las cartas lo impiden, bien porque son interferidas, bien porque ellas mismas hacen innecesario dicho encuentro (o son fruto de un encuentro imposible). De hecho, el único encuentro físico entre corresponsales es el que se produce entre Marconi y la escritora deforme. Y ese encuentro resulta empobrecedor porque frustra la deslumbrante capacidad de escritura de ella. Aquí, solo la lejanía (y por extensión el exilio) producen escrituras. Los diálogos “en vivo” – incluso el de Renzi y Tardewski, cuyo tema siempre debe ser pospuesto – corren el riesgo de fracasar. El tercer capítulo de la novela (último de la primera parte) está hilvanado por la escritura o “lectura” de las cartas más disímiles. Es ahí donde Enrique Ossorio descubre la forma que deberá tener su relato y teoriza sobre la epístola, como antes – ya desde el primer capítulo – lo había hecho Renzi in extenso (pp. 39-41). En el tercer capítulo aparece un personaje fundamental: Arocena, el hombre que intenta descifrar “el mensaje secreto de la historia”, el censor, el lector paranoico. Se alimenta solo de una lectura transgresora, de cartas que no le están dirigidas. Su relación con el texto es tan enfermiza que invariablemente distorsiona los mensajes. Arocena cree hallar siempre, en lo escrito, las claves de la lectura; él mismo pudiera ser, en cierto modo, el personaje creado por Enrique Ossorio, el hombre que recibe cartas cruzadas entre argentinos del futuro y que trata de descifrarlas. Tiene el privilegio, además, de leer como actuales las cartas escritas por el propio Ossorio. Irónicamente, Arocena convierte todas las cartas, los personajes, el presente, en la utopía (o más bien ucronía) soñada por Enrique Ossorio.
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Este escribe en 1850 un relato que tiene lugar en 1979, leído por un personaje de 1837-1838. Todos los tiempos coexisten en el “ahora” de la lectura, reactualizados así por Arocena. Los senderos, ya lo sabemos, no se bifurcan en el espacio sino en el tiempo. A pesar de esa capacidad, Arocena está lejos de ser el lector ideal. Es una especie de crítico suspicaz que, buscando siempre segundas intenciones, no percibe lo obvio. Por ejemplo, se burla de y pasa por alto la carta donde la loca pide un puesto de Cantora oficial (es decir, de delatora). A diferencia de Renzi, quien en “La loca y el relato del crimen” debe su éxito como detective a la loca, Arocena desecha el relato de esta y pierde, así, la posibilidad de realizar hallazgos que podrían ser decisivos; en su caso, el placer de la lectura es más importante que su eficacia. De ahí que, pese a su tétrica función, Arocena esté más lejos de los represores a quienes representa que de aquel oficial de correos de El inspector, de Gógol, que disfrutaba mucho más la lectura de las cartas ajenas que la de la Gaceta de Moscú.
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La primera parte de la novela termina con el más breve de los subcapítulos: fechada el 30 de julio de 1850 aparece una anotación del diario de Enrique Ossorio: “Escribo la primera carta del porvenir” (PIGLIA, 1980, p. 126). Lo que vendrá, la segunda parte de la novela, queda pues, marcado por esa declaración lapidaria. En la segunda parte, las relaciones epistolares casi desaparecen; el género perverso, necesitado de la distancia y de la ausencia para prosperar, no tiene sentido en un diálogo que se establece frente a frente. Las cartas no vuelven a ocupar un primer plano hasta el final mismo de la novela, cuando Tardewski le entrega a Renzi las carpetas con los papeles de Ossorio. La vida del personaje y la novela se cierran con el mismo texto: una carta que remite a otra (la de Alberdi) aparecida mucho antes, casi al principio del relato (p. 37), y que según Maggi debe ser la que inicie su libro sobre Ossorio. Buena parte de la novela gira en torno a textos que no aparecen en ella. Ya Pons señaló que “es notoria la presencia paradójica de textos ausentes, es decir, que se anuncian a nivel de la intriga pero que formalmente no figuran en la novela” (p. 159), como cartas de las que solo leemos respuestas censuradas, el artículo de Tardewski, etc. Faltaría añadir, entre otros, la reseña que, según Maggi, Tardewski hace de la novela de Renzi. En el diálogo entre estos jamás se hace referencia a ella, así como tampoco hablan de la novela misma. La
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propia novela interesa solo como detonante de esta otra historia que es Respiración artificial, del mismo modo que las deslumbrantes ideas de Tardewski sobre Kafka y Hitler importan más como exposición oral en el presente que como artículo aparecido en La Prensa el 21 de febrero de 1940. En realidad, esos textos son imprescindibles solo como referencias. A la manera de un palimpsesto, el vacío que supone su ausencia es llenado por otras escrituras, por otras lecturas.
El discurso “agónico”
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En Respiración artificial, la existencia de una historia principal alrededor de la cual se van tejiendo otras directamente vinculadas a ella, se ve alterada por la continua aparición de historias que se cierran sobre sí mismas y que, al menos en primera instancia, tienen muy poco que ver con aquella. En esta novela tan poco “narrativa” en el sentido tradicional del término, el eje dominante es el diálogo. En la primera parte se trata del diálogo entre Renzi y Marcelo Maggi, cuyo tema central sería la personalidad de Enrique Ossorio; en la segunda parte, es el diálogo entre Renzi y Tardewski alrededor de la figura de Maggi. Por supuesto, podría hablarse de digresiones “naturales”, toda vez que aparecen personajes o situaciones que desvían la atención hacia otros espacios. Pero ese es un rasgo inherente a casi todas las narraciones. La digresión a la que me estoy refiriendo es aquella que puede ser ejemplificada paradigmáticamente por “El curioso impertinente”, aquella historia incluida en la primera parte del Quijote cuyas relaciones con la trama principal son tan tenues que resultan imperceptibles. En la primera parte de Respiración artificial abundan las digresiones “naturales” impuestas en gran medida por las convenciones propias del género epistolar, aunque este haya sido alterado, pues las cartas, en verdad, no se reproducen nunca sino que se glosan o parafrasean. Aun así, ellas permiten saltar de un tema a otro con gran facilidad, lo que explica que ninguno llegue a desarrollarse durante varias páginas consecutivas. La digresión más importante está en el tema mismo de esa primera parte. Lo que desencadena la historia – como sabemos – es la novela de Renzi, La prolijidad de lo real. Es ella la que convoca a Maggi, la que le permite entrar en escena; pero si por un momento parece que la historia de Maggi será la dominante, él, que es a su vez destinatario de otros textos (los de Enrique Ossorio), no tarda en desviar nuestra atención hacia esa figura del siglo XIX. Ya en esta
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primera parte, sin embargo, se anuncia el tipo de digresión “gratuita” que se potenciará en la segunda. La historia del hombre al que nunca le ocurría nada (PIGLIA, 1980, pp. 29-30), la reflexión sobre el género epistolar (pp. 39-41), o sobre el estilo hemingweyano (pp. 39-40), las cartas que recibe Arocena y la historia del borracho que en el bar Ramos habla sobre la espada de Temístocles (pp. 45-47) son el preámbulo de lo que vendrá. En la segunda parte, dado que el tema del diálogo (es decir, la figura y el destino de Marcelo Maggi) es tabú, las digresiones alcanzan una dimensión insospechada. Las menos importantes quizá sean aquellas en que se narra el pasado de algunos personajes como Tokray, Maier, el propio Tardewski o hasta el hombre que mató a su mujer accidentalmente (p. 135). Después hay otras historias de mayor relevancia, como la de los enfermos que se disputaban la cama en el hospital (pp. 139-140), la de los gauchos que discuten si la palabra “trara” puede ser escrita (p. 178), la de la entrevista entre Joyce y Arno Schmidt (pp. 182-184), la del hombre que mató a sus hermanos (pp. 184-188) y la de las relaciones entre Marconi y la escritora deforme (pp. 197-206). En otro nivel, el más importante, se sitúan las dos historias que pasan a ocupar un primer plano: la discusión sobre el papel de Borges y Arlt en la literatura argentina (pp. 159-176) y el descubrimiento, por parte de Tardewski, de las relaciones entre Hitler y Kafka (pp. 222-272). Estas últimas están, a su vez, llenas de digresiones y posposiciones. El personaje de Tardewski es la encarnación misma de ese fenómeno. En cierto momento le asegura a Renzi que tratará de ceñirse al relato para evitar las digresiones, y acto seguido recuerda cómo Maggi le hacía notar que padecía la misma “avidez digresiva” del general Lucio Mansilla, quien “hizo, de su vida toda, una sola y gran digresión” (pp. 250). (Recuérdese que con Una excursión a los indios ranqueles Mansilla asombró por su capacidad digresiva, una marca de su modo de narrar en la que basaba parte del placer de la lectura). Lo paradójico es que la historia que narra la novela, sobre todo en su segunda parte, es precisamente la de aquellas digresiones. El texto noveliza la digresión. Por otro lado, es inquietante a veces la profusión de voces cuyo origen y destino no podemos distinguir a ciencia cierta: quién habla, quién escribe, quién escucha, quién lee... Aunque es Renzi quien comienza narrando, poco a poco se van introduciendo voces ajenas a las que él ha tenido acceso de una forma u otra. En el primer capítulo
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aparecen ya las cartas que le ha enviado Maggi. En el segundo, la voz dominante es la del Senador, pero aún ahí es Renzi quien narra. En el tercero, sin embargo, las cosas se complican: se reproducen fragmentos de los papeles de Ossorio y entra la narración de Arocena y la lectura que este hace de las cartas interceptadas, incluidas algunas de Renzi y Maggi. Pero resulta que Renzi no conoce los papeles de Ossorio sino un año después, es decir, cuando Tardewski se los entrega al final mismo de la novela, mientras que en ningún momento ha podido tener acceso a la figura y las lecturas de Arocena. ¿Cómo es posible entonces que estén en su relato? La segunda parte enturbia más el asunto. Aunque está narrada mayormente por Tardewski y Renzi, comienza de modo impersonal: “Se lo ha visto [a Renzi] a las diez de la mañana bajar del tren que llega de la capital” (p. 131). ¿Quién lo ha visto?, ¿Cómo lo sabe Tardewski? Por otro lado, ¿por qué esa voz impersonal, casi la de un espía, desaparece para darle entrada de inmediato a Tardewski? Así, dentro de un capítulo tan exhaustivo – en que el tiempo de la ficción corre parejo al tiempo real, a la manera de lo que en cine sería un larguísimo plano-secuencia – se escamotean las ocho horas que Renzi pasó en Concordia desde su llegada hasta el momento en que se reúne con Tardewski. Por paradójico que pueda parecer, Respiración artificial concilia su elevado “intelectualismo” con una oralidad muy marcada y, con frecuencia, de raíz popular. Su autor aprendió la lección de Renzi, cuya novela fracasó tratando de “evitar el costumbrismo y el estilo oral que hacían estragos en las letras nacionales” (p. 17). De paso la novela se inserta en una tradición preterida de la literatura nacional, pues si “el siglo diecinueve produjo una excelente prosa, una escritura apenas modificada de su lenguaje oral; el siglo veinte parece haber olvidado ese arte, que perdura en muchas páginas de Sarmiento, de [Vicente F.] López, de Eduardo Wilde” (BORGES, 1941, p. 11). Son varios los momentos de la novela dominados por la oralidad; Renzi, el exquisito, el hombre que no cesa de referirse a la alta cultura, es testigo de los dos más significativos. En la primera parte, un Renzi existencialista encuentra en el bar Ramos al “curda” Marquitos pronunciando un delicioso discurso (que llega a nosotros transcrito por el propio Renzi en una carta a Maggi); en la segunda, luego de la anécdota sobre el encuentro de Joyce y Arno Schmidt, Renzi y Tardewski entran a un bar en Concordia y son testigos de un monólogo delirante, la oralidad en
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estado puro, por decirlo así. Ambos momentos son como empujones hacia la realidad, la comprobación de que el universo de las discusiones filosóficas y literarias de los personajes protagónicos coexiste con otro mundo que también permea sus vidas. Esos jalones definen la novela misma; una novela con un centro difuso y dominada por relatos, voces y lenguajes periféricos. La agonía que entraña contar la historia sin poder referirse a su centro impone un discurso muy peculiar. Puesto que, por principio, el escritor se niega a asumir el silencio, la divisa de Wittgenstein parecería tomar cuerpo desde un nuevo ángulo: sobre aquello de lo que no se puede hablar es mejor divagar, hablar digresivamente.
Del policial a la política
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“Me interesa mucho”, ha dicho Piglia, “la estructura del relato como investigación: de hecho es la forma que he usado en Respiración artificial. Hay como una investigación exasperada que funciona en todos los planos del texto. [...] yo digo que en ese sentido es una novela policial” (PIGLIA, 1990, p. 21). No creo necesario aclarar que, una vez más, Piglia está haciendo un uso exagerado de sus opiniones. En rigor, Respiración artificial no es una novela policial, pero se sirve de muchos elementos del género. Aquí, como en la mayor parte de los textos de Piglia, los elementos de la literatura policial desempeñan un papel decisivo. Casi todos los personajes importantes se transforman en detectives, rastreando las huellas de crímenes que tal vez no ocurrieron; lo importante, de hecho, no es el crimen mismo sino el rastreo de las pistas. Renzi, Maggi, Tardewski y Arocena son, cada uno a su modo, detectives de “crímenes” desconocidos. En el fondo no se trata tanto de enfrentar delitos concretos como de descifrar el “mensaje secreto de la historia” (p. 55), “leer” en las vidas de los otros las claves de un enigma histórico. De ahí que nunca quede claro, por ejemplo, si Ossorio fue un traidor o Maggi un ladrón, y que el mismo Maggi insista en que no le interesa escribir la biografía de Ossorio sino el movimiento histórico encerrado en esa figura excéntrica (p. 35-36). Vinculado con la estructura policial y sin aparente relación con ella, hay un tema que obsede a Piglia: el de la abolición del azar, la idea de que todo lo ocurrido ya había sido previsto por alguien. Casi siempre está asociado – según una teoría que él mismo desarrollará
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en la década siguiente – con esa “conciencia paranoica” que oprime a muchos personajes y que se define por “el delirio interpretativo, es decir, la interpretación que trata de borrar el azar, considerar que no existe el azar, que todo obedece a una causa que puede estar oculta, que hay una suerte de mensaje cifrado que ‘me está dirigido’” (PIGLIA, 1991, p. 5). La idea, ya lo sabemos, era cara a Borges, quien armó sobre ella cuentos como “La muerte y la brújula” y “Tema del traidor y del héroe”. Es fundamental también en varios textos de Piglia como Encuentro en Saint-Nazaire, Prisión perpetua, Respiración artificial y La ciudad ausente, donde algún personaje prepara con antelación el final de la historia. No se trata, claro, de la predestinación divina, sino de una “construcción” deliberada del futuro, que suele disfrazarse de azar. Y es esa construcción nada azarosa la que permite descifrar los enigmas, leer el texto de la historia. Por regla general, el personaje que lo prevé todo es “negativo”. En Respiración artificial, por el contrario, es Maggi. Renzi y Tardewski no pueden dejar de percibir cómo el Profesor los ha “utilizado”. Al final del primer capítulo, en una prospectiva, Renzi comprende “hasta qué punto Maggi lo había previsto todo” (PIGLIA, 1980, p. 21). Tardewski, por su parte, cree que Maggi “cultivó mi amistad durante todo este tiempo porque estaba preparando esta retirada y necesitaba de mí” (pp. 133-134). Renzi ratifica que Maggi “sabía desde el principio lo que estaba haciendo, lo que quería hacer, y que si empezó a escribirme fue porque en un sentido [...] estaba preparando la retirada y quería que en ese momento, cuando eso sucediera, yo estuviera acá, como estoy ahora, [...] con usted, preparado, dispuesto a esperarlo” (p. 134). Ya el propio Maggi, en una de sus primeras cartas, lo había dicho: “Estoy convencido de que nunca nos sucede nada que no hayamos previsto” (p. 29). Pero esta es una idea que acompaña no solo a Maggi sino también a Tardewski. Él, que parece haber sido víctima del azar como ningún otro de los personajes, reconoce que el acto aparentemente azaroso de viajar a Varsovia en 1939 fue su primera decisión consciente de llegar a Concordia, y que en ocasiones el azar no fue sino un requisito necesario para que se cumpliera el destino. En otras palabras, no existe una historia ajena al sujeto, sino que es este quien la va encauzando y dando sentido a los hechos que vive. Es este el modo en que la novela asume su dimensión histórica y política.
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Piglia añade una lectura política a la “policial” al apoyarse en una tradición cuyo paradigma en la literatura argentina es – según dirá él mismo años después – Rodolfo Walsh, ese escritor también desaparecido durante la dictadura. La práctica literaria de este se basaría en dos poéticas: Por un lado está el manejo de la forma autobiográfica del testimonio verdadero [...]. El escritor es un historiador del presente, habla en nombre de la verdad, denuncia los manejos del poder. [...] Por otro lado para Walsh la ficción es el arte de la elipsis, trabaja con la alusión y lo no dicho, y su construcción es antagónica con la estética urgente del compromiso y las simplificaciones del realismo social. (PIGLIA, 1973)
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Pero lo interesante es que ambas poéticas están unidas entre sí por el eje de “la investigación como modo básico de darle forma al material narrativo” (PIGLIA, 1973, p. 14). Walsh es también un modelo en tanto que exponente de esa literatura fakta que interesa a Renzi (p. 195) y cuyos recursos utiliza Piglia en Respiración artificial. El propio Piglia abordó el tema directamente en una entrevista que le hizo a Walsh a principios de la década del setenta (“Hoy es imposible en la Argentina hacer literatura desvinculada de la política”); de la cual existe una versión completa más reciente (“He sido llevado y traído por los tiempos”). Otra de las enseñanzas aprendidas dentro de la literatura argentina con Walsh es que se pueden utilizar las reglas del género policial para narrar algo más que ciertos crímenes exquisitos que serán dilucidados por la capacidad analítica de un investigador. No podía ser menos en una novela que cuestiona en grado sumo algunos de los paradigmas del racionalismo occidental. Piglia, por último, establece un inesperado enlace entre Walsh y Joyce, con lo que convierte al primero en un pilar no solo ideológico sino también literario. La situación misma de la segunda parte de la novela concilia a Joyce (no en balde aquí, como en el Ulises, el relato transcurre desde la mañana de un día hasta la madrugada del siguiente) con ese libro fundamental que es Operación Masacre. Con este, Walsh encontró la solución práctica a un dilema que angustiaba a Brecht, para quien “la novela política tal cual la conocemos es imposible después de Auschwitz”. Siguiendo esa línea de pensamiento, Piglia se pregunta: “¿se puede usar la ficción para narrar el horror?” (Ibidem, p. 13). Respiración artificial es una buena respuesta. En el prólogo, Walsh cuenta cómo la historia que va a
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narrar le llegó, casi sin desearlo, mientras jugaba ajedrez en un bar del que era asiduo parroquiano. Y él, que no se interesaba en la política, se vio involucrado en ella a tal punto que terminó escribiendo uno de los grandes alegatos políticos de nuestro tiempo. De modo parecido, Renzi es acosado por las circunstancias históricas y políticas en el Club de Concordia y, como a Walsh, le tocará escribir sobre ellas. Walsh, quien nunca aparece mencionado en la novela, aprendió a escarbar de tal modo en la pesadilla de la historia que terminó, como Maggi, convertido en una de sus víctimas.
Joyce, Kafka y el fantasma de la historia
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Ya hice referencia a la importancia que Piglia le concede al diario. Es un género que le apasiona y que aquí tiene un interés especial. En busca de una tradición que lo avale, Piglia recurre a algunos nombres ineludibles y los introduce en su propia narrativa. Se ha dicho más de una vez que el personaje de Tardewski está basado en el de su coterráneo Witold Gombrowicz. Las semejanzas son obvias. En sus conversaciones con Dominique de Roux (Lo humano en busca de lo humano), Gombrowicz relata algunas de sus peripecias argentinas cuyas similitudes con las del personaje de Respiración son notorias. Aparte de esas afinidades biográficas, algunas frases del personaje están tomadas tal cuales del libro de Gombrowicz. Pero Gombrowicz no da vida solo a Tardewski; al reconocerse como un outsider (GOMBROWICZ, 1970, p. 104), asume una postura que será seguida – ya lo vimos – por varios personajes de la novela. Lo importante, a fin de cuentas, no es saber cuánto hay del autor de Ferdydurke en esos personajes; más útil me parece entender que aquel sirve de modelo tanto a estos como a una posición ante la literatura y, en especial, a una sobrevaloración del Diario que nos resulta conocida. No podemos menos que pensar en Piglia cuando Gombrowicz declara: “Casi no escribo artículos, los ensayos y todo lo que tengo que decir, fuera del arte puro, lo meto en el Diario” (p. 122). Y luego agrega: “Se compra un ‘diario’ porque su autor es célebre, y yo escribía el mío para hacerme célebre. Ahí está el quid pro quo” (p. 123). En su Diario argentino Gombrowicz aseguraba que durante catorce años había escrito un diario que ya acumulaba más de mil páginas. Y le daba al mismo una importancia extraordinaria y sospechosamente coincidente con la de Piglia: “advierto que uno debe
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ser el mismo en todos los niveles de escritura; es decir que debería poder expresarme no solo en un poema o un drama, sino también en la prosa ordinaria, en un artículo o en el diario...” (p. 16). Pero también Gombrowicz intenta apoyarse en un predecesor ilustre, alguien cuyo diario él lee con frecuencia. Y ese, claro, es Kafka. El Diario que este llevo de 1910 a 1923 no solo es un clásico del género, sino que, en Respiración artificial, cobra una importancia enorme (aun cuando algunas de las citas supuestamente extraídas de él sean falsas). El diario se convierte para Kafka en una tabla de salvación: “No abandonaré más este diario [dice el 16 de diciembre de 1910]. Debo aferrarme a él, ya que no puedo aferrarme a otra cosa”. Un año después (el 23 de diciembre de 1911) expone sus razones:
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Una ventaja de escribir un diario consiste en que así uno se entera con tranquilizadora claridad de las transformaciones que sufre constantemente; transformaciones que uno en general admite, sospecha y cree, pero que inconscientemente niega siempre, cuando se presenta la oportunidad de obtener mediante ese reconocimiento un poco de esperanza o de paz. En el diario uno encuentra las pruebas que le certifican que aun en estados que hoy nos parecen intolerables, uno vivió, se paseó por ahí y apuntó sus observaciones, que por lo tanto esta mano derecha se movió como se mueve hoy, cuando uno, justamente por esa posibilidad de reflexionar sobre el estado anterior, es tal vez más sensato que antes; pero por eso mismo, también tiene que reconocer la valentía de su esfuerzo en aquella ocasión, cuando obraba en absoluta ignorancia.
La idea no puede menos que recordar los propósitos de Piglia al adulterar la célebre frase que Stephen Dedalus pronuncia en el segundo capítulo del Ulises: “La historia es una pesadilla de la que trato de despertar”. En boca de Maggi, la observación cambia totalmente su sentido: “La historia es el único lugar donde consigo aliviarme de esta pesadilla de la que trato de despertar” (p. 21). Un procedimiento de alteración semejante utiliza, dentro de la novela, Enrique Ossorio; su romance utópico, titulado 1979, ostenta un epígrafe de Jules Michelet: “Cada época sueña la anterior”. En realidad, la frase original (“Chaque epoque rêve la suivante”), tiene el sentido inverso y fue utilizada como epígrafe por Walter Benjamin en su conocido ensayo París, capital del siglo XIX, donde reitera, casi al final, que “toda época sueña no solo con la que le sigue, sino que, soñando, se aproxima a un despertar”
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(BENJAMIN, 1970 p. 138). Lo cierto es que Piglia “kafkianiza” la cita de Joyce. Si para este la pesadilla es la historia misma, para Kafka – y por extensión para Piglia – el hombre solo puede sobreponerse a la pesadilla acudiendo a la historia, sabiendo que “aun en estados que hoy nos parecen intolerables, uno vivió, se paseó por ahí y apuntó sus observaciones...” Es eso lo que permite a los personajes de Respiración artificial vivir en medio del horror de la innominada dictadura militar. No importa que la cita de Kafka parezca estar motivada por una situación personal. Tal vez él, como ningún otro autor del siglo XX, hizo cierta la tesis de que también lo personal es político. Eso explica la relectura de Piglia.
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La oposición Kafka-Joyce, encarnada por Maggi y Renzi, es también la de la ubicación del escritor, y el ser humano en general, ante la historia. Maggi, quien piensa siempre en términos de realidad histórica, le reprocha a Tardewski no hacerlo: “no hay otra manera de ser lúcido que pensar desde la historia, [...] ¿Cómo podríamos soportar el presente, el horror del presente [...], si no supiéramos que se trata de un presente histórico?” (p. 237). Tardewski, probablemente ante la evidencia de la desaparición de Maggi, aprende la lección y termina, a su vez, reprochándole a Renzi su entusiasmo por Joyce. Para aquel, Joyce “trataba de despertarse de la pesadilla de la historia para poder hacer bellos juegos malabares con las palabras. Kafka, en cambio, se despertaba, todos los días, para entrar en esa pesadilla y trataba de escribir sobre ella” (p. 272). El propio Renzi deberá sufrir una transformación en este sentido. El apático en materia de historia, el hombre que lo convertía todo en literatura, termina siendo el depositario de los papeles de Enrique Ossorio. Será, por tanto, el encargado de concluir el libro iniciado por Maggi. Los caminos de Joyce y Kafka, finalmente, se cruzan. En este sentido, hay un texto en la novela que resulta ser clave. Se trata del brevísimo poema que Marconi asegura haber soñado: “Soy / el equilibrista que / en el aire camina / descalzo / sobre un alambre / de púas”. Para Renzi y Tardewski está claro que esos versos son una metáfora de la situación del escritor, pero si Renzi propone titularlo “Retrato del artista” (lo que de inmediato nos remite a Joyce), Tardewski propone que se llame “Kafka”. Y ese cruce está justificado por la propia lógica de una novela que logra conciliarlos.
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Por lo pronto, hay más afinidades de lo que pudiera pensarse entre la novela de Piglia y el Ulises. La más notoria es la semejanza, reconocida por aquel, entre Renzi y Stephen Dedalus. Renzi piensa que Dedalus “es una especie de Hamlet jesuítico. [...] el joven esteta ¿no? que no hace más que vivir en medio de sus sueños y que en lugar de escribir se la pasa exponiendo sus teorías [...]. Yo veo como una línea, [...] Hamlet, Stephen Dedalus, Quentin Compson” (p. 183), y al parecer no se da cuenta de que él mismo pertenece a esa estirpe. Aunque he dicho en otro momento que Maggi encarnaría el espíritu de Kafka, lo cierto es que él mismo se declara – entre líneas – admirador de Joyce, y que la pregunta que este se formulaba (¿cómo narrar los hechos reales?), repetida por Maggi y luego por Renzi, debió habérsela repetido más de una vez el propio Piglia. La escena en que Renzi expone sus teorías sobre Borges y Arlt ante el incrédulo Marconi, recuerda aquella en que Dedalus desarrolla las suyas sobre Shakespeare (igual de improbables, igual de convincentes) ante el burlón BuckMulligan, en el noveno capítulo del Ulises. La referencia que Maggi hace al héroe irlandés Parnell, poco antes de parafrasear a Dedalus, es también un guiño a la obra de Joyce, pues en ella Parnell aparece como leitmotiv. En el décimo capítulo del Ulises, por cierto, Mulligan y Haines encuentran a Parnell jugando ajedrez en un café, imagen que se reproduce en Tardewski, el empedernido jugador y comentarista de ajedrez, asiduo al Club de Concordia. La peculiaridad de este ante el juego radica en las modificaciones que propone: “elaborar un juego [...] en el que las posiciones no permanezcan siempre igual, en el que la función de las piezas, después de estar un rato en el mismo sitio, se modifique” (pp. 26-27). La idea de Tardewski es en verdad de Brecht y está citada por Benjamin en una especie de diario (BENJAMIN, 1975, p. 140). En el contexto de la novela adquiere una nueva connotación; la Razón en estado puro, la asepsia lúdica, se ven sacudidas por la propuesta utópica y revolucionaria de Tardewski. “Solo tiene sentido”, había dicho este justificándola, “lo que se modifica y se transforma” (p. 27). Una vez más, Joyce es contaminado por el fantasma de la historia. Todo el sentido de la novela reside, en suma, en que Maggi debe entregarle a Renzi (o sea, al intelectual presuntamente apolítico) los papeles de Ossorio; y Renzi, que ha pasado por un intenso proceso de aprendizaje de la mano del historiador y del filósofo, deberá
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descifrarlos. Paradójicamente él, que fracasó en el intento de contar la “historia” de Maggi en su primer libro, deberá hacerlo – obligado por la Historia – en el segundo. La función del diletante, como las piezas del ajedrez de Tardewski, ha cambiado. En el final mismo de Respiración artificial, cuando Renzi abre la carpeta con los papeles de Ossorio y se asoma al pasado de su país para intentar entenderlo, abandona el papel de Dedalus, de Compson o de Caulfield para asumir el que le imponen Walsh, Kafka y la Historia.
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Traducir la historia 1
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Francine Masiello2
University of California, Berkeley
Es muy sutil, muy paciente, el trabajo de quitar el yo, de desacomodar interiores, identidades. Macedonio Fernández, Museo de la novela de la Eterna (p. 35) Closer inspection... would reveal a multiplicity of personalities inflicted on the documents or document and some prevision of virtual crime or crimes might be made by anyone unwary enough before any suitable occasion for it or them had so far managed to happen along. James Joyce, Finnegans Wake (p. 96)
1 Traducción de Isabel Quintana. Publicado en RODRÍGUEZ PÉRSICO, Adriana. Ricardo Piglia: una poética sin límites. En colaboración con Jorge Fornet. Pittsburgh: Universidad de Pittsburgh, 2004. 2 Sídney and Margaret Ancker Distinguished Professor Emérita.
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¿Cuál es la función del intelectual en esta época neoliberal? ¿Cuáles son las posibilidades de que la cultura interrumpa el flujo del libre mercado? Dicho tema es vehementemente debatido en la Argentina. Algunos intelectuales se han centrado en la ética dudosa del individualismo, con lo cual se las han arreglado para racionalizar su resistencia a toda coalición popular. En la actualidad, el ideal comunitario que se postula entre algunos sectores se recibe como una ilusión perteneciente al pasado. Otros han atribuido la responsabilidad de la crisis al papel desempeñado por los medios de comunicación y a un nuevo tipo de “sentido común” que conspira contra la meditación y el conocimiento; “la opinión” viene a sustituir a la información y al debate (SARLO, 1994). Pero los medios masivos de comunicación orientados al mercado también sostienen un estricto control sobre el tráfico del significado y la representación, la verdad y la ficción, la historia oficial y sus alternativas. En este contexto, cuenta más la lógica del best seller que el debate público sobre la cuestión de valores. Asimismo, como el campo de juego se encuentra nivelado por el paradigma del mercado, también se observa que el espacio para la reflexión estética y artística se encuentra reducido. En este trabajo intento proponer una lectura de La ciudad ausente que pueda situar el proyecto artístico de Piglia en una línea crítica con respecto al neoliberalismo. No es mi intención considerar a esta novela como una alegoría de la Argentina en los noventa; en cambio, quiero centrarme en aquellos procesos estéticos que sugieren una serie de problemas en torno a la representación. La literatura se convierte en el espacio en donde se registran las crisis de significado y de la práctica política. A fin de abordar este problema, mi análisis se irá desarrollando a partir de diversas perspectivas: en primer lugar, ¿cómo configura la categoría de lo estético, las tensiones entre la experiencia y la narración, entre la cultura global y las culturas locales? En segundo lugar, ¿cómo funciona la traducción para sostener múltiples versiones de lo real? Y, finalmente – y quizás lo más importante –, ¿cómo ofrece el proyecto de Piglia una especulación sobre las subjetividades emergentes y el diálogo no controlado por el estado? La gran obsesión de Piglia nos advierte sobre los problemas en la narración de la historia: cómo vincular lenguaje y vacío, cómo encontrar una estrategia ficcional que explique el centro perdido del conocimiento. Como Respiración artificial, La ciudad ausente también
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vuelve al pasado argentino, pero en vez de dar cuenta del presente en términos de una visión abarcadora de la historia (esta fuerte tradición en la narrativa argentina atrae a Piglia), la novela de 1992 depende de los pormenores de pequeñas ocurrencias, relatos aparentemente menores, sin un contexto más amplio. Así, por ejemplo, si la oposición ciudad-campo domina gran parte de la novela (llevándonos a las pampas para recordar las tradiciones anarquistas y gauchescas), este paradigma es también reducido a sus mínimos componentes. El pasado aparece fragmentado, se presenta como una serie de diminutas historias incompletas sin ningún propósito comprensivo excepto el de recordarnos el horror. Al mismo tiempo, ningún personaje logra capturar una comprensión total de la historia.
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Como si al abandonar una investigación sobre los orígenes narrables del desarrollo humano Piglia proveyera, a través de los detalles, otra visión sobre la evolución social, la metonimia y la vaga interconexión entre las ideas se ofrecen como alternativas para el debate histórico. Como Junior, el hijo de un extranjero, quien va tras la búsqueda del significado, también nosotros vagamos como forasteros confundidos por lo que vemos. Así, de nuestros esfuerzos como lectores dependerá el montaje del significado de la novela. En la misma línea del cuento de Borges El jardín de senderos que se bifurcan, descubrimos que el laberinto y la novela son uno y lo mismo; aprendemos que una sucesión de historias minúsculas define cualquier historia nacional de la misma manera que ésta define la forma y la estructura de una novela. No es casualidad, entonces, que Junior, descendiente de exploradores ingleses que alcanzaron las costas argentinas en el siglo XIX, inicie este interrogante. Este personaje pasa su vida como un viajero nómade, viviendo en hoteles de segunda categoría, sin lograr ninguna distinción ni privilegio. Junior, un extranjero más en un país donde “todos” sufren la condición de extranjería, oye hablar de un hombre que carece de palabras para nombrar el horror. Dicha imagen habrá de perseguirlo mientras investiga la historia de la máquina narrativa. Esta es la motivación primaria que obliga a Junior a hacer conexiones entre imágenes dispares y episodios, a equilibrar el lenguaje y el sentimiento, a unir el pasado y el presente. Así, Junior aprende cómo traducir entre dos esferas de la experiencia que presumiblemente
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se reflejan la una en la otra, a pesar de la distancia extraña que media entre ellas. Sin embargo, su “omniabarcadora” tarea colapsa. Al tratar de impedir que la memoria de la máquina sea desactivada por el estado, comienza a perder la posibilidad de la recuperación del significado y a abandonar también su identidad.
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Esta enajenación es una marca de Junior, pero también es parte de la estructura narrativa, de la trama y de nuestra propia condición como lectores. En esta novela no sólo nos enfrentamos a la pregunta principal de Respiración artificial, “¿Hay una historia?”, sino, lo que es más importante, al interrogante sobre la naturaleza de la invención en un ambiente dominado por los rasgos de la reproducción y la copia, y por un grupo de signos mecánicos que nunca conducen a comunicar el arco total de nuestra experiencia con la historia. Al respecto, aún el nombre de Junior indica su rol como una repetición empobrecida de un modelo anterior. Junior, al asumir el nombre de su padre, se transforma en un miembro secundario en su línea de descendencia familiar. En dicho proceso, él experimenta de modo incidental ambos legados: el de las tradiciones inglesas y el de la historia argentina. Desde el comienzo, entonces, lo doble prevalece en la narrativa de Piglia para que Junior y otros personajes se mantengan distantes de la experiencia directa de los acontecimientos. La autenticidad es puesta en tela de juicio. Esta duplicación articula la memoria del pasado. El conjunto de los personajes se ven enfrentados a un sentido de distancia y extrañeza, quedándose con ficciones de la experiencia cotidiana, ficciones suministradas por el estado, ficciones de prácticas opositoras que puedan resistir al poder de vigilancia. Al final de esta línea de réplicas se encuentra una historia fragmentada que, según postula uno de los personajes, es una simple reproducción del orden del mundo dentro del realismo de las palabras. De este modo, la solución se halla en un anhelo por el diálogo y la conversación. A lo largo de La ciudad ausente, los personajes van en busca de una comunidad momentánea para hacer legible la otredad dentro del ámbito de la vida cotidiana. Esto se mantiene a pesar del viaje nómade y del orden fragmentado de las historias. El nomadismo se va dibujando a través de las ficciones cambiantes, en los pequeños relatos que se encuentran constantemente transformados mientras se trasladan
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de un oyente a otro. Esto es obvio no solamente en la primera historia – en la que se transforma al William Wilson de Poe en una figura llamada Stephen Stevensen –, sino también en la fiesta movediza de relatos que domina la novela. La transformación es continua y, según creo, motivada. Por ejemplo, en una historia ubicada en el campo (la primera historia escuchada por Junior), los trabajadores anarquistas tratan de rescatar una vaca atrapada en una zanja que está llena de restos humanos; frente a la contemplación del horror sienten una profunda pérdida y dolor. En una segunda historia contada en el siguiente capítulo, un hombre llamado Burgos rescata a un ternero casi ahogado; sus compañeros se mofan del episodio y matan luego al animal para comérselo. Aunque el rescate del animal es común a ambos relatos, la risa malvada en el segundo contrasta con la profundidad del agudo pesar expresado en el primero. Lentamente, los distintos relatos exponen el espectro de sentimientos que provoca el horror y, a su vez, muestran que la empatía marca una diferencia notable. En Mil mesetas Deleuze y Guattari se refieren a la máquina estatal que hipercodifica y compartimentaliza, a las estructuras binarias que organizan el pensamiento hasta el punto de tornarlo rígido. Contra este aparato definido por el estado, notablemente presente en la Argentina, Piglia – tal vez como Deleuze y Guattari – suministra otro instrumento, impulsado por la imitación y la invención. Al respecto, escriben los autores de Mil mesetas: “La imitación es la propagación de un flujo; la oposición es binarización, el establecimiento de una binaridad de los flujos; la invención es una conjugación o una conexión de diversos flujos” (1988, p. 223). A partir de esta clase de invención, las múltiples “máquinas deseantes” emergen para establecer la posibilidad del diálogo y la redención comunal a través del arte. Y, en la medida en que la máquina de Piglia traduce siempre de un lenguaje a otro, nos recuerda el estado fluido de la transmisión oral, trae a la memoria el efecto transformador del relato de historias como un arte que, según Benjamin escribiera, sostiene siempre un pacto entre los oyentes y ofrece resistencia al estado. En la novela de Piglia, la invención oral también facilita una comunicación que elude las demandas del mercado. El relato de historias en esta instancia es empujado fuera del estado a través de la maquinaria de la traducción.
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Piglia, sin duda uno de nuestros mayores pensadores, ha planteado de manera provocativa cuestiones referidas a la traducción, una pasión argentina que, según el crítico, fue un intento por ingresar en la modernidad. En 1986, mientras reflexionaba sobre las tradiciones escriturarias de Borges y Gombrowicz, Piglia identificó lo que consideró como la principal problemática de las letras argentinas: “¿Cómo llegar a ser universal en este suburbio del mundo?” (PIGLIA, 1986, p. 81). Las literaturas marginales tienen su propia posibilidad de irreverencia basada en la deformación de los textos originales. En esto yace su capacidad de transformar el arte desde la periferia, una forma de instalar un paradigma diferente para la lectura, que logra eludir las demandas de la globalización tal como se las proponen desde un centro metropolitano. La traducción, más que desestabilizar, como Borges nos podría haber dicho, alienta diversas relaciones con el mundo, e incluso, una relación diferente de los sujetos con la experiencia. Esto también lleva a hacer consideraciones más allá de los parámetros de lo nacional y a conjugar nuevos flujos de significado. Como el mismo Piglia ha postulado en muchas ocasiones, una literatura nacional es más que la suma de su producción textual local, ya que al incluir los ejercicios de traducción, permite que se inserten los textos extranjeros dentro de la tradición local de lecturas. Sin embargo, y a pesar de la centralidad de la práctica de la traducción, este rasgo no constituye un remedio mágico para resolver las crisis de significado. Más bien, la traducción nos empuja a centrarnos en los problemas de la diferencia irresoluble y nos obliga a considerar a los relatos y al lenguaje en una oscilación permanente. Como consecuencia, la literatura nacional también se encuentra en un continuo movimiento. Tejaswini Niranjana ha escrito que la traducción en el contexto colonial produce su propia economía conceptual. Pero, desafortunadamente, sólo considera a la traducción como una forma de producir “estrategias de contención” (NIRANJANA, 1992, p. 3). Piglia, en numerosos textos críticos y en La ciudad ausente, revierte esta problemática demostrando que la traducción abre espacios para un significado inédito, y así crea una ambigüedad en la identidad, el estilo y la historia. En las primeras páginas de la novela propone: “Contar con palabras perdidas, la historia de todos, narrar en una lengua extranjera”
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(p. 17). Dicho proceso permite la construcción de un significado enmascarado, un frágil descentramiento del conocimiento. A través de la duplicidad del recurso de la traducción, a través de su disrupción y la suplementariedad del significado, se traspasan los límites nacionales y se ponen en cuestión los actos de censura del estado.
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En “La isla”, la penúltima sección de la novela, las lenguas fluyen, una tras otra, desvinculándose de sus ataduras a la nación. El hogar, entonces, es definido en relación con el lenguaje hablado. Aquí, Bob Mulligan (¿un posible primo del Buck Mulligan del Ulises de Joyce?) recibe elogios por su especial don del conocimiento simultáneo de dos lenguas, pero al final, esta capacidad lo conduce a un exceso de conocimiento. De este modo, Mulligan se retrae al silencio. Como Bartleby, el personaje de Melville, el escriba que invierte su habilidad como copista para emitir una voz de rechazo, para decir, cuando se le pide que colabore con la autoridad: “Preferiría no hacerlo”, el personaje de Piglia reclama múltiples formas de hablar a fin de dislocar el poder. Pero las lenguas yuxtapuestas producen también pesadillas inesperadas que el personaje preferiría no ver. Para resolver la crisis de la presencia de infinitas lenguas elige un único significado que se definirá, entonces, a partir de su uso particular. Los extranjeros que habitan la novela de Piglia se concentran, a menudo, en la proliferación de textos que producen los ejercicios de traducción. Así, La ciudad ausente subraya la creación de formas nuevas y menores de la identidad, pero sin un carácter heroico o celebratorio (como generalmente sucede en las ficciones narrativas). Más bien, la mediación y el proceso de la creación valen más que la originalidad. A partir de esta experiencia, aprendemos que todos los extranjeros de la novela – como la mayoría de los argentinos – están dedicados al proceso de traducción, tratando de interpretar sus historias extranjeras y nacionales a través de la máquina de la memoria. El extranjero – un tropo en los textos del alto modernismo, especialmente en las obras de Joyce y Kafka, que influyen en las de Piglia – está presente en La ciudad ausente para enfatizar esta doble visión, para permitir la recombinación y permutación de formas que influenciarán las narraciones.
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La relación entre el original y su copia, entre el texto fuente y su traducción, yace en el corazón de la era de los medios masivos de comunicación y es central al proceso de la novela. Por un lado, esta relación evoca una conexión entre padres e hijos (un motivo que domina La ciudad ausente y que se encuentra también en Joyce). Por otro lado, nos conduce a lo que Piglia llama un “delirio de simulación” (PIGLIA, 1992, p. 15), la duplicidad alucinatoria que dirige la acción y los pensamientos bajo el estandarte posmoderno. Los acontecimientos de la novela no sólo son así configurados a través de la Máquina principal, sino también a través de diferentes máquinas copiadoras: casetes, radios, televisores, mapas de la ciudad y espejos –incluso tatuajes – que reproducen en miniatura los episodios más amplios de la vida y de los sentimientos. Paradójicamente, aunque se espera que estos artificios de realidad virtual provean un remedio al aislamiento y la soledad de la época neoliberal (a través de ellos, el personaje conocido como Macedonio espera anular la muerte), de manera colateral cuestionan la validez del reclamo por una “vida auténtica”. No es sorprendente, pues, que otras formas de alteración de la realidad entren también en la novela a fin de reflexionar sobre esta cuestión: las drogas, el alcohol, las alucinaciones, todas ellas acompañadas por la locura, ayudan a los personajes a recuperar un lenguaje perdido y les proveen sustitutos de la experiencia, de la que carecen o han perdido en el mundo contemporáneo. Sus adicciones nos hacen recordar la pérdida del poder individual, el debilitamiento del autocontrol sobre la mente, el cuerpo y la historia personal. Como resultado, nos ofrecen un paisaje de figuras marginales y excéntricas que definen la realidad a través de métodos alternativos y un cuestionamiento a las ficciones del estado. Ellos nos recuerdan también, en un mundo plenamente narcotizado, que todos somos adictos a la ficción. Existen muchos modos de leer estas duplicaciones. En un sistema de cruzamientos y copias estamos invitados a especular sobre la paranoia del estado y su intento por controlar o borrar las historias de los ciudadanos comunes. Al mismo tiempo, la modalidad paranoica suscita una sospecha general que lleva a los personajes a dudar de la presencia de cualquier verdad individual. Ellos aprenden a leer entre líneas. En un mundo donde cada uno habla en código, donde el doble sentido es una práctica común, donde las lenguas paralelas florecen, reina la sospecha; y esto también caracteriza a la Argentina posterior
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a la dictadura militar. El estilo de Piglia coincide con un aspecto de la cultura posmodernista internacional que se despliega desde la película de Ridley Scott, Blade Runner, hasta las novelas de Don De Lillo. Este último, como anticipando a Piglia, dice: “Esta es la época de la conspiración, la conexión, los enlaces, las relaciones secretas” (DE LILLO, 1978, p. 111). Piglia diría, como posible respuesta, que para entendernos con el secreto necesitamos convertirnos en mejores lectores.
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El texto de Piglia no es un intento de falsificar la realidad, como algunos críticos han postulado; más bien, el estilo posmoderno de la paranoia en la narrativa propone una doble visión sobre lo real. A través de una mirada estrábica (Piglia se refirió al estrabismo como condición de los intelectuales argentinos que los hizo focalizar simultáneamente Europa y América (1994)), La ciudad ausente plantea cuestiones sobre la representación en un mundo en que los personajes rechazan una única perspectiva a fin de contemplar sus vidas. Esta clase de actividad es una manera de sobrepasar la idea de la literatura como una alegoría nacional resistiendo cualquier intento por homogeneizar la cultura local. Al mismo tiempo, nos invita a observar cómo la “diferencia” puede ser analizada de una manera más productiva, facilitada por una cadena infinita de significantes provistos por el lenguaje. Este punto de vista da lugar a variaciones sobre los temas del exilio, el aislamiento y la pérdida. Macedonio Fernández y James Joyce son aquí las principales figuras de inspiración. Cada uno de estos escritores provee un paradigma para la escritura modernista y las tradiciones de las “pérdidas funerarias” iniciadas por la muerte o la locura (Macedonio sufre la pérdida de Elena, Joyce lamenta la locura de su hija Lucía), que a pesar de la proliferación de palabras, terminan en un lamento ante la falta de diálogo. También es relevante el hecho de que Piglia evoque a estos escritores para celebrar las prácticas disruptivas de la literatura y el rol vanguardista del artista en relación con el estado. Por su rechazo a publicar una “obra completa” o un libro, Macedonio desafía el carácter de mercancía impuesto por el mercado, que reduciría y entonces limitaría las posibilidades del arte. Aquí, Macedonio es el maestro reconocido del texto fragmentado. Al no creer en el concepto de personaje rechaza las categorías fijas sobre el ser y, en consecuencia,
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los caminos que conducen a la acción. Museo de la novela de la Eterna se estructura por medio de imágenes espejadas o réplicas sin ningún original. Las mismas constituyen estrategias a través de las cuales Macedonio rechaza localizar identidades individuales o dar un orden a la trama narrativa. El insomnio que le provoca Elena Obieta corre paralelo a su obsesión por la identidad perdida, por velar ese motivo que no puede sobrevivir el pasaje a la historia o el ejercicio de la representación. Piglia utiliza esta constelación de materiales para lamentar la pérdida de la conversación en el presente; práctica que es pulverizada por el olvido, la política o el mercado de consumo masivo.
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Finnegans Wake (1939) anticipa, también, estas ansiedades. No se puede comparar Dublín con Buenos Aires (un tema lo suficientemente rico en sí mismo), pero la presencia de Joyce en La ciudad ausente plantea una serie de temas sobre la interacción entre los textos nacionales y extranjeros, y la relación entre la tradición y la vanguardia en torno a las preguntas sobre la representación. La obra maestra de Joyce, modelada en gran parte sobre el Libro Egipcio de la Muerte, puede ser conectada, por supuesto, con un metafórico Libro Argentino de la Muerte encontrado en el museo de la novela de Piglia; un espacio en el cual se mantiene la vigilia por los desaparecidos, tanto de la historia como de la literatura. Joyce, como Piglia o Macedonio, buscó identificar una fuente original de significado y trazar sus múltiples reproducciones que desembocan en un flujo infinito del discurso y en un desmembramiento constante del texto. Y como Piglia, Joyce se abocó a exploraciones subterráneas del significado y la memoria vista desde la perspectiva de una comunidad exiliada que se encuentra perdida en su propia patria. Vale la pena colocar estos dos textos en una misma línea conceptual en la medida en que comparten un vocabulario cultural que da indicios para la representación de la historia y de un mundo perdido. A Joyce le interesaba el “Hole affair”3 (1939, p. 535): cómo representar la memoria y sus lapsus, cómo reconciliar la vida y los sueños y completar los espacios en blanco de la mente, cómo entender – y superar – la raíz etimológica común que enlaza a las palabras “amnesia” y “hombre” (man)4. Anticipando, 3 Joyce juega con la homofonía entre “whole” (completo, todo) y “hole” (vacío, agujero). Sustituye la frase original en inglés “Whole affair” (el asunto completo) por la de “Hole affair” (el asunto vacío). 4 John Bishop (1986, p. 61) observa la raíz protoeuropea que enlaza estos términos en el Finnegans Wake.
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tal vez, el trabajo de Grete Muller, quien espera descifrar los “nudos blancos” en La ciudad ausente, los personajes del Wake de Joyce se dedican a revelar los lazos entre la memoria y la experiencia con el propósito de despertar de la amnesia. Por esta razón, Joyce encontró inspiración en la Scienza Nuova de Vico, libro en el que se busca un lenguaje para explicar las historias de las razas y las interconexiones entre ellas. De forma similar, Piglia investigó las posibilidades de definir una comunidad a través de una historia social interna; aquí, el lenguaje es la clave para esta interconexión y un modo de proporcionar continuidad y recuerdos5.
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Piglia, como Joyce, estudió la relación entre las palabras y los objetos y enfatizó, especialmente, su transformación a través de los actos de traducción, ya sea en la relación entre padres e hijos o en el movimiento de una lengua a otra. En dicho proceso, las diferencias proliferan constantemente, y las identidades se confunden. Uno de los capítulos del Wake se titula “Quién es quién cuando cada uno es alguien más”. Su mensaje podría servir también como una señal para leer a Piglia, cuyo libro nos enfrenta con personajes inestables, con simulaciones y copias provisorias, con traducciones perdidas guardadas en museos secretos y con las voces de figuras inciertas que se reflejan y se cruzan unas con otras. Resulta de sumo interés el que Joyce reconociera a las Las mil y una noches, en la traducción de Richard Burton, como una inspiración para el Wake. Piglia también evoca este texto clásico a través de una referencia a Scherezada. Sin embargo, esta fuente árabe nos permite pensar en el arte de la transformación y en los usos de la máquina de traducir para posponer nuestro encuentro con el destino. Joyce entendió de una manera abarcadora el poder ejercido por la cultura metropolitana sobre la periferia. También consideró importante el amplio intercambio entre las culturas periféricas que permitió la reformulación del conocimiento. En el Ulises, Murphy lleva consigo una postal de Sudamérica y, en torno a ella, inventa una historia de aventuras para complacer a sus compañeros de tragos. Su 5 Al respecto, resulta extraño que un libro que asigna tanta atención a la lengua, a la construcción de la memoria y al olvido, se pueble de animales. Vacas, pájaros y gatos se deslizan adentro y afuera de la novela, recordándonos una realidad a la que la dictadura militar ha vaciado de vidas humanas.
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fábula abre un camino para reconstruir el encuentro local y global, una senda para escapar de la economía dirigida del mercado que entiende a la globalización como un comercio de objetos y de cuerpos sin alma. Piglia presenta una historia actualizada defendiendo una visión desde el sur, como si dijera que América Latina no es, únicamente, un repositorio del “detritus” del primer mundo, sino un sitio activo para la reinvención de las formas literarias y discursivas. Introduce así – y de forma decisiva –, conceptos sobre el quehacer narrativo como gesto de resistencia.
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¿Dónde está el texto auténtico? ¿Puede cualquier idea existir previamente al momento de la escritura? ¿Podemos volver a los clásicos de la alta vanguardia y utilizar las mismas formas de expresión para narrar una experiencia distinta? Al respecto, no es sorprendente que Piglia fije su atención en Macedonio y Joyce. Así como en la revista Fierro se centró en los clásicos de la literatura argentina a fin de perturbar el orden de las culturas alta y popular y explorar las múltiples lenguas de la escritura nacional, en La ciudad ausente se refiere a los modelos subsistentes de esferas diferentes de la experiencia literaria con la esperanza de encontrar circuitos de sentido alternativos, no controlados por la coerción de la dictadura ni por la escasez de las prácticas neoliberales. El hilo literario que conecta las sensibilidades por encima de las culturas nacionales y los tiempos, también obliga a otra pregunta. La crítica cultural argentina Leonor Calvera, al referirse al clima político provocado por la economía de mercado, observó: “La quiebra en la unión de los distintos tiempos y lugares, con la consiguiente abolición de la facultad evocadora, ha sido una de las principales características del terrorismo de los grupos de dominación, especialmente del estado” (CALVERA, 1992, p. 6). Al respecto, las articulaciones entre la primera vanguardia y la práctica literaria contemporánea – a través de la evocación de Macedonio y Joyce en la novela de Piglia – se puede leer como gesto contra las disyunciones temporales impuestas por el estado. Piglia trastoca los campos dados de conocimiento y abre las puertas para una reconstrucción del lenguaje y de la historia. La locura, los sueños y las invenciones inacabadas extienden el espacio narrativo. Cada historia contiene una hebra de un relato anterior y está en proceso constante de reformulación. Estas historias, al ser expresadas
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por figuras ilegítimas y marcadas como fragmentos de relatos más extensos, no poseen un valor de mercado, no constituyen en sí mismas una amenaza. De este modo, Piglia invierte el precio de venta asignado a las historias y leyendas, y proporciona otro motivo para la creación vinculado con la pasión intelectual.
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En este sentido, La ciudad ausente muestra que los sueños de los inventores (Richter, Russo, Erdosain) son más importantes que las invenciones mismas. No es relevante, por ejemplo, que la construcción del pájaro mecánico nunca se lleve a cabo; los sueños y los planes de su diseñador contienen una verdad propia. Piglia exalta la naturaleza de la experiencia sobre cualquier producto terminado, privilegia las ideas sobre la muestra de mercancías y elude cualquier interpretación fija de imágenes que pudieran estar disponibles para el mercado de compra y venta. Sin embargo, también asocia la ficción virtual producida por la máquina hacedora de novelas con la realidad virtual creada por el estado. Es decir, la experiencia de la realidad literaria responde a la literalidad de los procesos políticos formales. Es así como surge una variedad de preguntas sobre la experiencia y su escritura. Si la realidad del estado se muestra como una acumulación de efectos (PIGLIA, 1992, p. 91) – un fenómeno posmoderno en el que la imagen importa más que la verdad –, Piglia muestra la necesidad de los individuos para intervenir en un proceso diferente y cultivar la dispersión, para inventar un nuevo “topos” para el diálogo cuando el estado pierde visibilidad. Sergio Chefjec, Juan Carlos Martín, Alan Pauls y Juan José Saer han indagado sobre el desvanecimiento de la cultura y la crisis del estado. Pero Piglia insiste en la estética de la comunidad para continuar con la práctica narrativa. En última instancia, entonces, su proyecto es sobre el conocimiento. Exhorta a sus lectores a repensar diferentes versiones sobre la literatura, la historia y la experiencia bajo el régimen neoliberal. No sorprende entonces que Emil Russo (¿una nueva versión de J.J. Rousseau, autor del Emile?)6, que sigue la inspiración de Macedonio, cree una mujermáquina para generar una serie de narrativas olvidadas. Tampoco 6 Habría que recordar que Rousseau comienza su texto Emile de la siguiente manera: “Empecé desordenadamente esta colección infinita de ideas y observaciones para complacer a la buena madre que sabe pensar”. Los cuentos fragmentados de La ciudad ausente son un homenaje a la mujer-máquina y, por supuesto de manera irónica, responden a esta frase de Rousseau.
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sorprende saber que Richter construya los pájaros mecánicos, o que el académico húngaro, que no puede hablar español, traduzca el Martín Fierro. Todas estas figuras elaboran estrategias para contar historias en un tiempo en que la nación supuestamente ha cerrado sus puertas a la creación. Sus invenciones están basadas en diferentes expresiones de la voz, en afirmaciones diferentes del sonido y la representación; tales invenciones son creaciones sobre la lengua. Hacia el final de La ciudad ausente Piglia afirma que la ciudad es siempre un concepto lingüístico (1992, p. 128). Pero también nos recuerda que cualquier concepto lingüístico surge a partir de un pacto entre hablantes y oyentes. La invención se extiende más allá de la experiencia comunal a fin de compensar el olvido en el seno de la polis.
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Para concluir quiero comparar dos textos. En Respiración artificial Tardewski aparece descrito como un hombre “hecho de citas”. La doble alusión es clara: él es un hombre cuya identidad se conforma en un mundo donde se entretejen las citas, pero también es un hombre disponible para el encuentro – para las citas – una promesa para el intercambio comunal. El comentario con el que concluye Enrique Ossorio – que ha escrito recordando a Alberdi –, confirma este deseo doblemente buscado: “Él sabrá ocuparse de lo que quede de mí, pues soy como si fuera su hermano” (PIGLIA, 1980, p. 276). En tiempos difíciles, la hermandad alivia la soledad del hombre. Podemos contrastar esta frase con la conclusión de La ciudad ausente en la que escuchamos la voz solitaria de una mujer hecha con la tecnología propia del grabador: “Nadie viene, pero voy a seguir […] voy a seguir, hasta el borde al agua, sí”. Dicho enunciado remite, a su vez, a la afirmación final del personaje femenino de Joyce, Molly Bloom, en su enfático, conclusivo “yes”, a Ana Livia Plurabelle que lleva sustento desde el río Liffey, y también a Lucía, la hija de Joyce, afectada por la locura. Las voces femeninas de Piglia se mueven hacia adelante, impulsadas por las necesidades que tiene el inventor masculino para desarrollar sus proyectos creativos y de comunidad. Esta voz de mujer es una compañera deseada, necesitada por el hombre para resistir el control, para contrarrestar su soledad y la pérdida del arte. En última instancia, lo que ella hace no es tanto reflejar sus propios deseos, sino más bien servir como un tropo para el artista que va en búsqueda del diálogo y la invención. Se ha dicho que en el universo posmoderno el mundo del trabajo se ha feminizado; ello señala una pérdida del poder
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masculino y la degradación de su trabajo. Sin embargo, de manera inversa, lo femenino ocupa un espacio de resistencia en el mundo del arte, suministrando un lugar en donde toda la comunidad podría reunirse y oponerse al estado masculino. No estoy proponiendo una lectura feminista de la novela de Piglia, sino sugiriendo, simplemente, que la presencia femenina pone sobre aviso a los lectores respecto de otras posibilidades para la conversación. De manera contraria al estado masculino regimentado que restringe el flujo de la diferencia e insensibiliza la imaginación de los sujetos marginados que podrían hablar con voces disidentes, Piglia hace uso de la intervención femenina (¿el devenir femme de Deleuze?) para proponer un proyecto alternativo. La máquina, la memoria, la intermediaria, una compañera para el artista y el inventor; la mujer ocupa el lugar de lo estético y constituye un puente para la imaginación y el diálogo. En lugar de la musa que inspiró a los poetas de la antigüedad, lo femenino en La ciudad ausente está enlazado con un arte de la resistencia. A través de la feminización de la cultura – es decir, a través de la fuerza del arte – podemos reunir el coraje necesario para responder al orden neoliberal.
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REFERENCIAS BIBLIOGRÁFICAS BISHOP, John. Joyce’s book of the Dark, Finnegans Wake. Madison, Wisconsin: University of Wisconsin Press, 1986. CALVERA, Leonor. “La cosmovisión feminista”. Feminaria, 5, 8, 1992, pp. 6-8. DE LILLO, Don. Running Dog. Nueva York: Knopf, 1978. DELEUZE, Gilles; GUATTARI, Felix. Mil mesetas. Capitalismo y esquizofrenia. Valencia: Pre-textos, 1988. FERNÁNDEZ, Macedonio. Museo de la novela de la Eterna. Prólogo Ana Camblong, Adolfo de Obieta. Madrid: Archivos - FCE, 1993. JOYCE, James. Finnegans Wake. Londres: Faber and Faber, 1939. ______. Ulysses. Ed. H. W. Gabler. Nueva York: Garland, 1986.
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MASIELLO, Francine (comps.). Sarmiento, Author of a Nation. Berkeley: University of California Press, 1994. NIRANJANA, Tejaswini. Siting Translation: History, Poststructuralism, and the Colonial Context. Berkeley: University of California Press, 1992. PIGLIA, Ricardo. Respiración artificial. Buenos Aires: Pomaire, 1980. ______. “¿Existe la novela argentina?”. Crítica y ficción. Rosario: Universidad Nacional del Litoral, 1986. ______. La ciudad ausente. Buenos Aires: Sudamericana, 1992. ______. “Sarmiento the writer”. HALPERIN-DONGHI, Tulio; KIRKPATRICK, Gwen; SARLO, Beatriz. Escenas de la vida posmoderna. Buenos Aires: Ariel, 1994.
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Piglia y el Unabomber: literatura y política en El camino de Ida 1
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Daniel Balderston2 University of Pittsburgh
Ricardo Piglia siempre ha sido un escritor para quien la política, y la historia política, importan mucho. No en vano, la famosa dedicatoria de Respiración artificial, de 1980, reza: “A Elías y a Rubén, que me ayudaron a conocer la verdad de la historia”, dedicatoria a dos dirigentes de Vanguardia Comunista, una agrupación maoísta (de línea albanesa, aunque eso suene extravagante a estas alturas) que 1 Publicado en La Biblioteca, nº 15, pp. 308-317. 2 Doctor en Literatura Comparada, Princeton University.
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fueron detenidos-desaparecidos por el gobierno militar (Elías Semán3 y Rubén Kristkausky, quienes según el testimonio de Beatriz Sarlo, participaron en los comienzos de la revista Punto de Vista). A la vez, Piglia es un escritor que ha mantenido mucha independencia de la política partidaria de su país, y esa independencia ha sido motivo de una discordia pública en los últimos días cuando desistió de formar parte de la delegación argentina en el Salón del Libro en París. El director del Salón, Bertrand Morisset, declaró que “[s]i el señor Piglia quiere criticar a los Kirchner, que venga a París y lo haga”, declaración que motivó una respuesta ácida de Piglia que dice en parte: Me parece que Monsieur Morisset se ha tomado en serio la idea de que la literatura argentina se divide en K o anti K, y no sabe que la mayoría de nosotros -viajen o no a París- pensamos en nuestra literatura actual de otra manera y con otros criterios. No se me ocurriría preguntarle a Le Clézio por quién vota en las elecciones para juzgar luego sus posiciones o su obra. No me parece que las posiciones políticas hayan sido el criterio por el que se designó al grupo de escritores argentinos invitados…
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No me interesa entrar en la discusión de este debate reciente, y no tengo todos los elementos para comentarlo más a fondo, pero sí quisiera resaltar la importancia de la relación literatura-política en Piglia, a la vez que afirmaría que es una relación tensa, donde el escritor, incluso en la época de sus viajes a China y a Cuba en los sesenta, marcaba sus distancias con la idea del “compromiso” literario que era tan importante en la época. Su literatura reciente, y aquí voy a enfocarme en El camino de Ida (PIGLIA, 2013) pero también Blanco nocturno (PIGLIA, 2010), utiliza relatos políticos como núcleos en torno a los cuales se cuentan historias. Lo que quisiera hacer hoy es mostrar lo tensa que es esa relación, cómo la literatura de Piglia trabaja con la política sin que sea un modo de hacer política de otro modo, para parafrasear e invertir una famosa frase de Carl von Clausewitz. El camino de Ida narra las experiencias alucinantes de un profesor argentino en una universidad norteamericana (que se parece mucho a Princeton, donde Piglia enseñó de 2001 a 2011, aunque aquí se llame Taylor University). La nota que publicó Página 12 el 4 de 3 Véase un informe oficial sobre su desaparición: <http://unidadddhh.blogspot.com/2011/07/ elias-seman.html>. No encuentro noticias oficiales sobre la detención/desaparición de Kristkausky (o Kristcausky), tal vez porque las fuentes que he consultado varían en la ortografía de su apellido.
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agosto de 2013 sobre la novela lleva el título “La literatura nos permite discutir cuestiones políticas”, y así es: Piglia toma la historia de Ted Kaczynski, el llamado Unabomber, para armar una novela de intriga que tiene como meollo una serie de actos terroristas en contra de personas involucradas en investigación e industrias tecnológicas. Lo que me interesa comentar hoy es la mirada hacia Estados Unidos, tema importante para Piglia desde Respiración artificial y el largo relato “En otro país” de Prisión perpetua, (PIGLIA, 1988), pero nunca antes tan central en una novela suya. Y es interesante que el autor se haya decidido a enfocar lo que en el país se llama “domestic terrorism”: terrorismo “doméstico” o nacional, es decir, actos terroristas hechos por ciudadanos estadounidenses, y en este caso por un ciudadano de raíces europeas y con una educación de élite, en universidades de la misma categoría que aquella donde trabajó Piglia.
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En parte, El camino de Ida cuenta una historia de amor entre Emilio Renzi, profesor argentino, e Ida Brown, profesora de literatura comparada en una universidad de New Jersey que lleva el nombre de Taylor University y se describe como “elitista y exclusiva” ((PIGLIA, 2013, p. 13). Ida muere en un extraño accidente de auto, y gran parte de la novela es una investigación por parte de Renzi de los posibles motivos de su muerte, investigación que le hace descubrir vínculos inesperados entre ella y Thomas Munk, el nombre que lleva el Unabomber en la novela. (La historia de éste no se sigue al pie de la letra – por ejemplo se ejecuta a Munk al final de la novela, mientras Kaczynski sigue vivo en la prisión federal de Florence, Kentucky – pero hay muchos detalles de su historia que sí se toman de su manifiesto y de los escritos en torno a él, sobre todo del libro de Alston Chase Harvard and theUnabomber, de 2003.) La novela anterior de Piglia, Blanco nocturno, termina con un epílogo que dice: Muchas veces, en lugares distintos, a lo largo de los años, Emilio Renzi se había dejado llevar por el recuerdo de Luca Belladonna, y siempre lo recordaba como alguien que había tenido el coraje de estar a la altura de sus ilusiones. Podían pasar meses sin que pensara en él hasta que de pronto algún hecho fortuito le hacía volver a tenerlo presente y entonces retomaba el relato donde lo había dejado con nuevas precisiones y detalles frente a sus amigos en un bar de la ciudad, o a veces con alguna
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mujer, tomando unas copas en la noche, y siempre volvían vívidas las imágenes de Luca, su cara franca y enrojecida, sus ojos claros. Recordaba la fábrica cerrada, la construcción perdida y a Luca paseándose entre sus instrumentos y sus máquinas, siempre optimista, siempre dispuesto a tener esperanzas, sin imaginar que la realidad iba a golpearlo definitivamente a él, como a tantos otros, por un pequeño desvío de su conducta, como si lo castigara por un error, no por defecto de carácter sino por una falta de previsión, por una falla que no podría olvidar y que volvería como un remordimiento. Esa noche Renzi estaba conversando con unos amigos, después de cenar, en una galería abierta que daba al río, en una casa de fin de semana, en el Tigre, como si esa noche --siempre a pesar suyo, ironizando sobre ese estado natural-- sintiera que había vuelto atrás y que el delta era una parte todavía no comprendida de la realidad, como lo había sido ese pueblo de campo en el que había pasado algunas semanas, una suerte de momento arcaico en su vida de hombre de la ciudad, que no había podido comprender esa vuelta a la naturaleza aunque nunca dejara de imaginar un retiro drástico que lo llevaría a un lugar apartado y tranquilo donde pudiera dedicarse a lo que Emilio también --como Luca-- imaginaba que era su destino o su vocación. (PIGLIA, 2010, pp. 297-98)
La descripción sigue: la luz de una lámpara de querosén, la información que “[s]us amigos lo escuchaban en silencio” (p. 298), unas palabras últimas de Luca dichas o imaginadas por Renzi (“No, no, parecía decir, mientras retrocedía. No. Imposible” [p. 299]), una ambigua declaración final de Renzi: “Y eso fue todo… -dijo Renzi” (p. 299). Es fácil reconocer en este final el comienzo de Heart of Darkness de Conrad, con la voz de Marlow escuchándose en silencio en un barco en el Támesis, dudando de cómo narrar su “suerte de momento arcaico”, mientras sus compañeros escuchan fascinados en silencio. Desde que leí el final de Blanco nocturno hace cuatro años me ha estado dando vueltas en la cabeza la convicción de una relación entre cierta zona de Piglia y cierta zona de Conrad, a la vez que he sentido incertidumbre sobre el significado de esa relación: se asocia con la incertidumbre fundamental que ambos escritores ponen en boca de sus narradores (o focalizadores en el caso del Renzi de estas dos novelas), incertidumbre radical que contamina toda la historia y la de su recepción. Es intrigante saber, entonces, que Kaczynski también fue lector de Conrad, y que el “FC” de sus cartas y manifiestos es un homenaje al “FP” de los comunicados de Verloc en The Secret Agent (CHASE, 2003, pp. 61-63). (Ese detalle aparece en la novela, por ejemplo en 145, 158, 170). Es intrigante ver que una novela escrita (con rabia) en contra del terrorismo sea una
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clave secreta al universo del terrorista Ted Kaczynski. Más importante aún me parece la posibilidad de que Piglia esté escribiendo una versión del siglo XXI de la novela de Conrad de 1907 donde el escritor polaco expresa su rabia como “sujeto británico” imaginado o inventado en contra de los ataques anarquistas en Londres (como se expresaría cuatro años después en Under Western Eyes sobre Rusia en una novela que es una especie de continuación de The Secret Agent). The Secret Agent gira en torno a una bomba anarquista que se tira en el Observatorio de Greenwich: lugar que aún hoy es el centro del mundo cronométrico (seguimos hablando de Greenwich Mean Time) y que fue importante en la investigación sobre cómo medir la longitud (tan importante para la navegación)4. Conrad recuerda el origen de la idea de la novela como fruto de una conversación con Ford Madox Ford, en estas palabras:
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…we recalled the already old story of the attempt to blow up the Greenwich Observatory; a blood-stained inanity of so fatuous a kind that it was impossible to fathom its origin by any reasonable or even unreasonable process of thought. For perverse unreason has its own logical processes. But that outrage could not be laid hold of mentally in any sort of way, so that one remained faced by the fact of a man blown to bits for nothing even most remotely resembling an idea, anarchistic or other. As to the outer wall of the Observatory it did not show as much as the faintest crack. (“Author’s Note”, 1920)
La fascinación que sentía Kaczynski por esta novela de Conrad5 tiene que haber sido importante para Piglia, fascinado con lo que ha denominado en un ensayo importante (basado en una conferencia de 2001) “Teoría del complot”: […] el relato mismo de un complot forma parte del complot y tenemos así una relación concreta entre narración y amenaza. De hecho, podemos ver el complot como una ficción potencial, una intriga que se trama y circula y cuya realidad está siempre en duda. (PIGLIA, 2007, pp. 9-10)
4 Sobre eso, ver el apasionante libro de Dava Sobel, Longitude: The True Story of a Lone Genius who Solved the Greatest Scientific Problem of his Time (1995). 5 Sobre esto, además de las páginas de Chase ya citadas arriba, se puede consultar este artículo policial/literario: “English GradStudentPlays Detective in Unabomber Case” in <http:// magazine.byu.edu/?act=view&a=296>.
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Un párrafo más adelante en esta conferencia, Piglia recuerda al pensador alemán-norteamericano Leo Strauss (padre del pensamiento neoconservador, pero esa es otra historia) y dice que éste en Persecution and the Art of Writing concibe que el “leer entre líneas – como si siempre hubiera algo cifrado – es de por sí un acto político” (p. 11)6.
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Entonces tenemos una trama político-literaria compleja: Conrad como lector del anarquismo, Piglia como lector de Conrad, Kaczynski como lector de Conrad, Piglia como lector de Kaczynski. “Una ficción potencial”: la “potencia” del complot (una de las ideas centrales en la ensayística de Piglia) que se explora no en el terreno de las bombas y los cuerpos destrozados sino en el de las ideas. Ideas que – como dice Conrad en su nota de 1920 – son difíciles de comprender, de habitar. En el caso del manifiesto de Kaczynski, una escritura paranoica notable que expone una teoría erudita sobre la tecnología, la política y el capitalismo (y que ha tenido ecos posteriores en lectores como Anders Breivik en Noruega). Para mostrar algunos casos concretos de los usos que hace Piglia del manifiesto de Kaczynski, voy a citar varios trozos de la novela y ponerlos en contacto con sus originales7. En las páginas 15758, por ejemplo, Piglia cita el apartado 96 del manifiesto de Kaczynski (PIGLIA, 2007): Anyone who has a little money can have something printed, or can distribute it on the Internet or in some such way, but what he has to say will be swamped by the vast volume of material put out by the media, hence it will have no practical effect. To make an impression on society with words is therefore almost impossible for most individuals and small groups. Take us (FC)8 6 El ensayo de Strauss fue traducido en el primer número de la revista Sitio en diciembre de 1981, entonces gozó de un éxito inesperado entre intelectuales argentinos de izquierda a fines de la dictadura. Por esa cita lo mencioné en un ensayo de 1987 sobre Piglia y Gusman en Ficción y política, la colección de ensayos organizada por Beatriz Sarlo. Es raro pensar tantos años después que Strauss estaba pasando a ser un oráculo para el pensamiento neoconservador norteamericano en el mismo momento en que lo leían intelectuales argentinos de izquierda como alguien que les daba herramientas para hablar de su “cultura de catacumbas”, como la denominó Santiago Kovadloff en un conocido ensayo de 1982. 7 Los 232 párrafos del manifiesto se pueden encontrar en este sitio: <http://cyber.eserver.org/ unabom.txt>. 8 El seudónimo de Kaczinski, FC, parece significar “Freedom Club”. Véase Chase, pp. 61-63. Es interesante notar que ese seudónimo se relaciona al grupo secreto en The Secret Agent de Conrad.
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for example. If we had never done anything violent and had submitted the present writings to a publisher, they probably would not have been accepted. If they had been accepted and published, they probably would not have attracted many readers, because it’s more fun to watch the entertainment put out by the media than to read a sober essay. Even if these writings had had many readers, most of these readers would soon have forgotten what they had read as their minds were flooded by the mass of material to which the media expose them. In order to get our message before the public with some chance of making a lasting impression, we’ve had to kill people.
En la novela, Renzi dice: “Transcribo el párrafo 96 (“Libertad de prensa”) del Manifiesto. Después de un largo párrafo que traduce lo que acabo de citar en inglés, Nina comenta: “Es un párrafo aterrador. El terrorista como escritor moderno, la acción directa como pacto con la novela” (p. 158, y cfr. Kingwell, p. 175).
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La biblioteca de Kaczynski se discute en los estudios sobre él y esa discusión se incorpora en la novela. Piglia nota, por ejemplo, que el libro de Torcuato di Tella, Argentina, sociedad de masas, publicado por Eudeba en 1965, se encontraba en la cabaña en Montana (p. 194). Otro detalle interesante de la biografía de Kaczynski que retoma Piglia brevemente en la novela (p. 199): uno de sus autores favoritos fue Horacio Quiroga, y entre las obras de este autor (que leía en español) su favorita fue el cuento “Juan Darién” (CHASE. 2003, pp. 56 y 89). Comenta Chase “The printed Word was his universe” (p. 41); esta afirmación se cita textualmente, y en el inglés original, en la página 234 de la novela9. La relación específica con Conrad se discute en las páginas 223 a 235, donde aparece incluso una imagen facsimilar de una copia de la novela de Conrad subrayada por Ida Brown (p. 228), con una intrincada discusión de su sistema de anotación. El capítulo termina con la evidencia de David Horn, “profesor de literatura en Harvard especialista en literatura forense” que declara que Kaczynski hacía “evident use of fiction to help him make sense of his life” (p. 234). Esto 9 A la vez, Piglia toma muchas libertadas en sus descripciones del manifiesto de Kaczynski. Dice, por ejemplo, quese cita en el manifiesto a Lewis Mumford (161) pero no es así: me parece muy probable que Kaczynski haya leído a Mumford, importante crítico de ciertos procesos de la modernidad, pero su nombre no aparece explícitamente en el manifiesto.
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viene del libro de Chase, donde leemos que “Donald Foster, professor of English literature at Vassar and specialist in literary forensics […] would later put it […] that Kaczynski relied on his ‘literary pursuits’ and ‘his evident use of fiction to help him make sense of his unhappy life’” (p. 41). La relación con Conrad atraviesa toda la novela, por el hecho de que Ida Brown lo haya estudiado y que Renzi esté enseñando un curso sobre Hudson, pero hay una sección entera de la novela, la tercera, que se llama “En nombre de Conrad”, y trata justamente de la historia de Munk/Kaczynski. (En la novela, es “hijo de una acomodada familia de inmigrantes polacos” [p. 179]; en la realidad sus padres eran inmigrantes pobres).
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Otras conexiones, para redondear el complot: en la novela Renzi espera escribir algo sobre la historia de W. H. Hudson en la Argentina. Esto se conecta con Conrad en Londres, ya que Hudson y Conrad fueron amigos íntimos durante muchos años, y compartían una visión extranjera de la cultura inglesa. Dice Renzi que Ida Brown, su amante (que será el nexo con el Unabomber y tal vez una de sus víctimas), “estaba trabajando sobre las relaciones de Conrad con Hudson, me dijo” (p. 20). Sigue: Edward Gardner, el editor que había descubierto a Conrad, también había publicado los libros de Hudson. De ese modo los dos escritores se habían conocido y se habían hecho amigos; eran los mejores prosistas ingleses de finales del siglo XIX y los dos habían nacido en países exóticos y lejanos. Ida estaba interesada en la tradición de los que se oponían al capitalismo desde una posición arcaica y preindustrial. Los populistas rusos, la beat generation, los hippies y ahora los ecologistas habían retomado el mito de la vida natural y la comuna campesina. (p. 20)
Hay muchas referencias en la novela al común interés de Hudson y Conrad en el mundo natural, aunque Renzi observa traviesamente que el mundo natural para el polaco es “una naturaleza sin animales (Conrad)” (p. 45). Se dice que “Hudson es de la estirpe de Conrad” (p. 38), se insiste en la importancia del tema de la utopía en su obra (p. 70), se recuerda una bella anécdota contada por Hudson sobre sus recuerdos de la Argentina, sobre unos caballos (pp. 124-25), y se pone a Hudson en una línea de escritores que incluyen unos nombres tal vez inesperados:
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Como Kipling y también como Doris Lessing o V. S. Naipaul, Hudson había nacido en un territorio que se convirtió en el centro lejano de su literatura. Eran narradores que integraban en sus obras la experiencia del mundo no europeo y a menudo precapitalista ante el cual sus personajes (y sus narradores) son confrontados y puestos a prueba. Hudson celebraba con excelente prosa elegíaca ese mundo pastoril y violento porque lo veía como una opción frente a la Inglaterra desgarrada por las tensiones provocadas por la revolución industrial. (pp. 36-37)
La relación de Conrad a esa “estirpe” es oblicua, ya que nació en Ucrania de padres polacos y se crió en una Mitteleuropa industrializada, pero el mundo natural sí se representa en parte de su literatura, aunque sea una “naturaleza sin animales”, cuando reserva las notas más altas de su prosa lírica para las descripciones del mar.
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La lejanía, la relación periférica al centro, la nostalgia por un mundo preindustrial: estas facetas de los escritores mencionados son importantes para la novela de Piglia, y creo que es por eso que se centra en la figura tan contradictoria y excéntrica de Kaczynski, ex profesor de matemáticas, gran lector, sofisticado inventor de aparatos técnicos, y autor de un extraordinario manifiesto en contra del mundo tecnológico. Renzi, Ida Brown, y la vecina rusa Nina comparten una fascinación por cierta literatura de principios del siglo XX que está en disonancia con el nuevo mundo emergente, industrializado y globalizado; Kaczynski, de la generación de los hippies y de las primeras protestas ecológicas, construye una crítica del mundo actual basado sin duda en sus lecturas de escritores (no sólo de Conrad) de esa época y del siglo XIX. Ahora, regresando a Conrad, es interesante que la relación específica con una obra suya sea con The Secret Agent (y no, como intuyo en el caso de Blanco nocturno, con Heart of Darkness, o como hubiera podido ser el caso aquí de Under Western Eyes, ya que la vecina rusa es especialista en literatura rusa y sus proyecciones en la literatura occidental. Ida Brown en su tesis lucha por su visión particular de Conrad, e incluso se recuerda un violento debate entre ella y Paul de Man sobre el novelista polaco-británico (pp.138-39). Se reproduce en facsímil una página anotada por ella de The Secret Agent (p. 243), y ese
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es el libro que Renzi le lleva a Munk como regalo en la cárcel (p. 270). El tema de la última conversación entre Renzi y Munk en la cárcel, poco antes de la ejecución de éste, gira en torno a Ida Brown y su posible colaboración con Munk. Renzi lanza una hipótesis que Munk ni confirma ni niega:
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Ida había descubierto por azar en la novela de Conrad ciertas relaciones con su modo de actuar. Una coincidencia, quizá y, para no denunciarlo, le habría escrito una carta previniéndolo. --Me miró imperturbable y yo continué.-- Al decidirse por la novela de Conrad, usted habría debido inferir, como haría un plagiario, la posibilidad de que alguien por azar, al estar justo leyendo ese libro, podía descubrir esa conexión. El FBI entrevió alguna relación entre la novela y sus acciones pero no pudo avanzar. Un libro en sí mismo, aislado, no significa nada. Hacía falta un lector capaz de establecer el nexo y reponer el contexto. Los subrayados son nítidos, las fechas coinciden. Ella enseñó la novela en la primera semana de marzo. Por lo tanto debió haber enviado la carta antes del trece, porque ese día me dejó el libro, se lo olvidó, digamos, o me usó a mí de control… por si le pasaba algo. (pp. 280-81)
La hipótesis sirve para armar una relación tensa entre el complot y la literatura. Ida, quien conoce a Munk desde mucho antes, lo reconoce no en su manifiesto (como lo reconoció en la realidad su hermano) sino en la lectura compartida de The Secret Agent de Conrad: la clave se la da el texto literario. Renzi piensa en Munk como una especie de “plagiario” que recicla materiales ajenos y los firma; de hecho, en la novela el apodo de Munk no es “Unabomber” sino “Recycler”. La recirculación de elementos de la novela de Conrad, arrancados de su contexto, permite la operación inversa: la de ensamblarlos de nuevo, de leer y entender la relación entre una cosa y otra, aunque no del todo. El desconcierto que expresa Conrad en su conversación con Ford Madox Ford sobre el ataque al Greenwich Observatory se expresa en términos de una incomprensión: para Conrad y Ford es imposible entender la “idea” que querían expresar los anarquistas, y la novela nace de ese sentimiento de frustración e incomprensión. No es difícil pensar que la novela de Piglia quiere poner al lector en una posición semejante: del que intuya relaciones pero sea incapaz de confirmarlas. En ese sentido es importante que sea una novela policial en la que el enigma no se resuelve (y como tal la culminación de una larga serie de obras de Piglia que juegan con las convenciones de la ficción policial).
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Es por eso que creo que las frases más importantes de la novela, las que expresan su poética, son justamente aquellas en que Renzi logra que Munk hable de Conrad. Forma parte del mismo diálogo último en la cárcel, y está contado en tercera persona: Se trataba, según él, de experimentar con las vidas posibles y las vidas ficcionales. En los dos casos estamos inmersos en un mundo que es como el mundo real y estamos inmersos como lo estaríamos en el mundo real. La clave es que los universos ficcionales --a diferencia de los mundos posibles-- son incompletos (por eso no podemos saber qué hizo Marlow después de que terminó de contar la historia de Lord Jim). Munk se había propuesto completar políticamente ciertas tramas no resueltas y actuar en consecuencia. Prefería partir de una intriga previa. Eso fue todo lo que dijo sobre su lectura de las novelas de Conrad. (pp. 278-79)
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La importancia de este pasaje es que sugiere que la relación entre literatura y acción política es decisiva, pero en un sentido extraño (que supongo que tiene que ver con la teoría de los mundos posibles): la acción se necesita para completar políticamente las tramas inconclusas de la ficción. La lectura – una actividad predominantemente individual en nuestras sociedades – se necesita, pero pide como consecuencia o supplément (como querían ciertos pensadores estructuralistas) una acción, una intervención. “Otros mundos son posibles”: el gran lema político de cierto pensamiento progresista de nuestros tiempos tiene fundamentos filosóficos, a la vez que obligan a pensar en la famosa frase de Marx (que todavía se lee en letras rojas en la gran escalera de la Universidad Humboldt en Berlín) sobre el hecho de que los filósofos tienen que dejar de estudiar el mundo para dedicarse a transformarlo. El voluntarismo de esa frase – tan cara al guevarismo en América Latina – es su lado flaco: ¿quién tiene el derecho o la obligación de actuar? ¿cómo tiene que actuar? Una meditación interesante sobre este punto se encuentra justamente en el manifiesto de Kaczynski. Escribe: This statement refers to our particular brand of anarchism. A wide variety of social attitudes have been called “anarchist,” and it may be that many who consider themselves anarchists would not accept our statement of paragraph 215. It should be noted, by the way, that there is a nonviolent anarchist movement whose members probably would not accept FC as anarchist and certainly would not approve of FC’s violent methods.
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Escribe Piglia: Pero Munk era todavía más radical. En el páramo del mundo contemporáneo, sin ilusión y sin esperanzas, donde ya no hay ficciones sociales poderosas al statu [sic] quo, había optado --como Alonso Quijano-por creer en la ficción. Era una suerte de Quijote que primero lee furiosa e hipnóticamente las novelas y luego sale a vivirlas. Pero era incluso más radical, porque sus acciones no eran sólo palabras, como en el Quijote (y además Cervantes había tomado la precaución de que no matara a nadie, el pobre cristo), sino que se había convertido en acontecimientos reales.
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En Bajo la mirada de Occidente de Conrad, Razumov, el agente doble, un verdadero personaje kafkiano, escucha a una heroica revolucionaria rusa exiliada que le dice: “Recuerde, Razumov, que las mujeres, los niños y los revolucionarios odian la ironía, que es la negación de todos los instintos redentores, de toda fe, de toda devoción, de toda acción.” ¿Leía “seriamente” la ficción? (pp. 232-33) Y agrega: “La decisión de cambiar de vida: ese es el gran tema de Conrad” (p. 233). Pero podríamos agregar que algo central en Conrad es justamente su sentido agudo de ironía que siempre le permite al lector pensar que está sugiriendo otra cosa. El leer sin ironía – tanto de la revolucionaria de Under Western Eyes como de Kaczynski – es para Piglia una lectura no literaria: la ironía es lo que impide la lectura unidimensional y utilitaria. En ese sentido, se podría ver El camino de Ida como un comentario irónico (y muy tardío) a los debates de los sesenta sobre el compromiso del intelectual, sobre “revolución en la literatura y literatura en la revolución”, para citar el título de un librito que se publicó en 1970 con textos de Oscar Collazos, Mario Vargas Llosa y Julio Cortázar10. Piglia expresa aquí su fascinación por los términos de ese debate a la vez con su insatisfacción sobre los términos en que se planteó (y, supongo, sobre las consecuencias sufridas por algunos adeptos demasiado literales de sus prescripciones). El camino de Ida vuelve a la nota de incertidumbre radical, tan cara al Conrad 10 Sobre esto, ver los libros de Sorensen y Franco y este interesante artículo de Katie Stafford: https://portal.utpa.edu/utpa_main/daa_home/coah_home/modern_home/hipertexto_home/docs/ Hiper13Stafford.pdf.
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tardío, con la que termina Blanco nocturno. Hay nostalgia – por eso se evoca tanto a Hudson – pero es una aceptación de que la vuelta atrás es posible sólo en otro de los “mundos posibles”. Para cerrar, quisiera citar otra vez las palabras tan elocuentes del epílogo de la novela de 2010: Esa noche Renzi estaba conversando con unos amigos, después de cenar, en una galería abierta que daba al río, en una casa de fin de semana, en el Tigre, como si esa noche --siempre a pesar suyo, ironizando sobre ese estado natural-- sintiera que había vuelto atrás y que el delta era una parte todavía no comprendida de la realidad, como lo había sido ese pueblo de campo en el que había pasado algunas semanas, una suerte de momento arcaico en su vida de hombre de la ciudad, que no había podido comprender esa vuelta a la naturaleza aunque nunca dejara de imaginar un retiro drástico que lo llevaría a un lugar apartado y tranquilo donde pudiera dedicarse a lo que Emilio también --como Luca-- imaginaba que era su destino o su vocación. (p. 298)
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Como el delta del Paraná, estas últimas novelas de Piglia habitan “una parte todavía no comprendida de la realidad”, donde la relación entre la literatura y la política es tensa y central: produce acción y produce relatos, y ambos piden ser comprendidos con urgencia a la vez que frustran esa comprensión.
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REFERENCIAS BIBLIOGRÁFICAS CHASE, Alston. Harvard and the Unabomber: The Education of an American Terrorist. Nueva York: W. W. Norton, 2003. JONES, Katie. “Globalization, Social Action and Latin American Literary Identity: Literatura en la revolución y revolución en la literatura, in 1970 and Today”. Disponible en: https://portal.utpa.edu/ utpa_main/daa_home/coah_home/modern_home/hipertexto_home/ docs/Hiper13Stafford.pdf KACZYNSKI, Ted. “Unabomber Manifesto”. Disponible en: http:// cyber.eserver.org/unabom.txt. KINGWELLl, Mark. Dreams of a Millenium: Report from a Culture on the Brink. Boston: Faber and Faber, 1996.
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KOVADLOFF, Santiago. Una cultura de catacumbas y otros ensayos. Buenos Aires: Botella al Mar, 1982. PIGLIA, Ricardo. Blanco nocturno. Barcelona: Anagrama, 2010. ______. El camino de Ida. Barcelona: Anagrama, 2013. ______. Teoría del complot. Buenos Aires: Mate, 2007. SOBEL, Dava. Longitude: The True Story of a Lone Genius who Solved the Greatest Scientific Problem of his Time. Londres: Walker, 1995. SORENSEN, Diana. A Turbulent Decade Remembered: Scenes from the Latin American Sixties. Stanford: Stanford UP, 2007.
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Rumores Vecinales
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Horacio González2
Universidad de Buenos Aires
Hacia fines del año 1965, Ricardo Piglia, junto a Sergio Camarda, dirigió la revista cuyo nombre era Literatura y sociedad. Salió un solo número, y con el ejemplar que tenemos a nuestra vista, podemos realizar el consabido ejercicio de ver por el absurdo lo que se seguiría dando en llamar “una época”. Es cierto que en la reciente publicación de sus Diarios, Piglia deja entrever algunas dificultades en torno a esa revista, la que le interesaba sobremanera. Los ahogos económicos (todo el Diario es una crónica de un dinero que siempre es carencia), ciertas dificultades de la relación con el co-director y el número 2, que trabajosamente se prepara, pero se le cruza en el camino el impedimento final: el golpe de Onganía. 1 Publicado en La Biblioteca. El arte de narrar. Variaciones sobre Ricardo Piglia. Nº 15. Buenos Aires, Primavera de 2015, pp 372-383. 2 Doutor em Ciências Sociais pela Universidade de São Paulo.
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Dijimos ver por el absurdo. En este caso, sería ver un horizonte más o menos homogéneo de acontecimientos desde el lado de su “ausencia”. Con la misma palabra que el propio Piglia luego formularía de tantas maneras. La “ausencia” es un pensamiento que intenta descubrir los hilos concretos del presente desde el lado de su vacío, de su distancia, su inactualidad. Pero por el momento, no era ese el tema de Piglia. Han pasado cincuenta años. En aquella Literatura y sociedad, un largo artículo inicial del propio Piglia se propone superar la “falsa conciencia” que aqueja a sectores de la izquierda, también en la literatura, donde debe reinar la libre creación; no solo como pretende “el último Sartre yendo desde su instancia sagrada a la acción”, sino “entendiendo a la literatura como un elemento más en el proceso de desmitificación y toma de conciencia”. Luego, la revista contiene artículos de Gramsci, Sartre, Della Volpe, Lukács, Masotta, Sebreli, Jitrik.
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Hay poesías de Szpunberg y un cuento de Hemingway (sin duda, uno de los autores más importantes para Piglia, desde luego junto a Borges y Joyce). Nos detenemos precisamente en una crítica que contienen las páginas finales de Literatura y sociedad, formulada por Rodolfo Boren a Ficciones de Borges. Se toma de un modo que sigue resultando hoy muy interesante, lo que Borello llama “las estructuras sintácticas” de Borges. Por su parte, páginas detrás, Ángel Rama saluda a la reciente La ciudad y los perros de Vargas Llosa, novela que inaugura un nuevo realismo fundado en lo que postula como una “vitalidad escandalosa”, y que se situaría como contraparte y a la vez complemento necesario de lo que ya tenga hecho Onetti, en cuyas novelas “todo está paralizado”. ¿Qué permanece y qué se ha transformado de este programa inicial? En los Diarios de Piglia Literatura y sociedad surge con varias menciones, la más importante de ellas es la indicación de que la verdadera tarea era reflexionar sobre esa “y” conectiva. Pero se vería, con el tiempo, que la reflexión sobre el conectivo debería dejar paso no a una interpretación más sugestiva de esa “y”, sino a su drástica supresión como problema. Lo oblicuo y la elipsis serían modulaciones de reemplazo.
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Literatura y sociedad es contemporánea de Pasado y Presente, Cristianismo y Revolución, La Rosa Blindada, Fichas, que son las revistas de la nueva izquierda; no sería difícil percibir en todo este conjunto la reiteración de temas y autores, los modos de escrituras o, si quisiéramos hablar de la manera en que entonces se hablaba, las semejantes estructuras sintácticas. Más difícil sería saber en qué momento detener un inevitable abuso, que consiste en ver en este mundo fragmentario (que nos favorece en darnos apenas un único ejemplar de lo que podría haber sido una larga colección) un anuncio tanto de lo que se dispersara en otras fórmulas disolutorias (el ácido de la historia es ocurrente pero no dadivoso) como de lo que apenas se insinúa y el lector futuro (porque ese “futuro” ha llegado), ya lo sabe. Piglia escribe como un joven de la nueva izquierda y de la nueva crítica, que a la vez no se priva de citar en su auxilio (contra el realismo vulgar de la vieja izquierda), los conocidos párrafos de Marx donde pone bajo la responsabilidad de un hombre monárquico (Balzac) la más refinada descripción de la sociedad de clases durante el Segundo Imperio. Pero en algún momento que no conocemos (no solo porque no hacemos una biografía sino porque esos momentos suelen no saberse, es lo ignoto de sí) Ricardo Piglia abandona una terminología y una literalidad, que implica desmantelar – quizás sin olvidar – el boceto inmanente que conduce a “literatura y sociedad”. Este esquema que comienza en la “falsa conciencia” y concluye en la “toma de conciencia” obliga a buscar relaciones entre dos entes a los que por más autonomía mutua que se les atribuya, la mirada con que se los juzgue siempre será enteriza, frontal o plana. En algún punto de una serie oculta (de las que después se dedicará a analizar) Piglia comienza a restar piezas, a preservar revelaciones, pero también a hacerlas a través de signos oblicuos y encubiertos. No hará ficción porque hace crítica, sino que convertirá la crítica en ficción en cuanto logre verla desde afuera y desde adentro a la vez; lo primero le permite anular las ilaciones y nudos explicativos que la crítica regular reclama, lo segundo, jugar con olvidos, alusiones indirectas y sobreentendidos que todo miembro de una familia se permite a fin de ser más y no menos comunicativo. Quizás podamos decir que “literatura y sociedad” es siempre el primer paso del crítico o del escritor de izquierda, incluso de este (Piglia se muestra deambulante y envuelto en la desesperación del escritor iniciante, como lo revela en los Diarios) hasta que se produce un acto dramático de supresión de ese supuesto equilibrio entre los
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dos hemisferios, cae ese artificioso mundo de Ptolomeo, y la literatura queda no “sin” la “sociedad”, sino como una forma evocativa, una lejanía que apenas reverbera trayendo ecos de un objetivismo perdido. Ese modo de pérdida no aniquila el mundo objetivo, lo hace un modo de la distancia, lo deja manifestarse como un eco, pone al escritor como en la escucha de una radio a galena cuyo sonido llega al azar, quebrantándose su frecuencia a menudo.
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Cuatro años después encontramos una crítica de Piglia a la novela de Viñas, Cosas concretas. Estamos ante el número 6 de la revista Los Libros, año 1969. ¿Qué ha pasado durante todo ese tiempo, que ante nuestro perezoso impulso investigativo, se presenta como una adivinanza? No sabemos, pero ahora Piglia escribe un texto fundamental sobre la literatura de Viñas, y a propósito de este fundamental autor, esa precisión no la veremos a menudo después. Según este escrito, Viñas hace del coito “un momento clave de la narración, un interrogatorio, los cuerpos se abren, se distienden, fluyen, empiezan a hablar. Toda su narrativa está instalada en un idioma sexualizado, cuchicheo secreto de la alcoba que es el régimen mismo del relato”. “Este acoplamiento (de relatos) se confunde, permanentemente, con una violación”. “En este nivel, en Viñas coito y tortura son homólogos; en los dos casos se busca hacer hablar a un cuerpo”. Es posible que en estos imaginativos párrafos, Piglia estuviese ensayando una crítica a Viñas, pero no puesta en términos de una discusión, sino de la presentación de un problema que no podría tener una resolución favorable. Los nudos de lo implícito son siempre fuertes ataduras de la escritura de Piglia, y sus escritos tempranos ya lo mostraban de ese modo. Concluye su crítica a Viñas diciendo que Cosas concretas no hace otra cosa que narrar la imposibilidad de hacer hablar a la práctica política con las palabras de la literatura. Los episodios visibles de la novela certificarían las “leyes internas de la narración”. De otro modo: la novela instaura “como un mercado” un conjunto de relatos que circulan en ella como el “dinero”. Por un lado, se toma el mismo dilema viñesco de “literatura y política”, para ver la imposibilidad de sutura entre ambos (pero no otra cosa querría decir la obra de Viñas entera) y por otro lado, el mismo, Piglia, deberá buscar el modo en que literatura, en toda su inconmensurable extensión, se haga cargo de lo que podríamos llamar el proyecto utópico de fusionar las mencionadas leyes internas de la narración con la misma materia de lo que se narra. ¿Es posible? Cuando Piglia dice esto, aún
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no ha aparecido acabadamente en su pensamiento criticista la idea de “último lector”, o simplemente de “lector”, aunque lo que ahora se lee en los recientes Diarios, el tema absorbente, día tras día, es la escasez de dinero y las obsesivas anotaciones de un lector que colecciona frases, amores, pensiones, itinerarios, bares y perplejidades sobre la función de la idea de “yo” en un escrito cercano a la autobiografía. Pero una autobiografía “salteada”, sostenida en actos de lectura tomados como pretexto para meditaciones que van afirmando su fuerza en la supresión de la alusión directa. Es en esos Diarios que por esa misma época en que escribirá sobre Viñas, nos enteramos que Piglia lo ve como un escaso cultor del silencio interno de las escrituras.
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Un ensayo previo de lo que quiere hacer se halla en Respiración Artificial escrita un poco más de una década después de un conjunto de reseñas críticas aparecidas en Los Libros, de las cuales solo mencionamos la referida a la novela de David Viñas. Si podemos considerar algo que podría parecerse a un interregno, se debería mencionar las intervenciones de Piglia en Punto de vista, de las cuales “Notas sobre el Facundo” nos alerta sobre “la erudición en Sarmiento como una función mágica que sirve para establecer el enlace entre términos que a primera vista no tienen relación”. Era uno de los puntos del programa de Piglia, de su propia “poética”. Elegimos también este número de Punto de vista, año 1980, porque en sus páginas iniciales se halla una entrevista de Beatriz Sarlo al crítico Antonio Candido, donde el diálogo, entre otros tópicos de interés, gira en torno al libro Literatura y sociedad, que es uno de los clásicos de este crítico brasileño. No nos dejó de parecer curioso el modo persistente en que resurge este dilema de “literatura y sociedad”; nombre de revistas, de libros y de encrucijadas de la crítica de época. Muchos años después, Piglia retomaría esta relación literatura y sociedad en sus novelas, pero ya con un emplazamiento que podríamos atribuir a estilos “complotados”, completamente transformada y contorsionada hacia las potencialidades del lenguaje como estructura fáctica de la experiencia (pero aquí podríamos agregar sin derruir la “forma inicial Piglia”, pues tal experiencia podría considerarse una “experiencia social”). Dicho de una manera muy simplificada, como muchas veces el mismo Piglia suele decirlo: “Todas las novelas que he escrito han sido sobre el presente. Blanco nocturno es una novela sobre
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el conflicto con el campo [...] pero a mí me parece que la literatura no tiene que decir las cosas directamente. La única novela que escribí sobre el presente desplazado fue Respiración artificial que escribí en el momento mismo de la dictadura, pero no dije que estaba haciendo una novela sobre la dictadura. Y Plata quemada es una novela sobre el menemismo, sobre la corrupción política, la policía y el dinero [...] Entonces no veo que mi poética, que es una poética de la elipsis y la distancia respecto del presente, no sea una manera de intervención en ese sentido” (de ser “fiel al presente”, según el tema que se da en uno de los debates en Princeton, publicados en La forma inicial). Desde luego, en la publicación de 1965, Literatura y sociedad, latía lejanamente este concepto de “elipsis y distancia respecto al presente”, pero Piglia aún no había llegado a su forma definitiva, que sin embargo, es señalada a través del sentido opuesto que se expresa en esa alusión a la “forma inicial”. En el libro así titulado, no hay referencias directas a ese tópico, sino por el contrario, una severa reflexión sobre la “forma final”, entendida como una intervención de “una lógica social externa al hecho”. La literatura repararía, con sus apoyaturas narrativas (si se quiere, con su atracción por los acontecimientos trágicos) el modo brusco en que se dan los finales en la experiencia social directa. De tal modo que en la experiencia social directa, que para Piglia es esencialmente una experiencia conversacional y narrativa, genera en su interior (o “después”) otro tipo de experiencia no menos viva que la anterior, que es la experiencia materializada en la lectura y la escritura. Y esta, con su propia carga ficcional, ese poder de alguna manera trágica de decidir un final. En este sentido, Piglia ha creado “una poética” (según prefiere denominar al conjunto de su obra) en la cual lo que se problematiza es la “forma”, que siempre es una forma escondida de la experiencia inicial, cercana a una visión del primitivismo iniciático del habla, que sin embargo reaparece como “literatura” a través de distintas mediaciones, que pueden incluir el trabajo por encargo, el memorándum, el falso tono de objetividad oficinesco, el acatamiento a la industria cultural para revolucionarla por dentro (en este último aspecto, se dirigen todas las consideraciones que hace Piglia sobre el estilo walshiano).
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En ese ejercicio experiencial iniciático se halla la mediación técnica, que es la mediación por excelencia, y a la que Piglia le destina agudas observaciones. En un sentido general, digamos que se trata de una relectura de varias obras, como indudablemente ha hecho Piglia de la de Walter Benjamin, al respecto de ese ente que ubicó bajo el trabajoso concepto de “reproductibilidad técnica” de la obra de arte dándolo como el aspecto principal de lo que define como una “época”. Piglia utiliza un método de lectura largamente explicitado por él mismo, donde predominan las dimensiones evocativas y los desplazamientos deliberadamente erráticos, que dejan todo el material citado e incorporado como un eco o como un velo de situaciones que nunca se declaran. A diferencia de la catarata de citaciones que el mencionado y famoso autor de entreguerras ha recibido en el mundo académico desde el mayor rastro de su lectura que comenzó no mucho después de su suicidio en 1940, Piglia lo hizo pasar a su “reserva textual” para rememorarlo indirectamente, bajo la “poética de la elipsis y la distancia”. Esa es la diferencia entre Piglia y la habitual cita que hacen los profesores de este importante autor, merecidamente atendido por el lector concienzudo de nuestra época. En esa elipsis – una forma de la ausencia – caben las correlaciones inesperadas, que Piglia suele decir también de una manera inesperada y hasta distraída. Veamos esta: “El desarrollo del collage está muy ligado a la invención de la máquina de escribir, dicho sea de paso” (subrayado nuestro, Piglia simula decir al pasar lo más importante). Se refiere a que el conocido procedimiento técnico hoy “informatizado” de cortar y pegar, también existía para el escritor “a máquina”, pues solía recortar trozos de una página para colarlos en otros donde le parecía más oportuno situarlo. En Piglia, siempre una fuerza técnica novedosa (la máquina de escribir, el fonógrafo, el grabador de voces, el “e-mail”, etc.) está a disposición de la forma literaria, y esta la incauta al precio de adquirir otros procedimientos que hace suyos. Pero son procedimientos que “evocan” el surgimiento sorprendente de otras formas de reproducción de la experiencia. No cabe duda que el collage es parte de un procedimiento ancestral, pero para el caso de la ejemplificación de Piglia, pareciera que primero aparece el procedimiento retórico o poético (y el collage es la base del mito, según los estudios de LéviStrauss, que también subyacen secretamente en el espíritu de la obra pigliesca) y que entonces después se crea la máquina de escribir. El invento técnico procede de la facultad retórica. Ese es Piglia. Pero por
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una “vuelta de tuerca” (ese también es Piglia) la explicación se convierte en una correspondencia entre tecnologías y escrituras. Con lo que así interviene, en un momento preciso, el tema de las “correspondencias”. Es cierto que las menciones que hace Piglia al tema de la correspondencia se refieren al tipo especial de temporalidad que implicaba el acto de escribir cartas en la anterior “civilización epistolar” (y un interlocutor de sus Conversaciones en Princeton observa que Respiración artificial es la primera novela epistolar argentina). Pero su pensamiento va más allá con la idea de correspondencia, pues la utiliza como un “presente desplazado” donde la máquina (de escribir) y el acto de pensar (la escritura) van persiguiéndose continuamente a lo largo de una historia inagotable.
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Evidentemente hay un tema – un quid –, en la cuestión de las correspondencias cuando lo toma Piglia. No se trata de una correspondencia donde dos seres, entes o situaciones procuran la co-pertenencia de sus distintos momentos en un único plano de temporalidad, sino de una transferencia entre potenciales momentos de un acto creativo (o de un estilo literario) que pide un posterior eco (o reelaboración) que es su momento posterior necesario y al mismo tiempo la puesta del mundo en estado de mutua resonancia entre sus momentos sucesivos. Esta es la base del manejo piglieano de la objetividad como un modo de convivencia con el enigma. En Piglia el enigma es una forma de la objetividad y ese es en última instancia su modo narrativo. Él mismo lo dice, aunque de otro modo: citando a Vaughan Williams en Algunos pensamientos sobre los corales de Beethoven, quien escribe: “Una partitura es simplemente un indicio de música potencial”. Otro ejemplo lo recuerda Piglia en las declaraciones de Glenn Gould antes de grabar el Concierto en sol menor de Bach: “Voy a tocar con toda suerte de voces interiores y de síncopas, muy en la línea de Wanda Landowska, con un aire al estilo del Modern Jazz Quartet”. Lógicamente estos ejemplos lo llevan a Piglia hacia Borges: aquí la ejemplificación sobre las variaciones (movimiento, recordemos, necesario y constituyente del relato de todo mito), comienza rememorando una conferencia de Borges sobre Hawthorne, donde imagina el final de un relato donde muere el escritor, soñando una historia, parte última de una serie que “corona o borra la muerte”. Piglia nota que ese anuncio de Borges se lee en su cuento “El Sur” que sería una “variación” de un cuento de Ambrose Bierce, An Ocurrence at Owl Creek Bridge.
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En ese cuento hay también un sueño final del protagonista que es ejecutado, que sueña su liberación en el momento mismo en que es ahorcado. Y esto lleva (siempre según Piglia) a Las nieves de Kilimanjaro de Hemingway donde hay una situación semejante: un escritor muriendo en un safari que cree ver el avión de rescate que llega. Borges, “a diferencia de estos admirables modelos deja el final en suspenso”, permitiendo una doble interpretación: la del sueño, y la del plano del realismo. En efecto, en “El Sur”, precisamente en Dahlmann, se hallan las dos vetas, la realista, y la onírica: “Mañana me despertaré en la estancia, pensaba y era como si a un tiempo fuera dos hombres: el que avanzaba por la geografía otoñal y el otro encarcelado en un sanatorio”. Piglia sugiere que este “procedimiento” que mantiene dos interpretaciones y dos anécdotas que se combinan “modula el tema con variantes y motivos que se repiten en las dos tramas y cumplen en los dos casos una función distinta, hablando metafóricamente a la manera de la Variaciones Goldberg”.
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Tenemos aquí la metáfora compositiva de Piglia, en su caso producida como una objetividad incierta con el sostén del uso de la voz “invocada indirectamente de un tercero”, como en el caso notorio de Respiración artificial y en especial en el gran monólogo del senador, que puede ser considerado de la misma manera a la que indica Glenn Gould respecto a evocar “un aire al estilo del Modern Jazz Quartet”. El efecto que se produce es el de la existencia ilusoria pero a la vez “real” de un comentarista colateral del cual la voz del personaje sería un eco. Nos parece que en este momento podemos recurrir a un trecho de cierta amplitud – una cita – para considerar uno de los dilemas por los que atraviesa el Senador y cómo Piglia elabora la contextura de su expresión: “Vislumbro”, dijo, a lo lejos, en la otra orilla: la construcción. Remota, solitaria, las altas murallas como perdidas entre la nieve, veo: la gran construcción”, dijo el senador. Para acercarse había sido preciso a la vez desprenderse de todo y conservarlo todo. “Desprenderse de todo y reducirme”, dijo, “a este agujero, a esta cueva”, pero al mismo tiempo ser lo suficientemente sagaz como para preservar las posesiones que, desde el exterior, le garantizaban la mayor libertad y lo resguardaban de los posibles ataques. Había sido entonces necesario, dijo, realizar una operación sumamente delicada, “una peligrosa operación lógica”, que consistía en conservar sus propiedades y desecharlas.
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Y más adelante: “Como usted sabe”, dijo, “para los griegos el término ousía, que designa en el vocabulario filosófico, el ser, la esencia, la cosa-en-sí, significa igualmente la riqueza, el dinero. Mi ascetismo, entonces”, dijo el senador, “mi ascetismo, si existe, no es moral, tiene otra calidad, yo me despojo de todo, del mismo modo que he sido despojado de todo mi cuerpo. Únicamente son mías las cosas cuya historia conozco. “Algo es realmente mío”, dijo el senador, “cuando conozco su historia, su origen. Existe”, dijo. “Existe algo, sin embargo una extensión de mi cuerpo, algo que está fuera de aquí, del otro lado de estos muros de hielo, algo que se reproduce y prolifera como la muerte, cuya historia conozco, pero en la que ya no pienso, en la que no quiero pensar y de lo que se ocupan otros, que cumplen para mí la función de los enterradores, de los sepultureros”.
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Estos breves párrafos de remoto sabor joyceano (y asimismo borgeano), contienen un juego extremo con el estilo indirecto libre, donde alguien monologa a través de un tercero que reproduce sus dichos, apelando al recurso de intercalar, de tanto en tanto, las “verdaderas” palabras dichas, la primer materialidad de lo que se escucha ahí. Piglia actúa en esta novela con el recurso, que él perfecciona, de expandir implícitamente los significados, otorgándoles varias capas contrapuestas de sentido y encadenándolos con sus lejanas correspondencias; correspondencias siempre inciertas y vagamente apócrifas, que sin embargo resuenan con un indicio de verosimilitud y objetividad. Es lo que llamamos la tenue objetividad. Cada “dijo” de los enunciados que corresponden a la voz del personaje en tercera persona, quedan a cargo de otra voz narradora que entrega el escrito como si fuera una pieza rumoreada a la distancia por un arqueólogo difuminado en el tiempo. Ese efecto es la característica genuina de la escritura (de la crítica e incluso de la oralidad de Piglia) que se complementa con la serie de pseudo-traducciones de lo dicho, tomando primero la manera en que lo vierte el narrador luego de haberlo escuchado, y luego entre comillas, o entre paréntesis – la forma originaria y fácticamente arcaica en que la cosa se ha dicho. De otra manera, son los pasajes de la ousía hacia sus designaciones en otros idiomas: el ser, la cosa en sí, la esencia. Piglia, al pasar, afectando un signo de certidumbre, realiza traducciones filosóficas con la indiferencia de quien da una clase fundada en elementos veraces, cuando se trata en realidad de una
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fuerte construcción ficcional sobre la base de una serie suelta y muy diseminada de elementos filosóficos. Que a la vez contienen fragmentos y piezas reales, ya sea nombres, teorías, situaciones o hechos históricos. La frontera entre las dos percepciones – la de la historia real y la de la empresa ficcional – queda por necesidad narrativa sometida a un baño de enigmas y deliberadas vaguedades. Pero son muy eficaces para construir la narrativa del Senador (y el conjunto de las técnicas expresivas piglianas), en tanto estamos ante una voz replegada, que en un imperceptible segundo momento alguien debe recibir en tanto tarea traductoral (construyendo así un tiempo de varias capas en los que el habla sucede) y también en cuanto arriesgadas equivalencias, como dijimos, de dudosa verificación. Así, ousía también equivaldría a “riqueza y a dinero”.
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Es sabido que para Piglia siempre hay un complot, que se transforma en un hilo conductor de toda percepción narrativa. Paranoia, amenaza, censura y conspiración son “los grandes modelos del lector moderno”, así como de las sociedades secretas jacobinas y de las “políticas clandestinas del Estado”, que implican todas las formas constructivas de la política y de la narración novelística. Por otro lado, el “relato del complot forma parte del complot”, dice Piglia en Teoría del complot, por lo cual se produce una articulación de significaciones diversas en el plano de lo que resta como discurso público, vinculado a toda la materia encubierta o secreta a la que permanentemente se alude en forma cifrada, que se conjuga en lo que es la idea misma de lo literario. Esto permitirá estudiar tanto qué es la escritura de Roberto Arlt, su materia misma, como simultáneamente fundar una crítica sobre Arlt y todas las homólogas situaciones en las que el asunto tratado queda bajo una “cifra recóndita” y la crítica que proyecta descifrarla acepte los principios de la “teoría del complot”. Si la escritura borgeana es también una manifestación única de esos múltiples planos – los conjurados como tema y la escritura como conjura (siendo la hipálage una muestra acabada de esa opción de escritura) – entonces estamos ya ante el gran edificio construido por Piglia a la manera de una catedral de citas e invocaciones, bajo la perspectiva de un canon y como foco permanente y movedizo para situar en un nivel efectivo de ficción todos estos juegos esquivos con las traducciones y correspondencias. En ese sentido, narración, dinero, sexo, tecnologías y poéticas de la literatura, son para Piglia formas de circulación que definen propiamente lo literario.
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En ese sentido (aparte del tributo que esto le asigna a la llamada “novela negra”) se puede apreciar el modo en que Piglia trata el concepto de “metaficción”. El crítico James B. Wolcott, en una entrevista que puede leerse en La forma inicial, inserta la obra de Piglia dentro de la perspectiva de la “metaficción”. Esto es, una ficción que contuviese en su propio despliegue una reflexión sobre su propia condición de tal. Piglia responde que no le convence ese concepto, en la medida en que toda literatura, toda ficción, es a la vez metaficción. Uno puede encontrar metaficción en los narradores que parecen más ingenuos, y más en ellos que en otros. Me parece que los narradores populares son narradores de metaficción pura, porque dicen: “ahora te voy a contar una historia”. [...] Siempre digo que ojalá yo hubiera inventado ese uso de la crítica en la ficción, porque a veces algunos me reprochan que trabaje con reflexiones en la novela y me dicen: como puede ser que un diálogo se pongan a hablar de estas cosas. Yo digo: me sentiría muy contento si lo hubiera inventado yo, pero lamentablemente no fui yo quien lo inventó, porque eso está, por supuesto, en Cervantes, en el Ulises de Joyce.
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Piglia se refiere a la discusión sobre Hamlet que figura en uno de los capítulos del Ulises, donde los protagonistas se enredan en un arduo debate sobre si en la obra de Shakespeare encontramos una resolución de temas que son propios de la “autobiografía de Shakespeare” o pertenecen por el contrario al nivel autónomo de la ficción literaria. Esta opinión nos permite dar un justo paso en relación a la interpretación del conjunto de la obra de Piglia, tanto en la dirección de la importancia “metaficcional” que le otorga al diario personal del escritor, como a la capacidad de la ficción de absorber – hasta convertirse ella misma en lo que absorbe –, el zumo vital de la conversación literaria y su oculto destino “teórico”. Si ponemos entre comillas la palabra teórico, es para conferirle la posibilidad de ubicar en su seno la novelística de Piglia, siempre que esa expresión admita su disolución progresiva en un conjunto de operaciones narrativas o metanarrativas (en el sentido en que Piglia rechaza: “toda literatura es metanarrativa” y en el sentido que admite implícitamente: entonces la suya también lo es), y siempre que sus momentos más emotivos (por ejemplo, la saga del comisario Croce, uno de sus grandes personajes, vinculada a la metafísica del investigador como víctima propiciatoria del “sistema”), se presten asimismo a liberar lo que toda teoría impide finalmente que se clausure: la melancolía en la historia, negándose a sí misma.
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De este modo, nos parece que un nombre al parecer más cercano a la práctica literaria de Piglia lo liga a un efecto de melancolía. Se trata de una remota transfiguración del original problema juvenil de “literatura y sociedad”, ahora transformado en un estilo que no abandonaba un eco distante de los problemas literarios que habían tratado los “estructuralistas” o los “formalistas rusos”, pero remitidos a una “poética”. Con este vocablo Piglia resume una suerte de teoría de los signos convertida en literatura ficcional, que pone como salvaguarda del relato a la figura de Hemingway y como amenaza inminente la de Macedonio, en un contraste que hace a la transfiguración de planos que siempre se avizora en la propia obra de Piglia. Del mismo modo, en el extremo de una larga meditación literaria sobre las identidades propias sometidas a la máxima expresión irónica (es decir, casi poniendo toda identidad al borde de la burla y la desaparición), Piglia comenta en El escritor como lector la famosa conferencia de Gombrowicz sobre la poesía:
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Básicamente, lo que Gombrowicz dice ese día de agosto de 1947 es que no existe ningún elemento específico que pueda determinar un texto como poético. En realidad, su conferencia podría leerse como una crítica implícita a la noción de literaturidad, que viene de los formalistas rusos y recorre toda la crítica del siglo XX, esa cualidad que haría de un texto un texto literario (y del que la poesía o la función poética sería su punto más claro).
Piglia escribe estas reflexiones en la última década, aunque son sus persistentes temas. Interesa especialmente lo que admite como una crítica a “la noción de literaturidad”, a la que le atribuye amplios alcances. Debemos entender que Piglia se halla muy cercano a lo que en un tiempo anterior, por la época de la publicación de su libro Las palabras y las cosas, Foucault ubicaba como un problema; el de la inexistencia de la “literatura”. Es que en primer término solo habría obra y lenguaje, y la “literatura” sería una construcción artificial propia de la modernidad, “por la cual se constituiría en un vértice por el cual pasa la relación con la obra y la obra con el lenguaje”. Sería apenas un punto forzado donde una incómoda historicidad también edificada por los modernos, permitiría hablar de esa construcción que no es otra cosa que “la oquedad del lenguaje”, aquello que la literatura quiere atrapar y aun creyendo que lo logra, no lo consigue captar en su vacío esencial, que es de algún modo “inefable” – si se entiende bien a Foucault –, de lo que no siempre se puede estar seguro.
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Ricardo Piglia ha arribado a estas mismas conclusiones pero se ha detenido un poco antes de consumarlas enteramente, pues desea escribir su obra y dar su tributo de crítica a la “literaturidad”, sin abandonar enteramente la noción de literatura. A la distancia, como en un eco lánguido, se reactivan en sus páginas, tramos lejanos de Joyce o de Macedonio. En su decisivo estudio sobre Ernesto Guevara, el último lector, Piglia escribe:
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En Pasajes de la guerra revolucionaria [...] [Guevara] piensa en un cuento de [Jack] London “To Build a Fire” del libro Earther North, los cuentos del Yukon. En ese cuento aparece el mundo de la aventura, el mundo de la exigencia extrema, los detalles mínimos que producen la tragedia, la soledad de la muerte. Y parece que Guevara hubiera recordado una de las frases finales de London. “Cuando hubo recobrado el aliento y el control, se sentó y recreó en su mente la concepción de afrontar la muerte con dignidad” (entertained in his mind the conception of meeting death with dignity). Guevara encuentra en el personaje de London el modelo de cómo se debe morir. Se trata de un momento de gran condensación. No estamos lejos de don Quijote, que busca en las ficciones que ha leído el modelo de la vida que quiere vivir.
Sin duda, Piglia obtiene aquí, por la vía de la misma condensación que le atribuye a Guevara, una excelente síntesis de su concepción de la literaturidad: escribir bajo la influencia del tiempo desplazado del lector, cuyos recuerdos de lo leído obran como ejemplos de su propia vida al mismo tiempo que necesariamente fundan una forma definitoria de la ficción. Ese último lector, es un lector de fronteras, entre la melancolía y la conversación, un aventurero entre la vida y la muerte y el que disipa la línea demarcatoria entre ficción y acto real de lectura. Al parecer, también disipa ese trazo que unía y separaba literatura y sociedad, allá en sus comienzos. Pero Piglia muy pronto encontró la manera, poniendo en la dimensión ficcional la praxis del lector, de hacer sobrevivir sus primeras lecturas como crítico e historiador inconcluso en una literatura (“una poética”) que los condensara en otro plano. Condensación, aquí, es memoria truncada, voz indirecta. También, lo que aquí dimos en llamar objetividad tenue. Estas sucintas visiones de la obra de Piglia quedarían confirmadas ahora por la publicación de sus Diarios, que al igual que el Borges de Bioy (que de las diferencias se ocupen otros; aquí podemos evocar apenas las semejanzas) trazan el trasluz o el reverso empírico de la
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vida del escritor, y dirigen indirectamente la atención hacia toda su obra. El efecto involuntario, quizás, es el de anular el pasado. Como si Literatura y sociedad, el vagabundeo por pensiones estudiantiles, la antigua confitería La Victoria de Medrano y Corrientes, la editorial Jorge Álvarez, el ganapán lleno de obstáculos de quien se propone ser escritor, los dilemas morales de la relación con su padre y el propio conflicto de lo que significa un Diario, esto es, hacer de una “vida” una suscitación de la escritura, estuvieran ocurriendo, ahora, en este mismo momento, o si fueran apenas repeticiones calcadas, proyecciones de una tesitura siempre latente que deja a la obra pública con la compañía de sus tinieblas y a una confesión que se insinúa y no ocurre, junto a una teoría literaria – que se detiene poco antes, frente al abismo, en el mismo momento en que amenazaría tragarse una vida.
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