Septiembre-Octubre 2021 No. 20
Nudo Gordiano DIRECTORIO Consejo Editorial Enrique Ocampo Osorno Julia Isabel Serrato Fonseca
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Jefa de Contenidos y Marketing Linette Daniela Sánchez
Editora en Jefe Ana Lorena Martínez Peña
Toluca, Estado de México, México. Nudo Gordiano, 2021. Todos los derechos reservados. Revista literaria de difusión bimestral contacto@revistanudogordiano.com
Difusión Erasmo W. Neumann
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Índice Cuentos - la Espada D’arc, doncella de Dios
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Andrés Á lvarez
La Puerta Cerrada
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Camilo Andrés Caicedo Buitrago
La Señora de los Gatos Juan Angel Espinosa Netro La Nigromante
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Diana Guiland Mederico
El Hombre Gris
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José Rodolgo Espinoza Silva
El León de Nemea
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Sebastián Varo Valdéz
Poemas - la Lanza Concierto para la Soledad
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Eduardo Omar honey Escandón
Nicotina
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Joel H. Orozco
Tres Encuentros Solares
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Estibali Méndez
Despojado
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José Luis Pacheco Santillán
El Desconsuelo
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Isabel María Hernández Rodríguez
Vida
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Vanina Roxana Pérez
Ensayos-El Buey Vidas sin salida en los cuentos de Juan Carlos Onetti Adán Echeverría
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Andrés Álvarez Todos esperaban sus gritos desgarradores. Esos infames llamados de piedad que solo increpan los cobardes; pero no, ella se mantuvo impávida, silenciosa, mirando con los ojos cerrados al cielo mientras la hoguera consumía su existir. Era el final de una campaña iniciada por Dios y en nombre de Él, y a sus diecinueve años sucumbió bajo las manos inglesas por una Francia que la espalda le dio. En la tarde del 6 de enero de 1412, en el pueblo de Domrémy nació Juana; mujer frágil que deparaba ser delicada y sumisa. Necesitada en pocos años de un ser que cuidara de su existir débil y humilde, que cumpliera con el cuidado que su padre le encomendaría en medio del dolor de perder a su hija, Jacques D’arc delegaría su amor y dedicación a un hombre que llegaría en medio de la noche y entraría en los sueños de su ángel traído por Dios y le daría la dedicación que él después de muerto no podría. Así fue. Isabelle estaba feliz. Dios la había bendecido con una hermosa niña, la que le había pedido en sus plegarias y ahora estaba abriendo los ojos ante un mundo que a veces tenía conflictos, pero por el momento aún no los había tocado con fuerza, indudablemente eran bendecidos por Dios y éste los amaba por ser unos hijos agradecidos y devotos. Pasaron unos años cuando las voces comenzaron a ahondar en su frágil cabecita. Siendo una niña, en medio de la iglesia, comenzó a escuchar voces que le pedían luchar por Francia; llorando y pidiendo al cielo, solicitaba una explicación a dichas voces, pero fueron días después, a sus casi trece años, cuando estas mismas tomaron forma, nombre, y con ello su palabra tuvo poder. Santa Catalina de Alejandría y Santa Margarita de Antioquía fueron las que comandarían sus palabras, y como estandarte, Dios estaba en cada discurso; primero fue en el confesionario, luego en su tierra, rural, tranquila, donde sus palabras tomaron forma y el destino pondría estas a prueba, de la forma en que los seres caemos en cuenta de que hay que movilizarse, cuando llega la muerte. Pasaron tres años y sus palabras tomaron sentido, ante los asedios 6
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descarnados de los ingleses en Orleans a finales del año 1428, las voces la pusieron en la encrucijada de ir a rescatar a sus coterráneos y con ello salvar su amada nación. Las voces le dijeron que el Delfín de Francia, el ilegítimo, era el verdadero rey y que los cien años de guerras intestinas entre Inglaterra y Francia llevaron a su país a la destrucción y degradación casi total. La moral estaba diezmada y en el sentir nacional decía que los franceses eran ilegítimos, malditos, mientras los ingleses eran dioses en la tierra, bendecidos en su existir. Salió de Domrémy posterior a un ataque por parte de los ingleses donde murieron varios de sus seres queridos, pero ella sobrevivió y tenía definido el camino que las voces le pedían que siguiera. La fuerza de las visiones estaba en aumento y a sus casi diecisiete años le pedían luchar como una guerrera de alguna de las defensas francesas, que no retrocediera, que estaba comandada por Dios y que, en nombre de él, la victoria sería suya para la gloria eterna. Realmente se miraba y no encontraba palabras para estas aseveraciones, no era una guerrera, era una granjera, no era un hombre, era una mujer, solo poseía corazón y las palabras que llegaban a ella en medio de una mente que a veces sentía trastornada. Continuó con el objetivo que de forma hostil le fue encomendado, buscando a Robert de Baudricout el comandante de la guarnición Armanac, que se encontraba en Vaucouters, al norte de Domrémy; tenía que cumplir su misión y la idea inicial era hablar con Carlos VII, el Delfín de Francia y el que sus voces le decían que era el heredero al trono. Pero no sería fácil, el comandante no cedería tan fácil ante las peticiones de la niña, y solo pasado casi un año, en 1429 le concedió una parte de la guarnición para ir donde el Delfín. Llegó donde Carlos VII y en medio de una conversación que duró poco, Juana convenció al hombre de que Dios le había dicho que él era el heredero al trono. Esto hizo que el hombre creyera y sintiera las ganas de apoyar la campaña que esta misma le ofrecía. Salió con una sonrisa, estaba convencida de sus palabras y la aceptación del Delfín ante ellas le dio la idea de que todo era realmente cierto. Comenzó a creer en su destino y la oscuridad que había vivido en la aldea, asolada por los ingleses, y las muertes que sabía que habían ocurrido en Orleans, tenían un sentido y ella sería su defensora desde este momento. Se cortó el cabello y se puso la armadura de un guerrero, tenía la firme convicción de que lo era y Dios estaba a su lado, al ir a misa y llevar a su grupo de soldados y al prepararse para la guerra, con el estandarte de Dios y Francia en su cabeza, al frente de batalla. Ganó la batalla de Orleans contra los ingleses y los franceses empiezan a creer que Dios estaba con ellos, y los ingleses sintieron miedo ante las batallas que esta niña comenzó a ganar, lo que dio paso a un imaginario que estaba en pos de la fe perdida, siendo el milagro que los franceses necesitaban para ganar y lo que sería el inicio de la formación de Francia como nación.
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No pasó mucho cuando la misma Juana coronó a Carlos VII como rey de Francia en la ciudad de Reims, dándole el poder y la fuerza que necesitaba para llevar a su tierra a la libertad. Sus voces estaban felices, tranquilas porque Juana había cumplido con su acometido y en medio de la guerra entre ingleses y franceses, el rey fue coronado e Inglaterra perdió gran parte de su poder en territorio francés. Las voces tenían razón y Juana pidió al cielo porque sus designios se habían cumplido, ahora existía una luz en medio de años de oscuridad. Pero el 23 de mayo de 1430 los borgoñones atacaron la ciudad de Compiegne, donde la mujer se encontraba en compañía del capitán Guillaume de Flavy, el cual, cuando ella salió con su grupo y fue acorralada por los borgoñones, cerró las puertas de la ciudad y dejó que a la mujer la capturaran y quedara a merced de los ingleses. Nadie pudo salvarla del juicio de los ingleses, el rey la abandonó y al final solo el silencio continuaría en medio de la noche, acompañándola, esperando su inminente muerte. Fue trasladada a Ruan para ser enjuiciada; allí, con el silencio acompañándola, y la nostalgia del sentirse olvidada de todos, la juzgaron por más de setenta cargos en un conjunto de más de doce juicios, siendo el más grave de todos el de brujería debido a las voces que escuchaba, atribuidas a Baphomet, además de su aspecto de hombre que fue altamente criticado debido a la insolencia luego de ser una mujer. Juana estaba cansada, se sentía devastada, pero su corazón latía con fuerza.
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Recordó una de las conversaciones con sus voces y en una de ellas le decían que este sería el último año de vida, respiró hondo y contuvo las lágrimas, tal vez este sería el final de su sagrada campaña, como una amada joven de carácter mesiánico y si era así, su fin era realmente seguro. El 24 de mayo de 1431 le dieron la última oportunidad de retractarse de todas las cosas que había dicho y de las que había hecho; lo hizo, pero al ver que la llevaban de nuevo hacia los calabozos donde había estado, Juana se retractó nuevamente y finalmente el 30 de mayo fue llevada a la hoguera. Era de mañana y había más de mil personas observando con detalle lo que el cardenal Winchester y los miembros del tribunal hacían. La joven se paró en la pira y esperó a que la encendieran. Sintió miedo, pero algo le decía que esto estaba escrito, que había una razón para ello y sonrió. Recordó a su padre y madre y la tranquilidad de Domrémy, además de su hermosa iglesia y como ser niño era tan divertido, no había nada de malo y estaba bien que todo fuera así, era el final perfecto de la historia perfecta. Todos esperaban sus gritos desgarradores. Esos infames llamados de piedad que solo increpan los cobardes; pero no, ella se mantuvo impávida, silenciosa, mirando con los ojos cerrados al cielo mientras la hoguera consumía su existir. Era el final de una campaña iniciada por Dios y en nombre de Él, y a sus diecinueve años sucumbió bajo las manos inglesas por una Francia que solo la espalda le dio.
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Camilo Andrés Caicedo Buitrago Con la mente en blanco, como la última vez, Margara miraba a través de la puerta cerrada tratando de buscar una respuesta a sus miedos. No la había. Sentía que todo volvería a suceder y nuevamente no podría hacer nada. Podía saborear el humo, sentir el calor detrás de la puerta cerrada y, de nuevo, estaba pasmada. Como siempre su mente la obligó a revivir los momentos: el fuego, los gritos, la impotencia, el temblor de su cuello, su mirada borrosa y el mareo. Todo se sentía muy real y, sin embargo, era una farsa de su mente. La jugarreta de su mente terminaba, como siempre, con la histeria de sus gritos y un medicamento directo a su vena administrado con violencia por la enfermera, lo cual aumentaba el sueño y la dejaba inconsciente. Su mente se encargaba entonces, de llevarla de vuelta a los días donde se sentía segura porque creía tenerlo todo controlado. Recordaba la casa, su hijo, el trabajo, la universidad y las cuentas como algo que podía predecir, sin que eso fuera completamente cierto, pero al menos, aquello le daba algo de paz; paz que, sabía, no iba a durar mucho. Todo era exactamente igual como lo recordaba, deslucido y pobre, el olor a jabón Rey que tanto le había molestado, de repente reemplazaba el nauseabundo olor a hospital. El sueño siempre comenzaba un martes por la mañana. La alarma no la había despertado debido al cansancio de haber estado estudiando la noche anterior, pero por suerte, Felipito, su hijo de 12 años la había oído y se había levantado a hacer el desayuno para irse al colegio. No era usual verlo ser acomedido ni amable, ya que ella y él vivían en una constante pelea por su mal comportamiento, sumado ya, a la fricción que infundía el padre en su niño cada vez que se lo llevaba a comer hamburguesa un fin de semana al mes. El niño preparó huevos revueltos medio quemados y simples que ella consumía como si hubieran sido bajados del mismo cielo; acompañados, además, de una aguapanela simple que refrescó su garganta. Después se iban ambos hacia el colegio. Recordaba que subían la colina entre casas de ladrillo y tejas de zinc, unas más pobres que las otras hasta llegar al colegio, donde los niños recién bañados se apelmazaban en una única puerta para llegar a tiempo. Sin embargo, ese día fue distinto, porque en el trayecto, Margara alcanzó a divisar a lo lejos en una acera al papá de su hijo entre dos borrachos recostados uno sobre el otro. Ya hace mucho había dejado de sentir lástima por el imbécil que se reía de su propia perdición. 10
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Se sabía por encima de ello, y lo estaba, pero aún así, ese mes el borracho no había pagado la cuota alimentaria y estaba corta de dinero. La ira que sentía la obligó a cobrar lo debido del dinero del borracho, así que mandó a Felipito solo al colegio para que no viera cómo le quitaba la plata a su adorado papá. El borracho apenas se inmutó cuando Margara, con asco, le metió la mano al bolsillo y sacó los billetes que de milagro no se habían consumido la noche anterior en putas y tragos. Con brío se fue a trabajar viendo el brillo dorado del sol en las aceras. A pesar de la tranquilidad de tener lo suficiente para este mes, tenía pensado cobrarle de todos modos al papá del niño. Sentía merecerlo luego de haberle aguantado tres años de golpes y una hospitalización. Recordaba haberse sentido fuerte, enérgica, tanto que no se durmió durante la media hora de recorrido hacía su trabajo en trasporte público, como usualmente lo hacía. Sin que ella lo notara, los micro sueños habían cobrado protagonismo en su día a día desde que entró a sexto semestre de contabilidad. Ya no le quedaba el mismo tiempo de antes con el montón de trabajos que le dejaban, por lo cual había recortado sus horas de sueño, llegando incluso a no dormir en días para mantener la beca que le había dado la empresa por su buen desempeño laboral. 11
Todo junto a veces la sobrepasaba, pero ella hacía lo posible para cumplir con todo y creía hacerlo de forma correcta. Recordaba el sabor del café de la oficina y su compañera hablando de que había perdonado a su exnovio, cuando a su celular llegó una llamada a nombre de la “Profe Aura”. La tenía guardada para poder ignorarla, porque estaba aburrida de las quejas hacia su muchacho, que por la fama de maloso que tenía, lo habían cogido entre ojos; tanta era su persecución que muchas veces lo veían en el patio donde había sucedido algún incidente e inmediatamente era culpado de lo sucedido sin que hubiera conexión alguna con él. Ese día, sin embargo, contestó. La maestra estaba furiosa, como de costumbre, pero esta vez no se descargó contra Margara, sino que solo le dijo: “Por aquí está la policía y necesitan hablar con usted. Es por Felipe”. No pudo hacer otra cosa que salir corriendo al colegio del niño con el orgullo herido de madre, furiosa y triste al mismo tiempo. Afuera de la institución había dos patrullas que la aterraron. —“¿Qué habrá pasado? Mi niño no puede ser un criminal. Deben estar exagerando como siempre” —se decía, sin saber el error en el que estaba. A Felipito le habían encontrado un arma de fuego en el bolso. Al parecer una niña en el descanso había caído en la curiosidad cuando escuchó incrédula que alguien tenía un arma, pero cuando la vio, aterrada puso la queja. Según él, se la había encontrado en el camino al colegio, poco después de que su mamá le dijera que se fuera solo. La había visto brillando junto a unos escombros y la había recogido sin más. Para los policías podría tratarse de un caso de bandas criminales, pero el caso requería una mayor investigación acerca del arma y de su procedencia, por lo que Margara dio sus datos y su número de teléfono, con la esperanza de que nunca la llamaran. El niño se salvó de un problema con la ley, pero no se salvó de la expulsión del colegio. Como castigo, Margara había resuelto vender el televisor y poner al niño a hacer todos los quehaceres de la casa, además, le prohibió las salidas y las visitas. También se había propuesto a dejarle tareas en la noche para que las hiciera mientras no estaba y ocupara su tiempo. Todo esto funcionó durante aproximadamente dos semanas, luego el niño volvió a sus andadas callejeras con unos conocidos suyos con los que se había iniciado en los atracos con cuchillo y el cosquilleo en los buses. Además de ello, era usado como repartidor en la venta de marihuana y cocaína, porque se decía que de los niños nadie sospechaba y que era bueno que fueran aprendiendo para que le sirvieran más adelante a la “Organización”, quien tenía control del territorio para la venta de estupefacientes. Así se había hecho varios pesos que tenía guardados dentro del colchón de su cama para irse a vivir solo, cuando fuera un poquito más grande. Felipito todos los días, una vez terminados los quehaceres de la casa, se bañaba, se perfumaba, agarraba su puñal y se 12
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echaba tres bendiciones con el rosario bendito por el cura de la parroquia. En la calle conocía todo, sabía por dónde no podía meterse, a dónde no ir solo y cómo sólo dar puntazos con la navaja para no cargarse a nadie. En grupitos de a tres, los niños se adentraban en los lugares más hediondos donde hubiera adictos a quienes venderles o en las casas de la “gente de bien” que ponían su granito de arena a la industria del narcotráfico. Su madre no hubiera creído el prontuario que tenía su niño, que se movía como pez en el agua entre maleantes; sin embargo, la mentira se deshacía como el papel consumido por el fuego divino, y así como el azar había llevado a Felipito a ser expulsado del colegio, el azar también lo alcanzaría esta vez, pues un día sin proponérselo, Margara regresó a media tarde a su casa a buscar unos informes que había olvidado y en ella no encontró a su hijo. Furiosa se fue a buscarlo por todo el barrio. El niño se había detenido a comprar una gaseosa en una de las tiendas y se estaba fumando un cigarrillo, cuando su madre lo vio desprevenido y, sin pensarlo, lo agarró del pelo y lo arrastró hasta la casa. Los vecinos curiosos no se atrevían ni siquiera a comentar, sentían lástima por la pobre mujer que se la pasaba trabajando y quería hacer las cosas bien, pero no había podido encausar a su muchacho en un panorama tan agreste y con todo en su contra. El castigo fue el encierro. Margara, decidió dejar con llave al muchacho cuando ella no estuviera para alejarlo de la calle. Esta prisión improvisada era solo un preámbulo de lo que hubiera sido
su futuro, si hubiera tenido alguno. A pesar de su determinación, nunca estuvo tranquila con el muchacho encerrado, sentía que por algún lado se iba a salir porque siempre había sido mañoso y nunca le había tenido miedo a nada. Sin saber si esto era valentía o estupidez, después de todo era igualito al papá hasta en lo maleante. Ante sus ojos, siempre encontraba en él sus mejillas rosadas y su falsa fragilidad de infante entrado en años que le conmovía. Aún recordaba estar llegando del trabajo, ver la vía cerrada, el bus que tomaba un desvío. Caminaba con la cara entumecida por el frío y con sus pasos chuecos por el cansancio de usar tacones. Estaba despreocupada. Recordaba empezar a ver mucha gente arrumada en las aceras. Había un eco en sus voces, todos repetían algo que le era inaudible, algo que ignoraba por su bien, aún sin saberlo. Sentía que se acercaba al infierno con cada paso turbulento que daba. El humo crecía conforme el calor se hacía más intenso. Empezó a toser. Escuchó el ruido de las patrullas a lo lejos y la prisa de los carros a su alrededor. Un extraño rumor de muerte empezó a dominarla, así que empezó a mirar a su alrededor, pero la gente estaba apelmazada al frente suyo. Con esfuerzo cruzó la masa humana y vio el infierno ante sus ojos. Una gran bola de fuego se comía a pedazos las tres casas, entre las cuales estaba la suya en medio con la puerta cerrada. Miró a todos lados, pero no estaba su pequeñito por ningún lugar. Se le había quemado el niñito. Se había muerto por su culpa, creía. Por haberlo encerrado, por no haberlo educado como se debía. Sus ojos se abrieron y se encontraron con la oscuridad. Era de noche y la puerta aún seguía cerrada. FIN.
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Juan Angel Espinosa Netro El olor a comida me despertó. Estiré los músculos para desperezarme y caminé hacia el origen del exquisito aroma. Me detuve de golpe. Permanecí suspendido sin mover un músculo. Agudicé el oído, a la distancia escuché unos extraños sonidos. Ubiqué la dirección. Entonces la vi. Llegó en vacaciones de verano. Yo había concluido el primer grado de secundaria y me disponía a disfrutar del último mes de reposo. Algunos chicos nos divertíamos en la calle y fuimos testigos del prodigio: la variedad de gatos que la acompañaban. Eran multicolores, grandes, pequeños y de distintas razas. Marchaban atrás de ella, tranquilos y callados, como en procesión religiosa. Solo dos iban en jaula, los revoltosos, me dije. Imaginé problemas, soy dueño de un perro, enemigo jurado de los nuevos vecinos. Uno de nosotros comenzó a llamarle “la señora de los gatos”, en alusión al personaje de Los Simpson. Al parecer lo dijo muy alto, ella volteó con una mirada desafiante; sin embargo, apenas vernos, dibujó una sonrisa en su blanco y arrugado rostro. Levantó con torpeza la mano para saludarnos. Solo unos pocos respondimos el gesto. Los primeros días no se le vio por el barrio, quizá tardó en arreglar la mudanza, debió hacerlo ella sola, nunca vi entrar o salir a nadie del hogar. Eso sí, tenía bien entrenadas a las mascotas, no había ruido de peleas o desmanes en el interior. La mayoría del tiempo veía desde mi ventana correr a los felinos por el jardín. El único detalle eran los interminables maullidos por las noches. El sonido era lastimero y en varias ocasiones llegó a quebrarme el corazón. Era como si los animalitos sufrieran y, con su llanto, trataran de comunicarnos su dolor. El lunes siguiente a su llegada, entré a la vivienda, fue la primera vez. Acompañé a mamá a dejarle una canasta con fruta a modo de presentación, pero sobre todo, de disculpa. Uno de los cuadrúpedos inquilinos 14
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logró escabullirse y estuvimos a punto de aplastarlo con el coche. El minino temblaba, los ojitos de súplica hubieran conmovido al tipo más duro. Al querer atraparlo recibí varios arañazos, el bichito peleaba como león por su libertad. La decoración de la casa era como la de todas las ancianas: carpetitas en los muebles, figuras de porcelana, un armatoste donde van los recuerdos, muy pocos y extraños, la mayoría eran fotos de ella con las mascotas. Estoy casi seguro de que en la recámara tendría un inmenso ropero lleno de vestidos antiguos y papeles importantes. Lo más gracioso fueron los gatitos mirando la televisión, era como aquella pintura que vi en Internet, donde los perros juegan al póker. Finalizamos la visita en el jardín, estaba repleto de flores, arbustos, areneros, algunas pelotillas y unos cajoncitos de madera, estos cumplían la doble función de servir como descanso y de afilador de garras. La zona verde de la construcción no fue obra de la vieja, la adquirió así, solamente la adecuó a las necesidades de los pequeños habitantes. Al despedirnos, ella preguntó, con aquel acento extranjero como si estuviera regañando a alguien, si yo podría venir un día a la semana y ayudarle en la limpieza del césped. Mi madre, movida por la compasión, no puso inconveniente y, como necesitaba dinero para comprarme un videojuego nuevo para mi consola, por supuesto, acepté.
crimen. Decidí callar y enterrar a escondidas el cuerpo para hacerle creer a la dueña que el animal por fin se había escapado. El día llegó y acudí a la cita. La mujer me convidó a desayunar, sin embargo, decliné la invitación, me sentía mal por no confesarle lo de la mascota a pesar de haberme preguntado si lo había visto. Preferí ponerme a trabajar.
La desgracia ocurrió. Fue a mitad de semana. El gatito repitió el intento de fuga, esta vez con éxito, a medias, mi perro lo encontró y acabó con él. Descubrí el cadáver cuando regresé a casa después de un partido de futbol, el propio asesino fue quien me guio a la escena del
Ofrecí ayudarle más días, respondió que no era necesario, con el apoyo brindado era suficiente, enfatizó. No insistí, deseaba aprovechar al máximo los últimos momentos de las vacaciones. El tema del minino desertor no volvió a salir en la plática. Me sentí aliviado.
Algunos felinos corrían despreocupados por el terreno, otros me molestaban: jalándome las agujetas, rasgándome la ropa, incluso uno hasta me mordió. Interpreté el comportamiento como parte de su naturaleza, al ser yo un extraño, ellos defendían el territorio, o quizá, el olor a muerte impregnado en mi piel los alteraba. Al notar el feroz ataque, la señora comenzó a gritarles, las mascotas, temerosas, salieron despavoridas. La anciana me ofreció disculpas y prometi reparar el daño. Por la tarde, cuando había terminado la encomienda, me premió con agua de sabor. El brebaje tenía buena pinta. Lo probé: era delicioso y refrescante, tenía una leve sensación a menta o alguna otra hierba desconocida para mí. Una antigua receta de cuando era joven, dijo. Extendió un billete de doscientos pesos como pago por la ayuda. Prometí volver y así lo hice durante los siguientes dos fines de semana.
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Siempre realizaba la misma labor y cada vez terminaba más rápido. Concluida la faena, de forma automática la bebida y en el umbral de la puerta, el salario. Con el dinero obtenido, más un pequeño ahorro, por fin pude encargar el juego para mi consola, tardaría siete días en llegar. No hacía otra cosa que ver el estatus del paquete, ansiaba tenerlo conmigo y comenzar a jugar. Por fin sábado. Tendría mi pedido. Estaba feliz. Me presenté en casa de la vieja una hora antes, quería terminar temprano, así se lo expliqué. Por ser una ocasión especial no habría trabajo, alardeó. Los animales, como siempre, hostiles. A modo de celebración, la dueña de la casa preparó una ensalada de atún, acepté por cortesía. Después del primer bocado descubrí un cierto placer en la boca y repetí el platillo. Por supuesto, tomamos del agua saborizada, la cual comenzaba a fastidiarme. Estuvimos platicando un rato. Le conté parte de mi vida. Ella habló de la suya. Al parecer había sufrido mucho por carencias económicas y por lo prematuro de su orfandad. Siendo adulta emigró desde Alemania a Estados Unidos y después a México. Cada año a finales de octubre, cuando el verano llega a su fin, regresa por una temporada al Viejo Continente, se reúne con añejas amistades para beber, cantar y bailar. Una antiquísima tradición, cosas de viejas, comentó apenada. El amor por los felinos nació desde niña, cuando el papá le regaló un gatito negro como la noche, según sus palabras. Fue hija única, por lo tanto, la mascota significó el más preciado tesoro: valiente guardián, cómplice de travesuras y compañero de miseria. Me despedí. Juré compensar el descanso. La entrega del videojuego se retrasó y lo recibiría el domingo. Decepcionado, no quise salir a la calle. Al menos lo probaría antes de volver a clases. Me encerré en la recámara y dormí. Desperté casi a medianoche, aturdido. Al despabilarme, salí de casa. No sé cómo llegué aquí. Después de haber escapado mi mente se nubla y no recuerdo nada. Sigo sin moverme. La escena es como un duelo del viejo oeste, un reto de miradas previo al enfrentamiento entre dos pistoleros. En un parpadeo se acercó con una velocidad inapropiada para su edad y me levantó como a un bebé. Quise pelear, sin embargo, solo atiné a provocarle un leve rasguño. Al tenerme sujeto comenzó la historia. Durante su infancia en Europa, el Santo Oficio inculpó a la madre, el delator fue un pequeño, había confundido un remedio natural con brujería. Fue ejecutada junto con el esposo, quien intentó rescatarla. Ella logró escapar ayudada por unas mujeres compadecidas de la desgracia. Vivió entre sombras, escondiéndose, vagando de pueblo en pueblo únicamente acompañada por el gato. En cada lugar siempre lo mismo: insultos y golpes. Un mal día, fueron acorralados por un grupo de niños. 16
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Los apedrearon y solo ella resistió. Una bruja, como después lo supo, le curó las heridas, la cuidó hasta sanar, y con el tiempo la hizo parte de la familia, solo ellas dos. La niña rogó que le enseñara las artes mágicas. Creció y aprendió al lado de la hechicera. Los años pasaron. Una tarde, siendo adolescente, practicaba un encantamiento sin percatarse de los ojos infantiles observándola, lo hizo demasiado tarde, ellos dieron aviso. De nueva cuenta apareció la Iglesia, iban tras la huérfana y por la nigromántica. La aprendiz logró salvarse por el sacrifico de la maestra. Volvió a la vida errante. En su andar conoció mujeres de la aborrecida estirpe, algunas buenas, otras no tanto. La mayoría castigada en la hoguera. De los conocimientos aprendidos perfeccionó dos conjuros, los únicos interesantes para ella: cómo sobrevivir a través del tiempo y cómo vengar la muerte de los seres queridos. La maldad cultivada, las vejaciones sufridas y el poder adquirido, le carcomieron el corazón, solo guardó el recuerdo de los amorosos con ella, para los demás, desprecio y odio, sobre todo hacia los niños, culpables de la muerte de personas queridas: la madre, el padre, la maestra, sus compañeras y el gato, su primero y único amor. Sonó el timbre. Me colocó junto al plato de comida. De ahí provenía el olor que me despertó. Tardarás en acostumbrarte, sentenció, tanto como el animal enterrado tardaría en pudrirse. Uno de mis amigos entró, era el autor del apodo simpsoniano. La vieja le ofreció un vaso con agua, reconocí el aroma a hierbas que probé durante cuatro semanas. Al comprenderlo quise advertirle, no pude, sonidos incomprensibles salían de mi boca. Las mascotas comenzaron a comer, traté de resistirme, el instinto me venció. Agaché la cabeza, di un lengüetazo y devoré el alimento. Me sujetó del lomo y me acomodó en su regazo. Al acariciarme, de forma involuntaria mi cuerpo se curveó. Sentada en un sillón, la bruja probaba la mejor pose para la foto, mientras tanto, yo intentaba liberarme, entre zarpazos estériles y maullidos lastimeros.
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Diana Guiland Mederico El sonido de los grandes cascabeles de plata inundaba el pantano y hacía ondear con levedad las hojas de los árboles. El sol estaba en su punto en medio día, aunque por la poca luz que atravesaba la corona tímida de los árboles hacía parecer que era más tarde. Se podía ver que montados en canoas y rompiendo la escorrentía, iban un grupo de personas vestidas con batas blancas impolutas y con los rostros ocultos con máscaras de luto pintadas de animales. Nadie hablaba. Todos estaban ensimismados con sus pensamientos dedicados a Jadiel, el hijo de Ariet, la tabernera, quien en contra de lo estipulado por la tradición, no estaba liderando la procesión, sino que se encontraba al final de la misma con la cabeza gacha y el rostro cubierto por una cara pintada de una tortuga de agua. A falta de otro pariente dispuesto a liderar la marcha, el jefe del pueblo, un hombre de pocas palabras y temeroso de cualquier alimaña que habitara el pantano, había tomado ese papel. En toda la marcha había apresurado a los remeros para salir lo más rápido de ese sitio. Los niños de la procesión, que por su corta edad no podían ostentar el prestigio de hacer sonar cascabeles, tenían lirios de agua y totoras en sus manos para demostrar el afecto del pueblo por el fallecido.En una canoa de menor tamaño, iba el difunto en completa soledad y amarrado a otra para que no se perdiera en el basto pantano. El cuerpo había sido envuelto en paños marrones, perfumado con jazmín con una ligera 18
mezcla de ungüentos para conservar lo máximo posible el cadáver antes de ser entregado a la tierra de la diosa Ooa. El sonido de los cascabeles se fue haciendo más rítmico y presuroso, revelando a cualquier ser vivo que la procesión estaba cerca del último lugar de descanso de Jadiel, cuya ida del mundo terrenal había sido demasiado temprano para el potencial que este demostraba. Los sepultureros comenzaron a cavar y con cada palada en la tierra blanda y húmeda, era como un clavo en el corazón de Ariet, y permaneció apartada, jadeando por el llanto que no paraba desde la salida. Se sentía tan pequeña e impotente ante la situación. La vida le daba un fuerte golpe y un escupitajo en su cara. Quería ser ella a la que iban a enterrar en ese instante o haber padecido el inmenso dolor que su hijo tuvo que pasar por esa enfermedad desconocida que apareció en el cuerpo de éste, de un momento a otro. Los cascabeles entonaron una canción de despedida del ánima del buen Jadiel, donde de vez en cuando se inmiscuían pensamientos de pena, dolor y perdones por parte de los presentes. Todos habían querido al hijo de la tabernera. Su pérdida se haría sentir por varios meses. Él siempre había tenido una sonrisa para todos y daba amabilidad a mansalva sin ningún tipo de distinción. Fue un muchacho joven, dispuesto a ayudar a cualquiera si estaba en sus capacidades y que tenía el corazón ganado de todas las chicas del pueblo, solo por su encanto y su aura gentil. Una vez hecho el hueco, con cuerdas y con la fuerza de los hombres más robustos fue
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bajado a su último descanso al cascarón vacío del hijo de Ariet. Grandes piedras redondas, flores y un cascabel puesto sobre una lápida con el grabado distintivo de la familia, eran lo único que identificaba de quién era la tumba. Con esto hecho y con el respectivo canto fúnebre de las mujeres del pueblo, donde la madre no fue capaz de entonar la más simple nota, se dio por finalizado el rito y todos pudieron desprenderse de sus máscaras de animales para proseguir con su cotidianeidad.
las personas, Arlet —soltó Tamara rompiendo el silencio entre ellas— no siempre es justa. Pero es ella la que te dice que todo puede ocurrir y valer por igual, sin importar si nosotros estemos de acuerdo o no. Dejar que un hijo muera antes de que sus padres lo hagan, es otra prueba de ello.
Pero a partir de ese punto para Ariet nada fue fácil. La sola idea de regresar a una casa vacía y sin el sonido de la risa del hijo amado no la alentaba. Quería quedarse un tiempo más, custodiando la tumba. Tamara, su vecina y amiga, decidió acompañarla todo el tiempo que necesitase o hasta que sus propios hijos vinieran por ella por sentir su ausencia.
—¡Ojalá pudiera darle vida de nuevo a mi hijo como se la di en un principio!
Ambas mujeres no intercambiaron palabra por un largo tiempo, imbuyéndose con los sonidos de las aves y demás criaturas del pantano. Aquel sitio tenía su encanto natural, estaban siempre rodeados de animales variopintos, con agua llena de vida, mosquitos a todas horas, árboles y flores majestuosas que poseían un mensaje poético con su sola presencia. Además, contaban con la bendición diaria de Ooa, aunque una de las madres allí sentadas no se sentía muy bendecida en ese momento. —A veces la vida da duros golpes a
—Esto es tan cruel, amiga, mi mundo está sufriendo mientras el mundo exterior prosigue como si nada estuviese pasando. —La vida solo es un caos sin sentimientos, Arlet. Los seres humanos somos unos ilusos al pensar que podemos darle sentido a algo que claramente no lo tiene. Lo único de lo cual tenemos certeza es que todos estamos destinados a morir, porque ya estamos vivos.
Una idea o más bien un rumor traído por el fluir del agua se manifestó en la mente de Tamara con las palabras de su amiga. Un viejo recuerdo de la infancia, en la cual su abuela le contaba historias espeluznantes para mantenerla entretenida, mientras sus padres iban a cazar cocodrilos. Una de estas la había escuchado también ya de adulta, incluso varias personas de la comunidad se atrevían a decir que habían estado en el escenario de la misma, viéndose incapaces de seguir adentrándose por el temor de lo que allí olía y se movía. Tamara dudaba de que Arlet la conociera, ella había llegado ya casada de un reino extranjero de la mano de un esposo habido de aventuras, que no se le encogió el corazón cuando la abandonó a su suerte con un embarazo avanzado en un sitio desconocido para ella. Viendo su sufrimiento y mirando a los lados 19
para cerciorarse de que no quedaban ojos del pueblo que la estuviesen observando, decidió revelarle sobre esta curiosa anécdota de la localidad. —Amiga, eso me hace recordar algo que se dice en estos lares sobre que en lo más profundo del pantano, hay una congregación de magos capaces de hacer caminar lo muerto para que trabajen para ellos. Son sucios renegados que aborrecen la civilización y quieren tomar para el hombre toda la magia que por designio de todos los dioses nos fue negada. Aunque ellos son un grupo de niños que giran en torno a recibir el beneplácito de la verdadera Señora de la Muerte. Se trata de una mujer que ha vivido tanto que el tiempo se ha olvidado de que tiene que llevársela o simplemente no quiere porque le teme. Esta mujer es capaz de no solo animar un cadáver para que dé saltos como una nutria amaestrada, sino de regresarles la vida, el alma, el quienes fueron antes de morir. —¿Y por qué me cuentas todo eso? ¿Es una historia? ¿De qué me va a servir eso? —No es solo una historia —la corrigió Tamara— es algo que te puede servir a devolverte lo que te han quitado. Dicen varios que el sitio en cuestión de verdad existe, hasta tiene lógica, si te pones a pensar en la cantidad de cadáveres que se traga este pantano y de los restos cercenados que todavía se mueven cuando pisan nuestra aldea. ¿Acaso no te acuerdas de la mano que flexionó los dedos al llegar a tu taberna? Arlet recordaba bien el episodio mencionado. Una mano recién cortada, muy probable de un hombre adulto, que al tomarla, al confundirla como una raíz pálida, ésta se empuñó y ella del susto la arrojó a la corriente del agua de donde la había extraído. Esto lo había tomado como un mal presagio, una señal de Ooa de que debía estar pendiente de todo para evitar una calamidad, y cuando su 20
hijo murió, solo la hizo reafirmarlo. Pero con esta nueva información la hizo reconsiderar. Quizás aquellas palabras dichas en ese momento eran otra señal para que Jadiel regresara con ella. Entonces, sentada mirando el último reposo de su hijo se fue hacia las aguas del pantano donde comenzaría a transitarlas en una de las balsas de su taberna que siempre estaban listas para la movilidad de sus huéspedes. Ella se marchaba sola con la única compañía del cuerpo de Jadiel re c i e n t e m e n t e desenterrado por sus doloridas y sangrantes manos, dejando que el caudal de agua le indicara el destino, contemplando el espesor y la forma misteriosa del pantano. Llevaba consigo una lámpara de aceite, una ballesta, provisiones para una semana y tres mudas de ropa para su travesía. Estaba segura que así como Ooa le había alertado sobre la muerte de su hijo, esta misma la llevaría al lugar de la magia negra y tentación para probar qué tan dispuesta se encontraba en mancillar su propio espíritu a favor de contravenir la única regla del Caos. No pasó mucho tiempo hasta que el aroma muerte de la modesta embarcación comenzara a alentar a los rapiñadores del sitio. Incluso creyó ver sobrevolando un buitre anciano que veía en aquella carne muerta la esperanza de una comida
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rápida, sin advertir que esa carne había pertenecido a otra, la cual no estaba dispuesta a que se la volvieran a arrebatar. Fueron días difíciles, el viaje parecía más un intento vacuo para aliviar el malestar de Arlet que a una travesía con propósito. No tenía idea de cómo llegaría al sitio de Tamara con tan vana información y más cuando le costaba orientarse por sitios desconocidos para ella. Nunca había ido a esa profundidad del pantano, cada curva, liana, árbol o criatura le resultaban inquietante al grado de dejar las paradas para solo satisfacer sus necesidades fisiológicas y recolectar alguna que otra fruta, porque a cazar tampoco se atrevía. Sentía en cada momento ojos desdeñosos acusándola de forma constante de estar cometiendo un hecho atroz y despreciable, quería ella en contestación preguntarles a gritos lo que harían si estuviesen en sus zapatos. Aunque no lo hizo, como tampoco había hecho muchas cosas en el pasado por miedo a la opinión de su familia o la sociedad. Con el leve movimiento del agua en la balsa y el ambiente calmado, la hacían dormitar, teniendo sueños de su vida pasada tales como el chico de las manzanas que le había jurado amor eterno y que sus padres le habían hecho olvidar, de su primer libro sobre un pez pequeño que huía con desesperación de una ballena que lo perseguía con ahínco para al final morir devorado por esta, también volvió cuando conoció a su esposo y cómo se habían fugado con la promesa de que ambos vivirían sus sueños. Al final ella terminó sin cumplir el más mínimo, con un hijo y sola en un lugar desconocido. Esas remembranzas le sirvieron para verse como alguien que no había vivido todo lo que creyó que haría, limitándose con su papel de madre y volcando todas sus esperanzas en ese ser que había creado dentro de su cuerpo. Una elección patética que bastó con la muerte del hijo para darse cuenta de que no debió apoyarse tanto en este. De otra forma, quizás
no estaría haciendo aquello. Con el rabillo del ojo creyó ver una figura humana oscura internarse en la profundidad. Tuvo la intención de amarrar la embarcación para seguirlo, porque era la primera cosa que veía, pero su canoa chocó con algo en el agua que la atoró en medio. Se asomó por la proa tratando de ver cuál era el obstáculo y vio en la superficie del agua el rostro descompuesto e hinchado de una persona. Arlet retrocedió conteniendo un grito con sus manos. De pronto y antes de percatarse, se vio rodeada de cascarones humanos putrefactos que escupían trozos de sus propios órganos y con la órbita vacía. De inmediato Arlet tomó su ballesta y comenzó a disparar sin discreción a esos seres, colocándose muy cerca de los restos de su hijo para seguir custodiándolo. Pero ellos eran más y mucho más fuertes. Sin previo aviso estos lograron tomarla y la arrastraron fuera de la barca hasta la tierra fangosa llena de insectos. Arlet se debatía con ellos, en un intento desesperado de liberarse, los cuales no sirvieron. Yaciendo tumbada boca arriba y sujetada, sus ojos buscaron algo mejor en qué fijar la atención antes de que comenzaran las mordidas. Fue gracias a ese acto que vio a una mujer tan blanca como la nieve o quemada por el sol, de cabellos negros como la noche o rubios como el oro, luciendo un vestido vetusto y deshilachado, de una belleza deslumbrante y de color negro o blanco. Portando una flauta larga o un cetro o un cayado que controlaba la turba de criaturas animadas. Sin haber intercambiado palabra, Arlet supo que aquella mujer debía de ser la nigromante que estaba buscando. Con una oleada de dolor, volvió a la tumba de su hijo, con Tamara a su lado en silencio y sobándole la espalda para reconfortarla. Lloró en silencio por un buen rato, mientras el sitio se fue tornando más oscuro y unas cigarras comenzaron a entonar un canto de despedida. 21
José Rodolfo Espinosa Silva
“Ningún hombre puede bañarse dos veces en el mismo río”. Esta frase tiene un error de traducción, lo que Heráclito dijo fue: “En los mismos ríos entramos y no entramos, somos y no somos”. ¿Qué quiere decir todo esto? Se estará preguntando el lector. Pues bien, el filósofo griego hablaba de las alteraciones que hay en el tiempo, que es como el río, que fluye y cambia. ¿O por qué se pensaría usted que existen tantos efectos Mandela? Que por cierto, según mi informante en el siglo XXXI, ellos le llaman el efecto septiembre, ya que fue el primer cambio registrado en la línea del tiempo. —Septiembre tenía treinta y un días. El que ahora tú lo recuerdes con treinta se debe a un ataque de piratería en el tiempo, una venganza personal de cierta mujer en la que intentando borrar a su expareja de la existencia, optó por eliminar el día de su nacimiento. Lo gracioso es que su expareja nació de todas formas, el primero de octubre. Mi informante a quien llamaremos a partir de aquí Cronos (mis disculpas si les resulta un poco cursi, me pareció un mote ad hoc) menciona que mientras más se acerca un cambio a la línea del tiempo a el día prime (qué es la fecha en que se realizó el primer viaje; 12 de diciembre de 3033) más fácil es de detectar, gracias al efecto nube, que ocurre por la globalización. Esto es porque como los seres humanos hemos globalizado el mundo desde finales del siglo XX, el conocimiento se guarda en una especie de inteligencia colectiva que comparten todos los miembros de una misma especie. —Aún no entendemos cómo funciona, pero los pioneros en el campo son los científicos a cargo del experimento del centésimo mono, puedes buscar sobre ello en el internet de tu época. ¿Cuántos casos de efectos septiembre pueden recordar hasta ahora? — me preguntó Cronos. Creo que lo correcto sería contar cómo fue que le conocí. Verá usted apreciable lector (y le agradezco por continuar hasta este punto), esto ocurrió hace ocho años, en aquel entonces trabajaba como oficial de tránsito en Shenzhen, China. Esa noche detuve la patrulla porque se me había ocurrido una idea para continuar mi novela policíaca. La verdad sea dicha, pocas veces le llega a uno la inspiración frente al ordenador, escribimos mientras hacemos las cosas cotidianas, es cuando nos llega la luz y uno debe atraparla, como si de una luciérnaga se tratase, para luego vaciar la idea en la hoja en blanco. Lo que hacemos sentados es más parecido a transcribir, que a escribir per se. Como le decía, orille mi vehículo a mitad de la cuadra, bajo un poste de luz. Escuché el ruido característico de un carrito de baozis rellenos; un sonido agudo de corneta, similar al de los eloteros en mi natal México, incluso tiene la misma estructura de un triciclo que facilita el transporte. Eran tres treinta y cuatro de la madrugada, es normal ver transitar a los vendedores desde muy temprano ya que algunos comienzan su venta desde las cinco. El ruido me hizo levantar la cabeza para verlo, apenas lo distinguí, puesto que 22
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no traía luces, iba cruzando la avenida cuando vi el camión. Es más fácil para mi narrarlo en retrospectiva, porque puedo ralentizar los hechos, lo que vi ocurrió en un instante y si hubiese parpadeado me lo habría perdido. Por la velocidad a la que iba el camión, estaba seguro que se llevaría al triciclo; el vendedor ambulante moriría sin lugar a dudas. Entonces lo vi, parecía que salían rayos de los pies al correr. Mi primer pensamiento fue Flash (el súper héroe); el sujeto movió al hombre con todo y carrito y lo llevó a una orilla de la calle, luego le preguntó algo (después me revelaría que la pregunta fue acerca de su estado de salud y si sentía bien). El chofer del camión frenó en seco y se bajó para ver lo ocurrido. El sujeto que salvó al vendedor ambulante se alejó caminando, como intentando no llamar más la atención, pero yo le seguí. Cuando percibió mi presencia, lejos de escapar, se acercó a mi patrulla. Con las luces del auto pude distinguir el color de su ropa, vestía un traje gris, todo, pantalón, saco, camisa y corbata, incluso el calzado que eran unos tenis de color plata. —¿Me puedes llevar? —¿Cómo hiciste…? —Te lo contaré si me llevas, necesito ir a Shatou, a la calle Shangsha. —¿Qué hay ahí? —Te cuento en el camino. Mi yo oficial de tránsito no lo habría subido, pero era mi lado de escritor quien estaba al mando de mi mente en ese momento. Y un escritor siempre desea una buena historia. Lo primero que me dijo fue que no podía revelar su nombre, luego me soltó que era viajero del tiempo. Lo dijo con tal seriedad y seguridad que me fue imposible reírme, aún así, no lo creí. —¿No me crees? No te culpo. Detén el auto.
—Necesito que anotes algo. Obedecí. Fuese un truco o no, me resultaba de lo más interesante. —Este mes arrestarán y condenarán a 15 años de prisión a Wang Lijun —mientras hablaba movía los ojos como si estuviese leyendo algo —¿te gusta el fútbol? —Eh… sí. —Los siguientes campeones del mundo serán: Alemania en 2014 y Francia en 2018. —¿Me estás dando datos del futuro? —¿Estás escribiendo? —preguntó esto último con un tono de molestia. En ese momento pensé echarlo del auto, sin embargo, escribí —En 2013 Xi Jinping asumirá la presidencia de China y la mantendrá hasta el 15 de agosto de 2020, cuando escribas sobre tu encuentro conmigo. Ese mismo año, el mundo sufrirá una pandemia, que comenzará en Wuhan y que pondrá al noventa y ocho por ciento de los países en cuarentena. —¿Cómo estás tan seguro de que escribiré sobre ti? La ciencia ficción no es mi género. —Lo harás, cuando se cumpla todo lo que he dicho, lo harás. Sacó un reloj de bolsillo y revisó la hora en él. —Arranca o llegaré tarde. Mientras conducía le hice toda clase de preguntas. Me reveló que trabajaba para la policía del tiempo, que se hacían llamar los hombres de gris (en referencia los villanos de la novela Momo de Michael Ende). —Nosotros nos encargamos de mantener el orden cronológico. Detectamos aberraciones de tiempo y les ponemos fin. —¿Aberraciones de tiempo? —En mi época es normal el turismo en el tiempo. Pero existen ciertas reglas que deben seguirse. Nosotros no interferimos a menos que alguien viole esas reglas.
—¿Por qué? 23
La piratería, por ejemplo, es anterior a la invención de la escritura y persiste en nuestro tiempo. —¿Qué hacen con aquellos que rompen las reglas? —Dejan de existir. Me mostró un aparato que parecía la mezcla de un control de aire acondicionado del 2012 y una pistola. Era blanco y tenía una pantalla y un gatillo, Cronos lo llamó “desvanecedor”. —Necesito estar por lo menos a veinte metros para usarlo. Pero creo que tendremos que entrar. Acompáñame, será más fácil si vienes conmigo. Después de mucha reflexión he concluido que dijo eso debido a que portaba uniforme en ese momento. Entramos a un edificio con decenas de habitaciones. —¿A cuál iremos? —A la número 42 —dijo presionando el botón del elevador. Se escuchó un ruido y las puertas se abrieron. Subimos. —¿Es un criminal peligroso? —Sí y no. Es peligroso para la línea del tiempo, pero probablemente sea inofensivo para nosotros. Este tipo de delincuentes aplican la Mcfly. —¿Como en volver al futuro? —Sí, viajan con almanaques deportivos o de números ganadores de lotería; esto está terminantemente prohibido, pero todos creen que pueden burlar la ley y quedarse en el pasado a vivir la gran vida. Al llegar al apartamento, Cronos sacó una plastilina y la moldeó hasta darle forma de llave que introdujo en la cerradura. Luego abrió. Dentro del apartamento había un enorme televisor, un jacuzzi y una torre de dinero sobre la mesa. En el sofá descubrimos la revista. Campeones de la Champions League en la 24
primera mitad del siglo XX. Cronos la tomó y guardó en su bolsillo. —¡Arriba las manos! —era un hombre delgado, de espeso bigote castaño y anteojos de pasta. Traía una escopeta en la mano. —Por fin —dijo mi compañero y sacó el Desvanecedor; ambos dispararon al mismo tiempo. Sólo que el arma de Cronos no hizo ruido y la bala que debía matarlo se difuminó, como cuando soplas sobre un puñito de tierra. El criminal lanzó el peor grito que escuché en mi vida y despareció igual que la bala. —¿Qué sucede? —¡Vámonos! —apuró Cronos. Y mientras salíamos el televisor, el jacuzzi, el sofá y el dinero desaparecían también. He soñado con ese hombre y todo lo que ha dicho Cronos se cumplió. Esa noche me dijo una última cosa, sobre el criminal que liquidó. El desvanecedor busca en la base de datos al delincuente y uno de nuestros agentes lo asesina a los pocos días de nacido. El que tú lo hayas visto, provocará un efecto Morfeo, y personas en el mundo a partir de ahora, soñarán con este desgraciado sin haberlo visto jamás. —¿Cuántas personas? —Puede que una o veinte, son las secuelas de este trabajo. Confío en que no apuestes con los resultados que te di. —No, yo… —Si lo haces, tendré que venir por ti. La idea me aterró, pero poco después soltó una carcajada. —Es broma. Pero por favor, no lo hagas. Después de eso regresó a su tiempo. Me encantaría poder narrar cómo fue, pero en esta ocasión sí pestañeé. Sólo sé que el mundo está cambiando y que el tiempo es como un río.
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Sebastián Varo Valdez Las pequeñas flores blancas que bordeaban el viejo camino se mecían con la brisa mientras resplandecían cegadoras a la luz del sol en su cenit, el cual acariciaba la piel con su insistente tacto abrasivo. ¡Pero qué día tan diáfano para dejar atrás las ruinas de un imperio que ha caído por el peso de sus propias fallas!, pensó Yosefna al descansar su barbilla en sus manos. Y siguió repitiendo esa misma frase para no pensar en lo que dejaba tras la colina por la cual bajaba ahora la carreta que lo llevaba con rumbo a Dorel, porque, ¿qué implicaba “dejar atrás” cuando aún llevas sobre ti una gran carga? ¿Acaso no se le llamaba a aquello huir? ¿Y cómo se le llamaba a la acción de huir sabiendo que pones tu vida en riesgo con el camino enfrente? Yosefna pensó: ¡Pero qué día tan diáfano para dejar atrás las ruinas de un imperio que ha caído por el peso de sus propias fallas!, e intentó no volver a pensar en aquello, ahora enfocando su vista en el paisaje y tomando con una mano la gota de cristal del collar que colgaba de su cuello. Era bien sabido que el camino a la metrópoli era uno peligroso. Y si bien la ruta era comercial, los peligros se sumaban conforme la senda se alejaba de la costa adentrándose en las montañas. Había bandidos y ladrones. Rondaban hombres que secuestraban a los viajantes para tomarlos de prisioneros. Yosefna no llevaba consigo nada de valor, salvo dicho dije de cristal soplado que apretaba con fuerza. Sin embargo, un joven como él, de estatura promedio y cuerpo delgado, haría un buen esclavo. Pero Yosefna no pensaba en eso mientras miraba a los alcatraces volar hacia la bahía. Fue en su cumpleaños cuando recibió el collar. Yosefna se levantó al alba para recolectar hierbas en el lugar de siempre. Sabía que las Melisas cerca del río estarían en su punto ese día, y deseaba llegar antes de que algún animal del bosque le ganara los brotes más jóvenes, (por supuesto que les dejaría suficientes para que se pudieran alimentar, eran toda una exquisitez para un cervatillo). Además, el joven sólo llevaría lo necesario para su uso, no había mayor lástima que tomar brotes de más y dejar que aquella maravillosa planta perdiera todo su perfumado aroma al ser olvidadas en una cesta.
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El muchacho hizo uso de casi todo su día, la mayor parte la desperdició tratando de decidir si llevar las hermosas flores que se encontró entre los árboles del bosque o si en realidad se trataba de acónito. (Al final, para evitar accidentes, se decidió por no llevarlas). Después pasó por el mercado. Saludó a Uriel, también a la señora Agneta. Se encontró con Attis, quien le deseó un lindo día. Tras todo eso, su regreso fue al atardecer, y tal cual Yosefna entró a su hogar cuando el sol se ocultaba entre las montañas, su padre se dirigió a la puerta, brindándole un ligero golpe en la espalda mientras salía deprisa. Su madre se presentó entonces a recibirlo con un abrazo, poniendo en sus manos una envoltura de cuero con un lindo nudo encima. El joven deshizo el amarre con una sonrisa. En su interior encontró un collar del mismo material que aseguraba el cuero, mas lo que captó su atención, fue la manera en la cual los últimos rayos de sol del día se reflejaban en el cristal en forma de gota que descansaba justo en el centro. Yosefna no podía apartar su mirada del dije, hipnotizado por la manera en la cual la luz perdía poco a poco su intensidad mientras el sol se cubría de las montañas. Su madre tomó entonces el collar en sus manos, lo pasó por 26
el cuello del muchacho y, a pesar de estar solos, susurró con su voz enmelada al oído de su hijo: —Me recuerda al brillo de tus ojos —profirió mientras ajustaba el collar al cuello —. Como si hubiera dentro de ese mismo brillo una especie de melancolía que jamás te abandonará. El joven volteó con una sonrisa, observando a su madre directo a los ojos. —Piensa en ello como un perfecto orden de sentimientos que viven en armonía entre los colores de tu iris. Pero ten cuidado, si lo permites, la felicidad se desvanecerá de ese balance. Entonces tus ojos se inundarán de la tristeza más pura que podrás sentir. Y así fue durante un tiempo. Sólo bastó un cambio de estación para que su madre falleciera por una herida en el cuello. Aquella noche, no hace mucho, Yosefna había intentado salvarla con los pocos conocimientos que poseía, con las pocas hierbas de las cuales disponía, pero no habían sido suficientes. Incluso ahora no habrían sido suficientes… Una piedra en el camino provocó que la carreta cediera a un ligero brinco que sacó al muchacho de sus recuerdos. Mirando el camino detrás de él, la costa siendo inundada de las copas de los árboles, Yosefna pensó: ¡Pero qué día tan diáfano...! Sin embargo, el joven era consciente de que no podía alejarse de aquello que lo atormentaba, sin importar qué tan lejos se marchara. Y así el recorrido siguió.
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Faltaba mucho para llegar a su destino, así que el chico decidió por acostarse sobre el heno. El conductor había sido amigo de su madre, motivo por el cual se ofreció a llevarlo sin compromiso alguno; lo único que se le había pedido era que no maltratase la carga, pero el camino era largo, por lo que Yosefna apoyó sus piernas en un lado de la carreta mientras hundía aún más su cuerpo entre la suave fibra vegetal que servía de cama. El joven debía distraerse para no atraer recuerdos sobre aquello que dejaba atrás, sin embargo, las pequeñas ramas secas caían por los costados del lecho y dejaban un rastro de su recorrido. Su hogar se había desintegrado. Yosefna perdió a su madre en manos de aquellos cegados por la avaricia. Attis, su amigo de la infancia también había perecido. El calmo río que servía de espejo al cielo, el cual visitaba cada mañana, se había distanciado de lo celestial llevando consigo corrientes rojas mientras atravesaba todo lo largo de la urbe que le había brindado refugio. Su tranquilidad y su seguridad se habían esfumado. No quedaba nada para él, no quedaba nada que la destrucción no hubiera manchado. Ahora el joven abandonaba la codicia que había atraído el caos, pero también dejaba atrás al bosque que le enseñó el arte de curar; dejaba atrás la promesa de un prominente futuro bajo el mandato de un nuevo reino; dejaba atrás a su padre, o el vínculo sin cariño que lo ataba a él. Y entre más avanzaba su transporte, más lejos quedaba todo aquello. Otra piedra en el camino causó que la carreta brincara y, en esta ocasión, Yosefna brincó con la carreta también. El joven se sentó sobre el heno en ese momento, dirigiendo su mirada al paisaje que los rodeaba. Una masa de vibrantes rojos y anaranjados invadía todo un lado del camino, escalaba una pequeña coli-
na y se perdía en el horizonte. Era un mar sin fin de pétalos aterciopelados que ondulaban con las corrientes de aire que eran empujadas por la media tarde. Un atardecer dormitando sobre el prado. Un campo de amapolas. Yosefna necesitaba llevar un par consigo. El viejo conductor no lo comprendería, lo tomaría como robo, o tal vez lo tomaría como un simple capricho; el joven esperaba que eso último fuera en realidad el único motivo. Frente a él se presentaba una oportunidad para satisfacer una profunda necesidad, y necesitaba también tiempo para recolectar las partes más delicadas de las flores sin maltratarlas en la prisa. El joven se acercó al conductor y le habló sobre su hombro con una voz tranquila: —Disculpe señor Naveed, es de mi desagrado informarle que no me siento muy bien por el momento. ¿Le molestaría si nos detuviésemos un instante? —¿No se encuentra bien, joven Yosefna? respondió el conductor un poco preocupado. En su frente se acumulaban gotas de sudor, su aliento salía con un poco de pesadez. El joven movió su cabeza en un gesto de negación, mas el conductor siguió avanzando con lentitud mientras respondía —. De haberme comentado antes hubiera disminuido la velocidad. —Lo sé, señor Naveed, pero temo que mi estómago carezca de la fuerza para soportar el resto de esta senda vieja y rocosa. ¿Le molestaría si nos detuviésemos por un instante? Un pequeño descanso sería conveniente para todos nosotros. El desdichado de Nomi incluso anda con dificultad —agregó Yosefna señalando al caballo gris que caminaba frente a ellos. El señor Naveed pareció pensarlo un momento, levantó la vista al sol sobre ellos, respiró hondo y poco después se detuvo en medio del camino. Ambos bajaron de la carreta con cuidado. El conductor tomó a Nomi de 27
las riendas y lo llevó a la sombra de un pequeño árbol para pastar mientras Yosefna se movía en sentido contrario, listo para adentrarse al campo de amapolas.
—Joven Yosefna, ¿a dónde se dirige? —Me voy a sentar un momento entre estas lindas flores, estoy seguro de que su aroma calmará mis entrañas. En un instante regreso con ustedes. —Solo tenga cuidado, no sabemos si es un campo natural o si le pertenece a alguien. Lo cierto era que las amapolas sí tenían cualidades curativas, pero no se encargaban de aliviar estómagos resentidos, y de hacerlo, no lo harían con el simple aroma, eso sabía Yosefna. Las amapolas se utilizaban para muchos malestares, entre ellos, el mayor uso que se les profería era como calmante, y si bien no eran de uso urgente por el momento, el joven prefería mantener un par consigo por si la ocasión lo requería. Yosefna se introdujo en la gran masa de flores que brillaban hacia el sol. Se inclinó a la altura de las plantas comenzando a diseccionar sus partes con cuidado, guardándolas
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junto al resto de las hierbas que portaba con él. Tal vez si hubiera tenido un poco de amapola, mi madre no hubiera sufrido en su partida, pensó mientras tomaba una flor por el cáliz y la colocaba en la palma de su mano. Parecía una clase de rosa que ha tratado de ser despedazada por los fuertes vientos, una rosa cuya sangre fluyente se ha coagulado en su mismo centro, rendida sin escapatoria. Tal vez si hubiera tenido un poco de amapola, mi padre no se hubiera olvidado de quién era yo, de quién era él mismo. O quizá si lo hubiera dormido con un poco de extracto de las raíces, tal vez mi padre hubiera recordado en sus sueños que no importaba más un nuevo reino que su propia familia. Yosefna continuó juntando flores en sus manos mientras continuaba perdido en sus pensamientos. En la naturaleza hay curas para cualquier malestar del cuerpo. Pero ¿y del corazón? ¿qué herbaje podría ser un buen sedante para el dolor que siento en mi pecho? Para las lágrimas ya derramadas, para los sollozos que se han convertido en piedras en mis pulmones, ¿qué puedo tomar? Yosefna se recostó entre las amapolas que se erguían hacia el cielo, tomó el collar en sus manos e inhaló de manera profunda. Una mariposa se posó sobre una flor presumiendo sus colores al viento. Una abeja pasó zumbando entre los estambres amarillos de otra. Las nubes blancas navegaban los mares ce-
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lestes que rodeaban al sol, y con sus sombras acariciaban las mejillas de Yosefna, quien respiraba con tranquilidad en el suelo. Su vida había cambiado. Su futuro era incierto, con la esperanza de que fuera más prominente que su pasado, y el camino que le quedaba por recorrer era largo y azaroso. El joven se levantó sin sacudir sus ropas. Acarició una amapola sintiendo entre sus dedos la tersura de los pétalos. ¿Qué será de aquella parte de mi ser que dejo atrás? Yosefna nunca había sentido tanto dolor dentro de sí mismo, tanto malestar que no pudiera curar, tanto pesar en su persona, tantas ganas de abandonarlo todo y dejarse caer en las tinieblas perdidas en el fondo del acantilado que pasaron hace unas cuantas colinas atrás. Lo pensó bastante. Estuvo a punto de hacerlo. Saltar de la carreta y huir a un fin absoluto. En realidad, no se trataba de eso. Nunca se había tratado de eso. No había ningún sentido en sufrir sin aprender nada. Por eso se dirigía a Dorépolis, la ciudad más grande de todos los tiempos, el punto medio en donde convergían todos los rincones del mundo, porque era lo único que conocía de su antigua vida, porque era el único lugar donde aprendería a ser un buen sanador, en donde podría perdonar sus errores pasados y en donde alcanzaría su destino. El muchacho tomó el dije que colgaba de su cuello, sintiendo una clase de fuerza correr por sus brazos
que murmuraba las palabras de su madre. Yosefna se acercó a la carreta mientras Naveed atalajaba a Nomi, tocando su suave pelaje. El joven miró una última vez el campo de amapolas y, por primera vez en mucho tiempo, sintió algo de aquel alicaído sentimiento que se mezclaba con su imperativa tristeza. Nada quedaba del gran imperio en el cual había crecido desde los cimientos hasta los valores. Nada le quedaba de una familia rota y un padre que no dudaría en cambiarlo por una res de la peor calidad si se llegara a presentar la oportunidad. No quedaba nada en Lavinia, o cual fuera el nombre que portaba ahora. No había nada por aprender, ni siquiera nada para amar, solo los escombros de un falso compromiso y la falta de cariño de quien lo había lastimado, del padre y la ciudad que lo habían hecho a un lado. Entonces, ¿cómo se le llamaba al hecho de abandonar un lugar que te ha abandonado? Yosefna solo esperaba que fuera una cosa: madurez, a pesar de que, después de todo, el joven sabía que el dolor, al igual que el brillo que desprendían sus ojos, con el tiempo podrían aumentar o disminuir su intensidad. Eran parte de él mismo, de la armonía que lo empujaba hacia delante, hacia un mejor futuro por el cual ahora estaba dispuesto a alcanzar.
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Eduardo Omar Honey Escandón Para D.L.
I.
Andante non calmo
Al ver caer tu oscuro cabello se derrumba el tiempo Al escuchar tu voz tintada de ecos se colapsa la distancia Al mirarme en tus ojos de oleajes es asesinada mi máscara Susurros llegan de la sombra ...que no tome aspectos del corazón ...que me suicide ante el no podrá ser ...que las edades son distancias imposibles
Despliego un muro lleno de etéreos escondidos en frases bizantinas por temor Llegas de nuevo ... y no sé qué hacer
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II.
Adagio sognante
más allá de la brisa caminan entre sueños los victoriosos en Everness
no todos los que cuestionan perdidos están en su devenir sólo necesito un boleto dulce donde el final feliz eres tú
III.
Maestoso con ritornello
dormía infinito conectado al largo adiós de la condena el silencio vestido con sombras abrumadoras me opacaba
ensordecedores ruidos abismales explotaron en el firmamento rompiendo los sellos del ocaso convirtiendo el sepulcro tu rostro, mi esperanza, de la sima surgió expulsando al mar onírico desde la noche cósmica me nombró con un “¿me recuerdas?” memorias del futuro en este no-lugar ondularon con las brisas estelares supe que eras mi primer aliento después del coma sin esperanza
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Joel H. Orozco La habitación cubierta de luz, el polvo meciéndose en el aire, los zapatos boleados en el mismo lugar y un olor a cigarro amotinado. En el suelo latas de cerveza vacías como vestigios de una noche en brama. Tu silueta ceñida a las sábanas y en la cama el desvelo de nuestras caricias.
Te has marchado y una perra soledad clava sus colmillos desgarrándome. Y en el opaco cenicero de cristal, el humo dibuja tu cuerpo
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Ojalá llueva Pronto
El calor nos ladra en la madrugada, avivando la sequía que se esparce en los campos donde la cosecha es nostalgia y ayuno. El polvo se nos vuelve piedra en los ojos; lloramos lo que no llovió ni hoy, ni mañana, ni ayer. El hambre muerde las vísceras y los huesos del campesino que se vuelve arcilla entre las manos áridas del viento que despoja las nubes que como aves de carroña ven morir los cultivos. Ojalá l l u e v a pronto.
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Estibali Méndez
Bosque dorado recordé tu esfinge ilusión glaciar
Campo púrpura momento de soledad lluvia matinal
Huellas profundas tormenta en verano alguien ya duerme
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ahora es parte de lo que es, y lo que es le preocupa e intriga. José Luis Pacheco Santillán Despojado Juguetea, inocentemente, la mariposa por la quebrada pasea por el extraño bosque… ¿Sabrás que te irás lejos, alada colorida?
Dejo símbolos y palabras, imágenes que ahora existen, ¡son de quien las encuentre!, ¿las cuidarás tú ahora? Entre hoja y hoja En el futuro, siempre
Dejas llagas y heridas
toma su lugar cada elemento. Mi único temor, amor, es haber comenzado tarde.
en los cedrones y guindales, dejas el viento y el silencio que sacuden inconstante al eucalipto antiguo,
Sin embargo, a los hechos, mi precaución le tiene sin cuidado, como tantas veces a mí, el destino.
¿caen sus hojas igualmente? Te llevas fragancias y semillas como pequeñas cicatrices, mellé tu alma con ellas. ¿Terminé de alimentarte…? eso ahora ya no importa.
Al despojado le queda, solo espera y deseo; su hija de cuando en cuando al verlo le acaricia,
Pero pude intuir que el guijarro no rueda solo, y que a ciertas cosas las mueve una palabra, una brisa, una caricia.
Quien musitó en las rocas, no imaginó el desastre que atribuyeron al azar. Cómo desdeñar al mundo, si la música brota allí, 37
si por su leve curvatura, transitas tú, porque a pesar de todo te adoro tanto…
Tanto como a esos cuadernos, llenos de letras y formas que ahora no comprendo, como a las monedas antiguas y a las piedras sinuosas que aún conservo.
Y te acercas, cuarzo centellante, con bellos ojos de marfil, simulando un espejismo calmo, que en mi novena vida veo al fin.
¿Me recordarás, viéndote agazapado mientras te divertías? o te olvidarás, cuando hayas despertado, como un sueño extraño que tuviste algún día.
Porque son como las flores secas entre las hojas de un libro: tristes y hermosas.
Premonición
Sueño absurdo
Abro los ojos,
¡Quién imaginaría
ya casi impalpable, es aquel sueño.
que un blanco serafín me visita! una curiosidad irrefrenable se agita en mis entrañas.
Froto su cola, lamiendo su pelaje, está mi gata.
Cuando de pronto, ¡Cómo contemplarla si viniera! mi garganta inmanejable, ni un maullido musita. ¿Podrán ser las mismas, mis mañanas?
el jardín se enciende… Macabro fulgor.
Lóbrego cielo, resquebrajes.
espero
resignado
te
Mientras inspiro, la vela se consume, bailan las sombras. A la luz de la luna, luego la vi, acurrucándose oronda en los pastos de mi jardín. Aunque perplejo, mascullo un leve llamado, encaramado sobre el espejo.
La tierra de mu Asediada sin fin, se resiste a la invasión. En la batalla y su fragor, sucumben guerreros turbios ante la codicia.
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Sus corruptos ojos, olvidaron el honor. En sus cetros y espadas, centellea la malicia.
Verde lejano… Cielo azul casi olvidado.
Reflejos de un resplandor en sus pupilas, ignoran la realidad malévola. Verde oscuro y mojado… Llora la grama su escarcha helada. Camina como imbuido de una nostalgia cibernética; seguro que va a morir, lo sabe su alazán y el viejo Fafnir.
Gira en torno, como orbitando un planeta, observando a los cráteres, jugando con las piedras.
Verde antiguo y soleado… La colina rocosa erosionada, tiene un manto dorado.
Verde gris difuso… Las colas de los zorros tienen el cuerpo oculto.
Verde tallo nimbado… Se elevan flores níveas hacia mundos craquelados. Poema de un moribundo Sueño verde, verde y aún más verde… Tiernas esmeraldas colgantes.
Pálido verde agua… Dragones escamosos, milenarios líquenes.
Sombrea el valle una nube iridiscente. La retama solitaria, sobre la roja arcilla, oculta parte de una iglesia derruida. Inclinados, los eucaliptos, me escuchan; deshaciéndose, los queñuales, me enseñan.
Traigo algo tuyo, Verde y amarillo… Globito dentado bebe del río.
el sendero lleva algo mío. Hay una tumba, al lado del camino. 39
Isabel María Hernández Rodríguez Sentía fluir en su interior clamores llenos de espesura que brotaban de emoción y suspiraban eterna desventura, ansiaba llegar a la lejana jungla y buscarlo entre las sombras, amarlo en la ingente penumbra y ofrecerle la vida pura. Deseaba respirar el tenue aliento y sentir su dulzura, y solo encontró vacío, desierto y amargura, quería oír su llamada en la casa vacía pronunciando su nombre, pero el eco le resultaba lejano y, no recordaba el tono de su voz. Aquellas bellas palabras se perdían en el olvido de la luz oscura, y el viento se llevó los quejidos que albergaban en su pecho, pero no podía vivir sin pensarlo en la fría estancia, y el otoño de sus ojos grises lloraban la ausencia todavía. El camino que transitaba era más pedregoso cada día, ya no lo perfumaban los claveles, ni las rosas, ni los jazmines, sus sueños cada vez más tristes buscaban su mirada, y no la comprendía la noche, ni la luna, ni la alborada. Quedaron instantes por vivir y pensamientos por decir, pero el tiempo se le escapaba veloz sin poderlo retener, ya no valían las promesas, ni los tesoros, ni el desconsuelo, aún así, fue mejor llorar que no vivir. 40
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Vanina Roxana Pérez
Peregrinación del hombre en busca de sí mismo entre Pasadizos y laberintos de sombras y de olvidos. Peregrinación que lleva a la Mutación (necesaria o autoimpuesta) En aras de una trascendencia que busca lo inmortal de un alma cuya Dualidad, de luz y oscuridad, se constituye desde esa androginia primigenia que Cohabita entre las sombras del alma y Nos descubre en el reflejo de otredades. Vida peregrina que entre eslabones perdidos intenta reconstruirse Impulsada por el Demiurgo que se empeña en mostrar que Transmutar es descubrir entre dédalos de ruinas la esencia que nos vuelve uno mismo. Peregrinos de este mundo Cabalgamos en el tiempo que Inagotable nos devuelve una y mil veces a esta vasta vida. Eterna y cíclica vida que revela la cópula alquímica del ser, en los espejos del tiempo, entre El barro y el polvo del Génesis que lo crea. Vida: peregrinación cíclica y eterna Del alma que se busca Del alma que se esconde en la sombra que nos puebla la mirada.
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Adán Echeverría “Los héroes de Onetti eran los más pacíficos, los más perezosos, los más inútiles del mundo”. Antonio Muñoz Molina “Entre Borges y Cortázar, entre ambas generaciones, hay que situar la obra de Onetti”, ha escrito el poeta Joaquín Marco (Barcelona, 19352020). Coincido en parte con él; y es que en este trío de cuentistas sudamericanos cada quien establecerá su propia idea de quién ocupa cada lugar según sugieran sus gustos. Algunos enlistarán Borges-Onetti-Cortázar, y otros muchos cambiarán el orden, dejando a Cortázar en segundo lugar. Habrá quienes decidan meter a Quiroga, o a Felisberto o quizá se atrevan con Donoso. Y existirán los muy exquisitos que incluso señalen que en los primeros sitios de la cuentística sudamericana no se puede dejar de lado ni a Lispector ni a Ocampo,ni a
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Ribeyro y tampoco a Juan Emar. Lo cierto es que los lectores tenemos la dicha de poder disfrutarlos a todos por igual. Y las preferencias por alguna cuentística, más allá de cualquier impulso editorial, será la que llene nuestras propias búsquedas lectoras. Onetti llena con mucho la mía, al menos más que muchos de los cuentos de Cortázar, con una capacidad para tocar mis venas como la que algunos cuentos de Ribeyro logran, o con esa furia vital que me desarma, tal como me sucede con algún cuento de Juan Emar. El atractivo con que me ha atrapado Onetti es el descaro con el cual, construye la historia de sus personajes. Ese supremo deseo de tapar la salida del laberinto a la rata que intenta recorrerlo. La falta de finales felices en que permean sus historias, pues en Onetti todos los personajes principales terminan por fracasar, algunos se jactan de darse cuenta, otros incluso disfrutan constatar el fracaso de los otros, y otros deciden evadirse de la realidad, ya sea muriéndose o volviéndose locos. Nuestro autor se empeña en que los lectores logremos sentirlo; como si nos permitiera asomarnos a la mediocridad de los otros, para que nuestras preclaras ideas de optimismo queden destrozadas y podamos verlas irse por el desagüe. Ya lo va a conseguir, sí,
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pero como fantasma. Ella alcanzó la felicidad, logró su sueño, pero loca, o tal vez muerta. O es que tal vez en la mentira al fin puedan intentar ser lo que jamás pudieron ser en vida, y deciden fingirse: “Así, hasta que el otro Baldi fue tan vivo que pudo pensar en él como en un conocido. Y entonces, repentinamente, una idea se le clavó tenaz. Un pensamiento lo aflojó en desconsuelo, junto al perramus de la mujer ya olvidada. Comparaba al mentido Baldi con él mismo, con este hombre tranquilo e inofensivo que contaba historias a las Bovary de plaza Congreso. Con el Baldi que tenía una novia, un estudio de abogado, la sonrisa respetuosa del portero, el rollo de billetes de Antonio Vergara contra Samuel Freider, cobros de pesos. Una lenta vida idiota, como todo el mundo”.
el escenario y parecía buscar todavía, yendo y viniendo con sus prisas de loco”. (Un sueño realizado) “No sé si nunca en el pasado he dado la bienvenida a Inés con tanta alegría y amor como diariamente le doy la bienvenida a Bob al tenebroso y maloliente mundo de los adultos. Es todavía un recién llegado y de vez en cuando sufre sus crisis de nostalgia. Lo he visto lloroso y borracho, insultándose y jurando el inminente regreso a los
(El posible Baldi) “Algo extraño estaba sucediendo a mi derecha, donde estaban los otros, y cuando quise pensar en eso tropecé con Blanes que se había quitado la gorra y tenía un olor desagradable a bebida y me dio una trompada en las costillas, gritando: — No se da cuenta que está muerta, pedazo de bestia. Me quedé solo, encogido por el golpe, y mientras Blanes iba y venía por el escenario, borracho, como enloquecido, y la muchacha del jarro de cerveza y el hombre del automóvil se doblaban sobre la mujer muerta comprendí qué era aquello, qué era lo que buscaba la mujer, lo que había estado buscando Blanes borracho la noche anterior e n 45
días de Bob. Puedo asegurar que entonces mi corazón desborda de amor y se hace sensible y cariñoso como el de una madre”. (Bienvenido, Bob) Juan Carlos Onetti nació en Montevideo, Uruguay en el año de 1910 y murió en Madrid, España en el año de 1994 a los 84 años recostado en su cama, como un faraón, o quizá todavía mejor, como imitando a aquel Óscar Matzerath ideado por Günter Grass, solo que a nuestro Onetti le faltaría apenas el tambor de hojalata, lo cual no le ha impedido llenarnos el alma del dolor humano con el cual ha impregnado sus historias, no sin la astucia que todo poeta necesita para la sugerencia: “— Porque usted, naturalmente, se arruinó dando el Hamlet—. O también: — Sí, ya sabemos. Se ha sacrificado siempre por el arte y si no fuera por su enloquecido amor por el Hamlet...” En este fragmento de Un sueño realizado, el personaje se prepara para el recuerdo. La broma con que Blanes le critica sobre su decidido amor al teatro contra su propia economía, da pie a la historia que decide relatar. La sugerencia de los mundos diferentes que colisionan por un espacio de tiempo, en los que se desata una pasión cuajada por la angustia: “Se casaron, y Risso creyó que bastaba con seguir viviendo como siempre, pero dedicándole a ella, sin pensarlo, sin pensar casi en ella, la furia de su cuerpo, la enloquecida necesidad de absolutos que lo poseía durante las noches alargadas. 46
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Ella imaginó en Risso un puente, una salida, un principio. Había atravesado virgen dos noviazgos —un director, un actor —, tal vez porque para ella el teatro era un oficio además de un juego y pensaba que el amor debía nacer y conservarse aparte, no contaminado por lo que se hace para ganar dinero y olvido”. (El infierno tan temido) En esta historia es la joven actriz Gracia César, quien no pretende perdonar la cobardía de Risso —que le lleva veinte años— y su falsedad a los acuerdos del romance, por lo cual, decide pisotearle la soledad hasta que la tristeza se convierta en la propia tumba para resguardarse, una tristeza por lo que pudo ser y no fue, por lo que crees que eres, pero ya no logras seguir siendo; la actriz decidió hacerlo enviándole fotografías de ella con otros hombres, al trabajo, a la pensión en que vivía, e incluso a su pequeña hija, arrastrándolo al suicidio. La burla es el recurso de la venganza. Y el suicidio apenas la oportunidad para alejarse del escarnio. Es la culpa ante la muerte lo que mueve también a sus personajes: “— Sí. Veintiocho días. — Y hasta los tenés contados — siguió Arturo —. Me conoces bien. Lo digo sin desprecio. Veintiocho días que ese infeliz se pegó un tiro y vos, nada menos que vos, jugando al remordimiento. Como una solterona histérica. Porque las hay distintas. Es de no creer. Se sentó en el borde de la cama para secarse los pies y ponerse los calcetines. — Sí — dije yo —. Si se pegó un tiro era, evidentemente, poco feliz. No tan feliz, por lo menos, como vos en este momento. — Hay que embromarse — volvió Arturo —. Como si vos lo hubieras matado. Y no vuelvas a preguntarme... — Se detuvo para mirarse en el espejo — no vuelvas a preguntarme si en algún lugar de diez y siete dimensiones vos resultás el culpable de que tu hermano se haya pegado un tiro. Encendió un cigarrillo y se extendió en la cama”. (La cara de la desgracia)
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Y es en la mujer en donde todos los personajes de Onetti terminan por sucumbir y hacer sucumbir al propio lector: “Era indudable que la muchacha me había liberado de Julián, y de muchas otras ruinas y escorias que la muerte de Julián representaba y había traído a la superficie; era indudable que yo, desde una media hora atrás, la necesitaba y continuaría necesitándola”. (La cara de la desgracia)
— Todo, claro —la mujer se incorporó en la cama para verle enflaquecer la cabeza endurecida y resuelta. — Tampoco lo hice porque estuvieras esperando un hijo de Mendel. No hubo piedad, ningún deseo de ayudar al prójimo. Entonces era muy simple. Te quería, estaba enamorado. Era el amor”. (Tan triste como ella)
Pero ahora necesita reconocer como cadáver a la misma mujer que le ha ayudado a superar el trauma del suicidio de su hermano. “Estaba de espaldas cuando dijo: — ¿Por qué te casaste conmigo? El hombre le miró un rato las formas flacas, el pelo enrevesado en la nuca; luego caminó hacia atrás, hacia el sillón y la mesa. Otra copa, otro cigarrillo, rápido y seguro. La pregunta de la mujer había envejecido, marcaba arrugas, se extendía en desorden como una planta de hiedra aferrada a un muro con sus uñas. Pero tuvo que ganar tiempo; porque la mujer, aunque nunca llegaron a saberlo ellos, aunque nunca lo supo nadie, era más inteligente y desdichada que el hombre flaco, su marido. — No tenías dinero, no fue por eso — trató de bromear el hombre —. El dinero vino después, sin culpa mía. Tu madre, tus hermanos. — Ya estuve pensando en eso. Nadie lo hubiera adivinado. Y, además, no te interesa el dinero. Lo que es peor, se me ocurre a veces. Entonces vuelvo: ¿por qué te casaste conmigo? El hombre fumó un rato en silencio, diciendo que sí con la cabeza, dilatando los labios exangües encima de la copa. — ¿Todo? — preguntó por fin; estaba lleno de cobardía y de lástima. 48
C o m o en las anteriores historias, l a muerte sigue planeando sobre los personajes sin salida que dibuja Onetti. La mujer atrapada en esa casa del campo de amplios jardines. Donde ni el deseo, ni el sexo, ni la maternidad le son suficientes. Y el hombre apenas es una compañía parasitaria, que no deja de sentir curiosidad: “Es posible que mi matrimonio contigo haya sido mi última curiosidad verdadera”. O puede convertirse en carne para la venganza: “Se acostumbró a escupirlo y cachetearlo, pudo descubrir, entre la pared de zinc y el techo, un rebenque viejo, sin grasa, abandonado. Disfrutaba llamándolo con silbidos como
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a un perro, haciendo sonar los dedos. Una semana, dos semanas o tres”. El engaño, la traición, la infidelidad, el deseo, la cobardía, las vengancitas sobre la carne, el fingimiento, pueden tener su culmen en “La novia robada” donde la mentira se vuelve para todo el poblado la realidad, todo con tal de evitar el sentimiento de culpa. La mentira que todos deciden aceptar: “Nada sucedió en Santa María aquel otoño hasta que llegó la hora — por qué maldita o fatal o determinada e ineludible —, hasta que llegó la hora feliz de la mentira”; porque todos (toda Santa María) participaron de la burla, formaron parte del fingimiento, decidieron acrecentar la mentira en aquella mujer, en aquella prometida, en seguirle el juego e impulsarlo: “Pero fue así, vestido, salto de cama, camisón y mortaja. Para todos, los que habían preferido con prudencia refugiarse en la ignorancia, para los que habían elegido formar una dislocada guardia de corps, reconocer su existencia y proclamar que protegeríamos, en lo que nos fuera posible, el vestido de novia que envejecía diariamente, que se acercaba sin remedio a una condición de trapo, proteger el vestido y lo ignorado, imprevisible, que llevaba dentro”.
pias vivencias. Durante estas lecturas nos hemos topado con diferentes suicidas: Risso en El infierno tan temido, vemos a otro en La cara de la desgracia, el hermano del protagonista, y la mujer de Tan triste como ella. Vemos tres tipos diferentes de fingimientos: el que hace Baldi, el que preparan Blanes y el director del teatro, y el que hace toda Santa María con la pobre novia que se presiente tan fantasmal como la mujer que luego de dispararse coge su valija mientras “remonta la cuesta interminable (…) hasta hundirse en la luna”. O tan enigmática como la mujer que se empeña en que actúen para ella un sueño que ha tenido, o quizá incluso tan furiosa como Gracia César que posa sexualmente ante la lente fotográfica. He acá los fantasmas, los fracasos, los personajes oscuros con los que Onetti logra enfrentarnos, que nos seguirá gritando: Bienvenidos todos al mundo de los adultos, la vida es trágica, temible, dura, y por lo tanto digna de vivirla.
(La novia robada) ¿Acaso no se repite la idea y sensación de Un sueño realizado? Pero claro, el escenario ha crecido, ya no es solo fingir en un teatro para alguien que te ha contratado, sino fingir como parte de la sociedad, intentando mantener la mentira del otro, y haciéndola propia, para acompañar la locura de Moncha Isaurralde. Ya lo señalaba Marco, los de Onetti son “seres grises, aunque de trágico destino”. Hemos podido apreciarlo, es momento de que cojamos de nuevo sus cuentos y aprendamos a disfrutar de ese dolor para referenciar nuestras pro49
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