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La puerta cerrada por Camilo Andrés Caicedo Buitrago

por Camilo Andrés Caicedo Buitrago.

Con la mente en blanco, como la última vez, Margara miraba a través de la puerta cerrada tratando de buscar una respuesta a sus miedos. No la había. Sentía que todo volvería a suceder y nuevamente no podría hacer nada. Podía saborear el humo, sentir el calor detrás de la puerta cerrada y, de nuevo, estaba pasmada. Como siempre su mente la obligó a revivir los momentos: el fuego, los gritos, la impotencia, el temblor de su cuello, su mirada borrosa y el mareo. Todo se sentía muy real y, sin embargo, era una farsa de su mente. La jugarreta de su mente terminaba, como siempre, con la histeria de sus gritos y un medicamento directo a su vena administrado con violencia por la enfermera, lo cual aumentaba el sueño y la dejaba inconsciente. Su mente se encargaba entonces, de llevarla de vuelta a los días donde se sentía segura porque creía tenerlo todo controlado. Recordaba la casa, su hijo, el trabajo, la universidad y las cuentas como algo que podía predecir, sin que eso fuera completamente cierto, pero al menos, aquello le daba algo de paz; paz que, sabía, no iba a durar mucho.

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Todo era exactamente igual como lo recordaba, deslucido y pobre, el olor a jabón Rey que tanto le había molestado, de repente reemplazaba el nauseabundo olor a hospital. El sueño siempre comenzaba un martes por la mañana. La alarma no la había despertado debido al cansancio de haber estado estudiando la noche anterior, pero por suerte, Felipito, su hijo de 12 años la había oído y se había levantado a hacer el desayuno para irse al colegio. No era usual verlo ser acomedido ni amable, ya que ella y él vivían en una constante pelea por su mal comportamiento, sumado ya, a la fricción que infundía el padre en su niño cada vez que se lo llevaba a comer hamburguesa un fin de semana al mes.

El niño preparó huevos revueltos medio quemados y simples que ella consumía como si hubieran sido bajados del mismo cielo; acompañados, además, de una aguapanela simple que refrescó su garganta. Después se iban ambos hacia el colegio. Recordaba que subían la colina entre casas de ladrillo y tejas de zinc, unas más pobres que las otras hasta llegar al colegio, donde los niños recién bañados se apelmazaban en una única puerta para llegar a tiempo. Sin embargo, ese día fue distinto, porque en el trayecto, Margara alcanzó a divisar a lo lejos en una acera al papá de su hijo entre dos borrachos recostados uno sobre el otro. Ya hace mucho había dejado de sentir lástima por el imbécil que se reía de su propia perdición.

Se sabía por encima de ello, y lo estaba, pero aún así, ese mes el borracho no había pagado la cuota alimentaria y estaba corta de dinero. La ira que sentía la obligó a cobrar lo debido del dinero del borracho, así que mandó a Felipito solo al colegio para que no viera cómo le quitaba la plata a su adorado papá.

El borracho apenas se inmutó cuando Margara, con asco, le metió la mano al bolsillo y sacó los billetes que de milagro no se habían consumido la noche anterior en putas y tragos. Con brío se fue a trabajar viendo el brillo dorado del sol en las aceras. A pesar de la tranquilidad de tener lo suficiente para este mes, tenía pensado cobrarle de todos modos al papá del niño. Sentía merecerlo luego de haberle aguantado tres años de golpes y una hospitalización. Recordaba haberse sentido fuerte, enérgica, tanto que no se durmió durante la media hora de recorrido hacía su trabajo en trasporte público, como usualmente lo hacía. Sin que ella lo notara, los micro sueños habían cobrado protagonismo en su día a día desde que entró a sexto semestre de contabilidad. Ya no le quedaba el mismo tiempo de antes con el montón de trabajos que le dejaban, por lo cual había recortado sus horas de sueño, llegando incluso a no dormir en días para mantener la beca que le había dado la empresa por su buen desempeño laboral.

Todo junto a veces la sobrepasaba, pero ella hacía lo posible para cumplir con todo y creía hacerlo de forma correcta. Recordaba el sabor del café de la oficina y su compañera hablando de que había perdonado a su exnovio, cuando a su celular llegó una llamada a nombre de la “Profe Aura”. La tenía guardada para poder ignorarla, porque estaba aburrida de las quejas hacia su muchacho, que por la fama de maloso que tenía, lo habían cogido entre ojos; tanta era su persecución que muchas veces lo veían en el patio donde había sucedido algún incidente e inmediatamente era culpado de lo sucedido sin que hubiera conexión alguna con él. Ese día, sin embargo, contestó. La maestra estaba furiosa, como de costumbre, pero esta vez no se descargó contra Margara, sino que solo le dijo: “Por aquí está la policía y necesitan hablar con usted. Es por Felipe”. No pudo hacer otra cosa que salir corriendo al colegio del niño con el orgullo herido de madre, furiosa y triste al mismo tiempo. Afuera de la institución había dos patrullas que la aterraron. —“¿Qué habrá pasado? Mi niño no puede ser un criminal. Deben estar exagerando como siempre” —se decía, sin saber el error en el que estaba.

A Felipito le habían encontrado un arma de fuego en el bolso. Al parecer una niña en el descanso había caído en la curiosidad cuando escuchó incrédula que alguien tenía un arma, pero cuando la vio, aterrada puso la queja. Según él, se la había encontrado en el camino al colegio, poco después de que su mamá le dijera que se fuera solo. La había visto brillando junto a unos escombros y la había recogido sin más. Para los policías podría tratarse de un caso de bandas criminales, pero el caso requería una mayor investigación acerca del arma y de su procedencia, por lo que Margara dio sus datos y su número de teléfono, con la esperanza de que nunca la llamaran. El niño se salvó de un problema con la ley, pero no se salvó de la expulsión del colegio.

Como castigo, Margara había resuelto vender el televisor y poner al niño a hacer todos los quehaceres de la casa, además, le prohibió las salidas y las visitas. También se había propuesto a dejarle tareas en la noche para que las hiciera mientras no estaba y ocupara su tiempo. Todo esto funcionó durante aproximadamente dos semanas, luego el niño volvió a sus andadas ca- llejeras con unos conocidos suyos con los que se había iniciado en los atracos con cuchillo y el cosquilleo en los buses. Además de ello, era usado como repartidor en la venta de marihuana y cocaína, porque se decía que de los niños nadie sospechaba y que era bueno que fueran aprendiendo para que le sirvieran más adelante a la “Organización”, quien tenía control del territorio para la venta de estupefacientes. Así se había hecho varios pesos que tenía guardados dentro del colchón de su cama para irse a vivir solo, cuando fuera un poquito más grande. Felipito todos los días, una vez terminados los quehaceres de la casa, se bañaba, se perfumaba, agarraba su puñal y se echaba tres bendiciones con el rosario bendito por el cura de la parroquia. En la calle conocía todo, sabía por dónde no podía meterse, a dónde no ir solo y cómo sólo dar puntazos con la navaja para no cargarse a nadie. En grupitos de a tres, los niños se adentraban en los lugares más hediondos donde hubiera adictos a quienes venderles o en las casas de la “gente de bien” que ponían su granito de arena a la industria del narcotráfico. Su madre no hubiera creído el prontuario que tenía su niño, que se movía como pez en el agua entre maleantes; sin embargo, la mentira se deshacía como el papel consumido por el fuego divino, y así como el azar había llevado a Felipito a ser expulsado del colegio, el azar también lo alcanzaría esta vez, pues un día sin proponérselo, Margara regresó a media tarde a su casa a buscar unos informes que había olvidado y en ella no encontró a su hijo. Furiosa se fue a buscarlo por todo el barrio.

El niño se había detenido a comprar una gaseosa en una de las tiendas y se estaba fumando un cigarrillo, cuando su madre lo vio desprevenido y, sin pensarlo, lo agarró del pelo y lo arrastró hasta la casa. Los vecinos curiosos no se atrevían ni siquiera a comentar, sentían lástima por la pobre mujer que se la pasaba trabajando y quería hacer las cosas bien, pero no había podido encausar a su muchacho en un panorama tan agreste y con todo en su contra. El castigo fue el encierro. Margara, decidió dejar con llave al muchacho cuando ella no estuviera para alejarlo de la calle. Esta prisión improvisada era solo un preámbulo de lo que hubiera sido su futuro, si hubiera tenido alguno. A pesar de su determinación, nunca estuvo tranquila con el muchacho encerrado, sentía que por algún lado se iba a salir porque siempre había sido mañoso y nunca le había tenido miedo a nada. Sin saber si esto era valentía o estupidez, después de todo era igualito al papá hasta en lo maleante. Ante sus ojos, siempre encontraba en él sus mejillas rosadas y su falsa fragilidad de infante entrado en años que le conmovía.

Aún recordaba estar llegando del trabajo, ver la vía cerrada, el bus que tomaba un desvío. Caminaba con la cara entumecida por el frío y con sus pasos chuecos por el cansancio de usar tacones. Estaba despreocupada. Recordaba empezar a ver mucha gente arrumada en las aceras. Había un eco en sus voces, todos repetían algo que le era inaudible, algo que ignoraba por su bien, aún sin saberlo. Sentía que se acercaba al infierno con cada paso turbulento que daba. El humo crecía conforme el calor se hacía más intenso. Empezó a toser. Escuchó el ruido de las patrullas a lo lejos y la prisa de los carros a su alrededor. Un extraño rumor de muerte empezó a dominarla, así que empezó a mirar a su alrededor, pero la gente estaba apelmazada al frente suyo.

Con esfuerzo cruzó la masa humana y vio el infierno ante sus ojos. Una gran bola de fuego se comía a pedazos las tres casas, entre las cuales estaba la suya en medio con la puerta cerrada. Miró a todos lados, pero no estaba su pequeñito por ningún lugar. Se le había quemado el niñito. Se había muerto por su culpa, creía. Por haberlo encerrado, por no haberlo educado como se debía.

Sus ojos se abrieron y se encontraron con la oscuridad. Era de noche y la puerta aún seguía cerrada.

FIN.

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