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La Nigromante por Diana Guiland Mederico

por Diana Guiland Mederico.

El sonido de los grandes cascabeles de plata inundaba el pantano y hacía ondear con levedad las hojas de los árboles. El sol estaba en su punto en medio día, aunque por la poca luz que atravesaba la corona tímida de los árboles hacía parecer que era más tarde. Se podía ver que montados en canoas y rompiendo la escorrentía, iban un grupo de personas vestidas con batas blancas impolutas y con los rostros ocultos con máscaras de luto pintadas de animales.

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Nadie hablaba. Todos estaban ensimismados con sus pensamientos dedicados a Jadiel, el hijo de Ariet, la tabernera, quien en contra de lo estipulado por la tradición, no estaba liderando la procesión, sino que se encontraba al final de la misma con la cabeza gacha y el rostro cubierto por una cara pintada de una tortuga de agua. A falta de otro pariente dispuesto a liderar la marcha, el jefe del pueblo, un hombre de pocas palabras y temeroso de cualquier alimaña que habitara el pantano, había tomado ese papel. En toda la marcha había apresurado a los remeros para salir lo más rápido de ese sitio. Los niños de la procesión, que por su corta edad no podían ostentar el prestigio de hacer sonar cascabeles, tenían lirios de agua y totoras en sus manos para demostrar el afecto del pueblo por el fallecido.En una canoa de menor tamaño, iba el difunto en completa soledad y amarrado a otra para que no se perdiera en el basto pantano.

El cuerpo había sido envuelto en paños marrones, perfumado con jazmín con una ligera mezcla de ungüentos para conservar lo máximo posible el cadáver antes de ser entregado a la tierra de la diosa Ooa. El sonido de los cascabeles se fue haciendo más rítmico y presuroso, revelando a cualquier ser vivo que la procesión estaba cerca del último lugar de descanso de Jadiel, cuya ida del mundo terrenal había sido demasiado temprano para el potencial que este demostraba. Los sepultureros comenzaron a cavar y con cada palada en la tierra blanda y húmeda, era como un clavo en el corazón de Ariet, y permaneció apartada, jadeando por el llanto que no paraba desde la salida.

Se sentía tan pequeña e impotente ante la situación. La vida le daba un fuerte golpe y un escupitajo en su cara. Quería ser ella a la que iban a enterrar en ese instante o haber padecido el inmenso dolor que su hijo tuvo que pasar por esa enfermedad desconocida que apareció en el cuerpo de éste, de un momento a otro. Los cascabeles entonaron una canción de despedida del ánima del buen Jadiel, donde de vez en cuando se inmiscuían pensamientos de pena, dolor y perdones por parte de los presentes. Todos habían querido al hijo de la tabernera. Su pérdida se haría sentir por varios meses. Él siempre había tenido una sonrisa para todos y daba amabilidad a mansalva sin ningún tipo de distinción. Fue un muchacho joven, dispuesto a ayudar a cualquiera si estaba en sus capacidades y que tenía el corazón ganado de todas las chicas del pueblo, solo por su encanto y su aura gentil.

Una vez hecho el hueco, con cuerdas y con la fuerza de los hombres más robustos fue bajado a su último descanso al cascarón vacío del hijo de Ariet. Grandes piedras redondas, flores y un cascabel puesto sobre una lápida con el grabado distintivo de la familia, eran lo único que identificaba de quién era la tumba. Con esto hecho y con el respectivo canto fúnebre de las mujeres del pueblo, donde la madre no fue capaz de entonar la más simple nota, se dio por finalizado el rito y todos pudieron desprenderse de sus máscaras de animales para proseguir con su cotidianeidad.

Pero a partir de ese punto para Ariet nada fue fácil. La sola idea de regresar a una casa vacía y sin el sonido de la risa del hijo amado no la alentaba. Quería quedarse un tiempo más, custodiando la tumba. Tamara, su vecina y amiga, decidió acompañarla todo el tiempo que necesitase o hasta que sus propios hijos vinieran por ella por sentir su ausencia.

Ambas mujeres no intercambiaron palabra por un largo tiempo, imbuyéndose con los sonidos de las aves y demás criaturas del pantano. Aquel sitio tenía su encanto natural, estaban siempre rodeados de animales variopintos, con agua llena de vida, mosquitos a todas horas, árboles y flores majestuosas que poseían un mensaje poético con su sola presencia. Además, contaban con la bendición diaria de Ooa, aunque una de las madres allí sentadas no se sentía muy bendecida en ese momento. —A veces la vida da duros golpes a las personas, Arlet —soltó Tamara rompiendo el silencio entre ellas— no siempre es justa. Pero es ella la que te dice que todo puede ocurrir y valer por igual, sin importar si nosotros estemos de acuerdo o no. Dejar que un hijo muera antes de que sus padres lo hagan, es otra prueba de ello.

—Esto es tan cruel, amiga, mi mundo está sufriendo mientras el mundo exterior prosigue como si nada estuviese pasando.

—La vida solo es un caos sin sentimientos, Arlet. Los seres humanos somos unos ilusos al pensar que podemos darle sentido a algo que claramente no lo tiene. Lo único de lo cual tenemos certeza es que todos estamos destinados a morir, porque ya estamos vivos.

—¡Ojalá pudiera darle vida de nuevo a mi hijo como se la di en un principio!

Una idea o más bien un rumor traído por el fluir del agua se manifestó en la mente de Tamara con las palabras de su amiga. Un viejo recuerdo de la infancia, en la cual su abuela le contaba historias espeluznantes para mantenerla entretenida, mientras sus padres iban a cazar cocodrilos. Una de estas la había escuchado también ya de adulta, incluso varias personas de la comunidad se atrevían a decir que habían estado en el escenario de la misma, viéndose incapaces de seguir adentrándose por el temor de lo que allí olía y se movía. Tamara dudaba de que Arlet la conociera, ella había llegado ya casada de un reino extranjero de la mano de un esposo habido de aventuras, que no se le encogió el corazón cuando la abandonó a su suerte con un embarazo avanzado en un sitio desconocido para ella. Viendo su sufrimiento y mirando a los lados para cerciorarse de que no quedaban ojos del pueblo que la estuviesen observando, decidió revelarle sobre esta curiosa anécdota de la localidad.

—Amiga, eso me hace recordar algo que se dice en estos lares sobre que en lo más profundo del pantano, hay una congregación de magos capaces de hacer caminar lo muerto para que trabajen para ellos. Son sucios renegados que aborrecen la civilización y quieren tomar para el hombre toda la magia que por designio de todos los dioses nos fue negada. Aunque ellos son un grupo de niños que giran en torno a recibir el beneplácito de la verdadera Señora de la Muerte. Se trata de una mujer que ha vivido tanto que el tiempo se ha olvidado de que tiene que llevársela o simplemente no quiere porque le teme. Esta mujer es capaz de no solo animar un cadáver para que dé saltos como una nutria amaestrada, sino de regresarles la vida, el alma, el quienes fueron antes de morir.

—¿Y por qué me cuentas todo eso? ¿Es una historia? ¿De qué me va a servir eso?

—No es solo una historia —la corrigió Tamara— es algo que te puede servir a devolverte lo que te han quitado. Dicen varios que el sitio en cuestión de verdad existe, hasta tiene lógica, si te pones a pensar en la cantidad de cadáveres que se traga este pantano y de los restos cercenados que todavía se mueven cuando pisan nuestra aldea. ¿Acaso no te acuerdas de la mano que flexionó los dedos al llegar a tu taberna? Arlet recordaba bien el episodio mencionado. Una mano recién cortada, muy probable de un hombre adulto, que al tomarla, al confundirla como una raíz pálida, ésta se empuñó y ella del susto la arrojó a la corriente del agua de donde la había extraído. Esto lo había tomado como un mal presagio, una señal de Ooa de que debía estar pendiente de todo para evitar una calamidad, y cuando su hijo murió, solo la hizo reafirmarlo. Pero con esta nueva información la hizo reconsiderar. Quizás aquellas palabras dichas en ese momento eran otra señal para que Jadiel regresara con ella.

Entonces, sentada mirando el último reposo de su hijo se fue hacia las aguas del pantano donde co- men zaría a transitarlas en una de las balsas de su taberna que siempre estaban listas para la movilidad de sus huéspedes. Ella se marchaba sola con la única compañía del cuerpo de Jadiel recientemente desenterrado por sus doloridas y sangrantes manos, dejando que el caudal de agua le indicara el destino, contemplando el espesor y la forma misteriosa del pantano.

Llevaba consigo una lámpara de aceite, una ballesta, provisiones para una semana y tres mudas de ropa para su travesía. Estaba segura que así como Ooa le había alertado sobre la muerte de su hijo, esta misma la llevaría al lugar de la magia negra y tentación para probar qué tan dispuesta se encontraba en mancillar su propio espíritu a favor de contravenir la única regla del Caos. No pasó mucho tiempo hasta que el aroma muerte de la modesta embarcación comenzara a alentar a los rapiñadores del sitio. Incluso creyó ver sobrevolando un buitre anciano que veía en aquella carne muerta la esperanza de una comida rápida, sin advertir que esa carne había pertenecido a otra, la cual no estaba dispuesta a que se la volvieran a arrebatar. Fueron días difíciles, el viaje parecía más un intento vacuo para aliviar el malestar de Arlet que a una travesía con propósito. No tenía idea de cómo llegaría al sitio de Tamara con tan vana información y más cuando le costaba orientarse por sitios desconocidos para ella. Nunca había ido a esa profundidad del pantano, cada curva, liana, árbol o criatura le resultaban inquietante al grado de dejar las paradas para solo satisfacer sus necesidades fisiológicas y recolectar alguna que otra fruta, porque a cazar tampoco se atrevía. Sentía en cada momento ojos desdeñosos acusándola de forma constante de estar cometiendo un hecho atroz y despreciable, quería ella en contestación preguntarles a gritos lo que harían si estuviesen en sus zapatos. Aunque no lo hizo, como tampoco había hecho muchas cosas en el pasado por miedo a la opinión de su familia o la sociedad. Con el leve movimiento del agua en la balsa y el ambiente calmado, la hacían dormitar, teniendo sueños de su vida pasada tales como el chico de las manzanas que le había jurado amor eterno y que sus padres le habían hecho olvidar, de su primer libro sobre un pez pequeño que huía con desesperación de una ballena que lo perseguía con ahínco para al final morir devorado por esta, también volvió cuando conoció a su esposo y cómo se habían fugado con la promesa de que ambos vivirían sus sueños. Al final ella terminó sin cumplir el más mínimo, con un hijo y sola en un lugar desconocido.

Esas remembranzas le sirvieron para verse como alguien que no había vivido todo lo que creyó que haría, limitándose con su papel de madre y volcando todas sus esperanzas en ese ser que había creado dentro de su cuerpo. Una elección patética que bastó con la muerte del hijo para darse cuenta de que no debió apoyarse tanto en este. De otra forma, quizás no estaría haciendo aquello. Con el rabillo del ojo creyó ver una figura humana oscura internarse en la profundidad. Tuvo la intención de amarrar la embarcación para seguirlo, porque era la primera cosa que veía, pero su canoa chocó con algo en el agua que la atoró en medio. Se asomó por la proa tratando de ver cuál era el obstáculo y vio en la superficie del agua el rostro descompuesto e hinchado de una persona. Arlet retrocedió conteniendo un grito con sus manos. De pronto y antes de percatarse, se vio rodeada de cascarones humanos putrefactos que escupían trozos de sus propios órganos y con la órbita vacía. De inmediato Arlet tomó su ballesta y comenzó a disparar sin discreción a esos seres, colocándose muy cerca de los restos de su hijo para seguir custodiándolo. Pero ellos eran más y mucho más fuertes. Sin previo aviso estos lograron tomarla y la arrastraron fuera de la barca hasta la tierra fangosa llena de insectos. Arlet se debatía con ellos, en un intento desesperado de liberarse, los cuales no sirvieron.

Yaciendo tumbada boca arriba y sujetada, sus ojos buscaron algo mejor en qué fijar la atención antes de que comenzaran las mordidas. Fue gracias a ese acto que vio a una mujer tan blanca como la nieve o quemada por el sol, de cabellos negros como la noche o rubios como el oro, luciendo un vestido vetusto y deshilachado, de una belleza deslumbrante y de color negro o blanco. Portando una flauta larga o un cetro o un cayado que controlaba la turba de criaturas animadas. Sin haber intercambiado palabra, Arlet supo que aquella mujer debía de ser la nigromante que estaba buscando.

Con una oleada de dolor, volvió a la tumba de su hijo, con Tamara a su lado en silencio y sobándole la espalda para reconfortarla. Lloró en silencio por un buen rato, mientras el sitio se fue tornando más oscuro y unas cigarras comenzaron a entonar un canto de despedida.

Con una oleada de dolor, volvió a la tumba de su hijo, con Tamara a su lado en silencio y sobándole la espalda para reconfortarla. Lloró en silencio por un buen rato, mientras el sitio se fue tornando más oscuro y unas cigarras comenzaron a entonar un canto de despedida.

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