Aniversario Revista NU2 Nº65

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> la orilla

myriam ybot

Europa Fotografía: Natividad Betancor

L

a playa se extendía solitaria ante mí, apenas punteada por las diminutas luces de algunas viviendas encastradas en la ladera del acantilado que la cercaba. Era la noche en que iba a cambiar el rumbo de mi vida y nada hacía presagiar que al baño ritual de mi primer día de vacaciones le seguirían acontecimientos que me marcarían para siempre. La inmersión, desnuda bajo las estrellas, se convirtió en bienvenida obligatoria desde que, alcanzada la edad en que se me dio vía libre para elegir dónde, cómo y con quién disfrutar de mi mes de descanso estival, enfilaba hacia la costa, ávida de sol, yodo, jable y romance. Una pequeña mochila era suficiente para aplastar en su interior un par de bikinis de algodón, un pareo deshilachado, unas cuantas camisetas, algo de ropa interior, un vaquero y un pañuelo para la cabeza. No recuerdo haber cargado entonces con todas esas cosas que hoy se me antojan imprescindibles, como el desodorante, el cepillo del pelo o una crema hidratante. La sensación de libertad hacía suyo mi vientre en el momento en el que me colocaba en un arcén y estiraba el dedo en la dirección vagamente elegida; el levante abarcaba desde Agua Amarga a Rosas, pasando por Mazarrón o Altea. Si el pulgar miraba al norte, podía acabar en cualquier punto

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del litoral cantábrico entre Galicia y Euskadi. Y si lo dirigía al el sur, poco importaba; tan bien me sentía entre las privilegiadas huestes marbellíes como rodeada de dunas, en una playa de Huelva. El desplazamiento nunca fue un problema. Instalada en un tiempo entre las noticias de El Caso y la telebasura que vino después, con su carga de paranoia social, alarmismo y morbo, no tenía conciencia de las amenazas que supuestamente se cernían sobre los autoestopistas. Y nunca sucedió nada. Más al contrario, en aquellos periplos hice algún que otro amigo que mantuve durante cierto tiempo. Viajaba sola e igualmente sola me reincorporaba a la rutina invernal, cuando retornaba a la ciudad; salvo por aquellos paréntesis de mar y sol, mi vida entera transcurría bajo el manto de un largo invierno atemporal y plano. En cualquier lugar en el que el destino y el último amable conductor terminaran apeándome, las cosas eran fáciles. Siempre había jóvenes dispuestos a hacerme un hueco en sus casas y, por lo general, en sus camas. A veces encontraba plaza en una tienda de campaña, en el camping para hippies de la zona. O invitación para participar en fiestas a la luz de la luna, en alguna cala desierta, al abrigo de una hoguera y de un rasgueo de guitarra. Servir copas


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