Resignificaciones del Pasado en la Literatura Argentina

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Vol. 5 N° 1 (2017)

Presentación:

Resignificaciones del pasado en la literatura argentina contemporánea: Memorias, ficciones, filiaciones históricas Jorge Bracamonte

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IDH, CONICET y UNC, Argentina

Pablo Gasparini

Universidade de São Paulo

Pasado y relato Habría que decir que al reflexionar sobre las relaciones entre literatura/historia, surge, en primer lugar, la cuestión de los vínculos entre referente histórico –porque siempre existe un referente, por más relativa que pueda evaluarse su existencia- y discurso histórico. Los más diversos espacio-tiempos del pasado aparecen, posiblemente, reconstruidos mediante dicha discursividad. Pero, como sabemos, al menos desde la aparición de la nueva historiografía –Hayden White, Michel de Certau-, incluso el mismo discurso historiográfico se entiende como una narración, como un relato. Paul Ricoeur enfatiza la importancia del testimonio, la memoria, el archivo y la prueba documental como géneros discursivos históricos (RICOEUR, 2000, pp. 173-236). Pero


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tanto en estos géneros, como en cualquier reconstrucción histórica, se puede convenir que hay una construcción retórica, un relato, que plasma un hecho que ha sucedido, que ha devenido intersubjetivamente, pero a partir de alguna o varias perspectivas. Así, de entrada, ya el discurso histórico plantea el problema mismo de la narración, de su configuración tropológica como relato. Pero esto, a su vez, adquiere una complejidad diferente al ser retomado y transformado por la intención simuladora de lo literario. La idea de simulación, a su vez, puede volverse productiva en tanto torna más abarcadora nuestra reflexión. Incluye la de ficción, en el sentido de que ésta no sólo introduce componentes inventivos o generados por la imaginación en un discurso referido a un referente que realmente ha existido, sino que asimismo la ficción –dialogando a la vez con la raíz común de facere/fingere- se vincula con fingir en el discurso algo que pertenece o ha pertenecido a lo extra-discursivo (AMAR SÁNCHEZ, 1992, p. 32)1. Pero además la simulación pone en escena

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las relaciones dinámicas entre lo real, lo imaginario y lo simbólico, abarcando pero no quedando restringida a la tensión dicotómica entre ficción/historia. Proponemos revalorizar aquella vieja noción de simulación, en la medida en que en la relación ficción/historia siempre está implicada la cuestión de la realidad en el discurso literario –o si queremos: la copia de la realidad-, así como también los contenidos de verdad que están en juego en los vínculos entre realidad histórica y literatura. Centrarnos en la simulación –recordemos que uno de los relatos paradigmáticos de Jorge Luis Borges sobre los vínculos entre relato y parte de su historia contemporánea se llama, precisamente, “El simulacro”-, nos hace pensar de otro modo la relevancia de las resignificaciones que del pasado –ese material por cierto definidor de lo histórico- ha realizado el relatar, el narrar, el trabajar ficticiamente aquel material (BORGES, 1974, p. 789).

1 Para que se aprecie el alcance de lo que señalamos, resulta interesante transcribir completa la cita de Ana María Amar Sánchez: “En realidad, la relación entre hecho y ficción ha sido dicotomizada artificialmente olvidando sus raíces comunes: facere –hecho- significa hacer, construir y fingere –de donde surge ficción- es hacer o dar forma; no hay entonces una diferencia sustancial entre ambos, por el contrario, parecen comprender dos actividades que parecen unirse. El vínculo entre hecho y ficción destaca el hacer, la construcción, y diluye la asociación ficciónmentira/hecho-verdad (y la posibilidad de ser contado “tal como fue”): surge así un concepto de ficción que no es ya opuesto al de verdad ni sinónimo de pura invención.” (1992, p. 32)


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Ahora bien: ¿Cómo enfocar desde la narración, desde el relato –las novelas, los cuentos, pero asimismo por supuesto los géneros testimoniales, memorias y crónicas- lo antes indicado? No pretendemos en esta breve presentación responder exhaustivamente a dicho interrogante, pero sí queremos acercarnos a cierta perspectiva sobre ficción/historia, y de su mano, a los intensos y densos nexos entre ficción/historia/memoria, y a las razones de su vigencia en la literatura y cultura argentina contemporánea.

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Como Noé Jitrik ha señalado, en toda narración hay un referente y un referido, lo cual, esto último, ya se centra en el trabajo eminentemente discursivo. Y esta tensión se ha acentuado y acentúa en los relatos realistas y, dentro de estos, en esa especie –como dice Jitrikdenominada narrativa histórica (JITRIK, 1995, pp. 53-89). Ahora bien, si esto por supuesto tiene su importancia en las narrativas realistas e históricas tradicionales –aquellas que siguen o reelaboran los modelos literarios, sobre todo los realistas filorománticos o filopositivistas, del siglo XIX-, la relevancia del trabajo discursivo –el trabajo con lo referidose acentúa en la denominada narrativa histórica nueva, contemporánea, donde la incorporación de procedimientos experimentales para tratar lo representable, lo mimético en el discurso, se acentúa y exaspera (PONS, 1997; pp.15-41; LOJO en LOJO y SORIANO, 2010, pp. 161-208). Enfatizamos la relevancia de esta cuestión para reconsiderar el devenir de una parte de la literatura argentina –en particular la narrativa y sobre todo la novela-. Si el trabajo con el referente parecía más relevante que con el referido en una novelística como la de Manuel Gálvez, esto comienza a cambiar desde ciertas novelas que, sin dudas, manifiestan una ruptura con lo anterior y una mediana o gran renovación en el tratamiento del material histórico desde, al menos, mediados del siglo XX –Zama (1956) de Antonio Di Benedetto, o los varios relatos y novelas de Manuel Mujica Láinez, resultan síntomas de ello-, antes de devenir más general aquello sobre todo desde los ´60 y ´70. ¿Qué factores singulares inciden desde este último periodo en la renovación de la narrativa y sobre todo de la novela histórica? Aquí arribamos a un núcleo reflexivo que estructura la génesis del presente dossier. En la literatura y cultura argentina, entre las décadas de 1940 y 1980, se aprecia una renovación compleja de la novela histórica. Y la misma se produce por la evolución de la propia


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especie o género literario, como por la incidencia dialéctica de diversos factores extratextuales. Uno de ellos: la ya apuntada variación de los paradigmas en la historiografía, y cómo la literatura y la teoría literaria, incluso, incidieron en aquello y a su vez se realimentaron de ello. Y por cierto, no es menor la influencia de las lecturas de este tipo en algunos escritores practicantes de la novela histórica, muchos de ellos y de ellas con formación académica. Otro factor que incide: las grandes tensiones y conflictos históricos que atraviesan el siglo XX y que parecen culminar en los ´60 y ´70, en particular las confrontaciones entre movimientos de cambio y reforma o revoluciones socioculturales, y las reacciones –generalmente muy violentas- a ello. Y, claro, otro factor en la misma perspectiva: Cómo la anterior dinámica se localiza en América Latina y Argentina. Y, en esta línea, como un elemento central para pensar el tema desde el propio país y cultura: Los revulsivos y tensiones que se actualizan con dicotomías como peronismo/antiperonismo, entre otras, y que luego de 1955, se complejizan y a la vez combinan con otras como revolución/contrarrevolución o reforma/reacción conservadora y confrontaciones extremadamente críticas –en la medida que manifiestan extremas crisis de la sociedad argentina- de bloques socio-culturales con intereses globales opuestos, como ocurre hacia mediados de los ´70 en Argentina, lo cual culmina trágicamente con la dictadura cívicomilitar de 1976-1983. En todo ese dilatado, matizado proceso histórico-cultural, la novela histórica se transforma como género, sobre todo en su vertiente más experimental, aunque no solamente. Pero aun así, dicha especie o género literario, nunca deja de operar sobre un saber anterior –el saber sobre ciertos hechos y personajes de la pretericidad e interpretaciones ya establecidas sobre los mismos- que, para comenzar, el escritor problematiza y reordena desde el texto que construye. Esto siempre está en los relatos históricos, y asimismo en los géneros de la memoria –estrechamente vinculados a los anteriores-, en los cuales por cierto se vuelve fundamental el problema de los contenidos de verdad para ser, dicha noción, problematizada y relativizada, si bien a la vez reafirmada. Por mencionar uno de numerosos casos, Una sombra donde sueña Camila O´Gorman (1973) de Enrique Molina, es una novela que, entre la poesía, el ensayo y la narración, reordena interpretaciones de hechos y personajes puntuales y a partir de ello propone ensayar


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una hermenéutica sobre el origen de la violencia cultural y humana en Argentina, dando por supuestos ciertos saberes construidos por las historiografías liberales y revisionistas, tratando de mostrarlas en sus paradojas y contradicciones. Y la novela de Molina tal vez no se propone cumplir una de las funciones cruciales que la novela histórica en Argentina acentuará sobre todo a partir de 1976 -interrogar las posibles genealogías y marcos de la violencia que culmina, y a la vez se inicia, en dicha última dictadura-, pero incluso así comparte y anticipa ciertos rasgos que luego se volverán más extensivos a la novelística histórica crítica, menos convencional, que se conforma como un género predominante en el sistema literario argentino desde fines de los ’70 y principios de los ´80. Debemos remarcarlo. Recurrentemente, y en particular desde dicha etapa, ha habido tensiones entre la narrativa más experimental –de lectura más exigente y mayor aspiración de innovación estética- y la vertiente más tradicional, más convencional, incluso más complaciente con el mercado, en lo que a narrativa histórica se refiere. Asimismo hay obras y poéticas donde ambas vertientes llegan a coexistir y realimentarse. Pero podría decirse que es en la vertiente más innovadora artísticamente y que apela un lector más activo, donde la problematización crítica del pasado se acentúa inclusive en función de repensarla, de ponerla en diálogo con el presente. De alrededor de 1980 son dos novelas –sus casos son paradigmáticos, por esto las subrayamos- de la vertiente experimental de la novela histórica que, todavía trabajando materiales históricos del siglo XVI en Argentina, a la vez ponen en el centro de la escena el problema de las dificultades de recomponer la memoria desde un presente enunciativo, de sus tensiones entre recuerdo y olvido y cómo esto se vincula entrañablemente con repensar lo histórico: nos referimos a Río de las congojas (1981) de Libertad Demitrópulos y El entenado (1983) de Juan José Saer. En ellas además aparece, por cierto, el problema de las verdades en juego y en disputa en cada momento histórico, y cómo las construcciones de las verdades dependen de quienes han sido vencedores y vencidos en cada coyuntura o cuáles son las diferentes configuraciones del poder que se suceden. Desde la perspectiva de la novela histórica, y recordando a su vez los tres tipos de la misma que Jitrik destaca –arqueológica, funcional y catártica-, las dos últimas se vinculan más directamente con la nueva novela histórica argentina de mayor visibilidad desde los ´70 y ´80,


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sobre todo porque aquello que se explora e investiga en la pretericidad encuentra ecos y resonancias con las traumáticas experiencias contemporáneas de escritores y posibles lectores de dichos textos, y porque esto mismo lleva a mostrar la intensidad problemática de los vínculos historia/procesos de rememoración (JITRIK, 1996, pp. 66-70). Sin dudas que lo abierto en torno a la última dictadura, los profundos traumas e inscripciones que ha dejado en la sociedad argentina, actuó como decisivo para las nuevas funciones que adquirieron tanto la novela histórica como, por otra parte y en conexión con aquella pero sin ser necesariamente lo mismo, los que denominamos los géneros de la memoria –testimonio, memoria, autobiografías, crónica-. Poner en escena la necesidad de investigar los nexos concretos entre relato histórico y relatos de memoria, sugerir la complejidad de factores que explican su intensa y a la vez diferenciada rearticulación en la literatura y cultura argentina contemporánea y dejar abiertos interrogantes que motiven una indagación cada vez más motivada y precisa, son algunos de los elementos subyacentes al conjunto de ensayos de este Dossier.

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La memoria, un paso obligado a la historia Leonor Arfuch señala, sobre la importancia de los géneros de la memoria en la Argentina contemporánea, lo siguiente: Ese largo camino del decir ha caracterizado las últimas décadas en Argentina, donde las narrativas testimoniales y autobiográficas han sido esenciales para la elaboración de la experiencia de la última dictadura militar. En la primera etapa, luego del retorno a la democracia en 1983, fueron netamente testimoniales: la emergencia del horror en las voces de víctimas, sobrevivientes, familiares, testigos y hasta represores, convocadas por una comisión de notables, la Comisión Nacional sobre la Desaparición de Personas (CONADEP), que luego se transformaron en pruebas para la justicia. En un segundo momento, se sumó la memoria de la militancia de los años setenta, que recuperaba la dimensión de lo político, su apuesta por un cambio radical, ya sea en la actividad de los movimientos de base como en la de los grupos guerrilleros que operaban en la clandestinidad. Fueron así surgiendo otras memorias, donde ambas figuras, el militante y la víctima, a menudo sin neta distinción –o tomados en su devenir, entre ascenso y “caída”-, aparecían en historias entramadas con hechos y personajes “reales” o apenas ficcionalizados, según


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diversos géneros y modalidades: entrevistas, biografías, autoficciones, novelas con pretensión autobiográfica, confesiones, relatos de ficción con marcas inequívocas de la experiencia. (ARFUCH, 2013, p. 78)

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La cita de Arfuch nos llama a reflexionar sobre varios aspectos, entre otros el de la heterogeneidad de la memoria, o más bien en el de la memoria como un campo no sólo sujeto al devenir histórico sino al de la disputa por su hegemonía. En este sentido, y puntualmente en el caso argentino en que el testimonio en tanto modalidad de la memoria ha tenido y sigue teniendo un valor incluso jurídico, estos géneros inquietan las formas de decir o reconfigurar el pasado. Es cierto que rigurosas similitudes contactan a los géneros de la memoria con la ficción histórica. Tienen en común, por cierto, la importancia de la narración para configurar identidades y otredades ubicadas históricamente, historiadas. Pero esto no omite que estos géneros enfatizan, radicalizan si se quiere, la voluntad de reescribir lo ya establecido. Hay en ellos el deseo de registro de un real, usualmente traumático, que coloca en jaque la pretensión simbólica del poder decir. La subjetividad plena que aquí se convoca –yo soy el que habla, el que puede decir lo que ocurrió porque lo he vivido/padecido/sobrevivido– y cierta ilusión de transparencia que va de la mano a la urgencia ética de decir la experiencia, se enfrentan a la irrepresentabilidad de lo padecido, y esto porque ese pasado, la más de las veces, no ha dejado ileso al propio cuerpo. En virtud de estas razones también es diferente, aun asumiendo los entremedios entre estas series, el continuum que demuestran determinadas singularidades entre la narración histórica y los diversos géneros de la memoria, la vocación de estos últimos por resonar en un espacio que sobrepasa lo estético, si esto todavía puede decirse de forma tan neta. La narración subjetiva de las verdades del pretérito más cercano, no sólo devienen fundamental en lo que hace a la reparación de los traumas de aquel pasado individual y social aún incidente (y pendiente de resolución), sino que también busca configurar la articulación entre la memoria individual y la memoria social o colectiva. Hoy, transcurre en los géneros de la memoria, un pasado que no termina de cristalizarse, que sigue incidiendo activamente como herencia en el presente y que es además un pasado todavía acentuadamente abierto, en relación al cual el posicionamiento de


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cada sujeto, cada identidad, está en juego, siendo relativo a su vez aquel posicionamiento. De aquí la directa vinculación de la memoria con la herencia, con lo heredado en una genealogía, y la relevancia de la lengua, capital en ese gesto de mirar hacia atrás que, según Gina Saraceni, define todo acto de rememoración: Si la reflexión sobre la herencia revela la deuda que los vivos tienen con los muertos y la necesidad de ser responsables del “pasado que no termina de pasar”, también señala los defectos y los ruidos de transmisión […] es decir, el hecho de que no siempre es posible transmitir un legado y que la transmisión revela zonas de la memoria que no se pueden representar o decir – traumas, secretos, pérdidas, rupturas, sufrimientos- , que se transmiten de manera desviada y opaca, o que no se transmiten por el exceso de real que los constituyen o por alguna estrategia política o de otro grupo que impide la transmisión o el recuerdo. (2008, p. 20)

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La disputa por el pasado (“otro grupo que impide la transmisión o el recuerdo” dice Saraceni) y/o la calidad de trauma que guarda ese pasado, nos dice que no hay transmisión ni filiación edénica, que la memoria social es un campo de batalla y de borrones, cuando no de olvidos. Pero será precisamente allí, en esa zona anfractuosa de lo que se olvida o de lo que se quiere hacer olvidar, “donde es posible reconocer y elaborar otras versiones del pasado” (SARACENI, 2008, 20), dar nuevo tenor y substancia a la memoria social y colectiva. Se trataría así de un espacio de “construcción de sentido” (Feierstein 53) pendiente, donde están implicadas las memorias de corto, mediano y largo plazo, lo consciente e inconsciente, individual y social. A partir de aquí es que, según Arfuch, “la memoria es un paso obligado hacia la historia” (ARFUCH, 2013, p. 77), aunque también podría pensarse, siguiendo la reflexión de Márcio Seligmann-Silva sobre la Shoah, que “esses dois ámbitos (o da memoria e o da historiografia) devem permanecer unidos e comunicantes […] para evitarmos tanto a interdição do evento como a sua catapultagem para fora do histórico” (SELIGMANN-SILVA, 2005, p.89). En esa compleja zona donde se juegan las diferentes maneras de resignificar las pretericidades, sus diversas temporalidades y espacialidades, y con las sugeridas zonas de contacto y diferencia entre los géneros de la narrativa histórica y de la memoria, definimos el marco de este dossier, de los ensayos que incluye. Dichos ensayos


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y esta presentación, tratan de sugerir la complejidad de las múltiples entradas que tienen estas cuestiones, insinuando perspectivas precisas de indagación pero con apertura, manifestando quizá una parte de las diversas aristas que adquieren las relaciones literatura/historia/ memoria, o si queremos narrativa y novela/historia/memoria en la Argentina contemporánea.

Sobre estos ensayos del dossier

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La contribución de Andrea Alejandra Bocco, “Escrituras de mujeres y relaciones interétnicas: un contradiscurso del racismo en la literatura argentina”, aborda dos novelas del siglo XIX, las Lucía Miranda de Rosa Guerra y Eduarda Mansilla (ambas de 1860), y dos del siglo XXI, Finisterre (2005) de María Rosa Lojo y La cicatriz de Daila Prado (2008). A través de este corpus Bocco analiza de qué modo la escritura de mujeres construye una línea heterodoxa, decolonial dirá, que desmonta el discurso falogocéntrico y racista de los relatos de la nación escritos por los hombres públicos a lo largo del siglo XIX. La resignificación de la mujer cautiva como mujer sexuada articula esta operatoria de desarticulación que el artículo propone historiar. Así si las decimonónicas Lucía Miranda aparecen como mediadoras entre ambas culturas y comienzan a corroer el mandato patriarcal, las cautivas del siglo XXI relatarían todas las posibilidades de reconfiguración identitaria hasta llegar a la inversión de los cuentos de cautivas. En “Narración histórica, memoria y arqueología del sujeto en Río de las Congojas”, Jorge Bracamonte analiza esta novela histórica de Libertad Demitrópulos a partir del horizonte de su año de publicación, 1981. Bracamonte destaca, en este sentido, como la rebelión comunera criolla contra Juan de Garay es referida en el texto como una “subversión”, término de intensas implicancias ideológicas en aquel horizonte. La narración como rememoración a partir de voces subalternas al poder español (criollos, mujeres, negros), pone en relieve otro elemento clave de dicho horizonte, pues enfatiza las diversas formas en que una oralidad marginal logra reconstruir memorias y establecer vínculos entre los vivos, los muertos y los sobrevivientes. La lectura de estos aspectos a partir de lo arqueológico del sujeto, un


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concepto diseñado a partir del diálogo teórico entre Foucault y Ricoeur –y cierta relectura de Freud-, complementa finalmente la evaluación de lo histórico y de lo memorialístico en esta novela de Demitrópulos. En “Poner el cuerpo: escenarios de resistencia y memoria en Conversación al sur, de Marta Traba”, Marcela Crespo Buiturón analiza la resistencia al poder masculino y la apuesta femenina por la conservación de la memoria a través de la maternidad. Esa condición se moviliza en la novela de Traba a partir del diálogo entre una joven poeta, Dolores (a la que se le ha hecho abortar a patadas en una sesión de tortura), y una actriz, Irene, cuyo hijo probablemente sea asesinado por los militares chilenos. Crespo Buiturón estudia como este diálogo de activación de la memoria frente al simulacro de un presente ordenado, se construye desde la maternidad como un eje vertebrador de la reflexión; sin omitir por ello las singularidades génericas (la poesía, el teatro), etarias y sociales de esta pareja de mujeres permeadas por el dolor y las (im)posibilidades de decir(se) la experiencia traumática.

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Pablo Gasparini, en “Las vueltas de Evita. Reescrituras políticas en Walsh, Perlongher y Cucurto”, desarrolla una relectura de textos de dichos autores imantados en sus sentidos por la figura de Eva Perón y sus posibles mitos o, en el caso del texto de Cucurto, una ponderación de las maneras en que los relatos de Walsh –Esa mujer”- y Perlongher –“Evita vive”- son resemantizados en “Néstor vive”. En diálogo sobre todo con la sociología e historia cultural argentina, las reflexiones sobre las interacciones ideología-mito de Terry Eagleton, los usos de los significantes en política según Ernesto Laclau y una cuidadosa revisión del archivo de Néstor Perlongher, este ensayo relee desde el espacio literario coyunturas de polémicas revisiones sobre el peronismo como fueron los primeros lustros de los años sesenta y setenta, la coyuntura 1983-1984 y los recientes años. Fabiana Inés Varela, nos presenta el análisis de tres relatos de Antonio Di Benedetto, “El juicio de Dios”, “Caballo en el salitral” y “Aballay”, en los que una serie de indicios diversos señalan la presencia, en la modernidad, del pasado del desierto cuyano. “Resignificaciones del pasado en la obra de Antonio Di Benedetto” nos muestra la heterogeneidad de los materiales culturales –locales, nacionales, universales- a partir de los cuales son construidos esos indicios, y a


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la vez el tenor que aportan a la temporalidad de una narrativa que, según la autora, hace del tiempo, el espacio y la configuración de sus personajes diversas formas de mostrar la centralidad de los márgenes. El examen de aquellos cuentos, igualmente, deja consideraciones sobre las maneras de trabajar diversos pasados frecuentes en otros cuentos del autor, y permite complementar una inicial y necesaria ponderación de Zama en tanto novela histórica de difícil clasificación.

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Karina Vázquez en “Otra piel, la misma piel: Contacto y aparición en cuatro textos que abordan la última dictadura cívicomilitar (1976-1983)”, aborda obras argentinas recientes que vuelven sobre dicho periodo pero a la luz del devenir histórico, político-cultural y jurídico de los recientes lustros. Los textos son Lengua madre (2010), de María Teresa Andruetto, Diario de una princesa montonera (2012), de Mariana Eva Pérez, ¿Quién te crees que sos? (2012), de Ángela Urondo Raboy, y Aparecida (2015), de Marta Dillon. La inscripción hermenéutica del presente ensayo se destaca porque, a partir de rasgos temáticos y de material verbal de obras como las citadas, interroga las maneras en que las interacciones entre lo verbal y visual trazan zonas de “aparición”, una poética “que sin entrar en contradicción con las reflexiones visuales y verbales sobre la “ausencia”, tiene por objetivo desautomatizarla por medio del gesto de la búsqueda”. En el ensayo “Molloy, sempre tão literária”, Paloma Vidal indaga, de manera central, Varia imaginación de Silvia Molloy a partir de algunas escenas de lectura que permiten movilizar figuraciones de sí. Se trataría de evanescentes (e irónicas) imágenes de un pasado autobiográfico que emergen gracias al tamiz de la alteridad y extrañamiento inherentes a esos actos de lectura que son también (siguiendo a Barthes) escritura. El autor como gesto, o como presencia ausente según las reflexiones de Agambem en Profanations, asoma de esta manera en una escritura que, como la de Molloy, se dice desde el hiato abierto entre recuerdo y olvido. Y este ensayo retorna así, una vez más, problematizando aquella escritura, donde leer-escribir-figurarse permite recorrer, desde lo textual, en su posible complejidad distintos aspectos de aquella tensión entre recuerdo y olvido pero asimismo las afirmaciones, cercanías y distancias del yo que lee -y reescribe- ciertas tradiciones literarias argentinas y latinoamericanas.


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Como ya señalamos, en aquella compleja zona donde se juegan las diferentes maneras de resignificar el pasado, sus diversas temporalidades y espacialidades, y con las sugeridas zonas de contacto y diferencia entre los géneros de la narrativa histórica y de la memoria, definimos el marco donde estos ensayos dialogan y emiten sus análisis, interpretaciones y sugerencias para continuar, ojalá, otras posibles reflexiones.

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BIBLIOGRAFÍA ARFUCH, Leonor. Memoria y autobiografía. Exploraciones de los límites. Buenos Aires: Fondo de Cultura Económica, 2013. AMAR SÁNCHEZ, Ana María. El relato de los hechos. Rodolfo Walsh: Testimonio y escritura. Rosario: Beatriz Viterbo Editora, BORGES, Jorge Luis. “El simulacro”. En Obras Completas. Buenos Aires: Emecé, 1974. CERTAU, Michel de. Trad. J. López Moctezuma. La escritura de la historia. México: Universidad Iberoamericana, 2006. LOJO, María Rosa y Michele SORIANO (Directoras). Identidad y narración en carne viva. Cuerpo, género y espacio en la novela argentina (1980-2010). Buenos Aires: Ediciones Universidad del Salvador, 2010. María Rosa Lojo y Michele Soriano (Editoras). PONS, María Cristina. Memorias del olvido. La novela histórica de fines del siglo XX. México: Siglo XXI, 1996.

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SARACENI, Gina. Escribir hacia atrás. Herencia, lengua, memoria. Rosario: Beatriz Viterbo Editora, 2008. SELIGMANN-SILVA, Márcio. “Literatura, testemunho e tragédia: pensando algumas diferenças”. In: O local da diferença. São Paulo, Editora 34, 2005, pp. 81-104. WHITE, Hayden. Trad. María Julia De Ruschi. La ficción de la narrativa. Ensayos sobre historia, literatura y teoría 1957-2007. Buenos Aires: Eterna cadencia, 2010. ______. Trad. Stella Mastrangelo. Metahistoria. La imaginación histórica en la Europa del siglo XIX. México: Fondo de Cultura Económica, 1992.


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Narración histórica, memoria y arqueología del sujeto en Río de las congojas

Jorge Bracamonte1

IDH – Universidad Nacional de Córdoba CONICET - Córdoba, Argentina

138 Río de las congojas de Libertad Demitrópulos (Ledesma, Jujuy, 1922-Buenos Aires, 1998) se publicó en 1981, en la Colección El espejo de editorial Sudamericana, en una Argentina condicionada aún por la represión y la censura. Este es un marco o un horizonte ineludible y concreto en el cual, desde el inicio, se ubicó el relato. Como otras novelas históricas aparecidas durante el periodo, en Argentina y en América Latina, apela a un lector que a partir de releer –desde la ficción– de modo cuestionador el pasado lejano, devenga crítico de ese presente. Los lectores de alrededor de 1981 podían sentirse apelados a revisar ciertas raíces del autoritarismo argentino presente en aquella historia que reconstruía, en parte, la primera fundación de la ciudad de Santa Fe y la segunda fundación de Buenos Aires, haciendo foco en la figura de Juan de Garay pero a la vez trazando perspectivas sobre este 1 jabracam@gmail.com


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y los diferentes sucesos evocados desde personajes-voces ubicados en los márgenes de la crónica histórica. Vista hoy con la perspectiva transcurrida desde 1981, por supuesto la novela ha yuxtapuesto a aquellos horizontes iniciales de decodificación y hermenéutica –los pasados lejanos reconstruidos en el mundo narrado; su primer contexto de emisión o enunciación– otros contextos implicados en lo que aquí proponemos. Hacia una genealogía y arqueología histórica En primer lugar, hay que decir que Río de las congojas dialoga con aquella definición de novela o ficción histórica, denominada nueva

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ficción histórica para distinguirla de la tradicional (PONS, 1996, p. 15109; LOJO, 2010, p. 161-208). En efecto, la novela de Demitrópulos aborda como material narrativo el pasado lejano, pero no enfocándolo desde perspectivas de protagonistas centrales según la historiografía oficial sino desde varias ópticas, que incluso polemizan y se contraponen entre sí, de personajes del margen, aparentemente secundarios, y que además conforman aquella constelación sociocultural de los “vencidos”, de los ignorados u olvidados por aquella historiografía oficial. En gran parte de la novela, si bien Juan de Garay es el Jefe, “el Hombre del Brazo Fuerte” (DEMITRÓPULOS, 2014, p. 100, 102, 145, entre otras), jamás habla, jamás la narración le otorga voz y en cambio sí nos llegan diversas y contrastantes, contrapuestas imágenes de aquel desde los personajes del “margen” de la historia a quienes el relato sí otorga voces por construcción y logro de la ficción. Sin dudas, las imágenes del polémico conquistador y jefe Garay, protagonista histórico crucial de la primera etapa de conquista y dominación española del actual territorio argentino, devienen en esta novela con diversos claroscuros, con marcados contrastes, y desde aquí adquiere una nueva representación, una nueva reconstrucción histórica crítica desde lo novelístico. Por consiguiente, y no sólo por lo apuntado sino por el conjunto de los elementos que la componen, Río de las congojas consiste en una construcción alternativa de cierto momento histórico, problematizando en ello de manera profunda las maneras de narrar, de poner en discurso narrativo los hechos de un pasado ya lejano pero fundamental en la


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constitución de la genealogía histórico-cultural argentina y también de, al menos, América del Sur. Lo histórico es contado de otros modos –modos alternativos, que dejan emerger otras ident/idades, alter/ idades–, pero además –o antes bien, implicado en aquello– se exploran, se ponen en escena narraciones de la historia que sugieren formas de reinventar verosímil y críticamente las anteriores versiones históricas (BRACAMONTE, 2014, p. 35).

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El lenguaje, a través de un despliegue polifónico que la novela pone en escena, se vuelve un componente central para revisar, repensar, reimaginar lo histórico. Y si bien, por un lado los documentos y registros historiográficos, y por otro la literatura de la época de la conquista española –sobre todo las crónicas–, otorgan sustento a la reconstrucción de época, de manera paralela el lenguaje es clave para que nosotros –lectores, críticos– accedamos a aquel tiempo y espacio histórico tan diferente pero que a la vez forma parte de nuestra diacronía histórico-cultural. En ello resultan relevantes, asimismo y como punto de partida de aquel trabajo con el lenguaje al cual aquí aludimos, los géneros que confluyen, que se combinan en esta novela: el relato testimonial –manifiesto sobre todo en la polifonía de voces y lo que refieren–, la estilización de narraciones y crónicas de carácter histórico de la época en que se ubica lo narrado –entre los siglos XVI y XVII–, las memorias, cierta estilización poética –motivada desde el epígrafe de Yannis Ritsos que abre la narración–, pero también recursos del género romántico del melodrama –eficazmente visible para contar las historias de amor y deseo centrales, reconocibles en fragmentos de relatos amatorios y eróticos–, y cierto suspenso, sobre todo útil para narrar la develación de ciertas identidades –como la identidad maternal de Ana; como la identidad femenina travestida en un aspecto de soldado de María– durante el relato. ¿Pero hay ciertos rasgos particulares que sugieren hacer pensar que Río de las congojas pone en escena voces de subalternos – subalternos por lo pronto construidos desde la ficción– en una genealogía novelística? ¿Y qué rasgos se conjugarían en esa genealogía? ¿Esta genealogía novelística implica a su vez contrastes, convergencias y disputas entre posibles genealogías histórico-culturales? ¿La manera en que la novela de Demitrópulos se alimenta de eso que definimos como genealogía novelística la distinguiría de otras tantas novelas históricas aparecidas entre los ´70 y ´80 y aún después?


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Antes de continuar, convendría especificar qué entendemos por genealogía. Sigue resultando útil la definición foucaultiana de aquella noción –la reconstrucción desde un presente de aquellas condiciones a partir de una red de lectura y uso alternativo del saber, lo cual lleva a romper con las nociones establecidas de “rastro” u “origen” y a proponer “ruptura y renovación de nuevas formas”, de pensamiento y reflexión– como de la noción de arqueología discursiva –recortes y límites de las condiciones concretas de enunciación y producción epistémica de los diferentes saberes–; genealogía y arqueología, por cierto se implican (FOUCAULT, 1992, p. 14). Entonces, en otras palabras: ¿Cómo Río de las congojas hace remontar, en diversas idas y vueltas, cadenas discursivas entre sus presentes más inmediatos de enunciación y los siglos XVI y XVII con foco en el antiguo litoral y Río de la Plata de la actual Argentina? ¿Con cuáles condiciones de enunciación de aquellos siglos se conecta aquella genealogía discursiva y novelesca? Finalmente: ¿Puede aportar reflexionar así acerca de esta novela para ubicar una posible genealogía novelística que a su vez nos haga pensar de modos alternativos sobre ciertos contradictorios, paradójicos, pero necesarios inicios de lo argentino y, al menos, de lo sudamericano sino, lisa y llanamente, de lo americano? Así, para precisar un poco más lo referido a la genealogía novelesca, hablemos del texto y la historia.

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Lo histórico desde lo subalterno Río de las congojas consta de 24 capítulos de variable extensión, indicados solamente por espacios en blanco entre uno y otro. Y, en primer lugar, aparece como una evocación del mestizo, del criollo de primera generación Blas de Acuña, hijo de español e india guaraní. Nacido en Asunción del Paraguay, cuando ésta es el llamado “Paraíso de Mahoma”, Blas es reclutado por Juan de Garay cuando éste decide bajar por el antiguo Paraná, el “Río de las congojas” del título, a fundar Santa Fe camino a refundar Buenos Aires. Pero, por supuesto, en la novela no se explica nada de aquello. Accedemos a aquel universo, de a poco, por lo que dicen algunos personajes de una compleja historia. Como ya dijimos, lo primero que aparece es la evocación del analfabeto pero locuaz Blas de Acuña, que es un esfuerzo de rememoración, un trabajo de memoración. Leemos:


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Yo me quedé a acompañar a mis muertos, que no me dan las ganas de seguir, ni las piernas, además. De tener menos años, un suponer, los hubiera secundado en tamaña locura. Por ahora es pura mortificación, en derrotas y ventajas. No soy tan enteramente. Cuando llegué aquí, con Garay, yo era un mozalbete comedido y me vine sobre las aguas del río, que no soy de los que andan sobre la tierra. (DEMITRÓPULOS, 2014, p. 17)

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Ese esfuerzo de rememoración –deducimos– lo hace Blas cuando en 1651 se traslada la población de la ciudad fundada en 1573, por Garay y su expedición, 10 kilómetros al sur, el actual emplazamiento santafesino (a lo cual se alude en los últimos tres capítulos). Entonces la evocación de Blas inicia esta novela conversacional, coral, donde los narradores son, además de Blas, María Muratore, el negro Antonio Cabrera, la última esposa de Blas, Isabel Descalzo, (la primera es María) y un narrador en tercera persona, contemporáneo del viejo Blas, voces subalternas que reconstruyen las tramas de las fundaciones en 1573 de Santa Fe y en 1580 de Buenos Aires. Lo subyugante de la novela, que no se puede sintetizar en este espacio, es la complejidad de las historias que se cruzan y confluyen en torno a ciertos núcleos vitales a partir de aquellas voces. Como ya dijimos, Garay es configurado, desde los criollos que sentían su mando autoritario de español peninsular ambicioso, pero también desde las dos mujeres –Ana Rodriguez y María Muratore– que, contradictoriamente, lo amaron. Con todos, tanto en lo íntimo como en lo público, el español plebeyo Garay termina actuando con un poder patriarcalista compulsivo. Por debajo de aquella conformación coral, se pueden establecer ciertas secuencias clave, en las cuales se articulan de diferentes modos las historias privadas y públicas. A nivel territorial, hay una primera secuencia que gira en torno al Sur de Brasil-Asunción del Paraguay-Santa Fe, y una segunda secuencia que gira en torno a Santa Fe-Santa María del Buen Aire-El Brete (frontera con Brasil). Esas territorialidades resultan recompuestas por las reconstrucciones de diversas temporalidades, enunciadas por las voces de la novela. La primera secuencia está marcada por la expedición que Juan de Garay realiza en 1573 desde Asunción hacia el sur, por el Río Paraná, con el propósito de volver a fundar Buenos Aires –destruida en 1541–, pero en cuya expedición prevé asimismo fundar otra ciudad, a mitad de dicho trayecto, sobre la orilla del Paraná. Dicha ciudad es Santa Fe. Aquí


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convergen una serie de historias, públicas –por ejemplo las disputas de poder entre los jefes españoles del gran territorio en proceso de conquista, entre Garay y los españoles de Córdoba y el Tucumán–, pero reconstruidas desde lo personal. Confluyen la historia del criollo Blas, huérfano criado por Celestino Descalzo en Asunción, con la de María, abandonada por su madre en dicha ciudad, donde crece y cuando está a punto de casarse con su padrino, Alonso de Martínez, éste muere y ella es repudiada, injustamente, por la familia de Martínez. A su vez, en Santa Fe se reencuentran los amantes –que se han conocido en Lima– Juan de Garay y Ana Rodríguez, la sensual, elegante y misteriosa dama, de origen español y cortesano, cuya presencia en la nueva ciudad genera condenas, por prejuicios morales, por parte del cura. Sobre todo en esa primera secuencia, los entrecruzamientos de las vidas de Juan de Garay-Ana Rodríguez-María Muratore-Blas de Acuña se vuelven cruciales, y le otorgan uno de los momentos de mayor intensidad dramática al relato. Tanto la huérfana María, como Ana, están enamoradas de Garay. A la vez, Blas, queda enamorado de por vida de María, cuando la conoce al partir de Asunción la expedición de Garay. La siguiente transcripción de fragmentos de lo que denominamos primer capítulo, abarca algunos personajes clave, de alcances públicos y privados en tramos posteriores del argumento novelesco:

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De todos los mozos humillados y entristecidos que seguíamos a Garay, el más dolorido era Lázaro de Venialvo; el más fuerte: Pedro Gallego; el incansable: Diego de Leiva; el de las chanzas: Dominguillo Romero; el amante: Pedro Villalta; el de la voz de trueno: Rodrigo Mosquera y un servidor: Blas de acuña, hombre de mar, músico y cuantimás pescador (…) Venía también entre los mancebos Diego Ruiz y una María Muratore, mujer de nadie y joven, morena sin compromisos como que no conocía padre más que a la madre que la concibió. Me la comía con los ojos cuando venía a reírse de los monos. Era un mirar que traspasaba el ropaje y resbalaba a lo ancho y a lo largo, y se quedaba tieso en algún saliente del cuerpo. (p. 19)

Los criollos enumerados al principio de la cita son fundamentales para el episodio de la “rebelión de los jefes”, otro momento central del relato sobre el que luego volveremos. Pero prestemos atención a la materialidad y sugestión del lenguaje para referirse a cada otro que aparece en el relato, en una enumeración de cualidades sugestivas, en


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la dirección del despliegue de lenguaje ya apuntado, que combina una mezcla de lenguas contemporáneas y palabras y giros arcaicos. Volviendo a aquella primera secuencia, en ésta detectamos algunos conflictos capitales del relato. Por un lado, el amor fallido de Blas por María. Además, los celos de María respecto al amor correspondido de Garay por Ana. Y finalmente, la partida de Garay hacia el sur a refundar Buenos Aires y la efímera rebelión de los criollos en Santa Fe frente al jefe peninsular ausente, rebelión que es sofocada por una traición. Con dicha rebelión y su sofocación armada, coincide otro vertiginoso conflicto: la comunión de ambas mujeres “enemigas” en el marco del grupo rebelde de criollos, y la posterior tragedia del asesinato de Ana durante la reprimenda de la rebelión, momento donde Ana reconoce en María su hija abandonada.

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La segunda secuencia, conjuga acción y evocación melancólica, hacia el final. En la represión de la rebelión criolla, Ana es muerta y María herida. Blas la salva y cura, pero luego que recupera su salud, María parte hacia Buenos Aires en busca de Garay. Tras el maltrato autoritario y posesivo de este, decepcionada, María retorna, huyendo, Paraná arriba, salvada por Antonio Cabrera, pero para evitar reencontrarse con Blas va a vivir a Brete, en la frontera con las poblaciones del sur del Brasil. Un tiempo después, Blas, desconociendo aquello, parte a dicho lugar con tropas para enfrentar a los portugueses. Allí cree encontrar un valiente soldado, Fernán Gómez, quien en realidad es María, cuya verdadera identidad encubierta descubre cuando ésta muere en combate. Además de algunas voces de los protagonistas que reconstruyen estas historias, aquí también interviene Isabel Descalzo y un narrador difícil de determinar, que reconstruyen lo ocurrido en esta compleja trama de acciones y melodrama de pasiones. Esta segunda secuencia acentúa los desencuentros entre Blas y María, pero agrega el de ésta y Garay, la relación de convivencia familiar –incluido el tener hijos– pero de definitiva no reciprocidad amorosa entre Blas e Isabel y un transcurso abrupto de años –el año del traslado de Santa Fe–, tiempo narrado más cercano desde donde se evocan –a la vez con cierto tono mitificador– todas aquellas historias. Si correlacionamos las secuencias señaladas con los capítulos, la primera secuencia abarca los primeros cinco capítulos, y la segunda los restantes diecinueve. Parece una notable desproporción, todavía cuando ambas secuencias –


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que son agrupamientos analíticos e interpretativos que nos pertenecen, a los efectos de organizar esta lectura– están notablemente imbricadas, hasta en sus mínimos detalles argumentales, de trama y sentidos. Pero además cabe destacar que en varios capítulos de la segunda secuencia se vuelve una y otra vez respecto a acontecimientos narrados en la primera secuencia de capítulos, completándolos y/o resignificándolos, adquiriendo por esto, dicha secuencia, mayor densidad simbólica que la primera, que resultaría más estrictamente diegética2. Si en un antecedente de este relato, Zama (1956) de Antonio Di Benedetto, un funcionario español de fines del siglo XVIII varado en Asunción espera vanamente volver a la península, en la novela de Demitrópulos son personajes de criollos y criollas y negros los que cuestionan el poder que, sobre ellos, ejercen ciertos españoles peninsulares. Pero aún con Garay –y mucho más con los otros personajes cuyas voces supuestamente oímos–, los matices hacen a la presentación compleja de los personajes: Garay a la vez que es un caudillo es un jefe autoritario, y en otros momentos aparece como astuto y también persona atractiva y seductora. Asimismo, y con mayor complejidad todavía, se configura María Muratore, amor imposible de Blas y a la vez una de las heroínas del relato, la “amante, la mujer de armas, la aventurera”, quien hacia el final del relato “crece nutrida por la imaginación de Isabel Descalzo, la segunda narradora y eventual

145 2 Como remarcamos, las secuencias lineales sugeridas subyacen en el entramado verbal y simbólico de la novela. Inclusive, hay elementos clave no indicados en las mismas y que a la vez subrayan lo enrarecido y ambiguo del relato. Por ejemplo, ciertas versiones imaginarias o no, que indicarían una unión final y trágica de María y Garay según se narra en el capítulo 17. O la historia del anillo, que abarca algunos capítulos y que asimismo se condensa al comienzo de dicho capítulo. Algunos estudios detectaron con precisión la vinculación de ese elemento metonímico, el anillo, con la “Circularidad del tiempo mítico”, que convive con el tiempo histórico de mayor carácter lineal (PALERMO, 1982). Los tiempos míticos son diversos: provienen tanto de los mitos personales como de los tiempos míticos culturales que circulan ambigua y hasta onírica, irracionalmente en el relato –lo cual se contacta en el mismo con la importancia de lo memorial e inconsciente, que subrayamos luego en el análisis–. Por ejemplo, los tiempos culturales de los pueblos originarios –sobre todo guaraníes, quiloazas– aparecen aquí como mitos y leyendas –en particular la de “Tupasy”– que conforman un rumor de fondo de aquello que le ocurre a los personajes, sobre todo criollos, quienes además en algunos casos tienen sangre indígena por más que no se ubiquen en dichas naciones e incluso las combatan. Si bien para quienes tienen las voces en el relato la convivencia con los indios es imposible –es “O ellos o nosotros” (DEMITRÓPULOS, 2014, p. 95)–, lo mítico y legendario indígena también constituye un inconsciente cultural, sobre el que se recortarían las conciencias criollas y españolas que contradictoria y trágicamente organizan parte de la narración.


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esposa del mestizo” Blas (MORELLO-FROSCH, 1997, p. 190). Como ya dijimos, las tensiones entre los conquistadores peninsulares y los primeros comuneros criollos y otras minorías raciales son indagadas. Asimismo el mundo patriarcal casi sin salida para las mujeres que también protagonizan esa época inicial de la colonización española. Un epicentro de la novela es la rebelión comunera criolla contra Garay que se produce en Santa Fe y que es aplastada, entre traiciones internas, brutalmente por el “Jefe” y sus leales. Uno de los méritos artísticos, y que permiten reflexionar desde otro lado en la percepción subjetiva de lo histórico que puede trazar lo literario, es narrar todo aquello desde las voces, que ponen en escena las peripecias, dramas y tragedias íntimas y privadas en interacción con lo público. Pero además la novela estiliza y parodia discursos propios de los siglos XVI y XVII, especialmente las crónicas de la conquista, trabajando en particular sobre hechos omitidos por algunas de ellas, como es el de la rebelión de los siete jefes criollos, e indagando sobre los aspectos negativos –no solamente los positivos– y cuestionables de una figura como Garay.

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Cabe destacar que en la crónica de Rui Díaz de Guzmán no sale mencionada la rebelión criolla. Y cuando Juan de Garay escribe el balance de su trayectoria en el Acta capitular de la segunda fundación de Buenos Aires tampoco menciona aquello, que no obstante es el antecedente primero de un levantamiento comunero de criollos ante el poder autoritario de españoles peninsulares registrado en esta región de América. En cambio dicha rebelión sí es descrita y valorada de manera negativa por Martín del Barco Centenera en el “Canto Vigesimoprimero” de su La Argentina o Conquista del Río de la Plata (DÍAZ DE GUZMÁN, 1969)3. Desde este aspecto, desde esta referencia, Río de las congojas pretende cubrir una omisión de cierta historiografía y de una parte de la literatura oficial de la época reconstruida (y la sutileza de la imaginada enunciación novelesca no es menor, ya que se vendría a producir con posterioridad a la publicación del texto de Rui Díaz de Guzmán, fechado hacia 1612), como dar una contra versión, un relato alternativo de la epopeya de del Barco 3 1567 es el año de la edición original de lo que actualmente se conoce como Viaje al Río de la Plata y Paraguay, de Ulderico Schmidel. En general se refiere a sucesos anteriores a los que retoma de manera central la novela sobre la que reflexionamos.


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Centenera, apologética de la perspectiva conquistadora peninsular. Ya desde estos detalles, esta narración contemporánea de Demitrópulos se ubica como una nueva novela histórica, que a la vez permite revisar críticamente, de manera cuestionadora, ese momento de “fundación de poblaciones” españolas y criollas en estos territorios de la actual Argentina y América (MORELLO-FROSCH, 1997, p. 189), momento que, por otro lado, ya comienza a evidenciar cierta “crisis de modelos” de conquista, donde emergen tanto “fracasos” como “mistificaciones” (PASTOR, 1988, p. 171-345)4. Y aquí resulta fundamental que dicha puesta en relato sea enunciada –imaginariamente– por otras voces, voces alternativas, voces subalternas al poder español cuestionado – criollos, mujeres, negros; excepto los indios, que en esta novela no enuncian, como remarcando las predominantes visiones criollas que, irónica y trágicamente, marcan el relato–.

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El esfuerzo de rememoración permite reconstruir desde otros lados, desde otros tiempos y espacios, aquella historia. Aquello subrayado por Leonor Arfuch acerca de la memoria como un paso previo y obligado hacia la reconstrucción histórica, se observa en la conformación de esta novela (Cf. ARFUCH, 2013, p. 77). A diferencia de otras novelas argentinas enmarcadas, de diversas maneras, en la nueva novela histórica, en Río de las congojas es una compleja, densa y a la vez fluida oralidad puesta en escrito aquello que permite ese rememorar –a diferencia de, por ejemplo, El entenado (1983) de Juan José Saer, donde la rememoración se da por la evocación operada por el escribir del protagonista–. Y la rememoración, según esta novela, enlaza las subjetividades, sus propias historias, con aquella historia alternativa a la historiografía oficial, y permitiría a la vez leer e interpretar aquello, de modo simultáneo, en el horizonte de enunciación novelesco de 1981 y otros horizontes contemporáneos posibles. En el que delimitamos como capítulo cinco, se evoca y narra la rebelión de los siete jefes criollos en Santa Fe, al partir Garay a refundar Buenos Aires. Pero dicha revuelta –ya citada–, organizada por los criollos mencionados y encabezada por Lázaro de Venialvo, es traicionada por uno de los rebeldes criollos, Arévalo. En esto la novela de Demitrópulos, narrando un hecho histórico soslayado u 4 Por lo señalado, se revisa críticamente tanto aquel momento de “fundación de poblaciones” durante los siglos XVI y XVII, como se cuestiona lo señalado por ciertos textos que se reconocen “fundacionales”, tal es el caso del poema de del Barco Centenera, editado originalmente en 1602.


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omitido por ciertas historiografías oficiales, trabaja de una manera novedosa aquel tópico relatado paradigmáticamente en la literatura argentina en el cuento “Tema del traidor y el héroe” de Jorge Luis Borges. Podríamos decir que en la novela de Demitrópulos lo literario ayuda a volver a narrar un hecho histórico significativo: una de las primeras rebeliones criollas, comuneras, de América, frente al poder de los españoles peninsulares. Y enlazado minuciosamente con esto, aparece un término significativo en la novela, que enlaza diversos espacios y temporalidades, tanto del mundo narrado como de otros horizontes de la novela, en particular el de los años alrededor de 1981. Nos referimos al término “subversión”. Dice la voz de María –quien narra en ese capítulo cinco–: “Estaban más furiosas con nosotras que con la subversión” (la narradora se refiere a ella y Ana Rodríguez, simpatizantes de la rebelión criolla sofocada abruptamente), donde ese “nosotras” si bien diferencia a las mujeres de los hombres rebeldes – especifica el carácter relativamente intergenérico del grupo rebelde–, a la vez deja en claro que en algún momento también ese “nosotros” ha integrado ese colectivo “subversión”, ha asumido positivamente dicho colectivo.

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“Subversión”, la acción y efecto de subvertir, a su vez proviene del latín subvertere. Básicamente significa, según se señala en el Diccionario de la Real Academia Española, trastornar algo o hacer que deje de tener el orden normal o característico, especialmente el sentido moral o espiritual (2014, p. 2049). Subversión se refiere a un proceso por el que los valores y principios de un sistema establecido se invierten, y se relaciona con aquel trastorno, revuelta o destrucción ya aludidos. Y podemos ampliar con lo siguiente: “Ya en los siglos XIV (“subversión”) era usado en inglés con referencia a los temas de derecho y en el siglo XV empezó a ser usado con relación a reinados. Este es el origen de su uso moderno, que se refiere a intentos de derrocar estructuras de autoridad, incluyendo el Estado (…) subversión se refiere a (derrocar) las bases de la fe en el statu quo o crear conflictos entre personas”5. Entonces en esta novela, dicho término, “subversión”, es 5 En: http://es.wikipedia.org/wiki/subversión


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uno de los que más decididamente enlaza los diversos horizontes de decodificación e interpretación del texto, por lo pronto aquello referido a las historias contadas acerca de los siglos XVI y XVII y lo referido al momento de primera edición de la novela. En efecto, el término “subversión” –funcionando a la vez como gran significante ideológicocultural–, ya desde al menos el año 1960 y hasta bien entrada la década de 1980, brindaba una supuesta justificación a la persecución, represión y censura a todo posible opositor por parte de los poderes políticos y sociales autoritarios y conservadores, tanto a nivel nacional como continental y hemisférico, poderes que habían impulsado y ejercido el poder en la sociedad desde regímenes sobre todo dictatoriales –aunque no exclusivamente. Lo cual llega, trágicamente, a la culminación con la dictadura cívico-militar de 1976-1983, pero reconoce su genealogía en la secuencia de dictaduras previas y gobiernos reaccionarios del siglo XX argentino, en los cuales, con diferentes acentos y creciente intensidad, el término “subversión” había adquirido aquella gravitación clave (Cf. AVELLANEDA, 1986; BERGERO; REATI, 1997, entre otros). Y es frente a la incidencia potente de términos como aquel –“subversión”–, que adquiere otra importancia en la novela el trabajo con la memoria, con los procesos de rememoración y de lucha contra los olvidos. Que además de ser trabajos de rememoración individuales, también son memorias traslaticias –como manifiesta ejemplarmente el relato mitificador sobre María por parte de Isabel hacia el final– y por consiguiente son memorias sociales, culturales. Desenterrar la memoria Por lo ya señalado, y como subraya Ricardo Piglia, Río de las congojas, por el periodo histórico que tematiza y por la manera y perspectiva en que lo realiza, tiene similitud con su casi coetánea El entenado de Saer y con la anterior –una precursora de ambas– Zama de Antonio Di Benedetto (DEMITRÓPULOS, 2014, p. 9-11). Ésta es esa genealogía novelística en la que claramente se inscribe, más allá de los matices –la de Di Benedetto se ubica en otro momento de la conciencia criolla americana respecto a España; la de Saer sí adopta cierta perspectiva india, cierta imaginaria visión de pueblo originario que en la de Demitrópulos, a nivel de personaje-voz, no se configura–. También en otros trabajos hemos vinculado este tipo de trabajo literario


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con lo histórico con otras tradiciones de la literatura y la cultura argentinas, si bien, en sus diferentes aspectos, la genealogía a nivel de género literario de Río de las congojas es decididamente aquella que inaugura Zama (BRACAMONTE, 2015). Y esto se acentúa por otros rasgos. Por un lado, una centralidad de la configuración y perspectiva psicológica de los personajes, perceptible, en primer lugar, por lo que cuentan de sí mismos y los desarrollos de sus relaciones –en particular traumáticas– con los demás. Y en segundo lugar, porque si bien en Zama y en El entenado, hay un cuidado trabajo con el material histórico; ambas novelas, como la de Demitrópulos, pero en particular la de Saer con la que aquella comparte un similar horizonte histórico-cultural –signado por un siniestro autoritarismo en nuestra cultura–, resultan narraciones que a su vez se construyen como relatos de memoria.

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Así, por lo antes sugerido, trabajando en forma intensa un material singularmente histórico –hasta en el modo de utilizar el lenguaje, donde los arcaísmos se imbrican en el flujo conversacional que trama visiblemente la novela– Río de las congojas permite trazar reflexiones de alcance contemporáneo. De hecho, al problematizar cómo y desde dónde o quiénes se reconstruyen las memorias y sus vínculos con los vivos, los muertos y los sobrevivientes, se conecta con un problema contemporáneo crucial, tanto en 1981 como en el presente. Asimismo, por la alusión a los desafíos de las identidades subalternas y/o oprimidas o vencidas de tomar o recuperar sus voces, puede conectarse con cuestiones también significativas en la tardía modernidad pero que ya son claramente emergentes en la primera modernidad de los siglos XVI y XVII. Y, simultáneamente, la novela sugiere pensar con matices, de diversa manera, en aquel pasado de estos territorios. No sólo la cuestión de la memoria, sino también sus géneros y procedimientos y contextos de producción han sido puestos de relieve a propósito de esta novela de Demitrópulos. Se ha señalado: “El rememorar constituye el registro básico de la narración.” (CALABRESE, 2012, p. 11) Y se ha enfatizado: La insistencia en el rol de la memoria, cuestión emblemática del contexto de producción. En efecto, si el silencio es la clausura dictatorial, la memoria es la resistencia a esa clausura, y el modo de reponer una identidad, cuestión que sin ninguna duda nuclea el nudo conflictiva de la (…) novela de Demitrópulos. (p. 17)


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Resulta destacado, por todo lo anterior que hemos señalado y esto último que retomamos, que de la mano de rememorar, en Río de las congojas está la acuciante necesidad de reponer varias identidades. Y se lo hace mediante el relato, reconstruyendo narrativamente aquellas identidades. Lo subrayado por Calabrese –rememorar como resistencia a la clausura que a su vez lleva a reponer, mediante el relato, la identidad propia y la de los otros–, aquí se articula con aquello ya subrayado en esta novela histórica: que esas voces que narran sus vidas y narran acerca de los otros, son subalternas, lo hacen desde posiciones de subalternidad, y aquello que reconstruyen es una conjunción de memoria e historia, pero recompuestas, relatadas desde aquellas posiciones de marginalidad o subalternidad.

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Si la reivindicación de las voces de las mujeres ha sido un rasgo constante en la poética de Demitrópulos, en Río de las congojas esto adquiere una configuración singular. Por empezar, aparecen mujeres disímiles, contrastantes, que van desde asumir roles pasivos o de adaptarse al poder patriarcal, hasta aquellas que luchan por actuar de manera autónoma y con toda la libertad posible. Pero sobre todo se destacan las voces de estas últimas, en particular María Muratore, que actúa como una transgresora en el mundo narrado por la novela. La tensión y el conflicto con el poder patriarcal, a nivel de género sexual y poder social, pero también con sus contradicciones, se da en la voz e historia de María. Sobre dicho personaje, precisamente, se dan las valoraciones más contradictorias. Se ha dicho sobre ella: Esta novela construye lo que he llamado “anacronismo sistemático” en lo atinente a la figura femenina, entendiendo por tal una escritura que sesga, con ideologemas reivindicativos de la condición de la mujer, la visión de una época donde estas asunciones eran inconcebibles. (CALABRESE, 2012, p. 16-17)

A la vez, por otra parte se ha marcado que: La historia de María, mujer deseada y sexuada, es una trayectoria que va de una dependencia respecto a los hombres que la aman, a una liberación final que se produce cuando asume ropa e identidad de hombre (MORELLO-FROSCH, 1997, p. 189)

Si bien pueden parecer contradictorias, también estas


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valoraciones pueden complementarse. Y ambas no restan a lo principal: Que María, como algunas otras mujeres en esta ficción, asumen parte de su vida como subalternas y tratan de transgredir, en ciertas ocasiones, la autoridad patriarcal que trata de dominarlas. Otro tanto ocurre con los otros tipos de subalternos, en particular los étnicos y socioculturales que ya mencionamos: ciertos criollos, los negros e incluso algunos que, como Antonio, tratan de comprar su libertad.

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Desde dichas posiciones, entonces, se reconstruyen las memorias. Y estas, como tales, se configuran entre recuerdos y sentidos íntimos, privados y públicos, que además desde el habla con que esta ficción configura a los personajes se conforman combinando tanto lo racional como lo irracional, lo consciente como lo inconsciente, lo real que les ha sucedido a lo largo de la vida con lo imaginario. Y esto porque el trabajo mismo de rememorar es un esfuerzo, una elaboración, con y contra el olvido, realizado por la consciencia pero que abarca lo inconsciente de los sujetos, otorgando inclusive lo inconsciente, los sentidos más plenos a aquella elaboración de la memoria (FEIERSTEN, 2012, p. 61-90). Por supuesto, aquí estamos hablando de una novela, de personajes ficticios; pero resulta interesante que esos procesos de rememoración que ellos –u otros por ellos– realizan, podrían resultar identificatorios para nosotros y otros tantos lectores. La rememoración como forma de recuperar a los muertos del olvido, es una de las más intensas cuestiones de Río de las congojas, que de manera estructural enlaza los alcances simbólicos e imaginarios de lo que se narra, con los diversos planos míticos a los que se alude desde allí, entrelazado también, por supuesto, con el contexto de producción de 1981. Y la apelación a lo memorístico, contra o a pesar del olvido, abre a que los sujetos puestos en las escenas de esta novela reconstruyan su devenir, sugieran sus arqueologías. La arqueología de los sujetos en las voces Una cuestión clave del psicoanálisis estructura en gran medida la novela de Demitrópulos: la novela familiar; novelas familiares entrecruzadas y fallidas. De aquí que, asimismo, no sea casual la estructuración coral, conversacional, incluso ficticiamente confesional, del relato. Y con lo siguiente completamos el arco conjetural que


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organiza el presente ensayo: que la narración de lo histórico, a partir de lo memorístico, en Río de las congojas se realiza desde el intento de recomponer no solamente lo genealógico sino, sobre todo, la arqueología de los sujetos. Aquello que cada uno, cada una de los personajes enunciadores dice en el texto, refiere, mediante saltos y lagunas discursivas, los devenires de sus subjetividades, aquello que los ha conformado, las relaciones diversas que a lo largo de sus vidas construyeron con unos y otros (Cf. BRACAMONTE; MARENGO, 2014). También tenemos en cuenta para ello uno de los aspectos enfatizados respecto a lo que aportaría la teoría psicoanalítica y la filosofía implicada en ello: Que una reflexión sobre el devenir de la consciencia la excede; que el sujeto no equivale a pensar y existir, que el sujeto se constituye desde lo inconsciente y preconsciente y desde allí deviene asimismo consciente, pero es desde esta última instancia donde se emprende la comprensión de aquel devenir. Es, en este sentido y con todas sus implicaciones en relación a una teoría del sujeto, que se habla de una comprensión y abordaje desde el psicoanálisis de una arqueología del sujeto, en la medida que:

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Lo que ante todo y fundamentalmente debe repetirse es la crítica de la consciencia inmediata. A este respecto, tengo a la metapsicología freudiana como una extraordinaria disciplina de la reflexión: como La fenomenología del espíritu de Hegel, pero en un sentido inverso, en cuanto que efectúa un descentramiento del foco de las significaciones, un desplazamiento del lugar del sentido. La consciencia inmediata se encuentra, en virtud de ese desplazamiento, desasida en beneficio de otra instancia del sentido, trascendencia de la palabra o posición del deseo. Tal desasimiento al que de algún modo fuerza la sistemática freudiana debe efectuarse como una forma de ascesis de la misma reflexión, cuyo sentido y necesidad sólo aparecen después, como recompensa por un riesgo no justificado. Mientras no demos ese paso de forma efectiva, no comprenderemos realmente lo que decimos al declarar que una filosofía de la reflexión es una psicología de la consciencia. (RICOEUR, 1990, p. 370)

Si la rememoración es clave en la novela de Demitrópulos, la misma también manifiesta esa necesidad de exceder el mero presente para intentar la comprensión de cómo se han construido los sujetos, cuál ha sido el devenir de sus identidades y que trama de relaciones concretas –las relaciones con los otros– han posibilitado a la vez esas trayectorias y procesos de adquisición de identidades, procesos de


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identificación. En este sentido, postulamos que la cuestión de fondo, lo latente que se devela a lo largo del texto, son aquellas arqueologías –en el sentido apuntado por Ricoeur– de los sujetos –particularmente Blas y María, aunque no exclusivamente–, que a su vez se conjuga, a lo largo de la narración, con las genealogías de esos sujetos y los devenires de sus identidades. En Río de las congojas vemos en escena sujetos trágicos, posibles protagonistas de una época heroica y de aventuras, pero que en realidad se configuran como sujetos que han sufrido decisivos traumas y han padecido una larga secuencia de frustraciones6. Tanto Blas como María fueron abandonados por sus progenitores, han sido adoptados, buscaron suplir sus figuras paternas y maternas y, por diferentes motivos, también se frustraron en estas tentativas. María jamás pudo superar el abandono de su madre, y al reencontrarse inesperadamente con ella en una situación límite –la muerte de Ana en el mismo momento de reconocerla en tanto hija–, surge la imposibilidad del perdón y la persistencia del rencor como única “lápida” frente al trauma (DEMITRÓPULOS, 2015, p. 55-70). Por otra parte, Blas, criollo huérfano y bastardo, queda encerrado en la eterna ilusión de un amor y familia ideal e imposible, que lo lleva a persistir en un amor necrófilo por María mientras, por otra parte, ha formado una familia real que se vuelve secundaria en su vivir.

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Lo memorístico aquí es tan relevante porque es lo único que podría enterrar a los muertos. Es, sin duda, la figura y la forma de poder realizar el duelo. Por otra parte, repara, recupera las identidades olvidadas, por “subversivas”, por “subalternas”. Y además reconstruye, hasta donde es posible al discurso, sus arqueologías como identidades, sus vínculos con los otros, y sus genealogías familiares, por más que éstas hayan sido destruidas o hayan resultado fallidas o frustradas en el momento histórico que les tocó vivir. Optamos por llegar a lo arqueológico del sujeto, porque lo consideramos lo latente de este relato. Es, si se quiere, lo que complementa la relectura de lo histórico 6 Precisamente en “Los sujetos trágicos (Literatura y psicoanálisis)”, Ricardo Piglia, entre otras consideraciones, subraya la importancia de la tragedia para pensar los vínculos entre psicoanálisis y literatura. Dice: “Podemos hablar de la relación que Freud estableció con la tragedia, pero no me refiero a los contenidos de ciertas tragedias de Sófocles, de Shakespeare, de las cuales surgieron metáforas temáticas sobre las que Freud construyó un universo de análisis. Me refiero a la tragedia como forma que establece una tensión entre el héroe y la palabra de los muertos”. (PIGLIA, 2005, p. 64-65) Según nuestra lectura, en la novela de Demitrópulos esa tensión trágica se genera por la palabra-acción de rememorar.


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y le otorga sentidos plenos a la cuestión de la memoria. No es casual que sea el río la figura central de la novela, ni que en ella sean tan relevantes las inundaciones, entierros y desentierros. Pues rememorar, como el río, abarca la vida y la muerte, lo consciente e inconsciente, la “posibilidad universal” y el “flujo de las formas” (CHEVALIER; GHEERBRANT, 2015, p. 885). Cualquiera de estas imágenes guarda una correspondencia tanto con lo memorístico como con aquello que designamos como arqueología de los sujetos en el devenir histórico.

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Identidades alternativas, memorias, narración histórica, arqueología de los sujetos, genealogías familiares: algunos de los elementos que nos han permitido sugerir una manera de articular tanto los aspectos históricos como los sugeridos, en diálogo con el psicoanálisis, desde esta novela. Y así poder avizorar, por ejemplo, desde la narración de identidades y memorias, un extenso y ominoso uso de “subversión” entre dos puntas de la Modernidad –entre los siglos XVI y XVII y 1981–. Y señalar lo siguiente, para cerrar. No es casual que lo familiar aparezca fallido cuando no destruido en Río de las congojas –y desde aquí surja mucho de lo atroz que marca lo traumático en ciertos personajes–. En aquel momento –los siglos XVI y XVII– fundacional de la Modernidad en América (DUSSEL, 2015), por la extrema violencia que implicó dicho proceso, innumerables familias se destruyeron en los diversos territorios involucrados y, forzosamente y cuando fue posible, se rearticularon. Lo cual a su vez, de manera sigilosa, podría resultar una sugestiva imagen de lo que paradójicamente ocurría cuando apareció la novela. Si la familia fue construida como un pretendido pilar del autodenominado “Proceso de Reorganización Nacional” –que como su título lo indica se pretendía “fundacional”; que además invocando aquel tipo de “valores” así preconizaba combatir la “subversión”–; simultáneamente la implementación de dicho “Proceso”, a su vez, se basó en la destrucción de muchas familias e identidades. Como la aparición de la palabra “subversión” para englobar, en su revés, lo subalterno y alternativo; como recordar a los muertos para cumplir los duelos y al fin poder enterrarlos; también la memoria de lo traumático en lo familiar puede adquirir estas otras resonancias en Río de las congojas. Como ya lo sugerimos: en cierta manera estos son tópicos que enlazan, trágicamente, aquel espaciotiempo lejano con el de su más cercana enunciación.


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Las vueltas de Evita (reescrituras políticas en Walsh, Perlongher y Cucurto) 159

Pablo Gasparini Universidade de São Paulo 1) El escándalo Rushdie-Perlongher El cuatro de abril de 1989, un indignado concejal porteño por el peronismo pide que de haber niños en el recinto del Concejo Deliberante de la Ciudad de Buenos Aires, sean retirados de la sala. La razón: procederá a la lectura pública del cuento “Evita vive” de Néstor Perlongher, publicado en el número 88 de la Revista El Porteño. Luego de la lectura, un concejal del Partido Intransigente (izquierda) exige que sean retiradas de la versión taquigráfica de la sesión lo que juzgaba ser los “palabrones” del texto. En el calor del debate, una concejala peronista propondrá el secuestro de la revista por considerar el relato de Perlongher ofensivo a la memoria de Eva Perón, moción que no prospera en razón de la libertad de prensa invocada por otros representantes del mismo partido. Sabiendo del escándalo, el tradicional diario La Nación, en una


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lectura arteramente referencial, señalará que la Revista El Porteño había publicado “un artículo supuestamente revelador de aspectos íntimos de la vida de Eva Perón” (VV.AA, 1989, p. 12). Estamos a meses de la llegada a la Presidencia de Carlos Saúl Menem, por entonces un candidato de perfil caudillesco que levanta las banderas históricas del peronismo, a contrapelo del ciclo neoliberal que alentará apenas arribe al ejecutivo nacional. El escándalo en el recinto legislativo porteño revela, en ese contexto de incipiente disputa electoral, la fuerza emotiva y el peso ideológico de la perenne figura de Eva Perón en la memoria colectiva y en el embate político de la República Argentina.

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Terry Eagleton, durante la discusión en torno al entrelazamiento de la lógica del mito en el discurso ideológico, sustenta que “O mito (…) é um registro particular da ideología, que eleva certos significados à condição numinosa” (EAGLETON, 1997, p.167). Desde otro lugar, el del análisis del populismo como lógica política propuesto por Ernesto Laclau (2013), podemos entender el propio nombre del líder como uno de aquellos significantes vacíos capaces de articular la equivalencia de las variadas y heterogéneas demandas sociales no contempladas por la sociedad democrática1. De atender estas reflexiones teóricas, el furibundo debate que se da en el recinto del Concejo Deliberante de la ciudad de Buenos Aires no debería ser atribuido a razones de mero moralismo, sino –más allá de su grado de teatralización y aprovechamiento oratorio– a razones de fuerte impronta simbólica que tocan una Imagen, un Nombre y un Cuerpo que condensaron, en su carácter de mito, un imaginario político de redención social aún vigente en las conturbada sociedad argentina de fines de los ochenta. Las violentas repercusiones de la publicación de “Evita vive” en el dossier del número 88 de la revista El Porteño (titulado “El peronismo

1 “Como sabemos, a identidade popular precisa ser condensada em torno de alguns significantes (palavras, imagens) que se referem à cadeia de equivalência como uma totalidade. Quanto mais extensa a cadeia, menos esses significantes serão ligados às suas demandas particularistas originais. Isso quer dizer que a função de representar a relativa ‘universalidade’ da cadeia prevalecerá sobre a função de expressar a reinvindicação particular que constitui o sustentáculo material dessa função. Em outras palavras, a identidade popular torna-se cada vez mais plena de um ponto de vista extensivo, pois representa uma cadeia de demandas cada vez maior; torna-se, porém, intensamente mais pobre, pois precisa despojar-se de conteúdos particularistas a fim de abarcar demandas sociais muito heterogêneas. Isto é, a identidade popular funciona como um significante que tende a ser vazio” (LACLAU, 2013, pp. 153-154).


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como vendaval erótico”2), son meticulosamente detalladas en el editorial del número siguiente (“El affaire Evita. Un mes movido”). De todos modos, el “mes movido” parece ser previsto por la propia revista a juzgar no sólo por la manera de presentar el texto de Perlongher en su tapa del número 88 (“El peronismo como vendaval erótico -incluye Evita vive en cada hotel organizado, texto hereje de Néstor Perlongher”), sino también por su significativo copete:

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El cuento Evita vive (en cada hotel organizado), de Néstor Perlongher, tuvo que esperar más de una década para que la extinta Cerdos & Peces se decidiera a publicarlo. Su título hace referencia a la consigna del Movimiento de Inquilinos Peronistas de los años setenta, cuando soplaban aires bien distintos. Hoy El Porteño lo incluye en este suplemento, mientras ruega a Alá para que a Perlongher y a estos redactores no les suceda lo que a Salman Rushdie” (VV.AA, 1989, p. 41).

La mención a Rushdie genera cierta comicidad asentada en el diferente tenor de las circunstancias conjugadas. De un lado, la terrible emisión en febrero de 1989 de la fatwa condenando a muerte al escritor indiano por la publicación de The Satanic Verses (1988) – obra considerada blasfema por el Aiatolá Ruhollah Khomeini; del otro, la expectativa de cierto revuelo por el “texto hereje” de Perlongher3. 2 En el dossier participan Juan José Salinas, Néstor Perlongher, N.P.Alves, Horacio González y Dalmiro Sáenz (en conversación con Salinas). El texto de Alves, “Dallas, La Rioja”, puede ser indicativo de la razón que pudo haber disparado la oportunidad del tema del dossier: la imagen erótico-caudillesca del candidato presidencial peronista Carlos Saúl Menem. El texto de Alves hace referencia a los mediáticos y numerosos vínculos amorosos del candidato peronista con diferentes modelos y actrices de la colonia artística porteña. El dossier, entre otros aspectos, retoma y analiza la figura sexual-política de Perón bajo su apelativo de “El Potro” y la de su mujer, Eva Duarte, bajo el calificativo de “La Yegua”. 3 Las referencias a Rushdie son permanentes durante todo el episodio. El editorial del número 89 de El Porteño informa que: “Por su parte, el edil radical Juan Carlos Farizano optaba por asimilar la figura de Néstor Perlongher a la de Salman Rushdie y señalaba que ‘afortunadamente estamos a muchos miles de kilómetros de lejanas tierras donde el fanatismo y el fundamentalismo condenan a muerte al autor de un libro y ordenan secuestrar toda la edición de la obra’” (VV. AA , 1989, p. 12). A título anecdótico aunque ilustrativo del contexto en el que se desarrolla el escándalo, entre las páginas del número 88 de la colección de la revista El Porteño que fuera propiedad de Néstor Perlongher (hoy en el archivo de la Facultad de Filosofía y letras de la Universidad de São Paulo), se encuentra un pequeño volante en el que se llama a una “Marcha de Repudio” “CONTRA RUSHDIE”. El volante está firmado por los “Hermanos Musulmanes Argentinos”, y al mismo adhieren “Veteranos de Guerra de Malvinas ‘2 de Abril’” y una serie de ateneos radicales y unidades básicas peronistas, entre otras muchas organizaciones. Una parte del volante reza: “Esta obra, financiada por el mismo imperio opresor que usurpa nuestras


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Sinembargo, desde y a pesar de esa comicidad, la referencia no deja de inscribir el carácter doméstico del evento en circunstancias de ámbito global que se dicen también bajo el aura y los dilemas de lo sagrado y de su contrapunto con la libertad de prensa.

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La redacción de El Porteño no se vio sacudida por el estruendo de una bomba, como la que explotó en 1970 en el teatro L’Epée de Bois de París en el que se estaba estrenando Eva Perón de Copi (a la sazón, representada por un travesti), aunque sí fue objeto de amenazas y anónimos y, fundamentalmente, destinataria de acusaciones (hoy diríamos mediáticas) que procuraron endilgarle a la revista porteña orientaciones ideológicas de lo más variadas, como si el acto de la publicación del controvertido relato, debiera ser atribuido a una motivación política definida. A pesar que la revista en su editorial del número 89 apela a la autonomía de lo literario (“Simplemente, queríamos recordar que Evita vive (en cada hotel organizado) de Néstor Perlongher, como decía el respectivo copete, es un cuento”, p. 13), el hecho trasluce una vez más que el ingente material llamado Eva Perón, retrotrajo el año 89 a las difusas fronteras entre política y literatura de la proto-Argentina del siglo XIX; aquella en la que la pluma de Sarmiento o la de Mármol se pensaban, más allá de sus pretensiones estéticas y literarias, como un arma más al servicio de la lucha política. Podríamos comparar esta escena de lectura, el escandalizado tono del edil leyendo “Evita vive” frente a los azorados representantes de lo público, con la puesta en voz del poema “Cadáveres” por el propio Perlongher en el Centro Cultural San Martín durante el año 1984; lectura ésta a la que en alguna ocasión se la ha signado –en razón de su carácter heterodoxo– como simbólicamente inaugural de la democracia en Argentina4. Estos recitados, si bien convocan materiales diferentes y obedecen a momentos y lugares diferentes, se muestran remisos a la comprensión de la propuesta estética de Perlongher como un mero “acúmulo de estilemas de passados empilhados sem hierarquização do valor” (HANSEN, 2008, p. 214), un juicio crítico frecuente en el MALVINAS, ofende los sentimientos religiosos de mil millones de musulmanes y contiene referencias indignantes para los cristianos y los movimientos populares de liberación. Libertad de prensa y Libertad de expresión no deben significar agresión a los sentimientos religiosos de los pueblos”. (Material incorporado a ejemplar de Revista El Porteño, n. 88, propiedad de Néstor Perlongher, Archivo FFLCH-USP). 4 Sobre la lectura pública de este poema ver PORRÚA, 2011, pp. 172-176.


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entendimiento del neobarroco. Más allá de los rasgos de escritura que puedan filiar o no la propuesta perlongheriana a esa estética (estética que, de acuerdo a Perlongher, se piensa –por otro lado– menos como un estilo que como una forma de corroer los estilos5), lo remarcable es que la utilización de los materiales de la memoria colectiva pueden asignarse en Perlongher, de forma general, a una poética que no evade la dimensión social y política, pues nos hablarían, en los términos del propio poeta, de una suerte de incesante pulsión o “liberación deseante de la subjetividad” que “sexualizaría” el “traumatizado campo social”6. El video-arte de Jorge Barneau, montado sobre la oralidad perlongueriana al momento de su célebre lectura pública de “Cadáveres”7, o el relato “O informe Grossman” (sobre el que podríamos inscribir la polémica de Perlongher con la Revista Sitio a propósito de la guerra de las Malvinas8) asientan, entre otros, algunos de los múltiples lugares donde frente a la solemnidad religadora y sacra de la tragedia, se abre el liberador desborde de lo profanatorio. Un desborde blasfemo que, excediendo sus propios horizontes (se trata recordemos de una “pulsión”), ha ido testando los límites de la pluralidad democrática argentina. “Evita vive” forma parte de las pocas tentativas narrativas de Perlongher y frente al peso y densidad de su obra poética, ocuparía un lugar lateral. Sin embargo, nos parece premonitoria en lo que hace a la forma en que su poética hace de aquella “liberación deseante” una de las formas de corroer el carácter aurático de toda identidad asentada sobre la tragedia, en el caso de este relato, una identidad política asentada sobre el santificado cariz de mártir de Eva Perón. En este sentido, más allá de las diferentes momentos de publicación del relato, debemos retener el temprano año de su escritura, 1975, bastante anterior al de su primera 5 “Se o barroco do Século de Ouro, como dissemos, monta-se sobre um solo clássico, o neobarroco carece –diante da dispersão dos estilos contemporâneos– de um plano fixo onde implantar suas garras. Monta-se, pois, em qualquer estilo: a perversão –dir-se-ia– pode florescer em qualquer canto da letra (Perlongher, 1991, p. 25) 6 Ver, “Lamborguini, Carrera, Lamborguini: Un ‘nuevo’ verso rioplatense” (Documento CEDAE 0790). En este texto Perlongher reúne estos tres autores en razón de entenderlos como antecedentes de una invasión de lo ”poético’sobre lo social’ (y no a la inversa como postula el social realismo)”. Se trataría así de “una suerte de pulsión poética volcada directamente sobre el campo social, sexualizada y que sexualiza ese terreno” (Documento nº. 0790, p. 4). 7

El

vídeo

de

Jorge

Barneau

puede

encontrarse

em

http://www.youtube.com/

watch?v=DE24bTTVE3I. 8 El texto se incluye en Perlongher (2001) . Hago referencia a la polémica con la revista Sitio en relación a la guerra de Malvinas, en Gasparini (2010).


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aparición pública en una antología de “Latin American Gay Fiction” impresa en California en 19839, e incluso al de su primera publicación en Argentina, el 11 de abril de 1987 en la revista Peces y Cerdos 10, aparición esta que en virtud quizás del circuito ceñidamente contracultural en el que se inscribía no causaría la conmoción obtenida en la revista El porteño en 1989. Al momento de la escritura de “Evita vive” estamos haciendo referencia entonces a un joven Perlongher de apenas 33 años (su primer libro de poesía, Austria-Hungría, es de 1980) y que, cuatro años antes, en 1971, había participado en la fundación del “Frente de Liberación Homosexual”, agrupación de defensa de los derechos de los homosexuales con tendencias ideológicas que iban del comunismo al peronismo de izquierda. Leer “Evita vive” desde la trama política y genérica de la Argentina de los setenta, reconfigura el escándalo del año 89 en una trama mayor, signada por una lógica de confrontación que se aleja de las pretensiones de convivencia democrática de la Argentina pos-dictatorial. No sorprende, en ese contexto setentista, el título del relato. Además de representativo de aquello que es narrado, constituye la reproducción de un grafito político, una forma de ocupación del espacio público típica de la militancia peronista. “Evita vive”, sintagma rico en letras “V”, convoca el “Perón Vuelve” (en alusión a su esperado regreso del exilio, luego del golpe de Estado de 1955) trazado con una “P” asentada verticalmente sobre una “V”; una inscripción que aún hoy constituye una de las marcas iconográficas más populares de la rica simbología de ese movimiento. El “Evita vive” –que puede entonces ser leído también como un “Evita Vuelve”, hace también referencia a otra circunstancia, ya que su verbo es réplica a un nombre de la muerte, al “Viva el Cáncer” con que ciertos grupos antiperonistas conmemoraron en su momento la enfermedad mortal de Eva Perón. Todos, “Perón vuelve”, “Evita vive”, y aún “Evita vuelve”, reencuentran y celebran la “V” que los dedos índice y mayor de la mano trazan en el típico saludo partidario, copia tal vez de la victoriosa “V” de Winston Churchill durante la segunda guerra mundial. Ejemplo notable de condensación de varias memorias históricas, el “Evita Vive” nos dice que la Victoria de Eva es Volver a 9 Perlongher, Néstor. “Evita Lives”. Tradução de E.A. Lacey, em Leyland, Wiston (org.). My deep dark pain is love. Gay Sunshine Press , San Francisco, 1983. 10 Surgida como suplemento de la revista Fin de siglo, toma autonomía como publicación desde 1983 bajo dirección de Enrique Symns.


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Vivir, un volver a vivir que en la reconfiguración montonera de la figura de Eva, será un vivir político: “Si Evita volviera, sería montonera” fue un grafito y una de las convicciones simbólicamente más fuertes de aquel grupo armado; convicción que la agrupación rimará en el fervoroso cántico (todo un ritornelo): “Perón, Evita, la Patria Socialista”. Distante de esa vuelta que los montoneros imaginan para Eva, la Evita de Perlongher vuelve para drogarse y satisfacerse sexualmente entre prostitutas y adictos de las zonas portuarias y los bajos fondos de Buenos Aires. En el relato, estructurado a partir de tres testimonios –los informantes son una “marica mala”, un heroinómano homosexual y un michê11– se narran tres sobrenaturales apariciones de Eva Perón

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representada en todos los casos como una suerte de muerta-viva. Si esa condición es patente en el primero de los testimonios, pues se la reconoce por su “piel brillosa, brillosa, y las manchitas del cáncer por abajo, que –la verdad– no le quedaban nada mal”(PERLONGHER, 1997, p. 192)12, en el tercero se detalla que “En la pieza había como un olor a muerta que no me gustó nada” (p. 195). El imaginario sobre el cuerpo de esta Eva muerta-viva convoca los avatares del cuerpo real de Eva Perón, a la sazón depositado en 1975 (el mismo año de escritura del relato) en la quinta presidencial de Olivos, luego de dos viajes trasatlánticos y de una serie de afrentas que ha sido largamente recontada. De esas lúgubres peripecias, valga decir que es la propia agrupación Montoneros quien, al momento de su irrupción pública en 1970 con el secuestro del General Aramburu, la que pide la aparición del cuerpo de Evita, en ese entonces con paradero desconocido desde que un comando militar lo robara del mausoleo emplazado en 1952 en la propia sede de la Confederación General del Trabajo de Argentina. La vuelta perlongheriana de Evita, confirmada por los emotivas exclamaciones de una devota mujer que en el segundo testimonio, al reconocerla, comienza a gritar “Evita, Evita vino desde el cielo”(p. 193), se dice entonces desde la literalidad de lo que había sido la exigencia montonera, pues en los testimonios que conforman el relato lo que vuelve –aunque vivo– es un cadáver. Sin embargo, al mismo tiempo, 11 Tomamos el concepto de la tesis de disertación de Perlongher “O negocio do michê”, en la que estudia el devenir erótico homosexual en São Paulo y el sujeto de ese mercado, el “michê” o prostituto masculino. 12 Trabajaremos con el texto “Evita vive” incluido en PERLONGHER, 1997, pp. 191-196.


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la Evita perlongheriana vacía de sentido la apropiación ideológica que tal organización había montado sobre su popular figura: Eva –para Perlongher– vuelve y vive, pero no precisamente para fundar la patria socialista.

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Podría pensarse que si en este relato Eva es una adicta (una “falopera” en la jerga argentina) y una “puta” (tal como históricamente la han figurado sectores del antiperonismo, en ocasiones con base en una lectura moralista de su profesión de actriz), tales aspectos le responden y replican al cántico con que el peronismo de izquierda recibió a los integrantes del “Frente de Liberación Homosexual” en el acto de asunción del presidente Campora en 1973: “¡No somos putos, no somos faloperos, somos soldados de FAR y Montoneros!”; un arrítmico ritornelo que quebró, en la Argentina de los setenta, la posibilidad de integrar la lucha por la diversidad genérica dentro de la lucha política en sentido amplio13. Sobre esa cesura que manifiesta el puritanismo de la militancia de izquierda en América Latina, Perlongher establecerá un continuum entre “putos” y “puta”, apelando no sólo, como anticipábamos, a la discursividad antiperonista, aquella que en la lectura del año 89 fue tal vez la más evidentemente movilizada, sino también, y quizás de manera más fuerte, a la propia tradición peronista, que en su retórica política enaltece el fervoroso culto de la pasión, pues como entona su principal himno, el peronismo es ante que más nada “un grito de corazón”; un corazón en cuyo centro se encuentra, según los acólitos versos del poeta José María Castiñeira de Dios, el amor mutuo entre pueblo y líder. Es en ese amor en el que su poema “Eva Perón” de 1962 subsumirá la inflamada voz del mito, cuyo deber –a pesar de su muerte y de hasta la proscripciones de decir su nombre– es mantener viva, a través de una triunfal vuelta milenarista, la llama de la pasión: Yo he de volver, como sea, junto al pueblo dolorido, con mi fervor encendido convertido en una tea Y sin que nadie me vea, sin que el opresor se alerte no el cancerbero despierte 13 Sobre la historia del FLH, ver “Historia del frente de liberación homosexual de la Argentina” en PERLONGHER, 1997, pp. 77-84.


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ventearé casa por casa; para reavivar la brasa yo volveré de la muerte. (CASTIÑEIRA de DIOS 1985, p.175)

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En este sentido, debemos apuntar que la profanación de la condición numinosa de Eva no se da en el relato de Perlongher en pos de aquello que Eagleton llamaría una “racionalidad iluminista” (p.158), políticamente dada a una ideología que se pretenda –si eso es posible– neutra de las pasiones como lo ansiaría un cierto tipo de liberalismo conservador14, sino que el acto “hereje” convoca las diferentes discursividades sobre esta figura histórica para de algún modo descodificarlas y liberar el significante “Eva Perón” de sus anclajes literalmente políticos, siendo el cuerpo o la corporalidad de Eva el lugar de esa corrosión y resbale de sus consensos representacionales. La Evita de Perlongher es, como la Eva de Castiñeira, una “tea”, pero una tea dada a su propia e inmanente efervescencia, aquella que consume su “fervor encendido” con Jimmy (el marinero negro amante de la informante del primer testimonio), con un dealer de heroína, con un michê y hasta con un policía, ex beneficiario de sus planes sociales. Evita –como se dice en el poema de Castiñeira– visita “casa por casa” y reaviva “la brasa”, sólo que aquí ese ferviente ardor o pasión no está puesto al servicio de un plan trascendente, sino que se agota en su propia intensidad, o aún, ese plano mayor se entiende desde un lugar en que lo erótico y político –como rezaba la propia pancarta del FLH en el acto en que fueran repudiados– resignan territorios exclusivos: “Para que reine en el pueblo el amor y la igualdad” (PERLONGHER, 1997, p. 80). Jens Andermann (1998) al describir la forma en que Echeverría entendería el “populismo” rosista, afirma que la retórica política de Rosas no sería la de la representación sino la de la empatía y continuidad entre pueblo y líder, una encarnación que haría de este último una sinécdoque del primero (ANDERMANNN, 1998, p. 66). La relación inmediata entre esos términos se equipara a la que Rocca y Kohan (1998) encuentran articuladas a partir del cuerpo de Eva Perón, tanto 14 Vale aquí la pregunta que se formula Eagleton en relación a los elementos míticos que pueden llegar a sustentar determinadas ideologías: “Os grupos oprimidos contam a si mesmos narrativas épicas de sua história, celebram sua solidariedade em canção e ritual, elaboram símbolos coletivos de seu esforço comum. Tudo isso deve ser desdenhosamente rejeitado como embriaguez mental?” (EAGLETON, 1997, p. 168).


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en sus representaciones iconográficas, como en un texto clave en este sentido, el autobiográfico La razón de mi vida. Es allí donde el cuerpo se constituye en el registro mismo del conflicto social: “Nunca pude pensar, desde entonces, en esa injusticia sin indignarme, y pensar me produjo siempre esa rara sensación de asfixia, como si pudiendo remediar el mal que yo veía, me faltase el aire necesario para respirar” (Perón, Eva. La razón de mi vida, apud ROCCA-KOHAN, 1998, p. 60). El cuerpo se representa así como el espacio de la afección de la injusticia de clase, el lugar por excelencia de una sensibilidad social-corporal que funda el contrato sinedóquico con el pueblo.

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Eva Perón como perlongheriana tea ardiente puede entenderse, en el registro más literal, como una inscripción de su figura en la leyenda antiperonista (y, de hecho, así lo leyó La Nación), pero también admite, creo, la inusitada emergencia de la corporal lógica peronista. Una inscripción revertida, en la que el cuerpo como padecimiento (que asienta la sacralidad del mismo), se transfigura –según el liberador proyecto sexualizador de Perlongher– en cuerpo de y para el goce. El hecho que el sujeto interpelado sea en este relato menos el “pueblo” que el lumpenproletariado15, para cuyos integrantes el sexualizado “reavivar la brasa” de la Evita perlongheriana no es (en absoluto) un rasgo denigratorio sino más bien lo inverso (el último a dar testimonio, el michê, acaba describiéndola como “una mujer, mujer”; p. 28), consolida una dinámica narrativa que no pretende asentarse en un entendimiento político determinado y que busca, antes, la dispersión o descodificación de los mismos. Curiosamente el peronismo, en su indeterminación esencial no deja, por su parte, de convocar una dinámica laxa, contradictoria, abierta a los avatares que pudieran captar los imprevisibles movimientos de la historia16. Perlongher mismo apuntaría que este movimiento lejos 15 Laclau aborda el concepto de lumpenproletariado a la hora de estudiar la heterogeneidad social sobre la que se articularía el “pueblo” en tanto significante. Frente a la lectura marxista ortodoxa que alojaría los elementos del lumpenproletariado fuera del campo de la historicidad, esboza otra en que tales elementos podrían entenderse, aún en Marx, componiendo una base social entre otras para la conformación del “pueblo” (ver LACLAU, 2013, pp. 208-230). La Evita lumpen de Perlongher podría entenderse así como un factor que proyecta sobre este heterogéneo sector el movimiento de la lógica populista. 16 De seguir el análisis de Pierre Macherey (1974), el peronismo, como toda ideología “es completa en cuanto prolonga sin cesar su inacabamiento” (MACHEREY, 1974, p.148). Recordemos que en esta perspectiva, la ideología “está siempre amenazada de ser resquebrajada, a su pesar, por el peligro fundamental que no podría albergar en sí misma: la pérdida de realidad. Una ideología es fiel consigo misma sólo en la medida en que mantiene su inadecuación con


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de restringirse al dictado moral de Perón “De la casa a trabajo y del trabajo a la casa”, posee también “con todo, algo de fiesta. El erotismo que nace de ese encuentro de clases es potente. La relación de la marica de clase media con el chongo villero no sólo llenó lamentaciones – como La Busca de la Ballena de Héctor Larra-, sino también saunas. Testimonios personales dan cuenta de saunas gays en Buenos Aires en la década del ‘50, cuando no los había en Nueva York”17. El Diario de Gombrowicz, o su autoficcional Transatlántico darían una prueba cabal de esto.

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2) Bordes de la descodificación perlongheriana: el fantasma (1962); el museo (2013) El 22 de enero de 2013, Washington Cucurto publica en el diario argentino Página 12, el relato “Néstor vive en el barrio de La Boca”. A pesar que el título claramente aluda al texto de Perlongher, la estructura enunciativa del texto de Cucurto no pretende mimar plenamente la de “Evita vive en cada hotel organizado”. Se trata aquí de una historia centralizada por una única voz narrativa que no deja, con todo, de intercalar las intervenciones de Omarcito, un “cartonero, ex piloto de guerra de Malvinas, ex combatiente caído en desgracia” (CUCURTO, 2013, p.2)18 que resultará una pieza clave de la trama. El ámbito descripto también es marginal, pero ya no se trata de dudosos hoteles portuarios, casas o bares prostibularios, sino de un ámbito de trabajo editorial: un “taller cartonería gráfíca”(p. 1) del cual no se nos dice el nombre pero que sugiere ser la propia editorial cartonera fundada por Cucurto y otros en 2003. No veremos aquí los espacios cerrados y algo claustrofóbicos de “Evita vive”, sino un espacio abierto, o al menos en transición hacia lo público, como si el ámbito de la cartonera fuese una territorialización de las propias calles. Desde el lugar de trabajo se atisban, por cierto, las veredas19, por las que transitan referentes de aquella sociedad mayor respecto a la cual los integrantes de la cartonera se piensan como, al

el problema que le sirve, a la vez, de fundamento y de pretexto.”(MACHEREY, 1974, p.148). 17 En Perlongher, Néstor. Documento CEDAE no. 0315, mecanografiado (sin fecha). 18 La numeración resulta de la paginación exhibida luego de la impresión de la versión digital del diario Página 12 en la fecha indicada. 19 “Nosotros nada que ver, estábamos cortando cartón y escuchando cumbia. Cada vez que una turista pasaba por enfrente de la cartonería le gritábamos de todo”. (p.1)


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menos, económicamente desplazados20. Los que pasan son turistas, estudiantes de periodismo o de sociología que observan o estudian la actividad del emprendimiento, un ámbito resueltamente expuesto y que se muestra receptivo, aun en el discurso de su narrador, a un amplio repertorio de materiales, guiños y alusiones masivo-populares. Sin reticencias, emergen en ese repertorio tanto Shané ,“el evangelista de la cumbia” (p.2), como el apelativo “Conchita” asignado a Omarcito (p.2), en referencia al caso policial protagonizado en 1992 por Ricardo Barreda y de amplísima repercusión en los medios argentinos21. En esta semiósfera tan diferente a la de “Evita vive”, en la que la corrosión o resbale de ciertos lugares de la memoria histórico-política hacía que esta interviniera fuertemente en el relato, lo histórico en Cucurto es un material indiscerniblemente amalgamado a otros, más bien masivos, y que producen, en la indistinción de su aleación, un angostamiento o falta de densidad de aquella dimensión histórico-política. De este adelgazamiento de la memoria histórica, sirven de ejemplo los neutros lemas que se citan del PRO, el partido del gobierno de la Ciudad de Buenos Aires. Menos lemas políticos que slogans publicitarios (“Baires es de todos”; “Buenos Aires sos vos”, p.1), no convocan ni pretenden conjurar, como en el caso de “Evita vive”, una tradición política determinada. Sobre la manera en que la memoria histórica no se desgaja de lo masivo-popular valga, además, la semblanza que el narrador realiza de Omarcito, en la que la figura de este ex-combatiente de Malvinas, o más bien su proceso de lumpenización, se dice desde la saga mediática de Barreda o desde las leyendas tejidas en torno a los mercenarios del ejército del Reino Unido que participaron en la contienda: Omarcito, el cartonero, ex piloto de guerra de las Malvinas, ex combatiente caído en desgracia, abandonado por su mujer y sus tres hijas a la llegada de las islas. Cecilia, Celeste y Melisa, quienes lo provocaban diciéndole “cuidado, conchita, que ahí vienen los gurkas a romperte el culo”. Y fue alejándose para siempre del departamento de tres ambientes de Caballito. Se alejó de la postura clasemediera de su familia y sus hijas que noviaban con abogados, administradores de empresas u odontólogos de 20 A tal punto que el íncipit del relato se cuenta la donación de productos vencidos por parte de empresas de alimentos. 21 Ricardo Barreda, en 1992 asesinó con una escopeta a su mujer, su suegra y sus dos hijas. En 1995 fue condenado a prisión perpetua y en 2011 se le concedió el arresto domiciliario. Barreda, en su defensa, alegó los oprobios y humillaciones a los que lo habría sometido su familia, entre otros, llamarlo de una forma que juzgaba feminizada e injuriosa.


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mierda. “¡Y volé y luché contra los gurkas de aritos en las orejas! Si tenían el arito en la izquierda gustaban de los hombres; si tenían el arito en la oreja derecha les gustaba penetrar a izquierda y derecha, bien políticos: penetrados o penetradores, sin vuelta. Volé debajo de los radares en el difícil Atlántico Sur. (CUCURTO, 2013, p.2)

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La aparición del muerto, motivo estructural central del relato perlongueriano, se da en el de Cucurto en este espacio polifacético en el que hasta la propia cultura literaria (aludida en el texto en razón de la actividad editorial) se desarrolla en indiferente sucesión a las (fusionadas) citas de lo histórico, lo masivo y lo popular.22 Se trata de un mundo más amplio, contradictorio y heterogéneo que el de las cerradas tribus de adictos y michês de “Evita vive”; una amplitud que parece promover al mismo tiempo cierta superficialidad de esas variadas lógicas y que lleva al narrador –a pesar de sus rasgos populares y comprometidos con la militante y social actividad cartonera– a concordar, de forma despreocupadamente clientelística, con el PRO: “A mí no me jodan, si me dan un curro, me voy con el PRO y al amarillo lo hago mi color” (CUCURTO, 2013, p.1). El extravío o condición inubicable del ex-presidente Néstor Kirchner, que en el texto de Cucurto será el aparecido en cuestión, puede comprenderse a partir de este contexto, complejo y frágil, que lo recibe. Frente a la Evita de Perlongher, de la que nadie duda su pertenencia a los espacios que recorre, el Néstor de Cucurto, a pesar de compartir el imaginario y la sobrevivencia del lumpen, se recorta por la diferencia inasimilable de su delirio, que es un delirio plena y puramente político-histórico, un “recuperar el país” que será también un recuperar las Malvinas. De allí que frente a la plena ubiquidad de Eva en “Evita vive”, quien siempre sabe donde se encuentra y donde habita (el Cielo y la Memoria), al Néstor de “Néstor vive” no saben en qué espacio simbólico y físico instalarlo, pues su afán político –asentado de forma inalienable en la memoria histórica– lo hace insoportable, con una locuacidad propia de un borracho: Omarcito nos contó por qué lo trajo: -No lo puedo tener más en la ranchada porque los muchachos se lo van a comer vivo. Pasa el día hablando de Argentina y del peronismo. Ya lo rescaté una vez de que lo acuchillaran. Ya no lo puedo dejar solo. Con 15 tetras diarios cualquiera 22 Entre otras obras menos canónicas, se mencionan textos de Whitman, Piglia y Echeverría.


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pierde sus cabales.” (CUCURTO, 2013, p.2)

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Si la cuestión es dónde colocar al muerto, podemos afirmar que el texto de Cucurto llama a uno de los relatos rectores de la tradición literaria en torno a Eva Perón, “Esa mujer” de Rodolfo Walsh (1962). Este relato, recordemos, consiste en el diálogo que mantienen un coronel y un periodista (Moori Koening, el secuestrador del cadáver de Eva Perón, y el propio Walsh, en la lectura histórica de este relato), en la que este último intenta obtener alguna pista sobre el lugar en el que han ocultado el cuerpo de la líder popular, únicamente referida, según Ferro (2011), a través de una persistente y fantasmagórica anáfora (“esa mujer”; “esa”, “ella”, etc.). Diferentemente al espacio público de Cucurto, la ciudad se percibe aquí a lo lejos, desde la aérea perspectiva de un décimo piso. La atmósfera claustrofóbica con la que se describe el despacho del coronel entona, por otro lado, con los cerrados ámbitos de “Evita vive”, aunque aquí se trate de un “piso de muebles ampulosos, ornado de marfiles y de bronces, de platos de Meissen y Cantón” (WALSH, 1965, p.12). Estas citas culturales traslucen, con todo, cierto aire de artificiosidad, no sólo por su aparatosa suntuosidad, sino por la dudosa autenticidad que ponen en evidencia la cultura de fantoche de su propietario (“Sonrío ante el Jongkind falso, el Figari dudoso”23, confiesa el narrador). Se trata de un paisaje cultural mórbido, parcialmente en ruinas por la explosión de una bomba reciente (“A un potiche de porcelana de Viena le falta una esquirla en la base. Una lámpara de cristal está rajada”, p.12) que poco tiene que ver con la vivacidad de las referencias culturales, preponderantemente literarias, que la actividad cartonera permite movilizar en el sorprendente sujeto popular que emerge en el relato de Cucurto. Apunto estas observaciones causales porque hay en este relato, en la enunciación del coronel, una percepción algo monstruosa de lo popular, dimensión que se encarna en aquellos que hacen de la innombrable Eva un objeto de pasión y militancia que azora y arrastra al militar a una morbosa obsesión por el cadáver en disputa. Sobre el mismo, en un murmullo que es sólo para él, le escuchamos decir: “Estaba desnuda en el ataúd y parecía una virgen. La piel se le había vuelto transparente. Se veían las metástasis del cáncer, como esos dibujitos que uno hace en una ventanilla mojada” (p. 16). La enjundia o injuria en el detalle descriptivo parece anticipar a Perlongher, sin embargo, la misma no 23 WALSH, 1965, p.12.


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pretende arrancar el cuerpo de su función sacra y política. Antes que eso, la descripción del cuerpo destaca sus afrentas reales, como si buscara de alguna manera conjurarlas o desentenderse de ellas: “cuando la sacamos, ese gallego asqueroso […] se le tiró encima, ese gallego asqueroso. Estaba enamorado del cadáver, la tocaba, le manoseaba los pezones”; pp. 16-17). Desprenderse de la responsabilidad de esas profanaciones, exorcizar el riesgo que conlleva ese cuerpo (ominosamente endiosado por el peligroso y monstruoso aura popular) es, por cierto, un gesto recurrente en el discurso del coronel.

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La tensión que permea el diálogo de “Esa mujer” obedece en gran medida a esta suerte de (fallido) exorcismo que el coronel deposita imaginariamente en la posible acción del periodista y que, desde un primer momento, genera cierto vago reconocimiento por el mismo (“He leído sus cosas propone. Lo felicito”, p. 11). A sus ojos, el periodista es quien podría escribir la verdad de la historia frente a la “fantasía popular”(p.13) que anima el relato sobre Eva: “Esos roñosos no saben lo que yo hice por ellos. Pero algún día se va a escribir la historia. A lo mejor la va a escribir usted” (p.14). Si esta expectativa convoca al Facundo en el que Sarmiento dice escribir para forjar la futura historia que desvende el mito de Quiroga24, aquí hay menos fascinación que miedo. El cadáver de la líder portaría la maldición de Tutankamon, aludida a partir de una maqueta del faraón egipcio sobre el escritorio del coronel (un objeto que, como la propia Eva, es un pronombre más en el texto: “¿Y esto? La tumba de Tutankamon-dice el coronel-. Lord Canavon”, p.13). El cadáver de Eva, como el del faraón, ya ha acarreado diversas maldiciones a sus profanadores, y el periodista se place en enumerárselas al coronel: el mayor que mató a su mujer por error, una noche en que creyó que le robaban el ataúd; el mayor que sufrió un choque de automóvil…). Advertido por la bomba que ha dañado psicológicamente a su hija, el militar parece más bien inquieto por las acciones reales, una bomba o una rápida ráfaga de ametralladora, que la fuerza del relato de la “fantasía popular” puede llegar a disparar. Aunque se muestre descreído del mismo, reconoce su poder al que sólo puede oponer la 24 El personaje objeto de la indagación de Sarmiento aparece incluso referido en el discurso del coronel: “¡Está parada! -grita el coronel. ¡La enterré parada, como Facundo, porque era un macho!” (WALSH, 1965, p.21).


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historia que espera del periodista. Del lado de este, la relación es más compleja, pues aunque se presente ajeno respecto a los efectos reales del mito (“Ella no significa nada para mí (…)”, p.11), el afán por saber el paradero del cadáver sobrepasa el interés meramente periodístico: Ella no significa nada para mí, y sin embargo iré tras el misterio de su muerte, detrás de sus restos que se pudren lentamente en algún remoto cementerio. Si la encuentro, frescas altas olas de cólera, miedo y frustrado amor se alzarán, poderosas vengativas olas, y por un momento ya no me sentiré solo, ya no me sentiré como una arrastrada, amarga, olvidada sombra” (WALSH, 1965, pp.11-12).

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Ubicar el cuerpo, encontrar, como se dirá en el párrafo final, las “isoyetas, probalidades, complicidades” (p.23), guarda aquí la expectativa de una resolución política e histórica, que al tratarse de Eva es también una resolución o reparación amorosa. Ya mencionamos que en 1970, cuando la agrupación Montoneros entre a la escena pública a través del secuestro de Aramburu, una de sus exigencias será la aparición del cuerpo de Evita. Sin embargo, la enigmática autofiguración del narrador deja entrever que allí hay algo que excede lo literalmente político, algo que roza su propia vida (“y por un momento ya no me sentiré solo, ya no me sentiré como una arrastrada, amarga, olvidada sombra”, p.12), quizás porque política y vida se han convertido, o están en vía de convertirse, en una única dimensión. “Ubicar” ese cuerpo, referido fantasmagóricamente en el texto, significaría, paradójicamente, la resolución de la condición espectral en la que dice encontrarse el propio narrador. De acuerdo a Charles Melman en diálogo con Contardo Calligaris, lo sagrado “é fazer com que haja palabras interditadas (…) palabras que você não pode pronunciar (…) Pode ser Deus, o tetragrama, ou a palabra ‘sabão’” (MELMAN, 1992, p.92)25. La omisión del nombre de Eva Perón en el relato de Walsh convoca, en la lectura más inmediata, la prohibición de mencionarla establecida por el decretoley 4161 del gobierno de Aramburu, en el que se establece “que queda prohibido en todo el territorio de la Nación (…) el nombre del presidente 25 El contexto de estas afirmaciones de Melman, es el de una charla con el psicoanalista Contardo Calligaris, en la que Melman hace algunas reflexiones en relación al malestar que había causado una conferencia suya en Israel durante el congreso The language and the unconscious after Freud’s and Lacan’s Teachings (1988).


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depuesto, el de sus parientes, las expresiones peronismo, justicialismo, justicialista”26. Con todo, y en razón de la recurrente anáfora que Ferro (2011) entendía, decíamos, como “deixis del fantasma”, la omisión tiene menos de prohibición que de resguardo. El nombre “Eva Perón”, en razón de la “fantasía popular” con el cual está investido, deviene demasiado poderoso (y para el coronel, demasiado peligroso), como para ser yuxtapuesto al relato de las morbosas peripecias que ha sufrido el cuerpo que designaba. Esa condición numinosa asignada por el ámbito popular es el límite que Perlongher corroe en “Evita vive”, relato sujeto a una furiosa hipernominación (“Conocí a Evita”; “¿Cómo no me conocés? Soy Evita. ¿ Evita?”; “Sí, sí, ay Evita”; “la mina era Evita”; “quieren llevarse presa a Evita”; “Me llamo Evita”, etc.), que abre el interdicto al discurso. “Eva Perón”, ese nombre, no se encuentra en este relato expulsado de la lengua, preservado de su múltiple e imprevisible significancia (histórica, política, genérica, literaria, etc.). Inmerso en un campo despolitizado, lejos tanto del amenazante asecho como de la transgresión de lo mítico, Cucurto labra otras mediaciones. El sujeto popular (que su relato inventa o recrea como un lumpenizado trabajador literario-artesanal) no se ciñe al esplendor de ningún nimbo. Néstor no tiene un aura sino “una luz a su alrededor, como una aureola no celestial, sino multicolor, más tirando a cabarute, que estaba buenísima” (CUCURTO, 2013, p.2). Y llevarlo a lo del “cura de la Iglesia de las Ondas Celestiales de Dios” (p.2), que es la propuesta de “la Osa” (la encargada de las tapas de la cartonera) resulta vencida. Como leemos al final de “Néstor vive”, el único lugar posible para este muerto no será el sagrado sino el de un incierto movimiento, un ponerse en marcha hacia el Sindicato de Gráficos, suerte de museo de las glorias peronistas “que está desierto y lleno de bultos de Perón y Evita y máquinas de la década 26 “Se decreta que queda prohibido en todo el territorio de la Nación: la utilización con fines de afirmación ideológica peronista o de propaganda peronista “de las imágenes de símbolos, signos, expresiones significativas, doctrinas, artículos y obras artísticas, que pretenden ese carácter o pudieran ser tenidas por alguien como tales, pertenecientes o empleados por individuos representativos y organismos del peronismo. Se considera violatorio de esta disposición, la utilización de la fotografía, retrato o escultura de los funcionarios peronistas o de sus parientes, el escudo y la bandera peronista, el nombre del presidente depuesto, el de sus parientes, las expresiones peronismo, justicialismo, justicialista, tercera posición ( ) las composiciones musicales denominadas ‘Marcha de los muchachos peronistas’ y ‘Evita Capitana’ (…)”. El artículo 3 establece que a quienes infrinjan este decreto le corresponde de 30 días a 6 años de prisión”. Publicado en el Boletín oficial del 9 de marzo de 1956 en http://www.elhistoriador. com.ar/documentos/revolucion_libertadora/decreto_4161.php


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del ‘50” (p.3). Esos bultos, entre los que podemos imaginar algún busto de Eva Perón, siquiera llaman a su desacralización, son meras ruinas dispersas en un tiempo en que lo político ha sido despojado de sus lugares históricamente habituales. 3) Coda: lo político, de lo sacro al delirio Ante la disolución profanadora o la presencia fantasmagórica de un mito que hace a la memoria política argentina, en Cucurto esta es algo a reconquistar. Es precisamente un exsoldado de Malvinas devenido en cartonero, un supuesto (y marginado) héroe que trabaja con los restos,

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el que arrima a Néstor a la cartonera. La máquina del peronismo, que en el texto está referida a partir de máquinas concretas (las “máquinas de la década del ‘50”, como la cupé que se proyectaba como medio de locomoción para los obreros) es la materia que Néstor propondrá para “recuperar el país” (CUCURTO, 2013, p.4). Ahora bien, la recuperación de las “museificadas” y por lo tanto desacralizadas ruinas, bultos, bustos y monumentos del peronismo, no presuponen una nueva sacralización, sino más bien una voz en la que se escucha el delirio. Omarcito, el mismo que “Anda descalzo y en cueros” y “tiene tatuado un Pucará 340 en el hombro. Vaya a saber qué más tiene en la cabeza” (p.2), propondrá montarle un avión a Néstor con el motor de la cupé del museo de Gráficos, hacerlo arrancar y rescatar las islas del dominio inglés. Esa voz del delirio es también la de Néstor cuando luego de leer “un poema de Millán que habla de desaparecidos” (p.4), propone “recuperar la patria de las garras del campo, Clarín y los Estados Unidos” (p.4). Lejos de la disolución política del mito operada por la apertura del mismo a la significancia, aquí lo político se dice como desborde de un mundo que ha pretendido relegar sus fantasmas, su “fantasía popular”, al espacio tranquilizador y neutro del museo. Desde aquí, desde esta primacía del delirio como no sumisión a un orden imperante, es que “Néstor vive” invoca a otro Néstor, a “un flaquito sin dientes, semidesnudo, que chamuyaba en portuñol”, un “flaquito que decía que era poeta” (p.4), y que duerme también en la calle, en el mismo colchón del expresidente. “¡Para mí que Néstor se lo clavaba!” (p.3), observa Omarcito, en este escenario donde la poesía y la política convergen en lo que tendrían de marginalidad y desarreglo. En esta operatoria, la lectura que “Néstor vive” propone de “Evita Vive” desplaza a Perlongher de su lugar de profanador al de aquel


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que hace delirar un estado de situación vigente, como si la apertura a la significancia fuese la política de mayor riesgo y valor para conmover una realidad que se pretende despolitizada, liberada de las irresoluciones y tensiones que el espectro y el cuerpo de Eva figuraban en el relato de Walsh. Como signo de una época, la fundación por Néstor (Kirchner) de la “Primera Agrupación Patriótica Néstor Perlongher” (CUCURTO, 2013, p.4), señala que la política ha pasado definitivamente del orden de lo sagrado al de aquello que, sancionado como delirio, permitirá la reinscripción del país en sus memorias, sus potencialidades y desafíos.

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La historia de los sin historia: Resignificaciones del pasado en la obra de Antonio Di Benedetto Fabiana Inés Varela1

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FFyL – Universidad Nacional de Cuyo CONICET – Mendoza, Argentina

La mayor parte de la obra narrativa de Antonio Di Benedetto2 –tanto sus novelas como cuentos– parece desplegarse en un espacio contemporáneo que el lector logra percibir como cercano, gracias posiblemente al entramado de alusiones que crean una vaga ilusión de contemporaneidad, más que a los datos concretos que remiten al lector a una realidad próxima y asible. Esta nota de universalidad algo descarnada predominará en sus primeros escritos, principalmente en los cuentos de Mundo animal (1953) y en obras experimentales como El 1 fabinesvarela@yahoo.com.ar 2 El narrador y periodista Antonio

Di Benedetto nació en Mendoza un 2 de noviembre de

1922. Comenzó los estudios de abogacía pero los dejó truncos para dedicarse a la actividad periodística en la que se inició siendo muy joven. Primero colaboró en el diario mendocino La Libertad y luego fue periodista en Los Andes, principal periódico de la ciudad de Mendoza. Allí llegó a ocupar el cargo de subdirector. También fue corresponsal del diario porteño La Prensa. En marzo de 1976 fue apresado por las fuerzas de seguridad y privado de libertad durante un año. La labor conjunta de escritores nacionales y extranjeros permitió su liberación. Sin embargo, las torturas físicas y psicológicas a las que fue sometido minaron su espíritu y su capacidad creadora. Una vez liberado, salió del país y dio inicio a un largo exilio principalmente en España. En 1984, una vez restablecida la democracia en la Argentina, regresó a su país donde murió el 10 de octubre de 1986. Es autor de Mundo animal (cuentos), 1953; El pentágono; novela en forma de cuentos, 1955; Zama (novela), 1956; Grot (cuentos), 1957; Declinación y Ángel (relatos), 1958; El cariño de los tontos (cuentos), 1961; El silenciero (novela), 1964; Los suicidas (novela), 1969; Absurdos (cuentos), 1978; Cuentos del exilio (cuentos), 1983 y Sombras, nada más (novela), 1985. (GELOS, 2011; LORENZ, 1972, pp. 109-140).


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pentágono (1955) y Declinación y Ángel (1958)3, pero también podemos encontrarla en sus principales novelas como El silenciero (1964) y Los suicidas (1969), en las que breves menciones a la vida doméstica, a las diversiones, como el cine, y al ámbito laboral de la redacción de un periódico o revista, concretan un espacio verosímil identificable con el mundo cotidiano.

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Sin embargo, Zama (1956) , su novela más reconocida, transcurre en un tiempo pasado claramente señalado a partir de tres fechas –1790, 1794, 1799– que titulan respectivamente las tres partes de la obra y de alusiones dispersas a lo largo de la historia, que permiten la recreación de un mundo que el lector podría ubicar durante la etapa del Virreinato del Río de la Plata. Esta estrategia de ubicar la narración en un momento concreto, generalmente un pasado más o menos lejano, señalado tanto por fechas explícitas como por indicios diversos, reaparece en algunos cuentos, como “El juicio de Dios”, “Caballo en el salitral”, “Aballay”, “Tríptico zoo-botánico con rasgos de improbable erudición”, “Felino de Indias”, “Onagro y hombre con renos”, como así también en algunos relatos de Cuentos del exilio (1983). Es nuestro propósito analizar las menciones y alusiones a este tiempo pasado en alguno de los cuentos señalados – “El juicio de Dios”, “Caballo en el salitral” y “Aballay”4-para intentar desentrañar el sentido que tal temporalidad adquiere en los relatos, a fin de pensar, luego, en sus posibles implicancias con toda la obra dibedenettiana. Observamos que este interés se centra en etapas muy precisas que van desde un pasado cercano – que ubicamos a fines del siglo XIX y principios del XX- a un pasado casi olvidado y particularmente lejano como la Alta Edad Media. Nuestra hipótesis pretende demostrar que los momentos y hechos de ese pasado elegido plantean las aporías de una marginalidad que se relaciona con un proyecto narrativo que busca mostrar la centralidad de 3 Tanto El pentágono como Declinación y Ángel, ilustran las inquietudes experimentales del autor. En el primer caso, ya desde el subtítulo - “Novela en forma de cuentos”- se plantea una estructura fragmentada en la que las partes gozan de una relativa independencia que permite su lectura aislada pero también dentro del marco novelesco. En el segundo cuento, la obra muestra la indagación en torno a las imágenes cinematográficas y a cierto objetivismo del que Di Benedetto será precursor (LOUBET, 1970; BAJARLÍA, 1966; URIÉN BERRI, 1986). 4 Nos centramos específicamente en estos tres relatos pues en ellos puede verse una unidad espacial muy interesante dada por el desierto, ambiente que cristaliza y superpone tiempos diversos que serán analizados a continuación.


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tales márgenes, cómo aún desde ese lugar pueden contarse historias que, aunque mínimas y descentradas ellas mismas, rescatan los sentimientos y los pormenores de la existencia de los hombres olvidados en los arrabales de la historia. Subsidiariamente, señalaremos las relaciones que estas elecciones establecen con tradiciones locales, nacionales y universales. El pasado en Zama: ¿novela histórica? Como ya se señalara, la presencia de un pasado que coincide con la época virreinal y pre–revolucionaria en la novela Zama ha llevado a la crítica a estudiar de modo pormenorizado esta presencia histórica en sus

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páginas y a cuestionar y debatir sobre la ubicación, o no, del texto dentro de la novela histórica. Si bien no es posible hablar de una reconstrucción arqueológica del pasado, la crítica afirma, y el autor mismo ha corroborado, la fundamentación historiográfica del período referido. En una jugosa entrevista que le concede al periodista alemán Günter Lorenz, y refiriéndose a la génesis de Zama, Di Benedetto afirma Zama transcurre en Paraguay, una parte en Brasil, hacia fines del siglo XVIII. Imposible para mis recursos de 1955, cuando gestaba el libro, llegar al Paraguay. Menos podría haber llegado al Paraguay de 1790. Por lo tanto con el auxilio bibliográfico de la Universidad Nacional de Córdoba, estudié la orografía, la hidrografía, la fauna, los vientos, los árboles y los pastos, las familias indígenas y la sociedad colonial, las medicinas, las creencias y los minerales, la arquitectura, las armas, el guaraní, la lengua de los indios, costumbres domésticas, fiestas, el plano de la ciudad principal, los pueblos, el trabajo rural y la delincuencia del país. (LORENZ, 1972, p.132)

Malva Filer, con meticulosa dedicación, ha estudiado las posibles fuentes historiográficas de la novela, señalando, como la fundamental para su documentación, la obra de Félix de Azara, Descripción e Historia del Paraguay y del Río de la Plata y su Geografía física y esférica del Paraguay: Desde su primera página, se siente en la obra la presencia inconfundible de un suelo, una latitud y un paisaje. Para reconstruir este medio físico, el autor tenía a su disposición, presuntamente, las obras de cronistas, exploradores


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y geógrafos de la época de la Conquista. Es revelador, sin embargo, el hecho de que la acción de la novela se inscriba dentro del período correspondiente a los viajes de exploración y estudio de Félix de Azara, realizados como Comisario de la tercera partida demarcadora de los límites, por siglos en disputa, entre España y Portugal. (FILER, 1982, p. 28)

Con respecto a la recreación de la ciudad de Asunción indica, como fuentes más plausibles, La ciudad de Asunción, de Fulgencio R. Moreno, La Asunción de antaño, de R. de Lafuente Machain y la “Descripción histórica de la antigua provincia del Paraguay”, de Mariano Antonio Molas (FILER, 1982, pp. 37-38).

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Por otra parte, la figura de don Diego de Zama muy posiblemente haya sido inspirada en el corregidor Gregorio de Zamalloa, personaje estudiado por Efraín Bishop en su libro Doctor Miguel Gregorio de Zamalloa, primer rector revolucionario de la Universidad de Córdoba (1952) (FILER, 1982; CORRO, 1992)5. Aunque estas figuras, tanto la de realidad histórica y como la ficcional, difieren en su conformación moral y psicológica, ambas permiten entrar en contacto con similares aspectos del mundo colonial: “una burocracia ineficiente y elusiva, complicada por las intrigas y vanidades de sus funcionarios, quienes están forzados a una vida insatisfactoria y precaria, en alejadas regiones del Imperio, donde sólo los retiene la necesidad” (FILER, 1982, p. 54). Sin embargo, y a pesar de la bibliografía consultada por el autor, la novela crea su mundo por medio de alusiones, en las que el anacronismo también está presente –principalmente, señalan los críticos, en la actitud no religiosa del protagonista- y plantea una realidad interior del personaje más cercana al hombre medio del siglo XX que al criollo del XVIII. De hecho, el mismo Di Benedetto subraya que en el momento de la escritura “tiré toda la información por la borda y me puse a escribir” (LORENZ, 1972, p. 132). Este personal manejo del dato concreto que realiza el autor plantea la problemática de si Zama es o no novela histórica. De hecho él mismo afirma que “mi novela no es histórica, nunca quiso serla” (LORENZ, 1972, p.132), comentario que retoma Juan José Saer cuando afirma: “Se ha pretendido, a veces, que Zama es una novela histórica. 5 Jimena Néspolo aporta que “Di Benedetto elogió [el libro de Bischoff] en una reseña aparecida en el diario Los Andes en el mes de diciembre de 1952” (NÉSPOLO, 2004, p. 253).


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En realidad, lejos de ser semejante cosa, Zama es, por el contrario, la refutación deliberada de ese género” (SAER, 2004, p. 44).

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Más allá de las posibilidades de considerar a Zama como novela histórica o su refutación, polémica que en este momento no analizaremos, lo cierto es que existe una elección de un momento histórico determinado que, si bien más aludido que representado en detalle, crea una atmósfera que incide en la composición del personaje y en la interpretación que el lector contemporáneo pueda realizar del texto. En Zama, el tiempo de la acción coincide con una etapa más bien marginal de la historia del Virreinato: no es el momento de su creación, tampoco el de su disolución, sino un tiempo de crisis y de cambio, de soterrada y oscura gestación de los movimientos revolucionarios independentistas. Incluso la elección de esa ciudad de Asunción, apenas aludida a través de menciones a la tierra roja, a la arena y a algunas voces guaraníes, responde también a esta intención de señalar un espacio no central, sino soslayado, marginal que, aún en su nimiedad, esconde un drama existencial que merece ser relatado. O, precisamente, porque esa marginalidad, ese estar descentrado y fuera de donde ocurren las cosas importantes, suscita en los personajes una sensación de incomodidad, de desamparo, de dolor interior que es un buen tema para alguien que se ha propuesto como eje de su narrativa indagar en el hombre interior, en sus oscuridades y destellos para hallar el sentido de ese estar en el mundo. Asedios a la modernidad Dos relatos de factura magistral como “El juicio de Dios” y “Caballo en el salitral” plantean también datos concretos que permiten ubicar la acción en un tiempo determinado y preciso. En ambos casos, las coordenadas temporales se asocian con sucesos históricos de cierta trascendencia para el medio local. Sin embargo, no es el hecho en sí el que es desarrollado ficcionalmente, sino que se exploran las implicancias que ellos adquieren en un espacio fuera de los circuitos centrales, habitado además por seres marginales, cuyas vidas cotidianas son impactadas por estos sucesos, que los ingresan así en las zonas de lo absurdo. “El juicio de Dios”, publicado inicialmente en la colección Grot (1957), narra la extraña situación en que se ve envuelto don


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Salvador, jefe de ferrocarril en el Sur mendocino, más exactamente en el departamento de San Rafael, cuando en medio del desierto pide agua a unos agricultores. Su inocencia se ve puesta a prueba cuando es acusado por el clan familiar de ser el padre de una pequeña cuya madre ha abandonado la casa paterna dejando allí a la niña. Al verlo la chiquilla a lo llama “pa-pá” y esta simple enunciación lleva a la acusación. Como el hombre sostiene su inocencia, el clan propone someterlo al “juicio de Dios”: hay una zorra abandonada en medio de la vía, se espera a medianoche el paso del tren, si se produce la catástrofe será evidencia de su culpa, si Dios no la permite se juzgará inocente. El hombre, y luego los dos peones que lo acompañaban, son tomados prisioneros; el tren pasa pero logra parar a tiempo y no sucede el temido accidente.

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El inicio del cuento plantea un tiempo y un espacio claramente definidos: “El siglo ha comenzado unos siete años antes. San Rafael evoluciona”. Dentro de este inicio de siglo se contraponen dos tiempos simultáneos: uno moderno y progresista cuyos símbolos son, en este caso, la agricultura y el ferrocarril: “La tierra se racionaliza en colonias y en ellas enraizan la viña, los durazneros y los hombres. El ferrocarril ha llegado con la puntualidad de los que, si bien es cierto que ayudan, vienen a cobrarse una parte”. El otro, pone en evidencia las contradicciones de esta modernidad en un espacio aquejado por la soledad y alejado de las zonas centrales: “El ferrocarril. Organización inglesa. Organización. Pero allá, tan lejos, con tanta soledad en torno, hace falta mucha voluntad para que las cosas marchen sobre rieles” (DI BENEDETTO, 2006, p. 149). Los campesinos, a los que apela don Salvador en busca de agua fresca, pertenecen a un tiempo anterior, pre moderno, signado por una forma jurídica propia del medievo. La familia de agricultores se presenta como un clan patriarcal, fuertemente cohesionado, donde la posibilidad de actuar libremente es vista como traición al grupo. Es relevante la actitud violenta y machista que ve a la mujer una propiedad al servicio de los hombres que son los principales proveedores, lo que queda claramente de manifiesto al relatar el modo en que la hermana se alejó de la familia, abandonando, incluso, a su propia hija: “-Dejó a la chica, se fue y esta es ya una casa sin mujeres, porque la vieja… ¿Y quién hace ahora una comida decente, quiere decirme, quién lava la ropa y hornea el pan, quiere decirme?” (DI BENEDETTO, 2006, p. 160).


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Como el aislamiento impide llevar el caso ante un tribunal, los campesinos apelan a una forma jurídica antigua, propia del derecho feudal de origen germánico, conocida como ordalía o “Juicio de Dios” que consiste en una serie de pruebas a las que eran sometidos los acusados para demostrar su inocencia. El proceso penal se inicia por la simple presencia de una víctima que afirma ante su adversario haber sufrido un daño (FOUCAULT, 2009). En el cuento, la familia de campesinos ha sufrido un daño (la hija los ha abandonado, dejándoles a su vez a una niña pequeña) y al escuchar las palabras de la niña que llama “pa-pá” a don Salvador, puede designar tranquilamente al adversario. No hay indagación de la verdad, no hay posibilidad de testigos ni de palabras que permitan el descargo –como intenta vanamente hacerlo el jefe del ferrocarril- sólo la prueba, irracional si se quiere, del Juicio de Dios. En el relato la tensión surge de la focalización en el personaje de don Salvador que se sabe inocente pero además responsable por una futura tragedia que se desencadenará también sobre otros inocentes, si el tren llegara a descarrillar. El cuento plantea la presencia de un cronotopo complejo donde, en el mismo espacio, coexisten dos temporalidades: la modernidad simbolizada en el tren, junto con un tiempo pre-legal, sin leyes y sin condenas, como se observa en la irónica frase del inicio: “San Rafael evoluciona. El cuatrerismo decae porque el ganado es menos, sólo por eso” (DI BENEDETTO, 2006, p. 149). El personaje de don Salvador, asociado al progresismo del tren, cree vivir en la modernidad. De hecho, la presencia de agricultores en medio del desierto lo hace pensar en seres civilizados y racionales (“y luego percibe la forma civilizada de los surcos”, (DI BENEDETTO, 2006, p. 151), su ingenuidad en la comprensión de ese medio, le resulta terrible pues se ve envuelto en una situación absurda y, posiblemente fatal. La racionalidad, a la que intenta apelar una y otra vez, se ve constreñida por esa apelación al Juicio de Dios, que es en última instancia el único que puede saber la verdad: “Dios debe estar enterado y tiene que decirlo” (DI BENEDETTO, 2006, p. 162). En suma, la presencia de un tiempo pasado y a la vez cercano permite al narrador mostrar las aporías que plantea una modernidad fuera de época en un territorio que a duras penas puede lograr entrar en el presente. La marginalidad se manifiesta como contraposición a


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las ficciones centrales –Inglaterra en este caso- que pretenden que ese margen se ponga a tono, se introduzca sin más en la modernidad, sin percatarse que la brecha es, en definitiva, de siglos.

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“Caballo en el salitral” fue publicado inicialmente en El cariño de los tontos (1961). La narración plantea con claridad dos partes, una donde los hombres son protagonistas y otra donde los animales de la aguada ocupan el centro de la acción. Al inicio, Pedro Pascual, sencillo campesino, se detiene en una pequeña estación en medio del desierto a ver el paso del “tren del rey”. Esta demora será fatal porque en el viaje de regreso lo sorprende una tormenta y un rayo lo incinera, el caballo que guía su carro es cegado y el animal queda solo en medio de una efímera aguada del desierto. El resto del relato muestra la vulnerabilidad y el declive del caballito que muere de hambre uncido a un carro lleno de heno. Todo el cuento es una hermosa oportunidad para reflejar la vida silvestre que surge espontánea tras las lluvias, y destacar la importancia de una naturaleza donde el ciclo de la vida siempre continúa. Sin embargo, a efectos de nuestra hipótesis de lectura, es la primera parte, donde se desarrolla el drama humano, la que me interesa destacar. El epígrafe que encabeza el relato nos da una brevísima indicación temporal “Agosto de 1924” y dos hechos mencionados de modo tangencial –Zanni, el volador, y “el Tren del rey”- corroboran este momento. El cuento se abre con la imagen del avión: “El aeroplano viene toreando el aire” y, a continuación y de modo inmediato, aparece el espacio terrestre marcado por la pobreza y el aislamiento: “Cuando pasa sobre los ranchos que se le arriman a la estación…”. La mirada –en un interesante uso de la perspectiva cinematográfica- retorna al avión, ahora para señalar su rápida desaparición: “Ya está de la otra mano, perdiéndose a ras del monte”. Esta aparición de la modernidad en medio del paisaje del desierto es efímera y de ella sólo queda el eco de las voces que hablan de un hecho concreto aunque extraño en ese medio, en un guiño a un lector culto e informado: -- ¿Será Zanni…, el volador? -- No puede. Si Zanni le está dando la vuelta al mundo. -- ¿Y qué, acaso no estamos en el mundo? -- Así es; pero eso no lo sabe nadie, aparte de nosotros. (DI BENEDETTO, 2006, p.233)


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El diálogo hace referencia al aviador argentino Pedro Leandro Zanni (1891-1942) quien inició una frustrada vuelta al mundo en avión el 26 de julio de 1924, partiendo desde Amsterdam6 rumbo al Oriente. La alusión al aviador y su hazaña, permite plantear el tema del singular modo de “estar en el mundo” de estos pobladores del desierto, en relación con los sucesos de cierta importancia relevados por los diarios de la época. El segundo hecho se refiere a la visita a la Argentina del Príncipe Humberto I de Saboya, quien llegó a nuestro país el 6 de agosto de 1924, en un viaje que incluía no sólo la Capital Federal, sino las zonas donde se asentaban las principales colonias italianas, como Rosario, Tucumán, Córdoba y Mendoza:

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Pedro Pascual oye y se guía por los más enterados: tiene que ser que el aeroplano le sale al paso al “tren del rey”. Humberto de Saboya, príncipe de Piamonte, no es rey; pero lo será, dicen, cuando se le muera el padre, que es rey de veras. Esa misma tarde, dicen, el príncipe de Europa estará allí, en esa pobrecita tierra de los medanales. (DI BENEDETTO, 2006, p. 233)

La presencia de estos sucesos supuestamente históricos tienen una dimensión insignificante en medio de la terrible llanura desértica: “¿Eso, el tren del rey? ¿Una maquinita y un vagón dándose humo? No puede ser; sin embargo, la gente dice…” (DI BENEDETTO, 2006, p. 324). Aunque se señale que el vagón pequeño es sólo la escolta del verdadero tren que lleva al príncipe, la presentación de este último, hace resaltar su carácter circense, así como su irremediable incongruencia dentro de esa tierra adusta: Ahora Pedro Pascual se reintegra al sitio donde está parado. Ahora lo entiende todo: la maquinita era algo así como un rastreador, o como un payaso que encabeza el desfile del circo. El ‘tren del rey’, el tren que debe ser distinto a todos los trenes que se escapan por los rieles, viene más serio, allá al fondo. 6 El 7 de diciembre de 1922, Pedro Zanni solicitó al Aero Club Argentino que patrocinara su proyecto para dar la vuelta al mundo en aeroplano. El viaje se inició el 26 de julio de 1924 en Amsterdam, en un Fokker C.IV. Cuando llegó a Hanoi el 18 de agosto, luego de recorrer 12.000 km, un percance destruyó su nave, pero prosiguió su viaje en un avión similar. El 11 de octubre llegó a Tokio, totalizando un recorrido de 17.000 km, pero no pudo continuar debido a las malas condiciones meteorológicas. Anteriormente, había pasado por la ciudad de Mendoza, en su intento por cruzar la cordillera de los Andes.


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Es distinto, se dice Pedro Pascual. Se da razones: porque en el miriñaque tiene unos escudos, y dos banderas… ¿Y por qué más? Porque parece deshabitado, con las ventanillas caídas, y nadie que se asome, nadie que baje o suba. El maquinista, allá, y un guarda, acá, y en las losetas de portland de la estación un milico cuadrado haciendo el saludo, ¿a quién? (DI BENEDETTO, 2006, p. 234)

También se resalta el alejamiento existente entre el príncipe, ciudadano del mundo y esos hombres marginales; la falta de contacto entre el tren que parece deshabitado y la gente del pueblo que de algún modo quiere, por una parte, resaltar –sin resultado- su propia presencia y, por otra, desconocer al otro, que también la desconoce:

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La poblada que no se animaba, se cuela en el andén y nadie la ataja. Los chicos están como chupados por lo que no ocurre. Los hombres caminan, largo a largo, pisan fuerte, y harían ruido si pudieran, pero las alpargatas no suenan. Se hablan alto, por mostrar coraje, mas ni uno solo mira al tren, como si no estuviera. (DI BENEDETTO, 2006, p. 235)

El texto plantea una confrontación entre la civilización -el avión y el tren- y la naturaleza, cuando se señala la conformación de una tormenta que será fatal para el personaje: “Pedro Pascual desatiende. Lo llama esa carga de nubes azuladas, bajonas, que están tapando el cielo” y luego la imagen del tren y su humo enredándose ente las nubes: “La maquinita pita al dejar de lado la estación y a Pedro Pascual le parece que ha asustado las nubes. Se arremolina, cambian de rumbo, se abren, como rajadas, como pechadas por un soplido formidable” (DI BENEDETTO, 2006, p.234). Al final de esta secuencia, el avión es apenas un punto en el horizonte y el tren pasa sin siquiera reparar en esas pobres gentes que esperan ansiosas una señal que les indique que ellos son también parte del mundo. Sin embargo, la demora del personaje, entretenido con esta supuesta salida de la marginalidad a través de la presencia de lo civilizado y europeo en estas tierras, resulta fatal pues la tormenta lo sorprende y le quita la vida: “Tendrá que arrepentirse, Pedro Pascual, de la curiosidad y de la demora; aunque poco tiempo le será dado para su arrepentimiento” (DI BENEDETTO, 2004, p. 235). A partir de un hecho que fue importante y celebrado en su tiempo como la visita de Humberto de Saboya, Di Benedetto construye un relato


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que, al menos en la primera parte analizada, confronta nuevamente la existencia de una modernidad que no llega a incidir verdaderamente en las vidas de estos seres marginales de “la pobrecita tierra de los medanales” y si lo hace es para distraerlos de su entorno lo que resulta, a la postre, fatal. No hay punto de contacto, la modernidad pasa – como el tren, como el avión- pero ese espacio continúa inmerso en una temporalidad distinta, marcada por la presencia del caballo y el sulky que es el transporte que utiliza Pedro Pascual. Dos modos dispares de estar en el mundo y nuevamente las contradicciones de una modernidad que no alcanza a todos por igual. Aballay: una tradición de los márgenes

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“Aballay”, que integra la colección Absurdos (1979), es la historia de un hombre que ha matado a otro y que, en medio del desierto, decide purgar su condena a través de la extraña penitencia que, a semejanza de los antiguos estilitas, lo lleva a montar a un caballo para no bajar nunca sino hasta que su destino lo obligue a ello. Julio Premat, en un sugestivo ensayo, relaciona a “Aballay” con la tradición gauchesca y con la lectura realizada sobre esta tradición a partir de la generación del Centenario, para reflexionar luego sobre ciertas notas del escritor argentino en relación con las tradiciones escriturarias locales. Para Premat existe […] una especificidad del sistema literario argentino, que impone o supone (que impuso o supuso, ya que el fenómeno acaso esté terminado) “pasar” por la tradición, o por cierto diálogo más o menos conflictivo con ella, para integrarse en ese sistema literario o para definirse en tanto escritor argentino (la tradición, es decir, los avatares de lo popular-gauchesco, objeto de una prolongada serie de debates y reescrituras, desde la generación del Centenario a “El escritor argentino y la tradición” de Jorge Luis Borges)” (PREMAT, 2005, p. 1139).

Sin embargo, indicios dispersos en el mismo cuento permiten establecer otras tradiciones, marginales por cierto, que surgen de la tensión entre un pasado local de origen popular y otro europeo, de raigambre religiosa. El espacio se configura de modo ambiguo, aunque diversas alusiones a lo largo del relato permiten asociarlo con un espacio regional determinado. Al inicio de la historia una brevísima descripción indica


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elementos que pueden identificarse con la zona de las Lagunas de Guanacache7: La capilla, que se levanta sola encima del peladal en medio del monte bajo, sin viviendas ni construcción permanente que se le arrime, se abre para las fiestas de la Virgen, únicamente entonces tiene servicio de sacerdote, que llega de la ciudad, allá por la lejanía, de una parroquia de igual devoción. (DI BENEDETTO, 2006, p. 315)

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A continuación, se mencionan los peregrinos que llegan de zonas lejanas, y que se oponen a los laguneros (“Aballay presenció un casorio, de laguneros, muchos bautizos de forasteros”) y, más adelante, se acerca junto al cura a “una familia venida de Jáchal”, zona ubicada al norte de la provincia de San Juan. La vida que surge en medio del desierto para estas fiestas de la Virgen, los vivaques, los cantos en la noche, (“Se van pasando los nueve días entre rezos y procesiones; las noches, atemperadas con costillares dorados, con guitarras, mate y carlón”, DI BENEDETTO, 2006, p. 315), recuerdan las festividades a Nuestra Señora del Rosario, vigentes aún hoy en la región8. El espacio del peregrinar de Aballay a lo largo de los años puede ubicarse en la extensa travesía que se extiende por el noreste de Mendoza, sur este de San Juan, sur de la Rioja, norte de San Luis hasta llegar a la zona de Traslasierra en el oeste de la provincia de Cuyo, la mención a puesteros –habitantes propios de la zona-, a los indios mansos que llevan pescado (“En una noche tropieza con cuatro indios mansos. Desprendidamente, le ofertan pescado, que a poco hiede. Está crudo, lo transportan en canastas de totora expuesta al sol, a campo traviesa, para feriar en poblado” DI BENEDETTO, 2006, p. 323)9, más algún topónimo aisla7 “La travesia de Guanacache es un espacio de 10.000 km2 en el nordeste de la provincia de Mendoza. […] La flora y la fauna que pueblan la región son las características de las zonas áridas de nuestro país […]. Las lluvias no superan los 150 mm por año, concentrados en el verano” (Lobos, 2004, 2). 8 Las Lagunas de Guanacache y su zona de influencia conservan aún hoy vigentes una serie de tradiciones muy antiguas como las fiestas religiosas, especialmente las marianas. “Cuatro son sumamente importantes: La fiesta de las Lagunas del Rosario, la de Asunción, la de San José y la del Cavadito, que congregan, algunas, cerca de 20.000 personas. Estas fiestas han adquirido la forma de cualquier fiesta religiosa en cualquier lugar de Latinoamérica: una romería donde coexisten el sentimiento religioso más piadoso, el juego, la prostitución, y el comercio más desembozado […] Las fiestas religiosas durante el día se transforman en fiestas paganas durante la noche con abundante alcohol lo que suele derivar en frecuentes peleas, duelos a cuchillo y a veces, muertes” (LOBOS, 2004, p. 2). 9 Tradicionalmente los habitantes de las Lagunas, muchos de ellos indios huarpes, comerciaban


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do, posibilitan esta asociación10. Sin embargo, las escasas menciones a la flora y a la fauna, tan presentes en otros textos, subraya una buscada ambigüedad espacial, en un intento de universalizar ese espacio del desierto para asociarlo más fácilmente con ese otro desierto, evocado, el oriental, el de los monjes.

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Por otra parte, el tiempo en que se ubica la historia es también bastante impreciso. En primer lugar encontramos una ambigua alusión a Facundo Quiroga: “Se nombra a Facundo, por una acción reciente. (‘¿Qué no es que lo habían muerto, hace ya una pila de años…?’)” (DI BENEDETTO, 2006, p. 316), pero luego, la mención al caballo y la carreta, como medios de transporte, a la pulpería, como espacio de socialización; a los juegos de la taba, la baraja y las riñas de gallo, a las relaciones tensas entre la autoridad policial y Aballay (que remiten al tema de la vagancia y la papeleta de conchabo), confirman un tiempo que podría ubicarse en la segunda mitad del siglo XIX. Resulta interesante la asociación de una figura de hombre que ha matado, como es Aballay, con un espacio como el de las Lagunas en el siglo XIX. Tradicionalmente, Guanacache fue refugio de indígenas de variadas etnias, de asesinos y malvivientes aunque también hallaron allí protección los restos de las montoneras vencidas por las tropas unitarias y luego liberales. Famosos personajes populares vivieron en la zona, por ejemplo, la Martina Chapanay, guerrera que combatió junto a Quiroga y que, a la muerte del caudillo, se refugió en Guanacache para formar parte, más adelante, de las huestes del Chacho Peñaloza. También puebla esta región otra figura mítica como Santos Guayama, parte de la montonera de Felipe Varela que fue vencida por Mitre y sus restos dispersos, y luego refugiados, como maleantes, en la zona de las Lagunas11. Tratados pescado fresco con la ciudad de Mendoza. Al secarse las lagunas debido al aprovechamiento de las aguas de los ríos para riego en el oasis, determinaron el fin de tales actividades. 10 En el cuento, se menciona la ciudad de San Luis: “[…] ni nunca ha visto más que las de un pórtico [se refiere a las columnas], en la iglesia de San Luis de los Venados” (DI BENEDETTO, 2006, p. 319). 11 Las lagunas serán zona de resistencia que alcanza su máxima expresión en la segunda mitad del s. XIX. Señala Lobos: “La Martina Chapanay, oriunda de estas lagunas comenzó a recorrer estas tierras desde 1820 plegándose a Facundo Quiroga primero y luego a los más importantes caudillos federales de la zona o dedicándose a robar, en su defecto, a los viajantes de la ciudad, pero jamás se quedó con nada para sí, porque ella lo repartía entre los pobres, como dicen que aceptó cuando se batió a duelo con el asesino del Chacho Peñaloza, Pablo Irrazábal (Chumbita, H. 2000, p. 114). En los años 1861 a 1863 los laguneros se alzaron siguiendo al Chacho Peñaloza.


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como asesinos y ladrones por las autoridades de San Juan y Mendoza, estos hombres, y en especial Guayama, fueron considerados verdaderos adalides por el pueblo pobre. La vida y la muerte de Santos Guayama adquiere visos legendarios porque circulaba la idea de que lo habían matado muchas veces pero luego volvía a reaparecer. Lo cierto es que fue apresado y matado sin sentencia firme por el gobernador de San Juan, Agustín Gómez, a pesar de los esfuerzos del cura Brochero para lograr su indulto (FELGUERAS, 1985). El cariño de la gente ha mantenido vigente su figura, asociada popularmente con una devoción muy difundida en la zona, la de San Roque12. Surge, junto a los bandidos de las lagunas, una figura cuyas resonancias encontramos en el inicio del texto de Di Benedetto, la de José Gabriel, “el cura”, Brochero, reconocido personaje de la zona: Se encuadra también en este perfil el cura Brochero. Gran amigo del montonero Santos Guayama, y conocido como el “cura gaucho” por sus orígenes rurales, su vestimenta /y su pintoresco modo de hablar; practicó anticipadamente la “opción por los pobres”, entre quienes vivió siempre, e incluso contrajo lepra a raíz del asiduo contacto con enfermos de este mal. (LOJO, 2007, pp. 9-10)

Otro aspecto de las tradiciones populares encontramos asimismo en este cuento de Di Benedetto: Me refiero al tema de las canonizaciones populares. Es común en nuestro país, principalmente en las clases más populares, dar culto informal, como si fueran santos, aunque evidentemente al margen de la Iglesia como institución oficial, a una serie de personajes de variadas procedencias: bandidos rurales, montoneros, maestros espirituales y sanadores y hasta figuras de la canción popular contemporánea. No siempre estas figuras son modelo por su vida de heroica virtud o de ejemplaridad cristiana, pues muchos de ellos vivieron al margen de la ley, sin embargo todos representan una forma de acercamiento indiscutible a las clases populares, principalmente En 1866 Santos Guayama hizo de la travesía de Guanacache su lugar, se convirtió en referente de todos los desplazados por esta ‘modernidad’ que había llegado con el siglo a las Lagunas, y combatieron a sus representantes ya sea plegándose a las tropas de los caudillos federal se ya sea actuando como bandoleros sociales asolando los pueblos del norte de San Luis, San Juan y Mendoza. Un bandido social que representaba de alguna manera el descontento de toda esta gente desplazada, huarpes y criollos por igual” (LOBOS, 2004, p. 12). 12 La vida legendaria de Santos Guayama ha sido motivo también para la literatura. Entre otras obras mencionamos el cuento de María Rosa Lojo “La vida eterna de Santos Guayama” (LOJO, 2007, pp. 115-131) y la hermosa novela de Rolando Concati, El tiempo diablo del Santo Guayama (2003).


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a través del sufrimiento o la muerte prematura que suele ser una de sus características decisivas (LOJO, 2007, pp. 8-10). En el caso de nuestro relato, Aballay es transformado, ante su propia incredulidad, en un verdadero santo a quien la sencilla gente del pueblo acude en busca de un milagro. Como en el relato el proceso ocurre durante la vida del personaje, el narrador puede observar los efectos de este desarrollo en el mismo Aballay, mostrando a la vez la interconexión existente entre la gente y el objeto de su devoción. En un primer momento, el surgimiento de su fama, como señala Premat13, es consecuencia de un malentendido:

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Aballay observa los dineritos que podrían ser suyos, si se humillara a solicitar que alguien los recoja del polvo y se los ponga más al alcance. Podría tomarlos él mismo, corriéndose por la barriga del animal, asido de la cincha, pero daría risa, y tendría que pelear. Considera con vaga tristeza el doble relumbrón que lo espera, enfila hacia el palenque a desatar el parejero, y parte. Desde entonces, por ese gesto, para los testigos nada fácil de descifrar y que tendría relación con el desprendimiento, a Aballay le nacen famas. (DI BENEDETTO, 2006, p. 322)

Aballay no es consciente de lo que su extraña actitud provoca y, si bien ésta aparece a los ojos del otro como un desabrimiento de lo material, no es menos cierto que tiene relación con su extraño sistema ético por el cual no puede bajar de su caballo, pero tampoco dejarse manchar la honra, provocando la risa. Su extraño modo se extiende entre la gente y sus famas lo preceden, ambiguas, por cierto, pero como recalca el texto: “dentro de una concepción del bien” (DI BENEDETTO, 2006, p. 326)14. Aquí se inicia el proceso recíproco de esta canonización. Por una parte, Aballay plantea una actitud insólita, la gente sencilla del pueblo reconoce en esta actitud una señal y la comenta (“Lleva su cruz”), a lo que suma luego una actitud de reverencia: “Van ellos, entonces, a rendir su ofrenda –pan y vino, como principio- a ese peregrino extraño que, según decires, no 13 “Este proceso es la dramatización entonces de un malentendido: el criminal, el excluido, el culpable, se convierte, sin buscarlo, en el centro espiritual de la región. Por supuesto, esta exaltación de un gaucho malo, esta construcción casual de un héroe, ficcionaliza la recepción del Martín Fierro en su momento y la mitificación paradójica de la crítica nacionalista (la transformación del gaucho perseguido en fundador, en antepasado mítico). La historia de Aballay repite el Martín Fierro y multiplica sus eventuales interpretaciones” (PREMAT, 2005, 1144). 14 De hecho las canonizaciones populares no se detienen en la bondad o la virtud del héroe sino que es un proceso mucho más complejo, oculto e inconsciente.


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descabalga nunca” (DI BENEDETTO, 2006, p. 327), hasta el momento culminante en que, a pesar de su extrañeza y espanto, le piden que obre un milagro: Una mujer le pide que le salve al hijo. Aballay no entiende. ¿Qué le ayude a llevarlo adonde se pueda dar con un médico…? No. Qué él lo bendiga y el niño se pondrá sano. Aballay se espanta de esta atribución: lo están confundiendo con un santón. Después se duele: “De haber podido, yo…” (DI BENEDETTO, 2006, p. 336)

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Sin embargo, y a pesar de su origen en un malentendido, el narrador remarca el modo en que Aballay va purificando el sentido de su peregrinar, hasta el momento final en que se inmola para ayudar al otro al que hirió sin quererlo. Lojo señala que En la relación con los santos populares, esos santos que comparten con sus fieles la intemperie de la vida, cercanos, hermanos, inmediatos, se acorta la brecha entre lo sagrado y lo profano. Gracias a sus figuras, que emergen de una historia común con los devotos, del mismo horizonte cultural, Dios baja del Libro y el púlpito, y no sólo habla por su intermediario sino que también obra. Se atenúa el obstinado silencio divino, y parece perder su implacable opacidad el misterio de lo totalmente Otro, de lo Trascendente, que ha dejado el mundo a la deriva después de crearlo. La memoria de la comunidad y también sus utopías se replantean y reafirman en estos itinerarios representativos (LOJO, 2007, p. 17).

Estimamos que en “Aballay”, el narrador de alguna manera quiere dar cuenta de esta tradición popular, vigente y operante, no solo en el siglo XIX sino en su propia contemporaneidad, que abre de modo extraño las puertas al misterio en medio de la vida cotidiana y sufriente. Por otra parte, estas tradiciones populares, tanto la referida a las lagunas de Guanacache y sus habitantes, como a las canonizaciones populares, también han sido rescatadas por la cultura letrada, principalmente en la obra de Juan Draghi Lucero, como La cabra de plata y Cuentos mendocinos, de modo tal que se abre así otra genealogía letrada, aunque no nacional sino regional, con la que podría dialogar el cuento. Retornando al tema de los pasados que aparecen en el relato, al tiempo ambiguo, ya comentado, se superpone otro mucho más alejado y que podemos asociar al medievo. Tal época es evocada, en


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primer momento, en el sermón del cura que escucha Aballay y que lo sobrecoge profundamente: “En el sermón de la tarde, el fraile ha dicho una palabra bien difícil, que Aballay no supo conservar, sobre los santos que se montaban a una pilastra” (DI BENEDETTO, 2006, p. 315). Posteriormente, el diálogo con el sacerdote aumenta las precisiones en torno a los anacoretas y estilitas15, e incluso se brindan los nombres de dos reconocidos santos como Simón el Mayor16 y Simón el Menor17. Luego, este tiempo antiguo con su halo legendario aparece en tres sueños del personaje, en los que se observa una especie de competencia con antiguos estilitas para ver cuál de ellos es el más santo: “De todos modos, uno y otro lo pasaban pendientes de quién cayera primero [...]. Después de unos cien años de rivalizarse, ninguno ganó en morirse. Los dos quedaron sin gestos justito en el mismo instante, y se secaron de a poco. Después se desmenuzaron como un par de panes viejos” (DI BENEDETTO, 2006, p. 337). “Aballay” plantea, al igual que los relatos anteriores, la convivencia de tiempos diversos en un mismo escenario. Sin embargo, en este caso, no lo hace para mostrar los absurdos de una modernidad fuera de tono, sino para dotar de espesor cultural al cronotopo creado. El desierto asume una tradición propia, atemporal, en la que se superponen y hallan resonancia pasados varios, locales y cercanos unos, alejados en tiempo y espacio, otros, pero ambos vigentes en un relato que muestra la humanidad de personajes menores, nuevamente marginales, que hallan acogida en el sentir profundo de una cultura popular. 15 Los anacoretas eran ermitaños que, siguiendo los modelos de San Juan Bautista y el mismo Cristo, se retiraban al desierto, principalmente de Egipto y Siria, para mortificar su carne, haciendo penitencia.La más extraña forma de ascetismo fue la adoptada por los estilitas que vivieron durante años sobre el tope de altas columnas, desde las cuales exhortaban e instruían a sus discípulos y a la gente que acudía por sus enseñanzas. Los canonistas distinguen cuatro diferentes especies de ermitaños entre los que reconocen a aquellos que, sin ninguna autoridad eclesiástica, adoptan el habitus eremiticus y viven sin sujeción a una regla (Enciclopedia Católica on Line, http://ec.aciprensa.com/wiki/Anacoretas, 12/8/015). Nos atrevemos a señalar, dada la experticia de Di Benedetto, que la extraña referencia a estos monjes penitentes puede relacionarse con la película de Buñuel “Simón el estilita” (1965). 16 San Simeón Estilita el Viejo (388-459) fue el primero y, probablemente, el más famoso de una larga serie de estilitas o “ermitaños del pilar”, que durante más de seis siglos, en toda la cristiandad oriental, adquirieron fama de santidad debido a su extraña forma de ascetismo. 17 San Simeón Estilita el Joven nació en Antioquía en el 521; falleció en ese mismo lugar el 24 de mayo de 597. Simeón se entregó desde muy joven a una ascética y, siguiendo el ejemplo de otro ermitaño del pilar, de nombre Juan, que actuaba como su director espiritual, mandó a erigir un pilar para sí mismo cercano al de su maestro. Mantuvo este modo de vida durante 68 años.


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Esbozo de conclusiones

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El sesgado recorrido realizado por algunos de los cuentos más interesantes de Antonio Di Benedetto permite apreciar que junto con el tiempo actual, presente en gran parte de su obra, encontramos referencias bastante precisas a un tiempo pasado que se extiende entre mediados del siglo XIX y principios del XX, asociado a la zona marginal del desierto cuyano. La elección de este momento en los dos primeros textos, a través de fechas y hechos relevantes precisos, permite observar la encrucijada entre una modernidad que inexorablemente avanza en un medio que parece vivir en otra época, a juzgar por los códigos que utilizan sus habitantes, o bien en un espacio que se considera tan marginal que prácticamente queda fuera del mundo. Este interés por la marginalidad, no tanto en sentido social sino cultural, también se observa en el último de los textos comentados, “Aballay”, donde puede analizarse la presencia de un tiempo ambiguo, pasado en el que se superponen lo local y lo universal, en una serie de estratos que configuran una particular reflexión sobre la cultura de los márgenes. Hemos visto que el cronotopo predominante en el cuento evoca –a nuestro juicio – un lugar determinado de la cultura cuyana en un momento en el que ese espacio – las Lagunas de Guanacache y zona de influencias- se asociaba a la marginalidad de lo criminal. Este interés por lo no central puede ser considerada una característica muy marcada de la poética de Antonio Di Benedetto quien como escritor se posiciona a sí mismo al margen de los circuitos intelectuales de su época y desde esa marginalidad busca encontrar una voz propia que dialoga tanto con lo universal y lo nacional como con lo regional y más cercano.


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Molloy, sempre tão literária 200

Paloma Vidal1

Universidade Federal de São Paulo

Paris, 1958. Sylvia Molloy chega à cidade que conhece através de livros. Cidade que deseja e teme, ao mesmo tempo. Relembrando a chegada de trem, na estação Saint Lazare, evoca Ruben Darío e uma comoção que ela não chega a sentir. “Não tive tempo de preparar a pose correspondente”2 (MOLLOY, 2012, p. 16), diz então. Gostaria de tratar desse modo de estar na cena da narradora desse texto e de outros de Molloy, recuada da pose, deslocada, observando a certa distância, com um diferimento marcado pela ironia, que serve de antídoto contra a melancolia, sempre à espreita. Esse modo está determinado, em boa medida, pela sua relação com a leitura. Esses textos são o que Roland Barthes chamaria de “textos-leitura” (1984)3 escritos enquanto se lê, a partir do que se lê, 1 palomavidal@yahoo.com 2 Todas as traduções de textos cuja referência não aparece em português foram feitas por mim. 3 É conhecida a divisão que faz Roland Barthes em “Sur la lecture” entre duas imagens da leitura: uma mais metafórica, poética, plástica até, ligada ao prazer com certas palavras, com certos arranjos de palavras, próximo do prazer infantil com os primeiros balbucios; outra mais metonímica, narrativa, que depende do suspense e da descoberta de um sentido a ser revelado


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cada vez que a leitura se interrompe para dar lugar a um sujeito, escritorleitor. Penso, por exemplo, num texto intitulado “Patagônia”, do livro Varia imaginación (2004), com a seguinte abertura: “Ultimamente me interessam textos de viajantes à Patagônia” (MOLLOY, 2004, p. 59). E em seguida: “Cedo a uma moda leitura, eu sei”. Nessa passagem, alguns aspectos que marcam estes textos: de saída, a primeira pessoa, um eu à mostra, como leitora. Esse eu é Molloy, nós sabemos, professora, acadêmica, escritora; alguém que escreve a partir de suas leituras. Se o eu se faz presente, ao mesmo tempo se deixa encobrir por uma leitura que é da moda, que deriva do senso-comum, o que por sua vez não se desaproveita, uma vez que é desse sentido cultural compartilhado que surgirá o texto-leitura, no sentido que fica claro logo em seguida: “Mas para além desse interesse mais ou menos cultural, a Patagônia marca lembranças de infância, sobretudo uma”. Começa então a escrita, um percurso singular em que a Patagônia da moda se tornará um lugar da memória. Sugestivamente, o que se relembra não é a Patagônia propriamente, mas um viajante, uma viagem, a do seu pai a esse lugar. “Talvez minha lembrança seja de sua primeira viagem” (MOLLOY, 2004, p. 59), diz a narradora. Além de deslocado, o que se relembra é também opaco, duvidoso, atravessado pelo “talvez” do esquecimento. Desenredar a estranheza de uma lembrança ligada à experiência de outro, em que as datas, os horários, as causas se esfumaçam, é o que gera o percurso de escrita, que chega até o presente. Que vai chegando, a cada frase, enquanto se escreve. A lembrança não é um conteúdo pronto que se acessa. Ela vai sendo gerada no processo de escrever, performativamente; por exemplo, através de parênteses que abrem espaço para informações que buscam iluminar um pouco o caminho: “(que não necessariamente era de madrugada, no inverno ainda é de noite às 6)” (p. 59). A Patagônia – revisitada pela mediação da leitura, pela mediação da experiência de outro – que deixa, especialmente, uma marca na narradora se vincula a um relato sobre como um vento brutal – o “e então?”, ligado também ao prazer infantil por descobrir o que vem depois numa história. Mas, claro, como quase sempre em Barthes, há um terceira aventura da leitura, que o atrai mais: aquela que leva à escrita. Que desperta o desejo de escrever, porque, enquanto lemos, já estamos escrevendo um outro texto, que Barthes chama, em “Écrire la lecture”, de “textoleitura”, referindo-se ao que experimenta no livro S/Z, sobre a novela Sarrasine, de Balzac. Ver Le bruissement de la langue. Essais critiques IV, Paris, Seuil, 1984, pp. 44-45 e p. 34.


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faz tombar as ovelhas da região que, impossibilitadas pela pesada lã de se desvirarem, acabam morrendo nessa posição, com os olhos comidos por uma ave de carniça local. A lembrança aterrorizante fica como resto (“pequenos horrores tangíveis” (MOLLOY, 2004, p. 52), dirá Molloy em outro texto desse mesmo livro) ligado à incompreensão em relação ao pai: por que ele contava a ela essa história sabendo o quanto gostava de animais? A pergunta não tem resposta. Não precisa ter. Vale o escrito, poderíamos dizer, alterando um pouco o que está sugerido no título em português do livro de Molloy sobre a autobiografia na América Hispânica4. Vale o que se pode escrever a partir disso que sobrou. Vale a possibilidade de explicitar uma defasagem, entre presente e passado, entre o sonho e a realidade, entre a lembrança e o relato, entre Nova York e Buenos Aires, entre o outono e a primavera. Vale, quiçá ainda mais, a possibilidade de sobrepor esses tempos e espaços, no breve intervalo de duas páginas, às vezes nem isso. Em Varia imaginación – como também nos dois relatos sobre Paris de “El Paris de Molloy” ou em Desarticulaciones (2010), que formam um corpo de textos autobiográficos – se trata de uma escrita da memória. A narradora relembra. E para relembrar, ela sobrepõe tempos e espaços. “Duas lembranças se misturam”, diz o começo de “Costa atlântica”, outro texto de Varia imaginación. É um procedimento que se repete, como para assinalar um hiato intrínseco à memória, entre o que se lembra e o que se esquece, entre dois gestos, entre duas palavras, entre duas cenas – é aí que acontece essa escrita. Um gesto, vindo do passado, pode se imprimir numa cena do presente, quando a narradora percebe que um movimento trivial repetido por sua mãe durante o luto do pai retorna agora no seu corpo, que sempre rejeitou qualquer parecido com essa mulher, contrapondose à sentença materna: “Doutor, esta menina sou sem tirar nem pôr” (MOLLOY, 2004, p. 72). Uma dor no lado direito do corpo chama sua atenção para ele, tornando inevitável a frase: “Hoje me sinto doente”. Dessa frase a lembrança faz emergir outra, que traz de volta novamente a mãe: “O 4 “Vale o escrito” faz referência à prevalência do documento escrito numa disputa jurídica. A alteração refere-se, então, a tomar o sentido de “valer” não no sentido da “validade” mas da “compensação”.


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câncer não perdoa”. Ela a dizia referindo-se a uma mulher do bairro que adoecera e a frase retorna quando a própria narradora precisa se curar de um tumor. A melancolia está à espreita. A sobreposição é um modo de acolhê-la, ao mesmo tempo que, produzido o encontro entre passado e presente, algo se recupera. Barthes, agora nas páginas sobre a fotografia, em Câmara clara5, pode servir aqui como contraponto. A

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fotografia nos dá o senso da realidade e do passado do que se representa – o “Isso foi” (“Ça-a-été”), caráter dilacerador que para Barthes liga a fotografia à morte. Nela não há restituição possível, ele constata diante da imagem de sua mãe, tomado pela melancolia. A imagem não me permite recuperar nada. Ela se fixa num presente que é seu e que nunca mais vai voltar. Quem sabe só a escrita, nota também Barthes, por seu caráter sempre ficcional, possa produzir esse encontro impossível, como o que lemos no final do último texto de Varia imaginación, quando a narradora, em Nova York, pressente o latido de um cão, vindo de outro tempo, de outra cidade, um cão que latia cada vez que tinha frio. “Estou em Buenos Aires, digo a mim mesma, estou na casa dos meus pais. Não, não fui embora. Está refrescando, melhor entrar” (MOLLOY, 2004, p.105). Muitos dos textos de Varia imaginación, como este, fazem a narradora retornar. A Buenos Aires e a outros lugares da Argentina – sobretudo a Buenos Aires, cidade de onde partiu primeiro para morar na França e depois nos Estados Unidos. No já mencionado “Costa atlântica”, dois balneários próximos a Mar del Plata se confundem na lembrança da narradora, que não os reconhece numa viagem de volta. Mas não seria, neste caso também, um procedimento, ligado a uma concepção de escrita? Escrever é retornar, revisitar, reescrever. Isso se explicita em vários momentos dos ensaios de Molloy, em especial em Vale o escrito: “A literatura – toda literatura - é releitura” (MOLLOY, 2003, p. 30), frisa ela referindo-se aos contos de 5 Se ao iniciar a primeira parte do livro Barthes se dedica a indagar “por que traço essencial ela se distinguia da comunidade das imagens” (14), no final dela ele assume que “devia descender ainda mais em mim mesmo para encontrar a evidência da Fotografia” (96). Isso significará para Barthes naquele momento trabalhar a relação entre fotografia e luto. É o que ele faz na segunda parte a partir de algumas fotografias de sua mãe, a partir de uma em especial, que ele chama “a Foto do Jardim de Inverno”.


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Borges. Escrever é reler. Os textos de Molloy voltam, a outros textos, a outros lugares, a outras épocas. E começam a partir daí. Um pouco mais adiante, ainda no livro sobre a autobiografia, num contraponto dessa postura diante do escrito à máxima mallarmeana: “O Livro não é meta e, sim, prefiguração: dissonante conjunto de textos muitas vezes fragmentados, de partes soltas de escritas, é matéria para começos” (p. 31). Num livro como Varia imaginación é exatamente isso que está em jogo: textos em fragmentos, que retornam para poder começar.

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A leitura é uma via para o retorno. “Leio o livro de Adam Nossiter, Algeria Hotel”, começa outro fragmento, intitulado “Vichy”. Dessa leitura se desentranha a memória da primeira e única visita da narradora a essa cidade, no final dos anos 50, em que a chegada de uma jovem argentina, pesquisadora do escritor local Valéry Larbaud, foi notícia na imprensa. Ela tem então um breve contato com uma burguesia que certamente escondia suas relações de cumplicidade silenciosa com o governo colaboracionista de Vichy, mas que só a leitura, muitos anos depois, do livro do jornalista faz emergir como o que devem ter sido. Neste caso, é muito interessante a série de sobreposições que pode nos fazer pensar num modo contemporâneo daquela “distorção criadora” de que se falava no início de Vale o escrito: a partir da leitura de uma narrativa jornalística de um norte-americano, voltamos à lembrança de uma viagem a uma cidade europeia, cuja motivação é, por sua vez, literária – a pesquisa sobre um escritor francês cujo romance mais célebre, Fermina Márquez, tem como protagonista a filha de um banqueiro colombiano – e se reescreve agora com uma ironia que deixa em evidência as distorções implicadas no gesto autobiográfico de se voltar sobre o passado para reconstruí-lo a partir dos seus restos. O que restou? Um gosto apagado de um legume exótico comido no jantar na casa do prefeito de Vichy. A imagem da viúva de Larbaud vestida de menininha para satisfazer as fantasias eróticas do escritor. Desponta aqui toda a capacidade profanatória destes textos, herdada de uma tradição que interessa especialmente a Molloy. Com ela nos deliciamos, em Vale o escrito, diante das cenas de leitura de alguns célebres autobiógrafos argentinos, como Victoria Ocampo ou Domingo Sarmiento. O livro guardado em um lugar especial, para ser lido apenas em momentos precisos, sob a tutela de uma instrutora, chamada de Mademoiselle, no caso de uma cena narrada por Ocampo em sua Autobiografía.


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A voracidade com que Sarmiento aprende línguas estrangeiras, narrada no texto autobiográfico Mi defensa, para poder “traduzir para si mesmo” uma multidão de textos, tarefa que é a chave da formação e do progresso do indivíduo e da nação. As leituras estão aí como uma passagem para a escrita, como poderiam estar no caso de qualquer escritor-leitor, sendo que o que interessa ressaltar a Molloy é que se trata, no caso desses escritores latino-americanos, de “ler mal”, de uma apropriação “indevida”, que por sua vez serve ao propósito de criar uma escrita própria, o que “abre caminho para uma ilimitada quantidade de liberdade intelectual e imaginação criativa” (p. 47).

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Nesse sentido, vale ir às observações de Molloy sobre “o jogo de atribuições errôneas”, que a faz ligar Sarmiento a Borges. Ela se refere em especial às epígrafes de dois livros, Recuerdos de provincia e Facundo. No primeiro caso, os versos, traduzidos por Sarmiento, “Es éste un cuento que, con aspavientos y gritos, refiere un loco, y que no significa nada” são erroneamente atribuídos a Hamlet ao invés de Macbeth, o que Molloy lê como um lapso que revela a imagem que Sarmiento quer passar de si mesmo: não a de um assassino mergulhado em sentimento contraditório, mas a de um príncipe mal compreendido pelos seus. No segundo, Molloy se debruça não só sobre a epígrafe, mas sobre o seu contexto, isto é, as explicações que Sarmiento dá, em momentos diversos, sobre o contexto dessa citação. A frase, “On ne tue points les idées”, é erroneamente, ao que parece, atribuída a Fortoul e bem livremente traduzida como “A los hombres se degüella: a las ideas no”. Pertencendo, mais provavelmente, a Diderot, Sarmiento a teria extraído de um artigo publicado numa revista francesa por Charles Didier, omitindo essa fonte, além de atribuí-la a outro autor ou, no caso das explicações do contexto da citação que aparecem em cartas e outros textos autobiográficos, a autor nenhum, avançando um pouco mais no caminho da apropriação “indevida”. Diz então Molloy: “A citação de Sarmiento, precisamente porque é incorreta, falsa e impossível de classificar, desconcerta e desafia o leitor, recusa-se a ser assimilada. Nesse sentido, constitui verdadeiramente um gesto inaugural e caracteriza um modo particular de leitura, de escrita, de imposição de uma imagem de si” (p. 55). Leitura, escrita, imagem de si. Ler, escrever, figurar-se. Estamos num espaço conhecido dos textos de Molloy. No corpo de textos que


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me interessa aqui fica claro que os retornos às tradições literárias argentina, inglesa, francesa -, através da leitura, através da escrita de outros, é uma forma, complexificada, problematizada, de escrita de si.

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Esses retornos se dão, como dizia, como uma profanação. Trata-se de um gesto profanatório que não se dá exatamente, ao modo moderno, como a afirmação de um eu contra uma tradição. Embora o eu não se recalque, está sempre em vias de apagamento por trás de suas leituras, de seus esquecimentos, dos outros que habitam os textos. Vale se referir a um “gesto” para indicar, com Agamben, uma presença ausente. Referindo-se ao “autor como gesto”, ele assinala: “O autor marca esse ponto em que a vida esteve em jogo na obra”. Em cada escolha – de autor a ser lido, de tema a ser tratado, de geografia a percorrer – se afirma, nos textos de Molloy, um lugar de escrita, mas essa afirmação se funda sobre um diferimento que coloca o eu sempre em outro lugar. “Nessa obra à qual ele não obstante deu a vida, o gesto do autor é atestado como uma presença inconveniente e estrangeira” (AGAMBEN, 2005, p. 86). Nesse aspecto, entende-se mais claramente que a figura central desses textos seja a ironia, em que o sentido está necessariamente deslocado. Mais uma cena em trânsito, desta vez num “tal Hotel Suizo”, na província de Misiones, na cidadezinha de Puerto Rico. É mais uma viagem familiar. “Meus pais acreditavam na salubridade, tanto física como moral, das excursões” (MOLLOY, 2003, p. 43), diz na abertura de um outro fragmento que narra igualmente uma viagem ao interior da Argentina. A narradora retoma o olhar infantil, que torna as cenas entre patéticas e assombrosas, mas, sobretudo, que cercam de humor os equívocos provocados por diferentes formas de estrangeiridade: A francesa, mais atrevida, quis experimentar algo típico, o que nos recomenda, perguntou num castelhano bastante bom. Sem vacilar, a mulher respondeu, com seu acento alemão, então as berinjelas, assinalando uma travessa enorme, banhada de sol. A isto se seguiu o desconcerto pelo jota impronunciável, a consulta do glossário (a palavra faltava), e minha intervenção como linguaruda. Aubergine, disse, não sem inquietude, lembrando da talvez exagerada embora não infundada desconfiança de minha mãe das comidas sem refrigerar. Os franceses devoraram grandes quantidades de berinjela em escabeche, maravilhando-se de que fosse um prato típico do norte argentino, mais vous savez c’est un bouillon de cultures ici. (p. 48)


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A ironia determina igualmente o olhar sobre seus objetos de estudo crítico, como vimos em relação às leituras das autobiografias, como vemos também em Poses de fin de siglo. Interessa a Molloy, por exemplo, deslocar autores canônicos do modernismo latinoamericano, como Ruben Darío ou José Martí, do discurso hegemônico em relação ao modo de construir as identidades nacionais ou continentais, identificando no seu flerte com a pose decandentista um gesto político decisivo, que força um olhar para o outro de si mesmos. “Esvaziadas de pertinência”, conclui Molloy em relação a essas poses, “ficaram largadas, como acessórios, como acessórios em desuso, no armário [closet] da representação para não falar do armário da crítica” (MOLLOY, 2012, p.53). A crítica irônica está aberta a enxergar a ambivalência envolvida nas imagens de autor que a literatura e a crítica produzem. Imagens que não se encaixam em modelos unívocos. Imagens dialógicas. “O autor nunca está – nunca escreve – sozinho”, diz a frase que abre Poses de fin de siglo. Molloy está falando dela, desse livro, do modo como foi escrito, mas evidentemente a frase faz eco às leituras dos autores que o percorrem. Estar aberta a conversas ambíguas, enviesadas, como de Teresa de la Parra com Colette, de José Martí com Walt Whitman, que modificam uma determinada visão, é desafio dos textos críticos que nos textos autobiográficos se dobram sobre a própria autora, num gesto que Adriana Kanzepolsky resume numa bela fórmula: “um presente que um gênero dá ao outro”. Assim se faz a escrita de um eu em trânsito, entre lugares, entre línguas, entre imagens de si. Paris, 1958. Molloy, “sempre tão literária” (MOLLOY, 2012b, p. 17), frequenta a Sorbonne, lugar de embates entre a crítica tradicional e a “nova crítica”, como a feita por Roland Barthes. Mas mais do que assistir às aulas, o que lhe atrai é ser uma espécie de voyeur de um espetáculo fascinante por onde desfilam figuras contraditórias de um ambiente cultural efervescente. A Paris de Molloy é “uma combinação de efervescência cultural, de violência política e de despreocupado consumismo” (p. 21). Ela circula por museus, bibliotecas, monumentos, e também pelos Grands Magasins, onde se oferecem objetos de desejo que cem anos antes já haviam fascinado Sarmiento. “Faz uns anos, ao reler suas Viagens de 1849, me dei conta de que também ele, recém-


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chegado, havia se precipitado nessas grandes lojas de departamento” (p. 30). Molloy descreve os detalhes das compras de sutiãs nas Galeries Lafayette, onde graças a uma dupla muito cômica de vendedoras acaba comprando mais sutiãs do que precisa. Mas tudo bem. “Afinal de contas Sarmiento havia comprado para ele sete cuecas” (p. 32).

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BIBLIOGRAFIA AGAMBEN, Giorgio. Profanations. Paris: Payot & Rivages, 2005. BARTHES, Roland. La chambre claire. Note sur la photographie. Paris: Seuil, 1980. ______. Le bruissement de la langue. Essais critiques IV. Paris: Seuil, 1984. KANZEPOLSKY, Adriana. “Su “acumulación primitiva”: Desarticulaciones de Sylvia Molloy”, in Hispamérica, Vol. XVIII, nº129, pp.23-31, 2015. MOLLOY, Sylvia. Vale lo escrito: a escrita autobiográfica na América Hispânica. Cahapecó: Argos, 2003.

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______. Varia imaginación. Rosario: Beatriz Viterbo, 2004. ______. Poses de fin de siglo. Desbordes del género en la modernidad. Buenos Aires: Eterna Cadencia, 2012. ______ & Vila Matas, Enrique. [escribir] Paris. Santiago: Brutas Editoras, 2012b.


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Escrituras de mujeres y relaciones interétnicas: un contradiscurso del racismo en la literatura argentina 210

Andrea Alejandra Bocco1 Universidad Nacional de Córdoba

La literatura argentina canónica a lo largo del siglo XIX ha construido una propuesta de las relaciones interétnicas desde el lugar de enunciación del racismo. La Cautiva, texto que matriza la literatura decimonónica y define lo decible sobre la patria y el territorio, expulsa con decisión la posibilidad de un contacto carnal/sexual con el otro. La sentencia racista se trama desde el ámbito citadino para invadir todos los espacios –los públicos y los privados, los urbanos y los rurales– en una serie que contiene como principales exponentes El Matadero (Echeverría), Amalia (Mármol), Isidora federala y mazorquera (Ascasubi), En la sangre (Cambaceres), ¿Inocentes o culpables? (Argerich) y que incluye, entre otros tantos, a Martín Fierro. Una pretendida blanquidad se hilvana en las tramas textuales de los relatos de la nación escritos por los hombres públicos. Este discurso hegemónico que formatea la ortodoxia de las políticas literarias y del Estado argentino se verá acechado por otro discurso heterodoxo escrito 1 anbocco@gmail.com


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por mujeres. Una mirada que corre el velo del prejuicio se despliega, por ejemplo, en las novelas de Eduarda Mansilla. En este sentido, la producción literaria de las mujeres hace sistema con la línea no oficial de la literatura de fronteras2 y de esta manera se produce una deconstrucción de esas operatorias segregacionistas, que la literatura argentina terminará de desmontar bastante avanzado el siglo XX, una vez que haya comenzado a exorcizar el fantasma de las hordas peronistas3.

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En este trabajo pretendo rastrear los modos de configuración de ese discurso heterodoxo sobre la frontera y las relaciones interétnicas, que pone en interdicción el racismo imperante en la cultura letrada. Para ello, abordaré un corpus formado por la escritura de mujeres tales como Rosa Guerra, Eduarda Mansilla, Daila Prado y María Rosa Lojo. La avanzada de las mujeres en la frontera Lo primero que necesito apuntar sobre el discurso heterodoxo de la frontera y las relaciones interétnicas se asienta en la representación 2 El género de la literatura de fronteras ofrece, desde mi perspectiva, dos líneas de escritura: una oficial y otra heterodoxa. La primera es la portavoz de la posición estatal y presenta la frontera como división absoluta entre identidad y alteridad, estigmatizando e invisibilizando a las culturas aborígenes; un representante de ello es Estanislao Zeballos. La segunda línea se tensiona entre la aceptación y la negación de la alteridad; y en esa tensión visibiliza la diversidad y no es directamente funcional al discurso del racismo, como puede verse sobre todo en Santiago Avendaño. (Cfr. BOCCO, 2013, p. 97-112) 3 Este planteo que sostengo aquí dialoga, por una parte, con el estudio de Pablo Heredia Las multitudes ululantes (2012), en el que el autor aborda los modos en que se configuró al pueblo, a la multitud, en 1955 en un corpus de narrativa argentina (Sábato, Borges, Cortázar, Murena, Martínez Estrada) de cuyo análisis extrae un “Epitetario del odio”. Se trata de una permanente cosificación, estigmatización y una definición de ese colectivo como monstruoso, ameboide, que no articula lenguaje, solo ulula. La autoproclamada “Revolución Libertadora” desplegará todo un aparato represivo que retomará las construcciones simbólicas de civilización/barbarie del siglo anterior. Desde Contorno en adelante (y con las voces audibles de los pensadores de la izquierda nacional) se revisarán esas construcciones y se pondrán en circulación imágenes y sentidos diferentes y reivindicantes del pueblo, del otro cabecita negra. Por otra parte, condenso aquí lo que se desarrolla en Juego de espejos. Otredades y cambios en el sistema literario argentino contemporáneo (2014), libro dirigido por Jorge Bracamonte y María del Carmen Marengo: un panorama de la literatura argentina desde el ascenso del peronismo en adelante y que pone en evidencia (en la sucesión de ensayos que componen el volumen) una construcción del otro más compleja, ambigua, diversificada, menos maniqueísta; una alteridad en algunos casos construida como tal para denunciar la segregación, la estigmatización, el racismo, la xenofobia, la censura, la persecución, la represión, el terrorismo de estado.


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de la mujer que proponen las reelaboraciones de los relatos de cautivas de Rosa Guerra y Eduarda Mansilla: me refiero a las Lucía Miranda, que ambas editan en 1860 y que reescribe la leyenda incrustada como núcleo novelesco por Ruy Díaz de Guzmán en su Historia argentina del descubrimiento, población y conquista del Río de la Plata, más conocida como La Argentina manuscrita. La figura femenina principal, la heroína, se presenta munida de rasgos eufóricos: inteligente, cultivada, amorosa, bella, refinada, maleable a distintos contextos y situaciones, intérprete y traductora, mediadora permanente entre mundos diferentes4. Se trata de una mujer

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que por su formación intelectual rompe con el modelo femenino5 de la época: domina la lectura y la escritura; sabe hablar y convencer; es una suerte de civilizadora. Además, el personaje se posiciona como una especie de diosa o hechicera al desbaratar el plan del brujo de la tribu de los timbúes, Gachemané6. Por otro lado, la española parece construida como una suerte de mestiza: hija de una morisca y de un hidalgo cristiano, en ambas novelas se señala su tez trigueña7. Esta condición de sujeto, fruto de relaciones interétnicas, tiene varios correlatos, fundamentalmente en el texto de Mansilla. En este, la historia de Nina (amor imposible de Nuño de Lara) es de algún modo especular a la de Lucía: hija de un noble y una plebeya, es huérfana, sufriente, hermosa y con destino trágico. Además encontramos el episodio de la relación amorosa entre el español Alejo y la timbú Anté, vínculo propiciado y amadrinado por la propia Lucía. Este contacto interétnico se legitima también en las palabras que la protagonista de la novela de Guerra le dice a Mangora: “si tú quieres como ya te lo he propuesto otras veces, te casarás con una joven española, que te amará, y te hará feliz como tú mereces y deseas” (1956, s/p). Finalmente, quiero hacer mención al texto que Sebastián y Lucía traducen y leen con verdadera fruición mientras están aún en 4 Al respecto, consultar la “Introducción” de María Rosa Lojo a la edición de 2005 de Lucía Miranda. 5 El narrador de la Lucía Miranda de Mansilla expresa que la joven tenía una educación poco común en las mujeres del siglo XVI (Cfr. Cap. XVI de la Primera Parte). 6 Cfr. Cap. XIII de la segunda parte de Lucía Miranda de Mansilla. 7 En la novela de Guerra se expresa: “No era linda ni blanquísima en la extensión de la palabra, ni tenía color de rosa, pero simpática e interesante: una mujer que no se podía mirar sin amar” (1956, s/p).


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Murcia (Primera parte de la Lucía Miranda de Mansilla). Se trata del libro IV de La Eneida que narra la historia de Dido y Eneas: relato de amor interétnico y trágico que preanuncia la imposibilidad de rehuir a los juegos de seducción, más allá de que en definitiva prime el deber (Eneas no traiciona su misión de fundar la estirpe latina; Lucía no traiciona el amor conyugal).

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Justamente, la cuestión de los juegos de seducción está resaltada especialmente en la Lucía Miranda de Rosa Guerra. Esta novela tiene una complejidad menor que la homónima y coetánea de Eduarda Mansilla en cuanto a su composición narrativa y la psicología de los personajes. Sin embargo, pone en relieve rasgos de la relación entre el indio y la española que están apenas sugeridos o bien obliterados en la obra de Mansilla. Me refiero a las escenas en que se construye una situación que, si bien podemos pensar como equívoca, se define en el plano de lo amoroso entre el indio Mangora8 y la española. La pasión que se va apoderando de él es fruto de las seducciones; y esta palabra exactamente usa la voz narradora en el capítulo II: “Fue imposible a Mangora seguir contemplando tantos encantos y seducciones, sin quedar locamente enamorado de Lucía” (GUERRA, 1956, s/p). He dicho una relación equívoca en el sentido de que Lucía se afana en su tarea evangelizadora y despliega toda su pasión y seducción en ella, lo que siembra el amor carnal y pasional en el cacique. Es decir, Lucía no quiso que sea ella misma el objeto de deseo sino la fe en Dios, pero su voz enunciadora se desplegó desde el deseo, la pasión, el amor. Por eso en el capítulo V, cuando Mangora está enfermo de amor y ella, al advertir la causa de su padecer, habla de la fidelidad a su esposo, el indio le reprocha: Y si no me amabas, ¿por qué me adormecías con las dulces palabras de tus labios, que destilan más miel que los panales de nuestras colmenas...? Si no me amabas ¿por qué me mirabas con esos ojos que me hacen entrever los cielos, y el Dios que tú adoras...? ¿No veías que tus palabras me hechizaban, que tus miradas hacían arder mi corazón en vivas llamas del más intenso amor, y que me quitaban, el reposo...? ¿No conocías que la relación que me hacías de tu felicidad al lado del hombre que adorabas, hacía latir mis arterias, y enloquecer mis sentidos...? 8 Los nombres del cacique timbú varían según la versión: Mangoré en Ruy Díaz; Mangora en Rosa Guerra; Marangoré en Eduarda Mansilla.


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Si no me amabas, ¿por qué me arrullabas como a un niño en el regazo de su madre, con las dulces melodías de tus amorosas canciones...? ¿Creías que porque era indio no tenía corazón…? (1956, s/p)

Lo que me interesa remarcar es que Lucía Miranda se configura en la obra de Guerra centralmente desde el lugar de la seducción: seduce con sus palabras, con su belleza, con sus miradas, con su voz. Es un sujeto sexuado para sí y para el otro. A tal punto es esta condición que en el intento por aplacar a Mangora y dilatar el momento del “rapto” vuelca sobre él palabras dulces y encantadoras que refuerzan lo equívoco.

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Se trata de una mujer que atrae y se siente atraída por el aborigen. Por supuesto que a diferencia de él, tiene autocontrol. Sin embargo, la sensualidad, la condición de sujeto sexuado y amante la hace sentir y expresar en palabras (esas que son tan “provocativas” en el contexto de los acontecimientos) sentimientos que refuerzan aún más el equívoco amoroso: “-Sí, Mangora, contestó Lucía, con una voz firme, y llena de sublime conmoción. Si Sebastián no hubiera sido mi marido, yo habría sido la esposa de Mangora” (1956, s/p). En este punto, considero que esta caracterización de la protagonista femenina de Guerra atravesada por el erotismo y la sensualidad –y ausente en la novela de Mansilla– no la presenta como culpable, sino que afirma la condición de sujetos sexuados para ambos personajes (indio y española) y la complejiza. En la clave que estoy intentando leer estos textos, desde esta construcción se cuestiona la ley de la blanquidad y la pureza étnica, y se presenta la posibilidad de su contracara: si Lucía no hubiera estado ya casada con Hurtado, podría haber sido la esposa del cacique timbú9. Incluso, Mangora puede acceder a una mujer española soltera, si desiste de Lucía. Se trata de un mensaje planteado en un contexto socio-histórico de fuertes debates políticos y disputas por la construcción de la nación y el orden. En este sentido, está a contrapelo de lo que los hombres públicos entienden: apuestan por una mujer capaz de ser formadora 9 Al respecto, la novela de Rosa Guerra en el capítulo VI menciona que Mangora era para Lucía el hombre que, después de su marido, “amaba más en el mundo”.


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del civismo y, a la vez, custodia de la estirpe blanca. Por lo tanto, el control y el deber tienen que primar sobre las pasiones. Para ello, la mujer debe asexuarse y someterse a las tradiciones de una cultura que se presupone pura. Así es, por ejemplo, el personaje femenino de El capitán de patricios (1864) de Juan María Gutiérrez, quien poseyendo las mismas cualidades que Lucía Miranda preserva su cuerpo y mente en una condición inmaculada que le exige recluirse, enclaustrarse, cortar toda relación con el mundo exterior y sensual. Al morir su amado en la guerra, sólo le queda a la mujer el convento. La novela cierra con la frase: “o él o Dios”.

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Las Lucía Miranda de 1860 derrumban la pureza en varios aspectos: la misma heroína es mestiza y su cuerpo está expuesto a la contaminación. Es decir, se niega al encierro y a la separación del otro. Por el contrario, se pone en contacto con él para convertirlo a la fe, para conocer su cultura. Reinscribiendo los cuerpos en las fronteras La asunción de la cautiva como una mujer sexuada está claramente explicitada en la novela de Rosa Guerra (y en menor medida en la de Eduarda Mansilla) con todas las consecuencias que ello implica. Esta condición negada por el discurso falogocéntrico decimonónico, y expresada por la voz de las mujeres escritoras, será continuada y profundizada en forma mucho más compleja por otras autoras del siglo XX y XXI. Por ejemplo, en Finisterre (2005) de María Rosa Lojo. En esta novela la autora construye el personaje de la gallega/irlandesa Rosalind Kildare Neira. Esta inmigrante en tránsito hacia su residencia en Córdoba con su joven esposo médico es raptada, herida en su vientre, esterilizada y confundida/convertida en machi. Esta confusión le otorga la salvación y le da un status impensado dentro de la comunidad aborigen. La narración en boca de Rosalind asume la primera persona. Se trata de cartas escritas a otro personaje que está entre dos mundos como ella: Elizabeth, hija de un inglés y una india, nacida en Argentina y raptada/rescatada por el padre cuando queda viudo. En este personaje femenino de machi blanca, la mirada


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sobre el otro se quiebra, se pone en crisis y se expande hacia el sí mismo. De este modo, Rosalind va a hablar de los aborígenes con los cuales convive, pero también y centralmente de su propio proceso de introspección, del recuerdo de su vida entre ellos, de lo que sintió y de cómo se transformó en su estancia en tierra adentro. La principal transformación es que entre los aborígenes fue machi, doctora, y esto constituye el reverso de las posibilidades que ella como mujer tenía en su cultura de procedencia. Por eso, los indios ya no son el foco absoluto de la observación e incluso las posibilidades de identificación se acrecientan en esta escritura. En este punto, por ejemplo, la narradora, frente a un comentario despreciativo de otro personaje blanco sobre los aborígenes como “orangutanes”, responde: “Pues no son orangutanes. Serán personas como Ud. o yo”; “Salí… dispuesta a alinearme del lado de los presuntos monos” (LOJO, 2005, p. 62-63). La identificación avanza y en una carta posterior comenta sobre el machi que es su mentor y sobre sus visiones: Antes de comenzar el otoño supimos que Juan Manuel de Rosas había dispuesto un vasto plan de ataque que encerraría a todas las comunidades indígenas desde todos los puntos cardinales (...) Si la Naturaleza nos hubiese favorecido, nos hubiésemos retirado hacia el Sur y hacia el Oeste, cargados de provisiones dejando que los huincas se perdieran en el desierto (…) Digo ahora nosotros y no puedo quitarme de la boca ni de la mano ese nombre común, pero estaba lejos de sentirlo así entonces (p. 82-83).

Rosalind asume aquí la perspectiva de los indios directamente al distinguirse de los huincas y usar el nosotros. Este personaje de cautiva/machi tiene la posibilidad de irse cuando están la mayoría enfermos, pero dependen de ella y se pregunta por qué no huir si están todas las condiciones dadas y ella no ha hecho juramento hipocrático alguno. Pero se queda. Su condición de machi prevalece y pesa la vinculación con su maestro, Mira más lejos, y con toda la comunidad que la ha transformado y le ha dado una nueva identidad. En este marco de complejización de los procesos de transculturación de la narrativa de mujeres, aparece la impugnación al discurso falogocéntrico y patriarcal en el hecho de ocupar el personaje femenino de cautiva un rol que en la cultura no aborigen es excluyente de los hombres (médico). También el discurso heterodoxo de la


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frontera opera a través del modo en que la cautiva vive su sexualidad de un modo impensado. Este aspecto adquiere características centrales porque Rosalind esterilizada no sólo asume ese rol andrógino de doctora sino que no deja de ser mujer sexuada, objeto de deseo y que goza de su sexualidad. En este caso, su relación amorosa es con Oliver Amstrong, un inglés cautivo con quien antes del himeneo mantiene una dura discusión a raíz de los enfrentamientos político-religiosos entre ingleses/irlandeses, protestantes/católicos. Transformarse en amantes implica cruzar esa frontera que los divide ideológicamente. Rosalind disfruta de su relación consciente de que no tiene futuro, sabiendo que el cuerpo de Amstrong está hecho solamente para su gozo10.

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La cautiva, a lo largo del relato, se hace dueña de sí y de su destino: rechaza el pedido de rescate que Amstrong le ofrece, no solo por sentirse despechada por su larga ausencia y la parquedad de su esquela sino porque sabe que su lugar en el mundo por ahora está en tierra adentro, que su identidad es mestiza y que su regreso al mundo occidental solo le depararía desprecio y pérdida de la posición jerárquica conseguida. Y cuando sale, cuando retorna, asume su dualidad: Rosa-Rosalind y Pregunta siempre11, “soy dos. Soy las dos” dice la voz narradora casi al cierre de la novela. Cierre que implica la apertura de otra historia de construcción identitaria: la hija mestiza del inglés que vuelve al Plata para descubrirse y ver todo aquello que su padre quiso borrar “a modo de protección”. Nuevamente el discurso falogocéntrico de la pretensión de pureza desarmado por la escritura femenina: en este caso las cartas de Rosalind a Elizabeth. Otra novela que vuelve sobre historias de fronteras es La cicatriz de Daila Prado (2008). Se trata de un texto que reescribe las Memorias de Manuel Baigorria, el unitario que se exilia en Tierra Adentro junto a su novia Paulina, una jovencita de quince años que por propia decisión 10 Estoy parafraseando aquí los dichos de Rosalind: “¿Podía ser Amstrong ese cuerpo que nunca discutía con el mío, que estaba hecho solo para mi gozo? Nos dormíamos el uno en el otro, en el entendimiento perfecto, aunque no había y quizá porque no lo había… ¿Podía ser amor querer eso, un cuerpo?” (LOJO, 2005, p. 107). El cuerpo de su amante sigue igual de vivo en ella al momento de escribir ese pasado lejano ya en el presente del relato, mucho más que el de su esposo “que está cerrado y guardado como el dibujo de un niño en un álbum de recuerdo”. Claro que el gozo de ese cuerpo no anula el amor, y Rosalind será una mujer que se sentirá despechada y abandonada cuando Amstrong huya de las tolderías. 11 Mira más lejos, el machi que la inició el camino de la medicina aborigen, fue quien le puso el nombre de Pregunta siempre por su actitud curiosa y de interrogación permanente.


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(y en contra de la voluntad del hombre) lo acompaña. Este personaje femenino inscribe, entonces, su cuerpo en la frontera por motu proprio. Esto implica una metamorfosis en varios planos: se convierte en mujer, viste a la usanza aborigen, se transforma en prenda de cambio cuando Baigorria la entrega a un capitanejo aborigen y, sin que nadie lo sepa, ya lleva en su vientre el hijo del jefe blanco. Sin embargo, esa cautividad que ella eligió se altera en su retorno involuntario en el momento en que los soldados federales atacan la toldería y la llevan a la “civilización”. En el reverso del relato de Martín Fierro (cuando el indio destripa al niño de la cautiva), Paulina presencia aterrada cómo los federales pisotean con los caballos al hijito mestizo de Baigorria e Ischivan (su mujer india) y le dan muerte. No sabe cómo proteger el secreto de que el suyo también es hijo de Baigorria. Junta los trozos del niño y abraza a Ischivan. Se funde ahí un lazo de solidaridad de género, sin celos, desde la conciencia de ser ambas mujeres de dos mundos. Pero para ambas, la Tierra Adentro es vida, “colores intensos, definidos, apasionados” (PRADO, 2008, p. 271) y de este lado de la frontera hay muerte, salvajismo, miedo, pérdidas, grises, servilismo. La Paulina de La cicatriz expone en su cuerpo el modo en que el lado aborigen de la frontera configuró su identidad cultural y de género. Si las Lucía Miranda aparecen como mediadoras entre ambas culturas y comienzan a corroer en la escritura de las mujeres el mandato patriarcal y la prohibición de las relaciones interétnicas, las cautivas del siglo XXI relatan todas las posibilidades de reconfiguración identitaria en las múltiples historias de mujeres en las fronteras, hasta llegar a la inversión de los cuentos de cautivas: una niña que se construye en mujer desde su voluntad de cautivarse y ser otra12, nueva y feliz en Tierra adentro, renegando de su retorno involuntario que solo la expone a peligros para ella insondables. Cierre Como gran parte de los teóricos de los estudios culturales/ coloniales/poscoloniales sostiene, la Modernidad marca a fuego a América Latina y le otorga un rol en la historia: demostrar y garantizar 12 Proceso similar es posible de ser leído en El placer de la cautiva (2001) de Leopoldo Brizuela.


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la universalidad de la razón occidental/europea, desde el sostén del eurocentrismo y la asunción de la barbarie para sí. La colonialidad trama, entonces, la construcción cultural en nuestro subcontinente.

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En este sentido, es importante observar los modos en que los discursos operan con las problemáticas identitarias y ponen en evidencia o escamotean al otro. Al respecto, me interesa traer aquí la idea dusseliana de que el indio no fue descubierto como un Otro sino como lo Mismo ya conocido (lo asiático, en ese momento) y negado entonces como Otro. Es decir, el aborigen se transforma en una copia degradada de la humanidad europea, en la imposibilidad antropológica de repetir el modelo del Hombre Occidental. Se encubre, por tanto, su diferencia humana, cultural, histórica; se pulveriza la heterogeneidad a fuerza de mismidad, de la imposición a incorporarse a la Totalidad dominadora como instrumento, en términos de Dussel (1994). En esa obligación a incorporarse a la Totalidad, a la Modernidad, funciona la lógica del ego fálico (DUSSEL, 1977) que se desenvuelve en los procesos de colonización de lo cotidiano y atraviesa cuerpos, prácticas, imaginarios. En el caso específico del cuerpo femenino (india o cautiva), esa lógica lo subsume también en la mismidad y le niega la diferencia: es un no-yo, no-falo, cuerpo castrado, dominado. El discurso falogocéntrico, machista, controla la sexualidad femenina. Impone la erótica sólo del lado masculino y ubica en la ilegalidad el contacto interétnico; pensemos en el amancebamiento como práctica de vinculación entre el blanco/español/conquistador/ colonizador/criollo y las indias/mestizas/negras/sambas/chinas. La literatura canónica del siglo XIX –con total claridad– y gran parte de la del siglo XX adscriben a este discurso del ego fálico y dictaminan que el Estado-Nación debe construirse y sostenerse sobre la base de una pureza étnica. La escritura de las mujeres desanda ese camino, lo expone y desarma sus operatorias de imposición de sentidos. Por eso, volver una y otra vez sobre el cuerpo femenino de la india, de la cautiva para sexuarlo, erotizarlo, liberarlo es construir un discurso decolonial que busca reponer diversidad donde únicamente aparece impresa la mismidad de una razón imperial que nos reduce a la periferia, al discurso único en el que solamente somos dichos. Las novelas que hemos recorrido en estas páginas establecen


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un diálogo aparentemente inexistente entre las mujeres escritoras de los siglos XIX y XXI que visibiliza el cuerpo femenino en ruptura con el ego fálico colonizante. Estos textos desandan el camino del canon para transitar la heterodoxa línea de sentido en la que las relaciones interétnicas reponen la noción de otredad en tanto diversidad y no mismidad. Es decir, exponen un proceso de complejización de la representación de la otredad en la literatura argentina: desde una construcción alegórica, maniqueísta de un otro absoluto, animalizado, imposible de ser asimilado a la misma especie humana que nos ofrecen gran parte de las crónicas de Indias y los textos fundantes de la literatura argentina, a un otro que construye mi subjetividad, mi identidad desde la heterogeneidad.

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Esta configuración del otro más compleja, ambigua, diversificada, menos maniqueísta, denuncia la segregación, la colonización, la estigmatización, el racismo, la xenofobia, la censura, la persecución, la represión, la tortura. Estas escrituras de mujeres construyen un contradiscurso decolonial en la literatura argentina en la medida que exponen el machismo imperial y suspenden el racismo para decir que copular y cohabitar con el otro no sólo es posible, sino placentero.


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REFERENCIAS BibliogrÁFICAS BOCCO, Andrea. “Postas heterodoxas en la literatura de fronteras”. IN: CORONA MARTÍNEZ, Cecilia (Comp.). Mapas de la heterodoxia. Córdoba: Babel, 2013. BRACAMONTE, Jorge y MARENGO, María del Carmen (Directores). Juego de espejos. Otredades y cambios en la literatura argentina contemporánea. Córdoba: Alción, 2014. DUSSEL, Enrique. Filosofía ética latinoamericana. Tomo III. México: Edicol, 1977.

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________. 1492. El encubrimiento del otro: hacia el origen del mito de la modernidad. La Paz: Plural Editores, 1994. GUERRA, Rosa. Lucía Miranda. Novela Histórica. Biblioteca Digital Argentina. 1956. Disponible en: http://old.clarin.com.ar/pbda/novela/ luciamiranda/lucia_00indice.htm HEREDIA, Pablo. Las multitudes ululantes. Literatura y peronismo: escritores e intelectuales en el 55. Córdoba: Babel, 2012. LOJO, María Rosa. Finisterre. Buenos Aires: Sudamericana, 2005. MANSILLA, Eduarda. Lucía Miranda. (Edición de María Rosa Lojo y equipo). Madrid-Frankfurt: Iberoamericana–Vervuert, 2007. PRADO, Daila. La cicatriz, Buenos Aires: Ediciones B, 2008.


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Poner el cuerpo: escenarios de resistencia y memoria en Conversación al sur, de Marta Traba Marcela Crespo Buiturón

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Universidad de Buenos Aires

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CONICET – Buenos Aires, Argentina

Nosotros, por el contrario, “no nos avergonzamos de mantener fija la mirada en lo inenarrable”. Aun a costa de descubrir que lo que el mal sabe de sí, lo encontramos fácilmente en nosotros. Giorgio Agamben, Lo que queda de Auschwitz. El archivo y el testigo.

En la literatura argentina producida durante y después de la última dictadura militar, algo relevante se cifra en la maternidad. Muchas reflexiones críticas ha despertado esta cuestión, sin duda, pero me gustaría detenerme en un aspecto puntual: la escenificación del cuerpo materno que propone Marta Traba en su novela Conversación al sur (1981), como clave para entender la resistencia al poder masculino y la apuesta femenina por la conservación de la memoria de los hechos traumáticos que supuso la violencia desatada, tanto por las fuerzas militares que respondían a las órdenes del gobierno de facto, como por 1marcela.crespo@usal.edu.ar


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la resistencia a las mismas de parte de diversos partidos políticos.

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Si bien han ido apareciendo algunos trabajos críticos sobre la obra de Marta Traba, curiosamente es una autora poco destacada, a pesar de que su obra narrativa y ensayística es considerable. Nacida en Buenos Aires, en 1923, fue una crítica de arte muy reconocida, sobre todo en Colombia, por sus significativos aportes al estudio del arte latinoamericano. Estudió Filosofía y Letras en la Universidad Nacional de Buenos Aires y trabajó en la revista Ver y Estimar, dirigida por Jorge Romero Brest. En 1954 se trasladó a Colombia, siendo nombraba, dos años después, profesora titular de Historia del Arte en la Universidad de América. El 31 de octubre de 1962, fundó el Museo de Arte Moderno de Bogotá y en 1965 fue nombrada Directora de la Extensión Cultural de la Universidad Nacional de Colombia. Paralelamente, dictó clases de Historia del Arte en la Universidad de los Andes. En 1968, durante el gobierno de facto de Carlos Lleras Restrepo, los militares ocuparon la Universidad Nacional e intentaron expulsarla del país, pero no lo lograron. Tras un primer matrimonio con el periodista colombiano Alberto Zalamea Costa, se casó con el crítico literario uruguayo Ángel Rama, con quien residió en varias ciudades: Montevideo, Caracas, San Juan de Puerto Rico, Washington, Princeton, Barcelona y París. A principios de 1983 le otorgaron la nacionalidad colombiana. Entre sus obras ensayísticas más destacadas se encuentran: El museo vacío (1958), Arte en Colombia (1960), Seis artistas contemporáneos colombianos (1963), Los cuatro monstruos cardinales (1965), Historia abierta del arte colombiano (1968), Dos décadas vulnerables en las artes plásticas latinoamericanas (19501970) (1973), Mirar en Caracas (1974), Mirar en Bogotá (1976) y Museo de arte moderno (1984). Con notorios puntos de encuentro con su producción ensayística, su narrativa es también extensa: las novelas Las ceremonias del verano (1966) –por la que ganó el Premio de Literatura de la Casa de las Américas–, Los laberintos insolados (1967), La Jugada del día sexto (1969), Homérica Latina (1979), Conversación al sur (1981), En cualquier lugar (1984) y Casa sin fin (1987); y los volúmenes de cuentos: Pasó así (1968) y De la mañana a la noche (1986). Falleció en un accidente aéreo ocurrido el 27 de noviembre de 1983, cerca del Aeropuerto Madrid-Barajas. Se dirigía a Colombia para asistir al Primer Encuentro de la Cultura Hispanoamericana, invitada por el presidente Belisario Betancur.


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Marta Traba pertenece, entonces, a la generación de escritores argentinos nacidos en las primeras décadas del siglo XX y que, ya reconocidos por su obra desde lustros anteriores, escriben durante la última dictadura militar, tales como Antonio Di Benedetto, Humberto Constantini, Marta Lynch, Rodolfo Walsh, Osvaldo Bayer, David Viñas, Daniel Moyano, Griselda Gambaro y Juan Gelman. Un entramado de imágenes, claroscuros, voces y silencios crea un efecto estético que –sin opacar la cruda denuncia de la violencia política y sus consecuencias no sólo personales, sino nacionales– soporta, por el contrario, su peso en Conversación al sur, mientras las ciudades (Buenos Aires, Montevideo y Santiago de Chile) se erigen como escenarios siniestros –figura bastante recurrente en la literatura de la dictadura– y se entrelazan con los cuerpos femeninos de sus protagonistas.

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En la primera parte de la novela, una actriz, todavía sin nombre2 (también sin memoria o, al menos, sin querer enfrentarse a ella), se nos presenta envuelta fortuitamente en una redada policial en Montevideo junto a un grupo de jóvenes militantes, entre los que se encuentra Dolores, a quien recibe cinco años después de los sucesos que constituirán el argumento de su conversación. La memoria de esa violencia está hecha de fragmentos desordenados, de imágenes difusas. La mayor escucha el timbre que le anuncia la llegada de la joven y piensa: “Estaba demasiado acostumbrada a la representación como para no sobreponerse. Caminó despacio intentando recordar en qué obra había actuado de ese modo y había fingido abrir una puerta, pero se superponían imágenes confusas” (TRABA, 1981, p. 7) La teatralización de las ciudades (ROSA, 2006), como recurso empleado frecuentemente en la literatura de este periodo, muestra lo siniestro: ese lugar familiar que se vuelve extraño y peligroso. En la novela de Traba hay una riqueza notoria en la imagen de lo teatral: puede percibirse como refugio ante el pasado que va a entrar por esa puerta (Dolores y sus recuerdos), como se evidencia en la cita anterior, o puede constituirse en trampa, cuando, por ejemplo, en esa redada, el 2 El narrador demora mencionar su nombre, Irene, y la llama “la mayor”, en contraposición con Dolores, que pasa a ser “la muchacha”. El nombre de esta última lo sabremos más pronto porque aparece en el discurso indirecto libre de Irene que, en varias ocasiones, se confunde con la voz del narrador omnisciente.


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grupo queda acorralado por la policía justamente en un teatro. Otros sentidos irán irrumpiendo a lo largo de la novela. El encuentro es descrito por el narrador casi pictóricamente. Dos mujeres se enfrentan: una, en la luz de la calle y otra, en la penumbra de la casa: Quedaron las dos frente a frente, simétricas, una a pleno sol y la otra en la oscuridad del corredor. Pensó con alivio que la muchacha estaba mucho más expuesta que ella y que, de pronto, podría disolverse en la luz. […] Le hubiera gustado borrarla aun antes de reconocerla, pero se abría paso la larga práctica de seducir mediante sonrisas como estuarios donde la gente sentía de inmediato el deseo de arrojarse. Se dio cuenta de que sus adiestradas armas ya funcionaban mecánicamente y que no resistirían el espectáculo de la muchacha desintegrándose en la luz; esto la hizo volver en sí y mirar esa persona de carne y hueso que tenía delante (TRABA, 1981, p.7)

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Enajenada en su papel, escapando de sus propios recuerdos, Irene, la mujer madura, despedaza la imagen forjada entre luces y sombras, entre la realidad de carne y hueso y los trucos de la ficción, denunciando, desde el comienzo, el simulacro. Aunque ese simulacro, que resulta tan eficaz en su vida pública, se perciba cada vez más inútil y torpe en la intimidad de la casa. Para la mayor, la memoria se ha convertido en una amenaza: “¡Dios mío! Dolores, Dolores es su nombre. Menos mal que se acordó de repente. Al tiempo con el nombre recuerda todos los horrores conocidos y que de ninguna manera resolverá” (p. 9). Agazapada, cualquier detalle –las manos en los bolsillos de Dolores, en un comienzo– la desata: “La reconoció de golpe […]. Su mirada saltó de las manos hasta la cara […]. Como si no hubiera pasado un día, pensó mientras sus caras se rozaban y husmeaba un olor áspero, olvidado. Nada estaba olvidado” (p. 7-8). Y así, con ecos benjaminianos, la historia se reconstruye a partir de fragmentos que irrumpen intempestivamente: una minifalda, una casa llena de gatos, una escalera… Dolores balbucea palabras confusas, mientras Irene finge una conversación fluida: “le pregunta si quiere café para enseguida, sin esperar respuesta, dirigirse hacia la cocina desde donde será más fácil, por lo menos siempre es así en el teatro, iniciar una conversación con preguntas tiradas desde lejos, al azar, que pueden contestarse o no


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contestarse” (p. 8). La conversación al sur comienza, entonces, como un simulacro, cual si fuera una escena de una pieza teatral. El narrador va preparando el clímax de tensión –una sordina que en cualquier momento estallará en un grito… o en unos golpes aporreando la puerta de entrada3– a través, nuevamente, de su paleta de colores: una mujer aparentemente frívola, preocupada por su personaje, atenta a los colores en composé del sofá y su blusa, frente a la muchacha que cambia en el interior de la casa: “ya no tenía aquella blancura grisácea, sino que se coloreaba con un rubor casi enfermizo” (p. 8). Para aquella, en el interior, en la intimidad de la casa, será imposible disolver a Dolores, borrarla, desintegrarla, como pensaba al abrirle la puerta. Los colores se potencian, la memoria se abre camino.

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Irene es actriz; Dolores es poeta: “Tiene una vaga idea de que publicó un libro, recientemente, pero la verdad es que no le prestó atención al recibirlo, siempre pasa eso con la maldita poesía. Y a quién se le ocurre escribir poesía después de todo” (p. 9), piensa la primera. El arte y sus avatares: por un lado, el teatro, que pareciera ayudarla a escapar de la memoria; por el otro, la poesía, que la impele hacia ella. Pero son polaridades falsas porque cuantos más esfuerzos teatrales hace para evitar el recuerdo, más queda atrapada en él. La conversación gira en torno a semejanzas evidentes (Dolores estuvo embarazada, pero la hicieron abortar a patadas en una sesión de tortura, mientras la mayor tiene un hijo que posiblemente sea asesinado por los militares chilenos), aunque, “erizada de peligros”, instala entre ambas protagonistas puntos de desencuentro: la juventud de Dolores frente a la madurez de la actriz; la charla sin destino de la mayor, frente al silencio de muchacha; el mundo exterior del que proviene esta última, con sus peligros, frente a la contención del interior de la casa de la mayor; etc. Pero cada antítesis va siendo desbaratada durante la conversación: Dolores, siempre con sus manos en los bolsillos, manos temblorosas y manchadas de pecas, “manos de vieja”, piensa Irene. Asimismo: “Una vez perdida la timidez, la muchacha podía ser muy buena interlocutora, sobre todo porque escuchaba con una estimulante atención intensa. La mayor era, por su parte, una conversadora profesional” (p. 10). La 3 En el final de la novela, cuando ante la llegada de los militares ya ninguna conversación es posible, unos “brutales golpes contra la puerta de calle las despertaron a las dos al tiempo…” (TRABA, 1981, p. 170)


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conversación es siempre el espacio de encuentro que ocurre en otro espacio, que es el interior de la casa. Dolores es el personaje incómodo que tal vez no represente la memoria, aunque parezca activarla: “¿A qué diablos viene a meterse justo ahora que ella está defendiéndose de la memoria?” (p. 9). La memoria no está afuera; se teje dentro de la casa, en la intimidad de la charla entre esas dos mujeres, esas dos madres. La de Traba no es, desde luego, la única novela que introduce esta asociación entre la maternidad y la memoria colectiva. También lo hacen El resto no es silencio, de Carmen Ortiz; El río de las congojas, de Libertad Demitrópulos; El Dock, de Matilde Sánchez; Cambio de armas, de Luisa Valenzuela; El fin de la historia, de Liliana Heker; Dos veces junio, de Martín Kohan; entre otras.

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Conversación al sur se desarrolla en un juego de claros y sombras; de silencios y palabras; de olvido y memoria, que va transitando una serie de bases tópicas que han funcionado en los discursos de la dictadura: “Creo que si querés algo, si lo buscás como sea, si te emperrás en eso, lo conseguís. No hay nada que hacerle. Le hubiera gustado agregar: ‘y si te ha ido como te ha ido también te lo buscaste’”, dice la mayor. Pero Dolores rompe con esa lógica: “-Está bien –dijo la muchacha de golpe–, ¿y qué hacés ahora por tu hijo?” (p.12). La lógica de Dolores es la de la derrota. Reconstruye la memoria desde ella como un golpe bajo; piensa desde un presente que se plantea como resto que ha quedado de un proyecto fracasado4. Muchos de los personajes se perciben, entonces, como una suerte de fantasmas, suspendidos entre un pasado omnipotente y un presente traslúcido. Tal como lo definiera tan poéticamente el cineasta mexicano Guillermo del Toro en su película El espinazo del diablo: Qué es un fantasma? Un evento terrible, condenado a repetirse una y otra vez. Un instante de dolor, quizá. Algo muerto que parece, por momentos, vivo aún. Un sentimiento suspendido en el tiempo. Como una 4 Recientemente, he estudiado otros autores que piensan el pasado reciente desde la derrota: Nicolás Casullo y Sergio Bufano, y que realizan en sus ensayos y en su narrativa, como también lo hace Marta Traba, una severa crítica a los discursos dogmáticos de la derecha y de la izquierda políticas.


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fotografía borrosa, como un insecto atrapado en ámbar. Un fantasma… Eso soy yo. (2007)

Dolores parece ser ese fantasma, ese evento terrible, condenado a repetirse una y otra vez: “Nosotros apostamos a ganar, no vayas a creerte, pero da la casualidad que perdimos. Perdimos de verdad, ¿viste? No fue una representación teatral, te lo aseguro. Los muchachos no se pararon y saludaron al público después que los mataron” (TRABA, 1981, p. 14). Es ese fantasma que viene a romper el simulacro de la mujer mayor, que en última instancia es el de todo un colectivo que ha decidido representar una farsa y mirar para otro lado: “Tenía que seguir creyendo a pie juntillas en las historietas de la felicidad” p.14). El personaje de Irene comienza mostrando, como en un teatro, la imagen de un simulacro de país ordenado, coherente, como debe ser: con el guión bien aprendido, mientras Dolores es ese resto, ese desecho que la obliga a revisitar el pasado y resignificarlo.

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En ocasiones, el narrador omnisciente cede la palabra y aparece la voz de la mujer mayor. Entonces, aunque parecía que la memoria estaba a cargo de Dolores, es aquella quien inicia la reconstrucción de la historia, pero comienza con la familiar a través de una foto que, curiosamente, también denuncia otro simulacro: “¿Por qué la ridícula fotografía es tan imperfecta y solo cuenta una mentira? Aquellos viejos encadenados a la pieza del conventillo comían nenúfares en sueños. Creer o reventar. Pasaron la consigna…” (p. 15). Los hijos se perfilan así como herederos de una derrota y de una máscara5, aunque más que una máscara de alegría y sueños renovados es una mueca, porque el gesto está grabado en la carne… Son dos mujeres, provenientes de mundos diferentes, con estéticas distintas, con ideologías desencontradas, de clases sociales disímiles; pero esas diferencias enfatizadas van perdiendo potencial. El miedo y el arte las hermana en un imposible: una conversación al sur. En ese lugar signado por una dictadura tripartita (Argentina, Uruguay y Chile), donde la palabra ha sido censurada, dos mujeres conversan y reconstruyen la memoria reciente, intentando transmitir la experiencia 5 Esta idea de los herederos de un sueño derrotado también aparece en la novelística de Nicolás Casullo (El frutero de los ojos radiantes), en la de Juan Martini (la tetralogía del exilio protagonizada por Juan Minelli), y en la de María Rosa Lojo (Canción perdida en Buenos Aires al Oeste, Árbol de Familia, o Todos éramos hijos).


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traumática. Tal vez, el final de la novela, con la irrupción de los militares que vienen a llevárselas, se pueda leer como una advertencia: Después el ruido se acercó y les pareció un raro estruendo, un trueno que retumbaba, aunque seguramente no lo era, pero lo cierto es que tapaba todo, el roce del viento fuera, sus respiraciones entrecortadas dentro, los tranquilizadores rumores familiares, el zumbido de la heladera en la cocina. La mujer pensó que se salvaría de ese pánico enloquecido si lograba percibir algo dentro de su cuerpo, pero por más atención que puso en oírse, no escuchó ni el más leve rumor de vísceras, ni un latido. En ese silencio absoluto, el otro ruido, nítido, despiadado, fue creciendo y, finalmente, las cercó. (p. 170)

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Una advertencia del peligro que significa obturar la palabra que, aunque a riesgo de devaluar los eventos traumáticos, los comunique, evitando que la sociedad afectada, sobre todo sus víctimas, pierdan el control de la interpretación de lo ocurrido y quede nuevamente librada al discurso oficial (Tal, 2006). Por ello, las protagonistas redefinen el concepto de maternidad como modo de resistencia, como arma contra la agresión militar, otorgándole al lenguaje un rol fundamental y ubicándose en un lugar marginal, en oposición al discurso hegemónico, aunque, como afirma Idelber Avelar en “Five Thesis on Torture”: …no puede haber ninguna elaboración y superación del trauma sin la articulación de una narrativa en la que se inserta la experiencia traumática de una manera significante, insertado como significación. Pero esta misma inserción sólo puede ser percibida por el sujeto como una traición real de la singularidad y la dificultad de la experiencia. (2001, p. 261)

Porque narrar la experiencia traumática significa, de alguna manera, reducirla al lenguaje de una lógica comprensible para el que escucha. Como el dolor es inenarrable, se hace patente la incapacidad para expresarlo en un nivel universal. El silencio se impone. Lo que le confiesa Irene a Dolores lo sintetiza ejemplarmente: Lo que yo sigo tratando desesperadamente de averiguar es en qué momento un pueblo consagrado a la sociedad protectora de animales considera perfectamente bien, ni siquiera inevitable que un tipo... Iba a decir “le meta un palo por la vagina a una muchachita hasta que le rompa todos los órganos” porque esa historia real la torturaba, pero se calló y se agarró la cabeza (TRABA, 1981, p. 167).


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Solo en las marchas de las Madres de Plaza de Mayo podrá Irene, ya en la segunda parte de la novela, comunicar su dolor en un intercambio de historias con Elena, la madre de Victoria, compañera de Dolores. Parece pertinente, entonces, pensar la pregunta de la antropóloga Veena Das: “Si el dolor destruye la capacidad de comunicarse, ¿cómo puede alguna vez trasladarse a la esfera de la articulación en público” (2008, p. 431). La respuesta, tal vez, está en las reflexiones de Wittgenstein, en sus Investigaciones filosóficas: “La afirmación me duele no es un enunciado declarativo que pretenda describir un estado mental, sino que es una queja” (1999, p. 53). Esa acción de la queja, lejos de hacer al dolor incomunicable, propicia un lugar de encuentro a partir de reconocerse en experiencias de dolor. La imagen del teatro que venía planteando Traba, en este punto, se complejiza: ya no es refugio ni simulacro; va adquiriendo espesor y abre paso a la memoria del dolor compartido, entretejida entre ambas: la mayor arma el escenario y la muchacha sirve de apuntadora, llenando los vacíos de la memoria de aquella:

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Sintió que el aire se enrarecía en el escenario que acababa de armar. Fue realmente un escenario, no era que se dejara llevar otra vez por sus delirios. Un escenario donde hubo una acción. Rítmica, precisa, dentro de un tiempo dado. Cada uno representó el papel que le tocaba. Se le habían olvidado los nombres de los actores, pero ahora la muchacha le refrescaba la memoria. (TRABA, 1981, p. 26)

Es especialmente significativo que Dolores recuerde las ideas, los hechos; la mayor, los detalles (las sillas, los gatos de Luisa), las sensaciones, etc. Ambas van reconstruyendo la memoria en un doble juego: el de los hechos que repiten los discursos dogmáticos (tanto de la derecha como de la izquierda) y el de los detalles de la historia peinada a contrapelo, diría Benjamin. La conversación va uniendo también los espacios, principalmente Montevideo y Buenos Aires: Me di cuenta que pasaba algo malo cuando comenzaron a bajarse violentamente las cortinas metálicas. ¡Qué bárbaros! Todas al tiempo, ¿te das cuenta?, de modo que no te quedaba ni un resquicio para meterte y los desgraciados espiando detrás de las cortina. En un segundo la calle se volvió una trampa; ni un café, ni un negocio, ni un miserable zaguán abierto. Todo en un


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abrir y cerrar de ojos. (p. 30)

Las mismas cortinas se cerrarán en la Plaza de Mayo de Argentina. Porque hay una racionalidad en todo esto. Cuando la mujer mayor, luego de contarle su práctica en el escape en Buenos Aires, le confiesa que no calculó la estrategia de los milicos. Dolores le contesta: “Te olvidabas que caíste en un país sumamente racional y civilizado” (p. 31). Pero es una racionalidad perversa que, de alguna manera, se percibe también en los jóvenes revolucionarios. Ante el primer estudiante muerto, Dolores dice: “me da vergüenza pensar que organizamos el cortejo con más alegría que tristeza” (p. 33)

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La mujer madura, entonces, se pregunta: “¿En qué momento se dejó de pensar que dos muertos eran muchísimos muertos, o que cien, una matanza? Este punto es exactamente lo que me atormenta. Porque si ese cambio puede llegar a producirse, ya no hay ninguna distancia entre la vida y la muerte” (p. 33). Y es en esta instancia en la que aparece el punto más álgido de la primera parte de la novela, en la que se unen la memoria con la violencia política: “La acción reemplazaba a la conversación; la disciplina de grupo a los goces individuales. ‘Les va a ir peor que a los perros’, pensó; ‘hacen cualquier cosa así como nosotros decíamos cualquier cosa. Pero es más peligroso hacer que charlar6.” (p. 41). Veena Das parece glosar estas palabras: “Quiero entrar de nuevo a esta escena de devastación para preguntar cómo deberíamos habitar un mundo semejante, que se ha tornado extraño por la desoladora experiencia de la violencia y la pérdida” (2008, p. 344). En este sentido, el deber habitar deviene en sobrevivencia. Dolores concluye ante Irene: “… lo importante es sobrevivir y cuando eso te pasa, ya no sos el mismo” (TRABA, 1981, p. 46). Poner el cuerpo en la ciudad siniestra

¿Qué fenómeno extraño opera para que una ciudad, un país, 6 El pensamiento de Irene irá estableciendo críticas tanto a los discursos de la derecha como de la izquierda, fuera de lo que se ha dado en llamar la teoría de los dos demonios. La propuesta en esta novela es pensar críticamente la violencia política en el sur del continente, desbaratando los discursos dogmáticos de ambas partes.


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se vuelvan siniestros? En la última dictadura militar argentina, como en otras del resto de Latinoamérica, un factor relevante es el lugar de los militares en escena política. Pilar Calveiro explica, en Poder y desaparición que: […] en 1976, no existía partido político en Argentina que no hubiera apoyado o participado en alguno de los numerosos golpes militares. Radicales del pueblo, radicales intransigentes, conservadores, peronistas, socialistas y comunistas se asociaron con ellos en diferentes coyunturas (2006, p. 9)

Se puede concluir, penosamente, que a lo largo de las décadas de inestabilidad en el sector gubernamental, el único organismo que ha podido mantenerse estable es el ejército. Calveiro enfatiza, asimismo, que este último no se desempeña como mediador en los conflictos, sino que responde a los llamamientos de ciertos sectores.

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Las narrativas que he ido citando hasta el momento, especialmente la de Traba, denuncian justamente los avatares que sufren los personajes por recuperar la subjetividad que la deshumanización de esta realidad política provoca, como lo sugiere Dolores: ¿Sabés que noche tras noche se interrumpen los programas de televisión para transmitir el parte militar y mostrar las fotos de los enemigos del pueblo caídos o buscados? De frente y de perfil y con un número debajo, no hay quien parezca ni siquiera humano. Todos delincuentes peligrosos, ya sea con la cabeza rapada o con los pelos largos, la mirada fija, las bocas apretadas; cuando yo aparecí los viejos ni me reconocieron. (TRABA, 1981, p. 45)

Calveiro agregaría que la: Argentina parecía no tener ya cartas para jugar. La sociedad estaba harta y, en particular la clase media, clamaba por recuperar algún orden. Los militares estaban dispuestos a “salvar” una vez más al país, que se dejaba rescatar, decidido a cerrar los ojos con tal de recuperar la tranquilidad y la prosperidad perdidas muchos años atrás. (2006, p. 10-11)

Finalmente, en este diálogo (im)posible, Dolores explica la estrategia militar, consentida por esa población, con gran lucidez: La astucia de las bestias es haber convencido a la mayoría


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de la gente que, además de la condición humana, hay otra, distinta y no humana, que los amenaza como esos monstruos de las películas de ficción. O ellos o nosotros. Puestas así las cosas, la gente actúa en legítima defensa. (TRABA, 1981, p. 168)

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Se podría acotar, siguiendo a Foucault en su ensayo “Truth and Power”/ “Body/Power”, que esta relación de poder logra formar una jerarquía en la que la existencia del individuo se borra, ya que el sistema forma lealtades que lo sobrepasan. Es así que la sociedad civil termina obedeciendo órdenes del superior sin cuestionarlas. Asimismo, las características masculinas se definen y se establecen como el factor unificador en este sistema y, mediante la trasmisión de una generación a otra, se difunde en los otros sectores de la sociedad (WASSERLING, 2015). La tortura, en épocas de represión, justamente pretende deshacer el mundo de la víctima con estrategias pensadas para despojarla de su identidad genérica, pero en el caso femenino la cuestión es compleja, porque no se trata solo de quitarles su feminidad o un aspecto que la simbolice (la maternidad, por ejemplo), sino también de desbaratar la identidad que han logrado construir más allá de aquellos dictámenes sociales en los que se privilegia la superioridad masculina. Por ello, se las somete a la más acuciante situación de debilidad y dependencia (SCARRY, 1985). En la novela de Traba, Dolores es un ejemplo paradigmático: los militares no solo le quitaron su independencia y activismo político, sino que, al hacerla abortar, la dejaron “incompleta” como mujer, develándose así la identidad asignada por el cuerpo social al cuerpo femenino. Serán las madres, entonces, las que recuperen las fotos reconocibles, en actos públicos (las marchas), transgrediendo el orden patriarcal que las confinaba a la esfera privada, para restituirle no solo su identidad a las víctimas, sino también su humanidad. Las novelas vinculadas a la recuperación de la memoria y a las deudas de la justicia, de las que Conversación al sur es un ejemplo claro en la literatura argentina, llevan casi irremediablemente a duelos irresueltos, vinculados con muertes violentas que imposibilitan la recuperación del cuerpo y la realización de ritos fúnebres. Se ha impuesto otra dimensión de la corporalidad. Más allá de la verticalidad que define nuestra condición activa, más allá de la


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horizontalidad que alude a un cuerpo en descanso o, incluso, muerto, se instala una tercera dimensión: la del no-lugar del cuerpo: sin extensión, sin horizontalidad ni verticalidad. Es la dimensión de la ausencia, de los cuerpos desaparecidos. Pero ¿cómo se representa la ausencia? ¿Qué lugar le queda al cuerpo que ha sido expuesto a intervenciones violentas hasta ser desaparecido? (NANCY, 2006). Butler sostiene que la “pérdida y la vulnerabilidad parecen ser la consecuencia de nuestros cuerpos socialmente constituidos, sujetos a otros, amenazados por la pérdida, expuestos a otros y susceptibles de violencia a causa de esta exposición” (BUTLER, 2006, p. 46). Y las preguntas siguen agolpándose: ¿cómo entender la realidad de los cuerpos rotos, que más allá de la muerte, son utilizados para transmitir mensajes de poder? Cuando Dolores le cuenta a Irene sobre el destino de algunos de sus compañeros y pone en evidencia que el cuerpo es el espacio donde se escribe la ley de los soberanos: -Tomás. Hablamos hace un ratito de él, ¿te acordás? Le rompieron el espinazo, pero eso pasó antes de que lo trasladaran y le perdiéramos el rastro. […]

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[…] -Y de Enrique, ¿te acordás? De mi compañero. Casi era más compañero de Tomás que mío, porque siempre andaban juntos. Por suerte Tomás nunca supo lo de Enrique. A menos que hayan hecho la monstruosidad de mostrárselo antes de tirarlo al cajón. (TRABA, 1981, p. 34)

¿Cómo dar cuenta de la dimensión fantasmal de los cuerpos, de los sujetos borrados, desaparecidos? Irene piensa en ello cuando, como mujer mayor (o por lo menos mayor que los jóvenes que la acompañan en la cárcel), debe encarnar, según la hegemonía masculina, las características ideales de la figura materna, pero desafía esta visión de varios modos: participa en actos de rebelión y se viste con falda corta en vez de ropa más conservadora. Así, percibe que no existe ante los militares que la interrogan luego de la redada: “me di cuenta en ese momento que estaba equivocada de medio a medio. Algo había cambiado de manera radical y comenzaba a percibirlo. Fuera quien fuera, yo no existía para ellos. Mejor dicho; ellos decretaban quién podía existir y quién no” (p. 48). Finalmente, ¿cómo esta realidad ha contaminado el arte y


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lo ha configurado como una memoria del dolor? ¿Cómo leer las supervivencias que habitan las imágenes, su devenir vestigios del rumor de los muertos? (DIDI-HUBERMAN, 2004). Tal vez en el obrar de esa escritura espectral –sobre espectros– se juegue la posibilidad del duelo (DIÉGUEZ, 2013). La maternidad es la mano que traza esa escritura espectral, constituyéndose así en un eje vertebrador de reflexión, de cuestionamiento de los discursos y de la superioridad del género que sustenta todo sistema dictatorial.

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Diéguez sostiene que el pañuelo se convierte en una prenda altamente cargada de sobrevivencias luctuosas en varios espacios latinoamericanos, emerge de esos escenarios: ya no es sólo una prenda para llevar arriba de la cabeza: se ha convertido en textura/texto que dice nombres, que cuenta historias sobre cómo se los llevaron, dónde los vieron por última vez, cómo aún se los espera… Es decir: condensan las narrativas del dolor en Latinoamérica, son las escrituras del dolor, del amor, de la espera. También “son el tejido de las Erinias, las iras de las memorias, la tenacidad de las supervivencias” (2013, p. 34). En este entorno, no es difícil recordar la tan polémica afirmación de Adorno sobre la relación entre el arte y el horror: La crítica cultural se encuentra frente al último escalón de la dialéctica de cultura y barbarie: luego de lo que pasó en el campo de Auschwitz es cosa barbárica escribir un poema, y este hecho corroe incluso el conocimiento que dice por qué se ha hecho hoy imposible escribir poesía. (1962, p. 29)

Más allá de los debates –iracundos algunos de ellos– que se han suscitado sobre esta sentencia, se puede pensar esta idea de DidiHuberman sobre la contaminación del arte que comenté anteriormente, relacionada con factores altamente determinantes: la fascinación que puede producir la contemplación de un espectáculo horroroso, la posibilidad estética y ética del arte de representar el horror y la necesidad de hacer arte en tiempos de violencia y horror. Andrea Giunta reflexiona sobre estas cuestiones en el texto de presentación de dos ensayos de Paul Virilio, Un arte despiadado y El procedimiento silencio:


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[…] creo que el arte no solo puede ser un espacio de resistencia y de resguardo del equilibrio frente al fanatismo que impregna los discursos de quienes han tomado en sus manos el derecho a la vida de los que habitamos este mundo. El laboratorio del lenguaje, de las formas y de los contenidos que el arte refunda en cada tiempo de emergencia, es un espacio (precario pero no por eso menos potente) en el que también es posible imaginar formas alternativas y necesarias de respuesta frente a toda forma de violencia. (p. 41)

El personaje de Dolores de Marta Traba, por su parte, al articular en abstracto –a través de la poesía– sus experiencias, puede alejarse de la lógica ya establecida y romper las barreras que le imponen, los límites que experimenta bajo el sistema patriarcal: “¿no tenía que situar ahí sus poemas?” (1981, p. 96). De este modo, se despoja de las reservas que las normas sociales rigen sobre ella y forja un nuevo espacio para su discurso. En este sentido, las palabras de Agamben resultan esclarecedoras:

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No sorprende que este gesto testimonial sea también el del poeta, el del auctor por excelencia. La tesis de Hölderlin, según la cual “lo que queda, lo fundan los poetas”, no debe ser comprendida en el sentido trivial de que la obra de los poetas es algo que perdura y permanece en el tiempo. Significa más bien que la palabra poética es la que se sitúa siempre en posición de resto, y puede, de este modo, testimoniar. Los poetas –los testigos- fundan la lengua como lo que resta, lo que sobrevive en acto a la posibilidad –o la imposibilidad- de hablar. (2005, p. 169)

Agamben abre un espacio para pensar y discutir el lugar de la palabra, en tiempos en que lo inhumano se ha manifestado como una extraña expresión de lo humano. Post scriptum: escenarios, cuerpos y memoria

Ciudades siniestras, cuerpos agredidos o desaparecidos, dolor, resistencia… Y una apuesta a la memoria que se declara desde el epígrafe mismo de la novela: “A Gustavo y Elba, para no olvidar”. En la literatura de la dictadura en general y en Conversación al sur, en particular, “La vida de esta[s] ciudad[es], de cada país, de cada nación está sometida a una disposición escénica” (EVREINOV, 1936,


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p. 18), porque: “¿Qué hay de más abyecto y al mismo tiempo de más siniestro que el espectáculo de un despliegue policial?” (ARTAUD, 1969, p. 5). Mantener fija la mirada en lo inenarrable, como dijera Agamben, aunque sea con una mirada oblicua, venciendo al terror con la imagen del terror (QUIGNARD, 2005), es lo que parecen proponer estas madres que conversan al sur, que ponen sus cuerpos en estas ciudades siniestras, arriesgándose a que se grabe en ellos la ley del tirano, pero apostando a la palabra reparadora de la memoria colectiva. Hablan de lo que no puede ser dicho, miran lo que paraliza, evaden el rol que les ha asignado la sociedad cómplice que acata los dictámenes de la hegemonía masculina, pero sobre todo, se rebelan ante los discursos totalizadores de sentido y contra la posibilidad de convertir en discurso dogmático (desde cualquier orientación política) la historia reciente de Argentina, Uruguay y Chile. Abren el diálogo, con un trágico tono de advertencia, enfatizando la necesidad imperiosa de continuar peinando la historia a contrapelo.

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Otra piel, la misma piel: Contacto y aparición en cuatro textos que abordan la última dictadura cívico-militar (1976-1983)

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Karina Elizabeth Vázquez

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University of Alabama

En este ensayo propongo una exploración inicial de lo que entiendo como “poética de la aparición” en Lengua madre (2010), de María Teresa Andruetto, Diario de una princesa montonera (2012), de Mariana Eva Perez, ¿Quién te crees que sos? (2012), de Ángela Urondo Raboy, y Aparecida (2015), de Marta Dillon, textos todos que apelan al diálogo con el intertexto o paratexto visual. Lejos de la exhaustividad académica y más acorde con un clima actual de temor y desconcierto, con un futuro que se proyecta gris en el horizonte, estas palabras no tienen por objeto impregnar el presente con una exégesis sobre lo que, como sociedad sobreviviente, nos falta. Por el contrario, 1 Agradezco enormemente los comentarios minuciosos de Andrés Avellaneda, el aliento de Raúl Bueno en esas conversaciones sobre las fotografías en la novela de Andruetto, y a Athena Alchazidu, por haberme invitado a discutir estas ideas con sus estudiantes de la Universidad de Masaryk (Brno, Rep. Checa).


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lo que pretendo es situar este desasosiego en una contingencia donde la fuerza llega de los encuentros que se producen en el complejo y tenso entrelazamiento de lo verbal y lo visual. En última instancia, aquello de lo que intento hablar es de las formas en que los cuerpos, en el presente, alojan a los ausentes en los gestos con los que emprenden sus pesquisas urgentes y cotidianas por la propia identidad dentro del ineludible concierto de lo histórico y lo colectivo. La búsqueda “es” el encuentro y también lo que aquí propongo considerar como una “poética de la aparición”.

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El corpus de los textos testimoniales y de ficción que abordan la experiencia traumática de la última dictadura cívico-militar argentina, engloba un conjunto amplio y diverso. Desde perspectivas atravesadas tanto por el género como por lo generacional, las voces literarias han propuesto temas específicos. La militancia y el activismo político de los sesenta y setenta, las experiencias de exilio e insilio, las secuelas de la represión sistemática y el peso del recuerdo en las víctimas, son algunos de los núcleos semánticos que permean las formas narrativas, dejando traslucir la serie de debates que en los últimos años se han abierto en la sociedad argentina. O, por otra parte, son precisamente las estrategias narrativas empleadas por los autores las que permiten que los temas surjan en las superficies textuales. Sin duda, la clara política de Derechos Humanos implementada desde el año 2003, que tuvo como objetivos el restablecimiento de los juicios por lesa humanidad y la institucionalización de los procesos de memoria, jugó un papel importante en la profusión de textos, documentos, testimonios, homenajes e intervenciones públicas. Los testimonios durante los juicios, las investigaciones periodísticas, la tarea del Equipo Argentino de Antropología Forense y la paciente e interminable labor de recordar y relevar datos sobre las víctimas, ampliaron el alcance de los discursos ficcionales y de los testimonios. Las manifestaciones públicas de repudio y denuncia, los espacios de memoria y los proyectos de recuperación de las historias de militancia, sumaron nuevas modalidades de encuentro con el pasado que trascendieron el uso discursivo, oficial o aceptado, de víctimas y victimarios. De pronto, tanto en los testimonios como en la ficción, comenzó a aparecer el papel de la sociedad civil. Las intervenciones en el plano de las artes visuales, en particular de la fotografía, han cumplido


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un papel central en la articulación no sólo de los sentimientos de las víctimas directas, sino en la de las voces críticas que constantemente releen y revisan a la luz de la literatura ese pasado dictatorial del cual se cumplieron cuatro décadas en marzo de 2016. Distintos trabajos fotográficos como los de Gustavo Germano, Lucila Quieto, Marcelo Brodsky y Gerardo Dell’Oro2, entre otros, hacen que la ausencia sea visible y tangible para los sentidos, mientras que los proyectos que recuperan las historias de vida y de militancia, exhibiendo los momentos íntimos, personales y afectivos de las víctimas directas, hacen perceptibles zonas vitales que entran en contacto directo con nuestros sentidos y emociones.

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Así, el presente nos encuentra con un espectro de miradas y voces mucho más amplio y más rico, que incorpora perspectivas en tensión. Cualquier nómina de textos de ficción y testimonio correría el riesgo de omitir otros que también son significativos. A modo de lista que sirva como encuadramiento de los textos a analizar en este ensayo, vale mencionar las novelas y trabajos de no ficción Una sola muerte numerosa (1997), de Nora Strejilevich, Hija del silencio (1999), de Manuela Fingueret, Ni muerto has perdido tu nombre (2001), de Luis Gusmán, El perseguido (2001) y La vida por Perón (2004), de Daniel Guebel, La mujer en cuestión (2003) y Lengua madre (2010), de María Teresa Andruetto, La casa de los conejos (2008), de Laura Alcoba, y las más recientes Soy un bravo piloto de la nueva China (2011), de Ernesto Semán, Diario de una princesa montonera (2012), de Mariana Eva Perez, ¿Quién te crees que sos? (2012), de Ángela Urondo Raboy, Pequeños combatientes (2013), de Raquel Robles, En mi nombre. Historias de identidades restituidas (2014), de Ángela Pradelli, y el muy reciente Aparecida (2015), de Marta Dillon. A los trabajos que plasman las marcas de la ausencia de los padres y familiares desaparecidos, se suman las voces que proponen una autocrítica por parte de quienes fueron miembros de las organizaciones de lucha armada o simplemente fueron militantes o activistas políticos durante los sesenta y setenta. Todas estas se entrecruzan en diálogos que a la luz de las experiencias personales cuestionan la figura del héroe militante, reflexionan el papel de los líderes de la lucha armada, piensan 2 Sobre fotografía como instrumento para activar la memoria (Hirsch 1997), cabe mencionar los trabajos de Fortuny (2003) y Blejman-Fortuny (2011), que abordan el tema desde la experiencia argentina.


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(en carne viva) sobre los efectos de la experiencia concentracionaria, discurren sobre las convicciones de una generación y sobre los modos de enfrentar los efectos del terrorismo de Estado en el presente y/o de encarar las búsquedas de respuestas propias a lo sucedido.

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Este entrecruzamiento de perspectivas reconoce las experiencias de quienes fueron los protagonistas directos de la militancia de los setenta y también la de sus hijos, que hacen una lectura desde distintas realidades. De la convergencia de estas voces literarias y testimoniales surgen temáticas aún más marcadas, que entran en conversación con las retóricas visuales que formulan el tema de la ausencia. Tal como ha sido demostrado entre otros por críticos como Fernando Reati, Viviana Plotnik, Martina López Casanova, Emilia Deffis y María Sonderéguer, por un lado se encuentran las novelas y los testimonios de los hijos, que cuestionan el accionar de sus padres militantes. En diálogo con los debates sobre la autocrítica del accionar político de esos años, o concentradas en la experiencia más individual, las voces literarias y testimoniales de los hijos resaltan la experiencia del abandono, el cuestionamiento de la heroización de sus padres y su irresuelto legado ideológico. La búsqueda de esos padres, que en muchos casos es también la búsqueda de hermanos, es un sustrato de sentido en la construcción de sus propias vidas, por lo que estas voces que le ponen palabras a la ausencia, son también retóricas del encuentro, de las formas en que sus vidas han ido haciendo lugar a las vidas de esos otros. Por otra parte, se encuentran las ficciones y testimonios de quienes han sido protagonistas de las historias de militancia y desde el presente revisan esas experiencias (SIMÓN, 2014). Se trata de voces que dan cuenta de la persecución y la tortura, de los exilios y los insilios, del desconcertante retorno a la vida una vez recuperada la democracia y de las consecuentes revisiones y ajustes de cuenta con el pasado. Desde otras perspectivas, estos relatos también hablan del abandono producido por el silencio cómplice de la sociedad civil, de la falta de sus semejantes y del legado complejo y doloroso para las generaciones futuras. Formas de indagación sobre las ausencias y las pérdidas, estos relatos son también retóricas del encuentro, en tanto ponen en palabras e imágenes un modo de estar en el presente que les hace lugar a los ausentes y a sus historias.


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De esta manera, a las retóricas visuales de la ausencia propuestas en los trabajos fotográficos de Germano, Quieto, Brodsky y Dell’Oro, se suman estas otras en las que el relato de la falta es, al mismo tiempo, uno de búsqueda y encuentro, que conduce a la aparición. En Lengua madre (2010), de María Teresa Andruetto, Diario de una princesa montonera (2012), de Mariana Eva Perez, ¿Quién te crees que sos? (2012), de Ángela Urondo Raboy, y Aparecida (2015), de Marta Dillon, la presencia de lo visual revela experiencias cuyos referentes se encuentran más allá de la imagen indicial o de la figuración mental, que remiten a instancias que contestan de modo reafirmante o refutador3. Lo que me interesa indagar en estos trabajos no es el 3 Como mencioné en las primeras frases de este ensayo, no quiero proponer una reflexión crítica detallada, ni estructurada en torno de un aparato teórico-crítico, sino que lo que me interesa es exponer una exploración inicial, un conjunto de intuiciones o “interpretaciones sensoriales” de los textos. No obstante, para quien se halle interesado en el andamiaje teórico, que de todos modos permea mis percepciones, en otros estudios sobre estos textos y otros materiales visuales, he trabajado con los análisis de Susan Sontag, quien señala que las imágenes capturadas en una fotografía tienen com principal objeto la transmisión de un momento o experiencia (On Photography 1977). Puestas en serie, el significante ya no es la imagen de cada una, sino el proceso social al que éstas remiten en la mente del observador (Illness as a Metaphor 1978).

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Roland Barthes (1992), por su parte, indica que la fotografía es significante en la medida en que existe una ‘gramática iconográfica’ o proceso de significación que determina modos de mirar. Pero, al mismo tiempo, como bien nota Umberto Eco (1989), tanto la imagen, como su lectura articulan una selección “arbitraria” de códigos de percepción. El semiólogo italiano retoma las observaciones del mismo Barthes sobre el carácter connotativo del signo icónico, y por ende, del enunciado icónico, para aseverar que además de la mutua apoyatura que existe en las codificaciones históricas y las convenciones iconográficas, en la decodificación de los registros visuales la variable emocional no se encuentra escindida de las funciones intelectuales. Al respecto, W.J.T. Mitchell (1986, 1994), sostiene que este carácter emocional de la imagen no es un a priori o una esencia diferenciadora respecto de la palabra, sino un elemento común a ambas, imagen y palabra, en el conjunto de operaciones cognitivas y perceptivas que producen como resultado una imagen mental. De este modo, el poder político y significante de las imágenes indiciales no reside en el supuesto valor de aquello que capturan, sino en el “sensorium” (WILLIAMS, 1974) que sostiene o da “cuerpo” a la imagen como resultado de una práctica social inscrita también en las miradas; es decir, el poder de las fotografías reside en su capacidad de interpelarnos emocional e intelectualmente tensando los modos de ver establecidos. La fotografía entonces forma parte de una relación dialéctica entre mirada e imagen que no es explicativa de los hechos, sino que puede ser cuestionadora del presente. Kracauer sostiene que la foto yuxtapone lo retratado con la mirada actual, creando una desfamiliarización que permite asociar de manera ideológico-política aquello aún no dicho. Por otra parte, desde los estudios de la fenomenología de la percepción (Merleu-Ponty, 2002) y del tacto, se observa que en la interacción de los sentidos (LINDEN, 2016), el estímulo desatado por la imagen indicial produce instancias de extereopercepción e intrapercepción que recorren mapas sensoriales que remiten a experiencias dadoras de sentido y, por ende, a codficaciones sociculturales.


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contacto de los personajes con la zona desaparecida, sino más bien observar de qué manera la relación entre lo verbal y lo visual traza una zona de “aparición”, una poética, que sin entrar en contradicción con las reflexiones visuales y verbales sobre la “ausencia”, tiene por objetivo desautomatizarla por medio del gesto de la búsqueda. El descubrimiento del cuerpo materno en Lengua madre (2010), de María Teresa Andruetto La obra de la escritora cordobesa María Teresa Andruetto ha sido extensamente analizada (REATI, 2007; PUBILL, 2009; VÁZQUEZ, 2013). Sus novelas La mujer en cuestión, Lengua madre y de más reciente aparición Los manchados (2015), proponen miradas sobre la desaparición que de maneras distintivas ponen de manifiesto las tensiones generacionales, los conflictos de género y la desigualad social entrelazada con la discriminación racial. Sus personajes están atravesados por la violencia sistémica que se revela en instancias de aislamiento, negación, rechazo y abandono, entretejidas en una malla de miradas, silencios y formas del habla social que dejan marcas en el

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cuerpo y la corporalidad de los personajes. Este tejido de palabras y miradas que conforman “lo social” es característico en estos trabajos de Andruetto, que de modo descarnado traman en la superficie del texto el tema de la complicidad civil durante la última dictadura, asunto que cobra renovada importancia en razón del cambio de coordenadas en la política de derechos humanos en Argentina después de diciembre del año 2015. De sus novelas, Lengua madre se distingue por introducir el intertexto visual por medio de las fotografías y de otros documentos de naturaleza diversa, tales como recortes de periódicos, solicitadas, tarjetas y dibujos. La historia narra la relación entre Julia, una militante que desde el año 1975 decide “insiliarse” en Trelew, Julieta, la hija que da a luz en el año 1978, en pleno insilio, y Ema, la madre de Julia y abuela de Julieta, quien junto a su marido se encarga de criar a la pequeña en ese momento y también durante la democracia. Un punto central del argumento de la novela es la negativa de Julia a regresar a su ciudad natal después de 1983, y su férrea voluntad de permanecer en Trelew hasta su muerte, hacia mediados de los noventa, algo que para ella significó seguir con sus convicciones, pero que para Julieta simbolizó el corolario del abandono materno. La narración comienza con el viaje de Julieta a Argentina para enterrar a su madre. La joven, que reside en


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Alemania, donde hace un doctorado en literatura escrita por mujeres, y que ha vivido una relación con su madre marcada por la distancia, se encuentra con una serie de cartas y fotografías que ésta le deja en una caja, con la esperanza de que alguna vez Julieta pudiera acceder a otra versión de la historia. Así, la joven inicia un proceso de descubrimiento de la historia de ambas, la suya y la de su madre, de mano de las cartas que su abuela Ema le escribió a Julia durante su insilio. La novela se halla estructurada de manera narrativa por la voz de Ema, a través de las cartas que le mandó a Julia desde 1975 hasta un tiempo después de recuperada la democracia, la voz narrativa omnisciente, que conecta parte de la información de las cartas con algunos de los documentos intertextuales, y el silencio de Julia, que se rompe hacia el final con la carta que le dejó a Julieta para que ésta la leyera una vez vistas las cartas de la abuela. El intertexto visual de las fotografías aparece como un discurso que le va contando a Julieta una historia diferente de la que le contaron sus abuelos, al menos con sus actos. Lo visual, entonces, pone en entredicho el discurso de Ema y el “habla social” de la época filtrado en sus

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palabras. Julieta no solamente descubre a su madre joven, antes de que pasara todo, a través de las fotografías que van apareciendo junto a las cartas de Ema, sino que puede ver en el tono condenatorio de éstas que su madre también sufrió un abandono: el de Ema y el de la sociedad civil que transpira en las palabras de ésta. Así, Julieta puede contextualizar el origen del resentimiento hacia su madre con el abandono sufrido por ésta y, fundamentalmente, con una versión de la historia que es distinta a la que le contaron o vivió junto a sus abuelos. En las fotografías que muestran a Julia joven, encarnando la corporalidad desafiante y llena de ilusiones de la época, también se observa el gesto reprobatorio de Ema. Julieta ve a su madre cercana a un bebé que no es ella y alejada por la presencia de unos abuelos que, a pesar de las buenas intenciones, hicieron aún más intensa la distancia circunstancial entre ambas.


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Las fotografías no cumplen la función de reafirmar el discurso de Ema, sino todo lo contrario, desestabilizan y ponen en duda el “habla social” que transponen y dejan entrever la complejidad de lo que puede pensarse como complicidad civil. Hacia el final de la novela, a medida que Julieta se acerca a la voz de la propia Julia, aquella que le habla a ella, van apareciendo las imágenes de Julia un tiempo antes de morir. Junto a otros documentos que muestran su compromiso y solidaridad con compañeros trabajadores, estas imágenes le revelan a Julieta la


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corporalidad de una mujer que mantuvo sus convicciones hasta el final: esa es la madre con la que se reencuentra Julieta; esa es la mujer que va descubriendo a medida que redescubre su propia historia. Así, la ausencia materna, denotada por el juego entre el silencio de Julia y el discurso de Ema, se transforma en una presencia a la que Julieta le hace lugar, le presta su cuerpo a medida que se va quedando en Trelew para la lectura de las cartas, el recorrido por la casa materna, el encuentro con amistades de la madre y, finalmente la composición fotográfica en la que la fotografía que muestra a Julia joven y a Ema se encuentra en adyacencia con la que muestra a Julieta y a su prima.

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Las imágenes indiciales componen una serie que tiene como objetivo hacer ingresar a Julieta en una versión de la historia y en una experiencia distintas a la de la historia oficial. Esta composición de imágenes con la que cierra la novela, remarca que Julieta encuentra a su madre, a medida que ésta emerge de entre la aplastante voz de Ema, del “habla social”, y del silencio con el que resistió la opresión. Su corporalidad surge, en el pasado y en el presente, al tiempo en que para Julieta se hacen también audibles las convicciones de su madre. Podemos decir entonces, que el intertexto visual tiene por función desestabilizar a la retórica verbal para que, con el acto de la mirada, Julieta descubra y se encuentre con su madre haciéndole lugar mediante la lectura de las cartas y la observación de las fotografías. Ella, la hija, puede encontrarse en tensión con las


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convicciones de Julia, eso aún no lo sabe y lo descubrirá más adelante, cuando venciendo los discursos de la historia, burlando el tiempo y el espacio, ella le haga lugar a la corporalidad de Julia en el gesto suyo de quedarse para indagar en las historias de su historia. La identidad recuperada con el abrazo en ¿Quién te crees que sos? (2012), de Ángela Urondo Raboy El texto de Ángela Urondo Raboy no propone lo visual como un intertexto que apela a los sentidos. El ingreso a la historia del padre asesinado y de la madre desaparecida4 no se produce por medio

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de las tensiones entre lo visual y lo verbal que provoca la presencia intertextual de la experiencia transmitida por la imagen indicial de la fotografía (esa focalización que abre la puerta para entrar a otras historias). La autora comienza así su testimonio sobre la recuperación de su identidad legal, luego de haber sido criada por una tía materna en un contexto familiar que no solamente renegó de la historia de los padres de Ángela y de la realidad de ésta, sino que le implantó el silencio. Además de la odisea legal que resuelve en los juicios por la muerte de su padre y por la apropiación de su identidad, la autora hace frente a las otras historias, las de los militantes, sus líderes, los compañeros de sus padres, sobre quienes ejerce una minuciosa crítica respecto del accionar de esos años. El encuentro con los cuerpos paternos al que conduce la búsqueda de la identidad es tanto un punto de partida, como un lugar de llegada. Con lo visual, Raboy establece un punto que cifra el sentido de la lucha por recuperar su identidad. En este testimonio, la imagen es, como el nacimiento, el origen de una identidad, la prueba de un legado con el que se lucha y por el cual se lucha, al tiempo en que un momento de llegada, de encuentros. Los brazos maternos y paternos que la abrazan en las dos fotografías con las que abre el texto, montaje al cual Raboy con ironía denomina “nuestra única foto familiar”, 4 Ángela es hija de Francisco Urondo, poeta y referente de la agrupación Montoneros, y Alicia Raboy, periodista y militante de la agrupación. El 17 de junio de 1976, Ángela (11 meses), sus padres y una amiga de éstos son atacados por un grupo de tareas en la ciudad de Guaymallén (Mendoza) mientras se trasladaban en un auto. Urondo es asesinado en el lugar y Raboy logra primero huir con Ángela, pero es capturada inmediatamente y ambas son llevadas al centro clandestino D2. La beba es luego dejada en la casa cuna, hasta que su familia materna la recoge y una tía suya la “adopta” borrándole toda conexión con la historia de sus padres. Alicia Raboy continúa desaparecida.


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materializan un origen y una herencia.

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No es casual que la imagen que precede a esta composición sea la de una carta de puño y letra del propio Francisco Urondo que, a modo de testamento, lega a sus hijos la única posición de valor que cree tener: la lucha por las convicciones. Para desestabilizar la retórica verbal y cuestionar desde allí tanto su papel en la formación de un habla y una mirada social cómplices de manera directa o por omisión, la autora coloca la imagen fotográfica como vector semántico (VÁZQUEZ, 2016), que como un ojo que mira a través de la lente que capturó la imagen, hace ingresar al lector por otra orilla. De esta manera, la hija ha necesitado acercarse descarnadamente al mundo de decisiones de sus padres y al contradictorio medio en el que se movían, un mundo marcado por los discursos monológicos, y colocar en ese plano no solamente las convicciones de sus progenitores y, al mismo tiempo, sus abrazos, sino que fundamentalmente ha debido unirlos en la disonancia de la cual su ausencia es la prueba. Raboy pone la desavenencia entre lo verbal y lo visual como prueba de una materialidad compleja que, más allá de que ella la acepte o no, que la critique o no, es irrefutable y trascendentalmente suya. La colocación inicial de este encuentro que, como en el caso de


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Julieta, es el final de un proceso de búsquedas y acercamientos, señala aquí que en el sentido de la búsqueda se construye el encuentro, y que éste a su vez se convierte en la guía de la búsqueda. Esta circularidad no es trágica, sino que por el contrario, casi como prueba de que el tiempo es más una curva que una línea recta, nos señala que la búsqueda de la identidad y la aparición de los ausentes se produce simultáneamente cuando la hegemonía de la palabra cede al cambio de enfoque que produce la imagen indicial con el gesto de la mirada; cuando la superficie del texto no se compone de signos, sino de la epidermis de los otros. De este modo, lo visual no intenta desestabilizar el poder del discurso verbal, como sucede en la novela de Andruetto, sino que se impone focal/semánticamente por sobre el sentido de las palabras. El encuentro en la búsqueda en Diario de una princesa montonera (2012), de Mariana Eva Pérez

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Si en los trabajos de María Teresa Andruetto y Ángela Urondo Raboy observamos una relación entre lo verbal y lo textual marcada por la tensión, en el caso de la obra de Mariana Eva Perez, dada la naturaleza de las imágenes indiciales que incorpora, lo que notamos es que entre la imagen y la palabra hay una relación de apoyatura, de soporte de un cuerpo cuyo gesto es el de hacerse un lugar propio más allá de las figuraciones aceptadas de manera automática. Como en el caso de Raboy, Perez también describe la saga de encuentros y desencuentros con las retóricas de los compañeros de sus padres, los que sobrevivieron. Entre las loas a la militancia y la heroización de sus padres en distintos homenajes, y las tensiones que vive en el seno de la organización de derechos humanos en la que trabaja, Perez opta por una estrategia distinta a la de Raboy como punto de partida y de llegada de su búsqueda. Tomando una postura crítica de sí misma mediante el apelativo de “militonta”, Perez pone a las imágenes en diálogo con los relatos sobre los memoriales y homenajes, la heroización y el verticalismo de la organización en la que se desempeña, buscando que lo indicial reafirme ese espacio discursivo intersticial por el que discurre su propia voz, la de la militonta crítica. Las imágenes indiciales o fotográficas a las que apela Perez son peculiares, puesto que se trata de fotomontajes o collages en los


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que ella se encuentra efectivamente con sus padres, superando así las imposibilidades espacio-temporales y, también, las impuestas por las lecturas de la historia que hacen los otros.

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Con el fotomontaje y el collage, Perez no se va al pasado, sino todo lo contrario. La hija militonta, mediante el fotomontaje, hace el gesto de traer a sus padres a su crítica, haciéndoles al mismo tiempo un lugar en su presente. Tal vez sea éste el caso más claro de los cuatro textos abordados, en el que la palabra crítica ocupa un espacio concreto, el de la imagen ofrecida por el fotomontaje, curvando la línea de tiempo al punto en que el encuentro imposible se hace viable. Parte del mismo proyecto de Lucila Quieto, Arqueología de la ausencia (2001), la yuxtaposición espacio-temporal que realiza Perez con el fotomontaje adquiere una significación opuesta. En el marco del libro,


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la yuxtaposición es un gesto crítico de búsqueda y encuentro, que en el diálogo con las instancias discursivas que en el texto transponen los discursos sobre la militancia y la heroización de los padres, tiene por función no sólo contestarlos, sino darle un apoyo material a sus propias palabras críticas. De manera distinta a la desestabilización de lo discursivo en Andruetto, o al direccionamiento semántico del texto en Raboy, lo visual en el trabajo de Perez propone una yuxtaposición de focalizaciones que trae el mundo de los padres al presente de la hija crítica. Regeneración y contacto en Aparecida (2015), de Marta Dillon El último trabajo que compone esta serie, y que me lleva a

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querer explorar sobre las formas en que los cuerpos en el presente les hacen lugar a los ausentes, es el testimonio Aparecida de muy reciente publicación, de la periodista Marta Dillon. Fotomontajes de la periodista junto a su madre desaparecida, Marta Taboada, también formaron parte de la serie de Lucía Quieto (2001), por lo que la separación madre e hija había sido zanjada, en cierto modo, por ese logrado intento de mostrar la ausencia. Más de diez años después, el testimonio de la periodista sobre la experiencia de encontrar parte de los restos de su madre por medio del Equipo Argentino de Antropología Forense, y así de algún modo concluir la búsqueda, lleva a pensar no tanto en un final, el del cuerpo hallado, sino en un reencuentro en el que la historia de vida de la hija le va haciendo lugar a la historia de vida fragmentada de la madre. Este “contacto” no se produce, como en el caso de la novela de Andruetto, en el descubrimiento de otra historia diferente a la oficial, ni en la constatación de la identidad o en la yuxtaposición crítica, sino que se lleva a cabo en un intenso proceso de comprensión del gesto corporal propio (la maternidad, la enfermedad, el trabajo, el amor, la piel) en el contexto de otros encuentros, El contacto físico pareciera ser el motor del texto, precisamente cuando aquello que se relata, en apariencia, guarda relación con la partida. Tal vez por eso, las imágenes aquí son parte del componente paratextual que “encierra” o contiene, literalmente, al libro. Tomada del archivo familiar de la autora, la fotografía de la tapa muestra al cuerpo materno de espaldas, caminando hacia el mar, mientras que la contratapa, señal del final, la muestra con el torso girado y el rostro


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mirando a la cámara. Como devuelta por el oleaje, la madre retorna al lugar del que no debió salir.

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Desde el comienzo, Dillon pone el tono del contenido discursivo: “Frente a mí hay una foto de mi mamá conmigo. Estamos tendidas sobre la arena, apenas se ve la espuma del mar en un ángulo. Ella tiene la cara tapada por el pelo, a mí sólo se me ve la nuca y su mano enredada en mis rulos. No sé cuántos años puedo tener en la foto, puedo decir que su codo se apoya justo en el nacimiento de mi espalda y sus dedos se pierden en mi pelo. ¿Qué edad hay que tener para que el antebrazo de tu madre tenga la exacta medida de tu torso” (DILLON, 2015, p. 11). Se trata de una búsqueda sin edad. Contrariamente a los encuentros que se producen en los otros textos, la madre que aparece con la recuperación de los huesos, es la madre que representa un vínculo que regenera y cuida; como si los huesos, a modo de metonimia, repusieran a la figura materna en la historia de la narradora, en el momento en el que la violencia la asoló, infundiéndole así una interminable (sin edad) fuerza de contacto. Consideraciones finales Poco a poco se intenta cambiar de signos el discurso sobre los derechos humanos, y con ello prevenir que la “aparición” traiga


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consigo cuestionamientos más profundos sobre los distintos grados de responsabilidad civil y, viceversa, que el accionar de la justicia haga de la “aparición” un cuestionamiento profundo de los sustratos sistémicos de la violencia. Ese parece ser el estado de las cosas que las topadoras discursivas allanan, limpiando el terreno de toda posible reflexión crítica y política sobre los grados de involucramiento de la sociedad civil con la política represiva, la naturaleza de la tortura y las semejanzas (si no en método, sí en contenido) entre lo sucedido hace cuarenta años y el presente. ¿Por qué entonces mirar y aferrarse a estas “apariciones” y a estos contactos “maternos”? ¿No tienen ya la sentencia de quedar relegados a un pasado que se busca archivar en la memoria oficial?

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Creo en el potencial de la literatura para despertar los sentidos y albergar las miradas críticas. Y creo que estos textos-imágenes demuestran que en la relación entre las figuraciones mentales y las imágenes indiciales surge una literatura en la que en su superficie se encuentran los sentidos y la crítica, lo emocional y lo racional. Andruetto lo hace mediante la desestabilización de la palabra por medio de las imágenes que impugnan la historia oficial y revelan complicidades. Raboy lo lleva a cabo al reunir de manera circular la necesidad de la palabra y de la imagen para dar cuenta de la identidad, y al colocar lo indicial como motor que renueva ese proceso. Perez reúne espaciotiempo y palabra crítica por medio de la yuxtaposición plasmada en el fotomontaje, que le permite hallar su propia voz en la medida en que su gesto aloja a los padres ausentes. Dillon lo materializa al recomponer con un acto de cierre el abrazo materno. Observo que en estas autoras podemos intuir una “poética de la aparición” en la que los cuerpos de hoy les hacen lugar a los ausentes, apelando a la vitalidad crítica (Pérez), a la lucha por la identidad propia (Raboy), a la búsqueda de las convicciones (Andruetto) y a la calidez amorosa (Dillon). Creo que en todas ellas, la piel es la misma y es otra al mismo tiempo.


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