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Sebastián Varo Valdez Las pequeñas flores blancas que bordeaban el viejo camino se mecían con la brisa mientras resplandecían cegadoras a la luz del sol en su cenit, el cual acariciaba la piel con su insistente tacto abrasivo. ¡Pero qué día tan diáfano para dejar atrás las ruinas de un imperio que ha caído por el peso de sus propias fallas!, pensó Yosefna al descansar su barbilla en sus manos. Y siguió repitiendo esa misma frase para no pensar en lo que dejaba tras la colina por la cual bajaba ahora la carreta que lo llevaba con rumbo a Dorel, porque, ¿qué implicaba “dejar atrás” cuando aún llevas sobre ti una gran carga? ¿Acaso no se le llamaba a aquello huir? ¿Y cómo se le llamaba a la acción de huir sabiendo que pones tu vida en riesgo con el camino enfrente? Yosefna pensó: ¡Pero qué día tan diáfano para dejar atrás las ruinas de un imperio que ha caído por el peso de sus propias fallas!, e intentó no volver a pensar en aquello, ahora enfocando su vista en el paisaje y tomando con una mano la gota de cristal del collar que colgaba de su cuello. Era bien sabido que el camino a la metrópoli era uno peligroso. Y si bien la ruta era comercial, los peligros se sumaban conforme la senda se alejaba de la costa adentrándose en las montañas. Había bandidos y ladrones. Rondaban hombres que secuestraban a los viajantes para tomarlos de prisioneros. Yosefna no llevaba consigo nada de valor, salvo dicho dije de cristal soplado que apretaba con fuerza. Sin embargo, un joven como él, de estatura promedio y cuerpo delgado, haría un buen esclavo. Pero Yosefna no pensaba en eso mientras miraba a los alcatraces volar hacia la bahía. Fue en su cumpleaños cuando recibió el collar. Yosefna se levantó al alba para recolectar hierbas en el lugar de siempre. Sabía que las Melisas cerca del río estarían en su punto ese día, y deseaba llegar antes de que algún animal del bosque le ganara los brotes más jóvenes, (por supuesto que les dejaría suficientes para que se pudieran alimentar, eran toda una exquisitez para un cervatillo). Además, el joven sólo llevaría lo necesario para su uso, no había mayor lástima que tomar brotes de más y dejar que aquella maravillosa planta perdiera todo su perfumado aroma al ser olvidadas en una cesta.
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