Nudo Gordiano #20

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Camilo Andrés Caicedo Buitrago Con la mente en blanco, como la última vez, Margara miraba a través de la puerta cerrada tratando de buscar una respuesta a sus miedos. No la había. Sentía que todo volvería a suceder y nuevamente no podría hacer nada. Podía saborear el humo, sentir el calor detrás de la puerta cerrada y, de nuevo, estaba pasmada. Como siempre su mente la obligó a revivir los momentos: el fuego, los gritos, la impotencia, el temblor de su cuello, su mirada borrosa y el mareo. Todo se sentía muy real y, sin embargo, era una farsa de su mente. La jugarreta de su mente terminaba, como siempre, con la histeria de sus gritos y un medicamento directo a su vena administrado con violencia por la enfermera, lo cual aumentaba el sueño y la dejaba inconsciente. Su mente se encargaba entonces, de llevarla de vuelta a los días donde se sentía segura porque creía tenerlo todo controlado. Recordaba la casa, su hijo, el trabajo, la universidad y las cuentas como algo que podía predecir, sin que eso fuera completamente cierto, pero al menos, aquello le daba algo de paz; paz que, sabía, no iba a durar mucho. Todo era exactamente igual como lo recordaba, deslucido y pobre, el olor a jabón Rey que tanto le había molestado, de repente reemplazaba el nauseabundo olor a hospital. El sueño siempre comenzaba un martes por la mañana. La alarma no la había despertado debido al cansancio de haber estado estudiando la noche anterior, pero por suerte, Felipito, su hijo de 12 años la había oído y se había levantado a hacer el desayuno para irse al colegio. No era usual verlo ser acomedido ni amable, ya que ella y él vivían en una constante pelea por su mal comportamiento, sumado ya, a la fricción que infundía el padre en su niño cada vez que se lo llevaba a comer hamburguesa un fin de semana al mes. El niño preparó huevos revueltos medio quemados y simples que ella consumía como si hubieran sido bajados del mismo cielo; acompañados, además, de una aguapanela simple que refrescó su garganta. Después se iban ambos hacia el colegio. Recordaba que subían la colina entre casas de ladrillo y tejas de zinc, unas más pobres que las otras hasta llegar al colegio, donde los niños recién bañados se apelmazaban en una única puerta para llegar a tiempo. Sin embargo, ese día fue distinto, porque en el trayecto, Margara alcanzó a divisar a lo lejos en una acera al papá de su hijo entre dos borrachos recostados uno sobre el otro. Ya hace mucho había dejado de sentir lástima por el imbécil que se reía de su propia perdición. 10


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