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El loco de la banqueta por Héctor Moreno González

por Héctor Moreno González

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Nadie sabe cómo llegó al pueblo de San Miguel. Fue la noche del cometa cuando apareció, esa noche cantaban las ranas después de la lluvia. Una mañana lo vieron sentado en la banqueta al lado de la cantina de la calle empedrada y de ahí nunca se movió. Siempre sonreía y en su cara sucia y sin rasurar se podían notar unos ojos llenos de vida. Saludaba a la gente agitando su mano cada que pasaban en sus carretas jaladas por caballos que llevaban mercancía al mercado. El loco, le decían. Nunca supieron su nombre pues no decía palabra alguna, solo balbuceaba. A veces la gente le dejaba algunas monedas, pero nunca les mostró interés pues no tenía idea ni para que servían. Prefería tomar algo de pan o fruta que le ofrecían los transeúntes.

En los días de la peste que llegó de Europa, pensaron que era el primero que iba a morir por no estar resguardado en casa. La primera que murió fue la curandera, no se sabe si por la enfermedad o por envenenarse con un menjurje que inventó para erradicar la peste. Nomás vieron cómo se convulsionaba y le salía espuma por la boca para no volver en sí. Murieron más de cincuenta habitantes y el loco siguió feliz de la vida, ignorante de los peligros desde su rincón.

Cuando fueron los tiempos de las campañas electorales, los del partido rojo lo querían llevar de acarreado a los mítines, pero nadie lo pudo convencer de que fuera. Solo le quitaron su camisa sucia y le pusieron una nueva con el logo del partido para hacer propaganda. Después vino el partido azul y le quitaron sus zapatos viejos y le regalaron unos tenis con el logo. El día de las votaciones nadie supo cómo fue que su voto apareció en las urnas. Era muy extraño, habían visto votar a los muertos, pero a los locos no. Los del partido rojo acusaban a los de azul y los de azul a los de rojo. Al final, para desviar la atención, culparon al loco por fraude electoral y hasta lo querían meter a la cárcel, cosa que no procedió, pero sirvió como cortina de humo.

Cuando hicieron una caravana para pasear a la Virgen de la Lluvia para que esta les concediera acabar con las sequías, el padre le pidió que se confesara. Sin embargo, el loco ni siquiera le hablaba y ni volteó a verlo. ¿Qué pecados podría tener alguien que solo estaba ahí sentado todo el tiempo saludando muy sonriente a todo el mundo? Tampoco lo convencieron de que fuera a misa para salvarse de ir al infierno. La biblia que le dejaron la ignoró por completo como si fuera una de las tantas piedras en la calle.

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El día del huracán todos se fueron del pueblo porque sabían que sus casas de cartón y de madera no resistirían. Le ofrecieron la mano al loco para subirlo a la carreta, pero él nunca les hizo caso y solo les sonreía. Sin más tiempo que perder ahí lo dejaron y partieron de prisa pues la lluvia y el viento empezaban a arreciar. Cuando regresó la gente al pueblo, dos días después, lo hicieron en lanchas improvisadas, pues las calles parecían ríos. Las corrientes se llevaron vacas, chivos, gallinas y marranos. Cuando alguien se acordó del loco, pensaron que no había sobrevivido, pero ahí estaba recargado en la pared con el agua hasta el pecho. Y sí, para su sorpresa, sonreía con los pocos dientes que le quedaban y les decía adiós. Cuando bajó el nivel del agua solo quedó una raya de humedad por todas las paredes de las pocas casas que quedaron de pie y en el pecho del loco.

Pasaron los años y la gente fue y vino. La tiendita la hicieron mercado, la capilla fue catedral y hasta le pusieron quiosco a la placita. Aunque las calles aún eran de tierra. Los chicos crecieron y los viejos partieron de este mundo.

El loco seguía ahí tan joven, sonriente y lleno de vida como el primer día que llegó a ese lugar, aún con su playera roja y sus tenis azules, pero ahora desteñidos y casi destrozados.

Una mañana de abril, cuando apenas estaba abriendo la primavera, la noticia se corrió como pólvora por el pequeño pueblo olvidado de la mano de Dios. El loco ya no estaba. Solo había quedado su sombra en la pared. Entonces la gente tuvo miedo. La iglesia se abarrotó de creyentes y no creyentes. Se respiraba un aire raro en la atmósfera. Las vacas y los cerdos se veían desesperados por huir. No había aves en la cúpula de la iglesia. ―¡Santo niño de Atocha! Que Dios nos agarre confesados. ―Murmuraban las comadronas. Fue entonces que los candelabros de la iglesia se empezaron a mecer de lado a lado y se cayeron los cuadros de las paredes.

Las casas caían como si fueran hechas de cartas de baraja. Después de cuatro minutos, que parecieron horas, todo volvió a una relativa calma y se escuchaba el lamentar por todos lados. Sin embargo, lo peor estaba por venir cuando se rompió la presa de San Vicente. En cuestión de horas se inundaron todos los rincones. Pocos sobrevivieron. Lo único que quedó de pie fue la catedral. Hoy en día solo se puede ver la cruz de su cúpula cada que baja el nivel del agua del lago que cubre al pequeño pueblo de San Miguel.

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