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No llores sobre leche derramada por Hannis Vanessa Vaca Parra
from Nudo Gordiano #16
Bohemia en Prosa:
Hannis Vanessa Vaca Parra
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—Yo dije que algo muy grave iba a pasar, y me dijeron que estaba loca.
Gabriel García Márquez.
—He tenido ese silbido en la cabeza toda la mañana. ¿Tú también escuchas eso?
—No, cariño. Ya te he dicho que no oigo nada, te me estás poniendo muy chocho con la edad —dijo la anciana sonriendo.
—Quizá tú te me estás volviendo sorda, querida —repuso atento el interrogador.
Ambos sonrieron y continuaron con su rutina matutina, el café caliente sudaba su taza sobre la mesa, mientras unos cansados dedos tajaban el pan.
—Hoy es miércoles —sostuvo el anciano.
—Y, ¿qué deseas hacer, mi alma jubilada? —respondió ella mirándolo con curiosidad.
—No sé, podemos salir a dar una vuelta al pueblo, señora. Solía decirle señora o tratarla de usted, para provocar enojos momentáneos que acababan en gestos del más dulce cariño.
—Sé a dónde quiere llegar Don Bernardo, pero déjeme decirle que treinta años a su lado me han preparado para las más imaginativas corridas del amor.
—Temo que me conoce muy bien, señora, aun así, lo seguiré intentando durante todo el desa-yuno. Si no le molesta, claro.
La anciana soltó una carcajada y se acercó para propiciar los esperados mimos, mas cuando la cansada mano tocó el rostro divertido del esposo, una olla de tímida leche hirvió esparciéndose por la estufa y apagando la que fuese una viva llama de gas.
—¡Ay! —exclamó Beatriz—. Es un desastre.
—No te preocupes, amor.
—Pobres vacas —dijo Beatriz precipitándose a limpiar con un paño la leche derramada sobre la estufa.
—¿Qué? ¿Por qué dices eso? —preguntó Bernardo al reír de la ocurrente preocupación de su esposa.
—Les van a doler las ubres —insistió Beatriz repitiendo —. Pobres vacas.
—Cariño —le dijo Bernardo con tono muy alegre—. Eso no es cierto, son cuentos que le dicen a los niños para que no descuiden sus tareas.
—Bien sabes que mis abuelos eran campesinos y…
—Y los campesinos inventaban ese tipo de historias para que los niños no descuidaran sus tareas —interrumpió Bernardo—. Al decirte que cuando la leche se derrama las vacas sienten dolor, se aseguraban de que realizaras bien tus obligaciones. Me parece un acto vil, el apro-vecharse del noble sentimiento de culpa de un niño para manipular su comportamiento
—Tú siempre dices eso de mis creencias, sin embargo, te equivocas. ¿Recuerdas esa vez que entró un cucarrón en la sala? Te dije que llegaría visita y te reíste. Tiempo después vino la vecina por un poco de ayuda para abrir su puerta porque había roto la llave en la chapa de la entrada y estaba sin manera de poder entrar a su casa.
—Eso solo fue una casualidad —dijo Bernardo con tono despreocupado.
—¿Ah, sí? —dijo Beatriz—. Y la vez que…
—Ya, amor —Bernardo la interrumpió nuevamente. Beatriz guardó silencio—. Lo siento, eres una vidente de las visitas próximas y el estado de las vacas solitarias —. Bernardo sabía que no tenía caso intentar expandir la discusión. Beatriz nunca había pensado en la posibilidad de que sus historias de niña fueran fantasías, por eso él la veía como un ser ingenuo y dulce que no podía dejar escapar de su vida —Tú eres mi premonitora favorita —le dijo sonriendo. La amaba.
—¡Ay! No digas eso —respondió Beatriz—. Bien sabes que la vidente era mi abuela.
—Cariño —dijo Bernardo en medio de carcajadas—. No me puedes estar hablando en serio.
—Sí, amor —insistió Beatriz—. De ahí vienen mis dones.
Ambos sonrieron y se propiciaron cariños que solo fueron interrumpidos por el silbido en la cabeza de Bernardo.
—¿Te pasa algo? —preguntó Beatriz.
—Es ese silbido —respondió Bernardo.
—¡Aaaah! —exclamó Beatriz—. ¡El gas! no he cerrado la boquilla del gas.
—Qué desilusión, no somos graciosos, solo estamos intoxicados —respondió Bernardo. Ambos continuaron sonriendo.
—Será mejor que el señor comedia vaya a comprar más leche si no desea tomar el café frío — dijo Beatriz refiriéndose a Bernardo.
El anciano se despidió de su esposa y se dirigió a la puerta. Estaba atravesando la sala cuando sintió aún más fuerte el terrible silbido en su cabeza, este parecía estar tras las muy bien selladas e impermeables pare- des de su casa o de su cráneo, no lo sabía con certeza, qui- zá hizo un mal movimiento du- r a n t e la noche. Sería mejor que visitase al doctor en los días siguientes y que llamase a un plo- mero, por si acaso. Tomó las llaves de la repisa y se puso sobre la ya casi calva cabeza, un sombrero de pana. Salió, el día estaba brillante, cerca de su casa un gato maullaba sobre las ramas de un árbol. Intentó acercarse a él, pero el gato parecía bastante asustado, temió que le hiciese daño así que se dijo con ocurrencia: —este es un trabajo para los bomberos—, y sonrío para sí mismo.
Seguro que alguien los llama, pensó. Continuó su camino. Unas cuadras más allá su tienda de siempre estaba cerrada. —Por Dios, si es miércoles. ¿Qué le pasa a esta gente? ¡Mira que descansar un miércoles! — se dijo, mientras se disponía a caminar las cinco cuadras que lo separaban del próximo expendio. —¿Qué se le ofrece? —preguntó la tendera al ver entrar a Bernardo sin siquiera levantarse de su mecedora. —Me gustaría llevar una bolsa de leche, por favor —respondió Bernardo con el sem serio.
—Son dos mil quinientos pesos —conte señora—. La leche se encuentra en la que está a su izquierda. ¿Los tiene senci —Preguntó a Bernardo.
—No, señora, no tengo sencilla —respondió él. Era mentira, sí los tenía. Se sonrió al ve la vieja tendera hacer un ademán de disgu por tener que levantarse de la mecedora e hasta su caja registradora. Eran solo cinco p sos, pero los caminó con desprecio.
—Le recibo el dinero, señor —dijo la tendera y estiró su mano.
Bernardo metió su mano derecha al bolsillo y revolviendo las monedas en el interior le respondió con picardía: —Ay, no me lo va a creer usted, parece que sí los tengo sencillos después de todo —se sonrió con complacencia. —Debería usted fijarse más —le dijo la tendera mientras abría la caja registradora—. No es prudente hacerle perder el tiempo a…—la tendera interrumpió su sermón y se quedó mirando la puerta—. ¡Ah! Un mal presagio —dijo.
—¿Disculpe? —preguntó Bernardo. —Mire, sobre el calendario, es una mariposa negra, de esas que tienen un cráneo en el dorso, es un presagio de muerte, va a haber un muerto. Hay que tener cuidado —afirmó la tendera.
—Lo que me faltaba, otra vidente —pensó Bernardo con fastidio—. Esperemos que no sea nada grave, sin embargo lo tendré en cuenta —respondió.
Ya se dirigía a la salida de la polvosa tienda cuando un estruendo sacudió las paredes, nuevamente no supo si era su cráneo o los frágiles muros del lugar los que se movían, hasta que escuchó la nevera sacudirse con el tintineo de las botellas de vidrio que había en su interior, el enmarcado calendario antiguo sobre el que se había posado la mariposa cayó de su puesto en la pared, y se quebró en pedazos obligándola a retirarse de la tienda en un confuso vuelo de espanto ocasionado por la algarabia inquietante del lugar.
—¡Por Dios! —exclamó la tendera—. ¿Qué puede ser eso?
—No… no… no lo sé —titubeó Bernardo, estaba impávido. Un carro de bomberos pasó a gran velocidad, no sabía lo que ocurría. Qué rápidos eran los bomberos, qué pronta su respuesta.
—Se lo dije, esas mariposas nunca traen nada bueno —aseveró la tendera.
—Será mejor que no le cuente nada de esto a Beatriz o no voy a poder deshacerme de sus fantásticas afirmaciones —murmuró Bernardo.
—¿Cómo dice, señor? —Preguntó la tendera.
—Nada —respondió Bernardo—. Debo retirarme, muchas gracias.
Bernardo caminaba con prisa, se sentía curioso por lo que había acontecido, quería ver a Beatriz, ella lo haría sentirse a salvo, ya habían enfrentado juntos la tormentosa juventud y disfrutado el placer de libidinosos días de alcohol y reglas rotas, siempre había sido ella quien lo aliviaba. Se acercó a casa, el gato en el árbol no estaba, imaginó que había bajado en medio del estruendo. En la puerta de su casa Beatriz le sonreía, soltó la bolsa de leche que inmediatamente se derramó e intentó acercarse a ella cuando unas manos lo tomaron del brazo.
—Señor, señor, no puede acercarse más, hubo una explosión—le dijo una voz.
—Pero mi esposa está allí —dijo Bernardo volteándose. Quien le hablaba era un bombero.
—Señor, por favor, trate de calmarse —dijo el bombero—. Está usted en shock.
—¡¿Cómo que me calme?! ¡¿Cómo que en shock?! —dijo Bernardo confundido—. Le estoy diciendo que mi esposa está en la puerta, debo ir con ella.
—Señor —le dijo el bombero en tono compasivo mientras lo sostenía firmemente en dirección hacia él —. Su casa explotó, voltee cuando esté listo y mírelo usted mismo. Bernardo se arrodilló de espaldas a su casa, el sombrero de pana le fue arrebatado de la cabeza por un remolino de cenizas. Las paredes no temblaban, el silbido había desaparecido. Entretanto, un gato salió de los arbustos y bebió la leche derramada a costa de las dolientes ubres de las vacas.