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Bailando un vals con mis demonios por David Martínez Balsa

por David Martínez Balsa.

Te levantas a las nueve de la mañana, tarde para la rutina que has seguido durante la mayor parte de tu vida. Una rutina ya casi suprimida por esa expresión de tristeza que atiborra tu rostro de más arrugas. Tienes unos cuantos años encima, aunque no los suficientes para justificar que pareces moverte encadenado a un andador invisible.

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Eres ágil, solo has consentido al cuerpo olvidarlo. Tu mente sí te lo recuerda cada amanecer en un tortuoso despertar. Quien solías ser y quien eres ahora. La soledad de la casa te lanza directo a la cárcel de tus pensamientos donde empiezas a sentir el azote de los reos que comparten celda contigo.

En la cocina encuentras el café aún caliente en el termo. Te sirves el fondo de una taza. El café en exceso es malo, reflexionas. Vas a la mesa del comedor, allí reposa una caja de cigarros, casi vacía. Enciendes uno y mientras exhalas, prometes reducir las dosis de nicotina diarias.

El verdadero tormento empieza cuando sientes una leve cosquilla en el muslo derecho. Luego, una extraña sensación, como si una corriente de calor te reptase por el interior de la pierna hasta detenerse en la rodilla y languidecer poco a poco. Enseguida, sabes que tienes algo malo. No sabes a ciencia cierta qué es, solo sabes que es malo. Mientras tanto, tus compañeros de celda asienten al mismo tiempo, de acuerdo con tal razonamiento, pues, ¿qué otra cosa pudiera ser ese calor extraño en tu muslo si no algo malo? Incluso, puede ser muy malo. Malo de presagio de muerte. A lo mejor un cáncer, te susurra otro de los reos al oído. No quieres oír la palabra, ni pensarla. Sin embargo, la conoces, su concepto y repercusiones.

En cuestión de minutos, alimentas la sospecha de que te tocó la carta mala a la hora de repartir los destinos finales. Morirás de cáncer. Eres un buen candidato: fumador desde los doce años, bebedor hasta los cuarenta, y tu última sesión de ejercicios fue a los treinta y cinco. ¿Por qué no pudiera ser cáncer? ¿Y por qué tiene que serlo?, te repites una y otra vez, inmerso en una dualidad de opiniones contra tus compañeros de celda. Ellos caminan junto a ti, te tocan el hombro si intentas ignorarlos, gritan si finges sordera.Vas al baño. Te cuesta trabajo, culpa de las hemorroides. Hoy las sientes extrañas, casi afuera. Al terminar, no descargas. Necesitas examinar lo que hay dentro del inodoro. Buscas rastros de problemas intestinales.

Tus heces fecales no son las de antaño, carecen de la dureza que juzgas sinónimo de salud. Tras casi diez minutos de análisis, sin llegar a un veredicto concreto, decides descargar el baño. Quizás mañana veas algo distinto. Te sirves otro poco de café en la cocina. Mientras lo bebes, tus ánimos reciben una nueva magulladura, al recordar que antes, eras tú quien hacía el café, luego de llenar de agua todos los cubos de la casa, poner a hervir la leche del nieto y organizar todo para ir a darle pelea a la cola de los mandados.

Ya no, ahora es tu hijo quien prepara el café, antes de irse al trabajo, tu esposa la que llena los cubos y tu hija la que hace la leche del niño. Ninguno expresa quejas, pero distingues en sus expresiones esa leve sombra de decepción, fruto de comparar al hombre de otra época con este de ahora, un peatón en los corredores de la casa, comprometido a tareas hogareñas frágiles e impropias de un paterfamilias respetable.

Te duele todo ello, pero ¿de dónde sacarás la fuerza, el espíritu de pelea? Aunque tu legítimo horror es no entender cómo olvidaste tu propia voluntad de hierro o peor, el hecho de no lograr redescubrirla. Solías librar cualquier batalla sin importar la envergadura o el esfuerzo implícito. La edad y las limitaciones que ésta empezaba a imponer a tu físico, jamás fueron un freno. Te cagabas en todo eso.

Ahora no. Ayer cargaste el tanque de veinte litros de petróleo que tenías en el patio. Lo llevaste en un recorrido corto, a través del pasillo de la casa y hacia el parqueo, ubicado afuera, a la derecha del portal.

Al terminar, tu rodilla sonaba y el dolor del hombro te impidió desacreditar la preocupación de sufrir algún mal en los huesos. Tampoco aceptaste tomar analgésicos, pues odiarías exponer tu organismo a la toxicidad de las pastillas. Además, ya con las que tomas para los nervios tienes suficiente.

Con el cigarro en la mano, das un recorrido por la casa. Quieres acabar de espabilar los músculos todavía resentidos de las cuatro horas que pasaste durmiendo en la silla anoche, antes de que tu esposa te conminara a ir a la cama. Eso siempre ocurre, lo de quedarte dormido frente al televisor, pero antes no era tan radical el castigo que se cernía sobre tu cuerpo a la mañana siguiente.

Puedes culpar a los años de eso, aunque rápida, tu mente insiste: tal vez es una enfermedad en los huesos de la que tu renuencia a someterte a un chequeo ha impedido cobrar conciencia.

Te detienes en el cuarto de tu hijo. Permaneces varios segundos en el umbral de la puerta contemplando el interior, mientras tratas de decidir si concretar el ansia que te ha invadido al llegar ahí. Entras y giras a la derecha; quedas frente al espejo. Sientes el pesar formarse en tu vientre y ascender a toda velocidad hacia tus ojos, transformado en un llanto. Logras detenerlo. Ya eres toda una autoridad en estancar las lágrimas.

‘’Qué flaco estás’’, se quejan tus compañeros de celda. ‘’Flaco, decrépito, enfermo, muerto’’. Para colmo de males, hay un retrato encima del espejo. Están tus dos hijos, tu esposa y tú, de pie, sonriendo a la cámara. Recuerdas aquella ocasión, en la que fueron a visitar a tu hijo a la previa del servicio militar. Tienes puesta una gorra y un pulóver gris que te queda apretado. En ese tiempo, te acompañaban los vestigios de la complexión atlética labrada en tu juventud.

Ahora los músculos de tus brazos son tiras de pellejos arrugados que cuelgan de unos huesos frágiles. Apartas la vista de la foto. Transitar el pasado ya no sirve para jactarse de los logros de la vida. Solo trae un martirio que se funde con tu situación actual y plaga de hiedras venenosas la visión del futuro. Casi sueltas un grito al oír el timbre de la puerta. Dedicas unos segundos a recobrar la compostura. Vuelves al pasillo y recortas a paso lento el tramo hacia la sala. Al alcanzar la puerta, ni te molestas en preguntar quién es. Ya lo sabes. Abres a Fabián, el chofer que, en estos tiempos de penurias, has escogido para manejar tu carro. ‘’El carro necesita seguir caminando’’, reflexionaste hace unos meses, cuando decidiste dárselo a este hombre delgado pero fornido, quien ya en la mitad de los cuarenta, luce más joven de lo reflejado en su licencia de conducir. —Dime, viejo, ¿cómo está la cosa? —te sonríe al estrechar la mano que le extiendes, sin percatarse del daño que hace a tu moral el hecho de que se refieran a ti como ‘’viejo’’, así sea de cariño. Si él supiera cuanta lucha le plantas diariamente a esa palabra. Y lo peor: en estos días, todo el mundo, al toparse contigo, comenta lo flaco que luces, o señalan el incremento de arrugas. Al oír semejantes cosas, vuelves a la casa con el semblante turbado y al primero de tus familiares que llegue del trabajo, le lanzas la queja de que fulano te dijo que debías ir pensando en entrar al asilo, porque tus días de vigor acabaron. Tus hijos y tu esposa te recomiendan renegar de las habladurías. ‘’No vivas con la gente’’, insisten. Lo irónico es que roban de tus labios palabras que solías usar. Pero no puedes evitar sentir el vacío en tu estómago cuando, tras oír las burlas o las opiniones casuales de alguien respecto a los cambios en tu fisionomía, te miras en el espejo y oyes las voces de los reos susurrar que sí, tal vez la gente tiene razón. De verdad has cambiado; ya no eres el mismo y vas de mal en peor.

Fabián dice que sacará el carro. Resolvió un viaje al aeropuerto dentro de una hora. Antes, quiere medir el aceite, comprobar que dispone del combustible suficiente y darle vida un rato al motor, no vaya a ser que al bicho le dé por romperse en el momento de salir. Le dices que espere un momento, buscarás la llave del carro. Te giras para ir a tu cuarto y nada más empiezas a caminar, oyes el grito de Fabián, pide un poco de café. Todas las mañanas lo mismo, y todas las mañanas combates el deseo de gritarle que no, que esto no es una cabrona cafetería y que bien caro que te sale el café y él viene a tomárselo como agua. Por si fuera poco, ya el carro no busca tanto dinero. Cuando tú lo manejabas, constituía el auténtico sostén de la casa. Ahora, si acaso permite comprar la comida. Los lujos quedaron relegados hasta que tú logres hallar el sitio donde se te extraviaron los nervios. En una de las esquinas del comedor descansa la radio encima de la mesa. La enciendes, sintonizas radio FM, subes el volumen y continúas tu trayecto a la cocina, donde sirves una taza de café para Fabián. Se la llenas hasta la mitad. ‘’Hay que ahorrar’’, te dice uno de los reos, pese a que consideras el acto un gesto de egoísmo en lugar de sensatez, no obstante, eres incapaz de sacudirte la necesidad de racionar las cosas, de estirarlas y estirarlas, víctima de la vana ilusión de que lograrás conservarlas por siempre. Prestas oído al dicho popular de que el dinero es superfluo, cosa que tienes hoy y quizás mañana, tu muerte te impida disfrutarla. Lo oyes, asientes pero para tus adentros, prefieres limitarte a los confines angostos de la prevención.

Llevas la taza de café a Fabián. Lo encuentras en la calle, ya con el carro afuera. Revisa el aceite. Luego de beberse el café y encender un cigarro, repite lo del viaje al aeropuerto. Le dices que no hay problema, que cualquier cosa te llame por teléfono.

Quedan de acuerdo en que Fabián saldrá en diez minutos. Entonces, vuelves a la casa y te encaminas al comedor. Allí, tomas asiento y lees un rato el periódico mientras prestas oído a la radio. En secreto, deseas que en el periódico no aparezca ningún artículo de esos raros, en los que a veces informan de los síntomas de cualquier enfermedad, o que en el radio no anuncien el descubrimiento de que una molestia en el pie derecho puede significar cáncer de próstata. De oír o leer algo similar, enseguida te apropiarás de los síntomas y serás víctima de la enfermedad.

Tu cuerpo se ha vuelto tu peor enemigo y libra contigo una batalla de perseverancia en la que cuando no eres derrotado, si acaso logras alcanzar tablas. Tienes aliados en esa guerra, a pesar de no escucharlos. ¿O acaso tus hijos no te han dicho en repetidas ocasiones que esas molestias corporales son comunes? ¿Que ahora tu anatomía no logra ponerse a tono con el ritmo? Antes eras un hombre en constante movimiento, no parabas en la lucha. Ya no, pusiste los frenos y es más el tiempo que permaneces inactivo. También eliges obviar las palabras de tu esposa, quien, como tú, ya pasó de los sesenta, y consciente de los achaques de la edad al físico, te intenta recordar a diario que tú también alcanzaste esa etapa, que eres inclusive más viejo que ella y, no obstante, en muchos aspectos sigues ostentando una mayor agilidad. Sin embargo, los otros reos no dejan de gritarte al oído y tú no logras enmudecerlos.Te levantas y emprendes tu faena diaria para transitar por el día, cuyas horas últimamente se alargan demasiado. Barres la casa de punta a cabo, le echas agua al patio y a las macetas, recoges la ropa de la tendedera, la organizas y guardas en las gavetas. A las once y media preparas tu almuerzo: dos panes con jamón y un vaso de refresco. Alrededor de la una de la tarde, regresa Fabián y guarda el carro, siempre bajo el acecho de tu mirada cansina.

Le preguntas, por cortesía, cómo fue el viaje, aunque realmente no te interesa, solo te interesa que no sabes si padeces alguna enfermedad y que no hallas el modo de recuperar tus nervios.

A las dos de la tarde, te acuestas a dormir la misma siesta de todos los días. Sospechas que despertarás entre las tres y las tres y media. No quieres soñar, pero siempre lo haces. Todo lo que ves en tus sueños lo interpretas, de una forma o de otra, como un mal augurio. Hace unos meses, estabas convencido de que alguien te había echado una brujería de la que ningún babalawo te iba a sacar.

Finalmente, varias visitas a distintas videntes te convencieron, bueno, más o menos te convencieron de que si hubo brujería, ya no quedaba nada.

Allí, tendido boca arriba en la cama, antes de quedarte dormido, elucubras cómo será el resto del día. Te levantarás a las cuatro y vagarás por la casa acompañado de los otros reos, seguro de que nunca saldrás de este tormento, seguro de tener cáncer o ‘’algo’’ malo que te apartará de este mundo de un momento a otro. A las cinco de la tarde comenzará a llegar la familia del trabajo.

Primero tus hijos y por último tu esposa. A todos los intentarás detener y hacerles escuchar la misma música que compones cada día, solo que, con diferente instrumentación, ejerciendo tú la función del frontman de la banda. Que si me muero, que si cuándo voy a salir de este bache, que si esto, que si lo otro.

Verás la decepción en sus rostros, el hastío, las ganas de gritar que te calles, que basta ya de lo mismo. Los verás sufrir a tu expensa y te dolerá y sabrás que es injusto, pero no lograrás reprimir el impulso de expresar lo que te carcome por dentro, de darle voz a este dolor inmune a medicamentos, charlas. A todo. Te dirán que vayas al médico, pero esas visitas te asustan y justificas su irrelevancia con el hecho de que el médico no podrá hacer nada, o no sabrá qué es. Habrá un aparente desdén en tu tono, aunque realmente te asusta salir y que la gente note la diferencia entre este espectro que les extiende la mano y el hombre fuerte que solía ofrecerle una sonrisa a cada día de trabajo, sin importar cuán arduas fueran las perspectivas de enfrentarlo.

Poco a poco, te irás quedando dormido y a los veinte minutos, quizás más, quizás menos, llegaré yo. Tengo preparada la excusa de que vine a buscar los audífonos, pero en realidad, vine a darte una vuelta, para cerciorarme de que sigues aquí con nosotros y no te has ido por completo, que no has intentado hacer algo que en tu rostro veo ganar cada día más terreno. Te observo largo rato, sin que mi mente logre forjar una estrategia, cualquier cosa que logre devolvernos a la persona tan añorada en esta casa. Ya se ha probado de todo, hablar contigo, gritarte, los dichosos consejos, pero nada resulta.

¿Qué decirte? ¿Adónde llevarte? Si la verdad es que solo una persona puede sacarte de esa prisión y lograr que esos reos dejen de sembrar malas raíces en tu espíritu…

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