Mamba Edición 3 Sastrería

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EDITORIAL Hecha en Medellín Fue la editora Diana Vreeland quien dijo que debíamos llevar a los ojos de viaje, sumergirlos en estéticas distintas, enfrentarlos a lugares que no conocen. Bajo esa premisa dirigió editoriales de moda en los escenarios más inesperados, para que a los lectores nada se les volviera paisaje. Pasaba de desiertos tenaces a los fríos más blancos, y de ahí a una escena con elefantes. Pero a veces no hay que tomar un avión para que los ojos se sorprendan, a veces, simplemente hay que salir y ver todo lo que ya se ha visto como si fuera la primera vez. En esta edición de Mamba quisimos ver Medellín, ver lo que podría ser paisaje con unos ojos frescos. El filtro fue un tema encantador: la sastrería. Quisimos beber de lo propio mirando ese fenómeno del traje a la medida, de los vestidos de paño, de los hombres que usaban sombrero. Quisimos encontrar historias que sucedieran en terreno conocido, con las que sintiéramos familiaridad, cercanía. Lo hicimos sin olvidar que desde siempre hemos sido una ciudad que mira para fuera y toma lo ajeno, lo adopta y lo transforma. En ningún momento olvidamos que estamos plagados de referentes, y que hoy, producto de la hiperconectividad, ni siquiera podemos pretender que no los tenemos. No olvidamos tampoco que somos lo que somos por ser una suma de estéticas, de manifestaciones culturales de diversos orígenes. Los resultados de esa operación nos definen y son lo que van a ver en estas páginas. Queríamos dejar claro que somos una revista hecha en Medellín, que nuestros colores y formas pertenecen a esta ciudad, y que la mayoría de quienes la construimos estamos influenciados y embriagados de lo que ella es. En esta edición nuestro tema es la sastrería y nuestra personalidad es Medellín.

Gracias por leer.

Andrea Uribe Yepes Directora Portada : Dirección de arte: Braulia Díaz Fotografía: Juan Felipe Zapata Producción: Juliana Mira Asistente de fotografía:

Proyecto ganador de beca de creación de la Convocatoria de Estímulos para el Arte y la Cultura 2016 - Secretaría de Cultura Ciudadana de Medellín. Supervisión del proyecto: Secretaría de Cultura Ciudadana de la Alcaldía de Medellín, Claudia Helena Velásquez López.

Luz María Peña Carlos Gutiérrez Contacto: revistamamba@gmail.com 3108291440

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COLABORADORES

Andrés Montaño: Comunicador audiovisual y multimedial y estudiante de la maestría de historia del arte en la Universidad de Antioquia. Fotógrafo en Volta y docente universitario. Juan Felipe Zapata: Publicista de la Universidad Pontificia Bolivariana. Adelantó estudios en fotografía en Yuruparí. Es fotógrafo independiente, trabaja para marcas como Redbull, Sixtina, Más Finca, Cámara Lúcida y hace fotografía social y comercial. Diego Agudelo: Periodista con experiencia en investigación y desarrollo de estrategias digitales para medios de comunicación y proyectos culturales. Escribe para el blog Crónicas vagabundas y colabora con la revista de cine Kinetoscopio. Juan Miguel Villegas: Comunicador SocialPeriodista enfocado en periodismo narrativo, creación de contenidos digitales e información cultural. Premio Nacional de Periodismo Simón Bolívar. Creador de agenciapinocho.com: “El diario de lo que no es noticia”.

William Cruz Bermeo: Especialista en Estética y Maestro en Artes plásticas de la Universidad Nacional de Colombia, Sede Medellín. Docente Asociado de la Universidad Pontificia Bolivariana en el programa de Diseño de Vestuario. Paola Cardona: Periodista. Magíster en Creación Literaria de la Universidad Pompeu Fabra; docente, tallerista en temas de escritura e impulsora de la librería en línea Territorio de Letras Pablo Cuartas: Politólogo de la Universidad Nacional de Colombia. Doctor en Ciencias humanas de la Université René Descartes Sorbonne Paris

Juan Esteban Tobón: Estudiante de diseño gráfico de la Colegiatura Colombiana. Interesado en proponer imágenes narrativas desde la ilustración y el dibujo

Sebastián Rubiano: Diseñador gráfico nacido en la ciudad de Pereira. Actualmente reside en Medellín donde se desempeña como ilustrador y diseñador independiente. Durante su carrera ha trabajado ilustrando para algunos el área editorial, la divulgación del conocimiento y la museografía.

Samuel Castaño: Estudió diseño gráfico en la Universidad Pontificia Bolivariana y desde entonces empezó a ilustrar. Autoeditó sus primeras dos publicaciones: Imperfecciones y Cositas, ambas en el formato de diarios de dibujo

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ÍNDICE

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Una barrera disuelta Pablo Cuartas

8 Había una vez una tela Andrés Montaño

32 Otra portada

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Abecedario Sastería Andrea Uribe Yepes

10 La guerra por la aguja: William Cruz Bermeo

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42 Vitrinas

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El episodio de la planchada del sombrero Luis Miguel Villegas

Sastres 2.0 Andrea Uribe Yepes

Un objeto

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Complementos

En manos del sastre

20 30 La mujer del sastre Daniela Gómez S.

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A dónde van los sastres Diego Agudelo Gómez

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Para no perder el hilo Paola A. Cardona Tobón

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Recomendados


EQUIPO Dirección: Andrea Uribe Yepes

Producción y mercadeo: Juliana Mira Restrepo

Dirección de arte y diseño editorial: Braulia Díaz

Redes Sociales : Miguel Ángel López

Edición y corrección de textos: Daniela Gómez S.

Web Carlos Gutiérrez

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TRAJE SASTRE

Illustración: Juan Esteban Tobón

Una barrera

Notas sobre el traje masculino

El traje masculino sigue haciendo referencia al trabajo y la elegancia, a la mesura y la prestancia.

Pablo Cuartas

Balzac, en una página memorable de La Comédie Humaine,

recuerda la función civilizatoria que la modernidad depositó en el oficio del sastre: “Desde que el hombre salió del estado salvaje para vivir en sociedad, ¡cuán seria ha sido la función del sastre! ¡Imaginad a un hombre desnudo en la sociedad actual! Sus semejantes huirían de él, la sociedad lo rechazaría, sería condenado al aislamiento, a regresar al estado salvaje. Pues, quien dice hombre, en la civilización, dice hombre vestido. El hombre que sale desnudo de las manos de la naturaleza está inacabado para el orden de cosas en que vivimos: al sastre le corresponde completarlo”. Y Edmond Goblot, en los albores mismos de la sociología, señalaba que todas las decisiones estéticas, incluida la decisión vestimentaria, establecen al mismo tiempo “un nivel y una barrera”, es decir que distinguen e igualan a los individuos entre sí. Ambos pasajes ilustran entonces una ambigüedad inherente al acto de vestirse: si bien se trata de un rasgo propio de la vida del hombre, de otra singularidad que lo diferencia de la desnudez eterna de los

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animales, la satisfacción de esa necesidad casi instintiva e irreversible no nos exime de la preocupación, la angustia y la ansiedad que suele producir la celebración diaria de ese rito de entrada a la vida en sociedad. De ahí la importancia de leer en clave histórica la observación, banal solo en apariencia, de Balzac. Pues lo que la modernidad pone en juego no es ya solamente la eliminación de ciertas urgencias físicas a través de atuendos oportunos para el calor y el frío, para las sequías y las intemperies. Además de ese primer destino de las prendas se espera que el estilo sea a la vez origen y reflejo de apuestas puramente sociales, desligadas por completo de toda funcionalidad práctica. Así, entendido como expresión material de un momento histórico determinado, el traje masculino revela aspectos cruciales de la sociedad en la que apareció y se extendió, a saber, la Inglaterra victoriana e industrializada de mediados del siglo XIX. Siguiendo el aserto literario de Balzac y la reflexión sociológica de Go-


blot, diríamos que la civilización europea de entonces, con el burgués como figura dominante de la vida pública, encontró una manifestación excepcional en el vestido de tres piezas y colores oscuros, usanza que servía para afirmar la legitimidad social de una clase emergente y alejada por igual de la aristocracia y del proletariado. El traje masculino, objeto burgués por excelencia, símbolo de pertenencia a una clase sin símbolos y obligada a construirlos al tiempo que se construía a sí misma, constituye un capítulo singular en la historia de la modernidad, una curiosa intersección entre la historia y el cuerpo, entre la vida íntima y la vida colectiva, entre el gusto personal y las “costumbres de la buena sociedad”, como se titulaba enfáticamente un manual anónimo muy en boga en aquel tiempo. De modo que la forma y el color del traje masculino buscaban ofrecer una imagen conforme a la “buena sociedad” y una apariencia elegante en los momentos de ocio y de trabajo, alejada de la pompa vistosa que exhibían los dandis, cada vez más escasos y cada vez menos admirados en el contexto de la sociedad victoriana. No obstante, la pretensión de sobriedad en el vestido burgués se vio limitada por la creciente acumulación de capital, resultado del impulso de una clase entregada al trabajo y a la prosperidad. A más dinero, mayor sofisticación en las maneras de vestir. Y sobre todo, volviendo a la metáfora de la “barrera”, para el burgués fue indispensable desmarcarse una vez más del resto de las clases sociales. A partir de 1850, en efecto, la burguesía triunfante trató de establecer un límite más claro con respecto a otros estilos vestimentarios, al punto que el protagonista de una novela inglesa de la época declaró desconcertado: “La criada se viste mejor que la señora hace diez años, y es casi imposible reconocer a la clase trabajadora cuando va vestida de domingo”. Aparecieron chalecos, se complicaron los sombreros, se multiplicaron accesorios como el bastón, proliferaron los abrigos largos, se establecieron pautas precisas de vestuario para distintas situaciones, todo con el fin de afirmar una serie de valores culturales, la membresía a una clase en construcción y los logros tecnológicos y materiales de una época próspera e industrializada. No es difícil percibir en nuestros días el origen eminentemente burgués del traje masculino. Aunque la moda contemporánea opera una curiosa promiscuidad de signos, una inversión permanente de todos los valores, es posible todavía reconocer en el traje de saco y corbata aquella doble intención de uniformizar y distinguir. Barrera y nivel al mismo tiempo, el traje masculino sigue haciendo referencia al trabajo y la elegancia, a la mesura y la prestancia, valores propios de la sociedad en la que fue establecido como símbolo y código de “buenas costumbres”. Sin embargo, el dominio de los códigos sociales no es siempre una evidencia garantizada para todo el mundo. De vez en cuando

El traje masculino sigue haciendo referencia al trabajo y la elegancia, a la mesura y la prestancia. relucen unas medias blancas bajo la tela oscura, el nudo contrahecho de una corbata o unas hombreras demasiado anchas y abultadas. La apropiación generalizada del traje masculino ha dado lugar a toda clase de distorsiones, reinvenciones, variaciones. Rayas, cuadros, botas altas y ajustadas, corbatas coloridas, anchas y delgadas, hacen imposible hoy en día asociar el traje burgués a una sola referencia cultural. Como ha ocurrido con muchos otros símbolos de la modernidad, moldes llenados con nuevos contenidos, el traje masculino exhibe el espíritu de una época heteróclita y neo-barroca. Remplazado por el prêt à porter en todas sus manifestaciones, el sastre parece cada vez más lejos de aquella función civilizatoria consistente en dotar de elegancia y prestancia a la buena sociedad. La nostalgia que despierta en algunos esta pérdida hace recordar las palabras de Balzac: “los personajes más ilustres de hoy exigen una reforma en el vestir. Pero, que yo sepa, nadie hasta ahora ha señalado el abuso que engendra todos los demás, el vicio fundamental que hay que corregir antes de desear cualquier mejora: me refiero al absoluto desconocimiento que tiene el sastre de la importancia de su profesión”.

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TELAS

HABÍA UNA

TELA Andrés Montaño

Taller de orozco Clothing / Fotos: Andrés Montaño

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Los trajes sastre pudieron existir porque había telas indicadas para confeccionarlos. Y las telas se importaban con el único objetivo de hacerlos. Esta relación de dependencia hizo que los hombres de Medellín se vistieran con la elegancia de los ingleses y que apareciera una industria textil con la ambición de competir con la capital mundial de los sastres.

Se dice que el rey Eduardo VII tenía uno de los guardarropas más grandes del mundo y que su pasión por la moda había contribuido fuertemente a que Savile Row, una de las principales calles de Londres, se convirtiera en el centro de la elegancia masculina al que acudían hombres de la realeza y millonarios europeos y americanos para hacer encargos a los sastres ingleses.

La concepción del oficio que tenían estos sastres, así como las telas que empleaban, eran exportados a todo el mundo, de ahí que el carácter de la moda internacional masculina siguiera los dictados de Inglaterra. Medellín no fue ajena a esta influencia. Popularmente, desde finales del siglo XIX, se asoció la calidad del vestido masculino con lo inglés. Se sabe que por lo menos hasta los años sesenta buena parte de la publicidad proveniente de las confecciones anunciaba alguna conexión con técnicas y materiales de esta nacionalidad. Incluso varias compañías comerciales que se establecieron en la ciudad a principios y mediados del siglo XX tenían algún tipo de comunicación con los ingleses, lo que les facilitaba la importación de paños. Sin embargo, cuando comenzaron a fundarse las primeras empresas textiles en Antioquia -como la Empresa de Tejidos de Bello (1902), la Compañía Colombiana de Tejidos Coltejer (1907), Fabricato (1920) y Tejicondor (1945)-, se dio una transformación que con el tiempo afectaría las ideas sobre la moda masculina. Por un lado, la confección del traje hecha por un sastre se haría cada vez menos necesaria, y por otro, empezaría a cobrar fuerza una producción industrializada que daba mayor valor a las telas producidas en el país. En sus inicios, la industria textil de Medellín se dedicó a la elaboración de tejidos ordinarios de algodón y de lana, lo que no impidió que promovieran insistentemente el consumo de telas nacionales, condenando el gusto por telas extranjeras como la seda. No seguir esta regla era tachado en los medios de comunicación como un gesto inmoral y antipatriótico. Luego, a partir de los años treinta, se mejoró la calidad de los textiles y esto por sí solo fue desplazando la necesidad de importar. Coltejer, por ejemplo, empezó su labor produciendo cobijas de lana, medias y camisas. Más tarde adquirió maquinaria para hilar con la que producía tejidos planos y de punto. En 1931 dio paso a una gran expansión gracias a la compra de máquinas para ensanche de tejidos, hilados y estampación. Durante los años cuarenta integró el proceso de mercerización y, más adelante, la compra de Manufacturas Sedeco le permitió competir en otras ramas del sector textil como el de las fibras artificiales. Mientras tanto, la realidad en las calles, en plenos años setenta, era que muchos hombres seguían vistiendo el traje de cuatro prendas confeccionadas tradicionalmente por un sastre: pantalón, saco, cha-

leco y camisa (aunque esta no salía del taller), y aunque otros usaban prendas más a la moda como el pantalón de bota ancha o bota campana, su elaboración también seguía en manos de los dueños del oficio. Esto a pesar de la aparición de compañías dedicadas al diseño de ropa para hombres y del auge del jean y prendas informales. Por lo general, todo el traje se hacía con la misma tela. Había algunos combinados, llamados trajes bocadillo, que llevaban el pantalón de un color y la chaqueta de otro. En ambos casos, las telas más usadas eran el terlete, la gabardina y el apolo. En las camisas se utilizaba el vascaní o el dracón en colores llamativos. Para los trajes más finos, las telas utilizadas eran ligeras como los paños, el peso pluma y los tejidos en lino. Era norma que todos los trajes llevaran los cuellos almidonados y estuvieran cuidadosamente planchados. La tela peso pluma era considerada una de las más exclusivas. Empresas nacionales como Paños Vicuña la fabricaban porque resultaba perfecta para cualquier clima. Estaba hecha de una mezcla de 55% dracón y 45% lana, lo que lo hacía el paño más suave, inarrugable y aislante. La empresa también promocionaba el llamado “Paño Selecto en 100% lana”, que conservaba su color, tampoco se arrugaba ni se encogía, y se fabricaba mediante un proceso llamado London Shrunk, garantía de que tenía acabados para la sastrería de lujo. Otro acontecimiento importante en la historia de las telas ocurrió en 1940, año en que se fundó la empresa Confecciones Colombia, hoy Everfit, que desde su nacimiento se dedicó a la producción de telas para la confección de trajes masculinos. A principios de la década de los años sesenta publicitaba varios modelos de pantalones deportivos y de calle realizados en telas como el dracón, el flanel, el rayón, la gabardina, el paño, la popelina y el dril. Pero de nuevo: al igual que sus antecesores, importaban ciertos insumos de Inglaterra. La prensa local promocionaba la llegada de la fibra poliestérica Terylene que era fabricada por la famosa compañía inglesa Imperial Chemical Industries LTD. La Terylene se mezclaba con lana, rayón o algodón para producir prendas de apariencia y textura más livianas, ideales para el clima tropical. Esta combinación permitía que los trajes se secaran rápido sin encogerse y que conservaran sus pliegues originales durante más tiempo. Finalmente pasó lo inevitable: el apogeo de la industria textil local y el desarrollo de una mejor producción de las prendas hicieron que para un hombre fuera cada vez menos necesario acudir a un sastre para hacerse un traje. Lo anterior configuró un panorama nuevo para el oficio, que duraría mucho años en decadencia, pero a la vez contribuyó a la modernización de las empresas de Medellín y a una mayor presencia de materiales que hoy son de uso cotidiano, como el tejido de punto, la lycra y el índigo.

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OFICIOS

por la aguja William Cruz Bermeo “Dad al hombre un oficio apropiado a su sexo […] ni le gusta ni le conviene toda profesión casera y sedentaria, que afemina el cuerpo y lo debilita […] No pueden la aguja y la espada ser manejadas por unas mismas manos”. Jean-Jacques Rousseau

Es 1762, el año en que Rousseau hace esta afirmación ca-

tegórica, evidenciando que para entonces Francia asociaba los oficios de la moda con el sexo femenino. Sin embargo, en Italia la situación era distinta. Al propio Rousseau le horrorizaba saber que allí no había mujeres en las tiendas, y le parecía que las cintas, las blondas y las felpillas se veían bastante “ridículas” manipuladas por las manos rudas de “mercaderes de moda” varones. Para que el oficio de las agujas llegara a la feminización descrita por Rousseau, las modistas y costureras de Francia batallaron arduamente. Desde el siglo XIII los estatutos gremiales de los sastres daban relevancia al corte de la tela mientras consideraban secundaria la costura. Aseguraban que cortar era un trabajo más noble y difícil porque precisaba de una habilidad superior, propia de grandes maestros, ya que la falla más mínima arruinaba por completo la tela; en cambio, los errores de la costura podían enmendarse simplemente descosiendo y volviendo a coser. Este último oficio, de menor jerarquía, era ejercido por mujeres que operaban subordinadas al gremio de los sastres. En términos legales, las costureras no podían ejercer ni la confección ni la venta de prendas, aunque lo hacían de manera clandestina. Esto desató una serie de disputas violentas con los sastres por el control del mercado del vestido. El estado francés tomó cartas en el asunto, y hacia 1675 aprobó la fundación de un gremio femenino, habilitado para fabricar y vender ropa de mujer y de niño. Se argumentó que establecer este gremio apoyaba la modestia femenina, brindaba ayuda financiera a las trabajadoras y ponía fin a las discusiones. Estas facultades sentaron las bases para nuevos oficios ejecutados por mujeres, como los de vendedora y modista, lo que se abrió una brecha de distinción entre ellas. En 1907 el periodista y diplomático guatemalteco Enrique Gómez Carrillo describió esa clasificación: “En francés se llama ‘modas’ á (sic) los sombreros y ‘modistas’ á las que los hacen. La que confecciona trajes no es modista: es costurera. La modista no viste el cuerpo. Viste la cabeza. Es la que, por excelencia, dispone del gusto. Por eso su orgullo es grande”. Gómez Carrillo narró lo que ocurría cuando en las calles del mapa de la moda parisina —rue de la Paix o rue Royale— alguien se dirigía a una obrera y le preguntaba: “¿Es usted costurera?”, y ella contestaba, algo indignada: “No, señor: soy modista”. Así pues, era elegantísimo ser modista y bastante modesto ser costurera. El escritor también advirtió que los modistos eran nuevos en Francia, y agregó que en 1872 París apenas contaba con una docena de ellos. Sin embargo, para 1907 ya podía calcularse que “entre las dos mil y tantas casas parisienses que visten á las mujeres, la mitad pertenecen á hombres”. La pregunta es: ¿por qué aumentaba el número de hombres ejerciendo en un terreno considerado femenino?


Sucedió que en el siglo XIX los hombres de las élites afirmaron estar entregados a la actividad productiva, a la par que concibieron a sus esposas e hijas como espectáculo visual y consumidoras ostentosas, obligándolas a permanecer culturalmente invisibles. En tanto actividad productiva e intelectual, la creación de la moda se relacionaría entonces con los hombres. Antes fue necesario legitimar su presencia en este campo, y esto se logró propagando la imagen del modisto como un creador original con talante de artista, alguien autónomo en sus creaciones y dedicado a las artes de la moda femenina. Así, en la alta costura, cobró fuerza la imagen del modisto autoritario y dictador de estilos: “La moda necesita un tirano que la fustigue”, diría luego el célebre Paul Poiret. Evidentemente, el arribo de estos “dictadores” no sustituyó la productividad femenina, pues la ejecución de las prendas siguió dominada por ejércitos de costureras.

Cortar era un trabajo más noble y difícil porque precisaba de una habilidad superior, propia de grandes maestros.

Por otra parte, en la industria textil y de confección serial la mano de obra femenina también fue notoriamente mayoritaria. Marx dio una explicación al respecto cuando escribió que la maquinaria hace inútil la fuerza y permite emplear obreros que en lugar de fuerza muscular posean miembros con gran flexibilidad. De allí que en las industrias se prefiriera la motricidad fina de mujeres y niños, necesaria para maniobrar husos y enhebrar agujas, entre otra tareas. Aunque la imagen del modisto dictador dominó hasta los primeros años del siglo XX, en el periodo de entreguerras mujeres como Coco Chanel, Madeleine Vionnet, Jeanne Lanvin, Alix Grès, Augusta Bernard, Louise Boulanger o Elsa Schiaparelli se establecieron como verdaderas creadoras y líderes de estilo. El prototipo masculino renacería en la posguerra con figuras como Christian Dior, quien solía retratarse con bata de artista y bastón de carey dirigiendo en su taller todo un batallón de obreras. Fue en los años cincuenta cuando se reavivó la polémica sobre el papel de hombres y mujeres en la moda: voces al interior de la industria afirmaban que la función de las mujeres era lucir la moda, mientras que la de los hombres consistía en crearla; otras sostenían que lucirla y crearla eran asuntos exclusivos de mujeres. La historiadora Valerie Steele considera que esta polémica expresa una polarización de las categorías sexuales muy propia de los años cincuenta, que empezaría a agrietarse en la década siguiente con la progresiva despenalización de la homosexualidad y la gran transformación social y cultural de los años sesenta, la cual puso en jaque una serie de tradiciones en cuanto a la división sexual del trabajo. Estas asignaciones contribuyeron por siglos a formar ideas en torno al género. Por ejemplo, la costura fue considerada una vocación natural y apropiada para las mujeres, sinónimo de modestia y castidad femenina; también se veía la moda femenina como un fenómeno inestable en comparación con la estabilidad de la moda masculina. Hoy son ideas cuestionables toda vez que hombres y mujeres obran en distintos terrenos de la industria de la moda, por lo que la vieja polémica de los años cincuenta no es más que un anacronismo. Aún más la idea de Rousseau, pues diseñadores como Jean Patou o Lucien Lelong demostrarían que las mismas manos sí pueden manejar a la vez “la aguja y la espada”. Ambos combatieron en la Gran Guerra, dejando su actividad de diseñadores para retomarla una vez pasado el conflicto.

Illustración: Germán González

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OBJETO

Illustración: Samuel Castaño

MÁQUINA DE COSER El inventor de la máquina de coser podría ser el alemán Charles Weisenthal, quien patentó la idea de una

aguja mecánica para coser en 1755. Aunque 34 años después el inglés Thomas Saint registró el plano de un instrumento que incluía una lezna para perforar el cuero. Pero fue solo una idea, y no fue hasta 1810 que otro alemán, Balthasar Krems, inventó una máquina para coser gorras. Así, de inventor a inventor, fueron aportando las punzadas que llevaron a la máquina de coser industrial que impulsó la compañía americana Singer a mediados del siglo XVII. Un invento -hijo de tantos padres que era casi huérfano-, que le apuntó a una necesidad específica y revolucionó la industria textil para siempre: eliminó la necesidad de crear prendas exclusivamente a mano. Como lo cuenta el diseñador indio Bibhu Mohapatra: “Recuerdo la vieja máquina de coser Singer de mi abuela. Tenía un pedal. Mi mamá me enseñó a utilizarla cuando tenía 12 años. Me parecía tan intrigante, cómo un simple pedazo de algún material pudiera volverse un objeto que tiene tantos usos”. Ese es su valor: un artilugio dispuesto a la creación.

Barco: Chicken Clothing Project

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Saco: Zara Camisa: Zara Pantalรณn: Zara Botas: Zara

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s Camisa: Pardo Saco: Arturo Calle Pantalón: Arturo Calle

Camisa: Massimo Dutti Saco: Arturo Calle Pantalón: Carlos Nieto Zapatos: Historia Apié


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Súeter: Sebastián Monttaño Saco: Carlos Nieto

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Chaqueta y Chaleco: Arturo Calle

Camisa: Carlos Nieto Chalecos: Arturo Calle Pantalones: Arturo Calle Súeter: Sebastián Monttaño

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Camisa: Zara Pantalón: Zara Zapatos: Sebastián Monttaño

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Fotografía: Andrés Montaño Asistentes de fotografía: David Sierra y David Garzón Styling: Sebastián Montaño y Santiago Alzate Producción: Juliana Mira Dirección de arte: Andrés Montaño - Santiago Alzate Maquillaje: Vanina Di Salvo Modelos: Francisco San miguel de Informa Models Pedro Restrepo Alejandro Giraldo

Abrigo: Zara Sweater: Zara Pantalón: Zara Zapatos: Green bear Saco: Zara Sweater: Zara Pantalón: Zara Pañuelo: Carlos Nieto Zapatos: Green Bear

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Sweater: Zara Sombrero: Historia ApiĂŠ

P o k e

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SASTRE

La

mujer

del sastre No hay dos memorias iguales. Esta es la historia del sastre narrada por su mujer, y es también la historia del sastre narrada por su hija. La disputa de recuerdos forma un mapa borroso de un personaje que vestía de traje. Daniela Gómez Saldarriaga Illustración: Sebastián Rubiano

La mujer del sastre lo conoció cuando ella tenía 13 años.

Dice que fue amor sin dilaciones. No sabe quién le enseñó el oficio a él porque ni el padre ni el abuelo se lo habían heredado, tampoco sus hermanos. En todo caso, lo aprendió en una época en la que todavía era honorable medir los cuellos, las cinturas y los puños para trazar siluetas en el papel y hacer vestidos perfectos. Ambos vivían en los márgenes del parque de Itagúí,Antioquia, donde, recuerda ella, abundaban las sastrerías. Cuando se casó con el sastre, se mudaron a vivir a la casa de una tía de él y el taller se reubicó en la casa de su abuela. No fue un gran cambio para ninguno de los dos, antes vivían en casas separadas a escasos metros de allí. Tampoco significó nada para la mujer del sastre vivir al amparo de la familia del sastre. En la habitación que les dejaron ocupar nacieron los primeros hijos. Entonces se vieron obligados a mudarse, y hasta la nueva casa les llegó la noticia de que

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estaban vendiendo lotes en un barrio aledaño. La mujer del sastre no recuerda bien si el sastre hizo un préstamo, pero al poco tiempo de comprar el terreno ella desandó los pasos hacia la finca donde había nacido -en Armenia, Antioquia- para vender su herencia y conseguir con qué construir la casa. Hizo una parte del viaje en bus y otra a pie, por más de 30 kilómetros. Tenía ocho meses de embarazo. Para ese momento el dinero del sastre no solo había dejado de alcanzar para seguir adelante con la casa sino incluso para comer. El sastre buscó trabajo en la cervecería local y siguió cosiendo en el tiempo libre. Cuando hubo una habitación para el comedor, instaló su taller. El piso seguía siendo de tierra. En el taller había una mesa sobre la que el sastre cortaba la tela de los trajes que le encargaban. Los pantalones, sacos y chalecos terminados colgaban en ganchos independientes en las paredes del comedor. Nada los cubría. Pasaba mucho tiempo antes de


que alguien llegara a recogerlos; a los ojos de la mujer del sastre era una espera eterna y eran decenas los trajes sin dueño, tal vez por la ansiedad de la paga que no llegaba. En el taller también había un clóset donde guardada la tela que se demoraba en cortar, y cajones llenos de botones, hilos y agujas. El sastre ladraba cuando veía cerca de sus implementos a alguno de los catorce hijos que ajustó. La mujer del sastre recuerda que ella les cosía la ropa a ellos, calzones y vestidos para las niñas, pantalones y camisas para los niños. El sastre hacía su propia ropa, y se supone que los pantaloncitos de los cuatro hijos varones, nada para las niñas, que no eran su especialidad. Los días de la paga, el sastre se vestía de sastre y salía con sus amigos sastres. Llegaban los días de fiesta, y el sastre salía solo, estrenaba pantalón con pretina y relojera, boina con la tela a juego, también el saco. Nunca cosió nada para su mujer, que tampoco era su especialidad, aunque ella recuerda que para entonces las mujeres ya usaban trajes sastres de chaqueta y falda. Desde el primer día de su matrimonio, hasta que llegó el último, nunca volvió a usar nada tan elegante como los tres vestidos -uno blanco, uno negro y uno azul- que mandó a hacer para la víspera de la boda, la ceremonia en la iglesia y la recepción con los familiares. Al poco tiempo los regaló porque no tenía, y no tendría, dónde usarlos. Los vestidos los hizo una modista. Sabía de modistas la mujer del sastre. De niña, sin madre, había hecho buenas migas con la modista del pueblo donde su papá tenía una finca cafetera. Se llamaba Paulina Restrepo y era buena con ella. Llamaba a la niña para que no estuviera sola todo el día, y al verla crecer sin poder ir a la escuela, le consiguió un puesto en el internado. Antes de eso, la mujer del sastre se pasaba las tardes viendo a la modista cortar, coser y ensamblar las piezas que salían luego de medirlas con los patrones. Luego, antes de casarse, la mujer del sastre trabajó durante cuatro años en una empresa de fabricación de telas controlando las máquinas para hacer tejidos. Hay cosas que no te tienen que enseñar, las aprendes viendo, dice la mujer del sastre, en busca de una explicación a su capacidad para coser ropa para ella y sus catorce hijos sin que nadie se lo hubiera enseñado. Yo cogía la máquina cuando él terminaba, la gente admiraba la ropa que les hacía, cosía de todo así que no nos tocaba comprar nada, nunca pensé en hacer ropa para vender porque no me quedaba tiempo, dice con el coraje de quien se opone a la debilidad de caer en la cuenta. Al sastre lo buscaban los novios del barrio rumbo al altar, los médicos y los abogados, pero empezaron a

necesitarlo menos, y en algún momento el comedor pudo convertirse en uno y la mesa de cortar se volvió la mesa de comer. Al sastre siempre se le servía primero, las porciones más grandes, más suculentas. Comía sin pensar en que lo que más le gustaba le podía hacer mal. Un día el sastre murió, fue un infarto. Lo velaron en la casa, lo sepultaron bien vestido. Parte de sus hijos no lamentaron su muerte porque, a diferencia de la mujer del sastre, recordaban distinto. Dicen que el sastre nunca cosió nada para ellos, y en navidad, los regalos eran retazos de tela para que ellos mismos hicieran su ropa. Que nunca les compró nada nuevo, ni cuando fue indispensable. Las veces en que salía bien vestido de los pies a la cabeza era posible que no regresara a dormir. Odiaba que le revolvieran los hilos, por eso los hijos hurtaban sin que se diera cuenta dobladillos y botones para ajustar la ropa que heredaban de los vecinos y la familia lejana. Sin esforzarse, el sastre convertiría a sus hijas en costureras para reparar ellas mismas sus uniformes del colegio, incluyendo los zapatos con huecos en las suelas que rellenaban con periódicos para evitar las inundaciones. Su propio juego de sastrería portátil. Una de las hijas -si el sastre viviera, sabría cuál-, tiene los detalles a la mano. Se ve a sí misma remendando la ropa interior que le regalaban, reparando los colchones desvencijados con retazos de colores, cosiendo su ropa. En algún momento de la competencia por los hilos decidió no hablar más con el sastre, que ganaba siempre porque llevaba monedas en los bolsillos. Mantuvo su promesa hasta que ya no fue necesario. Lo hizo para matricularse sin remordimientos en la universidad que el sastre le había prohibido. Allá estudian las putas, le dijo. Lo que a ella más le asombraba de la gente que recién conocía era la cantidad de ropa y los blue jeans. ¿De dónde los sacaban? Prometió descubrirlo y conseguir unos en cuanto pudiera. Sin más, segó de raíz los designios del sastre. Se cortó el pelo por primera vez. Enterró al sastre mucho antes de que muriera. No por esto el sastre dejó de existir. Tuvo un nombre. Se llamaba José Julián y algunos de sus hijos menores lo extrañan, no pasa lo mismo con los primeros en nacer. La mujer del sastre -o sea su madre, o sea mi abuela-, cuenta una historia para ir a dormir en paz todas las noches, mientras que la hija del sastre, mi mamá, cuenta la suya e igual duerme profundo todas las noches. La historia funcionaría si fuera una sola memoria recordándola, podría pensar el sastre, pero no hay secretos en una casa con catorce hijos y tres habitaciones. Es lo que dice la hija del sastre cuando le narra a la nieta del sastre la historia de su abuelo.

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MEDELLÍN

El episodio de

LA planchada del sombrero En Palacé con San Juan, junto a cinco barberos, un sastre encabeza la famosa ABC, un local destinado a devolverle la salud a una especie en vía de extinción en las calles de Medellín: el sombrero. Miguel Restrepo es uno de los últimos custodios de la corona de los trajes sastre, cada vez más escasos, en una urbe poblada por bluyines y gorras para el sol.

Juan Miguel Villegas

El reloj marcaba casi las cuatro y treinta minutos de la tar-

de cuando el sombrero, de un intenso azul oscuro, cruzó la puerta de la "ABC". Bajo él iba un hombre blanco –de bigote tan blanco como su camisa- y tras él los carros pasaban veloces, zumbando como moscas mecánicas azotadas por los últimos rayos calientes en la carrera Palacé. El hombre y su sombrero avanzaron junto a las sillas de la barbería. En una de ellas un hombre recibía, indiferente, los tijeretazos con que un barbero le reducía el pelo lentamente. El hombre y su sombrero apenas los miraron y siguieron hasta el fondo, arrastrando a su paso mechones de pelo acumulados sobre las baldosas. Miguel Restrepo los vio venir. Hizo un esfuerzo y dejó la modorra de su sillón, y tras un mostrador repleto de sombreros, esperó. Sobre las paredes, a su espalda, colgaban filas de sombreros, y su cabeza exhibía un pelo completamente blanco. Llegaron. Gerardo Villegas se quitó el sombrero azul, descubriendo una calva apenas cruzada por pelitos blancos, y saludó: "Vengo a que me planchés el sombrero, y a que me lo anchés", dijo, extendiéndolo hacia Miguel. Este apenas sonrió y lo cogió con sus manos gruesas. Lo examinó detalladamente, con la mirada del sombrerero

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con 54 años de experiencia, e insatisfecho reprendió a su dueño: "Al sombrero hay que tratarlo con cuidado. Cuando esté mojado no debe apoyarse en él ni apretarlo... hay que dejar el ala intacta". Gerardo Villegas aceptó el regaño: quien se lo hacía no solo era el hombre que meses atrás había transformado un pedazo de fieltro gris y desteñido en un saludable sombrero azul, sino quien periódicamente combatía con su arte el efecto desgastante del sol y el agua sobre su cubrecabeza. Miguel Restrepo volvió a mirar las arrugas del sombrero, se alisó el bigote con una mano rechoncha en la que brillaba un anillo dorado y agarró el cable de la plancha. Las veces que había conectado las máquinas de calor eran incontables. Con solo dieciséis años comenzó a experimentar en sus propios sombreros hasta que descifró el oficio. Corrían los años 40 y tras seis meses de ensayos y errores se sintió listo para montar su propio negocio. Trabajó un año en Fredonia, su pueblo, y decidió buscar la ciudad... Guayaquil, el agitado corazón mercantil y bohemio de Medellín, fue su siguiente estación. La definitiva, a la larga. Miguel Restrepo, sombrerero de oficio, conectó la plancha. Y mientras se calentaba fortaleció su mesa de trabajo con otra máquina: dos medios cráneos de alumi-


Vender sombreros está muy difícil. A la gente le gusta usar mucho es de esas cachuchas nio que al separarse con manivela amplían los sombreros. Afuera, máquinas más dinámicas -los carros- pasaban acelerados hacia el centro de Medellín, ese lugar en el que hasta hace poco más de 50 años, y gracias al poder de la moda europea, era casi tan difícil encontrar un adulto sin sombrero como un hombre sin pantalón. Hoy, encontrar a alguien que como Gerardo Villegas lleve siempre su sombrero encima es un trabajo más difícil. Y es difícil aún bajo los soles ardientes que a veces caen sobre Medellín: cabezas descubiertas pasan calentándose, y montones de cachuchas, esos personajes tan temidos en el mundo del sombrero, se ciñen a las cabezas. Viseras, boinas, algún sombrero de iraca y uno que otro gorro aparecen de vez en cuando. ¡ssssh! Pero los sombreros de fieltro son tan escasos como quienes los reparan.

Las ráfagas de aire caliente continuaron y Gerardo Villegas -con sus pocas canas expuestas a esa pequeña intemperie- quiso confirmar el costo de la operación. Restrepo se lo recordó: “Por este servicio son solo tres mil pesos”. Y Villegas remató: “Lo importante es que quede bien bueno”.

Miguel Restrepo, rodeado de sombreros por todos lados, retiró el de su cliente de la ampliadora. La humedad y la lluvia terminan encogiéndolos, y se hace necesaria la intervención de la mecánica y el vapor para devolverles su antigua talla. El beneficiado sonrió satisfecho, y el sombrerero dio su siguiente paso...

Llevaba una bolsa en la mano, y el sombrerero, al verlo, descargó la plancha sobre la plataforma maciza. Venía a ofrecer un sombrero, pero tras un corto cruce de palabras volvió a la calle con su bigote y su pedazo de fieltro...

Puso el sombrero sobre la mesa de trabajo, y con una atención casi clínica lo cubrió con un trapo mojado. Ese cuidado no debe sorprender: un sombrero de fieltro "Borsalino" (o "Barbisio", "Panizza" o "Monterrey"…) como el que el señor Restrepo manipulaba esa tarde de viernes, es toda una especie urbana en vía de extinción que vale la pena proteger. Los hombres que los usan son casi todos mayores de sesenta, y es posible que con la desaparición del último de ellos desaparezcan también las campanas de fieltro del panorama citadino. El sombrerero, consciente de su labor, miró a la calle antes de proceder con la plancha caliente.

Miguel no contestó. En dos libros grandes con tapas de cuero, dormidos sobre una vitrina, estaban anotados -uno a uno- todos los servicios que durante las últimas tres décadas había prestado: reparaciones, cosidas, lavadas, teñidas, planchadas. Por eso la calidad no necesitaba ser pedida: venía gratis con el trabajo. Y mientras la plancha avanzaba apareció el tercer hombre, un tipo flaco de abundante bigote negro.

“Vender sombreros está muy difícil. A la gente le gusta usar mucho es de esas cachuchas”, justificó Miguel. Y su voz salió teñida con el escozor que le producen.

Apoyó levemente su mano izquierda sobre un costado del sombrero y con la derecha levantó la plancha de su plataforma de hierro. Dio una primera pasada sobre el trapo mojado y tras un sshhh se alzó una espesa mota de vapor que le nubló la cara. Foto: Juan Miguel V. / Illustración: Don´t kill the repollo

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MEDELLÍN

Una incomodidad comprensible: “Este trabajo no es como en otra época, cuando todo el mundo usaba sombrero”, se lamentaba sin dejar de aplanchar. De lona o de tela, las cachuchas son el villano de la película en la vida de los sombrereros. La primera parte del trabajo terminó. El sombrero, caliente y humeante, sería intervenido ahora por el cepillo. La operación fue corta, y las manos regordetas recorrieron rápidamente cada centímetro de fieltro azul. Su dueño ni se inmutaba. Había sido cliente durante años, y sus sombreros caían en la mesa de madera con la misma frecuencia que se deformaban. Por eso adivinaba cada movimiento: “Ahora le va a dar la horma”, murmuró. Para que un hombre merezca el título de “sombrerero”, debe ser ante todo un gran “hormador” y “encocador de ala”. De su destreza en ese arte depende la personalidad de un sombrero, su firmeza y elegancia, el que merezca ser llamado “gardeliano”, “punta al frente”, “tejano”… Y Miguel Restrepo se siente seguro: “Lo más importante es tener buen gusto para hacer la horma, y lo más difícil es encocarle el ala con la mano: el encoque del ala es el principal orgullo del sombrero”. Y no es algo que se aprenda fácil. Su boca se hace risas cuando recuerda que su hijo, al que intentó transmitirle su arte, no logró más que llenar los sombreros con arrugas. Las manos del señor Restrepo regresaron a su trabajo. Ahora era el turno para la planchita metálica, una pequeña medialuna brillante, que empuñada por la mano ancha del sombrerero lustró en un momento todo el fieltro y fue a parar a una esquina de la mesa. El hombre acarició el lomo del sombrero, lo cogió con ambas manos y lentamente lo colgó de la rejilla del ventilador de mesa. Encendió el aparato y las astas verdes comenzaron a zumbar. Se iniciaba la última etapa de la operación: el secado, un asunto más de paciencia que de habilidad. Miguel Restrepo tomó la ruta del baño, y Gerardo Villegas miró el reloj: 6:05 p.m. Adentro, el radio soltaba un tango. Afuera, los motores avanzaban afanados en el azul oscuro de la tarde, mezclando su estruendo con el leve rumor del radio del local. Villegas vio por fin regresar a Restrepo y siguió sus movimientos: avanzó hasta el ventilador, descolgó el sombrero,

La versión completa de esta crónica fue publicada originalmente en el periódico De La Urbe de la facultad de comunicaciones de la Universidad de Antioquia

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Para que un hombre merezca el título de “sombrerero”, debe ser ante todo un gran “hormador” y “encocador de ala”. se dio vuelta y lo encaró. Le extendió el sombrero y él, con gesto de rey autocoronado, lo depositó sobre su calva. El sombrerero lo miró: era hora de disfrutar de la obra terminada. El hombre y su sombrero se apartaron del mostrador, avanzaron hasta uno de los tantos espejos de la barbería y consultaron su reflejo: una sonrisa nació en la cara del hombre y regresó. Miguel Restrepo, satisfecho, sentenció: “Al arte hay que ponerle mucho sentido, hay que darle personalidad”. Gerardo Villegas escarbó en su bolsillo y sacó un billete de 10 mil. El sombrerero lo convirtió en uno de 5 mil y otro de 2 mil. El aire del lugar se hizo espeso. Las hélices del ventilador lo mantenían fresco, pero cuando Miguel Restrepo lo apagó se levantó un fuerte olor a tinta, a jabón y a sudor que olía claramente a final de jornada.


Camisa: Arturo Calle / Corbata: Arturo Calle / CorbatĂ­n: Mon & Velarde / Zapatos: Mon & Velarde

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Zapatos: Arturo Calle Medias: Mon &Velarde Gafas: Wilde Sunglasses Billetera: Arturo Calle

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Corbatín: Mon & Velarde / Correa: Arturo Calle

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Fotografía: Juan Felipe Zapata Dirección de arte: Braulia Díaz Producción: Juliana Mira Agradecimiento: Luz María Peña y Carlos Gutiérrez


Zapatos: Mon & Velarde

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Corbata: Arturo Calle / Bolso: Green Bear


El lugar del sastre parece estar ahora detrás de una vitrina en un centro comercial; cada vez hay más sastrerías que ofrecen servicios de costura exprés en un terreno práctico. Pero ¿son todas esas sastrerías iguales?, ¿son los sastres de este tipo de almacenes verdaderos sastres? Diego Agudelo Gómez

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A dónde van los sastres

Foto: Carlos Gutiérrez.


Entre todas las vitrinas del Pasaje Comercial Astoria, la del Almacén

Lord es un verdadero safari para la mirada. Esta sastrería que desde 1933 ha sobrevivido a las transformaciones del centro, se mantiene como una burbuja del pasado con el arsenal imprescindible para perpetuar la elegancia de los caballeros. Admire la brocha de pelo de tejón para embadurnar la espuma de la afeitada. Déjese atraer por los destellos de las navajas del ejército suizo. Pero sepa que más allá de las brújulas y los juegos de dados, por encima de los corbatines multicolores y los veleros a escala, el almacén Lord es el refugio de un artista. Eleve la mirada más allá de la vitrina, déjela ascender por el vestido gris de corbata rosa exhibido en el aparador para que note, arriba, en el segundo piso, la persistencia que el maestro, como lo llaman en el almacén, imprime en su trabajo. Camisa blanca inmaculada, cargaderas de hebillas plateadas como su pelo de hebras finas, el sastre Ricardo Antonio Vélez Gaviria tiene fija la mirada en el paño blanco que corta con un movimiento lento pero tenaz. Tiene 81 y desde los quince ya estaba descosiendo los secretos del universo sartorial que eligió como destino. Al hablar de su juventud, ofrece también el retrato de una época en la que la elegancia hacía parte de la canasta familiar: “Todo el mundo tenía por lo menos un vestido en su armario”. De ahí que la profesión de los sastres fuera tan respetada y estudiar en las mejores academias fuera un privilegio. Así, cuando menciona su escuela, Ricardo usa la entonación del orgullo. “La Academia Gentleman era de las mejores de América Latina. Solo existía esa aprobada por el Ministerio y otra muy famosa de Uruguay”. La Gentleman quedaba en Cuba y Ricardo hizo sus estudios por correspondencia. A los 15 años ganó una beca que le permitió recibir los libros que contenían todo lo que un sastre especializado en corte inglés necesitaba saber. Le llegaban cada año desde La Habana, sin falta. Y a lo largo de doce meses, el maestro Ricardo los estudiaba con un rigor que poco a poco lo convirtió en uno de los mejores. Entre 1950 y 1955 la rutina fue más o menos la misma: recibir los libros con el plan de estudios, aplicarse a dominar cada una de las técnicas y presentarse ante los funcionarios cubanos que cada año viajaban hasta la embajada de Bogotá para evaluar los logros de los estudiantes. Los 120 libros con los que estudió también le han servido a su hijo y a su nieto para dominar el oficio. “Esos libros míos no tienen precio”. Al cortar la tela que tiene en sus manos, el sastre octogenario acerca sus ojos cuanto puede cuidando no desviar la ruta de las tijeras. Aunque se le debe alzar la voz para que pueda seguir el hilo de la conversación, todavía tiene una visión aguda, precisa a la hora de enhebrar las agujas, milimétrica cuando se trata de armar una prenda que envuelva un cuerpo con armonía. El paño blanco al que le está dando forma de chaleco tiene la longitud necesaria para vestir a un mastodonte; Ricardo describe al cliente que lo encargó como si hablara de un coloso, pero confeccionar un traje de tales proporciones para él no supone dificultad alguna. “En los estudios que uno hace es fundamental saber de anatomía porque la configuración de los cuerpos es diferente. Si una persona tiene alguna deformación, si es buchón, maletón o torcido, el sistema que debo aplicar para cortar el vestido es distinto pero siempre debe quedarle perfecto al cliente”. Ricardo habla con la convicción de ser uno de los últimos sastres de corte inglés en Medellín. Tuvo días de apogeo, en la década de los

sesenta, cuando se codeó con un gremio distinguido en el que cada sastre era un catálogo de destrezas. Transitó durante 35 años por los almacenes más renombrados de la capital, entre ellos la desaparecida Casa París, y cuando esta sastrería fue vendida continuó una peregrinación de almacén en almacén hasta que tomó la decisión de regresar a Medellín y trabajar cumpliendo encargos de sastrerías como el Lord, donde poco a poco se fue haciendo con la posición de cortador principal. “Aquí llevo 16 años, pero ya no es lo mismo. En Medellín la sastrería se acabó. Hubo como 30 o 40 sastrerías como el Lord pero ya no existen, ahora lo que hay son un montón de locales dedicados a hacer solo arreglos.” A las palabras de Ricardo no les falta razón. En un recorrido por los principales centros comerciales de la ciudad se pueden encontrar sastrerías cuyos servicios principales son realizar ajustes en las prendas y otros relacionados con la tintorería. En muchos casos, es lo que más ganancias deja. Con 37 años en el oficio, Consuelo Bustamante ha visto abrir y cerrar el número suficiente de sastrerías para saber cómo mantener a flote la suya. Llegó a contar en el Centro Comercial Plazuelas de San Diego hasta 18 y hoy apenas permanecen menos de la mitad. La suya, la sastrería El dedal de oro, la fundó hace catorce años, cuando se cansó de trabajar como empleada en grandes almacenes. Una clientela copiosa de locales distribuidos en distintos centros comerciales la mantiene ocupada 12 horas al día. En su pequeño taller, donde los tubos de hilo perfectamente organizados alimentan sin cesar la máquina de coser Singer que compró hace 35 años, Consuelo recibe los encargos de almacenes como Caribou, Manitú o Maria Antonieta, de donde proviene el mayor volumen de trabajo, aunque eventualmente atiende a clientes particulares que la buscan porque conocen la calidad de su trabajo. “Yo puedo hacer una prenda desde cero pero lo que más deja son los arreglos. El comercio ha bajado mucho. Antes, en el Día del amor y la amistad o en el Día de la madre, la gente se vestía bonito, se mandaba a hacer ropa nueva, ahora eso ha cambiado mucho”. A sus 63 años empieza a pensar en el momento de retirarse. Calcula que tiene energía para trabajar unos cinco años más, aunque la jubilación no es algo que anhele porque ama su oficio. Especialmente esa máquina clásica que todavía funciona como el primer día. La llama la ‘maquinita de los huevos de oro’. Se resistió a cambiarla cuando su esposo le propuso comprar una máquina moderna. “La compré pero la tengo archivada, no tiene comparación con esta”, dice Consuelo posando una mano sobre la Singer reluciente con el ademán de quien cree posible una amistad con las máquinas. Consuelo y Ricardo trabajan en sus talleres pensando en sus últimos días en el ejercicio de un arte que parece cosa del pasado, pero algo en ellos se resiste a simplemente hacerse a un lado sin dejar un legado. Consuelo se imagina ofreciéndose de profesora voluntaria para enseñarles a los jóvenes las técnicas que ha aprendido desde la adolescencia, cuando estudió en la Academia Singer; y en cada conversación telefónica con su nieto de 32 años, Ricardo recibe una invitación que lo lleva a evocar sus días de estudiante: “Siempre que lo llamo, me dice: ‘Abuelo, vení pues a Bogotá para que me hagás los exámenes de esos libros tuyos a ver cómo voy’. Yo le digo que aprenda, que aprenda a cortar y a negociar para que no le trabaje a nadie y porque no veo sastres jóvenes por ningún lado”.

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OTRA PORTADA

OTRA PORTADA Este fue el inicio:

Yves Saint Laurent, amigo y mentor de la modelo Naomi Campbell, fue tajante cuando le dijo a las directivas de Vogue París que era lo uno o lo otro: Campbell era portada en la siguiente edición de la revista o él retiraría toda la publicidad de su marca para siempre. Esto era lo que se esperaba del diseñador luego de ver que Vogue se rehusara a poner modelos negras en la portada. La respuesta de Vogue fue aceptar a Campbell usando, además, un traje sastre femenino de Laurent. Después de eso, vino para Campbell: Vogue Gran Bretaña, Vogue Japón, Vogue China, Time, y desfiles como uno de los ángeles de Victoria’s Secret. Para Yves Saint Laurent fue lograr su reputación como defensor de la igualdad en la moda y la consolidación de su marca como una de las mejores productoras de sastres para mujeres de todos los colores.

Vogue France, agosto 1988

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ABECEDARIO

ABECEDARIO Sastrería

Desprevenido alguien pasa frente a una galería con veintisiete salitas, cada una del tamaño de una escena déco. Las salas se organizan a voluntad del visitante. No hay orden (crono)lógico entre ellas, no hay guía numerada ni avisos de ‘no tocar’. Quien entra a la galería puede recorrerla entera, o salir y hacer una siesta, regresar con una cerveza y dejarla para más tarde porque mejor salgo a tomarme un roncito. Abiertas de lunes a viernes, horario extendido los sábados, y de una vez el domingo, las veintisiete habitaciones albergan sombreros de copa de Fred Astaire, algunos trajes de Gay Talese, un traje hecho por Alexander McQueen y pañuelos de todos los colores. Bienvenidos.

Andrea Uribe Yepes

Bespoke A la medida Durante la Edad Media el vestuario era u n m e d i o p a r a o c u l t a r, d e c u a l q u i e r forma, que debajo de la tela había un cuerpo. El estilo era la túnica suelta. En el Renacimiento, por el contrario, la tela se acorta, se aprieta y finalmente se reconstruye para acentuar la figura. Es por eso que G. Bruce Boyer, el gran periodista de la moda masculina, no teme afirmar que en ese momento, con esa obsesión renacentista por el contorno del cuerpo, nace la sastrería, los trajes a la medida e incluso la moda misma.

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/bəspōk/ [Inglés] adj. 1. Hecho a la medida. Dicho especialmente para la ropa. 2. Hacer o vender ropa hecha a la medida: un sastre bespoke. Es un término derivado de la palabra bespeak, usada desde 1583 para ordenar mercancía. Al igual que la alta costura está regida por la ley francesa, la British Adver tising Standards Authorit y ha regulado el uso correcto del término para prendas a la medida que no incorporan necesariamente los métodos tradicionales de construcción, en contraposición a The Savile Row Bespoke Association que sí exige la utilización de métodos típicos.


C

Cosa Nostra Se lee en el libro Cosas de la Cosa Nostra que un mafioso informante del FBI reveló que todos los aspirantes a la organización, antes de jurar fidelidad a la familia, debían acudir a un barbero para cortarse el pelo y afeitarse, y a un sastre para conseguir un traje “serio”. Esto con el propósito de recordarles que pertenecer a la Cosa Nostra no implicaba extravagancia ni desequilibrio sino perfección. El traje para la mafia italiana es un contenedor, un índice de orden y excelencia en un espacio donde no está permitido cometer errores.

E

Esmoquin No está mal pensar que el esmoquin es el traje oscuro con corbatín que se usa para asistir a ceremonias como los Oscar, pero tampoco está bien. El esmoquin proviene de smoking jacket, una prenda que se usaba en casa en el momento de fumar y estaba hecha generalmente de terciopelo y seda. A finales del siglo XIX la idea era dirigirse a las habitaciones para fumar, no sin antes ponerse la chaqueta que absorbería el humo del cigarrillo o pipa y evitaría que las cenizas arruinaran el traje. Luego la chaqueta salió de casa y llegó a portadores afamados que las lucían en público: Cary Grant fue un aficionado a las smoking jacket, Dean Martin las usó en compañía de Sinatra y Fred Astaire llegó a la tumba usando una.

Dandi

D

Entre todos los dandis protagonistas del siglo XIX, entre todos los árbitros de la moda de aquella época, está George Bryan Brummell. Más conocido como Beau Brummell, fue el ministro de la moda y del gusto en la Inglaterra de la Regencia (1811-1820). Era un exhibicionista que gastó su fortuna en ropa y su ingenio en hacer que el resto se vistiera como él. A Brummell se le atribuye la popularización del traje moderno de caballero vestido con corbata (aunque él prefería el pañuelo) y se le recuerda por sus baños diarios en bañeras de leche, como los de Cleopatra. Escondía su verdadero oficio en un puesto militar porque para él ser dandi era una profesión de tiempo completo.

F

Fred Astaire

Lo siento si desilusiono, dijo Fred Astaire en su autobiografía Astaire, steps in time, pero debo admitir que no me gustan los sombreros de copa, las corbatas blancas y las colas. Lo dijo quien encargaba sus fracs en Anderson & Sheppard, donde los cortaban especialmente para que pudiera bailar con ellos. Astaire los devolvía al menos seis veces porque le parecía que les sobraba en los hombros, porque eran muy holgados o muy estrechos o porque tenían mucha tela. No le gustaban, pero esos abrigos de cola eran su marca. No le gustaban tampoco las corbatas blancas ni los sombreros de copa, pero esa escena de la película Blue Skies de Bob Landry en la que baila Puttin’ on the Ritz es inmortal. Justamente, se le ve usando un sombrero de copa, una corbata blanca y un abrigo de cola. No le gustaban, pero así será recordado.

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ABECEDARIO

Gay Talese En 2007 Gay Talese recibió un premio inusual para un periodista: fue nombrado mejor vestido en la International Best-Dressed List. Herencia de su padre, un inmigrante italiano dedicado a la sastrería, se le ve siempre prolijo. No cambia su atuendo ni para hacer reportería sobre el ring de boxeo y mucho menos para observar la Cosa Nostra neoyorkina: corbata ancha, camisa de cuello italiano, chaleco, saco y, como detalles de otra época, un sombrero y un pañuelo en el bolsillo.

I

Italia

El hijo eclipsó al padre. Fue Tommaso Caraceni quien empezó el negocio familiar: una pequeña tienda de sastres italianos donde trabajaba con su esposa y sus trece hijos. A uno de sus hijos, Domenico, le gustaba encontrar prendas que desconociera y desarmarlas y armarlas hasta conocer sus secretos. A los 15 años hizo su primer traje para el médico local de Ortona y desde ese momento se perfiló para ser el heredero de su padre. Fue Tommaso quien empezó, pero sería Domenico quien llevaría el apellido familiar a Milán, a Roma y a París, y quien siempre será recordado como el padre de la sastrería de Italia.

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H

Cuando en 1952 la reina Isabel II ascendió al trono, Hardy Amies ascendió con ella. Fueron 37 años de feliz matrimonio en el que diseñaba y cosía trajes que la reina usaba en eventos oficiales. En 1989, sin embargo, él decidió irse para darle paso a diseñadores nuevos, frescos. En sus ratos libres diseñó el vestuario para 2001: A Space Odyssey (1968) de Stanley Kubrick, los uniformes del equipo de Inglaterra de la copa del mundo de 1966 y del equipo británico de los olímpicos de 1972. También hizo interiorismo para marcas como Crown Wallpaper. Murió en 2003 a los 93 años, siete años después de la muerte de Ken Fleetwood, su pareja y también director de diseño de Hardy Amies Ltd.

J

John Hitchcock Cuando tenía 35 años, John Hitchcock asistió junto a su esposa Margaret a su primera fiesta del jardín en el palacio de Buckingham. Las invitaciones para ellos llegaban a Anderson & Sheppard, una de las sastrerías más importantes del mundo, donde John había empezado a trabajar a los 16 años, donde había conocido a Margaret y donde Steven, el hijo de ambos, comenzaría a aprender el oficio de sastre también a los 16. John estuvo 52 años en Anderson & Sheppard donde llegó a ser director y jefe de sastres. Se retiró en 2014 pero se mantuvo a la cabeza de la firma real, lo que le aseguraba no perder la costumbre de confeccionar trajes y poder asistir a muchas más fiestas en el jardín.


K Kent, John Se sabe de Felipe de Edimburgo, el esposo de la reina Isabel II, que no le gusta estrenar, que prefiere llevar los mismos pantalones todo el tiempo que pueda. Hace un tiempo llegó donde su sastre favorito, John Kent, que trabaja en Norton & Sons vven el 16 de Savile Row- para arreglar unos pantalones que ha llevado por 51 años. Pero esto no es noticia si tenemos en cuenta que el uniforme que vistió en 1947 durante su boda lo acompaña siempre en las ceremonias navales. No es un hombre de cambios.

Mc

Queen

No se sabe si fue en 1984 o 1985, pero sin convocatoria ni presentación el futuro diseñador de Givenchy, Lee Alexander McQueen, empezó a trabajar para la firma británica de sastres Anderson & Sheppard. La política del taller era aceptar gente joven que no estudiara porque eran más fáciles de entrenar, y así fue: en dos años, McQueen hizo lo que un aprendiz lograba en tres. Vestido con Dr. Martens y Levi’s 501 estuvo dos años entrando y saliendo del taller en Savile Row hasta que su jefe, Cornelius O’Callaghan, decidió que no tenía futuro como sastre. Y sí que tenía razón.

Hubo una renuncia. Luego del triunfo de la Revolución Francesa sobre el Antiguo Régimen, hubo una renuncia. Los calzones y medias de seda usados por los seguidores de Luis XVI fueron dejados de lado para darle paso a los hombres sansculottes (sin calzones). El calzón y las apariencias voluptuosas y coloridas se convirtieron en el sello vestimentario del absolutismo mientras que el pantalón y la prudencia fueron a su vez bandera de la contraparte. La Revolución se vistió de traje para extender la democracia, la libertad, la igualdad y la fraternidad.

Nápoles Típico drama italiano el de tener dos familias enfrentadas. En el caso de la sastrería napolitana, más que dos familias son dos grandes sastres y dos modelos: el de Blasi, una chaqueta de hombros estrechos, y la de Attolini, un poco más ancha. Los fieles seguidores de Attolini afirman que él desestructuró la chaqueta de Blasi y la dejó sin hombreras, y con entretelas logró lo que se conoce hoy como el traje napolitano, pero los seguidores de Blasi se ponen rojos de la ira al escuchar esto. Es una pelea consagrada, una disputa de tradición. Nadie sabe quién tiene la razón, lo único cierto es que ha sido esa rivalidad la que ha fortalecido la sastrería napolitana y ha dejado a la ciudad del sur de Italia como un referente de la sastrería mundial.

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ABECEDARIO

O Ojal

¿Ha visto que en la solapa de las chaquetas hay un ojal al que no le corresponde ningún botón? Así como el pequeño bolsillo del jean, las chaquetas de sastre también tienen residuos del pasado que hoy son poco funcionales. Las primeras chaquetas militares, que realmente fueron casacas, venían abrochadas hasta el punto de arranque del cuello y se desabrochaban únicamente en momentos de descanso. Los sastres, en honor a los primeros diseños, decidieron dejar una huella, un recuerdo. Hoy esos ojales inútiles se usan para poner accesorios como pines o insignias.

Q Quiebres Los trajes tienen pliegues, quiebres en la tela hechos con plancha, a propósito y con diferentes fines. Hay pliegues históricos y en desuso como los del siglo XIX cuando la tendencia era hacerle vueltas a los bajos del pantalón para evitar la suciedad y la humedad. Hay pliegues comunes que perduran aún hoy como la raya en el medio que le da estructura y apariencia de rigidez a la prenda. Hay otras imperdonables como las que se hacen a los puños por no abrirlos cuando se planchan. La norma dicta que un traje debe lucirse sin una sola arruga, excepto las que sí deben llevarse.

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P

añuelo

Pocket square es el pañuelo plegado que se lleva en el bolsillo superior de la chaqueta. En un principio las formas de estos pañuelos eran variadas, pero con las leyes suntuarias de Luis XVI se estandarizaron las medidas y se determinó que todos los pañuelos debían ser cuadrados. Antes de 1920 era un pañuelo funcional, solo fue hasta después de ese año que se popularizó como un accesorio y se empezó a llevar un pañuelo complementario en el bolsillo del pantalón. Para doblar el pocket square está la manera sencilla con una punta arriba o el estilo Astaire que es un puff con una punta a cada lado.

R

eed

Cuando se acercaba a despedirse era porque estaba totalmente vestido, contaba la famosísima editora de moda Diana Vreeland sobre su esposo Reed. Pero de un día para otro, a comienzos de la década de los años 60, los sombreros dejaron de estar encima de las cabezas de los hombres y, por supuesto, también de la de Reed. Reed: -Adiós Diana -Pero aún no tienes tu sombrero Reed: -No voy a usarlos más Y eso fue todo. Los trajes dejaron de llegar hasta la cabeza.


t

weed

Fue en 1667 cuando el primer conde de Burlington, Sir Richard Boyle, le compró una mansión en Piccadilly al poeta Sir John Denham. En la huerta de la mansión fue construida una calle bautizada Savile Row en honor a la esposa del conde, Lady Dorothy Savile. Por más de 200 años esta calle ha estado al servicio de la creación de trajes a la medida. El auge de la calle estuvo ligado a la imagen del hombre bien vestido inmortalizado por George ‘Beau’ Brummell, dandi de dandis. Algunas de las tiendas abiertas durante la época de Brummell, como Henry Poole & Co (1896) y Norton & Sons (1821), aún están en pie y encabezan esta calle donde se encuentran las mejores tiendas de la alta sastrería británica, que han vestido a personajes de la talla de Napoleón y Mick Jagger.

U

Uniformes Con el número 508 889 Hugo Ferdinand Boss se afilió en 1931 al Partido Nacionalsocialista Obrero Alemán. Tenía el propósito inquebrantable de vestir al ejército de Hitler. Dejó su oficio de sastre y su pequeño taller en Metzingen para hacer uniformes en fábricas con operarios judíos que vestían a las Waffen SS, la SA y las Juventudes Hitlerianas. La suya llegó a convertirse en la segunda compañía textil más importante de Alemania durante la Segunda Guerra Mundial. En las etiquetas siempre aparecía la leyenda: Uniformes con la licencia del Reich.

Su nombre viene del río Tweed de Escocia. Es una tela de lana áspera, resistente, que encontró un hogar permanente en los talleres de la casa Chanel. Tomando la inspiración del vestuario del Duque de Westminster, Coco encargaría a comienzos de 1924 la famosa tela a una fábrica escocesa, y con ella haría ropa casual, abrigos y, por supuesto, trajes. Una falda de tweed a juego con la icónica chaqueta es equiparable a una cartera Birkin de Hermès o a una gabardina de Burberry. Es, como el little black dress o el 2.55, un ícono, un emblema. Ya lo dijo Karl Lagerfeld: “Yo soy el primero en reconocer que ella inventó algo único: el sastre Chanel. El equivalente al traje masculino de dos botones que inició una especie de ‘avalancha de moda’ que todo el mundo ha copiado y ha querido rehacer hasta hoy”.

Vincent Nicolosi La fuerza está en el traje. Por casi 30 años, Vincent Nicolosi ha vestido con trajes de sastre blancos, que promete indestructibles, al periodista estadounidense Tom Wolfe. Los sastres de color blanco que funcionan como uniforme lo han acompañado en sus reporterías en la calle, en la mesa y en el salón. No hay diferencia. Siempre sastre, siempre blanco, siempre Vincent Nicolosi. La fuerza está en el traje y lo dice Wolfe en la dedicatoria del libro I am Charlotte Simmons: “Para el gran maestro, el incomparable Vincent Nicolosi. Lo que le da vida a este libro es el traje del chico de la página de atrás”.

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ABECEDARIO

XVIII

Windsor El nudo de corbata más popular se le atribuye al Duque de Windsor (Rey Eduardo VIII antes de su abdicación) pero dicen que fue realmente invención de su padre, el Rey Jorge V. El esposo de Wallis Simpson mandaba a hacer sus corbatas de telas más gruesas porque prefería los nudos anchos en cuellos amplios. El resultado del estilo Windsor es un nudo triangular simétrico que deja la parte ancha de la corbata de mayor longitud que la delgada.

El 12 de mayo de 1971, en Saint-Tropez, Francia, Bianca Pérez Macías llegó a su boda, una ceremonia católica, con una chaqueta de sastre blanca entallada y una falda del mismo color hechas por Yves Saint Laurent. En la cabeza llevaba un sombrero blanco con tul y la idea, -que según ella no duraría ni 24 horas-, de pasar el resto de su vida con el rockstar mayor. Ese día se convirtió en la esposa del vocalista de los Rolling Stones, Mick Jagger, y también en un ícono de los años 70 al poner de moda los trajes femeninos.

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No hay lista sobre sastrerías que esté completa sin Gieves & Hawkes. Durante siglos han vestido con trajes hechos a la medida a los británicos, incluidas diez generaciones de la realeza: desde Jorge III hasta Isabel II, con el elegante Winston Churchill en el medio. Su nombre es la unión de Gieves, un proveedor para la naval de la realeza británica, y Hawkes, sastre de la armada británica. Ambos operaron desde el siglo XVIII y en 1974 se volvieron uno.

Zip Gideon Sundback, un sueco que vivía en Canadá, inventó en 1913 un objeto de uso diario: el cierre. Cuatro años después lo patentó como el sostenedor separable, pero solamente hasta 1923 la Goodrich Corporation acuñó el nombre de zipper, usándolo en bolsitas de tabaco y botas. Su uso más frecuente, sin embargo, ha sido en ropa para niños y en trajes. Años más tarde hubo un préstamo: la alta costura tomó esta herramienta común en pantalones de paño y la puso visible en lugares inusuales y en versiones de plástico. Fue Elsa Schiaparelli quien lo popularizó gracias a que una empresa canadiense le ofreció diez mil dólares por usar cierres en sus colecciones.


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VITRINA

R E T R ATO A N Ó N I MO Autor:

Carle Van Loo Oleo en lienzo 1730-40 Château de Versailles

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6.

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1. Gucci

3. Gucci

5. Saint Laurent

2. Gucci

4. Gucci

6. Gucci


T H E TA B LE Autor:

Henri Fantin-Latour Serigrafía 1982 Musée d’Orsay

1. 4.

6.

2. 5. 7.

8.

3.

1. Saint Laurent

3. Tom Ford

5. Gucci

7. Oliver Spencer

2. A.P.C

4. Haider Ackermann

6. COS

8. Off - White

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ENTREVISTA

SASTRES 2.0 Andrea Uribe Yepes

La producción de un traje sastre puede durar meses. To-

mar las medidas, hacer los patrones, cortar, coser, medir, ajustar, volver a medir. Lo que garantiza este proceso, sobre todo, es una prenda precisa, pensada para un único cliente. Con eso en la cabeza, Jess Fleischer, un ingeniero de producción danés que ha dedicado su vida a crear experimentos entre lo online y lo offline para empresas como eBay, fundó en 2014 la marca de camisetas a la medida Son of a Tailor. La filosofía de la marca es sencilla: imitar el complejo proceso del traje sastre, optimizarlo en una plataforma digital gracias a un algoritmo, y así ofrecer una camiseta perfecta hecha para cada cuerpo. Aunque reemplaza la figura del sastre por una relación impersonal construida a punta de clics, también acelera los procesos y globaliza la experiencia. Son of a Tailor es, por ahora, una empresa pequeña. Además de la producción, el equipo se reduce a Jess Fleischer y a Andreas Langhorn, que se encarga de la publicidad. La suerte es que ambos están de acuerdo en que su meta es hacer la mejor camiseta del mundo**. ¿Por qué se llama Son of a Tailor? Jess Fleischer: Las personas nos preguntan todo el tiempo cuál de nosotros es hijo de un sastre, y la respuesta es que ninguno de los dos. Es el producto el que es hijo de un sastre. Pensamos que el producto y la manera como lo hacemos deben estar en el centro y este nombre encapsula el concepto.

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¿Cómo nació la idea de la marca? JF: Éramos dos chicos de Copenhague frustrados porque no podíamos encontrar una camiseta que se nos ajustara como queríamos. Si encontrábamos la talla adecuada, la calidad de la tela era pobre y se arruinaba luego de lavarla. Al mismo tiempo veíamos que surgían muchas tiendas en línea que hacían vestidos, camisas y trajes a la medida. Pero nosotros no buscábamos vestidos, camisas o trajes. Amamos la simplicidad de las camisetas y era todo lo que queríamos. Así que pensamos, ¿no sería genial hacer camisetas perfectas y a la medida? ¿Un básico de súper alta calidad con ajuste perfecto y hecho solo para uno? Entonces decidimos hacer exactamente eso. ¿Cómo es el proceso de una camiseta? JF: Creemos que las compras en línea deben hacer las cosas más fáciles para los usuarios, entonces hemos hecho un gran esfuerzo para que el proceso sea tan sencillo como se pueda. Para pedir una camiseta puedes usar lo que nosotros llamamos ideal size, que consiste en poner la información relacionada con el peso, la estatura, la edad y la talla de los zapatos. El sistema te genera tu talla automáticamente con un 95% de precisión. También puedes medir una camisa de tu armario que te gusta mucho y darnos las medidas y las alteraciones que quieres hacerle a la prenda, escoger el estilo, el tipo de cuello, el tipo de mangas y eso es todo.


¿Es esta una nueva forma de sastrería? JF: Básicamente lo que hacemos es ofrecer un mejor producto al combinar la técnica de los expertos y el poder de la tecnología. La sastrería se ha caracterizado por ser muy exclusiva y tener tiempos muy largos de producción. Lo que nosotros queremos es dar la misma calidad más la posibilidad de tener prendas a la medida, pero haciéndolas más accesibles y de fácil adquisición. Además de ser a la medida, ¿cuál es la ventaja de una camiseta de Son of a Tailor con respecto a otras del mercado?

La manufactura de la moda apenas ha cambiado en los últimos 60 años y el usode nuevas tecnologías es bastante limitado.

JF: Cuando entramos en profundidad a la industria de la moda encontramos que las técnicas de producción y la mentalidad en general son bastante anticuadas. La manufactura de la moda apenas ha cambiado en los últimos 60 años y el uso de nuevas tecnologías es bastante limitado. Por otra parte, yo tengo experiencia en lean production, que es una metodología de calidad de la producción que tiene su origen en la industria automovilística japonesa. La filosofía base es la de eliminar los residuos y producir exactamente lo que el cliente quiere en el momento que lo quiere. No tienes que tener una bodega inmensa o mercancía sin vender. Solamente produces lo que te compran, de esa manera puedes mantener los costos bajos y hacer que aumente la satisfacción del cliente. Normalmente la industria de la ropa hace lo opuesto a lo que hacemos nosotros: produce en masa y barato, con materiales y mano de obra de bajo costo, hace todo a granel y con solo cuatro tamaños estándar para siete billones de personas. Lo que hicimos, entonces, fue tomar las lecciones del lean production y voltear los principios básicos de la industria de la moda. Producimos uno a uno, es decir que cuando un cliente ordena una camiseta nosotros empezamos a producirla. No tenemos inventario ni tallas estandarizadas.

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RESEÑA

Para no perderle

EL HILO Paola A. Cardona Tobón Sugestivo su nombre. Sugestiva su carátula. Abrirlo y pasar sus páginas es un viaje por el arte, por las costumbres de diversas épocas, por los hilos mismos. Un tejido, un entramado de historias, de imágenes, de mujeres, de costureras. Bajo el sello de Ediciones Maeva, se presenta este descubrimiento: Las mujeres que no pierden el hilo de Thomas Blisniewski, reconocido historiador de arte en Alemania, que trabajó como conservador en diferentes museos antes de enfocarse en el estudio del vestuario. Son poco más de 150 páginas en las que, como lo narra en el prólogo la periodista española Margarita Rivière, se recuerdan las historias de mujeres que tejían y cosían y de quienes las pintaban y por qué. Tras el tejido, continúa, llegó la rueca, el telar y la costura, y fueron los pintores, en buena medida, “los que documentaron la evolución estratégica de los primeros hilos”. Una Eva que hila y un Adán que ara el campo; una Penélope que teje su tela en el día y la desteje en la noche, a la espera de Ulises; una dama de Shalott que suspende su tejido para mirar por la ventana lo que antes, presa de una maldición, solo podía observar por un espejo; una joven que, bajo el ángulo indiscreto del observador, cose su vestido dejando ver parte de su espalda desnuda… Ellas son solo algunas de las protagonistas de este libro, de las obras de arte seleccionadas por el autor. Los artistas: de Rubens a Hopper. Las miradas: de lo divino hasta llegar a lo mundano. Una María que mientras hila es sorprendida por un ángel aparece en La Anunciación (1914) de John William Waterhouse; una costurera que deja por un momento su labor para elevar una petición al cielo es el foco en Solo un breve descanso (1854) de Anna Blunden; una joven que se gana la vida con su habilidad observa directamente al pintor que la inmortaliza en La encajera (1823) de Vasili Andreievich Tropinin; una anciana de ojos cansados teje en Doña Rosita Morillo (1944) de Frida Kahlo; una marquesa de exquisitas prendas, amante de Luis XV, se muestra bordando en Madame de Pompadour (hacia 1763, 1764 o fecha posterior) de François-Hubert Drouais; y una mujer con tacones que cose el dobladillo de su vestido se deja ver en Arreglo (sin fecha) de Kenton Nelson, obra que le sirve de carátula al libro. Dice Blisniewski que las mujeres que “hilan, tejen, cosen, bordan, tricotan, hacen ganchillo y confeccionan encaje de bolillos no son tan solo bellas figuras a las que se muestra entregadas a un pasatiempo popular”. Van asociadas, como lo explica a través de las obras elegidas, a fenómenos culturales y períodos históricos. “Temor de Dios, recato, moral y diligencia son virtudes que siempre han de estar presentes en la muchacha y la mujer castas, ya que ¡las mujeres virtuosas hilan fino!”. Dicho de otra forma, estas mujeres cosen para alcanzar la divinidad, para ser buenas amas de casa, para subsistir, para mantener la virtud y no dejarse seducir. Con estas interpretaciones, Blisniewski va más allá de la crítica de arte para repasar costumbres, sugerirle conexiones al lector y lanzar hipótesis sobre la vida que respalda las imágenes. Uno de los elementos más bellos del libro está en las portadillas que dan la bienvenida a los diferentes capítulos. Allí el autor recupera textos literarios y proverbios relacionados con el oficio del tejer. Como este, del poeta alemán Heinrich Voss: “Con gravedad lo reprendí, /pero él era más arrojado cada vez y audaz, /me abrazó impetuoso /y me dio un beso ardiente como el fuego. /Decid, ay, hermanas mías, decidme: /¿Cómo iba a seguir hilando?”.

Este y otros libros sobre moda y arte, los encuentras en la librería El Acontista Dirección: Calle 53 N° 43-81 / 512 30 52 / libreria@elacontista.com

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RECOMENDADOS

RECO MEN DADOS Para ver Petit Tailleur (2010), de Louis Garrel

Para escuchar

Selections From a Voice On Aire (2015) de Frank Sinatra

No es posible desligar la voz de Sinatra de su imagen. Un pantalón, una chaqueta de un solo botón y un sombrero, que como él mismo decía, siempre se debía acomodar con las dos manos. Desde pequeño, su madre, Natalia Garavaneta -a quien todos llamaban Dolly-, le inculcó el amor por el bien vestir, lujo que se daban gracias a los ingresos que ella conseguía administrando una clínica ilegal de abortos. El pequeño, irreverente y apuesto Sinatra crecería para ser un hombre con pautas claras: nada de marrón, gris, blanco o azul claro después de las seis, no usar esmoquin los domingos y siempre tener corbatas de seda. Esa es la voz que se escucha en esta recopilación de 69 apariciones en radio de Frank Sinatra mientras usaba traje, entre los años 1935 y 1955.

Para leer

Los valientes sastres de la mafia (1988) de Gay Talese

Arthur corre al teatro después de estar en el taller. Arthur conoce a Marie-Julie después de haber conocido a Albert. Entonces Arthur tiene dos amores: una mujer y un hombre. La primera lo besa, el segundo le enseña a coser. La relación con Marie-Julie se interpone con la de Albert de diferentes maneras en los 45 minutos de este largometraje francés en blanco y negro que teje una sola historia de amor verdadera: la de un sastre y su aprendiz.

Gay Talese siempre viste de traje. Camisa, corbata, y si el día lo merece, un sombrero Fedora. Con su amor por la sastrería, el periodista escribió doce páginas de la historia de su padre, José Talese, cuando era aprendiz del señor Fernando Cristiani y cortó accidentalmente el pantalón del mafioso Vicenzo Castiglia solo unas horas antes de que llegara a reclamarlo. Este hecho revolucionó, al menos por un día, el oficio de la sastrería. Cada palabra de este relato está urdida como la más fina de las telas. Puntada a puntada, pliegue por pliegue, es una oda melancólica al oficio paterno y a un mundo en extinción.

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