Nudo Gordiano #29

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Nudo Gordiano

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Toluca, Estado de México, México. Nudo Gordiano, 2023. Todos los derechos reservados. Revista literaria de difusión bimestral contacto@revistanudogordiano.com

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Marzo-Abril No. 29
Cuentos - la Espada Víctima Kamil Castillo Zona de Penumbra Efrén Velázquez Corazón en Llamas Sebastián Echegaray Rivera Te Amo Victoria Zoé Martínez Castillo Transfiguración Narrativa Diego Alvarado Pacheco Poemas - la Lanza Canto a Todo lo que se Rompe Julio César Plata Rueda La Magia del Amor Por Ti Isabel María Hernández Sal River Alberto Minaya Galarza Es de Valientes Llorar Rut Treviño Exilio Edgar Pezaña Arena Karla Peláez 6 8 10 14 16 22 23 24 25 26 29 Índice www.revistanudogordiano.com

La alborada relucía en tonalidades cálidas adornada con dispersas nubes esponjosas en la inmensidad del cielo, así como el sutil canto de las aves diurnas hacían que esa fuera la única razón para amar los días lunes. Al ser exactamente las siete de la noche, el cielo se pintaba de hermosos colores cálidos asombrosos al ojo humano. No parecía ser una noche fuera de lo habitual.

El inicio de semana en un instituto de educación superior era el peor, los estudiantes iban y venían a través de los pasillos detrás de algún maestro para revisar actividades pendientes de alguna complicada asignatura, en mi caso era de la materia de bioquímica. Después los encontrabas descaradamente somnolientos en sus pupitres sin prestar atención a clase y, por último, continuaban su día con el peor de los humores existentes hasta que llegaban a su hogar directo a dormir. Afortunadamente esa tortura había culminado.

—Puedes dejarme aquí, no tengo problema caminar unas cuantas cuadras —comentó. Su meliflua voz acarició mis oídos. Ella era sencilla, clásica, femenina, de cuerpo curvilíneo, alta, pelo largo y siempre con una sonrisa pintada en sus labios carmín. Elisa era mi compañera de trabajo, a diferencia de mí, impartía la materia de farmacología a los jóvenes estudiantes del área de salud. A este punto era costumbre llevarla todos los días a su departamento, no era una molestia para mí porque vivíamos relativamente cerca y dentro de la misma colonia, meramente lo hacía sin recibir nada a cambio, pero nunca entendí la razón de por qué siempre me pedía que la dejara al menos unas dos cuadras alejadas de su departamento y tampoco me tomé el tiempo de averiguarlo.

—Bien —contesté sin refutar pisando el freno del auto.

Sin embargo, algo en ella llamó mi atención: un pequeño hilo rojo descendió de la comisura de su labio hasta el mentón. Quise preguntarle si estaba bien, pero ninguna palabra salió de mi boca y cuando debí hacerlo, ella terminó yéndose sin siquiera despedirse a una velocidad sobrenatural que me dejó abatido.

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Y creo que mi mayor error fue retener esa duda en vez de disiparla. Los días continuaron monótonos que casi podía memorizar la sucesión de eventos, pero el viernes fue un caos mental para mí, yo estaba encerrado dentro de una habitación de confusión y las paredes se comprimían a una velocidad vertiginosa hasta aplastarme por completo. No vi a Elisa. La busqué por todo el campus, pero pareció no haber ningún rastro de ella, le llamé a su celular, pero tampoco contestó y mi último recurso fue ir a dirección para pedir informes.

—¿La maestra Elisa no se presentó a laborar hoy? —inquirí disimulando mi preocupación.

—¿Maestra Elisa? En el instituto no hay ninguna maestra registrada con ese nombre.

Cabía la posibilidad de que, si hubiera insistido un poco más esa oscura noche, todo fuese distinto y así no terminar con la abrumadora confusión que me azotaba como las salvajes olas lo hacen contra el mar, que la curiosidad no me hubiera despertado de una manera incontrolablemente inverosímil, que mi mente estuviera en paz sin dar vueltas en el mismo bucle de pensamientos. Porque cuando me estacioné fuera del departamento de Elisa todo estaba desierto, mi único testigo era la radiante luna llena y la fría brisa anunciando la temporada otoñal que despeinó mis cabellos mientras el miedo se apoderó de mí lánguido cuerpo. Me negué a mirar atrás. La profunda oscuridad no fue impedimento para distinguir una sombra que poco a poco se acercaba a la mía.

—¿Me estás buscando? —fue apenas un susurro tan bajo que necesité tiempo para comprenderlo.

No pude responder ni tampoco reaccionar Solo sentí la forma brusca en la que encajó sus filosos dientes en mi hombro, después atacó mi vena yugular con desespero y cada vez mis signos vitales descendían. Mi vista se tornó borrosa, mis piernas flaquearon, mi cuerpo dejó de responder ante las órdenes que yo le daba. Yo había sido su víctima, una víctima que ella necesitaba para fortalecer sus vínculos con el más allá.

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Efrén Velázquez

Mis deseos rindieron frutos. Valió la pena el precio que tuve que pagar. Lo logré. Estaba seguro de que esta vez nada nos iba a separar. Solo unos metros me distanciaban de ella. Intenté dar unos pasos, mas la pesadez de la emoción me previno de no arruinar ese inenarrable momento. Avancé. Pronuncié su nombre, no contestó. Esperé. No hallé respuesta. Angustiado, miré que se perdía en esa opacidad. Apresuré mi paso. Entonces ella volteó. La caída de las hojas del calendario se hacía lenta. Su ausencia haría resonar estruendosos mis pasos sobre los pasillos de la casa. Busqué entretenerme en todo tipo de pasatiempos, sin embargo, todo resultó inútil. Las fiestas de sociedad nunca fueron de mi agrado, ni de Berenice. Preferimos aislarnos, encerrarnos y disfrutar de nuestros universos carnales. Concluida la faena, nos leíamos libros de poesía. Comíamos ensaladas mediterráneas. Destapábamos una botella de vino y bailábamos escuchando The Allman brothers.

Esos detalles albergaban mi memoria. Aguijoneaban mi melancolía. Intentaba salir con otras mujeres, pero la mayoría a pesar de sus bellezas, fueron superfluas y vacuas. Tenía un grave problema: en cada una de ellas permearía la esencia de Berenice. Mis cercanas amistades me decían que diera vuelta a la hoja. Era algo irónico porque entre más deseaba enterrar ese sentimiento, más floreaba cada día. Las noches despertaban el recuerdo de Berenice. Podía jurar que olía su perfume. Que la contemplaba en la ventana que daba a la calle mientras la luna silueteaba su figura de Venus. Dicha situación antojaba el sorbo de una botella de vino. Tomaba un libro. Ponía música de jazz e intentaba sumergirme en la lectura.

Podía haber buscado la manera de apaciguar la añoranza, aunque ya no dependía de mí. Reflexioné un momento. Pensé en las posibles consecuencias. Decidí hacer a un lado las soluciones profesionales, preferí buscar en las tradicionales. Berenice me platicaba sobre esos temas de ocultismo y brujería. El morbo que contenían algunas anécdotas captaba mi atención, luego terminaban por cagarme de la risa. ¡Qué ironía! Ahora recurriría a esas prácticas, además, dicen que en la guerra y el amor todo se vale. Realicé algunas llamadas. Localicé a los contactos que me indicaron, uno de ellos se encargó de elaborarme una cita. Me recomendó con una especie de “curandera” que lograba de manera efectiva ejecutar ese tipo de casos. Hice a un lado, por el momento, el pensamiento lógico y reflexivo.

Estacioné el carro enfrente de una residencia que presumía una blancura en cada trazo de su arquitectura. Bajé y caminé a un portón blanco. Toqué el auricular. Di mi nombre. Pasaron unos minutos.

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El portón se abrió: una señora de facciones serias, pero voz afable me indicó el camino. Pasé por una puerta que tenía una cortina confeccionada de caracoles. Al penetrar en ese lugar sentí que entré a un mundo donde el fuego de una civilización antigua y ritualista consumía esta actualidad en cenizas. Miré aquel altar milenario que contenía figuras de deidades africanas, cráneos, cuarzos, velas y otros objetos indecibles. Una mujer de cabello plateado vestida de blanco me dijo que tomara asiento cerca de una mesa de caoba. La curandera se sentó enfrente de mí. Puso un ornamento de barro que contenía los caparazones de caracoles. Comenzó a moverlos. Clavó sus pupilas grises en mis ojos como si escaneara mi interior. Intenté balbucear algo, pero me contuve ante el sonido que producían el choque de los caparazones y algo que cantaba aquella curandera.

Después de un rato detuvo su canto. Observé su rostro níveo y ausente de arrugas. Dijo: —¿Está seguro de que esto quiere? -Me quedé asombrado ante la pregunta. No había dicho ninguna palabra y aquella mujer parecía que tenía una radiografía completa de mi biografía. —Si se refiere a que pueda volver a ver a su prometida Berenice —afirmó sin titubear. —Sss..ss..ssí. —intenté afirmar sin vacilar de nuevo —Sí. Por supuesto que sí. —Tendrá lo que quiere, pero aceptará las consecuencias —asentí sin dudar.

La curandera degolló unas palomas y vertió su sangre sobre el ornamento donde movió los caracoles, derramó unos aceites y unos polvos blancos que sacó de otra olla. Los mezcló con una especie de brocha. Se me acercó. «Retírese la camisa», dijo.

Empezó a barnizarme con ese preparado de la cabeza hasta el ombligo. Me indicó que repitiera unas palabras que comenzó a decir. En tanto terminaba de untarme aquel menjurje, mi clarividencia quedó sugestionada en aquellos olores y percepciones turbadas, haciéndome recordar el perfume de Berenice que se impregnó en ese lugar sin llegar al hartazgo. La curandera terminó. Me indicó que aguardara un momento. Siguió pronunciando esas palabras en combinación con otras. Un rato después vertió sobre mí alcohol de caña.

A continuación, me aromatizó con el humo de un puro. Finalizado el ritual dio una instrucción: tenía que cantar el nombre de Berenice hacia mis adentros. Pagué lo indicado. Me retiré. Llegada la noche, llevé al pie de la letra lo indicado por esa curandera: pronuncié su nombre, lo canté como si fuera el verso de una canción que emergía de los poros de mi piel. Entoné su nombre y percibí que me desvanecía como si unas manos invisibles arrancaran el alma de mi cuerpo.

Abrí los ojos. Las cosas a mi alrededor se veían diáfanas. Apenas entraba un respiro de halo de luz. Intenté poner en orden mis ideas, pero todo se fue al diablo cuando la vi. Eximí toda capacidad de lucidez. Solo quería gozar las mieles del momento. Pronuncié su nombre una y otra vez sin captar su atención. Todo se dispersaba. Ella comenzaba a desvanecerse. Avancé mientras iba diciendo su nombre: observé emocionado que giraba hacia mí. Señaló hacia un determinado punto. Vi un cuerpo que yacía en esa cama, tenía mis ropas, mi semblante, mi último aliento de vida que se desvanecía en un inmenso vacío. Entonces, por fin escuché que respondió: —Aquí estoy.

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Mira el chat. El último mensaje que envió seguía sin ser visto. Desde entonces ya pasaron más de cinco horas. Al principio pensó en llamar, pero al suponer que tal vez ella estuviese ocupada, decidió no importunar. Se fue diciendo que iría a una reunión de trabajo y que lo más probable era que demorase en llegar, así que esperarla despierto sería una mala idea sabiendo la funesta reacción que tendría si lo encontraba así. Antes de marcharse vio cómo se arreglaba. Un poco de rímel por allá, otro poco por acá, acentuando esas tupidas pestañas que hacían que aquella mirada resultase atemorizante. Labial de un rojo carmesí intenso surcando esos carnosos labios que tantas veces besó, pero que aun así le resultaban ajenos.

Sombras de un color que jamás usó con él, pero que se echaba como si las hubiese estado guardando para ese momento. Hacía todo eso mientras mostraba aquella esplendorosa anatomía que tantas veces deseó y que ahora por fin le pertenecía, o bueno… eso era lo que creía. Unas curvas perfectamente dibujadas, como trazadas por el más virtuoso artista del renacimiento. Era un coctel mortífero de formas que hacían delirar. Aquellas por las que sucumbió sin importar el qué dirán.

Él, sentado sobre la cama trataba de hilvanar algunas ideas para plasmarlas en ese pedazo de papel digital que tenía frente suyo, la miraba de reojo evitando colisionar con sus ojos para que no se diera cuenta que estaba pendiente de lo que hacía. Eso resultaba una tarea muy difícil porque no se puede dejar de admirar una obra de arte de semejante calidad, pero el hecho de tener la pantalla del ordenador interpuesta entre los dos, ayudaba a disimular esas miradas furtivas. Aunque, tal vez si en algún momento ella hubiese tenido la delicadeza de acercarse a mirar lo que estaba haciendo se habría topado con una barrita titilando a la espera de sembrar palabras, pero quizá a lo mejor no hubiese sospechado que esa sequía de texto se debía a que ahora estaba un poco matemático pensando en geometría, viendo solo líneas, formas y curvas y a lo mejor también en un poco de trigonometría, queriendo hallar, y por qué no, tocar el seno y el coseno. Pero no, después de casi tres años de relación las atenciones ya habían pasado a formar parte del pasado y ahora solo quedaban vagos vestigios de lo que un día fue.

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Lo que sí no se marchitaba era esa pasión y ese deseo que aún manaba en su interior cada vez que la veía así. Quizá eso era lo único que mantenía en pie aquella relación. Era como un fuego que estaba ahí para quemar, pero no para abrigar, y a estas alturas lo único que él necesitaba era resguardarse de este intenso frío. Por eso, cada vez que ella se arreglaba de esa forma, una mecha de dinamita era encendida en la punta de su espina dorsal y terminaba haciendo explosión en su cerebro, generando un desmoronamiento interno que le impedía razonar con lucidez.

Muchos pensamientos llegaban a su cabeza a quererle perturbar, pero entre todos estos, el que más le laceraba era el que se manifestaba a través de un cuadro dantesco de ella siendo observada así como estaba frente a él, pero por otro hombre, más no vistiéndose, sino al revés. Mientras pensaba eso, unos delicados labios rozando su mejilla le sacaron de su arrobamiento. Sacudió la cabeza para eliminar aquellas siniestras imágenes y la vio a ella a su costado con un vestido rojo encendido, tan ceñido y escotado que no dejaba espacio ni para la imaginación.

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En ese preciso instante todo lo que alucinaba volvió a poblar su mente. Un ardor comenzó a recorrer su pecho impidiendo que profiriese palabra alguna. “Ya vuelvo”, le dijo ella, “no me vayas a esperar despierto, lo más probable es que demore un poco”, remató. Quiso hablar, preguntar a dónde iría, con quiénes estaría, qué haría, pero el temor a enojarla se lo impidió. Sabía que no le gustaba que le hiciera esas preguntas.

Muchas veces tuvieron riñas terribles por culpa de esos cuestionamientos y él ahora prefiere llevar la fiesta en paz, aunque dentro suyo esté a punto de desatarse una guerra infernal. “Que te vaya bien”, le respondió, “cuídate y toma tus precauciones al momento de volver”, le mintió porque dentro suyo lo único que quería decir era “llámame para ir a recogerte, quiero tener la certeza de que estuviste en tal lugar”, pero sabía que era una mala idea, así que solo quedaba dibujar una falsa sonrisa en su rostro y fingir que estaba bien. Entonces ella se dirigió hacia la salida, cogió su abrigo, su bolso y haciendo sonar esos potentes tacos que, como tambores de guerra, anunciaban la beligerancia que comenzaría a ocurrir dentro suyo una vez que haya cruzado esa puerta, desapareció.

El pestillo se cerró y todo quedó en silencio. Él y sus demonios encerrados en un mismo lugar, la peor combinación que pueda haber. Al inicio trató de calmarlos. Puso un poco de música para adormecerlos y evitar que le torturasen con sus palabras. Pareció que funcionaba. Fue a la nevera y agarró una botella de whisky con la esperanza de sedarlos y hacer que se duerman hasta el día siguiente. También funcionó.

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Fue sintiendo una ligera calma que le comenzó a despejar la mente y entonces volvió a su recámara, inspirado y listo para seguir escribiendo. Pero conforme transcurrían las horas fue dándose cuenta de que lo que hizo resultó ser una pésima idea. Se olvidó que el alcohol era el alimento de esos demonios. Poco a poco fue sintiendo cómo se comenzaban a despertar y una maraña de pensamientos oscuros se arremolinaron en su cabeza. Un mareo terrible lo azotó y tuvo ganas de vomitar, pero se contuvo. Se levantó y comenzó a andar de un lado a otro del cuarto como un león enjaulado.

Pasadas tres horas decidió enviar un breve mensaje preguntando cómo iba todo. No hubo respuesta. Es más, su última conexión había sido exactamente hace tres horas y ella se desconectaba únicamente cuando algo era demasiado importante, como cuando comenzaban a salir, por ejemplo.

La angustia y la desesperación empezaron a taladrar su cerebro. La poca cordura que le quedaba comenzó a desaparecer. Ya no podía más. Miles de imágenes invadieron sus pensamientos. Trató de erradicarlos, pero fue infructuoso. ¿Más de seis horas en una reunión? ¡Imposible!, solo un idiota creería eso. Solo él creería eso. Sin importar lo que pueda llegar a ocurrir coge el celular y decide llamarla. Le responden, pero no quien esperaba, sino la voz fría y robótica de la contestadora que le dice que deje su mensaje. Al menos la amabilidad de esa “señorita” es más que la que ella habría manifestado si hubiese llegado a contestar. Cuelga y el mareo aumenta su intensidad por lo que se sienta al borde de la cama para evitar desfallecer. El corazón late a mil por hora y la sangre hincha su cerebro haciéndolo parecer a punto de estallar.

Respira hondo y toma de nuevo el celular. Le marca a una amiga suya que trabaja en el mismo lugar que ella. Si era una “reunión de trabajo” se supondría que ella también tendría que haber ido. A la tercera timbrada le contesta. Pregunta lo que tenía que preguntar. Le responde que la reunión había terminado hace tres horas. Al oír eso una roca atraviesa su garganta y le imposibilita hablar. Solo logra decir gracias y cuelga. Dos posibilidades atraviesan su mente. O le pasó algo o está con alguien disfrutando en cuatro paredes. Si es así, prefiere lo primero. Paralizado por el dato que acaba de recibir solo le queda esperar. Pasados unos minutos el silencio de aquel recinto es remecido por el sonido agudo del timbre del celular.

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Mira la pantalla, es ella. Un baldazo de agua fría apaga ese infierno que empezaba a cocinarlo por dentro.

Antes de contestar trata de recuperar la compostura para evitar que note esa ansiedad que lo había invadido. “¿Aló?”, responde. Una voz varonil le contesta del otro lado. Entonces el baldazo de agua fría se transmuta en un témpano de hielo que petrifica sus nervios.

La ira y el odio se hacen presentes y comienzan a asestarle puñaladas por todas partes. “¿Es usted algún pariente de la señorita que portaba este celular?” le preguntan. “Sí”, dice él, “soy su novio”, y entonces un silencio sepulcral se interpone entre ambos.

En ese instante, el odio experimenta una rápida metamorfosis y se convierte en terror. “Su novia sufrió un aparatoso accidente mientras se dirigía a casa. Falleció antes de llegar al hospital, ya no pudimos hacer nada, lo sien…” antes que terminara de hablar el celular se deslizó de entre sus dedos y fue a parar al piso destrozándose, asemejando ese resquebrajamiento que comenzaba a ocurrir en su interior.

Un insoportable vértigo le invadió y fue a parar al piso, junto al celular, sumido en la seminconsciencia, aquejado por una fuerte opresión en el pecho que le impedía respirar. Tumbado, así como estaba, fue sintiendo cómo todo ese dolor iba volviéndose líquido y que empezaba a querer desbordarse por sus ojos. Nada lo contuvo y un llanto silencioso se deslizó por sus mejillas, borrando así, el beso que le dejara ella antes de partir.

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Recuerdo el día que te conocí, tu mirada inocente me decía que eras la indicada. Ganarme tu confianza no fue difícil; te compré flores, decía “te amo” vacíos, y cumplidos que llenaban tu corazón, aunque tú nunca te percataste de toda esta farsa, claro, solo eras una ingenua que cree en todo lo que le digo.

Cada día despertábamos juntos, tu rizado y rubio cabello sobre mi cara, mi mano alrededor de tu cintura, gestos de “cariño” que demostraba para poder tener control sobre ti, me encantaba hacerte sentir insuficiente para que así vinieras corriendo a mis brazos, caminando en un círculo vicioso que jamás termina, pero no cambies. Así sigue, bonita. Haz que tu vida gire en torno a mí.

Otra vez tomé la misma rutina de víctima cuando tú llegaste llorando, exclamabas que debía cambiar y yo dándote una respuesta clara de que lo haría, sin embargo, ambos sabíamos que mi conducta iba a ser la misma, aún así tú nunca te marchaste, buena niña, siempre supiste que me perteneces. Siempre creíste en mí y sinceramente te lo agradezco, pude demostrar que manipularte era muy fácil.

Algunas veces me preguntaste si había buscado ayuda, claro que he ido al psicólogo múltiples veces solo para darme cuenta que esos incompetentes no podrán jamás comprender el sentimiento que surge cada vez que te veo demostrar lo capaz que eres de abandonar todo lo que alguna vez has tenido, alimentando así mi amor propio a través de ti.

Aunque todo cambió la tarde que regresaste de la escuela, me explicaste que comenzaste a ver a una psicóloga, no me preocupé, tú eras demasiado tonta para darte cuenta de la realidad en la que estabas, el amor que sentía por ti era suficiente para no ver que detrás de él solo había engaños y desilusiones. Después de todo, ya no tienes voz propia, lo que a mí me gusta a ti te encanta, jamás sospecharías de mí.

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A pesar de lo que yo creía, todo cambió. No podía soportar que tu veneración ya no era toda para mí, la doctora quería que abrieras los ojos, aquellos que tanto me esforcé por mantener cerrados, volviendo cada día una pelea recurrente por pequeños problemas que terminaban lastimándote únicamente a ti, ¿no lo entiendes?, yo solo quiero ver el fracaso en tu cara, ese que me mantiene a tu lado, llenando tus expectativas para mantenerte conmigo, pues son cosas que tú nunca conseguirás.

Esa noche fue mi perdición, había tomado mucho, tu irresponsabilidad sobre mí tuvo sus consecuencias, tuvimos nuestra pelea diaria, yo sabía que ya no eras feliz a mi lado, y yo ya no podía sentir el mismo respeto que antes me mostrabas. No pude percatarme de que cuando llegamos a la cocina, nuestra pelea nos cautivó tanto que para cuando tomé noción del tiempo todo era ya muy tarde, jamás pensé que yo era capaz de hacer tal atrocidad, dejé caer el objeto que ocasionó todo, ¿esto es mi culpa?, fue lo único que pude pensar, pues a mi mente solo venían recuerdos de cómo me descuidaste.

Me apresuré al ver lo que había hecho, no puedo creer que el miedo que sentías hacia mí, aquel que cegado por la forma en que me amabas, dio frutos. Han pasado pocos días desde que me mostré con los ojos llorosos frente a la puerta de tus padre preguntando por ti, sabiendo muy bien dónde estabas, todos confiaron en mí, de la misma forma en que tú lo hacías.

Engañar a tus papás fue fácil, más aún fue mostrar falsas grabaciones de las cámaras de seguridad que había por toda la casa a policías, ellos nunca sabrán que estas eran para saber dónde estabas en cada momento del día. Tus amigas sí que fueron problema, pero nada que yo no pudiera resolver, terminaron cayendo en mis mentiras al verme llorar de forma tan desgarradora.

Ahora viendo cómo tu cuerpo es cubierto por tierra, me acuerdo de que siempre te amé, amé la forma en la que te controlaba, cómo hacías todo para complacerme cuando yo solo te hacía sentir insuficiente, logrando así mi cometido y cumpliendo tu promesa: solo amarme a mí. Dejando a los árboles del bosque en el que te encuentras como único testigo de lo que sucedió, puedo decirte: te amo.

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—Es imposible. Frente a este problema una medida extrema fue pasar buena parte de la noche despierto, lo cual me garantizaba caer rendido al atardecer del día siguiente. Así empezó mi nueva rutina. Soy profesor en una escuela regular. La salida es a las cuatro de la tarde. Demoro una hora en llegar a mi cuarto del centro de Lima. Me cambio de ropa y salgo a las seis en punto. Me dirijo a la calle o parque que he elegido ese día. Estando allí tengo una sola misión durante las próximas seis u ocho horas: mirar partes del cuerpo de los transeúntes. Sí, exacto, sin pudor ni explicaciones. Lo importante que deben saber es lo que realizo y mi descubrimiento. Pero bueno, entiendo que seguir sin alguna explicación podría confundirlos. ¿Qué significa ver partes del cuerpo de los transeúntes? Acaso eres un cínico fetichista. No. Hablo de ver partes del cuerpo, pero sin aislarlos de su unidad, apreciar a detalle su dimensión física y potencialidad sensual, e incluso algo más, aquel es mi propósito.

Igual que muchos en la adolescencia no tuve fijación por nada fuera de lo común. Mi atención rebotaba entre los senos que iban madurando con distinto volumen bajo esa camisa arrugada y esos tirantes oscuros del uniforme de colegio público. Más me excitaban un par de nalgas ajustadas en ese buso colorido que delinea la virginal trusita en forma de V. Toda mirada de un púber se pierde en ese festín culonario que es la escuela. Ahora bien, desde hace meses me desconciertan los hombres y mujeres que pueden alcanzar la obsesión o fijación, no soy psicólogo así que me tomo la licencia de la imprecisión o ambigüedad en este tema respecto a alguna parte del cuerpo ajeno o incluso propia. Si quería estudiar este fenómeno con la rigurosidad de un investigador, sin profanar la ciencia, mis conclusiones jamás verían la realidad académica fuera de una historia psicótica como “La cabellera” de Maupassant o un relato esquizofrénico al estilo “El corazón delator” de Poe.

Mis largas y parsimoniosas marchas por calles que no conocía y que tenían nombres ignorados por mi ilustre lista de personajes que merecen tal distinción. Me sentaba en un lugar que no despertara sospecha. Veía a los transeúntes que se dirigían a sus trabajos; adolescentes agrandados que caminaban con aires de pareja con experiencia en el sexo o la convivencia marital; mujeres de plena consciencia de su feminidad, no tengo por qué ocultarlo, atraían mis sentidos. Esa noche me tocó la inspección de cuellos y clavículas. No le vi gesto alguno porque su rostro era una distracción a mi visión focalizada. Recuerdo que iba arrastrando un vehículo de chatarra que en verdad resultaba ingenioso en su diseño y utilidad.

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Un coche de bebé acondicionado con una plataforma superior, parrilla que lleva los carritos de supermercado y dos tachos incrustados en sus partes laterales. Este personaje era un vagabundo reciclador, pero su vestimenta, un abrigo negro y roído y un pantalón formal menos marrón por la palidez de la miseria, mostraba cierto aliño, hábito propio de alguien que creyó ser relevante alguna vez. Sus hombros encorvados mostraban un flagelado espíritu. Separa las piernas con resignación y sus pies avanzan inquietos frente a los testigos de sus insonoras huellas. Su figura refleja una sentencia: no hay redención si los pecados existieron solo en mente y corazón y justo son más condenables por su pureza abstracta. Su altura era menor a la mía, aunque su postura le restaba centímetros.

Así como podía tener menos de cuarenta, lo más seguro es que estaba cerca de los cincuenta años. Era esa figura ingobernable por el tiempo que divide las etapas de su vida en soledades pasadas, mezquinos porvenires y llantos frente al espejo presente, son ellos los que van despojando a la voz y al cuerpo de su canto y juventud. En su cuello brillaba una cadena inmaculada. Estaba hecha de plata y podía jurar que tenía la letra D. Lo había empezado a seguir minutos antes, una acción que solo realizo cuando deseo registrar alguna peculiaridad del ejemplar con mayor detenimiento, aunque esta vez me guio la intuición. Lo vi cruzar una vereda a desnivel, salté junto a su coche y observé ese detalle. No me quedaba duda: yo había sido el dueño de esa cadena.

Caminamos por avenidas donde el tráfico era caótico; decenas de hombres y mujeres eran el público de un concierto de bocinas y gritos destemplados.

A diferencia de otras ocasiones, lo seguí sin pudor, anhelando contemplar en exclusiva esa humanidad oculta entre su ropa harapienta y las sombras de sus gestos. Me propuse verle el rostro, pero llevaba una chalina que le tapaba hasta la nariz. Llegamos a Plaza Norte a la medianoche, y me sorprendió que la seguridad lo dejara entrar, incluso percaté una actitud de respeto hacia su figura. Quizá ver un personaje tan singular, con un abrigo que alguna vez fue elegante y un pantalón que en otra década se usó con decencia y unos guantes negros y sucios que cubren unas manos que conservan la delicadeza de alguien que las usó para escribir o enseñar. Recogió todo lo reciclable de las tiendas y restaurante, sin cambiar nunca de postura. Lo seguí hasta que llegó a su hogar: el terminal abandonado de Fiori.

La cara que ven los transeúntes y coches que circulan por la concurrida avenida es solo el gran depósito abandonado de buses; junto a él un edificio de dos pisos con pilares circulares y grandes ventanales tiene su fachada a espaldas. En la noche, los orines de animales y hombres se esparcen como azufre del infierno, los postes de luz amarillenta se reflejan en los cristales rotos y los muros vandalizados proyectan sombras que deambulan, ríen y fuman. A ese refugio bastardo se puede ingresar por un muro de ladrillos que estúpidamente debió servir como tapia de la escalera externa que da al segundo piso. Este hombre saltó por encima del muro, dejando su invento a los pies de la pared sin temor a un robo. Imité cada una de sus acciones y pude entrar sin problemas.

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CaminÉ por la fantasmal recepción asumiendo que esa propiedad estaba reservada para los que no esperan visitas. La barra de registro maltrecha, los asientos incompletos, la suciedad, los olores nauseabundos, las luces de los postes que atravesaban intercaladas el suelo y los muros en un juego de penumbras y claridades doradas. Así llegué a una estancia con grandes ventanales polarizados que daban a la avenida. El hombre de espaldas a quien debía pedirle una explicación sobre la cadena que pendía de su cuello, estaba junto a una cocina de querosene, vigilando el guiso que preparaba a la vez que admiraba la luna. Se había quitado la chalina que servía ahora de cama a un gato. Comió de forma apresurada, aunque no sintió mi presencia. Seguía de espaldas mirando el cielo con su disco incompleto y sin estrellas. La presentación no podía esperar más. Me acerqué lentísimo.

Sus cabellos largos se veían recién humedecidos, su perfil mostraba una nariz larga y aguileña, sus labios eran anchos y carnosos, su barba engrosaba sus mejillas delgadas y sus ojos se mantenían inmóviles. Al ver su rostro por completo, su frente amplia fue un espejo de mi impavidez. Aquel era yo. Supe que ya no estaba en mi realidad. Me había introducido en aquella dimensión que hace tangible la otra cara de nuestro ser. Quise decir mi nombre y no me brotó sonido humano. Él empezó a narrar. Su voz, que reconocí mía tras ocasos y pérdidas de una vida infausta, era grave, pausada y solemne, extirpada esa nasalidad que siempre me caracterizó, entonces dijo: “Hilder, nombre nefasto, hombre sin dudas, ser proveniente del mundo platónico, forma de la que han surgido todos los personajes desafortunados de las mil y una historias que se han creado en el tiempo… ¿Cómo escapo de la ficción? Nadie lo sabe. Lo que sí sabemos es por qué después de tantas lunas seguimos narrando su historia…” Lo que escuchaba era la versión perfecta de un cuento que hace muchos años escribí en tono de epopeya homérica.

Mi otro yo no me soñó una sola noche, en cambio, yo había creado toda su vida como el sello de una moneda sin valor. Al fin me propuse hablarle, pero de un salto se puso de pie.

Observé en su triste mirada esa tragedia que todos sufrimos en vida: el acto imaginario de enaltecer a los que amamos, pero que nunca sucede en la realidad. De pronto, paso de la contemplación a un ritual nocturno que cumplía dicha promesa. Su voz exclamó: “En este momento, soy el hombre más dichoso y honrado de este recinto. No por este reconocimiento, y lo digo con el mayor respeto. Desde hace mucho, quizá veinte años atrás, sé que el mayor dolor para un hombre como yo no es ser un don nadie y jamás haber recibido los laureles gloriosos.

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No. Lo más insoportable para un don nadie como yo es el haber reprimido durante toda su vida el agradecimiento vital e interminable hacia todos los seres que me han otorgado humanidad y sabiduría, tener las palabras mas no la potestad de convertirlas en digno verbo. Hablo de mi madre, el corazón de la ilusión. Mi padre, puntual como el amanecer y sacrificado como el ocaso.

Ella, maternal, apasionada y recta, virtudes de una hermana mayor y una reina. A todos los familiares, amigos, enemigos, consejeros, críticos, difamadores, bromistas, maliciosos, cándidos… Solo puedo entregarles estos versos que seguramente olvidarán aun sabiendo que representan la figura más precisa de mi alma”.

El muro a nuestras espaldas había sido pintado con un fondo negro y escrito con letras blancas: Soy el genio oscuro, invisible del universo, Y si algo de luz ves sobre mí Es que me hecho una capa estrellada con retazos de cielo dejados por los ángeles que han pasado por mi vida. Al concluir la última palabra, este hombre, que era yo sin dudas, se hizo resplandor. Esa noche estuve frente a él, sin miedo ni lógica, solo para verlo convertirse en una forma de mi porvenir. Se produjo la transfiguración de mí por él, de la realidad por la ficción. ***

Es cierto que he escrito este cuento, sea con verdades de hechos o sueños, con la recóndita intención e insoslayable destino de crear (o ver) a ese hombre que soy yo en una realidad absolutamente mía, en donde su figura, su voz y sus historias son reflejos de mi ser. Puedo ponerle fin a mi búsqueda de tantos años porque hallé al hombre que antes me visitó una noche cuando solo había disfrutado de ocho veranos y me dio las primeras palabras que escribí y la clave de mi propia salvación.

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Julio César Plata Rueda

Nacer del golpe.

La grieta se abre paso dentro lo improbable.

Todo fragmento es un ‘yo’ que se olvida.

Somos huéspedes de lugares que ya no conocemos.

Nuestras palabras aparecen como fantasmas en bocas de desconocidos.

Toda promesa se rompe ante la ausencia.

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Isabel María

Libre como las hojas de las retamas mecidas al viento

Alza mi alma la magia de amor profundo que por ti siento

Mares de espuma blanca me envuelven en mi ensueño

Alabanzas y agasajos me arropan tal si fueras mi dueño

Gozo, paz y alegría me transmites en los amaneceres

Imagino tu paso triunfal bajo el arco de palmeras y laureles

Azahares y jazmines perfuman la silenciosa estancia

Diosa de tu amor me prometiste en la íntima esencia

Entrega inmarcesible te brindé para toda la eternidad

Amapolas encarnadas florecieron en la inmensidad

Música celestial de liras y trompetas amenizó nuestra fiesta

Odas poéticas recitan las estrellas en la noche desierta

Ríen los amantes envueltos en sábanas de seda amarilla

Primores esperan deseosos a que regreses desde la otra orilla

Oráculos me embelesan con el roce de tu mano en la travesía

Respeto, amor y cortesía me muestras con pleitesía

Tinieblas araño cuando me adentro en mis pensamientos

Inspira mi verso y acuna en tu pecho mis sentimientos

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Recorres un cuerpo que para ti fue ajeno, formas las rocas con esquirlas, degradas la carne sanguinolenta.

Expirar, ¿acaso expirar me hizo dejar de sangrar?

La sustancia vivificante derramó sus gotas en el mar. En tu agonía me encerré en el océano, buscando aquella lágrima oculta en el sol.

Jamás la encontré ¿o quizás sí?

Pero el ocaso cubrió tus ojos y aquel espejo cíclico, quebrado y ecoico, me incrustó sus astillas fracturando mis huesos y los tuyos.

Quiero expirar una y otra vez, hasta… Sumergirme en el azul brumoso de mis sueños y reflejarme, solo una vez más, en tu manantial espectral.

¿Quizá así…? No.

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River Alberto Minaya Galarza

Rut Treviño

¿Y quién dijo que hay que disculparse por llorar?

Si sentir no es delito, tampoco está mal.

Y si sentir fuera malo, sería válido pecar, Vale más ser pecador que guardarse un sentir fatal.

Valiente es quien se atreve a soltar y sus lágrimas no teme a liberar, Si el llanto fuera sinónimo de debilidad, al llegar la vida no habría que llorar

¿Y quién dijo que llorar no es normal?

Si cuando naces lloras no es erróneo aceptar, Que en la vida hay de todo y no siempre se es fuerte, Que llorar no es de locos, está bien, es prudente.

¿Y quién dijo que soltar lágrimas no es parte de la vida?

Si se llora de tristeza, pero también de alegría

Y entre tanto hay fracaso, pero también hay logro,

¡No pidas perdón si lloras! No te guardes tu escombro.

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I.En la tierra

Decidí olvidarme de mis ojos, de mi voz verduga y el recuerdo que me ata. Exiliarme de mí, de mis cicatrices y de los ruidos que se volvían cadenas, salirme del camino, ir por un sendero del que no podría volver, abandonar las murallas de ilusiones. Caminé con la pena en los hombros, con marcas que me destejen, palabras que se encajaban entre mis costillas, y el recuerdo de ojos mudos sobre mi cráneo.

II.En el agua

Después del exilio busqué otra isla, donde lo que arrastrara se volviera polvo, pero se hizo una ola, antes de un enorme mar en el abismo, quise nadar a contracorriente, solo logré hundirme.

Tuve que hacer lo mismo que mis anclas, volverme en el mar una marea, comprendí que para sobrevivir al exilio, no necesitaba más que aceptar el naufragio.

Las partes del cuerpo

A veces cuesta caminar porque se lucha contra sombras que se esconden como un murmullo.

Cargas con el recuerdo en la espalda. Hay preguntas que bajan desde la cabeza, te aplastan el pecho.

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Edgar Pezaña

Los pasos que antes eran pequeños milagros se han perdido en el polvo.

A veces aparecen memorias como si fueran polvo de invocaciones. Te atan las manos, recuerdan los huracanes que no se han disuelto del cuerpo. Anoche desaparecieron con una ventisca que se clavó en mi dorso.

A veces te despiertas junto a recuerdos que se habían mutilado. una voz que sangra en otro idioma, mientras la soledad desnuda te deja flotando en la almohada…

Hoy solo hay un silencio que esparció su cuerpo en todas las paredes.

Promesa

A el diablo a todas horas. Aquí estamos, con mil y un plegarias, los ojos varados y la miseria en los huesos. Rezamos para poder dejar este mundo, las llamas que queman nuestra espalda, un castigo perpetuo para alcanzar las nubes, quizá el costo sea morir primero de silencio para después morir de vida eterna. Caminamos con los pies rotos, una pila de agonía en la espalda, servimos a los dueños a quienes obedecemos por un precio que creemos que valdrá la pena, tal vez si seremos libres, tal vez sea más de lo mismo, quizá el paraíso está bajo nuestros pies, pero es escoltado por bestias,

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quizá nunca encontremos el cielo, porque nos acostumbramos a vivir en el infierno.

Despedida

-I set fire to the rain (Adele)

Ya no escribo más con la esperanza de ser fuego en tu presente, con mis manos que te seguían como hojas al viento. No me derrito más por el tiempo que nos olvida, ni soy quien anhela tener un lugar en tu historia.

Ya no es necesario esperar tu aliento como una marca que vaga en mi memoria, ya no eres tú quien se encuentra presente dentro de mis respiraciones ahogadas, no serás quien se escribe en mis pensamientos cuando necesito aislarme del mundo ardiente, ni el sonido que me despierta cuando mi alma se olvida de viajar entre estaciones.

No eres más a quien necesito leer cuando me pierdo entre melodías, ni serás en otra vida quien me encuentre vagando; porque mis letras ya no buscan tu nombre.

Relieves

Seguí los pasos de mis dedos la ruta que se mancha en tu piel, marcas de lluvia que recorren tus mesetas. Encontré el lugar donde se escucha tu pulso, tierras rojas, tibias

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y maleables entre hendiduras de exhalaciones volcánicas.

Encontré la quietud de mis huesos en la devastación.

Sentimiento

Quiero curarme de este mal, en el que creo haber encontrado algo que aún no comprendo, con mil palabras sobre labios, pero ni una sílaba formulada, A veces se siente como si una lágrima te ahogara, o una mirada te cubriera por completo de calor, como estar al borde de un precipicio al que no quieres caer, pero necesitas sentir que puedes volar. No sé cómo describirlo, te deja el cuerpo húmedo y seco, el pecho tibio, los pies helados, con ceguera, sordez, las manos llenas y brazos vacío.

Me han dicho que necesitamos de este mal, que nos mata con lentitud y a veces duda en revivirnos, donde incluso el tiempo nos suele ser indistinto; las manecillas parecieran marcar segundos, pero los convertimos en horas, días, lustros… Es como si fuera el umbral de una escalera al cielo, o las cenizas de un cuerpo que no respira.

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Karla Palaez

Soy una mujer del mar

Estoy hecha de arena, Nací de entre las olas y sus estruendos contra las rocas, Mi piel es de oro y brilla al salir el sol.

Tengo agua salada en los ojos

A veces me da por nadar a casa y me vuelvo una con el mar

Me pierdo en el melifluo sonido de las olas y despierto con los besos del viento que a veces despeinan mis raíces y las hace volar siempre para atrás, con la dirección de los cometas que los niños vuelan al atardecer.

Estoy hecha de mar, de mar con sal y todas mis aguas se azotan contra las rocas de la realidad.

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