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El León de Nemea por Sebastián Varo Valdez
from Nudo Gordiano #20
por Sebastián Varo Valdez.
Las pequeñas flores blancas que bordeaban el viejo camino se mecían con la brisa mientras resplandecían cegadoras a la luz del sol en su cenit, el cual acariciaba la piel con su insistente tacto abrasivo. ¡Pero qué día tan diáfano para dejar atrás las ruinas de un imperio que ha caído por el peso de sus propias fallas!, pensó Yosefna al descansar su barbilla en sus manos. Y siguió repitiendo esa misma frase para no pensar en lo que dejaba tras la colina por la cual bajaba ahora la carreta que lo llevaba con rumbo a Dorel, porque, ¿qué implicaba “dejar atrás” cuando aún llevas sobre ti una gran carga? ¿Acaso no se le llamaba a aquello huir? ¿Y cómo se le llamaba a la acción de huir sabiendo que pones tu vida en riesgo con el camino enfrente? Yosefna pensó: ¡Pero qué día tan diáfano para dejar atrás las ruinas de un imperio que ha caído por el peso de sus propias fallas!, e intentó no volver a pensar en aquello, ahora enfocando su vista en el paisaje y tomando con una mano la gota de cristal del collar que colgaba de su cuello.
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Era bien sabido que el camino a la metrópoli era uno peligroso. Y si bien la ruta era comercial, los peligros se sumaban conforme la senda se alejaba de la costa adentrándose en las montañas. Había bandidos y ladrones. Rondaban hombres que secuestraban a los viajantes para tomarlos de prisioneros. Yosefna no llevaba consigo nada de valor, salvo dicho dije de cristal soplado que apretaba con fuerza. Sin embargo, un joven como él, de estatura promedio y cuerpo delgado, haría un buen esclavo. Pero Yosefna no pensaba en eso mientras miraba a los alcatraces volar hacia la bahía.
Fue en su cumpleaños cuando recibió el collar. Yosefna se levantó al alba para recolectar hierbas en el lugar de siempre. Sabía que las Melisas cerca del río estarían en su punto ese día, y deseaba llegar antes de que algún animal del bosque le ganara los brotes más jóvenes, (por supuesto que les dejaría suficientes para que se pudieran alimentar, eran toda una exquisitez para un cervatillo). Además, el joven sólo llevaría lo necesario para su uso, no había mayor lástima que tomar brotes de más y dejar que aquella maravillosa planta perdiera todo su perfumado aroma al ser olvidadas en una cesta.
El muchacho hizo uso de casi todo su día, la mayor parte la desperdició tratando de decidir si llevar las hermosas flores que se encontró entre los árboles del bosque o si en realidad se trataba de acónito. (Al final, para evitar accidentes, se decidió por no llevarlas). Después pasó por el mercado. Saludó a Uriel, también a la señora Agneta. Se encontró con Attis, quien le deseó un lindo día. Tras todo eso, su regreso fue al atardecer, y tal cual Yosefna entró a su hogar cuando el sol se ocultaba entre las montañas, su padre se dirigió a la puerta, brindándole un ligero golpe en la espalda mientras salía deprisa.
Su madre se presentó entonces a recibirlo con un abrazo, poniendo en sus manos una envoltura de cuero con un lindo nudo encima. El joven deshizo el amarre con una sonrisa. En su interior encontró un collar del mismo material que aseguraba el cuero, mas lo que captó su atención, fue la manera en la cual los últimos rayos de sol del día se reflejaban en el cristal en forma de gota que descansaba justo en el centro.
Yosefna no podía apartar su mirada del dije, hipnotizado por la manera en la cual la luz perdía poco a poco su intensidad mientras el sol se cubría de las montañas. Su madre tomó entonces el collar en sus manos, lo pasó por el cuello del muchacho y, a pesar de estar solos, susurró con su voz enmelada al oído de su hijo:
—Me recuerda al brillo de tus ojos —profirió mientras ajustaba el collar al cuello —. Como si hubiera dentro de ese mismo brillo una especie de melancolía que jamás te abandonará.
El joven volteó con una sonrisa, observando a su madre directo a los ojos. —Piensa en ello como un perfecto orden de sentimientos que viven en armonía entre los colores de tu iris. Pero ten cuidado, si lo permites, la felicidad se desvanecerá de ese balance.
Entonces tus ojos se inundarán de la tristeza más pura que podrás sentir. Y así fue durante un tiempo. Sólo bastó un cambio de estación para que su madre falleciera por una herida en el cuello. Aquella noche, no hace mucho, Yosefna había intentado salvarla con los pocos conocimientos que poseía, con las pocas hierbas de las cuales disponía, pero no habían sido suficientes. Incluso ahora no habrían sido suficientes… Una piedra en el camino provocó que la carreta cediera a un ligero brinco que sacó al muchacho de sus recuerdos. Mirando el camino detrás de él, la costa siendo inundada de las copas de los árboles, Yosefna pensó: ¡Pero qué día tan diáfano...! Sin embargo, el joven era consciente de que no podía alejarse de aquello que lo atormentaba, sin importar qué tan lejos se marchara. Y así el recorrido siguió.
Faltaba mucho para llegar a su destino, así que el chico decidió por acostarse sobre el heno.
El conductor había sido amigo de su madre, motivo por el cual se ofreció a llevarlo sin compromiso alguno; lo único que se le había pedido era que no maltratase la carga, pero el camino era largo, por lo que Yosefna apoyó sus piernas en un lado de la carreta mientras hundía aún más su cuerpo entre la suave fibra vegetal que servía de cama. El joven debía distraerse para no atraer recuerdos sobre aquello que dejaba atrás, sin embargo, las pequeñas ramas secas caían por los costados del lecho y dejaban un rastro de su recorrido. Su hogar se había desintegrado. Yosefna perdió a su madre en manos de aquellos cegados por la avaricia. Attis, su amigo de la infancia también había perecido. El calmo río que servía de espejo al cielo, el cual visitaba cada mañana, se había distanciado de lo celestial llevando consigo corrientes rojas mientras atravesaba todo lo largo de la urbe que le había brindado refugio.
Su tranquilidad y su seguridad se habían esfumado. No quedaba nada para él, no quedaba nada que la destrucción no hubiera manchado. Ahora el joven abandonaba la codicia que había atraído el caos, pero también dejaba atrás al bosque que le enseñó el arte de curar; dejaba atrás la promesa de un prominente futuro bajo el mandato de un nuevo reino; dejaba atrás a su padre, o el vínculo sin cariño que lo ataba a él. Y entre más avanzaba su transporte, más lejos quedaba todo aquello.
Otra piedra en el camino causó que la carreta brincara y, en esta ocasión, Yosefna brincó con la carreta también. El joven se sentó sobre el heno en ese momento, dirigiendo su mirada al paisaje que los rodeaba. Una masa de vibrantes rojos y anaranjados invadía todo un lado del camino, escalaba una pequeña colina y se perdía en el horizonte. Era un mar sin fin de pétalos aterciopelados que ondulaban con las corrientes de aire que eran empujadas por la media tarde. Un atardecer dormitando sobre el prado. Un campo de amapolas.
Yosefna necesitaba llevar un par consigo. El viejo conductor no lo comprendería, lo tomaría como robo, o tal vez lo tomaría como un simple capricho; el joven esperaba que eso último fuera en realidad el único motivo. Frente a él se presentaba una oportunidad para satisfacer una profunda necesidad, y necesitaba también tiempo para recolectar las partes más delicadas de las flores sin maltratarlas en la prisa. El joven se acercó al conductor y le habló sobre su hombro con una voz tranquila:
—Disculpe señor Naveed, es de mi desagrado informarle que no me siento muy bien por el momento. ¿Le molestaría si nos detuviésemos un instante?
—¿No se encuentra bien, joven Yosefna? respondió el conductor un poco preocupado.
En su frente se acumulaban gotas de sudor, su aliento salía con un poco de pesadez. El joven movió su cabeza en un gesto de negación, mas el conductor siguió avanzando con lentitud mientras respondía —. De haberme comentado antes hubiera disminuido la velocidad.
—Lo sé, señor Naveed, pero temo que mi estómago carezca de la fuerza para soportar el resto de esta senda vieja y rocosa. ¿Le molestaría si nos detuviésemos por un instante? Un pequeño descanso sería conveniente para todos nosotros. El desdichado de Nomi incluso anda con dificultad —agregó Yosefna señalando al caballo gris que caminaba frente a ellos. El señor Naveed pareció pensarlo un momento, levantó la vista al sol sobre ellos, respiró hondo y poco después se detuvo en medio del camino. Ambos bajaron de la carreta con cuidado. El conductor tomó a Nomi de las riendas y lo llevó a la sombra de un pequeño árbol para pastar mientras Yosefna se movía en sentido contrario, listo para adentrarse al campo de amapolas.
—Joven Yosefna, ¿a dónde se dirige?
—Me voy a sentar un momento entre estas lindas flores, estoy seguro de que su aroma calmará mis entrañas. En un instante regreso con ustedes.
—Solo tenga cuidado, no sabemos si es un campo natural o si le pertenece a alguien.
Lo cierto era que las amapolas sí tenían cualidades curativas, pero no se encargaban de aliviar estómagos resentidos, y de hacerlo, no lo harían con el simple aroma, eso sabía Yosefna. Las amapolas se utilizaban para muchos malestares, entre ellos, el mayor uso que se les profería era como calmante, y si bien no eran de uso urgente por el momento, el joven prefería mantener un par consigo por si la ocasión lo requería.
Yosefna se introdujo en la gran masa de flores que brillaban hacia el sol. Se inclinó a la altura de las plantas comenzando a diseccionar sus partes con cuidado, guardándolas junto al resto de las hierbas que portaba con él. Tal vez si hubiera tenido un poco de amapola, mi madre no hubiera sufrido en su partida, pensó mientras tomaba una flor por el cáliz y la colocaba en la palma de su mano. Parecía una clase de rosa que ha tratado de ser despedazada por los fuertes vientos, una rosa cuya sangre fluyente se ha coagulado en su mismo centro, rendida sin escapatoria. Tal vez si hubiera tenido un poco de amapola, mi padre no se hubiera olvidado de quién era yo, de quién era él mismo. O quizá si lo hubiera dormido con un poco de extracto de las raíces, tal vez mi padre hubiera recordado en sus sueños que no importaba más un nuevo reino que su propia familia. Yosefna continuó juntando flores en sus manos mientras continuaba perdido en sus pensamientos. En la naturaleza hay curas para cualquier malestar del cuerpo. Pero ¿y del corazón? ¿qué herbaje podría ser un buen sedante para el dolor que siento en mi pecho? Para las lágrimas ya derramadas, para los sollozos que se han convertido en piedras en mis pulmones, ¿qué puedo tomar?
Yosefna se recostó entre las amapolas que se erguían hacia el cielo, tomó el collar en sus manos e inhaló de manera profunda. Una mariposa se posó sobre una flor presumiendo sus colores al viento. Una abeja pasó zumbando entre los estambres amarillos de otra. Las nubes blancas navegaban los mares celestes que rodeaban al sol, y con sus sombras acariciaban las mejillas de Yosefna, quien respiraba con tranquilidad en el suelo. Su vida había cambiado. Su futuro era incierto, con la esperanza de que fuera más prominente que su pasado, y el camino que le quedaba por recorrer era largo y azaroso. El joven se levantó sin sacudir sus ropas. Acarició una amapola sintiendo entre sus dedos la tersura de los pétalos. ¿Qué será de aquella parte de mi ser que dejo atrás? Yosefna nunca había sentido tanto dolor dentro de sí mismo, tanto malestar que no pudiera curar, tanto pesar en su persona, tantas ganas de abandonarlo todo y dejarse caer en las tinieblas perdidas en el fondo del acantilado que pasaron hace unas cuantas colinas atrás. Lo pensó bastante.
Estuvo a punto de hacerlo. Saltar de la carreta y huir a un fin absoluto. En realidad, no se trataba de eso. Nunca se había tratado de eso. No había ningún sentido en sufrir sin aprender nada. Por eso se dirigía a Dorépolis, la ciudad más grande de todos los tiempos, el punto medio en donde convergían todos los rincones del mundo, porque era lo único que conocía de su antigua vida, porque era el único lugar donde aprendería a ser un buen sanador, en donde podría perdonar sus errores pasados y en donde alcanzaría su destino. El muchacho tomó el dije que colgaba de su cuello, sintiendo una clase de fuerza correr por sus brazos que murmuraba las palabras de su madre.
Yosefna se acercó a la carreta mientras Naveed atalajaba a Nomi, tocando su suave pelaje. El joven miró una última vez el campo de amapolas y, por primera vez en mucho tiempo, sintió algo de aquel alicaído sentimiento que se mezclaba con su imperativa tristeza. Nada quedaba del gran imperio en el cual había crecido desde los cimientos hasta los valores. Nada le quedaba de una familia rota y un padre que no dudaría en cambiarlo por una res de la peor calidad si se llegara a presentar la oportunidad.
No quedaba nada en Lavinia, o cual fuera el nombre que portaba ahora. No había nada por aprender, ni siquiera nada para amar, solo los escombros de un falso compromiso y la falta de cariño de quien lo había lastimado, del padre y la ciudad que lo habían hecho a un lado. Entonces, ¿cómo se le llamaba al hecho de abandonar un lugar que te ha abandonado? Yosefna solo esperaba que fuera una cosa: madurez, a pesar de que, después de todo, el joven sabía que el dolor, al igual que el brillo que desprendían sus ojos, con el tiempo podrían aumentar o disminuir su intensidad. Eran parte de él mismo, de la armonía que lo empujaba hacia delante, hacia un mejor futuro por el cual ahora estaba dispuesto a alcanzar.