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Uróboros, por Alejo Ruíz - Cuentos
Uróboros, por Alejo Ruíz
Sueña un sol antiguo, milenario. Con la terrible mañana de un presagio remordimiento, que son todos los ayeres y todas las resignaciones del porvenir. Sueña con el mármol, la piedra, la luna de los sajones y la melancolía de la espada. Como fugaz eternidad, que es tan solo una gota en la arena: sueña que escribe un poema, que sus palabras son palabras del aire y la flor, del tiempo vuelto polvo, escribe del futuro de sus ancestros, de la incertidumbre de sus dioses, de las supersticiones y los sueños, de los recuerdos y los anhelos, escribe de él para ella, por ella, a ella que amó tantas veces y odió algunas otras. Lo hace mientras la omnisciente luna le acaricia fatídicamente la mejilla, y la vela va guiando su destino a través de su escritura entre la oscuridad espectral, con la playa en la lejanía, el mar sin espacio o tiempo que arrulla sus secretos resguardados en las crestas de sus olas que se levantan y caen, se levantan y caen. Vive en Cartago o en Roma como también del estruendo del primer nórdico que soñó con Thor, o tal vez, desde el murmullo del medio oriente bajo algún cuento contado por Sherezada. En este instante, que bajo el infinito cosmos es cualquier instante, indiferente habrá de regresarle la noche la mirada al poeta, que observa el oscuro cielo implorando un milagro a pesar de que conoce lo irreversible de su final (así se lo han hecho saber los dioses por la mañana), porque hoy es la noche en que terminarán con su vida. El poeta suspira. Se siente frágil, insignificante, lo único que le impide lanzarse al mar es continuar escribiendo su última obra, una obra que solo habrá de existir para ella, por ella, a ella que no puede imaginar otro epíteto a la eternidad que con su nombre. Hacia el horizonte siempre sus ojos se han posado, sintiendo este melancólico presagio sin nombre que no sabe de dónde viene. Una nostalgia por el futuro que le carcome el presente. ¡Oh, esta miseria que no tiene origen! ¡Que es todo lo que puede ser porque nunca ha sido! Son como recuerdos que nunca han vivido, y que solo le sirvieron a lo largo de su venturosa vida a escribir varios poemas y reflexiones. Alguna vez anotó en su diario (allá por tiempos en los que viajó a lo largo y ancho del viejo mundo sobre barcos comerciantes del Peloponeso): He extrañado. He extrañado la vida, así como se extraña el recuerdo, de lo que nunca ha vivido… Y por ello, el poeta quiere que todo sea un sueño, no le interesa la ambición de los demiurgos, que es perdurar en el tiempo. Tal vez el sueño sea la eternidad en la que podrían estar juntos, sin embargo, esa esperanza va desvaneciéndose ante la puerta de cuerno, abriéndose estrepitosamente y hay caos en la sala, una esclava grita, se desenvaina la espada; y la invisible espada del invisible soldado, habrán de despertarlo de aquella invisible vida condenada al olvido en esta mañana en la que se levanta fatigado, escuchando a lo lejos los metálicos cantos dedicados al alba de alguna ciudad mecánica. Sólo recuerda del sueño las monedas de oro y su metafórica libertad. Recuerda la leche y la miel. Una mañana y una noche. Recuerda un rostro. El deseo de un beso. Recuerda amar. Por eso siente una mayor convicción: Hoy es el día en que se quitará la vida porque no tiene nada que ofrecerle al mundo, ni mucho menos algo que exigirle… Vendrán a buscarlo hombres de blanco. Sentirás que es como estar dormido, le dijeron, y sus familiares se opusieron. Aún tienes toda una vida… Una vida que no quiero, que no deseo. Uno no debería dejar de devanarse tanto por lo infausto de la muerte, que es simple y llana. Vivir es mucho más trágico, porque hay en la vida, cierta crueldad estética de la que al menos para él, no es posible soportar. Cómo le duele el olor del mar, cómo sufre por los recuerdos, la intimidad de la música, la fragilidad de la flor, el absurdo de Jörmundgander. Es demasiado abrumador para él conmoverse por tanta belleza… Como cuando vio una mujer hermosa y lloró, conmovido, por la imposibilidad del amor. No quiso a nadie a su lado cuando lléguese el momento. En la soledad, todo es más solemne. Prefirió los libros a la espera del anochecer, leyendo sus cuentos favoritos y entre ellos Las Mil y Una Noches, algunos poetas sajones, y ensayos tan antiguos y vivaces como la rivalidad de Annibal y Escipión, queriendo sentir -con cierta arrogancia- que vivía y moría mil veces en un murmullo; que había sido más de lo que muchos otros han sido con tan solo estar en su alcoba. Y creyó, con cierta consolación, aquello que Borges citó tantas veces en tantos libros: que el destino de los hombres es uno solo, y ese solo destino de un solo hombre, es la solemne historia universal; la muerte, entonces, es una empequeñecida molestia del cuerpo. Cerró el libro, miró la noche a través de la ventana, y volando la mirada entre el firmamento fue pensando contrariadamente que estaba cada vez más viejo, cada vez más pequeño: soy corpúsculo del tiempo. Soy el rocío que obliga al último pétalo de la última flor del mundo a caer. Como suspiro se va el tiempo, llevándose todas mis memorias, todo lo que he sido y pude ser. Porque he cometido el más grande acto de miseria que cualquier hombre puede cometer: He extrañado. He extrañado la vida, así como se extraña el recuerdo, de lo que nunca ha vivido. Porque nada dura por siempre: El sueño del mañana es el sueño del ayer, hoy olvido lo que ayer amé, mi destino es un devenir que no soporto y no importa, tristemente, nada importa, pues todos somos viejos recuerdos del porvenir, y, por lo tanto, una fantasmagoría del ahora: el pasado solo es una invención de la mente como resignación del presente, y el futuro, su terrible espejo. Los hombres de blanco han llegado, delicados y solemnes, entran tras la puerta de marfil, y le sorprende la fugacidad del sol, lo rápido que pasó la mañana y la tarde, sonríe, es como si el mundo ya lo quisiese muerto; en esta noche, más oscura que las sombras de los sueños, le preguntan, de nuevo, si es lo que quiere, y de nuevo, responde que sí; se firman algunas solemnidades y obligaciones. Ve que entre ellos hay una mujer cargando un libro, tan ajena a los otros, como si ya fuera una sombra de la eternidad entre los Campos Elíseos, y pide -extrañado- su lectura, siente que ya la ha visto antes. Y la doctora lee su poema favorito, ese que siente suyo, tan suyo que ha llevado media vida c r e y é n d o l o a s í ; q u e e s e p o e m a encontrado por accidente hace más de dos mil años entre los vestigios de la flor y el mármol, ha sido escrito para que se enamorara una y mil veces más de aquel autor anónimo, y que tristemente, le ha costado media vida en soledad. Entonces él la escucha, la entiende (y ella sabe que lo entiende) y en este juego inconsciente que rompe los muros de sus introspecciones, él sabe y se cree una epifanía: No tiene miedo a la muerte, piensa que es un sueño. Porque cree que los sueños son para que al menos se tenga algo que despierto no se tiene: un hogar, un amor, un destino. Así, cuando muera, no habrá de morir, porque la muerte es un sueño, porque para entonces será como estar vivo: siendo el polvo del cimiento continuo de una quimera sin forma ni colores que no entiende de tiempos. No hay presente, no hay continuidad en esa quimera, todo vuelve a ser, a ser polvo y sueño y nada… Y él no se explicará por qué la amó con tanta vehemencia en sus últimos instantes, y ella jamás se explicará porque lloró aquel día cuando le leyó el poema a aquel extraño hombre mientras le cerraban los ojos, despertando en una mañana remota, con dolor de cabeza, desayunado leche y miel, extrañado por soñar con seres de blanco y -él creé- con la esclava que venía por su vida. Sonríe, irónico, sabe que ese sueño es un presagio de los dioses (que han tenido al menos la compasión de confirmarle su fatídico destino). Lo denunciará esta tarde ante las autoridades para salvaguardar su vida. Así se ha planeado. Él por ella, siempre por ella; uno no debe pagar los pecados de otros, hay cierta arrogancia en ello que el poeta no soporta. Mira la bella esclava que toma asiento a su lado, nerviosa, tímida, limitada, y olvida lo poco que recordaba del sueño, y recuerda -a su vez- cómo se conocieron, cómo fue rescatada de los esclavistas de Epiro en el río Aqueronte. Es tan hermosa que le deprime. Y la ama tanto que ella aprendió a amarlo. Espera que, por la noche, cuando haya dado los últimos arreglos a su trabajo, ella lo entienda… Y la mira y le tiende una bolsa de cuero con monedas de oro. Es tu libertad, después de lo que acordamos, puedes irte. Lo toma, ofendida, queriendo besarlo. Siempre he sido libre, tu amor me ha hecho libre. Y antes de que pudiera sentir sus labios, él se levanta y se va, para caminar una última vez a la orilla del mar, sobre la blanca arena, bajo el antiguo sol, con el azul de un cielo homérico. No soporta la idea de verla llorar por lo que vendrá, meditando la forma de traicionarlo ante las autoridades. Y ella llora la culpa, el presagio remordimiento; lamentará esta mañana por la eternidad ante el desamparo de su amor por el despertar insospechado del poeta, donde piensa mientras camina, a lo lejos: soñar es despertar el alma, que es infinita, y, por lo tanto, todo sueño lo es. Todo lo vive, todo lo es. Porque el alma es a sí misma lo que todas las cosas son cuando se sueña. Es demiurgo de la eternidad, espejismos de nuestras quimeras, y si somos polvo y nada, pues nada seremos más que el vestigio de una flor. Del polvo al polvo vuelto polvo, es el universo. Todo lo que hubo y lo que habrá vivirá en mí, mientras sueñe.
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