Revista Mundo - Fernado Botero - Un teritorio vasto y original

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Pr贸ximas ediciones

2 MUSEO DE ARTE MODERNO DE BUC AR AM AN G A


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Caballo / Bronce / 40x42x20 cm

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Fernando

BOTERO

OBRA DISPONIBLE DE: Fernando Botero, Armando Morales, Amelia Pelaez,Francisco Toledo, Mu–oz Vera, Takashi Yukawa, Kwon Soonik REPRESENTANTES EXCLUSIVOS PARA ASIA DE: Dario Ortiz, Alfonso Alvarez Gustavo Velez, Douglas Mendoza PRESENTES EN LAS PRINCIPALES FERIAS DE ASIA: Art Shanghai,Shanghai Art Fair, Korean International Art Fair (KIAF)

Dario

ORTIZ

Gustavo

VELEZ

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F. GRANADA undo arte galería 6

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DARIO ORTIZ SEPTEMBER 29 - OCTOBER 29 2010

The triumph of Bacchuss 200 x 170 cm, oil on canvas, 2010

Bandi-Trazos is a gallery specializing in Latin-American and Spanish Art which has its headquarters in Shanghai DQG 6HRXO .RUHD DV ZHOO DV RI¿FHV LQ 7RURQWR &DQDGD and Montevideo (Uruguay). Representatives for Korea of: ,JQDFLR LWXUULD 0DQXHO &DUERQHOO -RVp &RVPH 'DUtR 2UWL] 5REHUWR 'LDJR .ZRQ 6RRQ ,N -RVp *DPDUUD 9DOHULD <DPDPRWR *XLOOHUPR 8HQR /RULH .LP DQG RWKHUV Sagan-dong 36, Jongno-gu Seoul, 110 - 190 KOREA TEL: 82 2 734 2312 FAX: 82 2 734 2310 EMAIL: info@banditrazos.com

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Adรกn / Bronce / 216x104x58 cm/ s.f. Siglo XX / Museo de Antioquia


FERNANDO BOTERO

Cabeza de Hombre. Óleo sobre Lienzo. 40 x 35 cm.Exhibido en; Fernando Botero, Pantings, Pastels, Sculptures, K. N. Gallery, Chicago, Illinois. 2 November – 29 December 2.007 Publicado, Catalogo exposición. Fernando Botero, Galería Bandi, Seúl, Corea, Septiembre 4 del 2.009, Página 13

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Eva / Bronce / 214x88x71 cm/ s.f. Siglo XX / Museo de Antioquia


ANA MARÍA RUEDA De la serie "yo también soy el otro" Fotografía P/A 55x76 cm cm 2010

LUIS MORALES Serie Constructo Impresión sobre papel de seda 200x160 cm 2010

ERICK L. HUFSCHMID Sin Título Copia fotográfica sobre platino 25x20 cm cm 2005

ALONSO GARCÉS GALERIA ARTBO 2010 - STAND 205 Cra 5 No. 26 - 92 Tel. (571) 3 37 58 27 / 3 37 58 32 www.alonsogarcesgaleria.com agarces@cable.net.co

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EL ARTE DE FERNANDO BOTERO Por Juan Carlos Botero

Editorial

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La importancia de Fernando Botero

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Un territorio vasto y original

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AmĂŠrica Latina La corrida La violencia El circo Los retratos Europa

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Las convicciones estĂŠticas

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Botero en Pietrasanta

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Editorial Edición especial Octubre 21 de 2010

Director Coordinación general Asistente coordinación Concepto Gráfico Diseño Gráfico Portada

Carlos Salas Tamara Zukierbraum Paola González MUNDO Andrea Camargo Fernando Botero, fotografiado por Carlos Duque, 2002

Fotografía Carlos Duque Archivo Fernando Botero Archivo Museo Nacional de Colombia Archivo Museo de Antioquia Oscar Monsalve

Agradecimientos Gloria Zea Fernando Botero Zea Museo Nacional de Colombia Museo de Antioquia Alejandro Páez Jaime Vargas Irene Acevedo Darío Ortíz Hanoj Pérez Claudia Gómez Juan Carlos González Mario Eduardo Tello Luz Stella Mantilla José Darío Gutierrez Vicky Turbay Iván Botero Gómez Marta Eugenia Mejía Margarita Calle

Publicidad y Mercadeo Cristina Salas Jaime Salas Augusto Restrepo Comercial Juan Carlos Castillo Asistente Leonardo Torres Impresión Zetta Comunicadores Distribución DIMSA

La publicación de los textos y del material gráfico de la presente revista ha sido realizada con la plena autorización del artista o de sus herederos. Prohibida la reproducción total o parcial por cualquier medio gráfico, mecánico o electrónico, conocido o por conocer, sin autorización previa y escrita de REVISTA MUNDO. Carrera 5 No. 26A - 19 - Tel. (571) 2322408 - 2322467 Torres del Parque - Bogotá - Colombia revistamundo@hotmail.com

ISSN 757 1657- 8546 Hecho en Colombia

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Por Carlos Salas

Hace unos años escuché, en entrevista con Darío Arizmendi, a Juan Carlos Botero hablando de su padre. Quedé francamente impresionado del tono tan especial, lleno de afecto y admiración, que se revelaba en cada una de sus palabras. En ese momento soñé con realizar un número de la revista MUNDO dedicada a Fernando Botero con textos de su hijo Juan Carlos. Contacté a Juan Carlos y le planteé esa idea. Dijo que estaba preparando un libro sobre su padre y que con mucho gusto me colaboraría. Me envió todo el texto para que yo hiciera una selección para la revista. Disfruté cada uno de los capítulos de su libro y me cautivaron totalmente. Son contados los casos en que los artistas son retratados por sus hijos. Renoir, mi padre, libro escrito por el cineasta Jean Renoir, es un claro ejemplo de lo maravilloso que es poder deleitarse con una visión tan cercana y llena de sentimiento. Así como Jean Renoir es un cineasta extraordinario, Juan Carlos Botero es un escritor de talla mayor. Desde cuando muy joven recibió el premio Juan Rulfo, ha tenido una presencia constante en el medio editorial. Sus novelas, cuentos, ensayos y artículos en los periódicos, se ganan toda nuestra admiración. La suma de los talentos, en este caso los del padre y del hijo, hace que testimonios como estos sean documentos excepcionales. Los retratos que enriquecen este número son del muy reconocido diseñador y fotógrafo Carlos Duque, quien viajó a París en 2002 a fotografiar al maestro en su intimidad. Como complemento de la publicación se realizará un evento a partir de cortas exposiciones de obra única. En esa línea hemos programado para Galería Mundo, diez exposiciones que harán un recorrido por algunas facetas de una obra tan múltiple y compleja como la de Fernando Botero. Contamos con piezas muy importantes como el retrato de Gloria Zea, una Monalisa y una familia. Además una obra de la serie de los obispos, otra del circo y, gracias al Museo Nacional, podremos incluir una de la serie de la violencia. Cada una estará exhibida individualmente acompañada de documentación fotográfica, textos y videos. El equipo de la galería, junto al historiador Christian Padilla, está trabajando en la recopilación de información, la elaboración de los textos y la selección del material que acompañarán las distintas obras. Alrededor de estas exposiciones tendremos charlas con invitados muy especiales como Álvaro Medina, Juan Gustavo Cobo Borda, Germán Rubiano y Fernando Toledo. Se registrarán testimonios y apreciaciones con los que se realizará un video que se obsequiará a bibliotecas y colegios. Tendremos el privilegio, a su vez, de exponer una serie de retratos del maestro Botero de los realizados por Carlos Duque. A los nueve años de MUNDO festejamos poder entregar a nuestros lectores este número excepcional. Gran parte de nuestro esfuerzo se ha concentrado en homenajear a los maestros colombianos y que mejor que este momento cuando celebramos el Bicentenario de la Independencia, para rendir homenaje al más importante artista colombiano de todos los tiempos, Fernando Botero.


Retrato de Gloria Zea / Ă“leo sobre lienzo / 114x87,5 cm / 1956

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El presidente y la primera dama / DĂ­ptico / Ă“leo sobre lienzo / 203x185 cm /1989

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© Carlos Duque


El arte de Fernando Botero

Por Juan Carlos Botero

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La importancia de Fernando Botero

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n mayo del año 2003, una de las revistas de arte más prestigiosas de Europa, ArtReview, anunció que se disponía a publicar la lista de los diez artistas vivos más cotizados del mundo. Con base en el número de obras vendidas en subasta desde 1970, y también en los precios que se han pagado por las mismas, se podría establecer de manera cuantificable la valoración de cada artista a nivel internacional. Por tratarse de una publicación tan conocida y respetada, y por emplear parámetros contantes y sonantes, la noticia despertó gran expectativa en los territorios de las artes plásticas. Por eso, cuando por fin salió la revista a la calle, los medios británicos celebraron con entusiasmo que uno de los suyos, el famoso David Hockney, figurara en esa lista tan exclusiva, pues había ocupado el noveno lugar en ese grupo de los creadores más apetecidos. En cambio, de toda América Latina sólo calificó un artista: el maestro Fernando Botero. ¿Su puesto en la lista? Quinto lugar. El éxito de este colombiano es, en verdad, inmenso. Sus exposiciones más importantes carecen de precedentes en la historia del arte. En 1992, Fernando Botero exhibió sus esculturas monumentales en los Campos Elíseos de París, con una de las figuras, Torso masculino, ubicada en el centro de la célebre avenida, entre la Plaza de la Concordia y el Arco del Triunfo. Antes ya lo había hecho en Florencia, en el Forte Belvedere, y también en los bellos jardines de la ciudad de Montecarlo. Luego vino la exposición en Park Avenue de Nueva York. En seguida, en el Paseo de la Castellana de Madrid. Después en Chicago, Tokio, Washington, Jerusalén, São Paulo y Santiago de Chile. Más adelante, en la Piazza della Signoria de Florencia (una hazaña sin antecedentes, dicho sea de paso, pues era la primera vez que la ciudad invitaba a un artista a presentar sus obras en ese espacio histórico, al lado de las esculturas inmortales de Cellini, Giambologna y Miguel Ángel). No hace mucho sus piezas gigantescas se exhibieron a lo largo del Gran Canal de Venecia, así como en las plazas y avenidas más concurridas de la capital de Singapur. En total, Fernando Botero ha expuesto sus famosas esculturas en tres continentes distintos y en más de 20 ciudades principales. Y en cada ocasión la reacción del público, de los medios y de la crítica ha sido fenomenal. Cada una de estas muestras ha generado la asistencia de multitudes, y se puede decir que pocos escultores han logrado en vida una difusión de este alcance o una notoriedad comparable. Así mismo, varios de los museos más importantes del mundo han expuesto su obra pictórica. El Grand Palais, de París. El Hermitage, de San Petersburgo. El Reina Sofía, de Madrid. El Pushkin, de Moscú. El Hirshhorn, de Washington. El Arken, de Dinamarca. El Tamayo, de México. El Palacio de los Papas, en Aviñón. Al menos seis museos en Japón. Ocho en Alemania. En años recientes este maestro inauguró exposiciones en Tokio, Singapur, París y Atenas, y también en Roma, Alemania, Zurich y Corea del Sur. Fernando Botero ha presentado su trabajo pictórico en todas las capitales de Europa Occidental. El Museo de Arte Moderno, de Nueva York, compró uno de

sus cuadros más famosos. El Metropolitan Museum también. Igual el Vaticano. Su retrospectiva en el Antiguo Colegio de San Ildefonso, en la Ciudad de México, registró más de 218.000 visitantes. Su exposición en el Musée Maillol, de París, recibió más de 115.000 espectadores. A su muestra en Estocolmo, con una población de poco más de un millón de habitantes, asistieron 110.000 personas: el 10 por ciento de la ciudad. Es probable que de todos los artistas del momento, Fernando Botero sea el que más exposiciones ha realizado en museos, y de cuya obra se han escrito más libros (aparte de catálogos). En octubre de 2006 la editorial Taschen, de Alemania, publicó un libro sobre su trabajo en cinco idiomas con un tiraje inicial de 50.000 ejemplares (algo excepcional para un libro de arte). Y en noviembre de 2003 la prestigiosa editorial Rizzoli presentó uno de los libros más costosos de producir en su historia, La mujer en el arte de Botero. En resumen, ningún otro artista vivo cuenta con un currículum o una trayectoria semejantes. Cada uno de estos hechos, de estas cifras, más los elogios de la crítica y los precios que se pagan por sus obras, reflejan o confirman la importancia del artista colombiano. Pero no la explican. ¿Cómo descifrar este recorrido asombroso? ¿Cuál es, en efecto, la explicación de esta incandescente carrera artística? Fernando Botero es una de las personas más disciplinadas que se puedan conocer. Sus amigos y familiares afirman que él trabaja todos los días de todos los años. Para Botero no existen fechas de descanso, ni días feriados ni fines de semana. En Navidad está pintando. En su cumpleaños está pintando. En Año Nuevo está pintando. El concepto de unas vacaciones, en el sentido de hacer un alto en el trabajo y no hacer nada para reposar durante unos días o unas semanas, para él es inconcebible. Sin excepción alguna, salvo cuando está de viaje organizando una muestra o exposición, este artista se despierta temprano cada mañana y se dirige a su estudio, en cualquier lugar del mundo, y labora sin pausa hasta las ocho de la noche. Su vocación es desaforada, y la pasión que siente por su oficio es tan honda que para él no existe mayor felicidad ni mejor forma de pasar el tiempo que trabajando. No obstante, quizás otros artistas son tan profesionales e igual de incansables a la hora de crear, pero no por ello alcanzan un reconocimiento o una excelencia artística equiparable a la de Botero. Por lo tanto, aunque la disciplina constituya una parte esencial de su carrera, ésta tampoco aclara su importancia como artista. La explicación, entonces, reside en los siguientes puntos. En primer lugar, Fernando Botero ha creado un estilo. Un estilo propio, original y fácil de reconocer. Este aporte es invaluable, porque el estilo es la mayor contribución que un artista le puede ofrecer a la historia del arte. Como el de todo gran maestro, el estilo de Botero está compuesto por sus convicciones. Sus convicciones acerca de lo que son, o deberían de ser (para lograr su particular ideal de la belleza), el color, la luz, el volumen, la composición, la forma, el tema y

Para Botero no existen fechas de descanso, ni días feriados ni fines de semana. En Navidad está pintando. En su cumpleaños está pintando. En Año Nuevo está pintando. 20


Decir que Botero pinta gordos es una reducción un tanto ingenua y simplista, semejante a decir lo mismo de Uccello o de Rubens, o que El Greco pintaba flacos. el lenguaje estético… los muchos aspectos e ingredientes que conforman una obra de arte. Mejor dicho, toda obra plástica está constituida por mil elementos, y cada uno de éstos requiere, previamente de parte del artista, una decisión (¿Será abstracta o figurativa? ¿Grande o pequeña? ¿Predominará la luz o las sombras? ¿El colorido de su paleta será rico o intencionalmente reducido? ¿Luminoso u opaco? ¿Será crítica, satírica, simbólica o desprovista de significados ajenos a la pintura? Etc.), pero cada decisión está determinada, a su vez, por una convicción personal y estética del creador. O sea: por una idea. “Un hombre pinta con el cerebro”, anotó Miguel Ángel Buonarroti. “No con las manos”. Quizás por eso, como señala Botero cada vez que puede, la mayor prueba de un artista, la más difícil y exigente, es la de la naranja. Tal como él lo explica, la forma más sencilla que existe en la naturaleza es la de una naranja. Sin embargo, cuando un maestro dibuja esa imagen, lo que el espectador ve (además de la fruta, por supuesto) es la reflexión singular del artista. Es decir: su estilo. Por ese motivo, una naranja de Van Gogh es distinta a la de Picasso, Cézanne, Bellini o Velázquez, y en cada uno de esos casos salta a la vista que esa imagen la hizo, en efecto, Van Gogh, Picasso, Cézanne, Bellini o Velázquez. Lo que está visible, entonces, presente en esa forma tan sencilla, es la totalidad y a la vez la complejidad de un estilo. El conjunto de creencias en las que el artista ha meditado durante años, afinando sus hallazgos, definiendo sus preferencias y madurando sus intuiciones acerca del volumen, de la forma, de la sensualidad y, más que nada, de la belleza. Un estilo reconocible. Evidente. Por eso, frente a un talento menor el espectador sólo ve una naranja. En cambio, frente a un maestro el espectador presencia, ante todo, una reflexión. Y más todavía: una vida entera consagrada al oficio: un largo camino de preguntas, dudas, respuestas y aciertos. Su bagaje de ideas. Por ello, cuando alguien se detiene delante de una tela de estos artistas y dice: “Esta obra la hizo Van Gogh”, o Picasso, Cézanne, Bellini o Velázquez, lo que en realidad está diciendo es que en esta esfera tan simple están sintetizadas las convicciones estéticas del artista, su propuesta fundamental, la suma de ideas que hacen que él pinte de una forma y no de otra, las que distinguen su trabajo de los demás y parecen reunidas, resumidas y destiladas en cada uno de sus lienzos. En una palabra: su estilo. Su creación más importante. Y se detecta en un instante. Sin duda, esta prueba es definitiva y es la que separa a los maestros de los talentos pequeños. En verdad, cuando un artista alcanza a plasmar, en la forma más sencilla que existe, la totalidad de sus ideas y la esencia de sus convicciones creativas, y el público, además, las reconoce de inmediato, eso dice mucho de su popularidad y del tamaño de su gran originalidad. No es una cuestión de la cantidad de obras realizadas. Aun si hay miles de artistas que han producido cientos de cuadros, no son muchos los que han consolidado un estilo definido. Ahora, eso no implica que el trabajo de todo maestro le agrade a todo el mundo, pero sí que cada maestro ha creado, como ya se dijo, un estilo propio, original y fácil de reconocer. Y son contados los nombres en la historia del arte que han logrado un aporte de esa trascendencia. Sin embargo, lo curioso es que el estilo de Botero no tiene nada que ver con lo que la gente más lo identifica: la gordura. Decir que Botero pinta gordos es una reducción un tanto in-

genua y simplista, semejante a decir lo mismo de Uccello o de Rubens, o que El Greco pintaba flacos. No es en broma cuando Botero afirma que, por el contrario, él jamás ha pintado un gordo en toda su vida. De haber elementos gordos en sus cuadros tendría que haber elementos delgados para marcar el contraste y hacer patente la obesidad. Es cierto que este artista puede dibujar un Adán de cuerpo entero, enorme y colosal, con una mínima hoja de parra ocultando sus genitales. O una gran mandolina con un diminuto agujero en el medio. O una dama voluminosa de la aristocracia criolla con un relojito en la muñeca. Y también es cierto que la pequeñez de la hoja, del agujero y del reloj contribuyen, por la inevitable comparación visual, a incrementar la sensación de amplitud e inmensidad que el espectador percibe en el cuerpo de Adán, en la figura de la mandolina o en el brazo de aquella dama de sociedad. Más aún, es precisamente aquel contraste tan original, el que existe entre esos detalles menores y la generosidad de las demás formas, lo que hace que el volumen parezca estallar o rebosar en el arte de Botero. No obstante, resulta claro que cada uno de esos detalles está pintado en el mismo estilo reconocible del artista: abundante y voluminoso. En otras palabras, la hojita de parra, el agujerito de sonido y el reloj de pulsera son elementos pequeños -pero no delgados-. En efecto, todo objeto en los cuadros de Botero está dibujado con la misma rotundidad y la misma exaltación del volumen: las flores, las personas, las casas, las frutas, los cubiertos y hasta los cigarrillos, los esqueletos y las moscas. El rasgo distintivo de su obra es, justamente, su coherencia estilística. Por cierto, quizás la mejor forma de comprobar que el estilo de Botero no tiene nada que ver con la gordura estriba en el trabajo de sus imitadores. Ernest Hemingway decía que para apreciar lo difícil que es hacer algo con calidad, es preferible observar los esfuerzos de un principiante en vez de admirar la destreza de un maestro. Cuando uno de los grandes concluye una obra de arte, ésta parece fácil; cuando la ensaya un aprendiz, sobresalen con dramática claridad todas las dificultades del oficio. Así sucede en el arte del toreo, decía Hemingway, pues los incontables riesgos, peligros y retos técnicos propios de la faena, se manifiestan con mayor nitidez en la torpeza de los novilleros que en los pases serenos y magistrales de los matadores. Igual sucede con la pintura. Cuando alguien contempla las imágenes de los seguidores de Botero, las figuras, sin excepción, parecen gordas: les sobran carnes, lucen obesas y hasta repelan por burdas o grotescas. En cambio, las figuras de este colombiano no despiertan una sensación de pesadez, fealdad o flacidez, sino más bien de hermosura, armonía plástica y sensualidad. Las formas de sus imitadores no son tersas y sublimes, ni lisas y concisas; antes bien carecen de gracia y encanto, y los personajes chocan por mofletudos y hasta por monstruosos. En contraste, los lienzos de Botero se caracterizan por su calidad estética, y en vez de repeler atraen, seducen y deleitan. ¿Por qué? Precisamente por la belleza de las formas. Además, una cosa es la gordura, y otra muy distinta es el volumen. Al dilatar o ensanchar las formas en sus cuadros, incluso desafiando o violando las proporciones normales de la naturaleza (de ahí que veamos a un hombre saliendo de una casa demasiado estrecha para su tamaño, o una mujer desnuda al pie de un retrete excesivamente pequeño para sus

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Luis XVI y María Antonieta en visita a Medellín, Colombia / Díptico / Óleo sobre lienzo / 272x416 cm / 1990

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nalgas, o un caballo gigantesco rodeado de árboles diminutos, o un toro muerto en la plaza demasiado grande para las mulas del arrastre), Botero no sólo aumenta el espacio para aplicar más color en la tela, sino que le brinda voluptuosidad, exuberancia y sensualidad a esas mismas formas. La redondez y grandeza que caracterizan la obra del creador son los atributos que hacen que hasta las cosas más inertes en su pintura resulten apetecibles, bellas y deseables. Hay que partir de la base de que todo artista distorsiona de algún modo la realidad. Incluso el realismo es un estilo más, desde luego, y no se puede confundir con lo real. Y todo artista comete esa distorsión en aras de comunicar su propia idea de la belleza. Más aún, uno de los rasgos fundamentales del arte moderno consiste en llevar la distorsión (el estilo) a su máxima expresión, hasta alcanzar un extremo de radicalidad. La distorsión de Botero (su estilo) gira en torno a una propuesta: exaltar el volumen de las formas para darles magnificencia, plasticidad y sensualidad. Para darles a sus figuras esa sensación de monumentalidad. En ese objetivo radica su fuerza expresiva. Su originalidad y su poesía. En la grandiosidad y en la heroicidad de las formas. Tomemos una de sus obras para ilustrar este punto. La hermosa Mona Lisa, su homenaje a Leonardo da Vinci que hoy cuelga en el Museo Botero de Bogotá, es una pintura que despierta una verdadera sensación de monumentalidad en el espectador. El tema es de Leonardo, pero el lenguaje es claramente de Botero. Por eso, la mínima sonrisa en el centro del lienzo hace que el rostro de la dama adquiera la dimensión de una luna inmensa, y también su cuerpo adquiere entonces el volumen de una cordillera de montañas. En ese momento, el cuadro cambia de naturaleza y deja de ser un mero homenaje al retrato más famoso de la historia, y procede a comunicar la vastedad de un paisaje imponente y colosal. Al plasmar la conocida imagen en su estilo personal, Botero genera en quien la admira la misma sensación inconfundible de todas su obras: la abrumadora grandeza de las formas y la monumentalidad del volumen exaltado. Ésa es la esencia de la propuesta boteriana. Ahora, un reparo que se escucha, en particular de quienes no frecuentan el mundo del arte, es sobre la unicidad de su estilo. ¿Por qué Botero insiste en lo mismo? ¿Acaso no es repetitivo? ¿Por qué no cambia de estilo, como lo hizo Picasso? Lo cierto es que Picasso (un caso excepcional en la historia del arte) “cambió” de estilo menos veces de lo que la gente cree, y lo que han hecho casi todos los maestros del arte universal es, por el contrario, ahondar en su hallazgo, profundizar en su reflexión, fortalecer sus convicciones y explorar las ramificaciones de su respectivo aporte. Es decir: insistir en su estilo. Además, que éste no cambie no significa que no evolucione. Quizás lo que más impacta, al asistir a una retrospectiva de Botero, es constatar la tremenda metamorfosis de su obra; ahí se pueden apreciar, de manera clara y paulatina, los muchos giros y retoques que su trabajo ha experimentado a lo largo del tiempo: el desarrollo tan notable del colorido de su paleta y la manera como las formas y las figuras en sus telas han ido ganando en solidez, concisión y claridad. En cada sala se vislumbra el fecundo sendero que Botero ha recorrido en el curso de su oficio mientras él ha sondeado, analizado e indagado en su propia reflexión. Lo

que al comienzo de su carrera quizás se percibe como un descubrimiento y una brillante intuición, con el paso de los años y la perseverancia en su ideal se va afianzando, consolidando en una firme convicción y una creencia estética, plena y madura. En ese sentido, el estilo de Botero no ha sido estático sino dinámico y creciente, fruto de una permanente controversia interna, y es evidente que su trabajo ha sido sometido a un severo y persistente interrogatorio, moldeado en la fragua de sus propias preguntas y respuestas, y no hay mejor lugar que sus grandes retrospectivas para ver hasta qué punto eso es cierto. Lo meritorio, como escribió el filósofo alemán, Friedrich Nietzsche, no es tener el coraje de poseer convicciones personales, sino tener el coraje de atacar esas mismas convicciones. Y de ese proceso intelectual de Botero, del tozudo cuestionamiento de sus ideas y de las polémicas, disputas y discusiones que el artista, seguramente, ha sostenido a solas en su estudio, resulta la evolución de su conocido estilo. Si no hubiera cuestionamiento no habría evolución, y su trabajo, expuesto en las largas paredes del tiempo, resultaría inmóvil, invariable, marcado por la falta total de modificaciones. De crecimiento. Y ése, claramente, no ha sido su caso. Más aún, se puede argumentar que aquella expectativa un tanto pueril, la de que un artista cambie con frecuencia de estilo, simplemente desconoce la gran historia del arte. ¿Acaso Giotto, Caravaggio, Botticelli, Rembrandt, Vermeer o Leonardo, para sólo mencionar algunos ejemplos notables, cambiaron de estilo? Al contrario: lo hicieron tan poco que en varios de esos casos sucede un fenómeno revelador, el que Botero subraya cada vez que le preguntan sobre este tema en una entrevista de prensa: es difícil distinguir las obras de juventud de estos artistas de sus obras de madurez. Estos creadores pintaron de una manera tan parecida a lo largo de su vida, que los cuadros que hicieron de muchachos no se diferencian, estilísticamente, de los que hicieron más tarde como artistas consagrados. Ya se dijo: el estilo es el resultado esencial de las convicciones fundamentales del artista, y por eso, como anota Botero: “Si yo cambiara de estilo, primero tendría que cambiar mis ideas sobre el arte”. Otro factor que explica la importancia del maestro es su capacidad de trabajo y su dominio de técnicas distintas. Muchos creadores laboran unas cuantas horas al día, con diferentes momentos de descanso y reposo. Botero, en contraste, trabaja durante ocho horas o más cada jornada y lo hace de pie, de manera infatigable y tenaz. De otro lado, la gran mayoría de los artistas practican una sola forma de expresión: son escultores o pintores o dibujantes. Botero, en cambio, cultiva esas tres modalidades principales y, además, acompañado de uno de los mayores talentos artísticos que ha visto nuestro continente en toda su historia. En efecto, él hace escultura pequeña, mediana y monumental; pintura al óleo, al fresco y a la acuarela; dibujo en lápiz, tinta, carboncillo, tiza, pastel y sanguina. Y lo hace como un maestro. Hay pasteles suyos cuya técnica es tan asombrosa que parecen óleos. Hay acuarelas tan grandes que no se entiende cómo las hizo. Hay dibujos con un trazo tan sólido y seguro que parece tallado en el papel, mientras que en otros el trazo es tan suave y sutil que la gente siempre se aproxima con cautela, reteniendo el aliento, como con temor a que la respiración o una palabra

La redondez y grandeza que caracterizan la obra del creador son los atributos que hacen que hasta las cosas más inertes en su pintura resulten apetecibles, bellas y deseables. 24


El estilo es el resultado de las convicciones fundamentales del artista, como anota Botero: “Si yo cambiara de estilo, primero tendría que cambiar mis ideas sobre el arte”. demasiado fuerte puedan borrar las líneas de la hoja. Casi ningún otro artista ha pintado acuarelas o carboncillos sobre tela (justamente por la aspereza del lienzo), y menos todavía en las dimensiones tan formidables en que lo ha hecho Botero. La variedad de formas de expresión que practica este maestro son muchas, y son contados los representantes del arte moderno que hayan sido tan diestros y prolíficos en medios tan diversos. En ese sentido, Fernando Botero es, ciertamente, un creador renacentista. Pero no es sólo que él se sepa expresar mediante varias técnicas, sino que lo hace con la obsesión de la calidad. Con el inmenso respeto que él profesa por su oficio. Cada dibujo suyo tiene la elegancia y la delicadeza de una joya. Igual cada pastel, cada acuarela y cada óleo. Hay piezas mejores que otras, por supuesto, pero detrás de todas se advierte el deseo, la intención y el afán de crear una obra de calidad. ¿Por qué? Porque en el arte sólo perdura la excelencia. El arte conceptual que se hace hoy en día, indica Botero, quizás puede sorprender o asombrar al espectador… pero a lo mejor una vez. Dos, máximo. ¿En cambio por qué, él se pregunta, uno vuelve a los grandes museos las veces que sea para contemplar los célebres cuadros de siempre, como los de un Hans Holbein, o los de un Tiziano, o los de un Van Eyck, y cada vez descubrir algún matiz o aspecto nuevo y distinto? Por la calidad. Es lo único que sorprende siempre, dice Botero. Por eso, su trabajo busca, de manera insaciable, esa condición. Por ser lo único que se mantiene vivo en el tiempo. Sin ir más lejos, sus exposiciones de esculturas confirman esta obsesión. De un lado, con estas muestras ha sucedido un fenómeno nuevo y digno de resaltar: por primera vez en nuestro tiempo el arte se ha acercado al gran público, en vez del gran público tener que trasladarse al museo, a los prados o a la galería en busca del arte. Pero no sólo eso, porque dice mucho de la calidad de las esculturas de Botero que éstas se puedan exponer en las ciudades más importantes del mundo y, no obstante, soportar la confrontación. Se trata de centros urbanos tan famosos, metrópolis con arquitecturas tan excelsas y magníficas, espacios públicos tan cargados de cultura e historia, que cualquier pieza menor resultaría aniquilada (disminuida, vuelta insignificante) por la grandeza del contorno, aplastada por la imponencia del contexto. Ante los intimidantes rascacielos de Nueva York, por ejemplo, lo que la crítica más destacó de la exposición de Botero en 1993, era que sus figuras tenían la fuerza necesaria para destacarse en el espacio y resistir el entorno, y lo hacían con tanta soberanía y con tanta naturalidad que parecía que esos catorce bronces llevaran allí, adornando los jardines centrales de Park Avenue, toda la vida. Pero hay más. La obra de Fernando Botero está firmemente enraizada en las grandes tradiciones del arte universal. En particular, del Renacimiento italiano. Su temática que todos conocemos (los paisajes y personajes de la clase media colombiana) está pincelada con los secretos, las enseñanzas y las técnicas de la pintura cuando ésta alcanzó su mayor cumbre de excelencia. Sus frescos en la iglesia de la Misericordia, en Pietrasanta (La puerta del Infierno y La puerta del Paraíso) fueron rigurosamente pintados según los métodos y los procedimientos originales del trecento y del quattrocento italiano. Desde luego, Botero también domina y utiliza las innovaciones de la modernidad, y con

mucha frecuencia él se dirige a las salas de los museos para analizar el trabajo de los mejores artistas, a fin de seguir estudiando y aprendiendo de sus maestros de cabecera. Pero es, ante todo, en su hondo conocimiento técnico, histórico e intelectual del arte florentino del Renacimiento que su obra encuentra su anclaje, y quizás ése es el aspecto que más enfatizan y celebran los críticos: la solidez de su trabajo. Sólido, porque se ha incorporado a una de las corrientes artísticas más nobles e imperecederas que el ser humano ha producido en toda su historia. En ese sentido, Fernando Botero jamás sucumbió al complejo de inferioridad que afectó a tantos artistas del Tercer Mundo, quienes no se atrevían a incursionar en las ricas canteras del arte universal porque, de alguna manera, no se sentían autorizados para hacerlo. Eso redujo sus obras a la pequeñez, condenándolas a los confines de la provincia y a adolecer de hondura y grandeza creativa. Botero, en cambio, siempre ha asumido una posición más audaz y madura frente a nuestra herencia de Occidente, proclamando (como lo hizo Borges en su momento) que esa tradición existe para ser aprovechada por el artista, sin que importen su nacionalidad u origen, incluso expoliada a fondo con la intención de descubrir y emplear a su antojo los secretos más útiles y los recursos más valiosos. Sin duda, Fernando Botero se ha movido con desenvoltura por las ramas más importantes del arte mundial. Ha estudiado en profundidad los aportes de las culturas precolombinas, y también los hallazgos de los muralistas mexicanos. Se declara admirador del arte popular y es un gran conocedor del arte moderno. De joven copió repetidamente a los franceses, a los flamencos, a los españoles y a los alemanes. Pero es en el Renacimiento italiano que su obra tiene su asidero más seguro, especialmente en la pintura de Piero della Francesca. Desde que era un muchacho, Botero comprendió que incorporarse a las grandes tradiciones del arte occidental, por un lado, no le restaba originalidad a su propia creación, y, por otro, que esa incorporación le brindaba, por el contrario, pilares robustos sobre los cuales él podría edificar su estilo personal. Ningún artista es libre de crear en el vacío, pues su obra, lo quiera o no, se construye sobre lo anterior, ya sea para prolongar o rechazar la estética del pasado; en cambio, cada uno es responsable de sus fuentes de alimentación, de sus influencias principales, y la calidad de sus precursores determinará, en buena parte, la calidad de su propio trabajo. Un artista que se apoya sobre talentos menores difícilmente podrá construir una obra grande. Y dice mucho de la visión, del carácter y de la lucidez de Fernando Botero que él haya escogido los siglos más fecundos de la historia del arte para levantar sus propias creaciones. Por eso, cuando un crítico de prestigio analiza la obra de Botero, de lo primero que resalta es la firmeza de sus cimientos, y esa solidez, repetimos, proviene de estar arraigada en el arte del Renacimiento, uno de los períodos artísticos más sublimes de todos los tiempos. Incluso varios de los rasgos más notorios de la obra de Botero proceden de esa incomparable tradición. Por ejemplo: la serenidad de sus personajes. El colorido tan luminoso. La quietud de sus figuras, aun en pleno movimiento, que parece sugerir o aludir a la eternidad. La importancia del volumen y la monumentalidad de las formas. La precisión geométrica de la composición. La elegancia formal. El rigor en los trazos

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Après Piero della Francesca / Díptico / Óleo sobre lienzo / 204x177 cm / 1998

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y pinceladas. La atmósfera predominante de calma y placidez. La expresión impávida de las personas, que parecen mirar hacia afuera y a la vez hacia adentro (como también se aprecia en los rostros inmortales del arte egipcio). En sus telas cada objeto posee un color propio. Por lo tanto, la luz en su pintura siempre es interna, jamás externa, y por eso cada elemento en sus cuadros resulta iluminado por la luz que nace de su interior, en vez de brillar de manera tangencial, iluminado por un rayo o destello que ingresa de soslayo por una puerta o ventana. Hasta los bombillos desnudos en sus obras no proporcionan un fulgor adicional, sino que más bien gozan de la misma luz interna de cualquier otro objeto de la composición. Tampoco hay premura en sus óleos. Hay tranquilidad, sosiego, y la serenidad que tipificó la belleza del arte griego, romano y renacentista. Como si todo lo anterior no bastara, Fernando Botero ha creado un mundo propio. Un universo personal en donde están presentes la vasta mitología y la fauna humana de América Latina. Su riqueza de personajes parece inagotable. Este maestro tuvo la inteligencia de seguir el ejemplo de los grandes: para ser universal primero hay que ser local, y la cantera que nutre su búsqueda, nuestro continente en general y Colombia en particular (una de las tierras más sufridas pero a la vez más ricas y poéticas del planeta), no tiene fondo. Sin embargo, Botero tuvo otro acierto crucial: el de no sólo recrear su contorno (aquel mundo que él vivió y conoció de joven en Medellín) en homenaje o alabanza estética, sino a la vez de tomar la suficiente distancia para criticarlo. La sátira en varios de sus lienzos es evidente, y por eso las autoridades del país con sus mandatarios, militares, obispos, curas, políticos y ministros, son pintados con humor e inocultable ironía. Su ambición como artista es desmesurada, porque parece que se hubiera propuesto retratar la totalidad de la comedia humana de América Latina. Otro punto fundamental es que su obra ha trascendido fronteras. Fernando Botero es uno de los contados artistas latinoamericanos vivos de verdadera proyección internacional. Pero no sólo porque sus creaciones tienen precios mundiales. Es decir, que un cuadro, un dibujo o un bronce suyo vale lo mismo en su tierra natal de Colombia que en París, Tokio, Johannesburgo, Pekín o Nueva York. Eso muy pocos lo logran. La mayoría de los artistas exigen un valor por su trabajo que, más allá de su país o del ámbito en donde son conocidos y apreciados, difícilmente obtienen. Pero no se trata únicamente de una cuestión de dinero sino de estimación. El arte de Botero es celebrado y ovacionado en las ciudades y en las culturas más distintas. El hecho de que reciba más invitaciones de las que puede aceptar para exponer su obra, y de que sus lienzos, dibujos y esculturas se reclamen desde Tel Aviv a Lisboa, desde Los Ángeles a Buenos Aires, y desde Singapur a Londres, se traduce en un concepto esencial: universalidad. ¿Cómo lo logra? ¿Y cómo lo hace con su temática tan local? La temática es local, es cierto, pero su lenguaje es universal. Adicionalmente, Fernando Botero ha tenido la fortuna de no estar nunca de moda. Su éxito ha sido progresivo, pero jamás ha sido el artista consentido del momento. Lo cual es bueno, porque son pocos los creadores que han estado de moda y después la han sobrevivido. Claro, mientras duran sus quince

minutos de fama los críticos aplauden, el público vitorea y sus precios escalan, pero cuando se retira la resaca de ese éxito pasajero, si la obra no posee la calidad y la solidez de un trabajo perdurable, pasa de prisa al olvido. En cambio, es innegable que la valoración crítica y popular de este maestro ha sido ascendente. Gradual pero constante. ¿Por qué? Porque Fernando Botero ha sido un rebelde permanente, un artista que siempre ha nadado en contra de la corriente estética de su tiempo. Cuando él llegó a comienzos de los años sesenta a Nueva York, sin un centavo en el bolsillo y sin un lugar en dónde vivir o pintar, el arte que reinaba en ese entonces era el expresionismo abstracto. Botero proponía, en contraste, un arte figurativo que rescataba las ricas tradiciones del pasado, en particular del Renacimiento italiano. Por eso su aceptación, en ese momento, fue tan dura y luchada. A este artista le tocó padecer las críticas más tenaces que seguro habrían destruido la voluntad (y la carrera) de otro menos resuelto. Lo admirable en su caso (y parte de su valor como artista también radica en eso) es que él tuvo la coraza para soportar las burlas y los desaires, y la fuerza para imponer su arte, incluso en medio del despotismo y la intolerancia de la estética reinante. Más todavía: se puede decir que su pintura, hoy en día, está más alejada que nunca de la moda del momento. Ahora el arte conceptual domina el horizonte creativo. Y Fernando Botero no ha vacilado en definir esa corriente como una farsa. Él ha denunciado con vehemencia que las artes plásticas se han alejado de la pintura y de la escultura; que el canto actual de las sirenas ha seducido a tantos jóvenes para fabricar un arte efímero e intrascendente, como por ejemplo el video, la instalación, el performance y el happening. Se ha creado una intensa y saludable controversia al respecto, con Botero de un lado y los vociferantes defensores del arte contemporáneo del otro. Por supuesto, sólo el tiempo dirá quién tiene la razón en esa polémica. Pero no sería extraño si en 50 o 100 años, cuando la gente mire hacia atrás y señale el fin del siglo XX como el instante en que el arte perdió su norte, a la vez se diga que uno de los contados artistas que estaban en lo cierto era Botero. Él ha sido radical en su independencia. Y la soledad es el precio que él ha pagado por su postura insobornable. Quizás por eso Botero siempre indica: “Lo primero que debe hacer un artista es acostumbrarse a la injusticia”. Sin embargo, hay un aspecto de su trabajo que puede ser el más valioso. Está en el corazón de aquello que explica su importancia y se puede resumir en una palabra: el arte de Fernando Botero proporciona placer. Ésta, curiosamente, no es una virtud obvia ni fácil. Hoy, por el contrario, es casi revolucionaria. Como veremos más adelante, gran parte del arte producido en el siglo XX se distanció de esa meta original. Artistas como Chagall, Bonnard o Matisse, grandes coloristas que buscaban deleitar al espectador, fueron criticados con dureza por ello, y en esa intención fueron más bien las excepciones de su tiempo. No obstante, el gran arte de todos los siglos anteriores, como subraya Botero, no tenía el objetivo de agredir o escandalizar al público, sino brindarle una realidad alterna y poética, placer estético y sensualidad visual. Tomemos el caso de Ingres. O Fra Angélico. Miguel Ángel. Tintoreto. Rafael. Incluso un caso más reciente como el de los maestros del Impresionismo. A pesar de las inconta-

Fernando Botero ha sido un rebelde permanente, un artista que siempre ha nadado en contra de la corriente estética de su tiempo. 28


Se pagan esos precios (y se publican tantos libros, y se concretan tantas exposiciones, y se brindan tantas invitaciones para presentar sus pinturas y esculturas en tantos lugares del mundo) por otra razón: justamente, por su importancia como artista. bles diferencias que prevalecen entre todos estos artistas, ellos compartían un propósito central: crear belleza. Generar placer. Botero comparte esa propuesta cardinal, y por eso él siempre recuerda la frase de Poussin al definir la pintura: ésta, anotó el francés en el siglo XVII, “es una expresión sobre una superficie plana, con formas y colores, para dar placer”. Hoy en día, la sensualidad y el placer parecen mal vistos en las artes plásticas. Más aún, los intérpretes que comulgan con los mandamientos del arte conceptual parecen empeñados en horrorizar al público, y muchos han llegado al extremo de ofender a los espectadores, sacrificando un animal y revolcándose en la sangre, o martillando su pene a una tabla, o defecando en una sala de exposición, y tantas otras vulgaridades y rarezas, las que más bien parecen fruto del facilismo y la pereza y sólo buscan llamar la atención. En ese sentido, el ejemplo contrario de Botero también sobresale. La verdad es que su arte agrada, tanto al público como a los críticos, bandos que no van siempre de la mano. Y aunque mucha gente quizás no entienda su obra a cabalidad, aun así la puede gozar y disfrutar, y alcanza a sentir deleite estético, como sucede con el gran arte del pasado. De ahí que cada exposición de Botero atraiga a miles de personas, y se ve a la gente admirando las piezas con una sonrisa en el rostro, y a los niños tratando de encaramarse felices en las esculturas, y a los transeúntes que pasean por la calle tomándose fotos al pie de las obras con una alegría genuina. Ya lo dijo el famoso crítico norteamericano Bernard Berenson: “Lo que le concierne al arte no es lo que el hombre sabe sino lo que el hombre siente. Lo demás es ciencia”. Ahora, en el caso particular de Colombia, la importancia de Botero tiene otra explicación adicional y no es menos valiosa. Este hombre hecho a pulso no es sólo la primera figura de las artes plásticas del país; a la vez, es una de las personas que más le han devuelto a su tierra. Hace poco, Fernando Botero ofreció su nombre y el dinero necesario para crear un premio anual con el fin de apoyar y fomentar el arte en Colombia, otorgado al mejor artista nacional menor de 35 años, y seleccionado por un jurado internacional de primera categoría. El monto de ese certamen, para situar las cosas en perspectiva, es superior al del Concurso de Arte Prince Pierre de Montecarlo, y también al del Premio Turner de Inglaterra, el galardón artístico más codiciado de Gran Bretaña. Adicionalmente, sus famosas donaciones de arte a la nación, con la totalidad de su colección privada que Botero reunió durante más de 25 años, representan un acto de generosidad sin antecedentes en nuestro medio. Tal vez no sobra recordar que junto con esta magnífica colección de arte, las más de cien obras de intachable calidad artística que él repartió entre el Museo Botero de Bogotá (administrado por el Banco de la República) y el Museo de Antioquia de Medellín, además él donó alrededor de cien obras de su propia creación para el mismo museo de Bogotá, y otras cien obras de su autoría también para el museo de Antioquia más 23 esculturas monumentales en bronce para adornar la conocida Plaza Botero de Medellín. Así, por primera vez en la historia del país, la gente en Colombia (y en especial los estudiantes de pintura) puede ver, de manera permanente y gratuita, cuadros, dibujos y esculturas originales de artistas de la talla de Corot, Monet, Renoir, Degas, Braque, Picasso,

Bonnard, Matisse, Balthus, Miró, Bacon, Moore, Giacometti y Chagall, entre muchos otros. El público, a veces, no sabe hasta qué punto llegó ese gesto de desprendimiento de parte de Botero, o cree que él sólo regaló lo que le sobraba o una fracción apenas de las piezas que él tenía en sus diversas residencias. La realidad es que él tuvo la lucidez de regalarlo todo, y descolgó de las paredes de sus casas cada obra que poseía. Que lo haya hecho y que esa decisión haya sido la más feliz de su vida, dice mucho de la calidad humana de este artista. En fin, cuando se hace el análisis de la importancia de Botero, con frecuencia de lo primero que se resalta es su talento empresarial. Algunos piensan que por un manejo hábil de su parte sus obras valen lo que en efecto valen. Pero quienes creen que la importancia de Botero radica en las sumas que se pagan por sus cuadros y esculturas, están equivocados. En primer lugar, porque él no interviene en los precios que obtienen sus piezas en subasta. En aquellas sesiones públicas, los compradores se disputan las obras y terminan pagando lo que consideran que éstas valen. Y ese monto determina, en buena medida, el valor de las figuras de Botero en el mercado del arte. Y en segundo lugar, porque es exactamente al revés. Se pagan esos precios (y se publican tantos libros, y se concretan tantas exposiciones, y se brindan tantas invitaciones para presentar sus pinturas y esculturas en tantos lugares del mundo) por otra razón: justamente, por su importancia como artista. Para concluir, a veces la gente concibe al artista como una persona egocéntrica, terca y obsesionada con su trabajo, y en seguida se pregunta en qué medida Botero se ajusta a esa noción un tanto sufrida o maldita. Sin duda, buena parte de los creadores (unos más que otros) evidentemente comulgan con esa imagen, pero se entienden las razones que yacen detrás de esa clase de temperamento artístico. La explicación es la siguiente. El estilo de un artista, como se dijo al comienzo de estas páginas, es el resultado final de sus convicciones; sus convicciones acerca de los numerosos elementos que conforman la obra de arte, como son el volumen, el color, la composición, la sensualidad, la plasticidad y, ante todo, la belleza. Esas convicciones son, en suma, una idea, una propuesta que sólo existe en la mente del creador, y no es raro, además, que aquella nazca en contra de las ideas (y de las estéticas) prevalecientes de su tiempo. Por eso, casi siempre, el artista tiene que imponer esa idea en su medio —para que ésta exista. Y, para lograrlo, se requiere una fuerza titánica de su parte, una certeza en la importancia de su sueño que bordea la ceguera y la obsesión, y una perseverancia que se confunde, fácilmente, con la terquedad. Toda comunidad suele ser reacia a la presencia de ideas nuevas, y sólo sobreviven aquellas que logran seducir a la sociedad acerca de su significado, las que logran incorporarse en su centro. En otras palabras, el artista que triunfa es aquel que convence a sus semejantes acerca del valor de sus convicciones y de la validez de su propuesta fundamental. ¿Cuál es, entonces, la explicación de la importancia de Botero? Tal como lo demostró la revista ArtReview, su obra es una de las más apreciadas en todo el mundo. Y ese solo hecho refleja la aceptación de su idea, y el triunfo de su verdad.

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© Carlos Duque

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Un territorio vasto y original

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ernando Botero es un creador incansable, y nada lo demuestra tanto como su trayectoria profesional de los últimos tiempos. Se podría pensar que este hombre de 78 años, quien ha acumulado en vida más triunfos de los que buena parte de los grandes artistas de la historia sólo han alcanzado después de fallecidos, deseara reducir su ritmo de trabajo o apaciguar la voracidad de su vocación creativa. Sin embargo, Botero hace todo lo contrario: sigue trabajando todos los días (incluyendo festivos y fines de semana), entre ocho y diez horas diarias, y, además, de pie. Desde el año 2002, este creador ha presentado su obra en más de 20 ciudades, y sólo en 2008 expuso en Monterrey, Palm Beach, Valencia, Zurich, Vigo y Montecarlo. Para los años que vienen ya tiene compromisos para presentar sus lienzos, bronces y dibujos en una docena de exposiciones de gran categoría y en lugares tan disímiles como Viena, Pekín, Sevilla, Londres, Seúl, Estambul, Venecia y Budapest, lo cual es una prueba terminante de la acogida universal que goza su arte. Y, como si todo esto fuera poco, cada año la demanda por su trabajo aumenta y él recibe nuevas invitaciones para mostrar sus piezas en los centros artísticos más conocidos del mundo. En efecto, lo que más se siente cuando se está a su lado, aparte de una entrega total a su profesión de artista, es una batalla sin cuartel contra el tiempo, como si no le alcanzaran las horas para crear todo lo que está pulsando en su mente. No obstante, a la vez es innegable que Fernando Botero ha llegado a un punto en su carrera laboral que permite detener la marcha por un segundo, contemplar el sendero recorrido y admirar su vida dedicada al arte con una tenacidad de hierro y una disciplina de soldado. Parece una cima de prestigio y realizaciones, y desde aquí se vislumbran los aspectos sobresalientes de su propuesta estética, como si fueran los contornos prominentes de un paisaje singular. Es, sin duda, un territorio deslumbrante. Desde estas remotas alturas de la mirada crítica parece un panorama vasto y original, con los temas principales que conforman su obra como las cumbres de montañas macizas, y sus mayores convicciones de artista como los ríos de aguas claras que atraviesan todo el paisaje.

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E

América Latina

l punto de partida del arte de Botero fue su tierra natal de Medellín, y con los años se fue ensanchado para abarcar no sólo el país de Colombia sino todo el continente de América Latina. Es cierto que él se marchó muy joven de su hogar, pero todos los años Botero ha regresado a Colombia, y cuando no ha podido (por razones ajenas a su voluntad) ha vuelto a México, otro país que lleva anclado en su corazón. Se puede decir, incluso, que este artista vive por fuera de su patria desde hace décadas, pero en verdad lleva toda la vida pintando la América Latina que él conoció de adolescente. Como veremos, tomar este rumbo como creador no era fácil ni evidente. Antes bien, en este sentido él fue una excepción entre sus contemporáneos. Y no sólo eso: aquélla fue una de sus decisiones más audaces y trascendentales. Fernando Botero hundió sus manos de artista en la realidad latinoamericana, y en vez de darles la espalda a sus raíces y a sus orígenes (como hicieron tantos otros pintores de su tiempo), él prefirió asumirlos de frente y convertirlos en el tema central de su propuesta artística. Sin embargo, a pesar de que el norte de su brújula temática siempre ha sido su parroquia, lo curioso es que su obra no es parroquial o provinciana, pues uno de los aspectos que la crítica primero destaca de la misma, como ya lo vimos, es su universalidad. La manera que Fernando Botero sorteó esta aparente paradoja fue, de un lado, manteniéndose fiel a su tierra y, de otro, alimentándose como artista de otras tradiciones y culturas. Más aún: la asombrosa riqueza de su arte en gran medida proviene de la diversidad de fuentes culturales que lo han nutrido, empezando con la mejor pintura de Europa, en particular la florentina del Renacimiento (pero sin excluir la flamenca, la alemana, la holandesa, la española y la francesa), aunque también el arte moderno y el arte colonial, más el arte precolombino y el arte popular. Pero ante todo fue el descubrimiento de los grandes muralistas mexicanos lo que tuvo la fuerza de confirmar su rumbo definitivo y le permitió entender algo esencial que él venía adivinando, quizás de manera instintiva, desde sus primeros dibujos: que su propia realidad colombiana era materia prima válida para fabricar una obra de arte.

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En verdad, a Fernando Botero le pasó en el campo de la pintura algo similar a lo que le ocurrió a William Faulkner en el campo de la literatura. Al escribir uno de sus libros iniciales, el gran novelista del sur de los Estados Unidos comprendió que su lugar de nacimiento le ofrecía una prodigiosa cantera de historias para edificar su narrativa, y que esa cantera, además, no tenía fin. Así lo resumió Faulkner en una de sus mejores entrevistas: “Comenzando con Sartoris descubrí que mi pequeña estampilla de tierra natal era digna de escribir acerca de ella, y que yo nunca viviría lo suficiente para agotarla”. Lo mismo le pasó a Botero. Desde sus primeros pasos el joven colombiano vislumbró no sólo la validez y la importancia de su tierra como tema artístico; a la vez comprendió que ésta sería inagotable. Sin duda, desde el punto de vista temático el arte de Fernando Botero gira en torno a la América Latina que él recuerda de su juventud, la que experimentó en carne propia cuando la mayor parte de la población colombiana vivía en caseríos pequeños y en zonas rurales. La ciudad de Medellín, rodeada de cordilleras interminables, parecía encerrada en sí misma y respiraba un ambiente más pueblerino que de urbe moderna. Por ese motivo, en el arte de Botero no percibimos la América Latina de hoy. En sus lienzos no hay grandes ciudades sino poblaciones modestas, por lo general de montaña, como los pueblos que puntean a lo largo y ancho el departamento de Antioquia. Tampoco hay autopistas sino calles de tierra o piedra, y caminos y senderos que se pierden en la distancia del campo. No hay rascacielos sino casas de una planta o dos, con paredes blancas de cal y tejados coloniales de barro cocido, y hasta los automóviles son escasos. A lo lejos sobresalen volcanes adormecidos, con sus fumarolas negras y discretas, y la vegetación es siempre tupida y frondosa, con árboles de troncos gruesos o matas de banano con hojas verdes y amplias. Las estufas son de leña, los juguetes son de época, y la gente se desplaza a pie o a caballo. Hasta sus naturalezas muertas son latinoamericanas: las frutas que reposan en la mesa son las del trópico, y los batidos tienen el color intenso de los jugos colombianos, y en vez del canasto lleno de ostras

A pesar de que el norte de su brújula temática siempre ha sido su parroquia, lo curioso es que su obra no es parroquial o provinciana, pues uno de los aspectos que la crítica destaca es su universalidad


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Ladrón / Óleo sobre lienzo / 1980 Página anterior: La calle / Óleo sobre lienzo / 1980


Madre superiora / Óleo sobre lienzo / 1980 Página siguiente: El sueño místico de Cosme y Damián / Óleo sobre lienzo / 74x166 cm / 1959

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y almejas que con frecuencia se encuentran en estas obras europeas, contemplamos una sarta de chorizos o morcillas, un plato de papas criollas o fríjoles calientes, o la cabeza de vaca o de cerdo traída de la plaza de mercado. En efecto, la América Latina que vemos en el arte de Botero es la más popular, la más auténtica y genuina, la que está ligada a la tierra y representa todos los estratos de la sociedad. Es un mundo pintado con sus colores locales, lleno de sus personajes comunes y familiares, con sus clases sociales y sus paisajes campestres, sus comidas típicas y sus escenas cotidianas. En su pintura encontramos las profesiones y los oficios que proliferan en el continente, y por eso observamos presidentes, militares, abogados, ministros, miembros del clero, prostitutas, oficinistas, lustrabotas, costureras, amas de casa, muchachas del servicio y, en general, los hombres y las mujeres característicos de la burguesía y la clase me-

casas adornadas de banderas y la población que celebra las fiestas patrias, aunque también hay huertos y jardines, floreros y fruteros, y no hacen falta los animales domésticos. Allá un hombre se cae de su caballo. Aquí una niña es mordida por un perro. A ese señor le hurtan el dinero en la casa de citas. Y aquella jovencita saborea un helado. El hecho fundamental es que en todas estas imágenes las figuras que vemos (y reconocemos al instante) son propias de América Latina. Adicionalmente, cada una de estas escenas y cada uno de estos personajes, tan habituales en nuestro medio, tienen un rasgo distintivo: son boterianos. Es decir: han sido convertidos por el artista en suyos, transformados mediante la alquimia del arte en algo personal y singular. El maestro lo ha pintado todo, hasta en sus más ínfimos detalles, en su estilo particular, mundialmente famoso. Por lo tanto la paradoja

dia colombianas. También vemos ricos y pobres, blancos y negros, niños y niñas, jóvenes y ancianos, gente que baila con maestría, otra que merienda en el césped, unos que duermen la siesta y otros que tocan la música. Muchos se desvisten o asean sin que les moleste nuestra mirada de fisgones, y algunos se bañan en cascadas durante los paseos domingueros, mientras aquéllos, curiosos, se asoman por una ventana, o éstos, tranquilos, leen la prensa nacional. Varios aparecen en grupos, siempre luciendo sus mejores prendas, mirándonos de frente y sin asombro, como posando para ser pintados por el artista. Tenemos escenas de burdel, de tabernas y cantinas, palacios de Gobierno, iglesias y conventos, casas privadas y parques públicos. Descubrimos amantes en su intimidad, travestis que se admiran en un espejo, putas disfrutando con sus clientes y ladrones sorprendidos en el acto de robar. Abundan las familias distinguidas, otras sin recursos, unas están desnudas y otras descansan en medio del bosque. Apreciamos las parejas de gente común y corriente, otras de mandatarios poderosos, otras de personas enamoradas, y otras de comensales brindando y bebiendo a su gusto. Vemos las calles adoquinadas de los pueblos, las

es evidente: cada elemento es un fragmento de la realidad que se vive a diario en Latinoamérica, la que compartimos entre todos y con la cual nos identificamos, pero, a la vez, es una que reconocemos como exclusiva del universo de Botero. Porque ese mundo de personas serenamente felices, de formas voluminosas y sensuales y de figuras monumentales, lo sabemos, no existe en la realidad exterior y sólo tiene lugar en los cuadros y dibujos del artista colombiano. Desde luego, nos basta una mirada para identificar la obra como parte de nuestra tierra compartida, con el bagaje de mitos y leyendas e historias y anécdotas que, como latinoamericanos, tenemos en común y que conforman nuestra identidad cultural. Sin embargo, al mismo tiempo y en otro lugar de nuestra mente, también sabemos de manera simultánea que esa obra forma parte del teatro tan vasto y original de Fernando Botero, y más todavía: que solamente existe allí, en esos lienzos y en esos dibujos y en esos bronces colosales. El artista, entonces, no se ha limitado a copiar la realidad. Inspirado en ella y utilizándola como punto de partida, ha creado otra. La suya. Una realidad estética que, en últimas, sólo está presente en el arte de este maestro colombiano.

El arte de Fernando Botero gira en torno a la América Latina que él recuerda de su juventud, la que experimentó en carne propia cuando la mayor parte de la población colombiana vivía en caseríos pequeños y en zonas rurales.

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La pica / Óleo sobre lienzo / 200x160 cm / 1986 Página siguiente: El zurdo y su cuadrilla / Óleo sobre lienzo / 206x256 cm / 1987


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La corrida

uego, a mediados de los años ochenta, Fernando Botero pintó un cuadro con un tema diferente: la corrida de toros. Y de inmediato fue como si hubiera abierto las compuertas de una represa colosal. Durante años el maestro no hizo cosa distinta: produjo óleos sobre lienzo en diversos formatos, carboncillos, acuarelas, pasteles, dibujos en lápiz, tinta, tiza o sanguina, más cientos y cientos de bocetos, y todos relacionados con el mundo de los toros —en un derroche de energía y una profusión de creatividad que no parecían tener fin. Su felicidad de esa época sólo era comparable al júbilo del minero que ha descubierto una centelleante veta de oro en la montaña. Aquella dicha era comprensible, desde luego, porque Botero entrevió que tal como le había sucedido antes con la religión y la política, esta temática lo llevaba todavía más allá, todavía más lejos (y de manera coherente con respecto a sus principios y a sus ideas del arte) en su deseo de ahondar en la vida, los ritos y las costumbres de América Latina. Pero no sólo eso: a la vez le permitía acceder a otra valiosa tradición artística, una que había sido ennoblecida con las obras de varios gigantes de la pintura universal, los que ya habían retratado con maestría el mundo de los toros. Entre ellos, figuraban nombres como Francisco de Goya, Pablo Picasso, Édouard Manet, Salvador Dalí y Francis Bacon. Quizás no sobra reiterar este punto. Desde hace muchos años Fernando Botero tiene claro, en su condición de autoridad en la historia del arte, que una de las formas más fecundas de construir una obra plástica perdurable (es decir: un arte sólido y robusto, firmemente enraizado, que no esté sujeto a los caprichosos y pasajeros vientos de las modas) es, de un lado, dominando la técnica de su oficio a la perfección, y, de otro, levantando su trabajo sobre los pilares de una importante tradición pictórica, una que haya sido expuesta a la prueba del tiempo y enriquecida con el talento de otros grandes de la pintura. Entonces el artista se vuelve parte de esa tradición histórica, se incorpora en ella y la prolonga con su obra, y de tal modo se convierte en un representante adicional de esa prestigiosa corriente del arte. Así le pasó al maestro colombiano con el tema de la corrida. Sin embargo, lo extraño no es que él haya descubierto el inmenso potencial de esta materia para ensanchar su creación, sino que se haya demorado tanto en hacerlo. O, para ser exactos, en volver a hacerlo. Porque los toros fueron de los primeros temas que él pintó en su vida. Luego de la muerte de su padre, David Botero Mejía, cuando Fernando Botero

tenía cuatro años de edad, el niño fue criado, junto con sus dos hermanos, por su madre, doña Flora Angulo Jaramillo, una mujer estoica y emprendedora que contó con la ayuda de su hermano, Joaquín Angulo, quien era un enamorado de la fiesta brava. Más aún, este hombre llevó a su sobrino a la escuela del banderillero Aranguito, en el centro de Medellín, pues en esa época, al igual que ahora, la ciudad gozaba de un prestigio merecido: el de contar con una notable afición taurina, ya que Colombia es, después de España y México, el país en donde hay más pasión por la corrida. Como los matadores no pueden torear en Europa durante el invierno, en ese momento se trasladan a América Latina, y la plaza de La Macarena de Medellín siempre ha sido una de las predilectas del continente, una escala obligada en la gira anual de todo matador de toros. Gracias a eso, Fernando Botero presenció el arte y la lidia de los diestros más ilustres de su tiempo, incluyendo al legendario Manolete. No obstante, la fantasía del joven Botero de ser un novillero llegó a su fin antes de que empezara, pues el susto que sintió al ver de cerca la bestia negra e inmensa, resoplando fuego y haciendo temblar la tierra con sus cascos de plomo y sus cuernos de hierro, fue total. Aun así, su fascinación por aquellos animales tan briosos y nobles lo incitaron a pintar unas acuarelas, y el encargado de la boletería de la plaza, el señor Rafael Pérez, aceptó colocarlas en la vitrina de la taquilla, a ver si alguien se animaba a comprarlas. Para sorpresa de todos alguien lo hizo, y pagó dos pesos por una de las acuarelas. Fue lo primero que Botero vendió en toda su vida, y fue tal su emoción que salió corriendo para compartir la noticia con sus hermanos, y sólo cuando llegó a su casa, jadeando sin aire, cayó en la cuenta de que se le había perdido el dinero por el camino. El muchacho tenía 15 años de edad. Lo curioso es que su amor por la corrida se mantuvo intacto a lo largo de los años, y a pesar de ser un gran conocedor del tema y un auténtico aficionado, capaz de hablar durante horas con los matadores más curtidos como si fuera un profesional, desde entonces no había vuelto a pintar un solo cuadro de toros. Sin embargo, en 1984, cuando ya era un maestro consagrado, de pronto Botero hizo su primer dibujo y en el acto experimentó una revelación deslumbrante, sólo comparable a otras dos anteriores que trazaron los puntos cardinales de su trayectoria como artista: cuando atisbó en la vitrina de una tienda cerca del Prado, a comienzos de los años cincuenta en Madrid, un libro abierto con la reproduc-

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ción del primer cuadro que vio de Piero della Francesca, y en ese instante supo que esa imagen “era lo más bello que había visto jamás”; y luego en 1956, como ya dijimos, mientras vivía en Ciudad de México, cuando pintó aquella mandolina con el agujero del sonido más pequeño de lo normal y de inmediato el instrumento agrandó su tamaño, haciéndose colosal sobre la hoja, y entonces comprendió que esa forma voluminosa era una respuesta y una solución a la incansable búsqueda estética que él había emprendido tantos años antes. El hecho es que pasaron, desde aquellas primeras acuarelas pintadas en Medellín cuando Botero era apenas un niño, hasta que hizo aquel dibujo de madurez con el tema de la corrida, casi 40 años de trabajo ininterrumpido. Aunque quizá este tortuoso proceso creativo no sea del todo extraño. Ya lo dijo antes el poeta T. S. Eliot: No cesaremos de explorar Y el fin de todas nuestras exploraciones Será llegar adonde comenzamos Y conocer el lugar por primera vez. A partir de entonces, Fernando Botero se introdujo en el tema de los toros con una pasión inatajable. Y ahí mismo vislumbró las posibilidades plásticas de la materia, pero también sus dificultades. El espacio era otro, sin la línea horizontal que había dominado sus lienzos anteriores, sino un espacio limitado y, para más señas, circular. La plaza está drásticamente dividida entre sol y sombra, pero en la obra de Botero la sombra es casi inexistente, debido a su firme convicción de que ésta “mancha” el color, y en su arte lo que más se aprecia, por el contrario, es la plenitud, la vitalidad y la pureza de sus colores. El toreo es una danza permanente, una coreografía de movimiento que sólo termina cuando ha caído el último animal y los matadores han dejado el ruedo, caminando o llevados en hombros, y cuando el público se ha marchado de los tendidos; pero en el arte de Botero no existe el movimiento, y lo que predomina es esa quietud tan sugestiva, la figura inmóvil

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y detenida en el tiempo como si ocupara un ámbito propio, el espacio temporal de lo eterno. Éstos eran retos estéticos, pero por suerte eso es lo que más le ha gustado a Botero desde joven. “Uno no pinta para producir más cuadros”, ha dicho muchas veces, “sino para resolver los problemas de la pintura”. En cualquier caso, si éstos eran los desafíos, los beneficios que ofrecía la nueva temática también parecían ilimitados. En efecto, al correr el velo de este formidable cosmos se presentaba una doble oportunidad, pues había lugar para la continuidad y, al mismo tiempo, para la innovación en su arte. En otras palabras, había la posibilidad de insistir en sus convicciones estéticas, navegar en las aguas de su propuesta creativa, seguir trabajando en las formas y en los colores que el maestro había planteado durante años y, de esta manera, aplicarle otra vuelta de tuerca a su estilo singular. Pero no sólo eso. A la vez se abría una puerta paralela para ensayar nuevas formas, nuevos colores, nuevas escenas y toda una gama de imágenes novedosas. Había un espacio fresco para la imaginación y la poesía. Su mundo artístico se podía aumentar. Era factible desplazar su horizonte, repoblando la galería de sus personajes, agregando otros motivos, otros capítulos, otros actos en su famoso teatro personal. Adicionalmente, los hombres y las mujeres que habitan en el sistema planetario de los toros son, por naturaleza, gente de carácter, que conocen las durezas de la vida como la palma de la mano, personas que se han asomado al abismo de la muerte y están dotadas de miradas penetrantes, gestos fuertes, y rostros, en fin, interesantes de pintar. Y como éste era un tema que Botero dominaba de sobra debido a su afición de tantos años, un ambiente con el cual estaba muy familiarizado, él podía invertir todo ese conocimiento en su arte. Había, en síntesis, una nueva coyuntura para la belleza al alcance de su pincel. De modo que la corrida no sólo era un tema diferente: era todo un mundo sin explorar que se podía agregar a su universo creativo. El maestro se pareció frotar las manos del entusiasmo, y se dedicó a su trabajo con la intensidad de un poseído.


Cuadrilla de los enanos toreros / Óleo sobre lienzo / 180x202 cm / 1988 Página anterior: El arrastre / Óleo sobre lienzo / 1992

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La violencia

oco tiempo después, sin embargo, el trabajo de Botero dio un vuelco drástico. Durante toda su vida este pintor había marchado en contra de uno de los dogmas centrales del arte moderno, pues al concluir el siglo XIX y más después de la Primera y Segunda Guerras Mundiales, una de las tesis que más influiría en la mayor parte de los creadores sería la siguiente: que hacer un arte que celebrara la vida, que embelleciera la existencia y ofreciera un refugio poético alterno a la realidad, como lo habían hecho antes los grandes maestros del pasado y, más recientemente, los artistas del Impresionismo, era ahora una posición insostenible e incluso inmoral, una que había terminado obsoleta y derrotada, hecha polvo en las trincheras de sangre y lodo del continente europeo. A partir de entonces el arte tendría una función crítica, ya fuera para expresar el miedo y la angustia de la vida moderna, buscar el huidizo sentido de la existencia humana, o denunciar las atrocidades políticas y las injusticias sociales de nuestro tiempo. Ahora el mundo era la tierra baldía de Eliot, un territorio devastado en ruinas humeantes, y en medio de los escombros los artistas tenían que encender sus luces de cazadores para adivinar a tientas un sendero en las tinieblas. De esta idea, como bien se sabe, nacerían las principales corrientes estéticas y literarias de la modernidad. Así lo resumió el novelista peruano, Mario Vargas Llosa: “El goce, la alegría, el disfrute vital, son actitudes de las que el arte moderno desconfía y a las que condena como irreales o inmorales. Los artistas modernos se asignan la función de expresar los grandes traumas y desequilibrios, la desgracia, el furor, la desesperación y la angustia del hombre moderno. Por eso, la estética contemporánea ha instaurado la belleza de la fealdad, rescatando para el arte todo lo que antaño, en la experiencia humana, repelía a la representación artística”. La razón por la cual el maestro colombiano había trabajado desde siempre en la dirección contraria a esta posición se debía a una de sus convicciones más arraigadas: la historia del arte se ha hecho, en su vasta mayoría, sobre temas más bien amables y con el objetivo claro de producir placer (visual, emocional o espiritual), mientras que los pintores del horror, el sufrimiento y la desesperanza han sido la excepción. Pero no porque en tiempos previos al siglo XX los infortunios y los actos de barbarie fueran menos. Basta asomarse a la historia de la humanidad para concluir todo lo contrario: que eran más y sin duda peores. Un solo dato desalentador que señaló en 1968 el historiador y filósofo, Will Durant, quizás sea prueba suficiente: “La guerra es una de las constantes

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de la historia, y ésta no ha disminuido con la civilización o la democracia. En los últimos 3.421 años de historia registrada sólo 268 no han visto la guerra”. No obstante, durante el medioevo y el Renacimiento los artistas ofrecían imágenes que eran, ante todo, poéticas y sublimes, y por lo general sus cuadros tenían la intención de ennoblecer la vida u ofrecer un remanso espiritual para dignificar la existencia o fortalecer los sentimientos religiosos de piedad, devoción y compasión. Incluso las obras que reflejaban los aspectos negativos de la vida, como la avaricia, la miseria o la crueldad, a menudo se hacían con una finalidad edificante, moralizante y aleccionadora, para señalar las consecuencias de la conducta errada (que equivalía a desviarse del camino de Dios) o para ilustrar episodios de la Biblia o del Nuevo Testamento, como el martirio de los santos o la pasión de Cristo con la flagelación, la corona de espinas, la crucifixión, la lanza en el costado y la agonía. Entre tanto, la pintura que trataba sobre temas que se podían considerar cruentos, como los cuadros de batallas y combates memorables, no tenía el propósito de condenar la rudeza, la agresión o la virulencia, sino antes bien festejar un triunfo militar o conmemorar la derrota de un ejército enemigo. En esos lienzos oficiales (que solían ser inmensos y pomposos) la violencia no era representada en términos negativos sino positivos: no había hostilidad sino valor, tampoco arbitrariedad sino justicia, ni despotismo sino liderazgo. Esta actitud creadora se mantuvo constante a lo largo de los siglos, y no sólo a pesar de los muchos sufrimientos (hambrunas, guerras, pestes, invasiones, etc.) que padeció la población común y corriente en ese tiempo, sino precisamente debido a ese sufrimiento, pues si la gente viviera sana y feliz no habría necesidad de brindar un paraje de serenidad y perfección visual, un oasis mental de dulzura y espiritualidad. En ese mundo utópico, claro está, un arte que deseara hermosear o idealizar la vida resultaría redundante y, por ende, superfluo. Más aún, la segunda mitad del siglo XIX y el comienzo del siglo XX fue un período histórico marcado con los hierros de los conflictos que desembocarían en la Primera Guerra Mundial. Y el concepto que predominó en esa coyuntura de transición, el que parecía definir la modernidad que amanecía en el brumoso horizonte, era la incertidumbre, el cual se manifestó en la teoría de la relatividad de Albert Einstein, publicada en 1905, y dos años después en el cuadro que desataría una verdadera revolución estética, en donde las certezas del mundo clásico cedían el terreno ante la diversidad de


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Desfile o procesiรณn / ร leo sobre lienzo / 191x128 cm / 2000 Pรกgina anterior: Abu Ghraib 6 / Lรกpiz sobre papel / 29,5x39,6 cm/ 2004


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Abu Ghraib 51 / Ă“leo sobre lienzo / 186x117 cm / 2005


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Abu Ghraib 52 / Ă“leo sobre lienzo / 2005


perspectivas de interpretación y una nueva representación fragmentada: Les Demoiselles d’Avignon, de Pablo Picasso. Sin embargo, el arte más relevante que se hizo antes de esa obra monumental, el Impresionismo, se caracterizó por el optimismo y la vitalidad que parecían destilar de sus lienzos, por la belleza y el colorido de sus óleos, y la placidez de sus escenas urbanas, domésticas o campestres. Recordemos las frutas de Cézanne, las bailarinas de Degas, los jardines japoneses de Monet o los rostros saludables de Renoir. Hasta esa encrucijada histórica, la belleza moderna de la fealdad, como la define Vargas Llosa, era inconcebible y, más todavía, un contrasentido a la razón fundamental de crear una obra de arte. Por ese motivo, las escalofriantes imágenes de Matthias Grünewald en el altar de Isenheim, o las visiones de pesadilla de El Bosco, con sus demonios furiosos y siniestros, sus seres fantásticos e infernales, y, al fondo, las torres negras y en ruinas iluminadas por el resplandor de incendios remotos; o un cuadro como El triunfo de la muerte, de Pieter Brueghel, hecho en 1562, con sus hordas de esqueletos armados de guadañas y la muchedumbre de gente viva y aterrada padeciendo lo indecible, constituyen, como ya lo hemos anotado, una excepción en la historia del arte. Además, el “horror” de casi todas estas obras está en buena parte negado, minimizado o matizado por la belleza de las telas. En el arte del Renacimiento vemos, literalmente, centenares de flagelados, decapitados, crucificados, masacres, inundaciones, puñaladas, sablazos, matanzas, peleas, estocadas y cuerpos perforados por flechas, pero las figuras en esas pinturas casi nunca repugnan u ofenden los sentidos, y casi siempre conmueven y elevan el espíritu del espectador. Por eso se ha dicho que el primer artista realmente moderno, dispuesto a pintar de frente la barbarie, el agravio y la vejación del ciudadano anónimo o del campesino infeliz (la víctima de fuerzas superiores y brutales que torturan, humillan, asesinan o violan sin piedad y en impunidad), y además con el manifiesto deseo de repudiar esos crímenes bestiales e impedir que pasaran al olvido, fue Francisco de Goya y Lucientes. Sorprende que este maestro haya sido el primero en andar con una libreta de apuntes hecha exclusivamente para él, un cuaderno con hojas en blanco para captar, mediante un boceto apresurado, lo que veía al pasar, como un mendigo al cruzar la calle o el destruido tronco de un árbol con cadáveres ensartados en las ramas. El hecho es que este genio español, con sus grabados y óleos magistrales, le dio expresión plástica a los horrores de la guerra, en particular a los abusos y atropellos de la ocupación napoleónica en España, y captó para siempre los fusilamientos de sus compatriotas ocurridos el 3 de mayo de 1808. Como se ha dicho tantas veces, Goya fue el primer reportero gráfico de la guerra. Lo paradójico, no obstante, es que si luego de la pintura del Impresionismo una de las funciones cardinales del arte consistiría en confrontar las durezas de la vida (no maquillarlas o eludirlas mediante la belleza estética), abordar lo negativo y registrar la faceta más dolorosa de la existencia, o, como anotó el novelista peruano, “expresar los grandes traumas y desequilibrios, la desgracia, el furor, la desesperación y la angustia…”, entonces cabe la siguiente pregunta: ¿por qué las peores atrocidades de la modernidad yacen huérfanas de representación plástica? El último lienzo significativo que tuvo la calidad para sobrevivir a la denuncia burda e inmediata, que apuntó a algo más profundo y terrible de la condición humana, fue la obra maestra de Pablo Picasso,

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Guernica, inspirada en el ataque aéreo (y la nueva táctica de bombardeo extensivo, la que los ingleses luego llamaron carpet bombing) desatado por la Legión Cóndor de la Luftwaffe alemana, el lunes día de feria, 26 de abril de 1937, y que destruyó por completo aquel pueblo vasco. Pero, en cambio, como bien indica el famoso crítico australiano Robert Hughes, no hay un solo cuadro de valor que haya expresado el infierno de Auschwitz, la devastación de la bomba atómica en Hiroshima o Nagasaki, la infamia del gulag de Stalin, los campos de la muerte del Jemer Rojo, o el salvajismo de tantas otras guerras como la de Argelia o Vietnam. Tenemos, eso sí, una abundancia de novelas, poemas, fotografías, películas, documentales, ensayos y estudios hechos desde todos los ángulos posibles, pero ninguna obra plástica de importancia. Lo cual significa que los conflictos sociales y políticos más sangrientos de nuestra era carecen del arte que los represente, y demuestra con claridad, como pocas otras cosas, lo que para muchos es la decadencia del arte actual, pues se podría argumentar que éste tiene una meta equivocada (o, al menos, “equivocada” con respecto a la gran historia de la pintura), pero más grave todavía es que ni siquiera ha alcanzado dicha meta, aun en los momentos históricos más apremiantes. Hemos visto intentos en la pintura llamada de protesta, y en el arte comprometido y conceptual, pero sus resultados no han sido muy afortunados, pues se trata de creaciones pobres y efímeras, “más notables por sus polémicas que por sus cualidades estéticas”, como diría el mismo Hughes. En ese sentido, uno de los contados artistas contemporáneos que ha pintado con éxito el tema de la violencia es Fernando Botero. Así mismo hizo Botero con lo sucedido en Abu Ghraib. En mayo del año 2004, cuando la noticia de lo que había ocurrido en la espantosa cárcel de Iraq se volvió de dominio público, Fernando Botero leyó el artículo del periodista Seymour Hersh, en la revista The New Yorker, que describía en detalle las infamias y torturas que habían padecido los prisioneros iraquíes en manos de sus guardianes norteamericanos. Su indignación no podía ser mayor, y a partir de ese momento el artista leyó todo cuanto pudo sobre el tema, de manera insaciable y casi obsesiva. Meses después, Botero tomó un vuelo para regresar a su casa en París, entonces sacó los diarios y revistas que traía para el viaje y leyó otro artículo sobre lo sucedido en la siniestra prisión iraquí, y aquello fue como la gota que rebosó la copa. El maestro sintió una furia volcánica que crecía en su interior, y sin poderse contener abrió su maletín de mano, buscó un cuaderno y sus lápices de dibujante, y ahí mismo empezó a trazar los primeros bocetos de lo que, al cabo de 14 meses de trabajo obstinado y frenético, terminaría siendo su serie de cuadros más valiente y controvertida, que llamó simplemente, Abu Ghraib. En fin, como lo ha reconocido Botero, nunca en toda su vida, dominado por una furia tan grande y profunda, él había trabajado tanto y en forma tan veloz. No obstante, a medida que el artista iba terminando los óleos y dibujos, también comenzó a sentir un creciente alivio, como si un peso monumental se levantara de sus hombros. El maestro experimentó una verdadera catarsis al realizar esta serie de Abu Ghraib, una lenta y progresiva serenidad que le fue invadiendo el espíritu, como un proceso de purificación a través del arte. Sólo mediante la creación de estas imágenes dantescas, Fernando Botero se liberó de su propia obsesión. Sin embargo, la denuncia quedó pintada en sus obras. Y quedó para siempre.


Mujer llorando / Acuarela / 55x42,5 cm / 1949

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Gente del circo / Ă“leo sobre lienzo / 167x182 / 2007 PĂĄgina siguiente: Tres payasos / Matitta colorata su carta / 40x30 cm / 2007

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El circo

eguramente cansado de la temática tan dura y áspera de Abu Ghraib, una materia muy distinta a la que él había pintado durante la mayor parte de su vida, Fernando Botero decidió cambiar de rumbo. Entonces regresó a sus temas predilectos, imaginando escenas relacionadas, principalmente, con América Latina, así como otros motivos y otras figuras que le permitieran entrever soluciones novedosas a los eternos problemas del arte. Pero, más que nada, el maestro estaba a la caza de un nuevo mundo, buscando un asunto fresco y amable en el que él pudiera volver a expresar, en cada óleo, acuarela, dibujo y pastel, su inmensa alegría de crear, junto con la celebración de la vida que sus obras representan. Y lo encontró en el circo. En diciembre del año 2006, mientras Fernando Botero trabajaba en la costa de Ixtapa del pacífico mexicano, en donde él pasa todos los años una temporada para escapar del invierno europeo, hospedado en un placentero hotel de Zihuatanejo y dedicado al arte del dibujo y a reflexionar sobre sus convicciones de artista, una noche salió a cenar con su esposa, la escultora Sophia Vari. Se dirigieron al pueblo, y a la salida del restaurante, como un entretenimiento, decidieron conocer el circo que estaba de paso. Botero quedó fascinado. Era una tienda sencilla y modesta, sin ínfulas de espectáculo lujoso o moderno, similar a los humildes circos de pueblo que él había conocido en su niñez, dotado de un aire auténtico y verdadero sabor latinoamericano. De inmediato recordó cómo, de pequeño, él procuraba ir al circo cada vez que podía en Medellín, cuando lograba reunir el dinero suficiente para comprar la boleta de ingreso, pero ahora su nostalgia infantil se veía enriquecida por una toma de conciencia creativa: su asombro de ver, con ojos de artista, este universo mágico, lleno de acción y movimiento, con personajes fascinantes y colores audaces reunidos en un solo espacio, bajo una carpa de lona. Al cabo de la función la pareja regresó al hotel, pero esa noche Botero casi no pudo dormir, pues su mente febril no paraba de evocar todo lo que había visto. Al día siguiente, el maestro volvió al circo y pidió permiso para ingresar a los predios vedados al público, en donde las personas que se ganan la vida en este trabajo tan singular estacionan sus carromatos, levantan la tienda, ordenan sus camerinos y alistan las jaulas de las fieras. Y mientras Fernando Botero saludaba, preguntaba y observaba, todo el tiempo recordando sus años de juventud cuando tenía la suerte de ir al circo que llegaba procedente de México, el famoso Atayde Hermanos, él no podía dejar de sonreír para sí, porque comprendió que aquí, de nuevo, tenía a su alcance un mundo ilimitado para su pintura.

Con una cualidad adicional, como había sucedido antes con la tauromaquia. Esta materia también había sido ennoblecida con el trabajo de varios maestros anteriores, y entre ellos figuraban artistas de la importancia de Pablo Picasso, Henri Matisse, Pierre-Auguste Renoir, Edgar Degas, Georges Seurat, Marc Chagall, Henri de Toulouse-Lautrec y Fernand Léger. Por lo tanto este extraordinario ambiente de belleza y poesía, con su carácter auténtico (debido a su aire de pobreza y a su falta de pretensiones) más su derroche de colores y sus protagonistas pintorescos, también contaba con una valiosa tradición artística sobre la cual el maestro colombiano podía construir su propia obra, prolongando este legado. De manera que esa tarde en Zihuatanejo, tan pronto regresó a su mesa de trabajo en el cuarto de hotel, y con la misma felicidad que él había experimentado siempre al trabajar (y todavía más al dar con una temática que tuviera el potencial de representar un terreno nuevo y privilegiado para su arte), Fernando Botero empezó a hacer sus primeros dibujos del circo. En ese momento lo más difícil era apartarse de aquella pequeña mesa cuadrada para almorzar o cenar, porque el maestro parecía alucinado, dibujando en éxtasis. Botero siempre ha dicho que, en última instancia, el tema de un cuadro es un pretexto para la pintura, y esta materia, sin duda, era un pretexto ideal, porque gracias a su riqueza de colores y a su variedad de formas y motivos se prestaba para pintar y dibujar sin término alguno. Además, lo mejor de este proyecto (advirtió en seguida el pintor) es que le permitía reiterar sus mejores ideas y ahondar en sus brillantes hallazgos formales, pero, al mismo tiempo, había un espacio vasto y fresco para la innovación. Mejor dicho: con este formidable material Fernando Botero podía insistir en las virtudes de su propuesta estética, recuperar escenas y figuras anteriores y profundizar aún más en las ramificaciones de su estilo, pero también podía conquistar territorios nuevos, aumentar su galería de personajes y descubrir respuestas novedosas a los interminables acertijos del arte. Por ejemplo, el maestro ya había ensayado un motivo audaz que le había encantado y que aparece, por primera vez, en su hermoso pastel de 1994, Mujer cayendo de un balcón. En la historia del arte pocas veces los creadores han tenido una justificación veraz para esculpir o pintar una persona en posición boca abajo, pero en el mundo del circo todo gesto insólito y cualquier postura inusual tienen su propia lógica y su razón de ser, de modo que aquí el pintor podía recrear esa figura que tanto le había gustado. En efecto, en aquel pastel de 1994 una mujer se ha precipitado al vacío desde un balcón (a propósito o por accidente, no lo sabemos), mientras

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Hombre con serpiente / Ă“leo sobre lienzo / 2007


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La equilibrista / Ă“leo sobre lienzo / 122x83 cm / 2007


un señor en el primer piso, a través de una puerta entreabierta, la mira con rostro impasible, quizás más curioso que alarmado. La imagen está investida de una gran sensualidad, notable no sólo en la voluminosa forma de la mujer sino en la carne de sus muslos, apenas visible, que se insinúa de manera sugestiva entre las medias largas y negras y sus bragas color cereza, sujetas con ligas elásticas. La dama tiene la falda invertida y el cabello abundante y suelto, estirado hacia el suelo empedrado por el efecto de la gravedad, y aunque toda ella está cayendo y la vemos en plena acción, el movimiento de la obra luce congelado, creando esa paradójica sensación de dinamismo y quietud al tiempo, y nos recuerda lo que Botero ha exclamado varias veces: “¡Hay tantas alusiones en el movimiento rígido!” Es decir, el impulso sugerido mediante el acto inmóvil, detenido, como lo pintaron con maestría los grandes artistas del Renacimiento. Entonces la figura parece ocupar un espacio propio, poético, un ámbito en donde no transcurre el tiempo, una realidad estética que parece formar parte de la eternidad. Este tema había complacido tanto a Botero que volvió sobre él en el año 2006, en el óleo El suicida, con la diferencia de que en esta ocasión los colores son otros, los personajes apuntan en la dirección contraria, y el título indica que el fulano se ha lanzado de manera intencional desde el balcón. Además, los papeles están cambiados: en esta escena es un hombre el que cae y una mujer lo mira al despeñarse a su muerte, y en vez de la actitud contemplativa del otro espectador aquí la señora ha levantado sus brazos, horrorizada. El hecho es que ahora, en esta nueva serie de pinturas y dibujos del circo, Fernando Botero podía recrear una imagen similar pero en un contexto distinto, ensayando otros ángulos para resaltar las formas de la figura rodando por el aire de una manera diferente y original. Así lo hizo en varios cuadros en donde la trapecista acaba de resbalar de la barra de hierro y se desploma boca abajo, girando hacia el suelo de arena que se adivina remoto, mientras la multitud que la observa retiene el aliento. Lo cierto es que, al cambiar el contexto junto con los colores y los ropajes, cambia la obra, aunque el tema sea (en apariencia) el mismo de otras pinturas anteriores. Ésta, dicho sea de paso, ha sido una práctica corriente en la mayor parte de los artistas desde siempre. Muchos han recuperado un motivo o una imagen en particular para intentar, en una obra posterior, un enfoque alterno, un matiz desconocido o un colorido distinto que le proporciona, a todo el cuadro, un aspecto novedoso. Picasso, Goya y Velázquez, para sólo mencionar los mayores ejemplos de España, en ocasiones hicieron versiones diversas sobre las mismas figuras, pero éstas no eran repeticiones sino pruebas diferentes y, en consecuencia, creaciones inéditas. Por supuesto, así también lo hicieron casi todos los maestros italianos desde Giotto, como se ve en las numerosas Madonnas de Giovanni Bellini, o las distintas versiones de la batalla de San Romano, de Paolo Uccello, o,

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más conocido aún, el famoso ciclo de los nonfiniti de Miguel Ángel Buonarroti, los esclavos que el escultor nunca concluyó para la tumba del papa Julio II y que se aprecian en el corredor que conduce a su obra maestra, El David, en la Galería de la Academia, en Florencia. Cada uno de estos esclavos, también llamados prisioneros, parece esforzarse por desprenderse de la roca, y aunque el tema de las cuatro piezas sea el mismo, la verdad es que todas las esculturas son distintas, con posturas y expresiones corporales diferentes. Por ende, cada una es una obra singular. Igualmente, con el tema del circo lo que más ha disfrutado Fernando Botero es justamente eso: no sólo la posibilidad de pintar formas, volúmenes, colores y escenas que él nunca había pintado antes, sino también la oportunidad de regresar a composiciones previas pero bajo una luz original, estrenando otra perspectiva y, de esta manera, postulando soluciones plásticas nuevas. Tal vez valga la pena enfatizar este punto. Las ideas centrales de Botero son esencialmente las mismas de toda su vida profesional. Han crecido y madurado mucho más de lo que quizás la gente advierta a primera vista, y por eso su obra actual es distinta en su técnica, factura y realización de sus lienzos de los años cincuenta y sesenta. Sin embargo, en su médula esas ideas (que son fruto de sus convicciones más profundas) permanecen intactas, como si fueran los puntos cardinales de su mundo artístico, y por ello su propósito fundamental, como creador, no ha cambiado a lo largo del tiempo: celebrar la vida, ofrecer belleza y placer estético mediante la exaltación del volumen, y comunicar la grandeza y la sensualidad de las formas. En ese sentido, lo más importante de una temática aún sin explorar (como era ésta del circo) es que le brinda al pintor un pretexto fecundo para insistir en sus ideales, pero a la vez le proporciona un campo abierto para la novedad. Incluso se podría decir que todo cuadro de Botero contiene ambas dimensiones, porque en cada uno apreciamos la presencia (la continuidad) de su estilo, y, de manera simultánea, algún detalle o aspecto nuevo y sorprendente. Entonces el circo, intuyó el maestro, era un material idóneo para lograr ese doble objetivo que, en últimas, es uno solo. El circo, entonces, es lo que el maestro está pintando en este momento de su vida, y lo está haciendo con una alegría sin igual. La frescura y la belleza de los colores en esta colección, con sus tonos luminosos y joviales, transmiten la serenidad de sus mejores creaciones y, a la vez, esa dicha que, con seguridad, Botero está experimentando en su estudio cada mañana cuando se pone a trabajar. Sin duda, esta materia le ha permitido multiplicar su galería de personajes, estrenar otros motivos y probar nuevos colores, ensayando muchos elementos, en suma, que él nunca había pintado antes. De manera que si su universo artístico ya era diverso e inmenso, poblado de una verdadera comedia humana y un vasto repertorio animal, ahora con el circo lo es todavía más.


Mujer cayendo de un balcรณn / Pastel sobre papel / 102x71 cm / 1994 Pรกgina anterior: Mujer gorda /Lรกpiz colorata sobre papel / 40x30 cm / 2007

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Los retratos

omo bien se sabe, uno de los mayores retos de todo pintor figurativo es el rostro humano. Al igual que cada parte de nuestra anatomía, la cara es una forma física y material, pero a la vez es aquella en donde más se concentra y manifiesta el conjunto de sentimientos, emociones, ideas, pensamientos, pulsaciones, temores y alegrías que traslucen la conciencia y la interioridad de la persona. En otras palabras, en esa imagen circular, ovalar, cuadrada o triangular, compuesta de apenas ocho elementos esenciales (una nariz, un par de ojos, las orejas, una frente, una boca, las mejillas, el cabello y un mentón), se expresa la singularidad del individuo y se hace evidente, entre otras cosas, el hecho más relevante: si aquél está vivo o muerto. Al caminar en medio de una multitud, resulta asombroso comprobar que toda persona tiene un semblante con sólo esos ocho atributos principales y, no obstante, cada faz es diferente, no hay dos iguales, y cada una, más que cualquier otra parte del cuerpo, refleja y comunica la vitalidad de esa persona y su misteriosa psicología. Por esa razón, de todo el organismo humano, la cara (su forma y aspecto, sus rasgos y facciones) es la que encarna, con mayor elocuencia, la realidad actual y el pasado incalculable de todo individuo: su estado de ánimo, la suerte de su salud, su edad, su carácter y temperamento, su dicha o tristeza, su genio y humor, sus éxitos o fracasos, su vanidad o modestia, y, en ocasiones, hasta su profesión, su fortuna y su origen. En una palabra: su identidad. En consecuencia, el objetivo del artista de brindarle al rostro humano (por medio del retrato) exactitud y veracidad, pero manteniendo la fidelidad al estilo propio, ha representado un verdadero desafío para todos los pintores hasta la llegada, por supuesto, del arte abstracto. En ese sentido Fernando Botero no es una excepción, pues él no ha permanecido ajeno a esa prueba. Antes bien, la ha aceptado con lucidez e ingenio, y por eso encontramos, en cada uno de los cuatro temas que destacamos más arriba, obras realizadas en diferentes técnicas (óleos, dibujos, acuarelas o pasteles) y que son imágenes independientes, las que definen el rostro de los numerosos personajes creados por Botero. Más aún, a lo largo de su trayectoria profesional, como es apenas obvio, este maestro ha pintado varios tipos de retratos fundamentales. El primero ya lo hemos mencionado, y es el que nace de su imaginación. Aquí el artista goza de plena libertad, porque no se propone copiar los rasgos o el contorno de una persona en particular, ni está limitado por la realidad ni restringido por la verosimilitud, aquella obligación de lograr una semejanza con alguien que existe de antemano, sino que puede soñar a su antojo, concibiendo el semblante que le plazca y que necesita, por una razón u otra (y que son, casi siempre, razones estéticas o formales), en la obra. En estricto sentido, entonces, estos no son tanto retratos como figuras y rostros individuales que Botero ha inventado a partir de una realidad recordada, el mundo de su niñez y adolescencia, en su gran mayoría los hombres y las mujeres fácilmente reconocibles como procedentes de América Latina. Son lienzos y dibujos de diversos tamaños e incluyen cabezas en diferentes posturas, ya sean vistas de frente, de perfil, de soslayo, mirando a su vez al espectador y hasta de espaldas. Algunos fuman. Otros comen, cantan o beben. Unos esbozan una tenue

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sonrisa. Otros nos miran serenos, inexpresivos o con seriedad. Y otros más parecen reflexionar acerca de su condición o circunstancia. Vemos señores bizcos, jóvenes con anteojos, niñas con flores o muñecas, criaturas en calma o llorando, varones pulcros o sin afeitar, amas de casa y jefes de hogar, travestis y burgueses, monjas y curas, mandatarios y militares, mujeres vestidas o desnudas, primeras damas y prostitutas, gente sola o parejas, y señoras de sociedad luciendo un sombrero elegante o un peinado distinguido. En verdad, tan pronto el crítico se asoma al arte de Botero, lo primero que comprueba es la cantidad abrumadora de rostros que ha surgido de su invención y la puede apreciar en sus lienzos de América Latina, en sus cuadros de toros y toreros, en sus imágenes de la violencia, y en sus obras más recientes del circo. Eso da una medida de la inagotable imaginación del pintor. Sin embargo, si estas creaciones faciales se podrían considerar como pertenecientes a las cuatro temáticas ya descritas, las siguientes ya reclaman un lugar aparte. Éstos son los retratos que el maestro colombiano ha trazado de gente famosa por su papel histórico, que ha existido en el mundo real y tangible y que ha desempeñado, en el curso de sucesos puntuales de la humanidad, un rol sobresaliente. Aquí el artista trabaja con una especie de camisa de fuerza, porque se debe mover dentro de límites específicos e inviolables, pintando con un modelo en mente, alguien además insigne y de renombre, y su propósito es lograr la identificación y la similitud, aunque lo debe hacer sin desviarse de los parámetros de su propio estilo. Son personas, en suma, que se han destacado en el pasado por la originalidad de su talento, la importancia de su gobierno, la crueldad de su conducta o el prestigio de sus títulos. En síntesis: por sus acciones buenas o malas. Algunos ejemplos ya los hemos comentado. En el caso de Colombia, no sobra recordarlo, analizamos los retratos de Pablo Escobar y Manuel Marulanda “Tirofijo”, y también los cuadros del guerrillero Eliseo Velásquez y del campeón de ciclismo, Ramón Hoyos. No obstante, además de estas figuras populares y colombianas, en otras pinturas hemos descubierto semblantes de hombres y mujeres conocidos por todos, como Hitler y la Madre Teresa de Calcuta, que se encuentran en los frescos de Botero en Pietrasanta; el uno hundido hasta el cuello en las llamas del infierno (junto al artista y a su esposa, Sophia) y la otra ocupando un lugar de honor en la pared opuesta de la iglesia de la Misericordia, encorvada por el peso de sus años y con las manos juntas, rezando, rodeada del paisaje verde y frondoso del Paraíso. Es cierto que estas personas no cuentan con un retrato propio y que se hallan en medio de frescos poblados de otras figuras, pero hay múltiples personajes históricos que sí han sido pintados de manera exclusiva por el artista. Entre ellos, como veremos más adelante, están los retratos de diversos pintores que Botero ha admirado desde los inicios de su carrera, en especial las imágenes de sus maestros predilectos, aquellos que más lo han marcado e influenciado. Pero aparte de este nutrido grupo de obras que parece constituir un conjunto homogéneo e independiente, hay muchos otros retratos de sujetos ilustres y protagonistas de la historia, y varios, incluso, han sido tomados de los lienzos de otros artistas. Aquí figuran soberbios caballeros de Malta (como Alof de Vignacourt,


Pedro / Ă“leo sobre lienzo / 194,5x150,5 cm / 1974

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El nuncio / Ă“leo sobre lienzo / 108x93 cm / 2004


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Franco / Ă“leo sobre lienzo / 1986


Autorretrato / Ă“leo sobre lienzo / 132x99 cm / 1994

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pintado por Caravaggio), cardenales y otras autoridades del clero (como Niño de Guevara, pintado por El Greco, y el Papa León X, pintado por Rafael), toreros y sus ayudantes (como el matador Antonio Ventura Minuto), damas influyentes de la sociedad (como la marquesa de Pompadour, o Caroline Rivière, pintada por Ingres, y la duquesa de Alba, pintada por Goya), auxiliares y subalternos de las cortes europeas (entre ellos las Meninas, pintadas por Velázquez), dignatarios y diplomáticos, monarcas franceses y políticos legendarios. Por ejemplo, uno de sus retratos más célebres y controvertidos es el cuadro de Francisco Franco que Fernando Botero pintó en 1986, con motivo del cincuenta aniversario del golpe de estado del 18 de julio de 1936, cuando se inició la Guerra Civil Española. El lienzo, un óleo de gran formato, fue encargado por el entonces director del Grupo 16, Juan Tomás de Salas, para la revista Cambio 16, y se utilizó para ilustrar la portada del semanario. Después, en abril de 2003, Botero donó la obra al Museo Nacional Centro de Arte Reina Sofía, en Madrid. En todo caso, quizás lo más significativo de esta pintura es el comentario político del maestro, porque aquí tenemos al caudillo español erguido en una típica postura militar (de pie y en posición de firmes), pero el gran sillón que vemos detrás de él luce enorme, más alto y notable incluso que el Generalísimo, de manera que la lectura del cuadro es irrefutable: el poder le quedó grande al dictador. Igualmente, en otras ocasiones Fernando Botero ha hecho retratos de gente conocida por él en la vida real. Y aquí, de nuevo, el pintor trabaja ceñido a lo concreto, supeditado a una fisonomía existente, porque aun si estas personas no son famosas y conocidas de sobra por el público general, de todas formas son seres auténticos que habitan en el mundo y, por lo tanto, se impone la necesidad de la concordancia y el requisito de la similitud. En este grupo descollan las obras que el artista ha pintado de sus tres esposas, de algunos amigos o galeristas (como Frank Lloyd, Claude Bernard y Thomas Messer), y a la vez de varios miembros de su familia, entre ellos su madre, doña Flora Angulo, su padre, don David Botero, su hermano mayor, Juan David Botero, sus nietos y los tres hijos de su primer matrimonio. Dentro de esta colección de óleos y dibujos, sin duda, los que el maestro completó de su hijo fallecido, Pedrito Botero, merecen una mención aparte. En 1974, luego del trágico accidente automovilístico en España que le causó la muerte al niño, quien sólo tenía cuatro años de edad (el único hijo de su matrimonio con Cecilia Zambrano, su segunda esposa), Fernando Botero quedó abrumado por un dolor sin fondo y una tristeza indescriptible. No existe, como lo sabemos demasiado bien, un sufrimiento más grande ni más terrible que la pérdida de un hijo. Adicionalmente, junto con esta pena infinita, el pintor tuvo que afrontar las heridas que él mismo sufrió en el accidente, pues casi pierde el uso de su mano derecha, lo cual habría significado el fin de su vida como artista, y los médicos no tuvieron más remedio que operar y amputarle la mitad del dedo meñique. Sin embargo, en ese momento Botero realizó uno de sus actos de máxima grandeza, el que requirió su mayor coraje, voluntad, tenacidad y determinación. Porque gran parte de quienes han sufrido una tragedia de este tamaño procuran, como es apenas natural, hacerle el quite al tema. Evitar el calvario. No confrontarlo.

Tratar, en la medida de lo posible, de eludir la realidad y el recuerdo, porque la memoria aplasta y el duelo paraliza, y hasta el acto de respirar se torna insufrible. No obstante, y sólo cuando pudo, Fernando Botero hizo lo contrario: se encerró en su estudio, tomó su dolor por los cuernos y se dedicó a pintar a Pedrito. Trabajando en medio de su drama y su soledad, él recreó en cada lienzo y en cada dibujo el semblante de su hijo fallecido. Y de todo lo que ha pintado este artista a lo largo de su vida, es probable que estas obras de Pedrito sean de las más hermosas y conmovedoras. Cada una está dotada de una poesía extraordinaria y una hondísima espiritualidad, pintada en colores que no son festivos pero tampoco fúnebres y sólo se pueden calificar como tonos profundos, solemnes, de una belleza imperecedora. Son creaciones sublimes que reflejan un amor, una ternura y una dulzura incomparables. Con seguridad, de los diversos cuadros que Botero hizo en ese período, uno de los más conocidos es Pedrito a caballo, el lienzo que forma parte de las 16 obras que el maestro donó en 1976 al Museo de Antioquia, en Colombia, para conformar la Sala Pedrito Botero. En esa pintura memorable, junto al niño montado en su caballito de madera y vestido con su disfraz azul de bombero, hay una pequeña casa de juguetes con las puertas y ventanas abiertas de par en par, en donde vislumbramos al padre y a la madre del niño, vestidos de luto y asomados al vacío que sigue tras una pérdida de esa magnitud. Y tampoco es casual, desde luego, el gesto del padre: abierto de brazos como crucificado en su pena, o tal vez en un ademán mudo de reclamo o protesta, o como quien se dispone a abrazar a su hijo pero interrumpiendo el acto porque sólo puede estrechar el aire y su inconsolable ausencia. En verdad, sólo Dios sabe el infierno que vivió Botero en ese entonces, trabajando a solas en su estudio, dibujando una y otra vez el rostro de esa criatura única y maravillosa que era Pedrito. Botero postula una comunidad de hombres y mujeres semejantes, sanos y robustos y de formas voluminosas, en donde las emociones más intensas están congeladas y, por eso mismo, parecen matizadas, depuradas de ardor o fogosidad, sometidas al rigor de la composición. Sin duda, hasta los sentimientos más fuertes en su pintura parecen embridados en un orden y en un equilibrio formal. Y esa sensación de dignidad, solemnidad y simetría que apreciamos en su trabajo es el resultado de la ausencia total de movimiento que lo caracteriza. Desde hace años los críticos de su obra han resaltado esa especie de “quietud mágica”, como Roberto Longhi definió la pintura de Piero della Francesca, y por eso en el arte del colombiano, al igual que en su maestro italiano, se aprecian los caballos que se yerguen sobre las patas con los cascos delanteros en alto, detenidos en ese momento decisivo como para toda la eternidad. Según el concepto de Botero, la obra alude a lo intemporal cuando el personaje, con la falta de movimiento de su cuerpo y la falta de emociones en su rostro, expresa la calma y la serenidad, aunque sin llegar a sucumbir en la frigidez de la muerte. Porque sus seres están claramente vivos y poseen una extraña o mínima calidez; muchos son distantes pero no son fríos ni se asemejan a maniquíes, y tienen una gracia y un aire que los hace parecer, ante nuestros ojos, como prójimos. A lo mejor impávidos, plácidos y tranquilos, pero en últimas vivos y humanos.

En verdad, sólo Dios sabe el infierno que vivió Botero en ese entonces, trabajando a solas en su estudio, dibujando una y otra vez el rostro de esa criatura única y maravillosa que era Pedrito

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Europa

uando se examina la vasta producción del maestro colombiano y se identifican las grandes temáticas que la conforman, como si fueran los astros mayores de su sistema planetario como artista, en seguida se ve que una parte importante de su trabajo ha quedado por fuera, una constelación de pinturas y dibujos que no corresponden a las cuatro materias principales. Ya anotamos, por ejemplo, que una considerable porción de sus retratos de personas reales y famosas (entre ellos los de otros artistas) no pertenece a sus cuadros de América Latina, ni a sus lienzos de la violencia, ni a sus imágenes de los toros, ni a sus óleos del circo. Lo mismo se advierte, en efecto, con el tema de Europa. Sin embargo, aquí hay que pisar con cuidado para no tropezar en errores. La presencia europea que se percibe en la obra de Botero no es la misma que podría pintar un artista francés, español, italiano, alemán o inglés. Mejor dicho: no es la Europa de un nativo sino la visión fresca de un creador nacido en el Tercer Mundo, un hombre que admira sin reservas el Viejo Continente pero que a la vez se siente libre y liviano de equipaje por venir de tierras americanas, sin sentirse aplastado en ningún momento por las tradiciones milenarias de Occidente. En opinión de Botero muchas veces el artista europeo nace cansado, creyendo que todo ya está hecho, quizá abrumado por el grandioso arte que lo rodea y que intuye insuperable, el que además ve a diario en catedrales, capillas, museos, puentes, parques, avenidas centrales y paseos peatonales. En cambio, dice el maestro, quien procede de América Latina a menudo se asoma a la civilización europea con una curiosidad nueva, con energía y entusiasmo y una pasión desprovista de prejuicios y nacionalismos que restringen y limitan la apreciación, y así puede estudiar su arte y absorber su cultura con ojos limpios, escogiendo lo que necesita para la obra y utilizando lo que le plazca pero sin expirar bajo el peso monumental de la historia. Esto no siempre es así, desde luego, pero al menos eso fue lo que le sucedió al pintor colombiano. De otro lado, la visión del Viejo Mundo que adivinamos en la obra de Botero tampoco es europeísta, como prevaleció entre los creadores de nuestro continente a finales del siglo XIX y comienzos del XX, quienes sentían indiferencia (cuando no desprecio o vergüenza) por su parcela de tierra y miraban hacia Europa con anhelo y envidia, con el palpable deseo de haber nacido allá. Por eso las clases dirigentes de América Latina durante siglos tuvieron más en común con los ciudadanos de París y Londres que con sus mismos compatriotas. Ése, claramente, no es el caso de Botero. Al igual que sucedió con los grandes muralistas mexicanos, este artista se siente afortunado de ser latinoamericano, orgulloso de haber nacido en Medellín y de ser colombiano. Pero a la vez es consciente de que, como Borges que se sabía heredero de todas las culturas del mundo, él tiene derecho de apropiarse del arte occidental en función de su obra (para enriquecerla y fortalecerla) y lo puede hacer sin temor y sin el menor complejo de inferioridad, con naturalidad y audacia. La paradoja es que esa actitud (la libertad por venir de afuera, más la admiración hacia otra cultura y su examen profundo pero sin caer en la reverencia que enceguece) es lo que le ha permitido crear

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un arte inspirado en su lugar de nacimiento, el territorio que él de verdad valora. Porque, como lo ha dicho Botero más de una vez, a lo mejor admiramos otras tierras, pero en realidad sólo amamos a la propia. Así, desde el punto de vista creativo, no hay duda de que nacer en América Latina en 1932 tenía una grave desventaja para un artista en ciernes, pues no había acceso directo y fácil al gran arte que se encontraba colgado en los museos. Pero nacer en América Latina en ese tiempo tenía, a su vez, una ventaja, y curiosamente era la misma: que no había acceso directo y fácil al gran arte que se encontraba en los museos. ¿Cómo se puede considerar esto una ventaja para un artista en plena etapa de formación? Porque un muchacho como Botero, que arriba a Europa navegando desde la otra orilla, ha hecho un esfuerzo inmenso por llegar a las grandes capitales para contemplar los cuadros en vivo y en directo, no la pintura mal reproducida en libros de láminas sino los majestuosos lienzos en su estado original, y por ello desembarca con verdadera hambre de artista y con todo el ímpetu de la juventud pero, también, a pesar de la inmadurez propia de sus pocos años, con un nivel mínimo de juicio y discernimiento. Por eso, como le pasó al joven colombiano, lo que finalmente vio significó una revelación, un terremoto en su interior, y apreció como quizás pocos europeos lo que él nunca había visto antes, porque lo observó con ojos vírgenes y frescos. La suya era una mirada, en suma, sin estrenar. Entonces la Europa que vislumbramos en su pintura no es la auténtica y objetiva, con sus ciudades reales y sus paisajes pintorescos, sino una Europa subjetivizada, interpretada por su mirada particular y pasada por el tamiz de sus convicciones de artista. Incluso se puede decir que esa presencia que detectamos en tantos de sus cuadros es, por resumirlo de algún modo, una Europa à la Botero. Y del Viejo Mundo lo que este pintor más estima, por supuesto, es su arte sin igual que reposa en los museos y en los frescos de la iglesias, y que ha alcanzado, a su juicio, lo sublime. Como es lógico, Botero aspira a emular ese logro excepcional en su propio trabajo (“esa extraña virtud”, como él ha definido lo sublime tantas veces, “el aire clásico que transmite suficiencia total y grandeza humana”), y una de las formas de ensayarlo es pintando las obras que él más venera pero en su estilo singular, realizando sus propias versiones de éstas. En otras palabras: haciendo sus cuadros de aquellos cuadros inmortales. Para Fernando Botero ese ejercicio ha representado muchos beneficios: le ha servido, de manera fundamental, en su aprendizaje como pintor y le ha ayudado a asimilar sus influencias; le ha señalado una valiosa senda para incorporarse en las tradiciones artísticas que él más aprecia; le ha ofrecido un modo de expresar su gratitud hacia esas obras maestras; y, por último, le ha brindado la oportunidad de hacer un comentario personal sobre esas pinturas que han pasado con éxito la implacable prueba del tiempo. Por cierto, vale resaltar que alcanzar ese grado de madurez, el que se requiere para pintar exactamente el mismo cuadro que ha hecho antes un maestro de la pintura universal y, no obstante, producir un resultado nuevo, una obra original y soberana y no, simplemente, una copia o un trabajo derivativo, no fue nada fácil. En su primer momento, como lo acabamos


Mona Lisa / Ă“leo sobre lienzo / 187x166 cm / 1977

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de ver, el contacto de Botero con el arte italiano del siglo XV, cuando él era apenas un muchacho de 21 años, fue un período de deslumbramiento, de éxtasis y asombro, pero sin que el joven llegara a digerir las virtudes de esa pintura ni a absorber sus enseñanzas más valiosas, y menos todavía a convertirlas en algo distinto y original. Luego, cuando estudia a los grandes pensadores de la materia como Bernard Berenson y Roberto Longhi, su pasión se estructura con solidez intelectual, se enriquece con conocimiento teórico y se profundiza con perspectiva histórica, entonces comienza el lento proceso, a base de trabajo y reflexión, de asimilar la pintura del Quattrocento florentino y transformarla en algo propio, algo fresco, algo autónomo. En todas las artes los creadores utilizan y toman prestado lo que necesitan de sus maestros o precursores, pero sólo los que carecen del talento, del genio o de la habilidad para convertir esos recursos, técnicas y tesoros en algo personal, pueden ser acusados de falta de originalidad. Ya lo dijo antes Mario Vargas Llosa en su brillante estudio sobre Gustave Flaubert y su novela publicada en 1857, Madame Bovary: “No se trata de una imitación, por lo menos en el caso de auténticos creadores, capaces de servirse de formas ajenas de una manera original (con lo cual esas formas dejan de ser ajenas y pasan a ser suyas). La imitación en literatura no es un problema moral sino artístico: todos los escritores utilizan, en grados diversos, formas ya usadas, pero sólo los incapaces de transformar esos hurtos en algo personal merecen llamarse imitadores. La originalidad no sólo consiste en inventar procedimientos; también en dar un uso propio, enriquecedor, a los ya inventados”. En cualquier caso, a pesar del transcurso de los años, el amor de Botero por la mejor pintura que ha producido la cultura de Occidente, el gran arte clásico, se ha mantenido intacto. Por esa razón, repetimos, con frecuencia sobresale la presencia de Europa en la obra de Botero —pero sin que él deje de ser, en ningún momento, un pintor latinoamericano. Los diversos motivos, mitos, leyendas, personajes e historias que pertenecen al Viejo Mundo y que reconocemos en sus lienzos, dibujos o esculturas, han sido tomados por el artista y en seguida convertidos, mediante su asimilación, en suyos. Y aunque sabemos que esos elementos son originalmente europeos, tan pronto los notamos en la obra de Botero no los sentimos ajenos o prestados, como aspectos intrusos, foráneos o incoherentes en su estética sino, por el contrario, como piezas integrantes de aquel mundo tan original del pintor colombiano. En última instancia, ninguna de sus creaciones nos parecen boterianas por el asunto, sino por el lenguaje. Este maestro es un artista dotado de una poderosa fuerza centrípeta, como un colosal agujero negro en el espacio cuya masa gravitacional atrae y succiona todo lo que pasa a su alrededor, y por eso él puede pintar la persona, la figura, el paisaje, el cuadro o el motivo que desee y de inmediato lo identificamos como parte de su universo plástico.

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Porque no lo hacemos por el tema sino por la forma en que está pintado. Es decir, por su estilo. En efecto, hay una gran diferencia entre un producto y un estilo. A lo largo de la historia hemos visto a incontables artistas, recuerda Botero, que han creado lo que él denomina un producto exitoso pero limitado, y han sustentado su fama en éste porque es un objeto que suele ser agradable o decorativo y poco complejo, y el público lo identifica fácilmente con el creador. Sin embargo, por tratarse de un producto, cuando el artista hace algo diferente la gente se desorienta y confunde, debido a que lo asocia exclusivamente con aquel producto. Muchos artistas han caído en esa trampa, prosigue Botero, y han presentado su famoso objeto en una y después en otra y al cabo en todas sus variaciones posibles, sin saber, quizás, que están agotando sus opciones de expresión, como la persona que pinta una alcoba de su casa y no lo hace retrocediendo hacia la puerta (por donde puede salir) sino hacia un rincón en donde finalmente queda atrapada. En inglés este error, que no es infrecuente, se llama to paint yourself into a corner. Algunos artistas, incluso, han sufrido tanto con esa progresiva limitación, el fastidio de saber que se están repitiendo y que están aplicando una fórmula tal vez lucrativa pero que en últimas termina caduca y vencida, padeciendo esa angustiosa reducción de espacio y de posibilidades plásticas, que han optado, literalmente, por el suicidio. En cambio, señala Botero, un estilo no tiene ese problema porque nunca se agota. Mientras que un producto casi siempre nace de un momento a otro, un estilo tarda en nacer y en echar raíces, pues es el resultado de una permanente reflexión sobre la excelencia y por eso se agranda con el tiempo, se consolida con la experiencia de la vida y se ahonda con la madurez de las ideas. Eso le permite al artista ensanchar su horizonte y agregar nuevos temas, motivos y asuntos a su producción (acrecentando su mundo creativo), porque la vitalidad de su trabajo y la originalidad de su obra no dependen de un producto o de un objeto de naturaleza restringida, sino que dependen, más bien, de un estilo que se profundiza y fortalece con los años. El transcurso del tiempo, entonces, no perjudica sino que beneficia al creador, porque en vez de empujarlo de manera inexorable hacia el borde de un precipicio, el estilo lo conduce, paso a paso, a vislumbrar nuevos territorios. Éste es el caso de Fernando Botero. En su pintura pueden figurar el general Francisco Franco o la Madre Teresa de Calcuta, y podemos distinguir a un árabe torturado hasta la muerte, y también pueden surgir un animal de origen africano o un monarca de estirpe europea, y en todos estos ejemplos sabemos al instante que esa imagen fue hecha por Botero. Porque lo que reconocemos, de una sola ojeada, no es un producto específico, sino un estilo. Y hay que tener un estilo muy original y definido, vale repetirlo, para pintar un cuadro de Rubens, Caravaggio o Piero della Francesca y que el resultado final no sea un Rubens, un Caravaggio o un Piero della Francesca, sino un Botero.


Luis XVI con su familia en prisión / Carboncillo sobre lienzo / 188x184 cm / 1968 Página anterior: María Antonieta según Vigne Lebrun / Óleo sobre lienzo/ 210x186 cm / 1968

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© Carlos Duque


Las convicciones estĂŠticas

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Naranja / Ă“leo sobre lienzo / 224,5x195 cm / 1977

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ernando Botero ha repetido más de una vez una frase contundente: “La verdad en el arte es siempre relativa. Por eso, lo que importa es la convicción”. Parece claro que la carrera de este maestro consta de dos períodos fundamentales: su etapa de búsqueda, en la que el joven se pregunta por su identidad como artista y como colombiano, en la que trata de utilizar todo lo que va descubriendo para mezclarlo en su pintura, mientras trabaja con tenacidad y pasión pero sin criterios muy definidos, como suele suceder durante los años de formación y mocedad de todo creador. Su otra etapa, en cambio, es la que despunta a finales de los años cincuenta, cuando Botero ya vislumbra con claridad su rumbo como pintor y emprende el camino que lo ha traído hasta el lugar que hoy ocupa en el panorama mundial del arte. La diferencia entre una etapa y otra, es la presencia y madurez de sus convicciones de artista. Éste es un aspecto trascendental del trabajo creativo. Más todavía: los grandes artistas de todos los tiempos han desarrollado su obra con base en un puñado de convicciones estéticas, que incluyen, naturalmente, conceptos claros y racionales, reflexiones plenamente conscientes y juicios lúcidos y articulados. Pero también están compuestas de fuerzas más subjetivas e inconscientes, más íntimas y oscuras como son las intuiciones, las pasiones, los sentimientos, los sueños, la fantasía, la admiración, el desprecio, la imaginación y las obsesiones. En el caso de Botero sus convicciones están presentes, en mayor o menor grado, en cada una de sus obras, y son las que lo llevan a pintar de una forma y no de otra, las que diferencian su trabajo de los demás maestros del presente y del pasado, y que, en conjunto, definen su estilo original. Éstas constituyen su columna vertebral como creador, unidas, desde luego, a una sensibilidad descomunal y a un ejercicio físico del oficio que, con el tiempo, la disciplina y la constancia, se ha convertido en maestría técnica. Son ideas firmes y opiniones profundas, sustentadas en un conocimiento casi enciclopédico de la historia del arte, y se traducen en decisiones de largo y corto aliento, desde la temática en general en la que va a trabajar durante un período determinado, al motivo en particular del cuadro que está pintando ese día, así como su ideal de la belleza, los tonos de su paleta y el diseño de sus composiciones. Por eso él ha dicho, con sobrada razón, que cada uno de sus cuadros es, en última instancia, una declaración de principios. A lo largo de las páginas anteriores, mientras revisábamos un aspecto u otro de las grandes temáticas de Fernando Botero, nos permitimos señalar algunas de estas convicciones principales. Ya resaltamos la importancia del color en su pintura; su deseo de exaltar el volumen para comunicar la grandeza y la monumentalidad de las formas; su objetivo insoslayable de producir placer en el espectador y su rechazo visceral a gran parte del arte actual que, en vez de ayudar a ennoblecer la vida, parece empeñado en afearla, y además está hecho, deliberadamente, de materiales efímeros y perecederos. Hemos insistido en la cualidad, indispensable para Botero, de que la obra goce de una identidad clara con raíces profundas, hundidas en la tierra del creador, pues eso es lo que le brinda carácter y autenticidad a su trabajo. Hemos hablado de otra aspiración permanente, y es que sus imágenes sugieran la quietud y la serenidad que inspiran algunos de los mejores cuadros de la pintura universal. Hemos destacado la necesidad de que sus óleos y dibujos estén organizados de manera racional, y que las líneas geométricas de la composición (una pasión heredada de Uccello) contribuyan al perentorio efecto de calma visual que él aspira en todas sus creaciones. Por último, hemos reiterado otra característica que para Botero resulta imprescindible, y es que sus obras no surjan de la improvisación ni estén apoyadas en el aire, sino que tengan cimientos sólidos y estén fundadas en las grandes tradiciones del arte occidental. Sin embargo, aunque éstas son algunas de sus convicciones más valiosas, todavía faltan otras que cumplen un papel igual de decisivo en la elaboración de su estética. No las podremos comentar todas, como es lógico, pero al menos trataremos de no dejar por fuera las más relevantes.

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I. La felicidad serena A diferencia de varios artistas modernos quienes sufren al crear y para quienes pintar representa un proceso de angustia o sacrificio, nada le proporciona más deleite a Fernando Botero que ingresar en su estudio y ponerse a trabajar. Lo cual no quiere decir que él haya vivido libre de adversidades. Todo lo contrario. No obstante, así como los artistas del Renacimiento no volcaban sus padecimientos y suplicios personales en sus obras, pese a las incontables desaveniencias de la vida de entonces, Botero opina que el artista no debe ser un simple egoísta o exhibicionista, alguien que desahoga su rabia o frustración en público, y que el arte es un oficio digno y noble y no una cloaca por donde la persona se deshace de sus miserias internas. Botero respeta su vocación demasiado para caer en esa práctica. De modo que su pintura comunica la alegría de vivir, pero eso sucede no sólo por la mentalidad insobornable del pintor y por su vasto conocimiento de la historia del arte, sino por el placer que él siente al ejercer su profesión. En otras palabras, el amor del maestro por su oficio se trasluce en sus cuadros, y la felicidad que él experimenta al pintar a su vez alimenta la que se evidencia en su mundo pictórico. En resumen: el contenido de su obra (la exaltación de la vida) no es sólo fruto de sus convicciones y de sus muchos años de estudiar las grandes tradiciones de la pintura. Es también el resultado de un tercer factor: su experiencia creativa, el disfrute de su trabajo que se transparenta en la defensa de la vida que sus obras representan. La verdad es que, a juicio de Botero, las durezas de la existencia no se deben traducir en un rechazo a la vida. Y en su caso es asombroso que él se haya mantenido fiel a estas ideas, a pesar de los diversos sinsabores que el destino le ha otorgado. Claro, también es innegable que a este hombre la fortuna le ha sonreído, y ahora es un artista exitoso y reconocido en todas partes, autor de una obra aclamada en el mundo entero y presentada en más exposiciones por año que ningún otro pintor vivo. Quizás por eso es fácil olvidar un hecho elemental: que Botero no tenga una visión trágica de la vida es encomiable. Porque, junto con su infancia marcada por severas dificultades económicas, y el fallecimiento de su padre cuando él sólo tenía cuatro años de edad, y luego la repentina muerte de su propio hijo, por insólita coincidencia a esa misma edad, y el esfuerzo por salir de una ciudad como Medellín, en ese entonces una sociedad provinciana que gravitaba en torno a la industria, desconfiada del gremio de los artistas (una actividad sospechosa y mal vista que no se consideraba una profesión respetable y, para colmos, que a todas luces condenaba al aspirante a la pobreza), Botero tuvo que sobrellevar, durante décadas, la incomprensión colectiva y la falta de estímulos y reconocimiento. Lo cierto es que el maestro se tuvo que abrir campo en el mundo del arte a codazos, luchando contra viento y marea, y soportando la falta de ingresos más la mofa de los críticos y colegas. Por eso, que Botero no se haya desviado de su norte creativo y que no haya sucumbido a la tentación de traicionar sus ideales para pintar el arte que estaba de moda en ese entonces, el que le hubiera dado éxito, aplausos y un mayor bienestar, y que haya tenido la claridad intelectual para no dejarse seducir por el canto de sirenas de la capital mundial del arte, que en ese momento era Nueva York, y que haya insistido en consolidar un estilo que se esforzaba por enaltecer la vida y seguirlo haciendo en medio de tantos problemas y dificul-

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tades, es una proeza digna de admirar. Porque, que alguien tenga una visión optimista de la vida no es del todo meritorio si esa persona nunca ha conocido la escasez, la muerte de los seres queridos, la orfandad, la pobreza, la fragilidad de la salud, la infamia de la sociedad o la bajeza profesional. Pero que alguien que haya pasado por todo eso persista en su mensaje inquebrantable, que la vida es válida y la felicidad es factible, es loable. Aunque tal vez no sea un resultado del todo extraño. Quizás no es a pesar de lo mucho que Botero ha sufrido sino precisamente por eso mismo, por lo consciente que es de los golpes y zancadillas que el tiempo nos depara a todos, que él está resuelto a celebrar la vida, defender la sensualidad, alabar el placer y honrar la belleza.

II. La sátira envuelta en amor Desde hace años los profesionales de la materia han reparado en un aspecto evidente de la obra de Botero: la sátira o la crítica social, especialmente en los trabajos que abordan el tema de la política o la religión. En efecto, en sus numerosos lienzos de juntas militares, soldados, mariscales y generales, o presidentes latinoamericanos con sus familias y primeras damas, al igual que en sus cuadros poblados de curas, monjas, Papas, cardenales, obispos, nuncios, mártires y santos, es frecuente encontrar una chispa de guasa e ironía y se dice que el artista está realizando, a través de su pintura, una crítica devastadora, ya sea política o social. Y es, en parte, cierto. Hay una crítica inocultable. No obstante, la parte que es menos exacta es que precisamente no es devastadora sino moderada y sutil, incluso ambigua, y en esa cualidad reside algo del secreto del artista. Resulta que la obra de Botero no agrede. Su caso es muy distinto al de otros colegas modernos, pues sus imágenes no transmiten la angustia existencial de un Edvard Munch, por ejemplo, ni contienen la ferocidad y el tormento de un Francis Bacon. En sus cuadros no hay una actitud cáustica o corrosiva, y tampoco se adivina el desprecio o el desdén. Y es casi imposible que estos rasgos existan, por lo demás, debido al afecto con que están pintadas las figuras. Incluso cuando Botero se propone manifestar su cólera e indignación, o lanzar un dictamen duro y mordaz, la pasión por su oficio, el amor por los colores y las formas, más su respeto por las tradiciones en las que se integran sus creaciones, matizan su condena y le restan veneno o acidez. Hasta sus óleos que buscan expresar su máxima censura o acusación se metamorfosean en pureza formal, sensualidad, equilibrio de composición y aprecio por el arte. A nivel racional Botero puede estar espoleado por el desacuerdo, el enfado o el repudio a crear la obra, y esa postura se manifestará en su propósito de fustigar, mediante la sátira, al dictador, al mandatario o al sacerdote; pero a la hora de pintar la tela, y debido a que no hay odio en sus pinceladas sino devoción por su oficio, ese sentimiento también se filtrará en la imagen, de modo que al final, mientras unos afirman que él se está riendo de un personaje, otros opinan que lo está glorificando. Una prueba elocuente de esa especie de ambivalencia son sus retratos del narcotraficante Pablo Escobar Gaviria y del guerrillero Manuel Marulanda, “Tirofijo”. ¿Aquí el artista está condenando u homenajeando a estos individuos? Para algunos estas obras representan una alabanza y para otros una mofa descarnada, y de ahí la controversia que suscitaron en el momento de hacerse públicas. Que ambas lecturas de un mismo motivo


Mona Lisa / Ă“leo sobre lienzo / 45,5x44 cm / 1959

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De la serie NiĂąas en el jardĂ­n / Mixta sobre papel / 1960


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Bodegón con manzanas / Óleo sobre lienzo / 123x113 cm / 1961


sean posibles refleja la coexistencia de elementos (lo que se podría llamar “la sátira envuelta en amor”), y es lo que hace que su pintura, al ser menos provocativa y agresiva, sea más aceptada y aplaudida.

III. La poesía de lo improbable En la pintura de Botero, en efecto, suele aparecer un elemento que desafía, por un instante, nuestro concepto de la realidad tal como la conocemos, y sin falta eso le brinda a su trabajo dos ingredientes que él considera indispensables: encanto (amenidad, humor, deleite) y novedad (frescura, variación, diversidad). Por lo general este componente inesperado lo constituye un detalle curioso o prodigioso, y puede asumir la apostura de un personaje descomunal (como un bebé gigantesco asomado a un balcón) o quizás diminuto (como la pareja reducida que baila frente a la orquesta y apenas le llega a las rodillas de los músicos); una figura que inquieta (como un diablo posado sobre el hombro de un niño que no lo advierte) o un objeto desproporcionado (como una cama demasiado estrecha para la mujer que se alista a meterse entre las cobijas). Al mismo tiempo, nuestro desconcierto lo puede ocasionar el hecho de que la escena que contemplamos nos parezca simpática y a la vez un tanto insólita, como una mujer desnuda que toca guitarra pero acaballada sobre un hombre también desnudo, que anda por la alcoba a gatas. O tal vez el protagonista del óleo no se encuentra en donde se acostumbra, como un arcángel que no está flotando en el cielo, como se pintó casi siempre en el arte colonial, sino parado en mitad de una plaza de pueblo, una aldea que nos recuerda a Villa de Leyva, como si fuera un habitante más de aquella población andina. O quizás el utensilio que tradicionalmente vemos empleado de cierta manera ahora cambia en forma notable, como el moisés de mimbre que ya no acomoda a una criatura de meses sino a una monja encogida. En cualquier caso, este elemento que nos seduce o intriga, o nos causa risa o sorpresa, es el que más demanda de la imaginación del pintor, y es el que él introduce en su obra para evitar la monotonía y para producir una saludable dosis de innovación. Lo cierto es que, al observar los cuadros de Botero, a menudo percibimos detalles que no parecen encajar en la lógica de las cosas, pero gracias al refrescante efecto que éstos nos transmiten, su pintura nunca aburre ni parece repetitiva. Al contrario: lo inesperado primero sorprende al artista (en el momento que se le ocurre y lo plasma en la tela), y luego al espectador. Y así debe ser para que el resultado sea auténtico. Lo dijo antes el poeta Robert Frost: “Si no hay lágrimas en el escritor, no habrá lágrimas en el lector. Si no hay sorpresa para el escritor, no habrá sorpresa para el lector”.

IV. La figuración post-abstracta No hay duda de que Fernando Botero es un artista figurativo. Sin embargo, al mismo tiempo él es un pintor moderno, y como tal disfruta de mayor libertad creativa que sus maestros del pasado. Incluso uno de los hechos que más lo separan de los talentos florentinos del Renacimiento, por ejemplo, es que entre ellos y el colombiano se dio, entre muchas otras cosas, un acontecimiento histórico que cambió las artes visuales para siempre: la pintura abstracta. Como bien se

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sabe, este nuevo estilo culminaba una evolución pictórica de milenios, porque el arte ya no aspiraba a reproducir la realidad sino a ser una realidad autónoma y emancipada, en donde el lenguaje estético, hecho a base de colores, formas y líneas, existía de manera independiente y en estado prácticamente puro, sin ataduras o referencias visuales al mundo concreto. Este cambio permitió que los artistas se pudieron soltar, en gran medida, de los cabos que los mantenían anclados a la tierra, aprovechando la licencia que les brindaba la modernidad para crear obras que no pretendían reflejar el mundo (algunas que ni siquiera ofrecían una ilusión de la realidad tangible) sino postular una realidad pictórica nueva, que sólo tenía lugar en el lienzo del pintor. A su vez, esto implicó pasar de la expresión tridimensional a la bidimensional, con la desaparición de la categoría suprema que había gozado el volumen hasta ese momento. Por lo tanto, la actitud creativa de Fernando Botero no podía ser idéntica a la que existió en otras épocas anteriores. Este maestro es, al igual que todo creador (y tanto para bien como para mal), un artista de su tiempo y de sus circunstancias. De modo que él sigue contando con las ventajas tradicionales de la figuración pero también dispone de las propias de la modernidad, las que se fueron conquistando con el transcurso de los siglos, comenzando con un campo más amplio para fantasear y para crear un mundo plástico soberano. Mejor dicho, su estilo es diferente al de sus precursores italianos porque se consolida durante los años dinámicos y liberadores de la experiencia abstracta, y porque contiene muchos de sus elementos. Entonces la suya es, por articularlo en sus propias palabras, una figuración postabstracta.

V. El valor de la técnica No hay duda: Fernando Botero es un maestro de su oficio, y por eso sus obras han soportado sin envejecer el severo paso del tiempo. Y no sólo en cuanto a sus dibujos, sino también en cuanto a su pintura. Porque gracias a su técnica prodigiosa, al sabio manejo de los pinceles, a la destreza en el arte del óleo, a la seguridad de sus trazos y al conocimiento tan profundo de su medio, podemos apreciar los detalles visuales de sus cuadros y quedar deslumbrados por su ejecución y poesía. Nos sorprendemos, en efecto, ante la transparencia de una copa de cristal, la rotundidad de las frutas, la ligereza de un velo que cubre un cuerpo a medias, la frondosidad de la selva, el brillo metálico de una armadura y el resplandor de un par de cubiertos. También quedamos asombrados ante la delicada espuma de un batido de frutas, y el peso corporal de un modelo masculino, y los pliegues de una sábana revuelta, y el reflejo fidedigno de un espejo, o los nudos en la madera y los pétalos de las flores. Comprobamos, con verdadero entusiasmo, la sombra refrescante de un árbol y la nitidez de sus hojas individuales, cada guijarro de una calzada empedrada, los numerosos dobleces de un vestido, el destello de una pulsera o un collar de perlas, la blancura de la carne femenina y los rizos de sus vellos púbicos, el tejido de una canasta de mimbre y el espesor de una cabellera abundante. Cada uno de estos detalles está logrado con verdadera perfección, lo cual es de una dificultad indescriptible, porque cuando Botero trabaja al óleo no se limita a colorear un dibujo, como hacen algunos, sino que pinta, efectivamente, con la pintura, es decir, con la mancha del color. De ahí que todo


Domadora de tigre / Ă“leo sobre lienzo / 141x183 cm / 2007

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Mujer en la ventana / Ă“leo sobre lienzo / 1995


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Flores / Ă“leo sobre lienzo / 200x130 cm / 1988


elemento en sus lienzos tenga una justificación superior, ya que cada uno es pintura, o mejor dicho color, y cada uno contribuye a incrementar el agrado visual que experimenta el observador. Son detalles, sin duda, que aumentan la belleza de la obra y su placer estético. Y lo cierto es que sin ese dominio artesanal y magistral del oficio, ni la grandeza de las formas ni su sensualidad serían posibles en los cuadros de Botero. En suma: su arte no existiría.

VI. Un arte directo Podemos concluir estas reflexiones diciendo que todas las convicciones de Fernando Botero tienen una importancia equivalente, ya que cada una colabora, de una manera u otra, a consolidar su estilo y a edificar su cosmos pictórico. Sin embargo, aún nos falta mencionar otra de sus tesis principales, una idea cardinal que no ha variado un ápice a lo largo de su trayectoria artística y le ha trazado, quizás por encima de todas las demás, su norte inequívoco, y se puede resumir en una frase de cinco palabras que él repite cada vez que puede: “El arte debe hablar directamente”. Pocas afirmaciones sintetizan su actitud profesional mejor que ésa, así como su postura frente al arte en general. Se trata de una de las nociones más valiosas de su pintura, la que está en el corazón de su universalidad como artista, y también es la que más lo diferencia y disocia del arte conceptual que está tan en boga en estos tiempos de incertidumbre estética. No se dice a menudo, es cierto, pero si algo refleja lo que para muchos es la pobreza del arte actual es su falta de autonomía. O sea, la necesidad de tantas obras contemporáneas de venir acompañadas de una explicación complementaria que permita descifrar el performance, el montaje, la imagen, el vídeo o el happening para que entonces, y sólo entonces, la pieza en cuestión se vuelva comprensible. Incluso se podría argumentar que ésta es la primera vez en la historia del arte que sucede un fenómeno semejante, pues siempre se ha sabido que un requisito elemental para que la obra de arte exista y se considere como tal (ya sea literaria, musical, cinematográfica, dramática, plástica o coreográfica) es, justamente, su soberanía individual, su capacidad de defenderse por sí sola, su calidad mínima y su claridad suficiente para que se pueda apreciar (entender por sus propios medios y disfrutar por sus propios méritos) sin intermediarios y sin ninguna clase de explicación necesaria o traducción paralela. De lo contrario, en vez de consistir en una pieza independiente ésta siempre estará ligada, en forma inexorable, a la descripción de un tercero, y cuando dicha descripción no se encuentre disponible la creación será inescrutable o carecerá de sentido. En breve: una obra de arte dependiente es una contradicción de términos. Fernando Botero mantiene una posición radicalmente contraria a esta tendencia desalentadora. Y por eso él repite su frase: “El arte debe ser directo”. Más aún: su propia obra es un buen ejemplo de este pensamiento. El trabajo del maestro colombiano le llega sin intermediarios a la gente, al extremo de que varias de sus exposiciones más aplaudidas han tomado lugar al aire libre, en plazas y avenidas de gran concurrencia, en donde las personas contemplan las figuras mientras van o vienen del trabajo, o cuando salen a caminar por la ciudad, y en donde es imposible que exista un tercero que haga de puente para describir en qué consisten las piezas o por qué la obra de Botero tiene tales características.

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Mejor dicho: su arte le habla en forma directa al público. Pero no sólo por el estilo mismo del artista colombiano, sino porque su pintura resulta amable y accesible al espectador, un arte comprensible que además produce, como hemos dicho antes, enorme placer estético. A lo mejor es por esa razón que este maestro goza de una universalidad como pocos otros creadores, y por eso sus obras son tan solicitadas, para ser adquiridas o expuestas en culturas y en ciudades tan distintas como Nueva York y Venecia, Tokio y San Petersburgo, Buenos Aires y Singapur, Madrid y Johannesburgo. Es posible que no todo observador llegue a penetrar en la intimidad más profunda de sus lienzos, y quizás pocos estarán familiarizados con algunos de los conceptos que hemos descrito en estas páginas, como “síntesis perspectiva color y forma”, “sátira no violenta”, “poesía de lo improbable” o “figuración postabstracta”. Eso no importa. Aun así la gente se detiene ante los cuadros del pintor y los disfruta a fondo, paladeando una experiencia pictórica que anima y reconforta, gozando de una belleza que embelesa y emociona. En efecto, el arte de Botero le habla tan directamente a las personas que todo el mundo lo puede apreciar y admirar, sin que importe su origen, su nacionalidad, su cultura o su edad. Y más significativo todavía: cualquiera lo puede entender. No es un trabajo insondable e impenetrable, que impone una distancia de suficiencia con quien lo observa, ni agrede ni ofende, ni insulta al individuo o le comunica el sinsentido de la vida. Al contrario: es una pintura que, aun si la contemplamos por primera vez, curiosamente nos parece familiar y nos podemos identificar con sus imágenes mediante nuestras propias referencias vivenciales y visuales, porque es un mundo que seduce, de acceso transparente, que invita a soñar y a ingresar en sus predios y vivir, por unos instantes, en el interior de su poesía. Y aunque la persona lo sepa o no, o lo pueda articular después en palabras o no, nada de eso tiene la menor relevancia. Porque al salir de la exposición en donde ha observado los óleos, dibujos y esculturas, seguramente ha quedado envuelta en la magia de esta obra que, por encima de todo, se propone objetivos nobles y bienvenidos, y más hoy en día, como celebrar la vida y la felicidad, y defender los conceptos de la belleza, la autenticidad, la sensualidad y el placer. Son creaciones voluminosas que exaltan las formas y la monumentalidad de las figuras, de proporciones audaces y una conmovedora fantasía, y a la vez es un mundo que nos parece veraz y posible, verosímil y atrayente, como un espacio alterno a nuestra realidad tangible y cotidiana. Es una pintura hermosa y sublime, punteada de humor y ternura, elaborada con esmero y una técnica magistral, de factura impecable y una asombrosa armonía de colores, los que resuenan en los lienzos como si cada imagen fuera un poema visual. Es un arte que irradia gracia y optimismo, elegancia formal, equilibrio y serenidad. Con raíces hondas en las mejores tradiciones de la pintura occidental y en las grandes obras maestras de la humanidad. Tal vez por eso a las exposiciones de Fernando Botero asisten públicos multitudinarios. Porque la gente, al examinar sus pinturas, de alguna manera siente que está experimentando algo poco menos que inusual en el panorama mundial de la plástica contemporánea: un placer inmenso, un efecto de paz y calma que serena los ánimos, y un deleite estético que ha ingresado por los ojos y luego parece reposar, durante mucho tiempo después, en el interior de cada uno. Por eso nos sentimos, de alguna forma, enaltecidos. Y quizás hasta mejores personas.


Bodegón homenaje a Zurbarán / Óleo y collage sobre lienzo /127x136 cm / 1963

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Botero en Pietrasanta

n Pietrasanta el día de Botero gira alrededor de la ocupación que lo obsesiona desde pequeño: el trabajo. Vive con su esposa, la escultora griega, Sophia Vari, en una casa hermosa pero sencilla, construida en la montaña, a la misma altura del campanario del pueblo. La casa es típicamente toscana: de dos plantas, con la fachada color terracota, un bello jardín que emana aromas de albahaca, romero y lavanda, y una terraza en lajas de piedra. El maestro compró la propiedad hace más de veinte años, cuando andaba buscando un lugar en este rincón de La Versilia para montar un estudio y crear sus esculturas, pero el día en que la empresa de finca raíz le ofreció el inmueble su primera reacción fue de estupor, pues en ese tiempo no era más que una estancia campestre abandonada, oscura y en ruinas. Esa tarde Botero se fue a almorzar con Sophia, y los dos rumiaban su exasperación por encontrar una vivienda apropiada cuando de pronto, en plena comida, el artista entrevió como en un sueño el potencial de la residencia, y desde el restaurante llamó de vuelta a la empresa y selló el negocio por teléfono. Comenzó entonces el lento proceso de restauración, que duró más de un año, y una noche, cuando sólo faltaba por pintar la alcoba principal, de repente Botero abrió los ojos y no pudo conciliar el sueño hasta que decidió el tono de las paredes. En seguida despertó a Sophia y buscó unas canecas de pintura junto con sus utensilios de artista, y entre ambos pintaron la habitación en piyama hasta dejarla terminada. Sin duda, la casa todavía conserva un aire rústico y campesino, y tiene un encanto especial. A un costado de la propiedad hay un bosque de olivos centenarios que pertenecen al municipio, y la luna llena parece atrapada entre las ramas de los árboles cuando se asoma en las noches de cielos despejados. La vista desde la terraza en lajas de piedra es preciosa: si el visitante se detiene al lado de la Venus, la escultura en bronce de Botero que tiene el tamaño de un adulto y parece estar contemplando el paisaje, puede apreciar el pueblo tendido a sus pies, con las tejas de barro cocido de las casas, la torre en ladrillos del campanario, la cúpula antigua de la catedral, la línea del ferrocarril que atraviesa el poblado como una cicatriz, y, a los lejos, la plancha de acero del mar, con una franja en llamas por el sol del ocaso. El maestro y Sophia se despiertan temprano, desayunan café con tostadas y frutas en la cama, y Botero lee sin falta su diario favorito, The International Herald Tribune. Luego toma una toalla y sale a bañarse en la ducha externa que él mismo construyó en la parte de atrás de la casa, medio oculta entre los árboles, con paredes de estera y un chorro de agua refrescante. Se viste de manera informal y desciende por la escalera de piedra que serpentea entre el jardín hasta llegar a su estudio. Ingresa a las nueve pasadas, y no vuelve a abrir la puerta sino cuando sale a almorzar, casi a las dos de la tarde. Si se observa al artista a escondidas, a través del ventanal que le proporciona una luz amplia y cálida al estudio, lo ve absorto en su trabajo. Debido al calor del verano Botero labora sin camisa, de pie, concentrado en el barro que va moldeando con las manos a una velocidad sorprendente, girando la figura a cada rato sobre una torneta alta para contemplarla y analizarla desde otro ángulo. El resto del estudio impacta por el desorden. Hay una mesa grande oculta bajo cantida-

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des de hojas de papel, cuadernos abiertos con bocetos hechos a lápiz y faxes procedentes de todas partes del mundo. El piso de cemento está cubierto con el polvo blanquecino de los yesos que el escultor pule y pule hasta quedar satisfecho, y la única silla para sentarse, que él casi nunca usa, está a punto de desbaratarse. El espacio no es muy grande: tiene techos altos y un baño pequeño ubicado al fondo, y se ve todavía más estrecho por las esculturas que están sin acabar, arrumadas contra las paredes o puestas sobre otras tornetas que parecen altas sillas giratorias. Hay una caneca gris llena de barro, un atomizador con agua para que la materia no se seque, y sobre un taburete yace una colección de utensilios de trabajo que parecen instrumentales de cirujía, sucios de barro seco y desgastados por el uso, y que incluye palillos, gradinas, alambres doblados, cinceles, cuchillos sin punta y escofinas. En un rincón sobresalen varios paquetes amontonados con catálogos de sus exposiciones más recientes, y un montón de cajas con ejemplares de los últimos libros que se han publicado sobre su obra. En las paredes hay fragmentos de pintura al fresco, que son los primeros ensayos que Botero realizó, con un esfuerzo brutal por dominar la técnica original del siglo XIV, para pintar los dos frescos enormes que ya resaltamos, La puerta del Infierno y La puerta del Paraíso, y que hoy se pueden apreciar en la iglesia de la Misericordia, en Pietrasanta. Como bien se sabe, el humor forma parte esencial de la obra de este artista, y en esa ocasión, ya lo vimos, el maestro incorporó su propio retrato en la caldera del infierno, así como el de Sophia e incluso el de Mario, el jardinero de la casa que le ayudó a preparar los muros de la iglesia. Cuando Botero sale a almorzar, se dirige con Sophia en su diminuto automóvil a la playa para reunirse con la familia que lo visita durante unas semanas del verano. En verdad, Pietrasanta no es un destino que la gente asocia con el programa de las vacaciones (aunque cada año llegan más visitantes), pero el resto de la región sí lo es. Más aún, La Versilia también se conoce como la Riviera toscana, pues es una zona costera de más de 30 kilómetros de playas resplandecientes, con pueblos como Massa, Camaiore y Pietrasanta conectados por carreteras internas que conducen hasta sus puertos y marinas al borde del mar. La provincia comienza en la Marina di Carrara y termina en la Marina di Torre del Lago Puccini, en donde se encuentra el gran Lago Massaciuccoli. Allí está la residencia del célebre músico, la hermosa villa en la cual Puccini compuso casi todas sus óperas, y en donde hoy reposa su tumba y también la de su esposa. Sin embargo, el mayor atractivo de la región, el que atrae a miles de turistas cada año, son esas playas largas y amplias, de arena fina y color crema. Esta costa italiana fue la primera que se dividió en los famosos lidos y establecimientos balnearios, operados por los hoteles o dueños particulares que cobran por el uso de sus facilidades. Cada bagno es diferente, con banderas y colores distintivos, y tiene sillas de lona con parasoles y tumbonas bajo tiendas perfectamente ordenadas en la arena. Las toallas que cubren los puestos son del mismo color del establecimiento, lo que le proporciona una gran coherencia visual a toda la costa, y cada balneario cuenta con cabinas en donde los huéspedes ingresan para cambiarse de ropa y ponerse el traje de baño. El local donde el maestro tiene un


par de tiendas alquiladas para la temporada se llama Rosina, y al salir de su casa con Sophia toman la carretera conocida como la Via Apua, abovedada por las gruesas ramas de los viejos castaños que bordean ambos costados de la avenida durante unos dos kilómetros, y en pocos minutos estacionan el auto a la sombra de un árbol sobre la gravilla del parqueadero. Por su lado, sus hijos y nietos han salido antes de la casa en bicicletas, y todos juntos recuerdan un pelotón de ciclistas que recorren la cicloruta en dirección al mar; atraviesan el bosque espeso y sombreado de La Versiliana, pasan en frente de las villas lujosas de Forte dei Marmi, y por fin emplazan las ruedas de las bicicletas en los soportes metálicos de Rosina. Allí esperan al maestro, y cuando Botero llega con Sophia todos se sientan a almorzar. El lugar cuenta con un restaurante informal, de comida sencilla pero sabrosa, con mesas bajas y sillas rústicas de madera despintada bajo una pérgola de bambú. Lo primero que Botero le pide a Alessandra, la camarera joven y simpática que está lista para tomar la orden, es una botella bien fría de vino blanco, Pinot Grigio, y luego proceden a ordenar, por turnos, platos ligeros y típicos de la región: emparedados de focaccia con prosciutto y queso mozzarella, pasta con almejas, o ensalada fresca de atún con tomates, alcaparras y aceitunas. La conversación

siempre es animada, y por lo general sirve como un pretexto para que sus familiares conozcan las sólidas opiniones del artista. Botero es un hombre de grandes inquietudes y firmes convicciones, con una curiosidad insaciable por casi todos los temas, y sabe escuchar como pocas personas. Muestra un interés genuino por lo que otros le dicen, siempre y cuando esté bien pensado, y por ese motivo las charlas resultan instructivas y estimulantes, con brillantes comentarios de parte del maestro sobre los sucesos más relevantes del momento, y también anécdotas fascinantes sobre su vida y el camino empinado que ha sido su carrera artística. Su país, Colombia, es el asunto predominante en la mesa, y es difícil de entender cómo hace este creador para estar tan bien informado sobre los acontecimientos nacionales de mayor importancia. El diálogo se prolonga y la familia come con gusto, y después del postre y del café todos se dirigen a las tiendas de la playa; allí cada uno reposa el almuerzo o se baña en el mar, y mientras sus hijos leen o juegan ajedrez y hablan en voz baja, Botero cumple con un rito que parece sagrado: su siesta de una hora, con un transistor mínimo conectado al oído para enterarse de las últimas noticias del mundo. Al final, Sophia lo despierta con suavidad, y los dos regresan a Pietrasanta para seguir trabajando, cada uno en su estudio, hasta la hora de la cena.

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© Carlos Duque


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© Carlos Duque


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